03 Realismo y Naturalismo

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IES A Pobra do Caramiñal
Lingua Castelá e Literatura II
REALISMO Y NATURALISMO
En el siglo XIX, como consecuencia del crecimiento de las clases
medias urbanas y de la extensión de la enseñanza, aparece un público
más numeroso. Predomina ahora un lector burgués que busca
reconocerse en los personajes y asuntos de ficción, por lo que las
preocupaciones y los ambientes de estas clases medias pasan a ser un
tema literario central.
El Realismo surge por el rechazo de los principios idealistas de la
estética romántica. Se origina en Francia en la primera mitad del siglo
XIX y se inició con escritores como Balzac y Stendhal,
desarrollándose con Flaubert. En España surgió hacia 1870, tras “La
Gloriosa”. A diferencia de los románticos, interesados por la
interioridad, los escritores realistas se centraron en la descripción
meticulosa de lo exterior. Así, en el Realismo distinguimos los
siguientes rasgos:
• — Interés por la realidad. Paralelamente a lo que ocurre en
la ciencia, los autores recurren a la observación como
procedimiento creativo. La novela, género predilecto del
Realismo, se convierte en importante documento social.
• — Contextualización contemporánea. El interés por la
realidad inmediata se traduce en una localización espaciotemporal próxima al momento en el que se escriben las
obras.
• — Tendencia a la objetividad y al verismo. Se pretende
presentar ambientes, comportamientos y diálogos reales o
creíbles. En correspondencia con este interés, abundan las
descripciones y se procura que cada personaje se exprese
conforme a su educación y su forma de ser. El estilo
abandona el retoricismo romántico y presenta una expresión
más sencilla que busca la fidelidad a la realidad retratada.
• — Intención crítica. La pretensión de objetividad no impide
que la voz del autor y su intención crítica tengan un peso
considerable en el relato.
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El importante desarrollo científico, sobre todo de la Biología y de las
Ciencias Naturales, hace surgir en las dos últimas décadas del siglo
una corriente literaria derivada del Realismo, el Naturalismo, que no
supone un movimiento distinto o contrapuesto. De hecho, fueron
los propios escritores realistas los que incorporaron a su literatura
novedades de este movimiento iniciado por Èmile Zola en Francia.
Este último estableció las bases de su nueva estética conforme a
ciertas corrientes de pensamiento que afirmaban que el ser humano
no es libre, sino que está determinado por las leyes de la herencia
biológica y por el influjo del medio.
Partiendo de estas premisas, el Naturalismo se caracteriza por los
siguientes rasgos:
• — Lleva a la literatura preceptos científicos; la obra se
convierte en un método de estudio del comportamiento
humano, tal como se ha visto, determinado por lo biológico
y lo circunstancial.
• — Siente interés por lo feo y lo sórdido. De esta forma, la
enfermedad o la marginación suscitan gran interés en el
Naturalismo, que estudia su incidencia en el individuo. Este
punto de vista se refleja directamente en sus formas de
expresión: aumento el léxico científico (especialmente
médico) y recurre frecuentemente a pormenorizadas
descripciones y fragmentos expositivos.
En España, los escritores rechazaron el determinismo biológico y
reivindicaron el libre albedrío y el humor; sin embargo,
incorporaron temas y técnicas naturalistas: las descripciones
minuciosas y documentadas; una menor intervención del narrador y
mayor presencia de las palabras y pensamientos de los personajes; y
la influencia del medio (físico y social), de lo fisiológico, de la
educación y la familia en la conducta de los personajes.
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1.- LA NOVELA REALISTA
El desarrollo del Realismo supuso el triunfo de la novela. En ella,
todos los elementos narrativos componen un mundo verosímil.
Algunos de sus características son las siguientes:
• — Los temas reproducen los conflictos d ella sociedad de la
época: las tensiones políticas y religiosas, la hipocresía social,
las relaciones humanas, el mundo del trabajo o la importancia
del dinero.
• — Los personajes ya no son héroes, sino individuos extraídos
de la realidad cotidiana, que se eligen para ser observados. A
medida que avanza el Realismo, los personajes ganan en
profundidad y se percibe un mayor interés en el análisis y
explicación de sus comportamientos. La novela realista
otorga importancia a la figura femenina y a lo colectivo: el
ambiente puede adquirir en ocasiones la dimensión de un
personaje.
