6 - Héroes - Martín Doria

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CUENTO 6.
HÉROES
Martín Doria
1
¿Acaso tendría que haberse asustado? Duarte salía de
uno de sus sueños típicos, una de esas habituales pesadillas llenas de monstruos y fantasmas. Y de todos
modos, muchas veces, uno de aquellos engendros de su
mente acostumbraba permanecer con él durante el día.
Tarde o temprano, después de despertarse dolorido (el
maldito temblor en sus manos), escuchaba una voz.
Entonces, aunque quisiera ignorarlo, terminaba espiando de soslayo y encontraba la presencia en algún punto
de su campo visual. La visión podía ser horrenda o anLa mayor parte de las veces, esa «voz» no lo era realmente −sabía que no era esquizofrénico− sino que una
melodía atonal o una conjunción de ruidos metálicos lo
aturdían como acúfenos. El tiempo −que a todo lo
bueno y lo malo te adapta − hizo que pudiera tolerarlo.
Así que verlo ahí esa mañana, parado en un rincón de
su habitación, no le impactó de la manera que puede
impresionar a un hombre sano y lúcido. Su apariencia
era alegórica, casi ridícula. Quería hacerle entender
enseguida de quien se trataba. El visitante: mono y
capa negras, el rostro embetunado del mismo color con
el dibujo sobreimpreso de una calavera blanca. Contra
la pared, apoyada, una pesada guadaña. Él: remera
sucia y un gastado pantalón pijama. El sobresalto,
primero. Luego su sonrisa incrédula.
«¿Qué más podía usar» dijo el otro y se tocó la ropa
«Tenía que superar esa mugre de fantasmas que te persiguen. ¿O no te hiciste ya una idea de quién soy?»
Duarte asintió desolado. Esa presencia sólo podía signaba de creerlo, a pesar de ese dolor terrible, dolor
doliéndole el cuerpo, o el alma más bien, tanto doliendo que no supo reconocer el último dolor, él mismo que
estuvo presintiéndolo o más bien presintiéndola a ella,
a la muerte tan cercana siempre pero tan repelente, tan
llena de cosas que no entendía o dominaba hasta que
empezó a entender y a sentir los dolores; tanto que
habiéndola olvidado −creyendo haberla olvidado−
apareció de esa forma, dentro de su cuerpo, o más bien
dentro de su cabeza: en carnavalesco traje de Parca.
Ella hizo un chasquido con los dedos y la tele delante
de la cama se encendió. Era el mismo canal con el que
Duarte se había ido a dormir la noche anterior. Un canal
de noticias.
«¿Así que héroe?»
El sargento Duarte estaba todavía ahí, en la tele. Su
rostro congelado. Y el zócalo donde se leía «Éste es el
héroe». Antes y después repetían la misma entrevista.
Un móvil directo en la puerta de la comisaría y él apuntado por una docena de micrófonos que querían saber
hasta el último detalle. Su rostro incómodo. El mismo
rostro que casi había muerto en una avenida y que en
realidad venía muriendo desde hacía mucho, en la
intimidad de su departamento de hombre separado.
−No entiendo. Pensé que estaba haciéndolo bien. Despertar seco, las putas reuniones anónimas, las pastillas…
«Estás dilatando mi trabajo contigo, es verdad. Pero no
se trata de eso mi visita.»
Sin poder contenerse, Duarte exhaló un soplo de alivio.
¿Y por qué? Hasta un segundo antes había una secreta
Puede contarse ahora, su acto heroico. Era de noche. El
sargento Espíndola (al volante) y él esperaban en el
patrullero a la entrada de La Palito. Los barrales, apagados. Espíndola terminaba de usar su celular para contactar al puntero. Tenían merca de un decomiso para
reciera cuando Espíndola le golpeó el hombro y señaló
adelante. Duarte observó también la situación sospechosa: tres hombres bajaban de un renault fuego a un
pibe con los ojos vendados y lo empujaban por la playa
de entrada al caserío.
