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Policías y ladrones…
y otras letras cautivas
Relatos de reclusos
del Centro Penitenciario Madrid VI
Selección y adaptación:
José Antonio Lago
y M.ª Isabel Roldán
Ilustraciones:
Álvarez Rabo
C.E.P.A.
Dulce Chacón
A R A N J U E Z
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Policías y ladrones…
y otras letras cautivas
Relatos de reclusos
del Centro Penitenciario Madrid VI
C.E.P.A.
Dulce Chacón
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© De los textos, sus autores
© De las ilustraciones, Álvarez Rabo
© De esta edición: 2007 José Antonio Lago – C.E.P.A. Dulce Chacón
1ª edición, junio 2007
Diseño de cubierta y maquetación:
José Fernando Freire
Impresión y encuadernación:
Publidisa
Depósito Legal:
Impreso en España
Reservados todos los derechos de traducción, copia y reproducción
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ITINERARIO
Presentación: Palabras cautivas .......................................... 8
RASTRILLO DE ENTRADA ......................................... 13
Los muros, Héctor Veiga ..................................................... 14
You´ve got mail…, D. I. S. ................................................... 16
MÓDULO TERAPÉUTICO ........................................... 19
Los amigos, Antonio Suero Serván ................................... 20
Más sabe el diablo…, Antonio Suero Serván ................... 24
CHOPANO ....................................................................... 33
La quimera del cisne, D. I. S. ............................................... 34
Zumo de tomate, Mario T. .................................................. 42
PALOMAR ....................................................................... 47
La fuerza del débil, M.ª Ángeles M. A. ............................... 48
GABELA ........................................................................... 53
Atardecer…, J. D. Lagarde ................................................. 54
Página arrancada de un diario apócrifo,
Miguel Ángel Corchado .............................................. 66
EXTRAMUROS ............................................................... 69
Palabras de Pedro Portales, José Antonio Lago .................. 70
Los asesinos, Ernest Hemingway ...................................... 76
BOLA ................................................................................. 91
Vocabulario y glosario de términos de la cárcel,
C. Rodríguez C. ............................................................ 92
Carta a los Reyes…, Danirín ............................................ 106
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PRESENTACIÓN
Palabras cautivas
A María
Cuando, a finales de 2006, me destinaron de profesora al
C.E.P.A. Dulce Chacón, enseguida me di cuenta de que
este centro era muy diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Para empezar, es un centro de E.P.A.
(Educación para Adultos) que está ubicado en el Centro
Penitenciario Madrid VI de Aranjuez, es decir, en la cárcel.
De modo que nuestros «clientes», como les gusta decir
últimamente a los expertos en educación, además de
alumnos, son también reclusos, internos o presos (elijan la
fórmula que menos les disguste), condenados a diversas
penas, algunas de hasta veinte años de cárcel, por diversos
delitos (robo con intimidación, falsificación, atentado contra la salud pública, delitos de sangre…); reclusos cuyas
vidas, además de en distintos cursos y etapas, están organizadas en torno a diferentes módulos (el módulo 3, «terapéutico»; el 11, de jóvenes; el módulo familiar…).
Madrid VI es un ecosistema peculiar por el que se mueven desde los «kies» o jefes hasta los ordenanzas (reclusos
que ayudan en la escuela o la farmacia, por ejemplo). Un
mundo regido por un calendario propio que gira en torno a
permisos, visitas, comunicaciones y otras formas de relación de las que casi nada sabemos el resto de los mortales;
un mundo en el que los lunes cobran singular importancia,
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pues son los días en los que se pueden cargar las tarjetas
del «peculio», con las que se puede comprar en los economatos de los distintos módulos. Como se puede suponer,
un entorno y un «clima escolar», radicalmente distintos a
todo lo que había conocido hasta entonces… Si en la
escuela actual se da una gran diversidad, aquí ésta es aún
mayor. Tenemos alumnos de muy distintos credos, razas,
idiomas y orígenes nacionales y culturales y su rango de
edad varía entre los veintipocos y los cincuenta y tantos
años.
Una cosa que me llamó la atención desde un principio,
es que los «internos» ocupan gran parte de su tiempo en
escribir; escriben cartas, poemas, canciones, relatos y hasta
libros enteros. Y entre ellos hay también grandes lectores,
gente muy inteligente y con un nivel cultural aceptable que
convive con otros que son analfabetos funcionales. Como
yo soy profesora de «Ciencias», le propuse al escritor y profesor José Antonio Lago, con quien había trabajado varios
años en atención a la diversidad, que me ayudase a poner
en marcha un proyecto de «animación a la lectura»…, y lo
que empezó con una charla el Día del Libro, pronto se
convirtió en una especie de taller literario a distancia, que
finalmente desembocó en el libro que el lector tiene en las
manos.
José Antonio nos cedió uno de sus relatos y convenció a
Ernest Hemingway para que hiciera otro tanto, y después
fueron muchos los alumnos que se sumaron al proyecto, y
hasta una profesora, que en este libro (de ahí su título) no
se hacen distingos entre los que están a uno u otro lado.
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Por último, el conocido dibujante de cómics Álvarez Rabo
decidió protagonizar una micro-resurrección ex profeso
para ilustrar este libro, pues había procedido a su suicidio
creativo hace casi cinco años.
No fueron pocas las dificultades que hubo que salvar
para llegar hasta aquí. Algunos de nuestros escritores no
dominan bien el castellano y, además, los alumnos no tienen acceso a Internet, de modo que tuvimos que establecer
un peculiar y poco fiable sistema de comunicación a tres o
cuatro bandas. Afortunadamente, contamos desde un
principio con el apoyo y la complicidad de la directora del
CEPA Dulce Chacón y del director del centro penitenciario,
y poco a poco todos los problemas se fueron solventando.
De todo este esfuerzo han salido a la luz poemas, relatos,
cartas e incluso un espléndido glosario y una sorprendente
traducción de Hemingway al lenguaje carcelario.
Como no podía ser de otra manera, los textos que nos
fueron llegando se sesgaron desde un principio hacia el
género policiaco o, mejor dicho, hacia algo que podríamos
denominar «género carcelario», género que por otra parte
han cultivado eximios escritores, desde François Villon
hasta Oscar Wilde y Jean Genet, pasando por O. Henry,
Quevedo y, por qué no, el mismísimo Miguel de Cervantes.
Literatura de «evasión», si se nos permite un inocente juego
de palabras.
Muchos de nuestros autores son reticentes a que figuren
sus verdaderos nombres en los relatos, por razones que
sólo a ellos atañen, y por eso algunos de ellos van firmados
con seudónimos, acrósticos, siglas o iniciales. No son pocos
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los que nos han recalcado que la cárcel marca mucho, y firmar sus escritos podría ser una forma de marcarles…
Pero lo importante de estos escritos es que sus autores
han usado sus propias vidas como materia literaria, lo que
de un modo u otro hacen todos los escritores, pero claro,
no todos han tenido vidas igual de ricas, interesantes o
desgraciadas. En todos los textos que nos han ido llegando,
sin excepción alguna, nos ha parecido descubrir el espíritu
de gente que tiene mucho que decir, gente que quiere que
les oigamos y, por eso, consideramos casi una obligación
escucharles y, a partir de ahora, también leerles.
María Isabel ROLDÁN
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Policías y ladrones… es un libro de ficción,
cualquier parecido entre los hechos narrados
en el mismo y la realidad es pura coincidencia
La inclusión de los textos en una u otra
sección del libro nada tiene que ver con
la situación personal de sus autores
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RASTRILLO DE ENTRADA
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Los muros
Los muros callan,
están callando,
me quieren quitar el alma,
me la están robando.
Una lluvia nueva
los va mojando
mientras, en mis ojos,
se van reflejando.
Los muros se rajan,
se están rajando,
están mostrando sus huesos
de hierro blando.
Una lluvia de colores
los va agrietando,
lucha contra el gris tedio
del cemento armado.
Armado de sueños y horas,
de llanto, tristeza y años,
de vidas enteras atrapadas
en sus huesudas manos.
Los muros se derrumban,
se están derrumbando,
nuestras miradas cautivas
los están tirando.
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Rastrillo de entrada
Y un olor a rancio miedo,
que ahora se vuelve campo,
que se vuelve campo y lluvia
y ya los va enterrando.
Héctor Veiga García
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You´ve got mail…
D. I. S.
26 años
Mon, 19 Mar 2007 16:15:06 +0100
Estimado caballero: Soy un recluso que acude a las clases
del centro penitenciario Madrid VI. He estado pensando
algún relato para Ud. pero las Musas no se han prodigado
demasiado y me he quedado bloqueado. Una pena, porque
creo que mi nivel literario es aceptable. Al cabo de un par
de días, se me ha ocurrido que quizá puedo serle de más
ayuda contándole algún detalle de la historia de mi vida.
Considero que mi biografía puede contener muchos elementos que le inspiren a Ud. algún relato, si es eso lo que
está buscando. Así que a continuación le hago un pequeño
resumen, a modo esquemático, de acontecimientos que,
para bien y para mal, me ha tocado vivir.
A los dieciocho años, ingresé en el ejército como militar
profesional en la Legión Española, donde estuve unos
cuantos años. Allí viví experiencias muy singulares, como
pequeña muestra, dos misiones de paz en el extranjero o ir
a quitar chapapote a Galicia. Tras dejar el ejército, estuve
unos meses integrado en una organización delictiva, en la
que mi cometido era traer hachís desde Marruecos.
Supongo que no es importante dónde hayas estado, ni lo
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Rastrillo de entrada
que hayas visto, lo importante es lo que aprendes y las
conclusiones que sacas de ello.
Espero que tras estas singulares notas biográficas no se
forme Ud. una imagen estereotipada de mi persona, puesto que nunca me he sentido a gusto en ningún rol. A veces,
cuando echo la vista atrás, me parece que muchas de las
cosas que he experimentado no me corresponden realmente por mi forma de ser. Es como si todo fuera un error
de mi destino (bueno, de mi destino, de mis decisiones y de
los caprichos y azares de la vida).
Así pues, si está interesado y cree que puedo serle de
ayuda, me pongo a su disposición para que me pregunte
sobre lo que quiera, ya sea por medio de los profesores o
del correo. Le agradecería que fuera explícito sobre lo que
le interesa, puesto que tengo un carácter reservado, y también debido a que a mí mismo me cuesta poner orden en
las cosas que he visto, oído y sentido, en aquellas de las
que he sido protagonista, o he estado implicado, o he sido
testigo, en lo que pensaba en aquel momento y en lo que
pienso ahora que tengo un dedo más de frente.
Espero haberme expresado correctamente y que entienda mi forma de escribir, es algo que me amedrenta un poco
siendo Ud. escritor.
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Los amigos
Antonio Suero Serván
43 años
Buenos amigos hay pocos, pero siempre hay alguno del
que te acuerdas, y él de ti, estés dónde estés. Mi buen amigo se llama Sebas. Es una persona que ha triunfado en la
vida, es locutor de radio, aunque anteriormente tenía otra
profesión: era guardia jurado. De jóvenes éramos camellos
y trapicheábamos con cocaína, anfetaminas y otras drogas.
Teníamos una buhardilla alquilada, desde donde movíamos los hilos de nuestro negocio de venta de drogas. La
mercancía nos llegaba desde Ámsterdam impregnada en
cómics. Sacábamos unos diez mil tripis o secantes de cada
envío y los vendíamos al por mayor en pubs y discotecas
de Málaga. A nosotros nos salía a precio de puta y lo cambiábamos por chocolate que después traíamos a Madrid.
Aquí dejábamos una cantidad suficiente para seguir viajando por toda España, pues movíamos como cincuenta
kilos de hachís al mes.
Después nos íbamos a Zaragoza y allí dejábamos otro
poco. Nos recorríamos todas las farmacias de los alrededores de Zaragoza, ya que antes no hacía falta tener receta
para sacar anfetaminas de dichas farmacias. También le
sacábamos rendimiento a las anfetas, las vendíamos siete
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veces más caras de lo que nos costaban. Seguíamos con
nuestra ruta hasta Barcelona, donde también vendíamos
una buena cantidad de hachís y anfetaminas. Nunca estábamos más de tres días en el mismo sitio, así era difícil
seguirnos la pista.
Siempre juntos, proseguíamos nuestro viaje hasta Bilbao, donde dejábamos más condumio, recogiendo todo el
dinero que nos era posible, dinero que ingresábamos en
nuestras cuentas bancarias, y así siempre. Íbamos con lo
justo para nuestros gastos, que no eran pocos. Había días
que nos gastábamos hasta dos mil euros, y eso si no se nos
estropeaba el coche y teníamos que comprar otro. Que yo
recuerde, gripamos seis coches. De Bilbao, nos dirigíamos
a Santander, donde acabábamos con todo el hachís que
llevábamos, pero siempre nos quedaban algunos kilos para
nosotros. De allí, llegábamos hasta La Coruña, donde
comprábamos un kilo de cocaína por unos siete mil euros,
que llevábamos con nosotros hasta Alicante, a un pueblo
llamado Guardamar, donde vendíamos lo que quedaba de
hachís y comprábamos un kilo de anfetamina pura, con un
color y una salida muy aceptables en Madrid. En Madrid
había muy poca de esa sustancia.
Con tanto ajetreo, apenas dormíamos ni seis horas. Al
llegar a Madrid, a nuestra buhardilla, nos tirábamos en la
cama y nos pasábamos durmiendo hasta 48 horas seguidas. Esto ocurría unas cinco veces al año. Vivíamos como
reyes. Llegó un momento en el que decidimos dejarlo
todo, ya que sospechábamos que la policía nos seguía y no
la podíamos eludir.
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Decidimos deshacer nuestra sociedad y dedicarnos a los
negocios limpios para blanquear todo el dinero que teníamos, poco a poco, como si fuera una herencia de nuestros
abuelos. Yo monté tres bares, que era lo mío, y les facilité la
vida a mis padres y hermanos. Ellos no querían coger ningún dinero mío, pues se imaginaban de dónde salía, pero
no les quedó más remedio, ya que mientras yo estaba viajando, ellos montaron sus propias familias y, claro, los
coches y los pisos no se pagan solos. Tampoco podía poner
a mi nombre todos los bares, así que hice una sociedad con
ellos, poniendo en sus manos los locales, y yo trabajando
como uno más en ellos.