• — Es frecuente el narrador omnisciente, que relata desde una
perspectiva externa y superior a la historia, aunque a veces se
introduce una perspectiva interna para expresar el mundo
interior de los personajes. El narrador interviene de forma
constante: comenta, enjuicia hechos, juzga a seres con
intención satírica, irónica, educativa o moralizadora. Junto
con la narración tradicional y el estilo indirecto, destacan el
diálogo (fundamental en la caracterización de personajes), el
estilo indirecto libre y el monólogo interior (para expresar la
subjetividad).
• — El argumento presenta, en general, sucesos que se
conciben como un fragmento de una realidad más amplia.
Por eso, es frecuente el comienzo in medias res (el relato se
inicia cuando la historia ya ha empezado).
• — El espacio se corresponde a menudo con lugares
verdaderos y concretos y el tratamiento del tiempo suele ser
lineal, a semejanza del tiempo de la realidad. Sin embargo, se
recurre a veces a la analepsis o retroceso para explicar el
presente en el que se sitúa la novela.
• — El estilo se caracteriza por la precisión de las descripciones
y la agilidad de los diálogos.
• El lenguaje tiende a la sencillez y, para dar verosimilitud a
los personajes se introducen a menudo regionalismos o
coloquialismos.
En la evolución del Realismo español se suelen diferenciar tres fases:
• — El Prerrealismo se inicia con la publicación en 1849 de La
Gaviota, de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de
Faber). Durante esta fase se escribe una novela idealizadora
de tintes costumbristas y las obras tienen, con frecuencia una
intención moralizante. El principal representante de esta
corriente es Pedro Antonio de Alarcón, autor de El sombrero
de tres picos, una de las mejores novelas cortas del siglo.
• — Suele decirse que el Realismo se inicia con la publicación
en 1870 de La Fontana de Oro, de Benito Pérez Galdós. En
esta etapa, el narrador adopta una actitud más objetiva hacia
sus personajes y el retrato sicológico se convierte en motivo
central. Junto a Galdós y a Clarín, los autores más
destacados son Pereda y Valera.
• — El Naturalismo, derivación del Realismo, aparece en
España hacia 1880 con la publicación de La desheredada, de
Galdós. Los principales autores que recibieron esta influencia
fueron Clarín, Emilia Pardo Bazán y Blasco Ibáñez.
Benito Pérez Galdós (1843-1920) es, sin duda, el mejor novelistas
español del siglo XIX y uno de los grandes novelistas europeos de la
época al lado de Dickens, Balzac o Dostoyveski. La España que tenía
ante sus ojos no le gustaba y comienza a indagar para encontrar la
raíz de los problemas que aquejaban al país. De esta indagación nace
su obra narrativa. Intenta cumplir con la pluma una misión
reformadora, ya que piensa que conocer los problemas y
planteárselos a los demás puede ser un comienzo de la solución de
los mismos.
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Los Episodios nacionales ocupan un importante lugar dentro de la obra
galdosiana y son, fundamentalmente, la historia novelada de una
buena parte del siglo XIX. Relatan los más significativos hechos
históricos del periodo comprendido entre 1805 (batalla de Trafalgar)
y 1875 (Restauración de la Monarquía borbónica). Se trata de 46
relatos distribuidos en 5 series, cada una de 10 episodios (menos la
última, que sólo tiene 6). Los Episodios intentan darnos una imagen
realista de un periodo histórico muy cercano. Galdós mezcla con
gran habilidad acontecimientos públicos y privados con la pretensión
de recrear una historia viva, cotidiana, próxima al sentir y al vivir de
sus contemporáneos. En cuanto a la técnica narrativa, Galdós utiliza
personalmente personajes de ficción que narran en primera persona
y sirven de hilo conductor de los acontecimientos.
Cuando Galdós escribe las “Novelas españolas contemporáneas” de
la segunda época, se encuentra en plena madurez personal y literaria.
De ahí que este grupo de novelas constituyan lo más representativo e
interesante de su producción. En plena obsesión de la técnica
realista, Galdós profundiza en la observación de la realidad española
de la segunda mitad del siglo XIX y va a ofrecernos un cuadro
completo de la misma. Adopta, como autor, la postura de mero
observador y nos presenta los hechos como él los ve, sin tomar ya
partido a favor de una ideología determinada. Su genio creador se
pone sobre todo de manifiesto en la creación de ambientes y en la
caracterización de los personajes. Madrid, centro y síntesis del vivir
español, será el escenario elegido, y dentro del ámbito de la ciudad
tendrán cabida todos los estamentos sociales: la aristocracia, la
burguesía, la clase media de los burócratas, los pequeños
comerciantes, los clérigos, los jornaleros, los mendigos, los golfos,
etc.
