Epiteatro, hipoteatro y metateatro en el Siglo de Oro

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Epiteatro, hipoteatro y metateatro
en el Siglo de Oro
Alfredo Rodríguez López-Vázquez
Universidad de La Coruña
[email protected]
Gœthe.- (…) Eh oui, cher professeur, ce Faust du Siècle
d’Or était un moine, il s’appelait Don Gil, (Ironique) un
saint homme! (Il se tourne vers Angelia). Quant à vous doux ange
au regard terrifiant…je suis trop vieux pour être dupe.
Louise Doutreligne, L’esclave du Démon.
0. Introducción y estado de la cuestión
Este trabajo propone un modelo crítico alternativo al concepto, que nos parece demasiado
general, de metateatro. Los estudios o propuestas anteriores (Abel, 1963, Hornby, 1986)
establecen tipologías descriptivas, no analíticas, a partir del concepto teórico inicial. Entendemos
que un concepto teórico debe verificarse en la práctica por su capacidad para generar modelos
cuya aplicación práctica para analizar cuestiones teatrales permita resolver problemas concretos,
como es el caso de atribución de obras de autoría dudosa o cuestiones relacionadas con los grados
de influencia de un texto (teatral o no teatral) en un texto teatral. Para abordar esto hemos acotado
el corpus a partir de las formas de teatralizar los personajes del Diablo y los demonios en varios
autores del Siglo de Oro (Vélez de Guevara, Claramonte, Mira de Amescua) y hemos planteado
como objetivo crítico el problema del doble texto teatral, de atribución dudosa, relacionado con el
motivo del ‘Diablo predicador’: Fray Diablo, atribuido a Lope de Vega, y El diablo predicador y
mayor contrario amigo, atribuido a Luis de Belmonte. La definición de los conceptos ‘epiteatro’,
‘hipoteatro’ y ‘metateatro’ y su aplicación a este problema crítico plantea una revisión necesaria
del concepto propuesto por Lionel Abel.
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1. Parámetros de análisis: Fausto, Mefistófeles y sus distintas variantes en el
teatro aurisecular
Hay dos grandes obras del teatro del Siglo de Oro en donde se plantea el motivo faustiano del
pacto: El esclavo del demonio, de Mira de Amescua, y El mágico prodigioso, de Calderón de la
Barca. Hay también una obra menos conocida, el auto sacramental El dote del Rosario, de
Andrés de Claramonte, inédita y sólo consultable en manuscrito, en donde el pacto con el diablo
está en el centro de construcción de la obra. Dado que Mira de Amescua y Claramonte son
candidatos a la atribución de El condenado por desconfiado en donde la función estructural del
personaje del Diablo tiene características muy importantes, el análisis de este auto sacramental
resulta pertinente para nuestro trabajo. En todo caso lo importante, desde el punto de vista del
análisis, es que estas tres obras desarrollan escénicamente el motivo ‘pacto con el diablo’, que es
un componente esencial del mito de Fausto, como ha observado André Dabeziès (1973). Dado
que El esclavo del demonio está ya editada en 1612, es bastante probable que se trate de un caso
de hipoteatro para las otras dos obras, y que, para el caso del Condenado por desconfiado, la
aplicación de los conceptos de ‘hipoteatro’ y ‘metateatro’ resulte más provechosa que el
planteamiento tradicional de crítica de fuentes. En el caso que nos ocupa vale la pena anotar que
ya Alfred Gassier, un experto y minucioso conocedor del teatro del Siglo de Oro, iba más allá de
la crítica de fuentes al apuntar, en un estudio de 1898, que la obra Caer para levantar, de Moreto,
Cáncer y Matos Fragoso, mejoraba sustancialmente el texto de Mira de Amescua. Aunque
Gassier no usa el término dramaturgia parece claro que su propuesta crítica1 asume la idea de
que Caer para levantar desarrolla la misma historia que su fuente, pero incluye una dramaturgia
más compleja. Conviene, pues, revisar las creencias o prejuicios críticos transmitidos por la
crítica de fuentes, especialmente cuando no siempre está bien fundamentada o documentada, y
pese a ello se ha venido utilizando para apoyar atribuciones dudosas. En el caso del Condenado
por desconfiado, la primera escena en que interviene el Diablo comprende los versos 203-246, un
monólogo filosófico en donde el Diablo aparece al principio con túnica y al final “Quítase el
DEMONIO la túnica y queda de ángel”. Es importante insistir en el concepto de ‘monólogo
1
De hecho la intuición crítica de Gassier (1898, p. 405 y 433) de que Moreto es el autor del primer acto y no
del tercero (como parece desprenderse del orden en que aparecen los autores en la edición) está perfectamente
avalada por el análisis léxico, de modo que el planteamiento novedoso del tema le corresponde a Moreto,
mientras que la dramaturgia de la figura del Diablo es cosa de Cáncer y de Matos Fragoso. Que no es asunto
baladí.
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filosófico’, porque lo habitual es el uso meramente narrativo del parlamento, con proyección
irónica respecto al público. Es el caso de la dramaturgia que usa Claramonte para El Tao de San
Antón, en donde el demonio aparece no muy feo o aparece de galán. La transformación escénica
“Diablo > Ángel” tiene que ver con el efecto metateatral, de cara al público, en que vemos cómo
el personaje representa a otro que es exactamente su opuesto y en la dramaturgia de la obra esto
se le muestra al espectador, de modo que el antagonista, Paulo, aparece como el personaje
engañado. Esto no sucede en El esclavo del demonio, en El mágico prodigioso o en Caer para
levantar, en donde el demonio aparece cuando un personaje ofrece su alma y Lucifer se muestra
al instante usando su frase favorita: “Yo la acepto”. Paulo desconoce el engaño en el que se halla
porque su interlocutor se le muestra con la apariencia de un ángel; este disfraz supremo sitúa la
obra en el ámbito que Pavis ha señalado, al hablar del ‘disfraz’ (déguisement) como un elemento
clave de la “marque de la théâtralité, du théâtre dans le théâtre et de la mise en abyme du jeu”
(1996, p. 83). En este sentido el monólogo anterior ha resultado ser un engarce retórico para
desvelar las intenciones por parte del Diablo de situar a Paulo dentro de un conflicto teatral
urdido por el propio Diablo.
2. El marco interpretativo: el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda, el
Hamlet de Thomas Kyd y el de Shakespeare
El concepto de ‘epiteatro’, propuesto ya en Rodríguez López-Vázquez (1998), es deudor del
concepto filosófico de ‘epifenómeno’, con el que se alude a un tipo de fenómeno “derivado de la
actividad de otro fenómeno principal o determinante” (DTF). En este sentido decimos que el
pensamiento es un epifenómeno derivado de la actividad cerebral, que la conciencia es un
epifenómeno del pensamiento, y que el ‘yo’ es un epifenómeno de la actividad de la conciencia.
