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DOÑA LEONOR DE VARGAS ENTRE CENSURAS
DOÑA LEONOR DE VARGAS IN TIMES OF CENSORSHIP
Ana Isabel Ballesteros Dorado
Universidad CEU San Pablo
([email protected])
Resumen: El 24 de noviembre de 1967, se retransmitió un montaje efectuado para televisión de Don Álvaro o La fuerza del sino en el programa
Teatro de siempre de la cadena UHF. El artículo presenta un análisis
del personaje de doña Leonor tal y como se ofreció, esto es, permite
reconocer cómo se aprovecharon aquellos elementos del personaje que
se adecuaban al modelo de mujer imperante en el franquismo y cómo se
modificó cualquier otro que pudiera entenderse como discordante.
Palabras clave: Duque de Rivas, franquismo, censura, televisión.
Abstract: On November 24, 1967 a theatre production for television
of Don Alvaro, or the Force of Fate was broadcast on the programme
Teatro de siempre on UHF channel. The article presents an analysis
of how the character of doña Leonor was portrayed; namely, it allows
recognizing to what extent the elements of the character that suited the
prevailing model of women during Franco’s regime were highlighted,
and how any other that might be considered jarring was altered.
Key words: Duke of Rivas, Franco’s regime, censorship, television.
En los primeros diez años de Televisión Española, hubo diversos espacios dedicados al teatro (Baget 1993, 28-29, 42-43, 57-59, 71-76, 89,
97-100, 114-115, 118-119, 145-148, 159 y ss.). Teatro de siempre (TVE2,
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Recibido: 02/2014 - Aceptado: 05/2014
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1966-1972) se emitía en UHF los viernes a partir de las diez y media de
la noche desde que empezó como programa, el 20 de noviembre de 1966.
En UHF también podían verse Teatro breve (TVE 2, 1966-1981), los
lunes a partir de las diez de la noche, y Teatro de humor (TVE2, 1964-),
los domingos, aproximadamente a partir de las ocho de la tarde.
No solapaban sus funciones con las de Estudio 1 (TVE1, 1965-1985) –
que llevaba retransmitiéndose por la primera cadena desde el 6 de octubre de 1965 (Baget 1993, 162-163)i–, porque no se hubieran aceptado en
la primera cadena muchas de las obras seleccionadas para la segunda,
pese a compartir algunos objetivos culturales (cfr. Prats, 238; Palacio,
127; Baget 1993, 173). Estudio 1, diseñado con una intención pedagógica, acercaba al espectador obras que salvaguardaban y fomentaban la
asimilación de los principios que deseaban inculcarse en el franquismo
(cfr. Calvo Carilla 345-347). Por su parte, en Teatro de siempre se ofrecían obras emblemáticas de una corriente o una época de la literatura
universalii. Quizás por tales motivos varios de los montajes de Estudio
1 se retransmitieron en directo, frente a los de Teatro de siempre, todos
grabados.
Pues bien, en este artículo se analiza el modo de presentarse el rol
femenino de doña Leonor de Vargas, heroína romántica en Don Álvaro o
La fuerza del sino, en la versión grabada para Teatro de siempre en 1967
y con la actriz Ana María Vidal como protagonista femeninaiii. Como
recordará el lector, Leonor acepta fugarse con don Álvaro por negarse
el padre de la joven, marqués de Calatrava, a admitirle como yerno.
Descubiertos por el marqués antes de poder efectuar la fuga, muerto
este al disparársele la pistola a don Álvaro de modo imprevisto, separados los enamorados por las circunstancias posteriores, Leonor expía su
conato de rebelión contra la voluntad paterna viviendo como ermitaña y
muriendo luego a manos de su hermano don Alfonso. Este estudio, realizado desde una perspectiva de género, requiere también comparar el
montaje televisivo con las directrices estipuladas a través del texto y las
acotaciones por Ángel Saavedra y por la censura de su época.
La cadena, fecha y horario en que se emitió Don Álvaro o La fuerza
del sino –el 24 de noviembre de 1967, en el programa número 375 de la
cadena UHF– tuvo que ver, efectivamente, con los criterios que regían
la censura según el público potencial. En ningún medio había tanta exigencia de sometimiento a las normas como en la televisión (Baget 1993,
109), justamente por sus mayores posibilidades de difusión. El público
potencial de la segunda cadena, mucho menos numeroso que el de la
primera, no obstante era mucho mayor que el de un teatro cualquiera:
a finales de 1967 se calculaba la existencia de un millón de repetidores
dotados de UHF (cfr. Baget 1993, 171) y por cada uno de ellos se multiplicaba el número de espectadores. Teatro de siempre se veía los viernes
en una época en que solo estaba generalizado el descanso dominical, lo
cual dificultaba su visionado, sobre todo en las poblaciones y ciudades
de provincia en que por el momento apenas existían más reproductores
que los de los teleclubes. También la hora de programación reducía el
público entre los menores de edad. Aún así, no cabía acotar los espectadores de modo parejo a como se lograba respecto al teatro universitario
o a aquellas obras para las que se permitía una única representación (cfr.
