LARRA DESPUES DE 200 AÑOS DE SU NACIMIENTO, Por Nicolás

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LARRA DESPUES DE 200 AÑOS DE
SU NACIMIENTO, Por Nicolás
del Hierro
José Gutiérrez de la
Vega (retrato de
Mariano
José
de
Larra, 1837) Museo
Romántico-Madrid
Podríamos comenzar diciendo que, aparentemente, es sólo un
insignificante golpe de calendario en la eternidad de la
existencia; pero han transcurrido doscientos años desde aquel
24 de marzo de 1809, cuando, en la madrileña calle de Segovia,
edificio de la antigua Casa de la Moneda, donde viviera su
abuelo, doña María de los Dolores Sánchez de Castro, alumbrara
a la vida un niño al que pusieran el primer nombre del padre:
Mariano (don Mariano de Larra y Langelot), y un segundo muy de
cualquier tiempo: José. Un niño que en su corta existencia de
hombre inmortalizara nombres y apellido (Mariano José de
Larra) a través de la literatura española, principalmente en
el periodismo.
Don Mariano de Larra, médico afrancesado, con la pérdida del
dominio napoleónico sobre España, ha de emigrar a Francia con
toda la familia en 1813, de donde no regresarían hasta pasados
cinco años, tras la amnistía que dictara el monarca español.
Es muy probable que estos cinco años en tierras galas, dejaran
una firme huella cultural y de carácter en el niño Mariano
José; pero no es menos cierto que su pubertad y juventud,
recorriendo diversos lugares de España junto a su familia y
participando por voluntad propia en grupos de inquietudes
socio/políticas, le servirían al joven literato para crearse
una personalidad específica que, al verterla sobre las páginas
de los diarios y las revistas plasmaría en el periodismo un
inigualable estilo que el tiempo ejemplariza y acrecienta.
Sus juveniles años de poeta, representados por odas y algunos
sonetos, como los dos dedicados “a nuestra muy amada reina
doña María Cristina de Borbón, al hallarse en cinta”, del
primero de los cuales no me privo en transcribir el cuarteto
inicial:
“Guarda ya el seno de Cristina hermosa
vástago incierto de alta dinastía,
y ya la Patria conocer ansía
de quién ha de ser madre cariñosa.”
Pero, sobre todo, epigramas y sátiras que, dentro de un estilo
calificado como “poesía útil”, nos han dejado una colección
que apenas sobrepasa el medio centenar de poemas o
composiciones, de los cuales hay constancia que sólo una
docena de los mismos fueron publicados en vida del autor; lo
que viene a justificar que ni siquiera en tiempos del más puro
romanticismo (Espronceda, Bécquer, Zorrilla, Rosalía de
Castro, el propio Larra…) tuvo la poesía apoyo editorial.
Muy diferente sería la difusión y fama que en periodismo
alcanzaron sus artículos. Firmados unos con sus nombres y
apellido y otros al amparo de “Fígaro” o “El pobrecito
hablador”, hicieron de Larra el más notable de los escritores
que haya tenido el costumbrismo español, tan en moda aquel
primer medio siglo, y, sobre todo, distinto a los demás en el
modo de satirizar, al tiempo que amar y defender una sociedad
que, si bien había salido airosa de una rebeldía armada contra
la invasión francesa, no evitó el meterse en guerras carlistas
y sucesorias que deformaban los principios de la ética y del
entendimiento humanos. No en vano muchos de estos artículos
permanecen en reeditados libros o en antologías del género y,
sobre todo, están en la mente de no pocos de sus lectores y
relectores; artículos con títulos como: El día de difuntos, En
este país, Vuelva usted mañana, El castellano viejo, El
desafío de la pena de muerte o Lo que no se puede decir no se
debe decir, en los que la ironía impone su estilo más personal
y crece la sátira con la virtud del diccionario.
Cierto que, ya su nombre y obra reflejados en los espejos de
la inmortalidad, principalmente mirándose en ellos crónicas y
artículos, no hemos de olvidar tampoco al Mariano José de
Larra que escribe una novela histórica como lo es El doncel de
don Enrique el Doliente, ni al audaz crítico de teatro, que al
mismo tiempo es autor que llevara a escena comedias tales como
Julia o Dos palabras, y traductor en El arte de conspirar, a
la que podrían sumarse otra media docena más.
Con sólo 27 años de una fructífera y vital existencia, fue su
vida un cúmulo de azares, éxitos literarios y fracasos
amorosos que hicieron el conjunto de un hombre y un escritor
del romanticismo, hasta el extremo de acabar con su vida tras
el disparo de una pistola en la sien la tarde noche del 13 de
febrero de 1937, tras la visita a su casa de quien fuera su
amante: Dolores Armijo. Y aun siendo cierto que siempre se
puso y se pone a Dolores como causa del suicido de Larra, ésta
fue sólo la gota que colmara el vaso en la intensa vida del
hombre y del escritor, que acaso le faltaba eso, el suicidio,
para la inmortalidad de una obra, que si breve en años de
productividad fue y es inmensa en el acierto de sus temas y
planteamientos, la contundencia y acierto estético y mordaz
de su palabra.
POESÍA DE JUAN JOSÉ ALCOLEA
JUAN
JOSÉ
ALCOLEA
Nace el 26 de Enero del 1.946 en Badajoz, para
inmediatamente volver al lugar en donde fue
concebido, Socuéllamos, en el corazón mismo de la
Mancha, lugar donde esquinan sus límites Albacete,
Ciudad Real y Cuenca. Allí trascurre toda su
infancia y juventud con los obligados paréntesis de
los estudios en las dos primeras capitales antes
citadas. Es pues en la llanura manchega y entre sus
gentes, donde se forja su personalidad, y a lo largo
de toda su obra se puede observar la influencia de
este escueto y amplísimo paisaje.
En 1970 llega a Madrid en donde alterna su trabajo
en una empresa financiera con sus estudios
mercantiles. Felizmente casado en 1972, ubica su
lugar de residencia en Alcorcón, en donde comienza
a dar clases, se licencia en Geografía e Historia
por la U.N.E.D.
a la vez que continúa su labor en
el sector antes citado.
Hacia principios de los años noventa empiezan a
crecer sus inquietudes literarias abandonadas desde
la juventud, y sucesivos premios a lo largo y ancho
de España le hacen replantearse su vocación y
dedicarse activamente a la escritura.
