Roderic - Universitat de València

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UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Facultat de Filologia, Traducció i Comunicació
Departamento de Filología Española
Poesía y conocimiento
en la obra de dos escritoras
argentinas contemporáneas:
Olga Orozco y Alejandra Pizarnik
TESIS DOCTORAL
PROGRAMA DE DOCTORADO 672-150-D
TEATRO Y LITERATURA ESPAÑOLA, HISPANOAMERICANA
Y PORTUGUESA
Presentada por:
Sarah Martín López
Dirigida por:
Dra. Dña. Núria Girona Fibla
Titular de Literatura Española y Latinoamericana (Universitat de València)
Valencia, 2013
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Facultat de Filologia, Traducció i Comunicació
Departamento de Filología Española
Poesía y conocimiento
en la obra de dos escritoras
argentinas contemporáneas:
Olga Orozco y Alejandra Pizarnik
TESIS DOCTORAL
PROGRAMA DE DOCTORADO 672-150-D
TEATRO Y LITERATURA ESPAÑOLA, HISPANOAMERICANA
Y PORTUGUESA
Presentada por:
Sarah Martín López
Dirigida por:
Dra. Dña. Núria Girona Fibla
Titular de Literatura Española y Latinoamericana (Universitat de València)
Valencia, 2013
Dedicatoria……………………………………………………………..
11
Agradecimiento a instituciones………………………….……………..
13
INTRODUCCIÓN GENERAL
Lo que fue ...............................................................................................
17
Metodología ...........................................................................................
28
Agradecimientos .....................................................................................
32
RESULTADOS Y DESARROLLO ARGUMENTAL
CAPÍTULO I. ESBOZO DE UNA LÍNEA POÉTICA Y
CRÍTICA: LA HERENCIA DE UNA MIRADA ..............................
37
1. «La modernidad comienza con la búsqueda de una literatura
imposible» ……………………………..……………………………...
39
1.1. «La conciencia de un cambio profundo» …….........................
41
1.2. Orfeo o la escritura de la desaparición .....................................
47
1.3. El espacio literario y la desaparición de la obra ......................
55
1.4. Poéticas negativas. De la forma al fondo: la «introspección»
del sujeto moderno ...................................................................
60
1.5. Poéticas imposibles. El lugar como utopía ...............................
68
2. La problemática del lenguaje ..........................................................
71
2.1. El sofista, «ser y no ser: esa es la cuestión» .............................
72
2.2. «Las palabras y las cosas»: El artista, el problema de la
representación y del lenguaje en la modernidad ......................
78
3. Poesía y conocimiento: la búsqueda imposible ..............................
85
3.1. El trasfondo reflexivo: la conversión de la metapoesía en
reflexión sobre el lenguaje .......................................................
87
3.2. El problema del conocimiento..................................................
92
3.3. La trampa de la metafísica .......................................................
98
CAPÍTULO II. LA POESÍA ARGENTINA EN LA SEGUNDA
MITAD DEL SIGLO XX ....................................................................
105
1. La poesía argentina en la segunda mitad del siglo XX: «El nolugar de una desaparición cruzada» ....................................................
107
1.1. La conciencia formal y lingüística ...........................................
109
1.2. La conciencia de una poesía necesaria: poéticas argentinas en
la bisagra del siglo XX ..............................................................
116
2. 1960. Poesía / Buenos Aires .............................................................
124
2.1. Líneas generales de la poesía argentina del 60. El
«sesentismo» y la poesía coloquial: algunos aspectos
problemáticos ...........................................................................
126
2.2. La generación del cuarenta .......................................................
138
2.3. Los cincuenta: la «tercera generación vanguardista» ...............
144
2.4. «Poesía Buenos Aires» y la asunción de lo inclasificable .......
154
3. Vértices: otras propuestas poéticas en las décadas del setenta y
del ochenta ............................................................................................
159
3.1. Primer vértice. La década del setenta: hacia una poética del
silencio .....................................................................................
162
3.2. Silencios forzados. Poesía en la dictadura ...............................
167
3.3. Segundo vértice. La década del ochenta y la poesía
neobarrosa.................................................................................
CAPÍTULO III. LA BÚSQUEDA COGNOSCITIVA EN LA
OBRA DE DOS ESCRITORAS ARGENTINAS
CONTEMPORÁNEAS: OLGA OROZCO Y ALEJANDRA
PIZARNIK ............................................................................................
1. «Dos modos de conciencia» ...........................................................
174
183
185
1.1. La conciencia jobesiana o la lucidez de Tiresias: paciencia y
analogía……………………………………………………...
188
1.2. La «locura de la luz» o las pesadillas de un visionario:
desesperación e ironía ...........................................................
197
2. Adscripciones e influencias ...........................................................
208
2.1. «El primero y el último de todos los conocimientos»: el
deseo puro del Frühromantik ................................................
211
2.2. La convulsiva belleza del surrealismo: el deseo sin fin .........
222
2.3. Abertura (a lo otro): «El Uno ya no está aquí». ¿Místicas
modernas?.................................................................................
233
3. Las poéticas de la desaparición de Olga Orozco y de Alejandra
Pizarnik ..........................................................................................
240
3.1. La obra poética de Olga Orozco................................................
241
3.1.1. Una mujer camina por un jardín: las ínfimas huellas de
un abismo infinito ...........................................................
241
3.1.2. La procesión espectral: dar inscripción a la sepultura o
la escritura como don ......................................................
247
3.1.3. Una visión especular: ¿un cuerpo hecho pedazos es
hacer pedazos el cuerpo? ................................................
250
3.1.4. Berenice o la vigía del límite: la identidad en un cable
de acero…………………………………………………
255
3.1.5. La apuesta trascendental: «se ha cambiado la ley» pero
¿«se han mudado los credos»? ........................................
258
3.1.6. A pura pérdida: la coronación de una poética de la
desaparición…………………………………………...
263
3.1.7. Para un balance: la última partida, con las cartas
marcadas .......................................................................
267
3.2. La obra poética de Alejandra Pizarnik......................................
270
3.2.1. El inicio de la vía purgativa: el abandono del deseo
ante el todopoderoso mundo ...........................................
270
3.2.2. La desaparición se juega aquí y ahora: los nombres son
deícticos y la salvación, una utopía ................................
275
3.2.3. «La noche oscura del alma»: la hija del viento se viste
de cenizas .....................................................................
280
3.2.4. La vía iluminativa y su incidencia oblicua: «la poesía
es el lugar donde todo sucede» .....................................
285
3.2.5. La vía destructiva o la tortura: despedazar el cuerpo
para hacerlo hablar .......................................................
292
3.2.6. La desaparición y su instante de éxtasis ......................
300
3.3. La elección de Los juegos peligrosos de Olga Orozco y Los
trabajos y las noches de Alejandra Pizarnik......………….....
304
CAPÍTULO IV. LOS JUEGOS PELIGROSOS DE OLGA
OROZCO ............................................................................................
307
1. Introducción ...................................................................................
309
1.1. «La poesía es un juego peligroso» .........................................
311
1.2. Estructura ...............................................................................
313
2. Poesía y magia: lo indecible en la imagen de la intemperie .......
319
2.1. La palabra poética como palabra sagrada: el conjuro
metafísico ......................................................................................
321
2.2. La barrera del lenguaje frente a un mundo infinito ...............
326
2.3. La imagen de la intemperie y del abismo ..............................
330
3. Un ser desgarrado: la pérdida y el olvido ....................................
332
3.1. La llamada y el nacimiento del doble ....................................
333
3.2. «Un hilo roto»: la pérdida del origen .....................................
338
3.3. «Donde la memoria es una torre en llamas» ..........................
342
CAPÍTULO V. LOS TRABAJOS Y LAS NOCHES DE
ALEJANDRA PIZARNIK ................................................................
345
1. Introducción ...................................................................................
347
1.1. Los trabajos y los días ...........................................................
348
1.2. Estructura ...............................................................................
350
2. Luz, música, silencio ......................................................................
355
2.1. El trabajo con la forma y la búsqueda de la palabra inocente.
356
2.2. Los trabajos y las noches. La «poesía como morada» ...........
362
2.3. Quedarse en la poesía y salirse del lenguaje. Hacia una
poética del silencio ........................................................................
367
3. «Un ser de muerte».........................................................................
371
3.1. «El deseo de morir es rey» .....................................................
372
3.2. De la ofrenda al sacrificio ......................................................
375
3.3. Un ser muriente. La antesala eterna de la muerte y la
configuración del cadáver textual .................................................
379
CONCLUSIONES FINALES
Lo que ha sido ......................................................................................
385
BIBLIOGRAFÍA
...............................................................................................................
399
El único camino en el que se puede esperar algo nuevo es el de regreso a
casa, cuando se lleva a casa a un nuevo ser humano. Igual que yo, nada
más verte por primera vez, regresé contigo al lugar de donde venía.
Walter Benjamin
Era tan hermosa que si alguien me hubiera preguntado
por dónde había ido con ella, no hubiera, sin duda, hablado de paisajes
(a no ser que sintiera la impotencia de las palabras
y que sólo hiciera posible deletrear el silencio
la lluvia que cae en los presidios).
Era tan hermosa que quise
vivir de nuevo, pero de un modo distinto.
Era tan hermosa que en el fondo de mi delirante amor
me esperaba todavía íntegra toda la locura…
Vladimír Holan
A Lorena Esmorís
La poesía es escribir sin ser escritor.
Jean Cocteau
A Sonia Mattalía:
a su memoria y a su legado
[11]
[12]
Esta Tesis Doctoral ha sido realizada, en parte, gracias a una beca para la
Formación de Personal Docente e Investigador que, en el año 2002, me concedió
el Ministerio de Educación y Ciencia, así como a una beca de Humanidades
―Filología Hispánica― que la Fundación Caja Madrid me otorgó en 2006.
Mi agradecimiento a ambas instituciones.
[13]
[14]
Introducción general
[15]
[16]
Lo que fue
Como poeta, descifrador de enigmas y redentor del azar, les enseñé a trabajar en
el porvenir y redimir creando todo lo que fue.
Redimir todo lo pasado en el hombre y transformar creando todo «Así fue»,
hasta que la voluntad proclamara: «¡Así lo quise yo! Así lo querré».
Friedrich Nietzsche
Quizá una de las primeras premisas, sobrentendidas o silenciosas, de la escritura
de una Tesis Doctoral ―probablemente también de casi cualquier otra actividad o relato
en un mundo en que «dar razones» parece haberse erigido en un valor incontestable―
consiste en la necesidad de garantizar una respuesta para determinados interrogantes
que rodean ―en este caso― el conjunto de la propia investigación, su entramado y, en
última instancia, su cuestión nuclear. De alguna manera, parece necesario pedir razones
confiando, entonces, en la existencia y en la coherencia de un «principio» u origen,
hasta de una causa. A través de ellas podrían justificarse los motivos de la elección del
fondo y el tema, la forma y la metodología, la manera como se ha llegado a las
afirmaciones y conclusiones de una tarea tan ardua, difícil, larga.
Honestamente, yo no consigo responder del todo a las preguntas sobre las
elecciones relacionadas con este texto y, sin embargo, creo que si hoy tuviese que
volver a empezar a redactar otra Tesis Doctoral, pese a la distancia y a la demora, tal
vez gracias a ellas, mi mano buscaría casi los mismos signos, mi escritura recorrería
estas mismas y evanescentes huellas. Me gustaría pensar, además, que seguiría la
enseñanza nietzscheana y lo haría infinitamente, para volver a aspirar a los mismos
abismos y, sobre todo, para eternizar distintos afectos.
Aunque, frente a un origen, tengo la sensación de que, tan solo de un destino,
podría acaso dar cuenta, todo va de la mano, se acaricia y se mezcla: se trata de la
misma avidez por buscar lo que se sabe inencontrable… o quizá el propio afán de saber
contiene los vértices: muchas veces confunde los gestos y, a menudo, recorre dobles
direcciones tejiendo y destejiendo sentidos hasta hacernos creer en ellos. La dificultad
de explicar este trabajo radica en que su escritura y su objeto apuntan a lo mismo: un
conocimiento imposible, el desciframiento de un enigma, acaso la redención del azar,
como escribe Nietzsche.
Por eso, puestos a escuchar a Zaratustra ―a reivindicar una historia, a perpetrar
el mito y a inferir, definitivamente, un origen―, preferiría creer que el ser humano fue y
es por definición libre y la poesía, algo parecido a un secreto que, desde el olvido,
[17]
siempre lo recuerda: quizá también por eso suele desplazar la instrumentación, el poder,
los límites, las jerarquías o los modelos de conocimiento.
En El arte de la novela, Milan Kundera expone una interesante visión de la
modernidad filosófica, recorriendo otra historia de la literatura fragmentada, peculiar,
personal, que compromete especialmente libertad y conocimiento. Kundera abre su
ensayo con las palabras que pronunció Edmund Husserl «en 1935, tres años antes de su
muerte [con motivo de las] célebres conferencias sobre la crisis de la humanidad
europea» (2007a: 13). En ese marco, sostuvo Husserl que la filosofía europea
«comprendió [por primera vez en la Historia] el mundo (el mundo en su conjunto) como
un interrogante que debía ser resuelto». Siempre retomando a Husserl, Milan Kundera
añade: «Y se enfrentó a ese interrogante no para satisfacer tal o cual necesidad práctica,
sino porque “la pasión por el conocimiento se había adueñado del hombre”» (2007a:
13).
El prometeico y prometedor vínculo del ser humano con el conocimiento se
presenta, histórico o intrínseco, casi tautológico, evidente, y así lo han puesto de
manifiesto numerosos poetas y filósofos desde la antigüedad. En su texto De Anima,
Aristóteles ya destaca del ser humano un alma intelectiva que remite a la capacidad de
conocer todas las cosas según su naturaleza rebasando toda circunscripción y unidad,
que de hecho hace peligrar su concepción hilemórfica. El ya célebre comienzo de su
Metafísica, «Todos los hombres tienen por naturaleza deseo de saber…», apunta hacia
ese mismo lugar común (Aristóteles, 1994: 69).
Muchos siglos después, en 1928, Max Scheler retomará esa idea casi originaria
de totalidad desbordante, abismal, que es capaz de conocer la conciencia del ser
humano. En su extraordinario opúsculo, El puesto del hombre en el cosmos1, fruto de
otra conferencia ―titulada «El puesto singular del hombre»―, Scheler señala la
singularidad del lugar del ser humano en el mundo destacando este carácter
«paradójico» de su naturaleza: el hombre es una parte más del mundo al tiempo que se
revela capaz de conocer y valorar un conjunto abismal (Scheler, 1942: 141 y ss.). El ser
humano pertenece a un entorno, a una realidad que ampliamente supera, y escribe así,
1
El texto es fruto de otra conferencia titulada «El puesto singular del hombre». Como señala el propio
autor (1942: 101), Max Scheler escribe dicha conferencia con motivo de la reunión de la Escuela de la
Sabiduría (en torno al hombre y la tierra) celebrada en Darmstadt en abril de 1927, conferencia que se
editará y reformulará más tarde bajo un título más amplio: El puesto del hombre en el cosmos.
[18]
inscrito como está en el mundo, infinitos sentidos que no dejan de entretejerse con esa
aspiración a una totalidad imposible.
Este último constituye tan solo otro ejemplo de cómo ―volviendo a la
afirmación de Husserl― el ser humano no puede sino estar entusiasmado por el infinito
―el del universo, el de la vida, el del conocimiento―, en realidad por su lectura, pero
también de cómo la modernidad potencia este entusiasmo «filológico»; y es tanto la
asunción de la promesa y del desastre como el descubrimiento de movimientos
invisibles que, repentinamente, resultan reales: abrirse a la totalidad y desatar el
excedente, ocupar eso que llamaba Scheler el puesto singular del ser humano en el
cosmos, y leer lo que no está o ejercer una libertad siempre comprometida.
A raíz de las palabras de Edmund Husserl, Milan Kundera defiende de hecho
que, en esa modernidad fascinada con el conocimiento y sus (im)posibilidades, la
apuesta por la libertad ―que Kundera denomina «el sueño sobre lo infinito»― se va a
ir limitando, se va a recortar progresivamente hasta casi clausurarse (2007a: 19). Esto se
debe a muy diversos motivos, entre los cuales quizá sería necesario al menos mencionar
el dualismo cartesiano moderno que regula la pugna entre un mundo mecánicomatemático y un sujeto libre-pensante que ha de enfrentarse permanentemente a una
lógica de lo (im)predecible, de lo (in)calculable.
Resulta interesante recordar, no obstante, que Kundera subraya que el sujeto
moderno enfrenta este misterio de la vida y del mundo sin un claro afán utilitario ya,
pero con una «pasión por el conocimiento» que, pese a su poderosa y recién adquirida
autonomía, parece dominarlo. De hecho, la libertad funciona en el relato de Milan
Kundera como un lento naufragio en el lejano océano del conocimiento. Es entonces
cuando el escritor propone, como una de las tan difusas referencias en tal inmensidad, el
nacimiento de la novela moderna, con la emancipación, la incertidumbre y la
ambigüedad cervantinas, su despliegue posterior con Diderot, y la imagen nítida del
comienzo de la pérdida de esa libertad, de tal soberanía, a partir del siglo
XIX
con
Flaubert (2007a: 18-20).
En mi opinión, la reflexión de Kundera puede extrapolarse al terreno de la
poesía: creo que existe al menos una línea en la poesía moderna que desbroza tal
incertidumbre, fragilidad y turbulencia. Corriente subterránea, se encuentra ya en la
oscura vitalidad barroca, en su deseo de abrazar el oxímoron de la totalidad infinita, en
su peso existencial como en su vuelo místico ―donde la trascendencia divina da lugar a
[19]
la pobreza de lo simbólico, a la hipóstasis del imaginario, a la aparición de lo real―;
aunque también puede rastrearse desde ese mismo siglo en su vertiente más sarcástica y
burlesca, crítica que es profanación de solemnidades pero, sobre todo, de trivialidades,
foco de luz sobre las (in)significancias y sobre la huida.
Desde ese suelo poético moderno se debate y revuelve un sujeto que parece, por
momentos, separarse de esa interiorización radical que hacía de todo razón de más,
conciencia de todo ―incluso del arte y la poesía misma―, pues ya no puede,
manifiestamente, dar cuenta de ese todo invisible, vuelto infinito, excesivo. Creo que,
entre otras cosas, desde parte de la poesía barroca como después, desde el Frühromantik
o desde el surrealismo, se abre una grieta cada vez más profunda en esa cadena lógica
que subrepticiamente pretendía unir sujeto a libertad y a conocimiento en una forma
que, inocentemente o sin más, diera asombrosa e indudable noticia de ello; el arte, la
literatura, la poesía, suelen encargarse de desarticular tales certezas e implican en ese
aspecto una ruptura radical, un corte, una interrupción ―morada sintomática del
acontecimiento―.
Pienso que quizá este es uno de los abismos que comprende la poesía, discurso
tan extraordinariamente marginal y precario, tan excepcionalmente vivencial también.
Parece traducir a latido, a apuesta personal, lo expuesto por Husserl y desarrollado por
Kundera, visionario buscador de esa pérdida. Con esa traducción, también parece seguir
el dictado nietzscheano y reivindicar ese giro de la voluntad que afirma de lo real lo
deseado, e inmortalizar un gesto poderosamente utópico.
Esta Tesis y su objeto comparten pues ese gesto imposible: el de perseguir, a su
vez, una imposibilidad anclada, de alguna forma, en el conocimiento, que depende
vitalmente de su posibilidad, esto es, de su deseo ―en cierta medida, y más en el caso
de la literatura, muy especialmente de la poesía, ello va a significar que depende
estrechamente de la capacidad del lenguaje―.
Hay una poesía anhelante y voraz ―lo que fue, que muestra, aunque no explica
del todo, lo que quise, lo que quiero― que apunta a una racionalidad otra que se va
configurando en paralelo a los intensos procesos de racionalización moderna y
contemporánea y cuya materia parece asemejarse cada vez más a la del mundo,
sensible, contingente, caótica, efímera totalidad que escapa al simbólico latido del
lenguaje, no al de la vida, tan real. Al querer adentrarme en su lectura y posterior
estudio ―que terminó conformando el trabajo de investigación previo a esta Tesis
[20]
Doctoral―, pude intuir el sellado y no obstante voluble secreto de su genealogía ―tal
es la tradición infinitamente releída―: el eco místico y el legado barroco, el hilo
metonímico que va de la insuficiencia del lenguaje al exceso de conocimiento, el huso
estéril de un sujeto desvalido y atrapado en la espiral órfica del deseo y la muerte.
La pretensión genealógica se mantenía así, aunque (pre)sentida, prácticamente
vetada, dado el carácter igualmente holístico que desprendía tal aspiración. Sin
embargo, su sola conjetura servía para seguir pensando el destacado papel del lenguaje
y la inconmovible ansia de conocimiento en una línea poética más actual que, desde su
descubrimiento, me apasionaba, y había logrado concretar en algunas escritoras
latinoamericanas contemporáneas en cuyos textos se libraba una renovada batalla de las
palabras con las cosas, es decir, de lo simbólico con lo real, de lo que se quiere con lo
que fue, esto es, de lo (in)inteligible con lo (des)conocido.
Alejandra Pizarnik destacaba de entre todas ellas por su intensidad. La sobriedad
y la franqueza de su poesía, que contrastaba o se complementaba con la experiencia de
una opacidad y una impotencia desbordantes en lo que respecta al lenguaje, proyectaban
también una soledad radical que arraigaba ―arrinconaba― al sujeto textual. En Olga
Orozco la operación era casi inversa: el sujeto parecía resistir pese a todo, quizá a través
de la poderosa voz que enhebraba letánicos versos afianzando la tradición, su
interpretación y su cifra ―casi «talmúdicas»―, en una apuesta última por lo simbólico
y lo verdadero que preservaba el sentido.
Escribí mi trabajo de investigación sobre una primera lectura y exposición de los
poemarios más emblemáticos de estas dos escritoras. Me emocionaba e interesaba su
posición ―el lugar que ocupaba el sujeto textual contemporáneo― frente a ese túnel
que es el conocimiento ―y la pretendida salida de la «verdad»―, y a través de ese
puente que parece ser el lenguaje ―y el supuesto trayecto del «sentido»―; me
preocupaba su escepticismo o su confianza, su desesperación o su paciencia, los
infinitos matices que encuentra entre medias la pasión desde su peculiar puesto en el
mundo, y finalmente ―y sobre todo― las implicaciones estéticas, lingüísticas y éticas
que estos conllevan.
El trabajo de investigación me sirvió en principio para desglosar cómo esos
lugares de escritura, tan coincidentes y sin embargo dispares, se relacionaban con la
pulsión órfica de la desaparición, con aquello que estuvo y dejó de estar, con aquello
que se pierde y solo por la pérdida se recupera, es decir, con la pérdida que, de tan
[21]
anhelada, no deja de estar, no cesa de reaparecer: tal parecía acontecer con el
conocimiento ―la verdad― y el mundo ―la realidad―, desde luego sucedía con el
lenguaje ―cuya sola articulación ya implicaba una sustitución y, por lo tanto, una
ausencia―, y, en última instancia, se producía con el sujeto que, cada vez más perdido,
a su vez se perdía como referencia en la literatura ―como autor― y también en la
poesía ―como «yo»―.
Esta Tesis Doctoral desarrolla y amplía en gran medida aquellos primeros
análisis de las poéticas de Alejandra Pizarnik y de Olga Orozco, profundiza en el
acercamiento y en una propuesta de lectura de la obra poética de ambas escritoras, así
como en el contexto de su producción, en la segunda mitad del siglo
XX.
Desde ese
corpus, núcleo textual que ocupa de hecho también un lugar central, se ahonda en una
línea poética que estaría horadada por la desaparición y generaría escrituras que se
debaten con la pérdida o la ausencia de distinto modo.
De alguna manera, estas escrituras siguen y persiguen el rastro de Orfeo ―tras
Eurídice― y se erigen en nuevos islotes naufragando en ese océano del conocimiento,
cada vez más remoto cuanto más contemporáneo, cada vez más extraviado, imaginado,
difuso. En él, no solo toda verdad parece un espejismo, fruto de la fatiga y hasta de la
extenuación (así aparecerá, agotado, el sujeto en tantos poemas orozquianos y
pizarnikianos), sino que ―no olvidemos a Kundera, que nos daba la pista con su
brillante lectura de la ficción moderna― la propia ilusión, la vehemencia, el deseo, se
van oscureciendo, malogrando, perdiendo. Es la libertad la que se pierde en la moderna
guerra en que parece ganar hasta imponerse la supuesta «realidad» del mundo: en
Kundera, la libertad aparecía de hecho cada vez más relegada a partir del realismo y del
naturalismo.
En el contexto de esta reflexión parecería poder dibujarse entonces una realidad
sin verdad, sin libertad, y creo que son estos los pilares que en el fondo termina
evidenciando y cuestionando la línea poética que, como Orfeo, también yo persigo.
Conllevan, como avanzaba, implicaciones que van más allá de lo meramente estético,
de lo estrictamente lingüístico, ya que la imposición de una «realidad» dada, limitada,
hasta determinada, parecería, de acuerdo con la lectura y sugerencia de Milan Kundera,
acotar también la libertad del ser humano, neutralizando su deseo frente a un
conocimiento de antemano excesivo o prohibido, ancestralmente perdido y
perpetuamente añorado. Lo que se pone en juego en última instancia por tanto no es
[22]
solamente la búsqueda ontológica de un sujeto, la presencia o la ausencia de una verdad,
la posibilidad o la imposibilidad de su acceso, sino la libertad del ser humano, su
concepción de la vida y del mundo, la posibilidad y la imposibilidad de actuar en la vida
y en el mundo.
La relación de poesía y conocimiento en estas poéticas conlleva, entonces, una
inevitable búsqueda de carácter metafísico que parte de la desaparición y de la ausencia
pero ―y creo que conviene no olvidarlo― también activa una alarma ético-política de
base. Con su ademán órfico, estas escrituras no dejan de poner en circulación el deseo y
la utopía, su imposibilidad y su necesidad: quiero decir que su silencio, su negación,
también puede leerse como resistencia; que la paulatina ausencia de «yo», su
metamorfosis, su alteridad, su diferencia, también revela la urgencia de hacer sitio a
lo(s) otro(s), y el requerimiento o la condición de conformar otra identidad, otro
conocimiento, otra realidad.
Este resulta, en fin, el suelo ―o el techo, según se mire― de lo que fue, de lo
que quise o quiero, de aquello que podría edificar la elección del estudio de estas dos
escritoras argentinas contemporáneas y, más concretamente, la relación entre poesía y
conocimiento en su obra. Es claro que se trata de un suelo o de un techo también
deseado y, quizá por eso, doblemente utópico y extremadamente amplio, desmesurado,
inacabable. Por este motivo, he intentado estructurar esta Tesis Doctoral de modo que
pueda sugerirse toda esta problemática de una forma más precisa y ordenada.
La reflexión se inicia con el esbozo de una línea poética y crítica en la que
enmarcar la obra de las dos escritoras que configuran el corpus literario de la Tesis
Doctoral. El capítulo primero perfila, por tanto, un contexto más reciente y también más
concreto, el de la modernidad estético-literaria de finales del siglo
XIX.
Racionalización
y secularización, autonomía y profesionalización estéticas, originan una nueva mirada
tanto en el sujeto como en el escritor moderno: mirada negada, imposible, órfica, que
inaugura un nuevo espacio de escritura, un nuevo «espacio literario», cuyo epítome es el
lenguaje mismo y cuyas poéticas, como veníamos anunciando, se teñirán de ausencia,
de desaparición. Los límites del lenguaje revelan la pulsión del conocimiento ―o
viceversa, la pulsión del lenguaje muestra los límites del conocimiento―; en cualquier
caso, se trata del latido de un no-saber o de un saber, más que incompleto, inagotable,
inasible. Me gustaría destacar que esta herencia de una mirada es, en este último punto,
todavía deudora de la metafísica tradicional, tejida a su vez sobre la metáfora de la
[23]
visión, de la claridad y hasta de la iluminación. Es, por otra parte, el deseo de seguir
pensando el relato, en un sentido benjaminiano2, que mis maestras y maestros
―mencionados más adelante― me contaron.
La desaparición determina, desdibuja, borra, doblemente, algunas poéticas
hispánicas cuya producción fija las décadas del sesenta y del setenta como anclaje y
seña, y cuya huella pervivirá a lo largo de la segunda mitad del siglo
XX.
En este
sentido, los apuntes de Antonio Méndez-Rubio sobre la poesía de los llamados
«novísimos», que coinciden en el tiempo con la llamada «transición» en España,
despliegan un rizoma crítico y periférico compartido, no obstante, por algunas
corrientes de la poesía latinoamericana contemporánea ―esto, a pesar de todas las
distancias― y, más concretamente, de la poesía argentina de estas décadas. No en vano
las propuestas estéticas resaltadas en el corpus de esta Tesis Doctoral surgen de una
intensa conciencia formal, del descrédito del lenguaje y la reivindicación de la
vanguardia, del cuestionamiento de la identidad y de una precariedad que atañe a puntos
de referencia hasta entonces esenciales: verdad, conocimiento, realidad; la lectura
política señala la fractura, la diferencia, la disidencia, como otras formas de pensar el
mundo. Por este motivo, el capítulo segundo se desarrolla y prolonga con la noticia, el
análisis y la discusión de las distintas líneas poéticas, algunas de ellas antagónicas, que
completan el mapa poético de la Argentina de la segunda mitad del siglo
XX:
desde la
década del cuarenta, que da nombre a la generación donde tradicionalmente se inscribe
a Olga Orozco, hasta la década del ochenta, con la «poesía neobarrosa». En este sentido,
cabe señalar que se pone especialmente en evidencia la polisémica tensión entre poesía
coloquial y poesía metafísica o filosófica —que, en ningún caso, coincide con el
binomio poesía popular-poesía culta, por ejemplo—. A partir de esa tracción, se
reflexiona sobre las implicaciones y las connotaciones del reflejo de la oralidad —y su
relación con la realidad, las supuestas fotografías o representaciones que proyecta— o la
incidencia de la escritura —y sus silencios, los grados de desaparición que convoca—
que defienden la poesía conversacional, mayoritaria y dominante, o la poesía alternativa
de la época.
En el capítulo tercero, se presenta y analiza, libro por libro, la obra poética de
Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, núcleo del corpus textual: el capítulo se halla, por
tanto, también atravesado por sus intuiciones y sus encrucijadas, sus influencias y
2
Véase «El narrador» de Walter Benjamin (2009).
[24]
adscripciones, así como por su compleja y extensa evolución con dos itinerarios
poéticos y cognoscitivos paralelos. El capítulo parte de la presentación de las autoras,
puntuada por un lugar simbólico y crítico, para desembocar en una lectura global y
relativamente extensa que se aventura a un recorrido por su obra poética. Estos vértices
se nuclean en torno al estudio de dos de los movimientos más destacados e importantes
de la modernidad —el romanticismo y el surrealismo—, así como de una breve pero
comentada referencia a la corriente subterránea que, como mencionábamos, más
afectará a la obra de estas autoras —la mística—.
La propuesta radica, en fin, en exponer, más que una comparación, un
paralelismo donde mostrar la problemática cognoscitiva en las poéticas orozquiana y
pizarnikiana. En ambos casos, la escritura, que asimila de forma distinta la extrañeza, la
carencia, la impotencia de sujeto, conocimiento y lenguaje, dispersa la hobbesiana
pasión del miedo y la supervivencia, el impacto del tiempo y la muerte, el goce del
cuerpo y la locura, como en un continuum, cuyo principio y final otra vez se diluyen,
cuyos sentidos se dilatan, cuya vivencia se escapa.
En la mencionada década del sesenta ambas poetas escriben dos de sus
poemarios paradigmáticos: en 1962 Olga Orozco publica Los juegos peligrosos, de
cuyo estudio se ocupa el capítulo cuarto; tres años más tarde, aparecen Los trabajos y
las noches de Alejandra Pizarnik, analizado en el capítulo quinto. La conciencia, la
contención, la coherencia de fondo y forma en estos libros constituye, en ambos casos,
cimiento y plataforma para la propuesta estética que se despliega en el conjunto de la
obra. Los dos textos representan un punto de inflexión en cuanto que van a determinar
la persecución de un lugar de escritura donde buscar lo desaparecido, donde buscar la
desaparición misma; una identidad, un saber, un idioma, perdido o imposible, que
comienza a hostigar su límite en el oscuro juego que va a iniciar la poesía con el
pensamiento, con la quimera, el desconocimiento y el silencio. Ambas parten del
conjuro o la ofrenda, el ritual y la magia, para enfrentar el lenguaje a lo indecible, la
poesía a lo incognoscible, la experiencia a lo inútil. Ambas se sitúan en el abismo del
dolor, donde el yo se fractura y se quiebra, y creo que el giro poético y la apuesta
política en algunas escrituras de la segunda mitad del siglo
XX
pasan por esa fractura y
por esa quiebra del sujeto como antecedente a su desaparición.
Con Los juegos peligrosos se exploran los lenguajes múltiples, los
conocimientos alternativos: los recorre un sujeto desorientado, desdoblado, a veces
[25]
fantasmagórico, y finalmente desgarrado por un recuerdo condenado al olvido. La
poética orozquiana escenifica permanentemente el mito de la caída, que desemboca en
el mundo fragmentado, despedazado, roto, del Frühromantik, para el que no solo hay
insatisfacción y nostalgia ―tal parece siempre en el romanticismo―, pues se acompaña
de una mirada utópica invadida de platonismo, de idealismo, de misticismo. A la
fragmentación de la totalidad extraviada se opone una escritura letánica que, mediante
el conjuro de una repetición que nunca logrará cubrir las silenciosas grietas de lo no
dicho, intenta regresar al origen, reconstruir el destino, resolver el enigma. Como en el
romanticismo, la poesía se convierte en el más firme intento ―también de antemano
condenado al fracaso― de salvación. De un lado, la escritura desafía las barreras
espaciotemporales o causales, cuestiona la lógica del mundo; de otro lado, legitima la
existencia de un sentido, de una verdad, de una historia, consolida el dolor, la deuda, la
culpa.
Con Los trabajos y las noches se evidencia el duelo ―el enfrentamiento, la
aflicción, la desaparición― de poesía y conocimiento: lo acaricia un sujeto negado,
entregado, sacrificado, que presagia el abismo de la muerte. Creo que la poética
pizarnikiana se configura en este libro, quiero decir literalmente, que este libro
escenifica la poética pizarnikiana. Y es estremecedora. Los trabajos y las noches
consolidan ese «saber del agujero» que enuncia, tan lúcidamente, Núria Girona, cuyo
destello es ―como en Blanchot― el lenguaje: «la negación que lo simbólico implica»
como dice Girona (2001: 131). El anclaje en la poesía forja aquí una morada de
ausencia, vacía y silenciosa, donde agoniza un ser de muerte. Entonces, cualquier relato
que sostenga un sentido, una verdad, una historia, se desmorona. Ya no hay teodicea
que valga: la muerte nunca tiene coartada.
El capítulo sexto cierra la Tesis Doctoral, aunque es como si de algún modo
también siguiese la consigna nietzscheana pretendiendo que todo vuelva a comenzar.
Ofrece unas conclusiones susceptibles de hacerse cargo del conjunto de lo analizado y
reflexionado desde el inicio, así como de la convergencia de las dos posturas poéticas
expuestas. Estas últimas páginas tratan de concentrar el material más sustancial y
significativo con el fin de desatar, siquiera subrepticiamente, el hilo rojo con se tejen y
destejen las poéticas de la desaparición propuestas.
Así, este final también se corresponde con el gesto deconstructivo de la escritura
y con el legado de estas poéticas que, de alguna manera, terminan invalidando las
[26]
coordenadas permitiendo que —como decíamos al inicio de esta introducción— origen
y destino se pierdan en la desaparición; es decir, que no dejen de resucitar sus
desaparecidos o sus desapariciones: la muerte, el cuerpo, lo real… Y ya lo dice Antonio
Méndez-Rubio: «Lo peor para un poder, o para una tentativa de poder autoritario, es que
se le aparezcan sus desaparecidos» (2004a: 15).
[27]
Metodología
La propuesta metodológica atiende fundamentalmente a considerar el problema
del conocimiento en la poesía contemporánea —y, más concretamente, en la poesía
latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, ejemplificada mediante la obra de dos
escritoras argentinas— dentro de un contexto teórico sólido. Por un lado, el
planteamiento crítico parte del diagnóstico que intelectuales como Roland Barthes
establecieron acerca de la modernidad y sus escrituras anunciando, sobre todo a partir
de 1950, una «poética de la ausencia» (1997: 14 y ss.). Por otro lado, al mismo tiempo,
corrobora una perspectiva poética, que sintetiza también una denominación —la de las
poéticas de la desaparición—, a la que autores y críticos como Eduardo Milán (2004a)
o Antonio Méndez-Rubio (2004a; 2004b) ya aluden en análisis contemporáneos.
Por ello, esta proyección metodológica también engloba el viraje de algunos
discursos filosóficos y críticos, desde el llamado pensamiento postmoderno hasta el
postestructuralismo, la deconstrucción o la crítica feminista, que contribuyen a dar
cuenta de un amplio contexto cultural. Aunque la «postmodernidad» abarca sobre todo
el último tercio del siglo
XX,
Fredric Jameson advierte de que «La cuestión de su
existencia depende de la hipótesis de una ruptura radical o coupure, que suele
localizarse a finales de los años cincuenta o principios de los sesenta» (1996: 23). Las
claves de este desplazamiento cifran tanto la reafirmación de una absoluta
heterogeneidad, ambigüedad e imposibilidad clasificatoria (Jameson, 1996: 23-24)
como la disolución de la frontera entre alta cultura y cultura popular, que acompaña a un
progresivo desleimiento de las esferas públicas y privadas.
No obstante, por encima de estos rasgos, la postmodernidad conlleva el estallido
de la unidad, la unicidad y la univocidad (Jameson, 1996, 25), derribo que completa
otro estallido, esencial en nuestro enfoque: la irrupción de un sujeto extraordinariamente
complejo, insatisfecho e incompleto, cuya identidad ha dejado de ser una sustancia
(Védrine, 2000). Al igual que el sujeto, la cultura se disemina: comienza a darse
fragmentada, a reconocerse en lo «otro». La diferencia se convierte entonces en la
abertura para empezar a valorar lo distinto, pero también para comenzar a apreciar las
grietas de toda propuesta, de todo discurso, de todo enunciado.
De alguna manera, la cultura más reciente coloca al texto y a la escritura en un
primer plano —de la hermenéutica a la deconstrucción— y aboga por escrituras que
[28]
explicitan un mismo trazo, en el gesto de una escritura que implica una reescritura 3. Por
eso, esta aproximación textual alberga una particular definición de «espacio literario»,
inapresable, cuya «escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por
evaporarlo», es decir, «precede a una exención sistemática del sentido» (Barthes, 2011:
4).
La escuela postestructuralista o la deconstrucción rechazan, por lo tanto, la
apropiación de este espacio, vale decir de su(s) sentido(s), desde el convencimiento de
la materialidad y la infinitud intrínsecas de la escritura. Tal es la apuesta derridiana por
la différance (1989), que no asegura sino un incesante desvanecimiento del significado;
dicho de otro modo: «Su darse consiste en borrarse. Solo borrándose la marca se marca:
se inscribe en el cómo de la escritura, en el hacerse, en su corporalidad gráfica o en su
gesto fonético, en el cruce mismo entre ambos» (Santos, 2005: 37). En ese intervalo de
la falta, de la ausencia, de la desaparición, se juega la différance o el (no-)lugar ya no de
la lengua o de la literatura, sino de la interminable, omnipresente e infinita escritura,
espacio intermitente propio de su carácter productivo, procesal, híbrido. Este
planteamiento abraza críticamente, por tanto, la producción de algunas poéticas
contemporáneas, que recorren este trayecto con una acrecentada conciencia y con un
creciente escepticismo: elementos que potencian la evidencia del hueco, del espacio
dejado en blanco, de la ausencia, como una distancia necesaria.
Como el postestructuralismo o la deconstrucción, la crítica feminista conecta
mecanismos disparadores de la reflexión con la ampliación o la matización de conceptos
nucleares como el sujeto, el lenguaje y el conocimiento, líneas rojas de un esbozo sobre
la modernidad que afecta en su médula a las poéticas estudiadas en nuestro texto. La
noción de escritura presentada está imbricada, de hecho, con una «teoría» literaria y
textual, así como con una subjetividad, un saber y un lenguaje igualmente procesales,
agujereados e incompletos, que no pueden sino apuntar a una revisión permanente de la
tradición. La crítica literaria feminista ahonda especialmente en este último aspecto,
destacando la inevitable implicación política de toda estética y de toda crítica estética o,
3
La crítica filosófica y literaria contemporánea destaca este gesto postmoderno de glosa: en el campo
latinoamericano, por ejemplo, partiendo de las reflexiones de García Canclini y Nelly Richard, retomando
las anotaciones de Lyotard, Magdalena Perkowska recupera una postmodernidad que no hace sino revisar
―releer, reescribir― la modernidad para hilar su pertinencia, su relación, en este caso con las escrituras
latinoamericanas contemporáneas (2008: 84).
[29]
lo que es lo mismo, insistiendo en que «un análisis no puede ser nunca neutral» (Moi,
1995: 10).
De hecho, a partir de la segunda mitad del siglo
XX,
una parte de la crítica
feminista comienza a pensar desde la literatura, es decir, desde una visión de la escritura
que, infinita, abarca los textos y los excede hasta concebir el mundo como texto, como
proceso, como apertura distintiva y perpetua, sin origen ni fin —en los términos ya
delineados—, así como desde una labor de relectura textual, de revisión histórica, que a
partir de entonces se une indisociablemente a tal visión. Por este motivo, el pensamiento
de la crítica literaria feminista presta especial atención a las imágenes, asociaciones e
implicaciones de los colectivos tradicionalmente «desaparecidos» —excluidos,
silenciados y ausentes—, así como a las prácticas de los grupos hegemónicos,
dominantes, mayoritarios.
En este sentido, también es innegable la influencia de la crítica literaria feminista
en el afán de reelaboración del canon literario y en el estudio de las poéticas
tradicionalmente invisibilizadas por el discurso crítico preponderante. Desde estas
críticas se rescatan las poéticas no solo escritas por mujeres —a menudo y todavía hoy
desaparecidas si tenemos en cuenta la proporción de hombres que copan las
publicaciones, los premios o los jurados de premios, por ejemplo— sino por todo
intelectual, cualquiera que sea su condición, que ponga en cuestión el canon exclusivo y
la lógica dominante.
No en vano autoras como Teresa de Lauretis (1992: 18-19) o Julia Kristeva
(2000: 10) reivindican, desde ese espacio crítico, la posibilidad de leer y escribir en
determinados discursos o en ciertas poéticas una actitud de resistencia ante la ley, ante
lo hegemónico, lo (pre)dominante, lo verdadero o unívoco. Me refiero, por ejemplo, a la
propuesta kristeviana de la revuelta que atañe a una experiencia de lo otro y que
moviliza una puesta en cuestión persistente4. Este es, según creo, un último pero
importante anclaje del planteamiento teórico-crítico expuesto.
Desde esta perspectiva, y en última instancia, las poéticas analizadas liberan un
reiterado cuestionamiento —del discurso, del lenguaje, del conocimiento— desde un
sujeto fascinado con la perplejidad de la existencia y atravesado por la alteridad —
horadado por todo otro—, es decir, puntuado también por el tiempo, por la muerte, por
4
«Como contrapunto a las certezas y las creencias, la revuelta permanente es este reiterado
cuestionamiento de sí, de todo y de nada, que aparentemente ya no tiene razón de ser» (Kristeva, 2000:
10).
[30]
la desaparición. Ese yo que, caótico, se escribe en las poéticas orozquiana y pizarnikiana
no se reconoce sino en el desconocimiento y en la falta, esto es, renuncia a la
correlación lenguaje-pensamiento-conocimiento-mundo y se distancia de cualquier
absoluto que prometa transparencia, consenso o conformidad, estribos que desprenden
las alocuciones críticas mencionadas. En suma, nuestro estudio de las poéticas de Olga
Orozco y Alejandra Pizarnik abraza un escenario crítico sensible a la precariedad de
unas poéticas que desbordan el discurso de la esencia ―de la metafísica― para abordar
el decurso de la contingencia, del accidente, de la vida, donde la construcción identitaria
―su ficción y, sin embargo, su verdad― no puede sino relacionarse de forma
problemática con el conocimiento.
[31]
Agradecimientos
En todo lo que ha sido y fue la investigación y la escritura de esta Tesis Doctoral
he tenido la inmensa fortuna de contar con la gente que quise y quiero, y sin la cual este
extraño ejercicio de deseo y voluntad hubiese resultado definitivamente imposible. Me
gustaría explicitar, sin que tampoco implique para nadie un anatema, que esta suerte,
esta deuda, es por eso también vital y eterna, y resaltar algunos nombres
imprescindibles y trabados en este (con)texto.
Núria Girona constituye el origen y el destino de esta Tesis Doctoral, la
maravilla de que los términos se conmocionen y se eternicen, la tenacidad de la lectura,
la fragilidad de la escritura. Su retorno perpetuo ensambla los pedazos, justifica el
relato, lo significa. Para mí, Núria siempre ha sido y es la referencia: condensa la
integridad, la generosidad, y también la ilusión. Su respaldo, su complicidad y su
refuerzo en los momentos importantes han alentado, además, el equilibrio, la vocación y
la querencia. La fascinación y el entusiasmo de los descubrimientos también han
quedado, de alguna forma, anclados a ella.
Sonia Mattalía articuló la confianza, la fe: siempre estuvo más allá de la
solidaridad, el consejo, el juicio; y siempre estuvo más acá en los instantes de duda y de
debilidad. Tan estratosférica en el desprendimiento, tan cercana en la preocupación y el
cuidado, tan convencida en el potencial y en el resultado. Siempre le agradeceré un
inventario de preguntas para aprender a pensar y un cúmulo de palabras que regresan
para guiar las pérdidas.
Fernando Rampérez apareció en uno de los impasses de esta Tesis tendiendo
infinito el puente entre la filosofía y la poesía, la ontología y la política, la escritura y la
amistad. En realidad, interrumpió el discurso, desordenó la exposición, y creo que el
acontecimiento que implicó aquel (des)encuentro alegró la existencia, liberó la escritura,
llenó de guiños un texto que, por momentos, también le está dedicado.
Anabel Rábade se asomó tímidamente y, desde luego, sin saberlo en la antesala
de esta Tesis Doctoral con su lectura del Frühromantik. Su articulación de la
modernidad filosófica y de su trasfondo me sirvió, entre otras cosas, para difuminar los
límites de la poesía contemporánea y adentrarme en una filosofía que afecta
directamente a nuestras vidas. Por eso me gustaría agradecer a Anabel y también a Javi
García la complicidad y la saña con que han insistido en que acabe esta Tesis.
[32]
Guadalupe Grande, Paca Aguirre y Margarita Sánchez han ejercido y
compartido amorosamente la resistencia, el milagro, la poesía. Han llenado de ánimo
muchos días, de silencios una confabulación interminable, de afecto todo aquello que
nos conecta con el mundo. Por su parte, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán ha demostrado
una estima y una disposición de una esplendidez que roza la filantropía.
Consuelo Rubio, Pepa López, Xelo López y Daniel Martín han respaldado,
amparado y alentado esta Tesis, todo el trabajo, la vida entera, como lobos sin rango.
Ellos me enseñaron el código secreto de la lealtad, el disenso, la rebeldía y hasta la
deserción, también los múltiples lenguajes de la entrega, la vehemencia y el amor.
El pequeño Foucault y Lorena Esmorís encarnan lo real y lo eterno: el
desbordamiento, el estremecimiento, la fisura. Ellos construyen una felicidad con la que
nunca llegué a soñar, una suerte imposible, desobediente y libre. Junto con ellos he
escrito esta Tesis Doctoral, la he comentado en medio de la noche, la he leído y la he
corregido durante todo el día. Junto con ellos he creído y creo, en la utopía y en el
deseo, en su (im)posibilidad, en su (re)invención. Y, junto con ellos, quiero que
transcurra la vida y su enigma, que se sucedan las décadas sin dejar de impregnarlas de
amor, y conjurar así, persistentemente, su infinito regreso.
[33]
[34]
Resultados y desarrollo argumental
[35]
[36]
Capítulo primero
Esbozo de una línea poética y crítica:
la herencia de una mirada
[37]
[38]
1. «La modernidad comienza con la búsqueda de una literatura imposible»
Roland Barthes
Hay algo en esta cita que siempre me ha apasionado. La inquietud proviene no
tanto de su significación como de una extraña imposibilidad de superación de lo
enunciado. Lo que quiero decir es que algo en esta cita apunta a un callejón sin salida, a
una huida hacia delante y sin retorno, parecida a la de la modernidad misma, a un punto
en que ya no hay vuelta atrás, en que ya no puede haber vuelta atrás, y entonces lo que
queda por delante no es sino intemperie.
Esta cita ―se me ocurre que como todas las demás citas, escritas o leídas a
partir de la segunda mitad del siglo
XX,
tras la secularización, la racionalización, la
deshumanización que desemboca en la existencia de los campos de exterminio, estigma
y fractura― está misteriosa, trágicamente, unida a la célebre cita de Adorno que reza
que «luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz […] se ha hecho hoy imposible
escribir poesía» (1984b: 248). Esta cita ―creo ya que como cualquier otra― es también
el vano intento de una sutura, la de la escritura, que recorre lo imposible en un continuo
presenciarse y ausentarse. Así lo indican, de hecho, los textos de Maurice Blanchot o
del propio Barthes; así lo denuncian las poéticas de Alejandra Pizarnik y de Olga
Orozco. Es, por tanto, también, el reconocimiento de la herida, de la pérdida, de la
desaparición. Por último, esta cita traza la historia, la hegemonía o la ilusión, de la
forma, atraviesa el fracaso; es memoria ―memoria de vencidos― y, como tal, obliga al
gesto imposible de regresar. Pero empecemos por el principio, como sugiere, en su
conocido artículo, Roland Barthes (1997: 205 y ss.).
En realidad, en el texto del que está extraída, la cita se abraza a una reflexión
acerca de cómo varía la figura del escritor inevitablemente transfigurado a raíz de la
conmoción de la modernidad. A mediados del siglo
en Europa» (más marcada a fines del
XIX,
XIX-principios
«la modificación demográfica
del
XX
en América Latina), «el
nacimiento del capitalismo moderno» y «la ruina definitiva de las ilusiones del
liberalismo» (Barthes, 1997: 64) operan una forzosa transformación en el sujeto y
también, desde cada antiguo pilar desplazado, en la institución y en el concepto «arte».
El cambio histórico-social de finales del siglo
científica de principios del siglo
XIX
XVIII
y la apertura técnico-
―deudores a su vez de la ruptura que implican la
filosofía y la ciencia «modernas»― evolucionan hasta efectuar un viraje decisivo en el
mundo occidental. Es, evidentemente, en la amplitud de ese marco, en cuyo suelo
[39]
también habría que destacar la brecha abierta por el idealismo y por el primer
romanticismo alemán y anglosajón, en el que hay que leer el corte estético de mediados
a finales del siglo XIX, es decir, como «la conciencia de un cambio histórico y espiritual
profundo» (Gutiérrez Girardot, 1986: 89)5. De esa conciencia, de la comprensión y de la
herencia de esa conciencia, creo que depende buena parte de la poesía del siglo XX.
5
Este sintagma resulta especialmente interesante por su carácter sintético, revelador, pero Gutiérrez
Girardot desarrolla esta idea desde el comienzo de Modernismo, texto en el que retomará «la tesis de
Federico de Onís, esto es, que "el modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y
del espíritu que inicia hacia 1885 la disolución del siglo XIX y que se había de manifestar en el arte, la
ciencia, la religión, la política y gradualmente en los demás aspectos de la vida entera, con todos los
caracteres, por lo tanto, de un hondo cambio histórico cuyo proceso continúa hoy"» (Gutiérrez Girardot,
1983: 10) como consideración fundamental para su estudio. Más adelante, añade «que las
"especificidades" que hasta ahora se han considerado como el único factor dominante deben ser colocadas
en el contexto histórico general de la expansión del capitalismo y de la sociedad burguesa, de la compleja
red de "dependencias" entre los centros metropolitanos, sus regiones provinciales y los países llamados
periféricos» (Gutiérrez Girardot, 1983: 25).
[40]
1.1 «La conciencia de un cambio profundo»6
Por una parte, se trata efectivamente de la conciencia de un cambio profundo en
cuanto que la modernidad supone, además de un intenso proceso de modernización, un
proceso de racionalización innegable. Este proceso de racionalización, matriz o fruto de
una destacable aceleración y efectuado en distintos niveles por los aparatos del Estado
moderno, implica la valoración, la diferenciación y la separación de distintos ámbitos de
análisis y/o de acción, y afecta a la esfera estética doblemente: «Esta aceleración
modernizadora afecta al campo cultural tanto en la expansión del consumo de bienes
simbólicos como en los propios procedimientos artísticos y creativos» (Mattalía, 1998:
10).
En primer lugar, la racionalización de los medios de producción estética permite
una diferenciación de distintas esferas de producción discursiva, esto es, da lugar a la
especificidad y por tanto, a la autonomía estéticas7. A su vez, la especificidad y la
autonomía estéticas implican el reconocimiento de la labor —específica— del escritor,
del pintor, de cada artista, esto es, su profesionalización:
Como ha señalado Ramos, el tema de la profesionalización del escritor no es, solamente, un
problema de empleos, ni tan siquiera una separación del trabajo estético de la práctica política,
que marcaría una distancia entre los letrados civiles, del período anterior, y los esteticistas del
Fin de Siglo, sino un cambio de lugar en la enunciación, que implica la emergencia de una
legitimación diferente del discurso literario (Mattalía, 1998: 17).
Por tanto, la profesionalización del escritor desplaza obligatoriamente el lugar de
enunciación y afecta también al concepto de autor y al estatuto de la obra de arte; esta
racionalización no solo de los bienes económicos sino, y más allá, de los bienes
simbólicos, enfatiza entonces la conversión de la obra y/o del libro en objeto, esto es, en
bien de consumo reproducible8. Su irrupción en el mercado con valor de cambio desvela
6
Desearía hacer constar en lo que se refiere especialmente a este epígrafe el importante legado que han
supuesto las ideas, clases y trabajos de las profesoras Núria Girona Fibla y Sonia Mattalía Alonso de la
Universitat de Valencia. Al margen de puntualizaciones o citas insertadas en el texto, deseo destacar que
me he inspirado en los textos de: Gutiérrez Girardot (1983; 1986); Mattalía (1996; 1998); y, por otra
parte, en las teorías estéticas de Benjamin y Adorno esencialmente encontradas en Benjamin (1992) y
Adorno (1984a).
7
Aunque otros críticos matizan estas ideas de profesionalización y de autonomía, Adorno afirma de modo
taxativo en las primeras líneas de su Teoría Estética que «la autonomía ha quedado como realidad
irrevocable» (1984a: 9).
8
Este último aspecto, resaltado por Walter Benjamin en su célebre ensayo La obra de arte en la época de
su reproductibilidad técnica: «por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica
emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se
[41]
la formación de un nuevo arte desacralizado —que ha perdido su aura, como indica
Benjamin9—. La racionalización de los bienes simbólicos pone entonces de relieve el
surgimiento de nuevas relaciones y de nuevos conflictos, «uno de ellos, indudablemente
central, es por ejemplo el de la relación de la sociedad burguesa con el artista»
(Gutiérrez Girardot, 1986: 90).
En segundo lugar, este proceso de racionalización, insertado dentro del sistema
del pensamiento moderno, afecta de lleno al ámbito de la creación estética. La
profesionalización del escritor abarca obligatoriamente el reconocimiento de su labor
como un trabajo, y este apunta indefectiblemente a la forma. El trabajo del escritor es
efectivamente un trabajo formal cuyo instrumento es la lengua. La escritura modernista
en Hispanoamérica y en España así lo demuestran y, antes, las poéticas parnasianas y
simbolistas francesas, por ejemplo.
El cambio estético implica sin duda un cambio formal, fruto de una
investigación o de una búsqueda lingüística a fin de lograr un efecto determinado10. De
hecho, el autor se convierte progresivamente en un creador de efectos a través de la
influencia de Edgar Allan Poe o de la célebre relectura de Poe por Baudelaire, este
último considerado el poeta de la modernidad, emblema o indicio11. La apuesta teórica
de Poe, ese escribir por el final atendiendo al efecto y dejando ya en segundo plano la
causalidad decimonónica12 constituye una apuesta por una escritura plenamente
consciente de sus mecanismos y sus posibilidades.
Sin embargo, y por otra parte, esa conciencia no solo advierte de la envergadura
del cambio histórico-social sino que, efectivamente, padece la hondura de un viraje
espiritual. Como se ha señalado, el proceso de modernización de fines del siglo
XIX
conlleva un importante proceso de racionalización y, en cierto sentido, ese proceso de
racionalización da lugar a la autonomía artística: significa su libertad o, mejor, su
convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser
reproducida» (1992: 27).
9
«En la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de esta […]. La
técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las
reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible» (Benjamin, 1992: 2223).
10
Un ejemplo es la investigación en la materia fónica del lenguaje a finales del siglo XIX, a cargo
principalmente del movimiento simbolista, con el fin de alcanzar la «musicalidad» en el poema (Jenny,
2003).
11
Cito solo algunos críticos que así lo consideran, o tal vez los textos más conocidos, como: Friedrich,
(1959) o Benjamin (1998), en textos como «El país del segundo imperio en Baudelaire», «Sobre algunos
temas en Baudelaire» o «Baudelaire o las calles de París».
12
Poe, «La filosofía de la composición» (2001: 125-142). Sonia Mattalía establece explícitamente la
relación con la estética modernista y pone en valor también el énfasis de los mecanismos y el proceso
moderno de racionalización (1998: 26).
[42]
liberación de determinadas instituciones, disciplinas, creencias. Adorno confirma la
considerable transformación de la «idea misma del arte» y añade: «Este [el arte] se ha
desvinculado inevitablemente de la teología y de la palmaria exigencia de la verdad de
su salvación. Sin esta secularización, el arte nunca habría podido desarrollarse»
(Adorno, 1984a: 10).
En la misma dirección, Gutiérrez Girardot afirma: «En ese horizonte de
secularización se forma la lírica moderna. Y la secularización del lenguaje es una de sus
características más sobresalientes» (Gutiérrez Girardot, 1983: 84) —para la última frase
no faltan las ilustraciones de sendos textos finiseculares franceses e hispánicos—. Sin
duda, la llamada «secularización» constituye un estrenado pilar de la sociedad moderna
e implica una reafirmación de este proceso de racionalización al tiempo que una
orientación y, probablemente, una canalización distinta de las ideas o creencias,
digamos, espirituales, del sujeto moderno:
La precisión del concepto de «secularización», la concibió [Max Weber] sumariamente en la
conocida fórmula de la «desmiraculización del mundo». Esta fórmula equivale a la de «las
ruinas de las destrozadas creencias y supersticiones vetustas» de Valera. Y es resultado de la
«racionalización de la vida», que en Valera se llama el adelanto de las ciencias y sus
consecuencias (Gutiérrez Girardot, 1983: 27-28).
Fruto de la racionalización, el concepto de «secularización» se interrelaciona no
solo con la autonomía estética sino también con los adelantos científicos y tecnológicos
propios de la modernidad y sus ideas de desarrollo o de progreso: no en vano Valera
apunta al «adelanto de las ciencias y sus consecuencias». En tal sentido, cabe enfatizar
que el progreso, el avance científico y la revolución técnica, como ya se ha anotado, van
de la mano, a su vez, de la creación, la centralización y la predominancia del «sujeto
moderno» ―que también evoluciona, hacia una interioridad hipostasiada―, así como
de su condición de bisagra en el establecimiento de nuevas y dependientes relaciones
con el mundo ―incluidos los otros― que condicionarán el viraje provocado por una
secularización solo paulatina en que, según palabras de Heidegger, se recupera la ilación
con lo mítico. Lo explica del siguiente modo Milan Kundera:
La desdivinización del mundo (Entgötterung) es uno de los fenómenos que caracteriza los
Tiempos Modernos. La desdivinización no significa el ateísmo, designa la situación en la que
el individuo, ego que piensa, reemplaza a Dios como fundamento de todo; por mucho que el
hombre pueda seguir conservando su fe, arrodillándose en la iglesia, rezando al pie de la cama,
su piedad solo pertenecerá en adelante a su universo subjetivo. Tras describir esta situación,
Heidegger concluye: «Así es como los dioses terminaron por marcharse. El vacío que se
produjo en consecuencia fue colmado por la exploración histórica y psicológica de los mitos»
(2007b: 16-17).
[43]
Tal vez por ello, y sin perjuicio de la complejidad de su significación y su
alcance, la secularización se revela una (re-)conversión espiritual, subterránea y
progresiva, que el poeta o el artista pondrá especialmente de relieve:
El sueño de Jean-Paul, el «sentimiento» de «la religión de la nueva época», esto es, «que Dios
mismo ha muerto» expuesto por Hegel, el «satanismo» de Huysmans en Là-bas, y si se quiere
agregar «la muerte de Dios» de Nietzsche, no son «ateísmo» en el sentido clerical de la palabra
(ninguno demuestra que Dios no existe) sino expresiones de lo que la «Sociología» ha llamado
«Secularización». Pero lo que para la Sociología es un hecho definible y describible sin pathos,
fue para el artista y el poeta un acontecimiento apocalíptico (Gutiérrez Girardot, 1983: 75-76).
Otra vez Girardot va más allá: transpone el efecto de la secularización
―propiciada en parte y en parte padecida por ese repliegue cada vez más acentuado de
la interioridad― a la situación y a la identidad escriturarias del artista o del poeta, una
vivencia doblemente intensa13. En este sentido, lo que Gutiérrez Girardot expone es que,
si existe una réplica o una reacción a este proceso de secularización, esta se escribe
desde el arte.
Desde su estatuto de autonomía, el arte de la nueva sociedad secularizada
reclama, más que su valor, su capacidad intelectual, su carácter espiritual y su función
ritual (función que parece desvanecerse con la pérdida del «aura», si volvemos a
Benjamin). Buena parte de la respuesta del arte puede resumirse, frente a la
«desmiraculización» weberiana del mundo, en la «sacralización» del mundo por medio
del arte mismo, eso es al menos lo que propone Girardot: «La secularización del siglo
XIX
(la del
XX
lleva a otros extremos) no fue solo una “mundanización” de la vida, una
“desmiraculización” del mundo sino a la vez una “sacralización” del mundo» (Gutiérrez
Girardot, 1983: 82). En la misma línea, anticipa Walter Benjamin:
Al irrumpir el primer medio de reproducción […] el arte sintió la proximidad de la crisis (que
después de otros cien años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de «l’art pour l’art»,
esto es, con una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una
teología negativa en figura de la idea de un arte «puro» que rechaza no solo cualquier función
social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual (en la poesía,
Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa posición) (Benjamin, 1992: 26).
La afirmación de Benjamin cruza esta alusión a la lírica moderna en un texto
esencialmente filosófico, teórico, centrado en los efectos de la reproductibilidad,
mientras que Girardot o Mattalía aluden de forma tal vez más recurrente y extensa a la
idea de una nueva «mitología», «teología» o «religión» en y del arte mismo14. En
13
Tan solo unas líneas más abajo, Rafael Gutiérrez Girardot sentencia: «Es el Apocalipsis del Yo que es
su propio padre y creador y lleva consigo a su propio ángel exterminador» (1983: 76).
14
Estas ideas se encuentran permanentemente hilvanadas o aludidas en los textos citados. Por ello,
prescindo esta vez de señalar números de página.
[44]
cualquier caso, creo que las manifestaciones artísticas que proclaman una nueva
«sacralización» del mundo están poniendo claramente de manifiesto la existencia de una
tendencia, y hasta de una «necesidad», espiritual, humana, que ni la racionalización ni la
secularización han sido capaces de borrar: la de un absoluto, un dios, que garantice el
sentido, hasta cerrarlo, y asegure de algún modo la correlación pensamiento-lenguajemundo, esto es, la existencia de una explicación de algo que todavía no conocemos…
una estampa para el pensamiento moderno cada vez más conocida. En ella, un sujeto se
encuentra a las puertas del conocimiento.
Esa «conciencia de un cambio […] espiritual profundo» esconde, por tanto, al
sujeto, a la complejidad del sujeto moderno. Y creo que esa conciencia del «nuevo»
sujeto es efectivamente una conciencia de lo fáustico y hasta una conciencia «fáustica»
—utilizando el paralelismo creado por Marshall Berman a través de su análisis del
Fausto de Goethe, y retomado por Mattalía15— es decir, una conciencia de la
contradicción y de la ambigüedad al tiempo que una conciencia ya en sí ambigua y
contradictoria. De nuevo, la figura del artista o del intelectual expresa inevitablemente
la complejidad del vuelco emocional sufrido por el sujeto porque, de alguna manera, el
«nuevo tipo de intelectual» va a ser el encargado de analizar, de mirar, de pensar la
nueva realidad y sus efectos:
Entra en escena un nuevo tipo de intelectual, cuya mirada oscila entre la fascinación y la
distancia crítica ante los cambios. Una mirada que, al tiempo que asiste y celebra el auge
modernizador, atisba entre los fastos urbanos las dificultades de un desarrollo sostenido desde
la periferia. Una mirada que se concentra en delimitar un nuevo lugar para la producción
literaria en el mercado creciente de consumo de bienes simbólicos y procura aclimatar las
propuestas estéticas a los cambios introducidos por la modernización; una mirada que
reivindica un nuevo concepto de literatura y un nuevo lugar para el escritor, afirmándose en la
especialización del trabajo literario. Esta mirada también perfila y toma conciencia de las
dificultades por las que atraviesa (Mattalía, 1998: 11).
En ese «nuevo tipo de intelectual», mejor, en su mirada y en la importancia que
va a cobrar su mirada (frente a su saber enciclopédico o a su discurrir lógico, por
ejemplo), se atisba la percepción de las novedades, de las dificultades a las que debe
enfrentarse como sujeto y como esteta. Y, en su mirada, en la importancia que va a
cobrar su mirada, se vislumbra esa conciencia ambigua o contradictoria ya mencionada
—y su importancia como configuradora de la complejidad del sujeto moderno, de su
sistema de valores y de su pensamiento; metáfora, símbolo y epítome como es de la
15
El texto de Marshall Berman se titula «El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo» (1998: 29-80).
Berman menciona efectivamente una «escisión fáustica», como apunta Mattalía (1998: 96). Recojo la
idea, más allá de la tragedia del desarrollo, para marcar esa conciencia de la contradicción o de la escisión
—si se quiere— especialmente interesante en el contexto de esta exposición.
[45]
modernidad—. Esta conciencia implica la vivencia de una pugna permanente entre la
tradición y la modernidad, esto es, un sujeto tan fascinado como horrorizado por la vida
moderna y un héroe entonces marcado y escindido por el deseo incesante, que es lo
mismo que decir que por la carencia.
Creo que quizá, también en este sentido, el correlato de la «búsqueda de una
literatura imposible» se materializa progresivamente, según Barthes, en una imagen
nueva: la del escritor sin literatura, aquel atrapado en una suerte de epopeya órfica, que,
con su mirada, parece convocar al Angelus novus de Paul Klee mirado por Walter
Benjamin y provocar el acontecimiento. Imaginar a Orfeo en los infiernos perdiendo a
Eurídice es entrever la desaparición en un relámpago, en el tiempo de una mirada, en el
gesto final de un giro. Es, también, la transgresión de las reglas.
[46]
1.2 Orfeo o la escritura de la desaparición
No borréis ninguna estela […]
Porque es Orfeo […]
No busquemos
otros nombres. Una vez por todas
es Orfeo que canta. Viene y va.
[…]
¡Oh! ¿Cómo no entender que necesita desaparecer?
Hasta cuándo lo conmueve la angustia de la desaparición.
Rainer Maria Rilke
La conciencia de insatisfacción del sujeto moderno señala un viraje hacia nuevos
valores —o, mejor, hacia una revalorización de los antiguos— que despierta nuevas
inquietudes y prioridades recientes16. La conciencia de «infelicidad», como sugiere
Barthes, provoca un «estallido» en el centro del ser17. Así, el crítico repite los sintagmas
de «sujeto estallado», «sujeto descentrado», «conciencia desgarrada», desde los que
trabaja su efecto en la escritura, es decir —de nuevo— en la forma: «El escritor dejó de
ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850), su
primer gesto fue elegir el compromiso de su forma» (Barthes, 1997: 12)18.
En realidad, la tesis barthiana se apoya en la mención de tres momentos
considerados clave y representados a través de tres emblemáticas escrituras de la
16
A este respecto, escribe Rafael Gutiérrez Girardot: «“Sociedad burguesa” o “sociedad civil”: este
nombre designa primeramente un sistema de valores, los de los intereses privados, los de la utilidad, los
de la “democracia”, los que resumió Louis Philippe, el rey burgués, en la consigna “enriqueceos” […] Y
ese horizonte vital o sistema de valores, esa “prosa del mundo”, esa interdependencia de egoísmos,
determina tanto el comportamiento de un comerciante como el del campesino que huye del campo en
busca de “mejor suerte”, de ascenso social, de enriquecimiento en la ciudad», y más adelante: «el sistema
de valores burgueses que se asentó paulatinamente en las grandes ciudades ejerció una “presión de
acomodamiento” en todos los demás estratos de la sociedad, y aunque no modificó automáticamente la
estructura, sí transformó las mentalidades, esto es, la selección de las valoraciones, las preferencias por
los valores de la nueva sociedad» (Gutiérrez Girardot, 1983: 43-44).
17
Acerca de ese «estallido», resulta más que interesante la aproximación filosófica de Hélène Védrine en
Le sujet éclaté (2000). En este texto, Védrine ofrece una evolución de los conceptos de sujeto y
subjetividad de la filosofía clásica a la modernidad filosófica, y de ahí —de Descartes y Kant— a la
filosofía contemporánea. Básicamente a través de una contraposición entre la filosofía de Heidegger y de
Sartre y, después, de Merleau-Ponty —en su primera parte—, Védrine demuestra cómo el trabajo de la
modernidad consiste en «volver a pensar el individuo como un modo de individuación y de subjetivación,
más que como ego», esto es, la modernidad permitirá «pensar el sujeto en su aspecto concreto (ser, vida,
cuerpo o carne)» (pp. 25, 31) al tiempo que señala un «lugar nuevo entre la ontología y la fenomenología
(que) transformará las perspectivas» (p. 32). Tal vez lo más interesante del texto sea cómo la autora
interrelaciona el concepto de subjetividad con las nociones de ontología y de lenguaje (en Heidegger; pp.
35-54), así como con los conceptos de libertad y de conciencia en el sujeto contemporáneo (en Sartre; pp.
57-78).
18
Cabe destacar la aclaración barthiana: ese desgarro de la forma no se produciría hasta después del
romanticismo, esto es, la ruptura formal no sucede hasta que no tiene lugar lo que se considera el
verdadero desgarro de la conciencia del sujeto moderno, entre la fascinación y el horror mencionado, en
el desarraigo romántico.
[47]
literatura francesa, las de Chateaubriand, Flaubert y Mallarmé: el peculiar romanticismo
de Chateaubriand supone un primer énfasis en la forma; la forma se convierte, entre
perseverancia y obsesión, en la base que constituirá la «Literatura como objeto» de la
mano de Flaubert: «por el advenimiento del valor-trabajo» —que en el proceso de
escritura apunta a la corrección continua, a la búsqueda de una sintaxis y un léxico
exactos—; finalmente, la plasticidad, el misticismo, la totalización imposible del —
imposible— Libro de «Mallarmé […] corona esta construcción de la Literatura-objeto
por medio del acto último de todas las objetivaciones, la destrucción» (Barthes, 1997:
14).
El paso más allá (el texto data de 1953) es, para Barthes, la ausencia; y cita, a
este respecto, a varios autores de la segunda mitad del siglo
XX
(Blanchot, Camus,
Cayrol o Queneau). El recorrido de estos cien años —de la conciencia «desgarrada» e
«infeliz» de 1850 al «grado cero de la escritura» y la «ausencia de la literatura» de
1950— señala un proceso, cuando menos de dislocación formal, especialmente
interesante porque, por una parte, marca un giro decisivo en relación con la literatura
contemporánea occidental y, en ese sentido, nos sitúa al inicio de la etapa analizada,
esto es, tras las vanguardias históricas, tras la llamada «crisis» de los años treinta y la
guerra civil española, tras las dos guerras mundiales y el horror de los campos de
exterminio…; pero también porque, por otra parte, evidencia una subjetividad que pasa
del «estallido» mencionado al «desbordamiento», desde su descrédito definitivo, de las
nociones de sujeto, lenguaje, conocimiento19, y que asiste en paralelo a otro
desbordamiento, el de la noción misma de forma, de poesía, de arte.
El comienzo de la producción de poetas como Alejandra Pizarnik y Olga Orozco
se concentra a mediados del siglo
XX.
Más allá de su intensidad textual, tanto la poesía
de Olga Orozco como la de Alejandra Pizarnik responden a una precariedad y a una
actitud —es más que homogeneidad temática o persecución incesante de un mismo
motivo—, cuya clave reside quizá en la escritura misma: escritura del verbo —del
génesis— o escritura del silencio —del suicidio—, pero escritura consciente, del límite
como del desbordamiento, del infinito, de la forma.
19
El «desbordamiento» de estas nociones implica otro desbordamiento más hondo y más grave, el de
aquellas ideas, aquellos conceptos, que las sustentaban y cuyo descrédito impone la atrocidad cristalizada
con Auschwitz, como malogrado símbolo, con lo que fue «un verdadero programa de genocidio,
ideológicamente motivado, deliberadamente planificado y eficazmente ejecutado con todos los recursos y
maquinaria de un Estado moderno y una sociedad industrial avanzada y civilizada» (Moradiellos, 2009:
22); a saber, el del humanismo, la ilustración, la cultura, el progreso, la técnica, etcétera.
[48]
Dice George Steiner de Orfeo que «es un mito por sí mismo y un amo de la vida
en virtud de su poder de crear armonía en medio de lo inerte del silencio primario o la
ferocidad de la discordia» (2003: 285). Este comentario de Steiner podría leerse en
paralelo a lo pensado sobre poesía y conocimiento, o a lo apenas mencionado sobre
Orozco y Pizarnik, al tiempo que resume bien la fuerza y el sentido del mito de Orfeo,
tan repetitivo y sufriente en la estética contemporánea. Por una parte, Steiner sostiene
que Orfeo «es un mito por sí mismo», esto es, que Orfeo no necesitaría de sus actos, de
sus castigos o de sus proezas para convertirse en mito. Dicho de otro modo, Orfeo no
necesitaría perder a Eurídice o vencer el canto de las malévolas sirenas porque, de
hecho, no se convierte tanto en mito como «es un mito por sí mismo».
La identidad de Orfeo es —doblemente— una identidad escrituraria. «Orfeo es
el cantor por excelencia, el músico y el poeta» destaca, en primer lugar, Pierre Grimal;
solo le precede la afirmación de que el mito se ha convertido en una «verdadera
teología» (Grimal, 1994: 391) —lo que vendría a reforzar no solo las palabras de
Steiner, sino también la coda heideggeriana en el texto de Milan Kundera y la reflexión
tejida por Gutiérrez Girardot y Mattalía acerca de la secularización y sus efectos—.
Orfeo encarna así, con especial resonancia y fuerza, la imagen del canto, primero;
después, inevitablemente, la de la escritura. Posee el don de un arte todavía y
sabiamente indistinto, el de hacer música o poesía, y otro don que de este se desprende,
el de conocer la forma20.
Orfeo conoce la forma y canta para (la creación de un efecto): «crear armonía en
medio de lo inerte del silencio primario o la ferocidad de la discordia», «las bestias
feroces hacen un alto y le escuchan», añade George Steiner (2003: 285). En esta otra
parte del enunciado, Steiner inserta el canto órfico —la voz, la escritura, el lenguaje «de
por sí» míticos— en medio del silencio y del ruido, entre la inmovilidad y la actividad,
y en el límite de lo primario y lo foráneo. Creo que ese lugar quizá sugerido por Steiner
(que en todo caso desprendo de su cita) es justamente el marco del canto —de la
escritura—, así como el marco de una escritura poética —de un canto— especialmente
consciente. En este sentido, las poéticas de estudio representan un intento de equilibrio
en lo que resulta un pulso con algunos límites de ese marco: con lo silencioso, lo
invisible, lo primigenio y lo que se manifiesta externo, inasible y foráneo.
20
En su magnífica trilogía sobre música, Eugenio Trías afirma: «Cuando la música occidental se da cita
con la historia parece abocada siempre a encontrarse con el mito y la leyenda del héroe musical por
excelencia: Orfeo, pastor tracio hijo de Calíope, musa de la poesía y del canto, y (según ciertas versiones)
de Apolo, el dios del arco y de la lira» (Trías, 2007: 29).
[49]
Por otra parte, Orfeo, siempre a través de su canto, es el amante capaz de
franquear los límites, descender a los infiernos y recuperar a su amada. Pero, al tiempo
que su canto puede suspender los castigos eternos de Sísifo o Tántalo, su mirada
provoca el desvanecimiento de la imagen de Eurídice, su desaparición. La única
condición para salvar a Eurídice —no volverse, no mirarla, creer— se ha quebrantado
con la llegada no tanto de la duda como de la desconfianza: «¿No se habrá burlado
Perséfone de él? ¿Le sigue realmente Eurídice?» (Grimal, 1994: 392).
Afirma Eduardo Milán: «La pérdida de Eurídice por la mirada impertinente,
desafiante del mandato de los dioses —no volver la mirada a Eurídice en el momento de
remontar el Hades por la amenaza cumplida, de perder a la mujer amada— hace de
Orfeo el cantor de la pérdida» (2004a: 89). La lectura del mito de Orfeo, que aparece de
forma recurrente en los trabajos de Eduardo Milán21, me parece especialmente
interesante porque el poeta y crítico uruguayo realiza un análisis de la poesía
contemporánea —o de una determinada línea de poesía contemporánea a partir, sobre
todo, de las vanguardias históricas— al tiempo que una reflexión acerca de las
concepciones poéticas que de esas producciones contemporáneas se derivan. Además,
su lectura está relacionada, directa y específicamente, con la literatura latinoamericana.
Por último, y sobre todo, su interpretación del paralelismo entre la pérdida de Eurídice y
esa escritura de la falta, de la carencia, ya mencionada (escritura característica en la
modernidad y, muy notablemente, desde el primer romanticismo alemán e inglés: «Toda
escritura moderna es escritura faltada», sentenciará Milán (2004a: 89)) desemboca en
una reflexión acerca de la mirada, es decir, desemboca en último término en la reflexión
de la percepción, de la desconfianza, de la transgresión de Orfeo y entonces, del sujeto y
del escritor moderno:
Esa mirada es una mirada ritual: […] el mito de la desaparición de lo amado como condición
del canto […] es la configuración de un espacio literario: esa mirada que vuelve y desaparece
lo que está o viene detrás. Es la mirada que hace comenzar la escritura a partir de un giro sobre
su propio eje. En sentido opuesto, en dirección contraria a la mirada, inmediatamente después,
empieza a caminar el canto (Milán, 2004a: 9).
Cuando Roland Barthes, tras varios ensayos célebres —uno de ellos, El grado
cero de la escritura—, concluye con la denominación del texto moderno como «texto
de goce» (en oposición no solo al texto clásico sino también al «texto de placer»),
trabaja de forma más o menos explícita —pero continua— con estas ideas de
intermitencia, de invisibilidad y de desaparición (Barthes, 1973). De alguna manera,
21
También encontramos alguna nota acerca de Orfeo en su texto Resistir (Milán, 2004b: 26).
[50]
creo que la mirada de Orfeo al girarse, al asumir el riesgo de lo inevitable, tiene un
componente de goce y desde luego creo con Milán que esa mirada, que es un
movimiento —y requiere un movimiento—, configura un espacio, el de la escritura, al
que, tal es su ―imposible― signo, no dejaremos de regresar.
De forma simultánea, inmediata, la mirada de Orfeo provoca la desaparición.
Esa desaparición «se compensaría» con el canto ―como todo enfrentamiento con la
muerte, no acaba sino siendo una partida imposible―; digamos que «dispara», que
«convoca», el canto, como sugiere al final de la cita Eduardo Milán. El canto, «en
dirección contraria a la mirada», comienza a causa de la desaparición y, por eso,
comienza a escribirse, como un duelo, la falta.
A partir de aquí, el espacio creado por el canto —sostengo que aquí es el espacio
de la escritura— guardará cuando menos un carácter contradictorio, paradójico: el canto
comienza porque lo real ha desaparecido (la amada, su presencia, su cuerpo se ha
esfumado con solo girarse y mirarla), esto es, el canto comienza para llenar el vacío
dejado por la desaparición de Eurídice, pero al mismo tiempo el canto, que solo existe
por esa desaparición, no puede más que llenarse con esa desaparición, para expresar
―diríamos― el dolor de esa falta, tal vez su duelo. Desde entonces, la configuración
del canto solo tiene sentido desde la desaparición y constituye inevitablemente un
espacio, si no vacío, hueco.
«Hay una impregnación en nuestra lectura moderna y contemporánea de
desaparición en la escritura» confirma Eduardo Milán (Milán, 2004a: 9) al tiempo que,
como se ha citado antes, define la escritura moderna como una «escritura faltada». No
obstante, Milán va más allá añadiendo una explicación fundamental: «Es la conciencia
moderna de la escritura poética la que vuelve la falta patente» (Milán, 2004a: 89).
Surge, de nuevo, esa conciencia formal y escrituraria especialmente característica en la
literatura contemporánea. Y no solamente surge de nuevo o reaparece: es desde ella que
se lee en la contemporaneidad la desaparición y que se hace visible la falta. En ese —
otra vez, doble— sentido, se enfoca aquí la lectura de Eduardo Milán acerca de la
mirada de Orfeo al girarse para ver-desaparecer a Eurídice: como el signo de la
desaparición y la condena de la falta en la escritura, pero también como el desafío a la
prohibición, el movimiento de un giro, de una conciencia, de una mirada:
La pérdida de Eurídice es una situación significativa pero es una parte del relato, una parte que
para nosotros, deudores occidentales de la tragedia, ha impregnado totalmente de sentido el
canto. En esa desaparición que sufre el canto […] hay una maqueta de necesidad, como si el
mito prefigurara su propia falta. Lo faltado —Eurídice— se convierte en el canto como
[51]
carencia y corresponde a una futura, posible, falta del mismo mito […]. Pero lo que importa es
el instrumento que genera la falta: la mirada. Ojo: no es la ceguera, que tiene su presagio
cultural en el tiempo, que adivina lo que vendrá, sustraído ya el mundo de las cosas que no
dejan ver. Es la mirada (Milán, 2004a: 10).
La puntualización de Eduardo Milán es interesante: parece desmarcarse de lo
que llama la «deuda occidental» o, mejor, redirigirla («no es la ceguera, que tiene su
presagio cultural en el tiempo, que adivina lo que vendrá, sustraído ya el mundo de las
cosas que no dejan ver. Es la mirada»). Milán distingue mirada de ceguera ―es separar
a Orfeo de Tiresias― y coloca a la escritura en el lugar de la producción, de la creación,
de la invención, espacio nietzscheano de la metáfora22. Dicho de otro modo, desplaza
subrepticiamente a la escritura del lugar del saber, de ese lugar «sustraído del mundo de
las cosas», como dice Milán: es alejar, aun manteniendo la imagen, la escritura del
espacio de la metafísica tradicional, que está más allá de lo sensible, epítome de la
adecuación y del sentido ―es encender la mecha: de la Verdad, de Dios…―; sentido
que, aun así, se encuentra desbordado. Por último, las palabras de Eduardo Milán
resultan especialmente interesantes porque ya aparece un conocimiento «reversible»,
cuyo «dorso» es el poso ético y el sesgo político: también es acercar la escritura a la
inestabilidad, a la desobediencia, a la alteridad, a la subversión.
Si a esa mirada, creadora, productiva, vidente pero no ciega —como enfatiza
Eduardo Milán—, se le superpone la mirada del sujeto moderno y el inicio del camino
hacia una escritura de la desaparición, es necesario plantearse algunas preguntas
fundamentales: qué desaparece —y por qué— en la literatura contemporánea, qué
pierde el escritor y cómo se enfrenta a ese fatum —esto es, cómo enfrenta él la tragedia,
si es que lo hace, y también cómo escribe su duelo―, y tal vez también, y por último,
cómo puede rastrearse esa pérdida, ese duelo, esa entrega, en la subjetividad moderna
—en su representación o en su escritura—. Intuyo que las respuestas a estas cuestiones
tienen que ver, de nuevo, y casi de manera circular, con una determinada mirada —una
manera de mirar—, esto es, con esa conciencia de los fenómenos, de los cambios, de las
22
Me refiero a lo expuesto en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, donde Nietzsche reivindica
la utilización de un lenguaje creativo, compuesto de expresiones singulares ―y no de nombres, lugares,
comunes―, cuya máxima expresión ―la metáfora― está, según el filósofo, en el origen del lenguaje
mismo. Para Nietzsche, de hecho, el origen del lenguaje es metáforico: «Los diferentes idiomas, reunidos
y comparados, muestran que con las palabras no se llega jamás a la verdad ni a una expresión adecuada:
pues, de lo contrario, no habría tantos. La “cosa en sí” (eso sería la verdad pura y sin consecuencias) es,
además, totalmente inaprehensible y no resulta en absoluto deseable para el creador de lenguaje. Este
designa tan solo las relaciones de las cosas con los seres humanos y para su expresión recurre a las
metáforas más atrevidas» (Nietzsche, 2011: 611). Como se puede observar, también es un modo de
desterrar los conceptos de «verdad», de «adecuación» ―de verdad como adecuación― y de afirmar que
esos conceptos no son, a su vez, sino metáforas, invenciones, creaciones… escrituras. Le debo la
referencia al profesor Fernando Rampérez.
[52]
desarticulaciones que posee el sujeto moderno, y también ―y quién sabe si sobre
todo― con su inconsciencia, quiebra en poder tan ambicioso; en cualquier caso, tienen
que ver con ese giro órfico cuyo fin es el saber y su consecuencia, o su empeño, destruir
la magia.
