Rugby - EspaPdf

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Una noche de sábado, en un club de
rugby de las afueras de Buenos
Aires, se produce un crimen. ¿Cómo
pudo ocurrir algo así en el ambiente
aparentemente impoluto de la familia
del rugby? Desde las entrañas de
ese mundo, el Mocho, hijo de
peruanos adinerados, narra en
primera persona la sucesión de
acontecimientos fatales que tiene
lugar en un tercer tiempo, donde el
alcohol ayuda a desnudar las
miserias y las virtudes de un grupo
de muchachos, ex alumnos de un
prestigioso colegio inglés. Dos
historias se entretejen en la
narración de Rugby: la de la
reconstrucción
minuciosa,
casi
periodística de la noche trágica, y la
de los recuerdos del narrador: su
familia, la muerte de su madre, su
educación católica, sus estudios de
abogacía, su vida sexual, su
ambivalente relación con los negros,
su dudoso origen, sus culpas.
Novela de iniciación, relato de
suspenso e intriga, crítica de una
sociedad atravesada por prejuicios
raciales, Rugby es un potente punto
de partida que permite sondear las
zonas oscuras de una clase social
acomodada y los estigmas del
mundo del rugby
Manuel Soriano
Rugby
ePub r1.0
17ramsor 17.11.14
Título original: Rugby
Manuel Soriano, 2010
Diseño de cubierta: 17ramsor
Editor digital: 17ramsor
ePub base r1.2
A la Pato
I
BUENOS AIRES es un circo. Un
desfile de pintorescas inequidades. Los
viejos dicen que antes no era así, que
éramos el granero del mundo, la séptima
potencia y sas cosas, pero no sé si
creerles demasiado. Ya sabemos cómo
son los viejos con los tiempos pasados.
Déjenme darles un paseo. Soy el
Mocho, tengo veintidós años y juego al
rugby. Seré su guía durante este viaje. El
estudio jurídico donde trabajaba queda
sobre la calle Florida. Ya voy a hablar
de ese estudio. Todos los días recorría
la peatonal de punta a punta, de Plaza de
Mayo a Plaza San Martín. La conozco
bien. ¡Welcome to the tour, ladies and
gents! ¡Bienvenidos! En estas pocas
cuadras anidan más de cien personas
pidiendo limosna de algún tipo. Salimos
de la estación de subte Catedral. A su
izquierda, un grupo de malabaristas. No
le presten atención: a uno lo conozco del
colegio, vive con sus papás en un dúplex
en Belgrano. Mejor sigamos. A su
derecha un viejito ciego, con bastón y
anteojos negros a lo Ray Charles.
Sacude la lata de monedas para llamar
la atención. Un clásico. Conviene
sumarse a la marea de caminantes y
dejarse
llevar.
Andamos
entre
banqueros,
empleados,
abogados,
secretarias, rugbiers, prestamistas,
cadetes y empresarios. No dejen que las
mujeres los distraigan. Ya sé que no es
fácil, pero intentemos mantener la
compostura. Estas minas están buenas en
serio y con el calorcito parecen renacer.
Nos muestran sus ombligos y sus
piernas. Miren lo que tengo, nos dicen.
Son una promesa de verano.
Volvamos a lo nuestro. Estén atentos
a la gente que pide. La marea impone
una marcha acelerada y no deja tiempo
para admirar los edificios. El peatón fija
la vista al frente, tratando de evitar
colisiones, y esto puede ser un
problema. Si uno camina por el medio
de la calle, lo más probable es que no le
lleguen los pedidos de auxilio. Los
mendigos se instalan sobre las
márgenes. Siempre lo hacen. Se manejan
a ras del piso. Miren a esa mujer de
rodillas en el suelo. Hay que estar
atentos. A su izquierda, ladies and gents,
no se lo pierdan: una auténtica familia
de coyas vendiendo artesanías. Vamos a
detenernos cinco minutos para que
puedan sacar unas fotos. No son
bolivianos. Son indios autóctonos del
norte argentino. Miren qué ropa tan
colorida. Sí, claro, pueden tomar al niño
en brazos para la foto. Sonrían.
Apriétense un poquito más. Digan
whisky. Quedó preciosa. Tiene ese toque
folclórico,
esa
cosita
National
Geographic que sólo el Tercer Mundo
puede dar. Sigamos el paseo. A su
izquierda, una mujer dándole la teta a su
bebé. Ni siquiera pide en voz alta. Lo da
por entendido. Díganme si no es una
postal dickensiana. Pueden notar que ya
está nuevamente embarazada. El viejo
Charles se hubiera hecho un picnic con
este tipo de musas.
Hay otro hermanito que anda
pidiendo. Algunos creen que es mejor no
darles plata a los niños. Se habla de
redes de niños que responden a un
adulto, que obliga a sus víctimas a pedir
para poder comprar vino, en lugar de ir
a trabajar y mandar a los hijos a la
escuela. Si no le das plata al niño, no
estás avalando el sistema, y de paso te
ahorrás unas monedas. Yo no sé si es tan
así, pero prefiero comprarles un alfajor.
Darles un alfajor, sonreírles y
revolverles el pelo cariñosamente. Eso
es. Así manda el manual del buen
compasivo.
Cruzamos Perón y casi llegamos a
Sarmiento. Detengámonos unos minutos
para escuchar a los músicos. Ya sé. Un
músico callejero no es un mendigo, pero
éstos hacen algo interesante. Vale la
pena prestar atención. Escuchen las
canciones: Silvio Rodríguez, León
Gieco, Zitarrosa, Serrat, Mercedes
Sosa, Pablo Milanés. Se dan cuenta,
¿no? Esto no es música, es una
extorsión.
Apelan
al
socialista
escondido detrás de la corbata. Miren a
ese tipo cincuentón, de traje italiano y
gemelos de oro, que canta el estribillo
de «Playa Girón» con lágrimas en los
ojos. El tipo se está acordando de
cuando tenía veinte años y creía en todo
eso de «un mundo mejor», se acuerda de
cómo era antes, más flaco y pintón, de
las minas que se levantaba en los bailes,
de la barra de pibes del club. El tipo
regresa al presente y le deja unas
monedas a la banda. Vuelve a su oficina
y a la foto de su mujer en la billetera. Su
hora de almuerzo ya está por terminar.
Llegamos a Corrientes. Eso que está
ahí, tirando de un carrito, es un
cartonero. Esta especie rescata de la
basura las cosas que se pueden vender.
Son negros buenos. Ejemplares. Les
enseñan el oficio a sus hijos. Les están
mostrando el futuro. Antes trabajaban
con carros tirados por caballos, pero
esto removió la sensibilidad de la
Sociedad Protectora de Animales. Es un
esfuerzo inhumano para un caballo,
arguyeron. Ahora la gente tiene que tirar
de sus propios carros. Está bueno no ser
pobre.
Llegamos a Florida y Lavalle.
Vamos a parar a un puestito para
comprar remeras del Che Guevara.
Veinte pesos cada una. Es cierto, el Che
ha salido muy buenmozo en esa foto. Su
sonrisa de habano es algo irresistible.
Además, la remera tiene una cita
estampada en la espalda: «Sean capaces
siempre de sentir, en lo más hondo,
cualquier injusticia realizada contra
cualquiera en cualquier parte del mundo.
Ésa es la cualidad más linda de un
revolucionario».
En esta cuadra, además, se puede
conseguir sexo barato. Dominicanas,
paraguayas, misioneras, bolivianas,
chaqueñas,
haitianas,
formoseñas.
Parecen traídas en containers. Media
hora por diez pesos. Completito. Por
apenas diez dólares pueden comprar la
remera del Che y media hora de sexo
americano. Una verdadera bicoca. ¿No
están de humor para sexo barato? ¿No
están in the mood? Bueno, sigamos
camino hasta Tucumán.
Ese muchachito que parece agonizar
contra la pared es un auténtico adicto al
paco. Lata, mono, kete, bazuko, esta
sustancia tiene muchos apodos. El paco
es la basura de la droga, aunque tenga el
nombre de un amigo juguetón y
compinche. La gracia del paco es que es
muy barato. Estos negros son los peores.
Un negro desesperado es un negro
peligroso. Pero acerquémonos un poco.
Sin miedo. Son inofensivos en este
estado. Las marcas que tiene en el
antebrazo nos dicen que ha conocido el
reformatorio. A las prisiones para
jóvenes les decimos reformatorios. Así
suena más lindo, más reversible y
optimista. Es difícil saber su edad.
Puede tener trece o veinte. Un año de
paco son como siete años humanos.
Suman como los perros. Tiene la boca
cuarteada y seca. La piel pegada a los
huesos. Los ojos en blanco, como si ya
no sirvieran para ver. El paco te mata en
menos de dos años. Los puede matar a
todos si no se hace algo. Muchos
abrigan esa malthusiana esperanza.
Discúlpenme si les he cortado el
apetito. Les voy a mostrar a un
triunfador para que vean la otra cara de
la moneda. Suele hacerse lustrar los
mocasines a esta hora. Ahí está,
escondido detrás del diario de finanzas.
Señores: con ustedes el joven Tommy
Alderete Olmos. Es un amigo de mi
hermano, eran compañeros de rugby,
pueden preguntarle lo que quieran.
¿Nadie se anima? Bueno, arranco yo.
Contanos, Tommy, ¿qué porcentaje de la
gente dirías que es pelotuda?
—¿Qué hacés, Mocho querido?
¿Cómo anda tu hermano? ¿Sigue en
Estados Unidos? Mirá, el porcentaje de
pelotudos es elevadísimo. Pero el tema
no es ése, tengo amigos súper exitosos
que tienen el coeficiente intelectual de
un espárrago. El que fracasa lo hace por
cobarde más que por pelotudo. Los
perdedores no se animan a plantearse
objetivos y jugarse la vida para
conseguirlos. Punto. Todos tenemos un
plan económico. El tema es que sólo
algunos nos animamos a hacer algo al
respecto. Nada más. Tomá por ejemplo a
esos flacos de la otra cuadra, a esa
manga de hippies, tirados en la calle con
una guitarra y bolsas de artesanías. Si
les preguntás su opinión sobre el dinero,
te van a decir que la guita aprisiona, que
la gente como yo es esclava del billete,
mientras que ellos viven como quieren.
Te van a decir que son re libres. Pero
decime una cosa: de todas las calles que
uno puede elegir en Buenos Aires para
tocar la guitarra descalzo, ¿por qué
eligen Florida, la calle más transitada y
turística de la ciudad? ¿Por qué deciden
pasar doce horas por día, muriéndose de
calor sobre el asfalto de Florida, y no
van a una plaza en Wilde o Lugano? Les
voy a decir la razón: es una forma de
maximizar sus ganancias. Se hace más
plata en el Microcentro que en Lugano.
Punto. Ojo que tampoco soy un
desalmado. Toti me lustra los zapatos
desde que yo era operador junior en la
Bolsa de Valores. Diez años charlando
todos los miércoles. Cuando le ofrecí
ayudarlo con unos mangos se negó, pero
me pidió que fuera el padrino de su
nieto. Me quedé duro, pero después
entendí. No conozco a Toti fuera de
nuestra relación lustrador-lustrado, pero
acepté. Está haciendo la mejor jugada
que puede hacer. A Toti no le queda
mucho tiempo, pero se va a ir sabiendo
que su nieto conoce a alguien que
siempre le va a poder tirar una soga.
¿Cómo me voy a negar si yo hago lo
mismo? El noventa por ciento de mi
éxito viene de saber cómo relacionarme.
Me saco la galera por Toti. Si se hubiera
avivado antes, quizá yo le estaría
lustrando los zapatos a él.
—¿Seguís jugando al rugby, Tommy?
—No, Mocho, el rugby ya fue. A mí
nunca me gustó mucho esa cosa del
sacrificio y el equipo. Cuando sos
pendejo está bien, sirve para
contactarse. Ése fue el primer consejo
que le di a Toti: mandá a tu nieto a la
escuela pública, pero anotalo en un club
de rugby. Cuanto más cheto sea el club,
mejor. Conviene más invertir en
contactos que en educación. Punto. Los
negros tienen el fútbol, pero el rugby es
la única esperanza de movilidad social
que tienen los hijos de los porteros. A
mi edad, lo único que sirve para
relacionarse es el golf.
—Tommy, ¿qué significa esa
pulserita roja y blanca con las siglas
C.A.H.?
—Club Atlético Huracán. Es una
pequeña debilidad que tengo.
—Un yuppie quemero. ¿Dónde se ha
visto semejante cosa? Es casi un
oxímoron.
—¿Un qué?
—Una contradicción. Me imagino
que no fuiste criado en Parque Patricios.
—Aunque no lo creas, mi abuelo
paterno, don Ángel Alderete, vivió toda
su vida de zapatero en Parque Patricios.
Pero no es por eso que soy hincha de
Huracán.
Es
simplemente
una
excentricidad. Todos los aspirantes a
millonarios tenemos una. Algunos
adoptan mogólicos o nigerianos, o
nigerianos mogólicos; yo elijo hinchar
por Huracán. Punto. Se sufre mucho, no
lo dudo, pero a la larga es menos
engorroso. ¿Alguna otra consulta? ¿No?
Bueno, mejor así. Me tengo que ir,
Mocho, querido. Arreglamos uno de
estos días para almorzar. Mandale
saludos a tu hermano, haceme el favor.
¿No les pareció encantador? Ése fue
Tommy Alderete Olmos: el as de la
calle Florida. Sigamos viaje. Estamos
por llegar a la Plaza San Martín y a uno
de los hitos de esta calle. ¿Ven esa
marca de tiza en el suelo a la entrada del
restaurante? ¿Ven esas velas prendidas,
esas virgencitas y ofrendas? Ahí murió
un mendigo hace algunos meses. Días y
noches pasaba tirado ahí. Ésa era su
casa. Ahí dormía, meaba, comía y
cagaba. Todo lo hacía en silencio. La
gente caminaba por encima de sus
piernas estiradas sin que él se
molestara. Pasaron exactamente tres días
entre su fallecimiento y el momento en
que alguien se dio cuenta de ello.
Durante tres días los peatones pasaron
sobre su muerte sin siquiera notarla. Su
cuerpo era apenas un escalón más para
acceder al restaurante internacional. ¿Se
dan cuenta? La metáfora es tan explícita
que me da vergüenza decirla.
Al tercer día, el olor y las moscas
terminaron por delatarlo. Mi kinesióloga
trabaja en el edificio de al lado. El
rugby me ha dejado las cervicales a la
miseria. Se llama Natalia y es una buena
mujer. Quiere a su esposo y a sus hijos,
paga sus impuestos, escribe pésimos
poemas de amor y a veces llora con las
telenovelas venezolanas. No me di
cuenta de que estaba muerto, me dijo
cuando le pregunté. Nadie se había dado
cuenta. Nadie lo había visto morir. Para
él, la muerte no había sido un gran
cambio. Había sido imperceptible, como
la de una tortuga. La pobre Natalia se
siente culpable ahora.
Ya sé. Buenos Aires es una gran
ciudad: hay ricos y pobres. Chocolate
por la puta noticia. Pero algo anda mal
cuando una buena mujer camina por
encima de un muerto sin darse cuenta.
Algo anda decididamente mal.
¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué
este paseo? Tiene algo que ver con la
historia. Ya verán. Ésta es la historia de
una noche de sábado. No me la contaron,
yo estaba ahí. ¿Para qué reconstruirla?
Bueno, para que me quieran un poco.
II
YO no soy un negro.
Mi nombre es José Ignacio Sánchez
de la Puente, pero todos me dicen
Mocho, no me pregunten por qué. Sólo
mi viejo me llama por el nombre
completo. A mí me gusta decir José
Sánchez, así, a secas, sobre todo ante
sus amigos del club o de la embajada.
Sé que le jode. Me corrige, con su voz
de peruano engreído: José Ignacio
Sánchez de la Puente. Lo dice como si
disfrutara de cada letra y cada pausa. Mi
viejo es peruano y rubio. Él dice que yo
también soy peruano; que nací allá y de
chiquito me trajeron para acá, que yo
también soy rubio, como es mi hermano
y como es mamá en las fotos, pero a
veces me miro al espejo y pienso
«alguien acá se mandó una cagada». De
niño, mi hermano me decía que había
nacido por el culo de mamá, que de
alguna manera, había errado el camino
que va del útero hacia fuera, y que a esa
confusión le debía el tinte cobrizo de mi
piel. Los niños tienen un don para la
crueldad.
Yo no soy un negro. Eso me lo
aseguró mi viejo hace muchos años. Él
había escuchado una cargada a la salida
del colegio, una tarde en que me había
ido a buscar.
—Digan lo que digan, tú no eres un
negro —repitió mirándome a los ojos.
No me acuerdo si dijo «negro» o «un
negro»; ahora sé que hay una diferencia
que excede a la gramática.
—Aquí, en Buenos Aires —siguió
mi viejo—, se creen que todos los
peruanos somos iguales; todos indios y
serranitos. No los culpo, les llega lo
peor de lo peor: ladrones, prostitutas y
traficantes. Pero tú eres José Ignacio
Sánchez de la Puente, eres peruano y no
eres un negro. Y al que te venga a joder,
dile que los Sánchez de la Puente
llegaron a Lima cuando Buenos Aires
era un montón de barro y mierda.
En Buenos Aires, «negro» no
significa lo mismo que en el resto del
mundo. No tiene nada que ver con
África y los esclavos. Esto no me lo dijo
mi viejo, lo aprendí solito. Los negros
son los villeros, los que te roban. Al
principio pensé que los negros eran los
indios, los que tienen algún rastro de
indio en la sangre o en la cara. Pero no,
tampoco es eso. Si sos cumbiero sos un
negro, por más rubio o blanquito que
seas. Hay un cantante de cumbia tan
rubio que le dicen «El Polaco», y es más
negro que cualquiera.
Y al revés pasa lo mismo. Maciel
tiene bigotes y pelos en las bolas desde
los once años. Todavía me acuerdo de
cuando apareció en el vestuario; tenía
verga de hombre, mucho más grande que
la del entrenador. Maciel es una réplica
del Cacique Patoruzú, parece hecho de
fango, pero su viejo es dueño de media
Santa Cruz. No es un negro. Lo ves con
el uniforme del Christians, la corbata
bien prolijita, y es uno más. No es un
negro. Hasta con las minas le va bien.
Maciel juega de wing. Es rápido como
un rayo. Uno de los mejores del equipo.
Una noche, mirando un partido de fútbol
por la televisión, vio cómo se armaba
pelea en una tribuna y dijo: «¡Cada día
odio más a los negros!».
A veces pienso que negro significa
pobre. Ni más ni menos. Pero me
acuerdo cuando Orteguita se mandó esa
cagada, cuando le dio un nucazo al
arquero de Holanda en el mundial, todos
decían lo mismo: «¡Y qué querés, si es
un negro! ¡No le da la cabeza!». Y el
tipo ya estaba forrado en guita. Hasta de
Maradona a veces dicen lo mismo. Es
todo bastante confuso. Pero yo no puedo
ser un negro porque los negros son los
otros.
III
EL CHRISTIAN School es un
colegio inglés y mixto. Fue mi colegio.
Queda en la Avenida Figueroa Alcorta,
una calle bastante coqueta. En este tipo
de colegios el deporte es muy
importante, más que la Historia o las
Matemáticas. Para los varones hay dos
opciones: el rugby o el vóleibol. Esta
decisión parece insignificante, pero
determina la vida social de cada
alumno. El vóleibol es para los maricas,
los que les gusta la poesía, los que
tienen miedo a los golpes. El rugby es
para los que no son maricas, los que no
tienen miedo a los golpes. Con las
mujeres pasa más o menos lo mismo
pero con el hóckey: ellas son las lindas,
las de pollerita corta y las piernas
bronceadas, y las de vóley son las feas,
las gordas y las de anteojos. Esta
asignación de caracteres no siempre
coincide con la realidad. Son etiquetas.
Brenda jugaba al vóley y partía la tierra
al medio. Pero en un colegio no hay
nada más real que una etiqueta.
No es casualidad que el fútbol no
sea una opción. Los dueños tienen miedo
a que le saque gente al rugby. Un año
hicieron la prueba y se pasó medio
equipo. El fútbol nos gusta a todos. Los
fundadores del colegio están todos
muertos. Fueron los hermanos Allbright.
Me acuerdo de uno de los viejos, el que
murió último. Creo que se llamaba
Andrew. Caminaba por el patio, con su
cara de ave y su trajecito inglés,
apoyado en un bastón de tres patas.
Había que parar la pelota cuando
aparecía, y el picado casi siempre
terminaba entonces, porque el timbre
sonaba antes de que el viejo llegara al
otro lado. A veces se sentaba en su
bastón que se hacía asiento, indicaba
con la mano que siguiéramos el partido
y nos miraba jugar como si mirara su
pasado, empozado en una nostalgia
inglesa, parecida a la porteña, pero más
silenciosa. No parecía mal tipo, el
viejo.
Ahora los que están a cargo del
colegio son los hijos de los fundadores.
Dicen que se odian entre sí. Esto suele
pasar entre primos herederos. Dicen,
también, que ya se patinaron media
herencia entre whisky importado,
apuestas y putas. A estos tipos sólo se
los ve durante los partidos de rugby. No
todos los partidos, los clásicos, como
contra el Saint Morgan’s. Esos días se
puede ver a los dueños de los dos
colegios, disfrazados de ingleses,
chupando brandy y cigarros desde el
mediodía. Si el equipo gana, se acercan
con sus narices como brasas y dicen:
«¡Good game, boys!», y a veces hasta te
dejan faltar a la mañana siguiente.
En el colegio teníamos muchas
materias
en
inglés:
Geografía,
Educación Física, Biología, Economía,
Química, Matemática y hasta Historia.
La profesora de Historia se llamaba
Marisa Calcagni; jovencita, buenas
tetas. Era oriunda de Pergamino pero
igual se las arreglaba para dar la clase
en inglés. No era un inglés natural, como
el de los directores, era un inglés
aprendido, un poco forzado. Es raro
tener historia argentina dada en inglés
por una pergaminense nieta de italianos.
Eso sí que es Argentina. Marisa nos
hablaba de Péron (lo decía así, con la
«p» suavizada y el acento en la «e»).
The Central Bank was full of gold, but
Péron…
Esas tardecitas inglesas de rugby son
una parodia muy bien lograda. Una
brillante puesta en escena. Mi tarde
favorita era cuando jugábamos contra el
Saint Paul’s School; un colegio pupilo
que queda en la zona de Quilmes. Entrar
allí es como entrar en las páginas de una
novela inglesa. El predio ocupa más de
diez manzanas, donde predominan el
verde
y
la
prolijidad.
Las
construcciones son gigantes y austeras,
de principios de siglo. La casa de los
directores, la de los chicos, la de las
chicas, una capilla y un edificio central
que parece un castillo, donde se
encuentran las aulas, el auditorio y el
comedor. Yo no entendía para quién era
ese colegio, quiénes lo habitaban. No
podía ser para la gente de Quilmes.
Después, en la Facultad, conocí a un ex
alumno. Se llama Eduardo Evans y su
padre es un estanciero de San Antonio
de Areco. Recién entonces me cerró la
ecuación. Padres acomodados + pueblo
chico + educación inglesa = mandemos
al pibe al internado. Nosotros les
decíamos, durante los partidos, para
provocarlos, que estaban ahí porque sus
padres no los querían. Es un milagro que
mi viejo no me haya mandado para allá.
El tercer tiempo lo hacían en un
comedor enorme; servían té, chocolate
caliente, tostadas, mermeladas, manteca
y escones. Me contó Eduardo Evans que
la vida en el Saint Paul’s era más
soportable de lo que uno piensa. No
había padres. En cambio, tenían curas,
directores ingleses, y una legislación
imposible, plagada de jerarquías,
violencia y controles. Me dijo que por
las noches soltaban a los perros para
que los boys no cruzaran a la casa de las
girls. Pero esto no hacía más que
enriquecer la aventura. Un perro no es
escollo para un adolescente con
calentura. Tenían que trazar planes,
saltar alambrados, encapucharse, usar
linternas, correr, arriesgar. Era como
vivir en una cárcel de juguete. Evans me
dijo que la pasaban bomba.
Para nosotros, el día del partido
contra el Saint Paul’s era todo un evento,
como una excursión hacia algo exótico.
Recuerdo mi debut en el First Fifteen
(ése es el pomposo nombre que se le da
al mejor equipo del colegio). Yo recién
estaba en cuarto año, pero me habían
llamado para jugar con los más grandes.
Pertenecer al First tenía sus privilegios:
remera propia, corbata distintiva, y
hasta un micro más grande y lujoso, con
aire
acondicionado
y
asientos
reclinables. Era extraño salir de la
Capital para el otro lado; no hacia el
Norte, sino hacia el Sur. Recuerdo
cruzar el Riachuelo y ver por primera
vez la cancha de Boca. Recuerdo
haberle mentido a mi compañero de
asiento: le dije que había ido a la
popular muchísimas veces. El micro
agarró la autopista como para ir a
Pinamar, pasó cerca de la cervecería
Quilmes, por algunas calles de tierra y
casas bajas, hasta que por fin llegó al
inverosímil portón verde del Saint
Paul’s. El viaje no duraba más de una
hora, pero parecía más.
Ese partido, el de mi debut, la
rompí. Metí dos tries y ganamos. Hasta
el entrenador contrario me felicitó. A la
vuelta, los más grandes me invitaron a
viajar en el fondo del micro, donde se
sienta la aristocracia del equipo.
Viajamos cantando y golpeando las
palmas contra la chapa del techo. Había
tocado el cielo con las manos.
Y así fue como empecé a jugar al
rugby. Como mi hermano mayor había
sido capitán, a mí ni me preguntaron:
derecho a la cancha con los botines y la
ovalada. En el rugby hay un puesto para
cada aptitud o defecto físico: los gordos
a la primera línea, los altos a la
segunda, los rápidos van de wines, los
chiquitos de medioscrum. El rugby es
especialmente amable con los gordos.
Es uno de los pocos juegos que le
permite al gordo un momento de gloria
deportiva. Ya de niño yo era bastante
alto, así que me mandaron de segunda
línea. Éste es un puesto bastante
pelotudo. Sólo los pilares son más
pelotudos que nosotros. Siempre se
escucha a los entrenadores decir: «El
equipo es lo más importante» o «En el
rugby no hay figuras», pero eso es un
montón de mentiras. Ni ellos se las
creen. ¿O no estábamos todos pendientes
ese sábado de la lesión de Hernández?
Yo siempre quise ser apertura, como era
mi hermano. Si se filmara una película
yanqui sobre un equipo de rugby, el
apertura sería el que se va en andas y se
coge a las porristas. El apertura, o a lo
sumo el fullback, pero nunca el segunda
línea.
Un equipo de rugby se puede dividir
en dos: forwards y tres cuartos, con un
nexo entre ambos, el medioscrum, por lo
general un enano mandón y escurridizo.