Todo esto se pone de manifiesto de manera excepcional en Fortunata
y Jacinta -tal vez la mejor novela de Galdós- que podría ser
considerada como una crónica del Madrid de la época. Se desarrolla,
de un lado, en torno a dos familias de ricos comerciantes: los Arnáiz
y los Santa Cruz, cuyos hijos de unen en matrimonio. Estos
representan la alta clase media, confortablemente instalada y avalada
por las leyes morales y sociales vigentes en la época. De otro lado,
frente a ellos, el pueblo madrileño, vital, espontáneo, muchas veces al
margen de toda ley, al que pertenecen Fortunata, sus amigos y
parientes. El punto de unión de los dos mundos será Juanito Santa
Cruz, joven burgués, mimado e irresponsable. A ambos lados estarán
las dos mujeres que dan título a la obra: Jacinta, la esposa, como
representante de las virtudes burguesas, y Fortunata, la amante,
representante de la fuerza instintiva del pueblo.
La historia se desarrolla entre diciembre de 1869 y 1876, cuando
muere Fortunata. En la narración se integran todos los
acontecimientos políticos de estos años: el optimismo y, a la vez, los
conflictos que provoca “la Gloriosa”, la abdicación del rey Amadeo
de Saboya, la guerra carlista, la I República, los pronunciamientos
militares y la Restauración borbónica.
En Fortunata y Jacinta se han enfrentado dos mundos: el de las
pasiones humanas instintivas y el regulado por las leyes sociales. Al
final de la novela asistimos al fracaso de lo espontáneo:
Fortunata no tiene más remedio que aceptar las leyes sociales
(aceptación simbolizada por la voluntaria entrega de su hijo ilegítimo
al matrimonio Santa Cruz). A partir de aquí, Galdós descubre la
necesidad de someterse a una ley superior de orden espiritual. Con
ello, el novelista se inserta dentro de una corriente europea
contemporánea de neocristianismo, cuyo máximo representante en el
mundo de la literatura es el ruso León Tolstoi.
Leopoldo Alas, “Clarín” (1852-1901) es uno de los escritores más
apreciados por la crítica y el público contemporáneo. Su producción
se centra en tres aspectos:
• — La labor narrativa. Entre sus novelas, La Regenta (1884) está
considerada hoy como una de las mejores de la producción
realista del siglo XIX. Este hecho ha originado que no se
valore en toda su importancia otra de sus novelas, Su único
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hijo (1890), donde el autor introduce algunos de los
elementos propios de la técnica narrativa contemporánea.
• — El cuento. “Clarín” es uno de los más interesantes
escritores de cuentos del siglo XIX, momento en el que el
cultivo de este género alcanza su máximo esplendor. Entre
sus colecciones de cuentos destacan El señor y lo demás son
cuentos (1892) y Cuentos morales (1896). A caballo entre la
novela y el cuento se encuentran sus novelas cortas: Pipá
(1886) y Doña Berta (1892).
• — “Clarín” crítico literario. Su obra crítica se encuentra
recogida en dos colecciones, Solos de “Clarín” (1881) y Paliques
(1893), donde podemos encontrar los juicios más incisivos
sobre la producción literaria de su época, aunque con un alto
grado de subjetividad.
La Regenta (1884) está ambientada en Vetusta, que ha sido
identificada con Oviedo, y su contenido es una auténtica crónica
social de esta capital de provincia, que resume, en cierto modo, la
realidad nacional de finales del siglo XIX. En la obra el clero es la
clase social dominante y en torno a ella gira toda la acción. Además,
es de señalar la presencia de la nobleza, en cuyas manos está el poder
político de la nación. Quizá porque Oviedo era ya una ciudad más
industrial que campesina, “Clarín” ignora el problema obrero de la
época: el hambre, la miseria y las consecuencias de la
desamortización. La clase baja apenas aparece en la obra; otro tanto
sucede con la clase media. La obra, por otra parte, refleja todo el
costumbrismo de la época: casinos, reuniones, excursiones, etc., y las
características políticas y sociológicas del país en ese momento: las
luchas de partidos, la hipocresía, etc.
La acción de la obra se desarrolla en torno a dos temas: el amor y la
religión. Sin embargo, estos dos hilos temáticos están controlados
por la falta de libertad de los protagonistas. Este es el papel que el
autor encomienda a Vetusta.
