LIBRO EDUARDO GARRIGUES Hace años que conozco a Eduardo Garrigues y siempre he sentido por él amistad, sincero afecto y admiración profunda, razones todas ellas que nacen del conocimiento de su personalidad, cercana, cordial, desbordante en gestos, rica en contrastes, dotado de preclara inteligencia que alterna su vasta cultura y una singular capacidad para describir personas, paisajes, situaciones que vierte en sus libros y en sus diálogos que cautivan a cualquier lector. Buena parte de su vida ha discurrido entre su actividad diplomática y literaria, y también en cierto espíritu aventurero que le dota de un encanto especial y de una singular personalidad que le ha granjeado muchos amigos. Pertenece a una familia arraigada en la prehistoria mediterránea y su condición de escritor ha sido heredada, ya que varios de sus familiares escribieron libros y memorias y eligieron carrera de catedráticos, abogados, ingenieros, arquitectos y diplomáticos y constituyen un clan “Los Garrigues”- que se perpetúa en sucesivas generaciones. Su padre fue uno de los más eminentes profesores de Universidad, maestro por excelencia y cuantos estudiamos derecho aprendimos “el Garrigues”, que era el gran libro de referencia, mucho más que un libro de texto. Don Joaquín Garrigues fue uno de los grandes intelectuales de su tiempo, ejemplar por su talante de liberalidad, de modernidad, de atrevimiento cultural y de claridad de estilo. Era un profesor de derecho pero mejor aún era un hombre de la Justicia. Y en cuanto valedor de la justicia intentó conciliar la alteridad, la igualdad y la profesionalidad. Eduardo ha heredado de él, entre otras virtudes, la capacidad de saltar sobre sí mismo, de situar las pequeñas cosas sobre el fondo de las verdaderamente importantes y por consiguiente de relativizar lo urgente con la sonrisa y la caricatura. Eduardo ha recorrido medio mundo. Como Embajador ha saltado de Namibia a Botswana, Noruega e Islandia. Ha sido Consejero de la Representación de España ante las Naciones Unidas, Director del Instituto de España en Londres, Cónsul General en Los Ángeles, Director General de la Casa de América, Secretario General de la 1 Fundación España-Estados Unidos, y muchos cargos más que harían interminable esta relación. Como patrono fundador y durante varios años Secretario General de la Fundación Consejo España-Estados Unidos, ha dirigido varios seminarios y publicaciones dirigidos al conocimiento y difusión del legado de España en los Estados Unidos. Es especialmente impresionante su actividad cultural participando en infinidad de actos que han marcado la presencia de España en el extranjero. Su último destino ha sido Puerto Rico. Soy testigo de su gran labor, que ha dejado allí profunda huella y el reconocimiento de españoles y puertorriqueños por su tarea. Pero de todas las condiciones que adornan a Eduardo yo destacaría hoy, aparte de su simpatía natural y su constante deseo de agradar y ayudar a los demás, su vertiente literaria. Recordemos que ya en 1961 ganó el Premio Café Gijón de Novela corta y el Premio Baroja de Cuentos en 1971. Sus viajes por los desiertos de Nuevo Méjico le inspiraron su libro “Al oeste de Babilonia” y sus andanzas por el desierto de Kalahari, la novela de corte africano “La dama de Duwisib”. Ha dirigido también seminarios con prestigiosos historiadores como Fernández Armesto y Krauze. En sus libros consigue que el lector penetre en los entresijos de sus relatos, que se sienta identificado con sus personajes, y que viva con pasión los sucesos que se describen. Esta novela que ahora presentamos reproduce una historia de finales del siglo XVIII en la que el personaje es el militar malagueño Bernardo de Gálvez, y el escenario, las posesiones españolas en el Mississipi y el Golfo de Méjico. Me ha impresionado la maestría con la que describe episodios bélicos y la forma en que profundiza en los intereses políticos, las intrigas diplomáticas y las redes de espionaje, que formaron el complejo mosaico que llevó a la independencia de los Estados Unidos. 