UNA MIRADA A LOS ORÍGENES: aportes a la reunión sobre la

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UNA MIRADA A LOS ORÍGENES: aportes a la reunión sobre la
dimensión social como expresión de fe y justicia
Buga, abril 25-28 de 2012
En primer lugar, quiero agradecer la oportunidad de compartir con ustedes estas
reflexiones, preliminares y un tanto incompletas, sobre la manera como se ha percibido el
problema social en la provincia a lo largo de los años especialmente en los iniciales, para
buscar suscitar tanto la necesidad de trabajos más elaborados de investigación sobre el tema
como de recoger las memorias de los protagonistas de estos eventos. Y, en segundo lugar,
advertirles sobre las limitaciones de esta presentación, que se basa en mis recuerdos
personales y en mi experiencia vivida durante cuarenta años, que tampoco recoge todos los
aspectos de los trabajos desarrollados en el centro sino solo lo que tiene que ver con las
investigaciones de carácter más propiamente académico, dejando de lado las
investigaciones de investigación-acción participativa, lo mismo que las actividades
relacionadas con la educación popular y el acompañamiento a las comunidades populares.
Introducción: recordar la necesidad de considerar los cambios de los
contextos nacional, continental y mundial
Después de estas aclaraciones preliminares, quiero entrar en materia partiendo de que las
variaciones de la percepción de lo social en la provincia colombiana se enmarcan en las
transformaciones que ha vivido la sociedad y de la Iglesia, tanto en Colombia como en el
mundo a lo largo del siglo XX y principios del XXI1, y están relacionadas con la manera
como esos cambios han sido experimentados y analizados por los jesuitas de la Provincia..
En esos años, Colombia pasó de ser un país predominantemente rural a ser muy urbanizado,
con mucha población concentrada en unas tres o cuatro grandes ciudadanas y otras
intermedias, cuando al comenzar los años sesenta la población que habitaba en el campo
era de un 75%. Este cambio afectó el modelo parroquial de la Iglesia católica, pensado
primordialmente en relación con el mundo rural, que solía girar en torno a la parroquia. Por
otra parte, la expansión de la cobertura de la educación secundaria y universitaria
educativa, el aumento de las clases medias urbanas, el acceso masivo de la mujer al mundo
profesional y laboral, fueron modificando el modelo tradicional de familia patriarcal y
abriendo en camino a una profunda secularización de las clases medias y altas, al lado de la
aparición de una religiosidad difusa, expresada en múltiples formas no institucionalizadas.
En el campo religioso, los cambios de la Iglesia mundial y latinoamericana modificaron
profundamente las relaciones con el Estado y la sociedad: el reconocimiento del Vaticano
de los valores del mundo moderno y la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios en marcha
1
Fernán E. González, en 2008, “Desarrollo y sociedad en Colombia (1933-2008”, en Revista Javeriana #
748, septiembre de 2008, pp-10-27.
al lado de los otros pueblos de la tierra significaban una profunda ruptura con la mentalidad
de neocristiandad republicana y de lucha contra la modernidad, expresada en la reforma
constitucional de 1886 y el Concordato de 1887, que otorgaban a la Iglesia católica el
control del aparato educativo y de la institución familiar por considerarla elemento esencial
del orden social de la nación. Estos cambios se veían reforzados por la mirada crítica que la
Conferencia Episcopal latinoamericano había proyectado sobre la realidad social del
continente, que caracterizaba como de violencia estructural y de pecado social. Como
resultado de la diferente recepción de estos cambios, se produjo una profunda división
dentro de la Iglesia del continente y de Colombia, lo mismo que al interior de la provincia.
Para complicar aún más la situación, en el continente y en Colombia se viene produciendo
una enorme diferenciación del campo religioso con la consiguiente pérdida del cuasi
monopolio de la Iglesia católica en la sociedad colombiana, una aceptación del pluralismo
religioso y cultural, una laicización del Estado, una clara separación de Iglesia y Estado,
consagrada por la reforma constitucional de 1991 y refrendada por la sentencia de la Corte
constitucional de 1993, que declaraba inexequibles todos los artículos del Concordato de
1974 que otorgaban ventajas institucionales a la Iglesia católica.
Además de estos cambios sociales y políticos de orden interno, el país experimentó
profundos cambios en su vida económica, que se hizo mucho más compleja y dependiente
del contexto internacional: de una economía centrada en la monoexportación cafetera y en
una limitada sustitución de importaciones para un reducido mercado interno bastante
protegido, hemos ido pasando a ser una economía más inserta en el mercado mundial, por
medio de la exportación de productos mineros y por la economía ilegal del narcotráfico, en
contra de las ilusiones de un modelo nacional de desarrollo, que aparece en muchas de las
reacciones recientes en contra de los tratados de libre comercio, especialmente del TLC con
los Estados Unidos.
Y, además de esta mayor globalización económica, el mundo fue abandonando la
perspectiva bipolar de la Guerra fría, que dividía a los países en dos bloques: el mundo
libre, liderado por los Estados Unidos, y el mundo comunista, controlado por Rusia, que
competían entre sí por el dominio del mundo. La crisis del bloque socialista y el
surgimiento de China e India como potencias, la caída de los regímenes militares en
América Latina, la creación de la Unión Europea y la descolonización de los países
africanos fueron produciendo una conciencia creciente de la irrealidad de las mutuas
amenazas de expansión de los dos bloques del mundo bipolar, por la poca posibilidad
económica y militar para la ampliación del dominio de las potencias fuera de sus ámbitos
de influencia. Aunque el gobierno de Uribe Vélez trató de reeditar esta lectura de la Guerra
fría para Colombia y América Latina, debido a la confluencia Bush-Uribe Vélez frente a
Chávez, Correa y Evo Morales.
Por último, hay que considerar un aspecto de la globalización cultural que normalmente es
pasado por alto, pero que resulta muy relevante para el caso colombiano: la difusión y
expansión del lenguaje de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario,
que constituye una estandarización de los avances de la Humanidad y que ha modificado
sustancialmente nuestra percepción de los problemas nacionales.
El descubrimiento del problema social como campo de apostolado jesuítico
Aunque el apostolado con los más necesitados aparece desde los inicios de la Compañía (el
trabajo de S. Ignacio con las prostitutas y los destechados de Roma y de nuestros padres
fundadores en los hospitales de caridad, la evangelización de los esclavos de Alonso de
Sandoval y Pedro Claver y las reducciones del Paraguay serían unos pocos ejemplos entre
muchos posibles), el descubrimiento del problema social como campo apostólico de la
Compañía gira en torno a los antecedentes y el ulterior desarrollo de la encíclica Rerum
Novarum (1891), y su profundización por la Quadragesimo Anno (1931)2. El llamado del
Papa León XIII, en “El afán de novedades” era un llamado de atención sobre la
responsabilidad que las estructuras e instituciones del mundo industrializado eran
responsables de la miseria de los obreros, desprotegidos por la desaparición de las
instituciones medievales. Por lo tanto, había que ir más allá de la caridad para pensar en la
justicia, por medio de la evangelización de la sociedad entera.
Este llamado fue acogido por la Congregación General XXVI de 1892, que animaba a crear
asociaciones de ayuda y desarrollo de trabajadores y pobres por medio de los Ejercicios de
San Ignacio y las Congregaciones Marianas. Esto condujo a la creación de muchas obras
sociales como la Action Populaire de París (1903), la Catholic Social Guild (1909) y el
Catholic Workers College (1921) en Inglaterra y el centro Fomentos Social de Madrid
(1927). En Alemania, el P. Heinrich Pesch, considerado el padre del pensamiento social
católico, publicó su manual sobre la economía nacional y en Estados Unidos, el P. John La
Farge desarrolló un trabajo pionero en el Catholic Interracial Council de Nueva York. El
fundador de la Action Populaire, el P. Gustave Desbuquois, junto con el P. Oswald von
Nell Breuning, de Frankfurt, colaboraron en la redacción de la encíclica Quadragesimo
Anno, que fue casi escrita por el segundo, que sería un intelectual muy destacado en la
formación del partido social demócrata de la posguerra.
Después de esta encíclica (1931), la Congregación General XXVIII declaró, en 1938, al
apostolado social como uno de los más importantes de ese momento: para su promoción,
declaró que era urgente la creación de Centros para la investigación y acción social, para lo
cual deberían dedicarse jesuitas de tiempo completo, con formación académica y análisis
social y preparar a otros para un trabajo directo con los pobres, especialmente campesinos y
2
Michael Czerny y Paolo Foglizzo, 2000, “El apostolado social en el siglo XX”, en Promotio Iustitiae,
Roma, # 73, pp. 7-11.
obreros. En 1946, la Congregación General XXIX haría depender la eficacia de este
apostolado de la austeridad de vida de las comunidades jesuitas,
Y, en octubre de 1947, el P. Juan Bautista Janssens dirigió a toda la Compañía su
Instrucción sobre el apostolado social porque consideraba que la II Guerra Mundial había
impedido que se cumplieran plenamente las directrices sociales de las Congregaciones
XXVIII y XXIX. El P. General insiste nuevamente en que se abrieran Centros de
Investigación y Acción Social para enseñar a sacerdotes, seglares cultos y obreros
preparados la doctrina social en la teoría y la práctica. Y llamaba a toda la Compañía a
capacitarse en la caridad activa que hoy se llama “mentalidad o actitud social”, para
aprender por experiencia lo que significa vivir “en circunstancias humildes, pertenecer a las
clases más deprimidas de la familia humana, no ser tenido en cuenta y ser despreciado por
otros hombres (…) ser un mero instrumento por el que otros se enriquecen (…) y
“contemplar alrededor de uno a aquellos para quienes se trabaja, que abundan en riquezas,
disfrutan de comunidades superfluas…”
Según Janssens, la clase obrera de Europa y América Latina estaba siendo invadida por la
indiferencia religiosa que se transformaría pronto en ateísmo práctico; por eso, muchos de
los nuestros, especialmente los jóvenes, se mostraban muy molestos por la poca atención
que prestamos a las masas de las que casi nadie se preocupa por estar “ocupados en tantos
ministerios más fáciles y menos necesarios”. Esto lo llevaba a advertir a los provinciales
que no creyeran necesario mantener nuestros ministerios tradicionales pues se pregunta si
“con el paso del tiempo, no nos hemos alejando progresivamente de los que más lo
necesitan, para dirigirnos a los que tienen menos necesidad”. De ahí que los exhortara a
examinar con valentía si hay que dejar algunos trabajos, “sin tener en cuenta las opiniones
hipócritas o los dictámenes de unos y otros, con el fin de estar mucho más cerca de esa
“movilidad” que tanto quería S.Ignacio que inspirase a la Compañía”3.
Como respuesta a este llamamiento del General, surgieron, después de la II Guerra
Mundial, muchas iniciativas como el Institute of Social Order en Filipinas, el Hogar de
Cristo del P. Hurtado en Chile, el Centri Studi Sociali de Milán con su revista
Aggiornamenti Sociali, un centro en Mannheim (Alemania) que se integraría luego al
Instituto de Política Social de Munich, el New Orleans Institute of Human Relations en
Estados Unidos y los Círculos Operarios de los jesuitas brasileños. En 1950, se funda en la
India el Xavier Institute of Social Order, que se transformaría en el Indian Social Institute;
en 1962, se funda el INADES (Institut Africaine pour le Developpment Economique et
Social), en Abidjan, como rama de la Action Populaire de París; en 1964, el Silveira House
en la Rodesia de entonces y en 1965, el CEPAS (Centre d‟ Etudes pour l´Action Social) en
la república democrática del Congo. Y, en América Latina, es designado en 1957 el P.