El mito de Orfeo es el mito de la pérdida y de la falta, igual que de la pulsión y
del deseo. La lectura de Barthes apuntaba a la imagen del escritor que «perdía» la
Literatura, como Orfeo a Eurídice, por medio de ese trabajo —de esa conciencia—
formal, que optaba cada vez más por la «neutralidad» en la escritura hasta llegar
progresivamente a una suerte de «grado cero», esto es:
El movimiento mismo de una negación y la imposibilidad de realizarla en una duración, como
si la Literatura que tiende desde hace un siglo a transmutar su superficie en una forma sin
herencia, solo encontrara la pureza en la ausencia de todo signo, proponiendo en fin el
cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin Literatura (Barthes, 1997: 15) 23.
La misma «contradicción» que tensa el mito de Orfeo aboca en la tragedia y en
«el movimiento mismo de una negación» que, lejos de ser un mero y estático contrario,
dificulta los dualismos y ayuda a sostener el pulso de la escritura desde la intermitencia
del lenguaje, esto es, desde su imposibilidad, desde su —también steineriano— abismo
de silencio. Más allá de las brillantes consideraciones de Roland Barthes acerca de la
Literatura como disciplina y, sobre todo, como institución, la reflexión de Barthes
señala que el escritor moderno se queda paradójica y sencillamente sin el lugar que lo
definía, sin el lugar que asumía la historia de las letras y a su vez lo configuraba
historia24, aquel espacio razonable ya escorzado, aquel lugar autónomo, específico y
certero que había construido para él la modernidad.
El escritor se queda sin Literatura. En esa intemperie, sin embargo, escribe. Sin
esa intemperie, sin embargo, parece también que ya no escribe, que ya nunca va a poder
escribir; que la modernidad misma lo ha despojado de la esfera independiente, separada,
segura, de la tradición y el canon, de la reflexión estética sobre la tradición y el canon,
23
Cabe destacar, a este respecto, que afirmaciones similares aunque sea otro el vocabulario (determinada
«neutralidad» en la escritura y «objetivación» por parte del sujeto; un «operar frío») se encuentran en otro
autor fundamental y de muy diversa índole; concretamente, en Hugo Friedrich: «Interioridad neutral en
lugar de sentimientos, fantasía en lugar de realidad, mundo fragmentario en lugar de mundo unitario,
fusión de lo heterogéneo, caos, fascinación por medio de la oscuridad y de la magia del lenguaje, pero
también un operar frío análogo al regulado por la matemática, que convierte lo cotidiano en extraño: esta
es exactamente la estructura dentro de la que se colocarán la teoría poética de Baudelaire, la lírica de
Rimbaud, de Mallarmé y de los poetas actuales» (Friedrich, 1959: 37-38).
24
«Cada vez que el escritor traza un complejo de palabras, pone en tela de juicio la existencia misma de
la literatura; lo que se lee en la pluralidad de las escrituras modernas es el callejón sin salida de su propia
Historia» (Barthes, 1997: 65).
[53]
de la racionalización de la forma, de la adecuación razonada de las técnicas y las
formas. Margen, borde, límite, al que el escritor se ha asomado y al que el escritor ya no
puede dejar de asomarse: es el giro —imposible, negado, prohibido— que implica su
mirada, «como si la Literatura que tiende desde hace un siglo a transmutar su superficie
en una forma sin herencia solo encontrara la pureza en la ausencia de todo signo» ―el
arte «puro» al que también se refería Benjamin―; y es la mirada, «la decisión de la
mirada» —como dirá Blanchot (1992: 166)—, que le hará perder la Literatura, que le
hará liberarse, que le hará rebelarse, que le hará enfrentar el silencio, la ausencia, la
muerte: la tragedia de la desaparición, su goce.
Como Orfeo, esa pérdida es consecuencia, más que de una duda, de una
desconfianza (la diferencia tal vez consista en que cualquier «certeza» parece
difícilmente restituible en el segundo caso). El escritor moderno desconfía en mayor o
menor medida de un lenguaje que parece reconocer definitivamente su incapacidad de
acceder a la complejidad de lo real y, con ello, también al conocimiento de la
«realidad», a la «verdad» de eso que llamamos «realidad» —y no vida— quizá para dar
(una) forma a la vida, para contener a la vida, para mantenerla dentro de unos límites, de
unos bordes, de unos márgenes, frente a aquello otro que llamamos «vida», que se
desborda permanentemente, deformación entonces de la «realidad», deformación que,
según parece, se revela —se rebela— profundamente efímera, paradójica, inasible…
Libertad en la que nos perdemos, porque nos excede; libertad en la que nos
encontramos, porque nos define, en la que nos (re)afirmamos —profundamente
efímeros, paradójicos, inasibles— y es entonces, en esa libertad que despierta la vida,
cuando nos (re)conocemos desdibujados, borrados —en ese sentido, negados—. Tendría
la tentación de decir libertad que, al permitirnos aparecer «vitalmente», nos
desaparece.
Como Orfeo, entonces, el nuevo lugar del escritor lo inaugura el canto de la
pérdida, de la pérdida de Literatura, como escribe Roland Barthes, y se trata de pérdida
que conlleva el descrédito del lenguaje, el desbordamiento de la forma, en una ecuación
en que escritor, lector y mundo parecen haberse transformado notablemente al hilo de
una modernización acelerada. Una de las incógnitas que quedaría por despejar en esa
malograda ecuación es la obra. La obra existe por la pérdida, por la falta, por la
ausencia, el silencio, la muerte, y su existencia parece doblemente imposible. La obra
surge de la desaparición y depende de la desaparición: la desaparición es su impulso y
su pulsión; también es su pulso, su (sin)sentido.
[54]
1.3. El espacio literario y la desaparición de la obra
Y todo ocurre, como si, desobedeciendo a la ley, mirando a Eurídice, Orfeo solo
hubiese obedecido a la exigencia profunda de la obra, como si por ese movimiento
inspirado hubiese arrebatado a los Infiernos la sombra oscura y sin saberlo la hubiese
llevado a la plena luz de la obra.
Maurice Blanchot
Del avatar de la obra en el periplo órfico se ocupa Maurice Blanchot con la
mirada siempre volteada, provocadora, irreverente, que (des)dibuja un espacio de lo
literario extraordinariamente inacabado, abstruso, precario, que encara y conmociona
ese otro espacio con mayúsculas de la Literatura, parapetado alrededor de una
institución, de una autoridad, de un canon, de una forma. No obstante, creo que el gesto
de Blanchot, la escritura tan consciente del trazo, de su materialidad, de su huella, nunca
neutraliza. En ese sentido, en Blanchot la literatura siempre conserva ese lugar
derridiano del «secreto», perpetuamente visible e indescifrable (Derrida, 2011), como si
la escritura misma permitiese escapar de una lógica binaria, cerrada, definitiva, oficio de
funambulista enajenado, y pudiese mantener el desequilibrio, la intermitencia, la
distancia. Así sucede con Orfeo, con el análisis del mito, con la superación de la
analogía. Así ocurre con la mirada de Orfeo, que desobedece la ley de los dioses,
frontal, trivial, superficial, desafiando el poder y provocando la desaparición, y que
obedece a la «exigencia de la obra», extensa, abismal, profunda, agrietando lo
insondable e inventando lo imposible. Todo ello pasa a la vez, al mismo tiempo: Orfeo,
como el discurso de Blanchot, se encuentra entre.
En el extracto de El espacio literario25 donde Maurice Blanchot evoca el mito de
Orfeo, esa tensión de lo contradictorio y permanente, ese pulso o esa aporía del entre se
cifra en el juego que nace de la obediencia y la desobediencia, y que deriva en la
oposición ley/exigencia, superficialidad/profundidad —es importante entender que
ambos términos, puesto que dependen de la coexistencia de obediencia y desobediencia,
se dan al tiempo, se mantienen, sin anularse mutuamente—. Sin embargo, conviene
destacar que el epítome, quizá, de ese espacio pulsional que horada la plenitud de la
presencia, la ilusión de la permanencia, es en Maurice Blanchot la literatura, la
escritura, el lenguaje.
En «La literatura y el derecho a la muerte», Blanchot escribe:
La literatura está vinculada al lenguaje. El lenguaje es a la vez consolador e inquietante.
Cuando hablamos, nos adueñamos de las cosas con una facilidad que nos satisface. Digo: esta
25
Me refiero más concreta y básicamente al epígrafe «La mirada de Orfeo» (Blanchot, 1992: 161-166)
del quinto capítulo del libro titulado «La inspiración».
[55]
mujer, e inmediatamente dispongo de ella, la alejo, la acerco, es todo lo que deseo que sea, es
el lugar de las transformaciones y las acciones más sorprendentes: el habla es la facilidad y la
seguridad de la vida. Con un objeto sin nombre no sabemos hacer nada. El ser primitivo sabe
que la posesión de las palabras le da el señorío de las cosas, pero para él entre las palabras y el
mundo las relaciones son tan completas que el manejo del lenguaje permanece tan difícil y tan
peligroso como el contacto de los seres: el nombre no se extrae de la cosa, es su adentro puesto
peligrosamente a la luz del día y con todo resguardada la intimidad oculta de las cosas; esta
por tanto no se nombra aún. El hombre cuanto más se convierte en hombre de una civilización,
más maneja las palabras con inocencia y sangre fría. ¿Es que las palabras han perdido
cualesquiera relaciones con lo que designan? Pero esta ausencia de relaciones no es un
defecto, y si lo es, solo de él obtiene el lenguaje su valor, hasta el punto de que de todos el más
perfecto es el lenguaje matemático, que se habla rigurosamente y al que no le corresponde
ningún ser (2007: 286-287).
Escribe Blanchot que la pregunta que promueve la literatura está vinculada al
lenguaje y que el lenguaje está vinculado a la muerte ―de ahí que sea consolador e
inquietante―, por lo que la literatura obtiene de la muerte la verdad y la posibilidad de
su palabra. Es volver a esa idea de escritura-pulsión que, mediante su continuidad, su
intermitencia, su infinitud, desemboca en pulsión de repetición y, así, en pulsión de
muerte. El lenguaje es como la muerte, abarca de hecho su silencio, su desolación, su
alivio y su enigma. La palabra hace presente lo ausente en un juego casi mágico de
perspectivas y transformaciones, dice Blanchot. En ese sentido, resulta estremecedor
leer que «con un objeto sin nombre no sabemos hacer nada»: el lenguaje ayuda a vivir,
aunque solo sea espejismo de control, de seguridad, de aprehensión.
Digo: esta mujer. Hölderlin, Mallarmé y, en general, todos aquellos para los que la poesía tiene
como tema la esencia de la poesía han visto en el acto de nombrar una maravilla inquietante.
La palabra me da lo que significa, pero antes lo suprime. Para que pueda decir: esta mujer, hace
falta que de una manera u otra le retire su realidad de carne y hueso, la haga ausente y la
aniquile. La palabra me da el ser, pero me lo da privado de ser. Ella es la ausencia de este ser,
su nada, lo que queda de él cuando ha perdido el ser, es decir el simple hecho de que no es.
Desde este punto de vista, hablar es un extraño derecho (Blanchot, 2007: 286-287).
El lenguaje tiene, como la muerte, como la vida, cierto carácter onírico: porque
ayuda a vivir, es tan maravilloso; porque es un espejismo, resulta tan inquietante ―o
viceversa―. La escritura es así, como afirma Rampérez leyendo a Blanchot26, un
espacio de ausentamiento perpetuo, pues suprime el significado y el ser antes de darlos:
imposibilidad, intermitencia e intervalo sin los que el lenguaje no sería posible o, mejor,
por los que el lenguaje es posible. Pero Blanchot lleva la analogía mucho más lejos:
Mi lenguaje sin duda no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo «esta mujer», la muerte real
se anuncia y está presente ya en mi lenguaje; mi lenguaje quiere decir que esta persona, que
está aquí, ahora, puede ser separada de sí misma, sustraída de su presencia y su existencia y
hundida de pronto en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa en esencia la
26
Es justo que también enmarque estas lecturas y relecturas de Blanchot en los cursos de «Literatura y
Filosofía» y «Estética» impartidos por Fernando Rampérez, así como en el contexto del seminario
«Márgenes» de la Universidad Complutense de Madrid que este profesor ha organizado durante los
cursos 2009 y 2010.
[56]
posibilidad de esa destrucción […]. Por tanto, es precisamente exacto decir: cuando hablo, la
muerte habla en mí. Mi palabra es la advertencia de que, en este mismo momento, la muerte
anda suelta por el mundo y que, entre yo que hablo y el ser al que interpelo ha surgido
bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta distancia es
también lo que nos impide estar separados, pues ella es condición de todo entendimiento. Solo
la muerte me permite aprehender lo que quiero alcanzar; es en las palabras la única posibilidad
de su sentido. Sin la muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada (2007: 286-287).
Ya lo dijimos: es la muerte la que dispara el sentido, la que llena de significado,
igual que la desaparición, la ausencia, el silencio, provocan el canto y la escritura en el
mito, pulsión de un lenguaje sometido al entredicho órfico, necesidad y prohibición
cifradas en la insolencia, de un único pecado y de un único destino, de un deseo sin
ombligo: el de la posesión, el de la totalidad. Ahí radica la tragedia, la historia, el relato,
y también la pasión y el misterio de una poesía, la contemporánea que, como bien
apunta Blanchot, tendrá como tema la esencia misma de la poesía.
Por eso, la mirada de Orfeo es un acto poderosamente «significativo»: advierte
la muerte desde la muerte, convoca la muerte desde la muerte y, finalmente, canta la
muerte desde la muerte. Está a la espera de esa muerte: su agonía es toda su esperanza;
su amenaza es su motor y su vínculo, «un vínculo de esencia» como anota Blanchot.
Está apenas a un gesto de la desaparición. Sin embargo, su persecución, su escritura, es
la de alguien que quiere acabar con esa muerte ―tan libre, tan independiente, tan
peligrosa, delincuente común que se ha advertido desde la primera palabra― que se
interpone siempre, entre su gesto y la felicidad, entre su anhelo y el éxtasis, entre su
insignificancia y la verdad. Pero siempre vuelve la misma mueca: como el adiós
levinasiano, la expresión de la despedida es un ademán del saludo (Derrida: 2000: 52) y,
en un mismo giro, desaparece porque aparece y, otra vez, viceversa.
Creo que la literatura —y especialmente la poesía— de la segunda mitad del
siglo XX está especialmente atravesada por esa distancia, impenetrable y translúcida: «la
distancia que nos separa», la distancia «que nos impide estar separados»; condición
―yo añadiría: y límite― de todo entendimiento, según dice Blanchot. La muerte se
visibiliza extraordinariamente entre el nombrar de la poesía de la segunda mitad del
siglo
XX
y aquello que nombra. Más que en ninguna otra poesía antes, a excepción
quizá de la mística. La modernidad fragua poéticas de la desaparición en que la obra no
puede sino perderse:
Orfeo debe realizar ese movimiento prohibido para llevar a la obra más allá de aquello que la
garantiza, lo que solo puede cumplir olvidando la obra arrastrado por un deseo que viene de la
noche, que está unido a la noche como a su origen. En esta mirada, la obra está perdida. Es el
único momento en que se pierde absolutamente, en que se anuncia y se afirma algo más
importante que la obra, más despojado de importancia que ella. Para Orfeo, la obra es todo, a
excepción de esa mirada deseada en la que ella se pierde, de modo que también es solo en esa
[57]
mirada que puede trascenderse, unirse a su origen y consagrarse en la imposibilidad (Blanchot,
1992: 164).
La obra se pierde con la mirada de Orfeo o, mejor, la obra se pierde en la mirada
de Orfeo que, como narra Blanchot, se erige en acontecimiento pues «interrumpe lo
incesante descubriéndolo» (1992: 165). Solo deteniendo el tranquilo transcurso del
«todo» que acontece, subterráneo texto infinito, Orfeo paraliza el tiempo, la literatura, la
obra. Solo en ese trascendente, genuino e imposible gesto, que surge de la «noche»
esencial, de la «otra noche» blanchotiana27, la obra aparece y desaparece, se visibiliza e
invisibiliza.
Como Eurídice… aunque, de alguna forma, ya es hora de decir que Eurídice no
es Eurídice, nunca es ella, no es sino la (im)posibilidad de que sea Eurídice, la mujer
que Orfeo ama, que camina tras él, que desaparece en cuanto aparece. Eurídice es la
mujer, el cuerpo, el amor, lo real y lo eterno, la vida. Y no se puede vivir sin verla, y es
que para vivir hay que verla. Lo que ocurre es que ver a Eurídice será dejar de verla:
sucede a la vez, al tiempo. Igual que vivir será morir, como ir muriendo es ir viviendo:
ocurre a la vez, al tiempo. Esa es la ley, el precio; esa es la vida: ese, su valor, y esa, su
tragedia.
No puede escribirse (cómo se va a poder si es la escritura misma) y, sin
embargo, no puede hacerse otra cosa (no podemos no hacerlo). Se trata entonces de un
acto vital, estético y político ―a la vez, al tiempo―: Orfeo no puede sino girarse y
mirar para confirmar la presencia de Eurídice y también la suya propia; así que decide
descender al averno, arrojarse a la vida, precipitarse a la pérdida, asumiendo la tragedia
de su decisión, dadora de ausencia y de desaparición, de (sin)sentido… Qué movimiento
inútil e inevitable ―hacer real el signo-hacer un signo de lo real―: Orfeo mata y muere
por un instante, por un destello. Esa es su ruina, su desastre, su fracaso.
Todo se hunde entonces para Orfeo en la certeza del fracaso donde, en compensación, solo
queda la incertidumbre de la obra […] estamos frente a algo que se apaga, obra que de pronto
se vuelve invisible, que no está, que no estuvo nunca. Este brusco eclipse es el lejano recuerdo
27
El capítulo que Maurice Blanchot dedica a la noche, titulado «El afuera, la noche» y que da comienzo
al bloque «La inspiración», empieza con esta afirmación: «Quien se consagra a la obra es atraído hacia el
punto en que esta se somete a la prueba de la imposibilidad. Experiencia específicamente nocturna,
experiencia de la noche» (1992: 153). Esta «otra noche» blanchotiana se amalgama, además, con el
espacio de la inspiración poética y de sus visiones. Blanchot la distingue de la noche romántica de
Novalis y sus himnos, por ejemplo, y señala sus diferencias: la noche romántica es acogedora, uno puede
descansar en ella («por el sueño y la muerte» como apunta el autor), no es sino la oposición del día. La
«otra noche», en cambio, es símbolo de (im)posibilidad, de latencia y, sobre todo, de intemperie: siempre
está «afuera», «no acoge, no se abre […]. Es esencialmente impura»; es el espacio de la incertidumbre y,
por tanto, de la obra, de su precariedad, de su esencia. Por eso, tan lúcidamente, Blanchot escribe: «Es
noche sin verdad que, sin embargo, no miente» (1992: 133-134).
[58]
de la mirada de Orfeo, es el regreso nostálgico a la incertidumbre del origen (Blanchot, 1992:
164).
El naufragio en la subversión del gesto dota a la obra de una «extrema
incertidumbre» (Blanchot, 1992: 164): la sumerge en la precariedad, el desarraigo, la
nostalgia; la instala en una pulsión de muerte permanente ―texto sin contexto―, en el
acantilado del riesgo, en el abismo de la libertad. Algunas poéticas de la segunda mitad
del siglo
XX
encarnan ese «brusco eclipse» que, a mi parecer, constituye una
radicalización de la mirada de Orfeo. El saber del no-saber y la escritura del silencio, la
presencia y la ausencia de la obra, como del lenguaje, del código, de la vida, se ponen
entonces en juego: al menos una parte de la poesía contemporánea decide arrojarse a lo
prohibido, a lo incognoscible, a lo indecible, asumiendo el peligro de que la obra
desaparezca en el mismo instante en que aparece. Se trata de un gesto vital, estético y
político, que consiste en reconocerse en ese infinito gesto:
Escribir comienza con la mirada de Orfeo, y esa mirada es el movimiento del deseo que
quiebra el destino y la preocupación del canto; y en esa decisión inspirada y despreocupada
alcanza el origen, consagra el canto. Pero para descender hacia ese instante Orfeo necesitó el
poder del arte. Esto quiere decir: no se escribe si no se alcanza ese instante hacia el cual, sin
embargo, solo se puede dirigir en el espacio abierto por el movimiento de escribir. Para escribir
ya es necesario escribir. En esta contradicción se sitúan la esencia de la escritura, de la
dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración (Blanchot, 1992: 166).
[59]
1.4 Poéticas negativas. De la forma al fondo: la «introspección» del sujeto moderno
Nuestros grandes poetas han hecho de la negación de la poesía la forma más alta de la poesía:
sus poemas son crítica de la experiencia poética, crítica del lenguaje y el significado, crítica del
poema mismo. La palabra poética se sustenta en la negación de la palabra. El círculo se ha
cerrado.
Octavio Paz
Movidos por el surgimiento de una escritura de «grado cero» o de determinadas
poéticas de la desaparición, algunos críticos28 definen o construyen la imagen de la
lírica moderna y contemporánea como una lírica «vacía» y «negativa». La modernidad,
sobre todo desde las vanguardias históricas en adelante, confirma una proliferación de
poéticas que parecen escribirse a base de estructuras lingüísticas negativas (así lo
enuncian insistentemente determinados apuntes críticos a la poesía de Alejandra
Pizarnik, por ejemplo) o que se escriben a partir de una negación de la escritura misma
(toda la corriente de la[s] llamada[s] «poesía[s] del silencio» seguirían esa misma línea).
Tales adjetivos resultan, cuando menos, engañosos ―las más de las veces funcionan
como eufemismos― y se impone la necesidad de buscar qué hay detrás de sus
significados y de sus implicaciones.
A partir del siglo XIX, especialmente desde la crisis finisecular, y como ya hemos
mostrado, la lírica moderna se presenta como una poesía intensamente formal, en lo que
se refiere a una marcada preocupación del escritor por su trabajo con la forma. Este
trabajo formal evidencia una escritura cada vez más consciente y, según Roland
Barthes, al menos en las principales líneas de la literatura occidental contemporánea, da
lugar a una escritura cada vez más «neutra»: desde su afán de provocar efectos, esto es,
desde su intensa reflexión sobre las posibilidades de la lengua y sobre los límites de
expresión del lenguaje, el escritor experimentaría con una forma que se va distanciando
del sujeto textual clásico, que lo va fracturando, a través de una mirada tan ambigua
como transgresora.
Las primeras líneas del clásico Semiotiké de Julia Kristeva trabajan y exceden
esta idea: «Hacer de la lengua un trabajo —MOLEÏV—, obrar con la materialidad de lo
que, para la sociedad, es una forma de contacto y de comprensión, ¿no es hacerse, de
28
Es una terminología que ya ha aparecido en algunos textos de Roland Barthes (1997: 15) pero también
se encuentra, de nuevo, en Hugo Friedrich, que reitera este adjetivo en el curso de su texto y, con respecto
a la lírica moderna, hace referencia, por ejemplo, a determinadas «categorías negativas» (Friedrich, 1959:
21).
[60]
entrada, extranjero a la lengua?»29. Esta toma de distancia del escritor, esta pretendida
extrañeza, se revela otro efecto de la racionalización, promueve la objetivación textual y
permite una experimentación sintáctica radical. Es lo que Barthes llamará
«redistribución de la lengua» y frente a lo que Kristeva comenta: «Tocar los tabúes de la
lengua redistribuyendo sus categorías gramaticales también es entonces tocar los tabúes
sociales e históricos»30.
En efecto, la «redistribución de la lengua» barthiana es una «redistribución
estructural», tan sintáctica como histórico-social, y léase entonces política, como bien
advierte Julia Kristeva. Siguiendo el argumento: moldear los significantes lingüísticos
—comunes— es hacerse extranjero a la lengua, y pervertir la comunicabilidad de la
lengua es hacer extranjera la lengua. Introducir lo otro en la lengua y más allá: es
reivindicar el lenguaje como diferencia, como discontinuidad, como apertura, esto es,
como precariedad, como incertidumbre, como crítica. Esta reivindicación permitiría
disfrutar del carácter eulógico, acercarse en cierta medida a la interpretación
nietzscheana, del lenguaje —y regresar, eterna y distintamente, a su supuesto origen—
reafirmando su singularidad, su creatividad, su facultad inventiva. Y más allá: es
quebrar el discurso lógico canónico —fracturar justamente «el orden del discurso»—,
abrir como una herida otra escritura —otra historia—, esparcir —diseminar— nuevos
sentidos, cuestionar la existencia, el predominio, la imposición de uno solo —del mismo
siempre—, desestabilizar el sistema. Más allá: es desestabilizar entonces la
sistematicidad y, en este sentido, mover es siempre promover, la promesa, las
expectativas, el porvenir31.
El vínculo entre lengua y sociedad, entre lenguaje y ética, entre estética y
política, pone obviamente de manifiesto la incidencia de la forma en el fondo, la
obligada relación entre forma y contenido; relación que la modernidad enfatiza,
poniendo en contacto los efectos del viraje en un sistema de pensamiento y en una
forma de vida con la creación estética. En esta dirección, Paul Valéry afirma:
Distinguir en el verso el fondo y la forma, un tema y un desarrollo, el sonido y el sentido;
considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como naturalmente y fácilmente separables de la
29
La traducción es nuestra: «Faire de la langue un travail —MOLEÏV—, oeuvrer dans la matérialité de ce
qui, pour la société, est un moyen de contact et de compréhension, n´est-ce pas se faire, d’emblée,
étranger à la langue?» (Kristeva, 1969: 7).
30
«Toucher aux tabous de la langue en redistribuant ses catégories grammaticales c’est donc aussi
toucher aux tabous sociaux et historiques» (Kristeva, 1969: 9).
31
De hecho, Kristeva retoma esta idea en varios textos, entre los cuales quizá resulta interesante destacar
El porvenir de una revuelta (2000).
[61]
expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis, he ahí otros tantos síntomas
de la no comprensión o de insensibilidad en materia poética (Valéry, 1998: 41).
Desde el Modernismo, el movimiento análogo por excelencia al nacimiento de la
modernidad —por abrir una brecha en la estética hispánica, por su sincretismo—, la
relación entre esa preocupación por el trabajo con la forma y el contenido textual se
intensifica32. El texto modernista no solo crea o extiende la «novela de artista» —como
afirma Gutiérrez Girardot (1983: 55 y ss.)—, además pone en escena el triángulo clásico
—escritor, receptor, obra— para empezar a cuestionarlo y muestra la maquinaria de
ficción en su afán de acercarse a lo real33. Así, el autor descubre que está escribiendo —
es decir, construyendo— una novela o un cuento o un poema para un lector que
entonces «sólo» lee un poema o un cuento o una novela pero que, por primera vez, ya
no está reflejado en el texto, ya no se siente identificado, representado, en la obra, pues
ahora forma parte del texto mismo. El distanciamiento creado por el propio autor para
considerar en parte la escritura como un trabajo, como un costoso e incómodo trabajo
esencialmente formal, se extiende a un lector extrañado y así, de forma total, al texto
mismo. Dicho de otro modo, la escritura engulle al autor, al lector, a la propia obra, y la
ficción se erige como única verdad de una historia que se desvela, a su vez, relato. En
efecto, lo que importa es el relato: la experiencia del relato que sumerge —a
autor/lector-obra, a sujeto-objeto— en un juego de lectura y de escritura interminables,
paradigma de lo infinito en la recepción o recreación de la historia, en su reapertura, en
su reinterpretación, en su revisión34.
Roland Barthes defenderá que se trata de una progresiva objetivación o
neutralidad de la escritura, que se acompaña, consecuentemente, de una creciente
confusión entre sujeto y objeto, no sin las pertinentes alusiones a la masa urbana y al
caos moderno —aspecto que se radicaliza entrado el siglo XX—. Los lazos entre fondo y
forma se estrechan hasta tal punto que Barthes afirma: «En adelante la forma literaria
puede provocar sentimientos existenciales que están unidos al hueco de todo objeto:
32
Esta idea —la intensificación de la relación, de la interdependencia fondo/forma— se vuelve recurrente
en todo viraje estético decisivo. De hecho, su antecedente inmediato se halla en esa importante bisagra de
los siglos XV y XVI, y en la cristalización del humanismo —al tiempo que irrumpe la modernidad
científica, con Galileo, y filosófica, con Descartes—: el cambio formal se acompaña de una adecuación
del contenido con la entrada de nuevos temas o inquietudes, fruto de un nuevo sistema de pensamiento, de
los nuevos valores, de una renovada forma de vida por la que la forma ha de cuestionarse, de desarrollarse
—de adaptarse— al nuevo ritmo y, de alguna manera, da un vuelco.
33
Así, desde los cuentos de Azul de Rubén Darío y otros tantos cuentos en el fin de siglo, donde el
receptor aparece explícitamente interpelado y el escritor monologa o interpela acerca de su arte, de su
obra que, al tiempo que se lee, se escribe y se contempla en un movimiento reflejo.
34
Son los claros antecedentes de algunas propuestas estéticas especialmente rupturistas de principios y,
sobre todo, de mediados del siglo XX.
[62]
sentido de lo insólito, familiaridad, asco, complacencia, uso, destrucción» (Barthes,
1997: 13).
En efecto, la crítica coincide en destacar el «discurso lleno de terror, es decir,
(que) pone al hombre en unión, no con los otros hombres sino con las imágenes más
inhumanas de la Naturaleza; el cielo, el infierno, lo sagrado, la infancia, la locura…»
(Barthes, 1997: 55). Por una parte, creo que este cambio discursivo viene anunciándose
con el paulatino fracaso del proyecto ético —y el supuesto éxito del proyecto científicotécnico— que plantea el pensamiento moderno de forma notable desde el siglo
XVII,
y
que tal cambio es perceptible en lo estético en poéticas más o menos marginales en el
barroco y en el período anterior35, desde mediados del siglo
XVIII
con Sade y la novela
gótica o, más tarde, con el primer romanticismo alemán y anglosajón —el
Frühromantik— y sobre todo —por su notable repercusión en el mundo hispánico— a
partir de los primeros textos de Madame de Staël y el célebre prefacio a Cromwell
escrito por Victor Hugo.
Por otra parte, como recoge Eugenio Trías (2001: 21), resulta interesante
recordar que para Kant ―antecedente expreso del período aludido y filósofo que idea
los conceptos todavía hoy fundamentales en estética, asistiendo al nacimiento de la
disciplina― el «único límite […] a la obra de arte» es un sentimiento «imposible de ser
promovido: el asco». Lo cierto es que Trías une este sentimiento al tabú social, «hasta el
punto que asco y tabú son términos indisociables: lo que se halla tabuizado, sometido al
tamiz preponderante de la prohibición ancestral jamás cuestionada ni cuestionable, eso
es sentido […] como asco» (Trías, 2001: 22).
En este sentido, podría releerse la última afirmación recogida de Kristeva y
asentir que una de las características de la lírica moderna y contemporánea radica en la
posibilidad de superar el límite señalado por Kant o, más exactamente, en la posibilidad
de cuestionarlo y de enfrentarse entonces al tabú ancestral del que nos habla Eugenio
Trías. Esta posibilidad que plantea la estética moderna y contemporánea, cuyo testigo
recoge buena parte de la literatura a partir del siglo
XIX,
resulta crucial por varios
motivos.
En primer lugar, conviene no olvidar que la reflexión estética de Kant, así como
el establecimiento de su límite «estético», conlleva la asunción de una metafísica, de
35
Pienso, por supuesto, en La divina comedia de Dante o en algunas poéticas barrocas, en especial en
determinadas poéticas místicas que «transitan hacia un espacio que traspasa los límites de lo racional,
inaugurando un territorio […] potencialmente subversivo» (Ferrús, 2006: 58-59).
[63]
una epistemología y también de una política, que parten de un dualismo, el cartesiano,
que a su vez implica la reafirmación de otros límites de lectura análoga ―desde la
separación pensamiento y materia, subdivisible en los clásicos yo / mundo, alma /
cuerpo, inteligible / sensible, uso teórico (ciencia) / uso práctico (moral) de la razón,
etc., binomios que casi parecen fijados a fuego en nuestros razonamientos, en nuestra
cultura, tanto que también ellos parecen ancestrales―. De hecho, una posible lectura de
la Crítica del Juicio apunta a la capacidad de juzgar y, más concretamente, a la estética
como la clave utilizada para tender el célebre «puente» ―retomando una imagen de este
texto― entre un uso teórico y un uso práctico de la razón ―entre el cielo estrellado y la
ley moral en la cita kantiana―, esto es, para encontrar la raíz común, el fundamento, de
la razón. La estética se encuentra entre, puesto que no es ni teórica ni práctica, ni
sensible ni inteligible, o mejor dicho, es y no es todas esas cosas…
Por otra parte, aunque inmediatamente relacionado con lo anterior, el
establecimiento de ese límite estético kantiano responde evidentemente a la búsqueda de
una armonía («original», genuina) que va a implicar, a su vez, el correlato clásico entre
ser-verdad-bien-belleza… Detrás está, entonces, el establecimiento de un ideal, de un
canon, no menos que la «posibilidad» de rebasarlo: su desbordamiento. De un lado, su
superación, su relectura, habrá de implicar también la reescritura de ese relato. De otro
lado, Kant parece hasta contar con ello cuando establece la distinción entre lo bello y lo
sublime: así, lo bello concuerda con ese carácter limitativo y formal, ese ideal de
armonía y proporción, que «place universalmente», como dirá Kant (2007: 123); lo
sublime despertará, en cambio, unas ―también universales― «ambigüedad y
ambivalencia entre dolor y placer» al implicar lo desproporcionado, ilimitado y abismal
(Trías, 2001: 29-35).
Es fundamental señalar, por último, que, en cualquier caso, el juicio estético no
dice nada sobre el objeto, mero desencadenante, sino sobre el sujeto36, lo cual
configurará el llamado momento «tautegórico», como señala Lyotard (1991): esto es, lo
bello o lo sublime no se refieren al objeto (que, como Kant insiste en la Crítica de la
razón pura, no podemos conocer) sino a la experiencia ―fenoménica― del sujeto: así,
su «placer» se corresponde con lo bello; su «desbordamiento», que comprende
displacer, con lo sublime.
36
También Eugenio Trías comenta este aspecto: «El objeto material es únicamente pretexto y ocasión
para que el sujeto remueva alguna de sus facultades» (2001: 35).
[64]
Con respecto a lo sublime, se produce pues algo así como un salto en el sujeto,
ya que lo sublime apunta, allí donde no alcanza la imaginación, a la experiencia
(imposible) de lo irrepresentable, de lo impresentable, de lo inmensurable, de lo
suprasensible (Kant, 2007: 177). Por este motivo, como explica Eugenio Trías:
La reacción inmediata al espectáculo es dolorosa: siente el sujeto hallarse en estado de
suspensión ante ese objeto que le excede y le sobrepasa. Lo siente como amenaza que se cierne
sobre su integridad. A ello sigue una primera reflexión sobre la propia insignificancia e
impotencia del sujeto ante el objeto de magnitud no mensurable. Pero esa angustia y ese
vértigo, dolorosos, del sujeto son combatidos y vencidos por una reflexión segunda, supuesta o
confundida con la primera, en la que el sujeto se alza de la conciencia de su insignificancia
física a la reflexión sobre su propia superioridad moral (Trías, 2001: 33).
En esta explicación de lo sublime kantiano, se percibe con claridad cómo, a
través de la experiencia estética, Kant tiende ese puente entre lo físico y lo moral, por
medio de una «reflexión segunda» que se superpone a la primera, no para acceder al
conocimiento de un objeto que permanecerá eternamente inaccesible, sino para
sintomatizarlo ―y en ese sentido significarlo―, para transformarlo en el indicio de la
«propia superioridad» del sujeto. Entonces, la exigencia moral es tan doliente y dolorosa
como desproporcionada, inaprensible, y se asocia al terreno de lo infinito e
incognoscible, ámbito de la Razón, facultad «superior al entendimiento», como indica
Eugenio Trías:
Facultad que pregunta legítimamente por el principio y fin del universo y por el destino, origen
y duración del alma humana; y en última instancia por el creador de naturaleza y alma; facultad
que piensa como problema en ideas que no pueden ser determinadas conceptualmente y que
resumen los enigmas primordiales, principales, que asolan al hombre en su paso por la tierra.
Es la razón la que piensa en la idea-problema que resume sus cuestiones en torno al alma del
sujeto, al mundo y a la divinidad, la idea de infinitud. Es, pues, el Infinito la Idea propia y
pertinente de la Razón (2001: 36).
Gran parte de la estética y de la literatura desde el siglo
desde principios del siglo
XIX,
XVIII
y, sobre todo,
con el romanticismo, va a hacerse especialmente cargo
de esta «representación de lo irrepresentable» que promueve en el sujeto lo sublime y,
con él, esa unión de lo sensible y lo inteligible, lo físico y lo moral, por qué no también
de lo poético y lo filosófico, en una Razón con mayúscula capaz, no ya de acercar hasta
unir, sino de «abarcar» la totalidad imposible, el infinito. Eugenio Trías traza el
recorrido:
El arte y la estética renacentista solo podían sugerir lo siniestro bajo forma de ausencia,
quedando la representación restringida al marco limitativo y formal, familiar, de lo bello. El
barroco introduce lo infinito en la representación. La reflexión kantiana daba a esa infinitud
introducida en la representación artística el concepto adecuado y pertinente, concebido como
presencia de lo divino-infinito en el dato sensible-imaginativo. El romanticismo ahonda en esta
concepción kantiana y elabora en la práctica artística la experiencia de lo siniestro (2001: 157).
[65]
Para definir lo siniestro, Eugenio Trías parte de su significado original ―zurdo,
torcido― y recurre, entre otras referencias, entre otras expresiones, al «mal de ojo» y a
la «mala mirada»: «Una mirada atravesada o envidiosa puede producir un rumbo torcido
en el ser que ha sido “fascinado” (como cuando la serpiente áspid “fascina” a su víctima
tornándola estática por hipnosis con solo mirarla)», explica Trías (2001: 39). Lo
siniestro alude así, de forma general, a una fascinada, y a su vez fascinante, torcedura, a
un cambio de rumbo, oculto y misterioso, secreto y clandestino, íntimo, prohibido…
Tanto como a esa mirada ambigua, contradictoria, «atravesada», que ha sido capaz de
provocar tal torcedura, ese cambio de rumbo, giro en la faz de una matizada divinidad,
ahora rodeada de luz y de tinieblas. Escribe Friedrich que el «asco» y «la fealdad [que]
en la poesía anterior era[n] principalmente un signo burlesco o polémico de inferioridad
moral» pasan a formar parte de los encontrados sentimientos del nuevo sujeto y a
configurar las tramas del texto moderno. Y es que los ha incorporado, sin duda, esa
compleja mirada también atravesada por lo siniestro que, desvinculando lo físico de lo
moral, y lo estético de ambos ―la racionalización y la secularización, imparables,
avanzan―, se adentra en un inquietante y peligroso viaje repleto de preguntas.
En realidad, como de nuevo señala Eugenio Trías, «lo siniestro es condición y
límite de la “belleza” de la representación» (Trías, 2001: 11); y exactamente lo mismo
dice del «asco» que, según el autor, no constituye sino «una de las especies de lo
siniestro» (2001: 24). Para Trías, una condición fundamental de lo siniestro, luego de lo
«bello» en la modernidad, es que no ha de ser «desvelado», esto es, explicitado de
forma alguna en la obra de arte. De alguna manera, debe mantener el juego con el límite
y no rebasarlo. Pero ¿con el límite de qué, exactamente?
Freud define lo siniestro como «aquella suerte de sensación de espanto que se
adhiere a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás»37. La definición freudiana
se muestra tan reveladora porque apunta a lo siniestro como un «espanto» —un terror o
un fantasma, como lo define el
DRAE—,
pero un espanto instalado entre lo conocido,
entre lo familiar. Lo siniestro es tan terrorífico, fantasmagórico e inquietante como
subrepticio, invisible y cercano: algo con lo que convivimos y en lo que no reparamos,
que está latente. La obra de arte —y especialmente la obra de arte moderna que estalla o
37
Trías recoge la misma cita (2001: 40), también Cristina Piña en sus estudios sobre Pizarnik (Piña,
1999b), referencias coincidentes al clásico ensayo de Freud (1973).
[66]
transgrede la antigua concepción de lo «bello», a diferencia de la obra de arte
clásica38— se situaría en ese límite de lo siniestro que, por definición, aparece negado.
La distancia necesaria que establece el escritor en su labor textual, el
cuestionamiento y el cambio formal se complementan así con un viaje introspectivo, de
exploración en la conciencia del sujeto moderno. Sin embargo, como sugiere Trías, ya
no se va a tratar tanto de ese interior hipostasiado del sujeto moderno, de su razonable,
luminosa, conciencia, como ―y cada vez más― de la exploración de su límite, de su
ambigua, contradictoria, esquizoide mirada, movimiento imposible, inestabilidad,
desequilibrio. Es ahí donde se genera el «asco», la extrañeza: lo siniestro39; ahí, donde
ha de mantenerse.
Este es el verdadero giro que implica la mirada del escritor moderno; la mirada
de Orfeo que es por cierto también la mirada kafkiana de la destrucción y de la culpa.
Escribe Eugenio Trías que:
El arte contemporáneo se especializa en este territorio, apurando la experiencia estética hasta
ese límite insondable en donde el sujeto vive la experiencia radical del vértigo (Trías, 2001:
157).
La posibilidad de llevar al límite la escritura —hasta el vértigo de la
desaparición— dispara el inicio del canto de la falta y de la pérdida. En ese sentido la
lírica moderna se presenta como una lírica vacía y siniestra, negativa. Vacía,
probablemente porque implica la economía lingüística que sostiene el grado cero
barthiano, la neutralidad, la «frialdad» de Friedrich, o el conjuro de su contrario ―la
letanía, el ligato― porque se ha partido de un lenguaje hueco; siniestra, pues conlleva
—y de forma creciente— la exploración de un sujeto contradictorio, ambiguo,
complejo, de las carencias y de los temores que esconde. Y, apuntaría, siguiendo la línea
de todo lo expuesto: o viceversa. Negativa, quizá porque ―retomando a Blanchot― va
a decidir mostrar su si(g)no, negarse en todo cuanto afirma, y entonces la desaparición
―su límite, su abismo, su vértigo― no dejará de latir, (im)posible, en el texto siniestro,
vacío.
38
La definición del propio Paul Valéry puede servir para explicitar y acotar, en todos los sentidos, la
expresión: «Considero lo que llamamos el Arte clásico, que es el Arte armonizado con la Idea de lo Bello,
como una singularidad y no como la forma de Arte más general y más pura» (Valéry, 1998: 51).
39
Como queda de manifiesto, la presencia de lo siniestro constituye una mención obligada en la literatura
contemporánea.
[67]
1.5 Poéticas imposibles. El lugar como utopía
¿Cuál es el límite de la escritura? ¿Cuál es el límite de la libertad del escritor en la escritura?
¿Puede el escritor transgredir su propia escritura hasta vaciarla, hasta conseguir el vacío en
ella? ¿Qué papel juega el mundo en la escritura más allá de que la Historia es la historia de la
escritura en los textos?
Eduardo Milán
Tenemos todavía que acostumbrarnos a pensar el «lugar» no como algo espacial, sino como
algo más originario que el espacio; tal vez, según la sugerencia de Platón, como una pura
diferencia, a la que corresponde sin embargo el poder de hacer de tal modo que «lo que no es,
en cierto sentido sea, y lo que es, a su vez, en cierto sentido no sea […]. Así la exploración
topológica está constantemente orientada a la luz de la utopía».
Giorgio Agamben
Como el canto órfico, hay una lírica de la pérdida que produce poéticas
imposibles en cuanto que cantan una ausencia que se hace presente a través del propio
canto. En el marco de ese carácter introspectivo del sujeto moderno —enfatizado y, al
límite, creado por la forma—, una determinada escritura en la contemporaneidad se
centra inevitablemente en la expresión de la ausencia, el silencio, la muerte, mediante
un lenguaje en lucha con sus propios fundamentos.
Si consideramos «decir» como una manifestación, la propia definición reivindica
o contradice los tipos de ausencia citados. Me refiero a que decir «ausencia», «silencio»,
«muerte», es expresar una abstracción otra vez y ciertamente negativa: manifestar un
vacío intrínseco al significado del signo, al tiempo que se enuncia mediante un cuerpo
—el significante—. La enunciación desvela así una suerte de desfase recíproco que
separa las palabras de las cosas, porque el acto de decir llena los vacíos encontrados en
lo dicho.
Desde el especial enfoque en la forma ligado a la expresión de los angustiosos
vacíos del nuevo sujeto moderno, se recrudece la problemática del lenguaje. En
paralelo, el nacimiento de la lingüística moderna y de la semiótica, de forma que en
palabras de Barthes: «La literatura en su totalidad se ha transformado en una
problemática del lenguaje» (1997: 13).
La escritura evidencia esa distancia entre la palabra y la cosa. El escritor se
encuentra dentro de la espiral órfica en la que lo nombrado desaparece como una ley
esta vez del lenguaje mismo. Blanchot lo explica extraordinariamente bien. De esa
desaparición, surge, de nuevo, la escritura; esa escritura fragmentaria o incompleta,
desde su nacimiento, intermitente o hueca. En ese sentido el texto moderno se revela un
[68]
texto «de goce» —así lo denomina Barthes (1973) veinte años después de El grado
cero—.
En oposición al texto de placer que asume la tradición y el arduo y apasionado
trabajo de la escritura, el texto de goce se sitúa «al límite del lenguaje», «trabaja con el
borde», afirma Barthes, es decir, pone continuamente en cuestión una capacidad
completa de transferencia y traducción del lenguaje. Cómo expresar y transmitir la
ausencia, el silencio, la muerte, si en el momento en que se pronuncian sus nombres, su
propia significación se contradice y desaparece. Se transforma en el motivo de una
representación.
En realidad, ese «límite», ese «borde» es en sí mismo una representación. El
lenguaje no remite realmente más que a sí mismo: no tiene, por tanto, ni límites, ni
bordes. No tiene mayor posibilidad de caída que la de desaparecer, la de sumirse en el
silencio de donde parte40. No puede salir de un decir dentro de una enunciación, ni
precipitarse como efecto fuera de su propio contexto. Por tanto, ese «borde», ese
«límite» no escapa de ser otra representación, si bien es cierto que representa un abismo
murado, una barrera, la lúcida percepción del imposible.
Este último aspecto me parece justamente el más interesante. Más allá de la
desaparición de Eurídice —y, justamente, a causa de ella— se genera el canto de Orfeo,
pero se vislumbra algo más. De igual manera, más allá de la problemática del lenguaje
—tan «decisiva» en buena parte de la literatura moderna41—, se siguen generando, se
regeneran, desde la necesidad, desde el deseo, textos. Estos textos no solo escenifican la
problemática del lenguaje, la pérdida o la negación del lugar del escritor y de su canto.
Pero, en cualquier caso, con esa escenificación, también abren un espacio —de
posibilidad o de resistencia— de escritura:
La pérdida de Eurídice […] hace de Orfeo el cantor de la pérdida. Pero genera algo más: hace
del canto un «lugar» perdido. La sustancia mitopoética no se «llenó» con el devenir histórico,
ni aun con la negación racionalista del mito en su conjunto. Es más: las armas románticas que
se enfrentaron a la razón instrumental con mayor eficacia resultaron ser las que resaltaron la
cantidad de carencia que el mito albergaba. La carencia se cargó de un extraño potencial
positivo, profundizó su vacío hasta tocar un límite ontológico: «no haber» se hizo sinónimo de
«no ser», pero el ser considerado ahora como límite, como barrera. La carencia se volvió la
entera posibilidad, la abierta latencia (Milán, 2004a: 89).
40
Esta idea también se presenta de forma reiterada en Steiner (2003).
Especialmente, según Roland Barthes. Numerosos críticos destacan este aspecto como un crisol de la
modernidad: más concretamente, como veremos en los capítulos posteriores, en los estudios de las obras
de Alejandra Pizarnik y de Olga Orozco, su mención es casi permanente.
41
[69]
Creo que esa transformación de la carencia en «entera posibilidad», en «abierta
latencia» es lo que traspasa la cita que encabezaba este apartado: «La modernidad
comienza con la búsqueda de una literatura imposible». El canto no solo comienza para
representar el duelo, para escenificar la pérdida —otra vez, en sus dos sentidos: perder
algo y encontrarse perdido—, también busca, se busca. Ahora bien, cuando Roland
Barthes menciona el destino órfico del escritor, pone en marcha la maquinaria moderna
de fabricación mítica y el mito insiste en que no hay vuelta atrás. Orfeo no recuperará a
su amada. Se trata de una pérdida definitiva. Por eso, esta búsqueda de lo imposible
cristaliza inevitablemente en la noción de utopía en relación con la literatura; «utopía
(del gr., lugar: lugar que no existe): plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que
aparece como irrealizable en el momento de su formulación» (DRAE).
Se trata pues de una pérdida definitiva que no excluye ni el viaje hacia un lugar
inalcanzable ni el sueño. Creo que es ahí donde ancló la pasión y creo que ese es el
horizonte que vislumbraba al interesarme en las poéticas latinoamericanas que serán
objeto de estudio en sucesivos capítulos. Si asentimos con Barthes que: «La lengua del
escritor es menos un fondo que un límite extremo; es el lugar geométrico de todo lo que
no podría decir sin perder, como Orfeo al volverse, la estable significación de su marcha
y el gesto esencial de su sociabilidad» (Barthes, 1997: 18), toda poética moderna,
contradictoria, consciente, es una poética limítrofe, una vez insertados en la
problemática del lenguaje y en la prisión simbólica que este supone.
[70]
2. La problemática del lenguaje
Una red de mirada
mantiene unido al mundo,
no le deja caerse.
Roberto Juarroz
La cita de Juarroz apunta a una constatación extraordinariamente sugestiva: la
concepción de todos los seres, todas las entidades, de todas las cosas, se sostiene —de
nuevo— a través de una mirada. Por medio de esa trama, la interpretación se inserta en
un tiempo y en un espacio determinados, y hasta es susceptible de construir la certeza
de un mundo seguro. Esta construcción subjetiva traduce un saber y un no saber
colectivos, esto es, la conciencia ciertamente incompleta de una serie de
descubrimientos, de transformaciones.
De alguna manera, la modernidad magnifica este esquema —tal vez obvio pero
fundamental— a través de algunos de los problemas que desvela: la complejidad de un
sujeto descentrado e insatisfecho o la problemática de un lenguaje incapaz de
asimilarse —y hasta de representar— las cosas. Por este motivo, leer una parte de las
poéticas modernas, denominadas negadas o imposibles, significa preguntarse de dónde
surge la desconfianza en un lenguaje insuficiente y la desprotección de un sujeto
incapaz de acceder, al menos del todo, al conocimiento del mundo.
[71]
2.1 El sofista, «ser y no ser: esa es la cuestión»
El discurso es para nosotros uno de los géneros del ser. Privarnos de este equivaldría a
privarnos de la filosofía, lo cual sería tremendo. Pero, en realidad, ha llegado el
momento en que debemos ponernos de acuerdo acerca de qué es el discurso, pues si
excluyéramos en absoluto su existencia, no seríamos siquiera capaces de hablar. Y lo
excluiríamos si admitiésemos que no hay ningún tipo de mezcla de nada con nada.
Platón
Aunque será en la modernidad cuando se explicite el descrédito de un lenguaje
que, a su vez, implicará el escepticismo en relación con el conocimiento, el desprestigio
de la comunicación o el advenimiento de lo inarticulable, del silencio, el hiato entre el
lenguaje y lo real ya se ha fraguado «desde el principio», casi podríamos decir que
desde siempre, con los primeros pasos y en los primeros escritos de lo que se ha dado en
llamar el pensamiento occidental. La Grecia de los presocráticos, especialmente la
escuela eléata, ya pone de manifiesto la independencia de conocimiento y lenguaje con
Parménides al frente (siglos
VI-V
a. C.) y, no por casualidad, desde su Poema. Manuel
Maceiras traza el itinerario:
La escuela de Elea, singularmente Parménides, deja claro que la esfera del sentido intelectual
es independiente de la esfera de las palabras (Diels, 28 B 6 y ss.), lo que confiere a esta solo
valor convencional, como puede deducirse del Poema (Diels, 28 B 1, 1-32) y de referencias
que proceden de algunos diálogos platónicos, como el Sofista […]. La sofística, tomada como
forma de pensar y síntesis de actitudes se asocia a la imposibilidad de conocimiento sobre la
realidad por mediación del lenguaje, precisamente por la heterogeneidad excluyente entre
nombres y cosas. Uno es el orden de la naturaleza, otro el de las palabras. Ahora bien, puesto
que el orden natural no es aprehensible sino a través del ser humano que tiene en el lenguaje su
más adecuado instrumento, serán los procedimientos de convicción lingüística los únicos aptos,
no para representar la realidad, sino para crear-verdad (Maceiras, 2002: 22-23).
El lenguaje y su insuficiencia se colocan en primer plano en la época sofística,
cristalización de lo evocado, sugerido o insinuado desde el Poema parmenídeo: a saber,
que debido al movimiento, a la contingencia y a «la heterogeneidad excluyente entre
nombres y cosas», el lenguaje de los nombres no está en el mismo lugar, al mismo
nivel, que el conocimiento de las cosas. Al mismo tiempo, el lenguaje en la época de los
sofistas es, no obstante, instrumento, vehículo y timón para la educación, que la
educación habrá de guiar, a su vez, y como sugeriría Platón, para llegar a buen puerto.
No lo olvidemos: Maceiras reafirma la lectura de Asensi (1996: 14-15), por ejemplo,
insistiendo en que, más que representar la realidad, el lenguaje crea-verdad…
En cualquier caso, la filosofía socrática, desde Platón, establecerá una discusión
y una crítica constantes con la sofística, o con buena parte de los sofistas, a los que
acusará
sistemáticamente,
y
salvo
excepciones,
[72]
de
mantener
un
discurso
permanentemente relativista, estérilmente escéptico y vacío (en Teeteto, 161a-163b);
acusación que de alguna forma exacerba o cuando menos enfatiza cómo ha ido mutando
el significado del término: de la sabiduría a la charlatanería, del conocimiento al
lenguaje, como si este pudiera ya darse de forma independiente, fútil, vacua.
Como vamos a ver, el platonismo suturará la fisura entre lenguaje y realidad
aduciendo que, frente a la sofística, la filosofía ―que este parece representar en todo
momento― busca desentrañar la esencia de las cosas: lo hará fundiéndose con la
mayéutica; será la forma de ir decapando la heterogeneidad y la complejidad
«excluyentes», de ir retirando los velos, esto es, la confusión y la apariencia sofísticas.
Lo hará, por tanto, por medio de un lenguaje reducido, por una parte, a la interrogación
―las preguntas guiadas de Sócrates― y, por otra parte, a la definición ―con el método
de la división, por ejemplo, tan característico de la segunda etapa de la producción
platónica y del que El sofista hace gala ―.
Así, la filosofía podrá nombrar las cosas «adecuadamente», esto es, con
referencia, con sentido. Aun así, el platonismo no desestimará —más bien, todo lo
contrario— el desfase que existe entre la palabra y la cosa, que es como decir, entre
esta-palabra-que-escribo y La Palabra, distinción que, por lo demás, ha seguido
articulando ese lapso de unos veintiséis siglos que dista entre la historia de la filosofía y
del arte de la antigüedad a la modernidad en Occidente. Subterránea, la cuestión sigue
siendo cómo pasar de lo concreto a lo abstracto, de lo uno a lo múltiple, y viceversa: el
lenguaje da ese salto.
El sofista comienza, ―como siempre en Platón― teatral y simbólicamente, con
la marcha de Sócrates al tribunal donde habrá de defenderse de la acusación presentada
por Meleto42. Cabe imaginar el desarrollo del diálogo sobre una palestra, como apunta
Cordero en la edición manejada (2006: 331), como el estrado al que habrá de subir el
propio Sócrates, escenificación que acompañará en todo momento al discurso: discurso,
por una parte, que en el diálogo calca la escena sofística; discurso, por otra parte,
decisivo en el caso «real» de Sócrates, pues con él habrá de persuadir al auditorio de su
42
El diálogo se ofrece como continuación absoluta del Teeteto ―los diálogos eléatas están estrechamente
ligados entre sí―: absoluta, en primer lugar, porque la continuidad cronológica es total (la última frase
del Teeteto es: «mañana temprano, Teodoro, volveremos aquí» (210d); la primera frase del Sofista es:
«Aquí estamos tal como corresponde, Sócrates ―según habíamos hablado ayer―» (216a)); en segundo
lugar, porque en el diálogo esta continuidad cronológica depende a su vez, y absolutamente, de una
continuidad temática que implica el lazo entre saber (Teeteto) y discurso (Sofista), entre lenguaje y
conocimiento, entre palabra y cosa, cuestión que pone en jaque, como ya hemos mencionado, la discusión
sobre unidad y multiplicidad en la cual la idea platónica de participación o no de las Formas, también
referida ya en la presentación, constituye una pieza esencial.
[73]
inocencia, con él habrá de condenarse o de salvarse, y algo mucho más importante para
este acusado, con él habrá de ser, una vez más, el filósofo, tábano que no ceja en su
empeño por descubrir la verdad, o el sofista, mago que ha de recurrir a la palabra para
enmascarar un truco tras otro, con él habrá de ser leal o desleal a su ciudad, a su
política, a su justicia.
Después de anunciada su partida pero antes de partir, Sócrates deja una
referencia ―mítica, poética― y, con ella, una reflexión acerca del extranjero recién
llegado: «¿No traerás un dios, según decía Homero?» (en Sofista, 216a). Es, tal vez, la
oportunidad que Sócrates da a su interlocutor, Teodoro, de aclarar que el Extranjero de
Elea es un verdadero filósofo y, solo en ese sentido, un «ser divino»; también es la
oportunidad que Platón da a Sócrates de demostrar su respeto a los dioses. Con ello,
Sócrates deja la pregunta con que tejer el argumento del Sofista: qué son el sofista, el
político y el filósofo, y más concretamente: «¿Son uno solo, o dos, o puesto que hay tres
nombres, consideran [quienes reflexionen sobre el tema] que hay tres especies, a cada
una de las cuales le corresponde un nombre?» (217a); ya lo decíamos, interrogación,
definición y división desde las que procurar conocimiento por medio del lenguaje43.
El diálogo es una reflexión sobre la primera de las figuras, la del sofista ―y por
tanto sobre el discurso―, y tiene lugar entre Teeteto, interlocutor sugerido por Sócrates
y presentado como un joven prometedor, y este Extranjero «originario de Elea aunque
diferente de los compañeros de Parménides y de Zenón», tal y como lo introduce
Teodoro, añadiendo: «Este hombre, no obstante, es todo un filósofo» (216a). La
enigmática figura del Extranjero resulta especialmente atrayente: eléata y, no obstante,
«diferente» y, sobre todo, «filósofo», librepensador. De carácter absolutamente dual, se
43
El diálogo va a desarrollarse siguiendo sistemáticamente tales pautas. El Extranjero de Elea,
protagonista indiscutible del Sofista, abre la conversación con Teeteto guiándole del siguiente modo:
«Debemos investigar, tú y yo, comenzando ahora, según me parece, por el sofista, con el objeto de buscar
y de demostrar, mediante una definición, qué es. Pues, por el momento solo su nombre tenemos en común
tú y yo. El hecho que designa, en cambio, es probable que cada uno de nosotros lo conciba a su modo.
Respecto de todo siempre es necesario ponerse de acuerdo acerca del objeto mismo gracias a las
definiciones, en vez de atenerse al nombre solo, sin su definición» (218b-c). El subrayado es mío.
También Cordero señala en la introducción de la obra cómo el Extranjero parece reencontrarse, de algún
modo, con Platón y Sócrates, a través de este método en busca de la definición, de la esencia, que busca
superar el plano individual y el descrédito en un nombrar unívoco. La búsqueda de definición se expresa a
través de las interrogaciones de Teeteto o de las preguntas retóricas de el Extranjero, que apuntan
incesantemente al nombre: «¿Cómo la llamarías tú», «¿No sería justo llamar…?», «¿Qué otro nombre
podría usar…?», «¿No solemos llamarla…?». Tras las primeras definiciones, el Extranjero de Elea
ratifica y, de algún modo, concluye: «Todo lo dicho se refiere, en cierto modo, a una división» o «Hay
una técnica que está presente en todas ellas [estas operaciones] y a ella corresponde un nombre […]. El de
la separación». De hecho, el primer tercio del diálogo es un extraordinario ejemplo del «método de la
división», considerado la «obra de la ciencia dialéctica», que ahonda en la relación entre géneros y
especies a partir de las semejanzas y las diferencias (226c).
[74]
diría que el Extranjero cuestiona la comunidad, la tradición, y pretende «refutarse»
desde dentro, es cuestionar también la identidad, formalizando un auténtico parricidio44.
Tras la criba realizada con la separación conceptual por medio del lenguaje, la
figura del sofista aparece retratada en una sucesión, al fin y al cabo, de nombres:
«mercader», «imitador», «mago» o «inventor de imágenes que teje discursos falsos a
cambio de dinero». Finalmente, el sofista se revela «alguien que posee una ciencia
aparente sobre todas las cosas, pero no la verdad» (233c). Y, en este punto, se encuentra
quizá la clave del diálogo o, cuando menos, ya aparece una de sus múltiples
formulaciones: el sofista posee algo que parece ser, es decir, algo que es y no es al
mismo tiempo45:
Estamos ante un examen extremadamente difícil, pues semejarse y parecer, sin llegar a ser, y
decir algo, aunque no la verdad, son conceptos, todos ellos, que están siempre llenos de
dificultades, tanto antiguamente como ahora. Pues afirmar que realmente se pueden decir y
pensar falsedades, y pronunciar esto sin incurrir necesariamente en una contradicción, es […]
enormemente difícil (236d). […]
Un argumento semejante se atreve a sostener que existe lo que no es, pues, de otro modo, lo
falso no podría llegar a ser. Pero el gran Parménides, hijo mío, cuando nosotros éramos
jóvenes, desde el principio hasta el fin testimoniaba lo siguiente, tanto en prosa como en verso
(237a).
El Extranjero cita entonces el fragmento 7 del Poema de Pármenides: «Que esto
nunca se imponga ―dice― que haya cosas que no son» (237b). Filósofo, diferente
―estoy tentada de añadir el tercer adjetivo que utiliza en su presentación Teodoro: [ser]
divino―, el Extranjero de Elea desobedece a su maestro Parménides ―«más de lo
permitido», como él mismo reconoce (258c)― y va en contra de esta ley46 pues, en
adelante, el no-ser no va a dejar de afirmarse hasta imponerse. Aparecerá siempre
relacionado con el discurso, como si el lenguaje no pudiese sino convocar la
desaparición o la ausencia:
44
Sobre esta cuestión, la crítica es muy dispar: hay especialistas, como el mencionado maestro Maceiras o
el mismo Cordero, convencidos de que el Extranjero contradice de tal forma a Parménides que termina
matando, simbólicamente, al Padre, para poder afirmar la existencia del no-ser; también hay estudiosos
que, enfatizando una vez más el carácter aporético del diálogo, concluyen que no se puede afirmar tal
cosa, y menos teniendo en cuenta el pensamiento griego de la época en su conjunto.
45
El Extranjero reconoce una noble estirpe sofística ―asimilada de hecho a la dialéctica, ciencia
universal y suprema― (231b) que cuenta con la refutación («la más grande y la más poderosa de las
purificaciones…» ―230e―).
46
En este sentido, Cordero, por ejemplo, insinúa que estas palabras representan el comienzo del parricidio
que se irá perpetrando: «Esta frase [refiriéndose a «Lo que decimos que es realmente una imagen, ¿acaso
no es realmente lo que no es?] prefigura la nueva concepción del ser que Platón presentará como
consecuencia de su analítica del no-ser: el ser real que deriva de la identidad, y el no-ser relativo que
deriva de la diferencia. Solo con relación a su modelo (en tanto que ella es diferente de él) la imagen no
es […]. Pero, verdadera o no, la imagen es realmente (óntos) ella misma. La unión tradicional entre
verdad y realidad empieza a desvanecerse…» (2006: 397).
[75]
Es necesario que lo que no es, exista de algún modo, si alguien piensa algo falso respecto de
algo, aunque sea poco (240e).
Y, se me ocurre, un discurso sobre eso mismo será así considerado falso, tanto cuando afirme
que lo que es, no es, como cuando diga que lo que no es, es (241a).
El discurso, como de hecho lo hará el alma, se revela, en todo el diálogo como
symploké, esto es, como una «combinación mutua de las formas» (259e). Esta
interdependencia, esta multiplicidad, esta amalgama, tendrá efectos definitivos en el ya
explícito tejido discursivo: el sentido del enunciado, su verdad o su falsedad, estará
entonces dado por la relación, es decir, por la combinación de signos; además, en esta
interrelación infinita, la afirmación se va a desprender indefectiblemente de la negación
―y viceversa― o, como explica Manuel Maceiras, «todo juicio de identidad lleva
implícito un juicio de negación» (2002: 31-32). Es entonces cuando se impone un no-ser
necesario al ser. El Extranjero lo expresa maravillosa, estremecedoramente. ¿No era
Rimbaud quien decía que «hay que ser absolutamente moderno»? (Rimbaud, 2008: 319)
Bien, pues el Extranjero de Elea sin duda lo es cuando dice: «Teeteto, con quien yo
estoy hablando, vuela» (263a).
Esta asunción de la existencia del no-ser implica, en un primer lugar, la
visibilidad de lo otro, de lo diferente ―aunque sea como negación y hasta como
neutralización―: es la aceptación de una multiplicidad, reflejo de una realidad
extraordinariamente compleja, que el lenguaje ha de manejar con signos más simples,
cuya potencia radica en la combinación, si quiere aprehender el mundo; es decir, se
asume cierta reducción en la lectura que el lenguaje hace del mundo para poder
dominarlo (ya hay una pérdida). En segundo lugar, y retomando este último y tan
moderno enunciado del Extranjero de Elea, esta afirmación del no-ser desemboca en el
reconocimiento de la desaparición del sujeto, del ser, de la cosa, en el lenguaje: el otro
desaparece en el lenguaje —no hay motivo para inferir que el yo también se esfume,
«vuele»— y solo aparece como mero interlocutor, lugar de enunciación, simbólico
punto de referencia.
Por tanto, la intermitencia planteada por Blanchot en epígrafes anteriores en
relación al lenguaje mismo se impone, desde el comienzo de la reflexión sobre
conocimiento y lenguaje, si bien la filosofía platónica es, obviamente, una filosofía
griega y óntica: me refiero a que esta «admisión» de lo que «no es» ha de
circunscribirse en el contexto del diálogo, ya que el pensamiento griego no admitirá la
noción de «nada». Ahora bien, se habla de un no ser —elemento casi impensable en el
texto platónico— que explica un carácter intrínsecamente lingüístico. El lenguaje se
[76]
empieza a definir desde el principio como combinación de opuestos, que implican la
afirmación y la negación, la verdad y la falsedad, el ser y el no ser. Se sitúa —
extremando la lectura— allí donde la desaparición late.
Por último, el Sofista acaba afirmando por boca del Extranjero de Elea que: «El
razonamiento y el discurso son sin duda la misma cosa» (263e), esto es, lenguaje y
entendimiento se presentan casi como análogos, y tal vez también casi fisurados. El
entendimiento y el discurso son, en ambos casos, por tanto, una combinación, una
mezcla, que también acoge la impureza, la posibilidad de engaño, de falsedad, de
perversión ―de ahí la necesidad de educación, de tutela, de discriminación—. Por otra
parte, sin la comprensión del discurso, no puede darse la capacidad del razonamiento
(recordemos que Platón afirma que: «Privarnos del discurso equivaldría a privarnos de
la filosofía»). Indudablemente es en ese (sin)sentido, en esa tensión y en ese intervalo,
que hablamos, escribimos, (des)conocemos, pensamos.
[77]
2.2 «Las palabras y las cosas»: El artista,
el problema de la representación y del lenguaje en la modernidad
Desde la modernidad, pensar el lenguaje es perderse en un laberinto cercado.
Parece inevitable sentirse desbordados por el descubrimiento de esa intrincada red de
referencia inevitablemente interna, que no puede asimilarse a lo real. Por eso, es
imprescindible considerar la importancia no solo del saber, sino de la conciencia, de la
mirada del sujeto dentro de la época y el espacio en el que vive, para conocer una
concepción voluble de las cosas y del mundo. En este sentido se expresa Octavio Paz:
Cambió la figura del universo y cambió la idea que se hacía el hombre de sí mismo; no
obstante, los mundos no dejaron de ser el mundo ni el hombre los hombres. Todo era un todo.
Ahora el espacio se expande y disgrega; el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo,
estalla en añicos (1992: 270).
La problemática del lenguaje se evidencia en la modernidad, fruto de una serie
de cambios más generales que instauran un ordenamiento distinto de las cosas y, por
tanto, un acceso particular a su conocimiento. Me refiero a que hubo un tiempo en que
las palabras se asimilaban a las cosas y, aunque no eran las cosas, no se percibían ni
como un insalvable desfase con las cosas ni como un problema que sobrepasase el
acierto de la definición filosófica o la reseña de la impotencia estética; en ese tiempo, la
palabra conformaba el conjuro como el contrato, el génesis como el sentido. Por tanto,
analizar la problemática del lenguaje en la modernidad exige estudiar el proceso en el
que surge el lenguaje como problemática dentro de la construcción del saber occidental
moderno; es decir, a partir de la centralización y la sistematización de las distintas
lenguas y la aparición de la gramática —frente a la retórica—, así como del
mercantilismo y la supremacía de una nueva concepción científica —especialmente, del
estudio de la historia natural y de la biología fisicalista—, y por supuesto desde la
eclosión de la filosofía moderna con la hegemonía del sujeto —cartesiano—. A esta
cuestión alude de manera directa Las palabras y las cosas de Michel Foucault. En este
texto, el filósofo francés señala la evolución del pensamiento occidental, en lo que
concierne primordialmente al lenguaje, mediante el establecimiento y la explicación de
unas determinadas etapas, regidas por el concepto de representación.
Así, hasta mediados del siglo
XVII
—etapa preclásica—, la idea de semejanza
articula el saber occidental. El mundo se repliega a través de un lenguaje que permite el
establecimiento de la analogía, es decir, el lenguaje se encarga de hacer encajar las
[78]
piezas para formar un todo comprensible y unitario, concatenado por similitudes. El
lenguaje es algo así como «una red de mirada» que sostiene la interpretación del mundo.
Si bien «el lenguaje no se asemeja de inmediato a las cosas que nombra, no está
separado del mundo» (Foucault, 1999: 44).
A partir de Babel, el lenguaje vira paulatinamente hacia su opacidad 47. En la
etapa preclásica, por tanto, ya ha desaparecido aquella transparencia total, primera, de
las palabras. Las palabras carecen de una relación de equidad con las cosas pero todavía
pueden asimilarse a ellas. Por este motivo, el lenguaje no se pone en cuestión en esta
época. La puesta en cuestión del lenguaje supondría cuestionar la concepción del mundo
puesto que, en parte, esta se ha armado a través del lenguaje. Esa ligazón del lenguaje
con las cosas del mundo va a ir destensándose a partir del siglo XVII.
Desde el siglo
XVII,
marcado por el barroco, el pensamiento comienza a
disgregarse, a moverse en otras direcciones y abandona progresivamente el dominio de
la similitud. El mundo sufre cambios considerables. El humanismo había proporcionado
una inquietud por el saber en una época que se quiso de resplandor occidental. El
barroco trae consigo el desengaño y, lo que es más importante, la duda.
Resulta interesante detenerse en el pasaje de una época a otra. El propio Foucault
escenifica la exacerbación de la analogía —es decir, su desgaste— a través del
personaje de don Quijote. Don Quijote construye la realidad por medio del lenguaje, de
palabras leídas que pertenecen al dominio de la ficción. Y la aproximación al texto
cervantino revela que es su mirada la marca de la diferencia. De significante, su mirada
se desplaza hacia la analogía: su mirada leyendo gigantes en vez de molinos,
encantadores en vez de frailes. Su mirada o, mejor, la mirada de Sancho —la lúcida
mirada del analfabeto, la que trabaja con el significado— descubre que las cosas «que
allí se parecen no son» (2003: 41). Esta primera fractura del ser y del parecer responde
aquí a una primera división de la realidad y el engaño «diabólico» de la semejanza48, y
reescribe a su vez la frontera entre lo visible y lo invisible, entre lo verdadero y lo
ficticio49, entre la cordura y la locura.
47
Michel Foucault lanza la hipótesis de un lenguaje anterior, prebabélico, certero y transparente.
Siguiendo esta hipótesis, solo una lengua conservaría la marca gramatical de esta supuesta transparencia
con las cosas: el hebreo.
48
«“Mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe” advierte el escudero al
amo» (Cervantes, 2003: 34).
49
De una riqueza infinita, nótese cómo el texto cervantino invierte constantemente las categorías según
desde dónde se hable, qué personaje asuma consciente y explícitamente la palabra desde lo que mira. Así,
don Quijote: «Lo que digo es verdad, y ahora lo verás» (Cervantes, 2003: 34).
[79]
Foucault describe al personaje cervantino como el «hombre de las semejanzas
salvajes» y añade que «se ha enajenado dentro de la analogía» (Foucault, 1999: 55-56).
Tomar la realidad del lenguaje supone el riesgo de perderse en un conjunto de ficticio,
irreal. Configurarse de lenguaje asimilándolo a lo real ya implica crear un personaje —
dentro del personaje— de inexistente, loco. Don Quijote denuncia la inadecuación del
signo a la realidad, de lo legible a lo visible, en una aventura que aboca en el
«desciframiento del mundo» (Foucault, 1999: 54). En ese desciframiento, el camino de
los signos conduce a una realidad otra. La aventura —«la más famosa aventura que se
haya visto» (Cervantes, 2003: 34)— abre otro mundo, perteneciente a lo imaginario o a
lo visionario. Así, Don Quijote muestra por vez primera dos frentes: el de la realidad y
el del lenguaje.
La escritura de Don Quijote trae consigo la abertura al siglo XVII y la entrada en
una concepción distinta del mundo. En la obra cervantina se evidencian las dificultades
del ser humano libre en lucha con un mundo translúcido. Lo explicaba Kundera (2007a)
y lo advierte Foucault (1999): el intento de conocimiento de ese mundo mediante
analogías sucesivas —establecidas, al fin y al cabo, por el lenguaje— acaba por abrir
una herida incurable poniendo de manifiesto la diferencia entre las cosas y los signos,
entre las palabras y las cosas. El lenguaje no puede asimilarse automáticamente al
mundo, no puede yuxtaponerse a la realidad. Lo único que le queda entonces al lenguaje
es la capacidad de representarla.
La primera definición del verbo «representar» convoca el lenguaje como
actualización, como realidad: «Hacer presente una cosa con palabras o figuras que la
imaginación retiene» (DRAE). Otorga al lenguaje el poder de plasmación. Existe una
segunda definición que, aunque insiste en la definición primera, parece subrayar una
primera fisura con las cosas: «Ser imagen o símbolo de una cosa, o imitarla
perfectamente» (DRAE). Por una parte, la representación de una cosa necesita
obviamente del lenguaje para efectuarse. Por otra, la representación no puede sino
separarse de la cosa, ya sea como visión, emblema o fiel imitación.
La entrada en el concepto de la representación enfatiza un primer hiato entre las
palabras y las cosas. Las palabras, como parte del lenguaje, son instrumento y útil para
la creación de representaciones. La representación se reconoce una suerte de espejo, de
copia, de doble de la cosa tangible y real. De acuerdo con esto, la representación es lo
mismo al tiempo que lo otro. De hecho, Foucault ya no habla de semejanza como el
parámetro de conocimiento, sino de identidad y diferencia. Además, si se trata de lo
[80]
mismo al tiempo que lo otro, el límite que separa la representación de la realidad puede
resultar una barrera difusa, engañosa. De hecho, no parece azaroso que el concepto de
representación comience a funcionar a mediados del siglo XVII, en pleno barroco.
Foucault bautizará esta época, que se extiende hasta comienzos del siglo
XIX,
la
época clásica. Esta época confiere pleno sentido al conflicto y a Las palabras y las
cosas. Inevitablemente regida por el concepto de representación, la época clásica
concentra un afán ordenador del mundo. Sin embargo, la noción de representación
dispara un complejo juego de espejos y, entonces, de miradas. Tal vez por eso, tras un
prólogo donde presenta las preguntas básicas y la hipótesis de trabajo, Michel Foucault
abre su libro con un análisis de Las Meninas de Velázquez. Es el punto de partida en
cuanto que difumina las posibilidades del lenguaje con respecto al mundo. Es el punto
de partida en cuanto que disipa los enigmas escondidos tras el punto de vista clásico.
Por último, es el punto de partida por resultar un núcleo que recoge el principal
problema de la relación entre las palabras y las cosas, el problema de la representación.
De la mimesis a la copia, del lienzo al espejo, el análisis de Las Meninas pone
sobre la pista de este juego de reproducciones y de identidades. La profundidad de la
imagen retrata un espacio matizado por dos entradas de luz. Una ventana lateral alumbra
las figuras de las meninas y alcanza un enorme lienzo, del que solo se ve su revés; a la
distancia necesaria para ser captado por el afuera, el pintor mira a su vez a los
espectadores. Un gran espacio vacío se impone hasta la segunda entrada lumínica: una
puerta abierta desde la que se vislumbra una escalinata, en ella, la figura de José Nieto.
Entre esta figura y la del pintor, una línea oblicua dibuja la perspectiva; entre medias, un
espejo cuyo borroso reflejo difumina las siluetas de los reyes.
El complejo trazado de líneas cruzadas diseña la clave del enigma de esta
pintura; a través de su invisibilidad, delinea la directriz de las miradas. La perspectiva
pone de manifiesto la posibilidad de representación pero, al tiempo, el juego efectuado
engarza con la existencia de un primer abismo, en lo que respecta a lugares no
representados pero latentes. Sucede con el revés del lienzo, con el reflejo de los reyes,
con el trayecto de José Nieto. Es imposible acabar de entrar en este cuadro —y, por lo
tanto y en cierta medida, tampoco se puede escapar de él— porque es imposible acabar
de ver lo que insinúa. Esto es justamente lo que resulta más interesante. No se recogen
aquí las múltiples interpretaciones del célebre cuadro, el supuesto guiño del pintor con
la dinastía, la posición de espectador que en él se reivindica. Interesa, más allá, este
[81]
aspecto también resaltado por Michel Foucault: en Las Meninas, «en su clara
profundidad, no (se) ve lo visible» (Foucault, 1999: 17).
El concepto de representación indica una fractura entre el lenguaje y la realidad,
entre la palabra y la cosa. Las Meninas lo ejemplifican: pone de manifiesto el reflejo en
manos del espejo, la distancia con lo real. En la guía de sala de Velázquez del Museo
del Prado, puede leerse: «El cuadro atrae más por lo que deja sugerido […] en el terreno
de lo que hoy llamaríamos realidad virtual» (Calvo Serraller, 2000: 32). A su vez,
Foucault señala que: «Quizás haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de
la representación clásica y la definición del espacio que ella abre» (Foucault, 1999: 25).
Y es que, efectivamente, la representación clásica abre inevitablemente el espacio de lo
no-visible. El lenguaje clásico vislumbra un espacio que va más allá de la cosa percibida
y, por tanto, de lo accesible y abarcable. A través de la representación, el lenguaje
revela la existencia de la incógnita de lo real irrepresentable, ya lo advertía Kant, la
(im)posibilidad de lo sublime…
Por último, el análisis foucaultiano de Las Meninas destaca, además de la elipsis
de un «espejo (que) no dice nada de lo que ya se ha dicho», la confusión de las miradas
que traspasan el cuadro. Estas vivifican la yuxtaposición de lenguaje y realidad, de
objeto y sujeto, de lo invisible y lo visible. Estas señalan la dirección del espacio de lo
no-representado porque ocupan el lugar desde donde se dice:
La relación del lenguaje con la pintura es una relación infinita. No porque la palabra sea
imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit que se empeñe en vano por recuperar. Son
irreductibles uno a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo
que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de
comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que
despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis (Foucault, 1999: 19).
Esta última cita de Foucault ya apunta a la distancia irrevocable entre las
palabras y las cosas, así como a la imposibilidad de establecer una correspondencia
entre lo que se ve y lo que se dice; salvo que, como en la mirada y en el canto de Orfeo,
se reconozca un espacio para la pérdida. Cae entonces el telón de la representación, fino
velo que mediaba la visión, clásico criterio ordenador, que en verdad ya mostraba la
grieta. Pero, además, Foucault esclarece el lugar de las palabras: la sintaxis. En el curso
de su intercambio epistolar, Degas confiesa a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No
consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas». La respuesta de
Mallarmé esconde la importancia de la forma y el reconocimiento de lo material e
inapelable: «No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es
[82]
con las palabras» (Valéry, 1998: 83). Los versos, como señala Mallarmé, se escriben
con palabras, y estas parecen distinguirse o alejarse cada vez más de las ideas.
A través de la noción de representación, el lenguaje se separaba de las cosas
pero, al tiempo, se otorgaba al lenguaje el poder vivificador de plasmarlas. Desde la
puesta en marcha de la idea de representación, una parte del mundo queda ausente
porque el mundo ha comenzado a reconocerse inefable. El deslinde de las palabras y las
cosas incluye esa inefabilidad del mundo, un tercer actante que ni el reflejo ni el
referente podrán completar nunca.
Con el problema de la representación y la ruptura progresiva entre las palabras y
las cosas, comienza a evidenciarse un espacio vacío y por ello latente, pero condenado
al silencio. Comienza a vislumbrarse ese lugar velazquiano donde no llega la
representación; un lugar, de irrepresentable, inexpresable. La época clásica abre paso a
la época moderna.
Foucault fecha la ruptura decisiva con el concepto de representación —su
desvelamiento— a principios del siglo XIX. Esta ruptura significa un corte definitivo de
la correspondencia entre lo simbólico y lo real: la conciencia de un «hueco»50, de la
pérdida de —al menos una parte de— lo real. Descolgado, lo real parece tornarse cada
vez más invisible, desconocido e infinito. En realidad, ese hueco instaura un doble
conflicto: el de su acceso y, entonces, el de su definición.
La definición encontrada utiliza tan solo una estructura negativa: todo lo que no
es representación. Pero además, se trata de una exclusión: todo lo que escapa a la
representación, es decir, todo lo que no puede ser representado. Próximo a la instancia
lacaniana de lo real, el hueco sería, más que la cosa misma, la imposibilidad de
nombrarla. Con esta definición y esta denominación de «hueco», la distancia —
insalvable— entre las palabras y las cosas parece absorber lo real, así como cualquier
esperanza de apresarlo.
Las consecuencias de la conciencia de este hueco se extienden hasta la puesta en
cuestión de la capacidad y el alcance de la lengua como utensilio básico del sujeto y del
escritor, desde la evidencia de los límites del conocimiento humano. «Todos los libros
leídos» ya no instauran la capacidad de acceder al conocimiento de lo real —de la carne,
del cuerpo, que parece constituir, a su vez, el límite de lo real, de su emblema—, y aún
menos, a un conocimiento total. Sin embargo, este deseo de acceso a lo real, de
50
Así lo explica el propio Foucault.
[83]
conocimiento total, definitivamente utópico, parece permanecer después de todo
inalterable.
El primer romanticismo alemán y anglosajón —o Frühromantik— persigue ese
conocimiento absoluto de la esencia de las cosas en la que resulta una apuesta clara por
el paradigma expresivo de la poesía, acogiéndose a una necesidad de profundización
que el discurso mecanicista y científico no logra alcanzar. A comienzos del siglo XIX, el
frühromantik surge como un intento plenamente consciente de reanudar la continuidad
en la relación del hombre con el mundo, del hombre con la naturaleza, cuyo hiato
establece la modernidad occidental.
Si alguien toma el testigo de esa utopía, ese alguien es Mallarmé, quien desata de
nuevo el deseo de conocimiento par l’intérieur, de un conocimiento interno que choca
con «las palabras de una lengua moderna que tiende a refutar todas las creencias —
todos los mitos— que favorecían la ilusión» (Bonnefoy, en Mallarmé, 1992: X). Creo
que es desde ahí, desde el espacio señalado del descrédito y desde una respuesta en
busca de la utopía, que ha de releerse el trabajo con la forma y con el silencio,
evidenciando la imposibilidad de decir y estableciendo consecuentemente la escritura de
la desaparición y las poéticas limítrofes, negativas, imposibles, mencionadas.
[84]
3. Poesía y conocimiento: la búsqueda imposible
De Mallarmé al panorama poético de la Argentina del medio siglo se imponen
otras distancias insalvables: la expansión de una modernización que todo lo cambia (el
auge de la economía, la densidad de la población, el lugar del nuevo sujeto…), los
conflictos internacionales que copan el nuevo siglo (las dos guerras mundiales y la
guerra civil española —de la que da testimonio gran parte de la poesía
latinoamericana—), la sucesión de dictaduras latinoamericanas y el horror de los
campos de exterminio (con el estigma implacable y eterno de Auschwitz, solo como
preludio de un porvenir inmediato, que es la planificación de millones de muertes
técnica e impecablemente programadas) o las vanguardias históricas de los años veinte
—y su contestación crítica en los años treinta— como respuesta a las nuevas
inquietudes… Además de muchos otros signos, cabría añadir la situación periférica del
continente latinoamericano y su «modernización desigual» —como lo acuñara Ramos
(1989)—, que también atañe a la Argentina; aunque, y de forma notable desde
principios de siglo, este país se convierte en paradigma de la mezcla entre culturas y del
cosmopolitismo51.
No obstante, desde Mallarmé como desde el modernismo hispánico, se abre una
brecha definitiva que parte de la búsqueda formal: este trabajo experimental en el fin de
siglo con la forma —con el verso, con la rima, con la sintaxis— condiciona la
producción poética de los siglos posteriores. La ruptura estética producida durante el
proceso de modernización se acompaña de los efectos inmediatos de la secularización
en el artista, del afán de búsqueda constante del sujeto moderno —de su marcado
carácter «introspectivo»—, así como de un descrédito cada vez mayor de la capacidad
expresiva y epistémica del lenguaje.