2 El autor, que tiene una trayectoria acreditada en obras de ficción, en este caso ha utilizado su sólida base histórica, que ha conseguido gracias a sus investigaciones recientes en los archivos de España, Estados Unidos, Méjico y Cuba y su relación personal con algunos de los historiadores más prestigiosos del momento. La acertada combinación de un estilo ameno y del conocimiento del entorno histórico, han supuesto la buena recepción de la novela entre la crítica literaria que destaca este libro como “vehículo de noble entretenimiento, sin hipotecas vanguardistas” pero con toda la dignidad del mundo. Así lo ha juzgado también la prensa especializada que ha considerado que el relato no es hagiográfico sino que revela un héroe de carne y hueso. Garrigues escribe una novela clásica, un relato de personaje en el que este polariza la casi totalidad del argumento. Aunque no oculta su simpatía hacia Gálvez hace de él una descripción compleja, con luces y sombras de alguien conflictivo. La reconstrucción de una figura histórica notable sirve al autor como hilo conductor para describir la política exterior de la corte española en la inmediatez de la gran crisis colonial y detalla la ambigüedad existente ante la gran ocasión que ofrecía la independencia de las trece colonias fundadoras de los futuros Estados Unidos. En su Relao muestra como, a pesar de las vacilaciones del propio Rey y del Secretario de Estado Grimaldi, deciden enviar como Gobernador en la Luisiana a Bernardo de Gálvez, con instrucciones de llevar por el Mississipi armas y pertrechos a las tropas rebeldes contra las fuerzas inglesas. Así lo hace con gran éxito y describe el ataque por sorpresa de las guarniciones inglesas, cuyos oficiales se rinden sin presentar mucha resistencia. A esta victoria en el terreno militar, Gálvez une otra en el terreno sentimental. Su matrimonio con la joven Felicitas de St. Maxent, hija de un hacendado de origen francés. Es bellísima la descripción de esta relación hecha por Garrigues, en la que narra su estancia en el convento de Padres Capuchinos y la boda celebrada en un aparente “articulo mortis”. Y no cuento más para no desvelar esa aventura a los lectores. 3 El núcleo central de la novela está en la entrada de Gálvez en la bahía de Pensacola tras el enfrentamiento con el comandante español de la flota que se negaba a obedecer las órdenes de Gálvez que le pidió que sus barcos entrasen en la bahía para realizar un ataque combinado por tierra y por mar. Ante la negativa del comandante se produce una escena que se ha hecho famosa en la historia militar y que Garrigues describe con gran realismo y belleza. Para desafiar a los capitanes de los navíos de guerra que no querían exponer sus barcos a los proyectiles de la artillería británica, Gálvez anuncia que para quitarles el miedo, va a atravesar él solo el estrecho canal de entrada y envía al Comandante de la flota el siguiente mensaje: una bala de cañón de a treinta y dos recogida en el campamento, que conduzco y presento, es de las que reparte el fuerte de la entrada. El que tenga honor y valor que me siga. Yo voy por delante con el Galveztown para quitarle el miedo. Enviado el mensaje, el mariscal se sube al bergantín, coloca el estandarte que acredita su rango en el trinquete del pequeño buque, y tras disparar los cañonazos de ordenanza para que los artilleros del fuerte inglés sepan quién va en el bergantín, enfila por el estrecho canal y cruza bajo el fuego de las Barrancas Coloradas sin que ningún proyectil consiga alcanzarlo. Este gesto de valor, que sería más tarde premiado a Gálvez por el Rey Carlos III con un título nobiliario en el que figuraría el lema “Yo solo”, produce el efecto requerido y al día siguiente las naves españolas entran en el puerto por el mismo canal, sin sufrir grandes daños a pesar de los cañonazos que dispararon desde el promontorio que dominaba la entrada. Gálvez pudo así ufanarse de haber cumplido la difícil misión que le había encomendado el rey: conquistar para España toda la cuenca del Mississipi y las plazas fuertes del Golfo de Méjico, impidiendo que la flota inglesa pudiera abrir un segundo frente en el mar y permitiendo que las tropas del General Washington y sus aliados franceses pudieran enfrentarse con el ejército británico en el teatro bélico del norte. La Corte de Madrid recibió jubilosamente la información del éxito de Gálvez que fue nombrado Capitán General y Jefe de las operaciones aliadas en las Antillas para preparar desde la isla de Guarico de Santo Domingo, la toma de la isla de Jamaica que se había convertido en el siguiente objetivo de la guerra contra Inglaterra. 