Manuel Foyaca, jesuita cubano, como visitador con plenos poderes para destinar jesuitas a
3
Czerny y Foglizzo, 2000, pp. 9-10.
estudios especiales y trabajo social, con el fin de crear centros de investigación y acción
social en todos los países: surgen así el Centro Belarmino en Chile, el Centro Gumilla en
Venezuela, el IBRADES y CEAS en Brasil, y los CIAS de Argentina, Paraguay y
Colombia4. En los casos del Brasil, Chile y Colombia sería muy importante la presencia del
P. Pierre Bigo, que aportaría la experiencia de la Action Populaire de París.
Los comienzos del apostolado social en la provincia colombiana
En nuestra provincia colombiana, se pueden considerar como los trabajos pioneros en esta
materia la fundación, en 1911, del Círculo de Obreros por el P. José María Campoamor,
con sus obras de la Caja de Ahorros y la urbanización de Villa Javier, y la difusión de la
necesidad de la acción social y de la doctrina social de la Iglesia por parte del P. Jesús
María Fernández, que sería luego el primer provincial de la restablecida provincia, cuyo
manual de sociología práctica fue adoptado por la Conferencia Episcopal colombiana ara la
enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en 1916.
Según el P, Manuel Briceño5, el destino del P. Campoamor a Colombia fue saludado con
entusiasmo por el P. Vicente Leza, superior de la entonces Misión Colombiana,
dependiente de la provincia de Castilla y rector del colegio San Bartolomé, por su interés en
una campaña de redención de la clase obrera que evitara que se deje “arrastrar por la
corriente del comunismo, incipiente hoy en Colombia, pero que puede, si se le descuida,
revestir más tarde caracteres desastrosos”. El P. Campoamor (1872-1946) había conocido
ya algunas experiencias de trabajo social con organizaciones jesuitas de Alemania y
Bélgica y había comenzado a trabajar con el mundo obrero en Gijón, bastante radicalizado
entonces por ideas socialistas.
La Bogotá que encontró Campoamor en 1910 no era más que un pueblo grande, con
121.257 habitantes, donde la mayoría de la población carecía de agua, luz, ventilación y
servicios sanitarios y las viviendas eran precarias. De ahí la importancia que el Círculo de
Obreros daba a la carencia de habitaciones higiénicas y la promiscuidad en que vivían las
familias pobres, al lado de los problemas del alcoholismo, la poca instrucción escolar y la
corrupción de las costumbres por efecto de la moda y el cine. Por eso, la urbanización de
Villa Javier construía casas “según la moralidad y la higiene”, para ser arrendadas a bajo
precio exclusivamente a familias obreras.
Sin embargo, la investigación de Rocío Londoño destaca el notorio desinterés que mostraba
el Círculo por las reivindicaciones laborales básicas, como la jornada de trabajo de 8 horas,
el descanso remunerado y los niveles salariales, ejes tradicionales de las luchas obreras. Y
destaca que su boletín solicitara a los patronos que dejaran asistir a los obreros al almuerzo
4
Czerny y Foglizzo, 2000, pp. 9-10.
Manuel Briceño Jáuregui, 1997, Del Círculo de Obreros y de la Caja Social de Ahorros a la Fundación
Social, Fundación Social, Bogotá, pp. 22-30.
5
campestre y otros festejos del 20 de julio, sin rebajarles el jornal. Para esta autora, este
desinterés por las reivindicaciones colectivas y la franca oposición a los sindicatos y a toda
forma de protesta obrera, obedecían “a la intención de Campoamor de crear un mundo
obrero puro, al margen de las perversas influencias modernas, cuya enseñanza se difundiría
por la vía del ejemplo y del contraste”6. A mi modo de ver, esta idea de un mundo obrero
puro, al margen de los conflictos, expresaba da una concepción armónica del mundo,
opuesta tanto a la lucha de clases como a la concentración de las riquezas: la Caja de
ahorros no solo buscaba mejorar la economía de los trabajadores sino lograr la cooperación
de los ricos pero no solo como limosna sino por justicia, como señalaban Álvaro Ortiz
Lozano y los PP. Guillermo y Jorge González Quintana, autores de los primeros opúsculos
sobre la obra de Campoamor7.
Según su reglamento, el ideal de Villa Javier era “ser el pueblo de los diez mandamientos y
de las obras de misericordia”, regido por la moral católica, sin “embriaguez, ni pasiones
bajas, ni cine corruptor ni reyertas”. Sería un barrio modelo, “un pueblo feliz en medio de
la pobreza, porque pone en práctica la doctrina de Jesucristo”8. El reglamento consideraba
al barrio como “el palacio de la pobreza” porque sus habitantes se gloriaban de imitar a
Jesucristo, pobre artesano. Por eso, no se admitían sirvientas ni lujos en las casas, sino
comodidad y aseo, ni podría haber tiendas en las casas. Y no se permitía habitar en las
casas sino a la familia directa, sin suegras, cuñados, cuñadas, primos ni sobrinos, para
evitar disensiones; y se necesitaba la autorización del P. Campoamor a hospedar a otros ni
siquiera por una noche. Además, se debían excluir la embriaguez y todo lo que pueda
conducir a la deshonestidad: “por eso, no hemos de asistir a cinematógrafos y otros
espectáculos que son escuela de corrupción”, sino fomentar las sanas diversiones. Y el
barrio estaba limitado solo para obreros manuales, no para empleados, ni siquiera de ínfima
categoría, ni tampoco para obreros que tuvieran que trabajar de noche. Finalmente, el
reglamento concluía diciendo que Villa Javier no era “una barriada para alquilar casas
baratas”, sino “una obra de elevación social, donde se reúne un grupo escogido de familias
obrera, dispuestas a procurar el mejoramiento moral, intelectual y económico de la clase
obrera. Como no se puede tener de antemano conocimiento completo de las familias que
entran, es preciso hacer salir a las que por una u otra causa no son aptas para realizar ese
ideal”9.
La idealización de este mundo obrero estaba acompañada en la mentalidad de esta obra por
otra idealización: la del mundo campesino, cuyos valores se trataba de mantener en el
6
Rocío Londoño Botero, 1994, “El Círculo de Obreros de San Francisco Javier”, en Rocío Londoño Botero y
Alberto Saldarriaga Roa, 1994, La Ciudad de Dios en Bogotá. Barrio Villa Javier, Fundación Social, Bogotá,
pp. 46-47.
7
Álvaro Ortiz Lozano, 1938, La obra del P. Campoamor, Círculo de Obreros, Imprenta del S. Corazón de
Jesús, Bogotá, pp. 33-34; Jorge y Guillermo González Quintana, 1940, El círculo de obreros. La obra y su
espíritu, 1911-1940, Bogotá, Editorial de la litografía colombiana, Bogotá, pp. 29-38..
8
Álvaro Ortiz Lozano, 1938, o.. c,, pp. 33-34; González Quintana, 1940, o. c., pp. 93-94.
9
“Reglamento de Villa Javier, en Álvaro Ortiz Lozano, 1938, o. c, pp.66-68.
mundo urbano por medio de granjas agrícolas que establecía el Círculo para que los jóvenes
aprecien las ventajas del cultivo de la tierra (en el barrio San Cristóbal de Bogotá y en
Duitama y Sogamoso). En ese sentido, comenta Ortiz Lozano, que la despoblación de los
campos ha sido la secuela del “urbanismo materialista y desmesurado”: los artificios,
placeres y espejismos de comodidad de las ciudades atraen a los jóvenes campesinos para
que dejen el campo, “que es sobriedad, fortaleza, abundancia, salud, para ingresar los
ejércitos proletarios que en las fábricas se desnaturalizan y pervierten”. Sin embargo,
confiesa el autor, estas granjas tuvieron poco éxito porque los jornales que ganaban en el
mundo urbano eran muy superiores a los del mundo campesino”10.
Tampoco la idealización del barrio parecía corresponder del todo a la realidad: aunque los
PP. González Quintana trataron de mostrar las diferencias positivas de Villa Javier en
contraste con otros barrios, terminaron por reconocer algunos fracasos. Por ejemplo, el
fomento a los matrimonios jóvenes resultó contraproducente porque los jóvenes obreros
“no han entrado por la idea de levantar el espíritu de clase y hacer alarde de sencillez en el
vestido” y apenas consiguen algún dinero se visten “según la moda del último figurín y con
telas y paño de lo más costoso”; finalmente, no se casan si no tienen dinero para la fiesta y
el vestido de matrimonio con “lujo relativo”. Otra deficiencia era la resistencia de los niños
a ir a la escuela pues preferían vagar por las calles y esconderse cuando aparecía el P.
Campoamor: iban a la escuela solo por presión, no por voluntad propia y eran incluso más
díscolos e indisciplinados que los niños de otros barrios. Tampoco participaban de buena
gana, ni ellos ni la gente mayor, en las diversiones programadas de comedias, juegos y
música. Sin embargo, según los PP. González, estas deficiencias no menguaban “el carácter
patriarcal e idílico de aquella singular población”, aunque reconocían que las circunstancias
habían cambiado: el anteriormente “predio rural” estaba ahora dentro del perímetro urbano,
rodeado de población que necesitaba libre tránsito y hacía inútil la cerca que circundaba el
barrio; el paso del tiempo relajó “los resortes de energía y sugestión” e hizo preciso acudir a
medios legales para hacer desocupar algunas casas con costos que eran incompatibles con
los exiguos arrendamientos que se cobraban. Por eso, terminaron, en 1938, muy
preocupados por el futuro de la obra11.
Otro aspecto problemático, normalmente pasado por alto por estos autores, tenía que ver el
carácter patriarcal de la organización, que giraba totalmente en torno “a la autoridad
vertical y paternalista del P. Campoamor”, sin permitir iniciativa alguna de los pobladores,
ni organización comunitaria de ninguna especie. Por otra parte, los incidentes
problemáticos, registrados incluso en los propios boletines oficiales del Círculo, mostraban
las dificultades para implementar el modelo: los obreros estaban acostumbrados a hacinarse
toda la familia en una sola habitación, no cultivaban el solar adyacente, y había que utilizar
la presión moral para expulsar a familias por debajo del ideal por presión moral. Para Rocío
10
11
Álvaro Ortiz Lozano, 1938, o. c. p.18; González Quintana, 1940, o. c, pp. 42-43 ;
González Quintana, 1940, o. c., pp. 99-102.