El epiteatro es, según esto, un concepto derivado del fenómeno principal que es el teatro. A partir
de esta observación, y dado que el teatro como fenómeno presenta varios componentes,
entendemos que el concepto ‘epiteatro’ es aplicable cuando en el fenómeno estudiado se da de
forma inequívoca el hecho básico de la representación teatral: un actor que representa un papel
delante de un público. Conviene precisar esto para no tomar como ‘epiteatro’ una mera mención
de elementos relacionados con el hecho teatral. Así cuando en el Quijote de Cervantes aparece
una compañía de cómicos, la de Angulo ‘El Malo’, lo que tenemos es una mención o anécdota
que forma parte de la estrategia de composición, pero que no implica un fenómeno epiteatral. En
cambio cuando en el Quijote de Avellaneda, el secretario de don Carlos aparece en el papel del
gigante Bramidán de Tajayunque, y después este gigante Bramidán muestra su construcción
ficticia y aparece como Infanta Burlerina, que es otro personaje teatral de don Carlos, lo que
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tenemos es un fenómeno típicamente epiteatral, que se da en un texto narrativo como un principio
esencial de composición, ya que toda la historia de don Quijote, según la ve Avellaneda, está
planteada desde el Capítulo XII para ser resuelta en el XXXIV por medio de la representación.
En modo alguno se puede hablar de ‘metateatro’, ya que el Quijote de Avellaneda no es un texto
teatral, como por ejemplo sí lo es la comedia Don Quijote de la Mancha, de Guillén de Castro o
el entremés de “Los hechos de don Quijote”, de Francisco de Ávila. Otros ejemplos de ‘epiteatro’
visibles en textos narrativos son la resolución del episodio de las bodas de Camacho, en la
segunda parte de Cervantes, en que Basilio representa el papel teatral de moribundo y lo hace
usando un artificio teatral típico; o el disfraz de Sansón Carrasco como Caballero de los Espejos
y de Tomé Cecial como su narigudo escudero, o la representación de títeres que hace Maese
Pedro en la venta; en estos casos hay atuendo teatral e intención de representar; estamos en
fragmentos epiteatrales dentro de un texto narrativo; otros ejemplos más cercanos son el episodio
teatral que inserta Álvaro Cunqueiro en Un hombre que se parecía a Orestes o el episodio de
Kate en el Hamlet de Jules Laforgue. Si este texto de Laforgue, “Hamlet o las consecuencias del
amor filial” fuese una obra de teatro, estaríamos en un ejemplo de metateatro; al ser un relato
breve, la narración de los avatares de Kate y William son fenómenos epiteatrales.
En cuanto al concepto de ‘hipoteatro’ la referencia es la noción de ‘hipotexto’, siendo el
‘hipotexto’ un texto teatral que produce otro texto teatral posterior. Por lo tanto el ‘hipoteatro’
implica que los textos A y B son textos teatrales y que se puede demostrar, documental o
teóricamente, la dependencia de B respecto a A. Esa dependencia puede referirse a aspectos
menores, como motivos semánticos, elementos escenográficos, nombres de personajes, o puede
afectar de forma central a los elementos de la dramaturgia de la obra. Por poner un ejemplo claro:
el Hamlet de Shakespeare procede de un hipotexto, pero desde el punto de vista documental no
sabemos si ese hipotexto es el relato de Belleforest o la obra teatral (perdida) de Thomas Kyd,
previa a la de Shakespeare. Si ambos Hamlet, el de Kyd y el de Shakespeare, proceden del mismo
hipotexto narrativo (Belleforest) tendríamos dos estrategias diferentes de dramaturgia para
desarrollar la misma historia; pero si el drama de Shakespere estuviese basado en el de Kyd, y no
en el relato de Belleforest, el texto de Kyd pasaría a ser ‘hipoteatro’ del Hamlet de Shakespeare, e
implicaría decisiones de dramaturgia sobre la forma de representar escénicamente la misma
historia. Sabemos que Shakespeare la plantea asumiendo lo que hoy conocemos como
‘metateatralidad’, pero no sabemos si ya Thomas Kyd había hecho lo mismo. Parece, pues, que la
diferencia teórica entre ‘epiteatro’, ‘hipoteatro’ y ‘metateatro’ puede resultar de interés para
abordar el estudio del hecho teatral.
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3. Mira de Amescua
La obra más conocida y representada de Mira de Amescua es El esclavo del demonio, en donde
aparece el motivo del pacto con el diablo. La atribución errónea a Rojas Zorrilla de otras dos
importantes obras de Mira de Amescua, La loca del cielo y La sirena de Nápoles (mencionada
esta última ya en la lista de J. J. Almella como de Mira de Amescua), ha impedido un análisis en
profundidad de las formas de teatralización y dramaturgia de las comedias con acción diabólica.
La restitución de estas dos obras al dramaturgo guadijeño nos permite ahondar en una serie de
elementos teatrales que afectan a las diferentes formas de lo metateatral. Probablemente El
esclavo del demonio, escrita hacia 1605, es la primera de las tres y nos da pistas sobre la
evolución estética de su autor y sobre la evolución de los elementos materiales de la
representación. La obra tiene como hipotexto un pasaje de la historia de los dominicos escrita por
Fray Hernando del Castillo. A partir de ese hipotexto narrativo, lo que Mira de Amescua hace es
un desarrollo teatral con una dramaturgia propia, la que corresponde a la primera etapa teatral del
autor. La pregunta que debemos hacernos es si en esta dramaturgia cabe o no la noción de
metateatro y en función de qué definición de metateatro la podemos asumir. En primer lugar, y en
cuanto a la estructura de la obra, la primera aparición del Diablo en escena es en traje de galán y
con un nombre ambiguo: Angelio. Esta aparición no se produce hasta casi la mitad de la obra, ya
avanzado el segundo acto. El demonio viene como galán y se presenta, conforme al estereotipo
del pacto, en el momento en que el personaje de don Gil expresa en voz alta su deseo de vender el
alma para conseguir algo a cambio. Si ese algo tiene que ver con la ciencia y la sabiduría,
estamos ante el tema de Fausto. Pero en realidad el objeto principal de deseo de don Gil es de
carácter sexual, no intelectual: “Por gozar de ti, Leonor, daré el alma”. Aparece entonces al
instante un personaje vestido de galán, que responde “Yo la acepto” (v. 1374). Escénicamente,
desde el punto de vista del espectador, se trata de un hombre, ya que la acotación escénica que
indica que aparece “el Demonio, vestido de galán y se llama Angelio”, tiene como destinatarios a
los miembros de la compañía teatral. Naturalmente, el código cultural compartido le permite al
espectador identificar que se trata del Diablo, pero lo que escénicamente lo resuelve es el texto de
réplica de don Gil y su gestualización: “Después que este hombre he mirado / siento perdidos los
bríos” (v. 1375-1376). Angelio le ofrece a don Gil, como vía para llegar a cumplir su deseo
amoroso, el aprendizaje de las artes nigrománticas y exige que como ritual previo se convierta en
su esclavo. Una vez aceptado este punto, aparecen “dos en hábito de esclavos”, se llevan a Gil
adentro y poco después lo traen con la marca de la esclavitud: una S y un clavo. Pero en el
intervalo en que don Gil está siendo sometido al ritual de la esclavitud, entra en escena Lisarda.