Neuschäfer, 52).
Don Álvaro o La fuerza del sino, para muchos el primer drama romántico español, se había estrenado durante la regencia de María Cristina,
el 22 de marzo de 1835, cuando se habían reducido las constricciones
de la censura fernandina (Ballesteros 2012, I): era un drama con guiños a tradición literaria española (Casalduero, 238, 262-267) y al mismo
tiempo romántico por estar sometido, formalmente, a reglas propias, no
a reglas ajenas o prefijadas; romántico por tratar el tema del destino,
asunto controvertido y de resultados no sometibles a conocimiento científico; romántico por sus personajes protagonistas, que pugnaban por
vivir de modo disímil a como dictaba la organización social; romántico
por la variedad, mezcla y contraste de espacios representados, hablas,
personajes, tonos (cfr. Caldera, 33-66; Navas Ruiz, 148-170).
En los años cuarenta y cincuenta se habían obtenido licencias en
distintas ocasiones para representar este dramaiv y solo se encuentran
condicionantes para su ejecución en un único permiso de los varios dispensados, firmado el 30 de diciembre de 1952 por Bartolomé Mostaza:
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En la adaptación se aligera de estorbos la acción y se la deja reducida
a la línea argumental del sino que persigue a Don Álvaro. Aún así el
drama está fuera de nuestra sensibilidad.
En lo moral, aparte de la falsa tesis de un sino inevitable, no ofrece
peligro (AGA Cult. 00450/52, 73/09047)v.
No la aconsejaba, sin embargo, para menores. Por eso, siendo el director general Alonso Pesquera, el jefe de la sección de teatro propuso
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que no fuera recomendable para menores de dieciséis años, aunque permitió su representación sin tachadura ni enmienda alguna, y firmó con
fecha de 31 de diciembre de 1952.
El interés de este informe reside en que Bartolomé Mostaza (19071982) continuó dentro de los comités de censura de los años siguientes,
también cuando se grabó este montaje para televisión. Su emisión en
Teatro de siempre supone un indicio de que la obra no se atenía a los
criterios educativos marcados por el Régimen, aunque sí se la estimara
representativa de una corriente literaria y digna de ser tenida por un
clásico.
Además, los especialistas en las cuestiones de censura coinciden en
afirmar que, con escasas variaciones, gran arbitrariedad según el carácter del inspector-lector, diferencias según el género literario y el medio
de comunicación, permanecieron en general las mismas orientaciones
durante todo el franquismo, pese una supuesta apertura surgida al llegar José María García Escudero a la Dirección General de Cinematografía y Teatro (cfr. Neuschäfer, 54; Curry, 11-32, 36-37, 51-68; Muñoz
Cáliz, 133-146).
este drama al estrenarse requirió casi cuatro horas (Eco del Comercio,
24/03/1835, 1), así que se aconsejó al duque aligerarlo. Él lo hizo inmediatamente (Revista Española 25/03/1835, 103) si bien la mayor parte
de los cambios no pasó a las ediciones.
Muchos más cortes hubieron de hacerse para adaptar el guion al formato televisivo, y se aprecia cómo se siguieron para ello las directrices
de la censura. Muñoz Cáliz ha explicado sucintamente las normas vigentes en los años sesenta (2005, 137-143), publicadas en 1963 por lo que
se refería a la cinematografía (BOE de 9/02/1963, 3929 y ss.) y en 1964
por lo que respectaba al teatro (BOE 25/02/1964, 2504-2506). En ellas
quedaba recogida la recomendación de que tales normas se aplicasen
n Doña Leonor de Vargas en la acción dramática:
del texto al montaje
El cotejo de los manuscritos y las edicionesvi muestra escasas variaciones
realizadas en el siglo xix sobre el texto primitivo que guardaran relación
con la protagonista femenina. En cambio, se advierten modificaciones
más abundantes en el guion televisivo.
Ciertamente, las adaptaciones, montajes y versiones cinematográficas casi siempre apuntan a la época de su re-creación en un montaje o
formato concreto, unas veces porque se piensa en no salirse en exceso
de los gustos, expectativas o posibilidades de comprensión del público, y
otras veces porque los propios directores o encargados desean imprimir
una determinada interpretación a las obras.
En el caso de esta pieza, cabe atribuir las razones de los cambios a tres
condicionantes esenciales, a saber, la longitud del texto, las normas de
la censura y la peculiar interpretación del adaptador y del realizadorvii.
Por un lado, existía la exigencia de ajustar la duración de la obra
al tiempo de emisión habitual, aproximadamente hora y media. Pero
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con la debida amplitud en las obras teatrales procedentes del legado cultural del pasado, teniendo en cuenta el carácter especial que les dan el
distanciamiento histórico y el ánimo preceptivo del espectador, además
de sus propias características de lenguaje y situaciones (norma tercera,
BOE 25/02/1964, 2506).