Desde entonces, la búsqueda del tiempo perdido es
una constante en su poesía, así como la dialéctica
del encuentro-desencuentro entre el poeta y la
palabra, muchas veces elaborada desde una visión
ascético–mística.
La investigación y la escritura, las colaboraciones,
la promoción de asociaciones y revistas literarias
llenan una parte importante de su vida en la
actualidad.
El “Hermanos Argensola” de Barbastro,
“Amantes de Teruel”
en dos ocasiones,
“Tomás
Navarro Tomás” en La Roda , “Artifice” en Loja, el
“Ciudad de Astorga”, “Raimundo Escribano” en
Alicante,
los “Aurelio Guirao” y
“Luys
Santamarina” en Cieza,
el “Mario López” en
Bujalance, “La bufanda” en Coslada son algunos de
los premios cosechados por este extremeño-manchego
residente en Alcorcón.
TE VOY A RESCATAR
Te voy a recatar de tus pedazos
y hacer un hombre nuevo
con tus sombras.
Procura no gritar,
habrá retales
que habremos de ofrecer a los gusanos
para que puedan
seguir dando su jugo a las adelfas
con todos los derribos de la tarde.
No te preocupes,
cuando te acabe
te habrás desabrazado de tu sombra
y el verbo habitarás como presenciaq.
Tuviste suerte
la noche en que
acercándote a mi esquina
pusiste entre mis labios un poema
y no pediste precio por mi boca.
IÑIGO
LOPEZ
DE
MENDOZA,
MARQUES DE SANTILLANA
Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana.
(Carrión de los Condes, (Palencia) 1398 / Gadalajara1458)
Destacado político y hombre de armas, pasó a la historia de la
literatura por la sencillez y delicadeza de sus Serranillas.
Tomamos, no la más famosa de las suyas, pero si una muy
representativa de la sierra de Madrid, en Manzanares el Real,
en cuyas cercanías se inspiraba.
Desde que nascí
non vi tal serrana
como esta mañana.
Allá a la vegüela,
a Mata el Espino,
en ese camino
que va a Lozoyuela,
de guisa la vi
que me fizo gana
la fruta temprana.
Garnacha traía
de oro, presada
con brocha dorada,
que bien relucía.
A ella volví
diciendo: “Lozana
¿y sois vos villana?”
Sí soy, cavallero;
si por mí lo habedes,
decid, ¿qué queredes?
Fablad verdadero.”
Yo le dije así:
“Juro por Santana
que non sois villana:”
POESÍA DE NICOLÁS DEL HIERRO
NICOLÁS DEL HIERRO
Nacido (1934) en Piedrabuena (Ciudad Real), reside en Madrid
desde sus 20 años. Tiene doce libros de versos publicados y
tres antologías de los mismos, más dos plaquetas/homenaje.
En prosa ha dado a la luz tres novelas y dos libros de
cuentos, y, en colaboración un volumen: “Historia de
Piedrabuena”.
Ha impartido numerosas conferencias, “mesas redondas”, y
lecturas de poemas; ha escrito diversos prólogos, siendo
colaborador de varios periódicos y revistas. A la vez que
figura en diversas Enciclopedias y en “¿Quién es quien en la
poesía española?”
Está en posesión de un centenar de premios, que van desde el
primero por varios de sus libros y poemas en España, pasando
por el CEPI de Nueva York, hasta llegar a los antiguos Juegos
Florales; pero el que más considera es el reconocimiento de su
pueblo natal, cuyo Ayuntamiento, en pleno del día 17 de abril
de 1997, aprobó la creación de un premio anual de poesía con
su nombre, para galardonar un libro de poemas, que ya ha
superado la decimoquinta convocatoria.
COLOR PLOMO
Va un hombre solo por el campo:
las nubes son de plomo,
y son de plomo los olivos,
Todo es de plomo ante sus ojos:
el verde-negro de las aguas,
el blanco-verde de los chopos;
gigante muerto, la sierra
tiene las jaras de plomo.
(Dejó la ciudad dormida
bajo la noche del lobo
y partió sin saber dónde).
Va por el campo un hombre solo,
peregrino del tiempo de su tiempo,
a cuestas la pereza de los otros.
Se le durmió la brisa entre las manos
y el sol le puso un beso entre los hombros.
(Sonríe el hombre)
Pero los hombres le cargaron todo
su dolor a la espalda, y, con la pena,
se le ha teñido el beso color plomo…
Arrastra el hombre su tristeza,
se le ciegan los ojos con el polvo
y, oyendo siempre la canción del tiempo,
recuerda, caminando en campo solo,
que, allá lejos, al que dormita
le irán tiñendo el pecho color plomo.
LA CLARIDAD DEL ALMA
por Nicolás del Hierro
Este poema ha obtenido el Primer Premio de Poesía “Santa
Teresa de Jesús”, que fue entregado en Madrigal de las Altas
Torres el 17 de octubre de 2009.Certamen que, bajo el
patrocinio de la Excma. Diputación de Ávila, organiza el Hogar
de Ávila en Madrid.
I
¿Dónde la luz? La luz tiene ese cetro,
cenit preclaro, que estelar nos llega
por los cauces omnímodos del cielo
a los ojos del hombre, a las abiertas
pupilas que, gozosas en su empeño,
disponen arreboles en la entrega.
El horizonte es una inmensa tabla
que ilumina contrastes y que llena
de auroras la retina; que hace gama
de su abierto abanico cuando puebla
la piel y los paisajes, la membrana
extensa y formidable de la tierra.
Amamos los colores y las formas,
gozamos la razón de la belleza
bajo el impulso alado de las horas.
El día es su verdad: le da su fuerza
con el beso del alba y la corona
del véspero, que acuna su grandeza.
Su forma es el Camino, un camino
que lleva a Las Moradas de la idea
a la pasión del alma y al latido
por donde la virtud, libre, espolea
a los corceles de la entraña, al vivo
estado de un amor que recompensa.
I I
Brota Cristo en el pecho de quien ama,
porque amor es su pulso y su latido;
vibra Dios en el centro enriquecido
de quien con fe lo busca y lo reclama.
La mística se enciende; cauce y llama
disponen de la entraña su gemido.
Surge un eco de alturas, un tañido
de luz que en fundaciones se derrama.
La cima es otra luz. ¿Viene del cielo
o es cielo lo que busca? Todo anhelo
es mística pasión, brasa y pavesa.
Claridad busca el alma, no pupila:
la entraña es manantial que se deshila
llanto a llanto en la fe de sor Teresa.