La estética moderna cristaliza entonces escrituras «de la desaparición», tomando
la expresión en un sentido amplio, cuya mirada apunta a una atracción por el límite, el
abismo, el vértigo de lo indecible, (des)compensada, en un vaivén infinito, con una
―parece que― inapelable y acuciante fascinación por un saber igualmente imposible y
prohibido. Estas escrituras evolucionan así hacia una expresión cada vez más «neutra»,
51
Este carácter cosmopolita se observa, por ejemplo, desde la conocida tensión también estético-literaria
entre regionalismo y cosmopolitismo. Cabría destacar la construcción moderna de la ciudad de Buenos
Aires —como muchas de las principales capitales latinoamericanas— (Sarlo, 2003: 13 y ss.). Además, el
desarrollo de lo urbano como de las comunicaciones que permiten, a través de la inmigración y los viajes,
un diálogo fluido con Europa (París, capital cultural en el fin de siglo) y más tarde, con Norteamérica (y
Nueva York, como nuevo símbolo).
[85]
hacia ese grado cero barthiano, objetivación acaso necesaria para un mayor
acercamiento a las cosas, al conocimiento de las cosas. Estas escrituras «de la
desaparición» se definen, por tanto, por su conciencia de pérdida y su carácter
contradictorio y utópico.
En ese sentido, la poesía contemporánea explicita o descubre especialmente la
reflexión acerca de escribir(se) y su significado, del lenguaje, del conocimiento, y de
sus (im)posibilidades. Ya hemos observado cómo, al centro, se encuentra la ruptura con
el concepto de representación y la conciencia del sujeto moderno enfrentada a la pasión
del no-saber. Pero ¿cómo se traban estas ideas en las poéticas contemporáneas?
Como vamos a detallar a continuación, el lenguaje no supone simplemente una
nota, un tema o una metáfora más en la poesía contemporánea, especialmente en
algunas poéticas latinaomericanas: se sitúa en la médula de algunas de estas poéticas;
las cuestiona en su esencia y en su objeto, por tanto; las redefine otorgándoles un
intenso cariz reflexivo que enlaza con el segundo aspecto desarrollado en este epígrafe.
En una poesía cuya inquietud resulta filosófica, la búsqueda cognoscitiva constituye,
como veremos en segundo lugar, el núcleo que convoca la pugna entre lenguaje y
conocimiento y que evidencia el espacio de una realidad desconocida e inasible, la del
ser mismo. Por último, esta indagación existencial y ontológica implica, de alguna
forma, la inserción en el discurso metafísico, esto es, el establecimiento de una difícil
relación —supondrá quizá el mantenimiento de una postura— con respecto a
determinados parámetros clásicos como el origen, la esencia o la verdad.
[86]
3.1 El trasfondo reflexivo:
la conversión de la metapoesía en reflexión sobre el lenguaje
Como venimos apuntando, muchas manifestaciones poéticas tienen como fondo
un cuestionamiento más o menos teórico acerca de las implicaciones de su propia
escritura, la naturaleza o la utilización del lenguaje, el significado o el alcance de la
poesía. Algunas producciones poéticas versan casi exclusivamente sobre la poesía o el
poema mismo, el lenguaje o la lengua como instrumento poético, la mano que escribe o
la escritura como medio de expresión. La historia literaria suele hablar en estos casos de
creaciones metapoéticas o recurre a la función metalingüística de Jakobson. Es su forma
de indicar que se produce una suerte de autorreferencia explícita o de coincidencia entre
forma y contenido en el interior mismo de una obra. El canon poético exhibe además
célebres y abundantes ejemplos: en el barroco español proliferan los casos (Lope de
Vega, Quevedo, Góngora…).
Sin embargo, creo que la poesía contemporánea supera este tópico o lo que hasta
finales del siglo
XIX
podía considerarse un recurso o un motivo poético, plasmado
habitualmente desde un sujeto lírico y que solía consistir en no poder expresar
completamente un deseo o un sentimiento. Este carácter metapoético más o menos
ocasional, es decir, este tema, va a transformarse progresiva y realmente en un fondo, en
el trasfondo de al menos una parte de la poesía contemporánea.
En el transcurso de la Estructura de la lírica moderna, Hugo Friedrich anota
que:
Desde Poe y Baudelaire, los líricos desarrollan una reflexión poético-teórica que avanza
paralelamente a su propia obra […]. Casi todos los grandes líricos del siglo XX han propuesto
una poética, una especie de sistema de su poesía o de la poesía en general (Friedrich, 1959:
230).
En efecto, Poe escribirá una serie de reflexiones sobre poesía y poética; la más
célebre, «La filosofía de la composición» (2001). A su vez, Baudelaire recoge el testigo
en varias direcciones: atiende a las enseñanzas de quien considera un maestro, pero
además traduce parte de la obra de Poe y ejerce como crítico literario, dejando una serie
de textos teóricos, en los cuales difunde consideraciones poéticas fundamentales
[87]
(1961)52. Sin embargo, estos trabajos se realizan todavía al margen o en paralelo a la
obra poética.
Será de nuevo Mallarmé quien transforme y unifique de manera radical los dos
discursos, el poético con el crítico. Como escribe Hugo Friedrich, en «Mallarmé, la
unidad entre lo artístico y la reflexión sobre lo artístico es exaltada por una filosofía que
se ocupa del ser absoluto (equiparado a la nada) y de su relación con el lenguaje»
(Friedrich, 1959: 149). A partir de entonces, podremos afirmar no solo que «la poesía
moderna debe ir acompañada de la reflexión del arte poético» (Friedrich, 1959: 91) sino
que, como enuncia Eduardo Milán, «la poesía del siglo XX está marcada por la reflexión
sobre el lenguaje poético» (Milán, 2004a: 83).
Ese trasfondo reflexivo implica efectivamente el cuestionamiento de las
posibilidades expresivas del lenguaje y, entonces, evidencia el descrédito y la
necesidad: el descrédito en la capacidad del lenguaje para acceder al conjunto de la
realidad —y más allá, al hueco de lo real— y la necesidad de una continua apertura
formal que permita una transformación del lenguaje y de la palabra poética.
Trabajar con una parte de la poesía latinoamericana de la segunda mitad del
siglo
XX
supone tener en cuenta este trasfondo reflexivo en gestación desde fines del
XIX.
En ese sentido, la primera mitad del siglo
XX,
a través del legado de las
vanguardias históricas, supone una radicalización de la experimentación formal. Entre
otras cosas, la vanguardia pone especialmente de relieve el lenguaje como material ―o
desecho— de composición de la obra. Así, la «construcción poética […] se muestra
como el ensamblado que es» (Jenny, 2003: 117)53.
Creo que la segunda mitad del siglo
XX
implica un rescate crucial de
determinados cuestionamientos que constituyen la base teórica de la vanguardia; entre
ellos, el lugar del lenguaje y de la palabra poética. De hecho, a mediados de siglo,
determinadas poéticas descubren y explicitan esta reflexión sobre el lenguaje y la
52
Estos textos de Baudelaire son quizá menos específicos que el estudio de Poe, esto es, no articulan un
programa poético. Podríamos decir que a menudo atienden a un análisis de la modernidad y de la vida
moderna pero, en el interior de ese análisis, encontramos claves y consideraciones acerca de la poesía por
lo que, de alguna manera, se trata de un esbozo de poética.
53
Jenny señala un viraje en cuanto a la evaluación de los materiales y del lenguaje estético, a través de un
análisis de la vanguardia, principalmente poético y plástico: «El artefacto estético, creyendo poner al día
las leyes del mundo objetivo, dará acceso a la “vida”, una nueva especie de “vida”, más estática, hecha de
lógica y evidencias materiales» (2003: 94). La puesta de relieve de esas evidencias materiales desemboca
en el reconocimiento del lenguaje y la importancia del significante: «La expresión […] emana
“necesariamente” de la elección del soporte, de los materiales y del conjunto de los “medios” plásticos
utilizados. Eso equivale a decir que lo que se expresa son precisamente los valores plásticos mismos»
(2003: 122).
[88]
poesía: de Paul Celan a Adrienne Rich (por no hablar de la incidencia de este trasfondo
reflexivo en la narrativa ―desde el nouveau roman, por ejemplo— o en el teatro ―con
autores como Ionesco o Beckett—).
En este sentido, creo que la poesía latinoamericana constituye un referente,
tanto de la experimentación formal vanguardista previa ―con autores como Vallejo,
Huidobro y, después, Parra— como del énfasis en ese carácter reflexivo posterior que
exige en la poesía la visualización de una poética. En este último aspecto, la poesía
argentina de la segunda mitad de siglo desarrolla una línea poética fundamental, dentro
—como veremos— de una multiplicidad asombrosa de propuestas; una línea poética
«cercana a la poética de Girri» —como señala Cristina Piña— y «en la que percibimos a
la manera de Wallace Stevens, una progresiva tendencia a la reflexión sobre la poesía
misma» (1996: 35).
De forma más general, a veces imprecisa, otros críticos apuntan a este mismo
rasgo como una constante para tener en cuenta. En su libro Espera de la poesía.
Ensayos sobre poesía argentina, Ricardo H. Herrera constata que en la segunda mitad
del siglo XX: «Cada vez es mayor el número de poetas que plantea la incertidumbre del
lenguaje y la desconfianza del sentimiento» (1996: 16). Por su parte, en su antología
Nueva Poesía Argentina, Leopoldo Castilla pone de relieve que:
La poesía en Argentina ―y aunque sea un tópico repetirlo― siempre participó inmediatamente
de las nuevas propuestas estéticas que se producen en el resto del mundo […] reflexionando
sobre todo el bloque de la poesía argentina, creo que puede descubrirse un rasgo unitivo: el
intento de escribir con un lenguaje preciso, la tendencia a la síntesis mejor entendida […]. La
precisión en el lenguaje que nace con Lugones y reverbera magistralmente en Borges; la
captura de una cosmogonía para un salto mortal de Enrique Molina, Edgar Bayley, Amelia
Baglioni u Olga Orozco (1987: 8-9).
De alguna manera, Guillermo Sucre traza y especifica de forma notable esa línea
genealógica ya sugerida por Leopoldo Castilla y obligatoriamente incompleta por el
recorte implícito en la selección. En primer lugar, Sucre considera la evolución de la
concepción del lenguaje en paralelo a los cambios histórico-sociales pero básicamente
espirituales que se padecen en la modernidad:
Antes, en efecto, el lenguaje no fundaba sino que estaba fundado en una verdad o en una orden
superior y trascendente. El escritor podía o no interrogarse sobre el lenguaje, pero finalmente
confiaba su validez a esa garantía superior; creía en su mundo y lo expresaba, lo ponía en
palabras. El lenguaje, pues, no podía serle problemático: tenía confianza en él y, por tanto, no
podía cuestionarlo. Con la historia moderna, toda garantía superior desde una trascendencia
desaparece y así el lenguaje pierde su fundamentación (1985: 222).
[89]
Dentro ya de un marco detallado, y tras su interesante y dilatada explicación de
una parte fundamental de la lírica latinoamericana moderna y contemporánea –de Darío
a Roberto Juarroz— Guillermo Sucre afirma:
No parece que la literatura hispanoamericana deba detenerse, mucho menos internarse, en estos
problemas del lenguaje […]. Sin embargo […] lejos de creer que le basta con nombrar las
cosas para que estas sean, el escritor practica la herejía de enfrentarse a los nombres mismos, es
decir, al lenguaje: lo cuestiona y lo exalta, lo hace abismarse en sus propios poderes, lo
contamina y también lo purifica […]. En verdad, la crítica del lenguaje, también su liberación y
su aventura empieza en nuestra literatura con la poesía. Con la poesía contemporánea, por
supuesto (Sucre, 1985: 225-226).
A partir de esta última aseveración, y como avanzábamos, el crítico traza un
interesantísimo recorrido por la poesía latinoamericana en relación con el
cuestionamiento del lenguaje. El punto de partida coincide con Castilla: Sucre parte de
un excelente análisis de Huidobro para trabajar el trasfondo reflexivo, el tratamiento y la
controversia del lenguaje desde las poéticas de Vallejo, Girondo o Borges, hasta las de
Paz, Parra, Rojas, Vitier, Girri, Cadenas o Pizarnik, por citar algunos de los nombres
más representativos54.
Thorpe Running trabaja en una dirección similar. Primero, en The critical poem,
Running analiza la reflexión sobre la capacidad expresiva y representativa del lenguaje,
así como la construcción y significación poéticas en el ámbito de la poesía
latinoamericana, a través a su vez de la selección inevitable de poetas.
Octavio Paz and David Huerta from Mexico; Roberto Juarroz, Jorge Luis Borges, Alejandra
Pizarnik, and Alberto Girri from Argentina; Juan Luis Martínez and Gonzalo Millán from Chile
–all share a deep fascination with what lies behind words in poems. A skeptical attitude toward
language leads all eight to write what Octavio Paz has called ‘critical poetry’, a poetry that
questions its own construction (1996: 11).
The critical poem retoma y amplía tanto el corpus como algunos de los
presupuestos ya enunciados en el artículo titulado «El lenguaje como tema en la poesía
argentina actual» (1986). En este artículo, Thorpe Running confirma la conclusión
extraída por Hugo Friedrich al afirmar que:
Ya no es posible olvidar, como en los poetas anteriores, la manera de decir en aras de lo que se
dice. El desacuerdo entre signo y cosa designada es una ley de la lírica moderna, lo mismo que
del arte moderno (Friedrich, 1959: 236).
En efecto, el desfase del lenguaje con lo real se transforma en «una ley de la
lírica moderna», contra la que buena parte de poetas latinoamericanos —y
54
El trabajo realizado por Sucre me parece indispensable porque muestra la incidencia real de una
problemática a menudo leída solo como un acecho teórico; además, expone no tanto diferentes posturas
como diferentes propuestas poéticas al problema.
[90]
especialmente argentinos— parecen rebelarse. De esa rebelión, Running destaca «la
falta de confianza en la transmisión de los signos o el lenguaje; y la necesidad de que la
poesía vuelva sobre sí» y aclara que puesto que «las palabras parecen no tener la
capacidad de expresar la realidad objetiva, el poeta tiene que dirigir su atención, no a un
objeto externo, sino al poema mismo» (Running, 1986: 152).
Así, una parte de la lírica latinoamericana —y, concretamente, argentina— de la
segunda mitad del
XX
apuesta claramente por una escritura consciente, comprometida,
capaz de cuestionar un lenguaje insuficiente. Estas escrituras de la desaparición no
pueden sino ser ambiguas y contradictorias: intentan explicar con palabras lo que las
palabras no pueden explicar. En obligada tensión con tautologías y calambures, tales
escrituras gozan, en realidad, de un doble trasfondo reflexivo. Por una parte, estas
escrituras tratan efectivamente sobre ellas mismas, sobre sus dificultades, sobre sus
posibilidades. Por otra parte, y como también indica Running, estas escrituras
construyen una poesía altamente conceptual, atravesada por la reflexión o que permite
la reflexión. Thorpe Running habla incluso de «poetas filosóficos» (Running, 1986:
150).
En efecto, la problemática del lenguaje o el trasfondo reflexivo —que la recoge
de manera clara en determinadas poéticas— presentan poco interés en sí, es decir, si
olvidamos que el problema del lenguaje —o las poéticas que cargan con su conflicto—
solo tienen sentido en relación con el problema del conocimiento, esto es, con la
aspiración del ser humano a conocer las cosas en sí mismas y en su totalidad. Al final,
resulta una forma de señalar de nuevo la importancia del sujeto, la importancia del lugar
ocupado por el individuo moderno, la importancia de su mirada al mundo y a sus
enigmas. Así, tras el problema contemporáneo del lenguaje se esconde el eterno
problema del conocimiento; y, tras todo ello, la lejana sombra de un deseo antiguo y una
búsqueda pendiente.
[91]
3.2 El problema del conocimiento
Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros mismos, nosotros
mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No
nos hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?
Friedrich Nietzsche
Foucault define brillantemente al sujeto moderno como un sujeto «empíricotrascendental»; se trata, de alguna manera, de releer toda la tradición filosófica
occidental resaltando, de alguna manera, la reflexión antropológica scheleriana y
apostando por las llamadas filosofías de la vida ―con Nietzsche al centro―. Así, el
filósofo francés sostiene que, desde Husserl, se tratará, por una parte, de pensar los
«derechos y límites de una lógica formal en una reflexión de tipo trascendental [y] por
otra parte, [de] ligar la subjetividad trascendental con el horizonte implícito de los
contenidos empíricos» (Foucault, 1999: 243-246). Tal propuesta consiste en enfrentar,
desde la contemporaneidad y su filosofía, la relación yo-mundo asumiendo la
modernidad, con el problemático legado de racionalistas y empiristas. Creo que es esa
subjetividad empírico-trascendental, es decir, el sujeto desquiciado moderno (sacado,
literalmente, de sus quicios por una parte y otra), cuya vida se debate entre lo tangible y
lo inasible —el mundo y Dios, el cuerpo y el alma, los sentidos y la razón, el
escepticismo y la fe, la palabra y el silencio…— la que se exalta en las poéticas
contemporáneas que nos ocupan.
Las poéticas de Olga Orozco o de Alejandra Pizarnik, como las de Alberto Girri,
Roberto Juarroz o Amelia Biagioni, interrogan continuamente los conceptos de
representación, realidad, verdad, a través de la mirada delirante, totalizadora, de un
sujeto atravesado por una compleja, manida y maltratada noción de experiencia. De
hecho, el cuestionamiento o el descrédito en el lenguaje están en estrecha relación con la
interrogación de estos ―como de otros tantos— «conceptos». Al menos en parte, el
lenguaje no puede dar cuenta, explicar o abordar completamente el significado de tales
constructos, de tales abstracciones. El lenguaje no puede atrapar lo real, que también se
compone de ausencia, silencio, muerte.
Tal vez también por eso, el imaginario colectivo crea una figura capaz de
concretar, de condensar, de hacer de alguna manera posible esas abstracciones. Esa
figura es la figura del fantasma. En su libro Estancias: La palabra y el fantasma en la
cultura occidental, Giorgio Agamben va a trabajar con la «fantasmología» medieval, a
[92]
fin de demostrar cómo se construye la teoría del amor reflejada en los textos en el siglo
XIII.
Agamben también trabaja con las huellas que esta teoría deja en la modernidad.
Inmediatamente, el análisis del fantasma da lugar a la reflexión acerca de lo
invisible y lo inasible, parte o no de lo real, pero en cualquier caso de lo que no puede
dar cuenta completa el lenguaje:
Cualquiera que sea el nombre que da al objeto de su búsqueda, toda la quête de la poesía
moderna apunta hacia esa región inquietante en la que ya no hay hombres ni dioses, y donde
solo se alza incomprensiblemente sobre sí misma como un ídolo primitivo una presencia que es
a la vez sagrada y miserable, fascinante y tremenda, una presencia que tiene al mismo tiempo la
materialidad fija del cuerpo muerto y la fantasmática inasibilidad del viviente. Fetiche o Graal,
lugar de una epifanía y de una desaparición, se muestra y vuelve a disolverse cada vez en el
propio simulacro de palabras hasta que se cumpla hasta el fondo el programa de enajenación y
de conocimiento, de redención y de desposesión que desde hace más de cien años sus primeros
lúcidos adoradores habían confiado a la poesía (Agamben, 2001: 99).
Es interesante reparar en la utilización del vocablo francés quête; vocablo
reiterado por Agamben que no encuentra una palabra equivalente en la traducción al
castellano. La quête responde a una búsqueda sin destino conocido, sin fin, así que de
alguna forma también va en contra de teleologías y de razones instrumentales. Agamben
emplea esta palabra para enfatizar la imposibilidad de explicar y saber todo. De paso,
refuerza la visión utópica, desterritorializa, dispersa: distiende.
Con todo, esta cita se presenta tan sugerente como imprecisa. Sin duda, desde el
punto de vista de Agamben, la cuestión radica en la representación de lo inasible, esto
es, de lo inmaterial, invisible y/o abstracto; en la proliferación de poéticas
contemporáneas que erigen un ideal, un imposible, una utopía —constituida
básicamente a través de la contradicción o de la ambigüedad— y esto por medio de una
escritura a su vez contradictoria y hasta destructiva. Es regresar a la mirada órfica, a la
lectura de Milán, de Blanchot, a la (des)aparición en la que también basculaban
fantasmagoría y realidad, indistintamente, en nombre de un deseo.
Como hemos indicado, el texto de Agamben amalgama los siglos
XIII
―para
55
muchos, los siglos XII y XIII representan la auténtica puerta hacia la modernidad ― y XX.
En ningún caso, el lenguaje, ya establezca una relación de analogía o una ruptura
representativa y hasta significativa con las cosas (itinerario, como hemos visto, señalado
por Foucault), puede abordar —definir, explicar— lo inasible. Sobre todo por esa
equiparación de lo inasible con lo desconocido. En realidad, creo que Agamben está
señalando ―desde su antecedente, desde su origen, desde su antípoda— el salto a la
55
En el siglo XII ya empieza a entrar en crisis la visión medieval del mundo y ya tienen lugar buena parte
de los progresos renacentistas.
[93]
modernidad poética. Indirectamente, Giorgio Agamben apunta al problema del
conocimiento, y más concretamente al problema del conocimiento en la modernidad,
esto es, al problema del acceso, de la forma y de los límites del conocimiento.
Por eso, y como sugiere Running, las poéticas aludidas podrían estudiarse desde
un primer cruce con la filosofía, porque responden a una exacerbada búsqueda
ontológica; búsqueda que, como se ha destacado, se da de modo notable desde la
filosofía del primer romanticismo alemán y anglosajón. En el Frühromantik y en su
ímpetu por desvelar la esencia de las cosas, la apuesta por el paradigma expresivo de la
poesía se acoge a la necesidad de cambiar la forma de hacer filosofía, y esto es, en una
parte considerable, la posibilidad de entender el conocimiento de otra manera a como lo
entienden la ciencia, la ilustración, el positivismo. Al centro está el sujeto dislocado y
perdido de la modernidad y una vieja pregunta acerca de él y su relación con el mundo.
El artículo de Martin Heidegger «¿Y para qué poetas?» (1998: 199 y ss.) que
retoma en su título la primera parte del verso de Hölderlin («en tiempos de penuria» es
la segunda parte) se abre con una aclaración de origen etimológico que emparenta la
palabra alemana «abismo» con un significado primigenio equivalente a «fundamento».
A través de esta idea del abismo como punto de partida, como suelo, como
«fundamento», Heidegger llega a su idea de riesgo como elemento constitutivo del ser y
al papel esencial del poeta en los tiempos de penuria, caracterizados por el
desconocimiento y por la carencia. Tiempos de penuria sin Dios ni divinidad otra para
descifrar los vacíos esenciales y las preguntas eternas:
Los tiempos no son solo de penuria por el hecho de que haya muerto Dios, sino porque los
mortales ni siquiera conocen bien su propia mortalidad ni están capacitados para ello. Los
mortales todavía no son dueños de su esencia. La muerte se refugia en lo enigmático. El
misterio del sufrimiento permanece velado. No se ha aprendido el amor. Pero los mortales son.
Son, en la medida en que hay lenguaje […]. El tiempo es de penuria porque le falta el
desocultamiento de la esencia del dolor, la muerte y el amor. Es indigente hasta la propia
penuria, porque rehúye el ámbito esencial al que pertenecen dolor, muerte y amor. Hay
ocultamiento en la medida en que el ámbito de esa pertenencia es el abismo del ser. Pero aún
queda el canto, que nombra la tierra (Heidegger, 1998: 203-204).
La argumentación heideggeriana es interesante a varios niveles. Heidegger
profundiza en la huella dejada por la secularización. Asume la aseveración realizada por
Nietzsche y la ausencia de dioses en el mundo moderno. No obstante, según Heidegger,
la pobreza y el vacío espiritual en la modernidad no se deben únicamente al proceso de
secularización y al agnosticismo o escepticismo crecientes. Estos no hacen sino
esconder el eterno problema del conocimiento y, más allá, la pregunta acerca de la
esencia y también de la existencia del ser.
[94]
Martin Heidegger enuncia tres claves: el dolor, la muerte y el amor; tres
instancias de lo real desconocido por las que atraviesa el ser. En realidad, Heidegger
presenta tres núcleos vivenciales, inasibles, enigmáticos, ya sugeridos por Agamben —
que partía del amor de la lírica trovadoresca, para abismarse al dolor y a la muerte—.
Sin embargo, el desconocimiento de la esencia del ser —del dolor, de la muerte, del
amor— no impide que los seres humanos sean; puesto que «son, en la medida en que
hay lenguaje», según dice el filósofo. Heidegger destaca continuamente el espacio del
lenguaje en relación al ser:
El lenguaje es el ámbito o recinto (templum), esto es, la casa del ser. La esencia del lenguaje no
se agota en el significado ni se limita a ser algo que tiene que ver con los signos o las cifras. Es
porque el lenguaje es la casa del ser, por lo que solo llegamos a lo ente caminando
permanentemente a través de esa casa (Heidegger, 1998: 231).
El lenguaje configura al ser: lo socializa y mantiene en la conciencia del abismo;
abismo, que según el filósofo, debe explorar el poeta (no en vano advierte que:
«Pensadores y poetas son los guardianes del ser» puesto que habitan especialmente,
quizá más conscientemente que los demás, en la «morada del lenguaje» (Heidegger,
2000: 259). El poeta debe interpretar para conocer, que es profundizar, «la esencia del
dolor, de la muerte, del amor»; el dolor, la muerte, el amor: ideas absolutas y abstractas,
invisibles e inasibles, desconocidas. Por tanto, la tarea del poeta respondería cuando
menos en parte a una búsqueda ontológica, esto es, existencial, siempre y cuando se
busque el ser ―que no el ente―, esto es, lo que acaece, lo que está siendo56. Para ello,
tendrá que trabajar con el lenguaje, morada en la que habita el ser humano.
Los poetas deben preguntar entonces acerca de lo esencial e inasible de su
condición de ser humano; preguntar desde el lenguaje hacia lo real desconocido: con la
esperanza de obtener una respuesta, de poder trazar un sentido, el sentido del ser. Ahora
bien, a través de esas preguntas los poetas «arriesgan el recinto del ser. Arriesgan el
lenguaje» (Heidegger, 1998: 231). La poesía moderna y contemporánea lleva, de hecho,
al extremo el cuestionamiento del lenguaje y la experimentación con el lenguaje,
arriesgando la comprensión y la comunicabilidad57 ―aunque esto, a diferencia de la
56
Me refiero a la «diferencia ontológica» (entre ser/ente ―sein/seiendes―): el ser ocurre, acontece,
acaece, mientras que el ente es cada cosa en que se sustantiva el ser ―frente al ser, el ente se encuentra
parado, detenido―. Ser y tiempo se abre con la afirmación de que la filosofía occidental ―la metafísica
tradicional― ha ido escribiendo la historia de los entes en la misma medida en que ha ido olvidando la
historia del ser que, según Heidegger, hay que recuperar (Heidegger, 2000b: 11).
57
De hecho, muchos críticos hablan de la poesía moderna y contemporánea como una poesía oscura,
hermética. El propio Friedrich utiliza permanentemente estos adjetivos.
[95]
propia hermenéutica, que no deja de delinear sendas, caminos, que apenas permite la
pérdida, en ese oscuro bosque del lenguaje y del ser―.
La reflexión de Heidegger conduce a plantearse la cuestión no solo de cómo
llegar a lo real a través de las palabras, es decir, de cómo superar la distancia entre las
palabras y las cosas. Además, obliga a replantearse el problema del acceso al
conocimiento sin otra herramienta que el lenguaje. Es preguntarse cómo llegar —si es
posible entonces llegar— a lo real desconocido, es decir, a la esencia de lo real ―es ya
suponer que existe una esencia―; el ser con lo real superpuesto y confundido.
El ser pertenece tan inequívocamente a lo real como a su visión, a su mirada, a
su conciencia de lo real. En este sentido, resulta interesante reparar en cómo Heidegger
—al igual que Foucault— señala descubrimientos y constataciones básicas, producidas
en gran parte del siglo XVII al siglo XIX:
Pascal descubre frente a la lógica de la razón calculante, la lógica del corazón. Lo interno y lo
invisible del ámbito del corazón no es solo más interno que lo interno de la representación
calculadora, y por ello más invisible, sino que al mismo tiempo alcanza más lejos que el ámbito
de los objetos únicamente producibles. Es solo en la más profunda interioridad invisible del
corazón donde el hombre se siente inclinado a amar a los antepasados, a los muertos, la
infancia, los que aún están por venir (Heidegger, 1998: 227).
De alguna manera, esta nueva referencia de Heidegger acerca de la importancia
de lo invisible a partir del descubrimiento de Pascal representa un punto de unión
filosófico con el análisis literario —ya abordado— de Agamben58. A este nivel, cabe
destacar que Michel Foucault también señala el interés creciente por lo interno, y por
tanto invisible, como un hito para la historia del saber occidental (Foucault, 1999: 128274). El valor de lo interno y de lo invisible se transforma así en el dominio no solo de
lo desconocido —casi de lo incalificable— sino de lo esencial en relación al
conocimiento del ser.
Así lo muestra efectivamente la lírica moderna, a través de su marcado carácter
«introspectivo» y de su recelo con el lenguaje denotativo. En la poesía, esta
consideración de lo interno e invisible se expande hasta lo inasible, como demuestra
Agamben. De hecho, confirma que: «La autodisolución es el precio que la obra de arte
debe pagar a la modernidad. Por eso Baudelaire parece asignar al poeta una tarea
58
Como venimos indicando, Agamben insiste en que la modernidad —la poesía moderna— redescubre la
interioridad y se interesa por lo invisible e inasible, que está más allá de lo que perciben nuestros sentidos.
En este sentido, la presencia-ausencia sobre la que escribe Agamben enfatizando cómo canaliza una
determinada visión del amor (2001: 99) conecta, sin duda, con el final de esta cita de Martin Heidegger
que retoma, a su vez, el pensamiento de Pascal.
[96]
paradójica: “celui qui ne sait pas saisir l’intangible”, escribe sobre Poe, “n’est pas un
poète”59» (Agamben, 2001: 89).
De modo que, en esa quête, o en esa búsqueda ontológica, o en esa búsqueda del
ser, el poeta moderno persigue ―paradójicamente— lo que percibe y lo que, en
principio, no puede percibir: lo invisible, interno e intangible.
Tenía, por lo pronto, lo que, ante sí, ante sus ojos, oído y tacto, aparecía […] pero también lo
que tenía en sus sueños y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los
otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo abierto donde todo era
posible. Los límites se alteraban de tal modo que acababa por no haberlos (Zambrano, 2001:
18).
Más allá de su comparación —que instaura una distinción— entre filosofía y
poesía, la reflexión de María Zambrano desemboca en el pulso con los límites que
establece la poesía. Esta es, de hecho, la constante de una línea poética en la Argentina
de la segunda mitad de siglo
XX;
línea poética que se consolida, a mi juicio, en la
controvertida década del sesenta. Las poéticas de Ortiz, de Girri, de Juarroz, como las
de Orozco y Pizarnik, suponen sin duda una búsqueda ontológica hacia la esencia del
ser humano —hacia su (im)posibilidad, hacia su (in)existencia—. Por eso, toda
experimentación formal parece resultar insuficiente y el cuestionamiento del lenguaje se
explicita radicalmente.
Así, cuando parece imposible superar los límites del lenguaje, los poetas se
interrogan
por
los
límites
del
mundo.
Imposibilidad
de
imposibilidades,
desbordamiento, la literatura confirma entonces su ineludible cruce con la filosofía, y
hasta reivindica la copertenencia de ambos discursos, el poético y el filosófico, que van
a dejar de habitar «sobre las más distintas montañas» ―como decía Heidegger
sirviéndose de las palabras de Hölderlin (Heidegger, 2004: 61)― para encontrarse, para
perderse, en el no-lugar infinito de la escritura.
59
«Aquel que no sabe asir lo intangible no es un poeta» (la traducción es mía).
[97]
3.3 La trampa de la metafísica
Empieza de una vez a plantear las preguntas a las que nunca llegarás a responder. Lo
has evitado durante demasiado tiempo.
Elías Canetti
En su libro Literatura y Filosofía, Manuel Asensi pone de relieve la difusa
frontera entre filosofía y literatura a través básicamente del cuestionamiento del
concepto de verdad (Asensi: 1995). En primer lugar, Asensi analiza el enfrentamiento
entre filosofía y poesía en la filosofía platónica, donde aparece la asimilación de poesía
a mito ―tangible, material, mentira— y de filosofía a alma ―intangible, inmaterial,
verdad— (Asensi, 1995: 18-19). El crítico avanza en su exposición y recorta la
diferencia entre las dos disciplinas mediante el pensamiento y la Poética aristotélica: a
través de los parámetros de mímesis y verosimilitud, Aristóteles distingue entre historia,
poesía y filosofía. Así lo explica Manuel Asensi: «El historiador se enfrentará quizá a
fenómenos posibles e increíbles; el poeta compondrá hechos creíbles aunque sean
imposibles, el filósofo es el que debe explicarlo todo» (1995: 30). Desde la idea
aristotélica de ser en movimiento, Asensi concluye: «La poesía mueve, pero se trata de
una oscilación alrededor del sol del lenguaje cuyo significado está fijado» (1995: 31).
Este punto de partida, en el paso del pensamiento platónico al aristotélico,
presenta ya consideraciones coincidentes con nuestro trabajo. Pero, además, Manuel
Asensi anota una justificación esencial a este comienzo: las fronteras entre filosofía y
literatura parecen nacer de la oposición platónica entre ser y parecer, y es por ello que el
autor comienza su argumentación a partir de determinadas ideas platónicas. Sin
embargo, Asensi realiza una aclaración fundamental: como demuestran Heidegger o
María Zambrano, en el período presocrático la dicotomía ser/parecer —como la del
mitos/logos— funciona de muy distinta forma y cambia el paradigma de verdad:
El ser y el parecer estaban originariamente vinculados, porque para el pensamiento griego el
ser se ofrece como físis, es decir, como lo que brota y permanece mostrándose, apareciendo,
iluminándose, desocultándose. De ahí que la verdad en su correspondencia con el ser se
entienda según la alétheia. No es, pues, una verdad equiparada a lo que es sino a lo que está
siendo o mostrándose (Heidegger…), no una verdad como adecuación de una proposición a
una cosa, sino el hacer salir a la cosa de una oscuridad que la guardaba invisible (Asensi, 1995:
14-15).
«Ni el ser se opone al (a)parecer ni el mitos al logos, al contrario: mentan lo
mismo, o como mínimo tienen necesidad el uno del otro» concluye Asensi (1995: 15).
En consecuencia, propone el acercamiento inevitable de las disciplinas filosófica y
literaria demostrando, además, que no siempre ha existido entre ellas una distancia o
[98]
una distinción clara ―apoyándose a su vez en algunas consideraciones de Martin
Heidegger y de María Zambrano60—.
Al tiempo, el paradigma de verdad es entendido como aletheia y atiende, por
tanto, al fenómeno de desvelamiento, esto es, de hacer visible lo que era invisible61. De
alguna manera, la interdependencia preplatónica entre ser y parecer, que no distinguía
aún entre filosofía y literatura, confirmaba también la importancia de lo invisible.
Manuel Asensi demuestra que la literatura ―la poesía— se ocupa también del logos y
del ser puesto que la poesía ―y la literatura en general— atiende, en su búsqueda, a lo
intangible, invisible y desconocido. Desde la incidencia del plano filosófico en el
literario, el crítico desglosa el desarrollo de la problemática del lenguaje y el
cuestionamiento acerca de los límites del conocimiento: en otras palabras, confirma el
cruce de literatura y poesía, evidenciando una evolución formal y conceptual.
Determinadas poéticas latinoamericanas contemporáneas —especialmente
argentinas a partir de la década del cincuenta— emprenden esa búsqueda, reúnen ese
afán de desvelamiento ―que incluye, esperanza, presunción o quimera, un sentido que
revelar― y, esto, a juzgar por las preguntas que plantean; preguntas que además, y
según Heidegger, han de plantearse los poetas (y, por supuesto, también los filósofos)
especialmente en un período como la modernidad. Al interrogarse acerca de conceptos
como la representación, la verdad o la muerte, tales poéticas cuestionan, no obstante, la
capacidad referencial del lenguaje, las posibilidades de acceso a un conocimiento total y
el sentido del ser y de su existencia.
Existe una proliferación tal de preguntas en las poéticas contemporáneas que
algunos, como Edmond Jabès, acabarán haciendo de la interrogación su poética; la
asunción de la imposibilidad de una única respuesta acabará también conformando una
60
Si bien hay que aclarar que ambos, tanto Heidegger como Zambrano, distinguen y, por tanto, separan
ambas disciplinas. El libro de Zambrano Filosofía y poesía es una buena muestra de ello (2001). Por su
parte, es de sobra conocido que Heidegger separó filosofía y poesía, sirviéndose de la cita de Hölderlin ya
mencionada (2004: 61), justamente en su texto Qué es la filosofía.
61
La verdad rechaza el parámetro moderno de adecuación para regresar a la idea presocrátrica de
alétheia, de desvelamiento, desocultación. Sin embargo, también en esta idea, hay una petición de
principio: hay que aceptar que hay algo oculto que podemos desvelar, leer. La alétheia va a pedir la
interpretación hermenéutica, la obligatoriedad dialógica, la lectura adecuada, la mirada debidamente
canalizada. Paco Vidarte lo explica con certeza: según este crítico, Heidegger utiliza la metáfora de la
recolección (Sammlung), que implica juntar, evitar la diseminación ―el esparcimiento típicamente
derridiano―; además, el filósofo alemán insiste en la necesidad de «escucha» del texto, indicando cómo
hay que escuchar, cómo hay que recopilar para captar el sentido que subyace al texto, dando por hecho
que tal sentido existe y que, además, es unívoco… (Vidarte, 2006: 33-68).
[99]
(in)determinada (no-)lógica62. No son pocos los textos modernos que declaman o
explicitan continuamente interrogantes «esenciales», míticos y existenciales, acerca de
la constitución o el destino del ser. Estos textos se escriben desde ese deseo que parece
intrínseco al ser humano, el deseo de saber. Significa también que parten del no-saber63.
Cuando Amparo Amorós se pregunta acerca de las «lindes entre filosofía y poesía», su
respuesta apunta a ese lugar común: «El germen es la necesidad de conocer y de
conocernos, de dar cuenta del mundo y de nosotros mismos. La extrañeza ante los
interrogantes primordiales y el impulso irrefrenable a encontrarles respuesta» (Amorós,
en Breysse, 1991: 161).
En realidad, tanto el final de esta cita de Amparo Amorós como algunas de las
reflexiones mencionadas de Martin Heidegger, por ejemplo, convergen finalmente en
exponer que la búsqueda del ser ―que seguiremos llamando ontológica― es una
búsqueda de orígenes. Esta búsqueda de orígenes se refleja efectivamente en la
proliferación de «los interrogantes primordiales y el impulso irrefrenable a
encontrarles respuesta» (la cursiva, mía). Los interrogantes primordiales desembocan
entonces en preguntas metafísicas, esto es, son preguntas sin posibilidad de respuesta
empírica ―aquí el adjetivo es, tal vez, pleonástico―.
Distintas líneas de la poesía contemporánea parten de una búsqueda existencial
con el fin de llegar a un conocimiento —si no total o esencial, mayor— del ser. En esa
búsqueda, el poeta lucha por arribar a su origen: o bien, por recrear una historia
―paradójicamente― sin coordenadas que asegure la totalidad, la eternidad ―como en
parte de la poesía de Olga Orozco—, o bien, la historia se presenta abiertamente
62
Pienso de nuevo en la poética jabesiana o, por ejemplo, en la «lógica del quizá» que propone el último
Derrida que, en textos como La universidad sin condición, enuncia como sigue: «un pensamiento del
“quizá”, de esa peligrosa modalidad del “quizá” de la que habla Nietzsche y que la filosofía siempre ha
querido domeñar. No hay porvenir ni relación con la venida del acontecimiento sin experiencia del
“quizá”. Lo que tiene lugar no debe anunciarse como posible o necesario, de lo contrario su irrupción de
acontecimiento queda de antemano neutralizada. El acontecimiento depende de un quizá que concuerda
no con lo posible sino con lo imposible» (Derrida, 2002: 72-73).
63
Ya en Las palabras y las cosas, y coincidiendo en la base con Heidegger, Michel Foucault sugiere ese
lugar no-saber como el lugar propio al sujeto moderno: «El hombre es también el lugar del
desconocimiento ―de ese desconocimiento que expone siempre a su pensamiento a ser desbordado por
su ser propio y que le permite, al mismo tiempo, recordar a partir de aquello que se le escapa» (Foucault,
1999: 314). Me gustaría señalar que, como advierte Foucault, en la modernidad se efectúa el paso
definitivo del «pienso» al «soy» (Foucault, 1999: 302 y ss.). El proceso es ciertamente muy complejo
pero en él cabe destacar la creación del concepto «hombre» tal y como lo entendemos hoy día (Foucault,
1999: 299 y ss.) y la relativización de la idea de verdad. En este sentido, Foucault pone de relieve que ya
«se trata no de la verdad sino del ser, no de la naturaleza, sino del hombre, no de la posibilidad de un
conocimiento, sino de un primer desconocimiento; no del carácter no fundado de las teorías filosóficas
frente a la ciencia, sino de la retoma en una conciencia filosófica clara de todo ese dominio de
experiencias no fundadas en el que el hombre no se reconoce» (Foucault, 1999. 314).
[100]
fracturada ―como en parte de la poesía de Alejandra Pizarnik—. No obstante, en
ambos casos, el principio y el fin de la historia escorzada en los poemas parecen
constituir vértices indistintos.
Así, las preguntas metafísicas que laten en el texto atienden al tejido invisible de
un absoluto64; el absoluto escondido en una concepción unitaria del lenguaje, de la
verdad y del ser ―concepción que haría posible la respuesta: el tan ansiado sentido—.
Sin embargo, el único espacio para el cuestionamiento lo constituye el tejido inasible de
la escritura. Esa es quizá la única ontología actual, ese espacio blanchotiano de
ausentamiento en el que, como veremos en epígrafes sucesivos, las huellas derridianas
―sin huellas originarias― se dispersan, se reimprimen, se reinventan, y en el que es
imposible cerrar el sentido, entre otras cosas porque no deja de estar atravesado por el
lenguaje y por el tiempo; lienzo infinito para lo infinito entonces.
Por tanto, y por una parte, la verdad metafísica queda obligatoriamente
desconocida, puesto que, como afirma Roger Caillois:
La solución exacta, acabada es imposible. El universo es finito cuando se lo concibe y su
fórmula, por tanto, es fácilmente calculable, pero es infinito cuando en él se vive, y su
infinitud, precisamente referida al hombre, constituye entonces un obstáculo insuperable para
el logro del conocimiento que el hombre querría obtener, tomándose a sí mismo como origen
de las coordenadas, conocimiento que es el único que le importa, puesto que es el único
también que puede servirle de punto de referencia (1989: 49).
La argumentación de Caillois acerca del problema de la metafísica no está sujeta
a la complejidad de un entramado filosófico y, sin embargo, repara en algo
filosóficamente esencial, al menos desde Schopenhauer y Nietzsche en adelante: el
reconocimiento de la inconmensurabilidad y de la inefabilidad de la vida y del ser.
Caillois viene a decir que, aunque nos fuese posible acceder a la «verdad metafísica»,
ese conocimiento no sería «positivo», ni siquiera «válido»:
La posesión de la verdad metafísica no entraña nada positivo, ni de hecho ni de derecho,
precisamente porque es un conocimiento absoluto, es decir válido fuera e independientemente
de todo condicionamiento concreto de existencia (Caillois, 1989: 49).
El teórico francés confirma que el afán de un conocimiento absoluto vuelve la
respuesta —solo en ese sentido, la búsqueda— imposible —lo que, a su vez, posibilita
la búsqueda—; o peor, si hubiese posibilidad de respuesta, esta sería «inservible», inútil,
absurda. Pero ¿acaso podía ser de otro modo? La inserción en el discurso metafísico, a
la que se ve abocada buena parte de la poesía moderna y contemporánea a través de su
64
De hecho, si hay una metáfora que se reitera en estas dos poéticas —como en otras del mismo signo—
es esa metáfora del hilo.
[101]
planteamiento, se debe así tanto a la búsqueda de un absoluto —de una «verdad»—
como a ese «impulso irrefrenable de encontrar[les] respuesta», en palabras de Amparo
Amorós.
De un lado, reencontramos de forma clara la tendencia utópica de buena parte de
la poesía contemporánea ―aunque también de la hermenéutica, por ejemplo, de
Heidegger a Gadamer o a Ricoeur―. De otro lado, se vuelve a imponer esa suerte de
necesidad humana que va más allá del razonamiento «puro», de lo humanamente
cognoscible. Lo hemos sugerido en reiteradas ocasiones: también aquí hay toda una
genealogía, un legado, una herencia: ese «impulso irrefrenable de encontrar[les]
respuesta» implica desde la reafirmación de un valor ―de un origen, otra vez de un
sentido― intrínseco del deseo humano hasta una apuesta por el riesgo del ser —que
Heidegger ponía en valor—. En todo caso —y a ello también aludía Asensi (1995:
15)—, los textos ya sean filosóficos o literarios demuestran la existencia imperecedera
de ese impulso, o su relectura, así como los sucesivos intentos, si no por encontrar una
respuesta imposible que vertebra la búsqueda ontológico-poética, por abrir una brecha
en la reflexión metafísica y en la incidencia del enigma existencial sobre el ser.
Por otra parte —y como hemos advertido repetidamente—, el lenguaje establece
progresiva y definitivamente una fractura con lo real. Tal violencia dificulta, de forma
considerable, el acceso al conocimiento desde el lenguaje. Desde el descrédito del
lenguaje, esto es, desde un instrumento incapaz de acceder a lo real resulta lógicamente
imposible encontrar la «esencia» de lo real, la «verdad» del ser, la respuesta a las
preguntas «primordiales»: son numerosas las escuelas, las filosofías modernas o
contemporáneas que, a partir de la lingüística y la semiótica modernas, defienden esta
tesis y la utilizan como trinchera o como coartada.
Por eso, creo que es importante pensar acerca de los efectos de este énfasis sobre
la problemática lingüística. La reflexión sobre el lenguaje, la escritura, el texto, se
acompaña, implica, un discurso sobre el sujeto moderno y un posicionamiento sobre el
eterno problema del conocimiento. Por una parte, creo que podría constituir un error
abstraer la problemática del lenguaje de ese contexto de reflexión básico. Por otra parte,
creo que asumir las implicaciones o las consecuencias de esta problemática no equivale
a negar ni que el lenguaje sigue siendo la forma básica de comunicación y de expresión
del ser humano, lo cual es obvio, ni que ―como decía Voloshinov (1992)— es a través
del lenguaje que surge la conciencia humana. Ahora bien, en modo alguno ello equivale
a enfatizar tal «comunicabilidad» para admitir, con Gadamer o con Habermas por
[102]
ejemplo ―que pueden recordar un platónico deseo de univocidad, de neutralización de
la diferencia―, que debemos llegar a una situación de habla ideal, de consenso
universal (¿que nos permitiría conocer la totalidad, la idealidad?), excluyendo todo
ruido, toda distorsión, toda excepción (¿toda poesía?)65. Cuando, por ejemplo, Amparo
Amorós asegura que:
El lenguaje es [la] materia tangible, y como tal, de una importancia crucial […]. Detrás de toda
palabra viva que nos conmueve hay un ser que dialoga […]. A falta ―como señaló Heidegger
en nuestros tiempos de indigencia— de otros dioses y otras figuras simbólicas de lo sagrado,
hemos sacralizado un demiurgo: el mensajero ha pasado de ser mediador a ser fin en sí mismo.
Con una invencible propensión al mito (en frase de Gil de Biedma) hemos fantaseado el propio
monstruo implacable que amenaza con devorarnos. Porque, en efecto, lo ha sacrificado todo a
su voracidad: empezando por la noción de sujeto y terminando por los últimos vestigios en él
de mundo o realidad. Su tiranía nos ha sometido al extremo de que todo, incluso nuestro propio
ser le haya sido inmolado en ofrenda: la verdad, el tiempo, la cultura, el pensamiento, la
experiencia, lo otro, nosotros mismos, las obras de creación que pudiéramos hacer no eran más
que lenguaje, lenguajes, actos verbales, sujetos, predicados o enunciados lingüísticos (Amorós,
en Breysse, 1991: 163).
De alguna forma, ¿no se está mitologizando también el diálogo?, ¿no se está
fantaseando también ―retomando la terminología utilizada― sobre el lenguaje y la
comunicación? La experiencia contemporánea del diálogo, de la comunicación, del
lenguaje, no apunta sino al no-entendimiento, a la incomunicación y al silencio —a la
desesperación como indica Celan (2004: 507)— pero también es en ese sentido que
confirma la diferencia, la pluralidad, la disidencia. Retira el velo de una pretendida
transparencia ―idealidad o perfección―, con que llegar al consenso que esconde la
«verdad» ―producida, a su vez, por el consenso― y que no es más que la
neutralización del desacuerdo, de la discrepancia, de la otredad.
Ciertamente, tal concepción devora la noción de sujeto y de mundo pero, a
cambio, advertimos que las nociones se reinventan permanentemente (¿acaso no son
―solo― conceptos, nociones?), que los individuos se construyen, se alteran, se
encuentran en permanente proceso (igual que cambian sus vidas, igual que avanza el
tiempo, inexorablemente). Tal vez también es así como el mundo puede ir
transformándose…
65
Escribe Habermas: «Llamo ideal a una situación de habla en que las comunicaciones no solamente no
vienen impedidas por influjos externos contingentes, sino tampoco por las coacciones que se siguen de la
propia estructura de la comunicación. La situación ideal de habla excluye las distorsiones sistemáticas de
la comunicación. Y la estructura de la comunicación deja de generar coacciones solo si para todos los
participantes en el discurso está dada una distribución simétrica de las oportunidades de elegir y ejecutar
actos de habla» (Habermas, 1994: 153). Entre «esas distorsiones sistemáticas de la comunicación» se
encuentra la literatura y, muy especialmente, la poesía ―que estos autores tienden a relegar al mero
placer estético―; y, más concretamente, la poesía tildada de «hermética» que cuestiona, problematiza, el
lenguaje mediante la experimentación formal.
[103]
En efecto, es desde la problemática del lenguaje que el «propio ser [ha] sido
inmolado en ofrenda». Es, con su inmolación y con su ofrenda, como se cuestionarán
los valores heredados o impuestos («la verdad, el tiempo, la cultura, el pensamiento, la
experiencia…»): también así es como surgirá la posibilidad de elegir, deliberadamente,
otros. Las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik constituyen una
confirmación de tal inmolación, de tal ofrenda, en que desde luego se desmorona,
desaparece, la certeza de lo absoluto para volver a dejar espacio a la incertidumbre de lo
infinito que, de lenguaje, afirma ―negándola― la «verdad» del ser, que es la «verdad»
de la vida:
Las palabras, los cantos, los gritos se suceden sin fin, se cruzan, tropiezan, se confunden. El
ímpetu de la función-lenguaje ha sido llevado hasta la exageración, hasta la exuberancia, hasta
la incoherencia. Las palabras dicen el mundo y las palabras dicen el hombre, lo que el hombre
ve y siente, lo que existe, lo que ha existido, lo que existirá, la antigüedad del tiempo, el
pasado, el futuro de la edad y del momento, la voluntad, lo involuntario, el temor y el deseo de
lo que no existe, de lo que va a existir. Las palabras destruyen, las palabras predicen:
encadenadas o discontinuas, nada puede negarlas. Todas participan en la elaboración de la
Verdad (Éluard, 1991: 95).
Con esta afirmación, Paul Éluard parece acercarse peligrosamente a Lord
Chandos: a todos los que saben cómo el lenguaje, las palabras, la escritura, puede
transformarse en una salvación y en una condena, cómo todo escapa a ella ―y los seres
humanos nos sabemos libres―, cómo ella escapa a todo ―y, en esa huida, nos
apresa―.
[104]
Capítulo segundo
La poesía argentina en la segunda mitad
del siglo XX
[105]
[106]
1. La poesía argentina en la segunda mitad del siglo XX:
«El no-lugar de una desaparición cruzada»
Topamos aquí con un lugar de cruce decisivo, diría incluso fatal, por cuanto podemos
estar ante escrituras que entienden la desaparición (la negación, la autocrítica) como un
desafío concreto y (de)constructivo, al tiempo que esas escrituras son desaparecidas
(invisibilizadas) por el discurso crítico dominante. Estaríamos entonces ante una
especie de invisibilización producida entre y por dos líneas de fuego, dos focos de
negatividad encontrándose en el no-lugar de una desaparición cruzada.
Antonio Méndez-Rubio
Esta reflexión, con la que Antonio Méndez-Rubio abre su texto Poesía’68 (para
una historia imposible: escritura y sociedad 1968-1978), puntúa cómo el discurso
dominante invisibiliza ―desaparece― aquellas poéticas negativas o imposibles
―denominadas aquí de la desaparición―, cuyas formas de alguna manera desacreditan
o hacen peligrar la forma misma, desafían la representabilidad del lenguaje y cuestionan
la validez, la incidencia, de la palabra poética; cuyos contenidos se amalgaman de tal
modo con las formas que se hunden en el baldón, en el duelo o en la interrogación de la
búsqueda utópica que emprenden. Méndez-Rubio descubre ―visibiliza― así, y
doblemente, el espacio de cruce, el entre cifrado en estas escrituras que las hace tan
incómodas, tan desestabilizadoras: el no-lugar que (des)ocupan, el silencio que (no) les
es propio. Insiste en una doble desaparición que es una doble neutralización y una doble
negatividad, lo cual tiene que ver, por una parte, con el poder y, por otra parte, con la
asunción de determinados valores66.
De hecho, pareciera que tales poéticas, no en vano negativas, en su
desconfianza, con su escepticismo, se decantaran por lo que en principio podrían
considerarse disvalores: así la tendencia al silencio, la insistencia en la imposibilidad de
articular significados o sentidos plenos, verdaderos; la epifanía de la muerte y la
intensificación de la falta. No obstante, conviene no olvidar su latido utópico, cómo el
juego con las ausencias es, sobre todo, como de algún modo advertía Blanchot, la
tensión infinita con las apariciones, un lance de intermitencias e intervalos al fin, de
tiempos y distancias.
Con sus cuestionamientos se sitúan en ese no-lugar del espacio literario, en ese
entre propio de lo estético ―«inútil» y necesario margen que todo y nada abarca― y es
tal vez por eso que, desde la discontinuidad y la fisura, estas desaparecidas poéticas de
66
Antonio Méndez-Rubio desarrolla estas ideas en un texto reciente titulado La desaparición del exterior,
donde no duda en confirmar, en este sentido, la existencia de «una renovada y legalizada forma de
fascismo histórico» (2012: 23).
[107]
la desaparición interrogan los valores imperantes perpetuados por el discurso
mayoritario o predominante: así, la unidad, la verdad, la comunicación, la univocidad, el
sentido, la coherencia… Por ello, asimismo, la resistencia y la relativa propagación de
estos textos también exacerban la tensión con otras poéticas mayoritarias que defienden
una escritura de la plenitud, de la solidez, de la estabilidad o de la comprensión desde
una forma —a veces también desde una fórmula— menos rupturista, más conservadora
o realista.
El estallido del sujeto, la insuficiencia del lenguaje y el escepticismo promueven
un discurso inquietante, quizá no tan minoritario como por definición marginal, en el
que apenas se es, se dice, se asegura nada, salvo que seguramente nada puede ser,
decirse, con total seguridad. Por ese motivo, estas poéticas de la incertidumbre enfatizan
la conciencia de su propia fragilidad, de su existencia, de su supervivencia: se trata, por
tanto, de una conciencia material, formal y lingüística. No obstante, al mismo tiempo, la
labor crítica de la poesía también se encuentra ligada, de alguna o múltiples formas, a la
toma de conciencia del poeta con respecto a su lugar en el mundo y al establecimiento
de un compromiso con los otros y con la realidad en la que habita. De algún modo, estas
poéticas cuestionan la existencia de una única perspectiva crítica, de una conciencia
unívoca.
[108]
1.1 La conciencia formal y lingüística
Se ha dicho muchas veces que el rasgo distintivo de la edad moderna ―esta que expira ahora,
ante nuestros ojos― consiste en fundar el mundo en el hombre. Y la piedra, el cimiento en que
se asienta la fábrica del universo, es la conciencia.
Octavio Paz
Hay algo extraño en el hecho de escribir y hablar. El error risible e impresionante de las gentes
es que creen hablar en función de las cosas. Todos ignoran lo propio del lenguaje: que no se
ocupa más que de sí mismo.
Novalis
La poesía moderna y contemporánea persigue una búsqueda imposible. En esa
búsqueda, la poesía conecta sujeto, conocimiento y lenguaje. El orden en la enunciación
de estos tres pilares de la poesía y el pensamiento moderno, al menos hasta la década
del sesenta, puede alternarse pero, en el centro, todavía permanece el sujeto ―si bien
cuestionado― y, a su alrededor, la interrogación sobre sus deseos y sus límites de
expresión y de conocimiento. Como afirma Octavio Paz, la base de esta concepción del
pensamiento ―también de buena parte de la poesía moderna― radica en la conciencia
del ser humano.
A nivel poético, como se desprende de algunos comentarios del primer capítulo,
la importancia de la conciencia del sujeto afecta a distintos ámbitos y provoca
numerosos efectos. En su libro acerca del proceso de las vanguardias francesas, Laurent
Jenny indica:
Una conciencia no sería más que el espacio presentativo donde se componen constataciones
perceptivas, palabras proferidas por orígenes diversos, asociaciones de pensamientos
imposibles de asignar (Jenny, 2003: 59).
La definición del concepto de «conciencia» puede ser complicada y
problemática. Por eso me interesa este acercamiento de Laurent Jenny que, para explicar
algo tan complejo y etéreo como la conciencia, con tantas implicaciones filosóficas,
utiliza una imagen relativamente sencilla: la imagen de un lugar de encuentro o de
cruce, la imagen de un espacio. En lo que a la poesía se refiere, ese espacio llamado
conciencia es efectivamente un espacio de asociación de pensamientos, de reflexión y
de conocimiento, donde poder aproximarse tanto a lo externo como a lo interno, cuya
línea comienza por cierto a desdibujarse. Al tiempo, el espacio de la conciencia es
también un espacio de reconocimiento, un espacio de encuentro con la poesía misma.
Según el
DRAE,
la conciencia es justamente «la propiedad del ser humano de
reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo
experimenta», así como el «conocimiento interior del bien y del mal» y «el
conocimiento exacto y reflexivo de las cosas». Cuando María Zambrano señala que con
[109]
Baudelaire la poesía comienza a tener conciencia, también alude al espacio reflexivo de
(re)conocimiento de la poesía misma; Zambrano apunta: «El poeta está consagrado a la
palabra, su único hacer es este hacerse en él (el lenguaje)» (Zambrano, 2001: 43-44).
Esa tarea de consagrarse a la palabra y de hacerse en el lenguaje ―esa idea tan
unamuniana de proceso67― lleva consigo el trazo, la evolución y la indagación del
sujeto en el texto mismo. A ese carácter específicamente escriturario, de reconocimiento
y reflexión, María Zambrano añade una lectura que abarca un especial compromiso del
autor con su obra, una implicación ética.
La renovación poética contemporánea pasa por la articulación de este fenómeno
de concienciación moderna. Como hemos sugerido a lo largo del primer capítulo, con la
idea de progreso, el auge de la ciencia, el vuelco del concepto mismo de arte y la
velocidad de los cambios, los siglos
XIX
y
XX
intensifican progresivamente la
importancia de la conciencia del sujeto moderno y la cristalización de una mirada
ambigua. En este sentido destaca Octavio Paz que «modernidad es conciencia. Y
conciencia ambigua» (Paz, 1992: 77).
Dentro de la complejidad de la época moderna, de la heterogeneidad
postmoderna, de la ambivalencia ―del «estallido»― del nuevo sujeto, me atrevería a
afirmar que buena parte de la poesía finisecular y contemporánea se mueve entre la
reflexión poético-existencial y la renovación formal. En esta dirección, Hugo Friedrich
indica algunas innovaciones formales al tiempo que trabaja con esa denominación de
Langgässer de «lírico pensador» o con esa idea de una poesía cada vez más
deshumanizada, en la línea de la «deshumanización del arte» de Ortega.
Como hemos visto, el fenómeno de racionalización imperante en la modernidad
atañe tanto al estatuto artístico como al viraje estético. El trabajo con la forma
desemboca progresivamente en la confusión sujeto-objeto y en una suerte de grado cero
de una escritura que, como hemos visto, va cobrando un especial protagonismo en el
puzzle epistemológico, en el enigma ontológico. De ese modo, se produce el fenómeno
de «deshumanización» enunciado por Ortega o, al menos, como advierte T. S. Eliot en
esa misma línea, se produce una «despersonalización del sujeto poético, gracias a la
67
Es célebre el «hacerse» unamuniano en la escritura, en el lenguaje y en el texto en libros como Niebla,
en que el personaje se rebela ―se revela― y explicita ―espectaculariza― la verdadera formación
―ficticia― de una identidad. En este mismo sentido, en Cómo se hace una novela, al explicar el proceso
de cómo se va haciendo uno persona, sujeto textual, Miguel de Unamuno escribe: «San Agustín en sus
Confesiones […] dice que se ha hecho problema en sí mismo: mihi quaestio factus sum ―porque creo
que es por problema como hay que traducir quaestio―. Y yo me he hecho problema, cuestión, proyecto
de mí mismo. ¿Cómo se resuelve esto? Haciendo del proyecto trayecto, del problema metaproblema»
(1977: 109).
[110]
cual su función se parece a la de la ciencia» (en Friedrich, 1959: 242). No obstante, esa
despersonalización está lejos de implicar la inconsciencia con respecto tanto al trabajo
formal del poeta como a las inquietudes, las sensaciones y los pensamientos del sujeto.
A través de la reflexión de T. S. Eliot, Hugo Friedrich especifica que «la
despersonalización del sujeto poético […] pone de relieve la “intensidad del proceso
artístico” e invita no solo a mirar al corazón, sino “más hondo”, es decir “en la corteza
cerebral y en el sistema nervioso”» (Friedrich, 1959: 242). Por último, en su análisis
acerca de la figura del poeta, Friedrich asegura que «sobre sus disonancias y sus
oscuridades reina Apolo, la clara conciencia artística» (1959: 242).
En efecto, la época moderna y contemporánea se caracteriza por una clara
conciencia artística y formal. Ahora bien, en ningún caso ―y se ha insistido en ello―
esta conciencia estética supone una falta de atención o de preocupación ni por los
enigmas del ser humano, ni por los problemas del artista y del sujeto moderno, al
contrario. De nuevo, el modernismo hispánico ilustra esta afirmación, de Rubén Darío y
José Martí a Juan Ramón Jiménez. Las vanguardias históricas, por su parte, optan por
una actitud marcadamente militante y reivindicativa desde el punto de vista estético y en
muchos casos también ético, no exenta de una carga lúdica e irónica —que, de hecho,
podría también aproximarlas a Dionisos—. La década del treinta, como pone de relieve
Raymond Williams (1989), promueve un reajuste del programa estético de los años
veinte; en los años treinta, determinados grupos vanguardistas «autoconscientes» toman
como elemento de ruptura la conciencia estética y la crítica a lo académico (Williams,
1989: 52). El surrealismo es un ejemplo, en este sentido, paradigmático: continúa,
evoluciona, durante la segunda mitad del siglo XX; de hecho, su relectura y su influencia
van a tener un destacado papel en el panorama poético argentino. Las silenciosas,
también a veces silenciadas, «neovanguardias» van a fundirse con una exacerbada
problemática del lenguaje que vuelve a tensar la relación de la poesía con el
pensamiento, de la literatura con el conocimiento, en un regreso a los pálpitos de los
primeros románticos, alemanes e ingleses, aunque también podrá implicar en algunos
casos cierto refugio o escapismo. Hasta la poesía coloquial de los nuevos realismos que
surgen con fuerza a partir de las décadas del cincuenta y del sesenta conllevan una toma
de conciencia y una apuesta formal explícita, aunque su criticidad también pueda ser
tomada en su contra; en cierto modo es lo que sostienen corrientes como las llamadas
poéticas del silencio y, después, las poéticas neobarrocas en Argentina: volver sobre las
[111]
(im)posibilidades extremas de la sintaxis para arrinconar al sujeto, poner en jaque el
conocimiento, la verdad, la realidad, la historia, la estética.
En principio, todo ello responde a una necesidad de adecuación, de
complementación ―siempre y cuando se entienda que ello va a incluir la explicitación
de un pretendido desfase, la representación quebrada―, entre fondo y forma. Esa
«adecuación», que resulta en cierto modo una actualización, tanto como una declaración
estética de intenciones, implica un fenómeno de concienciación que obliga al
replanteamiento de las formas estéticas y de la expresión de las nuevas necesidades del
sujeto (post)moderno. En definitiva, y como decíamos, la adquisición progresiva de una
conciencia estético-formal destacable no es sino fruto de un sistema de pensamiento,
focalizado en el conocimiento y en el hombre. Ese sistema de pensamiento, como
hemos visto y como señala Michel Foucault, va evolucionando, y —como también
hemos visto y señala Michel Foucault— en la evolución de ese sistema de pensamiento
el lenguaje va a jugar un papel fundamental.
Hacia mediados del siglo
XIX
y principios del
XX
XX,
esa conciencia estético-formal de finales del siglo
va a convertirse en una conciencia semiótico-lingüística, es
decir, en la conciencia de un lenguaje formado por un conjunto de signos no
inequívocos, no unívocos, y de un problema teórico general: el problema de las palabras
y las cosas. Como anunciábamos en el primer capítulo, una parte fundamental de la
poesía argentina desde la bisagra del medio siglo escenifica esa tensión entre las
palabras y las cosas; escenificación que rebasa el carácter metapoético de cualquier
composición y que puede englobarse dentro de una clara conciencia formal o, si se
quiere, lingüística. En su artículo «El lenguaje como tema en la poesía argentina
actual», Thorpe Running insiste en una línea poética cuyas «bases textuales» poseen
una destacable «riqueza semiótica» y en la que se rastrea un «alto nivel de conciencia
del proceso poético» (1986: 151).
Esta «conciencia del proceso poético» en la poesía argentina de segunda mitad
del siglo XX desvela el descrédito de la capacidad expresiva y cognoscitiva del lenguaje
y revela, asimismo, como indica Running, una «falta de confianza en la función
tradicional del lenguaje» (Running, 1986: 154). La crítica norteamericana focaliza el
análisis en Roberto Juarroz y otros poetas del entorno argentino de segunda mitad del
siglo (como la poco conocida pero excepcional estudiosa y poeta Laura Cerrato, por
ejemplo). Creo que más allá de su peso como autor en la tradición poética argentina
[112]
contemporánea, la elección central de Juarroz se debe a algunas anotaciones teóricas 68,
pero sobre todo a su célebre «poesía vertical»: poesía de marcado trasfondo reflexivo,
de interés metafísico y de obligado cuestionamiento lingüístico69. De las anotaciones y
la poesía de Juarroz, Thorpe Running extrae el neologismo y el concepto de
«descombrar». Este concepto, enfatizado por Roberto Juarroz y compartido y estudiado
por Laura Cerrato, corresponde al juego textual de bascular entre la palabra y el silencio
o entre lo visible y lo invisible, y así poner de manifiesto también la presencia y la
ausencia de los significados y de las cosas, ya que:
Las cosas, en su parte visible, en su parte descriptiva, contada, histórica, conocida por nosotros,
no nos han servido. Hay que buscar la espalda de las cosas, que es todo el sentido de mi
búsqueda […] parece un juego, pero para mí no lo es. Por ejemplo: ¿cómo sentir la ausencia
como si fuera presencia, y la presencia como la ausencia que es? (Cerrato, en Running, 1986:
155).
Con la poesía de Roberto Juarroz y las acotaciones de Laura Cerrato, Thorpe
Running inicia una interesante reflexión ―de ecos blanchotianos― acerca de las
posibilidades del lenguaje, es decir, de las implicaciones de nombrar y de los intentos de
«desnombrar» también para borrar las huellas dejadas por el (ab)uso de las palabras, o
de determinadas palabras. A raíz de esa reflexión sobre la problemática del lenguaje y
su incidencia en la poesía argentina a partir de las décadas del cincuenta y sesenta, y al
mencionar ese juego textual con la presencia y la ausencia de las cosas, Running recurre
a Alejandra Pizarnik y apunta: «Ella [Pizarnik] y Olga Orozco […] caben dentro de la
categoría de poesía intelectual basada en el lenguaje; y las dos, de hecho, practican el
arte de desnombrar» (Running, 1986: 157).
En efecto, de uno u otro modo, las poéticas de Pizarnik y Orozco implican una
búsqueda existencial u ontológica a la manera heideggeriana, en la cual la palabra —y
en especial la palabra poética— resulta una pieza fundamental para intentar descubrir,
siquiera por el invisible instante, el ser. Trataremos más adelante, entre otros aspectos,
el cuestionamiento y la relevancia del lenguaje en el análisis específico de Los juegos
peligrosos (Orozco, 1962) y de Los trabajos y las noches (Pizarnik, 1965). No obstante,
68
En Poesía y creación (Juarroz, 1980) se encuentran compendiados los trabajo teórico-críticos de este
poeta.
69
La primera Poesía Vertical aparece en 1958. La Segunda, Tercera y Cuarta poesía vertical aparecen en
la década del sesenta. Suponen la cristalización y obviamente el desarrollo más que de la propuesta, de la
búsqueda enunciada a las puertas de los años sesenta y se publican respectivamente en 1963, 1965 y
1969. La obra de Juarroz continúa hasta nuestros días con la publicación de su Poesía Vertical, así
numerada cronológicamente. La denominación nos recuerda a algunas consideraciones sobre forma y
fondo de Barthes en El grado cero de la escritura o más claramente de Gaston Bachelard, y su conocida
distinción entre prosa y poesía, oponiendo la horizontalidad de la prosa a la verticalidad de la poesía
(Juarroz, 1991).
[113]
en el caso de estas dos autoras, creo que bastaría con acudir a algunos poemas-emblema
como «Solo un nombre» o «En esta noche, en este mundo» de Alejandra Pizarnik70, u
«Olga Orozco» y el correspondiente «Con esta boca, en este mundo» de Olga Orozco 71,
para comprobar, como destaca Thorpe Running o como también destacaba Guillermo
Sucre (1985: 222 y ss.) —críticos especializados en la materialidad del lenguaje en el
texto poético—, un cruce entre poesía y pensamiento ―personalmente prefiero hablar
de «conocimiento», de búsqueda «existencial», de pulsión metafísica, etcétera― en que
el lenguaje, la escritura, adquieren un papel primordial.
Creo, con Guillermo Sucre, que la conciencia estético-formal de gran parte de
los creadores modernos aboca en una «crítica del lenguaje», en ese proceso de evidencia
progresiva de la desconfianza en el lenguaje (y, en ese sentido, proponía esa otra
denominación de conciencia semiótico-lingüística). Por una parte, la crítica del lenguaje
surge en el panorama poético de segunda mitad del siglo
XX
a raíz de una conciencia
formal cada vez más sólida. Sin embargo, y por otra parte, la crítica del lenguaje entra a
formar parte de un proceso de concienciación más amplio. A este nivel, explica Sucre:
La crítica del lenguaje […] incide, por tanto, en la conciencia del hombre: lo hace reconsiderar
su posición en el mundo y responsabilizarse con sus palabras: que sus palabras mantengan la
palabra (y la Palabra) (Sucre, 1985: 224).
El lenguaje es sin duda el utensilio más complejo de (in)comunicación y de
expresión del hombre. En ese sentido, la crítica del lenguaje implica el cuestionamiento
de la capacidad expresiva y cognoscitiva real de nuestro utensilio básico de expresión.
Una escritura que propone una búsqueda existencial y ontológica a través de la poesía, y
por tanto de la palabra, interroga obligatoriamente el alcance del lenguaje. Esa
interrogación pone en duda entonces la forma de conocer y de expresarse del ser
humano. Si como decía Heidegger, «el lenguaje es la casa del ser» (1998: 231), la
conciencia formal y la crítica del lenguaje han de incidir obligatoriamente en la
conciencia del ser humano. Como dice Sucre, «lo hace reconsiderar su posición en el
mundo y responsabilizarse con sus palabras» (op.cit.).
La crítica del lenguaje desemboca entonces en otra pregunta acerca del sujeto y
de sus posibilidades. Pero además, en el caso del poeta, el cuestionamiento del lenguaje
exige la asunción de una responsabilidad, de un compromiso; un compromiso con «la
70
En el capítulo siguiente, se trabajan estos poemas (Pizarnik, 2001: 65 y 398), donde se explicita la
vacuidad del nombre, y la distancia con la cosa.
71
Los poemas citados también se analizan en el capítulo siguiente (Orozco, 2000: 77; 1998: 9), con
idéntico pulso.
[114]
palabra (y la Palabra)», es decir, un compromiso con sus propias palabras y un
compromiso relacionado con la fe en la verdad y en el alcance de la palabra. El
enfrentamiento con el problema del lenguaje establece así un pulso, aunque se trate
ciertamente de un pulso trucado:
Este [el escritor] comienza su obra interrogándolo [al lenguaje], reflexionando sobre su poder o
su eficacia. Por una parte, quiere llevar al lenguaje a su máxima posibilidad expresiva; por la
otra, tiene conciencia no sólo de la máxima imposibilidad de lograrlo, sino también del
equívoco que encierra la expresividad misma (Sucre, 1985: 222).
Así, la conciencia formal y lingüística implica el conocimiento de los límites del
ser humano, a través de la reflexión acerca de los límites del lenguaje y los límites del
mundo. Ese (re)conocimiento de los límites del ser no impide continuar con la búsqueda
de un lenguaje capaz de acceder a territorios como el cuerpo o la muerte: dos muestras
de ello serán otra vez las propuestas poéticas de Olga Orozco y Alejandra Pizarnik. Este
ya mencionado carácter utópico, nacido de una escritura «reflexiva» infinita y de una
poesía especialmente «consciente», pone de relieve el compromiso del poeta, más que
con sus propias palabras, con la palabra, con esa (in)capacidad de la palabra. Solo así se
entiende la proliferación de poéticas limítrofes, y de afirmaciones como las que siguen:
No es extraño […] que la historia de la poesía moderna sea la historia de diversos fracasos;
estos fracasos, sin embargo, pueden ser vistos como otras tantas victorias: la victoria de una
conciencia que no renuncia a proponerse siempre lo más alto o lo más difícil y con ello, de
algún modo, arroja una luz acusadora sobre la opacidad del mundo actual (Sucre, 1985: 222)
Todo poema —dijo Kristeva— es un viudo identificado con la muerte. ¿Hay entonces un
fracaso en la poesía? Sí, hay un fracaso. Pero un fracaso que debe celebrarse. Pues de ese
fracaso, deriva la interrupción de la unidad simbólica, poniéndose de manifiesto lo construido
(lo falso) de toda visión totalizadora de lo real (Negroni, 2000-2001: 175).
La conciencia formal y lingüística incluye entonces este conocimiento del
fracaso de una forma o una palabra transparentes, capaces de englobar, de descubrir o
de acceder a las cosas ―hemos hablado de este fracaso, cuna de la blanchotiana
escritura del desastre, en el capítulo primero―. Por una parte, a través de esta
conciencia, el poeta se replantea su lugar como sujeto en el lenguaje y en el mundo. Por
otra parte, toma a su vez conciencia de las dificultades de expresión de lo real, de
desvelamiento de lo desconocido. De hecho, las búsquedas lingüística y existencial y
ontológica no suponen tanto un descubrimiento como un desvelamiento ―otra vez a la
manera heideggeriana―, aquel que como anota Sucre «arroja una luz acusadora sobre
la opacidad del mundo actual» o como puntúa María Negroni: «[pone] de manifiesto lo
construido (lo falso) de toda visión totalizadora de lo real» (op. cit.).
[115]
1.2 La conciencia de una poesía necesaria:
poéticas argentinas en la bisagra del siglo XX
Estos poemas intentan nombrarnos; en alguna medida nos expresan. Procuran para nosotros,
hombres, problemas, animales, cosas, una configuración; nos hacen, precariamente a veces,
tomar una forma que es una manera de tomar conciencia, de llegar a ella. Pienso que es así, una
poesía necesaria.
Francisco Urondo
La multiplicación de las escrituras es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que
hace de la forma una conducta y provoca una ética de la escritura […] No hay literatura sin una
moral del lenguaje.
Roland Barthes
La conciencia formal y lingüística da paso a una toma de conciencia en el poeta
con respecto a su lugar como sujeto, al conocimiento de sus límites, al desvelamiento
último del desengaño o de los simulacros del mundo contemporáneo. El poeta, a través
de su texto, de su escritura, establece un compromiso con la palabra y también con el
mundo. La línea poética ―ya sugerida en el primer capítulo― que se interroga sobre
los márgenes del lenguaje y del mundo no abarca o defiende una simple descripción de
la realidad circundante, más bien todo lo contrario: cuestiona tal realidad como algo
inamovible, en el sentido que abre Paul Celan cuando escribe que «La realidad no está
dada, la realidad exige que se la busque y logre» (2004: 481).
Las poéticas que bucean en el lenguaje para ampliar el conocimiento rebasan
sistemáticamente la anécdota, igual que superan, como hemos repetido, el carácter
metapoético ocasional. La apuesta lingüística implica, a un mismo tiempo, la búsqueda
de un lenguaje capaz de ir más allá del carácter referencial, es decir, tales poéticas
proponen una reflexión acerca del ser humano, de su lugar en las sociedades modernas,
desde su lugar en el tiempo ―en el tiempo disolvente que nos conforma a la manera
heideggeriana― más que en un tiempo, un espacio y unas circunstancias concretas. El
compromiso —como la propuesta— atañe entonces a absolutos y, de alguna manera, se
traza mediante términos inevitablemente abstractos, pero únicamente los que rodean a
una búsqueda que tiene como centro al ser humano.
Como ya anunciábamos, María Zambrano recoge las características incipientes
de esta poesía, poniendo de relieve la conciencia poética moderna y un carácter ético
que de esta se desprende. De hecho, la filósofa habla de una «ética del martirio»
(Zambrano, 2001: 43): según Zambrano, la cuestión ética en lo que respecta a la poesía
moderna no solo se resuelve, sino que nace, a partir de la entrega total, del compromiso
del poeta con las palabras y con la búsqueda de una realidad superior, que para esta
[116]
autora será la búsqueda de la «verdad» (Zambrano, 2001: 43). Es cierto que Zambrano
llena de lirismo una argumentación que poco a poco se transforma en una arenga cuyos
pilares filosóficos y poéticos principales terminan difuminándose. Ahora bien, en esa
apuesta por una ética, la filósofa otorga a la poesía moderna un especial carácter
reflexivo y consciente, a través del cual el poeta moderno construye un compromiso,
además de un lazo con su propia vida y, lo que es más importante, con la vida misma.
Creo que quizá en este último punto se cifra una de las claves de estas poéticas. Lo
ilustraré con un verso de Alejandra Pizarnik, de un poema titulado «Solamente»
perteneciente a uno de sus primeros libros, que es en ese sentido revelador: da este paso
que es también un salto con respecto a esa «verdad» de la que habla María Zambrano en
un principio, con respecto pues a la metafísica tradicional, a su pulso teórico, vacuo,
gratuito: «ya comprendo la verdad // ahora / a buscar la vida» (Pizarnik, 2001: 59).
Este signo resaltado al final de su reflexión por María Zambrano va a marcar, de
un modo u otro, la poesía moderna y contemporánea. De hecho, el lazo entre arte y vida
va a estrecharse considerablemente a lo largo de todo el siglo XX, lo cual significa que la
relación de la poesía con el conocimiento ―que retoma el «atrévete a saber» de la
filosofía tradicional e ilustrada― se ha subordinado, en alguna medida, a la relación de
la poesía con la vida ―que da el salto al «atrévete a vivir» propio de una filosofía que
implica el mismo gesto del verso pizarnikiano, como la filosofía nietzscheana y, en
general, las filosofías «de la vida», no exentas de carga trágica, por cierto―. Las
vanguardias, especialmente el surrealismo —que justamente se relee y, de algún modo,
se prolonga en las décadas argentinas del sesenta y del setenta—, proclaman la unión de
arte y vida desde sus manifiestos, en una evolución clara hacia un mayor compromiso
con el mundo y con la realidad histórico-social (Breton, 1975). Los términos, los
conceptos, «arte», «escritura», «conocimiento», «vida», «historia», «realidad»,
«compromiso» adquieren progresivamente un protagonismo y un peso más que
destacable en lo que respecta a las necesidades y a las inquietudes latentes en las
poéticas de mediados del siglo XX; sus significados, y también su alcance, se mostrarán,
entonces, más abiertos que nunca a las redefiniciones, a la lectura.
A este respecto, acerca de las poéticas argentinas en el medio siglo ―a partir de
la generación del cuarenta―, encontramos una anotación interesante en la Antología
esencial de la poesía argentina (1900-1980). Al abordar los conflictos de la poesía
argentina a partir de las décadas del cuarenta y del cincuenta, Horacio Armani apunta
que:
[117]
Desde entonces [se refiere a la generación del cuarenta] el poeta argentino tomará conciencia
del gran conflicto que envuelve a la lírica contemporánea, conflicto cuyo rasgo más notable,
sin duda, es la ruptura de la actitud que había signado siglos de creación: el paso de lo personal,
lo individual, a lo despersonalizado, a lo universal (1981: 24).
Creo —con Armani— que la tensión entre lo personal y lo universal, lo
individual y lo colectivo, se transforma en uno de los conflictos clave de la lírica
contemporánea occidental; probablemente este pulso también es deudor de ese salto a la
vida, es decir, se encuentre relacionado con la dificultad de aunar poesía y vida. Esa
tensión alcanza a otras clasificaciones críticas, promueve cánones o listados que tachan
de comprometidos o de frívolos a unos poetas frente a otros ―más que a la propuesta
estética y ética que plantean las escrituras―. En cualquier caso, más allá del cariz de
determinadas clasificaciones, y de uno u otro modo, la dicotomía anunciada por Armani
determina y cuestiona las poéticas modernas congregadas especialmente en la bisagra
del último siglo.
Las décadas del cincuenta y del sesenta ofrecen una controvertida pluralidad
contextual —en cuanto a apuestas poéticas y conceptuales se refiere— en un momento
de «impasse». Suponen otra vuelta de tuerca tras las vanguardias de los veinte y su
revisión crítica en los años treinta. De hecho, en esa revisión crítica de la vanguardia,
muchos grupos de artistas ya reclaman la unión del programa estético con el
sociopolítico (Williams, 1989: 52 y ss.) o plantean, como en el caso de Latinoamérica,
un destacable debate cultural. Tras la guerra civil española, la segunda guerra mundial,
las atrocidades del holocausto ―acontecimiento que, a nivel mundial, abrirá una brecha
inequívoca―, la interrogación acerca del papel o del lugar del sujeto y también del arte
se actualiza y llega hasta la célebre afirmación de Adorno acerca de la imposibilidad de
escribir poesía después de Auschwitz (1984b: 248). Desde mediados de siglo, en
Europa, la noción de literatura comienza a asociarse a la de compromiso, reforzando tal
vez equívocamente su carácter social; equívocamente, pues como señala Barthes, desde
el momento en que se instaura como lenguaje —esto es, a partir del siglo
XIX—,
la
literatura conlleva, de forma inmanente, un carácter social.
En Europa ―fuente inagotable, influencia directa en la poesía contemporánea
latinoamericana y especialmente argentina―, la década del sesenta va a caracterizarse
en parte por el auge del existencialismo y del feminismo, por el despertar de
movimientos populares y estudiantiles, precedidos por libros que incitan a tales
movilizaciones como en el caso de La sociedad del espectáculo de Guy Debord
[118]
(1999)72. En lo que respecta al panorama francés73, algunos textos de Sartre y Camus
vuelven sobre la cuestión literaria (es el caso de Qu´est-ce que la littérature? o Le mythe
de Sisyphe), sobre el sujeto (en La Nausée o en L´étranger), sobre la implicación
política (los mencionados anteriormente, las célebres obras de teatro de ambos autores,
de Calígula a Les mains sales). Los ecos de poetas como Paul Éluard o Louis Aragon
resuenan, asimismo, en la reivindicación de un surrealismo de tintes nuevos, en forma y
en contenido (Le livre ouvert o Les yeux d´Elsa constituirán modelos de cambio formal,
en ellos se hace además especial hincapié en el fragmentarismo y la experimentación,
pero también en la relectura, de la tradición literaria, de la historia, así como en la
apuesta por la implicación y el compromiso). No obstante, tales ecos no van a
escucharse menos en los textos de René Char o Henri Michaux (en Fureur et mystère, el
texto más célebre de Char, poeta muy en la línea cosmogónica de Olga Orozco, o en
poemarios como La vie dans les plis o L´infini turbulent del Michaux siempre
experiencial cuyos juegos de lenguaje, cuyo pulso, se asemeja en mucho a la búsqueda
pizarnikiana tanto lingüística como existencial). Toda esta tradición contemporánea,
viva, reafirma y refuerza la línea poética tan consciente, de interés e investigación
formal y de trasfondo metafísico y espiritual que hemos estado esbozando74.
En el caso de la poesía latinoamericana, y más concretamente argentina, la
bisagra del siglo XX apunta a la influencia destacable de algunos de los más importantes
movimientos europeos. Así lo indica Nélida Salvador en La nueva poesía argentina con
respecto, por ejemplo, al existencialismo:
Tampoco debe descartarse la influencia del movimiento existencialista que, a partir de las
traducciones de la obra de Sartre, cobró inusitada divulgación en nuestros círculos literarios
iniciados ya en esa corriente a través de Unamuno, Ortega y Gasset y de algunos filósofos
alemanes. Muchos temas específicos de esta doctrina como la decisión, el compromiso, la
libertad necesaria, el hacerse a sí mismo, el estar en el mundo, pasaron a ser tópicos de diaria
discusión alrededor de 1950, entre los jóvenes intelectuales de ese momento que con gran
72
En este caso concreto es ineludible la referencia al mayo del 68 francés, aunque los movimientos
populares y estudiantiles en esa década también se produjeron en otros países.