En otros casos, los cortes y cambios se explican por lo que el texto
tenía de discordante respecto al modelo de mujer imperante en el franquismo. Solo en algunos momentos se percibe una intencionalidad distinta por parte de los responsables del montaje.
Dadas las características del presente artículo, metodológicamente
irá exponiéndose, de acuerdo con los estudios de género planteados en
trabajos como los de Ballarín, Cuesta o Gallego, el carácter de las modificaciones efectuadas en el montaje concernientes al rol femenino de la
protagonista, y esto desde una perspectiva funcional y desde una perspectiva interaccionista (cfr. Carvajo, 186).
n Doña Leonor y su rol femenino:
el ideal romántico y el ideal franquista
Las diversas aproximaciones al ideal de mujer existente durante el siglo
xix (v. gr. Llanos, Dupanloup, Catalina) y durante el franquismo (v.
gr. Ballarín, 113-117; Carvajo, 185-222) indican algunos puntos de encuentro. Baste una sola cita para concretarlos: “[a la mujer] le basta con
brillar por su humildad como hija, por su pudor como soltera, por su
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ternura como esposa, por su abnegación como madre, por su delicadeza
y religiosidad como mujer” (Catalina del Amo, 195).
Leonor en el drama de Ángel Saavedra aparecerá en su dimensión de
hija, de mujer enamorada con vistas a contraer matrimonio y también en
su dimensión de mujer creyente. Los cambios efectuados en el montaje
deshacen los puntos de desencuentro entre uno y otro modelo.
Igualmente, quizás siguiendo el criterio de evitar aquellas alusiones
que no estuvieran impregnadas del máximo respeto a todo tipo de personas con algún rol de autoridad, se eliminaron en la versión televisiva
varios versos de las intervenciones de Curra, algunas referidas a la difunta madre de doña Leonor, de quien decía: “Más vana que el señor
era; / señor, al cabo, es un ángel. / ¡Pero ella...!”, lo cual sin duda resultaría inadecuado, sobre todo porque Leonor no se oponía, ni se quejaba ni
reñía a la criada por manchar la memoria de su madre, y las obligaciones
para con el cuarto mandamiento estaban muy presentes en la educación
franquista. Solo se dejó el siguiente verso y medio: “Un genio tenía / y
un copete...” (Saavedra 1988, 15-16; 1967, 13’, 10-14”).
Otra modificación importante aparece al final de la jornada: de modo
coherente con las explicaciones que luego dará don Álvaro, el duque de
Rivas había ideado que, al morir el marqués de Calatrava tras maldecir
a su hija, esta cayera desmayada en brazos de su amado, quien aprovecharía la circunstancia para llevársela por el balcón (Saavedra 1988,
25). Luego se suponía haber habido una gran lucha entre los criados del
marqués y los de don Álvaro, según contaba el bachiller Pereda (Saavedra 1988, 32). En cambio, en la versión televisiva llegaba el intermedio
con la imagen de doña Leonor llorando, abrazada a su padre y ante
unos criados hieráticos que ningún auxilio prestaban (Saavedra 1967,
24’ 12-25”).
En el Romanticismo se había empleado como recurso habitual el desmayo como modo de no enfrentarse a situaciones difíciles, pero tal signo
de debilidad durante el franquismo hubiera supuesto un ejemplo menos
adecuado que el de una hija sufriente ante los trágicos resultados de su
desobediencia. La educación franquista se había orientado a procurar
mujeres de fortaleza interior, firmes en sus convicciones, abnegadas y
celosas de sus deberes familiares, siempre impregnando, eso sí, de dulzura y cariño su cumplimiento (Agulló, Garrido).
También resultaba más noble y decente que el espectador viera a
Leonor correr en socorro de su padre herido, en vez de asistir a cómo,
aunque desmayada, se la llevaba don Álvaro: la censura solía tachar,
pese a no ser preceptivo, las escenas de seducción y de rapto (Añover,
69). En este sentido, la censura franquista se mostraba más severa que
la de los tiempos de la gobernadora María Cristina.
Otro ejemplo de una Leonor más fuerte en la versión televisiva se
aprecia cuando el padre la acompaña hasta sus aposentos sin saber la
Leonor, hija. El respeto a la autoridad paterna y a los superiores
Telo Núñez, Castán Tobeñas, Moraga o Ruiz Franco han examinado
el modo como el derecho civil durante el franquismo atribuía al padre y
al marido el rol de cabeza familiar (Código civil, arts. 57-60) y los impedimentos legales para que las hijas abandonaran la casa familiar sin
consentimiento paterno antes de los veinticinco años (Código civil art.
321)viii. Doña Leonor, comprometida con don Álvaro a marcharse sin
tal consentimiento paterno, transgredía por tanto una norma tipificada
en el Estado franquista. Eso significaba, también, presentar un “mal”
en escena, y según las normas de la censura, el “mal” solo podía ofrecerse “como simple hecho o como elemento del conflicto dramático, pero
nunca como justificable o apetecible, ni de manera que suscite simpatía
o despierte deseo de imitación”. Además, este “mal” debía presentarse
convenientemente contrapesado por el bien (normas segunda, cuarta y
quinta BOE 9/02/1963, 39).
