Francés Stonor Saunders, La mujer que disparó a Mussolini, por

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E
l miércoles 7 de abril de 1926, a las once de la mañana, una mujer de 50 años, soltera y sin compromiso, intentó matar a Benito Mussolini en ese simpar centro
del mundo que es la plaza del Campidoglio de Roma. La
agresora, Violet Gibson, era lo que podemos llamar, con
comodidad clasista, una dama irlandesa de muy buena familia. El agredido, a la sazón el hombre más poderoso de
Italia, un peligroso y carismático aventurero que pretendía
reeditar las glorias de Julio César –o, mejor, de su sobrino
Augusto– y contribuiría no poco a desencadenar el mayor
desastre causado por seres humanos que registra el libro
negro de la historia. El por aquel entonces ya fallecido padre de Violet, el tory Edward Gibson, primer barón de Ashbourne, había iniciado en la década de 1870 una exitosa
carrera política que le había llevado muy joven a sentarse
en la Cámara de los Comunes y que había coronado en su
madurez ocupando por tres veces, entre 1885 y 1905, el
relevante cargo de lord canciller de Irlanda. Cuando era
una damisela de poco más de 20 años, la futura agresora
del fundador del fascismo incluso había visto como se
alojaba en su casa el duque de York, nieto mayor de la
reina Victoria, que años después se convertiría en el rey
Jorge V de la Gran Bretaña e Irlanda.
La atacante quedó a un paso de conseguir su propósito: un casual y súbito giro de cabeza del Duce hizo que
la bala, disparada a quemarropa, sólo le rozara el rostro.
La honorable Violet (tratamiento que merecía como hija
de un lord) tuvo tiempo de efectuar un segundo disparo,
pero la bala se encasquilló en la recámara. Mussolini salió
del trance con una herida superficial en plena nariz que
no requirió excesivas atenciones médicas, aunque sí la colocación de un aparatoso esparadrapo. De todos modos
nunca nadie estuvo tan cerca de matar al histriónico dictador italiano, si exceptuamos, claro está, a los partisanos
que lo interceptaron en abril de 1945 cuando huía hacia
Alemania y acabaron con su vida. La policía consiguió a
duras penas que la enfurecida multitud reunida en la plaza para vitorear a su ídolo no linchara en el acto a la extraña pistolera, que fue golpeada, detenida y encarcelada.
Después de un año de anómala instrucción y recurrentes
1
Revista de Libros
de la Torre del Virrey
Número 3
2014/1
ISSN 2255-2022
Frances Stonor Saunders, La mujer que disparó
a Mussolini, traducción
de José Manuel Méndez,
Capitán Swing, Madrid,
2013, 431 pp. ISBN 97884-941690-9-0. (The Woman Who Shot Mussolini,
Faber & Faber, Londres,
2010)
Palabras clave:
historia
Mussolini
Violet Gibson
«El libro que nos ocupa
analiza –desentraña– ese
oscuro episodio en profundidad y reconstruye
la peripecia vital de su
principal protagonista, es
decir, de La mujer que
disparó a Mussolini, a la
vez que introduce como
contrapunto una somera
mirada a la biografía de
este último, una víctima
nada inocente, por cierto»
gestiones del gobierno y la embajada británicos (pertenecer a la aristocracia tenía y tiene privilegios), el proceso
concluyó declarándola demente, con lo que fue entregada
a su familia para que la internara en un establecimiento
psiquiátrico inglés. La frustrada magnicida, incapacitada
legalmente a causa de esa locura que la sacó de la cárcel,
ya no disfrutaría de libertad en los 30 largos años que aún
le restaban de vida: los pasó encerrada entre los muros del
manicomio. Una larga condena, sin duda.
El libro que nos ocupa analiza –desentraña– ese oscuro
episodio en profundidad y reconstruye la peripecia vital de
su principal protagonista, es decir, de La mujer que disparó
a Mussolini, a la vez que introduce como contrapunto una
somera mirada a la biografía de este último, una víctima
nada inocente, por cierto. Y lo hace mediante una narración de agradable lectura, pensada para llegar y satisfacer
a un gran público, sin que ello implique sacrificar la precisión, el rigor, el compromiso con la veracidad y el resto
de usos que distinguen a los verdaderos historiadores de
otros contadores de historias (novelistas en especial), ajenos a las normas específicas de la disciplina.