Londoño, las dificultades tenían que ver con la imposición de un modelo de vida, basado en
un ideal religioso y moral, que negaba la forma habitual de vida de los pobladores, sus
lazos de parentesco y sus costumbres. Ella recoge un episodio, narrado por María Casas,
una cercana colaboradora de Campoamor, que revela algunos de sus rasgos fanáticos y
muestra el ambiente un tanto inquisitorial de Villa Javier: el uso de una comisión de
vigilantes o de grupos de niños para expulsar a la fuerza, con tratos de tortura, a mujeres
llamadas de “mala vida”. 12
Esta actitud intransigente es corroborada por el P, Manuel Briceño con varios relatos, como
las críticas a la participación de algunas personas importante en una obra de teatro cómico
que a Campoamor le pareció inconveniente, que despertaron reacciones adversas en la
prensa y sociedad bogotanas. Y sus ácidos e irónicos comentarios contra un té danzante,
organizado en beneficio la Cruz Roja, donde Campoamor contrastaba los lujos de la fiesta y
el menú con la miseria trágica que experimentaban los habitantes pobres de la ciudad. Y la
indumentaria que consideraba inmodesta de algunas bailarinas en las mismas fiestas del
Círculo13. También destaca la participación de Campoamor en la convocatoria de un
Congreso Nacional de obreros católicos, en julio de 1925, para contrarrestar el Congreso
obrero reunido al año anterior, que, según los miembros de la junta directiva del Círculo, no
representaba a la clase obrera sino que había sido “una junta de carácter político, antisocial
y antirreligioso, en completa disonancia con los sentimientos católicos de la inmensa
mayoría de los obreros del país”.14
Este modelo intransigente y autoritario de respuesta al problema social era bastante
congruente con la defensa del modelo de neocristiandad republicana dominante en la vida
política de entonces, como aparece en la fundación del periódico La Unidad, impulsado por
José Joaquín Casas, con el apoyo del P. Leza. Para la dirección del periódico, el P. Luis
Jáuregui reclutó a uno de sus mejores discípulos, su dirigido espiritual, Laureano Gómez,
para que asumiera la política como misión de Dios. Una de las principales campañas del
periódico era oponerse a la coalición bipartidista de la Unión Republicana, liderada por
Carlos E. Restrepo, porque se temía que esa coalición híbrida de ideas contradictorias iba a
abrir el camino al retorno de los liberales al poder, por lo que era considerada por Gómez
“el caballo de Troya del liberalismo”15. En esto tenía como aliado al arzobispo primado,
Bernardo Herrera Restrepo, que había convocado también a Marco Fidel Suárez, para
lograr unir a las facciones nacionalista e histórica del partido conservador y bloquear así la
candidatura presidencial de Nicolás Esguerra, liberal radical, que sería el candidato de la
12
Rocío Londoño, 1994, “Villa de San Francisco Javier: “Pueblo de Dios y Palacio de la Pobreza”, en
Londoño y Saldarriaga, 1994, o. c., pp136-147.
13
Manuel Briceño, 1997, o. c., pp. 127-128, 111-112, 69-70. .
14
Manuel Briceño, 1997, o. c. 139-140.
15
James Henderson, 2006, La modernización en Colombia. Los años de Laureano Gómez, 1889-1965,
Editorial Universidad de Antioquia y Facultad de ciencias humanas y económicas de la Universidad Nacional
sede Medellín, Medellín pp, 95-103; Fernán E. González, 1997, Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en
Colombia, CINEP, Bogotá, pp. 270-271.
Unión Republicana16. Las presiones de esta prensa llevaron al presidente Restrepo a
quejarse ante la Santa Sede de su maridaje entre política y religión y sus insultos procaces y
calumniosos. Más tarde, el propio arzobispo Herrera Restrepo se quejaría de los ataques de
Gómez contra su persona y la candidatura de Marco F. Suárez, que el prelado prohijaba: se
quejaba al cardenal Vico de la disidencia, que la indisciplina e imprudencia de algunos
jóvenes de San Bartolomé, sostenida por algunos maestros conocidos, que escriben en La
Unidad, producía “entre los buenos” 17.
Las presiones de conservadores intransigentes y sectores del clero contra la participación
liberal en el gobierno de Carlos E. Restrepo fueron apoyados por el hermano del propio
presidente, el jesuita Juan María Restrepo, en una carta personal que se refiere a algunos
comentarios desfavorables que le llegan a Roma; aunque descarta algunas, que más bien
redundarían a favor del presidente, se refiere a una queja, repetida por “personas prudentes,
desapasionadas y de buenas intenciones”: “que se da sobrada participación a los adversarios
en el gobierno, con temor y peligro de que abusen para intentos nada laudables”. No sabe si
los rumores son ciertos, pero está seguro de que “tu conciencia católica te indicará el recto
sendero y te dará esfuerzo para seguirlo”18
De los enfrentamientos contra la República Liberal a la Violencia
Esta mentalidad intransigente sería aún más notoria en el rechazo de la jerarquía y de los
jesuitas de entonces de las reformas modernizantes y secularizantes de la llamada
República liberal de los años treinta, especialmente en materia de educación y beneficencia,
que se concretó en el retiro de los jesuitas de los colegios de Ocaña, Bucaramanga,
Medellín y de San Bartolomé. Estos enfrentamientos se reflejarían en la controversia en
torno a la reforma concordataria de 1942, acordado entre el ministro Darío Echandía y el
cardenal Luis Maglione, que buscaba adecuar las relaciones entre Iglesia y Estado a la
situación creada por la reforma constitucional. Se hizo evidente la profunda división de la
jerarquía y del clero de entonces, incluidos los jesuitas, entre el sector moderado de los
obispos Ismael Perdomo y Luis Concha Córdoba y el grupo intransigente que consideraba
la reforma concordataria como un complot masónico. En ese contexto, fue nombrado
obispo auxiliar de San Gil, el P. Ángel María Ocampo, que señalaría a Laureano Gómez la
labor de hundir el concordato en el Congreso como misión de parte de Dios. En los
16
Pedro Novoa, 1950, “Marco Fidel Suárez”, en Juan Manuel Saldarriaga, 1950, De sima a cima, Medellín,
pp. 118-121.
17
José Restrepo Posada, “Galería de representantes de la Santa Sede en Colombia”, en Iglesia y Estado en
Colombia, Pp. 227-232.
18
Carta del P. Juan María Restrepo a Carlos E. Restrepo”, Roma, 6 de junio de 1013, Archivo de Carlos E.
Restrepo en la Universidad de Antioquia.
discursos de Gómez en el Senado, alabado por varios obispos y numerosos sacerdotes, era
evidente la asesoría de algunos canonistas jesuitas19.
Estos enfrentamientos políticos cobraron mayor fuerza con el aumento de la agitación
social en el campo y la ciudad y el surgimiento de fuerzas políticas de izquierda: en 1941,
el P. Vicente Andrade, opinaba que la conciencia de serios problemas sociales en el campo
y la ciudad, junto con las profundas diferencias entre la situación de las clases acomodadas,
los obreros y campesinos, colocaban a Colombia ante un “cruce de caminos” donde el país
debía optar entre el Manifiesto comunista y la Doctrina Social de la Iglesia20. El evidente
malestar social existente podría ser aprovechado como “el terreno preparado” para que
“hombres turbulentos y maliciosos” conduzcan a la multitud por los caminos de la sedición.
Este peligro aumenta porque “la corrupción de las costumbres” y el alejamiento de las
instituciones públicas y las leyes nacionales frente a la religión católica ha impedido el
dominio de la moral en ese terreno. A pesar de que la “honda raigambre” de las tradiciones
cristianas de nuestro pueblo contrarreste parcialmente este peligro, su ignorancia religiosa
hace que sea incapaz de distinguir entre doctrinas comunistas y prácticas católicas: al
tiempo que reciben los sacramentos y cumplen promesas en Monserrate y Chiquinquirá,
asisten también a manifestaciones antirreligiosas, aceptan las doctrinas anarquistas y hablan
mal del Papa y de los sacerdotes. Esta ambigüedad e ignorancia frente a la religión empeora
porque el alcoholismo generalizado acarrea problemas morales, económicos y sociales,
multiplica los crímenes y aumenta el número de los degenerados y enfermos “entre ese
pobre pueblo ya tan minado por todas las plagas del trópico”.
Pero el peor síntoma, consideraba el P. Andrade, es que este gravísimo problema social no
despertaba ninguna preocupación entre los doctos, experimentados, legisladores y
gobernantes: la indolencia del Estado colombiano para la procura del bien común se
manifiesta en que no ha impulsado una legislación social que salvaguarde los derechos del
obrero impidiendo los abusos y asegurándole una remuneración suficiente para una vida
digna: esto serviría “para defenderlo de los agitadores e impedir en su raíz los males,
poniendo remedio a las causas del malestar social”. En este campo, opina el P. Andrade, la
acción del Estado en estas materias ha sido “desordenada y fragmentaria”, marcada por “las
necesidades de la política” y los deseos de granjearse “las simpatías de determinados
grupos influyentes”. Las leyes sociales para obreros y empleados solo existen en el papel;
para los campesinos, ni siquiera en el papel. Y en lo económico, la legislación
proteccionista existente favorece a los grandes industriales protegiéndolos frente a la
competencia extranjera pero hace sucumbir a los pequeños artesanos. Tampoco se ha
19
Julio César Orduz, 1984, Monseñor Ismael Perdomo y su tiempo, Editorial Canal Ramírez, Bogotà, pp.
298-303; Laureano Gómez, “Impugnación a la reforma concordataria de 1942”, en: Laureano Gómez, Obras
completas, 1909-1956, Bogotá, Imprenta Nacional, 1982, pp. 411-69; Fernán González, “La Iglesia católica
desde la “Revolución en marcha” hasta el Frente Nacional”, en Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en
Colombia, CINEP. Bogotà, pp.292-294.
20
“Los problemas sociales de Colombia”, en Revista Javeriana, tomo XVI, # 78, septiembre de 1941.
apoyado en nuestro medio a las asociaciones obreras: con la excepción de los escasos
sindicatos católicos, la asociación obrera solo ha servido para que los agitadores promuevan
disturbios; los sindicatos existentes son solo “formas organizadas del egoísmo de clase”,
que a veces solo representan “un pequeño grupo privilegiado”. En ese contexto, solo la
intervención social de la Iglesia católica ha mitigado las temibles proporciones que podría
tener la crisis social: su labor de enseñanza y beneficencia la ha convertido en defensora del
orden social pero sin predicar “una estéril resignación” a los pobres. Trataba entonces de
mejorar el orden social para “acomodarlo más a las normas del Evangelio”, sin defender los
intereses de los ricos; ayuda a los pobres a mejorar su condición por todos los medios
lícitos; “lo único que no acepta es la violencia y la injusticia”.