Sebas dejó su trabajo, pues ya se había cansado de estar
en el punto de mira de sus compañeros, y se fue a Sevilla.
Le fue bien, se casó y tuvo dos hijos, aunque después, por
lo que sé, se divorció. Era muy mujeriego. La policía no se
comió un rosco con nosotros y nos dejaron tranquilos.
Después, tuve otra clase de problemas y acabé en la cárcel,
en la que estuve quince años. Cuando Sebas se enteró de
que yo había caído preso, me escribió y me mandó un
dinero que he guardado hasta el día de hoy, por si alguna
vez le hace falta a él. Yo hasta ahora no lo he necesitado.
Cuando salí de la cárcel, allí estaba «el Sebas», que
había venido de Sevilla a Ocaña a esperarme, para corrernos una fiesta que duró quince días. Después, él siguió con
su vida y yo con la mía. A mí se me complicó mucho y no
tuve más remedio que seguir dentro de un círculo que ocho
años más tarde me ha llevado a dar otra vez con mis huesos en la cárcel, al caer otra vez en la trampa de la droga y
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las mujeres, que son unos vicios que sólo traen problemas.
Y ya se sabe, cuando tienes mucho dinero tienes muchos
amigos, pero cuando se te acaba, si te he visto no me
acuerdo.
Pero también existen relaciones como la de mi amigo
Sebas, que ahí está, para lo bueno y para lo malo.
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Más sabe el diablo…
Antonio Suero Serván
43 años
Era un día más en la vida de una persona como yo. Estoy
enganchado a la droga, ésta es mi vida, la necesito conseguir como sea y si tengo que robar, robo. He llegado a consumir tanta, que ya nada más levantarme tengo que ponerme mi dosis. Me apodan «el Murciélago», luego explicaré
por qué.
«El Golosinas» y yo llevábamos tres meses estudiando
los movimientos de una persona que era el pagador de una
cadena de zapaterías llamada «Los Alpargateros». M.ª José
era su hija y mi pareja. Era bisexual y estaba a la vez con
otra chica que tenía un hijo de nueve meses. Ellas también
tenían nuestros vicios: la cocaína y la heroína. Trabajaban
en un club del que salían sobre las tres de la madrugada o
más tarde, según los clientes que tuvieran. Cuando salían,
nos íbamos a otros sitios, al «Biombo Chino», a «Alcalá 20»,
a «La Fiesta», y llegábamos a casa sobre las ocho de la
mañana. Por eso me apodaban el Murciélago. Al mismo
tiempo, vivíamos de lo ajeno y de las mujeres que poníamos
en la calle. Nos daban un porcentaje de sus clientes y de lo
que les quitaban. M.ª José y Ana eran nuestra mayor fuente
de ingresos. Su padre no quería saber nada de M.ª José, no
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estaba de acuerdo con la vida que llevaba, él deseaba,
como todos, lo mejor para sus hijas.
Teníamos preparado todo, queríamos quitarle la nómina
al padre de M.ª José. Era fácil, pagaba en efectivo a sus
empleados para así poder blanquear dinero. Al Golosinas y
a mí nos parecía muy fácil. Nos fuimos a nuestra tienda
fetiche, donde venden de todo. Compramos una pistola
simulada, una porra extensible y unas esposas.
A fin de mes, el padre de M.ª José pagaba a sus empleados. Su ritual era el siguiente: bajaba al garaje con dos
maletines y de allí se dirigía a una de sus tiendas en su
Mercedes. M.ª José nos había dado una llave de esas magnéticas que abren los garajes. Estaba todo a punto. Parecía
demasiado fácil, no sabíamos lo que nos podía venir encima. Salimos decididos a todo. A las 7.30 estábamos ya
dentro del garaje, con una moto para salir pitando de allí
como fuera. No imaginábamos lo que nos iba a costar
transportar los maletines en la moto. Todo estaba decidido,
no nos podíamos echar atrás después de tres meses de
seguimiento. Teníamos vigilado el Mercedes, y a cada
minuto que pasaba nos íbamos poniendo más nerviosos.
Había movimiento, otras personas iban entrando y saliendo con sus coches, y cuanto más movimiento, más nerviosos nos poníamos. No había vuelta atrás. Nos fumamos
unos chinos de coca y caballo juntos y empezamos a sudar.
Eran ya las 8.30, pronto bajaría el «pájaro» con los maletines. Allí estaba, pero cuando lo vimos, nos invadió un
temor que nos impedía movernos libremente. Nos miramos el uno al otro y, sin más fuimos despacio hacia él, sin
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hacer el menor ruido. Cuando estábamos a unos cinco
metros, nos vio, y como si adivinara lo que iba a pasar,
intentó sacar la pistola que llevaba. Yo le apunté con mi
pistola de mentira y hubo un momento de indecisión. Mi
compañero sacó su porra y le atizó un golpe en la cabeza.
Cayó al suelo, cogí la pistola y le quité los maletines.
Teníamos que salir lo antes posible de allí pero, mira por
dónde, todo se complicó. En ese momento, una persona
salió del ascensor y yo, sin pensarlo, disparé con el arma de
verdad. El ascensor se cerró, y sin más, corrimos hacia la
moto. Me situé en el manillar. El Golosinas montó detrás,
cogiendo los maletines cada uno en una mano, y cuando
íbamos a salir, tuvimos que esquivar a otro coche que salía
del garaje. Qué mala suerte, en esos momentos un coche
patrulla pasaba por la calle en dirección contraria. Nos vio
y se dio la vuelta rápidamente.
Nos metimos por dirección prohibida, complicando la
persecución. La gente se apartaba del paso, y el coche de
policía, con las sirenas a tope, se acercaba más. Yo conocía
una calle sin salida, que sólo tenía una escalera para peatones que daba a la plaza de España. Nos metimos corriendo, y en un recodo de la escalera nos caímos, pero nos
pusimos en pie rápidamente y recogimos los maletines.
Con algunas heridas, seguimos nuestra fuga. Por suerte,
pronto llegamos a nuestro garaje. Un pequeño garaje en el
piso que teníamos alquilado. Allí abrimos el botín, sorprendidos, ya que había más dinero del que esperábamos,
unos veintitrés millones de pesetas. Nos repartimos el
dinero, siete millones para cada uno y el resto a buen
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recaudo, para cuando hiciera falta. Hoy tenemos mucho,
pero mañana quizá nada, y siempre hay que guardar algo
por si las cosas se complican. A las chicas les dijimos que
solo había nueve millones y medio.
El Golosinas se fue de Madrid con su dinero y yo me fui
por la costa, de hotel en hotel, con mis compañeras, M.ª
José y Ana, después de comprar quinientos gramos de coca
y otros quinientos de heroína. Estábamos en Barcelona, y
un día, cuando llegué al hotel, ellas ya no estaban. Me
dejaron una factura de doscientas cincuenta mil pesetas. Yo
tenía en una caja de seguridad del banco medio millón de
pesetas y unos trescientos gramos de heroína y coca, que
tuve que coger para poder pagar el hotel y volver a Madrid.
Una cosa saqué en limpio de todo esto: que más sabe el
diablo por viejo que por diablo. Hasta el día de hoy no he
vuelto a ver ni al Golosinas, que no sé cómo le habrá ido,
ni a las golfas de mis amigas. Pero se las apañaban bien, la
vida les había enseñado, seguro que lograron engañar a un
incauto como yo que les solucionase la vida por un tiempo.
A mí me utilizaron para robar a su padre. Así lo hice, pero
no como ellas querían, pues yo no era tonto y sabía que esa
aventura no iba a durar mucho tiempo.
Estuve mucho tiempo buscando a M.ª José y Ana por
Madrid, y después de tres meses de ir y venir por los
barrios bajos, salas de strip-tease y poblados chabolistas,
me di por vencido, cayendo en una depresión que me llevó
al mayor consumo de drogas de toda mi existencia. Mi vida
se convirtió en un infierno, pues todos los días necesitaba
varios gramos de cocaína y otros tantos de heroína. Dispo-
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nía de diez millones de pesetas y alquilé una habitación en
la calle Atocha, donde estaban todos los marroquíes que
venían empetados de chocolate. Yo les compraba el hachís
que traían, que era de lo mejor que se vendía en Madrid.
Casi no dormía por las noches, y oía muchos ruidos,
hasta que un día me di cuenta de que ellos también traficaban con billetes de cien dólares, que seguro que eran falsos, pero estaban muy bien hechos. Supuse que hacían
huecos en las molduras de escayola que tenían en su habitación para esconderlos. Como ya me encontraba escaso
de recursos monetarios, había planeado entrar en esa
habitación a buscar los dólares. Ellos iban de dos en dos, y
cuando salían dejaban a un paisano suyo cuidando. Éste
también era heroinómano, y una tarde llamó a mi habitación para comprarme una dosis. Aprovechando la situación, le di más heroína de la que me pidió, para dejarle
K.O. Aunque estábamos en un cuarto piso, mi ventana
estaba al lado de la suya y me colé en su habitación. Buscando entre las molduras de escayola del techo, vi un trozo
que estaba suelto, me subí a una silla y encontré un fajo de
billetes, unos diez mil dólares, y cuatrocientos gramos de
hachís. Me fui enseguida con todo el botín, y dejé en mi
habitación al paisano, medio desmayado. Los dólares los
cambié rápidamente, y el hachís lo vendí como caramelos.
Así conseguí una buena cantidad de dinero.
No podía parar de consumir drogas, que me iban
matando poco a poco. Estaba gastando todo el dinero y un
día, con mis últimos billetes, compré dos gramos de heroína y cogí un autobús que iba de Torregrosa hasta Cibeles.
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Eran las doce de la noche. Cuando me desperté eran las
tres de la mañana, es decir que había hecho tres viajes de
ida y vuelta durmiendo en los asientos traseros. Estaba
diluviando en Cibeles y, calado de agua, entré en el pasadizo subterráneo que hay allí y me metí la heroína que me
quedaba. Muerto de frío y sin ninguna ropa seca que
ponerme, mira por dónde, vi al final del subterráneo un
jersey de lana gorda y me lo puse. Estaba entrando en calor
cuando bajaron dos chicas y un chico con café y galletas.
Me bebí dos vasos, tenía mucha hambre. Me ofrecieron
irme con ellos en una furgoneta de REMAR y me fui a su
centro, que estaba en el Puente de Vallecas, y allí pedí una
cama donde dormir.
Estuve dos días durmiendo. De allí me mandaron a
Valencia, a Puerto Sagunto, a una granja donde había gallinas, cerdos y un pequeño huerto. Había también una piscina, que no pude disfrutar porque tenía un monazo de
muerte. Después de cinco días de estar allí, me levanté de
la cama y fui a una reunión que hacían por las mañanas.
No sé qué pasó, me levanté del sitio en el que estaba sentado y me desplomé, dándome con la cabeza contra el suelo
y perdiendo el conocimiento. Me llevaron al hospital de
Sagunto, donde estuve dos días en coma. Cuando me desperté, me llevaron a una habitación en la que no entraba ni
luz, pues era para personas terminales. Abrí los ojos y vi a
dos personas: eran mis padres. No me reconocían. Mi
madre se dio cuenta de que era yo por las cicatrices que
tenía desde pequeño por una perforación de estómago.
Pesaba 35 kilos, era todo huesos, la carne había desapareci-
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do. Con tanta caña que me metía, no tenía ni venas. Me
tuvieron que sacar una vía del pecho, pero yo me la arrancaba, me quería morir. Me ataron a la cama, y así y todo,
corté la vía con la boca dos veces.
Finalmente, recobré la cordura y me desataron, cosa que
fue casi peor, pues me empeñé en conseguir un cigarrillo y
salí de mi habitación en batín y con el goteo puesto. Pasé
los controles y me metí en la zona de las personas que no
tienen juicio, que han perdido la cabeza. Abrí una puerta,
vi a los enfermos a través de unas vitrinas, y quise ir hacia
ellos porque estaban fumando. Intenté acercarme, pero
había una enfermera que no me dejó pasar, y me devolvieron a mi habitación. Cuando llegué a ésta, mira por dónde,
encontré un cigarrillo en el marco del espejo, pero tenía
otro problema, no había fuego. Salí a la puerta y a la primera visita que vino, le pedí fuego. Encendí el cigarrillo y
pillé un mareo que creía que me moría.
Al cabo de diez días me dieron el alta y volvieron los de
REMAR a recogerme, para volver a la granja. Allí estuve
durante tres meses. Volví a Madrid, a casa de mis padres,
que después de todo lo que les había hecho ya no eran los
mismos.
Espero que a los que leáis esto no se os ocurra nunca
hacer de las drogas vuestra vida. Aunque puedas conseguir
suficiente dinero robando o traficando, todo lo que está
relacionado con la droga puede matarte, como estuvo a
punto de hacerlo con mi persona. Doy las gracias a Dios o
a quién sea por esta segunda oportunidad, cosa que
muchos no tuvieron; y aunque muchas veces se nos da, no
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Módulo terapéutico
sabemos aprovecharla, y acabamos solos, tirados en la calle
y pudriéndonos como animales abandonados, sin ningún
cariño ni amistades. Todo lo pasado, por bueno que haya
sido, pasado está, y ya nada más nos quedan recuerdos y
tristeza por todo el tiempo que malgastamos en esta vida.
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La quimera del cisne
D. I. S.
26 años
Natalia era una chica inteligente, despierta, llena de ganas
de vivir. Hasta los dieciseis años sólo conocía el mundo a
través de la televisión y de los ojos de sus padres. Ahora,
había cumplido los veinte y había ido experimentando
poco a poco con todos los sabores que le ofrecía el mundo,
muchos de los cuales estaban todavía ocultos, esperando a
que ella los descubriese.
—Hola, Germán. ¿Qué tal, mi amor? Sí, ya mismo estoy
allí, voy a entrar en el metro. Te voy a colgar. ¿Vale? ¿Oye,
te ha dado eso? Vale, ahora hablamos, un beso, cariño —
hablaba por el móvil y se lo guarda en el bolso, mientras
baja las escaleras de la entrada del metro.
Natalia es una chica guapa, bien formada, con una gran
presencia física. Es una de esas personas que cuando te la
encuentras en algún sitio, tienes que mirar dos veces. Ella
lo nota y eso le hace sentirse muy segura de sí misma.