73
Tal vez Francia sea el país con mayor presencia en el cruce con la literatura argentina de la segunda
mitad del siglo XX, a través de las vanguardias históricas y posteriormente del surrealismo. No olvidemos,
que hasta entonces, París sigue siendo capital cultural. De hecho, tanto Pizarnik como Orozco —igual que
otros muchos poetas en esta época— viajan frecuentemente en los años sesenta a París, antes de que la
ciudad sea de alguna manera destronada por Nueva York. Aun así, cabe matizar esta importante
confluencia en el contexto de otros intercambios o diálogos, nada desdeñables, como el que se establece
con la tradición inglesa o alemana que se hallan, por ejemplo, en la misma génesis del Frhüromantik,
expuesto más adelante.
74
No se trata de analizar el panorama poético francés a partir de los años cuarenta y en las décadas del
cincuenta y del sesenta. Tan solo se propone el trazado de un esbozo que confirma, de alguna manera, la
emergencia de algunas líneas determinantes en lo que respecta a la lírica europea y que al mismo tiempo
afectan directamente a la lírica argentina en un momento determinado.
[119]
seriedad y agudeza reflexiva se interesaban por todos los problemas de la existencia humana
(Salvador, 1969: 23).
El influjo existencialista, cuyo planteamiento no deja de ligar poesía y
pensamiento, arte y vida, estética y ética, viene además de la mano de la lectura de los
pensadores españoles, de los filósofos «alemanes», escribe Nélida Salvador; la obra de
Martin Heidegger se sitúa sin duda al centro ―de hecho, «el estar en el mundo» así nos
lo recuerda― en este fomento, en esta búsqueda, de una reflexión nueva que cuente
efectivamente con el enigma de «ser ahí», con una esencia que no puede darse sin una
existencia, y viceversa.
Al mismo tiempo, alrededor de los años cincuenta, la poesía argentina efectúa
una suerte de giro que va a dar como resultado una suerte de crisol poético,
deslumbrante, heterogéneo. Según la misma crítica: «Hacia 1950 la actividad poética
argentina genera múltiples tendencias innovadoras que responden a un evidente cambio
de perspectiva estética y vital» (1987: 7); de nuevo, la perspectiva estética parece ir
acompañada de la perspectiva vital en un momento en que en la Argentina ya
comienzan a visualizarse los estragos causados por las totalitarismos, las autocracias y
los golpes militares que se inician en la década del treinta y van a continuarse, como
hemos recogido, en las décadas posteriores. La sucesión de dictaduras, el clima de
disconformidad y la toma de conciencia frente a los acontecimientos político-sociales
van a provocar en parte ese cambio mencionado por Nélida Salvador y que ya avanza el
poeta e intelectual ―por cierto «desaparecido»― Francisco Urondo en su importante
estudio Veinte años de poesía argentina (Urondo: 1968).
En ese texto, Urondo también fija el punto de inicio para el cambio en la
influencia del existencialismo, sobre todo a través de la creación de la revista
«Contorno»:
«Contorno», en su renovación cultural se ve teñida por la influencia —ponderable, aunque
foránea— de Jean-Paul Sartre y su revista «Temps modernes» […] —una cosa es influencia y
otra es sometimiento—, en que el notorio nacionalismo responde también a una voluntad de
creación, forzada por la necesidad de romper situaciones agobiadas por la ya mencionada crisis
a que nos obliga el crecimiento (Urondo, 1968: 64).
La reflexión de Francisco Urondo continúa hasta abogar por la necesidad del
surgimiento de una poesía eminentemente política, es decir, por la utilización del marco
literario y poético para la expresión de las dificultades sociales y de las injusticias
políticas. Francisco Urondo defiende así la inminencia y el surgimiento de la
«politización» de la poesía:
[120]
Estos escritores [los creadores de la revista «Contorno»] no son insensibles al cambio que
comienza a sentirse en las postrimerías del peronismo y que devendría en una franca
politización a partir de la llamada Revolución Libertadora […] esa paulatina toma de
conciencia, donde la politización resulta ser un buen vehículo (Urondo, 1968: 64-65).
El énfasis aquí ya no está puesto en la conciencia formal y lingüística, sino en
una conciencia política y social que empezará a verse reflejada poéticamente ―y no
siempre desde las poéticas que apuestan por una actitud más vanguardista o
experimental en el ámbito formal, como veremos más adelante―. En cualquier caso,
cabe señalar que, a partir de la década del cincuenta, el peso y también la visibilidad de
esa conciencia social en la escritura poética parecen determinar el compromiso del poeta
con el mundo, este último entendido como la «realidad propia», como el entorno más
inmediato y cercano. Es esta cercanía ―según creo― la que también encuentra un
importante eco en una nueva generación de lectores, igual que parece establecer una
considerable distancia con respecto a otras poéticas de generaciones anteriores. En
opinión de Luis Ricardo Furlán:
Los poetas del cincuenta trajeron a la lírica argentina un vigor renovado y cierto
desentendimiento con métodos y actitudes de otras promociones literarias, especialmente con
su antecesora en la década inmediata […] El hecho básico donde se afirma la diferencia está en
el tono humanista y universal de esta generación (1963: 5-7).
No obstante, algunas veces, la consecuencia del surgimiento de este interés
social y político directamente ―en ocasiones también explícitamente― trasladado a la
poesía resulta la simplificación crítica de un panorama inmensamente complejo. La
década argentina del sesenta se asocia, más que con una poesía altamente politizada
―creo que así es en el conjunto de la poesía argentina de la segunda mitad del siglo XX,
y hasta de gran parte de la poesía en términos generales, ya que toda estética implica
una (lectura) política―, con el regreso de un lenguaje «poético» básicamente
referencial. Esta última característica, la pretendida comunicabilidad de un «nuevo»
lenguaje poético, delimitaría así —como expone Luis Ricardo Furlán— el grado de
«humanidad» o de «universalidad» de una determinada línea poética o de una
generación poética que, en realidad, no responde sino a un grupo forzosamente
heterogéneo de poetas o, mejor, a un grupo ―extraordinariamente diverso― de textos
más o menos simultáneos75.
75
Furlán menciona a poetas asociados a la década del cincuenta que, en realidad, todavía no exponen o
defienden sus opiniones políticas o sus inquietudes sociales; tan solo comienzan a escribir con un
lenguaje poético menos elaborado o simplemente no mantienen una filiación tan estrecha con las
vanguardias. Sin embargo, como detallaremos más adelante, vamos a encontrar adjetivos similares en los
críticos que hablan de «sesentismo» para referirse a una poesía (que coparía la década argentina del
[121]
De nuevo, algunas especialistas en esta etapa como Cristina Piña o Nélida
Salvador intentan rescatar los antecedentes de una década desbordante o desbordada —
como veremos— por las distintas corrientes, por la diferencia de las propuestas, y hasta
por la singularidad de no pocos poetas. En este sentido, Nélida Salvador aclara que:
A medida que avanza la década del 50 esta toma de conciencia frente al ámbito circundante y a
los acontecimientos históricos de nuestra época se agudiza y se diversifica en múltiples
perspectivas de asedio […] Otras veces la aproximación al ámbito circundante se resuelve en
esencial ahondamiento que apoya su afán de trascendencia en ese marco vital que nos delimita
cotidianamente. Amelia Biagioni, José Isaacson, Alejandra Pizarnik, Magdalena Harriague,
Antonio Requeni y Alfredo Veiravé… […] Esta común actitud reflexiva se manifiesta en la
producción poética individual por medio de variadas fórmulas estilísticas y con lineamientos
que oscilan entre la actitud crítica y la proyección metafísica (Salvador, 1987: 9-12).
En la misma dirección, advierte Cristina Piña:
Erróneamente, se ha tendido a considerar la década del sesenta marcada de forma casi
hegemónica por la poesía de tono coloquial y orientada hacia las preocupaciones sociales que
continua al «realismo humanista» de los cincuenta […] pero no puede olvidarse que, por un
lado, se desarrolla una línea de corte metafísico, cuyos representantes mayores en sus dos
variantes son Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz, pero que también incluye a Elisabeth
Azcona Cranwell y Miguel Ángel Bustos… (Piña, 1996: 31).
En paralelo a la situación europea, la década latinoamericana y argentina del
sesenta abre la veda a una poesía en la que destaca un lenguaje referencial que da
muestras del habla coloquial y defiende una concepción lingüístico-poética cuyo suelo
es una supuesta comunicabilidad, en el afán de escenificar la realidad inmediata y, de
forma más o menos evidente, la situación político-social. No obstante, y como veíamos,
otra línea poética fundamental habría continuado con la línea vanguardista,
transformándola en «la vertiente neorromántica, la surrealista, la nacionalista y la del
realismo romántico de la Generación del Cuarenta»; vertientes o «generaciones
canónicamente establecidas por los estudios de poesía argentina contemporánea» (Piña,
1996: 10), cuya culminación en los años sesenta patentiza la amplitud del panorama
poético argentino en la segunda mitad del siglo XX.
Por tanto, las distintas aproximaciones subjetivas al mundo, a la realidad y a lo
real, evidencian escrituras diferentes, distintas propuestas poéticas y lingüísticas; en
estos años, además, revelan concepciones muchas veces antagónicas del lenguaje y la
escritura, así como posicionamientos estéticos y políticos igualmente diversos. En la
sesenta) que utiliza un lenguaje más coloquial o referencial y que empieza a reflejar inquietudes sociales
y políticas en el contenido de sus textos. Me gustaría señalar que gran parte de la bibliografía a este
respecto está conformada por libros, artículos —o incluso antologías— escritas y publicadas a finales de
la década del sesenta, muchas veces por poetas que pertenecían a un grupo poético determinado. En estos
casos, es perceptible y problemática la falta de distancia crítica a varios niveles.
[122]
década argentina del sesenta proliferan poéticas muy diferentes entre sí pero
simultáneas en el tiempo. No obstante, como afirma Michel Foucault:
Cuando un pensamiento prevé el fin de la historia, otro anuncia el infinito de la vida; cuando
uno recorre la producción real de las cosas por el trabajo, el otro disipa las quimeras de la
conciencia; cuando uno afirma las exigencias de la vida del individuo junto con sus límites,
otro las borra en el murmullo de la muerte (Foucault, 1999: 273).
Quizá en el panorama poético argentino sucede algo similar a partir de la década
del sesenta ―década que estallará y marcará el rumbo de las décadas posteriores al
menos hasta los años ochenta―; también ocurre algo parecido al intentar abarcar su
análisis. La década del sesenta concentra el conflicto, clásico pero no menos
contemporáneo, entre las poéticas que explicitan un interés histórico-social y aquellas
que, desde un lenguaje más críptico o un contenido aparentemente más hermético, no
pueden sino abstraerse ―aparentemente— de la realidad inmediata. Ambas están
comprometidas con una determinada búsqueda porque ambas bucean entre lo conocido
y lo desconocido para mostrar algo, para hacer visible algo. Ambas se interrogan
indefectiblemente acerca del ser humano y del sujeto moderno y contemporáneo, desde
la conciencia y la convicción de una poesía necesaria. Por eso, creo que la cuestión no
radica en contraponer dos apuestas que fracturen implicación social y poesía del
«límite» o de «pensamiento», de reflexión acerca de la capacidad del lenguaje. La
cuestión reside más bien en la necesidad de un análisis exhaustivo de una propuesta
estética concreta, de su implicación ético-política, de sus presupuestos filosóficos, de la
inquietud que promueve, de la brecha que abre, si es que abre alguna, y del
acontecimiento que ha significado ―o no― descubrirla.
[123]
2. 1960. Poesía / Buenos Aires
Los ‘60 son simultáneos proyectos antagónicos. Son muchas poéticas conviviendo
dentro de un mismo espacio.
Ramón Plaza
En la segunda mitad del siglo
XX,
la muestra de poesía argentina se presenta
especialmente abundante, hasta prolífica. A partir de la década del cincuenta, se
disparan los movimientos y las corrientes estéticas, las revistas literarias definiendo lo
poético y su futuro, los últimos manifiestos proclamando las rupturas y los cambios. Los
años sesenta continúan paradigmáticamente con esa proliferación de poéticas y de
poetas. Sin duda, esa proliferación complica el estudio del panorama poético argentino
en esa década, a distintos niveles.
El análisis de la década argentina del sesenta depende —al menos
relativamente— del estudio de la producción poética de los años anteriores: los sesenta
son el resultado de la reestructuración vanguardista o del legado tradicional, de la
generación del cuarenta o de la poesía conversacional de mediados de los cincuenta, de
la experimentación con el lenguaje o de la inserción de la música popular y el habla en
poemas o poemarios casi inclasificables. La década del sesenta reúne, así, todas estas
características en múltiples manifestaciones.
De hecho, creo que los años sesenta, en lo que a poesía se refiere, agrietan la
idea de género y tal vez también la idea de literatura. En esta década la poesía argentina
se sitúa, en general, cada vez más al límite de otros lenguajes o de otros discursos: del
pictórico y del musical pero, también, y especialmente, del específicamente audiovisual,
político o filosófico. No olvidemos que el concepto «postmoderno» de escritura rompe
algunas de esas barreras, de esos márgenes, tan estéticos como políticos. Como
veremos, se trata de apuestas poéticas sincréticas y dispares; algunas de las cuales
deberán recomponerse para evolucionar hacia una poética consistente y coherente;
otras, en cambio, que desvirtúan su intención y su impulso en poco tiempo, acaban
adscribiéndose a la lógica y al discurso dominante, latente en los (ab)usos de los medios
de comunicación y los modelos o representaciones hegemónicos.
Con todo, permanece una imagen doblemente quebrada de la poesía argentina en
esos años. Por una parte, hay una imagen frecuente que consiste en oponer
sistemáticamente dos propuestas poéticas de signo distinto; por ejemplo, poesía
«política» frente a poesía «metafísica»; los adjetivos son críticamente dudosos en la
medida en que caen en una separación obsoleta y, por tanto, sin sentido, aquella que
[124]
divide, como oponiéndolos, contenido y forma, para centrar su valoración en un
contenido, no solo impreciso, indefinido (¿indefinible?), sino altamente relacionado
entre sí: no hay metafísica u ontología ―visión de lo que es, del ser humano, de su
constitución y lugar en el mundo, de su trascendencia― que no implique una política, y
viceversa ―no hay política que no esté sustentada en una filosofía del ser, del sujeto, de
su libertad, etcétera―, y menos si pensamos en las políticas y en las filosofías
contemporáneas. Cabe añadir que, alrededor de esta oposición, suelen acercarse o
alejarse otras propuestas consideradas comúnmente individuales o secundarias.
Por otra parte, hay otra imagen que resulta de una suerte de relativización
extrema que dispersa la obra de cada poeta, sin adscribirla ni al contexto de la poesía
argentina del momento ni a un período concreto de contacto con otras obras y
manifestaciones históricas y estéticas; como si singularidad u originalidad fuesen
incompatibles con heterogeneidad, diversidad o diferencia, y no pudiesen establecerse
diálogos divergentes e (in)comunicaciones susceptibles de enriquecer, por lo demás,
cualquier panorama poético.
En cualquier caso, entre estas dos imágenes podrán matizarse otras, capaces de
releer ―de matizar a su vez― tales extremos. Cabe, no obstante, destacar que la
muestra de poesía argentina en la década del sesenta, que se encuentra en las antologías
y estudios mayoritarios, suele concentrarse en aquellos textos que se publican en
Buenos Aires en una época de reafirmación, de auge, de la poesía nacionalista. Por
tanto, una poesía —quizás minoritaria pero no menos importante— permanece, también
aquí y en gran medida, velada y desconocida.
[125]
2. 1 Líneas generales de la poesía argentina del 60.
El «sesentismo» y la poesía coloquial: algunos aspectos problemáticos
El tramo recorrido desde las últimas vanguardias históricas hasta la década del
cincuenta y su reafirmación, como su rechazo, en los años sesenta presenta distintas
complicaciones. En principio, y como señala Herrera en relación a la poesía
contemporánea, «la generalidad de la escritura […] sigue fiel a las premisas dictadas por
el vanguardismo: discontinuidad, desequilibrio, disonancia, destrucción…» (Herrera,
1996: 14). Y, ciertamente, una parte de la poesía argentina en los años sesenta continúa
con el legado de la vanguardia: ya hemos aludido a cómo muchos estudiosos de esta
época hablan de una «nueva poesía», de la evidencia de una ruptura (Salvador, 1969:
15-16; Fondebrider, 2000-2001: 10).
A la hora de intentar fijar el panorama poético argentino en la década del sesenta
—década especialmente paradigmática que, además, alberga algunos de los textos que
se convertirán en referentes de las poéticas más sólidas, como las publicaciones que
analizaremos de Olga Orozco (Los juegos peligrosos, 1962) y de Alejandra Pizarnik
(Los trabajos y las noches, 1965)—, las fronteras cronológicas, literarias y críticas se
presentan difusas. De un lado, es necesario remontarse a la década del cuarenta no tanto
para rastrear los antecedentes inmediatos como para encontrar el origen de muchas
poéticas que cristalizarán o se definirán quince y veinte años más tarde. De otro lado, y
como señala Américo Ferrari, el medio siglo y las décadas cercanas parecen
componerse también de recuperaciones teóricas y ambiguas confluencias poéticas.
Más allá, la década del sesenta concentra diferentes poéticas herederas de un
trabajo formal y un cuestionamiento estético, de una reflexión acerca de la realidad, el
lenguaje y lo real, y en definitiva del espíritu cercano de las vanguardias históricas. Al
margen de determinados movimientos, corrientes o grupos poéticos que explicaremos
más adelante, Horacio Armani insiste en la importancia de las individualidades poéticas
durante este período. Concretamente en la década del cincuenta y en el paso a los años
sesenta, Armani sitúa la aparición y la influencia de la revista «Poesía Buenos Aires»,
que daba cabida a «creadores disímiles entre sí» pero unidos por una «actitud nueva en
la raíz de su concepción poética» (Armani, 1981: 25). En efecto —y como veremos más
adelante— «Poesía Buenos Aires» muestra un despliegue, en muchos casos también el
despegue, de poéticas muy distintas y sin embargo no tan distantes en cuanto a la actitud
con respecto a la creación poética y sus implicaciones.
[126]
Esta idea sostenida de alguna forma por la revista «Poesía Buenos Aires» podría
representar el núcleo contextual alrededor del cual inscribir las inquietudes poéticas de
Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, así como algunos de los signos decisivos de Los
juegos peligrosos y Los trabajos y las noches. La revista acoge a surrealistas,
invencionistas, poetas adscritos inicialmente a la «generación del cuarenta» o
englobados después en una suerte de subgrupo que alía poesía y metafísica. «Poesía
Buenos Aires» reúne la esencia de la línea poética ya extensamente dibujada, aunque
representa solo una parte del contexto poético que ofrece la década del sesenta.
Esta revista, su nombre, su emblema, escenifica de alguna manera parte del
problema, del enfrentamiento, de los rasgos de este período. La década del sesenta
también se caracteriza por una respuesta progresiva a la propuesta teórico-formal de la
vanguardia y a los herederos de determinados cuestionamientos asociados a la tradición
vanguardista. Desde mediados de la década del cincuenta, una serie de poéticas
reivindican la «aproximación a la prosa» y la «llaneza retórica» al tiempo que un
regreso a la «referencialidad» y a la «reducción de las metáforas al mínimo
imprescindible» (Anadón, 1996: 247). La experimentación formal de esta escritura
radica en gran medida en su cercanía con la lengua hablada, y sus características se
sintetizan a menudo en el «tono conversacional» que explica así César Fernández
Moreno:
Se trata de la poesía que se puede comunicar oralmente a todas las personas y no únicamente a
un restringido y exclusivo círculo de poetas, como era el caso de la revista Canto o el de las
ediciones de Daniel Devoto, o el de Poesía Buenos Aires en su costado invencionista. Se trata
de la poesía que tiene la virtud de permitir que la reciban más sin dimitir, por ello, sus más
profundas exigencias de calidad, de elaboración y de alquitranamiento del lenguaje (en
Fondebrider, 2000-2001: 7).
La explicación del «tono conversacional» de esta apuesta poética resulta en
realidad la respuesta a una línea poética tachada de hermética, oscura, intransferible y
asociada, por una parte, a la renovación conceptual reivindicada por los románticos
alemanes y anglosajones a principios del siglo
XIX
y, por otra parte, a la renovación
formal de finales de ese mismo siglo, concentrada esencialmente en Francia y que
permite la evolución hacia las vanguardias históricas, esto es, la ruptura con la poesía
clásica. De hecho, creo que la llamada poesía coloquial o conversacional no destaca
tanto por esa apariencia o aparente evidencia del predominio del mensaje, es decir, del
fondo frente a la forma. Al contrario, tal vez la poesía coloquial destaque por un intento
distinto de correspondencia entre fondo y forma, que los vuelve a alejar, así como por
[127]
un énfasis en la importancia de un interlocutor personal y socialmente implicado al
tiempo que de una recepción masiva y de una suerte de inmediatez en la transmisión del
mensaje; solo así se entiende el acento en las «exigencias de calidad, de elaboración»
que pone Fernández Moreno.
No en vano autores como Jorge Santiago Perednik insisten en la etiqueta de
«poesía inmediatista» a la hora de señalar estas poéticas, apuntando a la inmediatez del
contenido de los poemas pero, también, y al tiempo, de la forma: «También se defiende
una escritura inmediata», apunta Perednik, no sin explicitar la actitud de «unánime
repudio a las escrituras complejas, a la minuciosa tarea con el lenguaje, a lo que llaman
“artificio”» (1989: ix). A través de este comentario de Jorge S. Perednik se entienden
mejor si cabe otras etiquetas creadas para definir estas poéticas, las de «poesía
coloquial» o «poesía conversacional» ya mencionadas, por ejemplo: tal inmediatez de la
escritura (procedimiento ―proceso― intrínsecamente mediato, cuya definición misma
revela la interferencia, la intercesión, la mediación ―del signo, del trazo, de la
huella―) no es sino una negación de la escritura y de la escritura poética. El propio
Fernández Moreno, en la cita que nos ha servido de punto de partida, insistía desde su
comienzo en esa negación, rechazo o abdicación, de la escritura: «Se trata de la poesía
que se puede comunicar oralmente a todas las personas» (op.cit., introduzco el
subrayado). En principio, toda «poesía puede comunicarse oralmente a todas las
personas», ¿o no?
Fernández Moreno insiste, en un primer momento, en una visión comunicativa
de la poesía, y por tanto del lenguaje, que conlleva la aceptación o, mejor, la defensa de
un modelo lingüístico dialógico e ideal, que obvia la incomunicación y da por supuesta
una pretendida transparencia del lenguaje, una eficacia comunicativa, capaces de lograr
que los seres humanos lleguemos a cierto consenso por mediación del lenguaje. Para
ello, otro presupuesto se impone: utilizar las palabras en un mismo y único sentido. Por
tanto, estas poéticas sobreentienden, con su univocidad, la unicidad lingüística que, en
principio, promoverían los nombres «comunes», las expresiones «universales»,
compartidas por una ―misma― comunidad. En última instancia, esa univocidad y ese
acuerdo implica también cerrar el sentido de los enunciados e impedir que se filtre
cualquier «ruido» ―término que uso en su acepción lingüística―, que se abra cualquier
grieta, cualquier quiebra, cualquier interrogación. Ello obligaría, en definitiva, a
renunciar a utilizar metafóricamente el lenguaje ―aspecto que explicita, como ya
apuntaba Pablo Anadón (1996: 247)― y a neutralizar su carácter expresivo y creativo,
[128]
que lo vuelve capaz de mostrar, de desvelar, zonas oscuras, ininteligibles, desconocidas,
que lo convierte también a veces en fuente de provocación y de interpretación, abierto a
lo inesperado, a lo diferente, y casi diría a lo irrepetible. Es en este terreno que avista la
noción de «acontecimiento» donde también se inscribiría la experiencia estética y,
especialmente, la experiencia poética en la contemporaneidad; como advierte Miguel
Casado, se trata de «perseguir una grieta, un desajuste, forzarlo, aprovechar ese
conocimiento para aprender a producir un cambio… Esta clase de deseo es la energía
utópica de que surge el poema, y también la que lo constituye como político» (2009:
82).
Volveremos un poco más adelante sobre la cita de Casado, sobre todo en lo que
respecta a su última parte, pero retomemos las palabras de Fernández Moreno:
«comunicar oralmente», decía el poeta y crítico. Es lo que parece: este modelo
comunicativo del lenguaje está estrechamente ligado con la defensa, la ―tan
platónica76― superioridad, de la oralidad. En la (post)modernidad, autores como
Gadamer, la hermenéutica en general, también privilegiarán la posibilidad de la
comunicación plena y ensalzarán la oralidad frente a la escritura, que en las poéticas
aludidas destaca porque, como indica Guillermo Ara, «les es común un lenguaje
inteligible, decoroso y de resonancia simpática eficaz» (Ara, 1970: 164); también, y más
concretamente, por la «importancia de la sencillez en la estructura sintáctica, así como
de su repetición paralelística» (Mansour, 1993: 20) o por una «selección léxica» que
Mónica Mansour concreta como sigue:
76
El célebre rechazo platónico de la escritura, que sin lugar a dudas inicia también toda una tradición en
ese sentido, queda reflejado sobre todo en su diálogo Fedro, especialmente a través del mito de Thamus y
Theuth, donde el remedio [phármakon] contra el olvido que parecía ser la escritura se revela veneno [este
es el doble sentido de phármakon] para la memoria, para el espíritu. Recojo quizá el diálogo más explícito
de la obra: «Cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth: “este conocimiento, oh rey, hará más sabios a
los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”.
Pero él le dijo: “¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o
provecho aporta para lo que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las
letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que
producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito,
llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismo y por
sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio.
Apariencia de la sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad». (Platón, 2006a: 398-400
(274e-275b)). La escritura aparece en el texto asociada al reino de la apariencia, de las sombras, es una
pseudomemoria, copia de copia, por lo que se halla muy lejos de la esencia y, por tanto de la verdad; es
copia de lo oral, que se situará, por el contrario, más cerca de la luz y de las ideas. El filósofo que se
situará en las antípodas de esta teoría platónica es Jacques Derrida que es un firme defensor de la escritura
frente a la oralidad, y propone un giro en esta tradición que va a implicar un cambio radical de paradigma.
La respuesta explícita de Derrida a la teoría platónica, y a lo expuesto en Fedro, es el texto titulado «La
farmacia de Platón» incluido en La diseminación (2007: 91-261).
[129]
El vocabulario utilizado incluye siempre los términos de uso más cotidiano (así como las
formas más usuales, por ejemplo, la perífrasis verbal del tiempo futuro), los términos
considerados exclusivos de otros tipos de discurso (publicitario, jurídico, eclesiástico,
periodístico), palabras o frases de otros idiomas y la jerga típica de ciertos estratos
socioeconómicos llamados «populares», dentro del mismo conjunto cultural (1993: 21).
Mansour añadirá a este listado el recurso a algunas expresiones del refranero y el
cancionero tradicional, señas habituales de estas poéticas y, sobre todo, del lenguaje
oral. La oralidad termina quedando entonces, y como es lógico, cercana ―como
también muestran las anotaciones de Mónica Mansour― a la tradición, a la norma ―al
decoro, según escribía Guillermo Ara―, y a un sentir mayoritario en el que se diluyen
las minorías, otra vez la diferencia, la excepción. La introducción de otros discursos y
lenguajes, que en cambio parece revelar riqueza, otredad, cambio, no deja de concordar
con lo oral y apunta a lo divulgativo, expositivo e informativo: nótese que se trata
siempre de discursos próximos, masificados, repetibles, que se dan como evidentes,
inteligibles de por sí, claros y obvios, en los que no parece que haya nada que pensar,
pues a primera vista solo expondrían información, contenido que únicamente explican,
como encubriendo la forma, a veces hasta con cierto espejismo de autonomía, de
solidez77… La oralidad clausura de nuevo, y especialmente, la posibilidad de
cuestionamiento, fractura, desvío, y su copia no puede sino duplicar esa clausura. De
hecho, el oído tiende efectivamente a canalizar, a simplificar ―la sencillez o la
simplicidad suelen resaltarse sistemáticamente (las encontramos en Perednik, 1989: ix o
Mansour, 1993: 17)―, a reducir o a generalizar.
Esta generalización es justamente la tercera característica que destacaba
Fernández Moreno: la poesía coloquial o conversacional pretendía «comunicar
oralmente a todas las personas» (op.cit.); también otros críticos, como Jorge S. Perednik
insisten en esta «idea de que la poesía debe llegar a todos» (1989: ix; el subrayado es
mío). Esta totalidad indefinida, en que todas las diferencias parecen fundirse, diluirse,
apunta circularmente al «mismo conjunto cultural» del que habla Mansour, es decir, a
cierta idea de comunidad, donde hay unos sujetos vinculados, al menos en este caso, por
un mismo lenguaje, que por tanto tienen en común los signos con los que, de alguna
manera, «comulgan», para (re)establecer la «comunicación recuperada», como dice
77
También Walter Benjamin analiza esa pretendida exactitud del lenguaje periodístico, que critica en El
narrador, en cuyo texto leemos: «Ya no nos alcanzan hechos que no estén impregnados de
explicaciones» (Benjamin, 2009: 47). Es curioso cómo, en este texto, Benjamin va a defender cierto tipo
de oralidad pero muy lejana a todos estos discursos: propone recuperar una oralidad que es auténtico
relato, la oralidad del consejo, de la memoria, que conllevará, como la escritura, una herencia y una
promesa infinitas.
[130]
Teodosio Fernández (1992: 78). Y es que, en efecto, por un lado, parece que la idea
―de que el lenguaje poético es comunicativo― se ha perdido, lo que quiere decir que
se escribe o bien para recuperar una pretendida tradición, o bien para enfrentarse o
remplazar los movimientos que han ido sustituyendo a esa pretendida tradición; porque,
por otro lado, esta totalidad indefinida a la que pretenden dirigirse estas poéticas resulta
ser más exclusiva de lo que, en principio, se prevía.
Las poéticas coloquiales, conversacionales, inmediatistas trabajan a partir de
certezas que abrazan al hombre con un tiempo concreto, estático, cerrado, acaso
también en lugares más tangibles y próximos. En este sentido, la reivindicación de la
capacidad referencial del lenguaje, de la posibilidad de comunicación y de reproducción
de una realidad suficiente, las enfrentan a la generación del 40, a los movimientos
vanguardistas propios de la generación del 50, y a los grupos y poetas que se reúnen en
torno a la revista «Poesía Buenos Aires»; todos ellos publican sus obras más destacables
durante esta década del sesenta, como veremos en los epígrafes posteriores78.
Desde mediados de los años cincuenta y a partir, sobre todo, de la década del
sesenta, se va a escenificar la contraposición de estas dos opciones poéticas tan
generales como radicalmente contrarias, al menos teóricamente; propuestas poéticas
marcadas en realidad por disyuntivas «clásicas» (oralidad / escritura, sencillez /
complejidad; simplicidad / hermetismo; realidad / ilusión; verdad / ficción; etc.) que, tal
vez, se presentan con otros términos, pero en cualquier caso nunca antes enfrentadas tan
abiertamente. Alfredo Roggiano anota a este respecto:
Viendo estas proposiciones sobre la poesía actual dentro del panorama general de la literatura
argentina […] no resulta arbitrario simplificarlas hasta su reducción máxima: la esencia de la
poesía, su naturaleza, su razón de ser, tiene, como Jano, dos caras; una que mira hacia la
realidad de la naturaleza, realidad preexistente, de la que sale y a la que vuelve en actitud de
canto celebratorio de paz y de armonía, y otra que mira hacia una posible realidad totalmente
inventada, a la que va desde la fantasía y la voluntad del sujeto a la cacería de metáforas y
símbolos, en guerra siempre con todo lo establecido y en una interminable aventura hacia lo
indeterminado e infinito (Roggiano, 1963: 7).
De hecho, esta línea poética defensora de un contenido sencillo, reconocible,
cercano, al tiempo que de una forma pretendidamente coloquial o conversacional,
tradicional —aunque alejada de los tropos—, paradigma de la búsqueda de «la paz y la
armonía» ―como tan lúcidamente anota Roggiano― se presenta como una irrupción
definitiva en la década del sesenta. Quizá por eso buena parte de la crítica bautiza a esta
vertiente poética como «poesía sesentista» (así, Pablo Anadón o Jorge Fondebrider,
78
En la cita ya comentada de César Fernández Moreno, el poeta y crítico se desmarca explícitamente del
grupo de «Canto» ―la generación del 40―, de «Poesía Buenos Aires» y del invencionismo (op.cit.).
[131]
quien habla de «fórmula aplicada para describir el “sesentismo”» por ejemplo (20002001: 9)).
Esta denominación resulta equívoca en varios sentidos: de un lado, niega la
continuación de una línea poética que hereda pero también renueva el romanticismo y la
vanguardia en los años sesenta —además, presiente y permite la aparición de las
poéticas del silencio, por ejemplo, en la década del setenta—. De otro lado, la irrupción
de nuevas poéticas, en contraste con las poéticas «vanguardistas» anteriores o
simultáneas, implica justamente una abertura a otra concepción poética que da cabida a
muy distintas manifestaciones.
La poesía de tono coloquial reclamando el reconocimiento de un discurso
fácilmente identificable también se explicita, por ejemplo, en el «tango-poesía». Esta
reivindicación de una tradición claramente ligada a la ciudad de Buenos Aires tiene,
como explica Marcos Ricardo Barnatán (1965), como foro de discusión y de
propagación la revista «El Barrilete» y se presenta con un lenguaje reconocible y
específico, muy próximo al habla —y hasta a la jerga—. El tango-poesía se sitúa así en
un extremo de una poesía y de una concepción poética fruto de la llaneza estilística y de
la identificación del contenido, reduciendo lo expuesto con algunas de las características
habitualmente más destacadas (por ejemplo, en Anadón, 1996: 247)79.
En esa abertura que permite una sin duda interesante mezcla de la poesía con
otros géneros y con lenguajes específicos, suele ponerse especialmente de relieve la
importancia de un mensaje inmediatamente perceptible, «audible», reconocible por el
receptor. Finalmente, este reflejo de una realidad familiar para el lector correspondería
al llamado «contenido social», comúnmente asociado con esta línea poética, de modo
que las poéticas inmediatistas, coloquiales o conversacionales tienden a confundirse con
la poesía de temática esencial o eminentemente social. Sin embargo, convengamos que
tal «contenido social» puede sin duda destacar un tipo de realidad u otra, lo cual es sin
duda problemático, esto es, y volvemos a lo señalado, quizá no se pueda reflejar «una»
79
Sobre este auge del tango-poesía en la década del sesenta, Agustín del Saz, retomando también los
apuntes de Fernández Moreno y de Barnatán al respecto, comenta: «La versificación irregular detuvo en
ellos (los poetas interesados por el tango) su atención. César Fernández Moreno nos habla de la “poesíatango” […] lo que no podemos negar es que es un poema de gran riqueza de expresión popular porteña,
profundamente patético sin dejar de ser caricaturesco […] Muchos años después del triunfo de los tangos
en la Argentina y en el mundo, la revista y grupo-taller Barrilete de Buenos Aires, que presidía Roberto
Jorge Santoro (1939), intenta crear —según nos dice Barnatán— una poesía “ligada a la tradición de
Buenos Aires”. Los jóvenes sienten nuevamente interés por el tango-poesía, a la manera del olvidado
Carlos de la Púa. Santoro tituló Del Tango a uno de sus poemarios, ya en nuestros años sesenta» (1969:
41).
[132]
sola «realidad social» para «todos», sino muchas y diferentes. Tal vez por eso Ricardo
Ibarlucía se refiere al «culto de un realismo frecuentemente ingenuo», así como a una
«búsqueda desideologizada de estereotipos» que «ahogaron al sesentismo en la
repetición de fórmulas más o menos eficaces que suturaron su propuesta. Una estrategia
fatal que, al procurar romper los recipientes de la esfera poética, condujo a una
dispersión de los contenidos que no produjo ninguna emancipación» (en Fondebrider,
2000-2001: 8).
Paralelamente al auge de estas poéticas inmediatistas, conversacionales o
coloquiales, la década del sesenta supone el avance de la llamada «poesía política» —
así denominada por Francisco Urondo o por Juan Gelman (Urondo, 1968: 64 y ss.;
Gelman, en Fondebrider, 2000-2001: 9)—. Los límites entre esta «poesía política» y la
«poesía social» o poesía de «contenido social» tampoco resultan evidentes, hasta el
punto de que algunas veces se señala las mismas poéticas mediante una etiqueta u otra.
En cualquier caso, la denominada «poesía política» escrita en esta década del sesenta va
a apartarse radicalmente de las poéticas inmediatistas o coloquiales que exhiben el sello
del «sesentismo»; el propio Fernández Moreno resalta este aspecto: «Los que no hemos
llegado a transformar nuestra acción poética en acción política hemos comprendido que
nuestra escritura debe ser por lo menos apta para ser leída por el sector más amplio
posible de esa sociedad en que se origina» (en Herrera, 1991: 86). Mientras Ibarlucía
señala la desideologización de las poéticas inmediatistas, Fernandez Moreno puntúa un
límite, el de la transformación de la acción poética en acción política, sin pensar quizá
en que toda estética implica una ética, esto es, una política; así, la estética más
desideologizada, menos «política», puede apuntar, como recoge Ibarlucía, a una política
a su vez vaciada de ética, conservadora y vacua, legitimada por el poder.
En 1956, autores como el propio Gelman, Salas o Plaza fundan el grupo literario
«El pan duro». Las poéticas adscritas a este grupo implican una clara apuesta por la
reflexión acerca de la contemporaneidad al tiempo que por el desvelamiento de
desigualdades e injusticias sociales, necesitadas de una resolución política. Cabe señalar
que, obviamente, esta línea poética se desarrolla durante las décadas siguientes de
manera tan intensa como trágica, resistiendo entre las dictaduras, las desapariciones y
los exilios, por desgracia propios a la realidad argentina de buena parte de la segunda
mitad del siglo XX80.
80
Como anota Giuseppe Bellini: «En el fervor poético argentino es difícil seguir las numerosas y variadas
iniciativas que se suceden y, a menudo, se sobreponen con vertiginosa rapidez […] Castelpoggi es la
[133]
Esta poesía política comienza asimilándose formalmente a la llaneza retórica
reclamada por la poesía coloquial o conversacional. Ciertamente, en la llamada «poesía
política» hay un marcado énfasis del contenido que podría hacer pensar en la utilización
la poesía como un medio, como catapulta del mensaje ideológico. No obstante, ello
supondría separar fondo y forma, medio y fines, política que estas poéticas ―a
diferencia de las poéticas inmediatistas o coloquiales― no persiguen. De hecho, en la
evolución de esta poesía política, se percibe cómo un contenido de evidente signo
político-social termina sobrevolando la dimensión de lo inenarrable, y la forma poética
no deja de verse alterada. La acción política se acompaña de una conciencia poética no
menos importante o, lo que es lo mismo, las atrocidades y los reclamos políticos no
pueden sino reflejarse poéticamente a través de un discurso roto, partido, mutilado. La
escritura del Gelman en esos años constituye buena prueba de ello: la poesía regresa, en
sus versos, a una lucha con el silencio y la desaparición, la violencia y el dolor, la
ausencia y la muerte.
Por ello —y como ya mencionábamos—, la aseveración insistente que reduce la
poesía política a una poesía especialmente comprometida donde prima el mensaje
transparente, combativo, directo, se revela insuficiente, injusta, escasa. Por otra parte,
como advierte Raúl Aguirre:
El término poesía comprometida sobre el que se ha discutido a menudo, solo tiene sentido
cuando el compromiso del sujeto-poeta con el objeto-suceso supera la disciplina moral y
espiritual para devenir el compromiso total del poeta hacia la vida, su identificación con la
poesía […] Es solamente a este precio como la poesía puede pretender devenir medio de
conocimiento (en Roggiano, 1963: 26).
Como ocurre actualmente con la idea de experiencia, en la segunda mitad del
siglo
XX
la cuestión del compromiso y el concepto de conocimiento se aplican a
determinadas poéticas a modo de etiquetas definitorias. Como afirma José Isaacson, «El
arte, como la ciencia, está comprometido con el conocimiento del mundo. Ambos tienen
el mismo objeto. Varían la técnica y la vía elegida para la comprensión y la expresión
de los fenómenos» (Isaacson, 1968: 15). La opinión del «neohumanista»81 resulta en
expresión de la poesía comprometida, junto con Juan Gelman». No obstante, Bellini confirma y cifra la
evolución de la poesía política como sigue: «Hacia finales de la década de 1950 se había acentuado en la
Argentina el compromiso político. Hacia 1959 la revista El grillo de papel se convierte en intérprete de
ese compromiso que reforzó en 1960 Agua viva y, al año siguiente, con mayor agresividad, Eco
contemporáneo…» (1997: 330).
81
El artículo citado de Isaacson (1968) se titula: «El neohumanismo de la actual poesía argentina». Por
otra parte, Piña afirma de los poetas denominados o auto-denominados «neohumanistas» que pertenecen a
ese grupo de poetas en gran medida imposibles de definir si no es de manera individual: «Hay un
conjunto de poetas que no caben en ninguna de ellas [se refiere las dos líneas poéticas principales] —
[134]
este caso especialmente interesante por la interrelación entre poesía y pensamiento,
compromiso y conocimiento. Es también desde este lazo irreductible que escribe y
piensa Miguel Casado, quien acentuaba el pulso utópico que inspira al poema y «que lo
constituye como político» (2009: 82).
En su «definición» de poesía, Casado no deja de subrayar la hilazón entre
estética y ética, forma y contenido, lenguaje y vida, ya que, como él mismo escribe:
La nueva filosofía del lenguaje ha desvelado la estructura lingüística que la realidad tiene y ha
abierto el camino para comprender el poder de opresión que reside en los códigos lingüísticos.
De ese conjunto de propuestas se deduce la naturaleza inevitablemente política de todas las
formas del lenguaje humano y, en especial, del lenguaje retóricamente autoconsciente o
literario; naturaleza política de por sí y no en el sentido representativo, psicológico o ético en
que la relación entre literatura y política suele ser entendida (2009: 85).
Según esto, toda poética es política ―todo lenguaje es político, dice literalmente
Casado, especialmente el literario―, y lo es «de por sí»; es casi un enunciado analítico
y, por tanto, no necesita de algo externo o crítico para establecer legítimamente ese
puente, como no necesita de una explicitación determinada o poética para preguntarse
legítimamente qué propuesta política implica qué poesía. Por eso, cuando desde la
literatura ―como desde el resto de lenguajes― se introducen fisuras en la estructura del
lenguaje, de la realidad, se cuestiona inevitablemente el orden, la paz, la armonía,
«(pre)existentes», y se quiebra la lógica de los códigos lingüísticos opresivos, del poder
imperante82; que el impacto de ello sea insignificante o relativo es otra cuestión,
probablemente fruto de ― relativo a― cómo el poder invisibiliza ―hace desaparecer,
como ya advertía Antonio Méndez-Rubio― determinados discursos entre el excesivo
maremágnum de la sociedad del espectáculo. Paralelamente, cuando la literatura
corrobora una y otra vez los lenguajes y estructuras conocidos, manidos, conformando
las llamadas poéticas «realistas», que pretenden dar cuenta ―cual simple reflejo― de lo
que sucede, tiende a devenir acrítica y a traicionar, probablemente, su inocencia
primera…
El enfrentamiento entonces entre una preocupación por el lenguaje y una preocupación por los
contenidos delata la pobreza de un debate teórico que parecía desconocer todo lo que se había
tanto por su poética personal como por la trayectoria que siguen a lo largo de los años— y para quienes, si
bien en algunos casos puede servir la denominación de «neohumanistas» acuñada por Furlán —como
sería el caso de Norberto Silvetti Paz […] Nélida Salvador y Emma de Cartosio—, en otros se dan
peculiaridades que hacen necesario considerarlos, aunque sea brevemente, de forma individual. Me
refiero, entre otros, a Horacio Armani, Antonio Requeni y Ana Emilia Lahitte…» (Piña, 1996: 27).
82
Ya hemos aludido, de hecho, a este idea, aunque con la terminología respectiva a cada autor: véase, por
ejemplo, Julia Kristeva o Roland Barthes, que insistían sin cesar en el impacto social del lenguaje
(capítulo primero). Ya Nietzsche con su célebre frase también recogida ya en este mismo capítulo
(«Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática» (2000:
55)) apuntaba a la misma idea desplegada aquí por Miguel Casado.
[135]
ido poniendo sobre la mesa a lo largo del siglo XX, e impedía percibir las raíces del talante
estéticamente conservador de la poesía social: su abrumadora y acrítica deuda con la tradición
española, su desprecio por las transformaciones del pensamiento poético en el entorno europeo
y latinoamericano, la huella de los dogmas estalinistas acerca del realismo. Que las posiciones
contrarias también se hacían cargo de los términos del problema, lo demuestra la facilidad con
que pronto fueron reconducidas al redil tradicionalista; solo las excepciones a ese sistema
bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy (Casado, 2009: 84).
Es posible que el centro del panorama poético argentino en la década del sesenta,
como lo estará el panorama poético español, por ejemplo, estuviese fuertemente
marcado por el enfrentamiento de estas dos posturas estéticas antagónicas: una poética
trazada básicamente sobre la cercanía de una realidad vital y hasta lingüística —sobre
una escritura de la identificación— frente a una poética trazada generalmente sobre la
abstracción y la negación de referentes fijos en la que se cuestiona especialmente el
lenguaje —sobre una escritura de la extrañeza—. Ahora bien, y ese es el sentido que leo
en estas últimas palabras de Casado, es necesario superar este tipo de antinomias, no
caer en la dicotomía clásica, en su lógica bipolar, en la generalización excesiva, propia
por lo demás de los catálogos, de todo canon; por otra parte, también cabe aceptar que
toda experiencia estética, todo acontecimiento poético, termina siendo reconducido por
el hábito, absorbido por la tradición, y hasta utilizado ―desvirtuado― por los poderes
como propaganda…83.
En la Argentina de los sesenta, esas líneas poéticas antagónicas, centrales en su
reducción, estallan en distintas manifestaciones estéticas y en poéticas dispares. En este
sentido, la poesía considerada de corte más coloquial o referencial evolucionará, como
hemos sugerido, hacia una poesía más naïve pero también hacia poéticas que comienzan
a sospechar de la transparencia o la comunicabilidad, de la tradición, que requieren de
otros recursos ―como la mezcla y, en cierto modo, la desarticulación genérica, por
ejemplo― para la expresión de realidades radicalmente distintas y cada vez más
complejas. De igual forma, la línea poética descrita hasta el momento como la herencia,
el epígono o la relectura del romanticismo alemán y anglosajón y de las vanguardias
históricas de las décadas del veinte y del treinta, que cuestiona la absoluta capacidad
presencial del sujeto y del lenguaje, representada en los años sesenta —como anotaba
Horacio Armani— por la revista «Poesía Buenos Aires», posee, en realidad, muy
83
Todo esto también lo tienen, por supuesto, en cuenta autores como Miguel Casado, del que leemos:
«Una poética concreta acaba estancándose, fosilizándose; pero su energía, el movimiento que la generó
en su origen como ruptura, no puede cesar, se proyecta siempre más allá de sí, siempre en otro sitio»
(2009: 86-87).
[136]
distintos antecedentes y eclosiona en manifestaciones extraordinariamente heterogéneas,
cuyas líneas principales se especifican a continuación.
[137]
2.2 La generación del cuarenta
La poesía cobra una vitalidad sorprendente en el neorrealismo cuarentista, cuando la
escritura esotérica de Olga Orozco diera la impresión de ser la de una pitonisa que
interpreta el oráculo de un volcán interior... En un mundo mágico y de leyenda se
transfunde por infusión. Razón por la cual, me parece, es sumamente saludable decir
que poco más o menos, aquellas voces rubricaron ―recordando también al viejo
Lugones― una zona luminosa de la poesía del país.
Manuel Ruano
Entrados los años cuarenta, la crítica estética y literaria ya se enfrenta a una
avalancha de poéticas muy distintas entre sí; poéticas formadas por autores jóvenes que
irán posicionándose progresivamente a nivel teórico o crearán una «cosmogonía»
poética propia. En la historia de la poesía argentina, la década del cuarenta destaca sobre
todo por la publicación de algunos libros de poetas que apuntan maneras y estilos
neovanguardistas84 y al surgimiento de la «generación del cuarenta», donde suele
inscribirse a Olga Orozco (1920-1999).
La «generación del cuarenta» resulta más que problemática, engañosa: de un
lado, por la disparidad de influencias, de propuestas y hasta de edades; de otro lado,
porque muchos de los poetas comúnmente asociados a este grupo no reafirman o
configuran sus poéticas hasta fines de los cincuenta o ya entrada la década del sesenta.
La «generación del 40» significa así el germen de importantes poetas contemporáneos85,
más que la defensa de una concepción poética común por un grupo unido
generacionalmente:
La del 40 era una generación que se agrupó con un propósito determinado, pero las ideas eran
muy distintas. Sin embargo se conformó un grupo homogéneo, pese a que unos seguían una
tendencia neorromántica, otros intimista, y de acuerdo con esas mismas tendencias, y con sus
transformaciones, entre los que siguieron puede verse no mucha semejanza. El asunto de
llamarla «generación del 40» fue algo forzado; ellos proclamaban una identidad a través de lo
histórico, lo geográfico y lo ideológico; yo, en cambio, no tenía ningún propósito. Si se daban
coincidencias eran por añadidura, pero no estaba en mi intención. Si se veía algún paisaje de La
Pampa en mi poesía era casual; se veía más la infancia, pero sin propósitos paisajistas ni
geográficos (Orozco, en Aliberti, 1985: 3).
Como sugiere Olga Orozco y recoge Cristina Piña, la «generación del cuarenta
[…] es […] un agrupamiento determinado por la crítica en función de la aparición de
ciertas revistas —sobre todo Canto, Huella y Verde Memoria en el ámbito porteño y La
Carpa en el Noroeste— pero en el que sus miembros se resisten a reconocerse» (Piña,
84
Me refiero a poetas como Ortiz o Pellegrini, cuyas poéticas empiezan a despuntar y que siguen la estela
de poetas que ya han forjado una importante y extensa obra, quizá algo menos rupturistas, como
Matronardi y Moliniari, por ejemplo.
85
Olga Orozco, Enrique Molina o Girri pero también Vicente Barbieri, Wilcock, Madariaga, David
Martínez, Juan Carlos Latorre…
[138]
1996: 16). En Buenos Aires, en la década del cuarenta, la gran parte de los jóvenes
poetas se reúnen alrededor de «Canto», como confirma la propia Olga Orozco.
Y el nombre se quedó como una forma de llamarnos: la generación de Canto. Éramos muy
dispares. Unos procedían de la literatura francesa, otros de la inglesa, otros de la alemana y
otros incluso del ultraísmo. Nuestras edades eran muy distintas y yo era la menor… (Moscona,
2004).
La revista «Canto» se convierte así en la muestra de la joven poesía argentina de
la época; sus integrantes, en la «generación» del momento. Los comentarios de algunos
poetas —como en este caso de Olga Orozco— no solo confirman la heterogeneidad del
grupo sino la diversidad de su «origen» literario. No hay un punto de partida común.
Las «procedencias» literarias, como indica Orozco, varían de Francia a Alemania y
recorren la tradición argentina reciente, es decir, las influencias principales van del
primer romanticismo alemán y anglosajón a la tradición simbolista y a la vanguardia
latinoamericana. Por una parte, y como no puede ser de otra forma, los poetas de la
«generación del cuarenta» están inscritos en la modernidad poética occidental; significa
que, en mayor o menor medida, esta «generación» se convierte en la heredera de la
vanguardia en cuanto que la continúa y en cuanto que implica inevitablemente una
relectura tanto de su escritura como de sus planteamientos. Por otra parte, críticos como
Carlos Giordano insisten en una suerte de ruptura con la vanguardia —aunque enfatizan
un trabajo formal y un interés especial con el problema del lenguaje—, poniendo de
relieve el «extremo individualismo» como marca de esta «generación» y la vertiente
neorromántica dominante (Giordano, 1985: 785).
Quizá, tras la lectura de alguna de estas poéticas, resulta innegable asentir con
Cristina Piña que los autores de la llamada «generación del cuarenta»:
Pueden distribuirse en diversas posiciones más o menos opuestas o coincidentes entre sí, a las
que se suma una individualidad que se recorta casi aislada y cuyos poetas más representativos
[…] desbordan ampliamente las fronteras estéticas de la generación (Piña, 1996: 16).
Como indica José Olivio Martínez, en concordancia con prácticamente la
totalidad de la crítica, como veremos más adelante, buena parte de la llamada
«generación del cuarenta» surge «como una vibración romántica, voluntad de
potenciación totalizadora del ser» (Olivio, 1996: 21). Esta es, sin duda, una de esas
posiciones más o menos coincidentes en muchos de los disímiles poetas que conforman
esta generación: la recuperación y la relectura de determinados parámetros del primer
romanticismo alemán y anglosajón; así, la magia que forma parte de la realidad, que
recuerda por ejemplo al Peter Schlemihl de Von Chamisso, la otredad y la infancia, que
[139]
resuenan en «El rubio Eckert» de Tieck, en la poesía nocturna de Trakl, por supuesto de
Novalis, la relación del hombre con la naturaleza desde Hölderlin, y con la poesía desde
Keats, la búsqueda de un lenguaje y de un conocimiento total de los primeros
manifiestos firmados por unos jovencísimos Hölderlin, Schelling y Hegel86… todo ello
será reivindicado por muchos poetas de esta generación, entre ellos, por Olga Orozco. Y
todo ello confluye, cuando menos en parte, como indicaba José Olivio Martínez, en una
búsqueda ontológico-existencial que, al menos en una primera lectura, parece abrazar el
sueño romántico de la completud y de la totalidad desde un sujeto insatisfecho,
nostálgico, desde la sacralización de un lenguaje a menudo insuficiente y escaso.
No obstante, cuando Cristina Piña delinea las corrientes susceptibles de
pertenecer a esta generación, escribe una enunciación sorprendente: «Las líneas que por
lo general se disciernen dentro de ella son los neorrománticos, los surrealistas, los
nacionalistas y los realistas románticos» (Piña, 1996: 16). De acuerdo con esta
afirmación, la «generación del cuarenta» parece reunir la génesis de casi todas las
poéticas posteriores: incluye desde la vertiente nacionalista —que resulta una poesía ya
predominante antes del medio siglo, en la década del cuarenta donde ven la luz las
primeras publicaciones de la generación estudiada— hasta la intuición de los nuevos
cauces de la poesía coloquial o conversacional de la mano del realista Mario Jorge de
Lellis, por ejemplo (Piña, 1996:16). Entre estas dos vertientes se sitúan otras poéticas,
radicalmente distintas, que realizan una recuperación parcial del primer romanticismo y
una primera relectura de un surrealismo en auge progresivo, así como algunos de los
postulados vanguardistas básicos. La afirmación de Piña se entiende repasando las
antologías básicas de la época y posteriores (Urondo, 1968; Salvador, 1969; Armani,
1981; Ruano, 1993; Olivio Martínez, 1996, etcétera), en que las poéticas de los autores
reunidos en torno al rótulo de «generación del cuarenta» se desarrollan de forma
definitivamente dispar (así las poéticas de Girri, Juarroz, Molina, por ejemplo, que,
aunque inclasificables, evolucionarán con tintes conceptistas o surrealistas (Herrera,
1991: 73 y ss.)), extendiéndose casi hasta el fin de siglo ―como en el caso de Olga
Orozco―.
En general, la mayoría de los críticos justifica la continuación de estas
importantes corrientes a través del «tono nostálgico, elegíaco o evocativo» y de la
86
El más destacable, estudiado y representativo es el ya mencionado en la presentación Proyecto. El
programa de sistema más antiguo del Idealismo alemán, pero también cabe pensar en otros texto como
Sobre la educación estética del hombre de Schiller (en Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist,
Hölderlin…, 1994: 229-232; 241-244).
[140]
atmósfera de ensoñación, imaginación o irrealidad (en el caso de Armani, por ejemplo
(1981: 22)), que tienden, como decíamos, a acercar ―hasta asociar― a la «generación
del cuarenta» con una estética neorromántica (Santiago, 1973: 391; Ruano, 1993: 27;
Perednik, 1989: xii; Herrera, 1991: 73, etcétera). En esa misma dirección, algunos
miembros de la «generación del cuarenta» van a mostrar un elemento poético común,
decisivo para conformar, estética y también éticamente, sus poéticas, una «sistemática
elusión de la temporalidad» (Benítez Claros, 1966: 75). Algunas de las poéticas del
cuarenta ―y, en entre ellas, de nuevo, la poética orozquiana― se declaran
profundamente atemporales: parten de interrogaciones primordiales y eternas,
metafísicas e irresolubles, y trazan un universo propio no asimilable a una realidad
inmediata, referencial, tangible; de ahí, la temática reiterativa de la muerte o, como dice
Leo Pollman, la «tensión metafísica» (Pollman, 1998: 3) que reviste a estas poéticas de
un carácter trascendental y también de cierta «gravedad».
Aunque algunos de sus miembros, como planteaba Cristina Piña (1996: 16),
evolucionan hacia poéticas de tintes vanguardistas, en la bisagra del siglo XX la mayoría
de los poetas de esta generación se hallan lejos de continuar con la dislocación formal o
con la experimentación radical efectuada por las vanguardias. La «generación del
cuarenta» va a trabajar, en cambio y especialmente, en la acentuación del ritmo poético
y en la elaboración y el encadenamiento de imágenes. En este sentido, algunos poetas
«del cuarenta» como Girri, Juarroz, o la propia Orozco anticipan ya algunas de las
características de las décadas posteriores, con propuestas poéticas que persiguen la
búsqueda de un espacio de conocimiento o de revelación, a través de la tensión entre el
silencio y la palabra, la imagen y el cuerpo, la apariencia y lo real.
Ciertamente, cada uno de estos poetas crea un universo poético propio a través
de una forma y de una imaginería característica y particular. Aun así, a partir de los
primeros poemarios en la década del cuarenta de algunos de estos autores, como los
mencionados más arriba, pueden delinearse las líneas generales de una poética que,
además, va a desarrollarse notablemente en la década del sesenta y que corresponde a la
explicada por Alfredo Roggiano a raíz del comentario a un poemario de Jonquières, en
su artículo «Situación y tendencias de la nueva poesía argentina»:
De entre las varias tendencias reflejadas […] una que se destaca más nítidamente es, sin duda,
la que se expresa en una especie de neo-simbolismo absolutamente individualista, de
ascendencia filosófico-existencialista, cuyo fin […] es el de expresar un sentido propio del ser,
en una actitud de autoconocimiento. El poeta tiene como tema central su yo, no como
expresión de lo íntimo, sentimental o anecdótico, sino como centro de una ontología que quiere
ser más general y permanente […] tampoco puede negarse que nunca como ahora se ha
[141]
producido una mayor compenetración de lo poético con lo filosófico. Las líneas divisorias de
ambos modos fundamentales del hacer espiritual del hombre se han venido borrando cada vez
más desde el romanticismo anglo-germánico, el simbolismo francés y las diversas actitudes
poéticas de lo que va del siglo. Hoy lo mismo una filosofía es poética que una poesía es
filosófica; y en ambos casos se reconoce por igual el trance primero del asombro o la búsqueda
final de una ontología fundamental. Se reconoce la imposibilidad expresiva de las categorías
lingüísticas, se recurre a las sugerencias y a toda clase de trasposiciones líricas y se desarrolla
todo un sistema de composición adecuado a las necesidades de cada poeta […] Tanto en poesía
como en filosofía vivimos en un clima de indeterminación, de angustia (que es anhelo vital), de
búsqueda expresiva y, muchas veces, de desconcierto, oscuridad, caos. En lo que se refiere más
estrictamente a la poesía, los más cultos o los mejor dotados son —como no podía ser de otro
modo— los que pueden demostrarnos hasta qué punto el poeta es dueño de sí mismo y el canto
llega a ser su rostro único y definitivo (Roggiano, 1963: 19).
Roggiano apunta aquí a la incidencia de las influencias ―románticas,
simbolistas, hasta vanguardistas― en estas poéticas pero, sobre todo, a un carácter
sincrético —y, si se quiere, antimimético— y al devenir de una línea poética
marcadamente filosófica o reflexiva, o viceversa, pues Roggiano explicita el cruce, la
fusión, de poesía y filosofía en la interrogación por el conocimiento de un sujeto que, en
cualquier caso, ha cambiado radicalmente su lugar de escritura. No se trata ya de un yo
lírico, «expresión de lo íntimo, sentimental o anecdótico» como tan bien recoge
Roggiano, sino del yo contradictorio y consciente, profundamente moderno, solo
romántico de los orígenes alemanes y anglosajones ―y nunca de su deriva décadas
después en la poesía francesa o española― que, estallado en mil pedazos, experimenta
la angustia del desconocimiento y del caos, y cuyo «anhelo vital» —recordemos que
como ya advertía María Zambrano— lo sitúa en la senda de una búsqueda ontológicoexistencial donde enfrentarse a la «imposibilidad expresiva» y al tan heideggeriano
abismo, desde donde asumir el riesgo que lo constituye como ser y como poeta que debe
(ex)poner al límite el lenguaje que igual lo constituye.
Por tanto, además de la diferencia entre influencias o definiciones, además de las
peculiaridades de la poesía de cada autor, muchos de los principales poetas de la
«generación del cuarenta» avanzan hacia la consolidación de unas poéticas que, como
ya sugiere Roggiano, cuestionan los significados ―las implicaciones― de «sujeto»,
«conocimiento», «realidad», «lenguaje»… mediante potentes y elaboradas imágenes,
fogonazos, iluminaciones, que suelen desplazar lo conocido ―colocarlo en otro lugar,
destacar la extrañeza― para intentar acceder a lo ignoto e inaprensible. Otros poetas
que comienzan escribiendo en esa misma línea, algunos de los cuales publican sus
primeros textos en el entorno de esta misma generación ―como ya anotaba Cristina
Piña―, evolucionan además hacia una fractura formal progresiva, cada vez más radical,
hacia un lenguaje cada vez más depurado, hacia una mayor inclusión de elementos
[142]
marcadamente vanguardistas e incluso hacia la reelaboración de parte de la base teórica
surrealista (es el caso evidente de Molina). Se unen, así, a los poetas que protagonizan el
segundo giro destacado en la segunda mitad argentina del siglo
XX,
y cuya proyección
en la década del sesenta es más que notable aunque ya se materializa a principios de los
años cincuenta. La década del cincuenta ya implica, como señala Carlos Giordano, la
consolidación de una «tercera generación vanguardista» (Giordano, 1985: 784).
[143]
2.3 Los cincuenta: la «tercera generación vanguardista»
En este lenguaje (el poético), la palabra entra en relaciones que, en vez de reducir a
encerrar su poder poético, como en el discurso lógico, tienden a liberarlo, dotándolo de
una conciencia nueva, inventiva. Es en ese acto de liberación ordenadora de la energía
emocional de las palabras donde parece residir la operación poética.
Edgar Bayley
El estado de espíritu surrealista, mejor dicho, la condición surrealista, es eterna. Esto
entendido como una disposición, no de escapar a lo real sino de profundizarlo, de
«tomar una conciencia siempre más clara al mismo tiempo que más apasionada del
mundo sensible» [Breton, Qu’est-ce que le surréalisme?]. Sed nunca extinguida en el
corazón del hombre, fin de todas las filosofías cuyo objeto único no sea la conservación
del mundo tal cual está.
Maurice Nadeau
Las vanguardias latinoamericanas de los veinte —cuya manifestación más
importante en Argentina es el «ultraísmo», difundido a través de la emblemática revista
«Proa» y liderado por un joven Borges desde el grupo «Martín Fierro»— implican una
ruptura determinante en la poesía argentina contemporánea, al tiempo que señalan una
nueva dirección para el conjunto de la lírica argentina y latinoamericana. Las décadas
del treinta y del cuarenta suponen, como en el contexto europeo (recogíamos en ese
sentido el análisis de Raymond Williams (1989)) una relectura o una primera revisión
de los presupuestos vanguardistas más agresivos e impactantes, por lo que es posible
distinguir en esas décadas una «segunda generación vanguardista» que aunaría el
carácter subversivo propio de la vanguardia primitiva con una implicación más directa,
quizá más evidente, en relación con los problemas socioeconómicos y la situación
política —en este caso— en Argentina y en el mundo87.
A su vez, la década argentina del cincuenta apunta a una importante
reivindicación del espíritu vanguardista, es decir, al ansia de un carácter creativo,
innovador, rupturista, a través de la recuperación y el examen de conocidos «ismos»,
manifiestos y poéticas proclamadas por autores emblemáticos. En su artículo «Poesía
argentina posterior a 1950: renovación expresiva y actitud crítica», Nélida Salvador
87
Me refiero, por una parte, a la conflictiva realidad latinoamericana y concretamente, argentina: la
avalancha de golpes militares ya mencionados (desde el golpe militar de Uriburu en 1930 —y el
comienzo de la llamada «década ínfame»— hasta el peronismo que arranca a mediados de la década del
cuarenta), la situación de permanentes crisis económicas e injusticias sociales tras los supuestamente
«dorados» años veinte, etc. Pero, por otra parte, también me refiero, a nivel mundial, a los
posicionamientos en uno u otro bando (el fascista, el comunista) explicitados especialmente por parte de
los grupos vanguardistas antes y durante la segunda gran guerra, aspecto que pone de relieve, como
decíamos, Raymond Williams en numerosas ocasiones: «There are already radically different positions,
which would lead eventually, both theoretically and under the pressure of actual political crisis, not only
to different but to directly opposed kinds of politics: to Fascism or to Communism; to social democracy
or to conservatism and the cult of excellence» (Williams, 1989: 55).
[144]
recoge estas «modalidades de vanguardia aparecidas alrededor de 1950 —derivadas del
surrealismo francés o de las propuestas creacionistas de Huidobro y Réverdy—»,
poniendo de relieve su «antirretoricismo y su ruptura formal» (Salvador, 1987: 8). En la
descripción del entorno poético argentino en la década del cincuenta, Nélida Salvador
sugiere tal vez un sincretismo y un origen más complejos:
Concepciones teóricas y técnicas expresivas de la más amplia disparidad coexisten así por el
simultáneo quehacer creativo de autores consagrados —procedentes del «martinfierrismo» y
del grupo neorromántico— y de aquellos poetas que por alcanzar rasgos de plenitud en la
década del 50, proporcionan indicios significativos de la nueva actitud lírica y una
personalísima definición existencial (Salvador, 1987: 7).
Esta línea vanguardista que despega intensamente en los años cincuenta
congrega corrientes de muy distinto signo y de nuevo presenta un espectro tan complejo
como dividido.
Como destaca Nélida Salvador, una de las nuevas y principales tendencias
vanguardistas tiene su origen en las relecturas latinoamericanas de parte de la plástica
de las vanguardias históricas (Aguirre, 1979: 115) y, sobre todo, en la poesía y en
algunos de los manifiestos del «creacionismo» firmados en los años veinte por el
chileno Vicente Huidobro (en Schwartz, 1991: 70-94)88. De hecho, el «invencionismo»
toma un lexema próximo al escogido por Huibobro para, de alguna manera, radicalizar
la intención y la propuesta creacionista. De «crear» a «inventar», de «hacer algo de la
nada» a «hallar o descubrir algo nuevo o no conocido», como reza el diccionario
[DRAE], es decir, de la producción al descubrimiento y casi, si se quiere, a la revelación,
de la poiesis a la alétheia ―hasta en este paso puede leerse cómo la poesía argentina en
la segunda mitad del siglo XX establece el pulso con el conocimiento―.
88
De ellos el «invencionismo» enfatiza y radicaliza ―como vamos a ver― la creatividad ―base de la
poética de Huidobro, tan destacada también como condición vanguardista por Raymond Williams―. Esta
idea se encuentra en todos los textos programáticos (recogidos en Schwartz, 1991: 65-100). Citamos un
texto especialmente representativo a este nivel, donde se encuentran bastantes similitudes con las ideas
expuestas por Bayley treinta años después. «La creación pura» se publicó originalmente en «L’esprit
nouveau» y está firmado por Vicente Huidobro: «Toda escuela seria que marca una época empieza
forzosamente por un período de búsqueda en el que la Inteligencia dirige los esfuerzos del artista. Este
primer período puede tener como origen la sensibilidad y la intuición […] Esta idea del artista como
creador absoluto, del Artista-Dios, me la sugirió un viejo poeta indígena de Sudamérica (aimará) que dijo:
“El poeta es un dios; no cantes a la lluvia, poeta, haz llover”. A pesar de que el autor de estos versos cayó
en el error de confundir al poeta con el mago y creer que el artista para aparecer como un creador debe
cambiar las leyes del mundo, cuando lo que ha de hacer consiste en crear su propio mundo, paralelo e
independiente de la Naturaleza» (en Schwartz, 1991: 80-81). Raymond Williams enfatiza, asimismo, esta
idea de creatividad en su ya citado trabajo sobre las vanguardias: «We have already noticed the emphasis
on creativity […] Creativity is all in new making, new construction: all traditional, academic, even
learned models are actually or potentially hostile to it, and must be swept away» (Williams, 1989: 52-53).
[145]
Las segundas y respectivas acepciones de ambos significados también pautan el
cambio, la evolución: en el caso de crear, «establecer, fundar, introducir por vez primera
algo; hacerlo nacer o darle vida, en sentido figurado. Crear una industria, un género
literario, un sistema filosófico, un orden político, necesidades, derechos, abusos»; de
inventar se anota: «dicho de un poeta o artista: hallar, imaginar, crear su obra». Es decir,
podemos leer en las distintas definiciones el paso de un movimiento a otro y encontrar
huellas también distintas, la que va del origen, la fundación o el establecimiento de una
obra por un autor, al hallazgo intrínseco de un poeta o artista que parece encontrar
primero la obra que después va a escribir o crear, como si esta también se diera y se
sustrajera, desapareciera para verse como indicaba Blanchot, y es que, en realidad, la
obra no deja nunca de imaginarse; es decir, una vez creada, la obra de arte no deja de
(re)inventarse, y es lo que de hecho la proyecta, extendiendo el acontecimiento,
desplazando permanentemente la escritura, ad infinitum.
Las últimas acepciones de estos dos verbos establecen definitiva y siempre
simbólicamente la brecha: de «instituir» o establecer nuevos puestos o cargos en el caso
de «crear» a «fingir hechos falsos» o «levantar embustes» para el verbo «inventar». Esta
asunción de la apariencia y el fingimiento, de la falsedad, de la ficción, de la mentira,
que conlleva su revaloración como algo contingente y vivo, cambiante y trágico, así
como su reconocimiento explícito como lo ilusorio, lo no verdadero y hasta mortal,
supone una liberación en que la creatividad abarca continuamente todo frente a una
institucionalización en la que resuenan los ecos de una reconducción de la creación a los
márgenes de la realidad, de la referencia, del acomodamiento y del poder. Es lo que nos
sugieren las definiciones a sabiendas de la ruptura que implicó el creacionismo
huidobriano que, como cualquier otro movimiento de vanguardia ―incluido el
«invencionismo» más tarde―, acabó siendo reabsorbido por la tradición a la que
desafiaba, y que sirvió de indudable referente a este «invencionismo» que va a fundirse
con algunas afirmaciones nietzscheanas para plantear, desde su definición, que el
conocimiento también es una invención89, que va volver a buscar y encontrar grietas en
el discurso tradicional teórico y práctico, y a insistir en la desarticulación de los
conceptos estéticos tradicionales, como muestran los textos teóricos de Edgar Bayley.
89
Pienso en buena parte de la filosofía nietzscheana pero, sobre todo, en su célebre texto «Sobre verdad y
mentira en sentido extramoral» donde puede leerse: «Las verdades son ilusiones que se ha olvidado que
lo son, metáforas que se han quedado gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen
y que ahora ya no se consideran como monedas, sino como metal» (Nietzsche, 2011: 613).
[146]
Las palabras que citamos a continuación forman parte de un manifiesto
invencionista firmado por Bayley ―quizá el máximo representante, el cabecilla, del
movimiento― y publicado en la revista «Arturo», escaparate y estandarte del
invencionismo en la primera mitad de la década del cincuenta:
La preocupación por una significación exterior a la imagen existió en todas las épocas. Es decir
que la imagen nacía como signo de una identidad personal, natural, conceptual, etcétera, pero
nunca como una realidad independiente y autónoma, como una verdadera vivencia. La obra de
arte nacía como re-presentación, y el público se habituaba a hacer de esta condición un
requisito fundamental para la calificación estética de la obra. Pero nunca una obra ha valido por
su capacidad de acuerdo con una realidad cualquiera, exterior a ella, sino por su capacidad de
novedad, novedad, vale decir, desplazamiento de valores de sensibilidad ejercido por una
imagen. Se ve, entonces, que el valor estético no es incumbencia del acuerdo con una realidad,
sino de la condición de la propia imagen (en Aguirre, 1979: 114-115).
La reivindicación de lo nuevo, significado que también proyecta el lexema
escogido desde su definición, valor en alza desde las primeras décadas del siglo, tiene
sentido en relación con la quiebra de la representación que Bayley reclama como un
valor estético fundamental, esto es, tiene sentido con la ruptura de la correspondencia
del poema con la realidad. Y es que, como bien indica Francisco Urondo, la pretensión
del «invencionismo» es la «invención de nuevas realidades» (Urondo, 1968: 22), lo que
resucita el gesto vanguardista de explicitar que la poesía, el arte, no representa las cosas
en un gesto imitativo, que es mejor cuanto más exacto; significa que no las refleja con o
sin variaciones, sino que inventa nuevas realidades mediante «nuevas» palabras,
«nuevas» imágenes, «nuevas» formas. El «invencionismo» va a permitir así el pasaje
del poeta-creador al poeta-inventor, que dibuja con sus palabras una abertura hacia lo
desconocido.
Como pone de manifiesto Urondo, este movimiento transforma la «vivencia
poética» en «una vivencia más», en una «experiencia con características propias»
(Urondo, 1968: 22), y este es un segundo gesto propio de las vanguardias ―sobre todo
a partir del surrealismo y de la década del treinta―, gesto que se asocia con el primero,
el de su ya citada inserción, mezcla o unión del arte con la vida, y viceversa: en este
caso, hasta su radicalización, hasta su indistinción: «La identificación de la poesía y la
vida es un proceso universal y trascendente: no tiene límites en el espacio ni en el
tiempo, no puede ser realizada exclusivamente por una escuela o por un poeta o por un
grupo de ellos», se lee en uno de los textos programáticos que aparece ya en Poesía
Buenos Aires (en Aguirre, 1979: 39).
El «invencionismo» escenifica así el ansia de una búsqueda, un cuestionamiento
del lugar de lo real, a la vez que el afán y la necesidad de un cambio formal. Este
[147]
movimiento proclama, de hecho, un «extremo objetivismo» (Giordano, 1985: 793)
fácilmente asociable con el giro formal ya mencionado, representado de alguna manera
con el «grado cero» barthiano; objetivismo, por tanto, que responde a una evolución del
proceso estético moderno de experimentación formal y a determinados trazos de esa
escritura que llamábamos «de la desaparición». A raíz de esa concepción de la poesía
que es puerta de entrada o alféizar de nuevos mundos, de imágenes inéditas, Carlos
Giordano comenta que el «invencionismo»:
Se propone un arte cuya finalidad no es representativa ni expresiva y que en este sentido está
desprovisto de significación a la vez que en sí mismo es un objeto concreto. Solo de esta
manera, en este extremo objetivismo, se recompone la unidad del mundo y se reconoce a la
poesía una tarea también concreta: ayudar a reconstruir el mundo (Giordano, 1985: 793).
Desde el comentario de Giordano, como desde el primer manifiesto
invencionista, que aparece ya en 1945, se muestra cómo esta corriente de vanguardia
desprende un carácter marcadamente idealista, utópico. Del primer manifiesto
«invencionista» Carlos Giordano destaca su «coherencia, pero […] una extrema
generalidad conceptual» y añade que «se mueve en el ámbito de la pura teoría estética
sin intentar formular siquiera la menor norma de poética» (Giordano, 1985: 793). Quizá
es cierto que, a nivel formal, los primeros poemarios de autores como Bayley o Kosice
no implican una gran ruptura, no representan una gran innovación formal, pero
refuerzan e incluso abren definitivamente la brecha juarrociana a una poesía de mayor
brevedad y concisión, con una vertiente «lúdica» que atañe a aliteraciones o juegos
anafóricos reiterativos, a neologismos, etc.90. Además, ponen especialmente de relieve
la problemática del lenguaje91, que se asocia a la búsqueda ontológico-existencial y al
problema de los límites del conocimiento.
Por lo demás, esta «indefinición» en la práctica de este primer «invencionismo»,
que reprocha en el fondo Giordano, va a contribuir quizá a la bifurcación del
movimiento inicial, de forma que queda básicamente el «invencionismo» de Bayley de
90
Me refiero sobre todo a los poemarios En común (1944-1949) —donde la mezcla y las variaciones
formales, métricas, rítmicas, forman parte de la estructura misma— y La vigilia y el viaje (1949-1955)
(véase Bayley, 1976). En el caso de Kosice, los poemarios de su primera época son Predimensión (19401942), Revista Arturo… (1944-1948) y Del cuadrante absoluto (1948-1952) (véase Kosice, 1984). Desde
el prólogo de este último texto, Adolfo de Objeta señala la «creación de palabras que no se sabe qué son»
(Kosice, 1984: 11) —rasgo muy perceptible en la segunda recopilación de poemas—, así como la
«problemática del infinito» o la «inquietud cosmogónica» (1984: 13).
91
Sobre todo en el caso de Edgar Bayley y de su primer poemario: «son las palabras / los nuevos
desiertos» escribirá en uno de sus primeros poemas. Me gustaría anotar que hay rasgos coincidentes
(ciertamente, no todos) con determinadas poéticas un tanto posteriores y como veremos tachadas de
«metafísicas» o inclasificables, como la de Alejandra Pizarnik, por ejemplo. Esto indica el grado de
confusión, influencia o heterogeneidad de las poéticas desde mediados del siglo XX.
[148]
una parte y, de otra, el grupo «ARTE MADÍ», formado y representado, entre otros, por
Gyula Kosice. El grupo «MADÍ», al que se unen poetas como Aren o Quin, mantiene el
espíritu inicial, que intenta recuperar el efecto de inmediatez y de shock propio de las
vanguardias históricas. Se adentra cada vez más en la experimentación lingüística y, tal
vez, como sugiere Nélida Salvador, en un «estilo hermético, cifrado especialmente en
los recursos de la fantasía» (Salvador, 1969: 16).
Al contrario, Edgar Bayley matiza el movimiento inicial, promoviendo una
vanguardia menos radical, que va a ir integrándose entre las poéticas que continúan,
individualmente, la «generación del cuarenta», que va a ser capaz de aunar innovación y
búsqueda intuitiva con cierta inquietud comunicativa y lírica. Según Carlos Giordano:
En 1952, Bayley publica un ensayo que de alguna manera completa el manifiesto de 1945, en
cuanto ahora se insinúan algunas líneas generales de poética. Desde otro punto de vista, el
texto de 1952 significa una integración más amplia de la estética invencionista por la
aceptación de elementos que provienen del romanticismo y del surrealismo […] La novedad
más importante que introduce este segundo texto consiste, primero, en la aceptación de que la
experiencia emocional es «imprescindible para la existencia misma de la poesía», no sólo como
principio motor del acto mismo de escribir, sino también en cuanto «concurre a dar una
coherencia de fondo al poema» (Giordano, 1985: 794-795).
El «invencionismo» se integra así prácticamente en la línea poética ya apuntada
por la «generación del cuarenta»: no rechaza la influencia vanguardista ni romántica y
defiende una poética individual pero emotiva al tiempo que enfrenta «el problema de la
comunicabilidad de la poesía, y por esa vía el problema de la forma poética» (Giordano,
1985: 789). También Raúl Aguirre recoge esta evolución y esta división:
Mientras el invencionismo primigenio (el de Arturo) evolucionó a través de Bayley y de otros
poetas hacia su integración con la realidad vital, emotiva y coherente del individuo,
convirtiéndose en un medio de expresión, tan lícito como otros, de arribar al poema, Kósice y
sus compañeros permanecieron, escolásticamente y sin preocupación por los hechos de la
poesía, en la posición original, es decir, en lo que podría ser un equivalente de letrismo y
llamarse, por comparación y en consecuencia, palabrismo (Aguirre, 1979: 116).
Ya entrados en la década del cincuenta, la apuesta poética más «rupturista»,
también más fiel a las premisas y esperanzados fines de los movimientos vanguardistas,
va a concentrarse, por tanto, por un lado, alrededor del grupo «MADÍ» —fruto de la
escisión y de la reivindicación de la parte más radical del primer «invencionismo»92—
y, por otro lado, en la recuperación, el renacimiento o la continuidad subterránea del
surrealismo argentino, de Aldo Pellegrini a Enrique Molina.
92
En este sentido, los miembros del grupo de «POESÍA MADÍ» se hacen cargo de parte de las consignas
del invencionismo primitivo, como bien señala Raúl Aguirre que recoge citas como la que siguen: «“En
poesía partimos de la proposición inventada, conceptos e imágenes no traducibles gráficamente”, escriben
los madistas» (Aguirre, 1979: 116).
[149]
La incidencia y la evolución del surrealismo en Argentina —como en Francia—
resultan especialmente relevantes. El movimiento surrealista —último de los «ismos»
de la vanguardia europea— se revela la corriente vanguardista más influyente con
respecto a la lírica posterior y se presenta como la única manifestación de vanguardia
que permanece hasta entrados en la segunda mitad del siglo XX tanto en la plástica
como en la literatura, atravesando distintas «fases». Desde finales de la década del
veinte y el principio de la década del treinta, se encuentran los primeros manifiestos
surrealistas, firmados por poetas latinoamericanos y argentinos93.
Si seguimos un criterio cronológico, la primera manifestación colectiva de cuño surrealista en
América Latina tiene lugar en Buenos Aires. Se trata del movimiento fundado por Aldo
Pellegrini en 1926, o sea, dos años después de la publicación del Primer Manifiesto Surrealista
de André Breton: «Me ha tocado a mí la responsabilidad de ser el fundador del primer grupo
surrealista de habla española y seguramente el primer grupo surrealista en un idioma distinto
del francés», dice Aldo Pellegrini (Schwartz, 1991: 416-417).
Entonces, y como señala Jorge Schwartz, el surrealismo «prácticamente fue
ignorado por la revista más importante de la vanguardia argentina» (se refiere a la ya
mencionada «Martín Fierro»). Sin embargo a lo largo de la década del treinta, Aldo
Pellegrini encabeza y defiende el movimiento surrealista a través de manifiestos,
proclamas, poesías o desde la revista «Qué»94. Como pone de relieve Cristina Piña
(1996: 16), las décadas del treinta y del cuarenta implican el crecimiento y la extensión
del surrealismo a través, sobre todo, de Aldo Pellegrini ―aun teniendo en cuenta que el
primer grupo surrealista argentino se disuelve al poco de su constitución (Pellegrini, en
Baciu, 1974: 76)― y, también, de algunos autores de la «generación del cuarenta»95
―los más destacados de entre ellos serán, quizá, Enrique Molina y Francisco
Madariaga―.
La década del cincuenta confirma esa incidencia del surrealismo —por algunos
autores también denominado superrealismo—. Dice Armani que «reflorece» (Armani,
1981: 26) aunque otros críticos como Schwartz matizan que, en la década del cincuenta,
el surrealismo no continúa como movimiento sino «como estilo poético» (Schwartz,
93
Carpentier, Péret, Mariátegui, Vallejo, etcétera (Schwartz, 1991: 414-443).
La cita de Pellegrini continúa de hecho como sigue: «En los comienzos del surrealismo en Francia yo
era estudiante de medicina en Buenos Aires, admiraba a Apollinaire y a Jarry y conocía a Breton a través
de la revista Littérature. El primer número de la Révolution Surréaliste que llegó a mis manos a poco de
su aparición me deslumbró. Comencé entonces a catequizar a algunos de mis compañeros estudiantes de
medicina y en el año 1926 se fundó un grupo surrealista que comenzó a preparar una revista. Ésta recién
apareció en 1928 y un segundo número en 1930 con el nombre Qué. Casi inmediatamente después el
grupo se disolvió» (en Baciu, 1974: 76).
95
Agustín del Saz señala este viraje procedente también de la «generación del cuarenta» cuando escribe
que: «Desde una poesía neorromántica de vigencias más o menos fuertes surge un nuevo surrealismo
hacia 1940 en los poemas argentinos» (Del Saz, 1969: 47).
94
[150]
1991: 417). Sin embargo, las manifestaciones surrealistas se suceden y el grupo logra
recomponerse una vez tras otra, mezclándose con otras propuestas literarias y pictóricas,
siempre con Pellegrini al frente:
En 1944, con la presencia del poeta Braulio Arenas, se trató la organización de otra revista pero
el plan falló, según informa Pellegrini […] Solo en 1948 se consigue la publicación de Ciclo,
editada en dos números, pero esta vez ya no se trataba de una revista surrealista sino de una
publicación de carácter heterogéneo donde se encontraban poetas surrealistas y pintores
abstractos. En los dos cuadernos de la revista, editados en 1948 y 1949, escriben, además de
Pellegrini, los siguientes surrealistas: René Char, André Breton (su conocido ensayo sobre el
pintor Jacques Hérold); sin embargo, son más numerosas las contribuciones de los pintores y
escritores de otras tendencias, a veces bastante distantes del surrealismo: Max Bill, Sebastián
Salazar Bondy, Enrique Pichón Rivière (autor de un ensayo sobre Lautréamont y el Uruguay),
Elías Piterbarg (considerado por algunos como autor parasurrealista), Mario Trejo, Jean
Cassou, Henry Miller, Lászlo Moholy-Nagy, formando una mezcla heterogénea de
colaboradores, entre los cuales los surrealistas constituen la minoría. A pesar de su publicación
efímera, Ciclo dejó en el ambiente argentino una huella bastante profunda; tal vez debido
exactamente a esta extraña combinación de autores (Baciu, 1974: 76-77).
