BEKEI, M “Trastornos psicosomáticos en la niñez y la adolescencia” 4ª edición (revisada) Junio 1992 CAPITULO V - Psicopatología de las enfermedades psicosomáticas Hemos mencionado en la introducción la dificultad que existe para definir las enfermedades psicosomáticas. Dichas enfermedades ocupan un lugar intermedio entre las enfermedades orgánicas puras y las enfermedades neuróticas, pero el límite entre ellas no es neto, sino que hay una transición imperceptible. Deberíamos entonces quizá designar como psicosomáticas a todas las enfermedades humanas, más aún si consideramos que el estado anímico del individuo cumple un papel decisivo en el momento de contraer cualquier tipo de enfermedad orgánica, con lo cual el sentido del término "psicosomático" rápidamente se diluiría. Para algunos las enfermedades psicosomáticas constituyen un fenómeno universal; para otros no exceden los siete cuadros clásicos de Alexander (6) -caracterizados por una lesión tisular. La única definición psicoanalítica de las enfermedades psicosomáticas que pude encontrar tampoco delimita el campo, si bien facilita su diferenciación de las enfermedades neuróticas y de las orgánicas puras. Tal definición considera a la enfermedad psicosomática como un trastorno orgánico con una disfunción fisiológica manifiesta, que parece estar ligada con la estructura de personalidad del paciente, con su historia vital, con sus circunstancias (Rycroft, 1968) (6) 1) úlcera peptica 2).colitis ulcerosa, 3) asrna bronquial, 4) neurodermatítis, 5) artritis reumatoidea, 6) hipertensión esencial, 7) tireotoxicosis. El propio Freud (1923), a pesar de su postulado básico de que "el Yo es primero y principalmente un Yo corporal", no se ocupó de los trastornos orgánicos que actualmente, sin mucha precisión, se consideran psicosomáticos; por lo tanto, nunca los definió. Únicamente se interesó en los cuadros neuróticos con síntomas corporales: la histeria de conversión con síntomas somáticos de sentido simbólico y las neurosis actuales, cuyos síntomas orgánicos no tienen sentido simbólico. Después de Freud, el psicoanálisis solo se interesó por las enfermedades corporales a las que pudo adjudicar un sentido simbólico. Convencido de la omnipotencia de la psique, le cuesta reconocer que sin cuerpo no hay mente. Sin pretender resolver la cuestión de los límites ni formular tampoco una teoría psicoanalítica definitiva, me acercaré al problema desde el punto de vista del analista de niños, porque creo que la confusión reinante con respecto a una definición y delimitación precisas se, debe a que no se toma en consideración el desarrollo temprano, el proceso que lleva a la integración y las interferencias que impiden este proceso. Solo últimamente empiezan a atraer la atención de los psicoanalistas las implicaciones de este desarrollo, su dependencia de los cuidados maternales y los trastornos provocados por la falla de estos cuidados. Entre la serie de perturbaciones narcisistas que surgen en diferentes momentos preedípico de la evolución y debido a distintos defectos en la relación madre-hijo primitiva se ubican las enfermedades psicosomáticas. Las principales teorías psicoanalíticas del desarrollo están de acuerdo en señalar ciertos momentos lábiles del proceso de diferenciación. Son momentos de cambio en los que el infante reacciona con trastornos graves a fallas del medio que en los períodos siguientes se tolerarían mejor. En el capítulo 3 me referí a las teorías que se basan en la evolución de la relación objeta1, que parte de una relación narcisista primitiva y no depende de la pulsión que busca descarga, sino de la oposición entre dos tendencias: la fusión anobjetal y la discriminación sujeto-objeto (Aragonés, 1977). Sin embargo, consideré también el desarrollo de la libido porque, como sostiene Kernberg (1977), libido y agresión acompañan el proceso de resolución del narcisismo y aparecen en el aparato psíquico íntimamente vinculados con la relación objeta1. Intente mostrar cómo las fallas del medio, los defectos del maternizaje obstaculizan el proceso según el momento y la duración de la interferencia, y tienen consecuencias diferentes. Vimos que una falla maternal en el primer período simbiótico desorganiza todo el proceso, crea confusión, psicosis. Hacia el final del período simbiótico y durante el período de separación-individuación el niño ya está en vías de diferenciarse, estructurando un Yo que le proporciona cierta capacidad defensiva. El impacto de la falla materna, por lo tanto, ya no provoca una desorganización total, sino una enfermedad más delimitada, a menudo una enfermedad psicosomática. Esto es un hecho observable, que registran muchos psicoanalistas, pero que hasta ahora no ha dado lugar a estudios sistemáticos. El propio Winnicott (1962, 