—¿Tú qué miras, baboso? —le dice a uno que se había
pasado un segundo de más observándola con cara libidinosa.
—Nada, tranquila, fierecilla —contesta el hombre, algo
sorprendido.
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Ella se da la vuelta despectivamente y sube al tren que
llega en ese momento.
Al otro lado de la ciudad, Germán salía de la Universidad, donde estudiaba Empresariales. Se monta en su coche
y se dirige hacia el parque donde ha quedado con su chica.
Él es buen estudiante y está actualizado en otros aspectos
del día a día. Le gusta hacer deporte, el tunning, salir de
fiesta con los amigos y hacer alguna que otra locura por —
y también con— su novia. Siempre ha sabido ir poniendo
los peldaños necesarios para alcanzar sus metas. Le gustaría tener un negocio de tamaño medio y sin demasiadas
pretensiones que le permitiera seguir con su particular
«carpe diem».
Por fin, la pareja se encuentra en el parque, una bonita
alameda con jardines a los lados, y al fondo del paseo, un
estanque con peces y un precioso cisne blanco.
—¡Hola, mi amor! —exclama ella mientras se lanza a
sus brazos.
—Hola, cosita, ¿cómo estás? —le dice él al tiempo que
la acaricia.
—Bien, cariño, pero ¿por qué hemos quedado aquí?
Podías haberme recogido en tu casa.
—Sí, es que ya sabes le movida que tuve en la discoteca
con los tíos esos de tu barrio, no quiero andar mucho por
ahí con el coche, lo conocen y no me fío nada de esos
capullos.
—Desde luego, cómo eres. Yo, mientras, pasando peligros en el metro, ¿no? —dice algo enfurruñada— La he
tenido con un imbécil que me miraba todo el rato, ¿sabes?
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No me gusta cabrearme, que luego me quedo todo el día
de malas.
—Ya lo sé, por eso mismo no he querido ir a buscarte,
no quiero problemas con esa gente —la rodea con un brazo y van juntos a sentarse en un banco.
—Éste es un lugar muy bonito, podemos ir a ver el cisne
y echarle de comer, ¿vale? —le aparta el pelo de la cara, le
da un beso y sonríe, pero en su rostro se refleja cierto aire
de preocupación.
—Sí, mi amor, pero no puedes estar siempre rehuyendo
los problemas. ¿No crees? Bueno, dejaremos pasar un
tiempo y ya se calmarán las cosas. Dame un beso, anda,
tonto —se besan con ternura.
—Y hablando de problemas —la aparta delicadamente,
se rasca la cabeza de forma nerviosa—, he llamado al
«Choco» y dice que no tiene el dinero, el muy cabrón.
—Joder, ese tío da asco, te dije que no le vendiéramos la
mini-cadena a ése. Está enganchado a la farlopa, y peor
todavía desde que murieron sus padres, que no le dejaron
ni un euro.
—Lo peor es que nos hace falta para la escapadita de la
semana que viene, sin ese dinero no tenemos ni «pa» pipas.
—Y entonces, ¿qué vamos a hacer? —pregunta ella. Le
mira a los ojos, él la mira a su vez y se quedan en silencio.
—Me cagüen… Estoy hasta la polla —se levanta cabreado, inquieto—. Voy a ir a su casa ahora mismo y le voy a
sacar los trescientos euros cómo sea.
—Eh, eh, tranquilo, cariño —salta ella a su lado, le
coge de la mano—. No hagas ninguna tontería, ¿eh?
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Mira, vamos los dos y se lo pedimos por las buenas.
Seguramente, al vernos en su casa, se lo tomará más en
serio.
—No sé —se calma un poco—, estas cosas son de hombres, no quiero meterte en ningún problema.
—No me vengas ahora con machadas, la mini-cadena
era de los dos y yo voy contigo, además, sólo vamos a
hablar con él.
—Mmm, vale, vamos —le pasa el brazo por encima de
los hombros y se van hacia el coche, pero ella no puede
evitar echar la vista atrás, al estanque, no consigue ver al
cisne, aunque sabe que está allí.
El piso donde vive el Choco es uno más de un edificio
de viviendas bastante vulgar, en el extrarradio, un barrio
venido a menos.
—Germán, creo que es éste, el 3º D.
—Sí, a ver, voy a llamar —se oye algo de movimiento en
el interior de la casa.
—¿Quién es? —grita una voz desde el interior.
—Somos Germán y Natalia, hemos venido a ver qué tal
estás –la mira y le guiña un ojo.
—Ah, ya voy.
Al rato se abre la puerta y aparece el Choco. Luce un
pijama con manchas de comida, el pelo revuelto, ojeras
tremendas y el ceño fruncido.
—Vaya, no os esperaba, podríais haber avisado. ¿No? —
esboza una media sonrisa.
—No, si no vamos a estar mucho rato, nos vamos
pronto —sonríe nerviosamente Natalia.
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—Bueno, entrad, cerrad la puerta al pasar. Seguidme
por aquí.
El despacho es una especie de pequeña biblioteca, con
estanterías llenas de libros, un pequeño sofá en un rincón, y
en el centro, un escritorio con una gran mesa abarrotada de
objetos, libros cubiertos de polvo, ceniceros llenos de colillas,
vasos sucios, botellas vacías y una vieja máquina de escribir.
—Qué poco amable soy, os traeré algo de beber.
—No, no hace falta —contestan los dos al unísono.
—Yo sí tomaré algo, ahora vengo.
Choco sale por la puerta y al poco vuelve con una botella de vino en una mano y tres vasos en la otra.
—Toma, coge —les tiende los vasos—. ¿Están limpios?
La casa está un poco descuidada, tengo que hacer limpieza
general —dice sin convicción. Les llena los vasos hasta la
mitad, él se lo llena entero, da un ávido trago, se lo vuelve a
llenar y se sienta tranquilamente al otro lado del escritorio.
Germán deja el vaso en la mesa.
—Verás, Choco, hemos venido a que nos des el dinero
que…
—Te he dicho que no lo tengo —le interrumpe él con
brusquedad—. La mini-cadena estaba medio escacharrada
y no me dieron una mierda por ella. Además, tuve que utilizar ese dinero para tapar un agujerillo.
—Sí, el de la nariz —dice Natalia con sarcasmo—. La
cadena estaba bien, no nos cuentes películas.
—¿Me estás llamando mentiroso? —replica él con la
cara desencajada por el odio— A mí nadie me insulta en
mi casa, so puta.
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—Como la vuelvas a insultar te machaco —dice Germán cerrando los puños con fuerza.
Choco da otro largo trago, balanceándose de forma provocativa, mientras Natalia lo mira con profunda repugnancia. Su novio, tenso, parece a punto de saltar sobre él.
—Oye, no te enfades, tío —murmura Choco taimadamente—. Verás, no tengo el dinero, haceros a la idea, así
que lo único que queda es que os vayáis y me dejéis de dar
la brasa.
—¡De aquí no nos vamos hasta que nos des algo, rata!
—interviene Natalia.
—¿Así que queréis algo? —se levanta lentamente,
rodea la mesa y al pasar al lado de Germán, le lanza un
puñetazo a traición que le impacta en la nariz, rompiéndola. Medio noqueado, Germán cae a los pies del sofá.
—¡Hijo de puta! —se toca la nariz y se mira la mano
ensangrentada.
—Y ahora os vais a ir de aquí, pijos de mierda —se acerca a Germán y comienza a golpearlo y patearlo con furia.
Natalia, aterrorizada, consigue reaccionar.
—¡Cabrón, déjale en paz! —coge la máquina de escribir de la mesa y la blande hacia Choco, sin saber muy bien
qué hacer.
Él se da la vuelta con la cara congestionada.
—Suelta eso, zorra, era de mi padre —da un amenazador paso adelante y ella, como un resorte, alza la máquina
por encima de su cabeza y se la tira con todas sus fuerzas.
El impacto, en plena frente, produce un extraño sonido, un
crujido sordo, aderezado por el tintineo de las piezas metá-
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licas. El cuerpo cae de espaldas, como un plomo, y se queda inmóvil, salvo por un leve temblor en las piernas. Natalia se acerca y observa estremecida una gran herida encima
de las cejas de Choco y sangre saliendo de sus oídos.
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho?
—Mierda, ¿qué ha pasado? —pregunta Germán atontado por los golpes. Examina la situación y la realidad
comienza a abrirse paso en su mente— ¡Joder! ¡Parece que
está muerto! —ella le mira con los ojos abiertos como platos y húmedos de lágrimas. Se abrazan desesperadamente
entre sollozos. Al rato, él la separa.
—No te preocupes, cariño, vámonos de aquí. Limpiamos todas nuestras huellas y nos largamos —ella asiente
todavía turbada. Se ponen a buscar trapos y productos de
limpieza, y en un momento ya están borrando las huellas
del crimen.
—¿Qué estamos haciendo?
—Tranquila, mi amor, no pienses demasiado. Lleva los
vasos al fregadero y límpialos —ella coge los vasos y en el
instante en que pasa por el recibidor llaman con fuerza a la
puerta.
—¡Abran la puerta, policía! —ella se queda paralizada
con los dos vasos en la mano, sin saber qué hacer. Germán
se acerca con una expresión de puro miedo en la cara.
—Han llamado los vecinos, ¡abran o echamos la puerta
abajo!
Pasa un segundo que parece un minuto. ¡BAM, BAM!
Cada golpe es un estremecimiento. ¡Cranch! La cerradura
salta en pedazos.
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Y los vasos se caen al suelo junto con sus almas, haciéndose añicos para siempre.
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Zumo de tomate
Mario T.
(Polonia)
31 años
Era una fresca noche de otoño, más bien una oscura tarde
de temprano invierno, aún sin nieve. Sobre los campos llenos de hierbas, arbustos y pequeños ríos con acumulaciones de agua, comenzaba a levantarse el vapor, convirtiéndose en ligera niebla.
Tomás y Carolina cruzaron una rotonda situada en una
carretera fuera de la ciudad que llevaba hacia pequeños
pueblos alejados de la civilización y atravesaba un parque
pequeño y poco frecuentado, con campos, bosques y un
lago. A un lado de la carretera había un pequeño monte
desde donde se podía observar toda la ciudad y su entorno.
Los indicadores del salpicadero del coche iluminaban
sus caras con una mezcla de destellos verdes, rojos y color
miel. Desde el interior del coche llegaba un agradable aire
caliente, que daba una sensación de seguridad que contrastaba con el frío y la oscuridad del campo. Les acompañaba una tranquila y agradable música «DUB», llena de
ecos y de potentes y fluidos bajos. Sonreían.
Tomás bajó ligeramente la música y desvió su mirada de
la carretera que iba abriéndose ante el capó del coche y se
fijó en los ojos de Carolina.
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—¿Te gusta el zumo de tomate? —preguntó con expresión infantil.
—Si conduces, mejor mira la carretera.
—Me la conozco de memoria —Tomás sonrió y preguntó—. ¿Te gusta?
—¿El qué?
—El zumo de tomate.
—¿Por qué? —preguntó Carolina, poniéndole una
mano en el brazo.
—Porque en este mundo hay dos tipos de personas: las
que lo odian y a las que les encanta —se acercó y la besó
en su cálida mejilla.
—A mí me encanta. Y a ti, ¿te gusta el zumo de piña con
Martini rojo? —dijo Carolina.
—Ja, ja, ja. Si le añadimos cine, sexo, comer chocolate y
los paseos nocturnos en coche…, podríamos pasar el resto
de la vida juntos, porque sobre tu buen gusto e inteligencia
ya no tengo dudas.
—¿Y las tenías? —dijo ella con voz chillona, dándole un
golpecito en la espalda.
De repente, Tomás hizo un giro brusco con el volante. A
Carolina le pareció ver una figura que pasaba fugazmente
por delante del coche y caía al otro lado de la carretera,
pero no oyó nada.
—¡Joder! ¡Seguramente, lo que no ha bebido éste es
zumo de tomate! Parece que se ha caído.
—¿Quién? —preguntó Carolina asustada.
—¡Un maldito borracho en bicicleta, salido de ninguna
parte! —dijo Tomás gritando.
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—¡Mierda! ¿Le hemos atropellado?
—No, parece que se asustó y se cayó, pero se ha levantado él solo. Quédate dentro —Tomás paró el coche.
—Voy a ver si se ha hecho algo.
Caminó unos metros hacia el hombre, que estaba sentado en el asfalto, iluminado por las luces rojas y naranjas de los pilotos del coche. Carolina se asomó por la
puerta, apoyándose en el asiento del conductor. Sintió el
aire frío que llegaba desde fuera. Tomás se acercó al
hombre, que yacía en una postura grotesca junto a su
bicicleta. Parecía que él y su vehículo eran una misma
criatura. Una gran araña rota, con pecho, manos y cabeza
de hombre.
—¿Todo bien? ¡Conduzca con precaución, hombre! —
dijo Tomás con una ligera sonrisa, aunque malditas las
ganas que tenía de reír.
El hombre balbuceó algo, exhalando nubes de vapor de
agua por la boca. Luego, con cierta dificultad, exclamó:
—¿Te crees gracioso, hijo?
—Pues la verdad es que no —intentó cortar Tomás para
evitar una discusión absurda.
—¿Has venido a burlarte de mí?
—He venido a ver si se ha partido el culo con la «bici» y
necesita ayuda.
—¿Tú crees que me puedes ayudar? Vosotros, mocosos,
con vuestros coches, vuestras novias y vuestras vidas arregladitas… ¡Pijos de mierda!
—No soy un pijo de mierda, caballero. ¿Puede levantarse?
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—¡Qué más da quién coño eres! Yo soy un viejo borracho, y lo seré el resto de mi vida —se movía bruscamente
mientras pronunciaba estas palabras.
—¿Se ha roto algo?
—¡Hace ya mucho tiempo que se me rompió! ¡La vida!
No es la primera vez que me caigo; y casi me meo encima.
¡Malditos dioses que juegan conmigo y no me quieren
matar! ¿Os divertís, cabrones?
—Vamos, le llevaré a casa, la bici cabe en el maletero,
levántese —se acercó y extendió una mano hacia el hombre. El hombre movió las piernas como un caballo liberándose de su trampa.
—¡Mejor no! ¡Déjame!
—¡Déjese de tonterías! —Tomás se le acercó.
—¡No te acerques más, te he dicho que me dejes!