Espíndola desenfundó la nueve. Duarte lo miró y puteó
entre dientes.
−Bajá, dale − lo instó su compañero mientras abría la
puerta.
Espíndola y la concha, pensó Duarte. Ya lo conocía,
después de tanto. Podía más su ambición de ascenso,
ganarse los porotos con el comisario y la DDI entera.
Era algo que traía en la sangre. Su familia toda había
estado en el cuerpo por tres generaciones. Su papá
había sido comisario. Eso te queda entonces, hay algún
tipo de mandato instalado en tu cerebro, algo subconsciente que emerge incluso en esos momentos en los
que uno debería mirar a otro lado, terminar su negocio
y chau pichu.
−¡Alto, policía!
Gritaron ambos casi al unísono. Y entonces la balacera,
porque dos de los secuestradores estaban calzados
puertas del auto policial servían de escudo para las
balas. Los tipos −a cubierto detrás de un carrito de tortillas − no caían pero al cabo de un par de minutos corrieron dentro del pasillo. Espíndola se incorporó y
empezó a adelantarse mientras seguía apuntando.
−Andá a ver al pibe, te voy cubriendo −dijo.
Recién entonces Duarte descubrió el cuerpo amordazado que yacía detrás del carro, sobre la arena. Llegó
hasta ahí. Era un pibe, un nene de unos diez, y estaba
herido en el abdomen. Una mancha de sangre crecía
empapando la remera blanca.
−¿Vos le diste? Yo no… o ellos… − Espíndola se había
acercado y miraba de soslayo mientras atendía los
corredores oscuros como boca de lobo.
Duarte no contestó porque prefería no pensar en eso
ahora. Cargaron el cuerpito dentro del coche y arrancaron hacia el hospital. Duarte le gritó a Espíndola que
metiera sirena y apurara. Iba atrás, el pibe se le moría
en los brazos.
De lo que pasó a continuación afuera del patrullero
sólo pudo tener idea después. La siguiente: un tipo desprevenido para cruzar la avenida, con las ventanillas
del Fiat Uno arriba, música (¿cumbia, reggaeton?) al
palo, o hablando por celular… Cuando miró lo tenía
encima −al patrullero, 200 por hora − y que Dios se
apiade de su alma. Espíndola, Duarte y el pibe salieron
disparados también. El móvil policial volcó y todos volaron como astronautas en fast-forward. Dolorido en
cada hueso, estuporoso casi hasta el desmayo, Duarte
reaccionó. Tomó al pibe (que había quedado debajo
suyo) y lo sacó del coche. Lo depositó con cuidado en el
asfalto mientras veía que la patrulla se prendía fuego.
Espíndola estaba aplastado contra el volante, su cabeza
colgaba hacia un lado. Alrededor también había conmoción. Un Bora había estacionado en la banquina.
Duarte dejó el niño a cuidado del conductor y volvió
con su compañero. Con una fuerza que no era suya arrastró sus 100 kilos hacia el asfalto y de ahí lejos del
fuego. Se cercioró de que respiraba, el pulso todavía
activara el llamado a emergencias. El niño respiraba
cia. Sobre el asfalto mismo, Duarte practicó sin descanso las maniobras de resucitación. Sus brazos dolían
como si sostuvieran brasas ardientes cuando llegó el
auxilio, dos ambulancias que trasladaron a su compañero y al pibe. A este último pudieron salvarlo en
quirófano. La escena de la autopista −Duarte pudo
verlo después − resultó espectacular y alguien la capturó con el celular. El resto fue manipulación mediática
para consagrarlo héroe de la jornada.
«Si pudieran verte, «héroe», como yo te observo,
cagado de miedo mientras cae la noche y te preguntás
si vas a poder dormir o la pasarás en vela, retorciéndote
entre las sábanas con la garganta seca y la desesperación en tu cabeza.»