La historia episódica –esa histoire événementielle que
disgustaba tanto a Lucien Febvre y a Fernand Braudel–
nunca ha pasado de moda. Como no ha pasado su hermana la biografía. Hubo un ya lejano tiempo en que voces
autorizadas (entre otras las de los citados annalistes franceses) se alzaron contra una y otra, unidas ambas en su concepción de la historia como indagación de lo particular.
Con razón –y con razones– se atacó a la primera por superficial (“una historia de superficie, una espuma”, decía
Febvre) e incapaz de asumir un estatus de cientificidad. Y
a la segunda por elitista y poco crítica, por fijarse exclusivamente en los considerados “grandes hombres” y tender
a idealizarlos. Construir una historia más compleja y más
profunda, más atenta a la larga duración, a lo general, a lo
estructural, a lo social, a lo económico y a lo cultural (aunque lo cultural fue lo que entró más tarde en el reparto),
exigía emprender una ofensiva contra la hegemonía de
una manera de enfocar el estudio del pasado demasiado
apegada al acontecimiento –principalmente político– menudo y único, y a personajes extraordinarios y asimismo
2
únicos. Ello no significa que esa historia que se veía como
vieja –los críticos presentaban su producción como una
“nueva historia”, y no cabe duda de que lo era– y que
mostraba evidentes signos de anquilosamiento, no hubiera rendido importantes servicios al saber ni que mereciera
ser arrojada, sin más y al completo, al cubo de la basura.
Ni que se dejara ni un solo momento de practicar, incluso al precio de experimentar notables cambios. Cuando
una vez pasado el virulento sarampión “estructuralista”
algunos autores hablaron –e incluso lo celebraron– del
retorno del acontecimiento, y con él de sus compañeros la
narración y el sujeto, en el fondo erraban: nunca se habían
marchado del todo; ni siquiera habían perdido el favor del
gran público. En todo caso, su tratamiento había ido mutando a poco a poco.
En los tiempos que corren, más eclécticos, más descreídos y menos obsesionados por añadir al sustantivo “historia” el adjetivo “científica”, los devotos de Clío no se
dejan llevar con tanta alegría a combates de ese tipo. No
hay una vía recta y segura para alcanzar el conocimiento
histórico, pero sí muchos caminos transitables, prometedores y alternativos para aumentar lo que sabemos y lo
que entendemos del pasado humano. Y es preferible tomar uno u otro según cuál sea el lugar al que se quiera
llegar. El estudio de un episodio histórico (o de la vida
de cualquier individuo, extraordinario o corriente), bien
orientado, puede proporcionar al historiador dos frutos
que por su relevancia no debe desdeñar: le puede facilitar
el acceso al público –a mayor pretensión de cientificidad
por parte de la historia, más jerga apta sólo para iniciados
y menos capacidad de conexión con los lectores no especializados– y lo pone en condiciones de interrelacionar el
embrollado conjunto de variables que se cruzan en cualquier acontecimiento histórico (o en cualquier recorrido
vital), dotando a la indagación de esa profundidad y esa
complejidad que otrora se echaban en falta. Dominick
LaCapra —un muy reputado profesor de la neoyorkina
Cornell University– ha recordado que historiar consiste,
para muchos historiadores, en contextualizar. Y para contextualizar, añadimos nosotros, se exige definir el pertinente contexto, construirlo y ordenarlo. Si se hace bien,
3
«Construir una historia
más compleja y más profunda, más atenta a la
larga duración, a lo general, a lo estructural, a lo
social, a lo económico y a
lo cultural, exigía emprender una ofensiva contra la
hegemonía de una manera
de enfocar el estudio del
pasado demasiado apegada al acontecimiento
–principalmente político– menudo y único, y a
personajes extraordinarios
y asimismo únicos»
«Stonor Saunders no es
una historiadora descendida de las alturas de la
academia para asperjar
gotas de sabiduría entre la
masa ignorante. Aunque
formada como medievalista, su trayectoria profesional se halla completamente vinculada a los medios
de comunicación»
contexto y episodio (o biografía individual) dialogan, se
entretejen y se compenetran. Lo específico y lo general se
iluminan mutuamente: saber más del episodio (o de una
vida singular) implica tanto aclarar su contexto como mirar éste desde una perspectiva nueva e insólita y descubrir
en él facetas antes ignoradas o infravaloradas. El episodio
o la vida se convierten en microcosmos reveladores de un
macrocosmos más amplio (incluso de más de uno). Por
ello, y pese a lo que creen algunos, no parece que esa reconsideración de lo particular implique una resurrección
del añejo historicismo.
