Existía en el marco del I Plan una «Comisión del Consumo y de la Modernización Social (sic)», que recomendaba el desarrollo del consumo de leche: sólo era meritorio consumirlo en sus formas frescas, como lo hacían los escandinavos o los americanos. Esta nueva cultura del consumo lácteo sería efectivamente adoptada por la población, sancionando el yogur. Pero todo ello exigía la creación de una potente industria láctea que acondicionara y fabricara los nuevos productos, y la instauración de una red frigorífica rigurosa y omnipresente; estas exigencias no podían satisfacerse sobre la base de las pequeñas queserías comarcales y las mantequerías de barrio. Se dará, pues, un estrecho paralelismo entre el desarrollo de una industria láctea (que a menudo formará parte también de un grupo agroalimentario cooperativo y diversificado), el de un comercio moderno integrado, y el de un sector productor, especializado y moderno. Para las explotaciones, el ganado lechero intensivo, a la nórdica, será la prueba y el vehículo de la modernización, y acabará por convertirse en la producción única en muchos casos, y la más importante siempre. Este será, en particular, el factor principal de la metamorfosis económica experimentada por las vastas regiones del gran Oeste católico, fuertemente especializadas, desde siempre, en las producciones animales. Esta metamorfosis será preparada y conducida por el movimiento de la Juventud Agraria Cristiana (J.A.C.). 4. La culminación de la política agraria moderna A) El ascenso de la ,J. A. C. La J.A.C. era un movimiento de acción católica de ámbito nacional. Su implantación y sus temas de interés eran necesariamente muy variables según las regiones. En el Oeste, su acción heredaba con toda naturalidad las tradiciones nacidas de la ya citada corriente de «izquierdas» del catolicismo social 97 que se había desarrollado, como se recordará, entre las dos guerras para animar al movimiento cultivateurs cultivants. Aunque este movimiento fue abortado por la jerarquía eclesiástica de entonces, que continuó apoyando a los dirigentes procedentes de la aristocracia terrateniente, sus ideas se habían mantenido vivas. En los años de guerra y de posguerra, la J.A.C. de la región dejó pronto de limitarse a los problemas tradicionales de la espiritualidad y del tiempo libre de los jóvenes. Todos estos jóvenes católicos, agrupados en torno a sus también jóvenes aumoniers (consejeros), estaban deseosos de reflexionar sobre el porvenir de la explotación familiar y sobre los medios necesarios para hacer de su condición de agricultores un oficio moderno y razonablemente remunerador, que dejase de convertirlos en seres aparte, afligidos por «una facha cómica y un olor de estiércol». Siguiendo los pasos de dirigentes valiosos, tales como R. Colson (Colson, 1976), los militantes del movimiento reflexionabari sobre las condiciones y los efectos de la modernización, de la mecanización y de la intensificación de la producción. Por primera vez en la historia francesa, quizá, una organización verdaderamente campesina comprendía que el progreso técnico implicaba un «cambio del modelo de explotación agrícola, es decir, la desaparición de gran parte de las explotaciones agrarias existentes y el éxodo de gran parte de la población rural» (Barrés et al., 1980, p. 117). De este modo, el catolicismo, que había sido durante tantos años una garantía para la conservación de la sociedad rural tradicional, de la gran propiedad y de la renta de la tierra, se transformaba, de pronto, en un «potente estimulante del progreso» (Barrés et al., 1980, p. 116). Todo este proceso de cambio se hizo sobre la base de una profunda renovación de los principios religiosos tradicionales, que se enmarcaba en la renovación teológica que caracterizó a la Iglesia de Francia en esa misma época. Mientras que la religión fomentada por la nobleza agraria había incitado al campesino a huir de la sociedad laica, a refugiarse en la «contra-sociedad» de las je- 98 rarquías y de las comunidades tradicionales, la religión de los «jacistas^>, en cambio, exaltaba