En el caso de doña Leonor, el drama presenta el contrapeso en dos
direcciones: por un lado, en las consecuencias que sufre la protagonista;
por otro lado, en su conciencia de la obediencia debida a su padre, lo
cual la detiene en el momento en que está previsto efectuar la fuga.
Pero algunos detalles de la dimensión filial de Leonor se modificaron en el montaje. En primer lugar, en la escena en la que la doncella de
Leonor, Curra, prepara el viaje y trata de convencer de su verificación a
la dudosa hija del marqués.
Se evitó el dativo de interés cuando doña Leonor pensaba en su
madre: “Más dulce mi suerte fuera / si me viviera mi madre!” y se puso
en su lugar el adverbio “aún” (Saavedra 1988, 15; 1967, 13’ 3”), quizás
para recortar cualquier apariencia de egoísmo por su parte en la relación
materno-filial y subrayar solo la importancia de la presencia materna
en la educación y en la vida de una joven, de acuerdo con las ideas al
respecto presentes en el siglo xix (Llanos, 48), reforzadas durante el
franquismo.
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fuga inminente: en el texto de todas las ediciones, pero no en el montaje
para televisión, el marqués repara en el llanto de su hija y le pregunta
por la causa: “Basta, basta, ¿qué te agita? (Con gran ternura.) / Yo te
adoro, Leonorcita; / no llores... ¡qué desvarío!” (Saavedra 1988, 14).
El corte parece orientado a eliminar exageraciones románticas, ahorrar
repeticiones y ganar en contención. A Leonor se la ve mucho más entera,
aunque al salir su padre del gabinete se desahogue con Curra.
Cabe señalar otra modificación. El marqués, en todas las versiones
de Ángel Saavedra, la animaba a pedir a sus hermanos algún regalo: “…
escríbeles tú, tontilla, / y algo que no haya en Sevilla / pídeles, y lo traerán” (BHMM, ms 1-25-2A: cuad. 1, 13r.; Saavedra 1988, 13). El apelativo “tontilla” se cambió por el de “chiquilla” (Saavedra 1967, 9’ 18”),
quizás porque el término “chiquilla” carecía, a diferencia del anterior,
de connotación alguna de tipo despectivo, y en cambio subrayaba, de
modo coherente con el contexto, una relación paterno-filial de autoridad
por parte del padre y de consideración de su hija como dependiente de
él (“yo seré diligente / en darte buen acomodo”, Saavedra 1988, 14), de
menor edad y obligada a la sumisión.
Leonor y don Álvaro: castamente comprometidos en matrimonio
El drama tenía a su favor que Leonor no perdía su virginidad. El amor
entre ella y don Álvaro se encaminaba al matrimonio y el protagonista
no olvidaba, al entrar en su aposento por el balcón, recordarle que
“el sacerdote en el altar espera, / Dios nos bendecirá desde su esfera”
(Saavedra 1988, 21; 1967, 18’ 22”-28”). Así mismo, don Álvaro defendía
el honor de su amada ante cuantos dudaban de él y, cercano ya el desenlace, le gritaba a don Alfonso cuando este le acusaba de haberla dejado
“perdida y sin honra”: “¡No sin honra! Un religioso os lo jura” (Saavedra
1988, 101; 1967, 1h, 26’ 57”-27’ 01”).
Pero en más de un momento del drama se empleaba el término “amante”.
El vocablo se empleaba en el siglo xix en el sentido de “enamorado correspondido”. En el siglo xx fue cargándose de connotaciones relacionadas
con una mediación de relaciones sexuales que dificultaba declamarlo, y
los censores lo tachaban (Añover, 64). De hecho, en el montaje televisivo
se cercenó una intervención de don Álvaro con tal término,
¿Te turba el corazón ver que tu amante
se encuentra en este instante
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más ufano que el sol?
(Saavedra 1988, 20),
pese a haberse mantenido en la primera escena del drama, en boca del
oficial y refiriéndose a los protagonistas: “Me alegraría de que la niña
traspusiese una noche con su amante y dejara al vejete pelándose las
barbas” (Saavedra 1988, 12; 1967, 7’ 37”-43”).
En cambio, llama la atención el que, pese a la prohibición de efusiones amorosas, se aceptaran varias secuencias en que doña Leonor y don
Álvaro se abrazaban, si bien, por supuesto, quedaba fuera connotación
sexual alguna. La primera de las veces, con ligeros cambios de postura,
el abrazo duraba dos minutos (Saavedra 1967, 16’ 58”-18’ 56”). Visualmente, parecía sustituir a un verso eliminado: “Estamos abrazados /
para no vernos ya nunca separados” (Saavedra 1988, 19) y responder
a la costumbre impuesta en estos grabados dramáticos de aligerar los
textos de extensión excesiva por el sistema de traspasar a lenguaje visual
el lenguaje verbal (Baget 1975, 36).