Las virtudes de los tres cuartos suelen
ser la velocidad y la inteligencia. Las
virtudes de los forwards: la fuerza y el
coraje. «Un forward mete la cabeza
donde otros no se animan a meter la
mano», decía un viejo entrenador. Mi
puesto —el de segunda línea— es el de
un obrero raso, obediente y de una
valentía estúpida. Pero ése no es mi
caso. Muy temprano en mi vida me di
cuenta de que era un cobarde. Lo supe
cuando frente a mis narices le pegaron a
un compañero: Simón. Lo agarraron
entre dos, cuando el referí miraba para
otro lado, y le dieron piñas hasta dejarlo
sangrando en el piso. Yo no hice nada,
me quedé parado y me hice el boludo.
Cuando después me preguntaron, mentí y
dije que no lo había visto. Pero Simón
sabía que lo había visto. Él era un buen
amigo y no me mandó al frente. Hubo un
segundo de contacto entre nuestras
miradas mientras él recibía la paliza; en
sus ojos había súplica y en los míos una
tibia resignación, como si la parálisis
fuese ordenada por mi carga genética,
contra la que no podía hacer nada, por
más que quisiera.
El incidente no terminó ahí. Los dos
tipos que se la habían dado a Simón
después me quisieron pegar a mí, no
porque yo les hubiera hecho algo, sino
porque no había defendido a mi
compañero. Me siguieron por toda la
cancha gritando: «¡Cagón! ¡Cagón!».
Esos dos tipos me querían pegar porque
no había defendido al que ellos mismos
le habían pegado. Es una lógica extraña,
¿no es cierto?
No se crean que soy mal jugador por
esto que cuento. Fui titular en todos los
equipos en que jugué. Simplemente no
me gustaba el roce. De todas maneras, el
rugby es un deporte mucho más táctico y
estratégico de lo que se piensa. Se
puede ser bueno usando la cabeza,
entendiendo el juego, y dejando para los
gordos y los brutos la parte de los
golpes.
A mi favor, tengo que decir que soy
una máquina de correr. Puedo correr
durante horas sin cansarme, ayudado por
una zancada larga y pareja, mucho más
veloz de lo que parece. Por eso a mí no
me molestan los entrenamientos. Hay
algo sanador en eso de correr alrededor
de una cancha como un imbécil. Lo
único que me fastidia es la práctica del
scrum, sin duda una de las más estúpidas
del deporte mundial, junto con el
lanzamiento de martillo. Lo voy a
explicar como si se lo explicara a un
hindú o a un extraterrestre. No tienen
por qué saber de qué se trata.
El scrum es una forma de poner la
pelota en juego. Participan los ocho
forwards de cada equipo. La idea es
simple y primitiva: la pelota se tira entre
los dos packs de forwards y éstos deben
empujarse entre sí, para que la pelota
quede de su lado. El scrum es la
especialidad histórica del seleccionado
argentino de rugby. El empuje no se hace
así nomás; está regido por un minucioso
código de normas. A la distancia, el
scrum tiene la apariencia y el
movimiento de un cangrejo mitológico.
Hay quienes dicen que el scrum es
mucho más que una jugada, que en su
aparente simpleza se encuentran los
valores del rugby y de la vida misma:
empujando juntos se aprende sobre
solidaridad, trabajo en equipo y
sacrificio.
Si el scrum resulta absurdo durante
un partido, mucho más bochornosa es su
práctica. Los forwards teníamos que
empujar durante horas una armazón de
madera, lastrada con bloques de
cemento, llamada «burra». Cuando el
medioscrum arroja la pelota, por lo
general grita el nombre de su equipo, un
poco como arenga, como grito de guerra,
y otro poco como aviso. ¡CHRISTIANS! El grito está marcadamente
dividido en dos sílabas; con la primera
el medioscrum advierte, y con la
segunda, arroja la pelota. Los forwards,
a su vez, debíamos reproducir este grito,
para coordinar el empuje y para darnos
valor:
¡CHRIS-TIANS…
CHRISTIANS… CHRIS-TIANS! Una y otra
vez, unidos, gritando de fuerza y dolor,
empujábamos la burra de un extremo al
otro de la cancha.
Cuando el scrum está asido como
corresponde, la cabeza del segunda
línea queda comprimida, como un melón
en una prensa, entre los culos de la línea
anterior. No es una linda experiencia.
De tanto roce y presión, los forwards
más aplicados tienden a perder las
vueltas de sus orejas. Ellos exhiben con
orgullo sus orejas de coliflor, como
cicatrices de guerra. Una deforme
evidencia de su coraje.
Cuando los alumnos del Christians
egresan pueden seguir su deporte en el
Christian Old Boys Rugby & Hockey
Club. En un principio el club era
exclusivo para ex alumnos, pero llegó un
momento en que no alcanzaban los
jugadores para los equipos ni las cuotas
para las finanzas. Por eso la barrera
cayó. Esa medida de apertura fue
decidida mediante el voto de los socios
y dividió las aguas del club entre
conservadores y progresistas. Hasta
hubo campaña política con panfletos y
propaganda.
Los conservadores hablaban de «el
espíritu del Christians» o «el deseo de
los hermanos Allbright», acudían a
máximas latinas: Non sibi, sed suis
(«No para sí mismos, sino para los
suyos»), y cosas por el estilo.
Los progresistas tentaron a los
votantes con promesas económicas y
deportivas, citaron los ejemplos
exitosos de otros clubes e hicieron
especial hincapié en que cada aspirante
debía ser presentado por dos socios y
sus
antecedentes
rigurosamente
estudiados para saber si eran
compatibles con el espíritu del
Christians.
Con
esto
último
convencieron a los indecisos y ganaron
la pulseada. Hoy se acepta a cualquiera
que pague la cuota por adelantado.
Lucas es uno de los que vino de afuera
del colegio, no me acuerdo quién lo
trajo. Tiene más barrio que el resto,
muchos músculos, un Chevrolet 76, un
tatuaje de la madre en el pecho y un
dogo que se llama Tyson. Era algo nuevo
para nosotros. Manejo un boli-shopping
en Avellaneda, dice Lucas. Eso es una
feria de ropa trucha: Ribok, Naik, y
cosas así. Lo de «boli» viene porque la
mayoría de los puesteros son bolivianos,
o tienen pinta de bolivianos, dice Lucas.
Lucas siempre anda calzado, tiene una
38 cargada debajo del asiento del auto.
Hay que tener cuidado con los bolitas,
dice Lucas, si los sabés llevar, éste es el
mejor negocio del mundo. Nada de
cheques ni tarjetas, guita fresca, dice
Lucas.
El club compite en la tercera
división de la Unión de Rugby de
Buenos Aires. El ascenso siempre está
cerca, pero nunca se concreta. En esta
categoría el rugby es más digno que
glamoroso. Nunca toca jugar en San
Isidro o en Pilar, ni hay modelos
mirando en las tribunas. Más bien se
visitan lugares como Florencio Varela,
Ciudad Evita, Lanús o Ituzaingó; lugares
con nombre de estación de tren, canchas
sin pasto, de tierra dura y sangre en las
rodillas, duchas de agua fría y comida
de olla en el tercer tiempo. Nosotros
somos los chetos de la división. Nuestro
vestuario tiene tejas verdes y un cartel
que dice Boys en la puerta. Esto da para
la joda. Los primeros años los otros
equipos entraban a la cancha y nos
querían llevar por delante, de guapo
nomás, pero con el tiempo nos fuimos
endureciendo, y los otros se dieron
cuenta de que la mano de un cheto pesa
igual que la de cualquiera.
13.50
SÁBADO 13 de octubre de 2007.
Hecho histórico: Argentina estaba en la
semifinal del Mundial de rugby. Al día
siguiente los Pumas jugaban contra
Sudáfrica, y ese sábado casi no se
hablaba de otra cosa. El partido nuestro,
contra San Roque, estaba programado
para las 15.30 en el Christians.
San Roque también es un club de ex
alumnos. El colegio queda en el centro,
en un edificio que tiene más de ciento
cincuenta años y ocupa casi una
manzana. La entrada impone respeto
desde sus puertas de roble, altas como
tres hombres. Pasando la primera puerta
sobresale un cartel como una
advertencia: «Bienvenido a la familia
Marista». Se ve que el colegio tuvo su
momento de gloria. En una pared lateral
se exhibe esta inscripción: «Colegio San
Roque: cuna de líderes», y para
acreditar este alarde se despliega, como
una sala de trofeos, una colección de
retratos de ex alumnos: próceres,
políticos,
abogados,
religiosos,
militares. «José Alberto Santamaría,
Generación 1912, presidente del
Honorable Senado de la República
Argentina». «Luis Alberto Ortiz,
Generación 1954, cardenal de la
Conferencia Episcopal Argentina».
Pero ese esplendor pasó. Hoy
quedan ruinas, y esa decadencia sórdida
de lo que alguna vez fue grande. Las
familias de apellido se mudaron hace
tiempo del centro y el colegio les queda
a trasmano. Quedaron los nostálgicos y
los que no pueden pagar algo mejor.
Hace mucho tiempo que no se agrega un
retrato a la galería de líderes, incluso
han tenido que sacar algunos. Hace
algunos años, el gobierno le otorgó un
préstamo al colegio para que siguiera
subsistiendo, pero le puso como
condición que debía descolgar las
imágenes de dos altos jerarcas de la
última dictadura militar.
«San Roque: cuna de fachos». Ésa
fue una pintada que apareció en el muro
principal del colegio hace algunos años.
Unos días antes, los alumnos de quinto
les habían dado una paliza a dos judíos
ortodoxos, de esos que se ven por Once
con barba y trencitas. El incidente salió
en los diarios, y en una inspección
encontraron esvásticas dibujadas en los
baños y grabadas en la madera de los
pupitres. El director del colegio
minimizó el asunto, dijo que se trataba
de una broma de mal gusto y pidió
disculpas. Se hacían los nazis por joder.
Como equipo de rugby San Roque es
bastante mediocre. Era un partido para
ganar caminando. Por eso en el almuerzo
nadie hablaba de San Roque. Es
costumbre que el equipo se junte a
almorzar unas horas antes de los
partidos. Nos reunimos en el salón
principal, en una mesa larga, y el equipo
come fideos con manteca y queso. Los
integrantes más veteranos del plantel,
que ya rondan los treinta, suelen llegar
más temprano al club. Vienen con sus
mujeres, sus hijos y sus perros a
disfrutar del verde y del sol. Los
jóvenes por lo general llegamos sobre la
hora, a veces luchando con la resaca de
la noche anterior. Para unos y otros, el
almuerzo es un compromiso ineludible.
Es una forma de unir al grupo y además
muchas veces se aprovecha para hablar
del rival, aunque ese día el único tema
de conversación eran los Pumas.
—Va a ser muy difícil ganarle a
Sudáfrica —dijo el entrenador.
—Para mí se puede —contestó
Lucas—. Si se mete huevo y no se
cometen errores, se puede.
—A mí me tienen las bolas llenas
las publicidades de los Pumas —dijo
Ariel—. Prefiero que pierdan con tal de
no seguir soportando esta tortura.
—Algunas están buenas. Esa en la
que cantan el himno te pone los pelos de
punta.
—A mí me da un poco de vergüenza.
Hermanos de corazón, unidos por la
pasión. ¡Qué sarta de putadas! —dije,
para armar polémica.
—Vos porque sos un amargo.
—Puede ser. Pero comparar lo de
los Pumas con el desembarco del día D
en las playas de Normandía me parece
un poco exagerado.
El entrenador se rio. Nos
llevábamos bien a pesar de nuestras
diferencias. Es un tipo al que respeto. Él
podría haber frenado todo antes de que
se pudriera. Ya voy a hablar del
entrenador. Mientras comíamos llegó el
referí del partido: un tipo cuarentón,
rubio, de camisa a cuadros y cinturón
con hebilla plateada, fanático del rugby
y correcto hasta el aburrimiento.
Cristiancito se paró y lo saludó con un
abrazo. Se conocían. Cristiancito conoce
a toda la familia del rugby. Tiene un
retardo. Ya sé, debería decir habilidades
especiales o capacidades diferentes,
pero la verdad es que Cristiancito,
pobre, tiene un retardo. A sus diecisiete
años, su cuerpo es el de un hombre pero
su mente quedó rezagada, se plantó a los
seis, como el petiso de El tambor de
hojalata, y no creció más. Dicen que fue
culpa de una coz de caballo, que el
golpe en la cabeza lo dejó así, pero a mí
me huele a verso, se me hace demasiado
literario. Como todo niño, tiene sus
momentos geniales. La luna es un
licuado de banana, me dijo una vez, y
vaya si lo es. A veces entiende mucho
más de lo que parece, como si se hiciera
el tonto por gusto. Cuando le toman el
pelo, él mira como diciendo: pará
hermanito, que soy retardado pero no
soy boludo. No conozco a nadie más
fanático del rugby que Cristiancito.
Tiene fotos con todos los Pumas y no se
pierde ni un partido. Duerme con una
pelota de rugby de peluche como
almohada. A veces se lo deja jugar un
ratito al final de los partidos. No es
fácil, porque hay que avisarles a los
rivales que no lo golpeen duro, pero
tendrían que ver su sonrisa cuando le
dicen que puede entrar. Se sube las
medias, se ajusta el casco y entra a la
cancha como si entrara a la final del
Mundial.
El entrenador invitó al referí a
sentarse y a charlar sobre las reglas
nuevas. En el rugby, nadie se va a
escandalizar si el referí se sienta a la
mesa con un equipo antes del partido.
No está mal visto. El referí es un ser
impoluto, dentro y fuera de la cancha.
No se le puede discutir ni rezongar ni
hacer ademanes. Eso es para el fútbol.
Un viejo entrenador nos decía: «El
referí siempre tiene la razón. Incluso
cuando no la tiene». Este referí había
tenido su momento de gloria unas
semanas atrás. El episodio había salido
en los diarios. No le costó mucho
contarnos la anécdota cuando le tiramos
de la lengua:
—Me tocaba dirigir a la menores de
diecisiete de San Martín contra
Pueyrredón. Yo iba solo en mi auto.
Eran las once de la mañana y el partido
empezaba a las doce. Estaba atrasado,
así que había salido de casa vestido de
referí, listo para entrar a la cancha.
Agarré General Paz y doblé a la derecha
en la salida de San Martín. Se ve que
venía distraído porque en algún cruce la
pifié y terminé en la entrada de una villa
jodidísima que hay por ahí.
—A mí una vez me pasó lo mismo,
pero por suerte salí al toque.
—Fui tan tarado que me agarró un
semáforo en rojo y frené. Cuando me
quise acordar, me pusieron un caño en la
cabeza y se me subieron tres tipos al
asiento de atrás. Querían plata, pero yo
no tenía casi nada. Apenas los viáticos
que nos da La Unión. Me tuvieron dando
vueltas un buen rato. Me llevaron a una
casa en el medio de la villa y me
revisaron el bolso y la billetera.
Encontraron mi tarjeta del banco, y tuve
que darles mi código de seguridad para
que hicieran una extracción en un cajero
automático. Me dejaron en la casa, a
cargo del que parecía el jefe, y los otros
salieron en mi auto a buscar un cajero.
Estuve más de una hora encañonado,
tirado en el piso de un depósito
mugriento. Me decían que si no sacaban
la plata me iban a matar.
—¿Es cierto lo que decía el diario?
¿Que en ese momento, mientras te tenían
de rehén, lo que más te preocupaba era
tu familia y cómo ibas a hacer para
llegar a referear el partido?
—Les juro que sí. Mi mujer me dice
que estoy loco, pero fue así. Quería que
me largaran rápido. Eran las doce menos
cuarto y todavía podía llegar al partido.
No lo dije para hacerme el héroe, pero a
los del diario les encantó la frase y la
pusieron de titular.
—¿De dónde lo conocés a
Cristiancito?
—¿De dónde? Cristiancito es uno de
los personajes más conocidos del rugby
local. Hace poquito estuvimos viendo un
partido de los Pumas juntos en el Palco
de Honor. Bueno, les termino el cuento,
que ya me tengo que ir a cambiar.
Cuando me largaron en el medio de la
ruta, llamé por teléfono al club, les
conté lo que me había pasado y les dije
que iba a llegar, pero un poco tarde.
Ellos no podían creer que igual fuera al
partido. En mi casa no había nadie. Los
chicos y mi mujer se habían ido al
campo. ¿Qué iba a hacer? Busqué
contención entre mis amigos del rugby.
La gente del rugby es muy solidaria
cuando uno está en problemas. Se ve que
todos se habían enterado de lo que me
había pasado, porque cuando entré a la
cancha me aplaudieron los dos equipos
y las tribunas también. Nunca había
visto que aplaudieran a un referí. Fue
una emoción muy fuerte. Después me
llamaron de todos los diarios para
hacerme notas y la semana pasada me
entregaron una plaqueta en La Unión. Mi
mujer me dice, en broma, que tenía todo
arreglado con los ladrones para que mi
foto saliera en los diarios. En fin, fue
una desgracia con suerte, pero no se lo
deseo a nadie.
Cuando terminó su historia el referí
se fue a cambiar. Nosotros nos
quedamos en el salón, terminando la
comida y esperando a los que faltaban
llegar. El salón del club es una
construcción del tamaño de media
cancha de tenis. Todo bastante simple y
armonioso: ladrillo a la vista, una larga
barra de roble, cocina apretada, mesas
apoyadas sobre caballetes, bancos de
madera, fotos de equipos pasados,
banderines, algunos trofeos y plaquetas.
Ese día lo estábamos preparando para
una fiesta. Teníamos todo listo: cajones
de cerveza, luces y sonido, litros de
fernet y hasta una máquina de humo. No
todos los terceros tiempos armábamos
fiesta, pero el éxito de los Pumas nos
había contagiado y ésa era una ocasión
especial. Habíamos arreglado con las
minitas de hóckey. Ellas jugaban afuera,
pero vendrían no bien terminara su
partido. Nunca hay muchas mujeres en
nuestros terceros tiempos: novias,
algunas amigas y pará de contar. Al
entrenador no le gusta que hablemos del
tercer tiempo antes del partido. Primero
el trabajo, después el festejo, dice. De
ese tipo de cosas siempre se encarga el
Chino. Él es la fiesta hecha persona. El
Chino Antúnez es lindo. No soy menos
hombre por admitirlo. Aparte, «Chino»
es un buen apodo en el mundo del rugby,
les gusta a las chicas, siempre que no
seas chino de veras. Es morocho y ágil,
con un aire a Monzón, pero sin lo
aindiado. Lo de «Chino» es por sus ojos
ligeramente
apaisados,
como
si
estuviese permanentemente fumado.
Siempre se lleva a la más linda. El resto
va detrás rescatando las migas. Para
peor, el Chino sabe que es lindo, y te lo
hace sentir. Si estás hablando con una
mina, se acerca y derrocha su encanto
hasta que quede claro que, si él quisiera,
te la podría robar. Cuando esto sucede
pierde interés y se va a joder a otra
parte. Para él la conquista es algo
deportivo, una competencia feroz que
divide a los ganadores de los
perdedores. En la cancha es igual, es un
jugador vehemente y seguro. El Chino
era uno de los que estaba cuando
levantamos a las minas en el quiosco.
Fue él quien las encaró y las invitó a la
fiesta. Así empezó todo ese sábado, por
un alarde del Chino.
A mí no me gusta almorzar antes de
los partidos. No puedo hacer nada bien
con la panza llena. Igual me obligan a
sentarme a la mesa durante el almuerzo.
Para no perder la unidad del equipo,
dicen. No bien termina el primer
comensal, me voy a un banquito que hay
a la salida del salón a tomarme unos
mates. Esa tarde me acompañaron Ariel
y Facundo Acevedo, un muchacho que
vino hace unos años de Azul a estudiar
agronomía y se integró al club.
—Guarden ese mate, grasas —la
broma llegó del Gordo, que salía del
salón. Siempre es la misma broma.
—Cómo se nota que sos un oligarca
de medio pelo —retruqué—. Se ve que
tu familia no tiene campo. El mate ya no
es grasa, hasta se puede tomar en las
caballerizas
con
los
peones,
compartiendo bombilla y todo.
—Bueno, en el campo puede ser,
pero acá, en la ciudad, con el termo y la
azucarera, es una grasada. Es como
rezar, está bien hacerlo en la iglesia o en
la intimidad, pero rezar en público es
una grasada.
—No entendés nada. El campo está
de moda en la ciudad. El verde, el
cuero, la vida sana, la familia feliz y
todo eso. En el campo no hay moda, en
el campo hay campo. Cuando esta nueva
generación de Baltasares, Estanislaos,
Bautistas y Bartolomés tome el poder
desde la Sociedad Rural, e imponga el
mate y la talabartería obligatoria, vos te
vas a golpear la cabeza y vas a decir: el
Mocho tenía razón. Entonces vas a ir
corriendo a Cardón a comprarte un mate
de alpaca y unas bombachas de gaucho
de trescientos pesos.
—Dejen de hablar boludeces. Hay
que ir para el vestuario. En veinte
minutos empieza la entrada en calor.
—Sí, mi capitán.
IV
ARIEL es mi mejor amigo. Es una
persona sin maldad. Tampoco tiene
demasiadas luces, pero no se puede
pedir todo. Es pequeño y torpe. Para el
rugby no sirve mucho, pero es confiable
y gracioso sin querer serlo. Nos
conocemos desde los cuatro años.
Hicimos juntos todo el colegio. Ariel es
un imán para los ladrones, como una
viejita con uniforme de colegio. Muy
robable. A mí, en cambio, no me roban
nunca. Su familia vive a dos cuadras de
la mía, en la calle Juez Tedín de Barrio
Parque. Como dije, éste es un barrio
muy paquete, lleno de embajadas y
mansiones, pero también queda muy
cerca de la Villa 31. El último robo a
Ariel fue hace algunas semanas. Yo lo
estaba esperando en su casa, charlando
con sus padres, cuando llegó de la calle,
todavía asustado. Me rodearon tres
negros de mierda en la plaza y me
robaron el iPod y el celular, nos contó.
A Ana no le gusta que su hijo hable así.
Lo corrige: negros no, Ariel, chicos sin
educación. Al pobre Ariel lo habían
rodeado tres chicos sin educación y,
deseducadamente, le habían puesto una
botella cortada en la garganta. El padre
de Ariel dice que hay que entrar con los
tanques y las topadoras y limpiar esa
villa de una buena vez.
—Hay que aprovechar esta fiebre de
los Pumas. Les mandamos a los
forwards y chau. ¿No te parece, Mocho?
A esas casitas de chapa les hacés un
scrum y se vuelan a la mierda.
Se rio un buen rato de su chiste. Yo
forcé una sonrisa. El padre de Ariel es
un miserable. Además, es un abogado
importante. Tiene el pelo engominado y
siempre huele a cigarrillo negro. No sé
cómo hace Ana para aguantarlo. Ana es
la madre de Ariel. Ana huele rico: a
jazmines y vainilla. Ella me ha tomado
cariño desde que pasó lo de mamá. Yo
entonces era un nene pero igual entendía.
Me daba cuenta de que ella no lo hacía
por lástima o por obligación, como lo
hacían los demás. No puedo hablar de
Ariel sin hablar de mí. Yo no quería
estar en casa con mi padre después de lo
de mamá. Me quedaba en lo de Ariel.
Ana nos traía la leche con galletas y nos
dejaba jugar toda la tarde. Una vez se
me escapó decirle mamá y Ana se puso
a llorar. No fue la única vez que la vi
llorar. Las otras fueron por culpa del
marido. Le grita y la trata mal, y a mí me
dan ganas de pegarle, pero nunca hago
nada. Ana le echa la culpa a la cebolla.
Se pone a cortar cebolla para poder
llorar tranquila. Ana llora cuando huele
cebolla y huele cebolla cuando llora.
Sergio
Canetti
también
era
compañero de clase. Vive a pocas
cuadras de casa, en una de las torres de
Le Parc. Ingresó tarde al colegio, ya
bien entrada la secundaria. Sergio es un
nuevo rico. No hay nada que lo describa
mejor. Los Canetti son ricos hace poco,
ricos de golpe. Eran de clase media,
creo que vivían en Caballito, sobre
Rivadavia, esa avenida tan Fiat Duna,
tan Claudia y Adrián, y heladera en
cuotas. Hace algunos años, el padre
heredó unas tierras. Hoy esos campos
están llenos de soja y los Canetti, llenos
de guita. Todo es en exceso: las casas,
los autos, las joyas, la ropa italiana, las
cirugías, las estatuas de ángeles en el
jardín. Sergio no es mal tipo, pero tiene
la guita metida bajo la piel. Cuando está
borracho se pone espeso, sobre todo con
las mujeres. Se cree que todas son putas
a las que puede comprar. Sergio debutó
sexualmente con la mucama. Él tenía
quince años y durante una cena familiar
dijo como si nada: Papá, nunca besé a
una mujer. A la semana siguiente, Sergio
vino con el cuento de que se había
cogido a la mucama. Él dice que la
sedujo en buena ley, y que la atropelló
por detrás una tarde, cuando los padres
no estaban, y ella limpiaba los pisos.
Pero las malas lenguas hablan de la
mano del padre; dicen que el señor
Canetti pagó con soja la iniciación de su
hijo. Como rugbier, Sergio es bastante
malo. Empezó a jugar de grande y no
logra entender el juego.
Salvo Sergio y otros pocos, la
mayoría nos iniciamos de la misma
manera, la misma noche. Fue en una gira
con el equipo del colegio a Tucumán,
cuando teníamos catorce o quince años.
El entrenador de ese entonces —Daniel
Cabello— nos había advertido: Muchos
van a ir a esta gira como niños y van a
volver como hombres. Después de ganar
el último partido, el entrenador dijo que
tenía una sorpresa para nosotros. Nos
llevó a un lugar en las afueras de la
ciudad. Daba miedo mirar por la
ventanilla del bondi: era casi una villa.
Paramos en una casita sucia que olía a
humedad y a desinfectante. Nos
apretamos los veinte en una salita de
espera. La luz era negra y roja. Apenas
nos veíamos las caras. Dos puertas se
abrieron, y bajo sus marcos aparecieron
dos mujeres en ropa interior. Eran dos
hembras oscuras a las que sólo se les
veían el blanco de los dientes y la
lencería. Daniel era un ídolo, coreamos
su nombre y él sonrió como un padre
orgulloso. Todos alardeábamos y
hacíamos ruido pero nadie se animaba a
pasar primero. El entrenador nos dividió
en forwards y tres cuartos, armó una fila
para cada puerta: los tres cuartos van
con la chiquita y los forwards con la
grandota. A mí me gustaba la chiquita,
pero era forward, no había nada que
hacer. No todos pasaron esa noche —el
entrenador aclaró que no era obligatorio
—, pero los que rompían la fila eran
despedidos entre gritos de «puto» y
«cagón». Yo era el sexto de mi fila, de
la fila de la grandota. Ariel, por suerte,
estaba con la otra mujer. Me hubiese
dado cosa pasar después de él. Estaba
nervioso —yo lo conozco—, miraba
para todos lados y no sabía cómo hacer
para irse. Ariel todavía no tenía pelitos.
