servir a dios con un corazón libre

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CORONA BAMBERG
SERVIR A DIOS CON UN CORAZÓN LIBRE
Servir a Dios con un corazón libre es el fin de todos aquellos que ponen su vida bajo la
llamada del seguimiento de Cristo. Un ejemplo claro de esto lo encontramos en el
"cántico al sol" de san Francisco de Asís. Pero, ¿es válido esto también en relación al
ascetismo? Con el "cántico al sol" se libera el corazón. ¿Y con el ascetismo? ¿Quién
oye su mensaje como una palabra liberadora? El presente artículo ayuda
sugerentemente a descubrir el valor liberador también del ascetismo.
Mit freiem Herzen Gott dienen. Überlegungen zur christlichen Askese heute, Geist und
Leben, 6I (1988) 113-127
En tiempos pasados la palabra "ascetismo" significaba adentrarse en un mundo de
asperezas que llegaban hasta la autoflagelación. Hoy, por el contrario, este significado
ha cambiado, por lo menos en parte. No es preciso que nos remontemos a aquellos
tiempos en los que el protestantismo opuso una fuerte crítica a todo cuanto pudiera
parecer ascetismo. En nuestros días los mismos círculos evangélicos han hecho una
reconsideración de este tema. Baste citar las más de 64 páginas que dedica la nueva
"Theologische Realenzyklopädie" al tema. ¿Quién lo hubiera imaginado 20 o 30 años
antes!
El "boom" ascético
Hoy el hecho de que se reflexione de nuevo sobre la ascética, tiene su fundamento en
causas enteramente distintas. La necesidad que tenemos de crear nuevas formas de vida
tiene su origen en la exigencia actual de oponernos al consumismo y a su ideología. Se
buscan formas de vida alejadas del confort que nos proporciona una sociedad
tecnificada en extremo y en las satisfacciones que nos ofrecen los grandes mercados.
Ello ha dado lugar a que se hable del "boom de la ascesis". Cuán profundo sea este
fenómeno y en cuánto deba valorarse, es otra cuestión. Sin embargo, la realidad está ahí
y no tiene un sentido meramente material. En efecto, hace menos de 10 años que vio la
luz pública un escrito de Peter Lippert titulado "Quien quiera salvar su vida...
Autorealización y ascética en un mundo amenazado", que tiene aún vigencia. Pues hoy
sabemos que sin ascética no sólo no se puede lograr una calidad de vida verdaderamente
humana, como lo han puesto de manifiesto tanto los movimientos ecologistas como la
última crisis energética, sino que bajo el imperio de la electrónica y de la bomba
atómica, el mundo no podrá sobrevivir a no ser que el individuo, la familia y la sociedad
entiendan de una vez para siempre que el precio de la libertad supone la autodisciplina.
Y esto tanto si se trata de las decisiones de uno para consigo mismo, como de su
relación para con los demás. Y esto independientemente del motivo social o religioso
que nos impulse a ello.
Hoy sabemos que sin ascetismo no puede darse ni una vida humana digna, ni un mundo
verdaderamente humano. Ahora cabe preguntarnos ¿juega esta visión general algún
papel importante en la vida de quienes en nuestro mundo pretenden adoptar una actitud
seria como cristianos? La austeridad de vida exigida hoy por numerosos grupos
sociales, ¿informa el modo de ser de los cristianos? Lo dudamos. Prueba de ello es que
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todos aquellos que se interesan por el ascetismo rara vez se inspiran en nuestras
comunidades religiosas. Y cuando se ha mirado a ellas, no falta la decepción. ¿Por qué
sucede esto? ¿Es que se las mira con excesivas exigencias? ¿O es que no se encuentra
ya en las personas espirituales aquel autocontrol y aquella austeridad que a lo largo de
los siglos fue su distintivo más valioso? Muchos maestros de novicios y muchas
superioras confiesan que les resulta tremendamente arduo hablar de austeridad con
objeto de motivar a sus súbditos para que, mediante la abnegación, se ayuden a
perseverar en su castidad, les sea más fácil entrar en oración, superen mejor las
tentaciones y se esfuercen en el seguimiento de los consejos evangélicos, unidos al
crucificado.