Otro corte significativo aparece cuando Leonor afirma: “... mi dicha
fundo / en seguirte hasta el fin del ancho mundo” (Saavedra 1988, 22),
frase ausente en labios de Ana María Vidal. El artículo 58 del código
civil aún imponía a la mujer seguir al marido dondequiera que él fijara
su residencia (cfr. Moraga 2008, 237), así que el corte no provenía de
las normas censorias. Cabría conjeturar que un informante muy celoso
juzgara inadecuado que una mujer cifrara su felicidad en seguir a un
hombre no estando aún casada con él, pero puede entenderse también
que tal eliminación rompía con una concepción de la mujer subsidiaria
del varón. Si cupiera atribuir a Carlos Jiménez Bescós y Josefina Molina el guion, supondría este un detalle significativo de una concepción
de la mujer más moderna en términos de igualdad.
Leonor devota, no beata
El ideal de mujer durante todo el franquismo tuvo como referente a la
Virgen María (Domingo, 17) y en este sentido se orientó alguno de los
aspectos del montaje.
En la primera escena en que aparece Leonor, la actriz entra con su
padre y su doncella en lo que se supone su gabinete, y se sienta en una
silla. La cámara la enfoca y durante veintitrés segundos se ve, de fondo,
un adorno ausente en la acotación, un tríptico religioso de inspiración
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hispanoflamenca similar a otros del siglo xv, con una Virgen (Saavedra
1967, 7’ 59’’-8’ 22’’).
Doña Leonor, en el drama, recurre a la Virgen exclusivamente como
auxiliadora y protectora. Su padre no parece exigir de ella sino un sometimiento al rol de “hija de familia noble” (Caldera, 61). Pero le deseaba, junto con las buenas noches, algo que se eliminó, “hágate una
santa el cielo” (Saavedra 1988, 12), y quizás por la costumbre dicha de
traspasar a lenguaje visual el verbal, se colocó el tríptico.
La yuxtaposición del tríptico de fondo y el rostro de Ana María
Vidal permitía al espectador leer visualmente la imagen y preguntarse
hasta qué punto doña Leonor se identificaba con el modelo y con lo que
su padre decía ver en ella al calificarla de “obediente” (Saavedra 1988,
14; 1967, 10’ 23’’-25’’). El rostro de la actriz, conforme a la descripción
verbal posterior de su padre “¿Por qué tan triste te pones?”, parece apesadumbrado y meditabundo (Saavedra 1967, 8’ 39). En consecuencia,
más adelante, cuando Leonor manifieste su turbación, puede fácilmente
colegir que esa cuestión, la de si se parecía al modelo, era la que recorría
la mente de la joven cuando su padre le hablaba.
En otro sentido cabe entender un corte de la escena VIII de la primera jornada. Al final del cuadro, don Álvaro defendía a su amada delante del padre de esta: “Vuestra hija es inocente, más pura que el aliento
de los ángeles que rodean el trono del Altísimo”. Ya en uno de los manuscritos del estreno –no en los tres– se cambió por “pura como el aliento
de los ángeles que rodean el trono del Altísimo” (ms. Tea 1-25-2A, cuad.
I, 24v.; ms. Tea 1-25-2B, cuad. I 28v.). En varias obras de la época fernandina e inmediatamente posterior, quién sabe si por la negativa a establecer cierto tipo de comparaciones, los censores eclesiásticos rebajaban
expresiones similares hasta “sois un ángel de candor” o “sois una joven
llena de candor” (Ballesteros 2012, II,152). Con todo, en distintas ediciones de Don Álvaro se respetó la idea, modificada por “tan pura como
el aliento de los ángeles” en la versión de 1855 (Saavedra 1988, 24). Pero
en el franquismo no podía verse a Leonor como mujer del todo pura e
inocente, por dar su palabra de fugarse de la casa paterna, cuando una
muchacha modélica habría rechazado enérgicamente la sola posibilidad,
y la frase se omitió.
Otro ejemplo curioso es el siguiente: la censura decimonónica, de
modo coherente con lo observable en otros manuscritos, en algún momento no le había permitido a don Álvaro llamar a Leonor “mi Dios,
mi todo” y, en lugar de “Dios”, se escribió el término “amor” (BHMM
ms. Tea 1-25-2A, cuad. 1, 19r; ms. Tea 1-25-2B: cuad. 1, 22r.; Saavedra
1988, 20). A Leonor siempre se le permitió replicarle, cuando este le
devolvía su juramento: “No, no, te adoro” (BHMM ms. 1-25-2B: cuad.
1, 24v), expresión que la censura fernandina unas veces dejaba pasar
y otras no (Ballesteros 2012, II, 62). En la versión para televisión se
mantuvieron tanto el apelativo “mi Dios” como la frase “te adoro”, detalles indicativos de que seguramente los adaptadores no conocían la existencia de los manuscritos, se guiaron por una edición contemporánea y
entendían y aceptaron el sentido metafórico y no real de tales términos
(Saavedra 1967, 16’ 58”-17’ 00”).