el valor del individuo -en tanto que creación de Dios-, el valor del trabajo -no ya como castigo, sino como valoración de los dones de Dios- y el valor de la participación en la vida de la sociedad -entendida como servicio y amor al prójimo-, como contribución al establecimiento de una sociedad justa y, por ello, como preparación del advenimiento del reino de Dios. Un programa de formación de los militantes, a todos los niveles de la jerarquía, constituía el centro de actividad del movimiento. Se ponía en práctica una pedagogía muy eficaz, muy concreta y muy activa: preparación para la encuesta, para la expresión oral y escrita, y para la animación colectiva. Esta pedagogía se resumía en el célebre eslogan: «Ver, juzgar, actuar». La constatación y la crítica de la situación no tenía para la J.A.C. sentido si no era a través de la acción que se desarrollase. No habría, pues, problema al que no se le pudiese encontrar una solución práctica. Desde el final de la guerra surgirían de este contexto, cada vez con más frecuencia, generaciones de «agricultores intelectuales^> de nuevo cuño, expresamente formados para animar y dirigir su medio. Así, se formaría una nueva élite que pondrá definitivamente punto final al sistema tradicional de representación de las clases campesinas por «notables» aristocráticos o burgueses. A partir de entonces, estos agricultores sabrán, con todo el talento y la habilidad requeridos, representarse a sí mismos. Sin embargo, hay que señalar que todo este movimiento renovador había tenido sus precursores. Es cierto que la J.A.C., en el período de entreguerras, había formado ya a numerosos jóvenes agricultores sobre bases mucho más religiosas y menos progresistas, que jugarían un importante papel de transición al comenzar ocupando la estructura sindical en el momento de las elecciones a la Cor2boration Paysanne en 1943 (Coulomb y Nallet, 1980, p. 22). Poco a poco, estos nuevos dirigentes «jacistas» y sus cadetes se prepararon para heredar el viejo aparato económico y sindical fundado 99 antaño por los aristócratas católicos.. Pero lejos de ver en él la fortaleza de una «contra-sociedad», su catolicismo progresista les conducirá a transformarlo en el órgano de integración del mundo agrario en la sociedad moderna y en su economía. De entre ellos saldría elegido el primer presidente de la F.N.S.E.A., E. Forget. Bajo el impulso de la J.A.C., un número no despreciable de medianos agricultores, jóvenes en su mayor parte, se propusieron poner en práctica, de forma coherente, el nuevo modelo de intensificación preconizado por las autoridades gubernamentales y profesionales después de la Liberación. Podemos encontrar su expresión cualitativa en las estadísticas: se trataba de varios millares de ganaderos que recurrirían, desde el principio de los años cincuenta, a la inseminación artificial y al control lechero, que comprarían ordeñadoras mecánicas, que formarían rebaños de vacas pie-noire seleccionadas, que renovarían sus pastos y reconstruirían sus establos... (Alphandéry et al., 1980, p. 305). También serían los primeros en acudir a los «Centros de Fstudio de las Técnicas Agrícolas (C.E.T.A.)», que pretendían lograr de modo colectivo el perfeccionamiento técnico de sus miembros y la participación activa en la investigación de nuevas técnicas y en su puesta en práctica en las condiciones locales. Estos pioneros, que invinieron mucho en la modernización, serían los más afectados por el hundimiento brutal de los precios de los productos animales en 1953 y por la larga crisis consiguiente, siendo también los que reaccionarían con mayor violencia. B) La generalixación de la gestión de los mercados: el F.O.R.M.A. La crisis que estalló en 1953 señala, a la vez, el final del antiguo sistema agrícola francés y el principio de un proceso que, en diez años, acabaría por establecer, en toda su complejidad, una política agraria moderna. 