El rostro de Duarte seguía en la tele con un ligero tinte
amarillo que no iba a poder corregir ningún calibrador
de saturación del aparato.
«Vos entenderás. Se suponía que yo recogiera esa
presa. De pronto me llevaba a tu amigo también. Algo
sencillo, entendible en esa circunstancia trágica. Una,
dos muertes más, un comentario al pie en algún diario.
Salvo que alguien quisiera hacerse el héroe.»
Duarte se retorció, aún más incómodo que delante de la
prensa.
−Uno no piensa del todo en esos momentos −dijo, ¿a
modo de disculpa? −. Hay algo adentro tuyo que se enciende y te mueve a actuar.
de la muerte.
«¿No habrás querido vos morirte por lo alto? Que apahonores de un héroe y no de la forma que ambos esperamos. La anónima muerte de un borracho en la soledad
de su cuarto.»
Claro que sabía de su enfermedad actual. O como
Duarte la llama: su largo desierto. Libre de alcohol pero
también de amigos. Despojado de su esposa Belén y de
su hija Melisa. Hacia ellas emprendió un día el camino
de regreso por el desierto. La doble A y el psiquiatra
estaban de su lado. Cargaba esas malditas apariciones
de su abstinencia (su delirium tremens) y los temblores.
El dolor, el insomnio. Sobrevolaban sobre su cabeza
negros buitres. Y como una espada de Damocles, los
seis meses de gracia de la Fuerza para aquietarse y
evitar el despido. Para congraciarse con ellos tuvo que
poner la cara de policía héroe en los medios. Buena
publicidad, que le dicen.
En la tele estaba ahora la cara de Espíndola. El zócalo
«pelea por su vida». Después de muchas guardias podía
decir que Espíndola era el único amigo que le quedaba.
Conocía a su esposa y fue padrino de su hijo menor.
Luego de la dolorosa separación de Belén, la pareja le
había hecho el aguante. Eran muchos los asados servidos con fanta y soda en la casa de Catán que los Espíndola habían armado para recuperarlo de la tristeza y el
vino.
La aparición vio que Duarte miraba la pantalla con atención y volvió a chasquear los dedos, ésta vez para
despabilarlo.
«Uno no interviene para quedarse con las manos
vacías. Tenemos −vos me entenderás tanto − una sed
inagotable. Una verdadera adicción por estas cosas. Es,
en términos de ustedes, nuestra naturaleza.»
Duarte lo miró entonces, preguntándose, y el otro
volvió con una señal de su mano a obligarlo a mirar la
tele. El rostro de Espíndola.
«Él. A cambio de tu bienestar.»
−No entiendo.
«Adiós temblores. Adiós insomnio. Adiós dolores. Adiós
sed» dijo y señaló de nuevo la pantalla. «Y me lo llevo a
él.»
El sargento tuvo náuseas. La sola idea le produjo asco.
Sin embargo, en ese largo silencio que siguió a la propuesta, no pudo emitir palabra. Estaba embelesado por
la posibilidad de liberarse de todo lo horrible que
estaba pasándole.
«Veo que estás pensándolo.»
Lo estaba chicaneando. Si esa aparición escuchaba
dentro de su cabeza −y podía hacerlo −, sabía que
nunca pensó en traicionar a su compañero. Estaba regodeándose en ese elixir inmediato de placer que sigde que con un solo acto, una sola decisión, pudiera
alejar sus fantasmas y recuperar su vida. Quería que
ese momento no pasara, poder jugar un rato más con la
idea en su cabeza.
«Pensalo bien» dijo él, que sí estaba escaneando los
pensamientos del policía. «Voy a volver y me dirás si
sellamos el pacto.»
Y desapareció. Pero Duarte ya no le estaba prestando
atención sino que se detenía absorto en la tele. Un
móvil en directo desde el hospital. El jefe de Terapia
estaba dando el parte médico de Espíndola. Todavía
intubado, peleando. Esta vez la tenía difícil el grandote.
