Escasa alegría de esponsales había, un desapacible 19 de octubre

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Escasa alegría de esponsales había, un desapacible 19 de octubre de 1469, en el palacio
vallisoletano de don Juan de Vivero. Con una muy reducida presencia de nobles y prelados de
segunda fila, se celebraba el matrimonio de la princesa Isabel de Castilla y el príncipe Fernando
de Aragón. Ella tenía dieciocho años; él, uno menos. La sombra de toda una compleja maraña de
intereses se cernía sobre lo que era presentado como una unión por amor. Siguiendo la tradición,
la consumación efectiva del matrimonio tuvo sus obligados testigos presentes y, a la mañana
siguiente, ante el regocijo de los desocupados que merodeaban por las calles, desde el balcón de
la alcoba nupcial fue mostrada la sábana ensangrentada, como demostración del cumplimiento
por parte de Fernando de su primera obligación marital.
Como el de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, nunca un matrimonio principesco que iba a
ser tan mitificado -para ensalzarlo hasta el más absurdo paroxismo o para condenarlo a unos
infiernos asimismo injustificados- había estado rodeado de más irregularidades. Pieza deseada
por la conjunta avidez de Juan II de Aragón y de su hijo Fernando, en quien despuntaban todas
sus futuras capacidades políticas, la joven y calculadora Isabel se dejó llevar desde la inicial
aceptación de los planes que para ella tenía su hermano, el rey Enrique IV, hasta la agradecida
aceptación de las propuestas de más allá del Ebro. Antes, se habían ido frustrando por diversas
causas otras opciones matrimoniales.
Por mucho adorno que se le quisiera poner, aquel matrimonio era fruto de una realidad política y
nada tenía que ver con el aporte amoroso con que lo adornaron los ditirambos de los poetas
áulicos, que en gran cantidad pululaban en aquella Corte andariega por las tierras de Castilla.
Para su casamiento, Fernando e Isabel precisaban contar con el expreso consentimiento de
Enrique, que cada vez se fiaba menos de su hermana, a la que veía útil instrumento en manos de
sus enemigos, decididos a apartar de la sucesión a la legítima heredera, la infanta Juana. Una
boda sin aquella autorización era nula y los interesados en realizar la operación no querían caer
en tal riesgo.
Otra complicación que no era en absoluto pequeña se venía a unir al asunto. El próximo grado de
consanguinidad entre los novios exigía de una dispensa papal. Pero aquí toparon con la negativa
del papa Paulo II, que no se avino a razones al considerar que algo debía significar la no
aceptación de Enrique de Castilla, jefe de la Casa Real. Así las cosas, quienes estaban ya
preparando con decisión el gran entramado de la unidad de las dos Coronas decidieron tirar por
la calle de enmedio y presentaron al pontífice una carta en la que supuestamente Enrique
solicitaba del papa la dispensa. La misiva acababa con una burda falsificación de la firma del rey.
Nuevamente el papa, cabe suponer que irritado, denegó el permiso e incluso rechazó una tercera
petición. Estaba claro que aquellos jóvenes príncipes disponían de un fuerte impulso en los
ámbitos que les apoyaban, dado que siguieron recurriendo a medios que, aparte de su valoración
eclesiástica, llegaban a caer en el mismo delito civil. Decididos a terminar con tan enojosa
cuestión, se falsificó una dispensa papal emitida algunos años antes para otras personas. Otro
burdo engaño, que únicamente sirvió para enojar todavía más al pontífice, que sin más decretó la
excomunión de los que serían conocidos como Reyes Católicos, supuestamente los más firmes
defensores de la fe y de las instituciones de la Iglesia.
La joven pero poco deseable Isabel no estaba dispuesta a dejar escapar a aquel atractivo joven,
que dejaba adivinar un evidente temperamento sensual. Así, después de la casi vergonzante
ceremonia, Isabel y Fernando pasaron a vivir a partir de entonces en situación de abierto
concubinato, al ser ilegal su matrimonio. Situación que se prolongó a lo largo de tres años, vio el
nacimiento de su primogénita Isabel y volvieron a ver denegada en tres ocasiones más la petición
de dispensa papal. Sobre ello, la tan pía Isabel no tenía inconveniente en afirmar que tenía
«saneada» su conciencia.
Era evidente que Paulo II se había tomado la irritante cuestión como algo personal, pero en este
asunto, como en muchos otros de sus vidas, la fortuna vino en su ayuda con la muerte del papa y
su sustitución por Sixto IV, dócil personaje en manos de Rodrigo Borja, que sería el futuro
pontífice Alejandro VI y fundador de la célebre y oscura saga de los Borgia y que, por el
momento, era legado pontificio para Castilla. La manipulación era su fuerte y consiguió para la
pareja la normalización de su situación eclesiástica. Asegurando a Enrique que ambos habían
reconocido a Juana como heredera, consiguió del débil monarca el permiso para el matrimonio;
con él, la bula de Roma ya no era más que un siguiente y fácil paso. Todos los implicados
acabaron beneficiándose de tan vidrioso asunto. El arzobispo Mendoza, que actuó como hábil
intermediario, se ganó un capelo cardenalicio; Rodrigo Borja, por su parte, se llevaba a Italia dos
barcos rebosantes de riquezas y la promesa -luego adecuadamente cumplida- de la concesión del
ducado de Gandía para su primogénito.