La acotación escénica es muy precisa sobre lo que sucede: “Ve la visión del demonio, que asoma,
y dice: ¡Jesús! ¿De qué ha procedido / tan prodigioso temor?” (v. 1479-1480). Lisarda, como
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antes don Gil, sólo ve a un hombre en hábito de galán, un hombre que le produce el mismo efecto
que a don Gil. Saca su escopeta y se dispone a matarlo, pero Angelio le disuade: “que si no puedo
morir / ¿cómo me podrás matar?” (v. 1488-1489). Acto seguido aparece don Gil con las marcas
de esclavo y habla con Lisarda, a quien ofrece el mismo pacto que él acaba de firmar. El Diablo,
que nunca se ha manifestado como tal, sino más bien como un nigromante, sale de escena y ya no
volverá hasta el tercer acto. Hasta este punto de la historia Mira de Amescua está dramatizando el
texto de Hernando del Castillo (el hipotexto narrativo) sin usar ningún elemento metateatral. Es
en el tercer acto cuando va a aparecer una escena que podemos considerar como un subtipo de lo
metateatral: se trata de la ‘representación dentro de la representación’, la justamente célebre
escena en la que aparece la imagen fantástica de Leonor como presencia escénica sin réplicas
textuales y a la que don Gil se lleva a una cueva para gozar de ella. El desengaño aparece cuando
la supuesta belleza muda se transforma en un esqueleto. Escénicamente la resolución es sencilla y
enormemente eficaz: el personaje de Leonor aparece realmente, porque quien entra en escena es
la actriz que hace ese papel; el espacio interior que representa la cueva permite que, conforme a
la acotación, quien sale de la cueva sea “Don Gil, abrazado con una muerte [un esqueleto]
cubierta con un manto”. Lo que Mira de Amescua ha llevado a cabo ha sido la traducción
escénica del episodio narrativo, cosa que requiere una idea concreta de dramaturgia, en este caso,
el uso de utilería que es el esqueleto y el manto. Si el manto que se usa es el que traía la propia
Leonor en su aparición muda, el efecto de escena es más convincente. Lo que hay que resaltar es
que esta microescena corresponde a una representación dentro de la representación. Un personaje
mudo que no representa el propio personaje, sino estrictamente su imagen (que es la palabra
concreta que usa Angelio en su réplica) y un esqueleto cubierto de un manto que al abrirse
desvela el desengaño de don Gil. No hay dramaturgia de tramoya, pero sí hay un elemento de
metateatralidad si asumimos como tal el hecho de una representación dentro de la representación.
Más adelante, en la resolución final de la obra sí se usarán tramoyas, pero sin que tengan relación
con elementos metateatrales. Hasta aquí lo que hay es una transformación del género narrativo
del hipotexto en género dramático. Pero en la trayectoria teatral posterior a la obra de Mira de
Amescua sí vamos a encontrar un elemento importante: la obra El esclavo del demonio actúa
como hipotexto de Caer para levantar y probablemente también como hipotexto parcial de la
obra de Calderón El mágico prodigioso, como ha advertido Valbuena Prat (1926, 59-60 y 67). En
este caso, en que un hipotexto de origen teatral se usa para elaborar otra obra teatral estamos en
un ejemplo de hipoteatro. La razón de que haya que diferenciar entre el hipotexto genérico y su
correlato específico, el hipoteatro, está en un elemento diferenciador: el hipoteatro contiene
necesariamente una dramaturgia, más o menos compleja, que puede tomarse como término de
comparación para analizar un elemento clave de la evolución teatral: la incorporación de
elementos de dramaturgia que no estaban en el hipoteatro original. Ése es un rasgo que no se da
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en los hipotextos narrativos, que están fuera del espacio de la representación escénica y, en
consecuencia, fuera del sistema de elementos proxémicos que conlleva el hecho teatral. En el
caso de La mesonera del cielo, Mira de Amescua repite el mismo modelo de dramaturgia: el
Demonio tiene su primera entrada en escena en el segundo acto en atuendo “de pasajero” (v.
1285), para una escena con el ermitaño Abrahán, en donde dice un parlamento narrativo de 180
versos en romance, y cuando Abrahán, que ha reconocido a su interlocutor bajo su disfraz
humano, vuelve a la cueva, aparece Lucrecia. Sobre este cañamazo inicial se añade una novedad
que tiene que ver con la relación entre escenografía y actuación: en un aparte, el Demonio, al ver
a Lucrecia, expone su plan: “sin duda aquí le provoco / a que deje los peñascos / y otra vez se
vuelva al golfo / del mar” (v.1590-1593). Una vez expresado su plan por medio de ese aparte, la
forma de desarrollar la escena es la siguiente:
(Baja Lucrecia por un monte abajo rodando, ensangrentado el rostro, y cae
a los pies de Abrahán, como muerta.)
ABRAHÁN
¿Qué es esto, divinos cielos?
DEMONIO
Funesto caso.