En 1952, aparece una de las confirmaciones de esa huella profunda que dejaba el
surrealismo en la Argentina del cuarenta de la que habla Stefan Baciu en su Antología
de la poesía surrealista latinoamericana: el célebre texto «El huevo filosófico», que
firma Aldo Pellegrini y en el que, a modo de nuevo manifiesto, indica algunos de los
presupuestos básicos de la relectura de esta corriente vanguardista en la Argentina de la
segunda mitad del siglo XX:
A la idea del hombre común de admitir como real solamente las apariencias posibles, se opone
la idea surrealista de la existencia de aspectos, o mejor de planos múltiples y variados de la
realidad […] El surrealismo cree, pues, en una realidad sin límites. Su terreno de investigación
es lo desconocido, lo ilimitado […] La realidad nos cambia y nosotros cambiamos la realidad.
Este infinito fluir en que consiste el conocimiento solo puede ser dado íntegramente por la
poesía. Y la poesía lo da mediante la imagen que se produce y destruye a sí misma, dejándonos
la luz del conocimiento. Solo cuando la imagen es combustión, puede iluminar la realidad
(Pellegrini, en Urondo, 1968: 46-47).
El surrealismo implica la aceptación de una realidad y de un sujeto otra vez
complejos, múltiples, cambiantes y, lo que es más importante, infinitos ―reclama así la
moderna e ilimitada libertad que parece haberse ido restringiendo progresivamente―.
Como sugiere Pellegrini, el pensamiento surrealista tiende una suerte de puente entre
realidad y sujeto, a través del cual se evidencia el conocimiento, la búsqueda de un
conocimiento más allá de las apariencias, es decir, de lo visible. A partir del estallido de
la forma —mediante el automatismo y la libre asociación, las imágenes oníricas, etc.—,
la poesía —en palabras de Molina— «no puede tener otros efectos que […] precipitar al
ser a su conocimiento total» (en Urondo, 1968: 45-46).
Por otra parte, aunque en estrecha relación con lo mencionado, el epítome
vanguardista del cruce entre vida y poesía, ética y estética, política y arte, es sin lugar a
[151]
dudas —como ya sugerimos— el surrealismo. Desde su fundación, y sus primeros
manifiestos (Breton, 1975), la propuesta surrealista insiste en la incidencia del arte en la
realidad; en la década del treinta, el compromiso político de muchos de los miembros
del grupo surrealista francés va a ser conocido motivo de disputas, enfrentamientos,
disidencias. Son célebres las emocionantes palabras de Paul Éluard cuando leía un texto
de André Breton durante el Congreso Internacional de Escritores por la Defensa de la
Cultura, celebrado en 1934, año en que el grupo surrealista, tras numerosas presiones en
todas direcciones, se desmarca definitivamente del estalinismo: «“Transformar el
mundo”, ha dicho Marx, “cambiar la vida”, ha dicho Rimbaud, y de estas dos palabras
de orden nosotros no hacemos más que una sola» (en Nadeau, 2001: 190; 143 y ss.).
Las consignas y los referentes de esta frase recorrerán todo el siglo
XX
en parte
de la literatura y la poesía contemporánea, muy notablemente en la tradición argentina;
también los significados que se desprenden que resultan de hecho muy similares en la
lectura de Aldo Pellegrini al afirmar que: «La realidad nos cambia y nosotros
cambiamos la realidad. Este infinito fluir en que consiste el conocimiento solo puede ser
dado íntegramente por la poesía» (op. cit.). No solo poesía y conocimiento van a quedar
definitivamente ligados en el poso surrealista que se asienta en el panorama argentino a
partir de la década del cincuenta y, sobre todo, en la década del sesenta, sino que el
conocimiento no es sino fruto de la interrelación, de la bidireccionalidad, que existe
entre el sujeto y la realidad: el conocimiento se sitúa así en un entre, se revela barra
móvil, contingente margen, inquieto e inquietante límite, que depende de las
metamorfosis del yo y del mundo, que ya no se van a dar separados en la filosofía
surrealista ―«el surrealismo es más una filosofía que una literatura», como afirma
Nadeau (2001: 152)― , que se unen en un cruce complejo e infinito.
La propuesta surrealista concretada por Aldo Pellegrini se difunde en la
Argentina del cincuenta especialmente a través de la revista «A partir de cero», en la
que se encuentran poemas de Molina y Madariaga, pero también de Antonio Porchia o
de Olga Orozco96. La fijación por la imagen permite el punto de unión con el
96
«Se edita A partir de 0, cuyos tres números publicados hasta 1956, fecha en que sale el tercero, en tiraje
limitado, representan la última contribución surrealista en la literatura argentina. Se debe mencionar que
la aparición en las páginas de A partir de 0 de un homenaje póstumo a Paul Éluard, quien había publicado
sus poemas de militancia comunista, causó la protesta de César Moro y de André Coyné […] También
hay que subrayar la publicación en esta revista de dos poemas de Antonio Porchia, poeta muy importante,
sobre cuya obra André Breton se había expresado en términos elogiosos» señala Stefan Baciu (1974: 77).
Aguirre, por su parte, apunta cómo: «En 1952 se constituye en Buenos Aires un vigoroso grupo de poetas
surrealistas, integrado por Aldo Pellegrini, Enrique Molina, Carlos Latorre, Julio Antonio Llinás y Juan
A. Vasco. Se publica la revista A partir de cero (1952-1953), que reproduce trabajos de los nombrados y
[152]
«invencionismo» pero su afán de lograr un conocimiento total, su búsqueda, su utopía,
acercan al surrealismo con el primer romanticismo alemán o anglosajón. Así lo ponen
en evidencia Francisco Urondo o Ricardo Herrera:
Los invencionistas cuestionan en aquellos años a los surrealistas […] El surrealismo es
romántico, más baudelairiano que apollinairiano (Urondo, 1968: 53).
Si tomamos en cuenta el carácter descuidado de su expresión, decididamente hostil a toda
forma de clasicismo, se diría que nos enfrentamos a diferentes variantes de neorromanticismo
que ignoran o repudian su origen. El surrealismo es coherente en este punto, ya que no niega
sus raíces románticas, ni vacila en aproximar las fuentes de su inspiración a la magia (Herrera,
1996: 28-29).
Tal vez aquí esté la clave del surrealismo en la década argentina del cincuenta y
después, del sesenta, frente a otras tendencias o corrientes vanguardistas con las que
convive —como el «invencionismo» o el «ARTE MADÍ»—: tal vez la clave esté en su
estrecha filiación con el romanticismo y, por eso, pueda hablarse con claridad de una
línea filosófica y poética que se funde en busca de un conocimiento capaz de superar lo
visible, a través de la poesía o la magia —como apunta finalmente Herrera—. También
Luis Alonso Girgado señala cómo:
El surrealismo, de imposición bastante tardía, sirvió de cauce a las interrogantes existenciales y
metafísicas de los poetas, a la inmersión en el mundo de los sueños y del subconsciente, a la
recuperación del absoluto poder de la palabra y a no pocos planteamientos de la poesía de
compromiso político-social. Poetas metafísicos, existenciales, políticos y sociales recurrieron al
surrealismo (1995: 9).
De esta manera, el primer romanticismo alemán y anglosajón y el surrealismo
bretoniano sincretizado, desde la década del treinta, por un grupo cambiante de poetas
argentinos y encabezado por Aldo Pellegrini, se presentan como fuentes poéticas
absolutamente ineludibles: ya sea como movimientos, estilos o relecturas, dichas
fuentes se revelan suelo extremadamente fértil en numerosos poetas argentinos de la
segunda mitad del siglo de distintas generaciones, signos y hasta tradiciones. El regreso,
la resonancia, la mezcla de estas corrientes en poetas adscritos en un principio y, sobre
todo, a la «generación del cuarenta» o a las distintas tendencias vanguardistas en los
años cincuenta, promueve y cristaliza, en la década del sesenta, poéticas
extremadamente particulares y finalmente inclasificables.
de André Breton, Paul Éluard, Antonio Porchia, Georges Schéhadé, César Moro, Benjamin Péret, Gisèlle
Prassinos, etcétera» (Aguirre, 1979: 118).
[153]
2. 4 «Poesía Buenos Aires» y la asunción de lo inclasificable
Poesía Buenos Aires trató de captar, en el vocerío, las voces que hablaban el Poema o
hablaban del Poema con alguna garantía de veracidad. Prefirió la vida a la literatura, la
incertidumbre a las ortodoxias, la interrogación al magisterio. Y no obstante, se hizo
letras, valoración, orientación, en la fatalidad de las contradicciones y en la
consumación del devenir. Pero esas voces, extrañamente, siguen hablando.
En un universo donde no existe la última palabra.
Donde la pretensión de pronunciarla nos tienta de continuo.
Raúl Gustavo Aguirre
Las décadas que rodean el medio siglo ―del cuarenta, cincuenta y sesenta― se
caracterizan, como hemos estado señalando a lo largo de estos epígrafes, por una
proliferación de revistas estéticas y literarias que representan las distintas
manifestaciones estéticas y, generalmente, se convierten en emblema de una corriente
poética u otra. La vanguardia latinoamericana ya supone el estallido de este fenómeno,
transformando revistas, proclamas u hojas volantes en manifiestos estéticos, casi en
poéticas.
De «Proa» a «Nosotros» ―en los años veinte y treinta―, de esta a «Sur» y a
«Canto» ―décadas del treinta y del cuarenta―, después a «Arturo» y a «Qué» o a «A
partir de cero» ―ya en los años cincuenta―, las revistas defendían un signo más o
menos claro u homogéneo. Sin embargo, a partir de la década del cincuenta, las poéticas
comienzan a indiferenciarse o, mejor, a mezclarse, a influirse, a transformarse; los
críticos, a perderse entre el canon y las resistencias, y las revistas, a consagrarse o
conformarse con números sueltos o únicos. Con todo, si hay una revista que recoge un
compendio de casi la totalidad de los movimientos poéticos, relacionados en mayor o
menor medida con la vanguardia, con una actividad poética consciente, que defiende
una postura estética y también ética, esa revista lleva por nombre «Poesía Buenos
Aires».
Poesía Buenos Aires apareció para dar testimonio de una conciencia y de una actitud en
relación con la poesía y la vida. Abierta a los colaboradores de más dispar condición humana y
eficacia expresiva, hemos procurado siempre, aun contrariando alguna vez nuestra personal
preferencia, que las manifestaciones de la poesía argentina tuvieran lugar en sus páginas,
prácticamente si excepción alguna. Al mismo tiempo, hemos ido defendiendo la obra de poetas
que en distintos lugares del mundo se han distinguido o se distinguen por la autenticidad de su
aventura espiritual y humana […] En el curso de estos años, con la aparición de nuevos poetas
y la consolidación de una actitud de espíritu y vida —algunos de cuyos testimonios se han
podido apreciar en estas páginas— Poesía Buenos Aires ha ido cobrando, aun sin proponérselo,
el carácter de una expresión de movimiento (Aguirre, 1979: 46).
El primer número de la revista trimestral «Poesía Buenos Aires» data de 1950 y
recoge reflexiones acerca del significado de la poesía, a cargo, entre otros, de su
[154]
representante más conocido y sin duda fundamental, Raúl Gustavo Aguirre. Durante
diez años, la revista solo cambia una vez de formato —para reducirlo— y sigue una
misma línea editorial, con cartas o editoriales que juzgan la poesía contemporánea o
reflexionan sobre la función y la forma poéticas. A estos textos más o menos teóricos,
hay que añadir publicaciones de poetas argentinos (que van de Vicente Huidobro u
Oliverio Girondo a Francisco Madariaga, Mario Trejo, Edgar Bayley, Elizabeth Azcona
Cranwell, Alejandra Pizarnik, Francisco Urondo o Hugo Gola), traducciones de
importantes poetas europeos o estadounidenses (desde el emblemático número dedicado
exclusivamente a René Char o Henri Michaux hasta Wallace Stevens y Ungaretti, Lewis
Carroll y Francis Ponge, Keats y Emily Dickinson, Cummings y en los años sesenta,
también el portugués Ramos Rosa o el francés Jean-Pierre Jouve) y también de un
filósofo: Martin Heidegger.
La lista mucho más larga, la nómina tan heterogénea de estos poetas destella
también elementos comunes. De hecho, creo que estos nombres reconstruyen muchos
tramos de una misma línea poética. De alguna manera, el propio Raúl G. Aguirre insiste
en una misma aunque compleja concepción de la poesía, que no puede sino ligarse a un
estilo de vida, en lo que respecta también a la unión de la poesía argentina de tendencia
vanguardista de la época:
Para Aguirre «el surrealismo, el creacionismo y su derivación en el invencionismo, significan
la culminación de un proceso histórico por el cual el lenguaje poético alcanza el punto máximo
de separación con el lenguaje lógico convencional» (Urondo, 1968: 41).
En efecto, la inquietud por el lenguaje y la tensión entre el lenguaje poético y el
lenguaje convencional se encuentra en la gran mayoría de estas poéticas. Su resolución
resulta radicalmente distinta, como ya veíamos, con respecto a las poéticas de corte
«conversacional» defensoras de la «referencialidad» lingüística, la comunicabilidad y la
oralidad de la lengua coloquial: en estas poéticas, va a tratarse más bien de seguir la
máxima enunciada por Yves Bonnefoy cuando afirmaba que: «La palabra poética es a la
vez una esperanza y una amenaza. Pero de esto se desprende que pueda ser, al menos,
un estado de vigilia y nos permite escapar de la mayor desgracia de la existencia caída,
el lenguaje cegado por su empleo cotidiano» (citado en Casado, 2009: 15).
Frente a la ceguera del lenguaje cotidiano, prosaico, estas poéticas de signo
vanguardista van a apostar por un lenguaje singular, creativo, metafórico, capaz de
dinamizar una escritura que va a revelarse especialmente abierta, viva, procesal,
interpretable, infinita… La poesía también adquiere, entonces, mayor poder de
[155]
provocación y de resistencia, como insinúa Bonnefoy, y un espacio también mayor para
albergar lo desconocido, lo extraño, lo diferente. En realidad, al menos parte de estas
poéticas van a poder declararse en pugna con los poderes, con los discursos opresivos y
arbitrarios, con cualquier tipo de simulacro, con la adscripción a una disciplina, con la
identificación con cualquier relato no cuestionable, estático, con la lógica dicotómica y
con el lenguaje o el afán explicativo. Jorge Enrique Móbili lo escribe mejor:
El poeta sigue resistiendo la dictadura y la anarquía, la melancolía y la carcajada sin brazos, la
muerte y la vida. El poeta ha superado la filosofía, ha movido el horizonte con todas sus
consecuencias, ha salido a cazar ojivas y medallas, a quemar los presagios. Su inmensa
voluntad está empeñada por la confianza. Viene pisando historias. Va a concebir los planes del
mundo. Y nada ha de explicar, ni la puerta entreabierta, ni la expansión del misterio, ni la
música que escribe en el espacio. Ha de dar su poema y los días siguientes (en Aguirre, 1979:
24).
No obstante su heterogeneidad y multiplicidad de influencias, estas poéticas de
tendencia vanguardista tienen tal vez en común su constitución a partir de un mayor
hincapié en la reflexión estética y una conciencia poética cada vez más profunda. De
raíz próxima, las distintas corrientes aportan, según Raúl G. Aguirre, varios cimientos
sobre los que se asienta la poesía argentina en la década del sesenta:
Del futurismo habíamos recibido una actitud nada crepuscular hacia la creación poética. La
entendíamos como una actividad inteligente, participante, audaz […] Del expresionismo
teníamos la conciencia de pertenecer a una época, en la que la poesía, de alguna manera, tiene
que ver con la dignidad, la libertad y el valor del ser humano […] Del dadaísmo, la
desconfianza hacia la institución literaria […] Del creacionismo, habíamos tomado la extensión
del lenguaje poético a nuevos registros […] Del hermetismo italiano, el concepto riguroso de la
expresión poética que —no obstante su apariencia de extrema libertad— debía ser decantada,
ceñida, exacta […] Del surrealismo, por último, creo que una serie de nociones fundamentales,
entre ellas la ya recordada de la poesía como una manera de vivir… (Aguirre, en Piña, 1996:
26).
Aguirre aúna así las principales tendencias de signo vanguardista en la poesía de
los años sesenta. La mezcla producida puede resultar tan abrumadora como general,
teórica o idealista pero refleja o sugiere determinadas características. El sincretismo de
estos movimientos apunta a una indefinición y a una pluralidad de formas difícilmente
generalizables, sin embargo señala una suerte de horizonte poético en el que confluyen
arte y vida, pensamiento y valores, lenguaje y balbuceo, en los albores del silencio
setentista. Las décadas del cuarenta y del cincuenta disponen así el germen de una
intensa búsqueda acerca del conocimiento de las cosas, de los seres, a través del
cuestionamiento de la realidad tangible, que va a despuntar extraordinariamente en la
década del sesenta con «Poesía Buenos Aires».
Desde estas décadas —y ya desde los años treinta—, algunos poetas «de
fundamental importancia», como sostiene Cristina Piña (1996: 15), no se adscriben a
[156]
una corriente estética concreta; es el caso de: «el entrerriano Juan L. Ortiz —otra de las
individualidades solitarias de nuestra poesía, que se convertirá en punto obligado de
referencia para poéticas posteriores de muy diferentes posturas estéticas y grupos
generacionales—, con su depuradísima poesía del éxtasis…» (Piña, 1996: 15). A partir
de la década del cincuenta, a los mencionados «invencionismo» (junto con «ARTE
MADÍ») y «surrealismo», hay que sumar una cantidad considerable de poetas por
entonces jóvenes que, como dice Cristina Piña, «no caben» en ninguno de los
movimientos poéticos más o menos definidos (Piña, 1996: 27-31). Muchos de esos
poetas suelen confundirse a nivel crítico con los más jóvenes de la «generación del
cuarenta», con los poetas surrealistas o con otra «nueva» corriente delineada por
algunos críticos especializados (como Cristina Piña o Nélida Salvador, como vamos a
ver a continuación).
Esta otra corriente corresponde a una «línea de corte metafísico» (Piña, 1996:
31) o a una «actitud reflexiva que suele desembocar a menudo en soluciones de orden
metafísico», caracterizada por «derivaciones filosóficas que a través del ahondamiento
ontológico tratan de lograr una captación integral de las vinculaciones del ser con el
mundo» (Salvador, 1969: 52 y 43), que asume plenamente por tanto la conjunción de
poesía y filosofía. No en vano, el propio Raúl Gustavo Aguirre cierra la recopilación de
su Literatura argentina de vanguardia. El movimiento Poesía Buenos Aires (19501960) con las siguientes palabras:
Las suertes de la «poesía» y de la «filosofía» están, en adelante, ligadas. Ya es tiempo de
considerar caduca la afirmación del «abismo» que separa sus dos dominios97 […] «Poesía» y
«filosofía» deben comprender que no se cumplirán la una en la otra, ni la una en el
menosprecio de la otra, sino la una por la otra, sobrepasándose y renunciando a sí mismas, en
tanto formas provenientes del estallido del decir original (Aguirre, 1979: 187).
En realidad, las poéticas asociadas a esta corriente recogen otra vez el legado de
la poesía neorromántica y vanguardista anterior, su conciencia estético-poética, su
reflexión acerca del sujeto y su relación con el lenguaje y con el mundo. En la década
del sesenta, estas poéticas acaban asumiendo el cruce entre poesía y filosofía, que no
aspira sino a su superación, como tan bien apunta Aguirre, al tiempo que se rebelan
como escrituras singulares, individuales, difícil o injustamente clasificables. En esa
tendencia filosófica, metafísica, suele incluirse a la Alejandra Pizarnik de los años
97
Aquí parece hacer referencia velada a la célebre afirmación de Martin Heidegger, de quien Aguirre
habla unas líneas antes (1979: 186-187), «Tal vez sepamos algunas cosas sobre la relación entre la
filosofía y la poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador, que “habitan cerca
sobre las más distantes montañas”» (Heidegger, 2004: 61). Heidegger recoge estas palabras de Hölderlin
para justificar de alguna manera el hiato entre filosofía y poesía pero en ningún momento va a explicarlas.
[157]
sesenta donde se concentra el núcleo de una obra poética en que alcanzar el
conocimiento, las cosas, a través del lenguaje y, aunque en menor medida, también a
una Olga Orozco que, desde su primer libro, ha dispuesto una poética absolutamente
personal, invadida por preguntas existenciales y metafísicas, que, en la década del
sesenta, va a bucear en todas las tradiciones, en todos los discursos ―espirituales,
religiosos, esotéricos―, con tal de hallar alguna llave capaz de (re)abrir las puertas del
conocimiento.
[158]
3. Vértices: otras propuestas poéticas en las
décadas del setenta y del ochenta
Como ya hemos apuntado, la mayor parte de las poéticas presentadas a grandes
rasgos hasta el momento van a extenderse durante la segunda mitad del
XX
hasta el fin
de siglo; las publicaciones de los principales poetas que, de alguna forma, las
desarrollan y representan continúan de hecho en las décadas del setenta y del ochenta,
adentrándose en no pocos casos hasta la década del noventa: desde Olga Orozco hasta
César Fernández Moreno, pasando por Alberto Girri, Roberto Juarroz, Enrique Molina,
Amelia Biagioni, Edgar Bayley, Gyula Kosice, Raúl Gustavo Aguirre, Juan Gelman,
etc. Así lo sostienen, asimismo, algunos importantes estudios, como la Poesía argentina
de fin de siglo escrita por Cristina Piña (1993).
Por lo demás, las poéticas tanto de Olga Orozco como de Alejandra Pizarnik,
que estudiaremos detenidamente en los próximos capítulos, se fraguan en la bisagra del
siglo, esto es, surgen en las décadas respectivas del cuarenta y del cincuenta, y van a
inaugurar o a adquirir, como veremos, no pocos tintes característicos de las propuestas
expuestas ―del primer neorromanticismo orozquiano al último surrealismo
pizarnikiano, que habrá que matizar en ambos casos; de la problemática del lenguaje al
establecimiento de la tensión con los límites del conocimiento, del sujeto, del mundo―.
La poesía de Olga Orozco, adscrita en sus comienzos a la generación del
cuarenta, aunque particularmente coherente, homogénea, se despliega en diversos
poemarios que abordan aspectos distintos de una cosmogonía propia, puntuada por una
interminable, pautada, letanía que no parece sino ansiar el regreso a un origen que
cíclicamente la convoca, texto tras texto, en un mismo libro: el último poemario que
firma, En el revés del cielo, se publica en 1999, el año en que fallece; recientemente, en
el año 2009, ha aparecido una recopilación de poemas póstumos titulado Últimos
poemas.
En el caso de Alejandra Pizarnik, su prematura muerte a los treinta y seis años
cierra una obra que viene fraguándose desde la década del cincuenta y ya eclosiona a
comienzos de la década del setenta. Quizá Pizarnik constituya uno de los ejemplos más
claros, por edad, circunstancias, también por poética, de poeta asociada al heterogéneo,
inclasificable, grupo de «Poesía Buenos Aires», que finalmente se ha asimilado, como
anotábamos, con esa línea «de corte metafísico» —como la nombraba Piña (1996:
31)— que va a desplegarse durante toda la segunda mitad del siglo
[159]
XX
y que va a
convertirse en epítome de una conjunción general entre poesía y filosofía, no para
introducir la densidad, el desarrollo o la hilazón de un pensamiento supuesta o
pretendidamente filosófico en una forma poética o, dicho de otro modo, conceptualizar
o intelectualizar la poesía moderna, sino para conformar, finalmente, una «poesía de
pensamiento» en el sentido que proporciona Miguel Casado:
No poesía de pensamiento entendida como género específico. No se refiere a nada de lo que se
haya llamado poesía intelectual, filosófica, metafísica, conceptual, sino a una cualidad que
distingue a toda verdadera poesía: la de constituir un lugar privilegiado y eficaz para la
ampliación del pensamiento, para la lucha del pensamiento ―sueño y vigilia― contra sus
límites (Casado, 2009: 15).
De cualquier forma, ambas poéticas ―a las que vamos a dedicar los siguientes
capítulos― cristalizan en la década del sesenta que, como ya hemos visto, concentra un
crisol extraordinario de propuestas, formas y temáticas que va a ir concretándose en la
Argentina en las décadas posteriores. Por otra parte, en esta década también surgen dos
de los poemarios más paradigmáticos, más representativos, de estas autoras, que en mi
opinión engloban la esencia de su inquietud y concepción poética. Por todo ello, hemos
centrado buena parte de nuestro análisis en la contextualización poética y crítica
respectiva a estos años centrales.
Con todo, las décadas del setenta y del ochenta, además de impulsar las poéticas
mencionadas, aportan propuestas estéticas y poéticas novedosas en cuanto que, en
algunos casos, exploran extremos o vértices, en forma y fondo, especialmente
interesantes. Completar el contexto de la poesía argentina de la segunda mitad del siglo
XX
implica, entonces, considerar también tales propuestas que confluyen, de hecho, con
la consecución de la poesía de Olga Orozco, así como con la perduración, la relectura y
la revaloración de la obra de Alejandra Pizarnik.
Los años setenta presentan un primer vértice, producto o radicalización de
algunas poéticas de genes vanguardistas que se congregaban una década antes alrededor
de «Poesía Buenos Aires» ―como, de hecho, la pizarnikiana―, el vértice del silencio.
En esta década se va a extremar la inquietud, tan extensamente expuesta, por un
lenguaje insuficiente para dar cuenta del sujeto y del mundo, y por tanto para conocer el
misterio de ser. Cuanto más en duda se pone la palabra, el saber, las cosas, más parece
que acecha su reverso, el silencio, la pérdida, la desaparición… aunque sea en su
tensión, cable de acero que cuelga del aire, donde, lógicamente, van a habitar estas
poéticas.
[160]
La década del setenta se encuentra, como ya hemos visto, atravesada por una
dictadura militar cuya represión va a traducirse en una fuerte censura y en la tortura y el
asesinato ―la desaparición― de miles de personas. Tal contexto va a fomentar una
«des-estructuración del panorama poético», como señala Cristina Piña (1996: 37), así
como un desplazamiento de la poesía de corte coloquial o conversacional y una
reafirmación de la llamada «poesía política», junto con las ya mencionadas poéticas del
silencio. La dictadura argentina termina, como ya hemos señalado, en 1983.
Entrados los años ochenta, la poesía argentina va a presentar un segundo vértice,
que se halla en el extremo opuesto a la poética depurada que presentaba la década
anterior. La estética neobarroca va a llevar hasta sus últimas consecuencias la
elaboración de un lenguaje poético alejado del uso lingüístico cotidiano, tensando la
problemática del lenguaje, exprimiendo la (im)posibilidad de decir, enfatizando la idea
de que la escritura constituye la única ontología, esto es, pondrá de relieve su infinitud,
su resistencia y su potencia.
[161]
3.1 Primer vértice.
La década del setenta: hacia una poética del silencio
El silencio, como el mar, funde equívocos límites.
Francisca Aguirre
A comienzos de la década del setenta, la situación de la poesía en Argentina va a
ser en gran parte fruto, como hemos estado repitiendo, de las rupturas de las décadas
anteriores que se congregan y evolucionan a lo largo de los años sesenta, así como de
los poetas que, desde posiciones extremadamente heterogéneas, continúan desarrollando
sus poéticas.
No obstante, cabe destacar que esta continuación de las diversas propuestas que
terminan poblando los años setenta no se produce sin evoluciones y salvedades. Tal vez
por ello, algunos críticos, como Kovadloff, van a poner de relieve, frente a las
continuidades, los cambios que va a representar la década argentina del setenta, tanto a
nivel contextual como a nivel poético, con respecto también a los años inmediatamente
anteriores:
Si […] se ensayara una síntesis de los principales factores externos que incidieron en la
conformación de la poesía que empieza a escribirse en los años 70, no debiera dejar de tomarse
en cuenta el resquebrajamiento del proyecto continentalista esbozado en la década anterior; el
derrumbe de los mitos políticos de corte redencional; el tembladeral socioeconómico que
involucra y desarticula la vertebración clásica de la burguesía argentina; todo ello en un mundo
donde los ideologismos tradicionales perdieron ascendencia y donde la violencia generalizada
sumió, tanto a las más afectadas por el subdesarrollo, en un clima de idéntica irracionalidad y
extravío. Entre los factores de orden interno, vale decir estrictamente literarios, pareciera
haberse verificado el agotamiento de los recursos provenientes del coloquialismo extremo, del
entusiasmo metafórico, de la búsqueda de la brillantez expresiva y, como resultante del mismo,
el repliegue auto-crítico de la poesía (Kovadloff, en Fondebrider, 2000-2001: 70).
En estas notas, Kovadloff esboza distintos frentes de una realidad especialmente
precaria, ruinosa, compleja, que, a las puertas del setenta, se conjuga, según sus
palabras, con un panorama literario también en declive en relación con las poéticas
anteriores. Kovadloff propone así una enumeración quizá excesivamente caótica, quizá
excesivamente general, que podría englobar desde la poesía inmediatista hasta la poesía
de signo vanguardista, aunque el crítico no se adentra en explicaciones matizadas. Lo
harán, en cambio, otros autores, también retomados por Jorge Fondebrider, que
coinciden en considerar la valoración de Kovadloff a la hora de resaltar la asunción de
«una postura crítica frente al discurso poético» (Ibarlucía, en Fondebrider, 2000-2001:
11) o cómo:
La década del sesenta creyó en la correspondencia casi total entre lengua conversacional y
poesía. El poeta setentista, por su parte, reemplazó tal creencia con la premisa de que existe un
conflicto entre ambos lenguajes, y puso toda su confianza en el efecto estético que nace de la
resistencia opuesta por el material lingüístico a la búsqueda realizada con el instrumento
[162]
poético. De allí la atención que otorgó a dicho conflicto, y su aparente concentración en los
aspectos formales del texto (Avellaneda, en Fondebrider, 2000-2001: 11-12).
Como sugiere Andrés Avellaneda, la preocupación y atención formal ―aunque
sin sentido si no se sabe enlazada con unos contenidos igualmente inquietos, depurados,
densos― se hostiga hasta experimentar con lenguajes nuevos y planteamientos
extremos, lo cual implica sin duda cierto cuestionamiento de los modelos anteriores
considerados agotados ―como decía Kovadloff― o vacíos ―como también advierte
Ricardo Ibarlucía (en Fondebrider, 2000-2001: 11)―, así como un «sentimiento
autocrítico permanente» ―como añadirá Manuel Ruano en su análisis poético de la
década (Ruano, 1993: 30)―.
Este último especialista señala, además, algunos de los nuevos mecanismos a
nivel formal como «la refundición de metáforas y otras técnicas narrativas (seguramente
el collage) que recordaban los procedimientos alcanzados por T. S. Elliot en su
monumental “The waste land” que algunos releían con las entrañas» o una constante
reelaboración sintáctica, tensada por el contenido crítico, «donde el mosaico verbal se
ajustaba a una naturaleza crítica desacralizante del acontecimiento histórico o de la
crónica psicológica» (Ruano, 1993: 29-30). Estos virajes formales apuntados por
Manuel Ruano coinciden, de hecho, con los formulados por otros críticos como Jorge
Fondebrider, por ejemplo, quien resalta cómo, en la década del setenta, las poéticas
presentan una «sintaxis que tiende a la desarticulación constante de sus elementos y a la
ruptura del enunciado entendido como “mensaje”» (Fondebrider, 2000-2001: 13).
Por otra parte, y al hilo de este último apunte de Jorge Fondebrider, la cita de
Andrés Avellaneda también pone el punto de mira en un conflicto que, en los años
setenta, parece recrudecerse, el que enfrenta definitivamente las dos concepciones
lingüísticas y poéticas consideradas antagónicas, ya expuestas en relación con la década
del sesenta; a saber, un lenguaje y una poesía coloquial o conversacional ―que va a
defender la oralidad y la comunicabilidad lingüística, y su plasmación a nivel poético―
frente a un lenguaje y una poesía metafórica, experimental, creativa ―que va a
reivindicar la escritura y la diferencia, que va a acosar la problemática lingüística y a
fomentar las poéticas singulares―. En ese sentido, no van a ser pocos los críticos que
destaquen cómo, finalmente, la poesía inmediatista, coloquial o conversacional, a
menudo también etiquetada ―como hemos señalado, confusamente― de poesía social,
acaba perdiendo la partida en la nueva década hasta caer, según autores como Manuel
Ruano, «en un descrédito absoluto» (Ruano, 1993: 30).
[163]
Fabiana Inés Varela indica el modo en que, hasta finales de los años sesenta, los
«herederos del coloquialismo de años anteriores intentaron avanzar en esa dirección a
fin de quitar […] toda “aura”, movidos por la voluntad de llegar a una “antipoesía”, de
manifiesto prosaísmo e irreverencia» (Varela, 1995-1996: 157). No obstante, y como
expone la misma autora, a principios de la década del setenta, se va a imponer la
respuesta a esa voluntad bajo la forma de «una serie de voces que intentan rescatar para
la poesía todo su misterio, toda la complejidad de su valor trascendente» (1995-1996:
157)98. Nótese cómo se enfatiza con ello una oposición estética a menudo latente ―en
esta década más bien de modo virtual, puesto que el coloquialismo va a ir perdiendo
fuerza en los años setenta― que abarca tanto el fondo como la forma y cómo, en la
estética contemporánea, van a estar entrelazadas permanentemente: las poéticas
inmediatistas, coloquiales o conversacionales proponen una forma oral ―es la falacia
de la forma sin forma― de contenidos supuestamente inmediatos, perceptibles
―palpables―, reconocibles, y el reclamo del lenguaje referencial y de la
comunicabilidad apunta entonces a lo compartido, a lo conocido, a lo mismo; mientras
que las poéticas más rupturistas, usualmente enfrentadas a estas poéticas coloquiales o
inmediatistas, defienden una forma experimental, de trabajo con la escritura ―es la
conciencia de la forma―, de interrogaciones metafísicas, cuyas respuestas no parecen
estar cifradas en los sentidos, cuyo contenido parece ser más bien invisible, intangible,
insólito, y la búsqueda de un lenguaje metafórico o la exigencia de creatividad puede
bordear lo extraño, lo desconocido, lo diferente. La línea divisoria nunca es tan clara
pero resulta operativa a la hora de marcar puntos reflexivos de inflexión.
De alguna manera, y como recogen Varela (1995-1996: 157) o Ruano (1993:
29), el influjo romántico de los poetas de la generación del cuarenta y la vena rupturista
de las poéticas de corte vanguardista de las décadas anteriores van a sincretizarse hasta
alcanzar una poesía en busca manifiesta de lo misterioso, lo ignoto, lo asombroso y
también aterrador ―del sujeto, del arte, del mundo―, notas introspectivas que
incorpora y reivindica la poesía contemporánea ―como abordábamos en el primer
98
Fabiana Inés Varela cita algunos de los nuevos nombres que van a reivindicar, también desde la
vertiente neorromántica mucho más radical que la influencia presentada por la generación del cuarenta
―como veremos en el siguiente epígrafe―, una poesía alejada del coloquialismo de las poéticas
comúnmente asimiladas a la década del sesenta o al sesentismo: «Mario Morales, Jorge Zunino, Víctor
Redondo, Guillermo Roig, Susana Villalba…» (1995-1996: 157). La afirmación de Varela concuerda, por
lo demás, con otras valoraciones, como la del poeta y crítico Manuel Ruano, que afirma en el mismo
sentido que, en la década del setenta, «el poeta estaría en condiciones de despreocuparse por lo coloquial
que tanto sedujo a los forjadores del sesenta. Por eso me refiero a lo misterioso de la poesía, aunque la
mayoría haya construido otra cosa…» (Ruano, 1993: 29).
[164]
capítulo―, desde la problemática de un lenguaje ―o desde un lenguaje
problematizado― que se (des)dice para lograr el hallazgo.
Es esta «poetización de la incapacidad del lenguaje para dar a conocer realidades
externas o estados del alma que superan por su magnitud las posibilidades del decir»
(Varela, 1995-1996: 161) la que, según Fabiana Inés Varela, se radicaliza en la década
del setenta hasta alcanzar las denominadas «poéticas del silencio»: poéticas que, como
tan bien sugiere Varela, bucean en el adentro y en el afuera del mundo y del alma, y
revelan que, para el ser humano, es su juntura el ininteligible lugar de la terrible
incógnita. Se configuran así como poéticas de la desaparición, pues se sitúan en la
intermitencia blanchotiana del lenguaje y del mundo, que prevé que lo invisible solo
puede alcanzarse ―verse― en el momento de la muerte, el único instante que niega su
transparencia, que la aparición solo puede realizarse con la desaparición, y solo en la
contingencia de ese imposible intervalo se obra la revelación y se halla sentido.
Por lo mismo, en estas poéticas, el movimiento que constituye la escritura, que
va de la forma al fondo, del lenguaje al conocimiento, del silencio al misterio, no puede
ser sino bidireccional, estar obligatoriamente ―y otra vez― enlazado: si la «puesta en
duda de la palabra», que no alcanza a nombrar regiones misteriosas, metafísicas e
indómitas, «permite la aparición del silencio» (Varela, 1995-1996: 160), «el silencio
es», a su vez, «una instancia necesaria de la búsqueda poética que permite al poeta
ahondar en torno al misterio» (Varela, 1995-1996: 164). Báscula cuyo equilibrio
siempre se acaba desbaratando, estas poéticas estiran el lenguaje y la poesía hasta uno
de sus ápices, el extremo de un silencio genético, para distender también, para alargar,
para ensanchar, el conocimiento; van de menos a más, y hay entonces cierta
correspondencia entre estos dos polos mudos y translúcidos, escasos y sin embargo
excesivos.
En el «amplio marco de todo lo no dicho», como señala Fabiana Inés Varela
(1995-1996: 167), estos poetas encuentran «el poder de las alusiones» (Varela, 19951996: 167), espacio marginal que revivifica el infinito crisol de las significaciones y
desde el que se vuelven a disparar los «múltiples interrogantes sobre la posibilidad que
tiene el lenguaje de referir la realidad», como otra vez anota Varela (1995-1996: 167).
En ese circuito enloquecido encadenado por el lenguaje pero conformado de
interrupciones, la comunicación se termina rompiendo (Varela, 1995-1996: 167): por lo
que el silencio introduciría también entonces la distancia ―escasa pero necesaria―
para poder saber, para poder ver, también para poder decir; y dejaría a la vez espacio
[165]
para lo indecible, lo invisible, lo incognoscible, que es, evidentemente, incomunicable y
desconocido ―la muerte, que no el duelo, el amor, frente a la soledad, quizá, y el dolor,
tal vez frente al miedo, retomando la enumeración de Heidegger―. Esa callada
introducción de distancia permite, asimismo, la entrada del otro, de lo otro, y el
(re)establecimiento de un nuevo acercamiento.
Como indica Fabiana Inés Varela, a esta corriente se adscriben poetas que
comienzan a escribir en la década del setenta (1995-1996: 157). No obstante, estos no
hacen sino radicalizar la estela romántica y/o surrealista de muchos de los autores
precedentes. De hecho, Jorge Fondebrider otorga «cierto tono “neovanguardista” a la
poesía del setenta» que no puede sino provenir del experimentalismo de las décadas
anteriores y de una búsqueda poética que termina recabando en el conocimiento y en el
lenguaje mismos para poder realizarse (Fondebrider, 2000-2001: 12). Por su parte,
Varela pone de relieve la hilazón de esta vertiente con las poéticas de mostrada
influencia romántica, como la generación del cuarenta, así como con la nueva poesía
neorromántica, alrededor de la cual va a conformarse un importante grupo poético en la
Argentina de la dictadura:
Las distintas variantes incluidas dentro de lo que se ha dado en llamar neorromanticismo
coinciden en una similar cosmovisión proveniente, en líneas generales, del romanticismo
alemán, a la que se suman diversos elementos surrealizantes y un marcado tono místico […] A
pesar de la defensa de la palabra que realizan los neorrománticos desde el núcleo mismo de su
quehacer poético, el don profético que los caracteriza los lleva a intuir el drama del silencio
que yace escondido dentro de la palabra en el mundo contemporáneo (Varela, 1995-1996:
162).
Ambas anotaciones, la de Fondebrider y la de Varela, nos interesan
especialmente: vuelven a apuntar a dos de los espacios en los que se mueven las
poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, y es que ambas estarán, como
veremos, asediadas por el silencio.
[166]
3. 2 Silencios forzados. Poesía en la dictadura
Lejos de adjudicarse la palabra plena, el poeta juega
(se juega) como «testigo» en lo precario.
Juan Gelman
En Argentina, las décadas del setenta y del ochenta están atravesadas por la
dictadura militar que comprende el período que va de 1976 a 1983 y que va a imponer
un gobierno bajo el cual el ejército va a perpetrar numerosos asesinatos, a producir
miles de desaparecidos, a robar centenares de niños, a fomentar el terror entre la
población… «La poesía en el período de terror», como escribe Jorge Santiago Perednik
(1989: vi), tampoco va a escapar al silenciamiento, a la censura y a la oleada de
persecuciones, secuestros, torturas, crímenes y desapariciones (Herrera, 1991: 101).
Aun así, durante los años de la dictadura, van a continuar silentes las poéticas que
sobreviven al régimen, desde Argentina y desde el exilio, y también desde esa memoria
que se rescata siempre con los compañeros y con los libros. Osvaldo Balbi, Oscar
Barros y Lucila Álvarez de Barros, Miguel Ángel Bustos, Juan José Capdepon,
Sebastián Dorronzoro, Claudio Ferraris, Claudio Nicolás Grandi, Susana Lugones,
Héctor G. Oesterheld, Jorge Eduardo Ramos, Roberto Santoro, Francisco Urondo o
Rodolfo Walsh son solo algunas de las personas, de los intelectuales, de los escritores y
poetas asesinados y desaparecidos durante la dictadura argentina.
Pese a la mordaza y al genocidio, la «poesía política», inaugurada ya en la
década anterior y etiquetada así básicamente por los contenidos pero cuyo reflejo abarca
asimismo ―y como ya dijimos― las formas, pervive a través de distintas poéticas y
publicaciones. En 1974, se forma el grupo «El ladillo», congregado en torno a ideas
utópicas comunes que promoverían una «poesía para la revolución» (Perednik, 1989:
xii); no obstante, como indica Perednik, este grupo «se mantuvo tras el golpe como
grupo de amigos sin una poética en común» (1989: xii).
En los años posteriores, sobre todo en la última etapa del régimen ―a partir de
1979, como también anota Perednik (1989: vi)99―, se multiplican las publicaciones y
99
Evangelina Margiolakis, investigadora de la Universidad de Buenos Aires, en un esclarecedor trabajo
sobre las revistas culturales en la dictadura, apoyando la opinión de Jorge Santiago Perednik y aludiendo
a un texto de Silvia Guiard, escribe: «Tras algunos encuentros, las revistas que formaron parte del
colectivo ARCA (Asociación de Revistas Culturales), realizaban en 1979 una conferencia de prensa
donde expresaban su oposición a la censura imperante (Margiolakis, 2011: 4)». Por otra parte,
Margiolakis advierte además de que: «La última dictadura militar presenta dos momentos diferenciados
desde el punto de vista cultural y político. Por un lado, una primera etapa que abarca hasta 1980, en la
cual se evidencian más crudamente la represión, la censura y las persecuciones. Luego encontramos una
[167]
revistas desde donde, más o menos veladamente, denunciar los abusos, las vejaciones,
las desapariciones, llevadas a cabo por la dictadura militar (Perednik, 1989: vi): es el
caso, por ejemplo, de las revistas «Punto de vista» (que sigue publicándose en la
actualidad), «El Ornitorrinco» (que comienza su andadura en 1977, pero seguirá
publicándose tras la dictadura), «Nova Arte» (editada entre 1978 y 1980), «Ulises»
(1978), «Crear» (1980-1984), «Kosmos» (1982), «Signo ascendente» (1982), «Brecha»,
etc., que comparten una postura disidente frente a la opresión desde la resistencia y
también desde cierta clandestinidad:
Las revistas culturales «subte» asumieron el rol de tematizar aquellos problemas y discusiones
que no podían ser visibilizados en otros espacios de intervención colectiva. La discusión en
clave «cultural» y el espacio estratégico otorgado a lo simbólico fue correlato de que lo político
se encontraba vedado. La propia categoría de «subte» refiere a aquello que se encuentra
«invisibilizado», que logra subsistir de forma «escondida» a la imposición de mecanismos de
censura y represivos. Muchas de las discusiones en clave «literaria» o de «crítica cultural»
implicaron dar cuenta del contexto histórico, a pesar de que el modo de remitirnos al mismo
fuera a partir de figuras retóricas como la «metáfora», la «elipsis» o la «alegoría» (Margiolakis,
2011: 2).
De nuevo la poesía, la literatura, su lenguaje, se revela ―subterránea,
subrepticia, subversivamente― el «espacio de una desaparición cruzada», de forma
quizá destacable, y también distinta, en este contexto ―en que el vocablo
«desaparición» destella tantas y tan terribles connotaciones―; crea otra vez un espacio
desde donde visibilizar lo que el poder pretende invisibilizar y desde donde contar,
desde donde escribir, otra historia.
Durante la dictadura, los escritores y poetas que apuestan por una poesía de corte
político, de manera más o menos explícita, que conforman grupos poéticos y dialogan
alrededor de estas y de otras publicaciones, van a compartir esa misma actitud de
resistencia, de antiacademicismo y de «diferenciación con lo instituido», como ya
habíamos avanzado (Perednik, 1989: vi), desde la diferencia; diferencia que se fragua en
la forma y en la escritura misma, que también va a teñirse, indefectiblemente, de
descrédito, de escepticismo:
segunda etapa que va desde 1980 hasta 1983 y que incluye la Guerra de Malvinas, en la que se evidencia
cierto “agotamiento” del régimen ―y su discurso monolítico― y surgen algunas nuevas publicaciones
que, aunque sin difusión masiva, articularon un espacio de nuevas discusiones y temáticas» (Margiolakis,
2011: 1). Con respecto al primer período, Margiolakis escribe: «En este primer período es importante
analizar la actitud de los empresarios periodísticos argentinos, quienes, coherentes con sus propios
intereses, apoyaron el golpe y propiciaron la autocensura y la desinformación» (Margiolakis, 2011: 2); del
segundo período, la especialista destaca: «El rol de las revistas culturales denominadas “subte”, ya que
constituyeron un espacio de discusión que no existía en el ámbito académico en ese momento»
(Margiolakis, 2011: 2).
[168]
Desde el advenimiento de la dictadura los nuevos escritores empezaron a quedar atravesados
por la duda, a proclamar, no sin un tono doloroso, la relatividad de lo verdadero; o renegando
del inmediatismo se decidieron a practicar una poesía del lenguaje (Perednik, 1989: xii).
La poesía política, que teóricamente ―y como escribe Perednik― tiende a
«subordinar el poema y la poesía a una idea superior» (1989: xii), descubre así cierta
desarticulación en la práctica: no solo cambian los lugares de escritura ―es decir, se
escribe tanto desde ideas como desde formas distintas100― sino que el golpe militar,
como puntualiza Perednik, «disolvió más de una certeza, más de una fe ciega en las
viejas ideas» (1989: xii).
Así, aunque continúan las «posiciones próximas a la teoría del realismo
socialista», por ejemplo, encabezadas por poetas como Vicente Muleiro o M.ª del
Carmen Colombo (Perednik, 1989: xi), así como la genuina poesía de Juan Gelman
―que comienza a convertirse en «modelo» y considerarse un «maestro» para algunos
jóvenes poetas (Perednik, 1989: xii)―, en la llamada poesía política del setenta se va
produciendo una marcada tendencia a la desarticulación ―una resistencia a cualquier
tipo de subordinación― aunada en forma y fondo que tiene o encuentra, de nuevo, su
epítome en el lenguaje: en la contingencia, en la intermitencia, en el corte, que sus
signos ―sus huellas― revelan; tanto la estructura como la significación, indisociables
ya lingüística y estéticamente, reflejan la presencia tanto como la ausencia, la vida como
la muerte ―y otra vez estamos retomando la intermitencia blanchotiana que hemos
desbrozado en el primer capítulo―.
Quizá una buena muestra de ello sea la persistencia de las poéticas «de estilo
próximo al aforismo», como también apunta Jorge Santiago Perednik, en la línea de
Porchia, Juarroz o Guillermo Boído (Perednik, 1989: xiii), que, en efecto, no dejan de
poner de relieve, como indica Carlos Vitale, «el notorio deslizamiento en el gusto
literario de los escritores, primero hacia la poesía, y dentro de ella, hacia las poéticas del
lenguaje» (en Perednik, 1989: xiv). Hay, en estas poéticas, en la literatura argentina en
estos años ―como explicita Vitale―, un especial énfasis en la potencia del lenguaje, en
el valor creativo, poético y metafórico del lenguaje, que también parece pedir una
100
Jorge Santiago Perednik aclara en este sentido que la poesía política «continúa la iniciada en las
décadas del sesenta y del setenta aunque no siempre desde la misma idea política» (Perednik, 1989: xi), y
menciona la radical disparidad de algunos de los distintos espacios de escritura («realismo peronista,
realismo feminista, realismo nazi…» (1989: xi)). En el período concreto de la dictadura militar, la «idea
superior» ―como dice Perednik― que de alguna manera comandaría el lugar de escritura, si bien refleja
un rechazo común a la opresión, la violencia, la censura, también varía («revolución, clase obrera, patria,
mujer, homosexualidad...» (1989: xii)).
[169]
economía lingüística que remite, una vez más, a esa intensificación contemporánea de la
conciencia lingüística, material, significante, y a su tensión con los límites del mundo y
del conocimiento ―no solo con su imposibilidad, también con su andadura, su
tradición, y sus disputados frutos―.
Esta poesía aforística parece congeniar, por una parte, con otras poéticas también
singulares ―aunque muy dispares entre sí― que provienen de la generación del
cuarenta y de la década del cincuenta, con lo que esta última implica de recuperación de
la vanguardia, así como, y por otra parte, con las estrenadas poéticas del silencio
estudiadas específicamente por autoras como Fabiana Inés Varela. Es en este último
punto en donde parece que se desencadena el comienzo de un renovado pero antiguo
conflicto, donde los límites se presentan difusos: aquel que enfrenta una poesía
comprometida con la dura realidad social y política, y una poesía desvinculada
políticamente de la opresión y la dictadura argentinas, y cuyos márgenes se deslizan de
la imposibilidad de decir a un cierto esteticismo ―y de ahí a una actitud definitivamente
escapista― y/o de la imposibilidad de conocer a la nostalgia de otro mundo
irrecuperable y también imposible, a la utopía de una totalidad irrealizable.
Dentro de las llamadas poéticas del silencio, como veíamos, Fabiana Inés Varela
incluye «el surgimiento, hacia 1974, de una postura “neorromántica”» (Freidemberg, en
Fondebrider, 2000-2001: 13) y es básicamente este nuevo neorromanticismo ―valga la
redundancia, pues es relectura de la relectura anterior―, que tiene su emblema en las
publicaciones «Nosferatu» y, sobre todo, en «Último reino» o en el sello editorial «La
lámpara errante», el que va a criticarse desde ciertos sectores101. Concretamente, serán
los poetas que se reúnan en torno a la revista «Xul», ya en los albores de los años
ochenta, quienes defiendan la apoliticidad de los neorrománticos de esta década y
quienes se muestren más críticos con ellos. Jorge Santiago Perednik describe las
implicaciones ético-políticas de la corriente neorromántica durante la dictadura desde el
punto de vista de «Xul»:
El desinterés básico por su época histórica también aparece como una respuesta positiva a la
demanda política del grupo gobernante. Así terminó constituyéndose, más allá de la intención,
o aun a pesar de la intención de sus miembros, seguramente contrarios a la dictadura, en la
101
Entre los poetas que se relacionan con estas publicaciones y con esta vertiente, Jorge Santiago
Perednik cita a Pablo Narral, Víctor Redondo, Guillermo Roig, Roberto Sangli, M.ª del Rosario Sola,
Mónica Tracey, Susana Villalba, Horacio Zabaljáuregui y Jorge Zunino (Perednik, 1989: xii). No
obstante, los listados resultan relativamente arbitrarios cuando las poéticas son tan heterogéneas y están
tan poco definidas; los márgenes ―como advertíamos― más que difusos, Cristina Piña añade, por
ejemplo, a Mario Morales e interrelaciona la poesía de este grupo ―en esto coincide con Perednik, como
veremos― con el antecedente de poetas como Olga Orozco o con poéticas como la de M.ª Rosa Lojo
(Piña, 1996: 39).
[170]
poética más coyunturalmente dependiente: en la expresión poética de los deseos del régimen
militar, que además de sumir al país en una larga noche, usó la noche como ámbito elegido
para actuar, que en la oscuridad hizo desaparecer porciones de la realidad (sobre todo a miles y
miles de personas), y cuyo ideal de hombre era, como el individuo de los poemas
neorrománticos, el que se desinteresaba de la realidad social o de los prójimos y el que
resignaba el uso de la razón como instrumento crítico (Perednik, 1989: xiii).
Perednik relaciona en principio el neorromanticismo del setenta con la revisión
que del primer romanticismo alemán y anglosajón propone la generación del cuarenta y
otros poetas afines a esta ―con sus palabras, «ligada a la tradición de Novalis»
(Perednik, 1989: xii)―, donde quizá destacan, como afirma Herrera, «el orfismo de
Olga Orozco» o el «satanismo de Alejandra Pizarnik y de Miguel Ángel Bustos»
(Herrera, 1991: 109), este último, por cierto, secuestrado y desaparecido por los
militares el 30 de mayo de 1976. Pero, para caracterizar la poética neorromántica,
Perednik insiste en que esta:
Se basa en la sensación y sensaciones de una primera persona […] ubicada fuera del mundo,
fuera de ser cuerpo, fuera de sus circunstancias, que quiere acceder a las esencias últimas y no
puede. Esta imposibilidad de realizarse marca el tono general de insatisfacción que denotan los
escritos (Perednik, 1989: xii).
Una insatisfacción presente y perpetua, acompañada habitualmente de la
nostalgia por un pasado mejor ―elementos típicamente románticos― representan, para
Jorge Santiago Perednik, la forma de reincidir en un idealismo que, según el crítico, va a
(re)ubicar el yo en un plano central y metafísico; un yo, parece decir Perednik, tan
(pre)ocupado por alcanzar el absoluto estético y recomponer la totalidad esencial
perdida que acaba borrando lo real: así con el cuerpo, con el mundo. La lectura del
director de «Xul» responde a una de las interpretaciones clásicas, y también sesgada, de
un romanticismo en que se asimila el ámbito de la noche a una suerte de velo, como
aquel de Mab ―la Maia de la filosofía hindú―, que promueve entonces la desaparición
del mundo102.
Sin embargo, y como ya apuntaba Maurice Blanchot, el espacio romántico o
neorromántico de la noche es mucho más complejo, a veces supera el lugar de descanso,
de sueño y de muerte, que mecen, por ejemplo los Himnos de Novalis para dejarnos
justamente ―como nos deja la poesía y el lenguaje― a la intemperie (2004: 153-154):
«En ella siempre se está afuera» escribía Blanchot (2004: 154). La respuesta de Ricardo
Herrera, retomando las críticas provenientes de «Xul», parece, de algún modo, recoger
también esta noche de la creación, de la poesía, de una «revelación» ―probablemente
102
Al referirse al «ámbito de la noche», como él lo llama, Perednik escribe: «En los poemas borra el
mundo, lo hace desaparecer de la mirada» (1989: xii).
[171]
de ecos místicos― «que en el seno del olvido es el recuerdo sin reposo», como anota
Blanchot (2004: 154). Escribe Ricardo Herrera:
¿Por qué no ver en este [neorromanticismo] una reacción del inmediatismo sesentista y sí un
reflejo del proyecto dictatorial? […] ¿Por qué olvidar […] que el orfismo está vinculado al
origen mismo de la poesía? […] ¿Por qué simular que la noche concebida como espacio de
revelaciones es la misma que la del oscurantismo? (Herrera, 1991: 113).
La noche y su progresión en el neorromanticismo argentino del setenta no
conllevan tanto una visión atemporal del mundo como la reivindicación ―que toman,
por cierto, del Frhüromantik― de un tiempo experimentado, vivido, que los seres
humanos sufrimos debido a la conciencia de muerte (y la amenaza de la desaparición, su
pulsión y su incertidumbre, va a impulsar y va encontrarse tanto en el Hiperión de
Hölderlin como en los poemas de Alejandra Pizarnik y de Olga Orozco)103. En ese
sentido, el carácter trascendente de este movimiento es, como ya señalábamos y subraya
Ricardo Herrera, una respuesta a la poesía inmediatista y coloquial; más que el silencio,
o la abnegación, ante la dictadura militar, es una revaloración de la poesía como
búsqueda, experimentación, vivencia, y una reacción ante el mercado y buena parte de
la literatura del momento. Así lo sostiene, por ejemplo, Juan Liscano:
Nosferatu es un taller de creación poética apasionada en un tiempo de best seller, comercio
literario, escritura de barricada o de oralidad baja. Hay valentía en esa actitud. Se va contra las
corrientes. Se rechaza rebajar el tono, descomponer el lenguaje para estudiar sus elementos
aislados, esterilizarse en una crítica estructuralista del mismo. Aún impera en esos poetas que
no han pasado los cuarenta años o aún cruzan los veinte, la inspiración, el entusiasmo que es
elevación del alma (en Herrera, 1991: 110).
Este es el alegato que firma Juan Liscano en una revista publicada en Caracas en
1977 en defensa de las poéticas neorrománticas argentinas ―la recoge Ricardo
Herrera―. No rebate, sin embargo, la crítica fundamental de «Xul», ya que después
añade que: «Frente a la sociedad asumen una actitud apolítica y nihilista, un tanto
anárquica, pero que los deja libres para buscar un más allá del lenguaje, de la existencia,
del sueño» (Liscano, en Herrera, 1991: 110). Liscano deja para la poesía la actitud de
resistencia para aludir a una postura pasiva en lo político, como si la resistencia poética
103
En las Cartas sobre la educación estética del hombre, uno de los textos fundacionales del
Frhüromantik que Schiller firma en 1794, el alemán subraya un aspecto de lo que denomina el «impulso
sensible» para caracterizar la belleza y es que nos pone en contacto con la temporalidad (en Novalis,
Schiller, Schlegel…, 1994: 196). Pero, además, en este texto se encuentran afirmaciones del tipo: «La
obra de arte más perfecta que cabe: el establecimiento de una verdadera libertad política» o «Para resolver
en la experiencia el problema político, es preciso tomar el camino de lo estético» (Schiller, 1928: 12; 1314), por lo que no parece que se pueda afirmar fácilmente la apoliticidad radical de la «línea romántica
desde Novalis», como sugería Perednik (op. cit.). En el neorromanticismo del setenta quizá no se
encuentren afirmaciones como la schilleriana pero cabría valorar las poéticas concretas para juzgar las
propuestas estético-políticas que entrañan con el fin también de no llegar a conclusiones precipitadas al
establecer su filiación.
[172]
pudiera traducir ―o tradujera sistemáticamente― apoliticidad y conformismo, o como
si la explicitud, la referencia, la inmediatez, de la realidad política fuese la única vía de
compromiso estético.
La cuestión ya abordada en epígrafes anteriores, la polémica renacida en esta
década convulsa, lo cierto es que, como aclara Herrera, «Último reino» va a dar voz a
poetas de muy diversa índole e influencia: a maximalistas y a minimalistas, como
afirma Herrera, refiriéndose a poéticas más y menos comprometidas ideológica y
políticamente que, otra vez, se situarán más cerca de la escritura o de la oralidad, y que
―como sostiene el crítico― muchas veces terminarán entrelazándose (1991: 102);
asimismo, «Último reino» tiene en su nómina de Borges a Girri, de Louis Aragon a Paul
Éluard (son solo algunos de los nombres que figuran en los números del año 1981), de
quienes no se puede decir que hayan escrito una poesía sin evidentes implicaciones
políticas. Tras la dictadura, de hecho, a mediados de la década del ochenta, «Último
reino» va a acoger a poetas de la generación del cuarenta, asociados con el primer
neorromanticismo ―como Olga Orozco―, tanto como a poetas que originariamente se
podrían relacionar con el entorno de «Xul», como Néstor Perlongher, en la médula de
otro de los vértices que vislumbra el final del siglo y que recogemos en este apartado: la
corriente neobarroca, otra vez releída, transformada, por el propio Perlongher en poesía
neobarrosa.
[173]
3.3 Segundo vértice.
La década del ochenta y la poesía neobarrosa
Lo que mantiene vivo al poema es el juego, el lenguaje en estado de alerta continuo en
donde muy poco está encargado a la memoria poética del lector. Una belleza que se
sacrifica siempre es un eco tardío del estallido de la vanguardia.
Eduardo Milán
El primer número de la experimentalista «Xul. Signo nuevo y viejo» aparece en
el año 1980; su periplo durará hasta fines de siglo, concretamente hasta 1997. La
revista, que se ha digitalizado recientemente y puede consultarse en la actualidad en la
red, dedicó algunos números a monográficos «sobre Oliverio Girondo, la especificidad
del lenguaje poético o Juan L. Ortiz» ―como se indica desde la página web― que se
alternaron con muestras de poesía contemporánea, estableciendo de este modo el puente
que sugiere el epígrafe añadido al nombre de la revista104 y ofreciendo, al mismo
tiempo, «un mapa parcial de las poéticas experimentales en juego durante dos décadas
de vida cultural argentina» ―como también se lee en la presentación digital de la
revista (Xul: 2011)―.
De entre las intenciones de «Xul», Jorge Santiago Perednik ―su editor y
director― destaca que «rechazó en todo momento ser vocero de un grupo, un
movimiento o una poética» (Perednik, 1989: xiii), aspecto por lo demás habitual y
notable desde la década del setenta, y aclara la muestra de «respeto a una tradición pero
a una tradición que se transforma constantemente porque no echa raíces» (Perednik,
1989: xiv). Si tuviese que resaltarse algún aspecto de la revista tal vez sería la actitud
vehementemente crítica, desde donde no se pretende sino fomentar más crítica ―«no
echar raíces»―, actitud que despunta en un período especialmente difícil, duro, el de la
dictadura militar; en palabras de Perednik, «Xul» defendería una «escritura incisiva que
pone en cuestión el orden de lo real» (1989: xiv) pero «para Xul su compromiso con la
realidad pasa por un compromiso con la lengua» (Perednik, 1989: xiv).
Como dirá Eduardo Milán, la aparición de las nuevas poéticas que recoge, por
ejemplo, la revista «Xul» en Argentina «posibilitó todavía arquear la cuerda con
suficiente tensión» (Milán, 2007: 23), esa cuerda que va de la cosa a la palabra ―y
viceversa― y que configura una red que se estira a lo largo de todo el siglo XX desde las
104
En la introducción de Xul en la página web también se explicita este aspecto ―que subraya asimismo
Jorge Santiago Perednik (1989: xiii)―: «Con una docena de números y varios cientos de páginas la
revista estableció un puente que, como lo anticipa su nombre, conecta la tradición y su redefinición en el
presente».
[174]
vanguardias históricas, red en que apenas puede verse un trozo de soga o un pedazo de
cielo, vacío que rebasan o margen que colman la utopía o el escepticismo. El propio
Perednik, en este sentido, explicita reiterativamente que:
No sería incorrecto entonces catalogar a este conjunto heterogéneo, inabarcable dentro de una
definición única, de «poetas del lenguaje», pero además es cierto que fue una de las tentativas
para dar cuenta, mediante la escritura poética, del momento histórico en que se vivía (1989:
xiv).
También Fabiana Inés Varela subraya el experimentalismo de «Xul» añadiendo
que «contribuyó en buena medida al descrédito de la palabra y de la poesía» y
destacando un «trabajo sobre la palabra cada vez más aislada de significado, entendida
como una pura forma [que] es continuado por el neobarroco» (Varela, 1995-1996: 158).
Hay asimismo otras revistas, como la publicación «Sátira» dirigida, también a partir de
1980, por Fernando Kofman, que inciden en poéticas que ponen especialmente de
relieve este trabajo sobre el poema y el empleo del lenguaje, enfatizando esta vez la
tradición anglosajona (así lo explica Perednik (1989: xiv)).
Aunque parece evidente que «Xul» vuelve a recoger el testigo de la cuestión del
lenguaje ―que problematiza a su vez el conocimiento y nuestra «existencia», nuestra
«realidad» y hasta nuestras «posibilidades» en el mundo―, Jorge Santiago Perednik y
el grupo de poetas que colabora habitualmente con la revista, desde editoriales,
presentaciones, comentarios, marcan obstinadamente la distancia con la poesía pura o el
mero esteticismo, reanudando un diálogo entre estética y política que solo media un
espíritu crítico capaz de situarse en la médula de aquello que crítica; para la escritura se
va a situar en el lenguaje como para la poesía se situará en el poema:
Buena parte de los escritores y artistas que participaron en Xul bajo la dictadura continuaron
haciéndolo durante la democracia, al grupo original se sumaron otros en un esfuerzo por hacer
que la investigación de diferentes poéticas permitieran una lectura crítica de las instituciones
culturales. De todas esas instituciones quizás no haya otra tan importante para la escritura
como la del lenguaje y una de las preocupaciones compartidas por quienes participaron en Xul
es la reflexión entre lenguaje y escritura que la revista propuso a través de temas como la
traducción, la poesía visual, la especificidad del lenguaje poético o el neobarroco (Xul: 2011).
En efecto, en los poetas citados por Perednik (1989: xiv)105 se revela una nómina
otra vez tremendamente heterogénea: a pesar de su ―ya mencionado― descrédito en la
década del setenta, a mediados de la década del ochenta va a resurgir un renovado
coloquialismo de la mano de poetas como Mario Arteca o Fabián Casas ―también de la
evolución poética de autores como Ramón Plaza o Daniel Barros―, continuarán las
105
Roberto Ferro, Santana, Aguirre, Jorge Lépore, Néstor Perlongher, Lobo Boquincho, Susana Cerda,
Emeterio Cerro, Roberto Cigogni, Marcelo di Marco, Laura Klein, Delia Pasini, Hugo Sarino o el propio
Jorge Santiago Perednik.
[175]
poéticas nacionalistas y, sobre todo, y aunque la mayoría de los críticos fechan a
mediados del ochenta la caída definitiva del neorromanticismo (Varela, 1995-1996:
158-159; Perednik, 1989: xiii), proseguirá una poesía repleta de «voces personales», de
poéticas singulares ―que siguen proviniendo de la generación del cuarenta, del
neovanguardismo del cincuenta, de la llamada «poesía política», de las poéticas del
silencio, etcétera―106.
Si hay, no obstante, una nueva corriente, una nueva propuesta que vuelve a
sobresalir por su continuidad, su ―afán de― superación de la vanguardia, su
radicalidad, también su reflexión sobre el lenguaje y, sobre todo, su origen y
desembocadura en una escritura infinita, es la corriente neobarroca, convertida en
neobarrosa por Néstor Perlongher, autor que comienza a publicar en la revista «Xul» y
que va erigirse en uno de sus representantes centrales. Así lo señala Eduardo Milán:
Una nueva impronta, en relación a la vanguardia, adquiere el poema en manos, por ejemplo, de
Néstor Perlongher: la entrada de una subjetividad implacable que critica desde el margen,
desde el no-sujeto, al estatuto objetivo del poema. Si el sujeto está en discusión, ahora también
el objeto poema lo está: Perlongher no permite la posibilidad de un sublime objetual que
sustituya al sujeto ausente (Milán, 1999: xv).
Aunque desde mediados de los años ochenta y, más explícitamente, en la década
del noventa, se va a oponer esta relectura del neobarroco con la revisión del objetivismo
o neobjetivismo que también parece imponerse a fines del siglo (Piña, 1996: 40), lo
cierto es que, como puntúa Milán, la intención del neobarroso argentino va a ser la de
situarse en un entre incómodo que, consecuentemente, trata de desestabilizar la lógica
occidental, tradicional y hegemónica, la que rige el principio de no-contradicción, la
báscula dicotómica de las oposiciones o el sentido maniqueo del sobrentendido o de la
lítote. Por eso, el neobarroso se (des)ubica en el límite, en el margen, en el borde
―donde es imposible conservar el equilibrio si no es con el movimiento
interminable―; y, así, si en lo teórico ―lo filosófico, lo metafísico― el neobarroso no
va a tomar partido ni por el sujeto ni por el objeto ―descentrando permanentemente
cualquier poética de autor, cualquier estética de la recepción, cualquier aura con lo que
respecta a la obra―, en lo poético ―la poiesis, la estética― no va a adscribirse a
ninguna tradición que no someta a crítica, en la línea de los presupuestos de «Xul».
106
Me refiero a los ya mencionados Orozco, Girri, Juarroz, Molina, Bayley, Kosice, Aguirre, Gelman,
pero también a poetas como los señalados por Giuseppe Bellini a partir de la década del setenta, como
Jorge Torres Roggero, Alberto Spunzberg, Saúl Yurkiévich o, de grupos todavía más recientes, Manuel
Ruano, Santiago E. Silvestre, Roberto Raschella, Carlos Pendas y Juan José Ceselli (Bellini, 1997: 331),
algunos de estos últimos seguirán, además, la senda de la prosa poética ya trazada, entre otros, por
Alejandra Pizarnik a finales de la paradigmática década del sesenta.
[176]
Roberto Echavarren, defensor de la corriente y responsable ―junto a José Kozer
y a Jacobo Sefamí― del célebre Medusario (muestra de poesía latinoamericana) que,
editado en 1996, se impone como antología de poesía neobarroca-neobarrosa107, escribe
en este sentido:
La poesía neobarroca es una reacción tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo
más o menos comprometido. a) Comparte con la vanguardia una tendencia a la
experimentación con el lenguaje, pero evita el didactismo ocasional de esta, así como su
preocupación estrecha con la imagen como icono que la lleva a reemplazar la conexión
gramatical con la anáfora y la enumeración caótica. Si la vanguardista es una poesía de la
imagen y de la metáfora, la poesía neobarroca promueve la conexión gramatical a través de una
sintaxis a veces complicada […] Los neobarrocos conciben su poesía como aventura del
pensamiento más allá de los procedimientos circunscritos de la vanguardia. b) Aunque pueda
resultar en ocasiones directa y anecdótica, la poesía neobarroca rechaza la noción, defendida
expresa o implícitamente por los coloquialistas, de que hay una «vía media» de la
comunicación poética (Echavarren, 1996: 13-14).
De hecho, hasta la tradición que su nombre recoge, el influjo del barroco de los
siglos de oro releído después por los neobarrocos caribeños ―de Lezama Lima a
Severo Sarduy―, va a estar sometida a crítica. Así parece sugerirlo Eduardo Milán:
La poesía hispanoamericana que gira en torno a la denominación de neobarroso ―término que
se propone como parodia del concepto de neobarroco, que tanta significación ha tenido en las
letras del continente en la segunda mitad del siglo, y que tantos logros cuenta sin duda en su
haber, singularmente en el ámbito caribeño― propone una práctica poética descentrada y
proliferante. Los poemas se apoyan en la revisión del barroco histórico a partir de una actitud
verbal diseminada y, al mismo tiempo, plantean una crítica irónica a la suntuosidad de la
tradición barroca ―la de Góngora y, más recientemente, Lezama Lima (Milán, 2002: 33).
En la década del ochenta, Néstor Perlongher transforma un neobarroco que
define como «invasión de pliegues, orlas iridiscentes o drapeados magníficos», como
desafío «en un remolino vegetal [d]el utilitarismo contable burgués» y como posibilidad
de releer «el surrealismo, Artaud…» (Perlongher, en Echavarren, Kozer, Sefamí, 1996:
19) en neobarroso, parodiando por el camino su seriedad, su «halo de solemnidad»
―como dice Milán (2007: 21)108― y aludiendo al lamento borgiano en los célebres
107
Pese a que el Medusario se ha convertido en el texto de referencia ―tanto por los textos teóricos que
brinda como por el corpus de poemas que ofrece― y permanece asociado a la estética neobarrosa, puesto
que a ella se alude permanentemente en los textos que acompañan los poemas, algunos críticos como
Eduardo Milán advierten de que la muestra poética es bastante heterogénea y llegan a sostener que:
«Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, la antología poética que realizaron José Kozer, Roberto
Echevarren y Jacobo Sefamí, no es una antología de poesía neobarroca. Sus autores buscan incluir allí un
considerable número de poetas que tengan en común en su escritura, entre otras cosas, una autoconciencia
explícita del lenguaje, un desafío crítico desde la escritura al orden presente del mundo, un
cuestionamiento de ciertos valores sociales tradicionales, un reconocimiento ―sin filiación― a actitudes
de vanguardia» (Milán, 2007: 21).
108
Exactamente escribe Eduardo Milán a este respecto: «Cierto que ni Lezama Lima con su barroco ni
Severo Sarduy con su “nueva estabilidad”, y con el humor que caracteriza a ambos y muy especialmente
al segundo, logran disipar un halo de solemnidad que bordea a la cosa barroca en América Latina. La
sustitución de ese neobarroco de honda prosapia histórica, transculturizado y encarnado en nuestras
regiones por un más humilde, humorístico ―en su nombramiento― y presentable neobarroco propuesta
[177]
versos que recuerdan el barro que hay debajo del Río de la Plata109.
De esa conjunción entre el neobarroco ―ya conjunción de por sí, acumulación
imposible― y el barro ―misma imposibilidad, mismo misterio― surge el rioplatense
neobarroso que va a devolver, de otro modo sincrético, romántico, con el eco barroco
que retorna eternamente ―a la vez―, el aura y la desacralización, la temporalidad y la
inefabilidad de la vida, la Historia y la historia que la critica y la niega, en un mismo y
alucinado movimiento que vuelve a enlazar poesía y conocimiento. Escribe Néstor
Perlongher que:
El «sistema poético» ideado por Lezama —coordenadas transhistóricas derivadas del uso
radical de la poesía como «conocimiento absoluto»— puede sustituir a la religión, es una
religión: un inflacionado, caprichoso y detallista sincretismo transcultural capaz de hilvanar las
ruinas y las rutilaciones de los más variados monumentos de la literatura y de la historia,
alucinándolos. […] La del barroco es una divinidad in extremis: bajo el rigor maniático del
manierismo, la suelta sierpe de una demencia incontenible. Mas, si demencia, sagrada: por
primera vez, «la poesía se convierte en vehículo de conocimiento absoluto, a través del cual se
intenta llegar a las esencias de la vida, la cultura y la experiencia religiosa, penetrar
poéticamente toda la realidad que seamos capaces de abarcar» [La cita es de Cintio Vitier]
(Perlongher, en Echavarren, Kozer, Sefamí, 1996: 20-21).
El paso (no) más allá ―retomando la expresión del título de la obra
blanchotiana― de esta concepción tan aparentemente idealista, todavía romántica y tan
manifiestamente alucinada, precipitada e impredecible, está atravesado en el neobarroso
por la idea de una materia imposiblemente fundadora y porosa, cuyo sentido se funde y
refunda perpetuamente ―barro o materia eternamente moldeable, de formas
interpretables, de posibilidades infinitas―, por la intercesión permanente de una textura
significante, de un cuerpo, como el de la escritura, que configura un espacio ilimitado e
infinito, en perpetuo cambio ―los referentes siempre están borrados―, espacio
insaciable donde, no obstante, cabe un todo no neutralizable ―no sintetizable―, de
contingente y temporal, poderosamente evanescente, esto es, donde cabe la
imposibilidad de una heterogeneidad imposible, la imposibilidad de la saturación. Otra
vez Perlongher:
Materia pulsional, corporal, a la que el barroco alude y convoca en su corporalidad de cuerpo
lleno, saturado y doblegado de inscripciones heterogéneas […] La maquinería del barroco
disuelve la pretendida unidireccionalidad del sentido en una proliferación de alusiones y
toques, cuyo exceso, tan cargado, impone su esplendor altisonante al encanto raído de lo que,
en ese meandro concupiscente, se maquillaba (Perlongher, en Echavarren, Kozer, Sefamí,
1996: 22-23).
por Néstor Perlongher (1942-1992) es lo que permite considerar, paradójicamente, a esta emergencia
poética con seriedad» (Milán, 2007: 21).
109
Escribe Jorge Luis Borges en Cuaderno de San Martín (1929) su «Fundación mítica de Buenos
Aires»: «¿Y fue por ese río de sueñera y barro que las proas vinieron a fundarme la patria?» (Borges,
2009: 87).
[178]
La escritura neobarrosa se abre así a la posibilidad permanente de agrietar el
texto y su sentido, de fomentar la crítica a la palabra misma, al texto mismo, a la
escritura propia y a la propia escritura; es esta la proliferación de sentidos a la que
apunta Néstor Perlongher, que evidencia la alteridad radical que promueve y alberga el
pliegue (neo)barroco desde la sintaxis ―como ya había apuntado Echavarren―, esto es,
desde la estructura, desde la médula de la escritura, cuerpo plástico, carnavalizado,
sometido incesantemente a la deformación110. Probablemente porque, como escribe
Roberto Echavarren:
El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño.
Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en
fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin
embargo, transparentes (en Echavarren, Kozer, Sefamí, 1996: 14-15).
Es extraordinariamente interesante cómo el neobarroso (re)opera una de las
transformaciones quizá fundamentales en la poesía contemporánea: sustituye la
escritura de la falta por una escritura del exceso en un mecanismo que, sin embargo, no
deja de conservar una intensa reflexión sobre el lenguaje y sobre su problemática («El
furor constructivo del barroco rompe el engaño de una hipótesis “natural” en las
palabras y las cosas. Constriñe hasta el dolor», escribe Roberto Echavarren (Echavarren,
Kozer, Sefamí, 1996: 15)).
No deja de plantear, por tanto, por ello, una estética de la desaparición, en
cuanto que la presencia nunca se da sin considerar la deslindable ausencia que conlleva
―en la palabra, en la cosa, en la crítica―, en cuanto que muestra también
descaradamente el revés del cuadro, la elaboración, la ficción, y niega una
transparencia, una evidencia, una neutralidad, cuya falsedad denuncia: y solo en ese
sentido «desvela», en cuanto que supone una espectacularización estética y escrituraria,
una reafirmación de la creatividad, una reivindicación de la conciencia material,
significante y poética.
Espacio de libertad, de ex-posición, de riesgo, no deja de mirar a una poética que
se sabe comprometida políticamente en la restauración de los lazos entre estética y ética
que los poderes pretenden invisibilizar y disolver pues, tanto en su empeño por
110
Escribe Perlongher a este nivel que: «La carnavalización barroca no es meramente una acumulación de
ornamentos […] derrumba […] el edificio del referente convencional» (en Echavarren, Kozer, Sefamí,
1996: 23). Por otra parte, no en vano uno de los procedimientos más característicos de la escritura
neobarrosa, relacionado con esta deformación material ―del cuerpo de la escritura―, será la que estos
autores producen en su base fónica, con las múltiples asociaciones y cacofonías, huella que sigue la estela
del más vanguardista Oliverio Girondo y de En la masmédula, como señala parte de la crítica y el propio
Perlongher (Milán, 2002: 33; Perlongher, en Echavarren, Kozer, Sefamí, 1996: 26).
[179]
(re)valorar el carácter creativo y constructivo ―poiético― de lo que cada día se escribe
y, por tanto también, de lo que día tras día se hace, como en su ímpetu por vislumbrar
un panorama crítico perenne, también proclama que el presente, ligado a la herencia
recibida, a la relectura y a la revisión del pasado, a una memoria por tanto no escrita, es
promesa, más que de un futuro, del por-venir que lo con-lleva. En esa dirección, anuncia
un ser barroco hasta el delirio, que hay que (re)construir permanentemente sobre lo
construido.
Dicho de otro modo, en la poesía neobarrosa, todo está por hacer: en ese sentido,
nunca se da el poema por acabado, por clausurado, por resuelto ―de modo también que
continúa la crítica, el horadamiento―, diría que el poema ni siquiera se abandona, sino
más bien que, en ese gesto, también se invierte cualquier teleología, se destruye
cualquier tentación de una razón instrumental, el pretendido descanso de la crítica, el
embaucamiento de la sentencia, del dictamen: «La escritura barroca altera el sentido de
un fin. No se trata de encontrar un remate cabal y necesario a una historia única. La
escritura barroca obedece a la noción de proceso indefinido, si no infinito» (Echavarren,
en Echavarren, Kozer, Sefamí, 1996: 17).
Eduardo Milán lo sintetiza como sigue:
Podría describirse un poema neobarroco como un texto proliferante donde el poeta hace énfasis
en la no-identidad del que habla y lo ubica en una lógica deleuziana de devenires. Pero ahora
ya no, como ocurre en los textos canónicos de la vanguardia latinoamericana, para resaltar una
orfandad autoral o para proclamar que «el sujeto es el lenguaje». El texto neobarroco es un
texto minado que nunca estalla porque el estallido sería la condición de su final. Propuesto
como interminable, sin final, su sentido es continuamente diferido por el juego de palabras
(Milán, 1999: xv).
El impacto de este ―tan derridiano― sentido continuamente diferido, de textos
que incesantemente se (de)generan en un vértice que, sin embargo, escamotea el fin
como el principio y compone una poesía que se quiere descentrada en relación con
cualquier hegemonía, va a alcanzar el conjunto de la lírica latinoamericana
contemporánea. Así, la poesía neobarrosa va a devenir muy pronto poesía
«transplantina» ―como escribe Perlongher, quien prepara una antología neobarrosa
rioplatense y caribeña ―cuna esta del neobarroco― bajo el título Caribe transplantino
que edita ya en Sao Paulo en 1991―. De hecho, el neobarroso tiene un largo recorrido,
también en su diálogo con la relectura del concretismo brasileño y las últimas
producciones de Haroldo de Campos, por ejemplo (Milán, 1999: xv), o, más allá, en el
esparcimiento de su ánimo, que lo hará llegar hasta México. Tras la muerte de Néstor
Perlongher en 1992 quedarán otros poetas representativos de la corriente, también
[180]
diseminados, como los autores del Medusario José Kozer (Cuba), Roberto Echavarren
(Uruguay) o Jacobo Sefamí (México), que no han dejado de escribir a día de hoy.
[181]
[182]
Capítulo tercero
La búsqueda cognoscitiva en la obra de
dos escritoras argentinas contemporáneas:
Olga Orozco y Alejandra Pizarnik
[183]
[184]
1. «Dos modos de conciencia»
Hay dos modos de conciencia
una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú: ¿cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando en la arena,
muertos, los peces del mar?
Antonio Machado
La historia de la poesía moderna […] es la historia de las distintas manifestaciones de
los dos principios que la constituyen desde su nacimiento: la analogía y la ironía.
Octavio Paz
Las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik se inscriben, como hemos
visto, en la médula de la poesía argentina de la segunda mitad del siglo XX. Olga Orozco
(1920-1999) publica su primer poemario en la década del cuarenta; Alejandra Pizarnik
(1936-1974) lo hará una década más tarde. No obstante, como ya se ha indicado, creo
que las dos poetas establecen las bases fundamentales de su poesía posterior —y de toda
su obra— en los emblemáticos años sesenta111.
Al margen del conocimiento mutuo entre las poetas e incluso de la interrelación
y el guiño establecido entre algunos de sus más conocidos textos, las poéticas de Olga
Orozco y de Alejandra Pizarnik confluyen en una corriente poética, compuesta de
tradiciones e inquietudes próximas, a la vez que configuran una escritura con formas y
ritmos poéticos distintos, también correspondientes a la construcción de imágenes y
universos propios.
En este sentido, tanto Orozco como Pizarnik se insertan en una amplia corriente
que destaca por el carácter doblemente reflexivo de su poesía, es decir, por la conciencia
111
Como explicaremos más adelante, el primer poemario de Olga Orozco se publica en 1946 (Desde
lejos). Nueve años más tarde, aparece el primer poemario de Alejandra Pizarnik, La tierra más ajena
(1955). Cuando hablo de la década del sesenta, me refiero en el caso de Olga Orozco a Los juegos
peligrosos (1962) y en el caso de Alejandra Pizarnik a Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches
(1965) y Extracción de piedra de locura (1968). Creo que, en ambos casos, el contenido de estos
poemarios también se desarrolla y explicita en la obra poética posterior, ya sea para dar continuidad
temática y estilística como para establecer cierta fractura (como en el caso, en gran medida, de Pizarnik),
pero se trata ya de distintas soluciones a la problemática enunciada con anterioridad, a la búsqueda y a la
tensión ontológica y lingüística presentada en la década del sesenta.
[185]
poética y lingüística al tiempo que por una desesperada búsqueda existencial y
ontológica. Así lo expresa Carolina Depretis en relación a Alejandra Pizarnik:
Pizarnik repasa una y otra vez la posibilidad de hacer poesía, de encontrar la palabra poética
perfecta, de poder decirla y, al hacerlo, obliterar la sindéresis a favor de una capacidad
expresiva genuina. Esta indagación está, a su vez, estrechamente vinculada a una búsqueda
ontológica (Depretis, 2001: 35).
Olga Orozco insiste en fundamentos poéticos similares. En numerosas
entrevistas, la autora destaca reiteradamente la importancia de las interrogaciones
primordiales como génesis de su escritura112; idea retomada por Alba Omil que recoge
la evidencia de la búsqueda ontológica en la poesía de Olga Orozco a través de unos
versos de Los juegos peligrosos. Omil especifica que se trata de:
Interrogantes en los que se apoya la estructura conceptual de su mundo poético, sostenido
sobre el eje de su yo, tema al que están subordinados todos los demás: la explicación de ese yo,
la vinculación entre su frágil tiempo transitorio con la eternidad; el misterio de su destino
individual: «¿Quién soy?, ¿y dónde?, ¿y cuándo?» (Omil, 1997: 77).
Más allá, esta misma crítica clasifica la poética de Olga Orozco como una
«poética de búsquedas: búsqueda de la propia identidad entre un cúmulo de elementos
heredados» y siempre a propósito de la poesía de Orozco, añade que: «Hay en ella un
cierto proceder filosófico» (Omil, 1997: 77, 86). En este aspecto, María del Carmen
Tacconi pone asimismo de relieve un «orden metafísico» que se conjuga con las
inquietudes del yo:
La naturaleza y el origen del alma, la búsqueda de la propia identidad, la esencia de la
condición humana, la trascendencia, el destino, a la vez que registra preocupaciones personales
siempre recurrentes —ausencia de la madre, añoranza de la infancia (tiempo de dicha
irrecuperable), la soledad, la influencia de los astros sobre la vida y el destino individuales—.