4 A la espera de la llegada de la flota francesa que ha salido de un puerto europeo para unirse con la española con sede en Cuba, Gálvez aprovecha esa circunstancia, para reunirse con su mujer Felicitas donde ratifican solemnemente su matrimonio celebrado como he mencionado antes, en un supuesto “in articulo mortis”; y luego en Guarico la pareja celebra por todo lo alto el nacimiento de su único hijo varón en un bautismo en el que visten al niño con el uniforme de granadero real e invitan a la fiesta a toda la oficialidad española y francesa que se ha concentrado en la isla. Todos estos escenarios sirven al autor para mostrar su riqueza literaria, su rigor histórico, y al mismo tiempo su desbordante imaginación que ayuda al lector a descubrir una etapa de nuestro pasado poco conocido. Tras la declaración de guerra a Inglaterra por España en 1779, el Congreso de Estados Unidos envía a John Jay a nuestro país como representante y embajador, para negociar varios temas pendientes entre los dos países. Es especialmente interesante este capítulo ya que Garrigues, que como buen diplomático conoce lo que son los altibajos de una negociación. Se describen las tribulaciones del representante norteamericano, su difícil relación con Floridablanca, que pretendía entretenerle con vagas promesas pero ocultándole que la Corte española no estaba dispuesta a prestar la ayuda militar y financiera que habían prometido a los representantes del Congreso ya que al haber declarado España la guerra a Inglaterra, tenía que hacer frente a numerosos gastos; y además el erario se resentía por la falta de entradas de fondos procedentes de América, debido a la inseguridad del tráfico marítimo. Sin negar totalmente los compromisos asumidos por nuestro país, Floridablanca fue dando largas a Jay sobre su cumplimiento. En el capítulo 48 del libro, Garrigues describe el enfado de la Sra. Jay en el almuerzo que el Embajador en París, Conde de Aranda, ofreció a la delegación norteamericana que se había trasladado a Francia, intentando hacer olvidar al matrimonio los sinsabores que les habían hecho pasar en España. Sentó a la señora Jay al lado de St. Maxent, suegro de Gálvez, y según nos describe el autor, de ella brotó un “arrebol” de cólera recordando las experiencias desagradables que había tenido durante su estancia en España. La Sra. Jay estuvo muy impertinente y criticó amargamente a España manifestando que según le habían informado en Ciudad Real, los trabajadores 5 de las minas eran convictos de graves delitos y una vez recluidos allí no volvían a ver la luz del día, lo que a su juicio era expresión de la escasa sensibilidad de los españoles hacia el dolor de sus semejantes. St. Maxent contestó airado las impertinencias de la Sra. Jay diciéndole si ella estaba orgullosa de cómo trataban a los indígenas los colonos del Nueva Inglaterra que se lo preguntasen a las tribus del norte, a los que expulsaban de su territorio arrasando sus aldeas y diezmando su población. Terminado el almuerzo el Conde de Aranda, que desde la cabecera de la mesa había escuchado aquel diálogo, comentó a St. Maxent que había hecho bien en parar los pies a aquella harpía pues se notaba que a esos americanos todavía les faltaba un hervor para llegar a ser gente civilizada. A continuación el autor describe como pasados unos días, el Conde de Aranda visitó a John Jay para tratar de la negociación sobre el Mississipi, pero la posición americana era irreductible. Y es interesante recordar las palabras del Conde de Aranda que comentando con St. Maxente el curso de las negociaciones, advirtió con gran realismo que quien creyera que tras la contienda ingleses y americanos jamás volverían a ser amigos, se equivocaba absolutamente, ya que los anglosajones de ambos lados del Atlántico seguían teniendo muchos intereses comunes y al final iban a entenderse entre ellos a espaldas de Francia y de España. Así sucedió en efecto y el Tratado de 1783 no incluye ninguna referencia a los derechos exclusivos de España sobre el Mississipi ni el reconocimiento de los territorios que había ganado Gálvez por derechos de conquista que fue recompensado con el nombramiento de Capitán General de Cuba y poco después Virrey de Nueva España. Sin embargo, apenas tomado posesión de su cargo Bernardo de Gálvez fue consciente de que la situación en el virreinato no era muy halagüeña. En los últimos meses se había producido una prolongada sequía que había agostado parte de las cosechas y lo poco que quedaba se quemó antes de que entrase en sazón debido a una sucesión de heladas. 