Carolina se asomó otra vez por la puerta del coche.
—¿Qué ocurre? —preguntó, y apagó la música. Apenas
pudo entender nada de lo que hablaban. La niebla parecía
querer protagonizar todo el espectáculo.
—¡Nadie me puede ayudar! —gritaba el viejo— ¡No te
acerques, maldita sea!
Metió la mano en el bolsillo de su vieja americana y, con
gesto torpe, sacó una pistola.
—¡Cálmese, por favor! Deme la pistola y no haga tonterías.
—¡Me calmaré para siempre! —gritó el viejo con voz
rota y llorosa.
La pistola le temblaba en la mano. La dirigió hacia su
propia cabeza.
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—Tírela, por amor de Dios —Tomás intentó quitarle el
arma. El ciclista, con gesto brusco, apuntó a Tomás y gritó— ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
Carolina oyó tres disparos. Vio a Tomás desplomarse, y
al hombre, que también caía al suelo. Había matado a
Tomás y luego se había suicidado.
***
De repente, sonó música de nuevo. La radio se había
encendido sola. Le faltaban los tonos bajos. Carolina
intentó apagarla una y otra vez, pero la música no cesaba,
repitiendo una y otra vez las mismas notas. Abrió los ojos
empapada en sudor frío… Era su móvil. Cogió la llamada.
—Diga —contestó con voz ronca y cansada.
—Soy yo, Tomás. ¿Te he despertado?
—Sí, pero te lo agradezco —dijo respirando agitadamente.
—Es que he tenido un sueño muy raro —prosiguió
Tomás—, y cuando me he despertado, sin querer, me he
tirado zumo de tomate por encima. Me he puesto furioso,
y ya sabes que sólo tú puedes calmarme.
—Me alegro de que hayas llamado y de que nos tengamos el uno al otro. Te quiero.
—Yo también te quiero.
—¿Y el zumo de tomate?
—¿Cómo?
—Nada, mejor ven a mi casa.
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La fuerza del débil
M.ª Ángeles M. A.
Eran las seis de la mañana, el día de mi cumpleaños. Mis
padres me habían dado mi regalo antes de salir de casa,
una preciosa pulsera de oro que lucía en mi mano izquierda, bajo el guante de cuero, junto a un reloj que hacía
tiempo me había regalado mi hermano. Hacía un frío de
espanto y los oídos no dejaban de zumbarme. El cielo aún
conservaba estrellas a pesar de que estaba amaneciendo.
Llegué pronto a la estación de ferrocarril y busqué en la
pantalla de la pequeña sala de espera el andén desde donde saldría mi tren. No tuve suerte, salía desde el andén
más alejado. Cuando llegué allí, no había nadie esperando
y sentí un poco de miedo, porque había una persona tumbada en un banco. Al pasar por delante de ella, vi que se
incorporaba. Era un hombre de edad indefinida. Tenía el
pelo aplastado, tanto por la grasa como por haber estado
tumbado en el banco. Me sonrió y pude comprobar que le
faltaban muchos dientes. Su sonrisa hizo que me estremeciera de miedo, y su olor casi me provoca el vómito. Intentó acercarse a mí pero vio el miedo reflejado en mis ojos y
retrocedió con lo que me pareció una mirada triste.
Corrí hacia el extremo más alejado del andén con la
esperanza de que alguien «normal» llegara pronto y me
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hiciera compañía. Como si un genio hubiera cumplido mi
deseo, apareció alguien subiendo al andén por las escaleras más cercanas a mí. Era un hombre alto y fuerte, tenía
las espaldas anchas y la cintura estrecha. Desde donde
estaba, no podía verle la cara porque la luz de la farola no
llegaba hasta él, pero por la ropa deduje que era joven.
Comenzó a caminar hacia mí y, según se iba aproximando, me iba llegando el olor a perfume masculino más
excitante que había olido nunca; eso y el hecho de sentirme un poco insegura por el individuo del banco hizo que
empezara a sentirme interesada en él. Pasó a mi lado y me
sonrió ligeramente. ¡Dios, tenía los ojos verdes más bonitos que yo hubiera visto nunca y los dientes tan blancos
como la leche! Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza y
no precisamente por los cinco grados bajo cero que marcaba el termómetro del andén.
Le devolví la sonrisa y, al mismo tiempo, me eché el flequillo hacia atrás, como hacía de forma involuntaria cuando algo me ponía nerviosa. Se apoyó en una columna y me
miró entrecerrando los ojos, observando mi cuerpo detenidamente, como si tratara de buscar algo que yo tuviera
escondido. Era una sonrisa descarada que provocó que
todas mis neuronas se conectaran, produciendo chispas.
¿Sería por eso por lo que sentía un cosquilleo por todo el
cuerpo? Terminó fijando sus ojos en los míos, y a esas alturas yo estaba entrando en taquicardia, ya no sentía frío sino
un gran calor.
Me quedé clavada en el sitio, casi en el borde del andén,
mientras veía cómo se acercaba, y por más que traté de
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imaginar, no pude encontrar ningún motivo por el que
quisiera dirigirse a mí.
—Perdona, ¿tienes hora? —dijo con voz grave.
Yo estaba ensimismada, pensando por qué me había
encontrado a ese hombre en una estación a las seis de la
mañana en vez de en un bar de copas por la noche. No le
pude contestar sino:
—¿Qué dices?
Seguro que pensó que era imbécil o estaba sorda, no
había ningún ruido en el andén y todo estaba tranquilo, no
había ningún motivo por el que yo no le hubiera podido
escuchar.
—Te preguntaba si tienes hora. Siempre suelo llevar
reloj pero hoy, con las prisas, lo olvidé.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que hasta el individuo maloliente del banco podría escucharlo. Ese pensamiento me hizo girar la cabeza en dirección suya y vi al
sujeto en cuestión mirarnos con atención. De repente, me
acordé de la pregunta que me habían hecho.
—Espera un momento —acerté a decir.
El reloj estaba aprisionado bajo el guante, por lo que
desabroché el corchete y tiré del guante para sacarlo, al
parecer con demasiada fuerza. Mi pulsera, mi recién estrenada pulsera, se había quedado enganchada en el guante,
y al tirar de él, salió disparada por el aire y fue a aterrizar en
mitad de la vía.
Al principio no reaccioné, me quedé mirando la pulsera
como si la situación no fuera real, pero poco a poco me di
cuenta de lo que había pasado. Cuando fui consciente de
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que la pulsera que mis padres me habían regalado con tanto esfuerzo estaba en la vía, sin pensarlo dos veces, salté
para recuperarla. No era propio de mí hacer algo tan
espontáneo, yo misma me quedé sorprendida de mi reacción. Recogí la pulsera y la sujeté en la mano con todas mis
fuerzas.
Pero la cosa no acabó aquí, quiso mi mala suerte que los
pantalones vaqueros se quedaran enganchados por la
boquilla en una especie de anilla que estaba sujeta al suelo.
Miré hacia el andén y vi a los dos únicos hombres que
había allí. De pronto, el sonido de un tren acercándose llegó hasta nosotros. El pánico se apoderó de mí, por más
que tiraba del pantalón, éste no se desenganchaba, y el
sonido del tren se oía cada vez más próximo.
Empecé a sudar y a sentir cómo mi corazón latía rápidamente. El miedo a morir atropellada por el tren se apoderó
de mí. Levanté la cabeza suplicando ayuda con la mirada a
los dos hombres que me miraban angustiados desde el
andén. Cuando vi aparecer el tren a mi izquierda comencé
a gritar y a tirar del pantalón frenéticamente. El tren se
aproximaba a tanta velocidad que pensé que no me daría
tiempo ni de rezar.
De repente, dos brazos fuertes agarraron el pantalón y
tiraron de él. El pantalón se rompió, sentí que los brazos
me abrazaban fuerte y me tiraban al suelo. Rodamos hacia
la vía opuesta y sentimos el temblor que provocaba el tren
al pasar a escasos centímetros de nosotros. Era el tren de
Algeciras, un tren con destino a Atocha que pasaba de largo por mi pueblo.
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Los brazos me subieron al andén y me mantuvieron
abrazada hasta que conseguí dejar de temblar. Cuando
abrí los ojos, descubrí otros ojos que me miraban intensamente. Me separé unos centímetros de mi salvador y descubrí, con vergüenza, que me había salvado la vida la misma persona de la que minutos antes había huido con asco.
Me abracé a él y lloré en su hombro, tanto por el alivio de
sentirme viva y por la gratitud que sentía, como por la vergüenza de haberlo rechazado unos minutos antes.
Le invité a un café. Me dijo que no era necesario, pero
accedió a venir conmigo a la cafetería de la estación. Hasta
ese momento, no fui consciente de que no estábamos
solos, el hombre de los ojos verdes nos miraba con asombro y yo le devolví la mirada, pero esta vez fue una mirada
fría, se había perdido la conexión entre nosotros, no quedaba nada de lo que me había hecho sentir minutos antes.
Al pasar a su lado, con voz queda, le dije: «cobarde», a lo
que él respondió agachando la cabeza.
Y nos fuimos a tomar café para celebrar que el día de mi
cumpleaños un desconocido me había hecho el mejor
regalo: había vuelto a nacer.
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Atardecer…
J. D. Lagarde
(Congo)
39 años
Para Z. L.
Suena una sirena estridente, robándoles a los que están sin
mover un solo músculo los sueños y las sensaciones de paz
del cuerpo.
Abren los ojos.
Puertas automáticas que se abren, deslizándose, con un
asqueroso sonido sobre el rail.
Es el módulo «C».
El hombre que salta de la cama se llama «Prometeo». Se
asea, se da una ducha, lava los picantes y los gayumbos
que portó el día anterior. Es el ritual de cada día…, una
rutina.
Va vestido con un par de jeans y una camiseta, deshilachados, descoloridos, arrugados y anodinos ambos; fueron
lavados en la lavandería a la que tienen acceso todos los
internos de ese establecimiento penitenciario. Se tiende en
su jergón, una superficie de hormigón de dos por un metro,
con un rectángulo de goma espuma encima de las dimensiones del jergón al que llaman colchón.
Se serena y ordena sus ideas.
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Gabela
Mira las paredes y el techo de la mazmorra que ocupa.
Una celda de cuatro por dos metros con un ventanuco
pequeño y cuadrado atacado de barrotes gruesos como
brazos. Ahí dentro están, casi amontonados, una estrecha
ducha, un W.C. y un lavabo. Todo superpuesto. El color de
las paredes alguna vez debió de ser blanco. Ahora en cambio están amarilleadas por el humo del tabaco de todos los
que ocuparon la celda antes que él. Hay grietas irregulares…, todo impersonal. Algunos pay mates, pegados en las
paredes con pasta de dientes. Pero Prometeo no mira las
fotos ni se fija en el color de las paredes ni en el verde mate
del suelo. Él ve a través de las grietas y tiene ideas y una
cuesta arriba que durará catorce horas.
Piensa, mejor así. Los recuerdos, los pocos buenos guardados, no hieren, no duelen, de lejanos, de tan pretéritos
que no halla opciones de rozar siquiera «sus devenires y
descendencias». Su mente visualiza a su hija –Aido–, a la
que no ve desde hace años. Las vicisitudes penitenciarias,
los jaris. Basta que no los busques…, ellos te buscan a ti y a
todo lobo viejo de patio; la mejor defensa es atacar primero
y ser fulminante; así le iba.
—Al menos estoy vivo —se dijo.
La madre de su hija, cuyo nombre anuló de su memoria
y desterró de su vocabulario, perdió la custodia miserablemente. Aido contaba entonces nueve años, y terminó trotando por distintos internados de protección de menores.
De temperamental, rebelde e inconformista, furiosa con el
mundo, acabó ante el tribunal de menores. Y éste la envió a
un centro correccional…, a un «retén».
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Los trabajadores sociales de aquel centro de detención
para menores contactaron con Prometeo por medio de los
trabajadores sociales del centro penitenciario en el que
éste estaba. Y hablaron y hablaron, y se sucedieron días y
días de conversaciones telefónicas del retén a la «cana» y
de la cana al internado. Tras lo cual Prometeo comenzó a
tener trato de nuevo con su hija perdida. Comenzaron a
llover cartas sobre la vida gris de la niña…, más y más cartas. Ella no las respondía, pero cada vez participaba más en
las conversaciones telefónicas. Él comenzó a oírla reír. Casi
le sorprendió. Hacía demasiados años que la había oído
reír por última vez, cuando apenas acababa de trascender
de bebé a niño… Y volvieron a despertarse querencias en
los corazones del padre y la hija.
Aido intentaba saber cómo iba todo, estaba resentida,
no comprendía el por qué de su situación y buscaba responsables, aquellos que designaron su hado, ese sin vivir
que era su existencia. Prometeo nunca atisbó duda alguna
sobre su responsabilidad. Así mismo, sabía que el pasado
son recuerdos muertos, que lo que importaba era el mañana, y a partir de ahí comenzó a construir por dentro, para sí
y para Aido. No permitiría que la niña se hundiera hasta
hallar el trampolín a la perdición, el que había hallado él
mismo mil años atrás, cuando tenía los años de su hija.
Saldría al día siguiente a las doce, no había dicho nada a
nadie, ni tan siquiera a su hija, absolutamente a nadie.
Siguió como si tal cosa, tratando con ella por teléfono y por
carta. Hablaban de cualquier cosa, él le concedía un trato
casi de adulto, le marcaba algunas directrices, que ella
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seguía atenta, y ella iba convirtiéndose en una señorita de
doce años con las ideas claras y los pies bien asentados en
el suelo. Ahora eran como aliados, la complicidad era ya
inherente a ambos.
En una ocasión, él le contó un cuento; el cuento del
águila y la víbora:
«Esto ocurrió hace muchos miles de años, cuando
ni siquiera los primeros hombres habitaban el mundo. En cambio, existía una gran víbora que rodeaba el
mundo comiéndose la cola. Era el rey de la Tierra…».
Se sonrió, recordando estas conversaciones en la soledad matinal de su celda. En otra ocasión, Prometeo le
narró otro cuento. Éste también trataba sobre un rey de la
antigüedad. Se había quedado huérfano con trece años, y
los duques y barones de su reino le habían usurpado el trono, abandonándole junto a sus hermanos y su madre en
un bosque oscuro…
Aido reía con estas historias, eran buenos recuerdos.