La segunda jornada resulta de mayor interés por lo que respecta a
este apartado. La versión televisiva se descargó de aspectos esenciales
de su concepción escénica. Ángel Saavedra podía encontrar muchos padres, absolutistas o no, partidarios de que se viera en escena a una hija
desobediente –aunque no demasiado– carcomida por los remordimientos y decidida a pagar su culpa. A estos había que ganárselos verbalmente, y todo el soliloquio de la joven en la escena III probablemente
lograría su propósito:
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Dios de bondades,
con penitencia austera,
lejos del mundo en estas soledades,
el furor expiaré de mis pasiones.
Piedad, piedad, Señor, no me abandones.
(Saavedra 1988, 35; 1967, 33’ 47”-34’ 08”)
Respecto a la posible censura, ninguna captatio benevolentiae más
ajustada que iniciarlo con unas palabras de gratitud a Dios y una invocación a la Virgen María:
Sí, ya llegué... Dios mío,
gracias os doy rendida (Arrodíllase al ver el convento)
En ti, Virgen Santísima, confío;
sed el amparo de mi amarga vida. (Saavedra 1988, 35)
Estos versos, en cambio, no se oyen en la versión televisiva, como tampoco Ana María Vidal se arrodilla, sino que solo se santigua ante la
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contemplación de la cruz (Saavedra 1967, 32’ 37”-32’ 43”). Así se evitaba
mostrar en el personaje femenino un exceso de beatería. La censura exigía no mostrar en escena nada disconforme con las normas y aceptaba
respetar los textos clásicos, pero dada la necesidad de cortar, no exigía
tampoco mantener todas y cada una de las alusiones religiosas, de ahí
que muchas se eliminaran o alteraran.
Pero, en su época, Ángel Saavedra debía también ganarse a otra
parte importante de espectadores, unos románticos y otros anticlericales, y hacerles comprensible, no estrafalaria, la decisión de Leonor de
convertirse en ermitaña. Para estos, intencionadamente o no, diseñó una
muerte para el mundo atractiva sensorialmente (Ballesteros 2003, 149).
El paisaje de luna en el que Leonor reposa antes de hablar con el padre
Guardián es un locus amoenus al gusto romántico, como atrayente era
la noche desde que Novalis la empleara como símbolo.
El duque de Rivas había concebido la escena como alardeando de sus
dotes pictóricas: una áspera montaña, precipicios y derrumbaderos, un
riachuelo, la fachada del convento de los Ángeles y una cruz de piedra
tosca y corroída, todo ello “iluminado por una luna clarísima”. También
el “decorado verbal” en labios de doña Leonor insiste en dos de estos elementos, lo que indica su importancia: “¡Qué asperezas! ¡Qué hermosa y
clara luna!” (Saavedra 1988, 35-36; 1967, 33’ 09”-33’ 12”). Sin embargo,
solo una supuesta pared del convento al fondo, con su puerta, y la tosca
cruz de piedra se reprodujeron en la versión para “Teatro de siempre”.
El efecto en el espectador, evidentemente, no podía ser el mismo, aunque
quizás al público franquista tampoco le deleitaran igual que al decimonónico los espacios típicamente románticos.
Jiménez Bescós y Josefina Molina seguramente entendieron la escena
como otra cualquiera con una mujer vestida de hombre, tan frecuente en
el teatro clásico. O puede que no vieran necesario convertir en aceptable
sensorialmente la decisión de la joven Vargas, por no resultar chocante.
Durante el franquismo se había vivido un gran respeto por el estado religioso. Según las estadísticas disponibles, en 1965, de unos treinta millones
de españoles, había noventa y una mil quinientas doce monjas, veinticuatro mil seiscientos ochenta y siete religiosos y cinco mil novecientos setenta y dos sacerdotes (cfr. López e Isusi, 31 y ss.), sin contar las mujeres
vinculadas con instituciones religiosas de diferente índole.
Ángel Saavedra también había recurrido a la música por su poder de
atracción, y señaló que se oiría el órgano y a los frailes cantar maitines.
En el estreno, el coro cantaba un Te Deum (ms. Tea 1-25-2A, cuad. 2,
13r.), más tarde un Gloria (ms. Tea 1-25-2A, cuad. 2, 15v.), y los críticos elogiaron la interpretación (Anónimo 24/03/1835, 3; 25/03/1835, 3).
En cambio, en la versión para “Teatro de siempre” solo se oían algunas
notas de un órgano. Si el espectador empatizaba con la actitud de la
protagonista, difícilmente sería porque tal melodía provocara en él sentimientos de “consuelo y calma”, según se decía a sí misma en una silva
eliminada también, cuyo ritmo, por lo demás, resultaba coherente con
las emociones que describía (Saavedra 1988, 36-37).