(Tacconi, 1981: 115).
Las producciones poéticas de ambas autoras sobresalen tanto por la elaboración
de un microcosmos de profundas y reiteradas preocupaciones vitales, lingüísticas,
112
Encontramos esta afirmación en varias de sus entrevistas: «Yo conté que empecé a escribir cuando aún
no sabía escribir, cuando interrogaba a las personas mayores acerca de las cosas que me inquietaban, de
los muchos enigmas y muchos terrores que me amenazaban. Nunca me dieron una explicación
satisfactoria […] Empecé a responderme yo misma como si hablara con alguien. Esa respuesta de las
cosas me parecían una interrogación […] en toda mi poesía aparece una interrogación aunque tenga la
apariencia de una aseveración / —¿Usted cree que la poesía da respuestas o genera nuevas preguntas? / —
Da respuestas que tal vez sean nuevas preguntas» (Kisielewsky, 2004). La misma idea no solo se repite en
entrevistas, aparece en su primer libro en prosa, de reconocido carácter autobiográfico, La oscuridad es
otro sol: tras una escena mezcla de miedo y de refugio en el primer amor, la protagonista confiesa: «En
mí no hay nada más que temblor y una pregunta en blanco todavía. Todavía no sé que la respuesta es otra
pregunta. Cuando lo sepa creeré, contra toda evidencia en contra, que la afirmación está estampada como
un sello sobre la eternidad» (Orozco, 1991: 105).
[186]
poéticas, como por un marcado cruce entre filosofía y poesía ―ya comentado de forma
más general en el capítulo anterior―.
A raíz del análisis de la poesía de Alejandra Pizarnik, Carolina Depretis
comenta: «Buscar lo que no está en el mundo desde el mundo es el complicado punto
impregnado de tensiones donde la metafísica se aproxima a la poética hasta la atadura»
(Depretis, 2001: 36). La frase de Depretis recogería así, quizá subrepticiamente, el
conflicto lingüístico, ontológico y cognoscitivo expuesto intensamente en estas dos
poéticas: tanto en el caso de Olga Orozco como en el caso de Alejandra Pizarnik, el
sujeto textual va en busca de algo ansiado o intuido, desconocido —oculto, invisible,
ausente— a través de la palabra poética (el nudo entre filosofía y poesía se tensa).
Dos poemas respectivos ―«Con esta boca, en este mundo» de Olga Orozco;
«En
esta
noche,
en
este
mundo»
de
Alejandra
Pizarnik―
presentarán
extraordinariamente las claves de esa trayectoria y de esa búsqueda. Esa búsqueda, se
inicia, de hecho, desde conciencias, desde mundos, desde lugares de escritura
pretendidamente distintos: su pulsión y su ritmo ―en el rastreo, en la interrogación, en
la escritura― también lo son; lo serán, sensiblemente, el laberinto de sus influencias; y
lo serán, definitivamente, las señas de su evolución en el texto poético.
[187]
1.1. La conciencia jobesiana o la lucidez de Tiresias:
paciencia y analogía
De ayer somos nosotros, nada sabemos;
nuestra vida en la tierra pasa como sombra.
Job (8: 9)
Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,
humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,
así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio.
Olga Orozco
El libro de Job relata la historia, conocida popularmente, de un «hombre íntegro
y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job, 1: 1113) que recibe numerosos
castigos extraordinariamente duros e injustos con el fin de poner a prueba su lealtad y su
fe. El texto constituye uno de los primeros libros sapienciales en que se traba escritura y
conocimiento: asociado a formas fragmentarias, letánicas pero huecas —cuyo eco se
extiende—, desemboca en la asunción del exilio y en la conciencia de una afasia que
acentúa la preeminencia de la pregunta, torrente del libro.
Tras el prólogo, se suceden una serie de diálogos que llenan el deambular de Job
sin aminorar su sufrimiento, su indignación ―su justicia, su razón―, igual que no
disminuyen su paciencia y su fe. En esos diálogos, sus supuestos amigos exponen
sendos argumentos por los cuales Dios castiga a quienes lo merecen, es decir, justifican
la afrenta, culpabilizan a Job. Este, inocente, reivindica la injusticia de su castigo ―que
es, además, una treta de Satán― y reclama una respuesta a su incomprensión en una
cuerda floja permanente que apenas si separa la dignidad de la blasfemia.
Esa es la médula del Libro de Job y el núcleo de una de sus posibles lecturas:
Job interrogando un cielo que, sin embargo y por supuesto, admite; defendiendo su
inocencia con la justicia, y viceversa. Se trata entonces de la pugna entre teodicea (la
justificación del mal, de la injusticia, de los medios, por el bien supremo, la justicia y el
fin de un «juicio final») y razón (entendiendo por esta última, y en este contexto, la
imposible justificación del mal, de la injusticia y, por tanto, la reivindicación del
individuo, de la dignidad personal, de la justicia y de los medios que se emplean para
defenderla); es también, curiosamente, la lucha entre la explicación causal ―condenada
inferencia, y acaso injusta― y la imposibilidad de explicación ―la ruptura del hilo
113
La Biblia consultada es la Nueva Biblia de Jerusalén revisada y aumentada, cuya referencia completa
consta en el apartado de Bibliografía.
[188]
lógico―, entre lo cognoscible y lo incognoscible, también entre lo decible y lo
indecible, y entre una y otra apuesta114.
El libro de Job se cierra, primero, con los discursos de Elihú, que comienza su
primer parlamento ensalzando la importancia de la palabra ―del lenguaje― y
asociándola inmediatamente a la verdad, esto es, (re)instaurando por tanto la
identificación Dios-lenguaje-mundo (Job, 33: 1-5). No obstante, este es solo un primer
cierre, una primera mediación, en que Elihú se va a dedicar a una suerte de tarea
hermenéutica que va a consistir en analizar las palabras proferidas por Job hasta acabar
subrayando que el lenguaje, si bien espejo o representación, no puede en ningún caso
albergar la sabiduría.
Por eso, y por último, la tan ansiada respuesta de Dios (Yahvé) increíblemente
llega y va a resultar en realidad una avalancha espec(tac)ular de preguntas excesivas,
que abarcan permanentemente la totalidad, y lo hacen ad infinitum: «¿Dónde estabas
cuando cimentaba la tierra? Dilo, si tanto sabes y entiendes. ¿Sabes quién fijó sus
medidas, o quién la midió a cordel? ¿Dónde se asientan sus bases?…» (Job, 38: 1-6).
Desafiante, (de)mediado por el lenguaje ―nunca por un cuerpo inexistente, prescindible
entonces― y como devolviéndole la afrenta a escala, Dios pide a Job instrucción acerca
de todos los misterios del mundo; la respuesta del último, en cambio, no se traba
simbólicamente, se resuelve con su destacable ―por llamativa― satisfacción, como si
«los enigmas de Dios [fuesen] más satisfactorios que las soluciones de los hombres», así
lo escribe en su afilado comentario al Libro de Job G. K. Chesterton (2000: 298).
Tal es la veneración a Dios, tal la defensa de la justicia, de la lealtad, de la
honestidad: es el triunfo del enigma o la asunción de lo incognoscible. Con su
(re)afirmación, con su (re)establecimiento, es decir, con el límite del lenguaje (Elihú) y
con el límite del conocimiento (Yahvé), Dios restituye sus posesiones a Job y, casi
como si de una tragedia griega se tratara115, se restaura el orden tras el caos que Satán,
con su provocación, había desencadenado. Hay con todo, en este aparente final, tal
perplejidad ante la multiplicidad y el exceso que implica la creación para el creador
mismo (Chesterton, 2000: 300) que parece un motor capaz de reproducir
114
Nótese que hay aquí una confluencia no solamente de razón y justicia por una parte, y de conocimiento
y lenguaje, por ejemplo, por otra, sino ―y sobre todo― de metafísica, epistemología y ética: significa
que hablar de uno de estos polos implicará obligatoriamente comprometer los demás… Creo que es
interesante tenerlo en cuenta.
115
Una de las diferencias básicas, por ejemplo, consiste en que en El libro de Job el relato no se salda con
ninguna muerte que, de alguna manera, expíe la culpa y restaure el orden cósmico ―en la tragedia la
«metafísica» se entendería en este sentido―.
[189]
incesantemente, y hasta de multiplicar para siempre, el irresoluble despliegue de lo
inexplicable.
A nivel cognoscitivo y también ontológico, El libro de Job deja una
multiplicidad irreductible a una unidad que no sea ese dios a su vez interrogante,
eternamente misterioso e intrínsecamente enigmático. Este carácter irreductible parece
intensificar a su vez la complejidad y la inaccesibilidad al conocimiento de las cosas;
dicho de otro modo, nos aleja todavía y cada vez más del mundo, así como de la
esperanza de una explicación a la existencia: satisface, en el caso de Job ―quizá, en una
modernidad cada vez más secularizada y agnóstica, podríamos pensar que acrecienta―
el ansia de conocimiento, la cima de sabiduría, la solución o la respuesta.
En el plano ético, la justicia, la honestidad y la lealtad tampoco se reducen a la
imposible justificación a un término último y a un cierre porque, de algún modo, a su
vez, también apuntan a la necesidad de mantener la multiplicidad, la diferencia, y a la
apertura entonces de un espacio ―irreductible― de libertad, aunque este sea contestado
por la inmensidad de una totalidad tan misteriosa como ―solo― en un principio
incuestionable (ya que este último aspecto se tambalearía con la modernidad y su
proceso de racionalización y secularización que exponíamos a lo largo del primer
capítulo).
Creo que hay, desde el inicio de la poesía de Olga Orozco, un pulso cognoscitivo
similar al del Libro de Job, un sujeto que, indignado o dolorido, leal pero
definitivamente exhausto, interroga al cielo silencioso que, aunque admite, cuestiona;
que al hacerlo desde la poesía intuye, como le indica Elihú a Job, que el lenguaje es
insuficiente para alcanzar la esencia o la verdad ―la unidad― del mundo, de las cosas,
que el lenguaje ―como ya nos mostraba El sofista platónico― no puede sino dar un
salto mortal de lo múltiple a lo uno, que pasa justamente por el no-ser, esto es, por lo
inexistente, invisible o incognoscible, en cualquier caso también inefable. Como explica
Tina Escaja, es en ese sentido que la propia Orozco afirmaba que la poesía resulta el
«único rescate» (Escaja, 1998: 33):
Entre cada palabra y el elemento que pretendía rescatar, se deslizan todos los otros, como si
huyeran por una herida o un túnel practicado en la arena. El poema queda como un objeto más:
el único rescate. Hay un juego peligroso, hay un gran salto que no conseguiré realizar jamás
(Orozco, en Escaja, 1998: 33).
Un sondeo radical de la poesía misma y de la existencia cifrado en una original y
renovada clave romántico-surrealista atraviesa, como veremos a lo largo de este
capítulo, la obra orozquiana: lo hace desde una conciencia en apariencia paciente, a
[190]
menudo pautada por el ritmo envolvente y letánico de largos versos y poemas, con la
cadencia propia de ese Libro de tradición judía que implica la relectura infinita en una
vuelta permanente sobre sí mismo. Olga Orozco ofrece versos como Job preguntas:
invocando insistente, obstinadamente, una retahíla de hallazgos o de enigmas ―ambos
parecen fundirse entre la penitencia y el milagro― cuya incansable sucesión determina
el responso o la plegaria para intentar congregar, aunque en vano, la irreductible
multiplicidad de la vida, del sujeto, del mundo.
La síncopa de poesía y conocimiento se convoca en ese ruego, en la pertinaz
redundancia de esa súplica de lo inexplicable, de lo imposible por tanto. En esa síncopa,
intermitencia o intervalo obligado, se cifra, a su vez, el nudo de la poética de Olga
Orozco, que parte de la conciencia jobesiana de la injusticia existencial ―en el caso de
Orozco a menudo simbolizada con el mito de la caída116― para recalar en la lucidez
ciega o en la ceguera lúcida del silencio y de la imposibilidad de una respuesta, lo cual
conlleva una determinada actitud con respecto tanto al lenguaje ―y la poesía― como al
conocimiento ―y el mundo―.
A la carencia de Job, Dios responde con el exceso; al exceso de Dios, Orozco
responde con la carencia. Así se reanuda infinitamente ese nudo orozquiano ―o es más
bien una red que deja (entre)ver sus agujeros―; así, reponiendo hasta la extenuación la
falta, se desata esta poética de la desaparición, horadada también ―como
adelantábamos y veremos― por una romántica visión del fragmento a la vez que por la
surrealista imaginería del sueño; y, así, por último, con la (re)escritura ―con la
«oración», con su retorno perpetuo― parece ponerse en marcha el pensamiento, su
búsqueda o su engranaje, su juego o su lapso, hasta ponerlo en peligro, o hasta
extasiarlo en sus bordes: allí donde (re)surgen las variantes, las alteraciones y las
alternativas de la «razón», el esoterismo, la magia y, sobre todo, la analogía.
La proyección tanto estética como personal de Olga Orozco, poeta argentina que sintoniza con
la poética hispanoamericana de los años 40, se reconoce deliberadamente unitaria conforme al
principio aglutinador de la analogía. Como los poetas de los 40, la estética de Olga Orozco
parece recuperar en sus poemas la confianza en el valor de representación del lenguaje que se
había perdido durante las vanguardias. Esta recuperación se pretende mediante la función
analógica de la palabra poética en su capacidad emuladora del principio creador, del «Verbo»,
en la tradición judeocristiana […] Sin embargo, la perspectiva a menudo existencialista y
trascendente propia de los escritores que publican en los 40, hereda de la vanguardia el
sentimiento del fracaso del valor comunicativo del signo lingüístico (Escaja, 1998: 33-34).
116
En este sentido la poética orozquiana también presenta un sujeto originariamente ―identitariamente―
exiliado y errante ―interrogante y perdido― que recuerda el estado vagabundo y extraviado del Job casi
moribundo que ocupa centralmente el relato bíblico.
[191]
Como indica Tina Escaja, la poesía de Olga Orozco se presenta como una
bisagra entre numerosos polos ―no obligatoria y exactamente opuestos―: entre la
tradición y la ruptura temática y formal, solo en parte fundada entre la confianza y el
descrédito lingüísticos, o entre el conocimiento intuitivo y el no saber, igual que se
alimenta y deja influir tanto por el primer romanticismo como por los albores del
surrealismo, etc. De ahí que la propia Escaja concluya algunas líneas después de lo
citado que: «La “especie” a que pertenece Olga Orozco parece escapar a cualquier
intento de clasificación» (1998: 35), subrayando por otra parte el ―ya indicado―
carácter inclasificable de muchas de las poéticas argentinas que parten de la generación
del 40 y evolucionan congregándose en torno a revistas como «Poesía Buenos Aires» en
los fructíferos años sesenta.
También en ese sentido el crítico Julio Ortega pone de relieve el recurso
recurrente a la magia y el rito como compensación a un lenguaje y una existencia
sitiados por la ausencia y la ininteligibilidad ―asediados por tanto por la muerte, ya nos
ponía sobre esta pista la conciencia machadiana de la paciencia―, para terminar
escribiendo que «La rara Orozco es una surrealista melancólica»:
Su poesía se cumple desde un recuento de «las magias y los ritos», que salva de la pérdida y el
desastre, mientras que todo «lo demás se cumple aun en el olvido». En esa ceremonia, la poesía
es el último balance, un oficio de luces y tinieblas, que repasa la vida del sujeto, hecho en la
gloria del azar, la vehemencia de las pasiones y la pérdida inexorable. Desde el surrealismo,
ella opuso una reafirmación de vida como solitaria contradicción a las miserias del presente. La
rara Orozco es una surrealista melancólica (Ortega, 2011).
Valdría decir una surrealista romántica, como vamos a comprobar al repasar las
influencias y adscripciones de su poética ―como de la de Alejandra Pizarnik― pues en
la poesía de Orozco ―como sucede en parte de la propuesta de Pizarnik― la vivencia
de la existencia como carencia explica la añoranza, el desconocimiento y la búsqueda de
un origen perdido, capaz de dar o de cerrar sentido, de alcanzar el absoluto
―tópicamente romántico―, de entrever una totalidad, sin embargo y todavía,
insuficiente. Por eso la escritura se abre a la asunción de una llegada imposible y habrá
de llevar ―en el caso de Orozco― el signo de la melancolía. Por eso también, Julio
Ortega afirma a continuación que:
Asumiendo la voz de una «hechicera», ella habla desde el bosque suntuoso de la poesía, que
atraviesa recontando agonías y conjuros. Siempre en diálogo con el mundo, busca descifrarlo
como si leyera su propia suerte (Ortega, 2011).
En el suelo de la analogía, como de la magia, la poesía orozquiana halla entonces
el horizonte o el puente, la esperanza de salvación, el espejismo de recuperación de la
[192]
unidad perdida117. El establecimiento de un diálogo con el mundo, apuntado por Ortega,
tomaría de hecho una dirección similar: aquella cuyo avance, como veremos más
adelante ―cuando repasemos el conjunto de su obra―, consiste en confirmar la
creencia de una unidad original que explica la multiplicidad del mundo. Así lo confirma
de nuevo, también, la interpretación de Tina Escaja:
El juego de espejos se repite y confirma su valor de multiplicidad y unidad, de «yo(s)» en
interrelación y participación con «otro(s)», multiplicidad que finalmente neutraliza toda
diferencia para alzarse en el Uno o en la analogía del Uno (Escaja, 1998: 36).
Dios, verdad o sentido quedan, por tanto, tal y como sucedía con El libro de Job,
aunque ignotos,
garantizados
por una intuición
que podríamos
denominar
«hermenéutica» y «textual» del mundo, que se desprende de la firme voluntad de
interrogarlo, de la confianza ciega en poder «descifrarlo» después de todo, lo cual
equivale por fin a neutralizar la multiplicidad para desgranar una línea, una guía que
podría dar cuenta de un todo o de la «analogía de un todo» ―facsímil o copia, válida
inferencia, acaso injusta, pero necesaria, cadena efímera y aun eterna…―.
Como también sugiere Julio Ortega, la poética orozquiana desencadena entonces
una doble ceremonia, tan fundamentada como condenada por cierto a la analogía, de
imprecación a la pérdida y de imploración a la salvación, que desprende además
idéntico y significativo carácter textual, escriturario, (meta)poético; esto es, otra vez
como en El Libro de Job, y aunque tan escasa y deficiente, la palabra se revela
efectivamente el único auxilio frente a un yo asediado e indefenso que justamente no
entiende, porque no sabe… De modo que, como sostiene Naomi Lindstrom, en la poesía
de Olga Orozco:
El principio rector es que el poema constituye una forma de habla privilegiada, dotada de una
significación especial por su capacidad de establecer contactos extraordinarios, y como tal se
otorga el derecho de utilizar el espacio y el tiempo que necesite para cumplir sus propósitos.
Darle al poema una mayor comprensión sería como apremiar a un sacerdote para que
concluyera más rápido una ceremonia de invocación ritual […] La característica fundamental
es la ceremoniosa dignidad retórica del habla. La oratoria se despliega con una lentitud
expansiva y meditante a la altura de un pronunciamiento ritual. El carácter de rito determina
una serie de rasgos formales del texto de Orozco; como apunta Liscano, «El ritmo del versículo
sigue siendo largo y pausado» (Lindstrom, 1985: 767-768).
Entonces, la poesía intenta encarnar el antiguo poder ritual ―otra vez asociativo
y analógico― de la palabra, que legitimaría la emboscada con la verdad y avalaría la
117
En su artículo, Tina Escaja reitera este aspecto: «La proyección poética y personal de Olga Orozco
resulta principalmente analógica. Si el lenguaje es el medio fundamental de expresión por su valor
continuador del principio creador en que la palabra se asocia al Verbo […] todos los elementos
implicados que participan de un valor cognoscitivo tales como la memoria, la magia, la cartomancia o el
cuerpo, son indicadores y en consecuencia, emuladores de ese deseo de alcanzar la Unidad perdida»
(1998: 36).
[193]
atadura con el sentido. Esa es la apuesta formal y también temática en la escritura de
Olga Orozco o, mejor dicho, esa es desde luego su batalla vital y poética, su particular
lucha, pues ―como Job― desafía, desde la multiplicidad y la insignificancia hasta la
deidad y la inmensidad, al cielo silencioso, despiadado o todopoderoso que no va sino a
extender la demanda ―la herida― y a celebrar el misterio que, con todas sus
connotaciones místico-religiosas, construye esta particular poética del fracaso, de la
desaparición y la carencia, de la utopía.
Este trazo, en deudas, fondo y forma, recorre, como veremos en los siguientes
epígrafes, el conjunto de la obra orozquiana. El combate va a comenzar, de hecho, en su
primer libro, Desde lejos (1946), y hasta en su primer poema «Lejos, desde la colina»,
ya asediado por los interrogantes y los desdoblamientos, tan marcado por la ausencia de
respuesta y de pistas claras. La contienda se intensificará en los siguientes poemarios,
en los que se acrecienta la acometida con el lenguaje, con la poesía, con el tiempo 118;
después con la muerte, es decir, con la vida, y con su inmensa parcela de inexplicable;
más tarde con el cuerpo, con la realidad, con la incognoscible y deificada noche, con la
oscuridad de la existencia y sus sentidos119…
Esa pugna permanente, cuyo principal y obvio motivo es la infinita discrepancia,
el desajuste, la discordia, está lógicamente orientada por la búsqueda de armonía, de
correspondencia, de concordia ―vale decir entonces de fin, de cierre, de sentido, de
respuesta―. El hilo de unión para tal cruzada es, como ya se ha señalado, la analogía
que, una y otra vez, pacientemente, se superpone a fin de ―efecto óptico― conseguir
no solo disimular el agujero, el intervalo, la carencia, sino de rellenarlo o de recubrirlo
hasta intentar eliminarlo, hasta hacerlo desaparecer también.
No obstante, en esa pulsión, de tan órfica, la desaparición implica que la carencia
reaparezca, como una doble negación sin efecto, que se haga visible cada vez por un
118
Anota Naomi Lindstrom que esa intensificación se visibiliza en una radicalización de la forma: «En la
obra posterior a Desde lejos se aumenta la morosidad deliberada con que el texto se desarrolla, patente en
la extensión de los versos, muchos de los cuales traspasan el margen y necesitan un espacio adicional. Los
poemas llegan a cubrir muchas veces dos páginas o más a un único espacio» (1985: 767). Hay, como
veremos en el recorrido por los poemarios y poemas ―en el último epígrafe de este capítulo―, así como
en el análisis más detallado de Los juegos peligrosos (1962) ―a lo largo del siguiente capítulo―, una
constante extensión del interrogante, que es también una permanente búsqueda de las correspondencias y,
por tanto, de las analogías, una insistencia en convertir el símil en sinónimo para lograr así la
superposición de la caótica multiplicidad y acceder a la armónica unidad perdida.
119
Se enuncian aquí, deliberadamente, algunos de los principales aspectos que coparán, libro a libro, la
inquietud orozquiana (desde Las muertes hasta La noche a la deriva pasando por Museo salvaje en que se
trata casi monográficamente el tema del cuerpo, por ejemplo). Dejamos, obviamente y por lo demás, el
estudio detallado de tales aspectos, de tales textos, para el epígrafe correspondiente, a finales de este
capítulo, en que se repasa y analiza la obra poética de esta autora.
[194]
instante. Al final ―de la reflexión como también de la obra, como veremos―, va a
tratarse de un balance continuo, de un equilibrio imposible, en un darse esencialmente
lingüístico, poético, escriturario, en el sentido apuntado por Maurice Blanchot ―ya
expuesto en el primer capítulo―, esto es, de una aparición que implica una desaparición
y viceversa… que es de nuevo esa imposibilidad de decir cuando se está diciendo:
Con esta boca, en este mundo
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un reguero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta dura nieve
donde solo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo, con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes y los males que más temí perder.
A lo largo del corredor sueña, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido,
Porque ¿cómo nombrar con esta boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
(Orozco, 1998a: 131-132).
Con esta boca, en este mundo es el último libro que publica Olga Orozco: se
abre con este poema homónimo que parece, en principio, ya extenuado, abdicar de la
esperanza del lógos ―de hallar la puerta de lo real a través del lenguaje, como gozar del
alquímico verbo transformado en carne―, por supuesto reforzarlo; y termina, en el falso
final ―que es el verdadero comienzo― de la escritura, con idéntica interrogación
irresoluble que deja tensada la paradoja de ―y no solo entre― lenguaje y mundo: es
(im)posible nombrar y sin embargo…, reunir a un mismo tiempo multiplicidad y
unidad, inteligible y sensible, y sin embargo… sucede, termina sucediendo (como en El
libro de Job, en el secreto perpetuado, en el misterio definitivo).
Tal paradoja o enigma constitutivo, tan reiterados al fin que terminan
engarzándose hasta resultar infinitos ―asegurando al menos su eco, es decir, otra copia,
nueva-vieja analogía―, bascula en otro contrapeso imposible y otra vez, sin embargo,
[195]
real: aquel que, apoyado en el verso «Hemos ganado. Hemos perdido», invalida la
lógica binaria, paradójica, exclusiva, la única cuyo poder radica en mostrarse
aparentemente capaz de cerrar definitivamente la escritura, la reflexión, el sentido, para
en cambio poner en circulación un sistema de balanzas mucho más precario,
provisional, inestable, que de circunstancial, dinámico e incierto descentra
permanentemente tanto el discurso como la existencia, y por supuesto sus significados.
Este es otro de los parámetros que, en estas balanzas orozquianas, se pone
sistemáticamente en juego: detrás de la problemática lingüístico-poética siempre se
encuentra el conflicto metafísico-existencial («Nuestro largo combate fue también un
combate a muerte con la muerte, poesía»), si bien tras la palabra no pueda hallarse el
mundo («… y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras»). Tal
enfrentamiento con los límites del lenguaje en el umbral del conocimiento no constituye
un mero experimento estético ―en realidad, no hay manifestación artística que pueda
serlo120―, es un lance peligroso y real. Orozco afirma literalmente que le ha ido la vida
en ello: como en Job, el conocimiento está ligado al dolor y a la vida, y la actitud ante
ello conlleva por supuesto implicaciones éticas.
La poética orozquiana se erige entonces entre un cúmulo de (im)posibilidades,
movimiento indeterminado y hasta indeterminable del que apenas conservamos o
entrevemos algunas huellas: de origen y destino forzosamente desconocidos,
misteriosas, endebles, fluctuantes. La poesía de Olga Orozco va a realizarse también en
esa sombra típicamente lingüística ―«sombra de sombra en que se alejan las
palabras»―, tópicamente romántica ―«humaredas errantes exhaladas por la boca del
viento» (1998c: 113)―… De infinito a infinito, poco a poco liberará el reclamo, la
creencia o la utopía jobesiana que, paciente pero obstinada, interroga el rumbo y se
opone a la injusticia como al sinsentido guiada por la distancia, la interrupción, la
lejanía, de las correspondencias y de las palabras.
120
Me refiero a que toda manifestación artística tiene siempre lecturas e interpretaciones que van más allá
de lo meramente estético; es más, que toda manifestación artística ―al igual que toda metafísica―
implicaría no solo la elección de una determinada estética sino también la asunción de una determinada
[lectura] política. Se trata de una idea que un filósofo contemporáneo que apuesta explícitamente por la
conjunción entre filosofía y poesía, como Philippe Lacoue-Labarthe, expresa de forma certera en su texto
Heidegger, la política del poema (2007: 11-12).
[196]
1.2. La «locura de la luz» o las pesadillas de un visionario:
desesperación e ironía
Ironía es clara conciencia de la agilidad eterna, del caos lleno e infinito.
Solo es caos el desconcierto del que puede brotar un mundo.
F. Schlegel
Pero la poesía no debe describir simplemente la ausencia ―solo sería entonces un
relato―. Debe ejecutar un acto ―el único valedero―: desprender la presencia de la
ausencia, hacer de lo irremediable y del límite nuestra verdadera reencarnación.
Y. Bonnefoy
Unos veinte años antes de la aparición del libro y el poema Con esta boca en
este mundo de Olga Orozco, Alejandra Pizarnik escribe y publica121 un poema titulado
«En esta noche, en este mundo» (2001: 398-400) que, aunque no llegará a formar parte
de ningún libro, creo que articula como pocos el conjunto de su poética y la relación
entre la palabra y la cosa, lo simbólico y lo real. Además, pienso que no solamente
antecede el último poema orozquiano comentado, sino que deja lanzado el desafío,
«formulada la pregunta»; y tampoco plantea solamente el problema, porque además
(re)abre la herida sobre el conocimiento en que están tan implicados sujeto y lenguaje.
Así, este texto ―que es una de las últimas creaciones de Alejandra Pizarnik―
resulta un auténtico legado, uno de esos poemas-emblema que cristalizan con el tiempo,
que obligan a re-pensar infinitamente la relación entre la poesía y el conocimiento, el
sujeto o el «yo» y las deficiencias del lenguaje, pero también el clásico y perenne
conflicto entre alma y cuerpo ―tan moderno y todavía contemporáneo― o la
complejidad de un mundo que nos comprende y parece estar al alcance de la mano pero,
sin embargo, que nosotros nunca podemos comprender del todo, de tan excesivo y
lejano como es.
La analogía, tan apreciada por Orozco, resulta obvia desde el título: en ambos
casos, su segunda parte, idéntica, mimética y paralela, apunta al anclaje con lo real, al
mundo designado con un deíctico ―el demostrativo más cercano al hablante― que es
siempre, y a la vez, confesión de la distancia, del intervalo, del desfase entre el nombre
y lo nombrado, diferencia proliferante del lenguaje. También desde el título se revela la
diferencia: mientras que, en el poema de Olga Orozco, el primer sintagma apuntaba al
sujeto, a su cuerpo y, más concretamente, a la boca, la parte que le permite hablar,
121
Primero en la revista Árbol de fuego (Caracas, diciembre de 1971), más tarde en La gaceta del Fondo
de Cultura Económica (México, Nueva Época, n.º19, julio de 1972), versión esta última de la que
disponemos en su obra poética completa (Pizarnik, 2001: 398).
[197]
articular el lenguaje y acercarse así a lo real ―introducida de hecho mediante la
preposición «con» que ya evidencia el medio para lograr tal fin―, el primer sintagma
del título de Alejandra Pizarnik, en un paralelismo sintáctico exacto con la segunda
parte, recoge la herencia romántica a través del símbolo de la noche; esto es, coloca en
paralelo un ámbito simbólico ―de connotaciones ambiguas, ya hemos recogido la
distinción blanchotiana entre la «noche romántica» clásica y la «otra noche» (1992:
133-134)― y un ámbito real ―pero atravesado, a su vez e inevitablemente, por lo
simbólico de su designación―, ambos extraordinariamente cercanos a la vez que
distantes con respecto a un hablante que, desde el principio, está prácticamente ausente.
En esta noche, en este mundo
A Martha Isabel Moia
En esta noche en este mundo
las palabras del sueño de la infancia de la muerte
nunca es eso lo que uno quiere decir
la lengua natal castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento
de algo a modo de negación
de mi horizonte de maldoror con su perro
y nada es promesa entre lo decible
que equivale a mentir
(todo lo que se puede decir es mentira)
el resto es silencio
sólo que el silencio no existe
no
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve
¿de dónde viene esa conspiración de invisibilidades?
ninguna palabra es visible
sombras
recintos viscosos donde se oculta
la piedra de la locura
corredores negros
los he recorrido todos
¡oh quédate un poco más entre nosotros!
mi persona está herida
mi primera persona del singular
escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad
escribo como estoy diciendo
[198]
la sinceridad absoluta continuaría siendo
lo imposible
¡oh quédate un poco más entre nosotros!
los deterioros de las palabras
deshabitando el palacio del lenguaje
el conocimiento entre las piernas
¿qué hiciste del don del sexo?
oh mis muertos
me los comí me atraganté
no puedo más de no poder más
palabras embozadas
todo se desliza hacia la negra licuefacción
y el perro de maldoror
en esta noche en este mundo
donde todo es posible
salvo
el poema
hablo
sabiendo que no se trata de eso
siempre no se trata de eso
oh ayúdame a escribir el poema más prescindible
el que no sirva ni para
ser inservible
ayúdame a escribir palabras
en esta noche en este mundo (Pizarnik, 2001: 398-400).
Aunque la balanza no dejaba de bascular, el poema de Olga Orozco se escribía
desde la calma o la paciencia necesarias para la búsqueda de correspondencia, de
equilibrio, desde la confesión de un sujeto que, de alguna forma, comenzaba ―como
Job― «admitiendo el cielo» y aceptando la imposibilidad de acceder a lo perdido,
primigenio, sagrado («No te pronunciaré jamás, verbo sagrado…»).
En mi opinión, este poema de Alejandra Pizarnik, creado más de dos décadas
antes, se escribe desde otro lugar, en algunos momentos prácticamente opuesto: hay una
inmediatez, mezcla de necesidad y desesperación, que lo hacen, de partida, radicalmente
distinto. Hay, igualmente, en esa imposibilidad o negativa a esperar lo deseado, en su
demanda tan «des-esperada», un poderoso impulso utópico, la rimbaudiana búsqueda
del vidente —como explicaremos más adelante—, que no servirá sino para terminar
reconociendo el misterioso y ambivalente mundo de las sombras, escenario órfico de la
desaparición y la muerte… acaso un mundo abocado, en su desesperación, a sumergirse
en la noche.
El ritmo, el tono, el pulso, de un poema que retoma la mayor parte de la
trayectoria y el núcleo de la poética pizarnikiana ―como veremos más
detalladamente―, ya vislumbran de hecho otro espacio de escritura. La pauta, con
respecto a Olga Orozco y a otras poéticas del momento, se revela marcadamente
[199]
distinta: la escritura está puntuada más que por una codiciada economía lingüística, por
la necesidad de un lenguaje tan depurado, que recorrería todos los eslabones ―de
preciso a exacto, de exacto a certero…―. Quizá esta depuración intente acercar hasta
asimilar, siempre y nunca, lo simbólico a lo real, probar con menos palabra y con más
silencio, en ese enigmático, doble, tal vez reversible, espacio de la noche, que es
también, a la vez, el espacio del poema que se escribe para escribir el poema, como es
también, a la vez, el inhabitable mundo que habitamos o el desconocido y hasta
incognoscible mundo que, sin lugar a dudas, también conocemos.
Leo, entonces, en la elección de esa forma depurada, casi esencial, que
caracteriza el conjunto de la poesía de Alejandra Pizarnik ―como señalaremos tanto en
la revisión de su obra como durante el desarrollo del análisis de su poética―, el reto de
la imposibilidad y de la utopía, que va a ser también ―esto lo destacaremos
especialmente en el estudio de su poemario Los trabajos y las noches ― la pulsión de
una muerte infinitamente deseada y postergada, que está sin darse o que se da en la
ausencia y, por lo tanto, sin estar. Esta experiencia de la desaparición, de lo imposible,
se escribe entonces a través de un lenguaje mínimo, imprescindible, rasgado; de este
modo (tras)luce ―la (des)aparición, lo (im)posible―: mediante esa suerte de derridiano
paréntesis que escenifica el intervalo, el lapso y, con ellos, la ausencia y la falta, y que
también delimita un ritmo, un tono, una postura, y que inaugura, además, una forma, un
discurso, y que abrirá, por fin, una herida.
La escritura pizarnikiana está, de hecho, configurada de interrupciones, de
cortes, de un decir duro, frío, repleto de huecos que la página exhibe en un juego con
sus blancos silenciosos y latentes, mortuorios o letales. No solo es el verso
extremadamente breve, otra vez mínimo, realzado, es sobre todo el ritmo que evita el
legato de la coma, de la puntuación ―y el cierre de sentido―, de las conjunciones y de
las flexiones ―y la tiranía del marco, de la gramática, de la norma―. La dureza del
imperativo, que a veces se compensa con la súplica o el conjuro, señala una realidad
partida, troceada, fragmentaria, así como a un yo ―lo vamos a ver― igualmente
parcial, virtual y relativizado. En este poema ―y la poesía pizarnikiana tendrá esa
autorreflexividad permanente―, lo real es el poema, y hasta podríamos aventurarnos a
afirmar que, de alguna manera, también el yo es el poema122: y es tal vez por eso que
122
No en vano los verbos que se le asocian por estar en primera persona son «digo», «escribo», «ayúdame
a escribir», es decir, tienen que ver con la escritura o con su adentramiento en el ámbito de la noche, del
abismo y, por ende, de la «muerte».
[200]
tanto su precariedad como su posibilidad, la de lo «real», la del yo, la del poema,
resultan vitales: hay un grado cero también, entonces, existencial.
En un texto titulado «vacío gris es mi nombre mi pronombre: alejandra
pizarnik», título donde también se suprime la puntuación, se neutraliza la tipografía, se
contradice a la gramática, Jacobo Sefamí destaca de la poesía pizarnikiana su «carácter
fragmentario» y añade: «Toda la obra de Pizarnik está obsesionada con lo breve […]
Hay […] un alto grado de alerta, de conciencia que controla esas fulminaciones de la
voz» (1994: 117). De alguna manera, en su artículo, Sefamí pasa por encima ―o entre
medias― de los huecos, de los cortes, de la forma pizarnikiana para hablar de
«fulminaciones»; tiene que ver, semánticamente, con el carácter letal y mortuorio, duro
y seco, de su voz poética, aunque en la palabra escogida por Sefamí también resuena el
vocablo rimbaudiano, sus «iluminaciones», y la asociación con esa suerte de destellos
capaces de «remontar el vuelo por encima de la realidad visible, para explorar la
realidad secreta del más allá de este mundo y reflejarla, convirtiéndose así en sombra de
la mente eterna», como las describe la biógrafa y crítica de Rimbaud, Énid Starkie
(2007: 124).
Acaso en ese afán de condensación poética, de depuración lingüística, que
parece querer ascender del lenguaje a lo real ―en vez de «descender», como suele, de
lo real al lenguaje, perdiendo ser, como pago implícito y hasta previo, ya que, primero,
se «dice»―, puede rastrearse también una genealogía, una herencia, una tradición que,
como escribe Walter Benjamin, «es, por supuesto, algo absolutamente vivo, mutable de
manera extraordinaria» (Benjamin, 2008: 17) y que, por tanto, e inevitablemente con su
lectura, Alejandra Pizarnik también transforma. Así, mientras que, según Starkie,
«Rimbaud trató de escapar de la vida cotidiana mediante el descubrimiento de un
mundo cuya realidad solo percibía vagamente, un mundo en el que ya no sería
prisionero de las apariencias» (2007: 124), siguiendo la consigna baudelairiana
«n’importe où, pourvu que ce sois hors de ce monde»123, Pizarnik insiste en un único
deseo: poder articular un poema en la nocturnidad del mundo, es decir, en la noche y en
el mundo; deseo que, con el deíctico, encarna como acota ―que no aproxima,
respetando la distancia y adorando la imposibilidad―: «en esta noche, en este mundo».
De esta forma, en Rimbaud resplandecía la luz de la utopía (desde un significado
todavía pegado al que irradiaba la etimología ―el «no-lugar» al que aludíamos en el
123
«Da igual dónde, con tal de que no sea en este mundo» (la traducción es mía; la cita en Starkie, 2007:
124).
[201]
primer capítulo―) y esta utopía aspiraba a la posibilidad de abrazar un nuevo tipo de
poesía que caminaba de la mano de un nuevo (tipo de) conocimiento124, que ansiaba dar
el salto, no tanto hacia lo desconocido, como hacia lo incognoscible, lo inefable, lo
étereo; mientras que, en Alejandra Pizarnik, se produce cierto ensombrecimiento de tal
deseo, acaso jaleado por la mella que han ido haciendo la secularización y el
escepticismo, pero también cierto nuevo fulgor, que no debe menos a una reflexividad
igualmente nueva125.
El deseo pizarnikiano, también marcadamente utópico, deudor del desafío
rimbaudiano y de su ansia de descubrimiento, se abraza, esta vez, desesperadamente, a
la noche como al mundo que (des)conoce y que no puede aprehender, escribir,
inmortalizar: noche «otra», como insiste Blanchot, mundo «otro» ―me atrevo a
afirmar―, contingente y cambiante, perpetuamente otro, por tanto, trágicamente mortal,
desde la raíz (im)posible. No imposible, sino (im)posible pues, como ya afirmaba
Blanchot con respecto a la «otra noche», es símbolo de precariedad, de intemperie y de
latencia. Es otra vez el lapso, que vira definitivamente el lugar de escritura.
Ya no es en el terreno de la iluminación ―deseo donde también se acomodaría
la poética orozquiana, por cierto―, cuna de un evidente misticismo¸ tradicional y aun
actualmente acusado de huidizo y escapista, donde se sitúan el ser, lo real y su
búsqueda: es en el ámbito de la locura. En 1973 ―las fechas casi coinciden―, Maurice
Blanchot escribe un relato titulado La locura de la luz (La folie du jour) en el que, de
tan poderoso, el deslumbramiento o la iluminación produce la ceguera, en el que la luz
se mezcla con la oscuridad, hasta su contaminación, hasta su indistinción, es decir, hasta
el no-saber126. Y es que… ¿qué clase de quimera es la luz? ¿Qué clase de pesadilla, su
pureza?
124
También lo describe Énid Starkie en su célebre biografía sobre Rimbaud: «La poesía dejaría de ser
expresión personal, reflejo del sórdido mundo que le rodeaba; no sería un fin en sí misma, sino medio
para explorar el más allá y vehículo para llegar hasta él. La literatura estaría íntimamente ligada con el
don profético y con el misticismo, el medio más seguro de tomar posesión de lo inefable» (2007: 124).
125
Cristina Piña habla de hecho de una «inversión de los caminos para llegar a este nuevo absoluto, que
ya no será la “ascesis espiritual” tradicionalmente propuesta o, en términos románticos, la inmersión en la
subjetividad y en los estados fronterizos de conciencia con el fin de, a través de ellos, entrar en contacto
con el alma del mundo, según el lúcido y hermoso análisis de Albert Béguin en su famoso estudio El
alma romántica y el sueño» y, a continuación, especifica: «Ahora se tratará de la ascesis al revés que
Rimbaud plantea en sus Cartas del vidente […] También, pero con otra inflexión —la de la represión, la
de la “ablación lingüística”—, la de un Malllarmé que destruye el sentido y el lenguaje» (Piña, 1999b: 2425)
126
Un saber tan intenso que, en este relato de Maurice Blanchot, desemboca en el no saber, un no saber
que afecta a la médula de la misma vida, de modo que apenas si se distingue de la muerte; así, el
protagonista relata: «Tenía que hacer frente a la luz de siete días […] siete días a la vez, las siete
iluminaciones capitales convertidas en la vivacidad de un solo instante me pedían cuentas. ¿Quién hubiera
[202]
Leo de igual modo cómo la noche se desliza, hasta la asimilación, y desde el
principio, en la luz del mundo ―y viceversa, es esa, acaso, «otra noche»― hasta no
saber, hasta un no poder saber sabiendo: se superpone hasta la indistinción con el no
poder escribir escribiendo ―y lo es más que el no poder escribir ya escrito, puesto que
no se puede escribir―. Entonces, la tragedia tiene que ver con un no poder hacerse
cargo de lo real, de ese todo, de esa multiplicidad finalmente irreducible en el relato
jobesiano: mientras que en la poesía de Olga Orozco, donde se asumía tal multiplicidad
en su reducción a la analogía o al eco de la pregunta esencial, se repite como una letanía
la imposibilidad ―es la satisfacción jobesiana ante las preguntas sin respuestas de
Dios―, la poesía de Alejandra Pizarnik tenderá a multiplicar la espiral de desesperación
que desemboca en la locura, probablemente por su negativa de no querer salir del
mundo o, mejor, por su insistencia, en pertenecer al mundo. «Yo no quiero decir, yo
quiero entrar» escribirá en El infierno musical, publicado el mismo año que este poema,
1972 (2001: 271).
En ese umbral de lo imaginario y de lo simbólico, pugna por y de lo real, tejido,
texto, se halla aprisionado el yo: apenas se encuentra representado por algunos verbos,
esto es, por la equivalencia de una persona meramente lingüística, gramatical, una
«primera persona del singular», asociada a un yo mediante el posesivo —«mi»— que,
además, «está herida». Un yo maltrecho, nunca nombrado, escribe —un yo que sólo se
encuentra «debajo» de este signo, como en el emblemático poema «Solo un nombre»
(Pizarnik, 2001: 65) que comentaremos detalladamente—, y lo hace presa del miedo. La
imagen —como tal se reclama, evidenciando el nexo—, «como con un cuchillo alzado
en la oscuridad», es ambivalente: confunde las potenciales asesina o víctima en un
último y amenazador destello que tampoco sirve para saber, para descifrar, para cerrar
un sentido, aunque los incluya todos.
La escritura es, entonces, un destello que queda sepultado en la densa oscuridad
que la constituye: imagen casi literal que desemboca en una representación de
representaciones, en su confirmación como huella —y como pura interpretación—. De
hecho, el sujeto afirma no recorrer sino oscuros corredores («los he recorrido todos»),
esto es, no logra salir del tejido de la escritura, de esa oscuridad lingüística en la que
enloquece. En esa oscuridad «se oculta / la piedra de la locura»; en esa «negra
imaginado eso? A veces me decía: “Es la muerte; a pesar de todo, vale la pena, es impresionante”. Pero a
menudo moría sin decir nada. A la larga, me fui convenciendo de que veía cara a cara a la locura de la
luz; esa era la verdad: la luz se volvía loca, la claridad había perdido el sentido» (1999: 46).
[203]
licuefacción» «se desliza» «el perro de Maldoror», signo de locura, presagio de
destrucción y de muerte. Acerca de Pizarnik, Andrés Sánchez Robayna señala:
Me parece que aquellos que buscan el silencio de lo sagrado lo hacen con una certeza de que
allí estará la paz anhelada, el absoluto protector. La poesía de Pizarnik parece dudar
continuamente: no se deja convencer, pero a la vez le atrae la idea de lo enigmático que
conlleva la muerte. La vida y la palabra resuenan en una especie de eco que proyecta tan solo
sombras en el poema (en Sefamí, 1994: 118).
La «locura de la luz» despliega la opacidad de una oscuridad que escapa del
mundo, que se superpone a la noche del conocimiento, a la noche del sujeto, a la noche
de la poesía, a su luz. Cierra la puerta al mundo. Abre la puerta al lenguaje, palabras que
funcionan como ecos de otras sombras en un poema falso, falacia o analogía
desenmascarada, que «sirve» al reclamo, a la súplica de un poema: poema en que el
poema no es posible, condenado a la sombra; y poema para pedir ayuda, que habría de
«servir» para escribir un poema que no «sirva», «el poema más prescindible / el que no
sirva ni para / ser inservible».
La poesía no ha de «servir» a nada, a nadie, parece sugerir al final Pizarnik,
como escribirá Gilles Deleuze de la filosofía, aunque sostenga que no deja de ser una
«coquetería» (2009: 14): no ha de tener fin, sino devenir; ha de ser mundo, gratuidad,
azar, vida. El poema no se reduce entonces a lo útil: se reivindica, ahora, producción
inútil, multiplicación de multiplicidad, y es, por tanto, irreducible, tanto como lo es el
mundo, la noche, la existencia. De este modo, el poema no es cuantificable, ni
mensurable, ni comprensible, es decir, se torna inarticulable: se trata, por tanto, de un
poema imposible.
La locura de la luz de Maurice Blanchot acaba con estas palabras: «¿Un relato?
No, nada de relatos, nunca más» (1999: 64). La locura de la luz es, entre otras cosas, un
relato sobre la imposibilidad del relato; «En esta noche, en este mundo» es, entre otras
cosas, un poema sobre la imposibilidad del poema. Ambos ponen de manifiesto que la
escritura es distinguir y relacionar, que su existencia es una oscura necesidad, cuya fe
puede encontrar satisfacción en los fragmentos que ilumina, pero también locura: la
comprensión también anula la imagen, pues hacer transparente la imagen es volver a
tornarla invisible, sumirla en la oscuridad de donde procede. Con su relato, Blanchot
enciende la mecha de esa condena, de esa imposibilidad: igual que alumbra su
exigencia, su necesidad.
Por eso, Yves Bonnefoy afirma que «la poesía no debe describir simplemente la
ausencia»: «solo sería entonces un relato» (en Muschietti, 1989: 239), añade, es decir,
[204]
mero reflejo de la falta, queja tenue o nostalgia («del absoluto», parafraseando el título
del hermeneuta (Steiner, 2001), solo comprensión —siempre incompleta— y, de nuevo,
carencia. Debe superar el discurso, la articulación coherente, y también admitida, que
establecería una correcta analogía a través de la cual acceder al mundo.
Tras su libro Las palabras y las noches —que se inscribe en la tensión hasta el
momento expuesta y que analizaremos detalladamente en el capítulo V— Alejandra
Pizarnik escribe Extracción de la piedra de locura. Como explicaremos más
detalladamente, este poemario en prosa presenta una primera desarticulación de su
propia poética y del lenguaje poético al uso, mediante su exacerbación tal vez, es decir,
con la hipóstasis de su esencia metafórica, a través de la multiplicación de personajes y
metáforas o la superposición ad infinitum de imágenes. Como si en el ámbito de un
lenguaje poético hostigado, se cifrara la locura —y, en principio, no al revés—, y como
si solo la locura fuese, a su vez, capaz de cifrar el mundo, que es esa enumeración
divina e infinita, esa multiplicidad irreductible, esa «agilidad eterna» de la que habla
Schlegel en la cita que encabeza este epígrafe, ese caos (en Novalis, Schiller, Schlegel,
von Kleist, Hölderlin…, 1994: 234). Por eso, creo que, al menos a partir de un
determinado momento en el transcurso de su obra, la poesía de Alejandra Pizarnik está
puntuada por el principio de la ironía, viraje de la analogía clásica.
«Ironía es clara conciencia de la agilidad eterna, del caos lleno e infinito. Solo es
caos el desconcierto del que puede brotar un mundo» escribía Schlegel (en Novalis,
Schiller, Schlegel, von Kleist, Hölderlin…, 1994: 234) describiendo a la perfección —y
en su (im)perfección— el mundo, la divina creación que, una vez expuesta por el propio
creador en el relato jobesiano, promueve justamente la perplejidad, el «desconcierto»,
fruto del caos existente y explícito, el silencio. De ese silencio puede (re)nacer el poema
que, según Bonnefoy, «debe ejecutar un acto —el único valedero—: desprender de la
ausencia la presencia, hacer de lo irremediable y del límite nuestra verdadera
reencarnación» (en Muschietti, 1989: 239). De ahí el latido de la muerte o el
enfrentamiento cada vez más cruento con el lenguaje.
En textos posteriores al período poético que vamos a estudiar más
detalladamente a continuación —que Florinda Goldberg califica, de hecho, de
«pseudos-relatos y pseudos-diálogos» (1987: 61)—, como Hilda la polígrafa o la
bucanero de Pernambuco, Pizarnik tensará justamente estos túmulos espoleando la
«preterición total» que consiste en un «decir que no se puede decir lo que se está
diciendo» (Goldberg, 1987: 62). Florinda Goldberg explica que en este texto:
[205]
La escritura se autoinmola y se autoexalta a la vez. El poema que… nunca escribirás porque es
un jardín inaccesible, que proclama su propia imposibilidad desde su ser poema, se
corresponde con la polipalabra precaria que la polígrafa-bucanera instala precisamente en el
sólido marco de una sintaxis impecable, de una puntuación correcta, de una narración
ridiculizada que sigue respondiendo a los moldes de la narración (Goldberg, 1987: 61-62).
No puede sino «seguir respondiendo a los moldes de la narración» pero, como
explica la crítica norteamericana, se trata ya de una «narración ridiculizada», estallada
desde los flancos por la ironía, esto es, por la exhibición de todo lo contrario de lo que
se exhibe: la perfección narrativa, la coherencia lingüística, la (pre)potencia poética. Por
eso también señala Goldberg que pone «en erupción al lenguaje» (1987: 61) en unos
relatos ruinosos y absurdos, donde solo sigue en pie la estructura, una sobreviviente y
perfecta estructura narrativa capaz de albergar todos los sentidos y, otra vez, vaciada de
todos ellos.
Me refiero a que estos textos, radical secuela de Extracción de la piedra de
locura o El infierno musical, también albergan un combate frontal con el lenguaje —
parafraseando a Goldberg—, esto es, un «juego violento en que inventa libérrimas
combinaciones fonéticas y morfemáticas», unos «acoplamientos bestiales que abusan
del código para crear un no-código» y «palabras que se usan de una vez y se tiran»,
conformando así un «idiolecto sin permanencia posible» (1987: 61), es decir, un
ejercicio deconstructivo permeable al metalingüístico juego de la diferencia —como no
deja de indicar la crítica norteamericana al hablar de una «deconstrucción lúdica»
(1987: 61)—.
Esta diferencia lingüística, además, y como ya sugería Goldberg al mencionar
este personaje de la «polígrafa-bucanera» de «polipalabra precaria» constituye a un
sujeto siempre otro que, como en el caso del Segismundo pizarnikiano, se disfraza de
literatura: «pantalones de terciopelo rojo vivo modelo Keats, una camisa lila estilo
Schelley, un cinturón anaranjado incandescente modelo Maiakovski y botas de gamuza
celestes forradas en piel rosada modelo Rimbaud» (Pizarnik, 2002: 166). Como indica
Florinda Goldberg, el personaje marcada, nominativamente, existencial de Pizarnik se
viste con «ropa vieja que puede disfrazar pero no vestir», con un precioso y surrealista
atuendo, marca de la «invalidación de un lenguaje usado, gastado» (1987: 61-62). La
ironía termina atravesando así la tradición, de forma que se desacraliza al tiempo que se
homenajea el canon marginal también explícitamente admirado, punto de referencia.
Nótese, como en el caso de Olga Orozco, cómo estas influencias, pautadas por la
renovación y la ruptura en un sentido amplio, están abrazadas por representantes del
romanticismo y la vanguardia.
[206]
Revestida de literatura, la identidad también se ficcionaliza, se transforma, se
desvía, como lo hace el género, literario o gramatical, desplazando los límites que
supuestamente separan todos los significantes y todos los significados, convertidos
ahora en barras móviles que incumben a todos los conocimientos. Es el caos del caos, el
desorden de esa multiplicidad que, por existente, pasa por sensata, coherente o justa. En
otras palabras, si comparábamos el pulso de la poética de Olga Orozco —latiendo de
analogía— con el personaje de Job, el tino de esta poética pizarnikiana —asestado de
ironía— se aproximaría más bien al personaje de Dios, cuya respuesta solo cerraba con
el asedio de preguntas el relato. En la historia de Job, es de hecho el momento de la
ironía, del golpe encima de la mesa, de la ira de Dios: es cuando se desestabiliza,
cuando vence, la balanza.
Creo que, al menos en parte de la poética pizarnikiana, la experimentación —la
desesperación— produce un viraje, una transformación del lugar de escritura, una fuga
—que no una huida— desde donde quizá se pretende encontrar un resquicio por donde
contactar con lo real. Es Alicia nombrando una y otra vez lo que hay al otro lado del
espejo: «un decir lo prohibido que constituye un hacer lo prohibido» (Goldberg, 1987:
61), que transgrede también —retomando las apreciaciones de Julia Kristeva expuestas
al comienzo del trabajo (Kristeva, 1969: 7 y 9)— el orden social imperante.
En esa clave puede leerse la afirmación que Jacobo Sefamí recoge a su vez de
Francisco Lasarte acerca del «carácter crítico de esta poesía» (en Sefamí, 1994: 112),
que no solamente intenta visibilizar irónica y desesperadamente «la relación que existe
entre la vida y la palabra poética» (Tamargo, 1994: 36) o su hiato, sino también calibrar
en buena medida la creciente distancia que existe entre el sujeto (los sujetos) y el
conocimiento o el mundo. Aunque no fueran las únicas, dos amplias e influyentes
tradiciones lo intentaron antes: como ya se ha anotado en el desarrollo del capítulo II,
romanticismo y surrealismo se revisan y entrecruzan desde la Argentina de los años
cuarenta; su esencia contribuye a conformar, de distinta forma, la estética de nuestras
autoras.
[207]
2. Adscripciones e influencias
Creo a fin de conocer.
San Agustín
La poesía de Alejandra Pizarnik y de Olga Orozco parece inscribirse, al menos
parcialmente, en esa tendencia filosófica o metafísica, recalcada como ya hemos visto
por parte de la crítica (de Nélida Salvador (1969: 43; 52) a Thorpe Running (1986: 150)
o a Cristina Piña (1996: 31)), que comienza en la década del cuarenta, cristaliza en los
años sesenta y engloba a poéticas extraordinariamente dispares pero con intereses y
acentos comunes: a saber, el cruce explícito entre poesía y filosofía, el cuestionamiento
de la capacidad expresiva y referencial del lenguaje, la búsqueda ontológico-existencial
y la interrogación incesante, la (no-)representación de un sujeto textual complejo
(imágenes o máscaras, otredad o extrañeza), la presentación de una realidad multiforme
y marcadamente caótica, etcétera.
Esta última «clasificación» surge, no obstante, de una relectura de las poéticas
concretas y de un análisis quizá más detallado del amplio panorama de la poesía
argentina contemporánea: como veíamos, generalmente las historias literarias y el
conjunto de la crítica inscriben a Olga Orozco en la generación del cuarenta, primero en
el movimiento neorromántico y después —e incluso al tiempo— en la corriente
surrealista. En cuanto a Pizarnik, y desde mediados de los años cincuenta, su nombre
resuena en relación a una poética propia, separada del resto, aunque suele destacarse
asimismo la influencia romántica y, sobre todo, su filiación al surrealismo.
Si bien tales corrientes no bastan a la hora de intentar definir las poéticas de
Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, romanticismo127 y surrealismo, dos hilos rojos en
el acontecimiento estético que van a releerse, refundirse y reelaborarse hasta la
actualidad, significan también el punto de inicio, de referencia clásico, al tiempo que el
avance de una gran tradición y una línea poética —con la que pueden identificarse estas
autoras— y, por tanto, resultan de una importancia y de una influencia innegable en sus
respectivas obras.
127
Me refiero expresamente al primer romanticismo alemán y anglosajón —el llamado Frühromantik—,
a los idearios de sus intenciones y visión del mundo, aunque también desearía dejar constancia de que no
todos los autores franceses posteriores desvirtúan el origen de esta tradición y que algunos, como Nerval,
por ejemplo, eran muy leídos en la Argentina de los años sesenta por la «tendencia» que engloba las
poéticas de Orozco y Pizarnik.
[208]
Por otra parte, como sugeríamos y sucede en relación con la poesía
contemporánea en general, el romanticismo y el surrealismo están estrechamente
ligados por formar parte de una concepción estética afín ―que nacería con el
Frühromantik a principios del siglo
XIX―,
de destellos, más que idealistas, utópicos,
pues comparten la pulsión de desplazar los espacios de representación y los lugares de
escritura, parentesco que resalta Albert Béguin desde el comienzo del ya clásico El alma
romántica y el sueño ―una de las lecturas de cabecera de Alejandra Pizarnik y de Olga
Orozco―:
La revelación de la poesía se presentó, en la edad en que esto suele ocurrir, bajo la forma del
surrealismo naciente y del descubrimiento de Rimbaud. Los poetas franceses de la inmediata
postguerra se aventuraban por caminos extrañamente semejantes a los que habían explorado un
Novalis o un Arnim (Béguin, 1993: 14).
Un poco más adelante, Béguin afirma que «Las afinidades que dan origen a las
grandes familias espirituales importan mucho más que el modo de transmisión de las
ideas y de los temas» (1993: 16). Romanticismo y surrealismo convocarían así, según
Albert Béguin, aun de distintas formas, una reiterada alianza con la filosofía, también
con la ética y con la política, desde unos idearios que recogen una necesidad que es
anhelo y consecuencia de la estética contemporánea, desde una pregunta que cifra una
inquietud y un ansia vital también compartidas; en palabras de Béguin: «El hombre
percibe en él una interrogación a que se siente tentado a responder, porque de la
respuesta depende el sentido mismo de toda su existencia» (1993: 75).
Lo que está ―entre otras cosas― en juego en ambas tradiciones es una
búsqueda, una apertura, a nuevos conocimientos ―que van a ser por definición
«otros»―, y la expectativa, la tentación o la utopía, de que completen el imposible e
inconcluso mapa de la existencia del ser humano, del mundo y de la vida. En esa
encrucijada se convoca el arte, un arte cuya potencia y cuyo sentido también habrá de
proyectarse en la fusión con la religión, la filosofía, el psicoanálisis o la acción política,
y cuya concepción de la belleza y de otros estatutos estéticos clásicos, a juzgar por las
palabras de un romántico como Hofmannsthal, también habrán de revisarse: «Se ha
perdido por entero el concepto de la totalidad en el arte […] Se ha rebajado el concepto
de la poesía hasta reducirlo a una confesión embellecida», declara el escritor vienés
(1998: 29).
La corriente que se inicia con el romanticismo primigenio y que atraviesa el
presimbolismo baudelairiano, el fin de siglo con Rimbaud, y más tarde con Mallarmé
hasta llegar a las vanguardias históricas, cuya frágil estela rescata el medio siglo con
[209]
poéticas como las latinoamericanas o argentinas ya expuestas ―entre las que hemos de
subrayar las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik―, es una impugnación
formal y temática, tanto al lirismo como al canon de belleza de la poesía usualmente, o
desde entonces, llamada «clásica». Se abre, para siempre ―como de hecho afirma Noé
Jitrik (1997: 46)―, una brecha desde la consciencia estética de que la «unidad» de
cualquier concepción y de cualquier obra, de cualquier texto, «quedaba siempre abierta
y […] tendía a sugerir el estado inconcluso que es inherente a todo acto de
conocimiento humano, la posibilidad de un excedente y de un progreso» (Béguin, 1993:
17).
No obstante, esta misma fisura, que ya desvela el carácter excesivo e inefable de
la empresa, es activo y condición de hermanamiento de poesías, como la orozquiana o la
pizarnikiana, que van en busca de nuevos y de otros conocimientos, declarándose
también, y obligatoriamente, en contra del estatismo, la conformidad y la pasividad
estéticas, pues como añade Albert Béguin:
Esta ventana hacia lo desconocido [es] la condición misma del conocimiento, la abertura por la
cual se percibe el infinito, una necesidad impuesta a todo escritor que trata de asir algún
fragmento del misterio que nos rodea, más bien que elaborar un objeto de contemplación
estética (Béguin, 1993: 17).
[210]
2.1 «El primero y el último de todos los conocimientos»:
el deseo puro del Frühromantik
La poesía es el primero y el último de todos los conocimientos.
Wordsworth
El romanticismo modificó un modo de ver el mundo y ya no se puede volver atrás.
Noé Jitrik
En «¿Y para qué poetas?», refiriéndose al romanticismo y a Hölderlin, Martin
Heidegger ya habla de la existencia de una «poesía pensante» aclarando que, y
especialmente en el romanticismo, «El poeta piensa en el lugar que se determina a partir
de ese claro del ser que ha alcanzado su sello característico en tanto que ámbito de la
metafísica occidental que se autoconsuma» (Heidegger, 1998: 202). En las yescas de la
metafísica occidental se vislumbraría entonces una parte del ser y, en ese claro de
bosque, se adivinaría a su vez el camino a seguir para una existencia auténtica o el lugar
de escritura de un poeta que piensa.
Un poeta que piensa será, para Heidegger, un ser que goza de una existencia
«auténtica», que sigue ese camino y recorre los claroscuros del bosque, que disfruta de
una vida consciente, singular, propia, que no va a disolverse entre la masa, en la
impersonalidad del man (el se impersonal en castellano), que no se deja llevar por la
opinión pública que, inauténtica, vive en la inconsciencia de la sucesión temporal y de
la muerte. El poeta, en cambio ―el poeta, que piensa, si jugamos con una traducción
que nunca nos aclara si el adyacente es explicativo o especificativo―, es consciente de
la temporalidad que desemboca en la muerte y, por ello, vive auténticamente.
«Pensar» siendo poeta significa aquí, por tanto, ser consciente y —siguiendo a
Heidegger— equivaldría a tener una existencia auténtica, saberse contingente, mortal,
en tránsito, y entrar entonces también en el círculo hermenéutico: porque ya estamos en
el camino, luego pensamos en realidad sobre lo ya pensado. Siguiendo las claves del
filósofo alemán, pensar sería entonces «recordar» ―es su célebre An-denken que apunta
a un «pensamiento rememorante»―, es decir, recuperar una idea que ya se ha tenido,
recorrer y recorrer un mismo círculo, un camino una y mil veces andado… porque «esa
manifestación del ser dentro de la metafísica consumada es también ya el extremo
olvido del ser», como escribe Heidegger (1998: 202), porque la metafísica occidental se
ha olvidado del ser, que se da y se sustrae al mismo tiempo, que escapa a cualquier
[211]
intento de aprehensión, huidizo verbo, (in)consistente gerundio, para centrarse en el
ente, espejismo del ser, inerte, engañoso sustantivo128.
La filosofía de Martin Heidegger será, como de hecho declara al comienzo de
Ser y tiempo, un intento de recuperar para la filosofía la olvidada pregunta sobre el ser
(2000b: 11). La poesía de Hölderlin, del Frühromantik, que aquí nos ocupa, será
entonces, correlativamente, aunque siempre según Heidegger, la posibilidad de saberse
en el camino y de recuperar esa pregunta sobre el ser en tránsito, intermitente e
inaprensible. «Poesía pensante» la del primer romanticismo, sobre la cual el filósofo
alemán aclarará: «Pero el pensar es un decir poético, y no solo poesía en el sentido del
poema y del canto. El pensar del ser es el modo originario del decir poético» (1998:
244).
En la base como en la cima de la poesía está, para Heidegger, el ser en su
existencia más auténtica ―aunque no por ello menos inaprensible e intermitente,
ininteligible y misteriosa―, pues el decir de uno convoca el pensamiento originario del
otro. En ese sentido, la poesía romántica abriría la puerta al «primero y al último de
todos los conocimientos» como escribe Wordsworth (1999: 71). Aunque la pretensión
principal de Heidegger será la de la destruktion implicando a toda la tradición
metafísica occidental, en sus reflexiones y en sus relecturas convertirá a la poesía
romántica en epítome de la evocación y la escucha del ser. Y, aunque se intentará
desligar de la actividad y de la plenitud a ese espacio de evocación y de escucha, el arte
y la poesía del primer romanticismo alemán y anglosajón van a fundirse, desde sus
primeros programas estéticos, y reiteradamente, con la filosofía y la metafísica, también
con la ética y la política, con la religión y los saberes herméticos…
En tanto la mitología no sea razonable, deberá el filósofo avergonzarse de ella. Deben,
entonces, tenderse por fin la mano ilustrados y no ilustrados, la mitología ha de devenir
filosófica para hacer razonable al pueblo, y la filosofía ha de devenir mitológica para hacer
sensibles a los filósofos. En este momento reina una unidad eterna entre nosotros. Nunca más
la mirada de desprecio, nunca más el ciego estremecerse del pueblo ante sus sabios y
sacerdotes. Solo entonces nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto del
individuo particular como de todos los individuos. Ninguna fuerza será ya reprimida, ¡reina por
entonces la libertad general y la igualdad de los espíritus! ―Un espíritu más elevado, enviado
del cielo, debe fundar una nueva religión; ella será la última, la mayor obra de la humanidad
(en Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist, Hölderlin…, 1994: 230-231).
128
Para nuestra investigación no nos interesa tanto la llamada «diferencia ontológica» heideggeriana
―indudablemente fundamental en su filosofía y en la reflexión sobre lo aprehensible/inaprensible… que
encontramos una y otra vez en la modernidad y, por lo que aquí nos ocupa, que pone una y otra vez en
juego la poesía contemporánea―, como esa idea del olvido presente y la necesidad de una recuperación a
través de un pensamiento rememorativo, anamnésico al fin y al cabo, que vamos a reencontrar con una
marcada intensidad en poetas de marcada influencia romántica como Olga Orozco y, en cierta medida,
Alejandra Pizarnik.
[212]
El fragmento pertenece al célebre Proyecto. El programa más antiguo del
idealismo alemán que firman unos jovencísimos Schelling, Hölderlin y Hegel. Si bien el
programa es mucho más amplio y contiene buena parte de las esperanzas y hasta,
cifrados, de los efectos de este primer romanticismo, nos interesa especialmente ese
cruce entre poesía y filosofía, expresado entre Platón y la (contra-)Ilustración como
mitología y razón, que de alguna manera después pondrá de relieve ―aunque veíamos
que con otras implicaciones, las de su particular filosofía― un autor como Heidegger,
que constituirá en cierto modo un núcleo, una bisagra, desde los que releer este primer
romanticismo ―también lo serán otros autores, como Walter Benjamin― en la segunda
mitad del siglo XX129.
De un lado, este cruce supone, para la poesía ―y, en especial para la poesía
ulterior, de herencia romántica―, la apertura radical de esa «ventana hacia lo
desconocido [que es] la condición misma del conocimiento», como escribía Béguin (op.
cit.), que parece revitalizar la forma y el fondo poéticos desde entonces: «Y la luz
filosófica en torno a mi ventana es ahora mi alegría», escribía Hölderlin (lo va a citar
Heidegger en su «¿Y para qué poetas?» (1998: 202)). De otro lado, tal fusión revivifica
la discusión sobre los márgenes de la filosofía y de la poesía, sobre la naturaleza y los
límites del conocimiento, sobre la naturaleza y los límites también del ser humano.
El primer romanticismo alemán y anglosajón supone, de hecho, una reacción
crítica frente a la Ilustración, es decir, frente a un discurso filosófico hegemónico que se
quiere cada vez más «científico» y «racional». El Frühromantik va a defender, frente a
la tradición anterior, una idea de razón más amplia, otra forma —más cercana al arte
que a la ciencia— de entender el conocimiento y de enfrentarse a la complejidad y,
sobre todo, a la esencia del ser humano (también esto se percibe en el citado Programa
(Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist, Hölderlin…, 1994: 230-231)).
129
La segunda mitad del siglo XX implicará, en buena parte, una relectura de Heidegger, y no solamente
en el ámbito estrictamente filosófico. Ya mencionábamos cómo algunos críticos subrayaban la influencia
de este filósofo en la poesía latinoamericana y argentina contemporánea ―recordemos que así lo
indicaban Américo Ferrari o Nélida Salvador (Ferrari, 1993: 11; Salvador, 1969: 23). Por otra parte, no es
menos importante señalar cómo buena parte de la cultura del siglo XX ―desde el fin de siglo anterior y
especialmente Nietzsche, pasando por el Frühromantik y Hölderlin, y alcanzando el medio siglo con
filósofos como Heidegger y/o poetas con Paul Celan en adelante― recibirá el controvertido título de «la
edad de los poetas». La etiqueta y sus implicaciones serán discutidas por algunos filósofos
contemporáneos como Alain Badiou (que, en un texto titulado «El estatuto filosófico del poema después
de Heidegger», se mostrará partidario de separar la filosofía ―logos, «matema» dirá Badiou― de la
poesía ―mito, «mitema»― (Badiou, 2011: 2)) o por Lacoue-Labarthe que contesta a Badiou (en
Heidegger, la política del poema, que tal distinción no es válida pues, entre otras cosas, poesía no puede
reducirse a mito (Lacoue-Labarthe, 2007: 45 y ss.)).
[213]
No es extraño que, en esa desconfianza y en esa crítica de la Razón con
mayúsculas ―de la razón ilustrada e instrumental― que subjetiviza el mundo mediante
la estética, se recurra a una Poesía ―también con mayúsculas― cuya esperanza será
aglutinar una razón donde quepan la imaginación, la sensibilidad, la sentimentalidad, y
que sea capaz de liberar y recomponer al insatisfecho sujeto moderno que ya se está
fraguando. Es esta, quizá también, la Poesía «llave de la filosofía» como escribía
Novalis (Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist, Hölderlin…, 1994: 136), desde donde
puede escucharse el rumor del ser, desde donde puede percibirse que una existencia es o
no auténtica, desde donde se puede abrir esa ventana hacia lo desconocido, desde el
idealismo de una empresa utópica que va a desplazarse también en el tiempo. Y es tal
vez por todo ello, y como señala Albert Béguin, que el romanticismo inaugura —según
se mire también anticipa— conceptos y concepciones fundamentales que van a
reencontrarse en poéticas posteriores:
Surgía de nuevo una generación para la cual el acto poético, los estados de inconsciencia, de
éxtasis natural o provocado, y los singulares discursos dictados por el ser secreto se convertían
en revelaciones sobre la realidad y en fragmentos del único conocimiento auténtico. De nuevo
el hombre quería aceptar los productos de su imaginación como expresiones válidas de sí
mismo. De nuevo las fronteras entre el yo y el no-yo se trastornaban o se borraban; se
invocaban como criterios testimonios que no eran los de la sola razón; y esa desesperación, esa
nostalgia de lo irracional orientaban a los espíritus en su búsqueda de nuevas razones para
vivir. Pudo pensarse, como en la Alemania de 1800, en el alborear de una gran época. De
pronto, mientras leía a Rimbaud y a sus discípulos, mientras seguía a Nerval por los caminos
de la región que a nadie pertenece y mientras Alain Fournier me proponía su sueño, escuché de
nuevo la canción secreta del bosque encantado por las hadas alemanas (Béguin, 1993: 14).
El primer romanticismo alemán y anglosajón explicita una importante crisis del
sujeto y de la modernidad, en la que se evidencia el hiato definitivo entre el hombre y la
naturaleza. En el intento o en el sueño de poder vislumbrar un conocimiento absoluto
del ser y del mundo130, este primer romanticismo promueve una filosofía interpretativa,
metafórica, ligada a una poética reflexiva y profunda basada en la contemplación
estética y en la creación artística131. Es la entrada básica de la imaginación, la clara
intuición del inconsciente, como anota Béguin, desestabilizadores habituales de la
conciencia y de la razón moderna y contemporánea, que desdibujan los márgenes
identitarios con los que poder identificarse: así el propio sujeto, la racionalidad, la
130
«Los románticos ya no creerán que una suma de hechos debidamente comprobados conduzca al saber
supremo; pero conservarán la esperanza de un conocimiento absoluto» (Béguin, 1993: 27).
131
Desearía indicar que una gran parte de las anotaciones realizadas acerca del Frühromantik las debo al
magnífico curso de doctorado impartido en el departamento de estética en la facultad de Filosofía de la
Universidad Complutense de Madrid por la profesora Anabel Rábade Obradó allá por el año 2003.
[214]
realidad, el conocimiento… Es, por tanto también, y como indica Carlo Testa, la
apertura a una alteridad que va a poner en marcha:
Una forma movilizante de deseo puro ―el deseo sin objetivo―. Tal anhelo de Otro estado del
sujeto desintegra desde el interior el yo narrativo o lírico y le confiere su calidad típicamente
liminal, convirtiéndole en otro Yo ignoto y tal vez hasta indefinible (1992: 141).
«Siempre es el mito de la Alteridad que le fascina y le promete liberarle de las
restricciones de la conciencia organizada, de la limitación cronológica y topológica
implícita en el enunciado que dice “yo”» prosigue Carlo Testa (1992: 144): en su afán
de liberación, el arte, el sujeto, el deseo románticos implican una quiebra que va a abrir
de par en par «la ventana hacia lo desconocido», inefable y caótico. Se trata de sacar las
cosas, los conceptos, los estatutos ―estéticos, metafísicos, epistémicos…―, de sus
quicios, por eso ―como veremos― se va arriesgar el lenguaje mismo.
De esta concepción estética y política surgen Shelley, Novalis, Hölderlin, Trakl
o Keats pero, como escribe Albert Béguin, de alguna manera también Nerval, Rimbaud
o Fournier. Décadas más tarde, en el continente americano, Olga Orozco o Alejandra
Pizarnik ―con poéticas que convocan el recuerdo de lo perdido desde esa misma
nostalgia del todo o estallan el doble hasta una alteridad radical― recogen, asimismo,
este testigo:
Leer la sombra en Alejandra Pizarnik es crucial, también para armar el rompecabezas de sus
genealogías, descubrir su biblioteca secreta. El romanticismo alemán, en especial Novalis y
Caroline de Gunderrode pero también el Bizancio anglo-francés del XIX, están allí como están
—finísimos— Sade y Lautréamont (en especial en la temperatura tonal de la «mirada
perversa» de La condesa sangrienta). Y están también los poetas malditos, Georg Trakl, Lewis
Carroll, James Joyce, Tristan Corbière… (Negroni, 2000-2001: 175).
Otros importantes críticos como Florinda Goldberg o Cristina Piña señalan
insistentemente los mismos vínculos (Goldberg, 1994: 15; Piña, 1999a: 43). A su vez,
Olga Orozco traza, ella misma, una genealogía sorprendentemente similar:
Los poetas que tuvieron influencia sobre mí —señala— fueron San Juan de la Cruz, Rimbaud,
Nerval, Baudelaire, Milosz, Rilke. Siempre creí que nuestra mente no está hecha para traspasar
la barrera del misterio, salvo por un salto (Kisielewsky, 2004).
La herencia romántica en las poéticas de estudio —y quizá especialmente, en el
caso de Olga Orozco que, miembro de la generación del cuarenta, recibe el influjo
romántico de forma más directa e intensa— supera el listado de algunos de los poetas
más importantes e influyentes. Cuando en la misma entrevista, Sergio Kisiekewsky
pregunta a Olga Orozco «qué ha sido para ella la poesía», la respuesta de Orozco es así
de tajante: «Mi modo de expresión y una forma de conocimiento no necesariamente
racional» (Kisielewski, 2004). Además del reconocimiento explícito de la influencia del
[215]
romanticismo por la poeta, el peso de la tradición romántica resulta evidente en esta
respuesta.
Como veremos en el análisis de las obras poéticas y los poemarios escogidos
para un estudio más exhaustivo, la concepción filosófica y poética que promulga el
primer romanticismo alemán y anglosajón atraviesa profundamente la poesía tanto de
Olga Orozco como de Alejandra Pizarnik. Como apunta Cristina Piña al analizar la
poética orozquiana, la herencia del romanticismo alemán se vislumbra en la «sacralidad
del verbo poético» o en la búsqueda de una «realidad totalizadora» (Piña, 1996: 19). De
alguna forma, el romanticismo interviene directamente en la percepción del lenguaje y
del mundo.
En este sentido escribe Heidegger que: «La Poesía de Hölderlin mantiene
constante la determinación poética de poetizar sobre la esencia de la Poesía»
(Heidegger, 2000: 20) atendiendo a un doble giro que la postura romántica va a
dinamizar especialmente y que va a tener que ver cada vez más con el lenguaje. De un
lado ―lo subrayan las palabras del filósofo alemán―, se va iniciar un movimiento
autorreflexivo en la poesía contemporánea de intensidad progresiva e intermitente que
va a fomentar el cuestionamiento estético al tiempo que va a crear un espacio propio de
experiencia y de conocimiento más o menos trascendente, más o menos misterioso, más
o menos revelador. De otro lado, y siguiendo con Hölderlin que escribía «Yo entendía el
silencio del éter, / Las palabras de los hombres nunca las entendí» (lo cita Carlo Testa
(1992: 143)), se va a ir filtrando una concepción lingüística distinta, autocrítica,
escéptica, que repara en sus límites y retorna pulsionalmente a un silencio originario
donde lo no dicho podría comulgar con lo también invisible y desconocido, algunas
veces también donde podría recuperar su valor perdido, poético, sagrado.
El lenguaje espacializa, asimismo, los dos lugares ―las dos dimensiones― de
tensión que extreman antagónicamente los románticos y que pondrán en juego de
múltiples formas algunos poetas contemporáneos: a saber, un lugar esencial y etéreo de
inteligibilidad inarticulable, metafísico, y un lugar de escritura, material, de factura tan
simbólica como incomprensible. Lo real se situaría en uno u otro ámbito aunque, en
algunas poéticas posteriores como las estudiadas, parece escurrirse entre estos dos
polos: como si la autorreflexión, la perplejidad, el escepticismo, llegaran a invadirlo
«todo», y a la vez ya nada fuese «del todo» etéreo y transparente, «del todo» inteligible
[216]
y silencioso, como si la escritura (entre)tejiese otros significados…132 En cualquier
caso, tanto esta imposibilidad de síntesis como la poesía autorreflexiva y el descrédito
del lenguaje van a fundamentar, desde el Frühromantik, muchas poéticas posteriores y,
muy especialmente, la poesía de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik.
En estas parece cumplirse la siguiente consideración que, sobre la estética
romántica, anota Carlo Testa:
La estética romántica es, en primer lugar, una estética de orfandad: el yo se encuentra
abandonado, traicionado por todos los sistemas de significación ―en el terreno histórico,
social y geográfico―. El hecho de ser traicionado por el lenguaje es así, apropiadamente, la
culminación de este estado de abandono existencial (1992: 143).
«He desplegado mi orfandad / sobre la mesa, como un mapa» escribe Alejandra
Pizarnik en Los trabajos y las noches, la obra cuyo análisis también desplegaremos en
adelante. Y, en efecto, hay una muestra, también en Olga Orozco, de la orfandad (en «Si
me puedes mirar», por ejemplo, poema por cierto de Los juegos peligrosos ―libro que
también estudiaremos más detenidamente―, Orozco escribe desde una orfandad literal),
que apunta al abandono, a la caída y a la desolación, a la precariedad y a la pérdida,
desde las que se escriben estas poéticas.
132
En ese sentido, resulta más que interesante remarcar cómo se cumple en el romanticismo todo lo
expuesto en los capítulos anteriores: a saber, la importancia del significante y de la materia poética, de la
capitalidad y la revolución de la forma (véase, por ejemplo, en un autor como Hofmannsthal, ya no
solamente en más célebres relatos, como su Carta de Lord Chandos (2008), sino en afirmaciones como
las que siguen ―extraídas de textos téoricos―: «No sé si bajo la fatigosa garrulería de la individualidad,
del estilo, del sentimiento, de los estados de ánimo y cosas parecidas no han llegado Uds. a perder la
conciencia de que el material de la poesía son las palabras, de que un poema es un ingrávido tejido de
palabras que, a través de su disposición, su sonido y su contenido, al unir el recuerdo de lo visible y el
recuerdo de lo audible con el elemento del movimiento, produce una situación anímica exactamente
descrita como fugitiva y soñadora, a la que llamamos estado afectivo del espíritu. Si consiguen
reencontrar el camino hacia esta definición de la más ligera de las artes, se habrán descargado del peso de
un confuso cargo de conciencia. Las palabras lo son todo, las palabras con las que se puede llamar a una
nueva existencia a las cosas vistas y oídas y es posible imaginarlas, según leyes inspiradas, como algo en
movimiento» (Hofmannsthal, 1998: 29). Nótese cómo elimina de raíz algunos de los tópicos
reduccionistas que tienden a asociarse con el romanticismo (la individualidad, el sentimiento) que
identifica con una «fatigosa garrulería». Un poco más adelante, el vienés insiste en que: «“No es el
sentido” —y me sirvo aquí de las palabras de un autor para mí desconocido, pero valioso— “lo que
determina el valor de la poesía (pues entonces sería una especie de sabiduría, de erudición), sino la forma,
que no tiene en absoluto nada de extrínseco, sino que es aquello profundamente excitante en la cadencia y
en el tono en virtud de lo cual los espíritus originales, los maestros, se han distinguido siempre, en todas
las épocas, de los imitadores, de los artistas de segunda fila”» (1998: 29)). Vale la pena saltar unas
páginas y añadir un texto que recoge un aspecto absolutamente crucial, repetidas veces mencionado a lo
largo de nuestra reflexión, tanto para el romanticismo como para unas «poéticas de la desaparición» que
lleva su huella a fuego. Este aspecto es justamente el de la intermitencia, el de la presencia-ausencia, el de
la aparición-desaparición, intervalo que permite y que promueve la escritura. Así lo sugiere
Hofmannsthal: «Este es el misterio, éste es uno de los misterios de los que se compone la forma de
nuestro tiempo: que en él todo está presente y a la vez no lo está. Es un tiempo colmado de cosas que
parecen vivas y están muertas, y colmado de otras que se consideran muertas y poseen una altísima
vitalidad» (1998: 71).
[217]
Por otra parte, esa orfandad del yo apuntaría a la progresiva desaparición de la
identidad de un sujeto que va a reconocerse ―como ya sucede en el primer
romanticismo― incesantemente en el doble, que va a multiplicar de hecho sus imágenes
en las poéticas tanto de Orozco como de Pizarnik hasta identificarse con una otredad
constante, lo que equivale a (des)conocerse discontinuamente, a confesarse solamente
alteridad perpetua que solo rememorando la diferencia afirma su escrituraria huella.
Otra vez el Frühromantik construye el suelo de una poética que va a evidenciar la
importancia de una conciencia «estallada», mediante una percepción cada vez más
dislocada ―lo veremos sobre todo en Pizarnik― y a través, sobre todo y de nuevo, de
la mirada:
«Le Poète», dijo André Gide, «est celui qui regarde». «El que mira»: de todas las innovaciones
románticas, ninguna ha acaparado la atención de poetas, novelistas y pintores (y de los críticos
de poesía, novelas y pintura) como la preocupación por el ojo y el objeto y la necesidad de una
revolución de la vista que nos hará nuevos a los objetos (Abrams, 1992: 421).
Esa «revolución de la vista» aparece de forma tan intensa como exacta en el
conjunto de la poesía romántica, como advierte en su estudio Abrams, y va a llegar
hasta determinados poemas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik violentamente
transmutada: llegará, de hecho, cegada o pulverizada133, y esto tendrá que ver con la
relectura surrealista de esta mirada destacadamente romántica, como veremos en el
siguiente epígrafe.