2
Por la mañana se asustó de la decisión que podía llegar
a tomar. Se preguntaba cada media hora si aceptar un
trato así podía ser resultado de la desesperación o si ya
albergaba dentro suyo el espíritu de una traición tal. En
su carrera había hecho algunas cosas que podían ser
mal vistas por alguien que no se pusiera en las botas de
un miembro de la bonaerense. También había hecho
cosas buenas. Se suponía que así eran las cosas en su
profesión. Así debían seguir. Quizás todo aquel incidente les sirviera a ambos −a Espíndola, a él − para conseguir un ascenso. Todo ese tema del héroe. Claro que
había que explicar todavía al comisario el asunto de la
cocaína esparcida en la patrulla y que alguien supo
cuentas sería un detalle menor luego de la opinión favorable que tenía ahora su equipo y que necesitaba con
urgencia luego de varios casos de corrupción que
hacían peligrar su cargo.
Apesadumbrado, Duarte dejó pasar unos días. Esperaba que la situación se resolviera naturalmente. Espíndola no despertaba y los partes no resultaban auspiciosos. En cualquier momento llegaba la noticia de la
muerte de su compañero. Podía entonces creer que
aquello sucedió, efectivamente, de forma natural. No
quizás todo (aquella visita espectral) no había sido sino
un mal sueño, un mal truco de su mente en zozobra.
Pero un día Espíndola despertó. No fue una recuperación total pero sus signos mejoraron al punto de pasar
a Terapia Intermedia. Duarte, para su propia sorpresa,
lejos de alegrarse se preocupó. ¿Podía su alma ser tan
repugnante?, pensó enseguida. ¿De dónde salía tanta
podredumbre? ¿Con qué cara miraría a Belén, a su niña,
jaban más que la oscuridad de su interior?
La repentina popularidad que le produjo su cara en la
tele lo había obligado a permanecer encerrado casi
todo el día durante ese tiempo de licencia por estrés y
eso no lo hacía sentirse mejor. No fue al hospital pero
habló con la mujer de su compañero para levantar el
propio ánimo. De verdad su compañero estaba ganando la batalla. Cuando todo acabara, iban a comerse un
buen asado, le prometió ella. Duarte colgó con nuevas
lágrimas en sus ojos. Tomó una de sus pastillas para la
ansiedad y se dijo que todo estaría bien. Moría la tarde.
3
Esa noche fue una de las muy malas. El sargento Duarte
moría tan despacio, mirándolo todo desde su cama, un
elefante encima del pecho y los temblores, temblores
que no dejaban de sacudirlo, hormigas invisibles
caminándole todo el cuerpo, clavándole sus pequeñas,
eres en los jugos de transpiración, un propio río que
corría cuerpo abajo; y la ausencia de sangre que era lo
primero en lo que se iba a detener alguien que llegara
ahí (a ese cuarto) y lo viera así, tan solo y tan pálido,
doblado y agarrándose el estómago de dolor, conteniendo la bilis, apretando los dientes, esperando que
En la madrugada se encendió la tele en un canal de
música. En la imagen, una silueta enigmática en contraluz, rodeada de oscuridad. Parecía emerger de un túnel
luminoso (como ése que dicen ver los que morían y no
murieron) mientras la cámara se acercaba hacia él.
Igual bastó que la melodía empezara porque Duarte
conocía la canción. Y a él: David Bowie cantaba
«Heroes», directamente a sus ojos.
«I, I will be king / And you, you will be queen»
Tenía una camperita sobre la remera y una cruz humeante al cuello. Parecía un extraterrestre recién llegado.
«We can be heroes / Just for one day»
Duarte sentía la mirada bicolor de Bowie que rasqueteaba dentro de su cráneo. La música continuó pero la
estrella de repente dejó de cantar. Seguía mirándolo y
«¿Y entonces, sargento?»
Aunque había meditado obsesivamente la decisión durante el día, el sargento nunca necesitó más un trago de
whisky. Se pasó la lengua por los labios secos y cerró
los ojos llenos de lágrimas.