Parecía un nene asustado. Nunca me
quiso contar cómo le fue en ese cuarto.
La espera no fue demasiado larga.
Los que pasaban no duraban más de diez
minutos y más de uno se apichonó a
último momento. Cuando llegó mi turno
saqué pecho y entré. Ahora que han
pasado varios años puedo confesar que
la experiencia no fue agradable. Ella
dijo que se llamaba Ginger, aunque más
parecía una Marta o una Norma. Me
pidió que me sacara la ropa y que me
acostara en el catre. El colchón no tenía
sábana, sentía su aspereza contra mi
piel. Ginger sacó una teta gigante del
corsé y la pasó por mi cara y por mi
boca. Tomá la tetita de mamá. Entre los
pechos tenía un colgante con cinco
dientes de leche; después supe que
habían sido de sus hijos, cinco hijos, un
diente por hijo. Imaginé esa teta en la
boca de los cinco compañeros que
habían pasado antes de mí. Los dientes
de leche se perdían entre los pelos de mi
pecho cuando ella se me puso arriba.
Imaginé las cinco sonrisas que
correspondieron a esos dientes. No fue
un momento muy erótico. La piel tenía
gusto a desodorante y descubrí algunos
pelos en la órbita de los pezones. Yo no
sabía que las mujeres podían tener pelos
en los pezones. Ana no debe tener pelos
en los pezones, y además debe tener
gusto a vainilla. Lo único bueno fue
cuando me la chupó. Cerré los ojos,
pensé en cosas lindas, sentí subir el
calorcito, y así terminó la cosa. Ginger
encendió un cigarrillo y lo compartimos.
Se ve que necesitaba un descanso.
Apoyó su cara contra mi pecho, me
abrazó con su pierna y me ofreció las
pitadas directo de sus dedos. Daniel
tenía razón: me sentí muy masculino
entre el humo y el calor de su sexo
contra mi muslo. No se puede ser más
hombre que eso. Yo quería que me
enseñara a coger, que me hiciera el
mejor amante del mundo, pero Ginger
me contó sobre sus hijos, su casita nueva
y sus sueños de peluquera. Escuchar a
una puta es como escuchar la sombra de
los espejos. Antes de irme le pedí, que
si alguno le preguntaba, dijera que todo
había estado bien. Ella me miró con su
ternura de puta: Sí, papito, me hiciste
ver las estrellas.
15.30
ES costumbre que antes de empezar
un partido de rugby el capitán junte al
equipo en una ronda apretada debajo de
los postes para hacer su arenga. Estos
discursos a la William Wallace, de
volumen ascendente, plagados de
exageraciones y malas metáforas,
apuntan más a inflar el espíritu que a
cuestiones tácticas. Muchas veces lo
logran. He sufrido todo tipo de
arengadores a lo largo de mi carrera
rugbística, pero ninguno tan penoso
como el Gordo Paoleri. El Gordo fue
durante cinco años director del retiro
espiritual del colegio. Tiene treinta y
dos años, esposa y dos hijas. Me
acuerdo cuando fui al retiro, él dio una
charla sobre la familia y los valores.
Qué hijos de puta, el buzón que nos
vendieron. El Gordo es un hipócrita, voy
a decirlo de una vez. Lo he visto en
todas las infracciones posibles: de
trampa por todos los boliches de la
ciudad, haciéndose chupar por travestis
en los bosques de Palermo, pagándoles
a putas de quince años en la calle, y
hasta tratando de convencer a una nena
que vendía caramelos en un semáforo.
Eso sí, al otro día, no se pierde una misa
del San Martín de Tours. Va desde
temprano, endomingado, de la mano de
su mujer y sus hijas, con sus bermudas
pinzadas, su camisa blanca, su rosario
colgando y su pulóver de hilo sobre los
hombros. Muy católico, muy apostólico
y muy romano. Como jugador es bastante
mediocre, pero los pilares no abundan y
siempre se las arregla para jugar. El
Gordo es muy amigo de sus amigos,
dicen. La mayoría lo considera un buen
tipo. Ahora es el capitán del equipo.
Hasta el año pasado tuvimos otro
capitán: Bernardo Casella. Bernardo es
un gran jugador y una gran persona, un
líder dentro y fuera de la cancha. Ahora
está en un club de la segunda división de
Italia. Le dan casa, auto y dos mil euros
por mes.
Esa tarde no fue la excepción. A su
perorata habitual, el Gordo le había
agregado algunas frases robadas al
capitán de los Pumas. Frases que ya
daban vergüenza antes de un partido del
mundial, ni que hablar antes de jugar
contra San Roque. El Gordo gritó cada
una de sus palabras, venoso y
enrojecido:
«¡Cierren la ronda bien fuerte!
Quiero que hagan fuerza con los brazos
y se aprieten contra sus compañeros
hasta que sientan que todos somos uno
solo. El equipo tiene que estar unido
cueste lo que cueste. Cuando era chico
tuve un entrenador que era inválido.
¿Saben qué nos decía él antes de entrar a
la cancha? Nos decía: ‘Cuando yo
sueño, no sueño que camino, sueño que
juego al rugby, por eso yo entro a la
cancha a través de cada uno de ustedes’.
Tenemos que jugar con esa pasión,
dando la vida por el compañero. Si
recibimos un golpe, no le decimos nada
al referí. En la jugada siguiente,
golpeamos nosotros tres veces más
fuerte. Mírense las caras. Mírense a los
ojos. Muchos de nosotros crecimos
juntos. Nos conocemos desde chiquitos.
Somos hermanos. Tenemos que jugar
como hermanos. Si cada uno deja el
alma en cada jugada, el equipo va a salir
adelante. Escuchen al medio y al
apertura, que son lo que van a ordenar al
equipo. Tenemos que estar bien juntitos.
El que se corta solo está cagándose en el
equipo. Todo el sacrificio que hacemos
los martes y los jueves tenemos que
mostrarlo hoy. Quiero tackle, tackle y
más tackle. Ahora vamos a salir con los
dientes apretados y vamos a comernos la
cancha. Cada uno tiene que volver a su
casa sintiendo que dejó todo, que no se
guardó nada. Vamos Christians, eh.
¡Vamos a romperles el culo a estos
putos!»
No hay mucho para decir del partido
en sí. Perdimos. Jugamos horrible y
perdimos contra el San Roque. Me
parece que al Gordo se le fue la mano
con lo del entrenador inválido. No pude
dejar de preguntarme durante todo el
partido cómo había llegado a esa
invalidez. Yo jugué bastante mal, lo
admito. En el entretiempo tuve un cruce
con el preparador físico. No me llevo
muy bien con él. Es joven pero tiene
alma y cabeza de milico. Él dice que yo
no juego para el equipo, que juego para
mí, que no me gusta el sacrificio. Claro
que no. ¿A quién le gusta el sacrificio?
Si me gustara, ya no sería sacrificio.
—¿Para qué carajo abriste esa
pelota, nene? —me acusó frente a todos.
—No había nadie marcando y pensé
que…
—Ése es tu problema, Mocho, vos
no tenés que pensar. Para eso está tu
medioscrum. Si a vos no te dicen que la
abras, agachá la cabeza y empujá.
Hernán Perdomo es el nombre del
preparador físico. Fue un jugador
bastante bueno de Primera, pero se
destrozó una rodilla y tuvo que dejar
antes de tiempo. De ahí le debe venir el
resentimiento. De ahí y de no poder
haber hecho la carrera militar. Duchas
frías a la madrugada, el individuo no es
nada, el equipo es todo, saltos de rana,
obediencia debida. Ése sería su paraíso.
La disciplina y la convicción son
esenciales para la milicia y para el
rugby. No hay éxito sin disciplina y no
hay disciplina sin la más ciega
obediencia. Es raro que los alemanes no
le hayan tomado cariño a este deporte.
La semana anterior le habían robado
a Perdomo. Vive con su familia en una
casita en La Lucila. Se había mudado a
esa zona buscando tranquilidad, pero ya
era la tercera vez que le robaban en dos
años. Sé que es feo, más que nada por la
pobre mujer y el hijo, pero una parte
muy oscura de mí se alegró cuando nos
enteramos de que le habían robado de
nuevo. Me dio placer imaginarlo con las
manos atadas, su cuerpo gigante,
impotente. Esa noche de entrenamiento
nos cruzamos de nuevo.
—Eran tres negritos de mierda,
todos armados y duros que no podían ni
hablar. Como son menores, la Justicia no
hace nada. Entran por una puerta y salen
por la otra. Me voy a comprar un
chumbo y se acabó. Nunca más se la van
a llevar de arriba. Al próximo que entra
le vuelo la cabeza de un balazo.
—Todos los estudios demuestran
que es mucho más peligroso tener un
arma que no tenerla —comenté yo, que
había estudiado para mi parcial de
procedimiento penal, y además tenía
ganas de fastidiar.
—No digas boludeces.
—En serio. Un arma en tus manos es
la excusa perfecta para que te maten.
—No necesitan una excusa. Te matan
por un par de zapatillas. Se las venden a
diez pesos al mismo negro que les vende
el paco. Lo que pasa es que vos vivís en
una burbuja, Mocho. Salí un poco de tus
libritos de Derecho, nene, y fijate cómo
está la calle.
—Bueno, Rambo, comprá una
pistola. Pero vos hoy la estás contando
porque esa noche estabas desarmado.
El sueño de Perdomo es mudarse a
un barrio privado, un lugar donde sus
hijos puedan crecer en paz y en jardines
verdes, pero creo que no le da la guita.
Cuando terminó el partido, antes de ir
para el vestuario, el entrenador nos juntó
y nos cagó a puteadas por lo mal que
habíamos jugado, por pensar antes en la
joda que en el deporte. Después siguió
Perdomo:
—Ustedes no tienen hambre de
gloria. Como nunca les faltó un plato de
comida, no saben lo que es el sacrificio.
No sé qué tiene que ver una cosa con
la otra. Que yo sepa, los Pumas no
nacieron en casas de chapa, parecen
bastante bien comiditos y sin embargo
mal no les va. No dije nada.
A un costado de la cancha, el hijo de
Perdomo jugaba con las nenas del
Gordo Paoleri. Dos años tiene el nene y
ya lo habían disfrazado de rugbier, con
una remerita de los All Blacks y una
pelota del tamaño de un huevo de
avestruz. Ojalá le salga bailarín o
cantante de boleros. Cuando terminó el
reto, Perdomo y el Gordo se unieron a
sus mujeres e hijos. Los críos jugaban
con la pelota y se revolcaban en el
pasto. Los padres bromeaban y se
abrazaban;
eran
felices
porque
disfrutaban del disfrute de sus hijos.
Todavía le quedaba sol a la tarde.
V
ESTABAN un musulmán, una judía y
un agnóstico en la biblioteca de un
colegio católico… Esto parece el
comienzo de un mal chiste de salón,
pero es lo que sucedía todos los viernes
por la mañana, cuando en mi colegio se
celebraba misa. Es raro que el Christian
School acepte judíos y musulmanes,
pero más raro aún es que los padres de
judíos y musulmanes manden a sus hijos
al Christian School. La misa no era
obligatoria. A los herejes los mandaban
a la biblioteca. Dios o los libros: ésa
era la opción.
A mí siempre me gustó leer. Entré a
la lectura por la biblioteca de mamá.
Revisaba sus libros para conocerla,
para revisarla a ella, para soñarla. A
veces encontraba sus notas hechas a
lápiz sobre los márgenes. Me daba
tristeza pero igual las leía. La imaginaba
a ella sentada en su sillón de terciopelo
verde, su pelo rubio recogido, el libro
sobre la falda, el lápiz esperando
paciente en su mano izquierda. Hasta
que una vez lloré cuando encontré una
marca destacando —haciendo suyo—
este remordimiento: «He cometido el
peor de los pecados que un hombre
puede cometer. No he sido feliz».
Un trazo de carbón del tamaño de
una mosca me había hecho llorar. Ahora
que la escribo, la frase me parece un
poco cursi, un poco de postal con
caballo blanco galopando hacia el
atardecer. Pero en ese momento la marca
me estremeció y dejé por un tiempo los
libros de mamá.
Claro, no empecé por Georgie.
Empecé por las historias de aventuras y
detectives, por Gulliver, Holmes y Tom
Sawyer. Creí estar enamorado de
Huckleberry Finn, pero después me di
cuenta de que simplemente quería ser
como él. Ana estuvo enamorada de Huck
Finn, pero ahora ya se le pasó. Parece
que fue cosa de adolescente. A ella
también le gusta leer. Muchas veces
cambiamos y discutimos libros; ella
prefiere a Poirot y yo a Marlowe, ella
ama a Flaubert y yo a Oscar Wilde.
Ariel no. Ariel está para la tele y la
joda. Es fanático de la cumbia villera.
Se escucha más cumbia villera en Barrio
Parque y Recoleta que en la villa misma.
Hace poco fui a una fiesta de quince en
el Jockey Club donde tocó una banda de
cumbia villera. No había uno que no
supiera las letras. Todos cantaban a
coro, hasta cuando dicen «… las manos
de todos los negros, arriba y arriba».
Hay una edad, digamos los quince o
los dieciséis, en la que está bien visto
renegar de tu clase. Es parte de la
rebeldía adolescente. Algunos imitan a
sus hermanos y se la juegan de rockeros;
rolingas o punkillos es lo que más sale.
Usan la ropa chica y rota, fuman porro,
no se bañan, pintan las paredes con
aerosol y ese tipo de cosas. Los de San
Isidro se hacen hinchas de Tigre. Barra
brava de toda la vida. Los de Belgrano,
de Excursionistas o Defensores (mejor
Excursionistas, porque los llaman «los
villeros»). Hoy también está la
alternativa cumbiera. Rescatate, guachín,
gato, careta: son todas palabras que se
escuchan a la salida de los más
refinados colegios porteños. Todo dicho
con las eses minuciosamente olvidadas.
A esa edad, es lo más tener un amigo
cabeza. Nosotros teníamos uno. Atendía
el quiosco a la salida del colegio. «El
Anguila» le decían. Era nuestro ídolo
porque paraba con la barra de Excursio,
fumaba faso, tomaba birra, rompía
vidrios a pedradas y le había pegado al
viejito que laburaba de portero en el
colegio. No sé qué será de la vida del
Anguila. No está más en el quiosco.
Probablemente siga siendo un forro.
Pero todo esto es pasajero. Es lo que
tiene la adolescencia. La rebeldía se
desvanece fácilmente porque en realidad
nunca existió. Con los años aparece un
trabajo y su corbata, las melenas se
cortan, vuelven las eses y las palabras
en inglés, aparecen las novias, las clases
de tenis y la ensaladita de rúcula. Todo
esto sucede con total naturalidad.
Tranquilos, padres: no se desesperen.
Sus hijos se irán pareciendo a ustedes.
Los melones del sistema se acomodan
solos.
Pero me fui al carajo. Quería hablar
de mi religión. Volvamos a la biblioteca
del colegio. El musulmán se llamaba
David Obutu y era hijo del embajador
de Nigeria. Éste era negro de veras, y
cómo jugaba a la pelota, un poco
morfón, fanático de Nietzsche y de
Boca. Me dejaba apoyar mi mano sobre
la mota de su cabeza. Se sentía raro,
como un colchón de hormigas muertas.
La judía se llamaba Karina
Goldenberg. No era linda pero me
calentaba. El Chino me había hecho la
cabeza, me había dicho que las judías
eran más putas, que ya cogían mientras
las de la misa apenas daban besitos. El
Chino también me había contado lo de la
paja; que como los judíos no tienen
pielcita, se tienen que escupir las manos
para hacérsela. Cuando entramos en
confianza le pregunté a Karina: ¿Es
cierto que…? Ella arrimó su silla bien
cerca y me dijo en un susurro: No creas
todo lo que dicen de los judíos,
Mochito. Y metió su lengua en mi oreja.
Ésa puede haber sido la causa de mi
agnosticismo. Al principio lo decía sólo
para hacerme el interesante. Era una
palabra nueva, esdrújula y elegante: soy
agnóstico. Suena lindo, eso no se puede
negar. Dejé de ir a misa. En un salón
tenía que golpear mi pecho, por mi
culpa, por mi culpa, por mi gran culpa,
los puños redoblando contra el tórax,
cuanto más ruido más culpa, cuanta más
culpa mejor. En el otro salón, a un
pasillo de distancia, estaba Karina. Lo
reconozco: no fue un duelo justo. No hay
dios que pueda contra la promesa
húmeda de una lengua en la oreja.
Hubo otro episodio que ayudó a que
dejara de ir a misa. El cura rector de mi
colegio era un viejito irlandés. Roger
Sheers, se llamaba. El padre Roger era
de la vieja escuela de catequistas, de los
que te cristianizan aunque sea a palazos.
Old school, decía él con orgullo. La
sensibilidad maricona de la enseñanza
moderna lo había obligado a moderar
sus métodos educativos. Añoraba
aquellos buenos tiempos del castigo
físico, el cañazo en la punta de los
dedos, las rodillas sobre el maíz, el
tormento espiritual. El padre Roger no
se perdía un partido de rugby. Además
nos daba catequesis; el Antiguo
Testamento era su herramienta favorita.
Escuchémoslo un poco:
«Abraham tuvo el privilegio de
obedecer a Dios y hacer lo que Dios
quiso. Recuerden que la eternidad es
mucho más larga que esta vida. Abraham
recibirá premios y altos puestos para
toda la eternidad por este solo acto de
obedecer a Dios. Por eso yo les digo,
boys and girls, tienen que aprender a
escuchar sin hacer preguntas. Hay
tiempos en esta vida, una emergencia o
una situación de peligro, en los que sólo
hay que escuchar el mandato del Señor.
Tendrán que obedecer inmediatamente
sin hacer preguntas. Después que uno
conoce a sus padres, uno reconoce su
voz, la respeta, y cumple su mandato por
amor y confianza. Eso fue lo que hizo
Abraham. Aunque su razón le decía lo
contrario, Dios habló, y Abraham supo
que tenía que obedecer. Eso es lo
importante: O-BE-DIEN-CIA».
El padre Roger no perdía el tiempo
con eufemismos. El suyo era un mensaje
sincero. Ahora viene el episodio que les
quería contar. Unas semanas después de
esa clase, me tocó leer una parábola,
frente a todo el colegio, en la misa del
viernes. No me acuerdo de cuál era,
pero a último momento decidí cambiar
el texto e interpretar uno de mi propia
autoría. Acerqué mi boca al micrófono y
le hablé al auditorio, sin temor ni
temblor:
Parábola de Roger von Méndez
(Isaac 64:6)
Se llamaba Roger von Méndez, pero
el pueblo entero le decía «El Midas con
sotana». Era un cura joven, fanático y
ágil. Venía de la Capital, por lo que no
llamó la atención que fuera un poco
engreído. Agua que veía, agua que
bendecía. Empezó como todos, con esa
piletita de mármol a la entrada de la
iglesia, pero pronto su ambición se
desató como un caballo salvaje. Era
como un dios griego, como un niño con
superpoderes.
Bendijo la lluvia, los charcos, los
sifones, el arroyo Calchaquí, el jugo de
los duraznos, el sudor de los amantes.
Al principio el pueblo se sintió
glorificado, se sintió único. Pero
¿cómo seguir manguereando a la perra
con un chorro de agua bendita? ¿Cómo
usar un bidet bendecido sin la tibia
sensación de estar faltándole el respeto
al Señor?
El problema es que el agua bendita
sólo sirve para persignarse, así lo ha
dicho el Santo Padre: darle cualquier
otro uso equivale a cometer sacrilegio.
Fue en ese momento que el cura se
ganó el apodo de «Midas». La gente le
huía como a un ladrón. Hasta que una
tarde de verano, Roger von Méndez se
cansó de que todos le escaparan. Era
un tipo práctico. Publicó un edicto en
el diario local:
«Desde el día de la fecha queda
bendecida toda el agua del pueblo.
Notifíquese y archívese. Amén».
Era un pueblo muy creyente. A los
pocos días, la gente y las vacas
murieron de sed.
Cuando terminé mi parodia hubo
silencio. Yo esperaba el reconocimiento
del público, un aplauso progresivo
como el de las películas, pero sólo hubo
silencio. A eso le siguió un llamado a la
dirección, una cita con mi padre y una
prohibición de dos meses para asistir a
la misa de los viernes.
Todas las mañanas, antes de entrar a
clase, el colegio entero, congregado en
el patio, rezaba el padrenuestro. De eso
no se salvaba nadie. Rezábamos en
inglés, para que Dios nos entendiera
mejor:
auerfader
juarinjeven
joloubidaineim. Las palabras salían por
fonética, nadie conocía la letra de
verdad y pocos sabían que se trataba del
padrenuestro. El resultado era un
murmullo dormido que ni el pobre Dios
podía descifrar.
Y eso que quise creer en Dios.
Cuando pasó lo de mamá, quise con
todas mis fuerzas. Simplemente no pude.
La fe es un don que no tengo. Quizá
cuando sea viejito. Dios huele la vejez
como un tiburón huele la sangre. A veces
siento que puedo creer en Jesús. Me
gusta pensar que fue un tipo que hizo las
cosas tan bien que construyó a su
alrededor una mitología, una literatura
de parábolas y fantasías que sirven para
recordar su camino: el camino del amor.
Así puedo creer en él, como puedo creer
en Aristóteles o en el Flaco Menotti. Me
gusta imaginarlo humano, amigo, algo
triste, de jeans, constipado o en celo.
Me lo hago parecido a Al Pacino, un
poco más alto, con pinta de recio; no
como ese rubio frágil de las estampitas
que parece un vendedor de sahumerios.
Si mi fe ya estaba agonizando, los
curas terminaron de rematarla. Habrá
buenos y malos, eso no lo dudo, como
pasa con todos los funcionarios, pero he
visto tanta mierda barrida debajo de las
sotanas que me cuesta creerles. Soy
como un cornudo reincidente, me cuesta
volver a confiar. Eso sí, hay que
reconocerles un finísimo sentido del
humor. La confesión es mi sketch
preferido:
—¿Has
tenido
pensamientos
impuros, hijo mío?
—Sí, padre.
—Y esos pensamientos impuros, ¿se
han transformado en actos impuros?
—Sí, padre.
—¿Cuántas veces desde la última
confesión?
—Mmm, unas cinco veces, padre.
—Bueno, hijo mío, rezarás cinco
avemarías, entonces.
17.15
LA fiesta empezó en el vestuario. La
derrota humillante no alcanzó a desinflar
el clima de euforia. Fuimos a buscar
latas de cerveza sin que nos viera el
entrenador. No es que nos prohíba
tomar, pero no le gusta que lo hagamos
en el vestuario. En el rugby está mal
visto no tomar, es como ser puto o
vegetariano.
Las duchas de los vestuarios de
hombres no tienen lujos ni divisiones,
son eficaces y austeras, como las de una
cárcel escandinava. Con las mujeres es
distinto, ellas tienen sus espacios
individuales, tapados por cortinas, de
los que salen a medio vestir o envueltas
en sus toallones. Lo sé porque habíamos
hecho un agujerito para espiar.
Está bueno tomar cerveza en la
ducha, sentir el chorro caliente contra el
cuello y el trago frío en la garganta. Yo
estaba en eso, en pleno disfrute, cuando
empezaron con lo de Fefo. Federico
Arzuaga es un dotado para el deporte.
Juega de apertura. Es más chico que el
resto, recién subido de la menores de
diecinueve. Podría jugar en cualquier
equipo de primera división si fuese un
poco más egoísta. Todo lo que sea físico
lo hace bien: fútbol, tenis, natación,
baile, lo que sea. No es bueno para los
estudios, pero no me animo a decir que
no es inteligente. Aunque le llevo dos
años, jugamos varias veces juntos en el
colegio. Dentro de la cancha es como
Juan Román Riquelme, en una décima de
segundo puede hacer inconscientes
ecuaciones
matemáticas,
cálculos
físicos, de velocidad, de viento, de
probabilidades, puede pensar como un
ajedrecista, con señuelos y varias
jugadas de anticipación. Eso es
inteligencia, aunque todavía deba
biología de quinto año. Fefo es un pibe
callado y querible. Su flacura engaña,
parece que se fuera a quebrar pero es
fuerte como un oso, de una fuerza que no
cabe en su cuerpo. Además es humilde;
pudiendo no serlo, lo es.
Me había olvidado de que esa tarde
había debutado en Primera. Al principio
se escucharon los cánticos y después
vino la acción. Pobre Fefo, estaba a mi
lado en la ducha. No los vio venir.
Entraron como nueve juntos: los
primeras líneas, el Chino, Lucas y
algunos más que no me acuerdo. Ariel
también estaba metido en eso. Me duele
verlo portarse como un pelotudo. Me
duele por mí, por nuestro pasado y por
Ana. Sobre todo por Ana. Relajate y
gozá, Fefito, le dijeron y todos se rieron
de la broma. Lo agarraron los tres
forwards más fuertes, lo inmovilizaron,
y lo acostaron boca arriba sobre el piso.
Entre varios le sujetaban las manos, las
piernas y la cabeza. Fefo empezó una
resistencia pero se dio cuenta de que era
peor. Primero tuvo que tomar cerveza.
El Gordo Paoleri se la tiraba despacito
sobre el pecho, el chorro bajaba por su
cuerpo transpirado, y terminaba de caer,
como una canilla con pérdida, entre sus
huevos y su culo. Fefo, ubicado debajo,
tuvo que recibir la cerveza con las
fauces abiertas. Esto ya es desagradable
de por sí, pero necesitarían ver el
cuerpo desnudo del Gordo para saber de
qué les estoy hablando. Tiene la forma
de una pera podrida. Es de cabeza
pequeña y menudo de hombros, con unas
tetitas flácidas, como las de una mujer
sin tetas. Su cuerpo se ensancha
abruptamente en las caderas, dándole un
aire piramidal. Su pene diminuto, metido
para adentro como un repollito de piel,
es sostenido por dos huevos que cuelgan
inmensos y parecen uno. Por ahí goteaba
la cerveza, drip, drip, drip, a la boca
abierta de Fefo. Le taparon la nariz para
que tuviera que abrir los labios. «Fondo
blanco, fondo blanco», gritaban a coro y
casi todos se reían. Cuando ya había
cumplido esa prenda, apareció Sergio
Canetti con un desodorante. Era de los
finitos, con tapa anatómica. Lo dieron
vuelta a Fefo y lo dejaron culo para
arriba. Qué culito más tierno, dijo el
Gordo y le dio unas palmadas. Le
metieron el desodorante por el ano. No
demasiado; es sólo una joda entre
amigos, después de todo. Un poquito, la
puntita, lo suficiente, como para que lo
sienta. La tapa quedó atrapada entre sus
nalgas cuando sacaron el tubo. Los
gritos de aliento y las carcajadas
repicaban en el vestuario. Entonces
terminó el debut, le pusieron una
cerveza en la mano, le dieron abrazos y
felicitaciones y todos cantamos para
alegrarlo un poco: «Olé, olé, olé, olé…
Fefo, Fefo».