Su inserción en lo humano
No es cierto que la tríada bíblica del ayuno, la oración y la caridad o que el ascetismo
monástico pertenezcan a una época antigua ya periclitada. Por el contrario, lo que
ocurre es que aque llas formas de vida reciben su modalidad de las épocas y las
condiciones en que les ha tocado vivir. Por ello, si no queremos hacer de la vida ascética
algo perteneciente al pasado o reducirla a una pura teoría especulativa, es necesario que
encontremos otro camino que garantice su actual vigencia.
No podemos desentendernos de la santificación de los hombres que son objeto del
agrado divino. Ellos poseen tanto un espíritu, como un cuerpo, viven en sociedad y
participan de la oración. A ellos pertenecen el mundo y sus bienes, con los que deben
establecer íntima relación en un quehacer intramundano. Ahora bien, después que Dios
se hizo hombre y asumió los valores de la vida, la ascética no debe ocuparse de la
mortificación en función de ella misma, sino en función de la vida. Y la vida no puede
comprenderse sin radicalizarla en lo humano.
La ascética, en lo que tiene de renuncia en favor de la vida, "es un factor de la existencia
humana" (Guardini) y también cristiana. Ella exige que asumamos la vida con todas sus
limitaciones libre e independientemente de prescripcionismos piadosos esclavizantes, de
los que la gracia de Cristo nos ha liberado. La ascética que hoy necesitamos no es, sin
más, la ascética de la cruz de otros tiempos. La hemos de descubrir mirando las
dificultades concretas del hombre actual. Y en primer lugar nos tenemos que ocupar de
la persona considerada en su totalidad (tanto corporal como espiritual), de sus relaciones
sociales, de su sexualidad (y esto tanto en el matrimonio como en la opción celibataria),
de su relación con los bienes materiales (ya sea para usarlos ya para privarse de ellos),
de su vocación y trabajo, de su acción social y política. La ascética deberá ayudarnos a
llevar una vida plenamente humana como nos exige la participación en la vida de Dios y
el seguimiento de Cristo.
Finalmente debemos subrayar una carencia actual. En efecto, cuanto más se apela en
nuestros días al valor y a la autorealización humana tanto menos evidente se hace el
fundamento absoluto de la misma, es decir, la gracia, la participación en la humanidad y
en la obra de Cristo, la cual nos libera de cualquier desviación a la que nos impulsan los
efectos del pecado original e infunde en nosotros el amor desinteresado que nos une a
Dios y a los hombres. Es aquí donde las órdenes religiosas deben asumir el papel de la
ejemplaridad que se desprende de su vocación. A ellas corresponde recuperar la ascética
cristiana en favor de todo el hombre, tan infravalorado en las ascéticas de pasados
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tiempos. Ello puede expresarse diciendo: hay que salvar al hombre, sin que ello
signifique empobrecer la cruz de Cristo.
¿Qué es la ascética?
La ascética, en su sentido cristiano, no es penitencia ilimitada, aun cuando
frecuentemente deba ser esto. Tampoco es mero sacrificio, renuncia o abnegación. Todo
esto entra, sin duda, en ella, pero hay que tener en cuenta que ya antes del cristianismo
estas determinaciones estaban asociadas al proceso de maduración del hombre que
tiende a su plena realización. En la "Estoa", por ejemplo, se desarrolló ya una cultura de
la disciplina y del autodominio.
Como actividad ardua y perseverante jugó un papel decisivo en la historia universal del
cristianismo. Ya Pablo nos revela su vida, cuando dice: "Yo corro, no como a la
ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi
cuerpo y lo esclavizo" (1 Co 9, 26-27).