Ahora bien: doña Leonor ni profesaba de monja ni se recluía en un
convento, lo cual para los románticos equivalía a una cárcel (Ballesteros
2003, 221-222), sino que pretendía convertirse en un tipo de personaje
muy del gusto romántico y ya tópico, especialmente desde que Hölderlin lo presentara en su Hiperión o el eremita en Grecia. Doña Leonor
se negaba a ingresar en una comunidad religiosa femenina cuando le
planteaba el padre Guardián esa posibilidad (Saavedra 1988, 45) y recalcaba su preferencia por la soledad romántica con todos sus tópicos.
Esto pudo estimarse inadecuado para la retransmisión televisiva, pues
se omitió (Saavedra 1988, 45).
Desde el punto de vista histórico y social, 1835 y 1967 eran momentos
muy distintos: en marzo de 1835 el anticlericalismo había ya dado numerosas pruebas públicas de su fuerza entre las masas populares, pero
los ermitaños entraban en otra categoría. Doña Leonor, sin oponerse
teóricamente al estado religioso, no lo deseaba para sí, de modo que con
su actitud podía hasta cierto punto tranquilizar a unos sin desagradar
a otros.
En la versión televisiva, por el contrario, se evitó mostrar el rechazo
personal de la joven al estado religioso.
Por el momento podía quedarse tranquilo el público más exigente,
tanto romántico, como absolutista, como franquista, como el más liberal
de ambos siglos pero estricto con las hijas: doña Leonor no iba a protagonizar más aventuras, ni a recorrer mundo más tiempo sola y vestida
de hombre. La acción correspondía a los varones, el encerramiento a las
mujeres.
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¿Y la libertad romántica?
En los momentos del estreno, “libertad”, palabra proscrita durante la
década ominosa, ya podía gritarse en los escenarios (Ballesteros 2012,
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II-151). Pero llama la atención que los términos del campo semántico de
la libertad en este drama se aplican siempre y exclusivamente a doña
Leonor, y los pronuncian los protagonistas. Leonor experimenta sentimientos de “libertad” en el espacio circundante al convento:
hermano. Desde la segunda jornada ella sabía cómo él y don Carlos
la buscaban para acabar con ella. Sin embargo, viéndole herido en el
suelo, se aproximaba a prestarle auxilio, y don Alfonso por su parte
respondía a este gesto generoso asesinándola. La bondad de Leonor,
capaz de entereza, de firmeza, de abnegación, no quedaba desmentida.
Su superioridad moral respecto al resto de los Vargas, por el contrario,
quedaba así confirmada.
Desde que el término piso
de este santo monasterio
más tranquila tengo el alma,
con más libertad respiro. (Saavedra 1988, 42; 1967, 39’ 13-20”),
versos que constituían otra estrategia más de Ángel Saavedra para
procurarse la aquiescencia de los románticos respecto a la decisión de
Leonor. Esta también dice creer en una forma de libertad que puede
proporcionarle el padre Guardián y que se eliminó en la versión televisiva: “... vos podéis libertarla / de este mundo y del infierno” (Saavedra
1988, 41).
Por su parte, don Álvaro gritará, refiriéndose a Leonor: “... libertarla
anhelo de su verdugo” (Saavedra 1988, 77; Saavedra 1967, 1h 15’ 09”),
cuando don Carlos de Vargas le anuncie que, tras batirse en duelo con él,
buscará y matará a Leonor. Luego le cabrá el alivio de haberlo logrado,
pese a que, como resultado, se haya visto obligado a matar a don Carlos
y deba él sufrir la cárcel: “... libre estás de su tremenda ira” (Saavedra
1988, 86).
La libertad de Leonor –la libertad que se atrevía a ensalzar para las
mujeres el duque de Rivas– consistía en carecer de enemigos y en disponer de un lugar donde refugiarse de las contrariedades vitales.
Leonor, víctima absuelta
En el desenlace del montaje televisivo se reduce notablemente el texto,
hasta el punto de que don Alfonso de Vargas le clavaba la espada en el
vientre a su hermana sin mediar más palabras que las que demostraban
haberla reconocido, pensar equivocadamente que estaba allí pecaminosamente con su seductor y asegurarle: “Ves al último de tu infeliz familia” (Saavedra 1967, 1h 34’ 24”).
Resulta interesante que se cortara la acusación de ser Leonor la
causa del infortunio familiar y de tener que matarla como castigo. Esto
redundaba en beneficio de la joven, pues así el público de esa opinión
no la veía ratificada. Por el contrario, la joven moría víctima de su
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n Conclusiones
En definitiva, el personaje de doña Leonor servía perfectamente para
los fines educativos de la época franquista. Cuantos cambios y modificaciones se advierten en la versión televisiva emitida en 1967 tienden
a acomodar aún más el personaje al modelo de mujer procurado en la
época, aunque también en algunos de ellos cabe vislumbrar algún intento, quizás por parte de los adaptadores, de promover una mujer más
fuerte e independiente del varón, cuando no a evitar una imagen de excesiva beatería. En ese sentido, llaman la atención supresiones de fragmentos que reproducían oraciones, rezos, invocaciones o referencias a la
divinidad o a la Virgen María por parte de doña Leonor.