Es ese tipo de enfoque el que Frances Stonor Saunders
adopta en esta obra tan amena como interesante. Stonor
Saunders no es una historiadora descendida de las alturas
de la academia para asperjar gotas de sabiduría entre la
masa ignorante. Aunque formada como medievalista, su
trayectoria profesional se halla completamente vinculada
a los medios de comunicación (tanto escritos como audiovisuales), trabajando para los cuales se gana la vida. Ha
destacado como realizadora de documentales de temática
histórica para la televisión inglesa, como presentadora y
colaboradora de programas de radio (también centrados
en la historia) y como autora de textos para prestigiosas
publicaciones como el diario The Guardian, el semanario
New Statesman –del que llegó a ser editora de arte y editora
asociada– y la revista de arte Areté. Su exitoso primer libro
Who Paid the Piper?: CIA and the Cultural Cold War (en los
Estados Unidos publicado con el título de The Cultural Cold
War: The CIA and the World of Arts and Letters) salió a la luz
en 1999 y se tradujo al castellano en 2001 como La CIA
y la guerra fría cultural. Su segundo libro, Hawkwood: Diabolical Englishman (en Estados Unidos The Devil’s Broker),
data de 2004 y se centra en la figura de John Hawkwood,
condottiero inglés famoso en la Italia del siglo XIV, donde
era conocido como Giovanni Acuto. The Woman Who Shot
Mussolini, publicado en 2010 y ahora vertido al castellano
es, por tanto, su tercer libro.
Historiadora metida a comunicadora o comunicadora
salida de las aulas oxonienses con un notable bagaje histórico, tanto monta, monta tanto. Lo importante es que
esa doble experiencia se combina afortunadamente en
4
este caso para ofrecer un producto que –ya lo hemos dicho– cumple los requisitos necesarios para considerarlo
un libro de historia sin adjetivos y, sin menoscabo de ello,
susceptible de ser leído con delectación.
En efecto, La mujer que disparó a Mussolini se acerca al
asesinato frustrado del dirigente fascista y a su autora desde
una perspectiva que tiene sobre todo en cuenta los intereses del lector culto medio, pero que no cae en concesiones
a la galería que pudieran irritar a los guardianes de la ortodoxia académica. Una aproximación episódica a lo “vieja
historia” quizá se habría limitado a establecer las causas, el
desarrollo y las consecuencias del suceso, probablemente
a tratarlo como un atentado más de los varios que sufrió
el endiosado Duce en aquellos tiempos posteriores al caso
Matteotti. Frances Stonor Saunders, sin embargo, seducida sin duda por la locura homicida de Violet Gibson, no
se conforma con recorrer ese trillado camino, sino que
además se entretiene en dibujar los diversos entornos de
la protagonista –familiar, social, histórico– lo que le permite identificar las poderosas fuerzas que interactuaban
de forma conflictiva a su alrededor y, así, problematizar su
estado mental (y dejar al lector la última palabra).
La infancia irlandesa de Violet, su adolescencia entre
aquella “gente con clase” que formaba la élite dublinesa sirve para destripar a su ya en sí anómala familia, los
Ashbourne. El rutilante padre, metido en política bajo el
patrocinio nada menos que de Benjamin Disraeli y destacado “unionista”, acaba recibiendo un título nobiliario en
premio a su fidelidad y sus servicios a la corona británica.
Su hijo mayor, Willie, aborrece la dominación inglesa, se
alinea con al nacionalismo irlandés, se convierte al catolicismo y elige pera rezar el gaélico, aunque reside la mayor
parte de su vida en la dulce Francia (su esposa descendía
de una distinguida familia de hugonotes). El segundo hijo,
Harry, nada rebelde, encarna muy bien la vida desahogada
de la nobleza de entonces, destacando como deportista y
como tirador de rifle y pistola. Un tercer hijo, Víctor, también sale al padre: tan unionista como imperialista, participa en la guerra de los Bóeres, donde es hecho prisionero.