Es preciso perseverar en el fin propuesto mediante un trabajo, a veces nada fácil, de
autodominio. Uno no puede abandonarse a sí mismo, ni seguir cualquie r impulso, ni
dejar sin control las propias capacidades. La ascética, tomada como libre actividad
humana, que tiene su origen y su fin en Dios, se muestra en la historia bajo modalidades
distintas. Sin embargo, en ninguna de ellas se trata de orientar la acción hacia uno
mismo, ni menos de optar por el sacrificio por el sacrificio mismo. No, por el contrario,
aquello que los santos entendieron y ejercitaron como "ascesis" se orientaba, aunque de
forma diferente, al bien de la humanidad: a la salvación del hombre.
¿Por qué debe darse la ascética en la vida?
Dado que el sistema de vida contemporánea nos impone frecuentes renuncias obligadas
y situaciones de penuria inevitables, es natural que uno se pregunte sobre si existe
actualmente un ámbito en el que sea posible llevar a cabo una vida ascética voluntaria.
El inexorable maestro que es la vida parece dar la razón al jesuita Peter Lippert cuando
éste, hace ya 50 años, decía: "Antiguamente los hombres necesitaban el cilicio para
acceder al Dios viviente; en nuestros días tenemos más que suficiente con nuestra
propia debilidad psíquica". A pesar de ello, la vida ascética tiene aún en nuestros días su
vigencia. Ella es necesaria, en primer lugar, porque el hombre está destinado a
realizarse, pero no está forzado a conseguir su propia perfección. En segundo lugar, no
podemos olvidar que la humanidad se encuentra bajo el poder del mal, pero que no
puede despojar a las personas de su libertad. Libertad por la que éstas pueden aceptar la
gracia de Dios, que las libera del poder demoníaco.
Respecto a la primera razón podemos decir que el que un hombre se desarrolle y logre
identificarse consigo mismo, depende evidentemente de sus decisiones. El puede, sin
duda, permanecer inactivo y dejarse arrastrar por el medio que lo circunda. Ello le
permitirá imputar a éste su manera de ser e incluso sus desgracias. Frente a esta
pasividad el asceta toma decisiones en contra del medio que pretende configurarlo y
crea una tensión entre el medio, que sin duda lo condiciona, y la decisión por la que él
se realiza a sí mismo. Tal es el lugar existencial de la vida ascética.
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El hombre como esencia que deviene se manifiesta en un proceso que va desde la total
dependencia del niño a la plena autonomía del adulto, para el que ya no cabe pensar que
el mundo tenga que adaptarse a él, o él al mundo. Es desde esta autonomía, sinónima de
libertad, desde donde el hombre histórico concreto puede oír y responder, asumir
responsabilidades, aceptar la soledad o comunicarse, establecer fines y tender hacia
ellos; puede en último término aceptar la gracia y hacer presente el misterio de Dios en
el mundo. Así deviene el hombre en hombre cristiano.
Respecto a la segunda razón que justifica el porqué debe darse una ascética, es claro que
el que trata con seres humanos, el que busca vivir consciente de sí, experimenta
constantemente que la humanidad, en nuestro tiempo, se encuentra amenazada, que el
mal vive en ella, a pesar de que se la intenta proteger con vehemencia. Teológicamente
hablando diríamos que el hombre se encuentra amenazado por las consecuencias del
pecado original, que son más fuertes de lo que lo son sus propias fuerzas. No obstante,
el cristiano sabe que el hombre, solicitado por el mal, está llamado a lograr una plenitud
que es posible con la gracia de Dios. Esta inadecuación entre el llamamiento agraciante
de Dios y la real impotencia que el hombre experimenta remite a la necesidad que
tenemos de sobreponernos, es decir, de llevar una vida ascética.
Esta, sin embargo, suele inducir a la autocomplacencia, a la soberbia y a la arrogancia,
cuando no se funda en la convicción de que tales esfuerzos no son tanto la expresión de
nuestro valor, cuanto de la gracia que Dios nos otorga. Por esta razón, debemos decir
que una ascesis que no fuera humana no sería cristiana. Es verdad que la meta de la
ascesis cristiana el hombre no la puede alcanzar por sí solo sino que necesita la fuerza
de la gracia, pero la debe alcanzar "humanamente", es decir, no de un modo inhumano.