1966), que se preocupaba particularmente por las enfermedades psicosomáticas, al examinar el proceso evolutivo temprano desde el punto de vista de la dependencia del Infante y delinear grados de ésta desde la dependencia extrema hasta la independencia, atribuye a la falla del medio, para cada uno de estos grados, otra enfermedad. Pero en ninguna de las etapas que delimita nombra de modo, explícito a la enfermedad psicosomática como consecuencia de la falla ambiental. Esta podría considerarse sin embargo como implícita en la etapa que denomina de mezcla de dependencia-independencia, a cuya falla adjudica una dependencia patológica, que es lo que en forma manifiesta o latente caracteriza a las enfermedades psicosomáticas. Solo en los tiempos actuales se puede notar en centros psicoanalíticos y de terapia familiar de Europa y EE.UU. un interés renovado por los problemas psicosomáticos. Se destacan especialmente en Francia el grupo reunido en torno a Marty, en Italia, el centro de Selvini Palazzoli, y en EE.UU. la escuela de Chicago y el Centro de la Psicoterapia Familiar Sistémica de Filadelfia que encabeza Minuchin. Se realizan investigaciones y se describen ciertas características del enfermo psicosomático, pero ni siquiera los franceses, que establecen una relación causal entre los trastornos del vínculo temprano madre-hijo y las enfermedades psicosomáticas (Fain, 1971), proponen una teoría psicodinámica capaz de explicar cómo este trastorno del vínculo provoca la enfermedad. Necesitamos, como dice Wisdom (1959), una teoría que aclare el mecanismo de los síntomas y contribuya así a la definición de lo que determina la naturaleza específica del proceso psicosomático. Este capítulo es un intento de aportar algunas ideas para el logro de esta meta: la de comprender el fenómeno de somatización. Tiene además el propósito secundario de detectar medios para su prevención, ya que la enfermedad psicosomática es, entre todas las defensas patológicas COntra el dolor psíquico, la más autoagresiva. Subdividiré el esbozo de la dinámica de la producción de enfermedades psicosomáticas que planteo en dos partes. Llamaré macroscópica a la primera y microscópica a la segunda, denominaciones que traducidas a términos analíticos, corresponderían a los acontecimientos visibles, observables que ocurren en la relación madre-hijo desde el nacimiento, y a los procesos intrapsíquicos que desencadena esta relación. Analizaré estos últimos desde el punto de vista de la metapsicología freudiana ampliada por Aulagnier (1975). Me voy a referir solo someramente a la primera parte, ya que dediqué un capítulo previo al estudio del desarrollo de la relación objetal y sus etapas. Demostré que todas las teorías del desarrollo temprano consideran un período inicial de indiscriminación, de simbiosis (Mahler, 1968), de no integración (Winnicott, 1958) y reconocen la función indispensable de una madre sostenedora que provee al infante de un Yo auxiliar, dado que el Yo del bebé solo se empieza a formar gracias a los cuidados y estímulos que la madre le proporciona. Señalé que en este período las provisiones maternales inadecuadas provocan angustia vital, de aniquilación (Winnicott, 1958). Si se produce una falla seria en la relación madre-hijo durante este período simbiótico, se provocará un trastorno muy grave, una desorganización psicótica. Las fallas en la relación madre-hijo que ocurren más adelante, desde el comienzo de la disolución de la simbiosis, originan enfermedades psicosomáticas y una serie de otros trastornos preedípicos de los que no corresponde ocupamos aquí. Pero ciertas fallas de la relación simbiótica misma, aunque graves, pero no del tipo que provoca psicosis, pueden también condicionar enfermedades psicosomáticas. Los trastornos orales descriptos por, Spitz, algunos de los cuales implican peligro de muerte (shock primario, rumiación, falta de progreso) pertenecen a esta fase. Los menos dañinos que perduran pueden desplazarse a la fase de separación-individualización, donde se cargan de contenido anal. Los trastornos puros de la fase anal misma son menos autoagresivos porque el niño en parte ya se discriminó. Dispone de un Yo rudimentario que funciona con algunas defensas primitivas, las esquizo-paranoides de M. Klein, la disociación, la negación y la identificación proyectiva. El niño no se somete ya pasivamente como en la fase anterior, sino que puede canalizar parte de su agresión y no tiene que volverla contra sí mismo. Al terminar el proceso de individualización, en la fase edípica, las dos líneas de desarrollo se encuentran y la relación objetal se termina de establecer. La relación triangular sustituye a la dual y ya no se condicionan enfermedades psicosomáticas sino trastornos neuróticos, edípicos. Sin