Yo tampoco me había salvado del
debut, pero la saqué un poco más barata.
Fue en un tercer tiempo, hace dos años,
cuando ya estábamos bastante en pedo.
Me sujetaron entre varios y un gordito
asqueroso que habían traído de otro club
me dio unos besos en la boca. También
me taparon la nariz para que tuviera que
abrir los labios. Tenía gusto salado pero
pasó rápido. Después vomité cerveza en
el patio.
Dicen que en los clubes de Primera
hacen cosas peores. Te afeitan una
pierna o la cabeza, te meten de punta en
un tacho de agua helada hasta perder la
respiración, te sodomizan con salchichas
congeladas, te dejan desnudo en el
medio de la ruta, te cagan en el pecho, te
arrancan los pelitos de los huevos, te
hacen tragar pescaditos de colores a
través de un embudo.
Le fui a hablar a Fefo cuando todos
se habían ido del vestuario. Estaba
sentado en el piso, a medio vestir. Tenía
los ojos mojados de la bronca. Yo me
mantuve a un costado del bautismo. Miré
sin participar. Perdomo tampoco había
participado
activamente.
Había
supervisado todo subido a un banquito.
Él le contó a Fefo lo que le habían hecho
en su club, como si eso sirviese para
alegrarlo un poco. El bautismo une al
grupo, endurece el espíritu, aseguró.
Lo de la cerveza ya lo habían hecho
otras veces, pero con lo del desodorante
se habían ido a la mierda. Fefo me dijo
que yo había jugado como una mariquita,
y le contesté que tenía razón. Se rio un
poco y se empezó a olvidar del asunto.
Nos terminamos de cambiar y fuimos
para el salón. Estaba por empezar el
tercer tiempo.
VI
TODOS estamos de acuerdo en que
el entrenador es un gran tipo. Es bien de
San Isidro, de tres generaciones de
rugbiers. No le pagan un peso por
entrenarnos, lo hace de gusto nomás. Es
un secreto bastante sabido que es del
Opus Dei. A mí me lo contó Ariel. Es
del Opus, me dijo. Yo no sabía qué era
eso, pero imaginé que era algo malo,
porque me lo dijo en un susurro, como
se dice un secreto, aunque no había
nadie cerca que pudiera escucharnos. El
entrenador es el mejor médico
traumatólogo del país. Ha asistido a
congresos por todo el mundo. Cuando se
va de viaje, el equipo queda a cargo de
Perdomo. Tiene un amor inmenso por
los suyos: su familia, sus amigos, sus
colegas y nosotros. Sí, me animo a decir
que los jugadores somos parte de los
suyos. Una vez faltó a una premiación de
la Organización Mundial de la Salud en
Austria sólo para quedarse a dirigirnos
en la final del campeonato de ascenso.
Encima perdimos.
Con lo de la hija de Lautaro se portó
muy bien. Lautaro es un ex jugador, muy
querido. Viene a vernos casi todos los
partidos. Hace algunos años su hija tuvo
una enfermedad en los riñones; había
que hacerle un trasplante y la operación
costaba una fortuna. Había que verlo al
entrenador. No descansó durante meses.
Muchos creían que se trataba de su
propia hija. Organizó bailes, rifas,
bingos y donaciones, movió todos sus
contactos con los médicos, recorrió
todas las parroquias y colegios.
Lo del equipo también fue
espectacular. Dejamos todo. La plata se
juntó, la operación fue un éxito y hoy la
nena anda lo más bien. Cuando todo
había pasado, Lautaro vino a un partido
con su hija. La había vestido de blanco y
rosa, como para una fiesta, con zapatitos
de charol y medias blancas con
puntillas. En el tercer tiempo nos juntó a
todos y pidió la palabra. Subió a su
hijita a upa, y entre lágrimas nos
agradeció. Todos luchamos por no
llorar. Ésos son los valores del rugby,
dice el entrenador: solidaridad,
compañerismo y sacrificio.
Es una lástima que el entrenador no
se haya quedado ese sábado. Se fue
apenas terminó el partido. Él hubiese
frenado todo a tiempo, me parece. Yo lo
conocí un poco más cuando empecé a
salir con una de sus hijas: la menor,
María Emilia, pero la llamaban Emilia o
Emi. Todas las hijas del catolicismo se
llaman María Algo. Los padres buscan
en María algún tipo de garante, aunque
después el primer nombre no se use
demasiado. Al menos María Emilia no
era redundante como María Virginia, la
hermana mayor. Pobre Virginia, hace
poco me enteré de que es anoréxica.
Siempre me pareció demasiado flaquita.
Emi era hermosa como una muñeca
hecha de carne, pero no me calentaba.
Era demasiado linda como para
ensuciarla de sexo. Una noche soñé con
Cacho Castaña. Cacho es mi porteño
preferido, una caricatura del Buenos
Aires que ya fue. Tomábamos mate
cocido y fumábamos en un banco de
Plaza Francia. Él estaba de piyama
largo, a rayas grises y celestes, el pecho
al descubierto y un rosario colgando con
la lengua de los Stones. Yo estaba
desnudo. Compartíamos un tupper con
arroz primavera. Me hablaba de
mujeres: «No desearás a la mujer del
prójimo». ¿Dónde se vio eso? ¿A quién
se le ocurre? No les hagas caso, Mocho.
Lo único que falta es que tenga que
desear a la mía. Cuando una mina me
chupa, quiero que me transmita que tener
mi verga en su boca es lo mejor que le
puede pasar en la vida. Si no ves esa
chispa felina en sus ojos, dejala.
Haceme caso, Mocho, dejala.
María Emilia estaba vacía de ese
tipo de ansias, o las tenía tan bien
escondidas que no las supe encontrar. En
boca cerrada no entran moscas. Ni
lenguas. Por supuesto que no compartía
estos consejos de Cacho con el
entrenador. Con él era un yerno ideal; sí,
Enrique, antes de las doce; no, Enrique,
no voy a tomar si estoy con el auto; sí,
Enrique, ya sé que hay que tener cuidado
en la entrada de la villa. Las salidas
eran siempre iguales, de la mano al bar
o al cine, y unos besitos en el auto antes
de volver. Estacionaba una cuadra antes
de su casa, en un lugar oscuro y ahí nos
dábamos unos besos muertos durante
algunos minutos. Nunca la sentí gemir ni
aflojar las piernas.
Para Emilia, Buenos Aires es la
Avenida Libertador y algunas pocas
cuadras para los costados. La ciudad se
divide en tres: «San Isidro», desde
Vicente López hasta el Tigre. «El
Centro», que incluye toda la Capital:
Microcentro, Palermo, Colegiales,
Puerto Madero, Caballito, Belgrano. Y
por último «Pilar», que abarca toda la
zona de countries y barrios privados a la
que se accede por autopista. Nuestras
citas no salían nunca de San Isidro.
Duramos apenas unos meses, cuatro o
cinco salidas. No llegamos a ser novios,
nos agarró el verano en el medio. Con el
entrenador nunca hablamos de la
separación, pero sé que no me guarda
rencor.
Miento: hicimos una salida hasta el
centro. Fue a una marcha que se llevó a
cabo en la Plaza del Congreso, como
respuesta a una ola de secuestros y
homicidios,
para
reclamar
más
seguridad en las calles, para pedir que
los delincuentes no entren por una puerta
y salgan por la otra. No califica como
cita pero fue una interesante experiencia.
Para ese entonces todavía no habíamos
empezado a salir. Apenas la había visto
a Emilia una vez, una tarde que vino a
vernos jugar, pero eso había sido
suficiente. Después del partido yo
estaba fumando afuera, como hago
siempre, sólo que aquella vez no se me
arrimaron Ariel ni los perros sino que
vino ella, me pidió un cigarrillo y lo
fumó a mi lado. Noté que lo hacía a
escondidas de su padre; ocultaba el
cigarro detrás de su cuerpo y cada tanto
miraba en dirección al salón. No sabía
fumar. Apenas hacía unos buchecitos. Le
enseñé a cinchar el humo desde adentro
y a largarlo como un suspiro. Fue lindo
contaminar un poco a la hija del
entrenador. El resto de nuestra
conversación fue de una vulgaridad
bochornosa.
Teníamos
algunos
conocidos en común (siempre hay
conocidos en común); repasamos sus
nombres y cómo los conocía cada uno.
Esa tarde no pasó nada más, apenas ese
pequeño instante de complicidad.
Unas semanas después, el entrenador
nos invitó a participar, junto con sus
amigos y familiares, en la marcha contra
la inseguridad, y no dejé pasar la
oportunidad. Tomé el tren hasta San
Isidro y quince minutos antes de la hora
pautada, bañado y perfumado, llegué a
la puerta de la Catedral. Le había
pedido a Ariel que me acompañara, para
no ser tan evidente, pero a último
momento me dejó plantado por no sé qué
partido del Barcelona que daban por la
tele. Ariel es loco por el Barcelona. Se
había formado una larga fila de autos y
familias, esperando la orden de partida.
Emi me saludó con sorpresa y el
entrenador con un abrazo agradecido. Y
así partió la procesión, enrosariada,
tocando bocina prolijamente por
Avenida Libertador. Cruzamos Martínez,
Olivos,
Vicente
López,
Núñez,
Belgrano, Palermo y Recoleta hasta
llegar a la Plaza del Congreso. El
entrenador dejó la camioneta en un
estacionamiento sobre Rivadavia y nos
unimos al acto. Ya era de tardecita y
todo el mundo había salido de las
oficinas para manifestarse. Nos
encontramos con otros chicos del club,
con Lautaro, con el Búfalo y con el
Gordo Paoleri. La mujer del entrenador
es parecida a sus hijas, pero en una
versión afeada, no sólo por el tiempo,
sino también por unas encías largas y
moradas que le dan un aire equino.
Había llevado velas para todos. A mí
me tocó una con olor a lavanda. También
teníamos algunas pancartas solidarias:
«Todos somos víctimas» y «Por la vida
de nuestros hijos». La madre de las
chicas usaba un pañuelo de seda atado
alrededor del cuello. Para cuidar la
garganta. Por si refrescaba.
No tienen idea de las minas que
había en ese acto. Una más buena que la
otra, todas peinadas y arregladas. Hasta
las madres eran jóvenes de pechos
firmes y trajecito sastre. Pero esa noche
fui todo para Emilia. Logré acomodarme
a su lado. En un momento todos nos
tomamos de la mano para rezar el
padrenuestro. Las ideas más obscenas
me invadieron cuando sentí la tibia
presión de su mano sobre la mía. Yo lo
recé de manera creíble, in english of
course, pero me enmarañé con esas tres
cruces que se hacen después; una en la
frente, una en el pecho y nunca me puedo
acordar dónde va la tercera. Todos
pedimos por la seguridad de nuestros
hijos. Lo pedimos en varios idiomas,
porque ésa era una cruzada de todas las
religiones. No se metan con nuestros
hijos. Yo no tengo hijos pero creo que
soy uno de los hijos con los que no se
tienen que meter. Lo pedimos con
oraciones, con velas y con promesas de
mano dura. No puede ser que ahora
secuestren y maten a nuestros hijos. Eso
nunca ha pasado en este país, decían las
madres de la Plaza del Congreso. El
momento de las velas fue estéticamente
interesante, eso hay que reconocerlo. Yo
aproveché para fumar.
—Cuenta una leyenda alemana que
por cada cigarrillo que se enciende con
la llama de una vela, muere un marinero
en altamar —le dije a Emi al oído y
encendí—. Uno menos. Acordémonos
también de él en nuestras oraciones.
Emi estaba entretenida por mi paso
de comedia. La convidé unas pitadas
mientras sus padres oraban con los ojos
cerrados. Esa noche no pude besarla
pero cuando todo terminó y llegó el
momento de la despedida, me dijo que
yo era distinto de todos los chicos que
conocía. Me lo dijo como algo bueno
porque también me pidió que la llamara.
Ése fue el inicio de nuestro breve y
casto romance.
Especie rara, los entrenadores de
rugby. Nunca conocí gente con tanta
vocación para lo que hacen; están
convencidos de que se puede construir
un mundo mejor a base de tackles, rucks
y malls. Tuve de todo: buenos, malos,
autoritarios, estudiosos, socialistas,
comprensivos, moralistas, dogmáticos,
gritones y silenciosos. Pero todos
comparten esa convicción de que el
rugby te hace mejor persona, el rugby
formador de sujetos, escuela de vida,
como se juega se vive. Hasta tuve uno en
el colegio que nos hablaba en inglés. Se
llamaba Peter Morgan, pero le decíamos
«el Morgan». Fue nuestro entrenador
cuando teníamos doce o trece años. Era
un hombre cuarentón, colorado y
pecoso, con un bigotito asardinado
recortado a tijera y un vozarrón que se
escuchaba a veinte cuadras. Parecía
salido de una de esas películas yanquis
en las que un obstinado entrenador saca
campeón del mundo a un grupo de
inútiles. Cuando a algún jugador se le
caía la pelota, todos teníamos que hacer
flexiones de brazos, y el culpable debía
contarlas en voz alta: one, two, three,
four, five, six… thirty. Debíamos
contestarle: «Yes, Sir» o «No, Sir», y si
te olvidabas de la parte del Sir, o si no
lo decías con suficiente convicción, te
mandaba a hacer flexiones de brazos.
Todo su sistema legislativo-jurídico
estaba basado en las flexiones de
brazos. El Morgan despreciaba a la
gente que no podía levantar su propio
peso con la fuerza de los brazos. Me
acuerdo de una que le hizo a Ariel.
Teníamos que subir una soga y Ariel no
podía, sus brazos eran como dos
flequitos de gelatina. Lo hizo sacarse la
remera y lo tuvo intentando unos veinte
minutos, mientras una ronda de
compañeros lo señalábamos y nos
reíamos. Como no pudo, tuvo que hacer
flexiones de brazos.
Ese año salimos campeones
intercolegiales. El Morgan había
formado un equipo invencible, de brazos
fuertes. La noche del campeonato nos
llevó a todos a cenar a su casa. Vivía
solo en un departamentito en Belgrano
R. Comimos panchos y algunos
probamos de su whisky con soda. Hace
poco lo encontré en la calle. El Morgan
estaba en un quiosco comprando el
diario deportivo Olé y dos paquetes de
cigarrillos Parisiennes. Fue un domingo
al mediodía. Estaba vestido de ojotas,
musculosa y un pantaloncito de Racing.
Igual le dije: Hola, Sir. Estoy seguro de
que no me reconoció, pero me devolvió
el saludo.
18.15
EL tercer tiempo es el orgullo del
rugby. Es el momento en el que los dos
equipos, que habían luchado a muerte
dentro de la cancha, se unen para
compartir un espacio de diversión y
camaradería. Es el momento de ser
caballeros, de distinguirse del fútbol, de
bromear con los rivales y el referí, de
ser un poquito ingleses.
El tercer tiempo del Christians es
simple y organizado. Hamburguesas,
gaseosas y cerveza. Los encargados de
cocinar y servir van rotando con los
partidos. Ese día me había tocado a mí.
Un bajón. Había tres largas mesas
dispuestas en el salón: una para
entrenadores, padres y referí, una para
el equipo visitante y otra para nosotros.
En los colegios es distinto. Cuando
éramos chicos, nos hacían sentar a los
dos equipos en la misma mesa,
intercalando uno y uno, para fomentar la
fraternidad.
Primero corresponde servir al
equipo visitante. Ésa es una regla de
oro. Cargamos las bandejas de
hamburguesas y damos vuelta a su mesa
hasta que todos estén servidos. Otros
hacen lo mismo con las cervezas y las
cocas. Recién después le toca a nuestra
mesa, aunque siempre hay algún indio
que no aguanta sentado. Lucas es uno de
ésos. Se para y espera agazapado a la
salida de la cocina. Cuando salí con la
primera tanda para los visitantes, Lucas
me interceptó y metió mano en la
bandeja. No seas negro-cabeza, Lucas,
lo retaron. Pero no le importó, agarró su
hamburguesa y se fue masticando para
afuera, mientras marcaba un número en
su
celular.
Se
calculan
dos
hamburguesas para cada uno. Con la
bebida es más difícil, pero ésa era una
noche especial; habíamos comprado
como para emborrachar a un ejército
eslovaco.
No es igual con todos los rivales.
Tenemos más afinidad con unos que con
otros. Por lo general, nos llevamos
mejor con los equipos de ex alumnos de
colegios ingleses. Siempre hay algún
conocido, de la facultad, del country, o
de haber jugado en contra toda una vida.
De chicos nos peleábamos mucho con
los de colegios como el nuestro, en la
cancha, en Punta, en Pinamar o en el
boliche, pero eso ya pasó. Ahora nos
reímos de esas peleas, las evocamos y
nos divertimos juntos, gozando. Con el
San Roque no tenemos mucha afinidad.
Cuando todos han llenado sus panzas y
han tomado algunas cervezas, se da un
momento de quiebre; los padres,
entrenadores, estudiosos, amargos,
referí, o los que tienen algo mejor que
hacer, por lo general se retiran. En ese
momento se fue Enrique, el entrenador.
Pidió disculpas y dijo que se tenía que ir
rápido por un compromiso familiar.
Siempre lo cebamos para que se quede
un rato, pero ese día le pasaba algo raro.
Creo que había recibido un llamado
sobre la hija. No Emi sino la otra,
Virginia, la anoréxica. No le dijimos
nada. Los que se quedan son los que
tienen ganas de emborracharse y de
joder. Se van formado pequeños grupos
de charlas, nada muy profundo, hablar es
una excusa para tomar tranquilos. Se
destapan los primeros whiskies y
fernets. Empieza la música, de a
poquito, como para entrar en calor. El
Chino empezó una de sus historias y una
ronda escuchaba sus hazañas con
atención:
—Bueno, les sigo contando. Ese
domingo tenía una resaca pelotuda. No
sé si a ustedes les pasa igual, pero
cuando estoy de resaca ando con una
calentura que me cojo hasta a la
mucama. Y encima la noche anterior
había estado apretando en el auto con
una pendeja que al final no quiso nada.
Bueno, estaba al pedo, mirando tele y
suena el teléfono. Atiendo. Una mina me
quería vender un servicio de llamadas
telefónicas internacionales.
—¿Un domingo?
—Sí, esos hijos de puta no
descansan nunca. La dejo hacerme todo
el verso que tienen aprendido de
memoria. Tenía linda voz, como de
locutora. Me hice el interesado. Inventé
algunas consultas sobre el servicio. Le
pregunté si ella lo tenía en su casa.
Cuando me contestó que sí no le creí,
pero noté algo en su voz. Noté ganas.
Ganas de que no le cortara. Tengo olfato
para esas cosas. Entré despacito. Le dije
que me vendría bien algo para abaratar
mis llamadas a España. Le mentí sobre
una novia que me había dejado para irse
a Barcelona. Le confesé que no me
gustaba llamarla pero que algunos
domingos no podía aguantarme y
terminaba pegado al teléfono durante
horas. Le dije que algunas veces lloraba.
Me hice el pobrecito. A las minas más
grandes les gusta eso, les da ganas de
abrazarte y de meter tu cabeza entre sus
pechos. Después de unos veinte minutos
de charla pedorra, metí segunda. Le
pregunté cómo era y ella se describió.
—¿Y cómo era?
—Esperá un poquito, Fefo. No seas
pajero. En ese momento estaban dando
un capítulo de «Sex and The City». Le
conté lo que estaba pasando en la
pantalla: la rubia tenía un novio que le
gustaba mucho salvo por un detalle: se
negaba a chuparle la concha. Se lo dije
con palabras más suaves, claro. Después
le pregunté a ella qué pensaba de la
situación: ¿Es ese motivo suficiente para
una ruptura? Ella se rio. La sentí
sonrojarse del otro lado de la línea, y
ahí fue cuando me abrió la puerta. Se
puso seria y me dijo: «Para mí, sí,
pichón». El resto fue un trámite. Le dije
que tenía que cortar y ella me pidió que
no lo hiciera. Quedamos en encontrarnos
a la salida de su trabajo. Laburaba en el
centro y vivía en un barrio medio
cabeza, tipo Quilmes o Lanús.
Marcamos la cita para las siete de la
tarde en una confitería de Avenida de
Mayo. Le dije que no iba a tener
problema en reconocerme: llevaría un
jean ajustado y una camisa roja
desprendida hasta la mitad del pecho.
Ella hizo «mmm», el ruido que hacen las
mujeres cuando prueban chocolate y se
pasan la lengua por los labios. Cortó.
—¿Y? ¿Fuiste?
—Claro que fui. ¿Qué te pensás?
—Bueno, dale, seguí. Apurate que
no puedo más.
—Antes de contarles el final voy a
necesitar que alguien me haga un fernet.
Bien cebado, eh. Con las medidas justas
de hielo, Coca, fernet y amor.
—Dale, Chino, no jodas.
—En serio. Se me secó la boca y no
puedo decir ni una palabra más sin una
copita.
—Bueno, yo voy. No puedo creer lo
pajero que soy.
—Ya que vas a la barra, armale uno
a Cristiancito, también. Con mucho
hielo, que está levantando una calentura
que no puede más.
—No quiero fernet. Quiero Coca.
—Tomate un fernet que te va a hacer
bien. No seas cagón.
—Bueno. Con mucho hielo.
—Decime,
Cristiancito,
¿vos
enterraste la batatita? ¿Probaste un poco
de néctar?
—No lo jodas, Chino. Dejalo
tranquilo.
—Bueno, yo pregunto porque ya está
en edad de merecer. ¿Vos viste la pija
que tiene? Una foquita desmayada. Ojalá
tuviera una pija así.
—Mostrala, Cristiancito. Dale.
Mostrásela a los pibes.
—No quiero.
—Dale, un segundito. Apoyala acá,
arriba de la mesa. Por el equipo.
—No quiero.
—Dejalo tranquilo, man.
—Acá tenés tu fernet, Chino. Ahora
seguí.
—Bueno, sigo. Pero la cosa se pone
fea, se los advierto. Llegué a la
confitería unos minutos antes de las siete
y me senté en una mesa cerca de la
puerta. A las siete en punto se acerca
una señora a mi mesa y se sienta. Era mi
tía.
—¿Tu tía?
—No, nabo. No era mi tía. Era como
mi tía, como una tía soltera de esas que
tejen y acarician gatos. De cara no era
tan horrible pero el cuerpo… uff, me da
escalofríos recordarlo. Tenía tetas
pecosas y deprimidas como globos mal
inflados. Sin culo. Mejor dicho, era
como si el culo lo tuviese adelante.
Tenía una panza redonda, dividida en
dos por un cinturón de cuero a la altura
del ombligo. No terminé de caer hasta
que me agarró la mano por encima de la
mesa y me dijo con su voz de locutora:
«Hola, pichón».
—¡Qué mal momento! ¿Y cómo
zafaste?
—¿Quién te dijo que zafé? Ella
sabía que era fea. Me pidió perdón por
haberme mentido. Me pidió perdón por
ser fea y me dio un poco de lástima.
Después, sin dar vueltas, me pidió, por
favor, si podíamos ir a un telo. Me
confesó que lo necesitaba. Le dije que
andaba corto de plata. Ella contestó que
pagaba todo. Le dije que andaba corto
de tiempo. Entonces pasó: sacó su
billetera y desparramó el contenido
sobre la mesa. «Tengo ciento veinte
pesos. Lo que sobre del hotel te lo doy a
vos», me dijo.
Fue la primera plata que gané en mi
vida. Mi primer trabajo. Setenta pesos
en menos de una hora. No está mal.
—Gordo, ¿me servís un chorrito más
de Coca que me quedó fuerte el fernet?
—Sos flojito, eh.
—¿Alguno fue a Sudáfrica?
—Sí, estuvimos de gira. Es lindo
país, pero son muy racistas. Lo tienen
metido adentro. Lo primero que nos dijo
un tipo en el bar del hotel fue: «Tengan
cuidado con las negras, les pueden
contagiar cualquier cosa». Lo dijo con
la mejor onda, como un consejo
paternal, eso fue lo que me impresionó.
Estaba sentado en una mesa con su
familia comiendo papas fritas. Después
se armó karaoke y pasó a cantar la
canción de Top Gun con la hija.
Nosotros éramos como veinte y ninguno
se animó a cantar.
—Esa gira estuvo espectacular.
Jugamos contra un equipo de negros. Era
en un pueblito en el medio de la nada y
todo el mundo vino a vernos. Era la
primera vez que los visitaba un equipo
de blancos, y encima de otro país. No
sabés la emoción que tenían. Salimos en
los diarios locales, nos pedían fotos y
autógrafos como si fuésemos Maradona.
Re linda gente. Armaron un tercer
tiempo y entrega de premios en el
municipio, dio un discurso el alcalde y
después nos llevaron a un baile.
—¿Y se cogieron alguna negrita?
—Ah, no sé. Secreto de gira.
—¿Qué significa eso?
—Secreto de gira: lo que pasa en
una gira, queda ahí. Nunca pasó.
—Dale, no seas marica que acá no te
ve tu novia. Además, estamos entre
amigos. En este tercer tiempo no hay ni
media mujer.
—Yo te respondo. No era fácil
coger. Las minas te daban cabida, pero
hasta ahí nomás. Hasta el baile todo
bien, pero si les querías dar un beso te
corrían la cara, como si les diera
vergüenza que las vieran.
—Igual, hay que ponerse triple forro
para cogerse a una de ésas. Yo no me
arriesgo ni en pedo. Había un sida en el
aire que se podía meter en una caja de
zapatos.
—No seas racista, Sergio, hay sida
por todos lados.
—No soy racista, soy realista.
—¿Quién se cagó?
—¿Fuiste vos, Gordo?
—Sí.
—¿Por qué será que los primeras
líneas se cagan más que el resto de los
humanos?
—Es que me reí y me aflojé.
—Ahora los sudafricanos tienen más
de un negrito en el equipo. La figura es
ese Habana, que lo hicieron correr
contra un chita.
—Les pusieron un cacho de carne en
la llegada a los dos.
—Vos te reís, pero en Sudáfrica es
increíble las cosas que todavía se ven.
Parecen de otro siglo. Hablan de que el
racismo se terminó pero es todo de la
boca para afuera. Tienen escuelas para
negros, otras para blancos y otras para
colored. Los colored son los mulatos, el
escalón más bajo. Peor que los negros,
todavía. En el súper venden una comida
en bolsas de cinco y diez kilos que le
llaman «comida para negros»; es un
alimento balanceado, barato, feo y con
proteínas, como si fueran perros.