La madre, Frances, se destaca como ferviente devota de la
ciencia cristiana inaugurada por Mary Baker Eddy (para la
5
«En efecto, La mujer
que disparó a Mussolini se acerca al asesinato frustrado del dirigente
fascista y a su autora
desde una perspectiva que
tiene sobre todo en cuenta
los intereses del lector culto
medio, pero que no cae en
concesiones a la galería
que pudieran irritar a los
guardianes de la ortodoxia
académica»
«Durante buena parte del
libro ese contraste entre
las experiencias de Violet
y las de Benito animan
con habilidad el texto, salpimentándolo con datos de
muy amplio conocimiento
entre los expertos, pero
difícilmente al alcance del
lector no especializado»
cual la enfermedad era una ilusión, un fenómeno mental
que podía disiparse mediante la oración diaria y el ejercicio) y hace de la mansión familiar un lugar de reunión para
muchos adeptos irlandeses a este culto. Una hija, Frances
como la madre, también se convierte en ferviente seguidora de la ciencia cristiana, iglesia en expansión que es
detestada abiertamente por Violet, que durante un tiempo
se acerca a la teosofía de Helena Blavatsky y que acaba
ingresando, como su hermano mayor, en las filas del catolicismo romano, lo que la distancia terriblemente de sus
padres. Otra hija de los Ashbourne, Elsie, se casa con un
linajudo lord, como corresponde a la encumbrada posición familiar (también su hermana Frances se casó con un
encopetado miembro de la aristocracia). La hija pequeña,
Constance, queda célibe y asume que ha de permanecer
en casa para cuidar de sus padres. Ese destripamiento de
la vida familiar, al obligar a establecer su contexto, hace
posible que el lector entre en provechoso contacto con
temas y problemas de gran importancia histórica que son
iluminados por Frances Stonor Saunders al poner a los
Ashbourne bajo el foco: el conflicto irlandés, el imperialismo británico, la efervescencia religiosa de la época, la
educación y la sociabilidad de la aristocracia, las condiciones de vida de las mujeres clase alta…
Mientras Violet Gibson reside en la planta alta del edificio social, Mussolini vive mucho más abajo. No sale del
sótano (su padre era herrero y su madre maestra), pero su
mundo está a años luz de distancia de los finos oropeles
del Dublín señorial. La autora acierta a trazar a grandes
rasgos su infancia, adolescencia y primera juventud: su inadaptación a la escuela, primero como alumno violento
y después como maestro tiránico, su huida a Suiza para
eludir el servicio militar, su maximalismo revolucionario,
su arresto por vagancia en Basilea... Más adelante también
acertará a resumir su donjuanismo, su acceso al poder, su
conversión en dictador, sus aventuras coloniales, su caída
propiciada por su propio partido en plena guerra mundial
(convertida en un desastre para Italia), su rescate por Hitler, o su muerte desastrada. Durante buena parte del libro
ese contraste entre las experiencias de Violet y las de Beni-
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to animan con habilidad el texto, salpimentándolo con datos de muy amplio conocimiento entre los expertos, pero
difícilmente al alcance del lector no especializado.