embargo, enfermedades psicosomáticas condicionadas en la fase anterior pueden cargarse después de contenido edípico y recubrir con una estructura neurótica el trastorno preedípico subyacente, por lo que muchas veces estos trastornos se consideran y se tratan como neuróticos. Es lo que hace que en determinado momento del análisis de ciertos adultos se tropiece con una resistencia peculiar, descripta por Balint (1968), que no es sino la manifestación de la falla básica. Procuraré descubrir la naturaleza de esta falla básica y la manera en que determina disfunciones orgánicas de tanta gravedad a veces como para l1egar a poner en peligro la vida. Con esta finalidad recapitularé someramente algunos aspectos de la relación madre-hijo en el curso del desarrollo temprano. Al principio, madre-hijo forman una unidad indivisible. Como ya Freud había recalcado (1911), se trata de una fusión muy intensa entre la madre y su infante, donde de la función sostenedora de la parte más fuerte, la madre, depende la vida del lactante. Este contacto último de la madre con su bebé exige mucha empatía para poder captar y responder a las necesidades que la criatura comunica mediante su cuerpo y sus movimientos (hociqueo, estremecimiento, pataleo, retortijones) o mediante sonidos no verbales (llanto, balbuceo). Una madre narcisista que no observa y no escucha las señales de su bebé ni comprende lo que comunican y administra los cuidados según sus propias necesidades, viola el self de su hijo. Le impone lo que no necesita o lo priva de lo que reclama. Esto puede acarrear consecuencias corporales directas. Si al bebé se le da de comer cuando no tiene hambre, se le crea una resistencia, que puede ser pasiva (la inapetencia, no tragar) o activa (el vómito, devolver aquello que se le está forzando a ingerir). No darle cuando necesita puede provocar hiperexcitación, insomnio, autosatisfacción en forma de mericismo, reacciones de protesta que están dirigidas hacia la madre pero que atacan y debilitan al propio infante en forma directa produciendo síntomas, e indirecta obstaculizando su desarrollo. Al darse cuenta de que sus señales pasan inadvertidas, el lactante renuncia a emitidas y al mismo tiempo que se somete bloquea las actitudes que funcionan como señal y constituyen los elementos corporales que el proceso de simbolización incipiente necesita para formar ecuaciones simbólicas, protosímbolos. En el período de separación-individuación cambia el cuadro y también el carácter de las deficiencias maternas perjudiciales. En esta etapa la madre puede fallar de dos maneras opuestas. Por un lado, apurar la separación y estimular los intentos de independencia pero con brusquedad, sin reconocer que la necesidad de apoyo del niño sigue persistiendo juntamente con sus progresos en la autoafirmación, o bien, por el contrario, no permitir, bloquear los intentos de autoafirmación del bebe por necesidades narcisistas patológicas propias. Lo rechaza cuando se aleja y solo le muestra afecto si da muestras de su dependencia. No puede renunciar a una parte muy valorada de sí misma, prueba de su capacidad creativa. El niño teme perder el amor -de su madre y sin embargo quiere seguir independizándose: se enferma. Es este tipo de relación madre-hijo el que M. Sperling (1955, 1968) denomina psicosomática. Pero aunque confiere calidad patógena a esta forma de relacionarse con el objeto, su análisis psicopatológico del síndrome se basa en la teoría libidinal del desarrollo y vincula su origen con las condiciones pulsionales del periodo anal. Ambas conductas no empáticas refuerzan los sentimientos ambivalentes del niño, crean resentimiento y rabia y al mismo tiempo una sensación de desamparo, de falta de amor, Amor y odio entran en conflicto. Lo que se niega y se suprime es el odio, la agresión dirigida hacia el objeto querido y necesitado, la madre. Esta agresión se vuelve contra el niño y lo enferma. La autoagresión es un fenómeno muy difícil de explicar. Para abordarlo me han sido muy útiles los conceptos de proceso originario y de pictograma con los que Aulagnier (1975) propone ampliar la metapsicología freudiana. Estos conceptos me permitieron obviar la separación -según su psícodinamia supuestamente diferente- de los trastornos del primer año de vida, descriptos por Spitz, y los que se presentan en niños más allá de esa edad. Pensé primero que los cuadros presentados por Spitz son precursores de los trastornos psicosomáticos ulteriores, que funcionan con leyes propias y constituyen respuestas biológicas directas a las fallas del medio, respuestas de un Yo apenas esbozado a traumas que no puede dominar. Los diferencié de los trastornos posteriores por considerar que los traumas que afectan al niño pasado el periodo inicial ya inciden en un organismo que