Prometeo estaba muy orgulloso de esa pequeña hija suya.
Era una niña que apenas medía un metro la última vez que
la vio. Habían transcurrido casi tres años desde entonces.
En ocasiones, suspiraba intranquilo. Era como si sintiera
una especie de miedo a encontrarse con ella. Entonces reía
a carcajadas. Nunca temió a nada ni a nadie. Ahora, en
cambio, se encogía un poco ante la idea de encontrarse con
su hija. No habría ningún problema…, eso era algo que
sabía de sobras. Era como la sensación opaca que te atenazaba las tripas justo unos segundos antes de entrar a saco a
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atracar un banco. No exactamente, pero había cierto parecido. Cuando hablaban por teléfono, él le explicaba las realidades cotidianas. Aido atendía y atendía, e iba iniciándose en los conocimientos que le transmitía su padre.
Pasaron así los días, las semanas, los meses y los años. Ella
no dejo de prestar atención y de seguir acumulando conocimientos…
Entonces, Prometeo oyó sonar su nombre completo por
el altavoz del patio. Miró el reloj de pulsera. Eran la doce.
Se puso la mochila al hombro. Dentro portaba algunas
fotos, documentos y un par de libros. Se dirigió a la puerta
del rastrillo del módulo. No se despidió de nadie. En los
trece años transcurridos, había aprendido algunas cosas
importantes, cosas que no vienen bien explicadas en los
libros, o que él no supo interpretar más que tras haberlas
vivido personalmente… y haberlas sufrido. Sobre todo,
aprendió de sí mismo, de su fuerza interior. De cómo canalizar sus energías y controlar sus impulsos. Aprendió autodisciplina, aprendió a atenuarse, a llorar sin lágrimas, a
cagar solo y sin molestar. Aprendió a conocer a las personas
que siempre inciden en la vida de uno por más que uno se
proponga que no sea así. Aprendió que todos mienten. Que
todos dicen la verdad y que cuando así lo hacen, lo hacen
mintiendo, y que en la mayoría de los casos ni siquiera son
conscientes de ello. Aprendió que no era en todos los casos
y sí en la mayoría. Aprendió a distinguirlos por sus miradas,
por sus tonos, sus matices y sus silencios. Y todo lo que
aprendía, trataba de transmitirlo a su hija… lo necesitaría.
Lo hacía de forma atenuada. Tampoco era cosa de hacer
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que la pequeña perdiera de golpe los últimos vestigios de
su inocencia. Él no iba a robársela sino todo lo contrario. Él
iba a procurar para ella una vida normal, como la de cualquier niña de doce años. Tampoco es que pudiera hacer
demasiado, la niña, a tan corta edad, venía ya de vuelta de
mucho. Trató sobre todo de hacer que ella aprendiera a desarrollar una entidad interior, que supiera sentir por dentro
«certezas», como base elemental para la existencia, interrelacionándose con el resto de la gente. Fuerza, unidad y
alianza. Ése era el mensaje que procuraba dejar grabado en
la conciencia de Aido. Aido creció con las ideas claras, la
mirada profunda y los pies bien asentados en el suelo.
—Debe Ud. presentarse en huellas —le conminó un
tipo vestido de gris, con camisa azul y una chapa en el
pecho de su americana barata.
—Se marcha en libertad —aquel funcionario trataba de
encontrar su mirada. Pero él lo ignoró completamente, en
silencio asintió con la mirada clavada en ninguna parte,
atravesándolo todo. La puerta corredera del rastrillo se
abrió. Él la franqueó. Salió sin mirar atrás.
Tras todo el papeleo, una hora mas tarde, se vio a sí mismo caminando por una carretera secundaria, alejándose
del centro penitenciario donde había malvivido los últimos
trece años.
Un año más de los que tenía su hija.
Se metió en un campo, cuando se sintió lo suficientemente alejado de las vías de tránsito públicas. Se descalzó,
y anduvo con los pies desnudos, sintiendo la tierra bajo sus
pies, sintiendo el rocío acariciándole los tobillos. La sensa-
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ción era genial, le retrotraía a épocas pretéritas de su casi
olvidada niñez.
El Sol estaba en su cenit.
Se dejó caer hacia atrás, haciendo el ángel quieto. Cerró
los ojos e inspiró profundamente. Sonrió. Es increíble,
pensó. Le encantó reencontrarse con el olor a tierra húmeda. Hizo algunos ejercicios de respiración rítmica, inspirando y espirando profundamente, al compás de los latidos de su corazón. Experimentando la sensación pura de
libertad radical. Se volvió de cara al suelo y besó la tierra.
Tras lo cual se irguió de rodillas, manchándose del verde de
la hierba húmeda. Se sintió feliz. Volvió a besar la tierra,
reiniciando así su pacto con el mundo. Tras ello, rió fuerte y
cantó con palabras que no existen… pero que, en cambio,
significaban:
Atardecer…
Apoyado en una columna, oyó sonar la sirena del
correccional. Toda la chiquillería salió como escupida del
edificio de ladrillos rojos. Él se encontraba en la entrada.
Los chicos se esparcieron por todo el recinto, dentro de los
muros. Quedó solo ante la corta avenida de gravilla, con
una hilera de árboles flanqueándole. Cuando se aposentó
el polvo, no quedaba nadie.
Frente a él, ante la puerta principal, una niña preadolescente al lado de una monja, estaba tensa, inquieta… Se
recordó a sí mismo. Sonrió al verla, tratando de controlar
su nerviosismo. Él lo hacía mejor, pero también se sentía
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un poco como un flan. Ella le miraba fijamente, parpadeaba pero no apartaba la vista. Movía un poco la cabeza hacia
los lados pero su mirada seguía fija en él. Él se sintió incómodo por un segundo.
—¿Qué debe de andar pensando? —se decía, viéndose
como le veía ella, ahí parado, vestido tan desaliñado y con
una vieja mochila deshilachada. Solitario al otro extremo
del paseo. A la entrada del recinto del colegio.
Media hora antes, Aido se había sorprendido cuando
una de las novicias vino a sacarla de la clase y la llevó al
despacho de la madre superiora, donde, deprisa y corriendo, le dieron breves detalles sobre un montón de cosas que
iban a cambiar su vida.
—Ha venido tu padre y te vas con él.
De pronto se encontraba con su padre, separados tan
sólo por una cincuentena de metros.
—Prepara tus cosas… ¡vamos niña!
—Papá —gritó finalmente, desasiéndose de la mano de
la hermana.
Prometeo lo experimentó todo como a cámara lenta. La
vio sortear los escalones de la entrada de tres en tres, la vio
cómo iba engrandeciéndose a medida que se acercaba a
toda carrera hasta abalanzarse sobre él de un salto. Se
abrazó a él con todo, con su precipitada y extensa energía
juvenil. Le atenazó con las piernas y con los brazos, y no
dejaba de repetir.
—Papá…, papá…, papá…
Él se sintió tan lleno de vida como no recordaba haberse
sentido nunca.
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—¡Qué grande estás! ¡Qué cambiada! Es increíble.
Era ya casi una mujercita. ¿Y mi pequeña? Todo se le
acumuló de repente. Dejó de pensar en otras cosas y se
centró en responder al abrazo de la pequeña. La abrazó a
su vez y se llenó del olor a champú que desprendían los
cabellos de su hija.
Ella lloraba y reía a la vez, tragándose las palabras y
trastabillándose con ellas. Él fue totalmente incapaz de
interpretar absolutamente nada. La bajó al suelo suavemente.
—Hija… —la miró, divisó dos ligeros bultitos en su
pecho— ¡Dios! —pensó— ¿Dónde esta mi pequeña? —se
turbó un poco.
—¿Cómo, cuándo, por qué no me lo dijiste?
—Quería darte una sorpresa —dos lágrimas surcaban
las mejillas de Aido—. No sabía cómo reaccionarías.
Él estaba aún en estado de shock, no dejaba de alucinar
con aquella pequeña que era su hija. Con esos ojos grandes
de mirada vivaz e inquieta… y muy directa. No dejaba de
mirarle.
—¡Jesús! —se dijo a sí mismo— Es como su madre, la
misma expresión de astucia. Se meterá en muchos líos…,
seguro.
—Quiero que te vengas conmigo.
Ella le miró. Calló unos segundos y siguió mirándole
inquisitiva. A él le hizo gracia la tenacidad en la mirada
de su hija. «Es una descarada» —se rió. Ella fruncía el
ceño.
—¿A dónde papá?
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—Primero a un hotel a pasar la noche y mañana iremos
a ver la vieja casa, a ver qué tal está para habitarla. Las
reformas están casi terminadas, viviremos allí.
—¿Es donde vivías con mamá?
—No, es la casa donde vivía la abuela —la niña volvió a
abrazarse a él.
—Nos vamos ya, ¿vale?
Cogió de la mano a la niña y salieron del recinto del
internado. Ninguno volvió la cabeza. Aido había tenido
toda su vida para no querer despedirse de nadie. En cuanto
a Prometeo, ya había gestionado todo con las trabajadoras
sociales, sólo había tenido que firmar unos documentos
antes de que Aido terminara su clase.
—Odio este lugar —dijo la pequeña ya fuera del recinto.
—Sí, te comprendo perfectamente —dijo su padre sonriendo.
—No termino de creérmelo.
—Pues créelo, pequeña, créelo… No volveré a separarme de ti nunca más.
Se detuvo y se volvió hacia ella.
—Nunca más, nada en el mundo hará que vuelva a
separarme de ti. Absolutamente nada… ¡Nada! Nunca
más.
—Se terminó el correccional para ti, pequeña —pensó—. Lo mismo que para mí. Ya no más historias de policías y ladrones y de familias rotas.
Para Aido todo estaba resultando vertiginoso… Media
hora antes estaba encerrada «como una rata». Ahora, en
cambio, era demasiada la información que tenía que pro-
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cesar. Se sentía contenta. Por primera vez en su vida iba a
vivir fuera de un recinto cerrado y vigilado. Ésa había sido
su vida desde que era prácticamente un bebé.
Para Prometeo era algo parecido, sólo que un poco mas
complicado… Por primera vez iba a vivir de verdad, dándole vida a aquélla de la que a su vez recibiría vida. Ellos
dos serían las dos primeras flechas…, después habría más.
Dejó la maleta de Aido en los asientos traseros del vehículo que había alquilado. Aido se sentó a su lado en el asiento del copiloto.
—Ponte el cinturón.
Arrancó y partieron. Primero, silencios interrumpidos
por diálogos seguidos de risas. Los nervios terminaron
desapareciendo. Los silencios incómodos se volvieron
cómplices y se sucedieron los minutos y las horas.
Entonces llegaron al hotel.
Tras la cena, Aido se quedó dormida frente al televisor.
Prometeo la cogió en brazos, la llevó a la habitación y la
depositó en la cama. Le quitó los zapatos y la cubrió con el
edredón. Se quedó largos minutos mirándola. Contemplando maravillado su rítmico respirar, se llenó de orgullo
por lo bella que era.
Se acercó a la ventana, la abrió y encendió un cigarrillo.
Su silueta se recortaba en sombras con el rojizo crepúsculo
del último atardecer. Miró a las esferas del cielo y dedicó
una plegaria a los inmortales, pidiendo por su hija… y por
el futuro de ambos.
El rojo triste del ocaso se tornó turquesa y después
negra noche.
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Catapultó la colilla del cigarrillo al vacío. Se volvió al
interior de la habitación, dirigiendo una intensa mirada a
su mochila, pensando en lo que había dentro. Sopesando.
Quizás sería como la caja de Pandora. Volvió la mirada al
exterior, miró abajo, vio extinguirse la última brasa del
cigarrillo y con ella vio también difuminarse la última voluta de humo…
Así se difuminó también su pasado, dando nacimiento
en su vida a la esperanza, esperanza que preludiaba la
posibilidad de «quizás otro mañana».
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Página arrancada de un diario
apócrifo
Miguel Ángel Corchado
22 años
BAGDAD, IRAK, 23 DE ABRIL DE 2007
Escribiendo estas palabras en mi diario, pienso en el dolor,
en la sangre, en la muerte…, en las caras de los niños y las
mujeres viendo morir a sus familias. Morir a mis pies,
morir por mí, morir por mi país.
Sé que lo que hago es por el futuro de nuestros hijos,
por el bienestar de los EEUU y del mundo. Pero a pesar de
todo, yo sigo igual, frío, sin nervios ni temblores, simplemente… frío. Es como si todo el sufrimiento que veo a mi
alrededor no me afectara, no me doliera, como si tan sólo
pasara…
Empecé a ser así después de ver a mi madre y a mi abuelo morir cruelmente. Mientras a mi padre le torturaban y a
mi madre la violaban, yo, un niño de doce años, incapaz de
hacer un solo movimiento tras la puerta del pequeño armario del salón donde me había ocultado, contemplaba horrorizado cómo esos demonios encapuchados le quitaban la
vida a mi única familia. Y no hice nada, sólo miré…
Después de eso, ¿de qué iba a tener miedo? Nada haría
que huyese, no dudaría, seguiría adelante sin temor alguno.
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Ahora yo era el hombre sin miedo. Sin embargo, me marcho de aquí, creo que mi falta de miedo debería usarla para
algo mejor que matar gente inocente, esta etapa de mi vida
ha tocado a su fin, como muchas otras se desvanecieron
antes. Es hora de partir.
***
MÉXICO D. F.,
PLAZA DE TOROS DE LA MONUMENTAL
12 DE SEPTIEMBRE DE 2007
—¡Leo! ¡Leo! ¿Dónde coño se ha metido ese muchacho?
—¿Has visto a Leo?
—No señ…
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Palabras de Pedro Portales
José Antonio Lago
A Joaquín Álvaro, «Coque»
Salió de la casa, que no era más que un informe amasijo de
lata y cartón, una miserable chabola perdida entre una
multitud de viviendas similares que se extendían por la
colina hasta donde alcanzaba la vista, conformando una
gigantesca villa miseria. En la abertura que hacía las veces
de puerta se recortó la figura cálida de una mujer joven,
que le contempló calladamente mientras se alejaba. Tras
ella, en la oscuridad, destellaba el sorprendente fogonazo
tricolor de un televisor apenas concebible en tal lugar. Bajó
lentamente por la calle empinada y tortuosa. El sol del
mediodía brillaba sobre las chapas de los tejados de aquel
arrabal al nordeste de Medellín, Colombia.