I I I
Su fuerza es interior. Se nos proyecta
desde un extenso faro, un gran destello
capaz de iluminar con sus esencias
el amplio corazón del universo.
Surge como un torrente; consecuencia
de otra luz que impone sus reflejos.
La luz es hoy un labio que se crece
por el sublime son de una campana;
una oración que en su redoble vierte
las nobles inquietudes de la Santa:
mientras, la claridad es un presente
que conjugan Amado con Amada.
I V
Amado con Amada. Siempre unidos
en su razón de fe y humanidades;
salvedad de amorosas salvedades
que unifican los reinos divididos.
Dos amorosos rayos concebidos:
cielo y tierra en amor de claridades.
Unidad de dispersas unidades
sobre el juego ideal de los sentidos
Una luz busca el ojo y otra el alma,
que extremos son de amor en arrebato.
Dos claridades, desde arriba llegan:
DONDE HABITA EL RECUERDO
Para Laura
I
Los recuerdos me habitan con un trino
de pájaros y alondras,
aves que estrenan con el alba
su partitura de ilusiones
en renovado cántico de luz.
Rescato de la noche mi esperanza,
y vivo; vivo la presencia inerme
de juventudes impolutas.
Todo yo me recobro en las tinieblas
por el sol de otro tiempo.
Soy,
fuimos, Laura, caminos divergentes
que, al fin y en su distancia,
descubren un paisaje de amapolas
donde alentar futuros, cultivar
semillas que perdimos una tarde
de adolescentes brumas.
Se nos fueron
los días como el agua
se escapa entre las manos, como el sueño
se pierde al despertar; crepúsculos
que a la puesta del sol se sombrearon
tras su belleza de Arco Iris.
Y hubimos de esperar, darle al reloj
su rítmico concierto,
ponerle al corazón su pulso de diamante.
Un tiempo que redime circunstancias
se asomó a los balcones de la aurora.
Y puede amanecer. Nos amanece
con fabulosos trinos del recuerdo,
y una orquesta de alondras armoniza
el festival de ensueños que perdimos.
I I
Somos otra vez luz,
palabra que se estrena.
Nada puede evitar esta armonía
que sólo la distancia condiciona
con el poder de las ausencias,
los imposibles de la duda.
.
Hablo, hablamos, y el vocablo
toma un color de juventud,
de tiempos menos graves,
donde ni tú ni yo supimos
bordar el cañamazo con los hilos
que la seda del tiempo
en actitud de amor configurara.
Y larga fue la noche,
las horas de silencio
que envolvieron las sombras
y alejaron los años.
Hasta que, al fin, el alba
le puso al corazón su “extem” de luz
y entonaron los gallos de la aurora
su partitura de esperanza.
MIRADA EN GRIS
(Al desconocido joven con quien nos cruzamos una
tarde/noche de invierno en una ciudad costera
y cuya herida mirada originó este poema).
Puede que nunca sepas la razón de este poema,
la verdad por la cual, aquella noche, hasta sus labios,
lo salobre del mar llevó el destino de una lágrima.
Ojos que dejan huellas: la humildad penetrante
de tu mirada en gris, de una necesidad
misteriosa y oculta, como si el pan ázimo
de tu andar sin rumbo, el amargo sabor ofreciera
a los acordes de una música existencialmente ingrata.
Parecías el cuello devorado de un cisne,
la languidez dormida de un tallo que la zarpa
de una gélida noche apartó de su cuna;
tu andar sin destino concreto, preguntaba
por el cálido aroma de la estrella primera.
Era un interrogante mudo, certero, que partía
de tu pálido rostro, del amarillo en gris
con que tus ojeras arropaban -lagos verdesel penetrante junco de tu mirada herida.
Oírse pudo el silencio de tu nada,
el denodado esfuerzo de tu querer decir callando.
Errantes normas de caudal sumiso, arcángel
se diría del consuelo con que las furias descomponen
a quienes los nudillos tienen de pétalos,
de
brisas,
al recurrir a la necesidad urgente de un suspiro.
Imaginé tus ansias de vivir sin vida, cargado
el peso de tu ausencia en dos alforjas,
dulces miserias donde guardar tu hambre.
Caminabas, caminas,
¿pero hacia dónde? ¿Qué destino o qué meta?
¿Un trabajo en el sol…? ¿Una luna donde pasar
la noche…?
Huellas de un reducto sin nombre e innombrado.
El poeta no tiene, no, incienso en los bolsillos,
se diluye hacia adentro y aromatiza el ansia
de saberse integrado a la miseria…
Al amor
también.
Y escribe, escribe su condena…
Por si acaso nos
sirve.
CARACOLES ASFÁLTICOS
No, yo no soy un solitario.
La soledad es esta muchedumbre
que aplasta con su bota
la parda piel del oso
por las calles del mundo.
Contempladlos. Ausentes,
caracoles asfálticos,
con sus fueros y furias,
con sus cargas de sueños e hipotecas,
su consumo energético…
Nunca miran al cielo,
desconocen lo que de bello tienen
las nobles rejerías
de los altos balcones,
las finas taraceas
del juego arquitectónico.
Abstracción de su mundo,
ensimismados, por sus ojos,
desde su pensamiento,
taladran las aceras.
No, yo no soy el solitario.
Pero, ¿alguna ocasión
levanté la mirada
más allá de los altos rascacielos?
GONZALO DE BERCEO
GONZALO DE BERCEO
Queda escrito que Gonzalo de Berceo nace, a finales del siglo
XII, en el pueblo del que toma su apellido denominado, Berceo,
aledaño a la abadía de San Millán de la Cogolla, donde se
ordena sacerdote.
Poco se sabe de su vida pero sí se conoce de sus obras, cuyo
tema casi siempre versa sobre la Virgen, sobre la misa y la
vida de algunos santos: Santo Domingo de Silos, San Millán,
San Lorenzo, Santa Oria virgen, Santa Auria virgen, y a los
que hay que añadir su famoso poema de Alejandro Magno, el de
los Loores de Nuestra Señora, el de los Milagros de Nuestra
Señora, el Duelo de la Virgen María…
Generalmente es considerado como un poeta ingenuo, pero no sin
falto de erudición, aunque sencillo, de gran inspiración. A su
firmeza de creatividad poética, hay que añadir también la de
traductor. Estudiosos aseguran que su obra es un fresco de
grandes proporciones, con un toque rústico y de extraordinario
candor. Casi toda su forma está encuadrada en la cuaderna
vía, como de los poetas eruditos de la época, o sea, estrofa
de cuatro versos alejandrinos, pero cargados de una
religiosidad humana que los hace mantenerse vivos a través de
la historia.