Por lo demás, la mirada romántica ―igual que su relectura― va a acompañarse
en la poesía moderna y contemporánea, más que de objetos (que, efectivamente,
renovará con una visión y una percepción distintas ―como sugiere Abrams―), de
intuiciones y de sensaciones ―prefigurando el simbolismo, acentuando el misticismo―
que trasladará a espacios difícilmente representables, oníricos, abstractos. Creo que es
en ese sentido que puede leerse también la resurrección, reelaboración y creación de
algunos mitos en el romanticismo que, como dice Albert Béguin, también se retomarán
en una línea poética ulterior:
133
El campo semántico de la mirada —y sus significaciones simbólicas— atraviesan la obra de Orozco y
Pizarnik, y sobre todo estos libros definitorios de la década del sesenta. De hecho, como explicaremos en
los siguientes epígrafes, la mirada (des)articula, por ejemplo, especialmente Árbol de Diana (1962): «una
mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo // la rebelión consiste en mirar una rosa /
hasta pulverizarse los ojos» (Pizarnik, 2001: 125) o espectacularizan en Orozco la ausencia, ya que —
como también recogemos en epígrafes sucesivos— hablando de los ojos, Orozco escribe: «Cada ojo en el
fondo es una cripta donde se exhuma el sol […] Es otra vez el mismo centinela que dice que no estoy, / la
misma luz de espada que me empuja hacia fuera hasta el revés de mí, / hasta la ciega condena de estos
ojos que me impiden mirar / y que solo atestiguan la división debajo de estos párpados» (1998b: 62-63).
[218]
El de la Unidad universal, el del Alma del mundo, el del Número soberano, y creará otros
[mitos]: la Noche, guardiana de los tesoros, el Inconsciente, santuario de nuestro diálogo
sagrado con la realidad suprema, el Sueño, en que se transfigura todo espectáculo y en que toda
imagen se convierte en símbolo y en lenguaje místico (Béguin, 1993: 77).
En las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, aparecen
reiteradamente estos mitos: en la primera, en clave pasada ―aunque atemporal― como
la unidad perdida, la caída tras el pecado universal, el olvido de una armonía
primigenia, la nostalgia del origen y la esperanza de recuperar una visión completa,
verdadera, total; en la segunda, en sesgo contemporáneo ―y disolvente― como el
reverso romántico del mundo y del sujeto hecho pedazos, el decir igualmente
incompleto y fragmentario, la insatisfacción y la utopía de una salvación que se prevé
imposible. En ambas, encontraremos ―es importante destacarlo― el complemento de
esas fuerzas no tanto con sus contrarios sino, sobre todo, con interminables contrastes
que parecen, más que contraponer, confundir la fe y el descrédito en un único y siempre
distinto gesto, como sucede con la inseguridad y el desasosiego vital, como si el
pensamiento no pudiese conformarse con un estado de cosas y lo denunciase
contingente, como si el pensamiento no pudiese estarse quieto, tampoco las emociones,
que atraviesan una poesía también en ese sentido infinita y nunca clausurada; poesía que
se inscribe, por cierto, en ese Absoluto del que habla Lacoue-Labarthe en su texto
L’Absolu littéraire (1978), típicamente romántico que alcanza a la obra como poiesis
interminable, luego interminablemente abierta.
Asimismo, y además de los temas universales y atemporales del amor o la
muerte —que suelen aparecer como ausencia, desamor y deseo—, se retoman otros
núcleos temáticos releídos desde la estética romántica ―que de hecho expondremos a lo
largo del análisis textual―; así, el ya nombrado tema del otro y del desdoblamiento, la
exaltación de una naturaleza no ajena, subjetiva, trascendente o infinita, la
incorporación progresiva o la inserción tan abrupta como explícita del cuerpo, etc.
Béguin subraya, no obstante, algunos de los temas fundamentales convertidos en
símbolos románticos inconfundibles: la infancia, el inconsciente, el sueño y, quizás por
encima de todos ellos, la noche.
Todos ellos se evidencian en las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra
Pizarnik hasta el punto de configurar la matriz de unos universos simbólicos y poéticos
propios. Las dos autoras parten de una infancia asociada a la inocencia, lo incorrupto y
hasta lo preedípico que irá, no obstante, mudando de escenario —en cualquier caso, de
allí surgen también gran parte de sus desdoblamientos, de sus fantasmas, de sus
[219]
representaciones134— para sumergirse en estados y realidades oníricas con el fin de
intuir o conocer los enigmas del ser.
El símbolo de la noche, cantado e inmortalizado por Novalis, merece quizá un
espacio aparte: como sugiere Jacobo Sefamí (1996: 96), envuelve la búsqueda y el
marco de la revelación, tanto como desnuda la escritura misma y deja a las poetas a la
intemperie, como veremos más adelante. Para Olga Orozco, por ejemplo, el símbolo de
la noche abarca casi una tradición literaria, emborrona de alguna manera una
genealogía:
Se suceden Dostoievski, Poe, Leopardi, Nietzsche, Baudelaire, San Juan de la Cruz, a los que
se irán sumando no mucho después Rimbaud, Mallarmé, Hölderlin, Rilke, Milosz, Nerval.
Estoy seleccionando nombres entre muchos a los que abandoné. Te hablo de aquellos a los que
les he guardado fidelidad. Podría agregar varios para decirte que mis preferidos siguen siendo
los exploradores de la noche, del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio; los
descifradores de los grandes y pequeños enigmas de una realidad que no termina en lo
sensorial o en lo visible (Orozco en Luzzani, 1982: III).
La noche ―también la «otra noche» expresada por Blanchot (1992: 133-134), a
la que hemos aludido reiteradamente, y que relee y complica la originaria noche
novalina―, el sueño o el misterio articulan también buena parte de la obra poética
pizarnikiana135: «Poco sé de la noche / pero la noche parece saber de mí […] La noche
ha de conocer la miseria / que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas» escribe
Pizarnik en uno de sus primeros libros ―Las aventuras perdidas (1958)― claramente
marcado por el influjo romántico, atravesado de hecho por Trakl (2001: 85), donde la
noche todavía es espacio de conocimiento, donde todavía hay añoranza de lo perdido y
el latido romántico acuna la imposible esperanza:
Pero sucede que oigo la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.
Alguna vez volveremos a ser (Pizarnik, 2001: 85).
134
Es interesante anotar que hay autorrepresentaciones, imágenes, que las poetas tomarán directamente de
la tradición romántica. Por poner un ejemplo que desarrollaremos en epígrafes sucesivos, a partir de Las
aventuras perdidas (1958), Alejandra Pizarnik (re)tomará de Georg Trakl la imagen y la figura de «la
enamorada del viento» en distintos poemas (Pizarnik, 2001: 71).
135
En el caso de Pizarnik, el símbolo de la noche se encuentra prácticamente desde el principio de su obra
pero podemos decir que se refuerza, desarrolla y personaliza desde Las aventuras perdidas (1958),
marcada por el influjo y la voz del romántico alemán Georg Trakl, también desde Árbol de Diana (1962),
y se acentúa después con Los trabajos y las noches (1965). En la poética de Olga Orozco, este símbolo
también aparece insistentemente, desde su primer libro Desde lejos (1946) y podemos decir que culmina
en La noche a la deriva (1983) y en ese poema que la poeta dedica a la noche, titulado «En tu inmensa
pupila» (Orozco, 1998b: 97-98). En cualquier caso, volveremos sobre estos textos más adelante, a lo largo
del análisis de la obra poética de ambas escritoras.
[220]
Por último, además del trasfondo filosófico y de la reflexión estética, de la
revolución temática y de la incidencia de algunos de sus poetas más emblemáticos, la
influencia de esta tradición trasluce a través de reconocidos textos teóricos y de su
estudio por parte de las poetas argentinas. Así lo expone, como avanzábamos, en
relación esta vez a Pizarnik, Cristina Piña:
Dos libros que para Alejandra fueron esenciales: De Baudelaire al Surrealismo de Marcel
Raymond, y el bellísimo estudio de Albert Béguin, El alma romántica y el sueño, libro que
prácticamente todos los que conocieron a Alejandra señalan como uno de sus grandes amores
(Piña, 1999a: 68).
En efecto, como sugiere Piña, este trayecto bibliográfico, tan escueto como
esencial en Alejandra Pizarnik ―que comparte con Olga Orozco―, es un recorrido por
la literatura y el deseo. Ya hemos hecho referencia en varias ocasiones al texto de Albert
Béguin sobre el romanticismo, que se caracteriza por trazar una línea poética general
que encuentra sus raíces en el Frühromantik, el primer romanticismo alemán y
anglosajón, y que avanza a través de su recepción y evolución en Francia, hasta el fin de
siglo y las vanguardias históricas europeas. El libro de Marcel Raymond, otro clásico,
toma el testigo desde el fin de siglo, no sin anclarlo de nuevo al primer romanticismo, y
repasa la historia del surrealismo hasta mediados del siglo
continuación.
[221]
XX,
como se explica a
2.2 La convulsiva belleza del surrealismo: el deseo sin fin
Creo que solo puede haber belleza ―belleza convulsiva― al precio de afirmar la
relación recíproca que enlaza el objeto considerado en su movimiento y en su reposo.
Lo que me seduce de una manera de ver como esta es que es interminablemente
recreadora de deseo.
La belleza será convulsiva o no será.
André Breton
En su libro De Baudelaire al surrealismo Marcel Raymond insiste en que: «En
su sentido más estrecho, el surrealismo es un método de escritura; en el sentido más
amplio, una actitud filosófica» (Raymond, 1983: 242). El método ―la nueva theoria, la
nueva mirada, la nueva forma― de escritura es la célebre «escritura automática»136 de
la que el propio Marcel Raymond comenta:
Para los surrealistas es algo más que cierto modo de dejar correr la pluma […] Romper las
asociaciones verbales recibidas es, a sus ojos, atentar contra las certidumbres metafísicas del
vulgo; es sustraerse a una visión convencional, arbitraria, de las cosas. La mediocridad de
nuestro universo ¿no depende esencialmente de nuestro poder de enunciación? Un lenguaje
estereotipado, en el que toda intervención de la libertad está estrechamente condicionada, nos
impone la visión de un mundo estereotipado, endurecido, fosilizado, con tan poca vida como
los conceptos que querrían explicarlo (Raymond, 1983: 248).
Desde la aparente distinción inicial, y de acuerdo con lo que afirma, Marcel
Raymond enlaza el «automatismo» como método escriturario, como tentativa que se
cree posible a través de una interpretación de las teorías freudianas ―que, por cierto,
circulaban todavía como noticias, no como libros137―, con una actitud filosófica que
denuncia el condicionamiento de la libertad, su relegación a la admisión de dogmas
metafísicos que descansan, a su vez, en un lenguaje común tipificado, convencional y
arbitrario e impulsan un discurso idéntico sobre una realidad y un mundo supuestos de
136
En su Historia del surrealismo, Maurice Nadeau recoge un extracto incluido en los primeros
Manifiestos sobre la escritura automática. Dice como sigue: «Secretos del arte mágico surrealista.
Composición surrealista escrita en primera y última tentativa. Hágase traer algo con que escribir, luego de
haberse situado en un lugar lo más favorable posible a la concentración, del espíritu. Colóquese en el
estado más pasivo o receptivo que pueda. Haga abstracción de su genio, de su talento y del de los demás.
Convénzase de que la literatura es el más triste camino para llegar a todo. Escriba rápidamente sin tema
preconcebido, tan rápido como para no retener lo que escribe y no caer en la tentación de releerlo. La
primera frase llegará sola… Es muy difícil prever las frases subsiguientes… Poco importa, por otra parte.
Continúe con todo lo que se le antoje. Fíese en el carácter inextinguible del murmullo. Si el silencio
amenaza presentarse a la mínima falta… En seguida de la palabra cuyo origen parece sospechoso,
coloque una letra cualquiera, por ejemplo la letra “L”, y vuelva a tornar a lo arbitrario imponiendo esta
letra por inicial a la palabra que sigue…» (en Nadeau, 2001: 59-60).
137
Los textos de Freud tuvieron traducciones tardías: durante los primeros años del surrealismo ―unos
años antes de la década del veinte―, ningún miembro del surrealismo (entonces, únicamente francés)
pudo leer algo de la obra de Freud: «Las traducciones de las obras de Freud no comenzaron a aparecer en
Francia hasta los años 20. por ejemplo “La interpretación de los sueños” publicada originalmente en
1900, no se publicó en francés hasta 1925…» (Fer, Batchelor, Wood, 1999: 186).
[222]
antemano ―a priori conceptualizados―, en el que ―se cierra el círculo― parecen no
existir alternativas. El final de la cita de Marcel Raymond, de evidentes ecos
nietzscheanos, apunta a la pérdida del mundo contingente y concreto de la vida ―del
Lebenswelt husserliano― en pos de la momificación de unos conceptos acordados e
inmortalizados por la tradición metafísica occidental que pretendería buscar lo
inmutable y eterno, hacerlo necesario, al elevado precio de esconder la temporalidad:
«El tiempo hace a todo cambiar, provoca movimiento y, a su vez, se mueve, se flexiona,
torsiona y distorsiona, se interrumpe, cambia», como observa Fernando Rampérez
(2009: 28); lo cual equivale a obviar la singularidad, el instante, el intervalo, la vida
entonces y también ―forzosamente― la muerte.
La desacralización estética y otra vez filosófica que promueve el surrealismo,
proclamando desde la vanguardia una auténtica democratización de la cultura, se
materializa ―como advierte Maurice Nadeau― en una actitud y en una acción tan
cognitiva como ética:
La posibilidad será dada desde ahora en adelante solo a los que posean una inspiración viva y
rica y la capacidad de traducirla en imágenes deslumbradoras, en símiles fulminantes, aunque
tengan a menudo apariencia absurda. Pero que les permita, en una palabra, realizar de manera
continua y permanente actos éticos y explorar lo desconocido con la misma facilidad con que
el hombre se maneja en la vida práctica aplicando sus facultades razonadoras (Nadeau, 2001:
60).
El gesto poiético, estético, y utópico, ético, permanentemente atravesado por el
deseo, aproxima así la intención y la aspiración surrealista al programa romántico,
vinculación cuyo cruce va a producir, a su vez, la tradición y el suelo poético y
escriturario desde donde crear nuevas propuestas, así como la extraordinaria y compleja
riqueza de una corriente poética que abarca la segunda mitad del siglo
XX
(en la que se
reconocen las trayectorias de Olga Orozco y Alejandra Pizarnik) y que, de hecho,
también destaca Marcel Raymond:
Una vez más hay que abrir ventanas con la esperanza de penetrar al fin en un mundo donde la
libertad sería infinita. En su sentido más amplio el surrealismo representa la tentación más
reciente del romanticismo por romper con las cosas que son y sustituirlas por otras, en plena
actividad, en plena génesis, cuyos móviles contornos se inscriben en filigrana en el fondo del
ser (1983: 248)138.
138
El conjunto de la crítica reconoce esta filiación. Noé Jitrik, por ejemplo, va a establecer a la vez el
puente con la tradición literaria latinoamericana: «[El romanticismo] perdura en el arte más elevado […]
el surrealismo, por ejemplo, recoge y potencia lo que pudo sentirse como la aparición tumultuosa del
alma romántica, no digamos el dadaísmo como regreso a lo elemental, como aspiración al grito, no
digamos lo que es la aspiración modernista latinoamericana […] y hasta el realismo crítico» (Jitrik, 1997:
37).
[223]
Raymond retoma el mismo símil utilizado por Albert Béguin para hacer el salto
del conocimiento a la libertad y acentuar la voluntad de ruptura característica sobre todo
de las vanguardias que, como indica Fernando Rampérez, es la que «abre una nueva
definición de arte» (2004: 142).
Esa nueva definición no es tal porque no marca límites, sino que se expresa en su propia tarea
de romper y abrir. Las vanguardias, por tanto, parecen una cuestión de voluntad y en este
sentido (solo en este sentido y evitando psicologismos) afirmamos que se definen por una
cuestión ética. La ética concierne a la voluntad y a la decisión, mucho más que a la ley y al
deber. No se trata de que la ética del deber o cualquier otra se imponga al arte desde fuera para
definirlo: no se trata de eliminar la especificidad del hecho estético para reducirlo a paradigmas
éticos, sino que desde dentro de la propia tarea artística o literaria surja una voluntad
inexcusable de transgresión. A esa transgresión lleva la valoración de lo estético en sí mismo
(Rampérez, 2004: 142).
El surrealismo conserva la conexión con el misticismo y con la metafísica
―como señala Marcel Raymond al respecto de su filiación con el romanticismo
(Raymond, 1983: 251-251)―, así como la mitología común expuesta por Béguin y
comentada a lo largo del epígrafe anterior ―también Raymond alude al «Alma
Universal» (Raymond, 1983: 252) y a los temas de la infancia, el sueño, la locura, el
Absoluto, compartidos (Raymond, 1983: 249)―. Sin embargo, el movimiento
encabezado por André Breton se declarará hipercrítico con respecto al romanticismo,
sustituirá fe por confianza ―como también y tan bien sugiere Rampérez (2004: 141)―,
querrá estrechar más aún el hiato entre el arte y la vida hasta disolverlo en un acto
desafiante y transgresivo.
Así lo demuestran también las célebres acepciones de la definición expuesta en
el Primer Manifiesto de 1924.
Surrealismo, n. m. Automatismo psíquico puro por el cual se propone el hombre expresar, sea
verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del
pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación
estética o moral.
Encicl. Philos. El surrealismo reposa sobre la creencia en la realidad superior de ciertas
formas de asociación desdeñadas hasta él, en la omnipotencia del sueño, en el juego
desinteresado del pensamiento. Tiende a arruinar definitivamente todos los demás mecanismos
psíquicos y a sustituirlos para la resolución de los principales problemas de la vida (Breton,
en Nadeau, 2001: 59).
La primera acepción remite directamente al automatismo, ya comentado, que va
a devenir el método de escritura surrealista por excelencia tras los ensayos que realiza
Phillippe Soupault con los sueños (Nadeau, 2001: 51-55); parece que pretende
desarticular así cualquier barrera ―considerada meramente formal o convencional―,
flexibilizar los límites. Por su separación de la primera definición y su aspecto formal, la
segunda acepción integra, aunque como cambio, como ruptura y como giro, el
[224]
surrealismo en la historia filosófica. Si bien esta acepción filosófica recoge
explícitamente el testigo del romanticismo al retomar los temas del inconsciente y del
sueño, va ―como ya anticipábamos― mucho más allá en el establecimiento de una
estrecha relación del arte con la vida.
El neologismo de Apollinaire139 y la definición bretoniana apuntan a un más allá
de la realidad o un por encima, a una supra-realidad. El movimiento surrealista
reivindica entonces una estética, una filosofía, arrojadas a lo vital: deseo, pulso que
―como sugería Raymond tendiendo el puente que va del automatismo a la metafísica,
de lo psicológico a lo filosófico, cuya huella quizá se borra en la ya clásica definición
del primer manifiesto― no puede sino reconfigurarse y redefinirse infinitamente. Es la
realidad la que se pone entonces en tela de juicio: la realidad, como un referente único,
inamovible o como una inferencia lógico-racional. Creo que también en este sentido
Octavio Paz escribe que: «Al mundo de “robots” de la sociedad contemporánea el
surrealismo opone los fantasmas del deseo» (Paz, 1974: 29); unas páginas más adelante,
el poeta y crítico mexicano de declarada raigambre surrealista aclara que: «El mundo no
se presenta ya como un ‘horizonte de utensilios’, sino como un campo magnético140.
Todo está vivo» (Paz, 1974: 34).
Frente al determinismo y al mecanicismo que dirigía una razón instrumental, el
surrealismo va a apostar por construir una realidad extraordinariamente orgánica,
mucho más primigenia y esencial no obstante, en movimiento ―aun invisible―
perpetuo, guiado por una idea de razón, de conciencia, de sujeto, cada vez más compleja
y amplia ―y en este punto la influencia del psicoanálisis, por ejemplo, resulta más que
notable, pero también la apertura a un arte que tradicionalmente no se consideraba como
tal, como las producciones artísticas de los niños, de los locos, el arte africano u
oriental, etc.―. Este grado de acción, de producción, de libertad, lo va a diferenciar de
hecho de otros ismos ―incluso del dadaísmo de Tzara al que en un principio estaba
adscrito el grupo surrealista― y también lo va a alejar del romanticismo. Los siguientes
139
El adjetivo «surrealista» tiene su origen en el comentario de una obra de teatro (Les mamelles de
Tirésias) realizado por Apollinaire en 1917. Realza el tratamiento de un problema estimado socialmente
grave a través del mecanismo del humor. Así, la risa supone, según Apollinaire, una ruptura formal con la
convención. En 1920, cuando los miembros del movimiento en ciernes todavía están afiliados al
dadaísmo (se independizarán del dadaísmo en 1924), Breton sustantiviza el adjetivo, relacionándolo ya
con la teoría del automatismo escriturario.
140
El sintagma hace sin duda referencia al libro coescrito por André Breton y Phillippe Soupault (Les
champs magnétiques), publicado en 1919. Se trata del primer libro que recoge las investigaciones
surrealistas. Ambos autores son asimismo responsables de los primeros experimentos con el automatismo,
se consideran así los «primeros» en experimentar y apostar por la escritura automática como método
creativo.
[225]
pensamientos de André Breton sobre el significado de la vida y el alcance de la
identidad escenifican esa diferencia:
Es posible que mi vida no sea más que una imagen de esa naturaleza y que yo, creyendo
explorar algo nuevo, esté condenado en realidad a volver sobre mis pasos, a tratar de conocer
lo que debería ser capaz de reconocer perfectamente, a aprender una mínima parte de cuanto he
olvidado. Esta percepción sobre mí mismo no me parece desacertada sino en la medida en que
me presupone a mí mismo, en cuanto a que coloca arbitrariamente en un plano anterior una
representación acabada de mi pensamiento que no tiene por qué respetar la temporalidad, a que
implica en ese mismo tiempo una idea de pérdida irreparable, de penitencia o de caída cuya
falta de fundamento moral, en mi opinión, es indiscutible (Breton, 2000: 95-96).
El comienzo de Nadja presenta un yo que busca dónde hallar respuesta sobre
una identidad compleja ―que intenta «revelarse entre todos los demás» (Breton, 2000:
96), ya no puede darse sin los demás por tanto―, que se interroga y que, finalmente, se
plantea la posibilidad de la anamnesis platónica o teoría de la reminiscencia. La
búsqueda de la singularidad, sin embargo, no puede estar cifrada en esa clave para
Breton, que arguye que para admitir tal teoría habría que caer en suposiciones previas,
casi en una petición de principio: por una parte, porque implica aceptar una
«representación acabada» y detener otra vez el tiempo; por otra parte, porque conlleva
asumir una falta, una pérdida y una «penitencia» originarias que podrían remitir, a su
vez, a una teodicea en que todo, en última instancia, estaría justificado y determinado de
antemano, lo cual también supondría carecer de responsabilidad, de libertad, de moral.
Creo que este extracto de André Breton ilustra con certeza las implicaciones
estéticas y desde luego éticas del movimiento surrealista y, al mismo tiempo, permite
entrever cómo se asume, se sincretiza y se revisa en la segunda mitad del siglo
XX,
tras
la consolidación del grupo originario en Francia, pero también tras sus primeras fisuras
y destierros, el advenimiento de la segunda guerra mundial y su participación política
activa ―primero junto al bando comunista, del que se desliga después, en 1934―.
En ese sentido, en sus diversas etapas, el surrealismo liderado por Aldo
Pellegrini en Argentina ―ya recogido en el capítulo anterior― se mostrará fiel a los
inicios de la corriente bretoniana, es decir, hará suyas las definiciones del primer
manifiesto y las premisas de la primera época, donde el surrealismo aboga por una
revolución espiritual detonante de un cambio en la vida de las personas141. El propio
Pellegrini que, junto con importantes poetas como Madariaga o Molina, relanzará el
141
La segunda declaración ―en el segundo manifiesto del surrealismo (Breton, 1975: 65 y ss.)― que
también analizan autores como Maurice Nadeau plantea quizá la misma problemática dialéctica de
mediados de los años veinte pero repensada y, sin duda, radicalizada. El surrealismo se declarará «al
servicio de la Revolución» (Breton, 1975: 156): ello evidencia el cambio ya que, como señala Nadeau,
antes el lema era «la Revolución surrealista» (Nadeau, 2001: 128).
[226]
proyecto surrealista en las décadas del cincuenta y del sesenta, destacará ―como
destacamos en el capítulo anterior― rasgos de la primera etapa francesa (Pellegrini, en
Urondo, 1968: 46-47; Girgado, 1995: 9, etc.): así, la capacidad de creación de nuevas
realidades, la posibilidad de experimentación a través del automatismo, la escritura o el
sueño, la revaloración del humorismo y del juego mediante el «azar objetivo», por
ejemplo, con el que se producen encuentros con extraordinarios objetos en ámbitos que
no le son frecuentes sugiriendo nuevos usos…142
Estos rasgos serán, asimismo, aquellos que influyan y en algunos casos
atraviesen poéticas afines aunque independientes del grupo surrealista argentino, como
las de Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, que van a mostrar una clara afinidad en la
actitud creativa, la apertura a una realidad otra que se manifiesta en los sueños o que se
alcanza mediante el esoterismo, la magia, la exploración del inconsciente… A este
respecto, y en relación por ejemplo a Olga Orozco, Manuel Ruano escribe:
La suya no podría dejar de ser «una escritura de la ensoñación» como se desprende de su
lenguaje poético —más que surrealista, surrealizante y hasta neofantástico en todas sus
manifestaciones—. No se la puede calificar en el surrealismo ortodoxo, a la manera de Aldo
Pellegrini, Porchia o Enrique Molina, para poner unos casos. Se cuidaba bien de tal distinción.
Con «el surrealismo lo único que tenía en común era una actitud hacia la vida y, a lo mejor,
una cercanía de algunas imágenes oníricas» (Ruano, 2003).
En realidad, Ruano recoge una de las múltiples afirmaciones de la propia Olga
Orozco, que afirma, por ejemplo, lo siguiente:
Aunque no sea una surrealista ortodoxa, creo que hay elementos en común: el predominio de lo
imaginario, búsquedas subconscientes, el fluir de las imágenes, la inmersión en lo onírico y en
el fondo de sí mismo como cantera de sabiduría, la creencia en una realidad sin límites, más
allá de toda apariencia y de toda superficie y la avidez de captar esa realidad por entero en
todos sus planos […] Estuve cerca de ellos más por amistad que por identidad. Creo que he
tenido en común el sentimiento de otros planos de la realidad que no son estos, la valoración de
lo onírico, la emoción exaltada de la libertad, la justicia y el amor, pero nunca hice
automatismo, ni poemas subconscientes. Todo lo contrario: he escrito poemas de gran
coherencia, muy construidos, muy orgánicos, donde cada línea rigurosamente se teje y se
entreteje con la otra como una red geométrica (Orozco en Dujovne, 1978: 3).
Estas dos largas citas establecen perfectamente las características comunes y las
distinciones básicas, así como la postura de la poesía de la autora argentina en relación
al movimiento surrealista; van, otra vez, de la tradición francesa de la década del veinte
142
Chénieux-Gendron afirmará en este sentido: «Del lado del azar objetivo, son las cosas las que parecen
moverse; del lado del humor, son las palabras. El humorismo traba la representación del mundo; el azar
parece atacar la realidad misma» (1989: 161). Explica que con los dos mecanismos se va a tratar de dar
movilidad al mundo y a su «representación» ya que, en ambos casos, se trata de jugar con lo real para
aprehender las diversas formas en que se da, con lo negado para poder operar un cambio. En estos
procedimientos se proclama uno de los mayores desafíos del surrealismo, si no el mayor, en palabras de
Maurice Nadeau, «la omnipotencia del deseo» (Nadeau, 2001: 25).
[227]
a la recuperación argentina treinta años más tarde. Ni Olga Orozco ni Alejandra
Pizarnik persiguen un surrealismo ortodoxo, esto es, la escritura automática o
inconsciente de la primera aceptación bretoniana y, después, de la poética pregonada
por Aldo Pellegrini o Enrique Molina, ni ―aún menos― la evolución en los años
treinta del movimiento francés que no llegará a asumirse del todo en la Argentina de la
segunda mitad del siglo XX.
No obstante, tanto Orozco como Pizarnik admiten cierta identificación con la
actitud vital y perceptiva promovida por la corriente surrealista. De esta actitud vital y
perceptiva, como decíamos, Olga Orozco destaca reiteradamente el encuentro con lo
imaginario o lo onírico, y la búsqueda o la aspiración de un conocimiento más amplio,
que cuenta con el cuestionamiento de una realidad única y unívoca, detenida e inerte,
presencial y visible.
Las afirmaciones de Alejandra Pizarnik al respecto siguen esa misma línea. La
autora reconoce en su poética, como vamos a ver, un «surrealismo innato». En su
artículo «Más allá del surrealismo. La poesía de Alejandra Pizarnik», Francisco Lasarte
insiste en una filiación con el surrealismo basada principalmente en el carácter onírico
de las imágenes propias a la poética pizarnikiana y en «la búsqueda de una experiencia
poética trascendental» (Lasarte, 1983: 867). Sin embargo, el mismo crítico recoge unas
palabras de la poeta que, en la línea orozquiana, establecen una diferencia de base:
Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo complejo de sentir el
lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede expresar la realidad; que solamente
podemos hablar de lo obvio. De allí mis deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar
de mi surrealismo innato y de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que
ha caracterizado mis poemas (Pizarnik, en Lasarte, 1983: 868).
Lasarte concluye: «A diferencia de los surrealistas, quienes navegan ayudados
por la corriente del lenguaje, ella se obstina en remontarse río arriba, en busca de un
origen que la poesía no puede rendirle» (Lasarte, 1983: 876). En estas poéticas tildadas
de metafísicas en la década argentina del sesenta, la búsqueda del origen, perseguida
―aunque de distinta forma— tanto por Olga Orozco como por Alejandra Pizarnik, se
conjuga con el acecho imposible de la palabra exacta y con un cuestionamiento o un
acoso constante a un lenguaje insuficiente.
En su trabajo sobre La quiebra de la representación, que presenta un análisis de
la ruptura que implica la estética vanguardista, Fernando Rampérez considera principal
este mismo aspecto:
La apertura de lenguajes nuevos y el cuestionamiento del lenguaje tradicional se dejan
sintetizar en un simple factor común: la autorreflexión del lenguaje estético, contemporánea a
[228]
la problematización que la filosofía analítica realiza sobre el lenguaje en general y su función
ambigua de ambiguo vehículo epistémico. Precisamente cuando la filosofía comienza a
analizar el espesor del lenguaje, tanto desde los estudios de lógica formal de finales del XIX
como en lo que concierne al lenguaje científico en estas primeras décadas del siglo XX, arte y
literatura acometen una búsqueda de lenguajes distintos o una deconstrucción, en sentido
amplio, del lenguaje tradicional de las artes. El vehículo de conocimiento y la expresión, el
medio del arte, empiezan a perder su aparente inocencia y su espesor crece hasta hacerse objeto
de reflexión o, más cabalmente, de autorreflexión (Rampérez, 2004: 130).
Curiosamente tanto Olga Orozco como Alejandra Pizarnik parecen desmarcarse
de las nuevas propuestas lingüísticas y escriturarias del surrealismo, o al menos de las
más radicales, sobre todo en lo que concierne al automatismo. Ni Orozco ni Pizarnik
parecen dispuestas a admitir un grado tan elevado de azar en sus composiciones:
reclaman, para su tirada de dados, un movimiento más controlado, una elección
deliberada que, más bien, calibra, desde una conciencia formal hipostasiada, cuáles son
las llaves lingüísticas que abrirían las puertas cotidianamente cerradas.
La autorreflexión lingüística, estética y existencial de mediados del siglo
XX
se
exacerba así, en estas poéticas, mediante la búsqueda y la apertura de nuevos sentidos
pero sin la arbitrariedad reclamada por los surrealistas143, presentando un nivel de
experimentación y de ruptura notablemente menor. El legado de las estéticas
vanguardistas de los veinte dará cuenta, más bien, de lo que Fernando Rampérez
denomina «el estallido de la metáfora» (Rampérez, 2004: 132) con la que se entretejen
nuevas escrituras extraordinariamente singulares, originales, como lo son las poéticas de
Olga Orozco o Alejandra Pizarnik. Resulta interesante recoger lo que escribe Rampérez
sobre este tipo de metáforas:
Respetan […] lo singular y la diferencia, nombran lo irreducible y prefieren de esta forma el
nombre propio intraducible al nombre común. Resuelven contradicciones y muestran el lugar
de lo oculto, sin desvelarlo, traduciendo lo intraducible (Rampérez, 2004: 133).
Esa complicidad por todo lo que, como presencia y como ausencia, se descubre
como «nuevo», «solo» y «otro», junto con una revelación que se cifra en unos signos
opacos y escogidos ―que no alcanzan el desvelamiento ―la alétheia presocrática y
heideggeriana― pero que apuntan y señalan hacia lo invisible, lo esencial o lo
desconocido, es quizá aquello que desata de forma más radical el lazo de la convención
y el entendimiento, aquello que desbroza el nudo conceptual de la metafísica tradicional
durante la segunda mitad del siglo
XX.
En ese sentido, una de las herencias más
productivas de poetas como Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, que tejen una escritura
143
«Para mí la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad» escribía
André Breton (en Rampérez (2004: 133)).
[229]
horadada por la alteridad y la extrañeza, es la libre asociación de unas metáforas que,
literalmente, se liberan del mundo y de la voluntad de representación, guiadas
únicamente ―como escribe Octavio Paz― por la imaginación y el deseo:
En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse. Ser que
imagina porque desea, el hombre es el ser capaz de transformar el universo en imagen de su
deseo. Y por esto es un ser amoroso, sediento de una presencia que es la viva imagen, la
encarnación del sueño. Movido por el deseo, aspira a fundirse con esa imagen y, a su vez,
convertirse en imagen. Juego de espejos, juego de ecos, cuerpos… (Paz, 1974: 30)
Estas palabras de Octavio Paz atinan en describir el pulso del movimiento
surrealista, que late en textos como El amor loco o la ya citada Nadja ―ambos de
Breton (2001; 2000)―, al tiempo que ponen de relieve un elemento fundamental que va
a legarse a las poéticas que releen el romanticismo y la vanguardia en la Argentina de
las décadas de las décadas del cincuenta y sesenta. La importancia, la originalidad y, en
algunos casos, la heterogeneidad de las imágenes ―procedentes de diversas tradiciones,
concepciones, culturas― en poéticas como la orozquiana o la pizarnikiana enseñan la
construcción de un sujeto y de un mundo cada vez más alejados de la «realidad» visible,
racional y lógica:
Para los surrealistas absolutos todo es posible en el terreno de las imágenes […] A los primeros
románticos y a sus lectores les convenía que la relación expresada por la imagen tuviera un
motivo: poco a poco, la abertura del compás ha aumentado, y ciertos poetas han ido a buscar
sus equivalencias al otro extremo del mundo: cada vez menos aplicada al objeto, la imagen ha
dejado de iluminar el mundo sensible; cada vez menos razonable y utilizable, más
independiente y extraña, acabó por aparecer como una creación intrínseca, como una
«revelación» (Raymond, 1983: 244-245).
El abandono de la metáfora tradicional y la apuesta por la libre asociación
liberan, a su vez, la imaginación y las imágenes, el deseo y las visiones inéditas. Como
ya anticipábamos, el surrealismo inaugura una nueva mirada capaz de desplazar la
realidad que recibimos sensiblemente, la sombra de una visión tipificada, acabada,
detenida. En palabras de Marcel Duchamp: «Desde la llegada del impresionismo, los
efectos de la visión se agotaban en la retina […] el gran mérito del surrealismo es haber
intentado escapar del placer de la retina, de la “detención de la retina”» (en Casado,
2009: 66). La mirada surrealista está atravesada por la vida, por el movimiento, por la
temporalidad: implicará por lo tanto una incisión, un corte, como la escena de
Buñuel144, pues es la fisura, la hendidura del acontecimiento, que rompe con el orden de
las cosas, distorsiona el fluir temporal y la historia.
144
Me refiero obviamente a la famosa escena de Un perro andaluz (Buñuel, 1929).
[230]
En El inconsciente óptico, Rosalind Krauss destaca de la mirada modernista,
decimonónica, «su aislamiento perfecto, su separación de lo social, su efecto de
repliegue sobre sí mismo y, por encima de todo, su apertura a una plenitud visual que es
en cierto modo elevada y pura, a una uniformidad ilimitada» (Krauss, 1997: 14). La
mirada del fin de siglo
XIX,
en literatura, en pintura, se encuentra siguiendo también a
Krauss ―y como recoge Miguel Casado― «aislada de toda temporalidad, abstraída de
cualquier vínculo entre la visión y sus objetos» (Casado, 2009: 67) en una recién
inaugurada autonomía estética que parecería defender también la existencia del arte
como una realidad independiente y autónoma.
Frente a esa estética, frente a esa mirada, la consigna surrealista que consiste en
unir arte y vida ―enarbolada asimismo por otras propuestas de las vanguardias
históricas y por sus relecturas en el medio siglo― despliega la visión para
(des)enfocarla hacia el riesgo, la contaminación, la fragmentariedad, la limitación, por
tanto, y la heterogeneidad del afuera, de lo que se reconoce infinitamente otro ―el tout
autre rimbaudiano―, que estará en constante tensión con el adentro ―que contará él
mismo con un afuera, puesto que «J’est un autre»―.
Ese giro radical y desestabilizador, inestable e incierto, es el que, desde diversos
discursos, propone la poética y utópica mirada del surrealismo que, como escribe
Antonio Méndez-Rubio, «consigue hacerse productivamente creativa y crítica en el
momento en que traspasa la realidad, sus lindes y sus valores, para, sin abandonarla,
verla ahora no como una totalidad sino como una inconclusión» (Méndez-Rubio, 2004b:
134). Esa mirada que consigue adentrarse en la vida, en el tiempo, en la psique, y a la
vez rebasarlas, recorrer la oscuridad de sus enigmas, la obviedad de sus preguntas y el
laberinto de sus contestaciones, es también el «otro tipo de inconsciente» que, según
Miguel Casado, «Krauss aprende a distinguir» y «que le daría al arte otra historia
[distinta de la canónica]» (Casado, 2009: 69); estoy tentada de añadir: que desequilibra
la estética y la poesía contemporáneas.
Esa es la mirada contestataria de lo que, «en realidad», no puede mirarse, la
visión de lo no visible, que huye del lenguaje conceptual, convencional y común, que
escapa del mundo detenido, estereotipado y cotidiano, con los que en vano intentamos
hacernos cargo de esta existencia inabarcable y misteriosa.
Lo no visible es aquello que no puede verse ni convertirse a la gramaticalidad de lo que
Foucault llamaba «el orden del discurso», y que está con ello resistiendo al poder persuasivo de
la imagen y del concepto. No puede verse porque, como el viento o la arena, no se deja reducir
a figura delimitable. Y no puede verse, a la vez, porque el sistema institucional (económico,
cultural, político…) no lo permite, o al menos hace lo que está en su mano para desplazarlo o
[231]
bien a los escaparates deslumbrantes de la cultura oficial más inofensiva, o bien a los sótanos
inencontrables de la clandestinidad (Méndez-Rubio, 2004b: 15).
Esa mirada de lo que, «en realidad», no puede mirarse, esa visión de lo no
visible, también se encuentra en el fondo, en las fronteras, de las poéticas de Olga
Orozco y de Alejandra Pizarnik, que pasan por «cegar» o «pulverizar» la mirada
decimonónica, totalitaria, dirigida, que ni afronta ni traspasa lo otro, lo desconocido. Por
eso, al mismo tiempo, faltan las palabras y las respuestas que tanto se buscan o, mejor,
se encuentran como los sueños, repletas de lagunas, incompletas, y es fácil entonces
creer que están «huecas».
Por último, y por tanto, esa mirada es una mirada dislocada, condenada al
fracaso, difícil: si apenas puede detenerse significa que, al volver atrás, nunca
encontrará aquello que dejó; si logra ver lo no visible significa que, al girarse, ya no
reconocerá ninguno de sus signos. El surrealismo bretoniano quería enfrentar esa
pérdida, ese (des)conocimiento, esa ruina, desde una tabula rasa que lo liberaría de
cualquier presuposición, de cualquier determinismo.
Las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, en cambio, experimentan,
prueban, deambulan, de un deseo a otro, de una a otra frontera: entre los mitos que
desea recuperar el romanticismo ―su añoranza de la totalidad y la armonía perdidas,
que empuja hacia una poética de la falta, de la pérdida, de la carencia, muchas veces,
como en el caso de Orozco, con el relato de la caída en el centro― y la libertad que
desea conquistar el surrealismo ―su aceptación de la temporalidad y de la muerte
trágicas, que obliga a una mirada desafiante y transgresora volcada en lo «real», en la
contingencia, en la heterogeneidad, en la alteridad―; entre una forma primitiva en que
la palabra recupere su valor simbólico, su efecto mágico, letárgico conjuro que un día
recomponga, y una forma contemporánea en que la palabra se arroja definitivamente al
vacío, al silencio, a la ausencia, exiguo instante que una noche abisme.
Ese es el importante legado del Frühromantik, el primer romanticismo alemán y
anglosajón, releído también por los llamados poetas malditos, y de la extensión del
surrealismo francés hasta el medio siglo argentino, que confluyen en la elaboración de
unas poéticas en cuyo núcleo se van a cuestionar los parámetros de la realidad, de la
identidad y del lenguaje a partir de un complejo universo especular y caótico.
[232]
2.3 Abertura (a lo otro): «El Uno ya no está aquí».
¿Místicas modernas?
Lo que debería estar aquí no está: sin ruido, casi sin dolor, esta constatación está presente.
Atañe un lugar que no sabemos localizar como si estuviéramos marcados por la separación
desde mucho antes de saberlo […]
Estamos enfermos de la ausencia porque estamos enfermos del único.
El Uno ya no está aquí. «Se lo han llevado», dicen tantos cantos místicos.
Michel De Certeau
Las poéticas de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik se sumergen en un océano
metafísico, donde se explicita la también tan romántica búsqueda imposible de un
absoluto. Alfredo Roggiano resume el pulso de estas poéticas con esa tendencia
obligadamente metafísica como sigue:
En general puede definirse como una determinación del ser en sí, y la esencia de la poesía,
como entidad absoluta, en el acto creador como «suceso puro» (Valéry, St. John Perse, con
mucho de los místicos, de Rilke, de Milosz) (Roggiano, 1963: 28).
Este apunte de Roggiano esparce, de forma muy sintética, algunas pistas sobre
una parte de la poesía argentina contemporánea donde el crítico inscribe a autoras como
Orozco y Pizarnik. Alfredo Roggiano destaca de esta «poesía metafísica» una
concepción (re)mitificada de la poesía, con ecos nuevamente románticos, que la
revalorarían, absolutizándola y purificándola, donde concentrar la búsqueda ontológica,
que determina al ser o en la que el ser estaría determinado; una encrucijada ontológica
siempre sujeta a la pesquisa existencial, cuyo resultado sería, por definición, imposible.
De su afirmación se releva la supremacía moderna de la conciencia y una reflexión
poética regida por la persecución metafísica, que otra vez se presenta como una
tendencia intrínseca, natural, del ser humano, como un impulso irrefrenable.
Ese impulso «irrefrenable», como nombraba Amparo Amorós a esa búsqueda
metafísica (en Breysse, 1991: 161) ―retomando, en realidad, una idea que vertebra la
tradición metafísica occidental―, se inscribe, según Roggiano, en un acto que el crítico
denomina «puro». Ese «acto puro» tiene, desde su definición, un doble alcance o una
doble resonancia: por una parte, remite a una existencia esencial del ser; por otra parte,
alude al discurso religioso y a la figura de Dios145.
De hecho, el crítico vincula esta «poesía metafísica» con la influencia romántica
y con el misticismo; y cita a importantes poetas modernos, como Saint-John Perse,
Rilke o Milosz, que formulan una búsqueda espiritual hermanable a la de la Olga
145
El diccionario recoge la definición concreta de este sintagma («acto puro») como: «El ser en el cual
nada existe en potencia, o sea, aquel que de ningún otro necesita para existir. U. Sólo referido a Dios»
(DRAE).
[233]
Orozco o Alejandra Pizarnik. La búsqueda ontológica planteada por una extraordinaria
genealogía de poetas contemporáneos desemboca, por una parte, en la explicitación de
los grandes interrogantes existenciales y metafísicos, que rebasan el límite de lo visible,
de lo tangible, probablemente de lo cognoscible, y, por otra parte, en la construcción de
unas poéticas que, con el impulso heredado de la metafísica clásica, no pueden sino
acariciar el deseo y la búsqueda mística.
El abismo de lo desconocido, la experiencia de lo inexpresable y una morada
que del lenguaje se acerca al silencio, parecen aproximar las poéticas argentinas de las
décadas del sesenta a una poesía de influjo y de rasgos místicos, y la poesía de Olga
Orozco y de Alejandra Pizarnik, a la «Noche oscura» de San Juan o al Libro de las
horas de Rilke.
En ese sentido, como veremos, el conjunto de la obra poética de las dos
escritoras traza un itinerario que podría asimilarse o compararse al de cierta tradición
mística. La obra de Olga Orozco está atravesada por un poema-emblema titulado
«Desdoblamiento (de Dios) en máscara de todos», como especificaremos en el capítulo
siguiente y como recoge en el análisis de esta autora la especialista Elba Torres de
Peralta desde el título de su libro (Torres de Peralta: 1987). Por su parte, la poética
pizarnikiana enfrenta al sujeto con su destino último, que desemboca trágicamente en el
sacrificio de un yo que se pierde, que se entrega, que de hecho se enajenará y ofrecerá
su cuerpo.
En suma, el carácter introspectivo y reflexivo, la presencia y la recuperación de
esa idea de «destellos», de «fulgores», de «iluminaciones», el deseo proyectado hacia lo
imposible o la utopía se superponen a la escritura y a la travesía mística. La vinculación
mística en la poética de Olga Orozco, tan marcada por una religiosidad laxa pero
patente, así como por las llamadas filosofías de la religión, que tratan sobre el origen del
ser y la existencia de Dios146, resulta prácticamente evidente. A juzgar por las palabras
de Manuel Ruano:
La coincidencia, francamente, es notable con la poesía mística […] Esta corriente […] pone
especial énfasis al hablar de una poesía ascensional […] Se percibe […] a una personalidad
fragmentada, angustiada, escindida hasta lo impredecible… (Ruano, 2000: XXII).
De hecho, y atendiendo a las consideraciones de Octavio Paz sobre el misticismo
y la poesía moderna, un elemento especialmente importante tanto en la mística como en
146
Nótese que la cuestión de una teodicea, rastreable en el relato jobesiano y en su analogía, se encuentra
de nuevo latente.
[234]
la poesía de Olga Orozco deriva de la utilización insistente de la imagen en estas
poéticas (Paz, 1992: 90). La imagen supone, como romanticismo y surrealismo
configuraban a través de la mirada, el intento de superación de la barrera del lenguaje y
la posibilidad de recuperar escenas cuyo imaginario está justamente próximo de la
historia bíblica o sagrada. Así, la imagen del yo desgarrado que sufre el castigo divino y
protagoniza el mito de la caída se sitúa en el centro de la poesía de Orozco y configura
la parte nuclear de uno de sus poemarios paradigmáticos, Los juegos peligrosos. Acerca
de esta imagen especialmente simbólica —que analizaremos en el siguiente capítulo—,
Florinda Goldberg señala que «Para los místicos, la caída absoluta es el “umbral” de la
trascendencia»147 (Goldberg, 1994: 116).
En concreto, sobre la poética orozquiana, Juan Gelman confirma:
Como San Juan de la Cruz, Olga Orozco abre hacia el cielo «la boca del deseo vacía de
cualquier otra llanura» […] Como la de los grandes místicos, la experiencia de Olga se cumple
en la escritura (Gelman, 1998).
Además de una temática en ocasiones marcadamente religiosa, la escritura
orozquiana también se encuentra atravesada por ese ansia de unión y de unidad mística,
así como por «una experiencia más allá de lo captado por el lenguaje» y por «el
consecuente enmudecer (que) posee sin duda, una relación significativa con el silencio
de los místicos» (Torres de Peralta, 1987: 118).
Como indica Juan Gelman, la escritura orozquiana traza y cumple una
experiencia mística que permite, en ocasiones, el destello del absoluto. En este sentido
creo con Elba Torres de Peralta, que este «trasfondo místico» de «la estructura poética
de Olga Orozco […] sustenta y estabiliza la visión de la poeta» (Torres de Peralta,
1987:157). En la poesía de Orozco, el misticismo reviste la utopía de un deseo de
unidad, de ascenso hacia el conocimiento y hacia un ser absoluto y total, solo posible a
través de la fe y de la poesía.
«Como la de los grandes místicos, la experiencia de Olga se cumple en la
escritura» (Gelman, 1998; op. cit.): es entonces cuando la desaparición se cifra en la
escritura ―cuando la escritura de la desaparición es cifra, es signo, es síntoma―,
cuando el eco místico se retoma y altera ―esto es, se libera―; es aquí donde las
poéticas, de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik, se tocan, donde hollan el no lugar de
147
Reforzando esta idea o esta posibilidad de paralelismo entre misticismo y modernidad, Goldberg
añade: «Una actitud similar, en contexto laico, caracteriza a la lírica moderna desde sus fundadores»
(Goldberg, 1994:116). Cabe destacar que esta nota aparece en su estudio sobre Pizarnik.
[235]
la utopía, del deseo, del secreto nunca revelado que es la literatura, según Derrida
(2011), de la nada que es según Blanchot (2007: 286-287), para confirmar la vital
necesidad de proyectarse a través de la creencia o la esperanza de un sujeto moderno
carente, vacío, escéptico, profundamente marcado por el proceso de secularización y de
racionalización de su tiempo.
En el caso de Alejandra Pizarnik, la comparación y el influjo de la mística suele
establecerse, por una parte, mediante la insuficiencia del lenguaje para abarcar lo real;
por otra parte, a través de la fractura y del desdoblamiento de un sujeto textual que se
escinde, se multiplica, sobre todo —como se detalla en el siguiente epígrafe— en la
parte central de su obra poética. En este caso, cabría destacar que se opera una suerte de
inversión del ascetismo o del misticismo, en el trayecto de una búsqueda que carece de
la esperanza y la expectativa de encuentro con el desconocido-(innombrable)incognoscible que suele relacionarse tradicionalmente con lo absoluto. En ese sentido,
la ascesis pizarnikiana va más bien de la luz a la sombra, por lo que también habría que
preguntarse si es del todo legítimo hablar de «mística» como tal. En cualquier caso, el
paralelismo con la escritura mística resulta indudable, como mostraremos en las páginas
siguientes.
Por otra parte, como se advertía, al igual que en la mística clásica, la poética
pizarnikiana mantiene un intenso pulso con la imposibilidad de decir. El célebre «un no
sé qué que quedan balbuciendo» de San Juan de la Cruz, analizado por gran parte de la
crítica y destacado especialmente por Octavio Paz (1992), parece anticipar algunas
poéticas modernas y presagiar una escritura del no-saber, de la falta, del hueco, que no
puede más que recurrir a la reiteración, a la aliteración y al ritmo entrecortado. Comenta
Octavio Paz de este verso de San Juan que «es, verdaderamente, lo inefable
expresándose inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo, a su extrema tensión.
El verso dice lo indecible» (Paz, 1992:90).
El final de este verso de San Juan de la Cruz, como el final del poema místico,
una vez intuida o atravesada la vía unitiva, aboca en el silencio. El silencio respondería
entonces a la unión con Dios, con la totalidad, con el absoluto. En cierto sentido,
también la poética pizarnikiana termina sumiéndose en un silencio, solo en parte, fruto
de la imposibilidad de decir, que, según algunos críticos como Florinda Goldberg,
apunta, a su vez, al deseo de un silencio revelador, de corte místico:
[236]
En la poesía de Pizarnik hay dos clases de silencio. Uno, resultado de la impotencia expresiva,
destruye literalmente al poeta […]. El otro es el del absoluto, el silencio inefable de los
místicos, el que puede brindar precario refugio (Goldberg, 1994: 105).
Sin embargo, como ya hemos anunciado, el deseo de alcanzar un conocimiento
absoluto, la iluminación de lo esencial y la revelación de lo total se traba, cuando
menos, de modo complejo en la poética pizarnikiana, al borde de la ceguera. En este
sentido, Francisco Lasarte también anota que «para Pizarnik, la experiencia de lo
absoluto sería una sensación de goce sensual, éxtasis místico y placer estético» (Lasarte,
1983: 872), enfatizando o sugiriendo un viraje o tal vez una relectura del misticismo con
respecto a estas poéticas modernas.
La afirmación de Lasarte concuerda también como una buena parte de la historia
del pensamiento en que se utiliza la estética como coartada, como puente, como lazo de
unión de las instancias que la modernidad ha separado, entre el mundo y el yo, entre lo
material y lo espiritual, entre el cuerpo y el alma: una forma de decir que la experiencia
imposible de la totalidad, de la plenitud, del absoluto, constituiría una «sensación»
corporal a la vez que espiritual que no puede sino pasar también por lo estético148. Claro
que tanto esta reflexión como la afirmación de Lasarte resultaría, finalmente, algo
arriesgada: que en ella se esconda una tríada como la mencionada no implica la relación
que se ha señalado, igual que Francisco Lasarte se aventura a explicar cómo sería la
experiencia del absoluto en Pizarnik cuando en la poética pizarnikiana no hay una
experimentación del absoluto.
No obstante, Lasarte llama indirectamente la atención sobre aspectos
interesantes que rodean esta aspiración imposible: acompaña el éxtasis místico de placer
y de goce, de sensualidad; apunta ―el misticismo obliga― al cuerpo. En su trabajo
sobre los Diarios pizarnikianos, Núria Calafell también asume la posibilidad de una
lectura en clave mística (2008 180 y ss.) y estudia la incidencia de la corporalidad en el
lenguaje y el sujeto pizarnikianos, estableciendo sugestivos lazos con autores como
Antonin Artaud. Aunque la reflexión de Calafell gira básicamente en torno a la
autobiografía, no deja de referirse al conjunto de la obra de Pizarnik, así como a los
textos críticos fundamentales que han ido tejiendo sentidos y abriendo la interpretación.
Así, aprovecha la alusión de Cristina Piña en «La palabra obscena» (1990) a La condesa
148
Además, este último aspecto constituye, en la crítica a la poesía de Pizarnik, todo un lugar común:
destacar la importancia de la estética también ayuda a unir la figura de Alejandra Pizarnik con el tópico
de la escritora cuyo único interés, cuya única obsesión, era la poesía misma.
[237]
sangrienta y a la escritura teatral de la última etapa de su obra149 para insistir, con
Bataille, en el erotismo como núcleo y en que:
Toda experiencia erótica es igualmente una pérdida objetiva que permite la identificación del
ser con el objeto que se pierde (Bataille, 2005: 35), lo que, en términos de Sollers, equivale a
decir que el erotismo es, en esencia, la síntesis de una materialidad que pone en el punto de
mira la supresión del límite, mientras grita estrepitosamente el fracaso de querer conjugar en
un todo poesía y vida, corpus y cuerpo, letra y carne (2008: 163).
La imposibilidad de acceder a lo real y, sobre todo, de totalizarlo se canalizaría
en estos textos mediante la experiencia erótica así descrita, mediante la escritura de una
subjetividad obscena y pornográfica en los últimos textos pizarnikianos, radicales en
fondo y forma, de marcado signo ―o, más bien, espíritu― artaudiano, cuya pulsión,
cuyo deseo, se mueve, otra vez, en torno a la pérdida y al fracaso. En este último
trayecto poético en que se deja el sujeto, se metamorfosea el cuerpo y se balbucea el
idioma, sujeto, cuerpo, lenguaje se rebelan, más que nunca, y permanentemente, otros.
El sujeto, el cuerpo, el lenguaje se encuentran, quizá también más que nunca,
sujetos a esa «supresión del límite», es decir, a la movilidad del límite, de la frontera, de
la barra que los definía, en otras palabras, a la différance derridiana que escamotea
permanentemente todo significado y todo sentido; porque se van construyendo con la
escritura, es decir, porque se alteran permanentemente y se reivindican singularidad
liberada. Poseídos definitivamente por la muerte, a ella entregados, el lenguaje, el
cuerpo, el sujeto no cesan de minarse, se extenúan. Su conquista, su éxtasis, se duele en
la liberación de la libertad, de la locura. Hay aquí un giro con la herencia mística de la
carencia, de la falta, que no debe omitirse: el que se balancea del absoluto del creador al
absoluto de la creación, y parece no decidirse.
Por tanto, retomando la cita de Michel de Certeau, en las poéticas de Olga
Orozco y de Alejandra Pizarnik «lo que debería estar no está», por supuesto, «esta
constatación está presente» (2006: 11). De hecho, creo que estos son los dos polos que,
como tan bien describe De Certeau, posibilitan la entrada del otro, del Otro y de todo
otro, y se erigen en fundamento de la formulación y de la utopía místicas.
Pero esos mismos dos polos vertebran las poéticas de la desaparición articuladas
alrededor de la conciencia, de la explicitud y de la reflexión sobre de la intermitencia
ausencia-presencia que configura al lenguaje, al sujeto y al conocimiento. Descubren,
asimismo, un espacio de otredad que resquebraja y escinde la sensibilidad y también la
149
Aunque esta parte de la producción pizarnikiana excedía a nuestro análisis, por lo que no hemos
propuesto para ella un análisis, en varias ocasiones hemos aludido a estos textos concretos, que son
fundamentalmente: Los perturbados entre lilas y La bucanero de Pernambuco o Hilda la polígrafa.
[238]
intelección del yo, complejo sujeto moderno, cuya mirada —tan utópica pero también
tan escéptica— supone un viraje, como hemos visto, contradictorio y ambiguo. No
obstante, el solapamiento con el planteamiento y el discurso místico —o del
misticismo— parecería casi total salvo por un aspecto: no estoy segura de que pueda
afirmarse que en la poesía de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik ese amalgama se
refleje «sin ruido, casi sin dolor», tal y como anuncia Michel De Certeau (2006: 11). Me
temo que sucede, más bien, todo lo contrario.
[239]
3. Las poéticas de la desaparición de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik
Las obras de Olga Orozco y de Alejandra Pizarnik se presentan como
macrotextos coherentes y «cerrados». En ambos casos, la obra poética se halla
fuertemente atravesada por un parámetro interno de continuidad: el desarrollo de las dos
producciones poéticas significa una reiteración temática casi obsesiva y la marca de un
ritmo y de una estructura formal propia. Tanto es así que Olga Orozco afirma acerca de
la totalidad de su obra poética que «podría ser un larguísimo poema interrumpido por el
cansancio, por la pereza o por el obstáculo insalvable» (en Moscona: 2004); o, en la
misma línea, refiriéndose a Alejandra Pizarnik, Laura García-Moreno apunta: «All of
Pizarnik’s writting can be seen as a single text characterized by variations on a few
themes» (García-Moreno, 1996: 68).
La obra de estas dos autoras argentinas es esencialmente poética, aunque ambas
escriben textos narrativos o teatrales que, de alguna forma, complementan los misterios
y las señales de su producción poética. No obstante, la mayor parte de su creación
literaria está compuesta por poemarios sucedidos en el tiempo con cierta regularidad.
De hecho, tanto Orozco como Pizarnik se definen básicamente como poetas y, como tal,
en el contexto de la poesía, establecen el pulso con el conocimiento de que trata este
trabajo.
En ambos casos, por tanto, consideraremos las producciones tildadas de
poéticas150, es decir, recorreremos su dilatada y compleja trayectoria, estableciendo una
lectura del conjunto de la obra poética en paralelo, empezando por Olga Orozco —cuyo
trayecto también comienza antes en el tiempo— y siguiendo con Alejandra Pizarnik.
Este itinerario también puntúa una postura cada vez más radical con respecto a la
desaparición, esto es, a la tensión con el lenguaje, el pulso con el conocimiento y la
herida del sujeto. Dicho de otro modo, este orden también activa la arteria del desorden
y de la ruptura o desarticulación poética que va in crescendo de una autora a otra.
150
No se recogen ni analizan, por tanto, los textos narrativos o teatrales que son básicamente los
siguientes: en el caso de Olga Orozco, las dos novelas autobiográficas La oscuridad es otro sol (1967) y
También la luz es un abismo (1995); en el caso de Alejandra Pizarnik, cabe destacar esencialmente los
textos de prosa La condesa sangrienta (1966), La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa (1972) o
Los perturbados entre lilas (1972), de la que existe una versión teatral —en cualquier caso, los textos
recogidos en su Prosa completa (2002)—. Este corpus escapa, en gran medida, al tema tratado en esta
Tesis Doctoral. Además, resulta, en ambos casos, extraordinariamente complejo y supone una suerte de
viraje en ambas autoras, por lo que merecería un estudio autónomo y minucioso, recorrido probablemente
por otra línea crítica, con otras consideraciones previas.
[240]
3. 1 La obra poética de Olga Orozco
La obra poética de Olga Orozco se extiende durante más de medio siglo y ocupa,
como ya hemos comentado, toda la segunda mitad del siglo
XX.
En el caso de Olga
Orozco, el carácter global de coherencia y de unidad del conjunto de la obra subrayado,
como indicábamos, tanto por la crítica151 como por la propia autora, se refuerza con el
paso del tiempo, de los libros. En este sentido, la evolución de un poemario a otro
resulta más bien, y como vamos a mostrar, el despliegue de los distintos aspectos que
rodean la observación de un entorno, un cuerpo y una realidad excesivamente engañosa,
subjetiva, compleja, y de la lucha por traspasarla.
La poética orozquiana acaba tejiendo así una suerte de novela de aprendizaje
casi sin moraleja y planteada a la inversa, como la vida, encontrada en su aporético
final, una obra de misterio sin resolver, un relato fantástico en que se rompieron todos
los espejos y que no cesa de alimentar la obsesión por las correspondencias: hay en toda
la obra, atravesada por la interrogación y el desdoblamiento, un ansia de saber y de
trascender la propia vida para entenderla. Esta aventura de conocimiento empieza,
también como la vida, por el principio, en los primeros años de la consciencia.
3. 1. 1 Una mujer camina por un jardín:
las ínfimas huellas de un abismo infinito
Desde lejos (1946) recupera la infancia de un sujeto poético desde el comienzo
desdoblado, siquiera para establecer un yo lírico capaz de sobrevolar los límites de la
edad y del tiempo, a través de la memoria, de la anamnesis platónica (por la que
«conocer es recordar») y de la intuición. El título refiere, entonces, doblemente, el lugar
y el tiempo de escritura, el desfase al que obliga ya el lenguaje, la escritura y hasta la
mirada, con respecto al conocimiento de lo real ―de lo invisible, del cuerpo, del dolor,
del amor, de la ausencia y de la muerte…―, y también con respecto al pasado, a la
memoria y al olvido. De alguna forma, instala la escritura, el sujeto, el conocimiento, en
una distancia física, cognoscitiva y simbólica irreductible; aunque de distintas formas,
impone la separación, la ruptura, el hiato.
151
Naomi Lindstrom, por ejemplo, también insiste en este aspecto al escribir: «El texto orozquiano ha
podido mantenerse en su forma reconocible a lo largo de casi cuarenta años» (1985: 766).
[241]
«Lejos, desde mi colina» ―el primer poema del libro, al que ya hemos
aludido― confirma el aislamiento y la perplejidad de un sujeto que, desde el principio,
se halla ante las huellas que delatan una presencia ausente.
A veces solo era un llamado de arena en las ventanas,
una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,
un cuerpo transparente que cruzaba los muros con blandura
dejándome en los ojos un resplandor helado,
o el ruido de una piedra recorriendo la indecible tiniebla de la medianoche;
a veces, solo el viento.
Reconocía en ellos distantes mensajeros
de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de mi frente.
Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,
pero la soledad, las ruinas y el silencio eran siempre los mismos.
Más tarde, en la creciente noche,
miraba desde arriba la cabeza inclinada de una mujer vestida de congoja
que marchaba a través de todas sus edades como por un jardín
antiguamente amado.
Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,
un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la despedía;
y más allá no conocía nada (Orozco, 2000: 9).
El poema comienza desgranando instantes, pequeños acontecimientos, apenas
perceptibles o directamente invisibles, translúcidos, que sin embargo capta. Es la
fugacidad de la huella, el acontecimiento, la llamada, desde los que partirán muchos
poemas orozquianos, la impuesta y dolorosa distancia desde la que se habla; que van,
además, in crescendo: la arena en el cristal, el temblor de la brizna de hierba, el
resplandor que deja el fantasma cuya plasticidad vence la materia o el sonido de la
materia que atraviesa el lenguaje, la luz, el tiempo… hasta que la llamada, el
acontecimiento, la huella, se convierten en el instante mismo, inasible y, como
intervalo, cierto: «solo el viento». Es casi la pérdida hecha imagen.
Por eso, tal vez, inmediatamente se recurre a la analogía. Sin embargo, ni
siquiera el reconocimiento ―la transformación de la huella en signo― va a poder
borrar la distancia, la lejanía, la imposibilidad: hay de hecho la confirmación de un
salto, de un abismo entre un espacio y otro, entre la cifra de la totalidad y la
inaccesibilidad del conocimiento. Y, por encima de todo ello, hay un amor antiguo,
posible, incierto, que se dio en otro lugar, y que otra vez se reconoce por la ausencia,
por los restos, por el peso de la desaparición. La desaparición desencadena así la
escritura, el canto, su infinitud, e inaugura entonces el eterno baile de ausentes que,
como señala Tina Escaja (1998: 42-43), también va a ser Desde lejos.
[242]
Después, en la noche que se expande ―que «crece»―, se mira, desde lejos, la
vida ―no es la metamorfosis― de una mujer, su aflicción es su ropa; se mira su vida,
es decir, un tiempo que transcurre en ella, que transcurre para ella y la viste de pena. Esa
mujer, su vida, camina por un jardín: este es el fondo del paisaje orozquiano, no solo en
este poema, «en el fondo de todo hay un jardín» escribe de mil formas en sus poemas
Olga Orozco; es un jardín ―destella vida, orden, armonía― que también se ha amado
en otro tiempo, de nuevo lejano ―«antiguamente»―. Con su caminar, esa mujer, su
vida, ha trazado una senda, ha dejado una huella de tiempo que acaba donde comienza
un llano soñoliento: en ese tan difuso límite, entre el tiempo y el sueño, el paso ―la
mujer, el tiempo, la vida― crea un último fulgor que es un recuerdo; son tan precarios
como el resto de trazos, igual de imperceptibles, igual de dolorosos, igual de
enigmáticos. «Y más allá, no conocía nada», así que ese confín es también la linde del
conocimiento.
Poesía y conocimiento quedan, de alguna forma, colgados de ese confín ―de
ese enigma, de ese dolor, de esa invisibilidad―: suspendidos en el instante imposible de
la despedida, en el giro órfico, lingüístico, vital, que provoca la aparición y la
desaparición a un tiempo, en el brumoso sueño de un recuerdo que se olvida al despertar
pero cuya huella permanece como un amor antiguo. Por eso, como indica Víctor
Gustavo
Zonana, en
Olga Orozco,
«la
evocación
es
convocación
y es,
fundamentalmente, una especie de anamnesis, en el sentido platónico del término:
reminiscencia o reconocimiento de aquellas imágenes originarias del yo, que hacen a su
unidad» (2002: 328-329).
Por tanto, poesía y conocimiento solo pueden reconocerse en la precariedad de la
huella, en la escritura, en el trazado, en la vida; en la vida de esa mujer que camina
arropada de congoja y de tiempo, con la única esperanza que abre la imagen del jardín,
con la sola incógnita que el camino despeja. Así, la imagen del jardín y el sendero
indicando un recorrido, un final, un límite, guían escasa pero finalmente un sentido
desde la apertura de esta poética; la lejanía de todo, el establecimiento de un lapso
obligado, destierran ―desvían― permanente, infinitamente, el horizonte de
expectativas.
En esa tensión, encrucijada de escritura que en su juego con el absoluto
escamotea incesantemente la verdad y sus aspiraciones, se encuentra la poesía. Esta se
asocia desde el inicio a un saber intuitivo que convoca a los desaparecidos, a todo
aquello que se ha borrado de la realidad aparente, a lo que ha olvidado la historia
[243]
metafísica de la presencia ―que no suele contar con la ausencia que también la
conforma―, y también condena al sujeto a una insaciable y trágica búsqueda.
En esa búsqueda ontológico-metafísica que plantea la escritura orozquiana, lo
interior va a mostrarse como inseparable de lo exterior en una concepción de lo real que,
por una parte, considera lo invisible como patrimonio cognoscitivo de primer orden y,
por otra parte, se sirve constantemente de las huellas ―que finalmente se quieren
signos― desprendidas del entorno, de la escucha, del acecho, para rehacer la infancia,
la memoria.
Escribe Tina Escaja que Desde lejos se construye «contra el paso aniquilador del
tiempo […] a modo de monumento a la memoria» (1998: 41), aspecto este último que
va a resaltar permanentemente el conjunto de la crítica, entre quienes quizá destaca
Víctor Gustavo Zonana, que dedica un estudio concreto al papel que juega la memoria
en la poética orozquiana. En ese trabajo, Zonana subraya cómo «la memoria posee, para
la escritora, una función primordial: gracias a ella, el hombre reconoce su vocación
celeste e inicia el deseado camino de retorno» (2002: 331).
La memoria cumple la función de puente, de soldadura, de pegamento, entre lo
desconocido e incognoscible y lo vivido y percibido, entre la desaparición y la
aparición, entre la muerte y la vida, tanto en lo real como en lo aparente, pues en ambos
ámbitos se mezclan las distintas dimensiones de ser en la poesía de Olga Orozco ―y es
aquí donde sí se encuentra una quiebra en esta escritura: en la idea de realidad,
intervalo, vaivén, muelle, que es también el peligroso material poético―. Dicho de otro
modo, en el difuso límite de la despedida de una mujer y su vida, donde la linde del
conocimiento advierte de la imposibilidad, del fin y la nada, del olvido definitivo, donde
vigila paciente la poesía de Olga Orozco, se convoca la memoria: en el margen de lo
(im)posible, tiene el fin de evocar, de deslizarse en un mundo de tinieblas, de eclipses y
de sombras.
La memoria se sitúa entonces en ese quicio, que desquicia intentando apresar lo
intangible: sabe que no puede aprehender el tiempo que es la tragedia, la congoja, la
vida de la mujer ―también la promesa de su pérdida, de su final, de su despedida―; no
sabe qué hay en la nada, en el silencio y en el sueño de la desaparición de esa mujer
―pero también está aquí la promesa de su recuperación, de su regreso, de su
bienvenida―. Es un no-lugar reversible de un adiós-bienvenida, muerte-reencarnación
[244]
de la vida, limbo existencial, nada hermética que se transformará en un espacio clave en
la poesía orozquiana152.
El misterio metafísico, el enigma ontológico y vital de la desaparición, que
dispara la búsqueda, se halla en ambos lados de este quicio, y especialmente entre ellos,
en este lugar de la memoria que es interrogación peligrosa, poesía: de un lado, el
tiempo, la vida de la mujer, el lenguaje de su paso, de su gesto, de su vestido; de otro
lado, sin tiempo, la nada de la mujer, el desconocimiento y el salto a lo incognoscible
del reino del olvido.
Y, como indicaba Tina Escaja, la poesía orozquiana en Desde lejos se escribe en
contra del tiempo, de su carácter aniquilador, disolvente, que parece llevar al otro lado
donde solo espera la nada, el olvido, el desconocimiento; ahí su halo metafísico, su
horizonte de expectativas, su vocación de eternidad. Se escribe asimismo, y no obstante,
en contra del vacío de ese otro lado hacia donde, desolada, se dirige la mujer con su
existencia y su tristeza a cuestas, en contra de su silencio, de la imposibilidad de
articular un lenguaje; y allí su apego a la vida, al latido imperceptible y solo, a la
experiencia mágica y cotidiana.
En ambos lados, vida, verdad, memoria, se dan escorzadas o incompletas. En
ambos lados, el sujeto se halla, de su totalidad, de su plenitud y de su sentido, mutilado,
imperfecto y perdido en la difícil elección de quedarse con un elemento de esta tríada,
cuando tal elección parece implicar obligatoriamente rechazar al menos una parte de los
otros dos. Solo situándose en una memoria capaz de arrancar señales o signos de la
nada, recuerdos del olvido, puede el sujeto soñar con el absoluto, con la identidad
imposible que supera los límites del lenguaje y del conocimiento, con la unidad del
sujeto y la captación de la verdad, con la comprensión ―en todos los sentidos― del
mundo.
Es esta imposibilidad la que, desde el primer poema de la obra orozquiana, deja
incansablemente la narración jobesiana abierta, con las preguntas sin respuesta o con
una respuesta acaso satisfactoria pero siempre insuficiente, a medio hacer, como la vida,
como la escritura, en tránsito, la del relato cortado e infinito de la memoria con que
también acaba el primer poema de Desde lejos: «allá, sobre las colinas, / tu hermana, la
memoria, con una rama joven aún entre las manos, / relata una vez más la leyenda
152
La antesala de la despedida de la mujer convoca, de nuevo, el ambiguo «adiós» levinasiano, que
explica Jacques Derrida: gesto ambiguo que convoca al mismo tiempo la bienvenida y la despedida, y que
abre un espacio en que se descubre y palpita la relación con el otro (2000: 52).
[245]
inconclusa de un brumoso país» (Orozco, 2000: 10). Sobre este fondo del cuadro
romántico por excelencia, se asienta un comienzo antiguo, que no va a tener fin.
El final de este primer poema enlaza, otra vez como si no hubiese terminado ―y
recordando el comentario de la propia autora―, con el universo velado del siguiente
poema, un mundo de sombras, de lejanías, de (in)visibilidades que este primer libro abre
en clave de recuerdo, de recuperación. El núcleo del libro, el conjunto de los textos, va a
apuntar de hecho al rescate de un pasado que se ha diluido y del que quedan apenas las
ruinas: la escritura funciona entonces también como llamada, como remembranza de los
ausentes (en «La abuela», «Para Emilio en su cielo», «Un rostro en el otoño», «Donde
corre la arena dentro del corazón» o «El retrato de la ausente»), como alusión a lugares
remotos, deshabitados, en ruinas («Un pueblo en las cornisas», «Las puertas», «1889
(una casa que fue)», «La casa»,), como añoranza de un tiempo pasado o advenimiento
elegíaco de un porvenir otra vez análogo a la incompletud y a la carencia que presenta el
universo de Desde lejos (así en «Después de los días», «Flores para una estatua»,
«Entonces, cuando el amor» o «Cabalgata del tiempo»). De alguna forma, este libro ya
presenta las coordenadas desde donde estructurar la obra orozquiana: personajes,
espacio y tiempo de una cosmovisión mítica que amanece siempre a pedazos, con la
misma carga de olvido que de conciencia por lo que es imposible completarla.
Tal ansia de eternidad, de totalidad, se extiende y refleja una realidad también
doble que contagia, de nuevo, todo aquello que la rodea, simbólico o imaginario, el
lenguaje, las creencias, las cosas. Todo en la poética de Olga Orozco tiene un revés
invisible, que deja sin embargo huellas en su anverso, que se intuye hasta por el olvido
de los signos, tanto o más complejo como su faz aparente, cuyo latido también esconde
y proyecta las sombras de la otra cara. Tina Escaja concluye a este respecto que:
Entre las metáforas que aparecen en Desde lejos aludiendo a la duplicidad del valor demiúrgico
y/o fracasado de la palabra poética, se encuentra la visión del «calco» o «revés» de la realidad
que se extiende al campo semántico de la multiplicidad y la ambigüedad de lo aparente.
«Espejos trizados», «repeticiones», «desdoblamientos», «máscaras» participan entonces de la
distorsión que anula finalmente la percepción lineal de lo inmediato, sea en su superficie
contingente de lo real, del tiempo o del espacio (Tina Escaja, 1998: 37).
Así despliega el extraordinario tapiz de lo real sus interminables nudos de
correspondencias y analogías, en una multiplicación incesante cuyo resultado se ansía
reducir al uno originario, fundador, aléphico. En Desde lejos, como en el conjunto de la
obra orozquiana, se encuentra una sucesión de rostros, de edades, de ruinas, que parecen
sustituirse unos a otros, intercambiarse en un mismo y, sin embargo, distinto gesto que,
[246]
desde esa precaria memoria de lo olvidado, vuelca todo lo que percibe o adivina, otra
vez por ver lo que hay de un lado y otro de la finísima cuerda del destino.
3.1.2 La procesión espectral:
dar inscripción a la sepultura o la escritura como don
Tal vez por eso seis años después de Desde lejos, Olga Orozco se sitúa en el
vértice opuesto y escribe Las muertes (1952): texto que presenta un doble giro, se
localiza en el final ―en el otro extremo vital― y también en la ficción, en el otro
extremo escriturario. Las muertes reúne así la poetización del paso por la vida de
ilustres personajes declarados muertos, fallecidos, sacados de distintos relatos: literarios,
(de Faulkner a Crommelynck, Melville o Lautréamont, en poemas como «Gail
Hightower», «Carina», «Bartleby» o «Maldoror»), pictóricos (en «Noica»), populares
(en «El extranjero»), bíblicos (en «La víspera del pródigo» o «El pródigo») y hasta
(auto)biográficos (el libro se cierra con una primera persona que narra la célebre muerte
de la ―¿propia?― Olga Orozco).
El texto parece insistir esta vez en la tarea de ―si no eliminar― desdibujar todo
límite, todo margen, todo entre, obviamente entre la vida y la muerte o entre la ficción y
la realidad, pero también entre la literatura y la filosofía, lo interior y lo exterior, el yo y
los otros… Asistimos aquí a una procesión de fantasmas literarios o artísticos, ficticios,
definitivamente míticos: desaparición que la poesía rescata doblemente, cementerio
sobre el que se erige ―se inventa― la memoria del yo y de los otros, tradición olvidada
―revés― de muertes que configuran nuestras vidas.
Las muertes
He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos por
]la dicha,
porque solo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida
(Orozco, 2000: 55).
La poesía de Olga Orozco ejerce en este libro la experiencia de lo imposible a
través de la aporía de la ficción y de la muerte, falsos finales de unos relatos tan
[247]
inacabados como interminables. Cuando es imposible introducirse en ellos, hablar de
ellos ―hacerlo, además, en primera persona―, estos poemas pasan por ese lugar de lo
simbólico y de lo real, en un tránsito imposible e infinito que obliga a una relectura
crítica de la tradición que distorsiona obligatoriamente el curso de la historia.
Está aquí el doble juego de la lectura de los personajes ―que escogemos, por
cierto, entre la libertad y el azar― como tradición y, entonces, como legado, como
herencia, y a su vez de esa herencia como un recuerdo más que de lo pasado, de lo
inventado, que nunca dejamos de re-leer. Se trata, por tanto, de otro ejercicio de
memoria de una historia que revela su carácter ficticio o, mejor, que vuelca su carácter
ficticio para indiferenciarlo de lo real.
Por una parte, esta propuesta plantea un cuestionamiento radical de los
parámetros que constituyen la «realidad», su imaginario colectivo y personal, lo cual
incide ―y aquí, de nuevo, doblemente, sobre todo mediante las alusiones estéticas― en
el lugar de un simbólico tan insuficiente como necesario y ―con el relato de las
muertes― en la incisión de lo real incognoscible, duelos que han de codearse con lo
invisible. Por otra parte, la fluctuación de lo posible a lo imposible como lo único que
«realmente» sucede, acaece ―así, de hecho, el acontecimiento, así la literatura y así la
muerte―, retrata una realidad que escapa a lo calculable, a lo predecible, y relanza
permanentemente desde otro lugar la provocación, el reto de seguir buscando y
buscando infinitamente.
Los primeros versos del poema homónimo con que se abre el libro parecen
escribirse bajo ese signo crítico, cuestionador y hasta reapropiador: y es que se trata de
dar inscripción a la inscripción misma que, inexplicablemente, no la tiene; dicho de otro
modo, de devolver la escritura ―de evidenciar la materia, la huella― que se ha
despojado a la escritura misma, a esos personajes que son escritura. Como Antígona, de
alguna manera el poemario restaura la honra arrebatada y da, entonces, sepultura
―espacio, existencia, dignidad― a unos muertos de los que se pone de relieve su
materialidad: «cuyos huesos no blanqueará la lluvia»; restablece así las «lápidas donde
nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto, / inscripciones que nadie
recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima».
[248]
Se trata, en resumidas cuentas, así lo indica el título, así lo apunta el texto, de
«dar la muerte», me atrevería a decir a la manera derridiana153, la muerte como don que
Antonio Méndez-Rubio explica como sigue:
En Dar la muerte la relación entre muerte y responsabilidad se aborda sobre la base crucial que
es la cuestión del tiempo. La muerte no cerraría sino que abriría el tiempo al infinito de su
imposibilidad. De esta forma, la muerte como don implica el tiempo como regalo interminable.
Para Derrida, aquello que llamamos tiempo no es un objeto o cosa sino más bien una sustancia
abierta e indefinible […]. Por eso la posibilidad del tiempo se podría entender en relación con
la imposibilidad de la posesión, de la propiedad: el tiempo tiene que ver con el dar y el tomar
pero en la medida en que el dar y el tomar no resultan apropiables o cosificables, y de ahí la
relación entre el tiempo y la cuestión del don. El don desbordaría así el circuito de los
intercambios (2009-2010: 30).
En efecto, Olga Orozco ofrece, cómo no con la escritura, «la muerte como don»,
«el tiempo como regalo interminable»; de la escritura a la escritura: ofrecimiento
espectral que destella como un crisol reflejos también infinitos… En ese sentido, y
como también indica Méndez-Rubio, la muerte es, desde luego, una puerta abierta a la
eternidad y a la imposibilidad, don por definición ya inapropiable, no sujeto a la
especulación o al comercio, muy por encima de ellos. De hecho, al análisis expuesto
Antonio Méndez-Rubio añade:
Desde esta perspectiva, el don es irrepresentable porque, en el gesto de darse sin retorno, se
destruye a sí mismo como si estuviera yendo contra su propia posibilidad. El don hace preciso
que no haya reciprocidad, ni intercambio, ni deuda. No se deja atrapar por el pensamiento o la
conciencia. Como dice Derrida, «la mera identificación del don parece destruirlo»: parece
quedar anulado por el hecho de darse. Solo que en esa anulación es capaz de interrumpir el
círculo, todo cierre, cualquier sistema (Méndez-Rubio, 2009-2010: 30).
Muerte y don comparten la interminable capacidad de lo real que reclama todo
acontecimiento, la asunción de lo imposible, de lo incalculable, de lo indecible.
Inasibles o evanescentes, el don, como la muerte, reenvía perpetuamente las
identificaciones, las definiciones, los dogmas, hacia otro lado; lo hará hasta la locura,
hasta que el sujeto se dé cuenta de que no va a poder hacerse cargo de todo, y esto
infinitamente. «Esta muerte no tiene descanso ni grandeza. / No puedo estar mirándola
por primera vez durante tanto tiempo. / Pero debo seguir muriendo…» se lee en el
último poema titulado «Olga Orozco».
Los muertos de Olga Orozco, translúcidos fantasmas que parecían no haber
dejado aún huella, se reivindican sin embargo como el reverso de una vida en primera
persona del plural, que involucra al colectivo, tan inasible, dolorosa y misteriosa como
la ausencia y el olvido. La procesión de desaparecidos se cierra, además, si bien con
idéntico dolor ―con idéntica culpa: el texto reincorpora en clave el mito de la caída―,
153
Me refiero al texto con ese título firmado por Jacques Derrida (2000).
[249]
con la (re)conquista de la escritura, de la muerte, de la eternidad, con la conquista de
una (archi)huella en el lugar original:
Allá, donde escribimos la sentencia:
«Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento»
(Orozco, 2000: 77).
Esta huella se suma a los signos ya esparcidos en el primer libro, a los indicios
de los que vendrán… Es una huella que encierra siempre el misterio de su origen y la
promesa de un regreso, de que se cumpla quizá el destino… Es una huella que por tanto
siempre remite, reenvía, difiere, desde la ausencia hasta la ausencia, en una trayectoria
infinita154.
3.1.3 Una visión especular:
¿un cuerpo hecho pedazos es hacer pedazos el cuerpo?
Hay un intervalo de una década entre Las muertes y el siguiente libro, Los
juegos peligrosos (1962), poemario que presentamos más extensamente a final de
capítulo y cuyo estudio más exhaustivo ocupa el capítulo cuarto. Texto nuclear en la
obra orozquiana, desde su título, como sugiere Naomi Lindstrom, «El juego peligroso,
poéticamente, consiste en el levantamiento de la restricción léxica que antes había
prohibido los términos privativos al ocultismo, a la mística o a lo sobrenatural»
(Lindstrom, 1985: 771). Ciertamente la cita de Hölderlin que Orozco adopta como título
―«La poesía es un juego peligroso» (en Cernuda, 1996: 18)― permite asimilar la
poesía no tanto a la actividad lúdica o al divertimento, como al riesgo y al abismo de la
experimentación y de la existencia: es la manera de poner al (des)conocimiento contra
las cuerdas de lo (in)decible.
En 1974, también una década más tarde, Olga Orozco escribe Museo salvaje,
texto que puntúa de nuevo la extrañeza ―perplejidad que el desconocimiento
intensifica― del sujeto frente al lenguaje, frente a la supuesta realidad que conforma el
mundo y, sobre todo, frente al propio cuerpo. Este último aspecto supone una
154
Tina Escaja realiza interesantes anotaciones también en este sentido: «Ese valor de desintegración
mantiene siempre la conciencia de autoconstrucción por la palabra poética, conciencia que se establece
mediante diversos recursos como el de la utilización del tono solemne, enunciatorio, a lo largo del
poema» (1998: 46). Concretamente de este último poema de Las muertes, con el clímax al final, escribe:
«Se añade la conciencia de la intervención recíproca de la “otredad” (real o ficticia) que conforma
identidades, y de la que es figura máxima el “yo” desmultiplicado de Orozco: “Mi historia está en mis
manos y en las manos con que otros las tatuaron”. Y es ese valor de escritura (y quiromancia) sugerido
por la imagen de “las manos” el que se impondrá sobre el juego de espejos y de sombras mediante el
registro de la “sentencia”» (Escaja, 1998: 46).