El nudo de la trama gira en torno a la lucha interna de Ana ante los
dos amantes, que la llevará a enfrentarse a momentos de exaltación
religiosa y a otros de máxima sensualidad. “Clarín” nos presenta la
duda de esta mujer analizando todos sus cambios sicológicos con
una técnica maestra. Efectivamente, muchos de los elementos que
caracterizarán a la novela de nuestros días están ya presentes en La
Regenta y entre todos ellos el monólogo interior es uno de los más
representativos (de él se vale el autor para que Ana analice su propia
situación; con este procedimiento el personaje cobra una nueva
dimensión porque, aparentemente, no está dirigido por el autor, sino
que parece que tiene vida propia).
El elemento folletinesco de la novela reside en la parte del triángulo:
marido, mujer, amante, porque el amante mata al marido en un duelo
y el amor entre los adúlteros se deshace. Sin embargo, queda el
segundo plano del triángulo, representado por el Magistral, y aquí es
donde el autor dirige el desenlace a un final digno de la novela
contemporánea. Es la lucha del Magistral con su propia existencia y
con la existencia de Vetusta y del mundo religioso entero. A la
Regenta se le niega hasta el consuelo de la religión y de este modo
termina la novela, con el acabamiento total de la Regenta.
La estructura de la obra es envolvente: el principio y el final
coinciden en la intención del mensaje. Comenzó con la descripción
de la miseria física y espiritual de Vetusta y termina con la
destrucción total de su protagonista.
Emilia Pardo Bazán (1851-1921) fue la principal defensora en
España del Naturalismo. En el caso de esta autora, este movimiento
se encuentra enmarcado en el catolicismo. Así, el determinismo
naturalista de Zola es solo aparente y está subordinado a la capacidad
del hombre para sobreponerse a él por medio de la fe, que lo eleva
sobre el resto de las criaturas. Entre sus novelas destacan Los pazos de
Ulloa y La madre Naturaleza, desarrolladas en ambientes rurales de
Galicia que conforman mundos cerrados y dominados por las
pasiones.
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) es el último representante del
Naturalismo en España. Publicó novelas ambientadas en tierras
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valencianas, como La barraca, Entre naranjos o Cañas y barro, en las que
los personajes luchan por su existencia, sumidos en la miseria, el
odio, la venganza y la fatalidad.
En los años 90 se percibe un cierto cambio en la concepción de la
novela: se acentúa el interés por la sicología de los personajes y se
atiende también a nuevos aspectos como la imaginación, los
sentimientos o la espiritualidad. Nace así lo que se conoce como
novela espiritualista, representada por Misericordia, de Galdós o Su
único hijo, de Clarín.
El teatro de esta época no tuvo especial relevancia. Por un lado,
triunfa la alta comedia, destinada a un público burgués,
caracterizada por una intención moralizante. En esta línea se
encuentra la obra de Manuel Tamayo y Baus, por ejemplo.
Asimismo, se desarrolla el género chico, de gran aceptación entre
las clases populares. Está constituido por breves obras de carácter
cómico. Entre los dramaturgos que se inscriben en el marco del
teatro neorromántico se encuentra el Premio Nobel José de
Echegaray. Por último, cabe señalar, ya en la frontera del siglo XX,
el teatro de carácter social de Joaquín Dicenta.
2.- LA POESÍA Y EL TEATRO
Además de la poesía posrromántica, la segunda mitad de siglo
desarrolla otras tendencias ya dentro de la estética realista, como la
obra de Ramón de Campoamor o la de Gaspar Núñez de Arce.
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TEXTOS
I.- Fortunata y Jacinta, Benito Pérez Galdós.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que
era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas
con ella.
-¿Vive aquí – le preguntó- el señor de Estupiñá?
-¿Don Plácido?...en lo más último de arriba- contestó la joven, dando
algunos pasos hacia fuera.
Y Juanito pensó: “Tú sales para que te vea el pie. Buena
botas”...Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón
una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La
confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo
menos de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo-. Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el
huevo roto y se atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no
hallando mejor modo de trabar conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo
que en el cascarón quedaba. Por entre los dedos de la chica se escurrían
aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de
aceptar la oferta, pero no: le repugnaban los huevos crudos.
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a
estrellarse contra la pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los
dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo por dónde pegaría la
hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:
-¡Fortunaaá!