Como ejemplo, bástenos uno de sus poemas más conocidos del que
conservamos buena parte del expresivo modo en el escribir de
entonces, pero creemos que comprensible al entendimiento
actual.
EL LABRADOR AVARO
Era en una tierra un omne labrador
que usava la reja más que otra lavor;
más amava la tierra que non al Crïador,
era de muchas guisas omne revolvedor.
Fazié una nemiga, suziela por verdat,
cambiava los mojones por ganar eredat,
façié a todas guisas tuerto e falsedat,
avié mal testimonio entre su vecindat.
Querié, pero que malo, bien a Sancta María,
udié los sus miráculos, dávalis acogía;
saludávala siempre, diciéli cada día:
“Ave gratïa plena que parist a Messía.”
Finó el rastrapaja de tierra bien cargado,
en soga de dïablos fue luego cativado,
rastrávanlo por tienllas, de cozes bien sovado,
pechávanli a duplo el pan que dio mudado.
Doliéronse los ángeles d’esta alma mesquina,
por quanto la levavan dïablos en rapina;
quisieron acorrelli, ganarla por vecina,
mas pora fer tal pasta menguavalis farina.
Si lis dizién los ángeles de bien una razón,
ciento dicién los otros, malas que buenas non;
los malos a los bonos teniénlos en rencón,
la alma por peccados non issié de presón.
Levantóse un ángel, disso: “Yo so testigo,
verdat es, non mentira esto que yo vos digo:
el cuerpo, el que trasco esta alma consigo,
fue de Sancta María vassallo e amigo.
Siempre la ementava a yantar e a cena,
diciéli tres palabras: ‘Ave gratïa plena’
la boca por qui essié tan sancta cantilena
non merecié yazer en tan mala cadena.”
Luego que esti nomne de la Sancta Reína
udieron los dïablos cogieron’s de ý aína;
derramáronse todos como una neblina,
desampararon todos a la alma mesquina.
Vidiéronla los ángeles seer desemparada,
de piedes e de manos con sogas bien atada;
sedié como oveja que yaze ensarzada,
fueron e adussiéronla pora la su majada.
Nomne tan adonado e de vertut atanta,
que a los enemigos seguda e espanta,
non nos deve doler nin lengua nin garganta
que non digamos todos: “Salve Regina Sancta.”
LA POESIA DE JUANA PINS
JUANA PINS
Juana Pinés Maeso, nace en Manzanares (Ciudad Real) el año
1953. Hija y nieta de escritores, comenzó a escribir narrativa
a los 14 años; pero sería a partir de los 18, viviendo en
Madrid, cuando se inicia en la poesía. Es entones, 1971,
cuando aparece el primero de sus poemarios: “A Golpes de
Silencio”.
De regreso a Castilla-La Mancha, 1997, pasa a formar parte
del Grupo Literario Guadiana y publica “Ese Tiempo de Pájaros
Dormidos”, premio Mario López , y un año más tarde “Huele a
Mayo Recién Amanecido”, premio Ciudad de Baena. También en
ese año escribe “Perfil de la Inocencia”, premiado y publicado
en el 2004. Además de los ya reseñados, tiene publicados
decena y media de libros, verso y prosa, pero principalmente
de aquéllos.
En el último año del siglo XX toma la dirección del Grupo
Literario Guadiana y de la revista MANXA, que se edita en
Ciudad Real, en cuya renovación se centra. El siguiente, el
2000 publicaría otro libro “…Y en el Corazón, Palomas”, a
partir de cuya fecha se suceden varios más, que son
fundamentales en su obra como lo es la obtención de una serie
de galardones que entre libros y poemas, verso y prosa, que
superan largamente el centenar, haciendo de su voz y su
palabra escrita dos conceptos personales donde quedan bien
marcados su mérito y valía cultural a la par que configuran su
cualidad y revelan su carácter de humana y social inspiración.
Mujer de larga palabra y bien ritmado y sensitivo verso,
bástenos como muestra para este espacio, uno solo de sus
poemas. Pertenece al primero de sus libros, “Ese tiempo de
pájaros dormidos”, premio “Poeta Mario López”, que lo fuera en
Bujalance (Córdoba), el 1997.
PRIMEROS ENCUENTROS
En esa casa nuestra
siempre flotaba el poso de algún versos
suspendido en el aire,
como una lluvia cósmica
de impalpables partículas.
De ese modo, mis primeros encuentros
con la palabra dicha
por los labios del alma
fueron en esas horas primigenias,
en esos torpes días de crisálida.
En ese alborear,
mis ojos eran dueños absolutos
de todos los latidos de la tierra,
la aldaba de mi sangre
era un golpetear desmesurado.
Empecé a escribir cuentos.
Cuentos en carne viva, casi siempre.
Trozos de corazón
sin un leve ropaje
con que abrigar su aleteo desnudo.
Mi padre vigilaba
desde las atalayas de sus años,
desde su corazón lleno de pájaros,
desde sus horizontes inmortales
mis ansias prematuras,
mis primeros zureos…
(y sé que era feliz en ese instante).
Cuántas tardes, sentados frente a frente,
susurrantes las voces,
leíamos los cuentos,
y cuántas tardes, náufragos los dos
en ese mar de las evocaciones,
sentíamos en los ojos
el temblor de una lágrima.
Que la ternura, ardiendo en soledad,
desarma casi siempre.
Y hay veces en que un sueño adolescente
puede poner en vilo
los torrentes del alma.
POESÍA DE FRANCISCO CARO
A este poeta manchego, que nació en
Piedrabuena (Ciudad Real) en 1947, las musas del Helicón le
abrazaron en su poesía ya introducido en la noche alzada -un
poco en edad tardía, dice él- pero profunda y rompedoramente,
como las olas de la mar cuando se estampan tras una galerna en
las costas escarpadas.
El poeta José Luis Morales, dice de él que es un diamante de
24 quilates en estado puro.
Francisco Caro, profesor, ya tiene en su haber premios como el
de la Asociación de Escritores de Castilla-La Mancha y el
Nacional de Poesía José Hierro, entre otros.
Es autor de libros como: Salvo de ti, Mientras la luz, Las
sílabas de noche, Calygrafías, Desnudo de pronombre, Cuaderno
de Boccaccio y Paisaje (en tercera persona).