Por lo demás, en general, las supresiones y ligeros retoques textuales
del montaje televisivo, en las escenas en que comparece doña Leonor,
parecen proceder del intento de atemperar el texto dramático, aminorar
las exageraciones románticas y mantener imágenes y estilos aceptables o
divulgados por la época franquista, para ajustarse a las exigencias de la
censura y para evitar que el espectador entendiera el componente verbal
en un sentido diferente dados ciertos cambios lingüísticos.
n Obras citadas
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de mujer durante el franquismo (1951-1970)”. En Trujillano
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tradición a la modernidad (1960-1980). Madrid: Tecnos, 1986, pp.
81-94.
n Notas
1. Los partes diarios de las emisiones en ambas cadenas desde diciembre de
1967 hasta 1969 pueden consultarse en el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares), sección Cultura, legajos 35691-35704. A partir
de aquí, AGA, Cult. Leg.
2. Cabe confrontar los títulos de uno y otro espacio para apreciar las diferencias. Para las obras de teatro clásico, en el estudio de Suárez Miramón
(586-590). Para el resto, pueden consultarse los documentos del AGA citados en la nota anterior.
3. Se utiliza para las citas una grabación en formato VHS (Murcia: Alga Editores; Loveland, Col.: Noda Audio Visual, distributor, 2000). Las anotaciones sobre los minutos y segundos en que aparece el contenido citado
se han efectuado considerando como segundo 1 el del primer fotograma
con que se inicia la primera escena del drama. La grabación, en calidad inferior, también es accesible por Internet http://www.youtube.com/
watch?v=eGcYMi7gKrs
4. Miguel Ortega González solicitó el 24 de abril de 1941 permiso para representarla y logró inmediatamente la autorización, como así mismo, Eduardo
Moreno Monzón, cuando propuso el estreno de otro montaje para el 27 de
agosto de 1942 con la compañía Rambla; Álvaro Mont, el 28 de abril de
1943; Manuel Crespo, para la empresa María Guerrero- Pepe Romeu, que
tenía prevista su representación el 17 de marzo de 1944. Ricardo Velasco
solicitó un nuevo permiso el 26 de abril de 1946 pensando en estrenar un
montaje el 5 de mayo de ese año. Años después serían Ceferino Sánchez y
Ángeles Rubio Argüelles quienes pedirían su representación en el teatro
ARA de Málaga, el 12 de mayo de 1965, que se les autorizaría el 19 del
mismo mes (AGA, Cult. 2158/41, signatura 73/8326).
5. Se trataba de una versión aligerada por Tomás Borrás y Alejandro García
Ulloa, pensada para ser ejecutada en febrero de 1953 en el Teatro Puerto
Rico por Paquita Ferrándiz, Rafael Calvo, Laura Bové, Pedro Gil, Miguel
García, Enrique Cerro, Pilar Olviar. Se contaría con Batlle como decorador.
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ARTÍCULOS
6. Blecua reproduce la edición de 1835 (1988) tras justificar que, dados los
errores de la de 1855, no cabe pensar que hubiera sido hecha al cuidado de
su autor. Por ella citamos, en general. Caldera dice emplear el manuscrito
del estreno y consignar las variantes más importantes (1986), pero al no
ofrecer todas, hemos preferido también tener a la vista los distintos cuadernillos y citar cuando el caso lo requiere por los denominados ms. Tea
1-25-2A y ms. Tea 1-25-2B custodiados en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid (a partir de ahora, BHMM). En las cubiertas de cuatro de
los cinco cuadernillos de que consta el primero de tales manuscritos se leen
las iniciales J.C., el año 1835 y, en el tercio inferior, las iniciales del primer
apuntador de la fecha del estreno, José López. En la cubierta del quinto
cuadernillo se leen tanto la inicial de Barón, otro de los apuntadores, como
otra de A.V. El ejemplar se usó, sin duda, en otros montajes, para los cuales
se verificaron numerosas anotaciones escenográficas. El ms. Tea 1-25-2B
lleva en las cubiertas las iniciales del tercer apuntador Ramón Salazar, aunque en el segundo cuadernillo también aparece la inicial de Marcos Barón,
amén de otras.
7. En el parte de emisiones de ese día, José Manuel Fernández Fernández
figura como encargado del guion (AGA, Cult 49.06, leg. 27641: 5-6). Téngase en cuenta, no obstante, que cuando adaptador y realizador no eran
la misma persona, el segundo (en este caso Carlos Jiménez Bescós), como
último responsable, podía modificar el texto si le parecía oportuno, y así
mismo seguir las sugerencias de su ayudante (Baget 1975, 36), a la sazón
Josefina Molina. Esta también colaboró con el director, Roberto Carpio, a
quien correspondía dirigir la escena.
8. En el Código Civil de 1972, cinco años después de emitirse este montaje, se
eliminaría tal prohibición (Ruiz Franco: 337).
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