Como se ve, el P. Andrade ligaba estos problemas sociales a las reformas institucionales del
gobierno liberal de entonces, porque habían debilitado el influjo de la Iglesia y creado
normas sociales inoperantes. Por eso, insistía el P, Vicente Andrade, en denunciar la
creciente amenaza del comunismo, “aceptado el Gobierno bajo las toldas liberales”, para
poner en peligro las instituciones cristianas21. Para responder a ese desafío, el episcopado
decidió, en 1944, crear la Coordinación Nacional de Acción Social, que sería “la impulsora
de las grandes organizaciones sociales que, según Andrade, representaban en ese momento
(1984) una fuerza de orden y de progreso social en el país. Destacaba Andrade la
importancia de los cursos a sacerdotes y dirigentes seglares, dirigidos por el P. Francisco
Javier Mejía, con el apoyo de los PP. Guillermo Villegas, Enrique Vélez, Jairo Gómez y
Benjamín Bolaños, que cristalizarían en los Institutos de Capacitación Laboral (1950) y de
Fomento Gremial (1952). En esa labor colaboraron varios antiguos jocistas, que
conformaron un movimiento de líderes (inicialmente SETRAC, Selección de Trabajadores
Católicos y luego CETRAC, Centro de Trabajadores Cristianos para el cambio social), que
daría lugar a la fundación de FANAL (Federación Agraria Nacional) y la UTC (Unión de
Trabajadores colombianos) en 1946. Estos mismos dirigentes, iniciados por el P. Francisco
Javier Mejía en el cooperativismo, fundaron luego a UCONAL (Unión Cooperativa
Nacional). Años más tarde, en 1962, el P. Adán Londoño, capellán del SENA, crearía la
JTC, Juventud Trabajadora Colombiana; en 1961 se había creado la Universidad Obrera en
Cali y en 1962, la Universidad Campesina de Buga. La Coordinación Nacional de Acción
Social quedó incorporada, en 1977, al Secretariado Nacional de Pastoral Social, cuyo
Instituto de Estudios Sociales, IDES, fue confiado al grupo de jesuitas del CIAS, Centro de
Investigación Social y Acción Social, que había sido fundado a instancias de la visita, en
1957, del P. Manuel Foyaca.
Este ambiente social y político tan polarizado enmarca el surgimiento de la Violencia
bipartidista, que acompaña los inicios del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez
(1946.1950) y su generalización a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitàn el 9 de abril de
21
Vicente Andrade, 1984, “Los jesuitas en el apostolado social”, en Revista Javeriana # 509, octubre de
1984, pp. 293-297.
1948, que marcaría profundamente la mentalidad política de los jesuitas de esos años. Las
preocupaciones de la penetración comunista en el liberalismo, que reflejaban una mirada un
tanto apocalíptica de la sociedad colombiana encontraron su confirmación en los hechos del
Bogotazo: al lado de los análisis más ponderados de la vida nacional, donde se describen
los antecedentes políticos del Bogotazo, los diversos analistas de la Revista Javeriana
asumen como un hecho comprobado la responsabilidad del comunismo internacional tanto
en el asesinato de Gaitán como en los posteriores motines de protesta. En una interpretación
complotista de la historia, aducen como prueba de la conspiración la rápida conformación
de la llamada junta revolucionaria de gobierno, los atentados contra la Iglesia y las
comunidades religiosas22.
Para el P. Francisco Javier González, los hechos del 9 de abril de 1948 tenían un carácter de
“persecución religiosa”, que evidenciaba “la marca del comunismo internacional”: los
ataques contra la religión eran algo inesperado en “esta católica nación”, ya que
tradicionalmente Colombia era “un país pacífico y culto”, sin revoluciones en 50 años, con
un partido comunista insignificante y dividido, del que no se esperaba nada terrible. Pero el
asesinato de Gaitán, ejecutado al estilo de la policía secreta rusa, inició el estallido de una
revolución sublevación planeada de antemano, “financiada, azuzada y encomendada por el
comunismo internacional por medio del partido liberal colombiano de izquierda entre cuyas
filas muchos comunistas se han agazapado con rótulo liberal”. En las tácticas de los
francotiradores, disfrazados con sotanas, en las cúpulas de las iglesias y en las incitaciones
de las emisoras revolucionarios para el incendio de los templos, copiadas de los casos de
Barcelona y otras ciudades españolas, se hacía evidente la asesoría extranjera. Por eso,
concluye el P. González, si no hubiera sido por la reacción rápida del ejército, en muchos
sitios “se habrían presentado los mismos casos de España con el triunfo del comunismo”23.
En el mismo sentido, el P. Vicente Andrade analizaba la aplicación de las tácticas
comunistas en nuestro país para concluir que el asesinato de Gaitán había sido planeado
“hasta en sus últimos detalles” para provocar “una inmensa reacción popular”; para ello, los
comunistas habían prevenido a hombres claves para dirigir la revuelta en diferentes
ciudades del país. Sin embargo, afirmaba este autor, las clases dirigentes de Colombia
necesitaban “sentir el latigazo de la barbarie para darse cuenta del peligro”: “si los hombres
de los partidos tradicionales no comprenden que la patria y la civilización están por encima
de los intereses partidistas” y si la sociedad continúa ciega ante el peligro, “dentro de uno o
dos años” tendremos “implantado como régimen” el terrorismo que vivimos unas horas 24.
22
“Vida nacional”, crónica del 15 de marzo al 15 de abril de 1948, especialmente la “Crónica Religiosa”, que
recoge un mensaje del arzobispo Perdomo y “Los sucesos del 9 de abril”, en Revista Javeriana, tomo XXIX,
# 149, mayo 1948.
23
Francisco José González, “Persecución religiosa en Colombia en el golpe terrorista del 9 de abril de 1948”
en Revista Javeriana, tomo XXX, # 148, septiembre de 1948).
24
Vicente Andrade, “Orientaciones. A un siglo del manifiesto comunista”, en Revista Javeriana, tomo XXIX,
# 144, mayo 1948
Tanto el P. Andrade como el P. González coincidían en señalar la instrumentalización de
una facción radical del partido liberal: el partido comunista colombiano era pequeño y
fragmentado; por eso, necesitaba apoyo de la fracción popular del partido liberal.
Por su parte, el arzobispo primado de entonces, Ismael Perdomo, en su mensaje de
reprobación tanto del asesinato de Gaitán como de los desórdenes del Bogotazo, evidencia
la concepción pasiva que tenía el pueblo: a pesar de la vigilancia maternal de la Iglesia en
defensa de sus intereses, los “antes generalmente buenos hijos de la Iglesia” han sido
llevados “por obra de extrañas influencias” a atentar contra el orden, dejándose
“descaminar por los senderos del odio”, impulsados por “doctrinas y prácticas anticristianas
y antisociales, con las nefandas” teorías y procedimientos del comunismo ateo y
materialista”. El arzobispo expresa los “sentimientos de infinita compasión” que el
“lamentable extravío” de ellos produce en su “corazón de padre”, junto con deseos de que
vuelvan al “seno maternal de la Iglesia” con una “reflexión serena y con sincero
arrepentimiento de sus crímenes”, al lado de la voluntad de reparar los daños ocasionados.
Termina ofreciéndoles su perdón repitiendo la oración de Jesús por sus verdugos:
“Perdónalos porque no saben lo que hacen”. Sin embargo, este ofrecimiento de perdón
estuvo acompañado por la excomunión de los que hubieran atentado contra los jerarcas,
sacerdotes, religiosos y religiosas, hubieran robado objetos sagrados o usado vestidos
talares para suscitar el odio contra la religión y sus ministros.
Sin embargo, al lado de las condenas del liberalismo y del comunismo, hechas por la XII
Conferencia episcopal reunida en ese año, el P. Fernando Velásquez destacaba en sus
comentarios la insistencia de los obispos en la necesidad de fomentar la Acción Social
católica por medio de la creación de “un Instituto de Estudios Sociales para el clero”, bajo
los auspicios de la Universidad Javeriana y la dirección de la Coordinación Nacional de
Acción Social, la publicación de un manual sencillo de acción social, la promoción de la
libertad sindical que hiciera posible la confesionalidad de los sindicatos, la obligación de
los párrocos en la creación de sindicatos católicos, la intensificación de la enseñanza de la
doctrina social católica en el pueblo y el impulso a la participación femenina en el campo
social y político25. Estas recomendaciones, de carácter más proactivo, mostraban la
creciente conciencia de la jerarquía frente al problema social pero se movían todavía dentro
del modelo del control eclesiásticos de instituciones sociales. Sin embargo, no se alcanzaba
entonces a percibir que el carácter anticlerical de la reacción popular del bogotazo mostraba
hasta qué punto las masas populares identificaban a la Iglesia católica con el régimen
conservador.
Y durante los desarrollos posteriores de la violencia, las pastorales de algunos obispos en
pro de la reconciliación caían en el vacío, porque el clima de polarización creado por las
25
“Orientaciones, Las direcciones de la Conferencia Episcopal”, en Revista Javeriana, tomo XXX, # 147,
agosto 1948.
polémicas anteriores en torno a las reformas modernizantes y laicizantes de los gobiernos
liberales convirtió al factor religioso en un factor importante en las motivaciones de la
violencia en algunas regiones y localidades. También se mezclaba el antiprotestantismo con
la violencia política, pues algunos protestantes fueron víctimas de ella por considerarlos
asociados al liberalismo26.
A pesar de este contexto de polarización entre Iglesia y partido liberal, seguía
predominando el enfoque complotista y anticomunista en la interpretación de los
fenómenos de la Violencia de mediados del siglo XX, como aparece en los comentarios del
P. Vicente Andrade al libro de Alonso Moncada, Un aspecto de la violencia, publicado en
196327. Según Andrade, el principal acusado de Moncada es el comunismo pero aclarando
que no fue su único responsable ni su iniciador: esa locura colectiva se había originado en
“el legendario sectarismo de los partidos políticos colombianos”, agravado por múltiples
causas de orden cultural, moral y social, como el analfabetismo e ignorancia de los deberes
ciudadanos entre los campesinos, su insuficiente instrucción moral y religiosa, junto con la
impunidad y la corrupción reinantes y la degeneración mental de la población. Entre las
consignas comunistas de formación de cuadrillas de bandoleros y la creación de
organizaciones de fachada, destacaba la actividad de Juan de la Cruz Varela, en ese
entonces representante a la Cámara por el MRL: esta abominación se hizo posible gracias a
la alianza de la “fracción extremista del liberalismo con el comunismo”. Sin embargo, es de
destacar que el P. Andrade consideraba exagerada la denominación de ¨repúblicas
independientes” que el autor y los grupos de derecha usaban para caracterizar las zonas
controladas por el comunismo en áreas de colonización. Según Andrade, “la autonomía
pretendida de esas regiones no ha tenido lugar más que en breves períodos ya superados en
muchas de ellas” pues solo en Viotá el partido comunista ha logrado establecer su
predominio.
La crisis del modelo de neocristiandad republicana
Este lenguaje, típico de la Guerra fría, acompañaría bastantes de los documentos de la
jerarquía y del clero católico desde los años del Frente Nacional hasta la caída del Muro de
Berlín. Sin embargo, el Frente Nacional significó un cambio importante para la vida
política del país y para las relaciones entre los partidos tradicionales y la Iglesia: además de
un pacto bipartidista para poner fin a la violencia, civilizar la competencia política e
impulsar el desarrollo del país, el Frente nacional fue también un pacto de reconciliación
entre la Iglesia católica y el partido liberal para cancelar el recurso a la motivación
religiosa como bandera de separación entre los partidos. Al lado del pacto de alternancia y
26
Fernán E. González (1989): “La Iglesia católica durante la Regeneración y la hegemonía conservadora
(1886-1930), en Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Editorial Planeta Colombiano, reproducido en (1997)
Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, CINEP, Bogotá, pp. 254-267.