.
Combate
Fuera el combate ausencia
de tanteo, fuera boca de lobos,
facas, fauces,
fuera un ansia de mayo,
sangre presa,
territorio de músculos ceñidos
fuera el aire estandarte
de dos vientres,
fuera luego caballos sin aviso,
sujetaban
duras ingles el filo de la nieve
fuera el ataque furia de centenos,
cierta su densidad,
metal
su tajo fuera,
escenario de sendas, de caudales
callado fuera el grito: fuera entonces
más sosiego el esfuerzo, más rendida
en el lino la noche que apagada nos cubre
fuera lenta mi voz, sudor de acero
y sal -nadie respirafuera ausencia
la luz, fuera también
como la herida el tacto de tus ojos
RECORDANDO A JOSÉ HIERRO, por
Nicolás del Hierro
Se cumple y conmemora en este 2012
el 90 aniversario del nacimiento de José Hierro y el décimo de
su muerte, por cuya efeméride se están llevando a cabo
diferentes actos en pro de la vida y la obra del poeta a los
que también quiere sumarse LA ALCAZABA. Pues, no en vano, José
Hierro es diferente, era diferente. No es el poeta
convencional ni vacuo, quizá porque tampoco lo era el hombre,
respondiendo a aquellos que le buscan al verso y a la vida un
horizonte personal.
José Hierro, Pepe Hierro, es el último fenómeno socio/poético
que tales parcelas tienen como cultivo y desarrollo en España.
Poco academicista, sería nombrado para ocupar el sillón G de
la Real Academia de la Lengua Española, aún cuando en tal
nombramiento no ejerciera demasiado tiempo. No obstante,
poéticamente, Hierro vivió en aquél su espacio tiempo más
idílico en el ámbito de la poesía española. “Cuaderno de Nueva
York”, le proporcionaría al poeta santanderino, nacido en
Madrid, la gran corona que ya se venía laborando desde que la
Editorial Rialp, premiara su libro “Alegría” con el Adonais
1947, incluso desde que un año antes apareciera en Proel
“Tierra sin nosotros”, pues el entrelazado de los tallos y
las hojas en el simbolismo clásico de la corona de laurel, que
son sus versos, no podía pasar inadvertido, ya nos estemos
refiriendo a sus primeras incursiones de la palabra hecha
verso en los veinticinco años de Pepe Hierro o a estos del ya
septuagenario que tenemos latente en “Cuaderno de Nueva York”,
que si ha merecido por sí solo el premio de la Crítica (ganado
también en 1954 con “Poesía del momento”), ha revitalizado su
impulso para que los galardones en la trayectoria general de
la obra se llamen también Premio Cervantes y el ya
nombramiento de Académico de la Real de Lengua Española, y
todo ello nos recuerde que a esa obra y a ese recorrido se le
sumaron, entre otros, el March, el Nacional de Literatura y el
Príncipe de Asturias de las Letras.
Conocí a José Hierro muy a finales de los años
cincuenta o muy al principio de los sesenta. No puedo precisar
la fecha, pero sí el hecho: alguien desde su exilio francés me
pedía le proporcionara un número concreto de la Revista
“Proel”, donde Hierro fue uno de sus más firmes pilares para
la publicación. Y tras mi infructuosa búsqueda del número por
algunas librerías y quioscos de Madrid, incluso en la Cuesta
de Moyano y alguna que otra librería de viejo, opté por ver al
poeta en su trabajo, en la Editora Nacional. Le telefoneé y
concerté una entrevista. Pero tampoco él pudo proporcionarme
el número concreto. Estaba totalmente agotado. Aquel día
conocí al hombre en su comportamiento conmigo, un desconocido
que se le acercaba, y, dada su franqueza, espontaneidad y
sencillez, me demostraba lo que supuestamente podía ser para
con todos.
Inmediatamente después conocería al poeta, por sus versos.
Hombre y poeta que se unificaron en la tertulia literaria del
Ateneo madrileño, a la sazón dirigida en su área poética por
el propio Hierro, donde, tras nuestro encuentro, comencé a
acudir asiduamente y en cuya tribuna, bajo su dirección,
leería mis versos un par de veces. No en vano, para mí y en
aquel tiempo, eran los años de un bisoño poeta que acababa de
publicar su primer libro, “Profecías de la guerra”, que al ser
bastante bien acogido por la crítica, se convertiría en
trampolín de mis ilusiones.
Mediada la década de los sesenta, mis encuentros con Hierro,
casi siempre casuales y en tertulias como la que él dirigía,
fueron menos frecuentes. Quizá porque mis obligaciones
sociales me alejaron un poco de los cenáculos poéticos
(Ateneo, Juventudes Musicales, Instituto de Cultura
Hispánica…), o que al entrar Pepe Hierro en un largo silencio
de creatividad se refugiara en sus cuarteles de reserva,
esperando que la necesidad poética le impulsara desde dentro
para salir en ella y con la misma.
Pero ni estos largos silencios creativos pueden apartar la
obra de José Hierro en su contacto con los lectores y los
medios de comunicación. Su fuerte personalidad poética
(también humana), humilde pero de firme carácter, mantienen
versos y vida en ese limitado primer plano que escasamente
conceden los medios de difusión a la poesía. Quizá el fenómeno
se produce porque, indudablemente el poeta-José-Hierro está
siempre en el Hombre-Pepe-Hierro, de igual modo que la
simbiosis está en sus versos de manera sencilla y sensitiva.
La independencia, el sentimiento, la necesidad de escribir
poesía sólo cuando ésta empuja a la palabra y la palabra es la
idónea para despertar emotividad en el lector. Creo que fue
éste, es el fenómeno Hierro: sencillez, sensibilidad y
sentimiento. Pepe Hierro es el hombre que caminaba solo por la
vida, pero rodeado de una humanidad de lectores y afectos. Se
ha dicho y escrito muchas veces que rechazaba la oferta de
amigos y compañeros cuando anteriormente le ofertaban ocupar
un sillón en la Academia de la Lengua, porque prefería seguir
calzando sus “cómodas alpargatas”. Después lo pensaría mejor,
diría que sí, al tiempo que se sinceraba porque “llega un
momento en que la resistencia es una ordinariez” y que “todos
los sinónimos, aunque lo parezcan, no son iguales, hay matices
que puedo comentar, igual por ahí”.
