La Strada.

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La Strada (La calle)
TÍTULO ORIGINAL La strada
AÑO 1954
DURACIÓN 94 min.
PAÍS
DIRECTOR
Federico Fellini
GUIÓN Tullio Pinelli & Federico Fellini
MÚSICA Nino Rota
FOTOGRAFÍA Otello Martelli (B&W)
REPARTO Giulietta Masina, Anthony Quinn, Richard Basehart, Aldo Silvani, Marcella Rovere
PRODUCTORA Ponti de Laurentiis
PREMIOS 1956: Oscar: Mejor película de habla no inglesa. 2 nominaciones
GÉNERO Drama | Neorrealismo
SINOPSIS Cuando muere el padre de Gelsomina, su propia madre la vende a un artista
ambulante, Zampanó. Pese al carácter violento y agresivo de éste, la muchacha
se siente atraída por ese estilo de vida en la Strada (la calle, en italiano), sobre
todo cuando su dueño la incluye como parte de su espectáculo. Pese a que varios
de los pintorescos personajes que se encuentra por el camino le ofrecen que se
una a ellos, Gelsomina demostrará su fidelidad a Zampanó hasta los límites de su
voluntad. (FILMAFFINITY)
La Strada.
Por Wole Soyinka Premio Nobel de Literatura 1986
Fue mi iniciación en el cine un «momento de verdad». No me cabe duda.
Sin embargo, resulta paradójico, o al menos ambiguo, que, como ocurre con las
imágenes más inolvidables de la historia del cine, tales momentos conlleven siempre la
sensación de un tiempo detenido. Quizá también se detuvo, en el instante al que me
refiero, mi desarrollo como crítico, ya que, desde mi primer encuentro con este arte en
mis años de estudiante, el cine se ha convertido en un medio más complejo, más
atrevido e innovador, más sensual y, en ocasiones, incluso más sutil. En cualquier caso,
aún conservo el recuerdo de aquella experiencia, de la misma manera que sigo
convencido de que La Strada, de Fellini, es la película más exquisita que he visto.
Empleo la palabra «exquisita» por falta de un término más apropiado. Hay una buena
dosis de patetismo en La Strada, además de cierta objetividad moral que se impone sin
tregua a lo largo del filme, principalmente a través de los escenarios: el circo como
fábrica de ilusiones, pero también como el reverso sórdido de un mundo mágico y
rutilante. En este caso, su enérgico defensor es el personaje principal de la película,
interpretado por Anthony Quinn: un buscavidas producto de su época, un ser
compulsivo y amoral, inmisericorde explotador de sus inocentes víctimas. No, no hay
nada «exquisito» en los papeles que suele desempeñar Anthony Quinn. Entonces, ¿por
qué he empleado el término? Lo hago en un intento de definir el punto de encuentro de
una infinidad de experiencias sensoriales, ese instante que la mente y los sentidos
recrean una y otra vez para deleitarse con la indisolubilidad de los elementos que lo
hacen posible.
En La Strada se consigue una penetrante superposición del mundo del más allá,
representado por el vidente, con una vida cotidiana dura, mercantil y deshumanizada,
efecto que se obtiene gracias a la interpretación que hace Giuletta Massina de la idiota:
un personaje frágil, en perpetuo estado de asombro, de aparente afabilidad, leal, dotado
de un fuerte sentido moral. Una chica traviesa también, incluso irreverente y astuta. Un
auténtico bufón sacado del teatro de Shakespeare y llevado a un exótico -al menos lo era
entonces para mí-, escenario italiano. Anthony Quinn no es un actor refinado -merece
un lugar aparte, de todos modos, su magnífica actuación en Zorba el griego, eso si
pasamos por alto su torpeza al bailar-, y en La Strada le tocó hacer otra vez de forzudo,
si bien su presencia llena la pantalla. Sin embargo, en la película da muestras de gran
sensibilidad.
La transformación que experimenta cuando descubre
que su fuerza brutal, fingida en el espectáculo circense, tiene
consecuencias fatales en la vida real, es sin lugar a dudas uno
de los momentos más memorables de esta viñeta rústica, pero
ésta no es la escena que tengo en mente. El instante
memorable al que me refiero no es obra de ningún actor, ni
siquiera de la víctima que lo propicia, cuyo nombre no recuerdo: la muerte cruda,
carente de emoción, del joven actor de circo se presenta con transparencia, a modo de
arquetipo. Si bien pensarán algunos espectadores que el personaje merecía la violencia
de la que fue objeto, no había necesidad de un desenlace tan terrible. Su metafórica
reacción ante la muerte, el gemido ahogado que deja escapar cuando yace moribundo,
se asemeja, creo, al aria trágica de una ópera, si es que cabe pensar en un aria reducida a
un mínimo absoluto, desprovista de todo virtuosismo. De esta sencilla escena, comedida
y desconcertante, no recuerdo ninguna música de acompañamiento, ningún recurso
externo que subraye el «lamento» resignado y lleno de dolor de nuestro héroe, ningún
«efecto especial» ni cualquier otro elemento visual que cree un aura de tragedia.
Se trata de un enfrentamiento con la muerte
contenido, de la impresión que nos produce la violencia,
retratada hábilmente en el rostro de Massina y contrastada
con la expresión de triunfo, venganza y satisfacción en la
cara del asesino. Por fin ha saldado sus cuentas con el adversario que lo atormentaba,
pero no es consciente de que su venganza ha sido extrema. Anthony Quinn se soprende,
de forma convincente, de que su fuerza descomunal lo haya llevado tan lejos, y esta
inocencia, hecha añicos de repente, encuentra su reflejo en la neutralidad idílica del
paisaje rural. Herido de muerte, el joven moribundo consigue esbozar una sonrisa triste,
levanta la mano y dice: «Se me ha roto el reloj». Acto seguido se abandona, para
sorpresa del espectador, a una muerte apacible.