Pedro Portales extrajo del bolsillo de su chaqueta un
cigarrillo, que le acompañó humeando durante casi diez
minutos en busca de una parada de autobús. Al llegar allí,
aún hubo de esperar un rato hasta que una renqueante
guagua verde y blanca le alojó en su interior, abarrotado a
aquella calurosa hora del día.
Tras sucesivas paradas que le fueron acercando al centro
de la ciudad, logró hacerse sitio en uno de los desvencija-
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dos asientos de la parte trasera. Repasó mentalmente sus
instrucciones. A la una de la tarde tenía que reunirse con
su contacto habitual en la trastienda de un pequeño café
del centro, allí le darían un arma y una fotografía. También
dinero, con suerte medio millón. Se acarició la barbilla y
después, distraídamente, se puso a contemplar las rodillas
de la chica que acababa de sentarse a su lado. Cuando quiso darse cuenta, había llegado a su destino, una bulliciosa
avenida del centro, y saltó del autobús. No llevaba reloj,
aunque había tenido más de uno; pero la esfera del de la
iglesia por delante de la cual pasaba en aquel momento le
informó de que llevaba unos minutos de retraso y le hizo
apresurar el paso.
Cuando franqueó la puerta del reservado, tras saludar al
dueño del local, que espantaba moscas ante un par de
parroquianos ociosos, vio que el individuo ya le estaba
esperando, recostado en una desvencijada mesa de billar.
Por todo saludo, Pedro Portales mostró una hilera de dientes blancos entre los que deslizó unas palabras ininteligibles. El hombre caminó unos pasos hasta donde Pedro
estaba y le palmeó un hombro amistosamente. Vestía traje
claro no muy limpio y camisa negra sin corbata, y calzaba
gafas oscuras bajo un blanco sombrero de ala ancha. Un
bigotito fino y negro le daba un aspecto definitivamente
rufianesco.
La conversación fue breve, debía buscar al fulano a la
salida de su trabajo, a las seis de la tarde, en El Poblado.
Recibió una fotografía con una dirección escrita al dorso y
un abultado sobre que contenía un anticipo de los tres
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millones de pesos que cobraría por el trabajo. El tipo debía
de ser duro de verdad pues la cantidad era mucho mayor
que otras veces. La pistola, cargada con seis balas, ocupó
su lugar bajo el sobaco y, tras eso, se despidieron con tan
pocas palabras como les fue posible.
Ése era el cuarto hombre que tendría que matar en su
vida. El rostro de la foto le resultaba vagamente familiar.
Aunque no lo sabía, lo había visto en alguna ocasión en la
televisión; se trataba de un agente del gobierno destinado a
la lucha contra el narcotráfico. Nunca le decían de quién se
trataba, y además, a él eso nada le importaba. Simplemente,
sabía que tenía que acostarlo de un plomazo y escapar lo
más rápidamente posible. Matar no le molestaba, le dejaba
sencillamente frío. La primera vez lo pasó realmente mal,
pero eso ya estaba olvidado. Ahora se limitaba a esperar
pacientemente al prójimo, darle y desaparecer. Lo único que
le importaba eran las lucas. En realidad, le gustaría dejar de
disparar contra gente a la que ni siquiera conocía, pero quería el dinero. Bajo su punto de vista, a él simplemente le
había tocado matar, al igual que a sus víctimas les había
tocado en desgracia toparse con él. Sólo era eso. Hacía un
par de años que su amigo José, que entonces vivía también
en el suburbio y ahora estaba muerto, le hizo acompañarle
en uno de sus crímenes y luego le presentó a un par de personas. Tampoco pensaba nunca en que podrían matarle o
cogerle; pero era vagamente consciente de que arriesgaba su
libertad, además de su vida. Creía que tumbando a dos o
tres más ganaría lo suficiente para abandonar su choza en el
extrarradio e irse a cualquier otra parte.
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Tenía que hacer tiempo hasta las seis de la tarde, así que
estuvo callejeando un buen rato sin rumbo y, por fin, se
metió en un cine donde proyectaban una película policíaca,
que eran sus favoritas; pero no comió nada, en esas circunstancias le resultaba imposible. A las cinco ya estaba en la
dirección convenida, frente a la puerta de un edificio de oficinas. Empleó una hora en estudiar con cuidado el terreno,
el lugar más idóneo para esperar la salida de su próxima
víctima, el sitio donde haría los disparos, las calles por las
que podría huir, caminando tranquilamente antes de echarse a correr, y todos los detalles que le pareció oportuno.
A las seis y diez llevaba ya un rato apostado al otro lado
de la calle, bajo unos soportales, simulando interés por los
escaparates y vigilando la salida del edificio por el rabillo
del ojo. Un par de minutos después, una figura gris y solitaria que Pedro identificó enseguida, salió del edificio,
cerró la puerta, se quedó un instante inmóvil, mirando
hacia donde Pedro estaba y, acto seguido, se puso a caminar hacia la derecha, justo en dirección contraria. «Menos
mal», pensó Pedro Portales, pues era ésa la ruta que más
convenía a sus propósitos. El tipo era corpulento y caminaba deprisa, por lo que Pedro tuvo que cruzar la calle casi a
la carrera, para no quedarse rezagado, y pronto estuvo
caminando unos pasos por detrás de él.
Un centenar de metros más adelante, la calle desembocaba en un arruinado jardinillo poco frecuentado, que es
donde Pedro pensaba abordarle. Cuando estuvieran allí se
acercaría, lo llamaría desde atrás con cualquier excusa para
tomarle la foto, y cuando el sujeto se volviera a mirar, él ya
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lo estaría esperando con el arma en la mano para descerrajarle todo el cargador seguidito. «Mala suerte que diste conmigo, hermano», le diría Pedro Portales por toda oración
fúnebre y emprendería la huida sin perder un instante.
El hombre estaba llegando ya al lugar elegido por Pedro
para acabarlo y aún no había vuelto la cabeza ni una sola vez.
Pedro alargó la zancada hasta que su sombra se puso casi a la
par de la de su víctima. Se santiguó, posando al hacerlo dos
dedos en la medalla de oro de la Virgen del Carmen que anidaba en su pecho, y por detrás le susurró de cerca:
—¡Eh, hermano!
Cuando el agente especial contra el narcotráfico Walter
López se volvió, llevando ya un arma en la mano, vio,
recortada bajo el sol, una figura difusa que empuñaba una
pistola. Escuchó el clic de un arma al encasquillarse y después el estruendo de dos disparos de su propio revólver,
que atravesaron el pecho de su perseguidor. En su aturdimiento, Walter López apenas percibió un bulto oscuro que
se desplomaba ante sí como un fardo cuando Pedro Portales cayó al suelo herido de muerte.
—¡Dios Santo! —exclamó el hombre cuando al fin pudo
ver con claridad a su enemigo.
Tumbado ante él había un muchacho flaco y desgarbado, vestido con ropas de adulto que le quedaban demasiado grandes. No era más que un niño de doce o trece años,
de cuyo pecho manaba sangre por dos grandes torrentes y
de cuyos ojos brotaban algunas lágrimas. No había nadie
cerca, aunque a lo lejos se veía ya acercarse a los primeros
curiosos, atraídos por las detonaciones. El chico, así caído
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como estaba, parecía un pelele, un muñeco roto que
alguien había tirado a la basura. Pedro Portales hizo un
esfuerzo por hablar, y Walter López pudo así escuchar de
nuevo su débil voz de niño.
—Escuche, hermano, yo no soy maloso, sólo quise vivir
a lo bien y casi lo consigo; pero ya ve: se me acabó la suerte
y acá me muero.
Hablaba de modo entrecortado y respiraba con dificultad, mas aun así prosiguió.
—De todos modos, es mejor terminar así que ir a parar a
Bellavista. Yo no le conozco a usted, ni sé por qué quieren
tumbarle, lo que pasa es que he tenido que andar al rebusque para mi mamá y para mí, pero eso ya no importa ahora.
Entonces se interrumpió, tal vez para juntar las escasas
fuerzas que aún le quedaban y gastarlas todas de una vez.
López se agachó para levantar suavemente la cabeza del
muchacho agonizante y colocar bajo ésta su chaqueta, a
modo de almohada, pero no supo decir nada.
El chico sacó de un bolsillo un gran paquete de billetes
manchados con su propia sangre y una vieja fotografía de
una mujer joven, embutida en un rayado marquito de plástico en forma de llavero, y se los tendió a López. Después,
con voz apenas audible, se dirigió de nuevo al hombre que
le acababa de robar la vida, quien le miraba desconcertado
y mudo.
—Tome, coja ese dinero y llévelo al barrio arrabal del
este. Déselo a mi cucha. Estoy seguro de que usted sabrá
encontrarla. Dígale que se lo dio el finado Pedro Portales.
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Los asesinos
Ernest Hemingway
La
burda1 del bareto de Henry se abrió y entraron dos
jambos2 que se sentaron frente al mostrador.
—¿Qué van a tomar? —les preguntó George.
—No sé —dijo uno de ellos—. ¿Tú qué quieres papear, Al?
—Yo qué sé —respondió Al—, ni idea.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la perlacha.3 Los dos jambos consultaban el menú.
Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, que
estaba conversando con George cuando ellos entraron, les
observaba.
—Yo voy a pedir costillas de cerdo y puré de patatas —
dijo el primero.
—Todavía no está listo.
—¿Entonces, por qué carajo lo pones en la carta?
—Esa es la cena —le explicó George—. Se puede pedir
a partir de las seis.
George miró el peluco4 de pared que había detrás del
mostrador.
—Son las cinco.
—El peluco marca las cinco y veinte —dijo el segundo
jambo.
1
puerta. 2 tipos. 3 ventana. 4 reloj.
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Extramuros
—Va veinte minutos adelantado.
—Bah, a la mierda con el peluco —exclamó el primero—.
¿Qué tienes de papear?
—Puedo ofrecerles toda clase de sándwiches —dijo
George—, de jamón y queso, huevo, bacon…, o un bistec.
—A mí dame pollo en salsa y puré de patatas.
—Esa es la cena.
—¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
—Puedo ofrecerles huevos con jamón, tocino, hígado…
—Huevos con jamón —dijo el que se llamaba Al. Vestía
sombrero y una chupa negra abotonada. Su gepeto5 era
pequeño y blanco, y sus muis6 finos. Llevaba una bufanda
de seda y guantes.
—Dame huevos con bacon —dijo el otro. Era más o
menos de la misma talla que Al. Aunque no se parecían en
nada, vestían como si fueran gemelos.
Ambos llevaban chupas demasiado ajustadas para ellos.
Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos
sobre el mostrador.
—¿Hay algo de privar? —preguntó Al.
—Gaseosa, cerveza sin alcohol y otros refrescos —enumeró George.
—¿Galimba7 sin alcohol? He preguntado si tienes algo
de privar.
—Sólo lo que he dicho.
—Éste es un pueblo muy caluroso, ¿no? —dijo el otro—
¿Cómo es su peta?8
5
rostro. 6 labios. 7 cerveza. 8 ¿Cómo se llama?
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—Summit.
—¿Lo has oído nombrar alguna vez? —le preguntó Al a
su colega.
—No —contestó éste.
—¿Qué hacen aquí por las noches? —preguntó Al.
—Cenar —dijo su colega—. Vienen aquí y cenan de lo
lindo.
—Así es —dijo George.
—¿Así que crees que es así? —le preguntó Al a George.
—Sí.
—Te crees muy listo, ¿no?
—Sí —respondió George.
—Pues no lo eres —dijo el otro jambo—. ¿No es cierto,
Al?
—Se ha quedado mudo —dijo Al. Se volvió hacia Nick y
le preguntó:
—¿Cómo es tu peta?
—Adams.
—Otro tío listo —dijo Al—. ¿No es listo, Max?
—Este pueblo está lleno de tíos listos —respondió Max.
George puso dos bandejas sobre el mostrador, una de
huevos con jamón y la otra de huevos con bacon. También
trajo dos platos de patatas fritas y cerró la burda de la
cocina.
—¿Qué pidió usted? —le preguntó a Al.
—¿No te acuerdas?
—Huevos con jamón.
—Chico listo —dijo Max. Se le acercó y cogió los huevos
con jamón.
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Ambos papeaban con los guantes puestos. George los
observaba.
—¿Qué pipeas?9 —dijo Max mirando a George.
—Nada.
—¡Cómo que nada! Me estabas mirando a mí.
—Lo hacía en broma, Max —intervino Al.
George se rió.
—Tú no te rías —le cortó Max—. No tiene la menor
gracia, ¿entiendes?
—Está bien —dijo George.
—Así que piensas que está bien —Max miró a Al—.
¡Piensa que está dabuten! Esta sí que es buena.
—No, si va a resultar que piensa y todo— dijo Al.
Siguieron papeando.
—¿Cómo se llama el tío listo ése que está al final de la
barra?— le preguntó Al a Max.
—Eh, tío listo —llamó Max a Nick—, vete con tu colega
al otro lado de la baretora.10
—¿Por? —preguntó Nick.
—Porque te lo digo yo.
—Mejor vete al otro lado, tío listo —dijo Al. Nick pasó al
otro lado del mostrador.
—¿Qué pretenden? —preguntó George.
—A ti qué te importa —respondió Al—. ¿Quién está en
la cocina?
—El negro.
—¿El negro? ¿Quién es el negro?
9
¿Qué miras? 10 barra
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—El cocinero.
—Dile que venga.
—¿Qué se proponen?
—Tú, dile que venga.
—¿Dónde se creen que están?
—Sabemos muy bien dónde estamos —dijo el que se
llamaba Max—. ¿Parecemos tolays11 acaso?
—Por lo que dices, parecería que sí —le dijo Al—. ¿Qué
tienes tú que discutir con ese tipo? —luego se dirigió a
George:
—Escucha, dile a ese moreno que venga para acá.
—¿Qué le van a hacer?
—Nada. Discurre un poco, tío listo. ¿Qué le vamos a
hacer a un cocinero?
George abrió la burda de la cocina y gritó:
—Sam, ven un momento.
El cocinero salió.
—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos jambos lo miraron
desde la baretora.
—Muy bien, moreno —dijo Al—. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los dos
jambos que estaban sentados en la barra.