El itinerario espiritual de la señorita Gibson es otro ámbito donde dialogan biografía y contexto. La conversión
de Violet al catolicismo a los veintiséis años de la mano
de su hermano, muy mal recibida por sus padres, fue el
resultado final de la búsqueda espiritual, tortuosa y poco
común, ya aludida. Significó la desaparición de la honorable dama de las notas de sociedad de la prensa británica (“convertirse” al catolicismo era, para los protestantes
biempensantes, “pervertirse”, lo que se castigaba con la
exclusión de su mundo). Significó también la entrada de la
neófita en una Iglesia que ella creía verdadera, pero con la
que, en aspectos muy importantes, estaba profundamente
disconforme. En efecto, tanto Willie como Violet Gibson
merecen la consideración de católicos “modernistas” y liberales, es decir, enormemente críticos con las posturas
autoritarias y reaccionarias de la sede papal, con la que
estaban condenados a chocar. El principal “modernista”
irlandés del momento, el teólogo jesuita George Tyrrell,
amigo íntimo de Willie, acabó excomulgado. En la opinión de aquellos heterodoxos tan incómodos para Roma
–dónde solían ser vistos como heréticos o como gente en
el camino de serlo– el cristianismo había de adaptarse, y
no resistir, a las fuerzas del progreso. Ello implicaba que,
además de un reto teológico, su opción incorporara un
fuerte compromiso social y político: la misión del cristiano es cuidar de los pobres (de donde se sigue que se haya
hablado, en relación con ellos, de un “socialismo cristiano”), el papado debería ser el guardián de la libertad, la
Iglesia católica debería romper con los regímenes monárquicos y absolutistas...
La actitud de Violet no se correspondía, por tanto, a la
incorporada al prototipo de “papista” construido por el
protestantismo inglés. La manera en que Stonor Sauders
ilumina las aristas religiosas de la sociedad británica de la
época –donde la conversión al catolicismo era entendida
como algo poco menos que antipatriótico y, a la vez, los
“católicos viejos” veían a los conversos como gente voluble y los trataban con cautela– ejemplifica excelentemen7
«Muy acertadamente la
autora del libro intercala
la información sobre estas
manifestaciones de los desordenes mentales de Violet Gibson con un relato
del ascenso y consolidación
de Mussolini al frente del
estado italiano, y con lo
que ello significó de instauración de un régimen
de violencia institucionalizada y de retroceso progresivo, hasta su práctica
extinción, de las formas
constitucionales liberales y
democráticas»
te como un caso ayuda a esclarecer un contexto. Para el
lector español, además, seguramente constituye una buena oportunidad para poner atención en ese catolicismo
contestatario que, pese a los constantes golpes que sobre
sus espaldas han descargado papas y más papas, no ha
dejado nunca de existir y reinventarse en los dos últimos
siglos, desde Félicité de Lamennais hasta Leonardo Boff.
Es bien sabido que para el catolicismo carpetovetónico de
los tiempos de Violet Gibson, gran vivero de carcas (en
el libro aparece incluso uno de ellos, y no precisamente
de los menos ilustres, el cardenal Rafael Merry del Val,
criticando un artículo de Willie en que glosaba a Tyrrell y
felicitando por mandato del Papa al Duce por haber salido
casi ileso del atentado), el liberalismo, defensor de la libertad de pensamiento, era, como mucho, un mal menor, y
corrientemente pecado.
Y es con esa especie de puré mental que la protagonista
del libro acabó por hacer suyo (el protestantismo mamado
en la cuna, la mística de la ciencia cristiana, el sincretismo
de la teosofía, la heterodoxia de un catolicismo contra corriente) con lo que hay que relacionar sus “rarezas”. Rarezas homicidas, cabe añadir: tres años antes de disparar
sobre Mussolini, Violet ya agredió con un cuchillo a la
hija de la señora de la limpieza de la casa en que vivía en
Londres y a otra paciente del sanatorio psiquiátrico donde
fue recluida a consecuencia del aquel hecho. Tardó seis
meses en recibir el alta tras seguir el pertinente tratamiento. Es más, antes de intentar matar a alguien por vez primera, aseveró que el Papa había traicionado a la Iglesia
y que merecía ser eliminado, aunque también dijo que le
repugnaba la idea de que “los católicos buenos y piadosos
pueden considerar que está bien matar”. Pero muy pronto
sus emociones se rebelaron contra tal repugnancia y “su
intelecto la llevó inexorablemente –explica Frances Stoner
Saunders– a la teología del asesino”. Tras sus dos primeros intentos de homicidio y el internamiento psiquiátrico
anejo se trasladó a una Italia conmocionada por el asunto
Matteotti, quizá pensando en liquidar al Papa, pero acabó
tratando de matar a Mussolini. Un año antes de acometer
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tal empresa, de manera inesperada y sorpresiva, intentó
suicidarse pegándose un tiro en el pecho que no la quitó
de en medio de puro milagro.