100 Como ya lo hemos visto, la crisis de 1953 afectó a los mercados de los grandes productos animales: productos lácteos y carnes, que seguían aún sin organizarse. La gravedad del hundimiento de los precios hizo pensar que estos mercados habían entrado, a su vez, en una era de sobreproducción crónica. El libro de G. Bréart, Le fleuve blanc (1954), traduce esta angustia muy bien fundada, y hasta nuestros días este título expresivo ha sido utilizado periódicamente por muchos periodistas poco imaginativos. El gobierno de la IV República, presidido por Laniel, que figura, sin embargo, en los anales políticos franceses como el símbolo mismo del «inmovilismo», supo comprender la gravedad de la situación y actuar con eficacia. Durante varios meses, un intenso trabajo institucional, que reunió al Gobierno, al Parlamento, a la Administración y a las organizaciones profesionales, culminó con la creación de la «Sociedad Interprofesional para el Ganado y Carne» (S.I.B.E.V.) (Société Inter1irofessionnelle Bétail et Viande), del «Servicio Técnico Interprofesional Lechero» (S.T.I.L.), al que se adjuntaría en 1955 la «Sociedad Interlait^, y del «Fondo de Garantía Mutua y de Organización de la Producción Agrícola», que, en 1960, se convertiría en el F.O.R.M.A. (Fondo de Orientación y de Regulación de los Mercados Agrícolas) (Coulomb, Nallet y Servolin, 1977, p. 251). A pesar de sus nombres, estos nuevos organismos eran organismos estatales, aunque las asociaciones profesionales de los respectivos productos jugasen en ellos un papel consultivo importante. Estos organismos eran, pues, en todos sus aspectos, análogos a los organismos creados anteriormente en beneficio de las ramas de producción vegetal, tales como el O.N.I.C. Dotados de importantes medios de almacenamiento, tenían por funciones intervenir en los mercados cuando los precios bajasen por debajo del nivel mínimo considerado soportable por los productores, y almacenar los excedentes para ser devueltos al mercado en período de coyuntura favorable o para ser exportados. 101 EI hecho novedoso, sin embargo, era la creación del F.G.M. (más adelante F.O.R.M.A.), fondo encargado de financiar las operaciones de regulación y de coordinar la acción del Estado en los diversos mercados en que interviniese. La responsabilidad del Estado y la misión que le correspondía de hacer reinar «el mejor precio posible» en el cbnjunto de los mercados agrícolas, sería, de este modo, institucionalizada. Una vez más, el desarrollo de la política agraria venía acompañado de una ampliación y de una diversificación de las propias funciones estatales. Estos diferentes organismos darían resultados satisfactorios, y desarrollados, perfeccionados y reformados se mantendrían hasta hoy. Después de haber sido instrumentos de la política nacional, podrán sin dificultad servir para la ejecución en Francia de las medidas de la política agraria común. Pero estaba claro que estos organismos no podían por sí solos aportar una solución completa y definitiva a la situación de crisis que se había establecido. Su creación rápida había permitido, ciertamente, la recuperación a corto plazo de los mercados, pero no podían por sí solos hacer frente a una situación en la cual el excedente había pasado de ser coyuntural a permanente y estructural. Evidentemente, los organismos de intervención creados tenían por misión expresa exportar y conquistar nuevos mercados. Pero el ejemplo de países como Dinamarca muestra que una política consecuente de exportaciones agrícolas no se improvisa a partir de excedentes acopiados apresuradamente cuando rebosan los mercados, y vendidos al extranjero cuando los almacenes están llenos, sino que exige una organización sistemática que prevea una producción adaptada en cantidad y en calidad a los mercados existentes, y una política comercial en la que se integre la prospección, la conquista y la consolidación de los mercados, etc. Además, si no se quiere vender con demasiadas pérdidas, es necesario que los costes de producción nacionales no sean muy elevados en relación a las cotizaciones del mercado internacional. Por estas razones, se le planteó al gobierno de entonces el 102 problema de cómo reorganizar la producción. Para favorecer la expansión económica interior