—Sí, señor —dijo. Al bajó de su taburete.
—Voy a la cocina con el moreno y el chico listo —dijo—.
Vuelve a la cocina, moreno. Tú también, tío listo.
El jambocito entró a la cocina después de Nick y Sam, el
cocinero.
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tontos
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La burda se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max
se sentó en el mostrador frente a George. No miraba a
George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes
de ser un bareto, el lugar había sido una especie de garito.
—Bueno, tío listo —dijo Max con la vista clavada en el
espejo—. ¿Por qué no dices nada?
—¿De qué va todo esto?
—Eh, Al —gritó Max—. Aquí el chico listo quiere saber
de qué va esto.
—¿Por qué no se lo cuentas? —se oyó la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué crees que va?
—No sé.
—¿Qué piensas?
Mientras rajaba,12 Max miraba todo el tiempo al espejo.
—No lo sé.
—Hey, Al, el chico listo dice que no sabe lo que piensa.
—Está bien, ya te he oído —dijo Al desde la cocina. Con
una botella de ketchup mantenía abierta la perlachilla por
la que se pasaban los platos.
—Escúchame, tío listo —le dijo a George desde la cocina—, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la
izquierda —parecía un fotógrafo dando indicaciones para
una foto de boda.
—Dime, tío listo —dijo Max—. ¿Qué crees que va a
pasar?
George no respondió.
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mientras hablaba
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—Yo te lo voy a contar —prosiguió Max—. Vamos a
mullar13 a un sueco. ¿Conoces a un sueco muy tocho14 que
se llama Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a papear aquí todas las noches, ¿no?
—A veces.
—A las seis en punto, ¿no?
—Eso cuando viene.
—Ya lo sabemos, tío listo —dijo Max—. Hablemos de
otra cosa. ¿Vas al cine alguna vez?
—De vez en cuando.
—Tendrías que ir más. Para alguien tan listo como tú, es
bueno ir al cine.
—¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les ha
hecho?
—Nunca ha tenido la oportunidad de hacernos nada.
Jamás nos ha visto.
—Y nos va a ver una sola vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Entonces por qué lo van a matar? —preguntó George.
—Lo hacemos por un colega. Es un favor, tío listo.
—Cállate —dijo Al desde la cocina—. Rajas demasiado.
—Bueno, tengo que entretener al chico listo, ¿no, tío listo?
—Rajas demasiado —dijo Al—. El moreno y mi chico
listo se divierten solos. Los tengo atados como a una pareja
de monjas en un convento.
—¡No jodas que has estado en un convento!
—Quién sabe.
13
matar. 14 grande
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—En un convento judío es donde tú habrás estado.
George miró el peluco.
—Si viene alguien, dile que el cocinero no está, y si a
pesar de todo insiste en quedarse, le dices que cocinas tú.
¿Entiendes, tío listo?
—Sí —dijo George—. ¿Qué nos harán después?
—Depende —respondió Max—. Esas cosas no se saben
hasta que llega el momento.
George miró el peluco. Eran las seis y cuarto. La burda
de la calle se abrió y entró un conductor de autobús.
—Hola, George —saludó—. ¿Qué hay para cenar?
—Sam salió —dijo George—. Volverá en alrededor de
una hora y media.
—Mejor me voy a otra parte —dijo el chofer. George
miró el peluco.
Eran las seis y veinte.
—Estuviste bien, tío listo —le dijo Max—. Eres un figura.
—Sabía que si no le volaría la almendra15 —dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—, no es eso. Lo que pasa es que es
simpático. Me cae bien el chico listo.
A las siete menos cinco George dijo:
—Ya no va a venir.
Otras dos personas entraron al bareto. En la primera
ocasión, George fue a la cocina y preparó un sándwich de
jamón y huevo «para llevar», como había pedido el cliente.
En la cocina vio a Al, con su sombrero hacia atrás, sentado
15
cabeza
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en un taburete junto a la burda, con el cañón de una escopeta recortada apoyado en un poyete.
Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con
espalda con sendos trapos en la mui. George preparó el
pedido, lo envolvió en papel de estraza, lo puso en una
bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
—El chico listo sabe hacer de todo —dijo Max—. Hasta
cocina. Harías feliz a una linda chica, tío listo.
—¿Sí? —dijo George— Su colega, Ole Andreson, no va
a venir.
—Le vamos a dar otros diez minutos —repuso Max.
Max miró el espejo y el peluco. Las agujas marcaron las
siete en punto, y luego las siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—, vámonos de aquí. No va a venir.
—Mejor esperamos otros cinco minutos —dijo Al desde
la cocina.
En ese lapso entró un jambo, y George le explicó que el
cocinero estaba enfermo.
—¿Por qué coño no te buscas otro cocinero? —le increpó
el jambo— ¿Acaso esto no es un restaurante? —luego se piró.
—Vamos, Al —insistió Max.
—¿Qué hacemos con los chicos listos y el moreno?
—No va a haber problemas con ellos.
—¿Estás seguro?
—Sí, ya no pintamos nada aquí.
—No me gusta nada la cosa —dijo Al—. Eres un bocas,
largas16 demasiado.
16
hablas.
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—Eh, qué te pasa —replicó Max—. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
—De todos modos, rajas demasiado —insistió Al, y salió
de la cocina. La recortada le formaba un pequeño bulto en
la cintura, debajo de la chupa ajustada, que trató de disimular con las lomas17 enguantadas.
—Adiós, tío listo —le dijo a George—. La verdad es que
has tenido suerte.
—Es cierto —agregó Max—, deberías apostar en las
carreras, tío listo.
Los dos jambos se retiraron. A través de la perlacha,
George los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la
calle. Con sus chupas ajustadas y sus sombreros parecían
dos macarras. George volvió a la cocina y desató a Nick y al
cocinero.
—No quiero que esto vuelva a pasarme —dijo Sam—.
No quiero que me vuelva a pasar.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido un trapo
en la mui.
—¡Qué coño!— dijo, fingiendo estar tranquilo.
—Querían matar a Ole Andreson —les contó George—
. Lo iban a matar de un tiro en cuanto entrara a cenar.
—¿A Ole Andreson?
—Sí, a él.
El cocinero se palpó las comisuras de los muis con los
dátiles.18
—¿Ya se fueron? —preguntó.
17
manos. 18 dedos.
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—Sí —respondió George—, ya se fueron.
—No me gusta esto —dijo el cocinero—. No me gusta
nada.
—Escucha —George se dirigió a Nick—. Tendrías que ir
a avisar a Ole Andreson.
—Está bien.
—Es mejor que no te metas en esto —le sugirió Sam, el
cocinero—. No te conviene meterte.
—Si no quieres, no vayas —dijo George.
—No vas a ganar nada pringándote en esto —prosiguió
el cocinero—. Mantente al margen.
—Iré a avisarle —dijo Nick—. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
—Los jóvenes nunca hacen caso —dijo.
—Vive en la pensión Hirsch —informó George a Nick.
—Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas
de un árbol desnudo. Nick caminó por el borde de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una
calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres portales.
Nick subió las escaleras y tocó el timbre. Una jamba apareció en la entrada.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Quiere verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la jamba hasta un descansillo de la
escalera y luego hasta el final del pasillo. Ella llamó a la
burda.
—¿Quién es?
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—Alguien que viene a verlo, señor Andreson —respondió la jamba.
—Soy Nick Adams.
—Pasa.
Nick abrió la burda y entro en el cuarto. Ole Andreson
estaba tumbado en la piltra19 con la ropa puesta. Había sido
boxeador de los pesos pesados y la piltra le quedaba pequeña. Estaba acostado con la almendra sobre dos almohadas.
No miró a Nick.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Estaba en el bar de Henry —empezó Nick—, cuando
dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero y dijeron
que iban a matarle.
Sonó tolay al decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
—Nos encerraron en la cocina —continuó Nick—. Iban
a dispararle en cuanto entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
—George pensó que lo mejor era que yo viniera y se lo
contase.
—No hay nada que yo pueda hacer para evitarlo —dijo
Ole Andreson finalmente.
—Le voy a decir cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo Ole Andreson y
volvió a mirar a la pared.
—Gracias por venir a avisarme.
—De nada.
Nick miró al grandullón que yacía en el sobre.20
19
cama. 20 cama.
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—¿No quiere que vaya a la policía?
—No —dijo Ole Andreson—. No sería buena idea avisar a la madera.
—¿No hay nada que yo pueda hacer?
—No. No hay nada que hacer.
—Tal vez no lo dijeron en serio.
—Lo decían completamente en serio.
Ole Andreson volvió la jeta hacia la pared.
—Lo que pasa —dijo hablándole a la pared— es que no
me apetece salir. Llevo aquí todo el día.
—¿No podría irse de la ciudad?
—No —dijo Ole Andreson—. Estoy harto de huir.
Seguía mirando a la pared.
—Ya no hay nada que hacer.
—¿No hay ningún modo de arreglarlo?
—No. Simplemente, me equivoqué —seguía hablando
con voz monótona—. No hay nada que hacer. Dentro de
un rato me animaré a salir.
—Mejor me vuelvo a donde George —dijo Nick.
—Ciao —dijo Ole Andreson sin mirar a Nick—. Gracias
por avisarme.
Nick se dio el piro. Mientras cerraba la burda miró a Ole
Andreson, completamente vestido, tirado en el sobre, con
la jeta vuelta hacia la pared.
—Lleva todo el día en su cuarto —le dijo la encargada
cuando bajó las escaleras—. No debe de encontrarse bien.Yo
le dije: «Señor Andreson, debería salir usted a dar un paseo,
hace un día de otoño precioso», pero él no tenía ganas.
—No quiere salir.
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—Qué pena que se encuentre mal —dijo la jamba—. Es
un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabe?
—Sí, ya lo sabía.
—Nadie lo diría si no fuera por su cara —dijo la jamba.
Estaban junto a la puerta principal—, es tan amable.
—Bueno, buenas noches, señora Hirsch —se despidió
Nick.
—No soy la señora Hirsch —dijo la jamba—. Esa es la
dueña. Yo soy la encargada, la señora Bell.
—Buenas noches, señora Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la jamba.
Nick caminó hasta la farola de la esquina y luego hasta
el bareto. George estaba detrás del mostrador.
—¿Viste a Ole?
—Sí —respondió Nick—. Está en su cuarto y no va a
salir.
Al oír la voz de Nick, el cocinero abrió la puerta de la
cocina.
—No quiero escuchar nada más —dijo, y volvió a cerrar
la burda.
—¿Le contaste lo que pasó? —preguntó George.
—Sí, se lo conté, pero él ya sabe de qué va esto.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Lo van a matar.
—Supongo que sí.
—Debe de haberse metido en algún lío en Chicago.
—Supongo —dijo Nick.
—Es terrible.
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—Horrible —dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar una
bayeta y limpió el mostrador.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Nick.
—Habrá traicionado a alguien. Por eso le van a matar.
—Me voy a pirar de este pueblo —dijo Nick.
—Sí —dijo George—. Es lo mejor que puedes hacer.
—No soporto pensar que él está esperando en su cuarto
y sabe lo que le va a pasar. Es realmente horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor, deja de pensar en eso.
Los asesinos, de Ernest Hemingway, ha
sido adaptado del original por J. A. Lago
y vertido al lenguaje carcelario por C. Rodríguez C.
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Vocabulario y argot de la cárcel
C. Rodríguez C.
39 años
A
a garro. Beber sin chupar de la botella
abuchandrar. Esconder
abucharar. Esconder, intimidar a alguien
acai. Ojo
achantar. Callar. (Achanta la muy. Calla la boca)
acoba, acoi. Aquí
afanar. Robar
agua. Voz que sirve para avisar
al loro. Atento
almeja. Vagina
almendra. Cabeza
alpiste. Alcohol
amachambrar. Esconder
anajabao. Corto de dinero. (Estoy anajabao. Estoy sin dinero)
anchoas. Gafas
antenas. Orejas
a pachas. A medias
araña. Tacaño
asina. Así
asinar. Tener. (No veas si asinas dinero)
astilla. Cosa que se da o comparte
astillar. Compartir
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Bola
B
baldear. Limpiar
bambas. Zapatillas
baranda. Director de la cárcel
bardelas. Zapatillas
bardeles. Zapatos
bardeo. Navaja
baré. Testículo. (No me toques los barés que no está el horno pa
bollos)
basari. Funcionario de prisiones
basca. Gente
bedo. Gramo
belfo. Morro. (Tiene un belfo que se lo pisa)
bellota. Bala
bemoles. Testículos
berenjenal. Lío, problema
bola. Alegría, buena noticia. Libertad. (¡Menuda bola!, ¡Menuda sorpresa!)
boquera. Funcionario de prisiones
buchaca. La bolsa, la saca. (¡Coge el dinero y la buchaca!)
buga, bugati. Coche
buitre. Egoísta
bujarrón. Homosexual
bujío. Escondite
bulla. Ruido
burbuja. Hachís, chocolate de buena calidad
burlanga. Buen jugador
burle. Juego
burnot. Tío
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burra. Moto
burro. Heroína
butrón. Agujero
buyamen, buyarengue, buyate. Culo
C
cacharra. Escopeta recortada
cachava. Bastón, normalmente hecho a mano por los patriarcas gitanos
cacho. Pene
caja tonta. Televisión
calé, calorro, calorraco, calixto. Gitano
cambril. Embarazada
camelar. Gustar, querer
campanearse. Dar vueltas por el patio de la cárcel
campaña. Condena cumplida
canear, canearse. Pegar, pegarse
careto. Cara
carro. Coche
cartumba. Tarjeta de peculio
chagüe. Hachís, chocolate de buena calidad
chanar, chanelar. Saber
chapa. Funcionario de prisiones
chapar, chapiselar. Cerrar. (¡Chapa esa burda que entra
mucho bris!, Cierra esa puerta que entra mucho frío!)