−Hecho −se escuchó decir.
4
¿Podía ser capaz de algo así? ¿Qué lo había llevado a tal
estado de cosas? ¿Su alcoholismo? ¿Los demonios de la
os, aquellos que salían a veces a hacer lo suyo en uniforme policial y que esta vez se encontraron del todo
libres para derramar su furia?
Cualquier motivo que hubiera sido, lo acompañaba todavía en sus pasos por el hall del hospital, dos días
después. Había superado la guardia y se dirigía al
sector de ascensores, ubicado en el corredor central. Un
hombre de seguridad impedía ahí el paso de nadie que
a ver un compañero herido, aunque no fuera horario de
visitas. Pensaba rogarle. No necesitó exponer demasiado. El tipo lo reconoció de la tele. Apuntó incluso a un
plasma empotrado en la pared del hall y sonrió estúpidamente. La celebridad, pensó Duarte, abre puertas.
Subió al cuarto piso y echó a andar por los pasillos. Casi
no transitaba nadie a esas horas. Algún enfermero o
médicos residentes que desaparecían rápido por
alguna puerta. Se suponía que sería aquel un primer
acercamiento. Un reconocimiento de terreno, una estimación de las posibilidades. Pero tuvo un golpe de
suerte. En el mostrador de Terapia intermedia le explicaron que debía descender un piso. Al paciente Germán
Espíndola lo habían pasado a sala común luego de 48
horas de permanecer estable.
Llegó hasta la habitación 306 y esperó para tocar. Su
corazón latía demasiado rápido y la excitación le produjo náuseas. La enfermera que lo atendió arriba le dijo
que el paciente ya hablaba.
−Germán…
−Horacio…
Tenía en su imaginación ese comienzo de diálogo.
¿Vería el otro detrás de su mirada? ¿Podría descubrir lo
que su compañero había venido a hacer? ¿Y cómo
habían de seguir las cosas? ¿Tendría el valor −la copediría perdón por lo inconfesable?
Él mismo iba a descubrirlo. Golpeó dos veces pero no
hubo contestación. Giró el picaporte y entró. El baño, a
continuación de la puerta, tenía la luz encendida. La
habitación individual estaba en penumbras. Una pequeña lámpara sobre la cama iluminaba la cabecera, lo
trar la medicación en el suero sin despertar al paciente.
Espíndola dormía. Tenía aporte de oxígeno por máscara
y estaba conectado a un saturómetro en uno de sus
dedos. De su otro brazo, el izquierdo, salía la venoclisis.
La gamba partida en tres permanecía en alto y unida
por un tutor externo. En la mesa de luz a su derecha
quedaban pocos restos de comida en un plato. El televisor empotrado enfrente estaba apagado.
Duarte entendió que no encontraría mejor escenario.
Llevaba consigo la jeringa aunque había creído que no
podría usarla ese mismo día. El día anterior le pidió a su
veterinario la mezcla de arrítmico y sedante que podía
poner fuera de combate al pastor alemán que alguna
vez le regaló a su hija de cachorro y que todavía gozaba
de perfecta salud (y el tamaño de un vaquillón) en su
antigua casa.
Se percató del ritmo de la respiración de Espíndola
mientras extraía la jeringa del saco. Sacó el capuchón
de la aguja y permaneció mirándola unos segundos.
Luego cerró los ojos, sintió el rápido pasar de una variedad de emociones que lo hicieron tambalear y notó que
sus manos comenzaban a sacudirse débilmente. Apretó
los dientes y trató de hacer foco en la memoria de sus
que lo desvelaba durante horas y le provocaba el llanto.
La sed insoportable. El miedo a morir.
Vio a la Parca, hablándole.
«Él, a cambio de tu bienestar»
Apretó aún más los párpados.
«Adiós sed»
Abrió los ojos y buscó el caucho de la vía donde debía
introducir la aguja. Era una visión borrosa, de repente.
jeringa.