Así las cosas, aquella pareja de inteligentes oportunistas se dedicó ante todo a romper sus
promesas de fidelidad al rey legítimo y sumieron a Castilla en destructora guerra civil a lo largo
de los siguientes años. Isabel se había formado en un medio familiar nada fácil, con una madre
desequilibrada y un padre -Juan II- siempre ausente e interesado por cuestiones muy alejadas de
los hijos. Ello la había dotado de un férreo carácter que era capaz de blindarla frente a los efectos
de cualquier hecho exterior incontrolado. Inteligente y capaz, podía perfectamente disimular
sentimientos y penas, como demostraría en sus relaciones conyugales con Fernando. Dejar
traslucir su pensamiento le parecía absolutamente inaceptable.
Hay más que suficientes testimonios de toda clase que hablan de su gran capacidad de combinar
severidad y dulzura, comprensión y despiadada dureza, siempre viéndolo todo desde la cúspide,
imbuida hasta lo más hondo de la dignidad y el prestigio de su papel de reina. Una extrema
rigidez que conservaría hasta el día de su muerte y que, sin duda, era en gran medida fruto de la
clara conciencia de ser una usurpadora sentada en un trono que en realidad no le correspondía y
que había obtenido por la fuerza de las armas y la compra de voluntades.
Podría decirse que, en este sentido, Fernando se situaba en el extremo opuesto de su esposa. En
primer lugar, él llegó a ser monarca de la Corona de Aragón por legítimo derecho de nacimiento
y ello le hacía tratar las cosas de una forma mucho más relajada. No tenía que estar
continuamente justificando nada. Astuto, sagaz e inteligente posibilista, contando con un físico
bastante atractivo y un carácter abierto, se convertiría en el perfecto prototipo del político
europeo del Renacimiento, tal como le veía una opinión tan autorizada como la del mismo
Maquiavelo, que le erigió en El Príncipe como modelo para gobernantes en aquella brillante
Europa renacentista.
Las piezas estaban dadas y el juego, iniciado. Con toda una sucesión de hijos, jalonada por las
directas tareas de gobierno, la pareja real parecía cumplir a la perfección los esquemas más
tradicionales del género. Ella, llegada al matrimonio libre de pasado, parca, austera,
aparentemente sin defecto reseñable alguno, solamente preocupada por el cumplimiento de sus
múltiples deberes: religiosos, maternales, políticos... Él, dado a los disfrutes cotidianos que su
condición le regalaba, nunca había tenido inconveniente alguno en compaginar sus obligaciones
políticas y sus preferencias privadas.
Fernando tuvo cuatro hijos fuera de su matrimonio, fruto de esporádicas relaciones con mujeres
de las que, si bien se conoce el nombre, en ningún caso tuvieron papel alguno en su vida, más
que en el momento del encuentro físico que lanzó a aquellos niños al mundo. Niños que tuvieron
unos destinos bien diferentes. A mediados del año 1469, mientras los correspondientes
representantes estaban tratando bajo cuerda las condiciones de su matrimonio con la lejana
infanta castellana, el joven Fernando, de diecisiete años, alegraba en la localidad leridana de
Cervera sus esperas con una Aldonza, hija de una pareja de cierta alcurnia local, la formada por
don Pedro Roig y doña Aldonza de Ivorra. Sin que los padres lo supiesen o contando con su
silenciosa complacencia, el príncipe, en capilla de matrimoniar, entregó a esta muchacha, tres
años mayor que él, todo su frescor sin estrenar.
Como en muchos casos parecidos, él no puso más que pasión juvenil y abierta ansia de sexo.
Ella, por motivos que debían ser variados, hizo una entrega de mayor enjundia, que se manifestó
cuando, al cabo de los correspondientes meses, le anunció jubilosa el nacimiento de un Alonso,
fruto de aquellos breves encuentros. Conocida la noticia y en todo especialmente sobrio, el recién
casado le ordenó que se trasladase con el niño a Zaragoza, donde ambos serían tratados en la
forma debida. Fernando comunicó a su padre el rey la noticia de este nacimiento pero -lo que
parece muy lógico- a su flamante esposa no le comentó nada. Aunque el asunto no iba a quedar
ahí y, en el verano de 1474, Fernando reconocía a Alonso como bastardo suyo, lo que le permitía
portar el nombre de Alonso de Aragón. La reina de Castilla se enteró entonces de todo pero,
siguiendo su costumbre, decidió sufrir en silencio y entregarse a sus consoladores rezos. Con
todo, algunos testimonios existen de una breve conversación habida entre los dos en los salones
del alcázar segoviano, con griterío e incluso alguna bofetada, para terminar en cálidos sollozos
adecuadamente sofocados.