Cuando vi La Strada, hace ya unos treinta y cinco
años, era estudiante de la Universidad de Leeds, situada en el
norte de Inglaterra. Desde entonces la he visto quizá tres o
cuatro veces, la última, ¡ay de mí!, hace más de quince años.
En todas ellas, me he encontrado inmerso en una realidad
que me es familiar. No, esta sensación no es producto de
haber visto la película muchas veces, simplemente me identifico con el pequeño pueblo
que, negando sus valores, se somete a su propia muerte como colectividad y a la pérdida
del espíritu comunitario, doblegándose ante una mundanería de oropel, y que, seducido
por un refinamiento superficial, persigue ante todo la supervivencia económica, sin
importarle el precio que ha de pagar por ello. Unos padres discuten el precio de su hija,
la venden a un actor de circo ambulante. Y no es la primera, su hermana mayor, a quien
ha venido a reemplazar, fue «vendida» de la misma manera. La familia no está
interesada en el paradero de la hija mayor. Les dicen que murió de alguna enfermedad
en un lugar indeterminado, si bien luego nos enteramos que la obligaron a trabajar hasta
la muerte, ¿o fue asesinada? Debo confesar que no recuerdo. Lo que conservo en la
memoria es la frialdad de la familia al realizar la venta, que se muestra muy dispuesta a
deshacerse de una boca más que alimentar, una imbécil que sólo les causa problemas.
Tampoco he olvidado la inocencia de la chica abandonada a su suerte, por lo visto
contenta de salir a un mundo amplio, misterioso, que le promete felicidad y aventuras,
pero que sólo le deparará sufrimientos y congojas.
¿Hasta qué punto la actuación de Massina está inspirada en el bufón que aparece
en la obra de Shakespeare, El Rey Lear? Me sorprende que no le hayan hecho varias
veces esta pregunta a Fellini. No obstante, con ello no insinuo que la valoración del ser
humano sea uno de los temas principales de la película. Todo lo contrario, ya he hecho
hincapié en la amoralidad de La Strada. Su perspectiva veraz y desinteresada es tan
notable que se convierte en su sello distintivo. La vida, la lealtad, la traición y la
muerte... el microcosmos donde cualquier comunidad puede verse a sí misma y el
arquetipo del forastero depredador que se vale de la venalidad de las personas,
trayéndoles ilusiones y desesperación.
Después de ver La Strada, las películas de Fellini fueron para mí
imprescindibles. Sus éxitos posteriores son, en mi opinión, ampliaciones, a menudo
extravagantes, de temas contenidos en La Strada. Nunca me ha sorprendido que un
motivo recurrente de sus películas -La Dolce Vita, Satyricon y otras-, gire en torno a los
aspectos entrañables, absurdos y grotescos, escandalosos y patéticos de la vida y la
muerte. El presentador del circo es una vuelta -claro está, con distinto grado de lujo y de
autocomplacencia- al tema central que ha ocupado su genio creador desde,
probablemente, la primera vez que se sentó a escribir un guión: la paradoja del tiempo
detenido, incluso cuando se pretende una celebración orgiástica del paso del tiempo.
Hace muchos años, me encontraba extasiado ante el recuerdo de mi escena
predilecta, cuando alguien me preguntó si tenía en mente la película de Fellini cuando
titulé una de mis obras teatrales, The Road (El camino), que se estrenaba en esos días.
Fue entonces que caí en la cuenta -nunca había estudiado italiano en profundidad, si
bien di clases de latín en la escuela secundaria- de que «strada» significa camino.
Sorprendente, quizá increíble, pero cierto. Bueno, los temas, la trama, los personajes y
los «leit motiv» son completamente diferentes, pero también es verdad que The Road es
la obra de teatro que siempre he deseado con fervor no sólo verla llevada a la pantalla,
sino dirigirla yo mismo. Quizá lo haga algún día, antes de que mi reloj se detenga para
siempre. «Se me ha roto el reloj». No conozco en la historia del cine una escena que se
amolde mejor para representar el carácter evanescente, absurdo, de la vida y del tiempo,
árbitro de la mortalidad.
Autor: Wole Soyinka (nac. 1934 en Abeokuta, Nigeria). Premio Nobel de Literatura 1986. Se trasladó a
Inglaterra en 1954 y estudió en la Universidad de Leeds. Allí empezó a dirigir sus primeros textos
dramáticos, pero su teatro más político lo hizo al volver a Nigeria en 1960 ("era teatro de guerrillas, que
se podía hacer en cualquier parte, lo mismo en los mercados que delante de una asamblea de políticos").
Pasó una larga temporada en la cárcel, entre 1967 y 1969, durante la guerra civil que asoló a su país.
Salió al exilio donde estuvo cinco años, enseñó en diversas universidades, regresó a Nigeria para
convertirse en activista político (y siguió enseñando como profesor invitado en Harvard, Yale, Cornell y
Cambridge). Escribe en inglés y ha cultivado todos los géneros. Viaja de un lado a otro, impartiendo
conferencias. Su libro Clima de miedo (Tusquets, 2007), reúne cinco textos, los que pronunció en 2004 en
el prestigioso ciclo de las Conferencias Reith que organiza la BBC. Tratan de la violencia
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