¿Entendés?
—Horrible.
—Va a ser jodido que mañana los
Pumas le ganen a Sudáfrica. Están
gigantes esos muchachos. ¿Vos viste lo
que es el octavo?
—Cuanto más grandes son más
fuerte caen.
—Ese es un viejo verso de los
entrenadores.
—¿Me pasás el hielo, Duce?
—No hay más.
—Mocho, andá a traer de la cocina.
Hoy te toca servir.
—Ni en pedo, mi servicio ya
terminó. Andá vos.
—Y vos, Duce, ¿qué opinás de todo
esto? ¿Está bien si te decimos «Duce»?
—¿Quién te puso ese apodo?
—Yo mismo.
—Gloria o muerte, como dijo el
narigón Bilardo.
El Duce es un tipo de mal aspecto.
No lo querrías para tu hija. Es el
entrenador de San Roque. En realidad es
el entrenador de la intermedia, pero ese
día el titular no estaba, así que había
quedado a cargo del equipo. Era la
primera vez que lo veía, pero me habían
llegado sus cuentos. Sé que tiene menos
edad de lo que parece. Debe andar entre
los treinta y los cuarenta. Es obeso,
rosado y usa la cabeza rapada al ras. Su
cuerpo está en permanente estado de
ebullición, las gotas de sudor burbujean
en su cara, nuca y cuello. Se seca con un
pañuelo celeste que saca del bolsillo
trasero del pantalón. La camisa blanca
de manga corta, amormonada, se le moja
y se le pega al cuerpo, deja ver los
pliegues de su barriga y dos senos con
pezones puntiagudos. Su boca es chica y
entreabierta. Su nariz plana, en dos
dimensiones, como la de un cerdo.
Habla y respira fuerte, con un silbido de
cigarrillo que le sube desde los
pulmones. Se arrimó con dos o tres más
de San Roque a la mesa donde
estábamos nosotros. No le costó mucho
empezar a narrar sus célebres historias:
—Les cuento una que me pasó el año
pasado. Me habían puesto de entrenador
de infantiles en el colegio. A la segunda
clase cae un coreanito y dice que quiere
jugar. Era flaquito como un fideo y ni
siquiera tenía botines. No lo iba a poner
pero me rompió tanto los huevos que al
final lo metí de pilar. Imagínenselo al
coreano: chiquito, de zapatillas,
formando en el scrum contra un gordo
gigante… lo llevaban para atrás como
con rueditas. Al otro día apareció con un
cuello ortopédico y no jodió nunca más.
—Che, Duce, contales la de
Hebraica.
—¿Te parece, Mono? Bueno,
servime otro whiskicito. ¿Hay algún
judío acá?
—No. Se llama Christians el club,
¿o no te diste cuenta?
—Bueno, pregunto por las dudas, no
sea cosa que se ofenda alguno. Fue
cuando era jugador. Fuimos a jugar a la
cancha de Hebraica. Cuando entramos al
club nos revisaron los autos como si
fuésemos terroristas. Ahí ya me empecé
a calentar. A mí me tocaba formar contra
un pilar bien tiernito. Bien cara de ruso
tenía. Lo volví loco, lo exprimí como a
una naranja y le crucé la cabeza todo el
partido.
—Mostrales el tatuaje, Duce.
—¡Pará, nene! No seas ansioso, que
la historia la estoy contando yo. Un
ratito antes de que terminara el partido
se lesionó el hooker y me tocó tirar un
line. Tenía toda la hinchada de Hebraica
a mi espalda y los rusos me gritaban
cualquier cosa. Se ve que ya me
conocían. Agarré la pelota, me tomé mi
tiempo, y me arremangué la remera hasta
los hombros. Así, miren…
—Nooo. ¡Qué hijo de puta! ¿Y no te
hicieron nada?
—Los rusitos me querían matar, se
pusieron como locos, pero me bajé la
remera y tiré la pelota rápido. El referí
se hizo el boludo. Después en el
vestuario les dejamos una notita escrita
con barro en los azulejos: «Adolfo se
quedó corto».
—Jajajá. ¡Qué hijos de puta!
—Nos tuvimos que ir rajando del
vestuario a los autos.
—Voy a buscar una cerveza.
—Ese Duce es un asco. Y todos lo
escuchan como si fuese un genio. Los
pelotudos de su equipo y los del nuestro
también.
—No le des bola, Mocho. Es un
personaje que hace para joder.
—Bueno, es un personaje que me da
asco.
—No te calentés. Tomate una birrita.
—Yo tampoco lo aguanto. Ese tipo
de gente le hace mal al rugby. Me
gustaría que fuera a Virreyes para que
vea el trabajo que están haciendo allá.
—¿Adónde, Hernán?
—Virreyes. Ese club que armaron
para los chicos de las villas. Queda por
San Fernando. Es impresionante.
Empezaron con unos poquitos y ahora ya
tienen más de cuatrocientos jugadores.
Les enseñan de bien chiquitos los
valores del rugby: la solidaridad, el
compañerismo, el sacrificio, el respeto.
En el club los chicos encontraron un
espacio de dignidad, un sentido de
pertenencia. Aparte, trabajan en
conjunto con la gente de la parroquia de
San Isidro. Dicen que la delincuencia
bajó en la zona y hasta hay uno que entró
en la universidad.
—Es una especie de reformatorio,
entonces.
—¿Vos fuiste al club? ¿Viste el
trabajo que están haciendo?
—No.
—Bueno, entonces no hablés al
pedo, Mocho.
—Che, no se peleen por boludeces.
¿Pudieron hablar con las minitas de
hóckey? Ya tendrían que haber llegado.
—¿Dónde jugaban?
—Creo que en Newman.
—Es acá nomás. Vamos a llamarlas
porque si no esto va a ser una ensalada
de huevos.
—Tenemos que armar un dobles en
estos días. Esto del rugby no da para
más. Estoy viejo para los golpes.
Después de cada partido, me duele el
cuerpo hasta el miércoles.
—Gordo, ¿vos tenés cancha en el
barrio ese de maricas donde te mudaste,
no?
—Claro que sí. Hay dos canchas de
tenis, paddle, almacén, canchita de
fútbol, colegio, iglesia, minigolf y hasta
una lagunita artificial.
—Todo es medio artificial por ahí,
¿no?
—Ustedes jodan, pero de acá a
algunos años van a terminar todos
viviendo en barrios privados. Cuando
tenés hijos te cambian las prioridades.
Yo a su edad tampoco me iba ni en pedo
de la Capital, pero ahora no lo cambio
por nada. Ya no se puede vivir en la
ciudad. Ahora llego a casa, no hay
ruido, todo verde, sin rejas, las chicas
pueden ir a andar en bici, Chachi se va a
lo de la vecina.
—¿Dónde está tu mujer, a todo esto?
—Se fue con las nenas y la mujer de
Hernán. Eso es otra cosa buena, como
queda cerca, se puede ir solita y yo me
puedo quedar a disfrutar del tercer
tiempo. En cualquier momento me lo
traigo a Hernán de vecino, ¿no,
Perdomo?
—Estoy en eso. Si fuese por mí me
iría ya, pero tengo que convencerla a
Silvina. Ella tiene a toda su familia y sus
amigas en La Lucila.
—¿No se terminó de convencer
cuando les afanaron la semana pasada?
Decile que piense en su hijo, que no sea
mala madre. Eso no puede fallar.
—Miren que ahora están afanando
hasta en los countries.
—Eso depende del lugar. En el mío
tenés que ser Terminator para entrar.
Hay seguridad y cámaras por todos
lados.
—¡Qué lindo! Debe ser como el
Gran Hermano.
—Sos un boludo, Mocho. No se
puede hablar en serio con vos.
—Che, amargos: ¿por qué no se
juntan mañana a tomar un café y lo
discuten? Déjense de joder, que están
matando la fiesta.
—Tiene razón el Chino. Vamos a
hacer algún jueguito para tomar que la
cosa viene medio lenta.
—¿Jugaron a las postas alguna vez?
—Creo que sí.
—Vamos a desafiar a los del San
Roque.
—Sergio, subí la música que parece
un velorio esto.
VII
SOY estudiante de Derecho. Es hora
de que lo sepan. Siempre me gustó
discutir. Mejor digo debatir, queda un
poco más refinado. Siempre me gustó
debatir. Poder convencer a alguien de
algo. Poder convencer a uno de que el
agua de lluvia es buena para el pelo, y
después convencer a otro de lo
contrario, o incluso a la misma persona.
Yo pensé que de eso se trataba ser
abogado: convencer al juez de esto o lo
otro, usando la palabra y las pruebas
como armas de persuasión. Quizás haya
visto demasiadas películas de abogados.
Todo el sistema jurídico yanqui está
pensado para que las películas sean
entretenidas, pero eso no pasa acá.
Durante el último año de colegio
vinieron de casi todas las universidades
a vendernos su producto. Vinieron de las
caras, de las mediocres, de las
formadoras de yuppies, de la católica y
de la ultracatólica. Vinieron de todas,
salvo de la pública. Debe ser por eso
que terminé allí. Por eso y porque mi
viejo quería que fuera a otra, no
importaba a cuál, a otra. Mi hermano ya
está estudiando en Estados Unidos,
como todo peruano que se precia de ser
de la crema. Está en un pueblo perdido
en el medio del mapa; un pueblo de esos
bien conservadores,
donde
está
prohibido blasfemar y bailar pegado. Se
pasó del rugby al fútbol americano. Dice
que juega bien, y le creo. Debe estar de
fiesta en fiesta, aplastando latas de
cerveza contra la frente y curtiéndose
porristas huecas y tetonas, llamadas Pam
o Cindy.
La Universidad de Buenos Aires no
fue lo que esperaba. Por lo que me
habían advertido en el colegio, imaginé
que iba a estar en una clase sin luz ni
bancos, que a mi lado se iba a sentar un
Neo-Che-Guevara, e iba a apoyar sobre
el piso su molotov y su manifiesto
leninista, y que todos juntos íbamos a
ser obligados a punta de pistola a cantar
«La Internacional». Pero no es así. Yo
veo lo de «Universidad Obrera» en los
carteles y en los panfletos, pero no tanto
en los pasillos. Salvo algunas
excepciones, lo que se ve es clase
media. De ahí para arriba. Tampoco hay
mucha gente de barba en la Facultad de
Derecho. Es una lástima. Los tipos de
barba llena siempre tienen algo
interesante para contar. Tendría que
haber ido a Sociales. La que pega fuerte
en mi Facultad es la barba candado, la
de penalista, pero eso no es una barba,
es apenas una boca enmarcada, una boca
que dice: Dejalo en mis manos, vos
confiá en mí y no te hagás problema.
Hace más de un año que escribo
para
una
revista
de
derecho
universitario. Eso se lo debo a una
profesora. Cuando entregó la corrección
de mi monografía de fin de curso me
dijo: «Sánchez: no estudió nada. Todo lo
que escribió es una porquería, pero qué
linda porquería». Me pasó raspando y
me invitó a formar parte de la revista
que ella dirige. En esa redacción conocí
otro tipo de cabezas. En el colegio yo
me las daba de culto y de pibe leído,
pero en esa mesa no me animaba a abrir
la boca. Simplemente escuchaba zumbar
las palabras, las palabras que armaban
ideas. Las primeras veces me hundía en
mi silla, un poco abochornado de mi
falsa erudición. Ahora ya estoy un poco
más suelto. A veces vamos de bares
después del cierre de la edición. Yo soy
el más joven del grupo, pero les sigo el
ritmo con las copas. Hasta diría que me
sobra. Esta gente no toma con la avidez
de mis amigos del rugby. Tomar no es
una competencia para ellos: son medio
flojitos en ese sentido. Lo que no le dan
a la cerveza se lo dan al porro. He
compartido más de un fasito con
respetados abogados y profesores, pero
ellos no la caretean. Esta gente habla un
idioma distinto del que yo estaba
acostumbrado, o el mismo idioma pero
otro lenguaje; con oraciones más largas,
hilvanadas, con pausas y comas. Los
temas también son otros; hablamos de
derechos y garantías, de Arlt, de hábeas
corpus, de Rodolfo Walsh, del
Eternauta, de Homero Manzi. También
hablamos de minas y de fútbol, pero eso
pasa en todos lados. No sé por qué les
mentí con lo del rugby. Al principio fue
una omisión, simplemente no dije nada
de mi vida deportiva. No tenía por qué
hacerlo. Pero un día me vieron irme con
el bolso grande de entrenamiento, y
cuando me preguntaron, les dije que iba
a jugar al fútbol. No pensé mi respuesta,
me salió. Fue un reflejo condicionado
por vaya uno a saber qué íntima
vergüenza. Después pasó lo que siempre
pasa con las mentiras: tuve que mentir
más mentiras encima de la primera. Mi
bolso decía «Gira a Sudáfrica 2005» y
tenía un dibujo de un puma corriendo
con una pelota de rugby bajo el brazo.
Me hice el gil. Cuando llegaba a la
redacción con algún golpe del partido,
me hacía el gil. Cuando tenía que faltar a
alguna reunión porque coincidía con un
partido, también me hacía el gil. Me
estaba haciendo tanto el gil que ya me lo
estaba empezando a creer. Un día lo
hablé con Ana. Ella me puso en mi
lugar: ¿Qué les importa a ellos si jugás
al rugby? Se puede jugar al rugby y ser
un tipo sensible. Me decidí a confesar,
pero no lo hice. Ya no me avergonzaba
lo del rugby sino haber sostenido una
mentira tan pelotuda durante tanto
tiempo. Con mis compañeros de clase
me llevo bien, estudiamos y tomamos
mate o café, pero no me hice ningún
amigo. No soy bueno para hacer amigos
de grande. Me cuesta. No sé cómo se
hace. A ellos tampoco les cuento
demasiado sobre el rugby. Cuando me
preguntan si soy rugbier contesto que
juego al rugby, como si esa pequeña
diferencia gramatical sirviera para
salvar mi honra. Hay demasiada
pertenencia en la palabra «rugbier»; más
que la práctica de un deporte implica un
modo de vida, un acto político, como ser
evangelista o lesbiana. Además, ahora el
rugby ni siquiera sirve con las minas, ni
siquiera con las chetitas. Ese tipo
fornido de los años ochenta, estudiante
de Derecho, con Phil Collins en el
walkman y crucifijo de plata en el
pecho, de hombros anchos y camisa
dentro del pantalón, era el sueño de toda
mujer soltera. Ahora ese tipo es un
pelotudo. Sólo a las más veteranas les
siguen gustando los rugbiers. Me di
cuenta con toda esta fiebre del Mundial.
Cuando una mina pasa los treinta
prefiere la carne firme a cualquier otra
virtud un poco más esotérica.
A la única que le dije la verdad fue a
una vieja loca que acampa en las
escaleras de la Facultad. «Soy el Mocho
y juego al rugby», le confesé. Claro, yo
sabía que estaba loca, sabía que era
como decirlo al vacío. Esa vieja es una
cosita interesante. Se llama Amanda y se
ve que alguna vez fue hermosa. Su
belleza resiste a las arrugas y la
alienación. Amanda duerme desde hace
quince años en las escalinatas de la
Facultad. Se despierta todos los días
con los pasos apurados de profesores y
alumnos, hasta que un silbato de guardia
termina de echarla. Entonces se levanta
y se acomoda, por lo que queda del día,
en el parque que está a la vuelta, el de la
flor de metal. No da mucho trabajo la
mudanza. Su vida le cabe en una bolsita
de náilon negro. Ahí la veo por las
mañanas, sentada prolijamente en un
banco de madera con su rodete gris, su
cara descubierta y serena. A su
alrededor las familias pasean, los
estudiantes toman sol y los niños patean
pelotas por el suelo. Amanda no pide
dinero ni les da de comer a las palomas.
Tan sólo toma mate, fuma y se cuida las
uñas. Pasa horas mirándose las uñas,
limando, limpiando, dándoles brillo,
esmalte o pintura. Parece absurda tanta
coquetería. ¿De qué sirven las uñas en
una vida así? A cada rato se levanta y va
hasta la puerta de la Facultad. Luego
vuelve a su banco y a sus uñas. Una
mañana de invierno me agarró la
empatía. Me acerqué y le dije:
—Hace frío. ¿Por qué no va a un
refugio, señora?
—No puedo, m’ijo. Quedé en
encontrarme con mi abogado en la
puerta de la Facultad. Debe estar por
llegar.
Linda historia, ¿no? «Debe estar por
llegar». Qué hija de puta. Ahora nos
saludamos todas las mañanas, aunque no
sé si me reconoce. Los lunes le comento
cómo salió nuestro equipo de rugby.
Amanda se sonríe cuando le digo que
ganamos.
Claro que no en todos lados escondí
lo del rugby. En algunos lugares, lo
enarbolé como bandera. En eso fui
bastante zorro. Dicen que es difícil
conseguir trabajo, pero a mí se me hizo
sencillo. Apenas entré a la Facultad me
llamaron para una entrevista en uno de
los estudios más importantes de la
ciudad. Cuatro apellidos: Walker,
O’Connell, Anchorena & Etchegaray. El
«&» es un asunto importante en estos
lugares. Este símbolo es como el quinto
apellido, con su aire señorial y su
pancita de burgués. Mi primer llamado
de atención fue por usar la «y» antes de
Etchegaray. ¿Qué tendrá esta gente
contra los griegos?
La entrevista fue fácil. Pasamos dos
candidatos a hablar con uno de los
socios, el doctor Anchorena. Empezó
por lo de rigor: materias cursadas,
promedio, experiencia, perspectivas de
trabajo, etc. Después se interesó por
nuestra vida social. Leyó la última línea
de la hojita de mi currículo: Jugador de
rugby de Old Christians Rugby Club.
Sus ojos se encendieron un poco.
—¿Jugás en el Christians? Lo debés
conocer al Chato Alzogaray…
—Sí, claro, fue mi entrenador
durante años.
—Un tipo bárbaro el Chato.
Mandale saludos si lo ves. Un tipo
bárbaro.
—Sí, claro.
—Yo jugué años en CUBA y fui
entrenador toda mi vida. Ahora dejé, ya
no tengo tiempo. Sólo miro los partidos
de mis chicos cuando puedo. Aunque a
veces me sale el entrenador de adentro.
Eso es algo que se lleva de por vida. Al
más grande lo llamaron para los
Pumitas. Juan Martín Anchorena. ¿Lo
conocés?
—Creo que sí. ¿Juega de fullback?
—Sí. De fullback o de wing.
—Lo tuve en contra en menores de
diecisiete. Un jugadorazo. Yo estaba
ayudando a entrenar a las divisiones
inferiores.
—Eso es bárbaro. Entrenar te
enseña a trabajar en equipo, a tirar todos
para el mismo lado.
En ese momento terminó la
entrevista para el pibe que había entrado
conmigo. Hablamos de rugby durante
quince minutos sin que él pudiera meter
bocado. El pobre era un genio: había
estudiado en el Pellegrini, 9,75 de
promedio, tenía experiencia de trabajo y
recomendaciones varias, pero apenas
había jugado al handball en Vélez, y con
eso no alcanza. Cuando nos fuimos,
Anchorena me dio un firme apretón de
manos, se llenó su mano con la mía y me
miró, como reconociéndome. Tuvimos
nuestro pequeño momento de amor y
endogamia. Para un rugbier no hay nada
mejor que otro rugbier, en la cancha, en
la oficina, en la familia o en la
cordillera de Los Andes. Los dos
candidatos bajamos juntos los catorce
pisos de ascensor hasta la planta baja.
Silencio y vista al piso. Era de mármol.
Cuando nos despedimos en la calle no le
pude sostener la mirada. Apenas le dije
«buena suerte», como pidiéndole
perdón.
Yo miraba a esos pibes en la
Facultad y no lo podía entender. Mi
colegio le costó a mi padre mil dólares
por mes durante diez años. Cien mil
dólares, digamos, redondeando un poco.
Esos son muchos dólares. Ojalá los
tuviera ahora. La única forma sería
envenenándolo, y no soy bueno con el
veneno. Yo miraba con asombro a mis
compañeros de los mejores colegios
públicos: del Nacional Buenos Aires,
del
Pellegrini,
del
Avellaneda;
aprendieron de todo sin pagar un peso.
Historia,
geografía,
filosofía,
matemáticas; salvo al inglés, no había
con qué darles. Entonces pensaba:
«¡Qué salame mi viejo! ¡Cuánta guita
tirada a la basura!». Cuánta ingenuidad
de mi parte. No entendía cómo funcionan
las cosas.
Lo debés conocer al Chato
Alzogaray…
Ahí fue a parar la guita. Ahora
entiendo. Ésa es la pregunta de los cien
mil dólares. Conozco al Chato
Alzogaray. Conozco la contraseña. Ésa
es la inversión. Ahora entiendo. Así
funcionan las cosas. En una de ésas le
hice un favor a ese pibe. El trabajo fue
una tortura. Lo acepté porque ya no
soportaba recibir el semanal de las
manos de mi padre. Quería tener plata
mía. Yo le mentí a Anchorena en mi
entrevista de trabajo, es cierto, pero
mucho peor mintió él. Me habló de su
estudio como una «Gran familia», «Un
barco donde todos somos iguales y
remamos para el mismo lado», y ese
tipo de mierda. Mi sueldo era de
setecientos pesos —ganaba menos que
trabajando de hijo, menos que la Cholita
— y laburaba de nueve a nueve. Doce
horas, con una en el medio para
almorzar. Un esclavo de traje y corbata.
Estos estudios grandes se abusan de su
renombre; tienen una larga fila de
estudiantes dispuestos a ser explotados
con tal de meter su nombre en el
currículo. Si uno se cansa, se va y entra
otro. Así de fácil. Gente de mierda la de
ese estudio: los jefes eran máquinas,
pero eso era de esperar, lo más triste era
ver a los jóvenes, a mis compañeros, los
que estaban en mi posición. Había
imbéciles o trepadores, y hasta algunos
imbéciles trepadores, que son los más
peligrosos. Yo me cansé a los dos
meses, pero no quería irme sin hacer un
poco de ruido. Cuando pasé el período
de prueba comenzó mi plan para
hacerme echar. No quería darles el gusto
de renunciar. Quería ganarles en su
juego, que me tuvieran que pagar. La
gente de la revista me dio una idea: ser
políticamente incorrecto. Hacer todo lo
que a ellos no les gusta pero sin darles
ningún argumento para que me pudieran
despedir legalmente. Me divertí
muchísimo. Iba a cagar con el Diario
Obrero bajo el brazo, me pedí el feriado
de Yom Kippur, propuse ideas
sindicales, me dejé la barba, fui a una
reunión con un mate y un termo con el
calco de Sandro y hasta me compré una
corbata con la cara de Marx. Ésa fue mi
obra maestra: la corbata marxista. La
usaba todos los días, como una paradoja
prolijamente anudada, la barba de Karl
haciéndome cosquillas en el ombligo. A
las dos semanas me informaron que me
iban a dejar ir por «reducción de
personal». No creo que les haya hecho
demasiado daño. Ya deben tener otro
boludo en mi lugar. Pero fue un lindo
experimento.
20.30
EL juego de postas es un juego
bastante pelotudo. Es una carrera para
saber quién es más masculinamente
pelotudo. Los participantes se dividen
en equipos y se disponen en fila. A la
orden de largada los primeros de cada
equipo deben:
1. Correr hasta una mesa llena de
vasos.
2. Elegir uno y tomar a velocidad
todo el contenido.
3. Decir: «Me lo tomé todi» antes de
apoyar el vaso, bajo pena de repetir la
ingesta.
4. Dar tres vueltas a la mesa en el
sentido de las agujas del reloj.
5. Volver hasta al lugar de partida y
tocarle la mano al segundo de la fila.
Y así hasta que todos hayan corrido
y tomado. Ese día se tomaron
«submarinos»: chop de cerveza con un
vasito de whisky adentro. Este trago
también se llama «bomba irlandesa»,
pero aunque termina con una detonación,
tiene la gentileza de ser gradual, y eso
no pasa con las bombas. Los primeros
sorbos de cerveza son fríos y ricos, a
mitad del chop ya es difícil respirar, y
para rematar queda el vasito de whisky
esperando en el fondo. El buen whisky
no se mezcla con la cerveza, queda
dentro de su recipiente, orgulloso de su
status. El trago termina con un calorcito
bajando por la garganta. Los objetivos
del juego son tres. Ganar la carrera,
demostrar hombría y emborracharse
hasta las tetas en menos de una hora.
Esto último lo consiguen todos.
No es obligatorio jugar pero está
mal visto no hacerlo. Ese día quedaban
unas quince personas a la hora en que
empezaron las postas: cinco del San
Roque y diez del Christians. Todos
hombres. El resto, pregustando el
fracaso de la fiesta, ya se había ido,
entre excusas y falsas promesas de
volver. Formamos tres equipos: dos
nuestros y uno de ellos. Los equipos
nuestros no los dividimos al azar.
Pusimos a los cinco mejores por un lado
y al resto por el otro. No podíamos
correr el riesgo de que San Roque
saliera primero. En el Equipo A estaban:
el Gordo Paoleri, Hernán Perdomo,
Lucas, Sergio Canetti y el Chino. Yo
formé parte del Equipo B, junto con
Ariel, Fefo, Simón y Cristiancito.
Cristiancito infló tanto los huevos para
jugar que no hubo forma de dejarlo
afuera. Le pusimos un vaso especial:
medio chop de cerveza. Igual terminó en
pedo y con la remera manchada. El
equipo del San Roque estaba compuesto
por el Duce y cuatro más. Digo cuatro
más porque mi memoria no los
diferencia. No eran ni muy altos ni muy
gordos, ni graciosos ni maricas, ni
rengos ni narigones. No se distinguían en
nada. Todos seguían al Duce como los
cachorros siguen a la madre.
Los gordos son muy buenos para
estas cosas de tomar. Paoleri abre la
garganta y el líquido pasa como si
cayera al vacío. Lo mismo hacía el
Duce. Las carreras se desarrollaron con
gran respeto y solemnidad, entre gritos y
puteadas de aliento. La música de
«Rocky» sonaba a todo volumen como
inspiración. Fueron cinco carreras en
total. Tres ganó nuestro primer equipo,
una el segundo y la restante el San
Roque. En menos de una hora habíamos
tomado unos 75 chops de cerveza y 70
vasitos de whisky, y hasta algunos más,
por los que se olvidaron de decir lo de
«todi» y tuvieron que repetir.
A ese ritmo no es raro que la bebida
se haya terminado tan temprano. Eran las
diez de la noche y no sabíamos qué
hacer. El fin de la bebida es el fin de una
fiesta. El panorama no era muy
alentador. Las minas de hóckey habían
llamado: no iban a venir. Se iban a
quedar en el tercer tiempo del Newman
«porque las habían invitado y estaba
divertido». Éramos quince flacos
borrachos en un salón con música, luces
de colores y una máquina de humo.