Mientras, Isabel cumplía adecuadamente con todos sus deberes. Enamorada de su esposo, ofrecía
la imagen que de ella se esperaba, como escribía un untuoso cronista:
Fue muy buena casada, celosa de su casa […], dio de sí muy buen ejemplo […], que durante el
tiempo de matrimonio y reinar, nunca hubo en su corte otros privados en quienes pusiese el
amor, sino ella del Rey y el Rey de ella...
Todo muy bonito y muy respetable tan absoluta fidelidad. Una fidelidad que, por otra parte, se
preocupaba Isabel mucho de poner de manifiesto, como cuando, en ausencia de él de la Corte,
abría el baile emparejada con alguna linajuda dama, para que se viese bien que no admitía el
menor trato físico con un caballero que no fuese su Fernando.
Demostrando que ni siquiera sus posibles torturas íntimas anulaban su sentido de la dignidad que
la monarquía representaba, cuando alguien la criticó suavemente por el hecho de que se
preocupase por la crianza y educación de este pequeño Alonso, ella afirmó, altanera: 'Es hijo de
mi augusto esposo y, por consiguiente, debe ser educado conforme a tan noble origen...' De
nuevo iban a ser las tierras de la Cataluña interior, en este caso las de Tárrega, escenario de otro
breve episodio erótico del rey que tendría sus consecuencias. Él volvía pletórico después de
haber obtenido en la batalla de Perpiñán el dominio de la Cerdaña y el Rosellón, que la Corona
catalanoaragonesa consideraba propios. Fue bajo aquella euforia y de regreso a casa, en el
invierno de 1472-1473, cuando se relacionó con Joana Nicolau, hija de un modesto oficial viudo.
Parece que solamente se acordó de aquel momento cuando fue informado del nacimiento de una
niña, bautizada con el nombre de Juana. Lo que sí se sabe es que Isabel, debidamente informada
por fieles servidores, supo mantener ante la noticia su ya conocida entereza, pero se llegó a
afirmar también que impuso la bien conocida venganza femenina de negarse a cumplir
físicamente con su marido hasta que debió considerar pagado el pecado.
Cabe suponer que, unido a una estricta de este calibre y considerando la enorme diferencia de
caracteres, el Católico debió tener bastantes historias privadas a lo largo de su vida. Para
completar el panorama de esta excepcional pareja, otras dos bastardas han quedado para la
Historia. Entre los años 1478 y 1483, dos niñas venían al mundo, producto de esporádicos
encuentros sexuales de Fernando, como puede verse, poco aficionado a cualquier tipo de
implicación emocional con ocasionales relaciones. En Vitoria nacía María, hija de la vizcaína de
visigótico nombre doña Toda de Larrea; muy lejos de allí, en la anchurosa Extremadura, otra
María nacía de una dama portuguesa de apellido Pereira. La diplomacia y las guerras llevaban
continuamente al rey hasta territorios muy alejados entre sí, en los que no parecía tener
inconveniente alguno en buscarse solaz y compañía. La celosa Isabel naturalmente no podía
imaginar que Fernando le guardase fidelidad y, como sucede con los celosos a niveles
enfermizos, como era su caso, con toda seguridad estaba puntualmente informada de cualquier
nuevo trato o relación femenina de él. El problema estallaba, sin embargo, de la forma más
violenta cuando había noticia de los resultados de aquellos encuentros.
Entonces, incluso los más dóciles cronistas no pueden por menos que hablar de violentas
discusiones entre la pareja, en algunas ocasiones haciéndolo incluso en presencia de los hijos. La
reina, obsesivamente preocupada por la educación de los infantes, en realidad estaba
contraviniendo todas las normas que hablan de separar a los hijos de los problemas entre los
padres. Pero ella se consideraba perfecta y debía pensar que tenía derecho a todo. Isabel estaba
decidida a anular cualquier posible interés de Fernando por otra mujer y, con ese fin, había
tomado la decisión de llenar la Corte de correosas damas que no ofreciesen el menor peligro para
lo que consideraba la estabilidad de su matrimonio.
Como una arpía, vigilaba con el más absoluto descaro todo cruce de miradas que se estableciese
entre Fernando y cualquier mujer que fuese introducida en palacio. A la más mínima sospecha,
incluso si era injustificada, la potencial pecadora era arrojada sin más de allí. Y que no le
hablasen a la Reina Católica de escrúpulos cuando se trataba de solucionar cualquier problema
que se le presentase. Pero eran muy largas las separaciones entre ellos y todo daba lugar a
cualquier tipo de sospechas. Con un Fernando alejado y dedicado a actividades de todo tipo, ella
llegaría a pedir la intervención de su confesor, fray Hernando de Talavera, que recomendó al
escapista marido 'ser mucho más entero en el amor y acatamiento que a la excelente y muy digna
compañera es debido'. Conociendo bien a su rey, el sagaz fraile terminaba aconsejándole, no sin
cierta dosis de cómplice cinismo, que estuviera 'muy medido en todos los juegos y pasatiempos',
y no debía referirse ciertamente a las cartas y a la caza, que también ocupaban mucho de su
tiempo.
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