27
Vicente Andrade, “Comentarios. El comunismo, principal responsable de la Violencia en Colombia”, en
Revista Javeriana, tomo L, # 299, octubre de 1963
paridad en el poder entre los partidos tradicionales, los notables liberales se declararon hijos
sumisos de la Iglesia y aclararon que sus ideas liberales no implicaban enfrentamientos
filosóficos con la Iglesia28. Se daba así por cancelada la confrontación que había
caracterizado la historia anterior y había llevado a una identificación del clero católico con
el partido conservador durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Este cambio de situación, junto con los cambios sociales, demográficos y culturales de los
sesenta y las transformaciones internas de la Iglesia, señalados en la Introducción, enmarca
los cambios de los jesuitas colombianos en los años sesenta y la polarización resultante
entre los diferentes sectores. En esos años, la sociedad colombiana estaba experimentando
transformaciones muy profundas: la radicalización de sectores medios urbanos, la
permanencia de profundos problemas sociales en el campo y el fracaso del reformismo
agrario, junto con una creciente migración de población rural a las ciudades que desbordaba
la capacidad de ellas para proporcionar adecuados servicios públicos y la capacidad de la
industria y el comercio para absorber la excesiva mano que inundaba a las grandes
ciudades, confluyeron para producir una explosiva situación social. En ese contexto, surgen
los cinturones de miseria y la informalización de la economía en las grandes ciudades,
mientras que en las zonas rurales periféricas aparecen movimientos guerrilleros de corte
más radical, influenciados por la ideología marxista-leninista de los movimientos políticos
de la izquierda de esos años: el ELN, el EPL y las FARC. Además, en ese contexto de
agitación social se produce una intensa movilización de protesta social al margen del
bipartidismo, que mostraba ya los inicios del debilitamiento progresivo del monopolio que
el bipartidismo tradicional había ejercido sobre la vida política del país29
En este complejo contexto, la Iglesia mundial y continental experimentaba también
profundas transformaciones: la diferente asimilación del Vaticano II y el CELAM de
Medellín se reflejaba en las reticencias del episcopado colombiano y la provincia frente a
los cambios del Vaticano II y su nueva posición frente a la modernidad. En ese contexto,
las ideas de pecado social y la violencia estructural del CELAM de Medellín (1968), que
producía como respuesta la violencia revolucionaria, junto con el mayor contacto del clero
joven con las clases populares de los barrios urbanos marginales llevó a la radicalización de
grupos clericales y de laicos jóvenes, que contradecían el tradicional monolitismo de la
Iglesia colombiana, normalmente al margen de las discusiones teológicas y pastorales del
conjunto de la Iglesia universal. Surgen así los llamados “curas rebeldes”, preludiados por
el caso de Camilo Torres, cuyo ejemplo fue recogido por asociaciones como el grupo
sacerdotal de Golconda (1968) y la asociación de Sacerdotes para América Latina, SAL
28
En Revista Javeriana, no. 19 de 1958 y La Iglesia, no.50, 1956.
Fernán E. González, 1990, “La Iglesia jerárquica: un actor ausente”, en Francisco Leal y León Zamosc,
1990, Al filo del caos. Crisis política en la Colombia de los años ochenta, Bogotá, Instituto de Estudios
Políticos y Relaciones Internacionales y Tercer Mundo editores, pp. 232-233. También Fernán E. González,
1989, “La Iglesia católica y el Estado colombiano, 1930.1985”, en Nueva Historia de Colombia, Bogotá,
Editorial Planeta Colombiano.
29
(1972), Era evidente que el nuevo contexto social mostraba la inadecuación de las
estructuras eclesiásticas frente a una realidad social cambiante, lo mismo que la falta de
preparación del clero y de la jerarquía para dialogar con otros estilos de pensamiento por el
virtual monopolio cultural y religioso que poseían y la consiguiente dificultad para manejar
los disensos internos con clérigos, religiosos y laicos. .
Los cambios dentro de la Compañía en el siglo XX
Los cambios de contexto en Colombia y América Latina enmarcan las transformaciones
internas de la provincia: los documentos de la Congregación General XXVIII y del P.
Janssens y la visita del P. Foyaca (1955 o 1957) llevó a la destinación de jesuitas jóvenes a
estudios especiales en Ciencias Sociales y al trabajo directo con obreros y campesinos,
cuyos horarios de apostolado y la falta de recursos financieros producía tensiones y
resistencias de algunos sectores de la Provincia. La llegada de los jesuitas formados en
Ciencias Sociales, con la novedosa literatura bibliográfica que aportaban, marcó el origen
del CIAS y de su biblioteca especializada, que fue la base de la actual biblioteca del
CINEP. En ese momento, uno de esos jesuitas, el entonces P. Miguel Ángel González,
escribe en 1962 un análisis crítico del primer acercamiento sociológico al estudio de la
Violencia,30 publicado por el entonces monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y
Eduardo Umaña Luna ese mismo año: aunque la mentalidad del autor refleja posiciones
cercanas a las del partido conservador, su crítica se concentraba en los aspectos
metodológicos del estudio.
En esos años los jesuítas del recién fundado CIAS concentraron sus esfuerzos en la
creación y desarrollo del IDES (1968-1971), donde concentraron sus esfuerzos los PP.
Jaime Martínez Cárdenas, Pierre Bigo y Alberto Jiménez, apoyados por algunos
¨maestrillos” de entonces, como Mario Calderón y Rodolfo Ramón de Roux, y algunos
simpatizantes estudiantes de teología. Además, los PP. Gustavo Jiménez, Francisco
Zuluaga y Sergio Bernal (de las entonces dos provincias colombianas de Oriente y
Occidente) recibieron el encargo de realizar un Survey de la provincia colombiana, que
analizara la realidad sociológica de la provincia en relación con un análisis de la realidad
colombiana, que sirviera como marco de la reflexión colectiva de la provincia:
desconfianzas, recelos y diferentes visiones sobre el país y la Compañía. El análisis
cuantitativo y cualitativo de los jesuitas de entonces y sus obras mostraba los cambios que
se habían operado en su mentalidad: la poca prioridad de los jóvenes jesuitas por los
colegios tradicionales y sus críticas a su carácter elitista, la prioridad dada al trabajo
universitario y al apostolado social, en contraste con la poca preferencia por las parroquias
y los Ejercicios espirituales evidenciaba una nueva mirada de los jesuitas sobre la realidad
colombiana.
30
Miguel Ángel González, 1962, “La Violencia en Colombia”. Análisis de un libro”, Revista Javeriana #
288, septiembre de 1962.
A pesar de ese contexto, llama la atención la escasa difusión y repercusión que tuvieron
entonces en la provincia el documento del P. Arrupe sobre el compromiso social de los
jesuitas latinoamericanos de diciembre de 196631 y las cartas de la reunión de los
provinciales jesuitas en Río de Janeiro de mayo de 1968. El documento del P. General
empezaba precisamente por interrogarse sobre las causas de la lentitud de los jesuitas frente
a la urgencia del problema social, que atribuía al alejamiento de la Compañía respecto a
puntos centrales de la espiritualidad ignaciana: la unidad entre naturaleza y gracia, que
impedía percibir las consecuencias sociales del plan salvífico, la necesidad de
discernimiento de los “signos de los tiempos” y de asumir el “tercer grado de humildad”
para el compromiso social. A esto se añadía la reducción del concepto bíblico de pecado a
la desobediencia de leyes eclesiásticas, sin pensar en la connivencia con estructuras sociales
injustas, opuestas a la esencia del cristianismo. Por eso, a pesar de reconocer los riesgos de
que se desvirtuara la dimensión más sobrenatural de nuestro apostolado y la ambigüedad de
la idea del Progreso, insiste en que el centro de nuestra vocación cristiana, religiosa y
sacerdotal es promover el sentido trascendente del progreso, elevado por la gracia.
De ahí concluye Arrupe la necesidad de centrarse en los aspectos más propiamente
espirituales, sin excluir la dedicación casi total a tareas de promoción humana en
determinadas circunstancias, pero evitando acciones menos compatibles con nuestra misión
más específica: el anuncio de la palabra de Dios, el ministerio de la eucaristía y el servicio
de la comunidad eclesial. Sin embargo, considera imposible ignorar la dimensión política
del compromiso social en regímenes caracterizados por “la violencia institucionalizada” y
afirma la necesidad de la denuncia prudente pero clara de las políticas que contradicen la
visión cristiana del hombre, pero sin invadir el espacio de los laicos, especialmente en lo
vinculado al ejercicio del poder. Insiste el P. General en que la naturaleza del servicio
sacerdotal al servicio de todos obliga a renunciar a la militancia partidista como
instrumento de apostolado y limita nuestro aporte a ofrecer luces a los laicos a partir de la
misión religiosa, para ayudarles a tomar conciencia de los elementos éticos de sus
decisiones políticas, sabiendo que ellas son siempre discutibles.
Se refiere también a los problemas de conciencia que esto produce: reconoce la función
positiva de la contestación como llamado a la opinión para presionar a las autoridades, pero
sin tomarla como recurso permanente en la Iglesia ni como instrumento de la dialéctica de
lucha de clases en ella. Y exhorta a no despertar “el demonio de la violencia”: para ello,
recurre al ejemplo de Jesucristo, que apela a la conciencia de los hombres para solucionar
en su raíz los efectos individuales, sociales y estructurales del pecado: “La acción
liberadora de Cristo es verdaderamente revolucionaria pero a otro nivel: el de la conciencia
del hombre en su doble dimensión personal y comunitaria”. Por ello, el jesuita, como
Cristo, no puede recurrir a la violencia para imponer sus valores y superar las injusticias,
31
Pedro Arrupe, Compromiso social de la Compañía de Jesús, 1966, publicado en 1971 por el CIAS e IDES en
la colección “Aportes para el cambio”, Bogotá.
que supondría asumir una posición de nuevo clericalismo que reemplazaría la decisión
responsable de los ciudadanos. E insiste en la necesidad del discernimiento para crear
alternativas a las estructuras sociales injustas que nos condicionan como “objetivaciones
sociales del pecado”, en colaboración con la comunidad eclesial y todos los hombres y
programas de “buena voluntad”.
Para eso, concluye el P. General, el discernimiento en esas circunstancias hace necesaria
una vida intensa de oración, que evite al jesuita asumir criterios no evangélicos, olvidar el
carácter de “enviado” y creer que se espera de él “una pericia secular” que diluye su
identidad sacerdotal. Y para asumir un compromiso social, serio pero integral, que asuma
gozosamente “el papel de promotores específicos del sentido último sobrenatural del
desarrollo” junto con las limitaciones que de él se siguen. Finalmente, insiste en la
necesidad de aceptar un notable pluralismo de los jesuitas en estas materias: S.Ignacio nos
pedía el mismo sentir solo cuando fuera posible; el compromiso social debería llevarnos a
“escucharnos y comprendernos mutuamente”, para enriquecernos unos a otros, si somos
“prudentes, humildes y caritativos”. Esta tarea se hace más difícil cuando las fronteras son
difusas por “circunstancias pasajeras, explicables históricamente”, que explica la diversidad
de percepciones de nuestras opciones. Esto hace más urgente “el respeto mutuo, la
comprensión y el diálogo fraterno”, junto con la discreción de los superiores como
“tuteladores de la unidad”. A diferencia de los que amigos de las posturas netas, el General
sostiene que es necesario pensar “realísticamente” en la complejidad de nuestra situación en
el mundo de hoy, para esperar que “la herencia de un mismo espíritu.la convivencia en la
caridad y el diálogo” nos vayan haciendo más convergentes.