Entonces fue el sacudón eléctrico. El golpe de mil voltios en su costado. Toda la habitación pareció temblar y
cuando quiso abrir los labios para incorporar aire, sólo
hubo una bocanada de sangre.
Un tenedor había calado profundo en su cuello, atravesado la carótida izquierda y proyectado un chorro explosivo; en su otro extremo se cerraba la mano del sargento Espíndola.
5
primero buscó apoyarse en la cama y luego se
desplomó pesadamente al piso con el duro impacto del
cráneo contra la cerámica), Espíndola recibía un invisidesde la semana previa. El tenedor ya no estaba en su
mano (se había ido con Duarte al suelo) y él pudo dejarse caer de nuevo en la cama. Su respiración detrás de
la máscara se había agitado y sus pulsaciones en el
aparato subieron a ciento cuarenta. Su rostro empezó a
incrédulo de lo mejor que empezaba a sentirse. Estaba
bañado en sangre de su antiguo compañero de patrulla.
Los labios dibujaron una sonrisa empastada. Todavía
recordaba las palabras del médico que apareciera por
su habitación la noche anterior y le hablara en medio
de la tortura de dolores que lo esperaban en el bajón
Pero él sabía de quién se trataba. En tantos años la
había percibido muchas veces. La vislumbró, esquiva y
siseante, en las redadas nocturnas. Tuvo su aroma en la
nariz, en el ambiente previo a un allanamiento. La olió
en el arma humeante que una vez lo apuntó a medio
brazo de distancia. La imaginó en la brisa que acariciaba dulcemente la sábana en un levantamiento.
−«Él. A cambio de tu bienestar»
Su mano llena de extraños anillos había chasqueado los
dedos y a continuación señalaba la tele en la pared.
ÉSTE ES EL HÉROE, decía el zócalo del noticiero. El
rostro del sargento Duarte amagaba su propia sonrisa
tímida ante los micrófonos.
Espíndola no dudó demasiado. Ese otro iba en picada
siempre. Había destruído su familia. Y si acaso lo
soportaba era por la caridad del cristiano. Eso y que
siempre sabía secundarlo en esos negocios alternativos
que les permitían vivir sin adicionales deshonrosos.
Nunca habría tenido el valor de negarse, si era un cobarde más bien. Aunque tampoco hubiera creído que
se presentara así, en el hospital mismo, a primerearlo.
Resultó una suerte aquel menú de arroz y pollo hervido, después de todo.
«Hecho», pactó aquella noche.
Semanas después, cuando pudo cortar con las pastillas
de opioide que lo acompañaron a casa para tratar los
pinchazos residuales de su pierna y la inquietante realidad volvió completa a su vida, dudó de que las cosas
hubieran ocurrido de la forma como se depositaron en
la memoria. Horacio había muerto, por supuesto, con
un tenedor al cuello. Y habían encontrado en el suelo la
jeringa y su contenido asesino. Dejó que los demás sacaran sus conclusiones: Duarte, alcohólico y deprimido,
quedó aún más afectado psicológicamente después del
accidente. De alguna forma Espíndola y su valiente voluntad hacia el peligro aquella noche en la villa, representaban la oportunidad de venganza contra todo lo
que había ido mal en su vida reciente.
Espíndola incluso le manifestó a su jefe comisario que
desconocía el origen de la cocaína. Seguro, dedujo con
sargento enloquecido.
Obtuvo su condecoración al valor. De forma conveniente, tomó distancia de la muerte y sus tratos. Adoptó
una convicción que de ninguna forma, consideró él,
provenía del terreno mental de las supersticiones.
Provenía del dolor. O de los fármacos que lo combatían.
Cuando la muerte reapareciera, en el traje humano o la
forma inasible que eligiera, quizás no tuviera tanta
suerte. Pero sabía que puestos a elegir entre vos y el
otro, la muerte no se decide por nadie. Tu rapidez de
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