El cristiano sabe que del mal, tanto corporal como espiritual, sólo puede librarnos la
gracia que Dios concede al hombre esforzado. El sacrificio abnegado del hombre viene
exigido por la vida misma, pero su plena realización es siempre un regalo que Dios nos
da gratuitamente. Es por esto por lo que la ascética es un studium deificum, como nos
dice San Atanasio en su "Vida de San Antonio": son muchos los trabajos que advienen a
quien es favorecido por la gracia de Dios. De todo lo cual se sigue que la ascética, en el
sentido pleno de la palabra, es mas una realidad teológica que una disciplina meramente
humana o moral.
El cristiano y su vida ascética en el ámbito humano
En las reflexiones siguientes y sobre los fundamentos de lo dicho hasta ahora vamos a
preguntarnos por la fenomenología antropológica de la vida ascética cristiana. Y ello
con el objeto de liberarnos de concretos estereotipos preestablecidos en la historia. Esto
no significa en absoluto el abandono de los motivos religiosos que la impulsan. Por el
contrario se hace preciso abordar determinadas realidades fundamentales humanas que
pongan de manifiesto cómo es posible acceder a una ascética cristiana apropiada a
nuestro tiempo. Prescindiremos en esta ocasión de los consejos evangélicos, aun cuando
conserven obviamente su valor para la espiritualidad cristiana. Nosotros pensamos más
bien en las prácticas liberadoras y en los irrenunciables valores fundamentales que están
supuestos en la misma vida humana. Estos vienen sugeridos por las palabras "orden",
"sinceridad" y "lucha".
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1. El orden. Un primer dato fundamental humano lo constituye el orden. El hombre
necesita del orden puesto que, en cierta medida, lo constituye. Por una parte, la
necesidad de un ordenamiento es anterior a toda educación, a todo dominio propio y a
toda ascética. Por otra, sin aquél el hombre se malogra. Pero ¿qué significa "establecer
el orden en la propia vida"? Significa relacionarse con una experiencia del mundo, tanto
interna como externa. Ahora bien, cuanto tuvimos ocasión de decir acerca del proceso
de maduración del hombre cristiano tiene estrictamente que ver con esto. Madurar
significa establecer el orden en la propia vida. Dicho orden no debe identificarse con el
ordenamiento inmediato de cada día; pero existen leyes cósmicas y morales sin las
cuales el hombre no podría sobrevivir. Este orden es el que le permite al hombre
disponer de sus fuerzas y posibilidades. Sólo así aprende él a coincidir con los demás y
con la sociedad bajo la cual tiene que vivir. Sólo dentro de este orden social puede él
afirmarse frente a los conflictos, exigencias y decepciones que la vida comunitaria
comporta. Sólo afrontando esta lucha puede el hombre alcanzar paso a paso su propia
libertad interna.
¿Por qué resulta todo ello tan dificultoso? ¿Por qué tiene que padecer la libertad, en
niveles diferentes, tanto esfuerzo, tantos vencimientos, tantas renuncias aun de cosas
que pueden ser permitidas? La respuesta es sencilla: porque el orden que debe ser
establecido tropieza con el desorden; desorden que no puede ser anulado de una vez por
todas, porque se adueña constantemente, una y otra vez, de la situación. Ahora bien, la
raíz de este desorden hay que buscarla en el corazón, en el abandono de Dios, en la
entrega al mundo, en las inclinaciones y en el egoísmo. Por el contrario, el esfuerzo por
crear el orden constituye aquí la esencia de la ascética.
En todos los tiempos este esfuerzo creador constituyó el campo propio de la ascética
cristiana. El hombre aspiraba a poseer las virtudes y esto se conseguía tras una lucha del
cuerpo guiado por un alma que sólo pretendía servir a Dios. Frente a esta concepción
¿qué es lo que ha cambiado en nuestros días? El que el hombre ya no se siente, al menos
con claridad, como un sujeto que pueda ser poseído por Dios o por el pecado. El cambio
es enorme y el hombre es consciente de ello. El se siente abandonado a sí mismo. Por
ello corre el peligro de ocuparse sólo de sí, de poseerse o de ser poseído, perdiendo el
protagonismo que le permite realizarse en su relación con los demás. Es decir, él ha
perdido la ordenación que le es innata.