6 Con gran realismo describe Garrigues como el Virrey adoptó sin dilación medidas drásticas. Solicitó a los ricos del virreinato de forma imperativa que realizasen importantes donaciones y logró préstamos por valor de 100.000 pesos. Debido a que algunos comerciantes desaprensivos se beneficiaban de la escasez aumentando el precio del trigo y el maíz que tenían en sus depósitos, al enterarse el Virrey, con la ayuda de un par de alguaciles, echó a latigazos a los tratantes deshonestos. Poco tiempo después de estos sucesos comenzó a quebrarse la salud del Virrey Gálvez, víctima de una misteriosa dolencia. Su mujer Felicitas le propuso viajar a Tacubaya, donde podían hospedarse en el Palacio arzobispal y disfrutar de un clima más benigno. Aprovechando una momentánea recuperación pero presintiendo que le quedaban pocas horas de vida, el Virrey convocó a las principales autoridades militares, civiles y eclesiásticas y vestido con el uniforme de Capitán General con todas sus condecoraciones, recibió en pie el viático, que le administró el propio arzobispo. Falleció poco después. Gálvez, al describir este escenario de nuevo aparece la belleza literaria del autor que muestra afuera, en el valle de Tacubaya, las nubes tormentosas empezaron a descargar fuertes chaparrones sobre las colinas y pronto, en todo el territorio del virreinato abundaron las lágrimas que todo el pueblo de Méjico derramó cuando supo la muerte del Virrey. Habían transcurrido más de ocho años desde el asedio de la fortaleza de Pensacola, por la que apenas se recordaba ya la hazaña de Bernardo de Gálvez cuando a bordo del bergantín Galveztown había pasado indemne bajo las baterías de las Barrancas Coloradas. Y sin embargo, si en ese momento el militar malagueño no se hubiera atrevido a forzar el puerto de uno de los más importantes bastiones de Inglaterra en el Golfo de Méjico, es probable que el conflicto hubiera evolucionado de otra manera y George Washington no hubiera estado en esas mismas fechas prestando juramento como primer presidente de los Estados Unidos. 7 Concluyo felicitando a Eduardo Garrigues por su excelente libro que no solo me ha entretenido sino que me ha enseñado infinidad de cosas que desconocía y me ha permitido descubrir en esa apasionante época de nuestra historia. Eduardo se sitúa así, una vez más, en la línea de los diplomáticos que a través de los tiempos han acercado la diplomacia a la historia: tratados, paces, alianzas, solución de conflictos, desarrollo de la política exterior. Por eso desde tiempos lejanos el conocimiento de la Historia y su exposición han tenido como protagonistas a Embajadores. Y se puede hablar de la coexistencia de una Historia que se ocupa de las relaciones internacionales y otra relativa a la acción diplomática que describe el desarrollo del instrumento de la acción. Pienso por ejemplo, evocando la época de Gálvez, en diplomáticos como el Conde de Toreno, autor de la famosa “Historia del levantamiento, guerra y revolución de España”, Martínez de la Rosa y su obra “Revolución actual de España”, los escritos históricos del Duque de Rivas, las Memorias de García de León y Pizarro, diplomático y Secretario de Estado o las de Antonio Alcalá Galiano y ahora el protagonista del libro que comentamos, que es ejemplo de la hermandad entre historia y diplomacia y que nos ha permitido al recorrer la vida de Gálvez, situarnos en el paisaje de España y América de aquellos azarosos años del siglo XVIII llenos de sobresaltos en los que destaca la figura de este heroico militar tan brillantemente descrito por nuestro autor, a quien agradezco de corazón su invitación para participar en este acto y le reitero mi felicitación por su excelente trabajo. 8