La bohème en San Miguel E l miércoles 6 de febrero, en el Teatro Ángela Peralta de San Miguel de Allende, se presentó una producción de La bohème financiada por Pro Música A. C., y este drama pucciniano hasta el hartazgo repetido fue narrado de maneras tan interesantes que, 117 años después de su estreno, lució otra vez nuevo. La dirección artística, a cargo de Rodrigo Garciarroyo, suprimió la individualidad de los personajes, esquematizó las motivaciones de sus almas, les puso hilos a sus miembros y, como si fuesen marionetas, dirigió sus vidas hacia un destino superior a sus voluntades donde terminan fusionándose en un mismo final de pasión, mentiras y amor más allá de la muerte. Esta lectura hace pensar que Marcelo y Musetta renuncian a su propio romance para servir como alter egos de Rodolfo y Mimì y así, mediante una oscura conversión en desconocidas extensiones de los protagonistas, colorear con visiones agresivas y originales una de las óperas más conocidas en la historia de la música. La idea es que Mimì también es Musetta y el frágil ‘Mi chiamano Mimì’ de la primera se complementa con el voluptuoso vals ‘Quando men vo’ de la segunda para proponer los polos de una femineidad honda y compleja, plena de matices e inconfesables secretos. Mimì quiere mostrar a Rodolfo sólo su cara humilde y ocultarle las demás, la ígnea y la salvaje, que desfoga a través de Musetta; a su vez Rodolfo le revela dulzura en ‘Che gelida manina’, pero emboza en Marcelo su sangre cruel y más violenta. Es un amor que sucede paralelamente en dos realidades, la física, confusa y contradictoria, donde Mimì y Rodolfo son puros pero están llenos de mentiras que se corporizan en Musetta y Marcelo quienes en una realidad psíquica enfrentan un amor visceral y violento, habitado por fantasmas. Este planteamiento, desarrollado escénicamente por Roberto Duarte, permite llegar al final del tercer acto, a las afueras de la taberna de la aduana mayo-junio 2013 La barrera del infierno, y escuchar la espectacular yuxtaposición de duetos con oídos corrompidos por pensamientos tenebrosos y extraños; semejante hazaña, hacer que los mismos sonidos de siempre sonaran diferente en los oídos del melómano, provocó que los cantantes pasaran a un segundo plano ante la totalidad del concepto artístico. Es claro que de haber cantado mal se hubiese arruinado tan original narración, y si ésta lució se debió al correcto desempeño de las voces. El Rodolfo de Rodrigo Garciarroyo se desapega un poco de la tradición de tenores líricos que suelen abordar el papel. Su voz grande y dramática expresa un heroísmo que en apariencia encajaría mejor, por ejemplo, con el Sansón de Saint Säens; sin embargo, Puccini le permite explorar matices más delicados y Rodolfo específicamente le extrajo a su voz sonidos tiernos e inocentes, que encontraron la mejor salida en su media voz, y empujó su actuación hacia los impulsos de un enamorado corriente, cobarde e impulsivo, cuya sangre no tiene en su destino derribar columnas o blandir espadas sino esconderse y tratar de remediar sus errores con una promesa de amor más allá de la muerte. Verónica Alexanderson trazó una Mimì recatada; fue a través de ella, de su actuación humilde y frágil canto, que la bohemia del París de Luis Felipe, pobre y alegre, mísera e ingeniosa, patética y artística, cobró vida. Mimì representa la enfermedad y la muerte, el destino implacable contra el que bromas, malicia, inspiración y buen humor se desvanecen. Durante el primer acto, la dicción de Alexanderson resultó ininteligible, las palabras se le encimaban y su famosa aria resultó descolorida; pero después, desde su llegada al Café Momus en el segundo acto, la pronunciación mejoró notablemente, sus líneas melódicas ganaron en claridad y llegó al final en óptimas condiciones vocales, con voz vigorosa y brillante para, irónicamente, interpretar en una buhardilla la agonía y muerte de una costurera. Liene Camarena es alta, esbelta, guapa y desenvuelta en escena; su Musetta resultó histriónicamente hipnótica y vocalmente correcta; propuso voluptuosidad y dinamismo, que el Marcelo de Enrique Ángeles completó con canto vigoroso, de timbre acerado, para conformar los trazos de su amor frenético y desequilibrado. Los barítonos Guillermo Ruiz y Édgar Gil, Colline y Schaunard respectivamente, cumplieron con las agilidades y fraseos rápidos que sus papeles exigen, especialmente durante la cena del segundo acto. Los partiquinos cómicos de los ancianos Benoit y Alcindoro, originalmente escritos para bajo, los cantó el joven tenor Alejandro Camarena. Lamentablemente, la función fue a piano, a cargo de Mario Alberto Hernández, y percusiones a cargo de Alma Gracia Estrada, y se perdió la riqueza de la orquestación pucciniana, que aunque está asentada en la tradición romántica acusa movimientos impresionistas, evidentes en las suaves pinceladas a cargo de la flauta y el arpa que describen la nieve a principios del tercer acto, y wagnerianos como el leitmotiv. La oferta musical en San Miguel es creciente y gira en torno a las acciones de Pro Música y la Ópera de San Miguel, asociaciones civiles que han desarrollado temporadas líricas y uno de los concursos de canto más prestigiosos a nivel nacional; hasta ahora estos esfuerzos únicamente llegan a la comunidad estadounidense que vive en la ciudad. Es necesario que poco a poco se difundan estas