—Vamos a hacer algo, porque esto
parece una fiesta de putos.
—Sí. Algo hay que hacer. No
podemos desperdiciar este pedo.
—¿Y si arrancamos para algún
boliche?
—Son las diez, recién. Todavía no
hay nada abierto.
—¿Alguien conoce algunas minitas
para llamar y que vengan para acá?
—Yo conozco a las del equipo
nacional de lucha en el lodo. Si querés
manguereamos un poco la tierra y les
digo que vengan. Dale, pelotudo. ¿A
quién vas a traer hasta acá a esta hora?
—Llamá de nuevo a las minas de
hóckey. Chino, hablá con la Pocha.
Deciles que se dejen de joder y vengan.
Están acá nomás.
—Ni en pedo me rebajo a rogarles a
esas gordas putas. Mejor que no vengan.
Son más de lo mismo.
—¿Y si vamos nosotros para el
tercer tiempo del Newman?
—Por favor, Ariel, no seas
perdedor. Loser total.
—Yo conozco unas minas que van
adonde quieras.
—¿En serio, Duce?
—Sí. Se llaman putas.
—¿Llamamos unas trolas? Ponemos
veinte pesitos cada uno y hacemos una
fiesta romana.
—Ahí hay un diario. Pasámelo,
Lucas.
—De paso lo hacemos debutar a
Cristiancito.
—¿Nos vas a mostrar la foquita
ahora o no?
—No quiero. No quiero.
—Dale. No seas putito.
—No quiero.
Sergio se escabulló detrás de
Cristiancito y le bajó los pantalones de
un tirón, como en un acto circense. Por
un segundo quedó congelado, los
calzones por los tobillos y un miembro
gigante y oscuro oscilando como un
péndulo entre sus piernas. Había una
extraña desproporción entre su cuerpo y
su pene. Era como si le hubiese robado
la verga a un actor porno negro. Sin
levantarse los pantalones, Cristiancito lo
corrió a Sergio alrededor de la mesa,
dando pasos grotescos de pingüino, y
diciendo todas las malas palabras que le
tienen prohibido.
—Escuchen este aviso: Marcia y
Camila: putísimas.
—Dos paraguayitas dulces por $25.
Zona Constitución.
—¿No hay algo más cerca?
—Pilar Escorts. Servicio VIP. $300.
¿Te viene bien?
—Gordita golosa. Clon de Pampita.
Universitarias fiesteras.
—¿De
qué
sirve
que
sea
universitaria?
—Te hablan de Keynes con la boca
llena.
—Universitaria quiere decir que no
son negras. Que no son bolitas o
paraguas. Que tienen casi todos los
dientes.
—Dejémonos de joder. No vamos a
llamar a nadie. Se llegan a enterar en el
colegio y nos suspenden el club de por
vida. Todo el laburo y el sacrificio que
le metimos durante años lo tiramos a la
basura.
—Para mí lo mejor es ir a comprar
más chupi acá cerca y hacer tiempo
hasta que se pueda ir al boliche de Pilar.
—Está buenísimo ese boliche. Tenés
de todo: desde las chetitas de los
countries hasta las mucamas con la
noche libre.
—Está bárbaro eso. Hasta las cinco
de la mañana podés bailar y hablar con
las chicas, les pedís el teléfono, y
cuando está por terminar la noche le
invitás un trago a una negra y te la llevás
a coger.
—Vos te reís, Gordo, pero funciona
así. Mi hermano lo conoce al dueño.
Una vez le preguntó por qué dejaban
entrar a todas esas negritas de la zona y
el tipo dijo eso. Habían probado
rebotarlas, pero no funcionó. Los pibes
de los countries se aburrían, y a las
cinco de la mañana se iban en sus
motitos a las bailantas para ver si
rescataban alguna mucamita. El dueño
del boliche es un tipo práctico. Piensa
en pesos. Hoy las negritas pasan como
reinas y todos contentos.
—Yo una vez fui a una de esas
bailantas y no te creas que es tan fácil
levantar algo. Te hacen sentir que sos de
afuera. Esa gente es baja. El más alto me
llegaba por la tetilla. Yo miraba el baile
desde arriba y no pude ni abrir la boca.
Esa gente baila muy bien.
—A mí no me querían dejar entrar
porque tenía los jeans rotos. ¿Te
acordás? No les entraba en la cabeza
que me los había comprado así. Te juro
que me lo compré ayer, le decía al de la
puerta.
—Pasa que ellos van todos
arregladitos. Una vez fui a un baile de
peruanos cerca del Abasto. No me
querían dejar entrar porque no tenía
zapatos. Yo estaba con mis All Star
todas rotosas. Al final me dejaron. Fue
como entrar a otro mundo. Yo pensaba
que las minas iban a ser fáciles pero ni
ahí. Estuve hablando toda la noche con
una que no me dejaba ni tocarle la mano.
Estaba el hermano cerca y ella le tenía
miedo. Sólo quería bailar. En la pista
podés meter mano, pero no sabes cómo
bailaban salsa los perucas. Te dejan
pintado.
—El Mocho es peruano y no baila ni
que le pegues.
—Pero el Mocho es un peruano de
Barrio Parque. Así da gusto ser peruano.
—No se engañen. Yo bailo muy bien
cuando nadie me ve.
—Che, ¿qué hacemos al final?
—¿Quién va a comprar el chupi?
—Para mí tienen que ir el Mocho y
Ariel, que son los que tenían que servir
hoy.
—Andá vos, gil, o tenés miedo de
meterte en el barro.
Las discusiones de borrachos son
aburridas y espiraladas. Se grita y no se
escucha, las lenguas patinan y se dicen
cosas que no se deberían decir. Ésa era
una rutina que teníamos bastante bien
aprendida. Después de demasiado
debate se decidió que un auto partiera a
comprar más bebida al pueblo. Me
eligieron a mí, porque mi auto es una
ruina y pasa inadvertido por las calles
de tierra. No lo dijeron, pero todos
piensan que mi cara también pasa
inadvertida por las calles de tierra. No
fui solo. Me acompañaron Ariel y el
Chino. Juntamos diez pesos por persona
y arrancamos. Lucas me ofreció su 38,
por las dudas. Lo hizo a propósito,
porque sabe que no me gustan las armas.
Le contesté que mi cara se encarga de
cuidarme el culo y nos fuimos los tres
con la radio de cumbia a todo volumen.
VIII
MI abuelo murió el año pasado. El
padre de mi padre, que vivía en Perú.
Yo no había regresado a Perú hasta ese
viaje. Mi viejo no quería que yo fuera,
pero insistí tanto que tuvo que aceptar
mi compañía. Conocí tres versiones de
mi abuelo: la de las fotos, la de los
cuentos y la estampa pálida y horizontal
de su velatorio.
En las fotos se lo ve solemne como
un prócer. Como si su imagen fuese a
quedar para siempre en la cara de una
moneda. Nunca ríe; ni cuando abraza a
su mujer, ni cuando acuna a su hijo, ni
mucho menos cuando posa al frente de la
indiada. Mi abuelo era patrón de
estancia y se llamaba Alfredo. Si fuese
de por acá, sería Don Alfredo, pero no
sé si esto vale en Perú también. Desde
la ciudad de Buenos Aires las fotos
tienen algo de caricatura. Demasiado
patriarcales, demasiado Pedro Páramo.
Después, allá, descubrí que no, que las
fotos no eran poses, que ése era su
mundo sin clichés ni exageraciones. Mi
abuelo había heredado las tierras de su
padre en Chaclacayo. De niño fue
patroncito y de grande patrón, y eso
venía sucediendo con los Sánchez de la
Puente desde los siglos de los siglos.
Mi padre no habla de su padre, y yo
tampoco
hablo
con
él.
La
incomunicación es una tradición
familiar. Los cuentos me llegaron por la
Cholita. Mi mucama. Mi viejo se la trajo
cuando vinimos de Perú. Es una señora
mayor y briosa. Es difícil saber su edad;
en su cara hay negros, blancos e indios,
y esa mezcla da un resultado atemporal,
como tallado en piedra. Es de la altura
de un niño, flaca y ágil pero con una
panza redonda como si adentro le
hubiesen olvidado un crío de seis meses.
Tiene hijas y nietas en Perú pero apenas
las ve para las Navidades de los años
impares. Lo salteado no es por
superstición sino por economía. Mi
padre le paga bastante bien —gana más
que yo en el estudio de abogados—,
pero manda más de la mitad del sueldo
para Perú. Cuando le toca viajar, pasa
tres días arriba de un micro para llegar a
Lima y tres para volver. Siempre vuelve.
No sé cómo hace, pero siempre vuelve.
Su vida debería ser miserable, pero no
lo es. Vive inmersa en una felicidad
injustificada. Deberían cremarla y
vender sus cenizas como polvos
antidepresivos. Ella me vio nacer. Me
tuvo en brazos, dice. Me quiere como a
un hijo y yo la quiero como a una
abuela.
No tengo abuelos por parte de mi
madre. Ni recuerdos tengo de ellos,
casi. Una sola cosa me quedó del abuelo
Oscar. Una historia pequeña e
incómoda. Mi abuelo tenía la costumbre
de regalarme caramelos Media Hora. Él
creía que me gustaban y yo no me
animaba a desengañarlo, pero el Media
Hora es un caramelo abominable para el
paladar de un niño. Mezcla de azúcar,
anís y vaya uno a saber qué, el caramelo
tiene gusto a nostalgia, a frustración, a
Roberto Arlt. Los domingos, después
del almuerzo, mi abuelo me subía a su
auto destartalado y me llevaba de su
casa a la mía, de Barracas a Barrio
Parque. Ponía la radio de tango, subía el
volumen hasta derrotar a su sordera y
me daba un Media Hora. Solía decirme:
«Aclara la voz. Apaga la sed. Tenemos
treinta minutos hasta tu casa. Si querés
que te dure todo el viaje, tenés que
dejarlo bien quietito en la boca y
aguantarte la tentación de morderlo». Yo
sufría todo el viaje, chupando amargura
por la boca y por los oídos. Eso es todo
lo que recuerdo del abuelo Oscar: un
viaje amargo, endulzado por la ausencia.
Murió una tarde de verano, escupiendo
sangre y tosiendo como un perro. Mamá
dijo que se había ido al Cielo a
encontrarse con la abuela. Lo mismo
dijeron de ella, unos años más tarde. La
muerte del abuelo Oscar se llevó otras
cosas además de su cuerpo: el tango, el
caramelo Media Hora, el empedrado, la
sonrisa de mamá, la casona de dos
pisos, el barrio de Barracas. Todo eso
dejó de existir.
Se puede decir que la Cholita quedó
a cargo de mi crianza después que pasó
lo de mamá. Al principio, a mi padre se
le ocurrió contratar a una institutriz
inglesa, pero por suerte duró poco. En
realidad no era inglesa, era hija de
galeses, y se hacía llamar Miss Molly,
aunque todos sabíamos que su nombre
era Mónica. Miss Molly se había criado
en un pueblito de la provincia de
Chubut. Era una señorona severa, fuerte
y huesuda, de cabello carmesí y piel
blanca moteada de pecas. Era extraña la
combinación entre su inglés perfecto y
su andar campechano. No hay nada raro
en una granjera galesa, pero, para mí,
Miss Molly era más una caricatura que
una persona real. No sé qué habrá
pasado por la cabeza de mi padre
cuando se le ocurrió lo de la institutriz
inglesa. Se debe haber creído lo de
Mary Poppins y su paraguas volador. A
decir verdad, creo que Miss Molly
había llegado por recomendación de un
amigo de mi viejo, un veterano de la
embajada, que había pasado muchos
años con su familia en Bangkok. Cuida a
los nenes y les enseña inglés, todo por el
mismo precio. A mi padre le convenía;
viajaba mucho en ese entonces, y si bien
le tenía confianza a la Cholita dentro de
la casa, no le gustaba que ella fuera a
hablar al colegio o al club. A todo lo
social, la mandaba a Molly. A mí no me
hacía ninguna gracia que me acompañara
a todos lados. Era una invitación a la
cargada, porque me hablaba a los gritos,
en inglés, frente a todos, y decía cosas
bochornosas
como:
«Come
on,
darling». Yo les mentía a mis amigos,
les decía que era una tía abuela, que
había quedado medio loca, y había
venido al país por unos meses. Sólo
Ariel sabía la verdad. Por las tardes me
daba clases de inglés. A ella tengo que
agradecerle la introducción a Roald
Dahl, Swift y Carroll. También me hacía
aprender unas canciones de lo más
estúpidas. Todavía las sé de memoria. A
veces las tarareo, involuntariamente,
cuando me pongo nervioso. Humpty
Dumpty sat on a wall, London Bridge is
falling down, Mary had a little lamb, y
ese tipo de putadas.
La Cholita no la aguantaba a Molly.
Ella no decía nada, porque es sumisa
como un perro, pero yo me daba cuenta.
La Cholita presentía que Molly venía a
reemplazarla, a robarnos, a mí y a mi
hermano, pero sobre todo a mí, que era
el más chico, y siempre fui su preferido.
Me daba bronca que Molly la
mandoneara, pero más me enfurecía que
la Cholita obedeciera, con esa
costumbre atávica de agachar la cabeza.
Cuando estábamos los tres en la misma
sala, Molly me hablaba en inglés, para
que la Cholita no entendiera. This
midget can’t even make a decent cup of
tea. (Esta enana ni siquiera puede hacer
una taza de té como la gente). Cosas así
decía, y a mí no me hacía gracia, pero
tampoco le respondía nada.
Miss Molly duró poco menos de un
año en nuestras vidas. La salud de su
madre empeoró y tuvo que volver a su
pueblo en Chubut para cuidarla. Nunca
más la volví a ver.
La Cholita trabajaba de cocinera en
la estancia de Perú, por eso tiene tantos
cuentos del abuelo Alfredo. Son
historias épicas, de travesías, de
inundaciones, de guerras, en las que el
abuelo siempre aparece reverenciado; a
veces cruel, a veces despiadado, pero
siempre heroico. Sospecho que adorna
un poco las historias, que les mete tanto
picante como a las comidas, pero yo la
dejo contar porque las cuenta lindo y
con una mueca nostálgica.
En mi viaje a Perú me enteré de que
«cholita» significa «indiecita». Los
cholos son los indios o los que tienen
pinta de indios. Me di cuenta un día en
que fui a la playa. Era una playa privada
al sur de Lima, donde va la gente
decente. Tiene el nombre de un
continente: no me acuerdo si Asia o
África. Cuanto más al Sur, más decente;
las playas del centro están apestadas de
malandras, me había advertido un amigo
de mi padre. En Asia o África, en
cambio, la gente baja a la arena con sus
camionetas y sus familiones. A mi lado
había una pareja con su hijito.
Descansaban del sol de mediodía bajo
una inmensa sombrilla. El tipo leía el
diario El Comercio y le entraba con
ganas al etiqueta negra que enfriaba en
una heladera portátil. Jugueteaba varios
minutos con los hielos antes de llevarse
el vaso a la boca. Ella leía con
entusiasmo un libro sobre Los
Templarios, y el hijo armaba castillos en
la arena. La sirvienta aguardaba órdenes
arrodillada al sol. Estaba vestida de
mucama francesa: uniforme negro con
volados blancos. Pensé: «Es una
crueldad negarle a alguien la sombra y
el uso de un traje de baño». Ana también
se lleva a la mucama a Punta del Este,
pero Miriam se baña en el mar y se llena
de arena como cualquiera. También
pensé que, por alguna oscura razón, ese
uniforme ridículo que le cubría casi todo
el cuerpo lograba calentarme mucho más
que cualquier tanga o bikini. Era una
muchacha joven, cobriza y delgada. La
imaginé en cuatro patas, lustrando los
suelos, la deliciosa invitación de su
culito. El niño le pidió a los padres si
podía ir al agua, y el tipo, sin despegar
la vista del diario, le dijo «está bien,
Fernando, pero dile a la Cholita que te
acompañe». Y eso pasaba todo a mi
alrededor. Todas las muchachas de
uniforme eran cholitas. Fue un
verdadero desengaño. Yo pensé que
Cholita era sólo la mía, que era apenas
un apodo, como Chelita o Paquita. Para
ser exacto, creo que cholo significa
mestizo, pero lo mismo da; si sos un
poco indio, sos indio del todo.
Me sentí muy incorrecto. Me di
cuenta de que no sabía el nombre de la
mujer con la que más palabras había
cruzado en mi vida. Hasta me sorprendí
de que tuviera un nombre y un apellido.
Para mí era Cholita. Cuando a la vuelta
del viaje se lo pregunté, no me quiso
decir. Me miró enojada, me dio un beso
en la frente y se fue como si le hubiese
preguntado algo indiscreto.
La muerte le sentaba bien a mi
abuelo Alfredo. Ni la rigidez ni la
horizontalidad habían podido quitarle
esa aura de poder. Vigilaba desde su
cajón abierto a familiares, compadres y
subordinados. Dijeron los arregladores
que ni con pegamento habían podido
cerrarle los párpados. El velatorio
sucedió con una pompa de otro tiempo,
con curas, lloronas y disparos al aire.
Fue una experiencia estéticamente
deslumbrante. Me sentí un Buendía, un
descendiente de Mama Grande. Mi
padre estuvo nervioso todo el tiempo.
Se ve que estaba ahí de compromiso y
para que no lo dejaran fuera de la
herencia.
Confieso que yo también pensé en la
herencia. Salí al mirador de la terraza a
fumar. Todo lo que ve es del señor
Alfredo, me dijo alguien que parecía un
capataz y se acercó brindándome fuego.
«Toda la tierra y todo lo que está
adentro: ladrillos, bichos y hembras.
Para los cuatro costados y más allá del
horizonte, como le gusta decir a su
abuelo».
Me trataba de usted y hablaba de mi
abuelo en presente, como si el temor
superviviera a la muerte. Fue inevitable
pensar en la herencia. Di una larga
pitada a mi cigarrillo y dije para mis
adentros: Mocho, querido, en lo que a
guita se refiere, estás actuando con red.
Y ahora viene lo que quería contar
cuando empecé a hablar del abuelo. La
escena también sucedió en la terraza,
también estaba fumando. Unos minutos
antes, mi padre me había obligado a
darle un beso en la frente al abuelo. Se
había formado una larga fila de
postulantes que me hizo acordar al
puterío de Tucumán, sólo que aquella
vez la recompensa era más calentita.
Primero le tocó a mi padre. Lo besó en
la frente y murmuró unas palabras
mirando al cielo con una aflicción que
me pareció exagerada. Me codeó para
que imitara ese acto inútil. Lo mismo me
había hecho con mamá, pero entonces yo
era un niño. No es agradable besar a un
difunto. Uno siente que se lleva un poco
de muerte en los labios. Por eso me fui a
fumar, por eso me fui a la terraza. Toda
esa tierra era del tipo que
pomposamente
comenzaba
su
descomposición. Quizás ésa sea la
venganza de la tierra. La tierra gana por
cansancio. Por más título de propiedad
que se tenga sobre ella, uno termina
siendo su abono, termina invadido por
gusanos, minuciosos mineros, sicarios
de la oscuridad. «Minuciosos mineros»,
pensé. Se lo debo haber robado a
alguien. Fumando, apoyado de codos en
la baranda del balcón, admirando el
paisaje, estaba cuando se apareció la
muchacha. Me habló antes de que
pudiera mirarla, parada a mis espaldas
como una sombra de invierno.
—Tu madre ha muerto —lo dijo
como si lo hubiese practicado mil veces
frente a un espejo.
—Eso ya lo sé —contesté.
—No. No lo sabes. Hay mucho que
no sabes. Mamá ha muerto.
Recién en ese momento la miré a la
cara. Era una joven muy bonita. Alta,
fina, achinada, la piel oscura cedía ante
su andar de ciudad. Se me parecía en
una manera inquietante. La noté
asustada, pero su voz era firme y me
miraba a los ojos como nunca me habían
mirado. Me pidió que me sacara los
lentes de sol. Lo hice y nuestros ojos se
reconocieron durante un segundo. Los de
ella se humedecieron primero. Hay algo
triste y hermoso en las lágrimas de una
mujer, algo que las hace invencibles. Me
volví a poner los lentes.
—A ella le hubiese gustado que
leyeras esto —me dijo con una seriedad
que me apretó las entrañas, y agregó,
como corrigiéndose—: A mí me gustaría
que leas esto.
Me dio un libro que sacó de la
cartera. Los ríos profundos, leí en voz
alta. José María Arguedas me miró
desde la tapa. Había pena en esos ojos
mestizos, como también lo había en los
de la muchacha. El libro no tenía
dedicatoria. Sus hojas, entumecidas por
el tiempo y la lectura. Cuando alcé la
vista, ella ya bajaba las escaleras con
apuro. Corría sin mirar atrás, pisándose
las lágrimas. Quise alcanzarla y
preguntarle
su
nombre.
Quise
preguntarle quién y por qué. Pero no lo
hice. Me quedé petrificado en la terraza
sintiendo el peso del libro entre las
manos.
No voy a decir mucho sobre este
libro. Me duele el cuerpo y mi cabeza
apenas puede lidiar con mis propias
palabras. Consumí la novela como una
droga, en una noche de insomnio y un
viaje de avión. La terminé en el viaje de
vuelta. Apretado en un asiento para
enanos, a diez mil metros de altura,
cerré el libro y me dieron ganas de
llorar. Ernesto, el joven protagonista,
huérfano de un padre ausente y de una
madre de la que no se sabe nada, no
logra ser indio ni criollo, pero en las
últimas páginas se escapa, deja el
colegio de curas y la peste atrás, y se
mete en la sierra, en el Perú profundo.
No había que ser demasiado inteligente
para leer entre las líneas de este
regalito: su mensaje era explícito. Me
dieron ganas de fumar. El miserable de
mi viejo estaba sentado a mi lado. Ni me
preguntó por el libro, ni qué era, ni de
dónde lo había sacado. Lo miré dormir.
Un silbido le subía desde el pecho y
emergía por su boca entreabierta. Tuve
ganas de lastimarlo. Lo imaginé hecho
un mosquito del tamaño de un gato; le
sacaba las alas, las patas, una a una, con
la punta de mis dedos. Imaginé que
mientras el avión se caía le echaba la
culpa de todo, lo escupía, le gritaba a la
cara, mamá murió de tristeza, ¿quién es
esa muchacha que me trató como
hermano?, ¿quién es mi madre?, ¿quién
sos vos, hijo de puta?, me cagaste la
vida, hijo puta, y le pegaba con la mano
abierta, como se les pega a los que no
son hombres del todo. Tomé una tijera
de mi neceser de viaje. Seguí el vaivén
de su nuez, el inflar y desinflar de su
asquerosa respiración. Hubiese sido
fácil. Apreté la tijera en mi mano
derecha. Imaginé la escena, disfruté la
fantasía, consciente de que mis manos
son incapaces de hacerle daño. Una
azafata pasó ofreciendo bebidas. Era
hermosa, como todas las azafatas. La
sonrisa y el uniforme azul me
devolvieron la cordura. Le dije que no y
fui corriendo al baño. Quise fumar pero
el detector de humo me amedrentó.
En ese baño había un espejo. No voy
a intentar decir nada nuevo sobre los
espejos. No voy a cometer esa
ingenuidad. Sólo voy a decir que me
miré y me sentí como el culo. El espejo
era pequeño, como todo en los aviones,
parecía de juguete, y también tenía algo
de juguete la imagen reflejada. Todavía
tenía la tijera en la mano. Agarré un
pedazo de mi camisa e hice un corte. La
tela cedió apaciblemente ante el avance
de los filos. Lo hice una y otra vez. El
tipo del espejo hacía lo mismo. Mi piel
asomó oscura entre los jirones de tela
celeste.
Me gustaría decir que este episodio
marcó a fuego mi vida, que los ojos de
la muchacha aún me persiguen como una
pesadilla. Pero no es así. No tengo la
profundidad que requiere la tragedia.
Los días siguientes fueron incómodos,
eso es cierto. Las noches eran largas y
sólo conseguía dormir con los
tranquilizantes que sacaba del botiquín
de mi viejo. Él toma tantos que ni se dio
cuenta. El sueño era mi momento de
sosiego. Apenas abría los ojos, sentía
cómo mi estómago empezaba a anudar
su angustia. Pero eso fue sólo las
primeras semanas. Podría haberle
preguntado a la Cholita. Ella debe saber.
Debe saber todo. Pero no. Es mejor
barrer la mugre hacia adentro. Cubrir las
cosas, como cubrí los cortes de la
camisa con mi campera, aquel día en el
avión. Con los días de Buenos Aires fui
volviendo a mi antigua rutina. Volví a
mis amigos, a las salidas, al rugby, a la
revista, a las borracheras, y así, de a
poquito, me fui alejando de Perú, de mi
abuelo, de la muchacha, de mi sombra.
El hombre se acostumbra a todo.
Algunos se acostumbran a vivir con un
palo en el culo. Yo me acostumbré a
convivir con esta duda profunda,
remontada a lo lejos como un oscuro
barrilete.
22.30
EN los noventa se pavimentó la
calle Eureka; la calle que parte
Marindia al medio. De un lado están los
countries, los barrios cerrados, los
colegios, los clubes. Al otro lado vive
el Marindia profundo. Ambas márgenes
se necesitan a su manera. Unos necesitan
la mano de obra: los jardineros, los
albañiles, las mucamas, los pileteros,
los caddies. Los otros necesitan el
dinero. Un caso extraño es el de los
guardias de seguridad. Ellos están en la
puerta de entrada, con la barrera en sus
manos. Algunos dicen que un día se van
a cansar de vigilar. La seguridad es el
bien más preciado en esta zona norte.
También la llaman «tranquilidad»,
porque la palabra suena más linda, no
suena tanto a guardianes, sino a pajaritos
cantando. De esa pretensión vienen los
nombres un poco humorísticos: «Barrio
Roble
Joven»,
«Colegio
Los
Arándanos», «Green Paradise High
School», «Brisa de Abril Country
Club». Hasta los muertos tienen su
barrio privado en esta zona. Un inmenso
parque verde, con hermosos jardines,
nidos de gorriones, santa misa, música
funcional y árboles frutales, para que los
muertos
puedan
descansar
y
descomponerse en paz.
La separación no es nueva, siempre
hubo ricos y pobres en el Gran Buenos
Aires. La clase media es cosa de
Capital. Siempre hubo hijos de puta de
los dos lados. Siempre hubo división.