ABRAHÁN
Espantoso. (Llega el Demonio a ella.) (v. 1599-1600)
La construcción teatral implica un espacio escénico similar al de Rosaura en La vida es
sueño, pero la dramaturgia que se aplica a esa situación en lo que atañe a la figura del Demonio
es muy interesante. El Demonio queda desconcertado por esa caída y al verla en el sueño
ensangrentada cree que ya no va a poder llevar a cabo su plan. Tiene un diálogo con Abrahán y
luego desaparece. Al irse de escena el Demonio, Abrahán dice en un aparte: “Ya tus intentos
penetro / ya tus maldades conozco / mas con el favor de Dios / he de salir victorioso” (v. 16161620). La dramaturgia con la que se construye la escena, basada en apartes y gestos escénicos
establece un principio de ambigüedad: el ermitaño, que ha captado la identidad de su enemigo,
hace una representación, finge y “hace que se va”. Los dos personajes, Demonio y ermitaño,
introducen una escena teatral dentro de la escena teatral: el uno finge una falsa identidad y el otro
finge no haberse dado cuenta; el uno finge un propósito de acción (que el espectador conoce
gracias al aparte) y el otro finge un movimiento escénico (entrar en la cueva) para engañar al que
finge un propósito. Es evidente que el desarrollo teatral es más complejo que el que hemos visto
en la escena homóloga de El esclavo del demonio, aunque los elementos escenográficos sean los
mismos. La pregunta que hay que hacerse en el plano teórico es si esta escena intercalada,
añadida al modelo anterior para la misma situación, implica algún tipo de metateatralidad, o si
pertenece simplemente a un episodio de la historia. Este es un problema típico de la crítica de
fuentes, que puede convertirse en un solaz para eruditos; si el hipotexto usado por Mira de
Amescua es el Flos Sanctorum de Ribadeneyra, entonces la escena es creación completa de Mira,
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porque no hay una escena homóloga en Ribadeneyra. En su edición, José M. Bella apunta que
“Mira se sirvió además de otras fuentes” (1972, X), que pueden ser Lorenzo Surio, Cesare
Baronio o cualquier otro escritor, pero que obviamente no puede ser Cristóbal Lozano, cuyo
relato es posterior a La Mesonera. Tendríamos aquí un ejemplo de evolución de la dramaturgia
del propio autor para desarrollar una escena similar. Volviendo a la pregunta teórica sobre el
posible carácter metateatral, la respuesta es afirmativa o negativa en función de que la definición
del término ‘metateatro’ incluya el uso del ‘juego de representación’, como es el caso de la
tipología propuesta por Hornby (1986). Una propuesta teórica más restrictiva consiste en añadir a
esa característica otra complementaria que relacione al menos un aspecto de ese juego teatral (el
tema es el engaño entre los dos personajes) con un aspecto o motivo teatral de la obra en la que se
enmarca la escena. En este sentido el uso del concepto ‘metateatralidad’ es más restrictivo, ya
que tiene que cumplir dos condiciones, y no una, y que esa segunda condición se refiera a un
elemento de construcción de la propia obra. La respuesta en este caso es afirmativa: la escena es
metateatral porque el Demonio, en lo que atañe a su intervención en la trama, actúa en función
del Engaño, y en esta escena el ‘engaño’ es el motivo central de composición. Una vez que el
Demonio ha aparecido para enredar en la historia de Lucrecia, vuelve dentro de la segunda
jornada para provocar la seducción de María por Alejandro. También en este caso la dramaturgia
del episodio le corresponde por completo a Mira, ya que en Ribadeneyra la mención es escueta:
“el Demonio la armó un lazo para hacerla caer.” (Bella, 1972, X, nota 8). Dentro de esa
dramaturgia hay un principio escénico que pauta la intervención del Demonio: oímos su voz
dentro, con lo que sabemos que está actuando como inductor de la conducta de Alejandro, pero
no lo vemos, ya que está fuera de escena. En pleno proceso de seducción vuelve a oírse su voz:
“DEMONIO (Dentro.) Ya María titubea; / prosigue en lo comenzado” (v. 1986-1987) y más
adelante vuelve a oírsele, también dentro, en el momento de las dudas morales de María: “Ea,
espíritus lascivos, / ayudadme en esta empresa” (v.1995-1996). Una vez que ambos, Alejandro y
María, ya han decidido cumplir su propósito, el Demonio se muestra en escena, haciendo ver al
espectador, en un breve parlamento de siete versos, que su plan se ha cumplido. En el tiempo
escénico en que se está produciendo la seducción, el espectador ve a Abrahán y al gracioso
Pantoja y una vez que ambos terminan su diálogo vuelve a reaparecer el Demonio, esta vez con
un monólogo de 16 endecasílabos sueltos, cerrados en pareado, para hacernos ver su victoria, el
cumplimiento definitivo de su plan. En efecto, en la escena inmediata asistimos al monólogo de
María (80 versos) enfrentada a su situación de mujer burlada y seducida por un Alejandro que,
como el pérfido Vireno, deja a su Olimpa abandonada. En este sentido la secuencia de episodios
del segundo acto que cubre toda la aparición del Demonio nos muestra primero que se trata del
antagonista del ermitaño Abrahán, tío de María, y que ha actuado como director de una breve
pieza teatral en la que Alejandro ha cumplido con el guión trazado y ha representado
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exitosamente la seducción de María. En ese sentido el signo escénico que avala la metateatralidad
del episodio es la alternancia de entradas y salidas de escena. La pregunta teórica respecto al uso
de elementos metateatrales es muy interesante, ya que el Demonio no aparece en la primera
jornada; es sólo un personaje del nudo y el desenlace, pero no del planteamiento. Nótese la
diferencia fundamental con la dramaturgia de El condenado por desconfiado, en donde la obra
entera está construida a partir de la tentación inicial del ermitaño Paulo por el demonio, que se le
aparece en figura de ángel. La obra representa un cambio o transformación de previsiones (El
mayor desconfiado y pena y gloria trocadas, según el título que le dan los últimos versos) en
función de la intervención del Diablo transmutado en falso ángel, y en ese sentido se puede leer
como una historia en la que el Diablo controla la conducta y las motivaciones de Paulo, que
representa el papel que ha escrito para él el Diablo, mientras que Enrico (que no era el objetivo
del plan diabólico) consigue salvarse. En este sentido la obra entera, de principio a fin, es
metateatral, mientras que en el caso de El esclavo del demonio y de La mesonera del cielo, lo que
realmente tenemos son ‘comedias de santos con demonio’ y uso específico de la metateatralidad.
Entendemos, pues, que el hecho metateatral es un componente de dramaturgia y que esa
dramaturgia tiene que ver con el uso del hipotexto que ha usado el dramaturgo y que en ambos
casos es hipotexto narrativo. Esas consideraciones críticas permiten enfocar el problema de la
doble versión de la última obra, Fray Diablo, que presenta un problema de atribución para el cual
los conceptos de hipoteatro y de metateatro resultan elementos teóricos de importancia.