dispone de ciertas defensas psíquicas y ha iniciado el proceso de simbolización con la formación de equivalentes simbólicos. Los equivalentes simbólicos me sirvieron para explicar el psicodinamismo de los distintos cuadros somáticos del período de separaciónindividuación, pero no de la etapa previa en que todavía no operaban. Suponía que el infante no tenía ninguna capacidad de registrar lo que le ocurría, y que respondía al malestar provocado por una situación traumática con la disfunción del órgano más catectizado en el momento del trauma. Los conceptos de proceso originario y de pictograma constituyen un puente de unión entre los mecanismos de las dos etapas. Aulagnier formuló su teoría para comprender el psicótico, pero el proceso originario que postula no es privativo de la psicosis, sino que funciona en seres sanos o enfermos por igual. Precede al proceso primario, entra en funcionamiento al nacer y registra continuamente el encuentro del infante con su medio en forma de representación pictográfica. Esta, incognoscible e indecible, metaboliza las experiencias heterogéneas del bebé y las hace homogéneas, valiéndose exclusivamente de imágenes corporales para su representación. El pictograma así constituido se caracteriza por el hecho de que la totalidad del encuentro se graba indisolublemente en una sola imagen que representa una zona sensorial del bebé junto con el órgano materno con el cual se conecta y con el afecto que acompaña el encuentro. Una característica privativa del proceso originario es que placer y displacer como expresión de afectos opuestos pueden estar simultáneamente presentes en el pictograma, constelación que no permiten el proceso primario ni el secundario. La única condición para que un pictograma se realice es que un órgano sensorial catectizado del bebé se ponga en contacto con un órgano del objeto, también catectizado, capaz de excitarlo. Las primeras escenas de la vida del lactante que registra el pictograma están relacionadas con el amamantamiento, encuentro inicial infante-madre-mundo, que colma una necesidad y se acompaña de placer. Pero si de alguna manera este encuentro se obstaculiza, si algo falla en la función materna, si el pecho no tiene leche, su pezón está invertido o los brazos de la madre sostienen blandamente al bebé y no puede darle con su abrazo la sensación de seguridad y calor que éste necesita y desea, surge tensión y displacer. El pictograma resultante de tal experiencia dolorosa será alo y autoagresivo a la vez, al estar indisolublemente ligadas en él la zona corporal del bebé y la zona corporal materna que desea atacar por haberlo defraudado. La catexia del objeto querido necesitado y él la vez odiado se transforma en autodestructiva porque al intentar el self desintegrar la imagen del objeto, dirigiendo la agresión en su contra, ataca la propia imagen ligada con el objeto. La ausencia de un objeto que debe satisfacer una necesidad se presenta con el afecto de displacer, ya que priva de la fuente de placer al órgano correspondiente y con ello a la totalidad del self. Esto explica el fuerte impacto autoagresivo de toda vivencia de privación temprana, así como el carácter autoagresivo de la reactivación de pictogramas que registran estas vivencias. El displacer originado en la falta de adecuación de un objeto a una zona erógena del bebé, sea por exceso o por defecto, se representa como exceso o defecto de la zona erógena misma. Objeto malo y zona mala son indivisibles. No hay posibilidad de separación, sino solo un desgarramiento violento y recíproco que se perpetúa entre zona propia y objeto complementario. El deseo de destruir el objeto se acompaña de la necesidad de tener que destruir una zona sensorial erógena propia y su actividad. En el infante las experiencias de placer o displacer se metabolizan en esta representación, en que incorporar, reunirse con la zona complementaria del objeto, se acompaña de placer; y rechazar el objeto, desprenderse de él se acompaña de displacer. Este primer esquema relacional sigue operando' durante toda la vida. Y son estos pictogramas -registros fieles, fotográficos, de escenas displacenteras vividas qua carecen de elaboración psíquica- los que, a mi modo de ver, se activan o reactivan en un trastorno psicosomático, lo que explica la naturaleza de sus síntomas. Son respuestas corporales a privaciones' traumáticas, única forma de responder del lactante a cualquier dolor o incomodidad que percibe. Esta respuesta biológica no tiene, por lo tanto, sentido simbólico y, dadas las características del pictograma, es indefectiblemente autoagresiva. "El cuerpo psicosomático no habla, sino que obra", dice Mc Dougall (1978). Esta manera en que se graban las primeras vivencias traumáticas de privación o de privación nos ayuda