Muy acertadamente la autora del libro intercala la información sobre estas manifestaciones de los desordenes
mentales de Violet Gibson con un relato del ascenso y
consolidación de Mussolini al frente del estado italiano,
y con lo que ello significó de instauración de un régimen
de violencia institucionalizada y de retroceso progresivo,
hasta su práctica extinción, de las formas constitucionales liberales y democráticas. Angelo Tasca sostuvo que la
mejor manera de definir el fascismo es, ante todo, escribir
su historia. Stonor Saunders se aplica a dibujar, con erudición suficiente, el camino que marcó la conversión de
Italia en “el teatro de la locura” (ese es el título que pone
a uno de sus epígrafes) del experimento mussoliniano. Ian
Thomson, en la reseña que publicó en The Observer cuando salió la edición original inglesa de este libro, afirmó
que era “one of the fines studies of Italian fascism I have read”.
No sé si llegar a tanto, pero tampoco negaré que la exposición merece parabienes de esa guisa. A veces tendemos
a ver los procesos históricos como algo predeterminado.
La lectura de esas interesantes páginas nos desmonta esa
perezosa visión al ponernos al descubierto cuánta improvisación, cuánta arrogancia y cuánto narcisismo, cuántas
tensiones entre los propios actores, cuánta elección confusa ante contingencias alternativas, cuántas inconsistencias ideológicas, coincidieron para crear y fortalecer aquel
monstruoso aparato político.
La anatomía del instante en que Violet Gibson disparó a Mussolini ocupa muchas páginas del texto, que se
acompaña de varias fotografías publicadas en la prensa
de la época sobre el hecho y otras procedentes de fuentes
policiales. El esfuerzo de la autora por complementar su
relato con este tipo de material se agradece a todo lo largo
de la obra, pero más en los momentos que aborda específicamente la tentativa de asesinato. Una tentativa que
hay que situar como un eslabón especialmente anómalo
de una cadena más larga de atentados siempre fracasados de la que se deja suficiente constancia: entre noviembre de 1925 y octubre de 1926 el Duce fue el objetivo de
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otros tres intentos de asesinato, alguno con una potente
estructura conspirativa detrás. No era, pues, completamente descabellada la apuesta de la policía por encontrar
un complot político –y no tardó en hallar algún indicio–
tras el acto criminal de aquella extraña señora. Ella, sin
embargo, dio dos versiones muy distintas para motivar
su acción. En los primeros interrogatorios explicó que lo
había hecho por imperativo divino: disparar a Mussolini
era glorificar a Dios, que incluso le había mandado un
ángel para mantener el equilibrio mientras ella disparaba.
En una declaración posterior confesó que lo había hecho por amor: Giovanni Colonna, duque di Cesarò, de la
que estaba enamorada, se había convertido en opositor
a Mussolini, y aquello era como la prueba de su entrega.
Se investigó el papel del duque –que cabe pensar que no
tenía ni idea de contar con semejante admiradora– como
posible instigador, y no se llegó a ninguna parte. ¿Locura
de amor sagrado o locura de amor profano?
Los dos términos de esa dicotomía no son, claro está,
mutuamente excluyentes, aunque es indiscutible que pesaba mucho más el primero que el segundo. Mientras
Violet estaba encerrada en la cárcel de Regina Coeli una
reclusa imprudente garabateó en un pedazo de papel un
¡Viva Mussolini! y lo agitó ante sus narices. Nuestra dama
respondió con gran violencia: utilizó un pequeño martillo que tenía a su alcance para golpear en la cabeza a la
provocadora, que ingresó en la enfermería con una conmoción cerebral. “Era contrario a la voluntad de Dios
que Mussolini continuara existiendo”, declaró Violet para
justificarse. Con ello pasó de la cárcel al manicomio y de
las manos de los policías a las de los psiquiatras. La diplomacia británica, que se empleó a fondo (¿habría mostrado
tanta intensidad si la acusada no fuera una aristócrata?), y
la selecta familia de la encausada, cogidas por sorpresa en
un primer momento, empezaron a presionar para asegurar un dictamen de irresponsabilidad. Contrataron a un
buen abogado italiano y no dejaron de intentar influir en
el propio Duce, convencido por su parte de que aquello
había sido la obra de una peligrosa lunática. Si se tardaron
dos años en completar el procedimiento judicial fue, sin
duda, por la situación de enfrentamiento interno entre el
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ala moderada y el ala radical que había en el seno del gobierno fascista en aquellos momentos y que interfirió en
este peliagudo asunto. Entre los moderados se situaba el
ministro del Interior, Luigi Federzoni, que quería quedar
bien con los británicos; los radicales opinaban que no se
podía dejar sin castigo ninguna agresión al Duce, ya que
eso se interpretaría como un signo de debilidad, mientras que alimentaban la teoría de la conspiración. Al final,
la locura de Violet fue sentenciada en los tribunales y el
poder fascista dio, a la vez, otra vuelta de tuerca hacia la
brutalidad. Los magnicidios no consumados de aquellos
meses fueron el catalizador de un considerable endurecimiento de las leyes represivas italianas, lo que aseguró su
conversión en un duro régimen policiaco.