4. Vélez de Guevara y sus comedias de santos y diablos
Es conocido que ya hacia 1616 Vélez era parangonado con Lope de Vega, especialmente por sus
comedias de santos. La evidencia documental de que La ninfa del cielo la representa la compañía
de Jerónimo Sánchez en 1617 nos sitúa en el modelo de dramaturgia que Vélez está usando en el
quinquenio 1615-20. Esta obra, que Cotarelo editó a nombre de Tirso a partir de una conjetura no
comprobada, y que Blanca de las Ríos reeditó a nombre del fraile mercedario basándose en su
parentesco con otras obras de atribución aún más dudosa, consta como de Vélez en un manuscrito
de la Palatina de Parma, en un texto muy completo. Los argumentos objetivos (estadística léxica)
confirman la propuesta de Bruerton (1952) de que la obra es de Vélez, y no de Tirso. La
adaptación tardía con el título La condesa bandolera implica una transmisión ajena al autor de la
obra original y la atribución a Tirso de Molina en una suelta del XVIII; el título Las obligaciones
de honor apunta a otra obra diferente, atribuida esta vez a Lope, Los Vargas de Castilla, de la que
consta representación en 1613, pero que está fuera del concepto ‘comedia de santos’. En
cualquier caso, La ninfa del cielo plantea una dramaturgia diferente de la de El esclavo del
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demonio; una dramaturgia para la que es importante el concepto de ‘metateatro’. La primera
cuestión de interés (anterior a la aparición del Demonio en atuendo de barquero en el tercer acto)
es la representación del sueño de Ninfa, al final del segundo acto (v. 1830-1890). Sabemos que
representar en escena un sueño es un elemento de dramaturgia que aparece ya en el Calderón
joven, por lo que su presencia en una obra de Vélez resulta de especial interés. La primera
acotación escénica es la siguiente: Habla en sueños. Suena ruido. Échase a dormir. Hablando
entre sí y durmiéndose y despertándose. Lo que Ninfa dice en voz alta, pero que corresponde a la
descripción de su sueño es que “suena gente y música…aunque no me parecen labradores” (vv.
1830-3). La siguiente acotación precisa que “Salen cuatro con instrumentos, a modo de danza,
con sus vaqueros y guirnaldas de flores.” La escena continúa con un entramado de relato
sonámbulo de Ninfa y de acotaciones que representan lo que el espectador ve: que los cuatro
danzantes van cayendo sucesivamente en un pozo. El final del discurso de Ninfa es: “Llegarme
quiero / y ver si dentro están como han caído / todos los que bailaban de esta suerte” (v. 18531855). La acotación final del pasaje es ésta: “Levántase y vase a asomar al pozo a ver los que
han caído y sale hasta medio cuerpo la MUERTE, muy temerosa, y dice este verso, y tórnase a
entrar en el pozo.” La percepción de Ninfa es similar a la de Paulo en El condenado por
desconfiado, en cuanto al contenido de relato (el sueño simbólico o alegórico de un personaje),
pero la dramaturgia es diferente: en El condenado el sueño es relatado por Paulo, que acaba de
tener esa experiencia. Se trata del relato de una experiencia reciente. En cambio en La Ninfa el
sueño se nos representa escénicamente en el momento mismo en que sucede e implica espacio de
representación de lo alegórico. Tras ello Ninfa decide suicidarse arrojándose desde un peñasco,
pero es detenida por un ÁNGEL, su ángel de la guarda, naturalmente. El momento intermedio
entre el sueño y la aparición del ángel corresponde al intento de arrojarse al mar para ahogarse,
por lo que la intervención del Diablo en el tercer acto, intentando ahogar y estrangular a Ninfa,
resulta la continuidad natural del plan simbólico de lucha entre el Bien y el Mal. Es el Niño Jesús
quien salva ahora a Ninfa, arrebatándola de las garras de su oponente, que promete venganza. En
la escena final, brillante y bellísima, asistiremos a los esponsales místicos de Ninfa y el Niño con
un espectacular efecto de tramoya. En cualquier caso desde el final del segundo acto queda claro
que se están produciendo dos acciones diferentes y complementarias: el desenlace del episodio de
‘amor loco’ de Ninfa y Carlos, y el desenlace del amor simbólico y místico de ‘Ninfa’ y ‘Cristo
crucificado’. ¿En qué sentido podemos hablar aquí de metateatralidad? Al menos en dos sentidos,
si nos atenemos a la tipología propuesta por Hornby: por un lado Ninfa, tras el sueño alegórico
revelador de otra realidad oculta, elabora su nuevo personaje, el de la Ninfa del Cielo, de modo
que todo el tercer acto puede interpretarse como una nueva pieza con los mismos actores, pero en
un nivel de realidad más complejo. Y por otra parte en el hecho de que en esta nueva realidad, el
Diablo, que manifiestamente ha sido el provocador del sueño macabro con la intención de llevar
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a Ninfa al suicidio, aparece ahora asumiendo el personaje de Barquero con el fin de cumplir
personalmente lo que no ha conseguido por vía de inducción mental. Los mismos elementos de
composición, pero planteados con un nivel de complejidad más notable, son los que el propio
Vélez desarrolla en su extraordinaria obra El niño diablo, en el que desde la primera unidad
dramática (el primer cuadro) el espectador se encuentra en el ámbito de lo metateatral. La
meditada construcción de la obra hace que hasta el tercer acto Peregrino y el espectador no sepan
que quien parecía ser la amante del protagonista, Fénix, en realidad es el diablo disfrazado de
mujer en hábito de hombre, que lleva a Peregrino a una vida de bandolero. La complejidad de la
construcción nos impide detenernos en los elementos de dramaturgia que culminan al final del
segundo acto, con el motivo del ‘descensus ad inferos’ de Peregrino. Lo que está claro es que la
dramaturgia de la obra nos ha situado, ha situado al espectador, en un trampantojo mental: Fénix
no era más que una manifestación teatral del Diablo y en consecuencia la obra entera se revela en
el tercer acto como una obra oculta en la que todos los episodios desde el final del cuadro
primero hasta la segunda unidad del tercer acto eran en realidad meta-episodios del meta-teatro
con el que el Diablo, bajo el personaje de Fénix, ha estado elaborando su discurso teatral. El
tercer acto, ya con el Diablo despojado de su apariencia de Fénix, nos ofrece un microepisodio
similar al del intento de suicidio de Ninfa y al posterior del diablo barquero en La Ninfa del
Cielo. Dado que La Ninfa está documentado en 1617 y que El niño diablo tiene una estructura
métrica más tardía que la Ninfa, parece claro que ese episodio se ha constituido en un ejemplo de
hipoteatro de El niño diablo. Al tratarse del mismo autor lo que tenemos es un ejemplo de
evolución de su propia dramaturgia por medio de la reutilización de un elemento aislado
(continuidad) combinado con un elemento moderno (innovación) relacionado con la función
metateatral del Diablo.