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Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con
chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano.
El yia principalmente sonó como la vibración agudísima de una hoja de
acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de
tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por la escaleras abajo, que
parecía rodar por ellas.
[…]
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban
dando palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de
soldado, horribles caras. Jacinta se aprestaba contra la pared para dejar
el paso franco. Encontraban mujeres con pañuelos a la cabeza y
mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue
del mismo mantón. Parecían moras: no se les veía más que un ojo y
parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran
flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente
chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando
toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha
nacido en Madrid de una mixtura entre el dejo andaluz, puesto en
moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los
que quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun
Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse
pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos
no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de salvajes,
compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más
chica, y otros dos chavales, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían
todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos
con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte. Uno
se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes, cejas y
patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en heces
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de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza humana, y
con aquel maldite tizne extendido y resobado por la cara y las manos
semejaban micos, diablillos o engendros infernales.
[…]
Desde que Jacinta apareció al extremo del corredor, Fortunata no quitó
de ella sus ojos, examinándole con atención ansiosa el rostro y el andar,
los modales y el vestido. Confundida con otras compañeras en un
grupo que estaba a la puerta del comedor, la siguió con sus miradas, y
se uso en acecho junto a la escalera para verla de cerca cuando bajase, y
se le quedó, por fin, aquella simpática imagen vivamente estampada en
la memoria.
La impresión moral que recibió la samaritana era tan compleja, que ella
misma no se daba cuenta de lo que sentía. Indudablemente su natural
rudo y apasionado la llevó en el primer momento a la envidia.
Aquella mujer le había quitado lo suyo, lo que, a su parecer, le
pertenecía de derecho. Pero a este sentimiento mezclábase con extraña
amargura otro muy distinto y más acentuado. Era un deseo ardentísimo
de parecerse a Jacinta, de ser como ella, de tener su aire, su aquel de
dulzura y señorío.
Porque de cuantas damas vio aquel día, ninguna le pareció a Fortunata
tan señora como la de Santa Cruz, ninguna tenía tan impresa en el
rostro y en los ademanes la decencia. De modo que si le propusieran a
la prójima, en aquel momento transmigrar al cuerpo de otra persona,
sin vacilar y a ojos cerrados habría dicho que quería ser Jacinta.
II.- La Regenta, Leopoldo Alas “Clarín”.
El Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus
miradas por la ciudad, escudriñando sus rincones, levantando con la
imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección
minuciosa; como el naturalista estudia con poderoso microscopio las
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pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba
la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio
teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de
Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma
y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los
rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad
era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que solo quiere
estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos;
no aplicaba el escalpelo, sino el trinchante […].
Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban,
pero que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino
imperio habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena
lid. ¿Para qué eran los necios? También al Magistral se le subía la altura
a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus
viviendas bajas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos
ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra,
labor de topo...¿Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios
viejos y arruinados de la Encimada que él tenía bajo sus pies? ¿Qué
habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar.
§
Pero, ¿el amor?, ¿era aquello amor? No, eso estaba en un porvenir
lejano todavía. Debía ser demasiado grane, demasiado hermoso para
estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre las
necesidades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría
nunca; pero prefería perderlo a profanarlo. Toda su resignación
aparente era por dentro un pesimismo invencible: se había convencido
de que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior
de la estupidez general; ella tenía razón contra todos, pero estaba
debajo, era la vencida. Además su miseria, su abandono, la
preocupaban más que todo: su pensamiento principal era librar a sus
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tías de aquella carga, de aquella obra de caridad que cada día
pregonaban más solemnemente las viejas.
Quería emanciparse; pero, ¿cómo? Ella no podía ganarse la vida
trabajando; antes la hubieran asesinado las Ozores; no había manera
decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento.
§
La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor
nervioso que en las grandes crisis le acudía...y se atrevió a dar un paso
hacia el confesionario.
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una
figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos
ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del
altar...
El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la
Regenta, que, horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana
quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera,
abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el
enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía
hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo; volvió a extender los
brazos hacia Ana...dio otro paso adelante...y después, clavándose las
uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y
con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el
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trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no
tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento del
mármol blanco y negro; cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se
iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y
sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo
sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó
el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en
la oscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor
que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil,
como un suspiro.
Abrió, entró y reconoció a la Regenta, desmayada.
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión
de su lascivia; y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba,
inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba
náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de
un sapo.
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