Los avatares de la comunicación German Serrano Profesor de Dirección de Personas en las Organizaciones [email protected] Comunicarse es una necesidad de todo ser humano. De hecho, lo hacemos de manera natural y espontánea desde la infancia. Antes de dar los primeros pasos, un bebé ya ha pronunciado las primeras palabras y ha desarrollado innumerables maneras de comunicarse con quienes están a su lado para expresar sus sensaciones, sentimientos y emociones. Está claro que quien quiere comunicar algo se las arregla para hacerlo; el problema radica más bien en que a veces comunicamos más de la cuenta, incluso aquello que quisiéramos ocultar. Por eso, el primer principio de la comunicación dice que “no es posible no comunicar”. Para nadie es un secreto que buena parte de los conflictos con los que tenemos que lidiar a diario provienen de deficiencias en la comunicación: “Es que tú no me entendiste, lo que yo te quise decir fue…”, o “por qué hiciste esto si lo que yo te pedí fue…”, o “quién te pidió que hicieras eso”. La verdad es que la comunicación efectiva comienza por una buena escucha; saber escuchar es escuchar para comprender, y esto exige un esfuerzo. A veces los diálogos se convierten en monólogos porque lejos de escuchar al otro, nos escuchamos a nosotros mismos y acomodamos los términos de la conversación a nuestros propios intereses. Lo cierto es que asumimos que los problemas se deben a malas ‘entendederas’ cuando en muchas ocasiones lo que ha habido son malas ‘explicaderas’. No sabemos expresarnos con claridad o transmitimos con los gestos lo contrario de lo que dicen nuestras palabras. La comunicación es una habilidad directiva que se repite, casi sin excepción, en todos los modelos de competencias directivas; un líder que no comunica bien, no es un buen líder. Relata un caso de HBS que Bob Galvin, el gran conductor de la corporación Motorola, quiso impulsar en los años 80’s un proceso de renovación para salir al paso de los competidores japoneses que se aprestaban a hacerse con el mercado de las telecomunicaciones. Para ello aprovechó la reunión bienal que congregaba a los más altos directivos a nivel global y en el discurso de clausura les propuso transformar la estructura en células más pequeñas en procura de conseguir mayor agilidad y responder así con mayor rapidez a las exigencias de un mercado creciente y cambiante. A pesar del prestigio y liderazgo que lo caracterizaban, Galvin no consiguió que sus colaboradores entendieran el mensaje, calificado de ambiguo y poco claro. La empresa acababa de salir airosa de una gran crisis sectorial superando a sus más duros competidores y su propuesta de cambio sonó inoportuna y sorprendente. A buen entendedor, pocas palabras ¿Por qué en ocasiones nos cuesta tanto tener una buena comunicación? De entrada partimos del equívoco de creer que la comunicación es un proceso. Nada más apartado de la realidad. Es verdad que existen medios, secuencias, procedimientos para poner por obra el acto de comunicar, pero la comunicación es ante todo un fenómeno profundamente humano. En el fondo estamos comunicando lo que somos y si se va a hacer a través de las palabras, exige ante todo tener claridad sobre aquello que queremos comunicar, poner las ideas en orden y expresarlas de una manera concisa: lo bueno si breve, mejor. Por un lado, nos cuesta mucho “ir al grano” por evitar herir susceptibilidades o causar molestias a nuestro interlocutor, que terminamos enredando la pita, hablando mucho y diciendo poco, o nada. Por otro lado, a veces nos entra la manía de comunicar aunque no tengamos nada que decir; es el caso del jefe que para mantener la atención de sus colaboradores envía mensajes todo el día, como diciendo: “Aquí estoy, no te olvides de que tienes un jefe”. Más frecuente aún, es el caso de quienes no quieren escuchar; estamos siempre abiertos y receptivos ante las buenas noticias, pero cuando el mensaje no nos gusta, bien sea porque nos genera incomodidad o porque se trata de una reprimenda, ‘nos hacemos los de la vista gorda’. Ante todo la verdad A veces las empresas se vuelven un “ocho” tratando de comunicar lo incomunicable. Pretenden transmitir serenidad cuando en realidad atraviesan por una crisis de vértigo: no es posible transmitir paz cuando se está viviendo una guerra. Decirle a la gente que no hay nada de qué preocuparse cuando se ven venir los despidos masivos no solamente es una ingenuidad sino también un acto de irresponsabilidad, por no decir que un auténtico engaño. Es verdad que al mal tiempo hay que ponerle buena cara, pero eso es distinto a pretender que hace buen tiempo. No hay comunicación más efectiva que aquella que está impregnada de la verdad; la mentira, o lo que es lo mismo, las verdades a medias, no solo causan daño sino que envuelven en un manto de duda a quien las emite: generan pérdida de prestigio y falta de credibilidad. La mentira degrada a la persona porque al mentir compromete su libertad, queda presa de la mentira, menoscabando de esa manera su propia dignidad. Hoy se habla mucho de transparencia, término que goza además de la mayor aceptación. Es curioso porque ¿qué es la transparencia sino andar con la verdad? Conceder a la transparencia tan alto estatus significa lo mucho que echamos de menos la sinceridad. Por eso llama tanto la atención cuando una persona nos dice ¿te puedo hablar con franqueza? Quiere decir que todo el tiempo anda mintiendo y por fin se ha decidido a ir con la verdad. Un segundo principio de la comunicación expresa que los canales deben permanecer abiertos; y un elemento que contribuye de manera efectiva a este propósito es decir siempre la verdad, aunque esta sea difícil de aceptar. No hay nada que se agradezca más que alguien nos haga caer en cuenta de nuestros errores o de aquel defecto dominante que está perturbando nuestras relaciones con los demás. Tal vez la primera reacción ante la corrección sea de rechazo, pero pasado un tiempo, la actitud será de agradecimiento. Además, solo los amigos están dispuestos a incomodarse para corregir. A manera de conclusión: la comunicación, por ser un acto humano, tiene un contenido ético que consiste en la veracidad: sin ella, la comunicación se convierte en mero ropaje que solo sirve para camuflar los intereses poco claros de quienes pretenden convencer a otros de que hace un día espléndido cuando el chaparrón empieza a lanzar los primeros goterones. Qué bueno sería adquirir el hábito de llamar a cada cosa por su nombre: a lo blanco, blanco y a lo negro, negro.