En una dirección parecida se movían los documentos de la reunión de los provinciales
jesuitas de América Latina con el P, Arrupe, llevada a cabo en Río de Janeiro, entre el 6 y
el 14 de mayo de 1968. Los provinciales parten de la injusta situación de miseria
generalizada del continente, que exigía “el castigo de Dios”, para decidir darle al problema
social “una prioridad absoluta en nuestra estrategia apostólica” y concebir “la totalidad de
nuestro apostolado” en función de él, para participar “en la medida de nuestras fuerzas, en
la búsqueda común de todos los pueblos, cualesquiera que fueran su ideología o su
régimen, hacia una sociedad más justa, más libre y más pacífica”. Y señalan que la
presencia de la Compañía en los asuntos temporales debía obedecer no a criterios políticos
sino al evangelio, sin buscar ejercer poder en la sociedad civil sino inspirando la conciencia
personal y colectiva. Y reconocen la necesidad de cierta ruptura con actitudes de nuestro
pasado y del esfuerzo de despojarnos de actitudes aristocráticas y burguesas.
Por eso, los provinciales se comprometieron a promover “las transformaciones audaces
que renueven radicalmente las estructuras como único medio de promover la paz social”
(citando a la encíclica Populorum Progressio # 32), y a descalificar como inauténticas las
actitudes violentas inspiradas por “la utopía, la frustración y el odio”, en vez de movernos
por la reflexión de la conciencia y el amor cristiano. Y también, a evitar la disociación entre
vida privada, profesional y pública y a insistir en la necesaria reflexión y enseñanza de
profesores de filosofía y teología, para preparar a sacerdotes y seglares para el apostolado
de hoy, incluyendo una iniciación seria en las ciencias del hombre. En concreto, se
comprometieron a consolidar los CIAS dedicando más jesuitas a la formación de líderes
sindicales, campesinos, cívicos y cooperativos, a las parroquias de pobres y campesinos y
la promoción de sindicatos y cooperativas. Esto conllevaría la aceptación de un apostolado
de presencia y testimonio” en una convivencia humilde y pobre con el pobre y el trabajo de
animación pastoral de comunidades populares de base e incluso el trabajo manual en las
fábricas. Esto requeriría, según los provinciales, una conversión interna de cada jesuita y de
renovación profunda de nuestro apostolado para participar en la creación de “un nuevo
orden social”, para responder a la responsabilidad que imponía “la época histórica que vive
el continente, para la mayor gloria de Dios”.
En esta carta y en el acta de la reunión de los provinciales con el P. General sobre el
apostolado educativo, se anotaba el problema de que la mayor concentración del apostolado
de la Compañía en jóvenes y adolescentes había hecho descuidar la formación de la
conciencia social de los adultos, que serían los promotores del cambio social. Pero se
señalaba el papel activo que universidades y colegios podrían jugar en la formación de la
conciencia de la justicia social para superar la formación individualista y clasista y se
reconocía la potencialidad de la educación como instrumento poderoso de cambio social.
Consiguientemente, se pedía adoptar una visión moderna de nuestra tradición educativa en
obras dedicadas a “la promoción de las masas populares”. Y el éxito de la educación
debería medirse por el cambio de actitud, el servicio para la transformación de la sociedad y
la preocupación por los marginados, sin desconocer la disciplina y el rendimiento
académico.
A partir de esos principios, se enunciaban sugerencias para nuestras universidades y
colegios. La Universidad debería combinar la docencia e investigación de alta calidad con
la democratización de las oportunidades, buscar la eminencia en las ciencias del hombre,
importantes para la planificación del cambio social y recordar que la desigualdad de
oportunidades educativas era la base de las injustas estructuras sociales. Se sugería el
diálogo de facultades de filosofía y teología con las ciencias del hombre, el impulso a
carreras útiles para el desarrollo y a programas afines de investigación, la actualización de
profesionales con énfasis en la creación de una mentalidad abierta a la dimensión social de
sus profesiones, la creación de grupos de profesores e investigadores que impulsen las
necesarias transformaciones sociales y la exigencia de servicio social de nuestros alumnos
antes de graduarse. Y a los colegios se sugería concentrar nuestros esfuerzos en la
capacitación de los jesuitas, la selección y formación de colaboradores, su promoción a
cargos administrativos para permitir a los jesuitas concentrarse en la animación espiritual; y
se hablaba de crear un colegio piloto, gratuito, en cada provincia.
Aunque estos dos documentos tuvieron una escasa difusión dentro de la provincia,
motivaron a algunos jesuitas que realizaban estudios en el exterior a dirigir una carta abierta
al equipo de gobierno de entonces. La llamada “Carta de Florencia”, escrita en 1968, pero
que solo fue difundida en la provincia en 1969, partía de reconocer la “grave situación de
injusticia institucionalizada” de Colombia, de la que participaban la mayoría de las
instituciones, incluidas las de la Compañía. Y se negaba a seguir colaborando con el
mantenimiento de “ese sistema injusto”, pues consideraba que el compromiso de la Iglesia
y provincia con las estructuras vigentes era “una contradicción hiriente con el evangelio”.
En consecuencia, este grupo proponía retomar la carta de Río para lanzar a la provincia a
colaborar con los grupos que buscaban “un cambio auténtico y rápido” y a “una total
reestructuración de nuestras actuales instituciones, especialmente las educativas”. Pero se
mostraba consciente de que estos cambios acarrearían eventuales problemas con el orden
establecido y la autoridad, incluso en la Compañía; por eso, insistía en la necesidad de
profundizar en el sentido de la autoridad como servicio, que no debe suprimir iniciativas
individuales no arrogarse la exclusividad de las luces divinas, sino preservar la unidad por
medio del diálogo, basado en “un clima de libertad de expresión y la posibilidad de una
crítica abierta de las estructuras”
Pero tampoco los jesuitas jóvenes de esos años estaban ajenos a esa problemática, como se
mostraba en el impacto de la metodología de educación integrada de Carlo Federici y el P.
Hernando Silva y de le educación liberadora de Paulo Freire, ligada entonces a las labores
de alfabetización de los grupos campesinos que formarían luego la ANUC. Y los trabajos
de inserción en los barrios populares, junto con la radicalización de los estudiantes de la
Javeriana (movimiento Cataluña, documento de Buga) y su encuentro con el marxismo y
otras corrientes de pensamiento, evidenciaban los cambios que se estaban produciendo a
finales de los sesenta y principios de los setenta.
Por otra parte, también empezaban aparecer algunos roces entre el CIAS-IDES y algunos
obispos: en cumplimiento del encargo de la Conferencia episcopal colombiana, el IDES
(Instituto de Doctrina y Estudios Sociales) desarrolló, entre 1968 y 1970, cursos regulares
de nueve meses y uno de cinco en 1971, encaminados a la formación de agentes de pastoral
social provenientes de doce países latinoamericanos. Pero ya en 1971, se hacía evidente la
creciente desconfianza de algunos obispos respecto a la concepción de los jesuitas de
entonces sobre el apostolado social, el papel de la ciencias sociales, el concepto de agentes
de pastoral social y los contenidos ofrecidos, especialmente en relación con el uso de
categorías marxistas y la simpatía con grupos radicales de clérigos como Golconda y
grupos semejantes del continente32. Por eso, a finales de ese año, la Compañía decidió
renunciar al encargo de los obispos y consolidar al CIAS como entidad independiente, que
recibiría la aprobación de su personería jurídica el 30 de mayo de 1972.
32
Fernán E. González, “La experiencia del Cinep. Una escuela de investigadores”, en: Fernán E. González,
editor, Una opción y muchas búsquedas. Cinep 25 años, Bogotá, Cinep, 1998, pp. 26-30.
En esos años, el CIAS empieza a consolidarse en el campo de la vivienda popular, lo que
dio origen a SERVIVIENDA, en el apoyo a los inicios de la ANUC, el seguimiento a las
empresas comunitarias rurales y los inicios de la investigación sobre la vida política, que se
concretarían en la investigación sobre las bases sociales y regionales del clientelismo33. La
experiencia del trabajo con las empresas comunitarias, impulsadas entonces por el
INCORA, se concentró en algunas regiones de la Costa Caribe, Tolima, Huila, Antioquia y
Caldas. Estas empresas buscaban preservar el campesinado como grupo social pero
transformándolo internamente en una clase de medianos campesinos funcionales al sistema
económico vigente. Obviamente, este modelo encontraba la oposición de la clase político
tradicional y la contradicción con las políticas concretas (de crédito. asistencia técnica,
apoyo a la comercialización), que solían normalmente favorecer a los terratenientes. Sin
embargo, se consideraba que las empresas comunitarias podrían ser escuelas de formación
campesina e instrumentos de la transformación de las estructuras del campo34.
Paralelamente, se inicia en 1974 un acercamiento a la lógica interna del llamado sector
informal de la economía por medio del programa de asesoría a algunas empresas
comunitarias urbanas, que partía de una perspectiva de cambio radical, pues se suponía que
la organización comunitaria podría llevar a la superación del sistema capitalista por medio
de la concientización y organización de las clases populares. Sin embargo, el resultado
logrado fue mucho más complejo ya que el equipo del CINEP terminó descubriendo las
complejas relaciones que ligaban a estos sectores con la economía formal y que obligaban
a estos proyectos autogestionarios a buscar formas de vinculación más favorables al sector
llamado moderno35. Por eso, años más tarde, la reflexión de los PP. Francisco de Roux y
Bernardo Botero sobre estos experimentos era bastante crítica: era falso el supuesto de que
la experiencia de producción comunitaria creaba casi automáticamente valores opuestos al
capitalismo puesto que la interpretación que hacían los trabajadores no era sino una
reproducción deformada de los valores dominantes. 36
Al lado de estas actividades, los jesuitas del CIAS desarrollaban actividades docentes en
algunas universidades como el Externado de Colombia y actividades investigativas en
FEDESARROLLO, aprovechando el hecho de que Alejandro Angulo era uno de los pocos
profesionales en demografía que existían en el país. Por otra parte, la UTC, que había sido
creada para contrarrestar el influjo comunista en la CTC, creada por auspicios de los
gobiernos liberales de los años treinta y cuarenta, dentro del modelo pastoral de control de
las instituciones sociales, se estaba autonomizando de la tutela de los jesuitas y del grupo de
33
Esa investigación se plasmaría en varias publicaciones de diferente carácter; análisis teóricos como el de
Néstor Miranda Ontaneda, desarrollos históricos como el de Fernán González, y trabajos regionales de caso
como los de Sucre (Alejandro Reyes), Huila (Jorge Valenzuela) y Boyacá (Eloísa Vasco)
34
Amparo Londoño, Jairo Morales, Hermann Mohr, Ernesto Parra y Jorge Valenzuela, Las Empresas
Comunitarias campesinas. Realidad y perspectivas, CIAS, Bogotá, agosto de 1975
35
Ernesto Parra, Francisco J. De Roux, Isabel Aguirreazábal, Catalina Trujillo y Bernardo Botero, 1977,
Empresas comunitarias urbanas, CINEP, Bogotà,.