Pero esta grandeza del escritor contrastaba con la sencillez
del hombre si sabemos, como lo sabemos, que en el mismo
momento en que se estaba votando su única candidatura para
Académico, él se hallaba venciendo su enfisema pulmonar y
firmando ejemplares de sus libros en un colegio de Vallecas
tras explicar a los alumnos cómo hay que leer un poema.
Contrastes que son y han sido una constante a lo largo de su
vida y en su obra.
No exagero si digo que en Pepe Hierro se sintetiza la grandeza
de la sencillez o la sencillez de la grandeza; la fuerza de lo
sutil o lo sutil de la fuerza; la belleza y el rigor del
diccionario y el diccionario en el rigor de su belleza, sin
olvidarse nunca de la sociedad que ama y le rodea. Y no estoy
buscando disparidades para llegar a esta unidad. En José
Hierro se dieron, y se dan en su obra, las virtudes de los
seres elegidos, incluso en la consumación de elegirle
Académico cuando es uno de los poetas menos academicistas.
Conociendo, sabiendo el valor de su obra, maestro de la
palabra, no le importa despertarse como aprendiz permanente de
la misma. Inconcluso todavía “Cuaderno de Nueva York”,
mecanografiados y manuscritos sus poemas, Pepe Hierro leyó
parte del libro en una tertulia literaria madrileña a la que
asistí, y, tras su lectura, mientras descendíamos, asida su
mano a mi codo, por una escalera de mármol, camino de
situarnos ante un vaso de vino, me preguntó: “¿Qué te parecen,
tocayo, estos poemas; porque ante su novedad dudo cómo serán
recibidos?”. Interrogante por el que se me creció el poeta y
el hombre. ¿Qué otro si no él, sabiéndose considerado como uno
de los más grandes poetas del momento actual español habría de
preguntar por su obra inédita a quien de él estaba siempre
aprendiendo, casi siempre? ¿A quién sino a él, en su sencillez
y espontaneidad, un año después, cuando llegaba en el AVE a
Ciudad Real, donde le esperábamos para hablarnos sobre Ángel
Crespo en Alcolea de Calatrava, mientras, bajando la escalera
mecánica y viéndonos en el vestíbulo, llevando, como los demás
viajeros, un papel en la mano, extraño producto porque el tren
llegó con unos minutos de retraso, a quién sino a él se le
habría de ocurrir hablarnos en voz alta y agitar el folio
diciendo “¡Vamos a tomarnos un whisky, porque me han devuelto
el dinero del viaje!”. Pero la gran sorpresa personal para mí
sería cuando, finalizando el año 2003, recibo una carta de
Méjico solicitándome desde el Frente de Afirmación Hispanista
si les autorizaba para publicar una Antología de mi “Poesía
Cósmica”. Yo tan pegado siempre a la tierra, al recibo del
libro en el siguiente año, sorprendentemente descubro que no
estoy solo en ella sino que el antólogo nos había unido a los
dos HIERRO: “Antología de la poesía cósmica de José Hierro y
Nicolás del Hierro”. Cuarenta poemas de cada uno. Toda una
sorpresa, para quien admiraba y envidiaba sanamente a su
tocayo, como él me llamaría en más de una ocasión.
CARLOS
FUENTES,
YA
POR
SIEMPRE EN SU ZONA SAGRADA,
por Nicolás del Hierro
Aunque ya había traspasado la barrera de sus
ochenta años (Panamá, 11 de noviembre de 1928 – †
México, D. F., 15 de mayo de 2012), y logrado los
más prestigiosos galardones –sólo a falta del Nobelque la novelística concede a la obra de un autor,
dadas las noticias que el pasado 15 de mayo
impartieran teletipos, agencias, medios de difusión
y redes sociales, intuyo que, al referirme hoy a
Carlos Fuentes, bien podría comenzar este comentario
con el título de una de sus mejores novelas “La
muerte de Artemio Cruz”.
Pero sucede que, dada la transcendencia y
calidad que nos aportó la obra de Carlos Fuentes,
por el valor literario de la misma, esencial,
espiritual y culturalmente, ni ha muerto su nombre,
y gran parte de su obra permanecerá en los anales de
la historia que la narrativa nos irá recordando a lo
largo del tiempo. El fallecimiento de Carlos
Fuentes, tal como “La muerte de Artemio Cruz”, este
viejo soldado, revolucionario, intransigente y
poderoso, amante sin amor y sin familia, duro en la
dureza de su carácter mandón y mandatario, que
postrado en su lecho de muerte lucha con la vida,
permanecerá impulsado por la fuerza de su
creatividad, en la novelística más destacada y
firme, más estética y testimonial.
Usando una esplendorosa técnica, el autor nos
está mostrando todos los tiempos de una existencia
luchadora que se apesadumbra frente a tan perpleja
situación e inevitable resultado. Luchador y firme,
Artemio, a través del viejo mando militar que, entre
otras cosas, traicionó a los compañeros en su
convencimiento ideológico, el autor insufla al
personaje un idealismo patrio donde principalmente
prevalece la idiosincrasia de las clases dirigentes
mexicanas. No en vano cada quien nutre su obra de
aquello que internamente siente, le emana o le nutre
por y en su ideología. Teoría por la que a uno le
hace pensar que, en efecto, el adiós a Carlos
Fuentes, bien podría titularlo como “La muerte de
Artemio Cruz”, aún cuando esté convencido que ni el
autor ni su ficción narrativa llegarán a su total
olvido.
Cierto que no fue esta la primera novela de
Fuentes que cayó en mis manos, pues, muy a finales
de la década de los sesenta, un afortunado encuentro
me trajo el regalo de “Zona sagrada”, que el autor
dedica a María-José y Octavio Paz. Se hallaba ésta
en su quinta edición y venía con el sello de “Siglo
xxi editores, s.a. México”, aún cuando su primera
edición apareció en 1967. Era el tiempo en que el
boom latinoamericano aportaba a la novelística los
mejores años. Los Vargas Llosa, García Márquez,
Borges o Cortázar, entre otros, imponían el don de
su palabra por los extensos mundos de la lengua
castellana. Y sin ser Carlos Fuentes uno de los más
cercanos al boom, no podía tampoco distanciarse del
mismo, cuando además sus méritos propios así lo
situaban. No en vano con su novela “Cambio de piel”
había ganado anteriormente el Premio Biblioteca
Breve, y no debía alejarse de los compañeros de
generación y viaje literario.