La recuperación de ésta no se logra mediante la eutonía, la evasión o el psicoanálisis.
Tales cosas pueden ser convenientes, pero tienen que ser ayudadas por la fuerza
decisiva que hace que el hombre pueda recuperarse a sí mismo en su conversión a los
demás. Ascética no puede significar introversión. Precisamente por razones culturales y
teológicas el hombre no puede sustraerse al ordenamiento querido por Dios. Sólo el que
evita enajenarse, renunciando a los bienes y preocupaciones de este mundo, puede
extender su acción y sus servicios a todo el universo, es decir, a la sociedad, a la
humanidad y a la iglesia. Hoy estamos convencidos de que los problemas de la paz, el
desarme, el hambre, la superpoblación y la opresión no tendrán solución si no se
consigue un cambio en la humanidad, una conversión. Obviamente la negligencia y la
pasividad en asumir las responsabilidades pertinentes frente a los problemas que acosan
al mundo, constituyen un abandono de sí mismo y de Dios. Y aunque es cierto que el
acentuar esta vertiente de la "acción" se corre el peligro de absolutizarla, no lo es menos
que la acción no puede ser excluida del orden querido por Dios. Sólo porque el hombre
se sabe referido a un orden universal que tie ne su sentido independientemente de él,
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puede él reproducirlo en sí mismo y en la sociedad. El cristiano, por su parte, sabe que
la puesta en marcha de una actividad es una gracia de Dios que apunta a la esperanza,
pero que se encuentra bajo el signo de la cruz....
2. La sinceridad. Demos paso a una nueva determinación: la sinceridad. Por sinceridad
no entendemos aquí el mero sentido moral, según el cual sinceridad se opone a disimulo
e hipocresía. Sinceridad se opone aquí a lo "ordenado". El hombre "sólo ordenado" no
está en "orden", sino que suele pecar de intolerante y rígido. Son conocidas de todos
ciertas personas ordenadas que, como encarnación de la "Regla", no se permiten ni tan
siquiera oler una rosa o un perfume, decir una palabra cariñosa, ni leva ntar la vista...
¿No se tomaron tales comportamientos como expresión suprema de la ascética
religiosa? En este caso, sin embargo, no juega papel alguno la sinceridad, tal y como la
concebimos nosotros. Se prescribe la mirada baja, se aparta a la persona religiosa de
novedades y de los problemas de la vida, se soslayan los conflictos y se prohíbe la más
mínima comunicación. Todo esto huele a "tufo" de camarillas...
Nuestra sociedad nos brinda un individualismo más brutal cuando se llega a sostener
que mi prójimo es para mí y yo para él, el infierno. Tales fenómenos de egoísmo
indican que tales personas desconocen por completo la solidaridad sincera que se
implica en la ascética. La ascética de la sinceridad se caracteriza por su apertura libre
que hace posible el encuentro. Ello significa, en primer lugar, que uno se acepta a sí
mismo con sus cualidades y limitaciones; significa que no se envidia, sino que se
valoran los talentos de los demás sin, por ello, dejar de ser uno mismo. Significa, en
segundo lugar, que uno asume la responsabilidad de la propia realización, tanto natural
como religiosa. Significa, finalmente, que se está abierto para oír las llamadas de los
hombres y de Dios. Los auténticos métodos de meditación desembocan en esta auténtica
ascética de la sinceridad y del testimonio. Testimonio al que los hombres se hacen
permeables porque puede oírse, verse y tocarse.
Hoy día son muchos los que se vuelven hacia sí mismos ante la angustia; muchos los
que se abandonan ante el miedo; muchos los que se pierden ante las preocupaciones;
muchos, finalmente, los que se desmoralizan ante las fuerzas del mal que nos acosan.