5. Los demonios y el Diablo en la obra de Claramonte
La primera evidencia de uso de diablos y demonios la tenemos en el desarrollo de una historia
asociada a las tentaciones diabólicas, la de San Antonio. La obra, El Tao de San Antón, que ha
sido editada en el siglo XIX por A. Schaeffer a nombre de Guillén de Castro, resulta muy
interesante como comedia de santos con demonios2. Por un lado tenemos un elemento
metateatral, al presentarse disfrazado representando el papel de ‘peregrino’ conforme a la
2
Rodríguez López-Vázquez, 1999, p. 111-138.
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acotación escénica del ms. BNE 16.937: “Sale el Demonio vestido de peregrino con unas alforjas
en las cuales traerá dos billetes, una caja de conservas, un retrato de mujer”; por otro lado
aparece también como director de escena de un baile de matachines, lo cual es un ejemplo
evidente de ‘epiteatro’, como lo hubiera sido si en vez de baile de matachines llevaran a cabo una
jácara. Pero también es probable que esta comedia de santos funcione como un caso de
‘hipoteatro’ en relación con otras obras de Mira de Amescua o de Vélez de Guevara, habida
cuenta de que la obra de Claramonte está escrita antes de 1611, ya que alude a la reina Margarita
como estando viva, lo que nos sitúa en un terminus ad quem. La representación de 1621 a cargo
de la compañía de Ortiz y los Valencianos parece confirmar que la obra tuvo cierta popularidad.
En todo caso en 1620 disponemos de otra comedia de santos con demonios, El gran rey de los
desiertos; en este caso en vez de San Antón tenemos como protagonista a San Onofre. La escena
de aparición del Demonio nos lo muestra en un ritual, lo que según Hornby debería ser un
ejemplo de metateatralidad. Sin embargo la escena, de acuerdo con nuestra tipología, no
corresponde a nada de tipo metaeatral, sino epiteatral. La acotación escénica es ésta: “Vase y sale
el Demonio y cuatro o cinco, con fuentes de plata y jarros y toallas, y una púrpura y un espejo”.
La expresión ‘cuatro o cinco’ ha de entenderse ‘cuatro o cinco demonios’, con la particularidad
de que al menos hay un demonio femenino. El ritual de tentación comprende tanto la tentación
del poder (la púrpura imperial), como el de la vanidad (el espejo) y la lascivia (el baile erótico).
El Diablo es el director de escena de esta representación, que podría entrar en el espectáculo
como una variante de jácara y que en todo caso tiene como hipotexto la canción popular ‘pisaré
yo el polvico’. En cualquier caso si consideramos conjuntamente esta obra y La ciudad sin Dios,
en donde se dramatiza la historia de Jonás y Nínive, una de las dos es un caso de ‘hipoteatro’
respecto a la otra en lo que atañe a la dramaturgia del Diablo disfrazado de peregrino y al motivo
de la tentación a Jonás/Onofre/Antón. El auto sacramental El dote del Rosario, probablemente
escrito en el período 1616-1619, sigue el plan habitual del motivo ‘pacto con el Diablo’, con la
resolución, a partir del esquema del ‘milagro de Teófilo’, según el cual la Virgen acude al rescate
del alma. Hay otra obra atribuida a Claramonte, El mayor rey de los reyes, que la compañía de
Jerónimo Sánchez representa en 1617. Esa atribución sólo es probable y, admitiéndola, habría
que asumir que el hipoteatro de esa obra es el conjunto de dos partes que Claramonte adquiere en
1609, con lo que no podemos aventurar el grado de innovación que puede haber en esta obra.
Fray Diablo y el diablo predicador
La obra comienza con un largo diálogo en romance entre dos demonios ‘vestidos a su
modo’ que se nombran genéricamente como Demonio 1º y Demonio 2º. En realidad no hay un
romance, sino dos romances con distinta asonancia (i-e / -á), lo que revela a un autor que usa la
técnica del cambio de asonancia dentro de una misma escena con un propósito dramatúrgico
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claro. Puesto que la asonancia en -á corresponde al parlamento del Demonio 1º, una sospecha
crítica bastante sólida apunta a que se está aludiendo a Satanás, es decir al Diablo o Protodiablo
en materia jerárquica. El romance en i-e expone la situación dramática, en la pregunta del
Demonio 2º “qué puede haber importado / salir al mundo” (191b); el romance en -á, aclara los
propósitos del inductor de dicha salida: “Salimos al mundo adonde / sólo es mi intento estragar /
esta religión, que hace /al Infierno tanto mal” (193b). Se refiere concretamente a la orden
franciscana y el lugar en donde sucede la acción es Luca, en Italia. Una vez expuestos estos
preliminares, salen Federico y Otavia, pero no desaparecen de escena los dos demonios.
Simplemente resultan invisibles para los personajes humanos. El espectador sabe que los
demonios están actuando en escena y que corresponden a una realidad teatral que no es la del
mundo visible. Queda claro, con este efecto de escena, que los episodios teatrales que afectan a la
historia de Federico y Otavia se encuentran ‘bajo el dominio de’ ese primer nivel de
representación que ha trazado el protagonista, el Demonio 1º en la escena inicial. El juego
escénico de los demonios consiste en intercalar réplicas dentro del desarrollo de la acción del
segundo nivel, de modo que cuando el personaje de Federico se declara a Otavia, el Demonio 2º
tiene una intervención de diez versos en donde explica quién es Federico y qué es lo que el
demonio va a hacer para inducirle a error. La acotación escénica es clara: “DEMONIO (Al oído.)
A esta ocasión / impiden de tu afición / la ventura conseguida” (195b). El demonio, invisible para
Federico, pero visible para los espectadores, insufla una idea maligna que va a condicionar su
conducta. A medida que los planes se van cumpliendo, este demonio usa sus réplicas para
comentar la situación: “¡Qué bien mis intentos van!” (196b). Más tarde, cuando entra el
Gobernador de Luca con su séquito, el demonio actúa de la misma forma, insuflando ideas que
modifican conductas. Parece claro que lo que el espectador está viendo en escena es una segunda
representación teatral en la que un mediador ejerce de dramaturgo invisible en tanto que
condiciona la representación de los personajes del segundo nivel de representación, el de los
personajes humanos. Federico o el Gobernador de Luca representan escénicamente el papel de
marionetas movidas por ese dramaturgo que ejerce su plan sobre personajes de carne y hueso. El
resultado de esta representación teatral es exitoso: los frailes franciscanos se preparan para
abandonar Luca, a la vista de las dificultades. Pero entonces volvemos al primer nivel de
representación, en donde aparece el personaje antagonista del Demonio 1º: el Niño Jesús. Como
castigo por esta pérfida incursión en lo real, el Niño Jesús le impone un castigo sorprendente: “tú
mismo, aunque tú no quieras / has de sustentar los pobres / que esta religión profesan. / Tú mismo
has de predicar / que los amen, que los quieran / y tú mismo has de pedirles / la limosna” (199b).