36
Francisco de Roux y Bernardo Botero, 1995, Educación popular y empresas comunitarias, CINEP, Bogotá.
SETRAC desde 1962, para involucrarse más directamente en la actividad política. Durante
la época de la Violencia y la dictadura de Rojas Pinilla, la UTC se había consolidado como
la confederación sindical más poderosa, con un énfasis en las empresas privadas y en el
modelo de negociación directa con los patronos, dentro de la concepción de la necesaria
armonía entre capital y trabajo y de la autonomía frente a la política partidista, aunque
muchos de sus directivos eran cercanos al partido conservador y a la ANAPO. Este viraje
hacia la actividad política se profundizó con la elección de Tulio Cuevas como presidente
en 1966, que intentó inicialmente crear un partido político propio, tomando distancia de las
directivas de los asesores jesuitas37. Así, en 1971, las directivas de la UTC resolvieron
sumarse a un paro en alianza con la CSTC, central controlada por el partido comunista, a
pesar de la abierta oposición del asesor jesuita, el P. Vicente Andrade. Este
desprendimiento de la tutela clerical y acercamiento a la oposición son celebrados por
Edgar Caicedo38, aunque Álvaro Delgado sostuvo que estos cambios eran producto de las
maniobras políticas de Tulio Cuevas, presidente de la UTC, para desalojar de la directiva a
la minoría ultra reaccionaria, liderada por Antonio Díaz, íntimamente conectado con la
jerarquía eclesiástica. Una vez logrado este propósito, Cuevas renegó de su participación en
el paro para acercarse nuevamente al gobierno de Pastrana Borrero; luego, terminaría
haciendo parte de las directivas del partido conservador, aliado con Bertha Hernández de
Ospina.39
Esta evolución de la UTC y los rumores de corrupción interna, que evidenciaban el fracaso
del modelo de tutela de las instituciones, explica la distancia del grupo de los jesuitas del
CIAS frente a la UTC y la simpatía inicial de algunos por la CGT, cercana a la democracia
cristiana alemana, y la de otros, al llamado sindicalismo ”independiente”. Pero también
mostraba que el grupo había abandonado ya la concepción armónica de la sociedad para
aceptar una mirada más conflictiva, cercana a los intentos de Antonio García de crear un
partido socialista aprovechando las bases sociales de la ANAPO, con una mentalidad
influida por pensadores latinoamericanos de corte cepalino radical, que preludiarían la
llamada teoría de la dependencia. La llegada de un nuevo contingente de jesuitas formados
en las ciencias sociales de Europa, con influjos del marxismo tradicional con algún toque
hegeliano y de la Escuela de Frankfurt, especialmente de Jürgen Habermas, significaría una
mayor radicalización del grupo, con cierta cercanía a la llamada Teología de la Liberación,
liderada por Gustavo Gutiérrez. El así llamado “Grupo de Frankfurt” ejercería un gran
influjo entre los escolares jesuitas, sobre todo del Juniorado recién trasladado a Bogotá,
cuya inserción en la vida universitaria de la ciudad y en los barrios populares los llevaría a
acercarse a grupos de izquierda, casi todos de carácter maoísta, con un toque un tanto
populista y antipolítico.
37
Fernán E. González, 1975, Pasado y presente del sindicalismo colombiano, CONTRVERSIA # 35-36, pp72-75, 92-122.
38
Edgar Caicedo, 1971, Historia de las luchas sindicales en Colombia, Ediciones CEIS; Bogotá, p. 194
39
Álvaro Delgado, 1975, “Doce años de luchas obreras”, en Estudios Marxistas, # 7, pp. 47-52..
El cambio de imaginarios, que evidenciaban el descubrimiento de “lo popular”, aparece
formulado por Luis Alberto Restrepo, cuando mencionaba la ampliación de la lucha
popular de los años setenta, bajo múltiples formas como “huelga, paro de solidaridad,
recuperaciones de tierra, guerrilla urbana y rural”, que indican la combatividad efectiva y
la “conciencia crítica” de las clases populares ante “los manejos seculares del poder”40·. Es
interesante la manera como Mauricio Archila evaluaba, años más tarde, esta postura: su
extrañeza por la asimilación que hacía Restrepo de luchas populares y guerrilla contrasta
con su énfasis en su valoración de la lucha social como elemento de cambio y de que
privilegie a “las clases populares” en vez de los actores con los que trabajaban
tradicionalmente los jesuitas. Y muestra la distancia crítica de Restrepo frente al
sindicalismo, especialmente el vinculado a las centrales sindicales tradicionales, al que
consideraba casi como un obstáculo al cambio social, que Archila mira como un reflejo del
distanciamiento del naciente CINEP frente al sindicalismo cristiano de la UTC. De ahí que
el CINEP de entonces privilegiara a los sectores campesinos y a los pobladores urbanos41.
Esta mentalidad se plasmaría en el famoso documento de El Ocaso, de agosto de 1975, que
intentaba una lectura crítica del apostolado de la Compañía y de la evangelización del
continente en los tiempos coloniales a partir de la Teología de la Liberación y la Teoría de
la Dependencia, con el fin de impulsar la aplicación de los decretos de la Congregación
General XXXII, que ligaban la evangelización con la promoción de la justicia. El
documento partía de considerar a Colombia y América Latina como “pueblo en espera de
justicia” para afirmar que la evangelización solo tenía sentido si se orientaba “hacia la
liberación integral del pueblo colombiano”. De ahí que ella no pudiera ser apolítica sino
subversiva contra la injusticia institucionalizada; criticaba entonces la evangelización del
continente por haber estado al servicio del poder y de la cultura españoles, que tuvo
continuidad con las alianzas posteriores con el poder de las oligarquías y la civilización
occidental, contra la “Nueva Cristiandad” ligada a la doctrina de seguridad nacional del
Cono Sur. Sin embargo, el documento reconoce algunos elementos de ruptura en el
Vaticano II y Medellín, que preludiaban ya el surgimiento de “la Iglesia de los pobres”.
Su crítica se extiende luego a la Iglesia colombiana y a la provincia, acusadas de estar al
servicio de las clases privilegiadas: el origen de clase media de los jesuitas colombianos y
su formación elitista y burguesa no favorecía la opción preferencial por los pobres. Esto
trajo como resultado que nuestro apostolado estuvo primordialmente dirigido hacia la
formación de elites y la legitimación de su dominación social, en contradicción con el
Evangelio. Incluso, el mismo apostolado social de los jesuitas estaba marcado por la
ideología elitista y la defensa del status quo, frente a la amenaza del comunismo. Por eso,
denuncia los compromisos del apostolado jesuita de los medios de comunicación con los
40
Luis Alberto Restrepo, 1975, “Las luchas sociales en 1974”, en Controversia, CINEP; Bogotà, pp. 42-73.
Mauricio Archila, 1998, “Actores y conflictos sociales” en Una opción y muchas búsquedas. CINEP 25
años, CINEP, Bogotá, pp. 170-172.
41
grupos financieros y critica la vinculación de la Compañía con COLMENA y el Grupo
Social.
Sin embargo, el documento aclaraba que el “desenmascaramiento de los compromisos de
las obras de la provincia con las clases poderosas” no debía significar el inmediato
abandono de nuestros apostolados sino su replanteamiento crítico: solo se debía excluir lo
que fuera imposible de reorientar. Pero insistía en la necesidad de que la evangelización
asumiera la situación histórica como lugar teológico para reconocer la dimensión política
del Amor evangélico y la situación revolucionaria de América Latina. Así, la reflexión
teológica sobre la “actual situación revolucionaria” debería conducirnos a “una solidaridad
cada vez más profunda con los oprimidos” y a la asunción de sus condiciones de vida en la
medida de lo posible.
Este documento, y especialmente la formación de comisiones para influir en las diferentes
obras de la provincia, produjeron un gran rechazo en buena parte de los jesuitas de ese
entonces y generaron una profunda polarización de la Provincia, con estigmatizaciones
estereotipadas y mutuos malos entendidos. A esto contribuyeron algunas publicaciones,
como un número de la revista Controversia, dedicado a analizar las tensiones que el apoyo
a la huelga de los empleados bancarios por parte de algunos sacerdotes y religiosos produjo
en la jerarquía de entonces, evidenciadas en la descalificación que el cardenal Muñoz
Duque hizo de las motivaciones de los clérigos, a los que calificó como desubicados y en
crisis de identidad en su sacerdocio. Y en su decisión de suspenderles sus licencias
sacerdotales porque querían pertenecer a “otra supuesta Iglesia”, lo que hacía dudosa la
validez de sus celebraciones42.
Ese mismo año de 1976, la Conferencia Episcopal Colombiana criticó en el documento
Identidades cristianas en la lucha por la justicia la actitud de sacerdotes, religiosos y laicos
que asumían posiciones radicales en política señalando los intentos de síntesis entre
marxismo y cristianismo de los grupos de Golconda y SAL, los encuentros sobre Teología
de la Liberación y la participación en centros de estudios e investigaciones como el CINEP,
Denuncia, Encuentro e IPLAJ. Según los obispos, todos ellos representaban “un verdadero
embate contra los pilares mismos de la fe católica” al pretender identificar la
evangelización con una supuesta promoción humana, “con una concepción subjetiva del
cristianismo que prescinde del magisterio…” Y, cinco años más tarde, en agosto de 1981,
la Asamblea plenaria del episcopado condenaba solemnemente al CINEP, su revista
Controversia, la revista Solidaridad y las llamadas Comunidades de base, por estar
42
“¿Iglesia en conflicto?, en Controversia # 44, 1976, pp. 7-10,
imbuidas de ideologías y propósitos que atentaban gravemente contra las doctrinas y
disciplinas de la Iglesia rompiendo la comunión con ella43.
Por su parte, durante esos mismos años el gobierno de Turbay Ayala (1978-1982)
implementa el Estatuto de Seguridad para contrarrestar el auge de la movilización de
protesta popular de entonces, que es interpretada tanto por la izquierda radical y la guerrilla
de las FARC como por el alto mando militar como una coyuntura prerrevolucionaria. La
medidas del Estatuto se ha visto relacionadas con la doctrina de la Seguridad Nacional,
impulsada por los regímenes militares del Cono Sur, pero aplicadas a un contexto de
democracia formal y restringida, Algunos llegaron a hablar de la “bordaberrización” del
régimen político colombiano al interpretar el Estatuto de Seguridad como un instrumento
para remover los obstáculos que algunos jueces civilistas oponían a los excesos de la acción
militar44.
El ambiente de represión generalizada desatada entonces afectó las labores del CINEP
porque un jesuita del grupo y algunas de sus funcionarias fueron detenidos por su relación
con el asesino confeso del exministro Rafael Pardo Buelvas, cuya vinculación tangencial
con el CINEP fue utilizada por sectores del ejército y de la prensa conservadora para
deslegitimar el trabajo del CINEP. En ese contexto, el CINEP publicó el trabajo del Dr.
Alfredo Vásquez Carrizosa sobre la “Iglesia y la Justicia militar” en Colombia45 Pero, por
otra parte, la “cacería de brujas” entonces desatada motivó la creación de una oficina
encargada de la defensa de los Derechos Humanos, que originó un labor importante de
pedagogía en esta materia y de recopilación de violaciones, que desembocaría más tarde en
el Banco de Datos sobre violencia y derechos humano, de obligatoria consulta para los
interesados en el tema46.