chata. Escopeta de cañones recortados
chavorrillo. Niño
chavorró. Mozo, joven
cheira. Navaja
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Bola
chibar. Hacer el acto sexual
chicha. Calidad. Hachís, chocolate de buena calidad
chiflo. Porro
chinar, chinarse. Cortarse las venas
chinorri. Pequeño
chiriviqui, chirla. Vagina
chito. Montón
chivata. Alarma
chivo. Hombre con perilla muy pronunciada
chopano. Celda de aislamiento
chorar. Robar
chota. Chivato
chuflo. Porro
chupa. Cazadora
churumbel. Niño, niña
chusquel. Chivato
chusquelearse. Chivarse
chusquelón. Chivato
chuta. Jeringuilla
chutarse. Ponerse una inyección de heroína, ponerse un
pico
cimbel. Pene
coba. Garita. Banco. (Éste está preso por hacerse un coba)
colorao. Oro
comiselar. Comer
córner. Persona que no respeta una fila
cunda. Conducción de un preso. (A Pablo se lo han llevado de
cunda de Madrid VI a Navalcarnero)
currelo. Trabajo
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D
dariselar. Dar
darse el timazo. Darse cuenta de algo
dátil. Dedo
de estraperlo. A escondidas
denel. De eso nada
desemar. Disimular
diñarla. Morir
diñelar. Dar
diquelar. Ver
doble. Director de la cárcel
doble cero. Hachís, chocolate de muy buena calidad
E
embusterumi. Mentiroso
empaparse. Enterarse
empetao. Lleno
encalomar. Ver, colocar
F
falsuni. Falso, no de fiar. (Al tanto con el jambo ese, que es un
poco falsuni)
farlopa. Cocaína
faya. Carta, nota, mensaje que se da en un papel
fetén. Bueno
filo, filó. Cara
flauta. Jeringuilla
frentín. Frente
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Bola
ful. Porquería, mierda
fusca, fusco. Pistola
G
gabarra. Rebeca, anorak
gabela. Rutina
gachí. Chica. Pueblo
garabelar. Esconder
garibolo. Garbanzo
gayumbos. Calzoncillos
giñelar. Hacer de vientre
gobi. Comisaría
grilo. Bolsillo
gualtrapa. Persona mal vestida, novato, bobo
guaznai. Estúpido, idiota
guil. Dinero
guindilla. Policía Municipal
H
hacer la cama. Alisar el terreno a alguien para que se confíe,
y luego darle el estacazo
hacer perla. Tener miedo
húmeda. Lengua
I
ir a lo blondy. Ir a lo tuyo, no meterte en problemas, respetar para ser respetado, ser legal, saber estar. (¡Mira, a mí
déjame; yo voy a mi blondy y no quiero movidas)
irse por el córner. Irse por los cerros de Úbeda
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Policias y ladrones… y otras letras cautivas
J
jaco. Heroína. (El jaco que venden en el poblao no vale; está
cortao)
jalar. Comer
jamba, jambo. Tía, persona
jandrón. Cuchillo
jarama. Pelea. (El otro día se armó una jarama que hubo hasta
un mullao)
jay. Moro
jayeres. Dinero, billetes
jefe de tigres. Jefe de servicio de la cárcel
jena. Hachís, chocolate que no vale para fumarlo y lo compran los pipas, los guaznais, los tolays. También se utiliza
para decir que algo no es muy bueno.
jicho. Funcionario de prisiones
jiere. Huele
jilorio. Gilipollas
jipiar. Ver
joe. Porro
julandrón, julapa, julia. Homosexual, afeminado
jumear. Oler
junar. Ver
jurdeles. Billetes
jurdó. Dinero
K
kel, kely. Casa
kie. Chulo
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Bola
kie de pastel. Chulo que no sabe serlo. (Tranquilo, que ese va
de kie, pero es todo pastel)
L
loca. El antiguo Seat 124
lacorrillo. Niño
lacrí. Chica joven
langui. Cojo
lardo. Escupitajo, lapo
lechera. Coche de policía
libra. Cien pesetas, sesenta céntimos de euro
lirio. Tonto, bobo. Porro
llaga. Vagina
loco. Mechero
lola. Teta
loma. Mano
lorenzo. Sol
lumi. Prostituta
lupas. Gafas
M
machaca. Persona que hace lo que otro le dice, persona servicial pero mal vista
maco. Cárcel
madero. Policía Nacional
mai. Porro
mangui, mangurrino. Malo, de mala calidad, barato. Mala
persona
maría. Caja fuerte. Marihuana
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Policias y ladrones… y otras letras cautivas
maromo. Hombre, comúnmente sano, fuerte, alto, corpulento
masca. Jefe
masela. Corbata
may. Porro
meño. Teta
metapeid. Metadona
meterse por el córner. Tratar de colarse sin respetar la fila
mingo. Porro
misto. Que está bien
mogra. Gramo
moña. Miedoso
moraco. Moro
moreno. Negro. (Ya hay ocho morenos en el módulo, con el que
han traído hoy)
mui. Boca, labio
mula. Persona que viene del extranjero con droga en su organismo
mulla, mullá. Muerte, muerta
mullao. Muerto
mullar. Matar
N
najelar. Correr
nasti. Nada. (Nasti de plast. Nada de nada)
niquelao. Limpio
niquelar. Limpiar
níspero. Testículo
nota. Chico, chica
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Bola
novato, novata. Nuevo, nueva. (La cazadora está novata total,
yo me la compraría sin dudarlo)
O
olla. Cabeza
P
paba. Colilla
pajató. Reloj
pinguela. Sarasa
pañí. Agua
papear. Comer
papela. Documentación
papeluni. Papel
papeo. Comida
paraca. Paracaidista
paripé. Simulacro
parliselar. Hablar
partirse la caja. Reírse con ganas
pasti. Pastilla
patear. Caminar
pava. Autobús
peda, pedo. Borrachera
pediselar. Pedir
pelleja. Cartera
peluco. Reloj
pencas. Piernas
perico. Cocaína
perita. Buena, bonita. (Esa mujer está perita)
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perlacha. Ventana
perlear, perlearse. Tener miedo
peta. Nombre. Porro
petao. Lleno
petar. Explotar. (En la feria se pusieron a petar petardos)
petardo. Porro
picantes. Calcetines
picoleto. Guardia Civil
pifa. Nariz
piltra. Cama
pinrel. Pie
pinza. cabeza
piña, piñata. Dentadura
pipa. Pistola
pipear, pipelar. Ver
pipilla. Tonto
pipitilla. Clítoris
piquito. Beso en los labios
pira. Carrera, huida de la policía
piraña. GEO, policía de los cuerpos especiales
pirarse. Irse deprisa
piri. Comida carcelaria
pistolo. Soldado raso, de tierra
plajear. Fumar
plajo. Cigarro
plantar un pino. Hacer las necesidades
plas. Hermano
plis-plas. Instante, periquete
poblao. Poblado de gitanos, hecho de chabolas
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pollo. Escupitajo
porta. Bolsa deportiva
psicodélico, psicodélica. Psicólogo, psicóloga
puchelar. Hablar
R
rajar. Hablar
rallarse. Ofuscarse, enfadarse
remanguillé. Del revés
ronearse. Hacerse de rogar
rula. Pastilla
rular. Caminar
S
sabo. Semen
salir de pira. Irse deprisa
saquiselar. Sacar
segurata. Guardia de seguridad
sirla. Robo que se hace mediante intimidación
sirlar. Robar haciendo uso de la fuerza
sirlero. Ladrón
siroco. Ventolera, reacción inesperada
sisar. Hurtar al descuido
sobar. Dormir
sobre. Cama
sumé. Hombre o mujer no bien vistos
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T
tábano. Gitano
tajá, tajada. Borrachera
tajena. Culo
talego. Cárcel
talfis. Dinero. (Un talfi, seis euros, mil pesetas)
tana. Calculadora
tangao. Persona que no es lo que aparenta
tangar. Timar
tarascá, tarascada. Puñalada
tato. Aceite
tejano. Marrón (Menudo tejano que te han metido)
tigre. Váter
tocha. Nariz
tocho. Fuerte
tocomocho. Cambio, trueque
tolay. Tonto
tonta. Llave para abrir coches o cerraduras. Listado o lista
donde están apuntados los nombres de personas o cosas.
traca. Pelea
tralla. Cadena de oro o plata
trapichear. Negociar
trapicheo, trapi. Negocio
trompeta. Porro más grande de lo normal, hecho en forma
de trompeta y con más papelunis
tropa. Gente
truco. Puñetazo
truja. Cigarro
truyo. Cárcel
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tubo. Suburbano, metro
V
vieja, viejo. Madre, padre
voceras. Bocazas.
Z
zorocotroco, zorocotroncho. Pene
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Carta a los Reyes…
Voy a pedir un montón de deseos y de cosas, tantas como
el presente concurso de tres folios lo permita, quiero tener
opción al puzzle de tres mil piezas y convertir cada una de
ellas en un hermoso deseo:
Quiero juguetes para todos y cada uno de los niños del
mundo. Quiero también que las chocolatinas y todas las
chuches sean gratis.
Quiero que las armas disparen corazones que estén
locos de amor.
Quiero que las pelis de vampiros se hagan realidad,
quiero vivir eternamente y que la sangre sea de chocolate,
crema o nata, según el color de la gente, y quiero vivir así,
de morreo, cuando tenga apetito de tus besos, y si tú me
lo permites, amor mío, poder beberte saciando mi sed de
verte.
Quiero que los psicólogos y sus derivados sean de este
mundo. Y quiero que los pediatras, cirujanos, oculistas y
dentistas sean gratuitos para todos los niños y para sus
abuelos. Y quiero dejar de fumar.
Quiero que el pelado ése de la tele, que sólo aparece por
Navidad, reparta más suerte, y todos los días del año. Y si
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ustedes ven a Dios, díganle que reparta más amor, que dé
más oportunidades y que se incline por la igualdad.
Quiero que los educadores eduquen, que los maestros
me corrijan mis faltas y no me regañen por ellas, por mis
errores.
Quiero una metralleta de juguete; la más grande, la que
haga más ruido, para jugar a una nueva forma de hacer la
guerra. Yo jugaré con mi hijo, que sea él quien me mate
cuando me dispare sus carcajadas y sus risas, risas de un
niño feliz que juega a no hacer daño a quien ama. No quiero la guerra, quiero el amor que vive dentro de ella.
Quiero pedir también por todos aquellos que no han
aprendido a vivir en paz. Quiero un balón de oxígeno para
todos ellos, que mediten sobre la incertidumbre económica de los pueblos y de la actualidad en que vivimos. Que
reflexionen, y si alguno de ellos ostenta algún poder de
decidir sobre los demás, que sea un poco más justo y
poder augurar así una buena época. Será la antesala de la
felicidad.
Quiero lo último en tecnología móvil. Un nuevo estilo
de vida, y todo digital; teléfonos con cámara, reproductores
MP3 de tamaños increíbles, con decenas de «gigas» de
almacenamiento, con DVD y cámara digital; un sistema
GPS de localización, y éste que sea pequeñito, para mi bolsillo. Me da igual la marca, y que sean dos. Es para hablar
con mi hijo, al que hace tiempo que no veo ni escucho.
Quiero agua para los desiertos y fuego para los que
sufren un crudo invierno. No quiero terremotos, ni nada de
eso que hace que nuestros ojos brillen con sólo verlo.
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Quiero que se proteja a los animales del peligro que
corren a causa de los otros animales que habitamos la Tierra. Y que el diablo se vuelva ecologista, y que defienda el
medio ambiente. Y no más hambre en la Tierra.
Quiero que las religiones dejen de ser un problema,
como el inglés cuando trato de aprenderlo, y que, a ser
posible, todos hablemos la misma lengua. Una lengua que
tenga la alegría de Sevilla, y la pureza de un vasco cuando
habla de su tierra, y la terquedad de un catalán al defender
su lengua. Y que no muera más gente en las costas de
Almería, en las pateras. Que los emigrantes seamos respetados fuera de nuestra tierra, que los españoles también
emigraron cuando sufrieron la guerra y la pobreza. Mi
abuelo fue uno de ellos y lloró mucho por no regresar a su
patria.
Quiero reservar este espacio para todos aquellos que
quieran expresar sus deseos:
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Quiero que mi hijo se críe sano y no conozca jamás esta
miseria, que para eso ya estoy yo, que he vivido siempre en
ella.
Quiero volver a enamorarme de una mujer bella, de ojos
grandes, pelo largo, boca tierna y largas piernas; de pechos
generosos, cuerpo exuberante y voz melosa…, algo que no
se ve en la Tierra. O de la utopía tal vez. Yo quiero eso, sueño con la extravagancia y la fragancia, con toda ella.
Quiero que se despersonalicen los gobiernos. No me
gustan Bush, ni Bin Laden, ni los terroristas de ETA. No me
gusta que muera más gente, ni siquiera en accidentes. Y
quiero viviendas asequibles para todos y bajo interés en las
hipotecas. También quiero un trabajo digno para todos.
Quiero ver la tele en un cuarto más grande, y levantarme por las mañanas lejos de aquí. Que la muerte se espere
a que la gente expíe sus culpas. Que los jueces y tribunales
sean más benévolos, los fiscales más humanos y los abogados más sinceros.
Quiero caminar por la calle sin cámaras que me graben,
ni semáforos, y poder robarle así a la vida un ratito de paz.
Quiero ver a los pájaros y palomas volar, fundiéndome en
un abrazo con el aire que he de respirar. Quiero creer que
Dios existe hasta que yo abandone este lugar.
Por todo ello, mis queridos reyes, y esperando que realmente sean magos de verdad, ¡lo que van a necesitar para
cambiar todo esto y así poder ver cumplidos mis deseos!
Todos. Quiero que cambie mi lindo planeta Tierra.
Tengo muchos más cosas que pedirles, pero con estas
tienen por lo menos para un año de duro trabajo. Ojalá yo
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les pueda ver, y que los niños, que somos todos, volvamos
a creer en ustedes: Los Reyes Magos, los de Oriente. Y que
esa guerra de nada que viven por ahí no les impida hacer
realidad estos sinceros deseos que humildemente les pido.
Les dejo agua y comida para ustedes y sus camellos. Por
favor, que estos últimos, los camellos, queden fuera del
recinto penitenciario, que de aquí pocos salen. Sólo recurriendo y recurriendo.
Y lo último: intentar que apliquen la nueva Ley Orgánica 15/2003. La justicia sigue siendo muy lenta…
Respetuosamente,
Danirín
52 años
(Colombia)
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Se terminó de imprimir este libro,
Policías y ladrones… y otras letras cautivas,
el 24 de junio de 2007
en Publicaciones Digitales, S. A.
C/ San Florencio, 2
41018 Sevilla
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