El primer acto termina con el ingreso en el convento de este inquietante Fray Diablo, que es
recibido por Fray Antolín y Fray Juan con una mezcla de admiración y miedo. Admiración por
sus propósitos santos y miedo por su inquietante apariencia. Naturalmente, el Demonio 1º,
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transformado en el personaje Fray Diablo, ya no actúa en el ámbito escénico de lo invisible. La
acotación escénica es somera: (El Demonio entra como fraile). La ironía estructural está en que
ahora Fray Diablo se encuentra en el mundo para representar un papel teatral en las mismas
condiciones en que se encontraban Federico y el Gobernador de Luca: ‘bajo el dominio de’, en
este caso del Niño Jesús. Parece claro que a partir del momento en que entra Fray Diablo en
escena la percepción de lo metateatral es una condición del significado de la representación. Es
decir, la metateatralidad corresponde a la conciencia dramatúrgica del creador de la obra y se
muestra a los espectadores de una forma explícita. No depende de la lectura interpretativa que
haga un crítico literario a partir del concepto teórico: los espectadores están viendo los dos
ámbitos de realidad porque en la obra se muestran, usando recursos escénicos, esos dos planos de
la representación y los hechos de escena que los explicitan. A todo lo largo del segundo acto y
hasta muy entrado el tercero, los episodios teatrales se van sucediendo en el segundo nivel de
representación, en el que el Demonio 1º sigue representando su papel de Fray Diablo. El engarce
con la situación inicial se produce en la escena en la que Fray Diablo reflexiona sobre el papel
que ha tenido que representar, momento en que aparece el Demonio 2º. Estamos en el día anterior
al cumplimiento del plazo que el Niño Jesús le ha impuesto para cumplir esa tarea. Este segundo
demonio se sorprende al encontrar a Satanás en hábito franciscano y le pide explicaciones. Justo
cuando se las va a dar, la llegada de Fray Antolín los interrumpe. Dado que en las acotaciones
escénicas no se precisa que el Demonio 2º salga de escena, y dado también que Fray Antolín
dialoga tranquilamente con Fray Diablo, sin advertir ninguna otra presencia, parece claro que lo
que el espectador ve en escena es, de nuevo, una presencia escénica invisible para uno de los dos
personajes que dialogan en escena. Por lo tanto el efecto teatral permite cerrar el paréntesis
metateatral y continuar la obra hasta la resolución de la vida pecadora de Federico y su condena
final al Infierno, transformado en demonio. La brillantez escénica de todo el aparato de esta
‘comedia de demonios’ está a la altura de la claridad con la que se aborda la dramaturgia de la
obra, en donde, como hemos visto, lo metateatral forma parte, de manera explícita, de la
articulación conceptual de la obra. Una construcción metateatral que es típica de los dramaturgos
‘que se valen de caballos y carpinteros’, es decir, de autores como Vélez de Guevara, Mira de
Amescua o Claramonte, que han usado, como contenido de su dramaturgia, la dualidad del
mundo visible y del invisible y han explorado suficientemente las implicaciones que se derivan
de esto para su percepción del hecho teatral de la representación. La conciencia explícita de la
metateatralidad.
El diablo predicador y mayor contrario amigo. La relación entre esta obra y Fray Diablo
ha estado hasta ahora reducida al problema de la crítica de fuentes y al empeño de algunos
críticos en atribuirle a Lope de Vega la obra original. El análisis métrico y la aplicación de los
modelos propuestos por Morley y Bruerton (1968) solventa el problema por vía estadística: Fray
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Diablo es una obra que presenta el siguiente esquema métrico: romance: 54 por ciento;
redondilla: 28,4 por ciento; quintilla: 5,5 por ciento; décima: 5,2 por ciento y endecasílabos
sueltos: 6,2 por ciento. Dado que documentalmente hay noticia de representación en 1623 de una
obra de Luis de Belmonte con ese título, hay que apuntar que esa estructura métrica es
compatible con esos porcentajes para Luis de Belmonte, pero absolutamente incompatible con los
usos de Lope de Vega. En cambio, El diablo predicador y mayor contrario amigo tiene un
porcentaje de romance superior al 80 por ciento del total de la obra (2568 versos sobre un total de
3002), las quintillas ya no se usan y la redondilla (420 versos en total) está en un 13 por ciento.
Esto apunta de forma muy clara a un texto dramático escrito después de los años cuarenta. Es
decir, a una reelaboración del texto teatral previo, Fray Diablo, que de esta manera se convierte
en hipoteatro de esta segunda obra tardía. Fray Diablo es un texto metateatral, basado en un
hipotexto narrativo y que incorpora toda la dramaturgia de la obra, que es ajena al hipotexto
narrativo. Dado que lo metateatral es esencial en la dramaturgia de Fray Diablo, estamos ante un
ejemplo de creación en el terreno escénico. Por el contrario, El diablo predicador y mayor
contrario amigo respeta íntegramente todos los elementos de dramaturgia de su hipoteatro. No
crea ni inventa nada, tan sólo transforma elementos mínimos del orden de la narración: por
ejemplo, cambia el nombre del protagonista Fray Diablo en Fray Obediente Forzado y el del
antagonista Federico en Ludovico; designa (atinadamente) como Luzbel al Demonio 1º y como
Astarot al Demonio 2º, y mantiene los efectos de metateatralidad que relacionan el juego escénico
de Luzbel como diablo y como fraile. Podemos plantear si desarrolla algunas de las escenas
aportando elementos nuevos respecto al texto hipoteatral, y podemos también estudiar el
componente material de la representación (la tramoya) pero lo que está fuera de dudas es que en
el componente de dramaturgia básico, la perspectiva metateatral, el nuevo texto no presenta
ninguna innovación. Por lo tanto los conceptos de hipoteatro y metateatro resultan pertinentes
para analizar la transformación dramática de la historia que se cuenta. La propuesta conceptual de
Lionel Abel procede de la selección de un corpus teatral muy reducido, a partir del cual desarrolla
un concepto interpretativo que sin duda ha contribuido a interesantes observaciones críticas en el
terreno de la interpretación de textos dramáticos, pero que está definido de forma imprecisa y que
ha generado más aportaciones interpretativas que analíticas. La confrontación de este concepto
teórico con un corpus muy distinto del que ha utilizado Abel apunta a un modelo alternativo
triádico que se puede definir con más claridad y se puede debatir conforme a una metodología
crítica más precisa. Seguramente esto es bueno para el planteamiento de la investigación teatral y
para la elaboración de una teoría de la dramaturgia del Siglo de Oro. En este sentido los procesos
de investigación en el campo de lo teatral requieren la explicitación de su propia epistemología
que, en el caso del objeto ‘Teatro’, implica elementos como ‘espacio de representación’,
‘elementos de escenografía’ o ‘composición del personaje’, pero requiere también el abandono de
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modelos basados en la crítica de fuentes y en la exposición de convicciones personales que no
tienen respaldo objetivo fuera del principio de autoridad heredado por la tradición escolástica.