La estancia de la mujer que disparó a Mussolini en el St.
Andrew’s Hospital de Northampton, ocupa varios epígrafes del libro. Si estaba loca, su lugar era el manicomio. Privado, por supuesto. Los Ashbourne la asumieron como
una carga, no como una enferma que merecía atención y
cariño. La excepción fue su hermana Constance, la célibe,
que era la única que la visitaba con cierta frecuencia al
convertirse en su tutora legal. Apartada del mundo, silenciada, oculta, abandonada en lo que Stoner Saunders llama
“el calabozo de la historia”, los demás, en la práctica, la
ignoraban. El coste de los cuidados se cubría con el legado que le habían dejado sus padres, pero las turbulencias
financieras de los años treinta y de la guerra se comieron
el capital. La familia optó por reducir los gastos y, aunque
no la cambió de establecimiento (Violet pidió sin éxito
que la trasladaran a un convento católico), poco a poco
sus condiciones de vida fueron menos confortables. La
derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial implicó que los otros asesinos frustrados de Mussolini salieran
en libertad, incluso adornados con el aura de héroes. Violet Gibson siguió confinada hasta su muerte, pese a todas
las peticiones que realizó para abandonar el St. Andrew’s.
Cuando murió, su sobrino ni siquiera respetó sus últimas
voluntades sobre cómo y dónde quería ser enterrada.
La autora del libro aprovecha tal conjunto de avatares
para iluminar, de nuevo, un contexto. O mejor dicho, para
enlazar lo particular y lo general en un par de aspectos
11
importantes. Por un lado, nos topamos con la exclusión
social de los locos y con las inseguridades y los prejuicios
de la psiquiatría de entonces. El libro contiene por doquier instructivas observaciones sobre la definición y el
tratamiento (me resisto a usar la palabra terapia), en aquellos años, de las enfermedades “nerviosas” de las mujeres,
una temática que se acentúa en los epígrafes finales. El
enfoque narrativo de Stoner Saunders está muy alejado de
las pretensiones teóricas de un Foucault, pero es muy eficaz para trasmitir la idea de que en los tiempos modernos
no se ha sabido muy bien qué hacer con los “dementes”,
como no haya sido encerrarlos. Alusiones a los casos de
otras notables damas británicas que ingresaron en clínicas
mentales, como Virginia Woolf o Lucia Joyce –la hija de
James Joyce que también habitó el St. Andrew’s– complementan las reflexiones que suscita la peripecia frenopática
de Violet Gibson. Por otro lado, percibimos, aunque sea
muy débilmente (quizá porque esto no figuraba entre los
objetivos de la autora) lo que podemos llamar el inexorable declive de la aristocracia británica. La narración permite entrever cuán diferente era el mundo del primer lord
Ashbourne (el padre de Violet) del que envolvía al tercer
lord (el vicealmirante Edward Gibson, el sobrino de Violet que fue su último tutor legal, y para quien aquella tía
loca sólo constituía una molestia incómoda heredada junto al título). El entorno en que se movían uno y otro eran
distintos y distantes. Ignoro, aunque lo dudo, si asimismo
eran tan dispares en sus valores y su trato social.