y contribuir a las exportaciones, los productores agrarios franceses (sobre todo en las producciones animales) tenían que producir a bajo coste y, en consecuencia, aumentar su productividad. Pero a partir de entonces se tomaría también conciencia de que esta modernización tendría que hacerse en una coyuntura de excedentes crónicos, que pondrfa constantemente en peligro la rentabilidad de las explotaciones modernizadas y que reclamaría el apoyo del Estado. Se veía ya que el mantenimiento de los precios era indispensable, pero insuiiciente. Una profunda reforma del sector de la producción se hizo, pues, necesaria, si bien el cónjunto de las fuerzas sociales involucradas no tenía ningún interés en realizarla. Por un lado, los gobiernos estaban cada vez más enredados en nuevos problemas económicos relacionados con los comienzos del gran desarrollo y, sobre todo, en los violentos antagonismos políticos que produjeron las guerras coloniales; por el otro, las organizaciones profesionales no se decidían a adoptar una postura clara al respecto. Sus aparatos dirigentes no eran homogéneos: en ellos se encontraban los representantes de la «gran agricultura», cerealistas y remolacheros, que habían conquistado en su seno posiciones muy fuertes después de la guerra, en un momento en que los poderes públicos se tuvieron que apoyar en ellos para alcanzar los muy ambiciosos objetivos de producción cerealista del Plan Marshall (Coulomb y Nallet, 1980, p. 23); también se encontraban en las direcciones de estas organizaciones buen número de notables conservadores, así como dirigentes más modernistas formados por la J.A.C. durante el período de entreguerras. Tanto los «grandes agrarios» como los representantes de todas las tendencias de la explotación familiar, incapaces de elaborar una estrategia global de modernización de la agricultura que implicase un éxodo rural masivo, se parapetaban detrás del tradicional tabú de la «unidad campesina». De hecho, el conjunto de los agricultores se adhirió, de nue103 vo, al último refrito de la vieja receta corporativista: la «indexación» de los precios agrarios. En un período en que los sistemas defectuosos de financiación del crecimiento económico provocaban una inflación considerable, los agricultores exigían que los precios de los más importantes productos agrícolas se incrementasen automáticamente cada año en función de cómo había evolucionado el índice de precios de los productos industriales necesarios para la agricultura, comprometiendo al Estado a que sus organismos de intervención actuasen para garantizar la estabilidad de los precios así determinados. Este modo de gestión de la agricultura (llamado «indexation») contaba, en particular, con la opinión favorable de los «grandes agrarios», así como^con la adhesión entusiasta de la gran masa de agricultores pequeños y medianos. De esa manera, se evitó, por un tiempo más aún, hablar de una política de reforma de las estructuras productivas. Las reivindicaciones de los agricultores consiguieron que fuera votada la ley Laborbe (1957), que «fijaba» por el citado mecanismo el precio de la leche, a la que siguieron en ese mismo año los decretos Gaillard, que extendían el sistema de la indexation al resto de las principales producciones. Hay que señalar, por último, que el tema de la indexation fue la última ocasión que tuvo el Parlamento francés para jugar un papel importante en la elaboración de una medida de política agraria. Su influencia se había venido ejerciendo cada vez más en favor de las reivindicaciones de las organizaciones agrarias, no porque existiese alguna forma de «partido campesino», que no erá el caso, sino, sencillamente, porque muchos parlamentarios de todas las pertenencias políticas tenían un electorado campesino todavía muy numeroso, siendo a través de ellos como se producía la influencia de auténticos «grupos de presión» agrarios. 