Hombre de gran formación cultural, hijo de
diplomático, que tras haber recorrido buena parte
del mundo por salones de embajadas y ámbitos de
negociadores patrios, y que luego algún tiempo
después ocuparía él mismo en desempeños similares y
personales. Siempre comprometido con una sociedad
progresista y mejorada, aquel niño nacido en Panamá,
fue considerado y se auto-consideraba, hombre,
plenamente mejicano, haría de su carrera literaria
una virtud y de su vida social un humano paradigma.
Vuelvo a recordar que la primera huella
narrativa que Fuentes dejó en mí fue la figura de
Guillermo, Guillermito, Mito, protagonista de su
“Zona Sagrada”, una infortunada figura donde, aún
cuando la existencia del protagonista, y desde su
infancia, se viera enriquecida por el mimo y el
detalle, no le sería nada fácil sobrellavar aquel
destino enriquecido y adverso. Como relator y
relatado, Mito, hijo de una triunfante estrella
mejicana, frente a cuyos éxitos y como personaje,
relata su adolescente y juvenil edad viviendo y
conviviendo con sus abuelos y, sobre todo, entre la
pléyade de artistas secundarias, hermosas y bellas,
que pululan en torno a la triunfadora Claudia Nervo.
A veces, este cortejo de mujeres flota en el
ambiente de Guillermito como una espuma tierna,
amante y amorosa; pero en otras ocasiones la misma
compañía nos envuelve de forma demoníaca y
tentadora, tras cuyo engañoso celofán no se afanan
otros demonios que los triunfos y ambiciones de
Claudia. Eso sí, el autor tiene la maestría de
envolvérnoslos con una prosa magistral que hace más
breves aún las apenas doscientas páginas de la
novela.
Su comienzo nos recuerda una delicada y suave
pintura, rural más que turística, donde “todo el
pueblo está reunido en la playa, viendo a los
muchachos jugar fútbol”. No obstante, en él, como
dice de la mujer que le acompaña, se adivina que
tiene “la mirada en otras cosas”. Y estas cosas no
son otras que la temática y meollo de la novela: el
estético y duro drama de Mito. Drama que, para
adentrase en él, y todo sintetizado, comenzará
hablándonos del clásico y prudente Ulises, de la
vencida Troya, de un lugar como Positano y cómo el
griego Poseidón trepa por las cornisas, hasta
convertirlo en “una silueta de ballena dormida”.
Por ello y por toda la excelencia de su obra
narrativa, intuyo que no, que aunque tras el
fallecimiento de Carlos Fuentes haya podido recordar
su novela “La muerte de Artemio Cruz”, pùes, ni uno
ni otra dejarán de existir en el recuerdo literario
porque este autor mexicano tiene y tendrá siempre su
Zona Sagrada.
LA CELESTINA Y LA SOCIEDAD DE
NUESTRO TIEMPO, por Nicolás
del Hierro
Fernando de Rojas
Demasiado sabemos que no es sencillo obtener una
harina puramente personalizada cuando el trigo a
molturar pertenece a cosechas comunes que llevan ya
más de quinientos años recolectadas y expuestas a
tolvas de luminosos resultados, y cuando el tiempo
aportó en ellas brillantes luces de molineros y
molineras literarias, ensayistas de enjundia.
Pero también sabemos (sé) que la harina de trigo
es siempre blanca y con resultados nobles; por ello
no me arredró el amasar esta cochura con un tema tan
noble y tan antiguo, tan atrayente como es LA
CELESTINA. Aunque demasiado sé que intentar exponer
algo novedoso sobre la Trotaconventos, El Lazarillo,
Don Quijote o La Celestina, todos ellos personajes
conocidos, cercanos a nuestra tierra y a la
literatura más nuestra, a la par que más
internacionalizada, es algo casi netamente
imposible. De cualquier modo uno sí puede recrearse
imaginativamente en aquellos parajes que
recorrieran, por ejemplo, Lázaro de Tormes mientras
cruzaba territorios de Escalona; la Trotaconventos
disponía sus artimañas en lugares de la Alcarria, o
Don Quijote perseguía aventuras por las amplias
llanuras manchegas y los montes que las circundan.
Quizá lo que resulte menos fácil es poder
ubicarle lugares concretos a la actuación de
Celestina, incluso al huerto y a la casa donde:
“Entrado Calisto en una huerta en pos de un falcón
suyo, falló ý a Melibea, de cuyo amor preso,
començóle de hablar; de la cual rigorosamente
despedido, fue para su casa muy angustiado”, tal
como se nos dice en el argumento con que nos abre su
primer acto.
Goya: Maja con Celestina
Picasso: La Celestina
Rivera: Vieja Usurera
Porque esta acción, bien sabemos que no tiene
ciudad concreta; pueden serlo cualquiera, llámense
Toledo, Salamanca, Burgos o Sevilla. “La Celestina”,
comedia o tragicomedia de Caslito y Melivea, puede
ubicarse en cualquiera con tiempo real de época. No
cuenta el lugar, como tampoco lo hace el curso de
los siglos. Todos y cualquier año está reflejándose
en la fugacidad de su presencia activa. Ocurre con
La Celestina como con toda la obra que soporta el
paso de los siglos. No en vano transportan en su
andar el apelativo de “clásicas”. Pueden ser leídas
o representadas con ubicación en todo tiempo y
escenario; supone traer al presente el pasado en que
fueron escritas, porque aquel pretérito se hace
presente desde entonces, como vivo se hace el lugar,
llámese éste como se llame.
Acaso sí podemos situar a Fernando de Rojas y su
tiempo de niño y adolescente paseando por La Puebla
de Montalbán (Toledo), impregnando sus juveniles
ojos y sensibilidad con el latido de un paisaje
castellano, que ampliaba el sentimiento español por
territorios más personalizados y de mayores
dominios, sumándose luego en Salamanca a la vigorosa
salud mental que las artes y las ciencias aportaban
desde el nacer y crecer que supondría el nuevo
Renacimiento. Podríamos también, aquí, pensarle en
la cercana Talavera, luciendo su vara de Alcalde o
ejerciendo leyes; pero esto sería posterior, cuando
ya La Celestina anduviera por el mundo en ediciones
y escenarios múltiples. Porque este paisaje de
infancia, esta presencia y ambiente social en que
nace y crece Fernando de Rojas, como su formación
universitaria serían el nutriente que semillara las
páginas de su inmortal obra, en la que no es nada
complejo descubrir su conocimiento en los ambientes
sociales de una burguesía que, reforzada por la
picaresca y ambición de ciertos truhanes y bribonas
(chulos y putas viejas, criados ambiciosos) resulta
el mantenimiento principal del temas, si bien todo
se crece ante el juego del amor imposible que lleva
al fatídico desenlace de sus dos principales
protagonistas.