a explicar el origen y las manifestaciones tempranas de las enfermedades psicosomáticas. Para comprender la reactivación de estos pictogramas tenemos que escudriñar su función y efecto en el desarrollo ulterior. Si el bebé sobrevivió al trauma originario, su desarrollo prosigue. Deja atrás, enquistado, el pictograma que registra el encuentro, Junto a los afectos acompañantes, gracias a un mecanismo primitivo de disociación que ya está en funcionamiento. El Yo sigue su desarrollo, empobrecido por la ausencia de los afectos que quedaron fijados en el pictograma. Su capacidad de simbolizar afectos será interferida además por una relación madre-Hijo viciada. Una madre falta de empatía impide de varias maneras el desarrollo normal del proceso de simbolización de su hijo. Si sobresatura al bebé, no le da ocasión de frustrarse, de deprimirse; no le deja lugar para la representación de su ausencia. Si es muy severa y restrictiva, inhibe las actividades autoeróticas de su ruja y bloquea al mismo -tiempo las fantasías acompañantes (Fain, 1971). Si es tan narcisista que solo registra sus propias necesidades y no las señales que indican los deseos del bebé, ahoga todo intento de comunicación simbólica de sus necesidades, tanto afectivas como corporales. Pero en cualquiera de los casos, el resultado será que el proceso de simbolización en el área afectiva se detiene, mientras las funciones yoicas siguen diferenciándose. Este desfasaje entre distintos aspectos de la estructuración del aparato psíquico no es fácil de reconocer. Adultos que han sufrido este tipo de deficiencias en la relación diádica son aparentemente normales o, según la denominación de Mc Dougall, seudonormales. Tienen logros sociales adecuados, y aun extraordinarios, son profesionales destacados o ejecutivos exitosos, "sobreadaptados" (Mc Dougall, 1974) a la realidad externa. Solo su vida emocional se encuentra empobrecida. Según Marty (1963) tienen pensamiento operatorio, concepto que: abarca un modo deficitario de relacionarse con los demás y una forma peculiar de pensar. Se caracterizan por la escasez de catexias libidinales y la falta de reacción afectiva ante la pérdida de un objeto importante o de su amor. Sus pensamientos están dominados por detalles de los acontecimientos de su medio externo. Este concepto es afín al de la alexitimia de la escuela americana (Nemiah, 1977) que subraya además del pensamiento operatorio, la dificultad de estos individuos de expresar sentimientos en palabras. Los afectados de pensamiento operatorio o alexitimia, al sufrir una pérdida de objeto no registran conscientemente el dolor psíquico. Según mi hipótesis, reactivan en cambio el pictograma de la escena traumática original y producen un síntoma somático. Responden con su cuerpo como habían respondido cuando infantes. El síntoma será funcional, corno era el proceso en sus orígenes. Si el stress perdura y el medio familiar por sus propias necesidades lo mantiene, lo funcional se transformará en orgánico, al debilitarse los tejidos del órgano que están sometidos a una excitación continua: hasta que se provocará una lesión tisular. Esta lesión es indispensable para que los psicosomatistas de adultos consideren psicosomático al trastorno. Sin embargo, al reconocer los procesos primitivos como condiciones causales de la enfermedad psicosomática, se nos hace clara su naturaleza bifásica (Margolin, 1953). El trastorno se inicia en la infancia con la fase funcional, que consiste en respuestas motoras, secretoras y vasculares desproporcionadas, y se transforma en tisular al producirse cambios histológicos permanentes por la persistencia de los trastornos funcionales, si relaciones interpersonales patológicas reactivan y perpetúan la disfunción. El interrogante de la elección del órgano también se nos aclara si reconocemos la función definitoria de los pictogramas originarios. El tipo de autoagresión que se reactiva depende del carácter de la escena primitiva que registró el proceso originario. Según la naturaleza de las privaciones repetidas y persistentes, oral, anal o la superposición de ambas, se producirá más adelante un cuadro que lleva la estampa libidinal del pictograma originario reactivado. La obesidad, la anorexia nerviosa, la Úlcera péptica se condicionan en la fase oral; la encopresis, la colitis ulcerosa, en la fase anal. El asma adiciona ambos orígenes. Comprendemos entonces que las respuestas biológicas autoagresivas pueden ser fatales. Evitarlas, cuidar la primera relación madre-hijo, proteger a la díada de vivencias alo y autoagresivas imborrables es una tarea preventiva prioritaria. Si la enfermedad no se pudo prevenir, pero se descubre en su fase funcional, todavía es curable si entró en la fase tisular, el paciente ya solo podría ser no curado.