104 C) El final del 1iarlamentarismo y el advenimiento de una relación directa entre el Estado y la Profesión organizada La satisfacción obtenida por los agricultores con la indexation sería, sin embargo, de corta duración. Algunos meses más tarde, el advenimiento de la V República, en 1958, planteará el problema de la política agraria en nuevos términos. A la leyenda «gaullista», al iguál que a la de los dirigentes agrarios que participaron en este nuevo proceso, le gusta decir que se produjo entonces un vuelco radical, una «revolución». Es más realista, sin embargo, ver en lo ocurrido el desenlace lógico de la evolución iniciada en los años de posguerra hacia el perfeccionamiento del dispositivo de la política agraria moderna. Este desenlace irá acompañado, además, de la instalación del «gaullismo», señalando el último episodio del proceso de desmantelamiento del viejo modelo económico francés y el desarrollo acelerado de un modelo de industrialización de estilo «fordista». En el momento de su instauración, el nuevo régimen de la V República, presidido por el general De Gaulle, pretendía que prevaleciese una ideología modernista y tecnocrática, muy hostil a los viejos corporativismos y al parlamentarismo, institución que tenía la reputación de haber cedido siempre ante la presión de aquéllos, sacrificando de este modo el futuro y la grandeur de Francia. Como ya lo hemos señalado, el Ra^iport Rueff-Armand concebía a la agricultura como el símbolo más significativo de este «peso del pasado», como el lugar donde se formaban las mentalidades «hostiles a la innovación». Es cierto que los gobernantes recién llegados no tenían una concepción predeterminada de lo que debía ser la modernización de la agricultura, en un momento en que su preocupación central era la de sanear la situación monetaria y controlar la inflación que perturbaba el proceso de expansión económica. La indexation les parecía, sin embargo, un tema inaceptable, por lo que fue suprimida en diciembre de 1958. 105 La reacción del mundo agrícola en su conjunto fue sumamente violenta contra dicha supresión. Los cortes de carreteras y las grandes manifestaciones habían caracterizado ya el estallido de la crisis de 1953, pero los incidentes que se sucedieron a partir de 1959 fueron mucho más numerosos y violentos, y se extendieron por todo el país. El gobierno no cedió, sin embargo. La nueva Constitución francesa consagraba una disminución de los poderes del Parlamento, por medio del cual el mundo agrícola había expresado la mayoría de las veces su descontento, y sus reivindicaciones habían recibido un peso político. Ahora la situación era diferente. Los nuevos dirigentes se mantenían sordos a las intervenciones de los grupos de presión tradicionales, y la opinión pública, preocupada por el problema argelino, apoyaba mayoritariamente al general De Gaulle. Pero sería erróneo creer que las violencias campesinas no dieron resultados: su dureza y su perserverancia revelaron una fuerte movilización entre los agricultores, obligando a las primeras autoridades de la V República a adoptar rápidamente decisiones y a elaborar un verdadero plan de modernización para la agricultura francesa. Aprovechemos una pausa para señalar que esta lección no sería olvidada y que los agricultores, posteriormente y hasta nuestros días, recurrirán con frecuencia a las acciones violentas para apoyar sus reivindicaciones profesionales, como sustitutivo o incluso como elemento coadyuvante de la negociación. Continuando con esta pausa digamos que este recurso a la fuerza reviste características interesantes (Nallet, Servolin, 1978, p. 60; Barceló, 1977), en tanto que revela la posición singular de los agricultores en la sociedad capitalista moderna: su posición de trabajadores individuales los priva de medios de lucha legítimos, como los que los asalariados han sabido conquistar a través de la huelga. Además, sus violencias son reveladoras de la naturaleza particular del lazo que une a los agricultores y al Estado. En pocas ocasiones aquéllos dirigen sus ataques hacia quienes pueden aparecer como responsables directos de sus dificultades económicas: industrias, pro- 106 veedores o negociantes, sino que lo hacen con mucha más frecuencia hacia el Estado: sus oficinas, sus