Correlación escénica de causas y efectos que
vivifican su enredo, aun cuando bastante antes de su
conclusión ya el lector o espectador prevea el
trágico final, pues la tragedia se está adivinando
como celofán de la obra a través de la ambición, y
luego muerte, de sus primeros personajes. Aquí vamos
viendo cómo todos, o casi todos ellos mueren unos a
manos de otros; únicamente Melibea, en ese arrebato
o decepción que impone el trágico fin de Calisto,
decide acabar con su vida por propia voluntad; pero
esto será ya cuando casi cae el telón: “Padre mío
(… / …) Lastimado serás brevemente con la muerte de
tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi
descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu
pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de
soledad”. (Despedida de Melibea en la escena final
del Capítulo XX).
Vuelvo al metafórico párrafo inicial, aseverando
que poco o nada original podemos aportar en un breve
estudio sobre La Celestina cuando se viene
estudiando y leyendo, viendo en escenarios, desde
hace más de 500 años; sí reiterar en que, visto el
ejemplo en varios de sus personajes “su drama
representa la historia de la infidelidad humana”, y
repetir con Cervantes que “sería una obra divina, si
no abordara tanto lo humano”.
El tema no resulta extraño ni excepcional en
buena parte de nuestra literatura clásica; las
escenas de alcahuetas y criados, con sus enjuagues
amorosos, tienen ya su precedente principal en el
Libro de Buen Amor, continúan en varias novelas de
la picarescas castellana y se aborda en algún que
otro romance del Cancionero Tradicional; si bien es
cierto que estos que acabo de calificar llanamente
como “enjuagues”, y que no son otra cosa que
ambiciones personales o carnales deseos, imponen su
astucia sobre el puro amor de los dos jóvenes que
hacen posible tan inmortal obra.
Afortunadamente para él y para quienes después
le hemos leído, más aún para quienes le han
estudiado, libre de sotanas y, como adivinamos, sin
ciertos prejuicios de sables ni ideologías, aunque
viniera de familia de conversos, al conocer bien esa
clase media a que pertenecía y la metamorfosis
política y gobernante que operaba en la España de su
tiempo, Rojas plasma en el tema de La Celestina un
trágico estudio de la burguesía de entonces,
amparándolo en el desafortunado amor de Calisto y
Melibea.
Manuel Acedo Lavado: Calixto y Melibea
Esa tragedia con que se transforma y amplía el
encabezamiento de La Celestina en su segunda
aparición titular, la podemos ver patente ya desde
su mismo comienzo: cuando el halcón desaparece en el
huerto o jardín de Pleberio. Aquélla irá creciendo
con la desventura del desdichado amor de los
jóvenes, la muerte de sus propios personajes y de
casi todos los que a uno y otro le son cercanos, las
intrigas y maldades de ciertos criados, la
intencionalidad de la dueña (“¡Bulla moneda y dure
el pleito lo que dure!”), y, sobre todo, cuando más
nos parece crecerse es en el monólogo final, como
soledad y frustración del padre, quien a través de
su propio infortunio y desengaño, puede pensarse que
ésta refleja la desazón de la clase social a que
pertenece y en la que Rojas centra la sociedad del
drama. Por qué, si no, tras hacer el padre mención
del dolor familiar, recurrir a ejemplos de pasajes
bíblicos, literarios y mitológicos, consumado el
suicidio de Melibea, se pregunta algo tan
materialista como: “¿Para quién edifiqué torres?
¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté
árbores? ¿Para quién fabriqué navíos?”
Pienso que para llegar a la convicción
socialmente decepcionante de este monólogo final,
habría que detenerse un poco en la esencia de
algunos de los grandes párrafos de la obra, en la
fuerza que alguien ve en la ambición (“no hay lugar
tan alto que un asno cargado de oro no le suba”),
porque ahí es donde no se detienen la avaricia ni el
crimen; esto es lo que mancha el amor más puro.
“¿Para qué es la fortuna favorable y próspera, sino
para servir a la honra, que es el amor de los
humanos bienes?”, como diría Sempronio a Calisto,
pretendiendo con ello ampliar sus beneficios de su
bolsa. Y, principalmente, las logradas economías de
Celestina hilvanando argucias entre unos y otros.
Monumento a La Celestina
en el Huerto de Calisto y Melibea
Amparados en el amor de los jóvenes o valiéndose
del mismo en su deseo, todos los personajes se
utilizan buscando cada quien su beneficio personal.
A excepción de Melibea, todos tienen prisa por
hallar provecho. Visto así, se diría que el ser
humano, la sociedad, ha cambiado muy poco en los
últimos quinientos años; quizá tampoco lo hizo en
los miles, millones, que nos han precedido a lo
largo de la historia del hombre.
“¡Nuestro gozo en un pozo! ¡Nuestro bien todo es
perdido!”, como nos dirá Pleberio al principio de
ese monólogo al que pretendemos llegar como
interpretación
personal
de
la
tragedia.
Interpretación suya, y por qué no de cualquiera,
pues viene a demostrar, junto al dolor familiar que
origina la muerte de la hija, su suicidio, la propia
situación de padre, quien desde ese momento
considera inútil y perdida la lucha social de toda
su existencia, al saberse sin continuidad posible de
herederos directos.
Quiero terminar con otra redundancia social de
aquél y de nuestro tiempo, pues, vista la educación
que Pleberio y Alisa imprimen en Melibea, como
sucede hoy en algunas familias, resulta poco
ejemplar, al comprobar no conocerla en sus
inclinaciones ni desdicha. El encuentro con Calisto,
la llegada del amor y el peligroso juego del mismo,
tras la astuta y malévola intervención de Celestina
y todas las consecuencias de criados, servidumbre,
recaderos y amistades llevaron este desconocimiento
a límites tan extremos que, en su crudo resultado,
se regaría con la pasión del crimen y se cerraría
con la tragedia del suicidio lo que naciera por
amor.
No en vano, para Pleberio, el mundo terminaría
siendo “una morada de fieras”, un “prado lleno de
serpientes”, y lo que resulta peor, acabar
convencido de que: “Iniqua es la ley, que a todos
igual no es”. Algo que viene a demostrarnos, que la
sociedad ha cambiado muy poco a lo largo de la
historia.
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