actividades entre la comunidad mexicana, que seguramente, como se ha demostrado en otros destinos como Cuernavaca, San Luis Potosí y Ciudad Juárez, agradecerán profundamente que se les ofrezca arte. por Hugo Roca Joglar pro ópera Dos noches en una ópera 10 de febrero, 2013. Teatro Ángela Peralta, San Miguel de Allende. Pro Música, A. C. invita a ver La bohème de Puccini. Es el entreacto y, como suele suceder en estos paréntesis de vino espumoso, los que poseemos cuerdas vocales mediocres las usamos para el saludo cordial, el comentario de etiqueta y, casi siempre y sobre todo, las tensamos para lanzar flechas a favor o en contra de la producción. Entre los espectadores hay un sordo y un ciego. El ciego comenta emocionado que la velada es magnífica, que deidades han concedido el secreto del trueno y la armonía a los cantantes, que el maestro al piano se ha sentado al borde de la noche y ha estado tocando astros como teclas, que Puccini ha revivido de alegría y que delicioso el vino. El sordo, por su lado, ha dicho —con lenguaje de señas y de bilis— que ese teatro se ha rebajado a escenario de los Figus, que él no pagó para ver a Los Teletubbies edición los tres mosqueteros corriendo por una zapatería dark abandonada, que las musas revolcándose y que dolor de cabeza. Aquél que no ha presenciado esta producción se preguntará: ¿por qué estos dos improbables espectadores han tenido noches diferentes en una sola ópera? ¿Cuál es el motivo para que uno haga referencias apoteósicas y el otro aluda a personajes infantiles con profunda desaprobación? Pues bien, aquellos que estuvimos presentes y tuvimos la suerte/desgracia de vivirla con ambos sentidos funcionando, no podemos más que asentir con enorme aprobación a la atinada crítica que resulta de amalgamar ambas opiniones. Al escribir sobre esta presentación, uno se ve tentado a recurrir a la opción de doble columna que ofrece Word; pues en efecto, musicalmente la velada fue un enorme éxito mientras que visualmente fue un insufrible chasco. La grieta entre el disfrute sonoro y el mal chiste para los ojos se abrió al mismo tiempo que el telón cuando los cantantes entraron a escena por primera vez, con un vestuario aparentemente patrocinado por La familia Peluche, y ocuparon sus sitios entre utilería que parecía rescatada de los restos naufragados de una discoteca de Glam Rock. Los espectadores revisaron si los boletos son correctos, inquirieron a sus cónyuges si no se han equivocado de dirección, de día, de planeta; y no, no señoras y señores, pro ópera Rodrigo Garciarroyo (Rodolfo) y Verónica Alexanderson (Mimì) Foto: Edith Palomares sí es La bohème y no, no se dejen engañar tampoco por una introducción innecesaria en la que cada cantante entona y pronuncia una nota haciendo gestos y movimientos que pretenden ser graciosos; no, no son los Polivoces; más respeto, es Puccini, y esto es una propuesta escenográfica “contemporánea”. Una vez que el público se resignó y se removió en sus butacas para llenar el silencio incómodo en el que se filtraron algunas risitas como islas, el oído entró al rescate y se prendió del piano emergente como de una boya, y las virtuosas falanges hicieron de la boya cohete y en el cohete se montaron las geniales voces de los cantantes, rescatadas del abismo de la puesta en escena que cae en picada hacia el fondo incierto de alguna pesadilla salida de Odisea Burbujas. Y así, en esta dicotomía se habría de deslizar toda la velada. La música erigiéndose como una torre elevada toda con el piano y las percusiones, y los cantantes lanzando sus voces como haces de luz al cielo nocturno de un París trazado y construido enteramente con su talento; en tanto presenciamos a un connotado elenco liderado por Rodrigo Garcíarroyo, Enrique Ángeles, Guillermo Ruiz y Verónica Alexanderson convertidos más en Patas Verdes, Mimoso Ratón, Mafafa Musguito, Pistachón Zig-Zag, etcétera, que en Rodolfo, Marcelo, Musetta, Mimì y el clan bohemio; secuestrados todos por un Roberto Duarte/Eco-Loco que la hizo de director de escena y contaminó la obra de Puccini tratando de hacer pasar por contemporáneo lo que es simplemente improvisado. Vale la pena destacar el esfuerzo histriónico que los cantantes hicieron para construir puentes que salvasen la honda brecha entre lo que veíamos y lo que escuchábamos. En verdad se requerían grandes actuaciones para empatar a los personajes en el escenario con las voces en la sala. Aunque hubo pérdidas lamentables, como aquélla de la escena final en que la trágica muerte de Mimì y las exclamaciones desgarradoras de Rodolfo se ven menoscabadas por un absurdo levantarse de la protagonista que sólo sirvió para interrumpir los aplausos; hubo momentos en la Ópera en que se consiguió pasar la emotividad a salvo a través del abismo, y es justo resaltar el gran papel que hace una joven Liene Camarena como Musetta, en la que convence con una voz limpia y mucha sensualidad y carácter. Y hallándonos ya en el área del aplauso y el elogio, habría que comenzar y terminar con el actor protagónico más silente y más sonoro, el pianista y director Mario Alberto Hernández quien con un piano y la ayuda de una percusionista y un coro (también comandado por su batuta) hizo una orquesta, una ópera y una noche, en la que incluso el sordo habría de comentar, que sólo verlo ejecutar fue un espectáculo. o por Jorge Luis Flores Hernández mayo-junio 2013