funcionarios..., o hacia sus representaciones simbólicas, como las instalaciones de la S.N.C.F. (ferrocarriles) o de la E.D.F. (electricidad). Continuando con nuestra mención, diremos que la opción por un proyecto de modernización de la agricultura no verfa, sin embargo, su camino despejado hasta después de largas luchas políticas. Uno de los equívocos del «gaullismo» era (y lo sigue siendo) contar en sus iilas con fuertes corrientes ultraconservadoras dispuestas a apoyar el corporativismo tradicionalista y su ideología de la «unidad campesina». Pero los '«estados-mayores» de la profesión agrícola no pudieron aprovechar entonces tales simpatías, ya que gran parte de los dirigentes profesionales, no lo olvidemos, procedía de la Corporation Paysanne de vichy, y su hostilidad visceral hacia la personalidad del general De Gaulle se añadía a sus firmes simpatías por una «Argelia francesa», actitudes que eran particularmente claras entre los agricultores de los «grandes cultivos». En ese estado de cosas, una gran manifestación de agricultores, ocurrida a principios de 1960 en Amiens, degeneró en un tumulto antigaullista; más tarde, algunas importantes personalidades del mundo agrícola se vieron comprometidas en las redes de apoyo a la O.A.S. Todo ello condujo al poder gaullista a buscar otros interlocutores, distintos de los que controlaban el aparato de la profesión agrícola, encontrándolos en un grupo de jóvenes dirigentes que, por su cuenta, luchaban por ocupar parcelas de poder. Como se recordará, estos jóvenes dirigentes procedían de las generaciones de militantes formados por la J.A.C. al final de la década de los cuarenta. Habían sido parte del «estadomayor» nacional del movimiento «jacista» y de sus estructuras regionales y locales entre 1950 y 1955, época en la que este movimiento había alcanzado su pleno-desarrollo, expresando las esperanzas de los jóvenes agricultores francese ^ ansiosos de progreso y modernidad en sus vidas personales y profesionales. Estos equipos de jóvenes, bien formados, educadores a su 107 vez de otros grupos más jóvenes, y muy unidos por una excepcional homogeneidad de origen social y de formación intelectual y moral, contaban con algunos líderes de gran calidad, a la cabeza de los cuales se encontraba Michel Debatisse. Los jóvenes «jacistas» habían adoptado el programa agrario de la Liberación tal y como lo concibieron los inspiradores del ya citado I Plan, y tal como les había sido inculcado por los conferenciantes en sus cursillos de formación (particularmente los padres dominicos del círculo Economie et Humanisme). Naturalmente, llegó el momento en que estos líderes se propusieron hacer prevalecer este programa en el seno de las or ^ ganizaciones profesionales. Para ello, comenzaron por asegurarse el control del Cercle National de feunes Agriculteurs (C.N.J.A.), organización inofensiva entonces de jóvenes que se dedicaba, esencialmente, a la organización de cursillos y de viajes de estudio, pero que formaba parte del organigrama de la Profesión al formar parte de la C.G.A. En 1956, los «jacistas» consiguieron la transformación de este círculo en una organización sindical para los jóvenes (hasta los treinta años), solicitando, de forma casi simultánea, la adhesión a la F.N.S.E.A., aunque esperando que le fuese reconocida por este sindicato una autonomía plena para organizarse y actuar tanto en el nivel nacional como en los niveles locales y provinciales. Los jóvenes «jacistas» gozaban en el seno de la F.N.S.E.A. de la complicidad y simpatía de los mayores, antiguos militantes de la J.A.C. que ocupaban ahora cargos dirigentes en la estructura sindical. Fue precisamente uno de éstos, M. NoveJosserand, el que logró que el aparato de la F.N.S.E.A. aceptase el conjunto de reivindicaciones organizativas del C.N.J.A. (Tavernier, 1966, p. 105). A partir del momento en que se consumó la articulación entre la F.N.S.E.A. y el C.N.J.A., este último comenzó a participar por su propia cuenta en las oleadas de agitación campesina que se sucedieron por aquella época, no siendo precisamente sus