El ambiente generalizado de represión, las condenas del episcopado, la división interna de
los jesuitas de la provincia, la visita del P, Cecil Mc Garry con la consiguiente
reestructuración del sistema del gobierno de la Provincia (1976) significaron un cambio de
escenario del CINEP y de sus directivas, que se vio reforzado por la intervención de la
intervención de la Compañía por el papa Juan Pablo II. En ese ambiente, el CINEP se vio
obligado a repensar sus posiciones y a explicitar los presupuestos teológicos, filosóficos y
políticos de sus trabajos de investigación y educación popular y mostrar su relación con la
Doctrina Social de la Iglesia y especialmente con los documentos del Vaticano II en el
43
Fernán E. González, 1997, “La Iglesia católica desde “la Revolución en marcha” hasta el Frente Nacional
(1930-1985), en Poderes enfrentados. Iglesia y Estado en Colombia, CINEP, Bogotá, pp. 310-311.
44
Alejandro Reyes, Guillermo Hoyos, Jaime Heredia y equipo investigativo del CINEP, 1978, Estatuto de
Seguridad. Seguridad nacional, derechos humanos, democracia restringida, Controversia # 70-71,
especialmente pp. 9-18, 46-59, 63-75. ·
45
Controversia No. 74 de 1979
46
Diego Pérez, 1998, “En defensa de los derechos humanos”, en Una opción y muchas búsquedas, CINEP 26
años, CINEP, Bogotà, pp.208-231
“Marco de acción apostólica”, elaborado en 1982 mediante el diálogo con otros jesuitas
designados por el provincial de entonces.
Hacia una mirada menos polarizada de la situación social
La mirada histórica, desde los inicios hasta los problemas de los años ochenta, permiten
apreciar los cambios producidos en los últimos treinta años, que se caracterizaron por la
disminución de las tensiones internas. Esto fue producto de cambios de la política mundial
como el fin del fantasma de la Guerra fría con su concepción bipolar del mundo, la crisis de
los socialismos de la Europa Oriental y la desmitificación crítica de la propia izquierda,
ahora desligada de la opción armada, junto con cambios internos en la jerarquía de la
Iglesia colombiana y su mayor cercanía a los temas de paz y Derechos Humanos. En ese
sentido fue determinante la creación en 1986 de la Comisión para la vida, justicia y paz y el
involucramiento de la jerarquía en las negociaciones de paz.
Por su parte, el retiro de la Compañía de los grupos más radicalizados y el acercamiento
más matizado a los problemas sociales contribuyeron a esa despolarización interna: desde
1995, el P. Francisco de Roux invitaba, en un documento sobre la situación de los
trabajadores en una economía abierta, a abandonar los mitos de los años sesenta y setenta,
que llevaron a soñar en proyectos productivos alternativos, no sujetos a la lógica del sector
económico moderno, contra el cual adoptarían estrategias de resistencia. Y a mirar a los
sectores populares como insertos de manera desventajosa y subordinada en la totalidad de
la vida económica mirada como un continuum dinámico, compuesto por un conjunto de
circuitos de bienes y servicios47.
Este cambio de mirada obedecía a un acercamiento más concreto a la realidad de la vida
cotidiana de los pobres lograda por medio de la creación de una canasta de consumo básico
(el DANE popular) que trataba de medir la calidad real de la vida de los sectores populares
y las reflexiones de algunos economistas del CINEP sobre los instrumentos y posibilidades
de medición de la pobreza. Esto condujo a un programa de intervención social que
descartaba los enfoques alternativistas y aceptaba los mecanismos del mercado, junto con
un proyecto de investigación sobre la manera como los sectores populares se insertaban en
los circuitos económicos realmente existentes. Este acercamiento no dualista al sector
informal era reforzado por las investigaciones del equipo que seguía la macroeconomía del
país con reflexiones sobre el modelo vigente de desarrollo, el impacto de la inflación y el
análisis de las concepciones de pobreza que subyacían a las políticas oficiales y a los
instrumentos de medición. Estos acumulados encontrarían, para Jorge Iván González48, en
el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio y en los programas que se
47
Francisco de Roux, 1995, Los sectores populares en economías abiertas. Un proyecto de intervención
social, CINEP, Bogotà.
48
Jorge Iván Gonzalez, 1998, “La investigación económica en el CINEP desde comienzos de los setenta”, en
Fernán E. González, editor, Una opción y muchas búsquedas, CINEP 25 años, CINEP, Bogotà, pp.151-152
inspiraron en sus experiencias, que muestran la superación de los enfoques vigentes en los
años sesenta y setenta, pero cuyo mayor alcance regional, con la cooperación de entidades
internacionales y nacionales, dependería de factores externos al CINEP y al PDPMM.
En el fondo, esta acercamiento más concreto a la realidad de los sectores populares suponía
una cierta distancia con respecto a las miradas populistas que oponían, de manera dualista,
al Pueblo frente a las oligarquías dominantes como dos realidades internamente
homogéneas y monolíticas, que instrumentalizaban al Estado, considerado de manera
igualmente monolítica e indiferenciada.
La superación de esa mirada dicotómica de la sociedad, concebida desde la confrontación
entre el polo popular y el polo oligárquico, encontró mucha correspondencia en la mirada
diferenciada sobre la realidad del Estado colombiano, que se separaba de su consideración
como aparato indiferenciado y uniforme para verlo como un escenario cruzado por
tensiones grupos y facciones, cuya presencia en las regiones y localidades está mediada por
la manera como ellas se fueron formando y articulando al centro por la mediación de los
poderes de hecho existentes en ellas. Pero esta mirada no polarizante y diferenciada del
Estado estaba acompañada de cierta distancia crítica de la mirada idealizada de la llamada
Sociedad civil como espacio público libre de tensiones para considerarla también como un
escenario heterogéneo, fraccionado y segmentado, con equilibrios siempre inestables, en
proceso de construcción. Esto llevaba, obviamente, a distanciarse de la concepción
mesiánica y populista que había acompañado muchas de las actividades educativas y de
acompañamiento a las organizaciones populares.
Este enfoque más diferenciado de la vida política es también el resultado del acumulado de
investigaciones del CINEP, desde las primeras aproximaciones al clientelismo en los años
setenta hasta las investigaciones más recientes sobre la Violencia y la paz. La investigación
sobre clientelismo significó un primer acercamiento a la diferenciación regional de la vida
política, marcada por la diferente configuración social de las regiones a lo largo del tiempo.
Luego, la creación del Programa por la paz de los jesuitas colombianos, iniciado en el
CINEP en 1988, llevó a la necesidad de configurar un equipo interdisciplinar de
investigación sobre las variables económicas, sociales, políticas y culturales de la
Violencia, en una mirada histórica y macroestructural, combinada con estudios de caso de
regiones particularmente violentas. Las labores de este equipo (1988-1992) fueron
continuadas luego por reflexiones e investigaciones sobre las relaciones entre Estado y
Sociedad civil (1995-1998). Años más tarde, esos esfuerzos investigaciones recibieron un
nuevo impulso, entre 1999 y2002, gracias al apoyo financiero de COLCIENCIAS, la
Fundación Ford y de MSD de la AID, que nos permitieron llegar a una lectura más
compleja de la Violencia reciente, en relación con los problemas del mundo agrario y el
proceso de construcción del Estado49. Y más recientemente, esta perspectiva, enriquecida
por equipos regionales de investigación, llevó a la creación del grupo de investigación de
ODECOFI, liderado por el CINEP y escogido por COLCIENCIAS como centro de
excelencia en ciencias sociales.
Sin embargo, esta mirada despolarizada de los problemas sociales se ido desdibujando bajo
los dos gobiernos del presidente Álvaro Uribe Vélez, que capitalizó el endurecimiento de la
opinión pública frente al conflicto debido al fracaso de las negociaciones del Caguán y el
cambio de percepción sobre el conflicto armado producido por la expansión guerrillera
hacia zonas más integradas del país, los abusos de FARC en la zona de despeje y las
ambigüedades del ELN frente a las negociaciones. La concepción simplista del conflicto
armado, al que se negaba todo carácter social, político e ideológico, condujo a buscar
soluciones exclusivamente militares, que produjeron algunos resultados como la
recuperación militar del territorio central del país y el descenso de homicidios y secuestros.
Este enfoque trajo como resultado la reactivación del paradigma conservador de lectura de
la realidad en amplios sectores de la Iglesia y de la Compañía, que mostraban profundas
diferencias políticas y sociales, que habían permanecida latentes bajo el pacto de silencio
producido por la polarización antes descrita de los años anteriores. Se produjeron entonces
nuevos enfrentamientos entre los sectores y las generaciones, pero con menor intensidad
que las tensiones de los años setenta. Las criptosimpatías de algunos por los grupos
paramilitares y el acercamiento a las propuestas de Seguridad democrática de Uribe Vélez
eran muy congruentes con la concepción maniquea de la Política, que la concebía como el
enfrentamiento entre el Bien y el Mal absolutos. Y que lleva a considerar a los que no
comparten nuestras miradas como enemigos absolutos que amenazan el orden y los valores
establecidos. De ahí la aprobación implícita a salidas autoritarias y al recurso a líderes
mesiánicos que restauren o recreen el orden perdido. Estas concepciones, heredadas de la
mentalidad de Guerra fría, han hecho que en nuestro medio no se hayan visto reflejadas las
consecuencias del fin de la concepción bipolar del mundo, debido tal vez al surgimiento de
caudillos como Chávez, Correa, Evo Morales, Ortega y Humala, que se han visto asociados
a la permanencia de Fidel Castro en Cuba. La combinación de estos personajes y las
acusaciones de relaciones de ellos con las FARC seguían, al menos durante el gobierno de
Uribe Vélez, siendo leídas desde la perspectiva de la Guerra Fría.
En cambio, son más claramente perceptibles los efectos de la gradual pérdida de influencia
de la llamada Teología de la Liberación, presentada por Michel Gauchet como el último
intento de recreación de un orden social justo en América Latina, elaborado por algunos
teólogos latinoamericanos a partir de la crítica a la injusticia estructural de este continente y
su situación de dependencia respecto a las grandes potencias. Según Gauchet, la Teología
49
Cfr. Fernán E, González, Ingrid J. Bolívar y Teófilo Vásquez, 2002, Violencia política en Colombia, De la
misión fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotà,
de la Liberación fue “algo así como una tentativa última de extraer una política de la
religión, de construir una idea de la sociedad justa a partir de la fe cristiana”. A partir de su
idea del “desencantamiento del mundo”, el autor en mención sostiene que este camino es ya
insostenible, porque la liberación no resulta de la teología: “Ya no hay política cristiana
posible. Hay una política profana, o „secular‟ o „laica‟ […] en la que participan los
cristianos con sus palabras y convicciones, pero cuya última palabra no tienen”. Por eso,
prefiere hablar de “una despolitización metafísica del cristianismo” 50.
50
Marcel Gauchet, “Lo religioso hoy, Conversaciones con Esteban Molina”, epílogo de la edición española
de El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, Madrid, Editorial Trotta, 2005, o. c.,
pp. 298-99.
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