Se empezó con el alambre: un
entretejido de metal que dice: hasta acá
llegaste, hermano. Pero un simple
alambre sólo excluye a los que no ponen
mucho empeño en pasar. Algo había que
hacer. A un inventor —dicen que
argentino— se le ocurrió formar púas de
metal usando el mismo alambre, para
dificultar la escalada. Pero el alambre
ya no alcanza. Los ladrones no son
sonsos e invierten en tecnología. Hay
criminales exitosos. Gente a la que le va
bien en lo suyo. Personas que juntan
treinta mil dólares pero eligen no
comprar la pizzería del barrio, prefieren
invertir en armas y autos veloces y
hacerse ricos de veras. Hoy por hoy, lo
mejor es un muro. Un muro altísimo, y
arriba de todo: alambre electrificado.
El Old Christians Rugby Club no
está demasiado protegido. Apenas lo
recorre un alambrado que podría ser
vencido por una abuela asmática. Aun
así, nunca hubo problemas en ese
sentido. La sala y los vestuarios quedan
casi vacíos y los postes están bien
aferrados al suelo. El equipo entrena ahí
martes y jueves. Queda lejos y se gasta
una fortuna en nafta, pero es mejor que ir
a los lagos de Palermo. El año pasado
lo asaltaron a Gabriel, uno de los
pilares, en la subida a la ruta. Se detuvo
en un semáforo y le pusieron la punta de
un cañón en la sien. Le robaron la
billetera, el celular y el bolso de rugby.
Después de ese incidente, nos
esperábamos para salir todos juntos
luego del entrenamiento. Pero eso duró
sólo unas semanas. Era demasiado
engorroso. Hay gente que demora mucho
en ducharse.
Cerca del club hay una villa grande.
A veces oímos los tiros por las noches.
El sonido de un tiro es decepcionante.
Suena falso, incapaz de matar, como en
una película argentina de los ochenta.
Lucas se jacta de poder distinguir el
calibre de un arma por el sonido del
disparo. «Ésa es una 38 larga. Aquella
otra, una reglamentaria». Lo dice y nadie
puede contradecirlo. A veces los niños
de la villa se asoman a espiar ese
extraño juego con esa extraña pelota.
Los niños de la villa se llaman menores.
Apenas se los puede ver con la cara
contra el alambrado. En medio de la
oscuridad parecen monos enjaulados, o
sombras
de
monos.
Esperan
pacientemente a ver si se nos escapa
alguna pelota del predio.
Yo formé parte de un proyecto del
colegio para ayudar al comedor de la
escuela de esa villa. Se vendieron rifas
y bonos de beneficencia. La gente del
colegio fue muy generosa. Se representó
la obra My fair lady en el auditorio del
colegio y los espectadores donaron
arroz, polenta y fideos. Hasta hubo un
humanista que dejó una lata de palmitos.
Otros creen que alcanza con donar sus
porquerías: medias rotas, frazadas
apolilladas, pelotas pinchadas y cosas
así. A veces la beneficencia es un acto
de egoísmo. Otra familia necesita lo que
la mía puede tirar. Qué orgullo. Alguien
quiere nuestra basura. El padre de Ariel
al menos fue más sincero en su
respuesta:
—¿Para qué quieren alimentarlos?
¿Para que tengan más fuerza cuando te
vengan a robar?
Con todo lo recaudado, algunos
representantes del colegio fuimos al acto
de inauguración del comedor. Los niños
estaban muy agradecidos. No parecían
menores. Me sentí bien. Hicieron un
acto sencillo y emotivo. Se izó la
bandera y yo leí para todos una
traducción de «Imagine» de John
Lennon. Sí, ya sé, no fui original, pero
tenía quince años y una educación de
retaguardia, así que sáquenmela un
poquito. Igual, me aplaudieron fuerte
cuando terminé. Les pregunté qué
significaba la paz para ellos. Hubo un
silencio incómodo hasta que un chiquito,
de la altura de una mesa, levantó la
mano y dijo: la paz es una noche sin
tiros.
No hay mucho para robar en el club.
Igualmente, vive ahí un casero, por las
dudas. Ese sábado el tipo no apareció en
toda la noche. Dicen que los fines de
semana le entra con fuerza al tinto y se
duerme profundo, con la botella en una
mano y el control remoto en la otra. Yo
haría lo mismo si viviera ahí.
Eran exactamente las 22.33 cuando
cruzamos la reja del club y entramos en
la calle Eureka. Lo sé porque el almacén
de enfrente estaba cerrado y miré el
reloj del auto. El reloj decía 22.33. A
esa hora sólo quedaba el quiosco del
pueblo. Hicimos cinco cuadras por la
calle Eureka antes de doblar para
adentro. Los tres estábamos bastante
tomados. Yo soy un conductor muy
responsable cuando estoy borracho. Fui
en tercera, atento y despacito. El Chino
estaba en el asiento del copiloto. Me
contó sobre una bailanta que queda a
pocas cuadras de ahí. El Chino es un
borracho digno, nunca lo vas a ver
vomitando de rodillas o con la camisa
manchada. Ariel, en cambio, se excita
demasiado. Asomaba su cabeza entre los
asientos de adelante como un niño
camino al circo.
—Doblá acá que hay un quiosco
veinticuatro horas —ordenó el Chino.
Bajé el volumen de la radio y subí
las ventanillas. La calle estaba mal
iluminada y desierta.
—En esa puerta verde se consigue
faso, merca, pastillas, lo que quieras —
comentó el Chino como si se tratara de
una visita guiada—. El flaco se hace la
guita con los pendejos de los countries.
Les vende cualquier porquería y se las
cobra en oro. ¿Sabés lo que hace? Está
arreglado con la policía. Él les vende y
a la cuadra siguiente la cana los para.
Los pendejos se cagan encima.
Imaginate, se llegan a enterar los viejos
y los matan. Los canas se la juegan de
comprensivos; les secuestran la droga,
alguna coimita adicional y los dejan ir.
Es un negocio redondo. Estacioná acá,
Mocho, que el quiosco es en la esquina.
Bajamos los tres del auto. Ariel
estaba nervioso. La gente de ahí te saca
la ficha al toque. Por más que te
disfraces y te comas las eses, se dan
cuenta. En la esquina del quiosco se
había juntado gente a tomar cerveza. Eso
pasa mucho en Buenos Aires. Había un
grupito de cinco o seis que tomaban y se
reían. Tenían la radio del auto a todo
volumen. Era un Fiat Europa, viejito
pero tuneado que parecía una discoteca.
Sonaba la canción «Te amo», de Franco
De Vita. Eso de alguna manera nos
tranquilizó. Ni nos miraron. Uno de
ellos le aseguraba al resto que Johnny no
era el mismo desde que había empezado
a curtir con la gata esa, que andaba
hecho un arrastrado y ya no les daba
bola a los pibes. Eso pasa en todos
lados, me hubiese gustado decirles. El
quiosquero es un veterano gordo y
pelado, con cara de pocos amigos. De
noche atiende a través de una mampara
blindada. Ladrones eran los de antes,
que tenían códigos y no robaban en el
barrio. Nuestro pedido era tan grande
que lo dije con vergüenza.
—¿Lo qué? Hablá más fuerte, nene
—me intimó el quiosquero.
El Chino se lo repitió con voz firme.
Veinte cervezas, dos botellas de fernet y
una de whisky. Los pibes del auto no
escucharon o no les importó. Mientras
esperábamos el pedido, el Chino las
vio. Nos están mirando, me dijo. En
realidad, lo estaban mirando a él. Las
dos chicas estaban a unos pocos metros,
tomando cerveza, sentadas en el zócalo
del comercio de al lado. Hacían esa
cosa de minita que es como una
invitación: miraban, secreteaban y se
reían. Parecían de veinte pero después
nos dijeron que tenían menos. Es difícil
saber con las negritas, asegura el Chino.
Y en algo tiene razón: parecen más
grandes de lo que son. Algunas a los
quince ya trabajan, sufren y son madres
de sus hijos o de sus hermanos.
Medieval. En el club hay adolescentes
de treinta años. Yo tengo veintidós y
nunca tendí mi cama.
—Pagá vos, que les voy a ir a hablar
—dijo el Chino y me dio ciento
cincuenta pesos.
—Andá con cuidado que en una de
ésas andan con estos flacos y se arma
quilombo.
Cuando terminé mi advertencia el
Chino ya estaba a mitad de camino.
Envidio a la gente que puede hacer eso:
acercársele a hablar a una mujer que le
gusta. Parece simple, debería ser
simple, pero no lo es. Yo no sirvo para
romper el hielo. Lo único que me sale es
pedir fuego y esperar una sonrisa. La
bebida entró en dos cajas. Pagué y el
quiosquero hasta insinuó una sonrisa.
También compré cigarrillos. Ariel tomó
una caja y yo la otra. Nos acercamos
hasta el Chino y las minas. Ya las había
invitado al club, pero ellas dudaban. Se
habían alejado unos pasos para
deliberar. Las miré bien. Las dos
estaban buenas a su manera. Una parecía
más guerrera; tenía el pelo teñido de
rubio y unas tetas gigantes y duras como
rodillas. La otra era más sutil. Morena y
menuda: así me gustan a mí. Su culito
era pequeño y perfecto, como el de una
gimnasta olímpica. El flequillo le
sentaba bien a su cara aniñada.
Las
dos
volvieron
y
nos
presentamos. La guerrera se llamaba
Roxana y la otra, Carolina. Pensé hasta
qué punto las vidas están condicionadas
por los nombres. Ofrecí cigarrillos. Me
alegró que Carolina aceptara uno. Se lo
prendí y lo agradeció con una sonrisa.
Linda mezcla: su boca de nena y el
cigarrillo.
—¿Ustedes son los del radby? —
preguntó Roxana.
El Chino le dijo que sí. Que la fiesta
era en el club y quedaba a unas pocas
cuadras.
—A mí me gusta cuando se meten en
esa araña —agregó Roxana, refiriéndose
al scrum—. En mi casa estamos mirando
todos los partidos del Mundial.
Carolina no decía nada. Fumaba
callada y sonreía. Daba ganas de
acariciarla. Ariel tampoco decía nada
pero su cara ayudaba. Tiene cara de
nene bueno. Abrimos una cerveza y la
tomamos entre los cinco. Roxana nos
pidió que la llamáramos Roxy, y con ese
acto de confianza nos estaba diciendo
que sí, que aceptaban la invitación.
Terminamos la cerveza y subimos al
auto. El Chino y Roxy se acomodaron
atrás, junto con Ariel. Carolina se subió
adelante. Le ofrecí otro cigarrillo y me
lo aceptó en silencio. Quería escuchar
su voz. Le acomodé el cinturón de
seguridad y ella me ayudó con la hebilla
del mío. Nuestras manos se rozaron.
Roxy preguntó si nos gustaba la cumbia.
Le dijeron que sí. Arranqué el auto. El
dial de la radio había quedado en la
estación de cumbia, así que no fue
difícil complacerla. En el asiento de
atrás se divertían con una canción sobre
una hermana y una tanga; cantaban a
coro y golpeaban a ritmo el techo del
auto.
—A mí me gusta el rock —dijo
Carolina.
Lo dijo para todos pero yo sentí que
era para mí. Le di mi caja de casetes
para que eligiera uno. Qué antigüedad
los casetes, me dijo burlándose un poco.
A mí me gustan mis casetes. Me gusta
cargar en una caja de zapatos lo que
ahora cabe en un chip. Roxy me mostró
su celular con MP3.
—Me lo trajo Papá Noel el año
pasado —dijo Roxy.
—Se ve que sos una nena que se
porta muy bien —le dijo el Chino, sin
inocencia.
Roxy se rio, como desmintiendo y el
Chino aprovechó para besarla en el
pescuezo. Mirá que tengo novio, dijo
Roxy, y volvió a reír. Cuando pasé la
reja del club me di cuenta de que no
quería llegar. No quería volver al tercer
tiempo. Las cosas eran perfectas así
como estaban. Apagué las luces y
estacioné el auto unos metros antes de
llegar al salón. No nos vieron llegar. De
afuera, se podía sentir la música y las
luces. Hasta parecía una fiesta.
—A mí me gustan tus casetes —me
dijo Carolina antes de abrir la puerta.
Me lo dijo con una sonrisa blanca
que era parecida al amor. Tenía un
casete de Los Ramones en la mano. La
invité a quedarse un rato en el auto,
escuchándolo. Ella tenía un pie afuera,
pero dijo que sí. El Chino me miró y en
sus
ojos
había
sorpresa
y
reconocimiento, como si me quisiera
decir: al fin aprendiste algo, Mocho.
—Nosotros vamos entrando las
bebidas —dijo el Chino, cómplice, y
desapareció, salón adentro, con Roxy y
Ariel.
Cada uno vive de sus pequeñas
glorias. Ése era el momento del Chino.
La entrada al salón con una caja de
bebidas en una mano y una mina en la
otra. Roxy era una chica de armas tomar.
Se divertía con la situación. No parecía
asustada. ¿Por qué iba a estarlo? Estaba
entrando a una fiesta en un club de
rugby.
Mi gloria era distinta. Puse el casete
de Los Ramones y fumamos más
cigarrillos. Mi gloria es de a dos.
Carolina me pidió que le tradujera la
letra de una canción. Lo hice y se
decepcionó.
—A veces es mejor escuchar sin
entender —me dijo y encontré una
extraña poesía en la elección de sus
palabras.
Después hablamos. Hablamos de
todo. Yo suelo mentirles a las mujeres.
Suelo atribuirme historias, frustraciones
y virtudes de otros. Pero esa vez fue
distinto.
Hablamos
de
música.
Hablamos de amor. Hasta le conté de mi
viaje a Perú. Ella me dijo que nunca
había tenido novio, que todos los pibes
le parecían unos tarados. Yo tuve novias
pero tampoco sé lo que es el amor. Le
conté lo que siento cuando vuelvo solo
del boliche a mi casa y veo a las parejas
abrazarse en la calle. Me dieron ganas
de abrazarla a ella. Quería apretarla
fuerte hasta que desapareciera contra mi
cuerpo, meterla dentro de mí. Quería
que tirara sus brazos alrededor de mi
cuello como un lazo. Quería olerle el
cuello y la espalda. Cuando terminó la
cinta ella se puso de costado. Apoyó la
espalda contra la puerta cerrada, se sacó
las zapatillas de lona, puso los pies
descalzos contra el borde de mi asiento
y prendió otro cigarrillo. Lo sacó de mi
atado, sin pedirme permiso. Eso me
gustó. Quería decir que ella estaba bien
así. Hablando y fumando nos habíamos
olvidado del resto. Empezó a llover con
fuerza. Qué romántico, dije, y me reí por
si le parecía una cursilería. La escena
era asquerosamente cinematográfica. La
tenía de frente y me contaba sobre sus
estudios. Pocas tetas. Mejor. Las tetas
están muy sobrevaluadas. Sólo sirven
dentro de un escote. Ella quería ser
periodista. Tenía los labios llenos y
suaves. Me imaginé mordiéndolos. Me
imaginé besándola. Me sorprendió no
imaginar esos labios anillando mi
entrepierna. Nos sobresaltamos cuando
Los Ramones volvieron a sonar. El
casete había dado la vuelta.
Todo esto duró apenas unos minutos.
Lo cuento como si hubiese sido una
eternidad porque así lo recuerdo, pero
no fueron más de quince minutos. No
podía haber sido de otra manera.
Primero aparecieron Ariel y Sergio
Canetti. Atrás estaban Lucas y el Gordo
Paoleri. No les importaba mojarse. Fue
sorprendente que hayan demorado tanto
en venir a joder. Lo hicieron sin
disimulo. Se pusieron a mear contra el
murito del salón y gritaban: Compartí,
Mocho. Mocho egoísta, jugá para el
equipo. El Gordo Paoleri asomó su
cabezota por la ventanilla del auto y
cantó: «El que come y no convida tiene
un sapo en la barriga».
Eso debe cantarles a sus hijos los
domingos. Sentí odio y vergüenza.
Tendría que haber arrancado el auto y
habernos ido a la mierda. Pero no lo
hice. El momento había pasado.
Bajamos del auto y entramos todos al
salón.
Lo que pasó de ahí en más se me
hace confuso. No sé cómo fue que se
pudrió todo. Cuando entramos en el
salón, Roxy y Hernán Perdomo bailaban
una cumbia. Me sorprendió que
Perdomo bailara bien. Se movía como
un cubano a pesar de su cara de
sargento. El resto había formado una
ronda alrededor. Aplaudían, gritaban y
se divertían. Todos tenían el vaso lleno.
La bebida bajaba como agua. Si
hubiesen llegado las minas de hóckey en
ese momento todo hubiese sido distinto.
Ahora Roxy baila con el Chino. Se
besan en el medio de la pista y todo el
mundo grita y aplaude. Lo cuento en
presente porque así se me viene a la
cabeza. Cierro los ojos y lo veo pasar.
Las imágenes aparecen. Por más que
quiera echarlas se quedan, y no me dejan
dormir. Yo estoy por fuera de la ronda y
tengo a Carolina de la mano. Le di la
mano cuando entramos al salón y no nos
hemos soltado. Tomamos una cerveza
entre los dos. Ella está nerviosa. Le
ofrezco irnos si se aburre. Ella dice que
no, que no se va a ir sin Roxy.
—No sean amargos —nos dicen—.
Vengan a bailar.
Entramos a la ronda. No tengo ganas
de bailar. Roxy la agarra a Carolina de
la mano y bailan entre ellas. Se mueven
lindo y la ronda grita y aplaude. ¡Mucha
ropa!, grita uno. El Duce apenas se
mantiene en pie. Tiene los ojos
desorbitados y la camisa blanca
desabotonada, manchada de whisky y
fernet. Lucas la agarra a Roxy. Se le
pone por detrás como un perro, la
abraza por la cintura y la aprieta contra
su cuerpo. Carolina baila con Fefo. La
ronda sigue aplaudiendo alrededor.
Lucas la besa a Roxy en el cuello y ella
se deja. Le busca la boca pero ella se la
esconde. Sergio Canetti se suma a la
pareja. Lucas por detrás, Sergio por
delante y Roxy en el medio como una
feta de fiambre. Se frotan contra Roxy y
meten mano. Ella ya no se divierte.
Lucas le pasa la lengua por el pescuezo,
pero Roxy es una muchacha fuerte, se
zafa de los dos con un empujón y vuelve
a bailar con el Chino. Hace calor en la
pista y los hombres transpiran.
—A sacarse la ropa. Se armó la
fiesta del calzón.
Los chicos se sacan las remeras y
las agitan por sobre las cabezas.
Algunos se bajan los pantalones hasta
los tobillos y bailan haciendo gracias.
Esto es bastante común al final de los
terceros tiempos. Es algo lúdico. No te
asustes, le digo a Carolina. Me pide que
la acompañe al baño. Para llegar a los
baños hay que cruzar por afuera, por el
barro y la lluvia, hasta la casita de
servicios. Es un plan perfecto. Saltamos
los charcos de la mano y la lluvia nos
pega tibia en la cara. Me descalzo y la
subo a caballito para el tramo final. Sí,
eso fue lo que hice. Soy un tierno,
después de todo. La espero debajo del
techito a la salida del baño. Enciendo un
cigarrillo, una excusa para no apurarse a
volver. Un cigarrillo se consume en siete
minutos. Algo es algo. Cuando Carolina
sale del baño encuentra la mejor versión
de mí. Apoyado contra la pared, los
jeans arremangados y los pies llenos de
barro, el pelo y la cara mojados, y en la
boca una sonrisa ladeada y un cigarrillo.
Por Dios, estaba hecho un encanto. Se
me arrima y pasa las manos envolviendo
mi cintura. La meada parece haberla
hecho más resuelta. Apoya su cara
contra mi pecho y me mira desde abajo.
Me sentí gigante, sobrenatural. Le doy
del cigarrillo directo de mis dedos. Pita
fuerte, traga el humo y me lo echa
burlonamente en la cara. La aprieto
contra mí. Puedo sentir su calor a través
de la ropa mojada. Puedo sentir el
crispamiento de sus pezones. Es el
momento de besarnos. Los dos lo
sabemos. Por eso no tenemos apuro. Es
un instante de solemne alegría. No sé
cómo la risa y la felicidad han quedado
tan entreveradas. No hay nada más serio
ni más feliz que un momento de amor.
No hay nada más vulgar que una risa a
destiempo. Esto no lo pensé entonces, lo
pienso ahora, que lo escribo. Pero los
dos lo sabíamos. Por eso nos besamos
en silencio.
La cara de Ariel aparece entre la
lluvia. Conozco esa cara de Ariel: es
una cara que anticipa algo terrible. Está
pálido, como si la lluvia le hubiese
lamido el color. Su boca entreabierta no
consigue hablar. No necesita decirlo
pero igual lo hace:
—Mocho, vení. Se están cogiendo a
la gorda.
IX
LES mentí. Siempre miento. Traté de
no hacerlo en esta confesión pero se me
escapó una mentira chiquita. Les juro
que es la única. Les juro. Espero que
sepan perdonar. La mentira tiene que ver
con el viaje a Perú. Todo lo que conté es
verídico, pero no es cierto que haya
salido indemne de aquel episodio. No
tengo la profundidad que requiere la
tragedia: eso fue lo que dije antes. A
veces uno dice cosas para parecer
inteligente. Una buena frase puede ser
mejor que la verdad.
Lo que realmente pasó fue la cosa
más extraña. Me ha nacido un miedo a la
mujer. Voy intentar ser un poco más
claro. Déjenme contarles cómo empezó.
Tres meses después del regreso de Perú,
llegó el verano. Para ese entonces todo
parecía superado. Ya no me despertaba
a mitad de la noche con ganas de fumar.
Ya no me perseguían las dudas, ni la
cara mestiza de Arguedas ni la de la
muchacha que me entregó el libro.
Llegaron
las
vacaciones
en
Florianópolis con los chicos de rugby.
Mis preocupaciones eran livianas: a qué
playa, qué tomamos, a qué boliche, ese
tipo de cosas. La segunda noche me
levanté una mina en el boliche. Después
de unos tragos, llegamos a la conclusión
de que los dos teníamos bastantes ganas
de coger. Era una muchacha local,
simpática y rellenita. No era gran cosa,
pero, aun así, era muy cogible según los
estándares de cualquiera. Caminamos
hacia su casa, de la mano, por una calle
de tierra, con el cielo despejado y la
certeza del sexo por delante. No se me
ocurre nada mejor. Tendría que haberme
sentido como el rey del morro, el
conquistador del Brasil, pero algo
irreconocible me atormentaba desde
adentro. Una sensación novedosa me
subía desde el vientre y entorpecía mi
respirar. Llegamos a su casa: un ranchito
humilde y hermoso sobre la ladera del
morro. La vista era privilegiada, pero
me llevó directo a su habitación. No
fuimos originales: nos derrumbamos
sobre la cama y empezamos a besarnos y
a sacarnos la ropa. Pobre garota. Qué
decepción. Sentí un apretón avinagrado
en la panza, un ardor, como si mis
intestinos fuesen dos víboras echándose
veneno. Ella luchaba por sacarme los
calzones y yo supe que me tenía que ir.
No sabía por qué, pero me tenía que ir.
Pedí permiso y me encerré en el baño
para ganar unos minutos. Otra vez el
espejo. Intenté darme ánimo: Vamos,
Mocho, no es tan difícil, ya lo hiciste
cientos de veces, subí a esa cama y
cogete a esa mina. Fue en vano. No vas
a poder, dijo mi boca en voz alta, y mi
verga le dio la razón, volviéndose sobre
sí misma como si quisiera formar un
capullo. Salí del baño fingiendo
enfermedad. Fingí tanto que terminé
vomitando en el piso de la cocina. Pobre
garota. Me ofreció descansar hasta que
me sintiera mejor. Por supuesto que me
fui. Aturdido, bajé el morro a las
corridas. Llegué a nuestra casa y fumé
un cigarrillo detrás de otro. Fumé una
tuca de porro que había quedado de la
noche anterior. Volví a vomitar. Siempre
he disfrutado un poco la purga que
implica el acto de devolver, pero esa
noche fue diferente. No me quedaba
nada adentro. El peor vómito es cuando
no se vomita nada. Ya había amanecido
cuando llegaron los chicos del boliche.
Me preguntaron por la mina y les dije
que todo bien. Siempre les digo lo que
quieren escuchar. Mañana será otro día,
pensé.
Pero no lo fue. Desde ese día no he
tenido una cogida normal. Es raro. Con
lo buen amante que era, es un verdadero
desperdicio. En lo que va del año,
acumulé algunos fracasos y más de una
retirada. Si es una conocida —una
amiga o una amiga de un amigo—, ni
siquiera lo intento. Se imaginan si se
enteran los chicos de rugby. Sólo salgo
con minas con las que tengo la certeza
de que no puede pasar nada. Ya lo sé.
Tendría que hacerme ver. Esta cabecita
necesita asistencia profesional, necesita
que la partan al medio y la estudien en
las universidades. ¿Qué tiene que ver
Perú con todo esto? No sé. Pero
sospecho que una psicóloga judía
lograría enhebrar una cosa con la otra.
Pueden entender por qué les mentí.
Gracias a Dios existen las putas.
Ellas han sido mi salvación. Con ellas
puedo. No sé por qué. Simplemente
puedo. ¿Qué haría yo sin ellas? Hay
quienes sólo pueden hacerlo por amor,
yo sólo puedo por dinero. Bonito cuento
de hadas.
A Paula le conté mi problema. Paula
es una puta macanuda. Es una puta para
presentar a tus padres. Atiende su
empresa desde su domicilio. Se vino a
estudiar fisioterapia a la Capital, pero a
los dos meses le metieron un hijo en su
cuerpo. Un clásico. Ahora el nene ya
tiene seis. Paula dice que va a dejar
cuando consiga trabajo. No lo creo. En
un día gana el salario mensual de una
cajera de supermercado o una
vendedora de ropa, y ése es el tipo de
trabajo que ella podría conseguir. Paula
está acostumbrada a escuchar penurias
ajenas. A esta altura, ya soy medio
psicóloga, dice. Nos hemos hecho
bastante amigos. Aparte cogemos de lo
lindo. Ella no me exagera ni recurre a
gimoteos inverosímiles. Paula dice que
soy un tarado, que le pago por hacerla
gozar. Después de coger a veces nos
sentamos en el comedor a mirar tele y
tomar mate. Entonces nos contamos
nuestros sueños. Hace poco le conté uno
que tuve el Día de la Madre. Había
soñado con una novia que era estudiante
de psicología. Las estudiantes de
psicología son invencibles y mi novia
era una de ellas. Aparte estaba
buenísima y por eso le hacía caso. El
domingo, Día de la Madre, marchamos
en su repudio. A la hora de los ravioles,
cortamos la calle frente a la Facultad de
Psicología. Los manifestantes llevaban
fotos de sus madres, gigantes, en blanco
y negro, cruzadas diagonalmente con una
línea roja. Yo apenas llevé una pancarta:
«No quiero guiso ni bufandas. Ni besos
verdes en la frente. Ni el jacuzzi
estúpido de tu útero».