A la autora no le cabe duda de que la honorable Violet
Gibson debe ser considerada loca, al menos una parte del
tiempo, pero de ello no se debe concluir, nos dice, que
“la totalidad de su vida se deba reescribir para adaptarse
a esta conclusión”. En un momento dado, Dios le había
ordenado disparar sobre Mussolini y ella, simplemente, lo
hizo. Los brotes de psicosis homicida aparecieron ya en su
madurez. Y tras su intento de matar al Duce, el principal
problema de los psiquiatras estribaba en cómo explicar
que aquella “enferma mental” se comportara corrientemente de manera “normal”, haciendo incluso uso de los
más refinados modales.
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Toda fe religiosa es, en mi modesta opinión, una concesión a la irracionalidad y, por ello, puede ser entendida
como un punto de partida hacia la locura. Pero tener fe,
cualquier fe, no significa por regla general padecer ningún
trastorno mental; tampoco estar condenado a padecerlo
en el futuro. Creer en Dios no predispone a la locura más
que ser ateo o agnóstico. Los creyentes no suelen escuchar la voz de Dios ordenándoles que maten a sangre fría
a nadie (ni siquiera suelen escuchar la voz de Dios, si no
es en un sentido metafórico). Ahora bien, las experiencias místicas –es decir, aquellas en que un ser humano de
carne y huesos se siente en comunicación directa con una
divinidad inmaterial e inefable– son un terreno donde la
cordura y la locura se rozan e incluso se confunden. Y
considerarlas de un modo u otro depende, sobre todo, del
contexto. Del contexto histórico, obviamente. Teresa de
Ávila, una de las santas favoritas de Violet Gibson, refirió
con prosa excelente los detalles de sus extraordinarios éxtasis, fue canonizada en 1622, cuarenta años después de su
muerte, y en 1970 el papa Pablo VI la declaró doctora de
la Iglesia. Es bien sabido que ese resultado tan halagüeño
fue uno entre otros posibles. Por el mismo tiempo que la
monja carmelita sentía el impacto gozoso del dardo divino (Bernini lo plasmó con insuperable maestría en una de
las esculturas más bellas y famosas de toda la historia del
arte), otros místicos castellanos, los “alumbrados”, decían
también intimar con Dios y recogieron como único premio una persecución inmisericorde por parte de celosos
inquisidores. El relato de por qué Teresa no fue considerada una alumbrada más, sino una mística “ortodoxa”,
es interesante y aleccionador, pero no puede ser contado
aquí. Lo importante es que unos y otra, los alumbrados y
santa Teresa, en la época en que vivieron Violet Gibson
y Benito Mussolini habrían sido –y aquí dudo entre poner “quizá” o escribir “con toda seguridad”– tildados de
locos, lo que era impensable para la mentalidad compartida por las gentes del siglo XVI, y hubieran acabado en
la consulta de un psiquiatra o encerrados en un sombrío
manicomio. Historiar, hay que insistir, es contextualizar.
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«los novelistas se permiten
un trato con la fantasía y
la imaginación que está,
más allá de cierto punto
crítico, prohibido a los
historiadores por buenos
comunicadores que sean»
No albergo dudas de que La mujer que disparó a Mussolini
gustará a muchos lectores. La novela histórica ha gozado y
goza de gran éxito, y no se necesita estrujarse mucho el
cerebro para descubrir buenas razones para ello. La historia sin novela, cuando está bien narrada –y sobre todo si
relata acontecimientos o vidas sorprendentes–, puede ser
una lectura aún más estimulante. No siempre la realidad
supera a la ficción, pero sí que lo hace en numerosas ocasiones. Tengo la impresión, además, de que es más fácil
escribir una novela histórica que un buen libro de historia
como éste. A fin de cuentas, los novelistas se permiten
un trato con la fantasía y la imaginación que está, más allá
de cierto punto crítico, prohibido a los historiadores por
buenos comunicadores que sean. Afirmar de un libro de
historia que se puede leer como una novela –con la facilidad que se lee una novela– no siempre es un piropo, ya
que se puede interpretar como una alusión velada a una
falta de seriedad y rigor. No es nuestro caso. Frances Stonor Saunders ha escrito un buen libro de historia que se
deja leer como una entretenida novela. La afirmación, esta
vez, quiere ser un elogio.
Joan J. Adrià i Montolío
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