Precisamente parte de nuestra juventud, por falta de perspectiva, se lanza en brazos de
lo privado, del egoísmo y de la autosuficiencia. Ello hace imposible el encuentro entre
los hombres desde una libertad sincera. Por lo demás, éste sólo es posible abriéndose a
la sinceridad, prestando oídos a la palabra y al discurso del prójimo. Actitud ésta que
nada tiene que ver con comportamientos pasajeros, sino con la capacidad de
autodominio y de entrega a los demás. Sin el esfuerzo que esto exige no se puede lograr
nada. Ahora bien, es decisivo que nuestra sinceridad se extienda a la naturaleza, a los
hombres y a Dios. Por otra parte, esta sinceridad profunda debe conquistarse día a día,
minuto a minuto, manteniendo una entrega permanente a los demás hasta llegar a la
misma muerte. Ciertamente quien viva esta ascética de la sinceridad se encontrará en
todo momento abierto a la cruz de Cristo.
3. La lucha. También la ascética del "orden" y de la "sinceridad" es "lucha". En efecto,
el asceta se crece ante las dificultades, ante las exigencias y las renuncias que le impone
su propia naturaleza, ante las amenazas y los halagos que le salen al paso... En la lucha
que sostiene el asceta, aprende éste a permanecer firme frente a las presiones de fuera y
los impulsos de dentro, manteniendo todo cuanto le ha sido confiado, su vocación, su
perfeccionamiento. El aprende a arrastrar la dificultad con todas sus fuerzas, aun cuando
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la misma falta de fuerzas constituya una fuente de dificultades. Por desgracia, a los ojos
de los jóvenes no aparece esta lucha y sus exigencias como una lucha alegre y unas
exigencias atractivas. ¿Acaso nuestra juventud no ha sido decepcionada en lugar de ser
estimulada? El hombre se encuentra con diversas dificultades, a veces insoslayables,
como la enfermedad, la angustia, la incapacidad. Ante ellas, fácilmente se abandona el
campo de batalla, porque el éxito es más incierto que el fracaso; y además no se ha
aprendido a encontrar el sentido del fracaso.
La magnitud de la dificultad se hace insuperable porque no se ha aprendido a contar con
la propia debilidad del espíritu humano. Quien es capaz de asumir esto y abre el N.T.
inaugura el gran encuentro con Jesús; de él recibe la fuerza decisiva para el combate. Se
supera a sí mismo en su caminar hacia Dios que le propicia su gracia y le conduce a la
victoria, a la nueva vida que Jesús le ofrece.
Pero hay más. También el entorno hostil que nos envuelve es otra fuente de dificultades,
contra las que hay que ir, combatir y vencer. El N.T. nos habla de las fuerzas y poderes
que dominan este mundo; sólo podremos resistir a ellos si nos vestimos de "las armas de
Dios" (EL 6,11). Frecuentemente se ha tenido esto como una banalidad y, sin embargo,
ahí están la envidia, la calumnia, la difamación, los litigios. Ante estas dificultades tal
vez falten amigos, familiares, hermanos o hermanas que nos animen a la lucha. Ahora
bien, cualquiera que se haya encontrado ante estas dificultades, sabe cuán importantes
son los ejemplos de aquellos hombres que no eludieron la lucha, ni la confrontación;
hombres que se esfuerzan y fortalecen en su lucha por la libertad; hombres santos como
Charles de Foucauld que de ser un niño mimado se hizo anacoreta, abrazando la
mortificación antes que le sorprendiera la muerte, liberándose, de una vez por todas, de
las apariencias y abriéndose a impulsos del amor de Cristo a todos los hombres. Todos
nosotros necesitamos de estos ejemplos, y saber que se puede llegar a ser uno de ellos.
Ahora cabría preguntarse: ¿dónde situar la lucha contra uno mismo que tanto puede
beneficiar a los demás? La respuesta no puede ser otra: esa lucha debe situarse en el
corazón. Es el único lugar donde hay que buscar la verdadera conversión. El mismo
Einstein tenía conciencia de ello cuando no temía tanto a la bomba atómica, como al
corazón humano. Terminamos diciendo que cuando se es conciente de que los males del
mundo encubren una fuerza demoníaca, sólo entonces se sabe que es preciso o
someterse a ella o enfrentársele de modo implacable.
Tradujo y condensó: JOSE ALEU
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