militantes los menos violentos ni los menos auda108 ces: por ejemplo, sería uno de sus equipos, animado por A. Gourvennec, el que tomase por asalto y saquease la sous1iréfecture de Morlaix en 1961. Pero esta violencia ya no se dirigía realmente contra los poderes públicos, pues desde 1960, el gobierno Debré había reconocido al C.N.J.A. como el interlocutor que buscaba, y la primera ley de orientación agrfcola (1960) había recogido el programa propuesto por M. Debatisse, quien en su último libro (Debatisse, 1983) afirma haber proporcionado entonces a los consejeros técnicos de M. Debré un texto que constituía el bosquejo de la futura ley de orientación. Pero la ley de 1960 fue violentamente combatida por los diputados conservadores que tenía entonces el Parlamento, partidarios y portavoces habituales de los antiguos estados-mayores de la profesión agrícola. Debido a su influencia, la ley fue vaciada de contenido, convertida, de hecho, en inaplicable y desnaturalizada en su sentido original por enmiendas que atribuían a los poderes públicos el deber de asegurar a los agricultores «en general» una hipotética paridad de rentas en re= lación con las «demás categorías de la población». Esas modificaciones no satisfacían ni al gobierno ni al C.N.J.A., que reemprendió una campaña de movilizaciones de protesta para obtener una ley más conforme a sus planteamientos y objetivos. A1 cabo de algunas semanas, el gobierno nombró a un nuevo ministro de Agricultura, E. Pisani, que en sólo unos meses consiguió crear el marco institucional y los actores de la política agraria moderna tal y como funcionan todavía hoy. Para señalar claramente el relevo producido en los equipos dirigentes de la profesión agrícola, una de las primeras actuaciones de E. Pisani consistió en visitar la sede nacional del C.N.J.A. cuando buen número de sus militantes provinciales permanecía aún en prisión como consecuencia de la excesiva energía que habían puesto en sus manifestaciones de descontento profesional. De nuevo se pudo comprobar que la violencia ilegal podía ayudar a la génesis de una nueva ley (Barcelo, 1977), como ocurrió con la «ley complementaria a la de orien- 109 tación agrícola», aprobada sin incidentes en el Parlamento en 1962. Conviene destacar en todo este proceso el hecho, un poco sorprendente, de que los antiguos «estados-mayores» de la profesión, procedentes en gran parte de los «grandes cultivos», se dejasen desbancar rápida y fácilmente de sus puestos de representantes de toda la agricultura francesa por los jóvenes del C.N.J.A. Ciertamente, se había puesto en evidencia que su modelo de explotación no era generalizable al conjunto de las producciones agrícolas, ya que estos grandes agricultores se estaban especializando cada vez más en las producciones vegetales (cereales, remolacha azucarera), en las cuales su predominio era ya aplastante, y abandonando progresivamente las producciones animales. Estos grupos, en estrecha colaboración con el Estado, habían sido también los encargados de organizar de forma definitiva los mercados de cereales y de los demás productos vegetales, y las perspectivas halagiieñas del Mercado Común, en el que el gobierno francés consiguió que se fijase un precio común para los cereales cercano al precio interior alemán, bastante más elevado que el precio francés, acabaron por dejarlos sin argumentos ni espacio para continuar ostentando la representación de los agricultores franceses. Sus organizaciones especializadas (A.G.P.B., por ejemplo, para los cerealistas) se situaron al margen del conjunto del aparato profesional, y trataron de solucionar discretamente sus propios problemas. Todo esto explica, pues, que diesen su apoyo, sin reserva, al grupo modernizador del C.N.J.A., con el que no les oponía ningún conflicto de intereses: solamente, en 1969, las iniciativas radicales de algunos sindicatos del Oeste, que pretendían reclamar en beneficio de los ganaderos una bajada draconiana del precio de los cereales, harían que este apoyo fuese, aunque brevemente, cuestionado (Coulomb y Nallet, 1980, p. 31). 110