Dentro de esta epistemología crítica la discusión y verificación de los contenidos conceptuales
requieren la aplicación de criterios objetivos que pasan por una definición clara de los elementos
del análisis y del marco teórico de referencia. El interés de la aplicación de estos conceptos debe
ir más allá de su capacidad para producir nuevas interpretaciones de los viejos temas de debate,
para saber si resultan también de aplicación en la resolución de los problemas pendientes de
resolver en el campo de la dramaturgia y de la historia del teatro.
6. Conclusiones
Conclusiones teóricas. El concepto de ‘metateatro’, tal y como lo expone Abel, es, sin duda, una
aportación fructífera en cuanto a la interpretación de las obras teatrales, pero es más controvertida
en cuanto al análisis, ya que se trata de un concepto insuficientemente definido. De hecho el
concepto tal como lo propone Abel no corresponde a una definición, sino a una descripción, por
lo que tiende más a generar tipologías que a fijar límites que permitan un análisis claro. De
hecho, referirse a Don Quijote como ejemplo de personaje metateatral implica no establecer
distinción teórica entre la metaficción y el metateatro. Entendemos que el criterio básico de
definición tiene que estar condicionado por el hecho de la representación, no por los contenidos
que se representan ni por la interpretación que se hace de esos contenidos. En este sentido
‘hipoteatro’ y ‘metateatro’ se definen como elementos formales que caracterizan a textos
teatrales, mientras que ‘epiteatro’ se define como un elemento formal que puede aparecer
indistintamente en textos teatrales o en textos narrativos (o poéticos). Dado que toda obra de
teatro, en el momento en que se representa exige al menos una dramaturgia, y permite varias
dramaturgias alternativas, el análisis de las variaciones formales de un mismo contenido teatral
debe poder establecer cuestiones teóricas y aportar elementos de interpretación al análisis previo.
Conclusiones analíticas. Hemos querido centrar el objetivo final del análisis en la
resolución del problema de la autoría de Fray Diablo y de la relación de su dramaturgia respecto
a la secuela El diablo predicador. La evidencia de que la obra original es de Luis de Belmonte
nos sitúa en un problema relevante de la crítica tradicional, cuyo responsable último es,
inequívocamente, don Marcelino Menéndez y Pelayo, pero cuya estela ha llegado hasta 2005. Así
en la enciclopédica obra Teatro español [de la A a la Z] nos encontramos en la entrada Belmonte
la siguiente aseveración: “El diablo predicador, comedia escrita a imitación de Fray Diablo, de
Lope, pero de acción más compleja y mejor dibujo de algunos personajes” (p. 75). Se trata, sin
duda, de una opinión, no de un análisis basado en los elementos reales de ambas comedias. La
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atribución a Lope es responsabilidad de Emilio Cotarelo en su edición del tomo II de Nueva
Academia, que se basa para ello en A. Schaefer y en L. Rouanet, aunque admite que “el texto
conocido no nos parece exento de interpolaciones” (1916, p. ix). Como se ve, se trata de un
‘parecer’ referido al “largo pasaje del principio, que más parece una loa de ajena musa, para
recitarse en Toledo, donde tal vez se estrenaría la comedia” (nota 1, p. x). Tanto la métrica
(Morley y Bruerton, 1968) como los análisis léxicos están contra la atribución a Lope; además de
ello la remodelación El diablo predicador es ajena a los usos de Belmonte. Frente a la opinión de
Schaeffer y de Rouanet, Cotarelo podía haber atendido al criterio de A. Gassier, que señalaba
“Belmonte dut à une seule de ses pièces le salut de toutes les autres. Le Diable prédicateur
amena, de nos jours, l’exhumation d’un théâtre superbe. L’oubli et le dédain qui pesèrent
spécialement sur cette mémoire s’expliquent par les pseudonymes ou les appellations différentes
qui masquaient ses œuvres (…) Le Diable prédicateur est une charmante comédie, qui, sous
l’apparence naïve à laquelle on fut pris alors, enferme beaucoup de malice et d’ironie” (1898, p.
102-103). Tanto Fray Diablo como El sastre del Campillo se atribuyeron a Lope por los intereses
editoriales de su época, y se mantuvieron como de Lope debido a la autoridad de Menéndez y
Pelayo, que decidió atribuir a Lope toda cuanta obra tuviera un elevado nivel estético, como es el
caso de Fray Diablo o el diablo predicador. El descubrimiento del manuscrito autógrafo de
Belmonte en el caso de El sastre del Campillo ha solventado el segundo caso. El primero, la
atribución de Fray Diablo resulta de la convergencia de tres modelos teóricos diferentes, todos
ellos objetivos: la métrica, el léxico y el análisis de dramaturgia. Hay una consecuencia
importante en la atribución de este primer Fray Diablo o el diablo predicador a Luis de
Belmonte: si los análisis de dramaturgia que hemos llevado a cabo son correctos, el problema de
la atribución de El condenado por desconfiado debe tomar también en consideración a este autor,
que corresponde a un modelo de dramaturgia similar al que podemos observar en Mira de
Amescua o en Andrés de Claramonte, los dos autores con mejores títulos para esta espectacular
comedia de tramoya, a la que se le ha querido presentar como ‘teatro teológico’ basándose en una
atribución a Tirso que carece de cualquier consistencia teórica o documental.
Es, seguramente, un buen ejemplo de cómo los elementos teóricos relacionados con la
dramaturgia pueden contribuir a resolver problemas concretos de la historia del teatro. Para lo
cual es conveniente revisar los tópicos heredados de opiniones personales (el criterio de
autoridad) y centrarse en el análisis de las obras en sí, por encima de las hipotéticas atribuciones
que ha impuesto el tradicionalismo crítico decimonónico.
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Alfredo Rodríguez López-Vázquez
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