El otro día conocí al hijo de Paula.
Lindo pibe. Se llama José, igual que yo.
Tengo nombre de hijo de puta. Prometí
llevarle una remera de Boca de regalo.
Paula dice que yo estoy perdido, que
estoy viviendo una vida de juguete, que
tengo que volver a Perú para aclarar mis
cosas. No se puede vivir desmadrado,
me dijo. Después me quiso autoayudar:
me habló de Machu Picchu, del Camino
del Inca, de los chamanes, de
encontrarme conmigo mismo, y ese tipo
de cosas, pero para ese entonces ya
había dejado de escucharla. Pensaba en
mamá.
Quizá tenga la profundidad que
requiere la tragedia, después de todo.
Enhorabuena, Mocho. Bien por mí. ¿Y
ahora qué hago con tanta profundidad?
Por supuesto que a Carolina no le
había contado sobre todo esto. Pueden
entender por qué. Uno no se arrima a una
mujer diciendo «Soy el Mocho y tengo
miedo de coger». De todas formas, ese
sábado me sentía bien. No me he puesto
a pensar la razón, pero esa noche con
Carolina me tenía fe. Confiado, alegre y
encantador, como el antiguo Mocho.
Hasta había recibido una señal de
aliento de mi amigo allá abajo. Mientras
nos estábamos besando, a la salida del
baño, sentí mi verga corcovear con tal
vehemencia que me dieron ganas de
darle un abrazo. En ese momento llegó
Ariel con las últimas noticias. Se están
cogiendo a la gorda, anunció. Y yo que
estaba sintiendo mi vida renacer.
23.40
ES una extraña mezcla. La fuimos
escuchando mientras nos acercábamos al
salón. Entre la música, los aplausos y
las risas, asoma un agudo balido de
auxilio. Carolina me suelta la mano y
sale corriendo a una velocidad
insospechada. Ariel y yo corremos
detrás. Ariel me dice que Roxy se ha
desmayado de todo lo que le han dado
para tomar, me dice que cuando estaba
medio zombi en el piso empezaron a
tocarla, y como ella se reía y se dejaba,
siguieron cada vez más intensamente,
cada vez más profundo. Es como uno de
esos documentales con hienas, buitres y
despojos de carne. Sergio Canetti y el
Duce le aprietan las muñecas contra el
piso, el Gordo Paoleri y otro del San
Roque la sujetan por los tobillos,
separándole las piernas. La han
desnudado a zarpazos. Conserva la ropa,
pero fuera de lugar. La remera retorcida
hasta al cuello deja al descubierto un
portentoso par de tetas. La minifalda de
jean, subida a la fuerza, hasta la altura
del abdomen.
Carolina da un grito inútil y empieza
a llorar. Intenta frenarlos pero lo hace
sin fuerza. La sujetan entre dos y la
llevan a los tirones a un costado.
Escucho sus gritos. Me pide que haga
algo. Me lo pide a los gritos, por favor,
hasta que le tapan la boca. El Chino y
Lucas hablan conmigo. Me apartan unos
metros y me dicen que no les van a hacer
nada, que sólo están jodiendo un rato,
que de todas maneras, la gorda había
estado buscando guerra desde el vamos.
—Llevate a la otra para el baño —
me recomiendan—. Así no arma
quilombo y te la dejamos toda para vos.
—¿Qué le van a hacer? —pregunto.
—No le vamos a hacer nada. Te lo
prometo, Mocho.
—No va a pasar nada que ella no
quiera —agrega Lucas y siento el peso
plomizo de su mano sobre mi hombro.
Ése es el fin de nuestro diálogo. No
pregunto nada más. Tampoco llevo a
Carolina al baño. Quiero hacer algo, sé
exactamente lo que tengo que hacer, pero
simplemente no puedo. Me apoyo de
espaldas contra la pared y me dejo caer
hacia abajo, hasta quedar en cuclillas,
breve y ovillado como un feto gigante.
Desde esa posición soy testigo de lo que
sigue. No quiero mirar pero miro. Mis
ojos registran todo con una nitidez
espantosa.
Roxy recobra parte de su fuerza pero
no consigue zafarse. Los parlantes
reproducen, con una devastadora ironía,
la versión de Los Ramones de «What a
Wonderful World»: Veo árboles verdes,
rosas rojas también, las veo florecer
para mí y para vos.
Esa canción la habíamos escuchado
antes, en el auto, con Carolina, cuando
la letra todavía tenía algún sentido. Ella
por suerte ha quedado fuera de mi vista
—hay una columna en el medio—, pero
sé que Perdomo la tiene agarrada porque
cada tanto aparece el ruido de su llanto
entre el griterío. Quiero ponerme de pie
y rescatarla a Carolina. También me
gustaría llorar, pero no. No sé llorar.
Veo cielos azules, nubes blancas, veo
días brillantes, benditos, veo noches
cálidas, sagradas. Estoy seguro de que
siento lo mismo que alguien que llora,
pero no puedo sacar agua por los ojos.
Lucas agarra una botella de whisky y
deja caer un chorro sobre las tetas de
Roxy. Limpia el enchastre con la lengua.
¿Así te gusta? ¿Sí, putita? El Chino hace
lo mismo. Esconde la cara entre los
senos como un avestruz. Roxy ya no
grita. Los colores del arco iris tan
bonitos en el cielo. El Gordo Paoleri
quiere un poco también. Deja la pierna
izquierda a cargo de otro. Le quiere
besar la boca. No muerdas, putita, si te
gusta. Se conforma con las tetas. Echa
otro chorro de la botella y comparte con
Sergio Canetti: una teta para cada uno.
Veo amigos estrechándose las manos,
diciendo ¿Cómo te va? El resto mira
desde la ronda, unos pasos atrás. Ariel,
Fefo y los otros atestiguan todo con
miedo y silencio. Ariel me mira cada
tanto, pero yo no puedo hacer nada.
Cuando el Chino se aburre de las tetas,
pasa a la entrepierna. Se arrodilla y
ordena que separen, como en un sillón
ginecológico. Qué linda tanguita roja. Se
ve que viniste preparada. Veamos,
veamos, qué tenemos por acá. Traigan
los fideos que el agua ya está. Y después
se hacen las que no les gusta. Y el
espacio que hay. Es un loft, esto. Acá
entran dos perros peleando. Vení,
Cristiancito, vení a sentir el calor de una
conchita. Dale, no seas cagón. ¿Te
gustan las nenas o los nenes? Mostrale
toda esa pija boba que tenés. Escucho
críos llorar, los veo crecer, aprenderán
mucho más de lo que yo jamás sabré.
Chupale la concha, Chino. Ni en pedo,
andá a saber los bichos que andan por
ahí. Yo se la chupo. En una de ésas
revive como la Bella Durmiente. Echale
un chorrito de whisky antiséptico. Ahí
está, eso mata todo. Está rica. ¿Te gusta
así? Ahora que la chupe ella. Mirá a
Lucas el palo que tiene. ¿Y si muerde?
Qué va a morder si está casi desmayada.
Aparte, a estas negritas les gusta más la
pija que el dulce de leche. ¿Me vas a
morder? ¿Sí? Dale, portate bien. Es un
petecito, nomás. ¿Qué te cuesta? Los
chicos hacen fila con la verga hinchada
entre las manos. Qué divertido. Y
entonces pienso para mí mismo: qué
mundo tan maravilloso.
Los demás no pueden verlo. Está
ubicado a sus espaldas. Yo, en cambio,
lo tengo de frente. Su cara asoma,
espiando, por la ventana que da al
estacionamiento. Es un pibe de unos
dieciocho años, no más de eso. Tiene
que estar subido a algo, porque esa
ventana tiene al menos tres metros de
altura. Me refugio detrás de una silla de
mimbre. Aún puedo verlo a través del
respaldo deshilachado. Él los mira a
ellos, pero no me puede ver a mí. Ellos
no lo notan, inmersos como están en lo
suyo. Sólo yo lo veo todo. Ese pequeño
poder me da una tibia sensación de
placer. La cara desaparece de la
ventana. Debería advertir al equipo
sobre el intruso. Pero no lo hago.
Enciendo un cigarrillo y espero. Ahora
lo veo por el mosquitero de la puerta.
Está en el estacionamiento. Puedo ver su
bicicleta apoyada contra la reja de
entrada. Sube al asiento pero no se
mueve. Queda ahí, sentado, estático, con
un pie en el pedal y el otro en el piso.
Baja de la bicicleta, saca algo del
interior de su campera y desaparece de
mi vista. Todo esto dura lo que un
cigarrillo encendido. Lo sé, porque
apenas me queda una última pitada,
cuando entra al salón y dispara dos
veces contra el revoque del techo.
Todo se detiene. Cae un bloque de
yeso contra el piso y todo queda quieto:
las manos que escarban en el cuerpo de
Roxy, el humo en mis bronquios, las
risas, los gritos. Todos se dan vuelta
para verlo. Es bajo pero bien formado,
de hombros anchos y sólidos. Tiene
pescadores de jean y una campera
deportiva roja, empapada por la lluvia.
El pelo también lo tiene mojado: rulos
negros y algunos rubios, decolorados.
Un charco de agua se va formando a su
alrededor. Su cara, redonda y aniñada,
revela su edad: dieciocho años, no más
de eso. La pistola le queda grande. La
sostiene con las dos manos, apuntando
contra todos, temblándole el pulso por
el peso del metal. No hay duda de que
está asustado, pero hay una solemne
firmeza en su manera de amenazar, una
seguridad que hace que nadie se mueva
de su lugar. El pibe no da ninguna
instrucción, simplemente se queda
quieto, apuntando, sus ojos hinchados
por una rabia serena. Carolina se suelta
de Perdomo y se le acerca, llamándolo
por su nombre: Joel, le dice, y no
consigue decir nada más. Es el novio de
Roxy, Carolina me había contado sobre
él. Los pibes del quiosco le deben de
haber pasado el dato: tu novia arrancó
con los chetos del radby. Roxy ha
logrado sentarse y se acomoda la ropa
con torpeza. Todavía le dura la bobera
del alcohol. Mientras Carolina la ayuda
a vestirse, Joel se descuida. Se olvida
por completo de la puerta de entrada, y
es por ahí que aparece uno de los del
San Roque. Se mueve como un rayo a
sus espaldas y lo golpea con un tackle
feroz a la altura de los riñones. Joel
cruje y grita de dolor. El arma se le
escapa de las manos y va a parar al piso
en silencio. El Duce se le echa encima y
lo sujeta por el cuello. Lucas y Perdomo
lo ayudan: descargan sus puños contra el
estómago de Joel. Le sacan el aire. Lo
hacen con furia y destreza, respetando
cada uno su turno para golpear. Lucas
toma el arma del piso. Apoya la punta
sobre la frente de Joel. Por fin me pongo
de pie y hablo:
—¡Pará Lucas! ¡Es un pendejo!
—Si es hombre para robar, es
hombre para pagar las consecuencias —
el Duce grita las palabras, su cara
deformada por la furia y el alcohol—. Y
a estos negritos hay que enseñarles de
chicos. Si no, no aprenden más.
Lucas mete la punta de la pistola en
la boca del pibe. El metal redobla entre
el temblor de los dientes.
—¿Qué ibas a hacer con esto, negro
de mierda? ¿Vos decís que es un
pendejo? —pregunta Lucas mirándome
—. ¿Alguna vez viste a un pendejo con
una pistola?
Carolina da un grito, ahogado por la
mano que nuevamente la sujeta por
detrás. Afuera llueve. Roxy también
grita, pero nadie las puede oír.
—Griten todo lo que quieran pero
nadie se va ir de acá sin la pija bien
chupada —dice el Duce—. Ustedes se
pueden quedar con estas negritas. El
pendejo es mío. Vení, putito. Vas a salir
hecho una mariposa cuando terminés
conmigo.
Lucas me da la espalda. Me le
acerco a traición y descargo toda la
fuerza de mi puño contra su mentón. Es
la primera piña que pego en mi vida
adulta. No le hago casi nada. Apenas
aparece una mueca de disgusto en su
cara, como si hubiese tomado un mate
frío. Al menos sirve para que Joel se
zafe y salga corriendo hasta su novia.
Lucas no va a dejar pasar la oportunidad
de darme una buena paliza. A su juego lo
he llamado. Se me echa encima y
forcejeamos en el piso. Es evidente que
voy a perder. Por eso intervienen los
chicos: por piedad. Yo me he tapado la
cabeza para aguantar la embestida, pero
distingo las manos de Fefo sujetando a
Lucas por detrás, al Chino poniéndose
en la línea de los golpes, a la voz del
Gordo diciendo que no nos podemos
pelear entre nosotros. Y entonces
sucede. Entre los golpes y el forcejeo, la
pistola, que nunca ha dejado la mano
derecha de Lucas, produce la tercera y
última detonación de la noche. La bala
me entra a la altura del abdomen, justo
debajo del esternón. Tardo unos
segundos en empezar a sangrar, el
mismo tiempo que le lleva al resto darse
cuenta de lo que ha pasado. Ya la sangre
sale con ganas, invadiendo la remera y
la mano de Ariel que presiona contra la
herida. Es un momento de intenso placer.
Una sensación de cálido bienestar se
esparce por todo mi cuerpo. Estoy
lúcido, iluminado, hasta entretenido. No
me conviene sangrar por la boca. En
todas las películas, los baleados mueren
recién después de haber sangrado por la
boca. Pero yo sé que no me voy a morir.
Me gusta que el resto crea que me voy a
morir, me gusta ver la aflicción en las
caras de mis compañeros; me gustaría
ver la cara de Ana, la de mamá, la de la
Cholita, la de la muchacha peruana, la
de mi viejo, la de mi hermano, la del
entrenador, la de Carolina, que ha
aprovechado
la
confusión
para
marcharse con los otros a las corridas, y
lo bien que han hecho.
No paro de sonreír durante todo el
viaje hasta el hospital. Me llevan en el
auto de Lucas, a toda marcha, hasta un
sanatorio privado que construyeron hace
poco en la ruta a Pilar. Tom Sawyer
tenía razón: es divertido asistir a tu
propio funeral. Todos deberíamos tener
ese derecho. Ya sé que no es mi funeral,
pero se le parece bastante. Qué dulce es
el mareo: y esa noviecita de Tom
Sawyer seguro que estaba buena, esa
con la que se perdió en las cuevas,
¿Becky Thatcher, se llamaba?, toda
rubiecita y de trenzas, aunque no parece
de las que se entrega fácil, no creo que
tenga esa chispa gatuna de la que
hablaba Cacho, seguro que quiere
esperar hasta casarse, hasta tener el
consentimiento de su papito el juez.
Hasta las enfermeras son rubias en este
hospital. Yo no había visto enfermeras
rubias salvo en las publicidades.
Me dijo la muchacha de la noche que
cuando me llevaban para el quirófano le
conté, jadeando, que el viejo infundía
respeto, a pesar de su anticuada y sucia
apariencia, que las personas principales
del Cuzco lo saludaban seriamente, y
que era incómodo acompañarlo porque
se arrodillaba frente a todas las iglesias
y capillas y se quitaba el sombrero en
forma llamativa cuando saludaba a los
frailes. Esas palabras las había
aprendido
de
memoria.
Inconscientemente. Ésas son las exactas
palabras con las que Arguedas describe
al Viejo de Los ríos profundos, pero la
enfermera creyó que hablaba de mi
propio padre. No la corregí.
X
ESCRIBO esta confesión desde una
cama de hospital. Escribo en mi
notebook, desde el rencor. Estamos
llegando, damas y caballeros, al final de
este paseo. Este hospital es una colonia
de vacaciones. Tengo tele con cable,
internet, cama graduable y el mejor
cortejo de médicos y enfermeras que el
dinero puede comprar. Llevo cinco días
en la sala de recuperación pero podría
quedarme semanas. Ya me siento
bastante mejor. Dicen que no me van a
quedar secuelas. Un milímetro más y la
bala hubiese llegado a la columna, me
dijo el médico, orgulloso ante la casi
tragedia. De todas formas, me
recomendaron evitar
los golpes
violentos. Se terminó el rugby para mí.
Lo bueno de todo esto han sido las
visitas. El domingo al mediodía llegó mi
viejo con la Cholita. Él quiso saberlo
todo. Ella me trajo una bandeja de arroz
con pollo y un perro de peluche que me
abochorna un poco. Es amarillo, vestido
de aviador y mira sin entender
demasiado, con un aire tristón. Quizá se
lo pueda regalar a alguna de las
enfermeras. A Marcia, la de la noche,
que ya me deja fumar con la ventana
abierta. Mi viejo se fue rápido, por
suerte. Yo le dije que no estaba con
ánimo de narrar y él aprovechó para
decirme que tenía mucho trabajo.
El lunes vinieron Ana y Ariel. Ana
estaba toda elegante. Me gustaría
quererla como a una madre pero a veces
se aparece tan linda que dan ganas de
tocarla. Me trajo un libro para mi
convalecencia: un policial negro como
sólo los yanquis saben hacer. Está muy
entretenido pero me da ganas de fumar
cada vez que el detective enciende un
cigarrillo. Sé que no es el tipo de novela
que le gusta a Ana; la eligió para
complacerme, eso fue lo más lindo.
Ariel estuvo callado y nervioso durante
toda la visita, sin saber qué hacer con
las manos y los ojos.
Ha llegado el momento de contarles
la historia oficial:
En la fecha 13 de octubre del
corriente año, en ocasión de celebrarse
una reunión en las instalaciones del
CHRISTIANS OLD BOYS RUGBY
CLUB —sito en la calle Eureka 216,
Partido de Marindia, Provincia de
Buenos Aires— y siendo las 23.50
aproximadamente, irrumpieron al local
antes mencionado tres sujetos (un
masculino y dos femeninos) con
manifiestas intenciones de robo. El
masculino realizó dos disparos de arma
de fuego con fines intimidatorios, pero
rápidamente fue reducido por dos de
los socios del club, de resultado que
uno de ellos: el Sr. JOSÉ IGNACIO
SÁNCHEZ DE LA PUENTE, de 22
años, DNI 39.786.934, resultó herido al
recibir un impacto de bala, a
consecuencia de trabarse en lucha con
el asaltante armado, lo que motivó su
traslado urgente al Hospital San
Cristóbal, siendo internado en dicho
nosocomio.
El parte médico notificado a esta
seccional informa que la víctima de la
agresión
fue
intervenida
quirúrgicamente
con
éxito,
extrayéndosele un proyectil calibre 22,
alojado en el abdomen, y que ya se
encuentra fuera de peligro.
Los testigos coinciden en afirmar
que los malvivientes (presuntamente
menores, los tres) aprovecharon el
desconcierto del momento para darse a
la fuga.
No se registraron otros heridos ni
se
reportaron
objetos
robados.
Habiéndose registrado el lugar de los
hechos y sus inmediaciones, no se halló
el arma involucrada en el delito. A la
fecha se desconoce el paradero de los
asaltantes.
Ésta es la historia oficial. Es linda,
¿no? Suena muy creíble, no lo pueden
negar. Muy convincente. Otra evidencia
más de esta ola de inseguridad que azota
al país. Casi puedo imaginar el titular de
los diarios. También soy un héroe en la
historia oficial. Otro tipo de héroe, más
pulcro, más schwarzeneggeresco. No me
gusta ese héroe. Prefería el personaje
grisáceo de mi propia historia. No hay
derecho. Uno gasta miles de palabras
para darle profundidad a un sujeto y
estos tipos deshacen todo en diez líneas
de jerga policial. No puede ser. No lo
voy a permitir.
No sé cómo se gestó la historia
oficial. ¿Quién le dio la trama, la
intensidad, los adjetivos? Nunca se
sabe. Es lo que tienen las historias
oficiales.
Simplemente
aparecen,
cocinadas,
como
un
murmullo
invencible. A mí me llegó en una hoja
con membrete oficial, escrita a máquina
en tinta negra. Me la trajo el martes un
oficial de policía, un pibe con cara de
bueno que se sacó la gorra para entrar a
la habitación, y me pidió que firmara a
pie de página. Leí la historia y firmé.
Suscribí.
Dicen que le debo mi vida al
entrenador. Fue él quien habló con el
director del hospital —un viejo amigo
suyo— para que pusieran a mi
disposición a los mejores médicos del
lugar. El entrenador vino el domingo a la
madrugada, apenas lo llamaron los
chicos, y no se fue hasta la mañana,
cuando el peligro de la operación ya
había pasado. Yo recién salía del efecto
de la anestesia cuando lo vi parado bajo
el marco de la puerta. Charlaba
risueñamente con el cirujano y las
enfermeras, llamando a cada uno por su
nombre. Después se acercó hasta el
borde de la cama y puso su mano sobre
la mía.
—¿Cómo te sentís, Mocho?
—Mejor.
—Ariel me lo contó todo.
—¿Todo?
—Sí, todo. Vos no te preocupés. Ya
tuviste suficiente. Estuve hablando con
el padre de Ariel.
—Pero…
—Lo hecho, hecho está. Dedicate a
descansar y a recuperarte. Arreglé con
las enfermeras para que te dejen ver el
partido esta tarde. Van a venir algunos
de los chicos. El apoyo te va a hacer
bien. Tratá de no excitarte demasiado.
Vos tenés mi celular. Cualquier cosa, me
llamás.
—Enrique…
—¿Sí?
—Gracias.
—Te manda un beso María Emilia.
Dice que la llames cuando te mejores.
Los Pumas perdieron esa tarde.
Perdieron con Sudáfrica como en la
guerra. Los chicos vinieron a ver el
partido conmigo. Éramos como diez. No
alcanzaban las sillas y algunos tuvieron
que sentarse en el piso. La enfermera me
advirtió que sólo aceptaban tantas
visitas porque el entrenador —ella lo
llamó el doctor Enrique— lo había
autorizado, pero se tenían que ir no bien
terminara el partido. Ariel se había
quedado toda la noche en la sala de
espera. Sólo había salido unas horas
para tranquilizar a su madre. El resto
llegó unos minutos antes de que
empezara el partido. Nadie habló de lo
de la noche anterior. Ni siquiera los que
no habían estado se animaron a
preguntar. Ellos ya sabían. Maxi, Toto,
Gabriel, se notaba en sus caras que
sabían. Después vino el himno. Los
chicos se pararon y cantaron de pie. O
juremos con gloria morir. Cuánta
exageración. El partido pasó rápido: los
Pumas pusieron huevo, como siempre,
pero un par de errores y a otra cosa
mariposa, a pelear por el bronce. Yo
quería quedarme solo pero no me animé
a echarlos. Pude notar cuando se
despidieron que estaban arrepentidos.
Era como si me quisieran pedir perdón.
Estábamos muy en pedo. Se nos fue la
mano. Qué macana nos mandamos.
Querían decirme eso, pero tan sólo me
llenaron de abrazos y mejorates, y al fin
se fueron. Le pedí a la enfermera un
refuerzo de calmantes intravenosos y me
puse a disfrutar del techo, del mareo y
de mi tristeza. Está bueno esto de los
calmantes
intravenosos.
Podría
acostumbrarme. Me siento leve. Ayer
escribí unas líneas bajo los efectos de la
anestesia. Dice Marcia, la enfermera de
la noche, que se las canté,
tamborileando a destiempo en mi
bandeja de lata. Espero haberla
impresionado: Bailan las moscas contra
el vidrio. Baila el ladrido de los perros
de afuera. Bailan escotes blancos sobre
enfermeras negras. Baila la sonda
hurgando en mis venas. Hasta baila
Jesús con su cruz de madera. El que no
baila soy yo. El que no baila soy yo.
Me pregunto si la letra podrá
funcionar para un huaino. Tendré que
investigar con la Cholita, o cuando
vuelva a Perú. Tengo que volver a Perú.
Eso lo he resuelto en estos días de
convalecencia. Tengo que volver a Perú.
En uno de estos viajes de anestesia
he aprovechado para amigarme con
Jesús. La anestesia te hace bobo y
sincero. Le conté a Jesús todos mis
problemas. Le pregunté por mi madre,
por mi sangre, por mi hermana, por mi
oscuro pasado peruano. Le pedí ayuda.
En este hospital es imposible olvidarse
de Jesús. Está por todos lados:
incrustado en la pared arriba de la cama,
en la Biblia de la mesita de luz, entre los
pechos de las enfermeras, en la voz
sedante de los médicos, en el bordado
de las sábanas y las fundas de la
almohada. No queda otra que hacer las
paces con él, aunque sea por una
cuestión de convivencia. El más
convincente es el Cristo crucificado que
está colgado sobre la cabecera de la
cama. A él le hice mi confesión. Cuando
el dolor de las heridas se me hace
insoportable, busco la horizontalidad
del cuerpo, apoyo la cabeza en la
almohada y miro hacia arriba. Entonces
lo veo desde abajo: agigantado, de pies
a cabeza, su sangre gotea, espesa, sobre
mi frente, drip, drip, drip, y de repente
mis penas me avergüenzan un poco.
Había dicho que Dios huele la vejez
como un tiburón huele la sangre. Bueno,
quizá pase lo mismo con la enfermedad.
Confieso que recé un poco antes de
entrar al quirófano. Pedí la ayuda de
Dios. Pero ya no. Cuanto mejor estoy,
menos creyente me siento. Lo que
prueba que Dios es un viejo zorro.
Todos terminamos ancianos, enfermos o
muertos. Aunque sea al final, te la
termina ganando. Su confesor acecha los
pasillos de este hospital, temido,
sicario, contratista, su sotana tejida de
cuervo y miel, te acerca su cáliz y te
dice: dale, no seas tonto, es tu última
oportunidad, asociate, firmá sobre la
línea punteada.
Estoy llegando al final de esta
historia. Ya me queda poco por decir. En
un par de días me darán el alta médica.
Vuelvo a casa. No sé qué hacer con todo
esto que he escrito. Podría purgar mis
culpas como lo hacen todos:
beneficencia,
oraciones
y
unas
empanaditas de atún en Viernes Santo.
El problema es que a la Cholita, las
empanadas le quedan tan ricas que no
parecen un sacrificio. Las fríe, con sus
manos de maga entre aceite, picante y
yema de huevo. Ese pescado no tiene
gusto a expiación.
Podría borrarlo todo con sólo
apretar unos botones. Archivo. Abrir.
Eliminar. Tendría que soportar la
provocación de esa pregunta:
¿Está seguro de que quiere eliminar
rugby.doc?
Buenos Aires, octubre de 2007
Quiero agradecer a algunas personas
que de una u otra manera me ayudaron a
escribir esta novela: Leonardo Santurio,
Eduardo L. Fernández, Rodrigo Olivero
(por Tommy Alderete Olmos), Mary
Beloff, Ripley Bogle, Mariana Xochitl,
Julio y Augusto Tapia, C.F.S., Rubén
D’Alba, y al generoso Lauro Marauda y
la buena gente de su taller.
M.S.
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