[250]
innovación importante en una poética como esta, tildada de metafísica, así como en el
conjunto de la poesía moderna y contemporánea ―que, en general, como la filosofía o
la estética en general, parece dejar de lado el cuerpo―, y hasta anticipa alguna de las
poéticas latinoamericanas de la década del ochenta con el surgimiento del movimiento
neobarroso al que aludíamos al final del capítulo anterior.
La extrañeza frente al propio cuerpo también se debe, sin embargo, a una visión
rota, despedazada, poderosamente fragmentaria, donde otra vez hay una insuficiencia
incomprensible, casi insultante, de lo visible frente a lo escondido e invisible. En Museo
salvaje se trata de recomponer los pedazos de un cuerpo especularmente dividido y de
su reflexión, de su aprendizaje. Así, el libro se estructura en cabeza, manos, ojos, sexo,
pies, boca, piel, órganos, tejidos, respiración, huesos… Abrazan a estos poemas un
primer texto titulado «Génesis», seguido de «Lamento de Jonás» ―que traza la imagen
casi paranoica, hermética e imposible del cuerpo―, y un último texto especialmente
especular, reflexivo, titulado «Corre sobre los muelles», que repasa las esperanzas y las
aspiraciones, los fracasos y las derrotas, de un yo que se desdobla ―se aleja― de nuevo
en una segunda persona que se confiesa bruja, que se sabe extranjera, que transita entre
su cuerpo y el mundo, entre un desconocimiento y otro, en busca de la revelación o la
salvación eternas.
Esta visión especular conlleva un extrañamiento radical que recorre con mayor
intensidad el desprendimiento, la incompletud, la otredad: del propio cuerpo es de
donde acechan las partes reveladas ajenas, incomprendidas, independientes. Si el
cerebro forma un sistema cerrado, perforado por los sentidos, por ejemplo, para la poeta
argentina se trata de un «continente sumergido», repleto de unas huellas tan veladas que
no se convierten sino en amenazantes sombras (Orozco: 2000: 138).
Lo visible, aunque se cruza con lo invisible allí donde no alcanza la mirada ―en
la permanente indistinción interno/externo―, es terreno opaco. Aun así, en el afán de
encontrar por analogía la correspondencia, el interior ―por ejemplo― de la cabeza
esconde una luz «de vértigos azules que atestiguan que es la tumba del cielo» (Orozco,
2000: 138). Desde el cuerpo se intenta crear una jerarquía de órganos encadenados a
través de un mito: el de la caída y la nostalgia de la unidad perdida. Cada fragmento de
cuerpo-texto incorpora entonces la tentativa de recuperar otra vez la memoria del
olvido, de la unidad, del paraíso. Ese «otro lado» no visible se asemejaría al sol en el
exterior de la caverna de Platón intuido por el sujeto, donde se encuentra la revelación,
la explicación a la existencia y la (in)completud del ser. Olga Orozco describe así cada
[251]
parte-partícula desde la percepción de lo oculto, lo cual equivale a percibir ―tarea
doblemente receptiva― los deslizamientos internos que ocasionan un sentir los
sentidos.
En «esfinges suelen ser», el poema dedicado a las manos, la profundización
patentiza la pérdida, fruto de la mutilación, su dolor, su conexión con un origen, con un
camino, olvidado: «todavía me duelen las manos que me faltan, / esas que se quedaron
adheridas a la barca fantasma que me trajo» (Orozco, 2000: 140). A cambio, el yo mira
unas manos, afuera, «demasiado próximas, / demasiado distantes, ajenas» (Orozco,
2000: 140), nunca en el intervalo exacto «para entreabrir las sombras, / para quitar los
velos y volver a cerrar» (Orozco, 2000: 140). Las manos no pueden tocar lo intangible
ni alcanzar fantasmas.
En realidad, en ningún momento el yo toca, ni hay piel para acceder ni roce para
soñar: lo vuelve a escribir en «Plumas para unas alas» ―el poema sobre la piel―, los
sentidos y el cuerpo no abren la puerta a la certeza, al conocimiento verdadero; se
quedan, como para los racionalistas e idealistas, en la mera apariencia… «Cautiva en
esta piel, / cosida por un hilo sin nudo a esta ignorancia, aferrada centímetro a
centímetro a esta lisa envoltura que me protege a medias y por entero me delata…»
(Orozco, 2000: 148). Así, se quedará otra vez velado el tacto, opacado y turbio, aunque
sea la auténtica entrada a lo otro y a los otros; y seguirá primando la metáfora moderna
y metafísica por excelencia de la visión-ceguera que se acompaña de la traición y la
condena del cuerpo y de los sentidos. El cuerpo vuelve a ser así cárcel155, prisión de un
yo ignorante y, desde luego, culpable, que en su crimen ―el pecado original, la
existencia, la caída― ha dejado un cabo suelto, y es que, porosa, la piel es abertura
infinita, como la escritura, que nunca se clausura, que nunca se cierra.
Ni siquiera la mirada. Los ojos tampoco pueden asir con sus párpados más que la
instantánea de luz-oscuridad, no pueden voltearse y ver, menos todavía mirar para
descubrir, para conocer. En «En la rueda solar», el poema dedicado a los ojos, la poeta
155
En este sentido Olga Orozco también recoge la tradición platónica del cuerpo [sôma] como cárcel o
prisión [sêma, que también es signo] ―del alma― que el griego expone en sus diálogos Fedón y Crátilo,
por ejemplo, y que no hace sino retomar, de hecho, la tradición órfico-pitagórica ―que, como veremos,
también ejercerá una gran atracción e influencia en Olga Orozco―: «En efecto, hay quienes dicen que es
la “tumba” (sêma) del alma, como si esta estuviera enterrada en la actualidad. Y, dado que, a su vez, el
alma manifiesta lo que manifiesta a través de este, también se la llama justamente signo (sêma). Sin
embargo, creo que fueron Orfeo y los suyos quienes pusieron este nombre, sobre todo en la idea de que el
alma expía y de que tiene al cuerpo como recinto en el que “resguardarse” […] bajo la forma de prisión.
Así pues, este es el sôma (prisión) del alma, tal como se le nombra, mientras esta expía sus culpas; y no
hay que cambiar ni una letra» (Platón, Crátilo, 1992: 400c-400d).
[252]
escribe: «Es difícil mirar con la sustancia misma de la luz filtrada por la tierra del
destierro; / es imposible ver quién se levanta y anda entre malezas / desde estos dos
fragmentos arrancados a la cantera de la eternidad» (Orozco, 2000: 144). La mirada
queda tapiada en su correspondiente corpóreo, encerrada en los ojos mismos. No es
sino, otra vez, dentro («en el fondo», «cada ojo en el fondo es una cripta donde se
exhuma el sol») donde apenas se halla un brillo de «espejos y alucinaciones» (Orozco,
2000: 144).
Por tanto, el cuerpo no permite encontrar el afuera real, el de la luz metafísica de
la revelación, es siempre encierro (también aquí: «Uno al lado de otro en su prisión de
nácar» (Orozco, 2000: 144), soledad, oscuridad, intranquilidad, desvelo. Julieta Gómez
Paz escribe al respecto, señalando además la pertinencia y la potencia del título
propuesto que:
Esta obra que desde el título nos mete en un recinto cerrado de objetos muertos, sin espíritu, es
la confesión de una rebeldía defraudada. No hay salida y la penitente, sin resignarse, irrita sus
llagas, relame sus impotencias […] A pesar de valerse especialmente, dentro de los cánones de
su estética de copiosas y libres asociaciones de imágenes para expresar su drama, por todo el
poemario transita a solas una inteligencia que arrastra sus cadenas entre los pobres materiales
acarreados por los sentidos y la resaca de la sangre y de los sueños (Gómez Paz, 1977: 55- 56).
Museo salvaje trabaja entonces con la tortura ―los cercenamientos―, la
esclavitud, la eterna pena impuesta por el castigo, en la caída y la pérdida del paraíso,
desprendimiento que ocasiona el descenso a este laberinto corporal formado de espejos,
de engañosos reflejos. Por una parte, la realidad, otro de los ítems ―como ya venimos
avanzando― de la estética orozquiana, aparece entonces como un juego de
multiplicaciones y destellos que ofrece, quizá, infinitas combinaciones, centelleos. Por
otra parte, y sin embargo, tal realidad aparece limitada por los sentidos ―el cuerpo―
que no sirven siquiera para vislumbrar el afuera; no permiten la comunicación deseada,
no constituyen los medios necesarios para lograr esa fusión, esa sincronía, esa unidad,
ese conocimiento.
Tampoco lo permite el lenguaje, misma prisión si se pretende alcanzar una
totalidad que en todo caso nunca va a contar con lo simbólico, con lo articulable, pues la
necesidad del vínculo ya implica el engarce fragmentario de una cadena ―como la que
asfixia el camino del sujeto, según Gómez Paz, y lo convierte en sirviente o en reo―
con aire, ausencia, interrupción, y olvido, carencia, pérdida. Cuenta, no obstante,
curiosamente, con lo inarticulable, lo real, el cuerpo, como un trozo impenetrable, como
un enigma sin resolver (¿sin solución?), de nuevo interminable.
[253]
De esclavo a rehén, como señala Julieta Gómez Paz, en Museo salvaje «se
insiste en el mito de la “caída”» (Gómez Paz, 1977: 57) una y otra vez, mito que daría
sentido a la falta, a la incompletud, al fragmentarismo del yo: «Soy mi propio rehén, / el
pausado veneno del verdugo, / el pacto con la muerte» escribe Orozco en «Lamento de
Jonás» (2000: 133). Museo salvaje encierra así oscuras invisibilidades y el deseo de la
visión totalizadora, como un sueño, cuerpo adentro: es el deseo de la unidad primera,
perdida, y olvidada que remite al desconocido origen ―que ha de anticipar a su vez un
fin que cierre el ansiado círculo, tentación de sentido, imposible absoluto―. Tal vez por
eso:
Museo salvaje comienza con una versión onírica del Génesis y acaba con una visión del Juicio
Final. Esquemas recordados a jirones que no logran enhebrar los días en un sentido que
prometa «el eterno retorno», justifique el «infierno» que padece el alma metida «en ese saco de
sombras» y dé acceso «al cielo que me habita y no logro alcanzar» (Gómez Paz, 1977: 58).
«Génesis» recalca la caída en la contingencia al nacer y sus consecuencias: la
inclusión en los márgenes de la materialidad, la espacialidad y, sobre todo, la
temporalidad ―con el latido otra vez de la desaparición― (Orozco, 2000: 129).
Museo salvaje es en ese sentido, asimismo, la asunción de que esa búsqueda que
parte de lo individual no puede sino partir también del cuerpo ―que se ha arrojado y
forma parte del mundo material y espaciotemporal―. Sin embargo, el cuerpo percibido,
sentido, su violencia, succiona, desgarra, mortifica a un yo que apenas lo sobrevuela
textualmente, ya que no termina nunca de identificarse con la materia. Las sensaciones,
los sentidos, se suspenden entonces en el distanciamiento que se establece con respecto
al sujeto porque viven en su cuerpo, dentro de un cuerpo que es también otro cuerpo,
que es en realidad un cuerpo «habitado». En el poema «Mis bestias», por ejemplo,
leemos:
Me habitan, como organismos de otra especie, atrapadas en este impalpable paraíso de
mi leyenda negra.
Respiran y palpitan, ¡sofocante asamblea!, con la codicia y la voracidad de las flores
carnívoras y esa profunda calma de los monstruos marinos al acecho de algunos
continentes tal vez a la deriva, de unas hierbas tenaces que arrastren la creación…
(Orozco, 2000: 134).
El yo y el otro, el desdoblamiento místico, que se produce en una especie de
desconexión correspondiente a la situación espaciotemporal habitualmente negada en
este discurso, se transforman casi en organismo y en parásito o huésped, con estas
bestias-vísceras sentidas cual devoradoras ajenas que se alimentan a costa del yo («¡Y
convive conmigo y come de mi plato!» (Orozco, 2000: 134)). El misticismo es, en
buena medida, el sueño del éxtasis, el intento y el esfuerzo de salir hacia un afuera,
[254]
sueño que es fruto en este caso de la caída en el mundo, que implica una sumersión (tal
vez también una sub-versión) en el adentro del cuerpo que aprisiona al yo. En este libro
quizá hay un paso más, otro estadio intermedio, que dificulta de nuevo el
establecimiento de unos límites claros: el sujeto ha de buscar un afuera desde dentro
donde hay afuera, un otro desde lo otro que palpita en el interior del yo.
3.1.4 Berenice o la vigía del límite:
la identidad en un cable de acero
La década del setenta es especialmente prolífica en la trayectoria poética
orozquiana. En 1977, Olga Orozco publica Cantos a Berenice, homenaje post mórtem a
la vida de Berenice, gata mítica, que encarna y convoca el saber hermético, esotérico,
mágico, su historia y su trascendencia. Es otra vez una manera de acceder al
conocimiento de otra forma velado y de conjurar la desaparición (se escribe, de hecho,
cuando quedan «solo huesos de desapariciones, tan duros de roer…» (Orozco, 2000:
167)), de luchar contra la corrupción, contra la descomposición, contra la disolución; y
es que en estos Cantos el gesto es el de la apertura de un sarcófago, el desvendaje de la
momia en el Egipto mítico que sacraliza a los gatos:
No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura […]
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes
(Orozco, 2000: 166).
(Des)apariciones y funambulismos: es el comienzo y el tono de un poemario
especialmente compacto, secuencial, que se estructura con números romanos en los
encabezamientos para separar unos poemas de otros, para fragmentar el texto que es,
más que nunca, un continuo: a las aporías del final de unos poemas contesta el
comienzo de los siguientes… así este libro repasa la relación que tiene el yo con
Berenice, desde la llegada de la gata hasta su desaparición, una relación que, por cierto,
permite «interrogar con causa a esas escoltas de genealogías / que tendieron un puente
[255]
desde tu desamparo hasta mi exilio / y cerraron de golpe las bocas del azar» (Orozco,
2000: 165).
Cómplice de soledades y destierros, aliada en la búsqueda vital y cognoscitiva,
Berenice es la equilibrista ―el dominio del cuerpo en y frente a la intemperie― sobre
el hilo de la telaraña, la gata que concentra su expresión en el gesto y en la mirada, que
ha venido desde otro lugar ―puro espíritu disfrazado, inmaterial y «encandilada
transparencia»― «probando[s]e otros cuerpos como fantasmas al revés» para existir y
para ayudar a existir al yo en su soledad, en su perplejidad, en su desconocimiento. Su
llegada no es así una transformación, es el proceso para dotarse de un cuerpo.
El disfraz corpóreo de Berenice, tras la desolación de Museo salvaje, aunque
igual de extraño, de ajeno, que en el poemario anterior, encarna las garras, las uñas y los
ojos, los reflejos que van a parecer asirla al pasado que el yo, en un gesto de amor, va a
reconstruir, luego a inventar, para ella. La visibilidad de la transparencia la vuelve no
obstante confusa, traslúcida y, si no invisible, imperceptible. Por eso, la Berenice
abstracta se empapa en una máscara que abriga y da color, en un negro fraguado ―el
mismo del trazo de la escritura, dispersión de significantes, disfraz y cuerpo, que
esbozan siluetas―. Se trata otra vez de escribir para poder ver, aun despedazada, el
alma de un cuerpo; y es que Berenice, con la complicidad del yo, se está escribiendo, se
está apareciendo.
El sujeto llega aquí casi por adivinación, lanzando una suposición, un descarte
tras otro, a la identidad de Berenice, que evita escribir ―pronunciar― el nombre propio
salvo en el título ―referencia, homenaje― del libro: transparencia que evita quizá otro
velo, el velo de la evanescencia propia del lenguaje, la elección de su bautismo remite
sin embargo a la victoria, el sacrificio y la sabiduría de la primera reina de Egipto cuya
cabellera llevó la diosa Afrodita al firmamento. Por supuesto, aunque en un principio no
se encuentran en el lenguaje, hay huellas, aunque son casi imperceptibles, intermitentes
e inciertas, en el pequeño y mudado ser de Berenice, que permiten reconstruir ―luego
inventar― de dónde llegó y quién es y fue esta gata misteriosa:
IV
Que eras la fugitiva de esos tiempos errantes
en los que los demonios se visten con el prestigio de los dioses
y ocultan en criaturas inocentes la ciencia de sus ascuas,
lo denunciaba a veces ese oscuro meteoro,
esa amenaza al rojo que corría veloz desde tu zarpa a tu mirada
estirando tu piel como una elástica permanencia en la huida
o quizás un resorte pronto a saltar bajo la tentación del exterminio.
Que eras, por otra parte, la emisaria de una zona remota donde el conocimiento
] pacta con el silencio
[256]
y atraviesa los siglos arrastrando como boa de plumas la nostalgia,
lo atestiguaba ya tu ser secreto,
vuelto en contemplación hacia las nubes de la sabiduría,
suspendido en tus ojos como una lluvia de oro,
más acá del recuerdo, más allá del olvido.
Pero ¿qué fuiste entonces, antes de ser ahora? (Orozco, 2000: 168).
V
Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.
Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno […]
Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?) […]
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
―la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas infantiles―,
y porque cada cuerpo es tan solo una parte del inmenso sarcófago de un dios.
eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,
simplemente sentada,
con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el umbral
(Orozco, 2000: 169).
Solo después del interrogante, las huellas parecen encontrar su eco en el nombre
propio, en la historia, en ambos casos se reconstruye ―luego se (re)inventa― el pasado
para (re)situar el presente y conjurar, prometer tal vez también, otro futuro. La escritura
especula, crea, realiza, destapa la caja del imaginario, superpone imágenes y vidas. Así,
Berenice reúne saberes y poderes, da sentido a nombres y dioses: de fugitiva ante las
falsas veneraciones y emisaria de una silenciosa revelación ―notario del
(des)conocimiento, cómplice de la verdad intransmisible, inarticulable, inefable―, a la
reina egipcia que su silenciado nombre esconde, sabia, adivina y diosa que su
cotidianidad oculta. Tal es el trayecto de su regresión y la escritura de su genealogía con
los restos del cuerpo esparcido del justo, del honesto, Osiris y el amor, la fuerza, de Isis,
que desesperadamente lo busca y lo reconstruye, como cima: ellos son los encargados
de que esta gata pueda escuchar las palabras que la nombran, ellos son la apertura al
significado, a la vida, a la materialidad y a la tragedia.
Además de la alusión indirecta a Berenice ―con el reino, la «constelación por
cabellera», etc.―, Orozco va a asignarle otros dos nombres con un mismo referente:
Bastet y/o Bast, diosa protectora del hogar, símbolo de la felicidad y la alegría, con
cuerpo de gato y un sistro ―un cascabel― con el que hacer bailar a los hombres, que
[257]
podía ser tranquila o violenta, tierna y feroz, pacífica y vengadora156. Estos nombres
convocan al ser que de algún modo regresa: el final del poema apunta al olvido tanto
como a la reencarnación que va colocar al nuevo cuerpo, otra vez más, en el umbral.
Berenice, que reúne a tantos otros ―nombres, diosas―, es la vigía del límite.
Así es como la reinvención del mito establece los ciclos, de la vida y de la
muerte; las reencarnaciones ―con Berenice― se sitúan en el límite, entre, allí donde
principio y fin se ahogan en una misma espiral. Toda la escritura de Olga Orozco es, en
fondo y forma, circular ―encabalgamientos como reencarnaciones―: su ritmo es
exageradamente pautado y la voz letánica es un continuo regreso desde la cual «vivir es
ver volver», como escribía Luis Rosales (1996: 297). Sus palabras siempre puntúan un
laberinto donde el yo camina en círculos sin encontrar la salida, incapaz de recobrar la
locura del origen, iniciático delirio. Solo en ese callejón tapiado hay una ruptura en la
poesía de Olga Orozco: en el conocimiento estancado, en la dirección prohibida, que
siempre obliga a regresar por el camino borrado de misteriosas y tan sutiles huellas. El
ansia de desvelamiento, en cambio, no puede contener su deseo. Por eso la escritura
siempre remienda el entramado en ruinas, y otra vez (des)teje el espacio de la inquietud,
el lugar de la gata ―desafiante y alegre― sobre el cable de acero y el lugar del yo ―la
mujer vestida de tristeza que lleva a cuestas su vida― en el umbral.
3.1.5 La apuesta trascendental:
«se ha cambiado la ley» pero ¿«se han mudado los credos»?
A finales de la década del setenta, en 1979, Olga Orozco publica Mutaciones de
la realidad. El poemario parece recoger el testigo de la incertidumbre que dejan los
Cantos a Berenice y enfrentar la contingencia, la temporalidad, el duelo, de la realidad
inmediata. Mutaciones de la realidad evoca así a desaparecidos cada vez más cercanos
en «elegías [cada vez] más inseguras», como apunta Naomi Lindstrom (1985: 774); una
de esas elegías es la «Pavana para una infanta difunta» que dedica a Alejandra Pizarnik
tras su trágica muerte.
156
Como explica al respecto Naomi Lindstrom: «Las tradiciones del antiguo Medio Oriente merecen un
énfasis especial, y no solo por la obvia razón de que en Egipto se rendía culto a un dios-gato (aludido
frecuentemente en los textos). La región alrededor de la extensión oriental del Mediterráneo es la que ha
despertado mucho interés por su acopio de tradiciones en torno a las diosas y semidiosas semitas, las
fabulosas reinas orientales, con sus conocimientos de encantos y maleficios, las pitonisas y las
sacerdotisas de cultos diversos» (1985: 773).
[258]
Escribe Víctor Gustavo Zonana que «A partir de Mutaciones…, la acción del
sujeto sobre sus recuerdos se ve amenazada por la acumulación de imágenes y por la
combustión interna de ellas. Incluso se observa que la nitidez de esos fantasmas del
pasado se vuelve más difusa» (2002: 339). Creo que la propuesta de Mutaciones de la
realidad, desde el título y pasando por la estructura, consiste en mostrar de alguna
forma que el límite entre muerte y vida, fantasma y ser, pasado y presente, interior y
exterior, sujeto y objeto es, en efecto y después de todo, lo suficientemente difuso como
para forzar también las lindes de una realidad ―del afuera (in)mediato― aparentemente
inmóvil, cercada o inerte. Al centro del libro, el poema «Objetos al acecho» testimonia
la rebelión silenciosa y subterránea de los objetos, capaz de cambiar las leyes que, según
los discursos dominantes, rigen el universo.
¿Dónde oculta el peligro sus lobos amarillos?
No hay ni siquiera un pliegue en la corriente inmóvil que tapiza este día;
ni un zarpazo fugaz contra el manso ensimismamiento de las cosas.
Ninguna dentellada;
nada que abra una brecha en estas superficies que proclaman su lugar en el mundo:
mis dominios inmunes,
mi pequeña certeza cotidiana frente a las invasiones de la oscuridad.
Y sin embargo surge la amenaza como un fulgor perverso,
o como una estridencia sofocada;
quizás como un latido a punto de romper la frágil envoltura de las apariencias.
Ha cundido la impía rebelión en mi tribu doméstica,
acostumbrada antes al ritual de mis manos y a la mirada que no ve.
Los objetos adquieren una intención secreta en esta hora que presagia el abismo.
Exhalan cierto brillo de utensilios hechos para la enajenación y el extravío,
contienen el aliento para el ataque indescifrable,
transforman sus oficios en esta exasperada, malsana geometría del suspenso.
Son gárgolas ahora.
Son ídolos alertas en muda interrogación a mi poder incierto.
Se ha cambiado la ley:
mis posesiones me presencian.
Se han mudado los credos:
el bello acatamiento se extingue bajo el sol de la sospecha.
Y ninguna palabra que devuelva las cosas ilesas a sus humildes sitios.
Y ningún catecismo que haga retroceder esta extraña asamblea que me acecha,
este cruel tribunal que me expulsa otra vez de un irreconocible paraíso,
recuperado a medias cada día (Orozco, 1998: 86).
Quizá, antes que nada, resulta interesante remarcar cómo, otra vez, la subversión
―de lo real― se produce de modo apenas perceptible: tras todo lo ya expuesto, creo
que se puede afirmar que la poética de Olga Orozco está fundada, más que sobre la
memoria, sobre el lenguaje, la intermitencia y el intervalo de esas huellas (im)posibles
de lo (in)mediato, que en realidad serían la única memoria de ese olvido tan antiguo del
que provenimos. Son huellas, como decíamos, imposibles, pues siempre son
imperceptibles y sin embargo el sujeto las percibe con ayuda de alguna señal, algún
[259]
signo ―otra huella que termina, a la fuerza, conformando la ansiada analogía, que
acaba apuntando a una no menos confusa, difusa, correspondencia―.
En la frontera de los sentidos, el yo adivina, sospecha, unas huellas que
(re)envían, difieren, perpetuamente los destellos o signos ―que no son sino otras
huellas― de algo que ha estado y ya no está o parece estar latente. También es
imposible saber a qué remite una huella: por eso la huella da lugar a la escritura, es pura
especulación, relato, historia; la esencia del giro órfico ―aquello que, al desaparecer,
aparece, y viceversa―. Una huella da así testimonio de una ausencia, de una
incertidumbre, de una promesa, de una interpretación157.
De hecho, como en «Lejos, desde mi colina», «Las muertes», «Génesis» y hasta
en los primeros poemas de Cantos a Berenice, «Objetos al acecho» abre otra
panorámica desértica, aparentemente calma, hasta inerte, real y cierta. Se escribe desde
esta carencia esta poética de la falta. «Y sin embargo» ―leemos―, desde esa
imperturbabilidad, desde esa imposibilidad, desde esa ausencia, «surge la amenaza
como un fulgor perverso / o como una estridencia sofocada; / quizás como un latido a
punto de romper la frágil envoltura de las apariencias».
Lo verdaderamente real e invisible, silencioso centelleo, está a punto de estallar,
de dejar nuevas huellas, de ceder restos, aun a su pesar. Los objetos se rebelan en el
ámbito del sujeto ―otra vez asistimos a la indistinción de los planos, con lo
extraordinario que parece despertar de un sueño antiguo entre lo cotidiano―. Entonces,
los objetos se transforman en gárgolas, en ídolos: se convierten en desafiantes signos,
representaciones, símbolos; se erigen en dioses y devienen imagen sagrada, de culto.
Esta metamorfosis es crucial, pues anticipa además la aseveración siguiente, aquella que
explicita que «se ha cambiado la ley» y «se han mudado los credos».
157
Recordemos que hacia este lugar apunta, desde luego, la noción derridiana de huella que Julián Santos,
en un apartado de sus Círculos viciosos titulado «El “enigma” de la huella», explica como sigue: «En la
medida en que las artes son de la huella, lo son de un espacio no-representable, operan con lo no-representable. Sin embargo, esto no impide que a la huella (tomemos si se quiere esta noción también en un
sentido habitual, lato, sin precisión semiológica) le es «esencial» la referencialidad, una forma de
resistencia como tracción hacia otro diferente de sí. Puede decirse que en su constitución se halla una falta
de identidad consigo misma. Eso que da a la huella su ser huella es, justamente la salida de sí, esa
indicación hacia lo que ella no es, la referencia a otro diferente de sí. La trace se marcha de sí, se aleja de
sí por un fuera de sí constitutivo que le viene de fuera; tocada por otro del que guarda memoria y, en este
caso del término derridiano, memoria de un pasado absoluto, irreapropiable olvido para la presencia,
impresentable, irrepresentable […] Contaminada, pues, por lo diferente de sí, interrumpida su intimidad
por una diferencia, el ser huella se articula como un simulacro, simulacro ya de lo que jamás fue presente,
«huella de» como estructura del simulacro: repetición sin repetición. Relación sin relación…» (Santos,
2005: 135-137).
[260]
Cambiar la ley parece, en efecto, mudar los credos, y viceversa, una vez
instaurado el universo de separaciones difusas en que lo físico y lo espiritual se
entrelazan subvirtiendo también el hiato moderno y su gesto cartesiano fundacional ―lo
hace además desde ese mismo gesto: el de «la sospecha», que es más que la duda, y ya
no como método sino como esencia del caos de lo real―. Ante esta metamorfosis, ante
esta subversión y ante este deslizamiento de lo sagrado, no habría lenguaje ni ley
capaces de restaurar el orden, de evitar el caos. Como efecto, se producirá en el día a día
otra caída, otro precipicio de no saber, otra intemperie de extrañeza, que sumirá
consecuentemente al sujeto en una nueva expulsión, en una nueva desaparición y contra
la que el sujeto nunca podrá redimirse del todo ―con el yo, día tras día, demediado, se
cierra el poema―.
Las incógnitas de la realidad inmediata van a plantear, sin duda, las preguntas
sobre el sujeto ―y también sobre el lenguaje―: ambos están, de hecho, en un mismo
plano que se está derrumbando, el de la aparente seguridad moderna ―respaldada por la
autoridad de la ciencia―, el de la única certeza cartesiana ―sustentada finalmente en
un dios― o el de la sola legitimidad del lenguaje ―enarbolada por buena parte de la
filosofía analítica y de la contemporaneidad como lo único de lo que se puede hablar, y
que tiende a desautorizar y a desapropiar, por tanto―.
Mutaciones de la realidad parece arrinconar así las capacidades del sujeto,
también las posibilidades del lenguaje y el conocimiento ―la aprehensión― del
mundo; cualquier proyecto de dominación va a estar entonces condenado al fracaso y,
sobre todo, cualquier esperanza de juntura, comunión o amor. La balanza parece
inclinarse, en este poemario, hacia el cierre del horizonte de expectativas, y ese bascular
insomne, incierto, entre la realidad y el deseo no subraya finalmente sino la impotencia
del yo; se transforma así en síntoma de la limitación del sujeto y sus herramientas o sus
armas158.
158
Así lo hace desde el principio del libro, que se abre con un poema titulado «La realidad y el deseo»:
«La realidad, sí, la realidad, / ese relámpago de lo invisible / que revela en nosotros la soledad de Dios. //
Es este cielo que huye. / Es este territorio engalanado por las burbujas de la muerte. / Es esta larga mesa a
la deriva / donde los comensales persisten ataviados por el prestigio de no estar. // A cada cual su copa/
para medir el vino que acaba donde empieza la sed. / A cada cual su plato / para encerrar el hambre que se
extingue sin saciarse jamás. / Y cada dos la división del pan: el milagro al revés, la comunión tan solo en
lo imposible. // Y en medio del amor, entre uno y otro cuerpo la caída, / algo que se asemeja al latido
sombrío de unas alas que vuelven desde la eternidad, / al pulso del adiós debajo de la tierra. // La realidad,
sí, la realidad: / un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo» (Orozco, 1998: 83). La autora
retoma el signo del maestro Cernuda para poner de relieve algo más que el hiato entre realidad y deseo
del poema original: para subrayar cómo la realidad acaba obstruyendo, hasta su antesala, cualquier atisbo
de deseo. Detrás de esta potencia y de esta acción tan agresiva y castradora, queda un mundo de una
[261]
No obstante, aun suponiendo el cierre del horizonte de expectativas del sujeto y
el epílogo de las posibilidades epistemológicas del lenguaje ―que, en este otro poema,
la creencia reabre―, la imagen de la realidad ―(in)mediata―, del poema, es entonces
la de una esencia que se halla, en cualquier caso, oculta, escondida. Dicho de otro modo,
el hecho de que la realidad, el texto, se presenten velados conlleva de alguna manera la
suposición o la creencia de que existe una verdad por desvelar ―así es como regresa la
idea de una aléthéia como aquella que reivindicaba Heidegger para recuperar el ser
olvidado, ya expuesta en la reflexión teórica sobre las poéticas «de la desaparición» a lo
largo del primer capítulo―.
Por tanto, por muy cerrado que parezca el horizonte de expectativas, por muy
fragmentados, minimizados o relativizados la realidad, el sujeto y el lenguaje, hay un yo
textual ―probablemente también biográfico― que, para empezar, infiere la presencia
de lo invisible y de lo real ―y aquí el salto―, de Dios, para dar cuenta de la realidad e
incluso para ―confirmando la hipótesis de George Steiner en Presencias reales159―
garantizar la coherencia, el sentido, del lenguaje. Como escribe Steiner, hay en el fondo
todavía ―siempre―, «una apuesta en favor de la trascendencia» que «afirma la
presencia de una realidad, de una “sustanciación” (es patente la resonancia teológica de
esta palabra) en el lenguaje y en la forma» (Steiner, 2007: 14).
En efecto, la poética orozquiana toma partido por esta apuesta por lo
trascendente que afirma que hay algo en el fondo ―debajo de sus capas, de sus velos,
de la apariencia― tanto de la realidad como del lenguaje, capaz, por otra parte y en la
figura de Dios, de completar, reunificar, restaurar, al sujeto, al yo. Tal apuesta, según
Steiner (2007:14), afirma a su vez la presencia de una «sustanciación» que da un paso
más allá hacia lo real, invisible y verdadero, hacia lo esencial, asegurando ―siempre en
el fondo, tras la apariencia, los velos, las capas― el vínculo, la unión, la comunión, que
la realidad aparente negaba en un principio.
soledad radical, que transporta sin rumbo a todos sus seres: estos resisten y se visten con el reputado signo
de la desaparición (y es imposible no recordar a la mujer del primero de los poemas cuyo atuendo era la
pena); estos soportan el peso de una realidad que no es sino el destello o la sombra de una soledad ―y de
una pena― infinita e incomensurablemente mayor, original, hipostasiada, la soledad de Dios, que desde
Los juegos peligrosos va a ir transformándose ―como veremos― en la etérea totalidad a nivel terrenal
despedazada.
159
Escribe Steiner en el texto citado que: «Cualquier pretensión coherente de lo que es el lenguaje y de
cómo actúa, que cualquier explicación coherente de la capacidad del habla humana para comunicar
significado y sentimiento está, en última instancia, garantizada por el supuesto de la presencia de Dios.
Mi hipótesis es que la experiencia del significado estético ―en particular el de la literatura, las artes y la
forma musical― infiere la posibilidad necesaria de esta “presencia real”» (2007: 14).
[262]
En el fondo, pese a las apariencias, desde el no saber, se acaba apostando por
recomponer la realidad disgregada para poder generar mundo, por vincular palabra y
cosa para poder controlar el lenguaje, por suturar el sujeto estallado para poder justificar
una esencia, una sustancia y una identidad ―el yo―. El círculo hermenéutico recoge
así también de alguna forma la coartada orozquiana: aquella que, en busca de una
verdad en el tiempo, sostiene su existencia ―la existencia de la esencia―; aquella que
siempre termina justificando el fracaso con la caída en la temporalidad y, con ella, la
asunción de la incompletud, la condena a muerte160.
3.1.6 A pura pérdida:
la coronación de una poética de la desaparición
Con el tiempo no hay encuentro posible, comunión, consenso: el sujeto nunca
puede hallar su ritmo, la correspondencia, la analogía. Por eso, se establece una lucha «a
continuo esplendor, a continuo puñal, a pura pérdida» (Orozco, 1998: 107), como se lee
en uno de los textos más emblemáticos del siguiente poemario, La noche a la deriva. De
alguna forma, significa coronar definitivamente una poética de la falta, de la carencia
―de la culpa― basada en una ―en realidad, peligrosa― utopía: la asunción de no
llegar nunca, y la fe en que existe siempre, todavía, una esencia inaccesible ―una
verdad, un sentido, un final― pero anterior y cierta.
La noche a la deriva se publica en 1983. Este libro sigue desarrollando la
poética expuesta, acentuando dos de sus elementos quizá esenciales ―son los que
vamos a destacar―, ya sugeridos desde el título: la deuda romántica y la falta de rumbo,
160
«Tiempo: te has vestido con la piel carcomida del último profeta; / te has gastado la cara hasta la
extrema palidez; / te has puesto una corona hecha de espejos rotos y lluviosos jirones, / y salmodias ahora
el balbuceo del porvenir con las desenterradas melodías de antaño, / mientras vagas en sombras por tu
hambriento escorial, como los reyes locos. / No me importan ya nada todos tus desvaríos de fantasma
inconcluso, // Miserable anfitrión. / […] Nunca se acompasaron nuestros pasos en estos entrecruzados
laberintos. / […] Demasiado apremiante,/ […] Demasiado moroso… / […] Hemos luchado a veces
cuerpo a cuerpo. / Nos hemos disputado como fieras cada porción de amor, / cada pacto firmado con la
tinta que fraguas en alguna instantánea eternidad… / […] Hemos llegado lejos en este juego atroz,
acorralándonos el alma. / Sé que no habrá descanso, / y no me tientas, no, con dejarme invadir por la
plácida sombra de los vegetales centenarios, / aunque de nada me valga estar en guardia, / aunque al final
de todo estés de pie, recibiendo tu paga, / el mezquino soborno que acuñan en tu honor las roncas
maquinarias de la muerte, / mercenario. // Y no escribas entonces en las fronteras blancas «nunca más»/
con tu mano ignorante, / como si fueras algún dios de Dios, / un guardián anterior, el amo de ti mismo en
otro tú que colma las tinieblas. // Tal vez seas apenas la sombra más infiel de alguno de sus perros
(Orozco, 1998: 94). Este poema de Mutaciones de la realidad titulado «Variaciones del tiempo» enfrenta,
discute, desafía, el poder disgregador, disolvente, del tiempo, presentado como un mercenario de la
muerte. Lo hace otra vez desde la asunción anticipada, la certeza por adelantado, de un fracaso
igualmente anunciado.
[263]
de sentido, la pérdida. El poemario se abre con el siguiente texto, titulado «En tu
inmensa pupila»:
Me reconoces, noche,
me palpas, me recuentas,
no como avara sino como una falsa ciega,
o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y quién la endechadora.
Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías…
[…]
¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida,
esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa urdida por tu mano,
la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza del espejo traidor?
Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas
para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de ladrona de niños…
[…]
Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de acuerdo con el sol.
Ahora me has marcado con tu alfabeto negro.
Pertenezco a la tribu de lo que se hospedan en radiantes tinieblas,
de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan del lado del abismo…
[…]
Tú fundas tu Tebaida en lo invisible […]
Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular,
como una contemplación vuelta hacia adentro,
donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un recinto inmenso…
[…]
Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos entreabiertos.
No te reclamo una lección de luz,
como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia por el sueño.
¿O habría de confiar menos en ti que en las duras, recelosas, estrellas?
¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos reflejos, aun a pleno sol!
Basta con que me lleves de la mano como a través de un bosque,
noche alfombrada, noche sigilosa,
que aprenda yo lo que quieres decir, lo que susurra el viento,
y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en tu pupila inmensa
(Orozco, 1998: 98).
El poema presenta un sujeto tan expuesto, tan pasivo, que rápidamente se coloca
en el lugar del objeto, de la recepción: sufre los efectos de una noche activa que, ciega,
lo encuentra y reconoce, lo toca y considera. En este himno postnovalino se produce, en
principio, una potente inversión en que el yo pronto se transforma en «estatua» de las
«alegorías» de la noche, en representación hierática del simbólico relato de la
todopoderosa diosa romántica. Esta inversión se sustenta, en realidad, en otra confusión,
otra difusión, otra «diferencia», fundada en el no saber(se), «náufraga o endechadora», o
ambas cosas y ninguna, pero nótese que subrepticiamente se está hilando ya poesía y
pérdida. En cualquier caso, también de esta (con)fusión parece responsable en última
instancia la endiosada noche romántica sujeto de la identificación.
No obstante, el yo se declara hija predilecta e ilegítima de una noche que, en
cualquier caso, la reconoce como tal. Mediante la pregunta retórica, el sujeto se adscribe
―(se) inscribe, (se) escribe― con fuerza a una genealogía, la conforma por tanto, por lo
[264]
que parece recobrar finalmente el lugar pre-dominante en los primeros versos cedido. El
yo se asimila así ―se identifica― a una comunidad ―literalmente, a una «tribu»― en
que se comparte lugar, lenguaje, ley, se escucha la misma «flauta encantada» y, por
ende, se comprende o se desea comprender… lo mismo. Es otra vez, de alguna manera,
la adscripción e inscripción en el suelo común y, por tanto, en la analogía; es decir, el
deseo de comunión, unión y consenso arrebatado. Es otra vez, lo anticipamos, el ansia
de regular, de reglar, lo incomprensible, los malentendidos, los mitos, de establecer
―de creer― en una verdad, en un sentido ―y en la necesidad de desvelarlos―.
Bien pensado, la actividad y el poder de la noche son también relativos: relativos
al sujeto, a su espacio ontológico-vital ―«la trampa urdida por tu mano»―, a su
lenguaje ―«tu alfabeto negro»― y a su ley ―«tu flauta encantada de ladrona de
niños»―. La noche va a erigirse, en los siguientes versos, en guardián del yo, como es
el guardián, de hecho, de la poesía ―del lenguaje, «de la casa del lenguaje» por tanto
(Heidegger, 1998: 231)―. En ese sentido, se revela el poeta con mayúsculas, el dios
fundador y vigilante, invisible y secreto, omnipotente y todopoderoso, definitivamente
inefable.
Es esta «la primera noche» blanchotiana, noche-refugio, noche-intimidad (en ese
sentido puede leerse además el verso «como una contemplación vuelta hacia adentro»),
donde sencillamente «todo desaparece» (Blanchot, 2004: 153):
En la noche todo desaparece. Es la primera noche. Allí se aproxima la ausencia, el silencio, el
reposo, la noche; la muerte borra el cuadro de Alejandro, el que duerme no lo sabe, el que
muere va al encuentro de un morir verdadero, allí se acaba y se realiza la palabra en la
profundidad silenciosa que la garantiza como su sentido (Blanchot, 2004: 153).
Si bien no constituye la simple antítesis del día, respuesta a la metáfora
tradicional de la luminosidad ligada al conocimiento, esta noche (post)romántica sigue
el código de una inspiración misteriosa, cifrada, abismal e inalcanzable; noche a la
manera de un dios que, entonces también, parece asegurar cierta armonía, garantizar
que, aun con la condena de no alcanzarla ―con una conciencia y una razón del todo
insuficientes (idea esta básicamente romántica)―, hay una respuesta meta-física a la
existencia de nuestra vida y del mundo, existe una explicación, una interpretación, un
sentido; parece, por último, apoyar la teodicea y justificar, en última instancia, que todo
sucede por algún motivo ―que, a la manera hegeliana, el curso de la historia justifica
por sí solo cada uno de los sucesos―.
Por
eso
la
noche
―romántica,
orozquiana,
blanchotiana,
que
aquí
superponemos― vela la inconsciencia ―la inocencia― de nuestros cuerpos, de nuestra
[265]
ignorancia ―de nuestro tiempo―: permite el descanso del buscador, el silencio de la
revelación, la ausencia de rastro, el borrado de la oscuridad y del trazo. Por eso la
penúltima estrofa del poema de Orozco insiste en que, esta vez, no se trata tanto de
descorrer ningún velo ni de iluminar, doblemente, la luz original y olvidada ―todavía
en el juego con la antítesis, manteniendo el misterio en la bisagra, del lado de luz como
del lado de la sombra, y la confianza en una noche iluminadora―.
El yo sólo exhorta la necesidad de guía ―es otra vez la noche-dios, sentido y
jerarca de la tribu― que lo lleve de la mano «como a través de un bosque», desvelando
de nuevo la imagen heideggeriana del camino, la confianza en el sentido. En un verso,
como pocos, se delata tal creencia: «Basta con […] que aprenda yo lo que quieres
decir». La autora lo subraya además con la cursiva: hay un querer decir de un tú (noche-dios) que quiere ser entendido y, más aún, aprendido por un yo, es decir, hay una
confianza, una creencia, una fe en la comunicación o, al menos, en la comunicabilidad,
basada en la voluntad de enunciar presupuestos, así como en el intento de transparentar
el lenguaje ―un iluminar enmascarado―.
La experiencia de la lectura (vale decir escritura, poesía) y del conocimiento se
cifra, por tanto, en el diálogo: hilazón de la representación y de la voluntad,
correspondencia entre ser, pensar y decir, que garantiza la noche o el dios. Se trata de
nuevo de la (re)instauración de la confianza entre lenguaje y mundo ―es toda una
metafísica [de la comunicación] pero también una epistemología de suelo
hermenéutico―; se trata de nuevo de la concesión de crédito a esa apuesta por «la
presencia de la sustanciación» que afirma una verdad a la que apunta un lenguaje
denotativo, un sentido unívoco al que remite un determinado texto, un camino abierto
en el bosque (con-texto) que esconde el ser como la alétheia… para poder «al fin leer
hasta el fondo de mi pequeña noche en tu pupila inmensa».
De este modo el poema acaba de forma similar a como empezaba: intensificando
el intervalo que separa al sujeto del dios, al insignificante y pequeño yo de la
todopoderosa e inmensa noche, que ahonda en la perenne falta (pues, a diferencia de la
noche o el dios, el sujeto nunca tendrá un tiempo eterno, suficiente, para completar el
mensaje, el sentido, la verdad).
En última instancia, la poética orozquiana acaba siguiendo el esquema que
Gilles Deleuze aplica para «la imagen dogmática del pensamiento»: hay una verdad
(universal y abstracta) querida y deseada por el pensador, por el sujeto; el yo ha perdido
tal verdad ―escribe Deleuze que hemos «sido desviados de la verdad» ya que «no sólo
[266]
somos seres pensantes, sino que caemos en el error»―; el sujeto habría de llegar a la
verdad hallando el «método» adecuado ―vale decir si lee lo que se quiere decir―
(Deleuze, 2000: 146); y, por último, la vida del sujeto ―el tiempo, limitado― impide,
arrebata, la posibilidad de tal verdad. Pensamiento y sujeto se encuentran, así, envueltos
en una espiral de condena, de castigo y de culpa, que dispara delirantemente la deuda, la
carencia, la pérdida.
3.1.7 Para un balance:
la última partida, con las cartas marcadas
Conforme va avanzando, La noche a la deriva resulta ser un viaje por esa
pérdida que va, en realidad y como hemos visto, de la mano de la diosa romántica. La
sensación continua, es la del recorrido, la del barrido, que comparte algún poema hasta
el momento pero que no presentan otros poemarios anteriores. Sin embargo, a partir de
La noche a la deriva, va a imponerse en los dos libros posteriores que se estructuran
como poemas-todo en los que hacer balance:
Para un balance
Puse a prueba mil veces mi cabeza
Forzándola hasta el cuello en las junturas donde se acaba el universo
O echándola a rodar hasta el vértigo azul por el interminable baldío de los cielos.
Impensables los límites; impensable también la ilimitada inmensidad.
[…]
La arranqué de la luz solo para sumirla en el extravío en las trampas del tiempo,
solo para probarle las formas de la noche y el pensamiento de la disolución…
[…]
Jugué mi corazón a la tormenta,
a un remolino de alas insaciables que llegaban más lejos que todas las fronteras.
Contra la dicha de ojos estancados donde se ahoga el sueño,
contra desmayos y capitulaciones, lo jugué hasta el final de la intemperie
a continuo esplendor, a continuo puñal, a pura pérdida…
[…]
Mi recorrido es una ráfaga gris en los desvanes de la niebla,
apenas un reguero de sal bajo la lluvia, un vuelo entre bandadas extranjeras.
Pero aún estoy aquí, sosteniendo mi apuesta,
siempre a todo o a nada, siempre como si fuera el penúltimo día de los siglos.
Tal vez haya ganado por la medida de la luz que te alumbra,
por la fuerza voraz con que me absorbe a veces un reino nunca visto y ya vivido,
por la señal de gracia incomparable que transforma en milagro cada posible pérdida.
(Orozco, 1998: 106-108).
Tanto en el caso de En el revés del cielo (1987) como de Con esta boca en este
mundo (1994), el análisis de cuyo poema homónimo ha servido de presentación para
esta autora al comienzo de este capítulo, Olga Orozco parece realizar un compendio de
sus últimos poemas: como en el citado, se hace balance del peligroso juego de la vida y
de la poesía, poniendo a prueba la cabeza o la razón, llevando al límite el corazón o la
[267]
pasión, escrutando los sentidos, la realidad, y apostando el todo a nada, a la pérdida, a la
desaparición seguras. Todas las encrucijadas expuestas en los poemarios anteriores se
reúnen en estos últimos libros, y es como una última partida con las cartas marcadas.
En el revés del cielo retoma la problemática del lenguaje (en poemas como «El
resto era silencio o «Al pájaro se lo interroga con su canto»), del conocimiento («En el
laberinto», «El obstáculo»), del sujeto —por supuesto de su cuerpo, elemento de nuevo
crucial en este poemario («El narrador», «¿Lugar de residencia?», «Nudo de los
sentidos»). El «Punto de referencia», como reza uno de los últimos poemas del libro,
radica, quizá y de nuevo, en la memoria, en esa memoria en ruinas cuyas huellas sigue
desgranando, en clave platónica, un sujeto desdoblado («La abandonada», «Rapsodia en
la lluvia», «Testigos hasta el fin») a través del mito de la caída («Fuera de foco»),
siempre con la alusión al relato bíblico («Catecismo animal», «Muro de los lamentos»,
«En el final era el verbo») y mediante saberes alternativos, mitológicos («La Sibila de
Cumas», pero también «Amor, ch’a nullo amato amar perdona»).
En el caso de Con esta boca en este mundo, esta sensación de bucle retorna, solo
que con sabor a despedida. Víctor Gustavo Zonana destaca de este poemario «la fractura
de la memoria» (2002: 340) y recurre, para justificar su análisis, a las siguientes
palabras de Orozco:
Es un libro duro. Fueron cuatro años terribles esos. Está escrito con pérdidas y ausencias, como
sobrepasando el momento del grito. No lo escribí con el grito, lo escribí después. El grito lo
dieron muy bien los griegos. Pero como hay una cosa de fe última, no es un camino cerrado.
En fin, es el ritmo que una ha tenido entre azares y desdichas (en Zonana, 2002: 340).
Zonana advierte entonces de que el lugar de escritura «se funda en el sentimiento
doloroso de la ausencia» (2002: 342). Por nuestra parte, ya hemos comentado
ampliamente el primer poema que da nombre al poemario, un libro plagado de esas
pérdidas y esas ausencias, escrito en el duelo de quien ha perdido y va a perder, y se
despide doblemente: de los ausentes y de la vida. La diferencia la señala la propia
autora: es un giro de la desesperación a una fe primigenia, de base, que abre la escritura
a la esperanza, a la propia vida: «el ritmo que una ha tenido entre azares y desdichas» —
nótese cómo de nuevo se evita la antítesis, del otro lado de la desdicha está el azar, y
viceversa, en el relato de la desaparición—.
Cabe, tan solo, añadir, que en el año 2009 se publicó un libro con el título de
Últimos poemas, cuya edición estuvo a cargo de Ana Becciú, albacea literaria de
Orozco. Según se informa en el prólogo, este libro recoge los poemas que se
encontraron en la mesa de trabajo de Olga Orozco tras su muerte, el 15 de agosto de
[268]
1999. Estos poemas estaban reunidos en una carpeta titulada «Últimos poemas», hecho
por lo que Becciú afirma lo que sigue:
El lector de Últimos poemas ha de saber que tiene en sus manos un libro póstumo, que es, sin
lugar a dudas, el último libro de Olga Orozco; no una reunión de poemas dispersos, sino el
poemario con el que puso punto final a su obra. ¿Habrá de aceptar el orden que yo he dado a
los poemas? Seguramente no: su lectura personal le indicará el camino a seguir (2009: 10).
Sobre ello, en cualquier caso, no parece que una carpeta encontrada en la mesa
de trabajo de la poeta y titulada «Últimos poemas» sea suficiente para afirmar con tanta
rotundidad («sin lugar a dudas») que se trata del «último libro» de Olga Orozco; libro
sin título —parece un título meramente descriptivo— y sin estructura —puesto que el
orden también corre a cargo de Becciú, quien insinúa que lo mejor es que cada cual
decida el suyo—. Bien es cierto que este libro «es una espléndida meditación en
vísperas de la muerte» (Becciú, en Orozco, 2009: 10), puesto que Olga Orozco, autora
de una poesía eminentemente meditativa, escribió estos poemas antes de morir. Sin
embargo, en el prólogo no se halla ninguna justificación real, en relación con el
contenido del texto, que sostenga que se trata de un poemario vertebrado y cerrado, de
un libro161.
En mi opinión, se trata en muchos casos de un esbozo («Algunas anotaciones
alrededor del miedo»), del recuerdo o la infinita despedida de los ausentes (un ejemplo
claro es el poema «Vuelve cuando la lluvia», situado al final del libro), de un interesante
ejercicio que desembocaría casi en una relectura —más o menos consciente— de
poemas pasados («¿Eres tú quien llama?», «Conversación con el ángel», «Allá lejos,
¿para qué?») y, de nuevo y definitivamente, de un balance —esta vez el último—
(«Balance de la sombra», «Lo que fue, lo que ha sido»). La obra de Olga Orozco, se
completa así con estos últimos poemas que, según creo, no son sino los mismos —
aunque otros— cabos que se soltaron de esa unidad añorada y perdida que la poeta
admite desde el primero de sus libros162.
161
Llama la atención en este sentido la ausencia de índice en la edición.
Recientemente, mientras ultimaba la revisión de esta Tesis Doctoral, ha aparecido un volumen con la
Poesía completa de Olga Orozco (2012). Editada en Madrid por Adriana Hidalgo editora, recoge todos
los poemarios y textos detallados en este epígrafe, reconociéndolos como la totalidad de su legado
poético.
162
[269]
3.2 La obra poética de Alejandra Pizarnik
La obra específicamente poética de Alejandra Pizarnik se traza en apenas veinte
años: desde el poemario adolescente La tierra más ajena publicado en 1955 hasta El
infierno musical que data de 1971, junto con algunos textos de publicación póstuma
escritos entre 1971 y 1972163. El conjunto de la obra poética pizarnikiana presenta una
cohesión comparable a la orozquiana en cuanto que su recorrido explicita la sucesión de
las mismas inquietudes, los mismos temas obsesivos164, las mismas genealogías. Sin
embargo, muestra una mayor evolución y también una búsqueda formal permanente
que, desde el primer libro, provoca la experimentación con la prosa, con la estructura
dialógica y con el ritmo, el lenguaje y la forma poética en general.
3.2.1 El inicio de la vía purgativa:
el abandono del deseo ante el todopoderoso mundo
La tierra más ajena (1955) se abre con una cita de Rimbaud que apunta a una
adolescencia peculiar ―como, de hecho, fueron la adolescencia rimbaudiana (Starkie,
2007: 57-399) y la adolescencia pizarnikiana (Piña, 1999a: 31 y ss.)― replegada en el
yo y en los libros, en la literatura entonces, en la sensibilidad hipostasiada de aquello
que, sabiéndose vivo, es decir, «muriendo», se transforma. Así, como indica César Aira,
en este libro «la juventud como rasgo programático está marcada desde el epígrafe»
(2001: 38), a partir de la mencionada cita, que reproducimos a continuación: «¡Ah! El
infinito egoísmo de la adolescencia, el optimismo estudioso: ¡cuán lleno de flores estaba
el mundo ese verano! Los aires165 y las formas muriendo…» (en Pizarnik, 2001: 9). Los
versos prestados pertenecen a las Iluminaciones, concretamente a la tercera parte del
fragmento titulado «Juventud», cuyo subtítulo es «Veinte años» (Alejandra Pizarnik
tiene en el momento de la publicación de su primer poemario diecinueve).
Con todo, quizá lo más significativo de esta cita resulta de cómo sigue hasta el
final de esa tercera parte titulada «Veinte años»: «¡Un coro, para calmar la impotencia y
la ausencia! Un coro de vasos, de melodías nocturnas… De hecho, los nervios van
163
En el año 2001, se reunió su Poesía completa en un amplio volumen —a cargo de Ana Becciú—, que
desde entonces sirve de referencia.
164
En esta dirección, Jacobo Sefamí, por ejemplo, afirma que «Desde el principio hasta el fin, los temas y
las imágenes se repiten insistentemente» y que «Pocos poetas hispanoamericanos presentan una obra tan
concentrada como Pizarnik» (1994: 112).
165
Les airs del texto original remiten más bien a las canciones, a los cantos, no a «los aires»; en este
sentido la traducción manejada por Pizarnik es fallida.
[270]
pronto a zozobrar» (Rimbaud, 2008: 399). Es la antesala de la madurez: en ella, el
reclamo de la compañía, la demanda del brindis y de la poesía como sedante con el que
sobrellevar la impotencia —la imposibilidad de cambiar algo— y la ausencia —la falta,
la carencia—. Aunque esto último se omite en la cita de la argentina.
Este primer libro de Alejandra Pizarnik se estructura en dos partes: la primera de
estas carece de título, se introduce mediante la referencia de Rimbaud y consta de algo
más de una veintena de poemas, la mayoría de ellos breves, hilvanados por la
aliteración, las referencias literarias propias, las alusiones a la experiencia de la lectura,
de la escritura, al yo; la segunda de ellas está encabezada por el título «Un signo en tu
sombra» y entabla una relación amorosa apelando a un tú lejano, y hasta ausente, desde
una primera persona explícita, extraordinariamente presente, que intenta neutralizar, por
momentos y con la reiteración de sus símbolos, de sus palabras, la distancia existente —
la separación— entre amante y amado166.
Desde el conocimiento del conjunto de su obra, el primer poema publicado por
Alejandra Pizarnik, titulado «Días contra el ensueño», apertura de La tierra más ajena,
adquiere una interesante relevancia.
No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
al final la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos (Pizarnik, 2001: 11).
El poema es toda una declaración de intenciones o, mejor dicho, una declaración
de afecciones, convertidas en infinitivos categóricos mediante la forma verbal negativa
que, anafóricamente, funciona como nexo, vínculo en una poesía solo compleja por el
166
Sobre esta parte del libro, Cristina Piña escribe: «Toda una sección del volumen, Un signo en tu
sombra, está compuesta por poemas amorosos, signados por la experiencia de la separación y la no
correspondencia […] revelan una conciencia dolorida y trágica de la experiencia amorosa, a la cual se la
vive no ya como plenitud de encuentro, sino como angustia y pérdida» (1999a: 54).
[271]
mensaje y las imágenes que hilvana167. Desde la forma —la insistencia del infinitivo y
«el uso de la enumeración como principio constructivo del poema —recurso que se
repite—» (Piña, 1999a: 53)— como desde el contenido, el poema trabaja con la
contención del yo —que va a expandirse en la segunda parte del poemario—.
El libro se inicia así con la imposición de un deber, el poético, que —casi a lo
kantiano— implica la renuncia de un deseo o la reafirmación de los días en contra del
ensueño —como reza el título, contra los sueños metafísicos, podríamos interpretar,
también a lo kantiano precrítico168—; ética que, más concretamente y siguiendo el hilo
de la enumeración, consiste en abjurar del anhelo de ausencias y silencios contingentes,
de respuestas que apuntan metafísicamente al origen, de coartadas con la página en
blanco, con los misterios y los desconciertos existenciales, de abstracciones, de
nimiedades, de señuelos… y, por último, la exigencia de reafirmación del caos que
proviene de toda creación —viene de la mano de los «pórtatiles vocablos»— y que, si
jugásemos con la cita de Schlegel (op. cit en Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist,
Hölderlin…, 1994: 234), desembocaría de nuevo en la ironía: círculo azaroso, impuesto
o querido, que en un doble pero mismo gesto se cerraría desde el principio,
indiferenciando los vértices.
Creo que hay en este poema, como de hecho afirma Cristina Piña con respecto al
conjunto del libro, una «atención al exterior, al mundo circundante, que
progresivamente irá desapareciendo de sus textos» (Piña, 1999a: 55) pero que, de
alguna manera, regresa en algunas de sus últimas creaciones, entre las que se encuentra
el poema ya citado «En esta noche, en este mundo»: es decir, puede leerse desde el
principio una apelación insistente al mundo, al cuerpo, a esa inmediatez sin embargo tan
lejana que es todo lo otro —y, en ese aspecto, la misma clave podría cifrar las dos partes
del poemario—. Esta demanda se visibiliza con la huida de lo etéreo, teórico, científico
o filosófico, y el requerimiento de lo corpóreo, cotidiano, tangible y contemporáneo.
Casi se trata de una reivindicación de lo contingente como necesario: es el rechazo a los
oxígenos como «nimias cruzadas al cielo», que va de la mano de la exigencia de
«encerar la hoja actual», o la desatención de la batalla contra el imán, ya que «al final la
alpargata se deshilacha», o la renuncia a «querer tocar abstractos» frente a la prioridad
167
Cristina Piña destaca, a mi parecer muy convenientemente, «la presencia del surrealismo en la libertad
de las imágenes, que toman elementos de los ámbitos más diferentes, configurando una estética de lo
insólito» (Piña, 1999a: 53).
168
Me refiero aquí al texto precrítico de Kant Los sueños de un visionario, título con el que se juega en el
título del epígrafe de presentación de la autora, al comienzo de este capítulo.
[272]
de «llegar a mi último pelo marrón». Son días contra el ensueño, tan presente sin
embargo —en el contenido, en su imaginería surrealista—… despertar que sumerge al
yo169.
Este despojamiento inicial que, tan castradoramente, Pizarnik compromete a
modo de «poética» —navaja cuyo filo también es doble y afecta a vida y poesía— ha
resultado un controvertido gesto fundacional para la crítica. Aunque —como cuenta
Antonio Beneyto, y según parece— Pizarnik renegaba de este primer libro170,
estudiosos como Cristina Piña establecen en él la «marca o huella fundacional en su
escritura», que no es sino «la marca de un extrañamiento y de un exilio —sea la tierra,
la poesía, la infancia misma—» (Piña, 1999a: 53). También César Aira manifiesta que
«La tierra más ajena es un libro sorprendentemente bueno, y no sólo para una joven de
diecinueve años […] Este libro tiene de precioso su carácter de anterior» (2001: 35, 38).
«Su único defecto es no adaptarse al futuro canon», añade (Aira, 2001: 35); además,
según Aira, «estos poemas primerizos son previos a las restricciones léxicas y temáticas
que regirían después» (2001: 35).
Por su parte, Juan Jacobo Barjalía relata la génesis del libro o la elección del
título como sigue:
Convinimos en que el título definitivo sería el de La tierra más ajena, esa tierra que ella, en el
sueño, no podía alcanzar, mientras se perdía en el laberinto de laderas, para caer luego en el
vacío.
En realidad, esa era la significación de los poemas: una tierra ajena, solo habitada por un deseo
incumplido o por un amor que se agotaba o partía en los extraños barcos del tiempo (Barjalía,
1989: 73).
Las palabras de Barjalía insisten en el interés pizarnikiano por lo onírico desde el
descubrimiento de la óptica romántica y el estudio apasionado de los textos surrealistas
o de textos rupturistas ya clásicos, como el Ulises de James Joyce, al que de hecho está
dedicado uno de los poemas. También Cristina Piña desarrolla este poderoso influjo en
su comentario a La tierra más ajena:
[En] «Vagar en lo opaco» resulta evidente la lectura del Breton de «Ma femme à la chevelure
de feu de bois» («Mi mujer de cabellera de llamas de leña»), pues en él —desgraciadamente
169
Quizá sea coincidencia pero comentando esta primera etapa en la vida y los primeros textos de
Alejandra Pizarnik (Barjalía, 1998: 35), y atendiendo a lo que denomina la «duplicidad de Alejandra»,
Juan Jacobo Barjalía menciona una cita de Joseph Conrad que define el ensueño tras empaparse del
romanticismo y, después, de las teorías del inconsciente o del surrealismo: «Ya saben lo inconstante que
es esa clase de sueño. Se cae repentinamente en un abismo y luego se regresa a un mundo que te parece
demasiado profundo para que penetre en él ningún sonido como no sea el de las trompetas del Juicio
Final (Barjalía, 1998: 59).
170
En una carta a Antonio Beneyto (fechada en Buenos Aires, a 16 de agosto de 1972), y en razón a
antología que iba a publicar el editor en Barcelona: «No figuran textos de mi primer libro (La tierra más
ajena, Ediciones Botella al Mar, Buenos Aires, 1955). La causa: reniego de ese libro» (Pizarnik, 1975:
254).
[273]
sin el dinamismo, la atmósfera celebratoria y la levedad poética del autor francés— Alejandra
repite casi exactamente el esquema y la intención compositiva de éste. En otro sentido, a partir
del poema que le dedica a James Joyce, se percibe su conocimiento del Ulises, como la
adopción del espíritu propio de la vanguardia histórica europea y latinoamericana —Huidobro,
por ejemplo, o Vallejo— en la incorporación de elementos de la cotidianidad más inmediata y
«antipoética» y en la construcción de una atmósfera típicamente ciudadana, también tributaria
de la estética de la vanguardia (Piña, 1999a: 54).
Todo el poemario, especialmente las primeros composiciones, se encuentra
invadido de la atmósfera onírica a la que Barjalía hacía referencia (el segundo poema se
titula «Humo», el tercero, «Reminiscencias»…) en un juego de luces y sombras —con
el predominio de la sombra, carencia de la que se apropiará definitivamente la poética
pizarnikiana, como ya hemos visto— (en poemas como «Ser incoloro», el mencionado
por Piña «Vagar en lo opaco», o «Tratando a la sombra roja», pero también en
«Noche», «Mi bosque»…). Sin embargo, como también y tan bien indica Cristina Piña,
estos poemas se presentan permanentemente salpicados de esos elementos
«antipoéticos» que refieren a la realidad más inmediata, a la cotidianidad más cercana, a
la corporeidad más impúdica y sucia; recurso rimbaudiano o sincretismo que lo mismo
reconoce los vientos homéricos o retrata al artista adolescente de Joyce, que —como en
un célebre fragmento rimbaudiano— exalta la caspa o los piojos que han quitado de su
cabeza. Así, desarticula los tópicos, desacraliza la alta cultura, se adscribe a la corriente
más renovadora o vanguardista, experimenta por dónde encontrar la quiebra, la fisura, el
agujero por donde cae Alicia, la puerta de lo real.
Por lo demás, textos como el Ulises de Joyce persiguen otra de las estelas que
relucen en este primer poemario pizarnikiano: a saber, la referencia al significante, al
cuerpo a su vez de la poesía, a todo lo material que la conforma («Poema a mi papel»,
«… De mi diario», «Dibujo»…). Hay una hipóstasis de la escritura, de la palabra, de la
letra, y una celebración, desde una perspectiva más lúdica, de la poesía171. En ese
sentido, también especifica Juan Jacobo Barjalía en relación a Pizarnik y al influjo de
autores como Joyce:
La vitalidad de Ulises rompía las barreras. Hacía saltar los puentes. Borges la ratificaba. Era la
época del vanguardismo, cuando adheríamos al surrealismo y a los experimentos desorbitados
del lenguaje. Las palabras valían por sí mismas, como objetos específicos y no por su relación
con otras palabras. Al significado de representación oponíamos el de presentación. Esto es lo
que pretendía Joyce en el Ulises (1989: 134).
No lo expresa Barjalía explícitamente pero hay, desde este primer poemario, en
Pizarnik, un afán de ruptura con la representación y un anhelo por acceder a la
171
El texto de Núria Calafell rastrea en buena parte esa reivindicación, esa exaltación del cuerpo también
de la escritura en su libro Sujeto, cuerpo y lenguaje en los Diarios de Alejandra Pizarnik (2008), aunque
en un estudio centrado en sus Diarios.
[274]
presentación, a aquello que se da, que es, y que (des)aparece ontológicamente desnudo.
Para verlo —para presentarlo—, hay que despojarlo de los significados, imposibles o
manidos. Para verlo, hay que despistar los sentidos. César Aira recalca que, en La tierra
más ajena, «Hay en efecto un movimiento sinuoso de evitación del sentido, no sólo por
la estructura negativa sino por una elección de lo imprevisible, casi como en una
escritura automática» (Aira, 2001: 36).
De hecho, Aira habla de una «libertad preadánica» (2001: 36), que entronca con
cierta pulsión preedípica que supone un cuestionamiento de lo simbólico172 y otra vez
del orden (social) imperante, irónico mecanismo mediante el cual se distorsionan los
sentidos, se boicotea la ley, se ponen en cuestión los poderes, sus interpretaciones. Así,
de la mano de la infancia, que entre la juventud asoma, añorada, como de la tierra
reclamada del sueño o la poesía, del amor, por último, La tierra más ajena desgrana
aquello que va haciéndose —«que, muriendo, se transforma»—, espejo de unas
vivencias y una escritura de las que descolla una inocencia en los términos explicados a
continuación y que puede conectarse con la construcción de una poética de la
desaparición —en el sentido a su vez expuesto en los capítulos anteriores—.
3.2.2 La desaparición se juega aquí y ahora:
los nombres son deícticos y la salvación, una utopía
Solo un año después de La tierra más ajena, en 1956, se publica el segundo
poemario de Alejandra Pizarnik —el primero que reconocerá—, La última inocencia.
Juan Jacobo Barjalía narra del siguiente modo el proceso de escritura y de publicación
de este libro, recalcando la elección del título y acotando el sentido de la palabra
«inocencia»:
Cuando Aguirre173 quiso confirmar el título del libro de Alejandra, Edgar [Bayley] se despabiló
y comenzaron los chistes. Decir La última inocencia fue para él un detonante magnífico. Quiso
saber cuál podría ser esa última inocencia […] Aguirre y Alejandra impugnaron la ironía de
Edgar. Argumentaron que la poesía se nutría de inocencia. De absoluta desnudez […] Acaso
La última inocencia podría retitularse La última desnudez, puesto que la autora, al despojarse
de la palabra que le venía desde las profundidades, se mostraba a sí misma tan desnuda como
ese ser que hablaba por ella (Barjalía, 1989: 111).
172
También en esa clave puede leerse la interesante afirmación de Maribel Tamargo: «La poesía de
Alejandra Pizarnik evoca el emblema y no el símbolo. Este exige una imagen del mundo (perdida)
mientras que aquel conjura un espacio (textual)» (Tamargo, 1994: 33).
173
Se refiere a Raúl Gustavo Aguirre, que estará después al frente de Poesía Buenos Aires, editor del
libro.
[275]
La inocencia a la que refiere el título del libro, como a la que alude la
exhaltación rimbaudiana de la juventud —también la «libertad preadánica» de la que
habla Aira—, está relacionada con esa purga, ese afán de desnudez, esa exigencia de
despojamiento cifrado en el «no querer» del primer poema de La tierra más ajena. «Ser
incoloro» es el título de un poema de su texto anterior: en estos dos primeros libros, hay
un mismo cerco a lo superfluo o a lo secundario —transparencia que va a asimilarse,
aunque cada vez menos, a lo metafísico— y una misma tendencia a la nitidez, al trasluz
donde latirá la sombra, al silencio —que tenderá a asociarse, cada vez más, con lo
metafísico—. Continúa el acecho a la presentación o la caza a la representación; y se
perfila una idea de inocencia, de infancia, que vaya a poder abrazar la muerte: «La
inocencia no era la ingenuidad. Y mucho menos lo opuesto al pecado. La inocencia para
ella era […] el despojamiento. O en otros términos: la expulsión de todo aquello que
trababa el ser» afirma Barjalía (1989: 111).
Liberar al ser de todo aquello que lo encadena, que lo aprisiona, que lo sujeta —
del sujeto, por ejemplo—: tales connotaciones destila la inocencia pizarnikiana; en
1956, en su segundo libro —el primero para ella—, se permite el último gesto con
respecto a esa liberación, esto es, el gesto —esta vez— definitivo. En mi opinión, no es
casual que el último poema del libro sea el ya célebre «Sólo un nombre»; dicho de otro
modo, creo que en parte este último texto cristaliza el título del poemario —y es otra
vez un movimiento circular, que indistingue principio y fin, en el que se torna imposible
encontrar un origen—.
Por todo ello, creo que La última inocencia es un texto fundamental en la poética
pizarnikiana: fija los contenidos y la base formal —que se convertirá en su seña y que
inaugura un estilo, comparable al de Porchia, en el terreno aforístico, o al de Juarroz y al
de Cerrato, en lo poético, como veremos más detenidamente en el siguiente capítulo—.
El poemario se estructura en dieciséis poemas. Por una parte, estos pocos
poemas consolidan el análisis y la inversión de determinados mitos románticos —mitos
que, de hecho, Pizarnik homenajeará en su siguiente poemario—. Dicho de otro modo,
como señala Tamara Kamenszain, los «mitos como la muerte de la infancia o el paraíso
perdido se presentan […] dados vuelta. Lejos de simbolizar un anhelo romántico de la
poesía o un territorio que esta debería recuperar, aparecen como ese sobreentendido (lo
“ya” visto) a partir del cual la poesía puede empezar a latir con su corazón muerto»
(1996: 11). En mi opinión, esa es quizá la línea divisoria que, de alguna manera, separa
la poética pizarnikiana de otros poetas como Olga Orozco, por ejemplo: la nostalgia —
[276]
romántica— se pierde, la inocencia —juvenil— se entierra, y se trata de una operación
consciente, que comienza con La última inocencia.
De algún modo, esa es también la lectura de Julieta Gómez Paz en el clásico
Cuatro actitudes poéticas, donde se compara la poesía de Alejandra Pizarnik y de Olga
Orozco, entre otras. Sobre esta primera etapa de la poética pizarnikiana, y este libro en
concreto, Gómez Paz escribe:
El primer poema de La última inocencia (1956), bien titulado «Salvación» es una profesión de
fe; una temprana elección y la asunción de un destino. El tiempo es Ahora.
En La última inocencia hay algo tibio aún, estremecido. La vida está ahí, afuera, enfrente: «la
vida juega en la plaza». Pero ¿con quién?, «con el ser que nunca fui».
El mundo existe, pero trastornado, es el mundo del adiós, y no se cree en la felicidad del
regreso; al contrario, se desemboca en una desolada y orgullosa soledad.
La experiencia de la otredad es tan manifiesta como «misterio que hace temblar» (Gómez Paz,
1977: 13-15).
«Salvación»174, el primer poema del libro, es como bien señala Julieta Gómez
Paz «la asunción de un destino»: se trata de la búsqueda de la esencia que recae en el
hallazgo del infinito como máscara, por encima de todos los «muros de la poesía», es
decir, del obstáculo asumido del lenguaje. Aquí y ahora comienza el eterno relato, la
utopía.
El libro finaliza con idéntico comienzo, un nombre que no funciona menos como
deíctico y que podría resumir los anteriores: «alejandra», nombre o máscara infinita que
la poesía articula y desarticula en un mismo y siempre distinto gesto. Creo que
«Salvación» y «Sólo un nombre», primer y último poema de La última inocencia, tienen
un pulso similar: aquel que sincopa la intermitencia de una búsqueda que se (re)conoce
(in)finita, aquel que lucha contra la barrera del signo para acceder a lo real, aquel que
persigue las fisuras, los huecos, los ecos. Ese eco —que encontrábamos al final de Con
esta boca en este mundo de Olga Orozco— ya se encuentra en «Sólo un nombre» de
Alejandra Pizarnik, poema que publica con sólo veinte años.
alejandra alejandra
debajo estoy yo
alejandra
(Pizarnik, 2001: 65)
Se trata de la ya célebre «parodia de la clásica explicación saussuriana del signo
lingüístico, donde la palabra árbol es situada por encima de su dibujo respectivo…»,
como expone Jacobo Sefamí (1994: 112-13). Dicho de otro modo, el poema escenifica
174
«Se fuga la isla / Y la muchacha vuelve a escalar el viento / y a descubrir la muerte del pájaro profeta /
Ahora / es el fuego sometido / Ahora / es la carne / la hoja / la piedra / perdidos en la fuente del tormento /
como el navegante en el horror de la civilización / que purifica la caída de la noche / Ahora / la muchacha
halla la máscara del infinito / y rompe el muro de la poesía» (Pizarnik, 2001: 49).
[277]
el desdoblamiento, la eterna fisura, de los planos simbólico y real, lógico y ontológico,
aunque se trata, bien entendido, de un desdoblamiento falso, engañoso y también
tramposo, ya no puede dejar de estar atravesado por el lenguaje, no puede salir del
laberinto lingüístico, de encontrarse con el muro de la representación. Y esto ocasiona
quizá que hasta la fisura —el conflicto— termine resultando falaz.
Como expresa Sefamí, tomando prestado un análisis de Francisco Lasarte, «las
dos primeras palabras son ecos de una persona real: la tercera “alejandra”; sin embargo,
dice Lasarte, esta también es un nombre que implica una cuarta, una quinta o un número
indeterminado de alejandras, o de palabras que no tienen cuerpo (Sefamí: 1994: 112113). Este análisis refuerza la idea de mascarada infinita del primer poema «Salvación»,
provocando que la última «alejandra», la que se halla, pese a todo, debajo del «yo», no
pueda sino encontrarse, de nuevo, encima, y disparar así un eco casi eterno.
Igual de eternos o de infinitos que se presentan los análisis de «Sólo un
nombre», otro de los poemas-emblema pizarnikianos. En mi opinión, se trata de un
poema relativamente emblemático y efectista —no se lea ninguna connotación negativa
asociada al último adjetivo— cuyo comentario, en este caso, no entraría sino en la
espiral simbólica que el poema pretende denunciar, traicionando, de algún modo, su
esencia. Es algo así como realizar una amplia explicación del Cuadrado blanco sobre
fondo blanco de Malevich o del Ceci n’est pas une pipe de Magritte —reflexión que
valdría para la Carta de Lord Chandos de Hofmannsthal o Bartleby el escribiente de
Melville, por poner ejemplos literarios también emblemáticos—; es decir, creo que se
trata de textos que hipostasian y cuestionan de lo simbólico de la interpretación —
representación de representaciones— exhibiendo su crítica a la representación —
representación de representación de representaciones— y que, en última instancia,
habría que plantearse que, si realmente hay que analizarlos demasiado, entonces, quizá
es que no funcionan.
Obviamente —y esto quizá resulta lo más interesante del poema en este
contexto—, este poema inaugura en la estética pizarnikiana una metaescritura altamente
reflexiva que pone en jaque al conocimiento y al sujeto —cartesianos—, que pone en
peligro la subjetivación como crisol —también como certeza— desde donde conocer —
acceder— al mundo. Desde estos poemas, Pizarnik cede ese lugar privilegiado al
lenguaje, y a mi parecer ello implicará el descubrimiento de la intermitencia
blanchotiana —de la que tanto hemos hablado en páginas y capítulos anteriores— o, lo
que es lo mismo, entreabrir la batiente al silencio, la locura, la muerte. En efecto, la
[278]
poeta emprenderá una búsqueda por esos oscuros pasillos que, en libros posteriores, se
asimilarán además a un discurso casi sagrado desde poder s(ab)er —analizaremos este
punto con detalle en el capítulo siguiente—.
La última inocencia constituye también un punto de partida en este sentido ya
que, como indica Jacobo Sefamí en la consecución de su análisis, el poemario reúne «la
contradicción esencial en la obra de Pizarnik [que] es que a pesar de que hay escritura,
mensaje, poema; lo que se lee, lo que se dice, va por caminos inaprensibles, vacuos,
silenciosos» (Sefamí, 1994: 115). Forma y contenido acaban de hecho plegándose a esta
contradicción que establecerá quizá la tensión básica que vertebrará el núcleo de la
poética pizarnikiana. La última inocencia promueve los poemas metarreflexivos y/o
metalingüísticos desde una forma depurada, que prescinde de puntuación, de desarrollo,
muchas veces de articulación, y juega en cambio con el blanco de la página, la
reiteración y la antítesis para instalar un discurso precario, desabrigado, incompleto,
capaz de reflejar la situación del sujeto y del conocimiento, que coincide con la suerte
convencional y limitada del lenguaje.
Curiosamente, Jacobo Sefamí relaciona esa exposición de lo esencial con una
poética del despojamiento —ya advertíamos que despunta con la primera producción
pizarinikiana—, que desembocaría en una «unión casi mística con el silencio» (Sefamí,
1994: 116) y que emparentaría a Pizarnik con otras poetas contemporáneas como Olga
Orozco:
Aunque por caminos distintos, ese revés de las cosas, esa búsqueda del silencio podría también
encontrarse en Olga Orozco, con quien Pizarnik tuvo una relación que excedió lo personal y se
puede rastrear en lo literario.
Lo sagrado es un motivo incuestionable, en el que tienen absoluta certeza, a pesar de las
posibles prácticas mundanas y procaces […] o de la desconfianza de la palabra como medio de
articulación de las experiencias excelsas (en Orozco). Pizarnik acude a los mismos
despojamientos del lenguaje, pero como conciencia del vacío de la vida y del nombre (Sefamí
1994: 115).
Volveremos —en los capítulos siguientes— a esa relación de lo sagrado, en
Olga Orozco, sobre todo, con la certeza, y en el caso de Alejandra Pizarnik, con la
conciencia del vacío, acaso como una rota muleta existencial para la discapacidad vital
contemporánea. Pero, en cualquier caso, al hilo del despojamiento del lenguaje, sí cabe
destacar cómo, a partir de La última inocencia, Pizarnik comienza a favorecer una
forma poética concisa, breve, entrecortada —esto es, rítmica, pulsional, semiótica, como
ya anticipábamos y también detallaremos más adelante—. Delfina Muschietti indica en
este sentido que, a partir de este libro, «La escritura de Alejandra prefiere trabajar el
poema como objeto de precisión» (1992: 108): el término, la intención, me parecen
[279]
exactas, pues se trata de lanzar el significante para dar con el dardo en el significado,
reduciendo el desfase simbólico con esa pretendida diana.
El despojamiento que presenta La última inocencia es, en definitiva, doble: se
trata de un proceso que afecta a la literatura y al lenguaje. A partir de este texto, parece
abandonarse la inocencia romántica —la creencia— y la consecuente postura nostálgica
que busca el regreso o el eco de lo perdido: sucede con la infancia, el paraíso, la noche
de las revelaciones y de los sueños (los ítems que delineaba Kamenszain y sobre los que
afirmaba que aquí habían sido «dados vuelta» (1996: 11)). Pero, además, se produce un
despojamiento literario-lingüístico que refiere infinitamente a una poética de la
desaparición en los términos explicados en el primer capítulo de esta Tesis.
De hecho, La última inocencia pone en marcha ese «movimiento mismo de una
negación» —el del sujeto, el del conocimiento, el del lenguaje— mencionado por
Barthes (1997: 15) para definir su «grado cero de la escritura», pues no va sino al
encuentro de «la pureza en la ausencia de todo signo» (Barthes, 1997: 15) y cumple, por
tanto —parafraseando al teórico francés—, con el sueño órfico del escritor sin
Literatura. Recordemos que este nuevo lugar —esta nueva mirada— dispara una
literatura imposible y consciente, donde la escritura se pone a prueba, se enfrenta
consigo misma y se revela (im)posible, donde se escenifica, entonces, la (des)aparición,
la carencia, la falta. En este espacio tan inestable —solo llenado por el instante del giro
órfico—, toda la tradición —la racionalización— bascula, todos los márgenes —los
límites— se acercan y se revelan permeables: así, a cada giro, (des)aparecen,
intermitentes —no pueden hacerlo de otro modo—, el silencio, la muerte, la locura. En
mi opinión, La última inocencia es una suerte de gozne en este proceso.
3. 2. 3 «La noche oscura del alma»:
la hija del viento se viste de cenizas
Junto con La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958) y Árbol de
Diana (1962) van a perpetuar la adscripción a esa tradición poética, también la
culminación del poema breve, así como el insistente ensayo con la prosa poética, y, por
último, la fijación del universo emblemático central en la poesía pizarnikiana. La última
inocencia ya pone definitivamente de manifiesto la ruptura entre el lenguaje y la
realidad, y enfatiza la incapacidad del nombre para alcanzar la identidad; al enmascarar
[280]
y sintetizar la problemática del lenguaje, del sujeto y su búsqueda ontológica, «sólo un
nombre» lanza la poesía a los límites del conocimiento.
Por su parte, apenas dos años después, Las aventuras perdidas está intensamente
marcado por la influencia del romanticismo alemán y en concreto, de Georg Trakl (diría
que especialmente de su texto Sebastián en sueños); algo que, por otra parte, no oculta.
Desde el epígrafe de este autor, la configuración del sujeto poético se realiza a través de
la oposición con —al menos— una parte de la realidad a la que sigue sin poder acceder.
Por ello, quizá el yo lírico se adueña de ciertas imágenes («la enamorada del viento» es
obra del propio Trakl, como se percibe desde la cita), así como de algunas máscaras o
simples variantes creadas por la autora («la hija del viento», por ejemplo) para
comenzar a abrir la puerta a una otredad que conllevará, al mismo tiempo, una
apabullante creación de autorrepresentaciones.
Tomándolos del Fhrüromantik, el libro también fija el tema de la muerte y el
símbolo de la noche desde unos estandartes, sin embargo, genuinamente pizarnikianos
(la jaula, los pájaros, el sol, las cenizas, los barcos, el naufragio, los ángeles, etc.). Este
aspecto condensa quizá lo más destacable del texto, que casi representa la cara
existencial del libro anterior, por su encarcelamiento en un abismo solitario desde donde
se habla, esto es, por su consecuente adentramiento en una pulsión de muerte. Esta vez
se habla en primera persona, una primera persona que pertenece a la naturaleza, casi se
convierte en su presa, y de este modo se metamorfosea con ella. El yo —debajo de su
nombre, retomando literalmente el espacio que le ha adjudicado La última
inocencia175— llora entonces sus aventuras perdidas, la pérdida de la libertad, la pérdida
de la vida. Aquí encontramos de nuevo signos explícitos de una poética de la
desaparición, concebida desde el duelo por una pérdida y desde la ausencia como
vertiente configuradora del espacio de escritura.
El poema titulado «La jaula»176, que abre el poemario, despliega una variante de
la prototípica imagen de la caverna platónica, en que los hombres miran el sol —aquí
parece que sin quemarse los ojos, puesto que no se dice nada al respecto—, y después
cantan. No sabemos dónde se hallan estos hombres, podrían estar encerrados, pues
parecen cantar a un afuera, pero también podrían pertenecer ellos mismos a ese afuera y
175
Desde el poema «La jaula», que abre el libro, y que reproducimos en la nota al pie siguiente.
«Afuera hay sol. / No es más que un sol / pero los hombres lo miran / y después cantan. // Yo no sé del
sol. / Yo sé la melodía del ángel / y el sermón caliente / del último viento. / Sé gritar hasta el alba /
cuando la muerte se posa desnuda en mi sombra. // Yo lloro debajo de mi nombre. / Yo agito pañuelos en
la noche / y barcos sedientos de realidad / bailan conmigo. / Yo oculto clavos / para escarnecer a mis
sueños enfermos. // Afuera hay sol. / Yo me visto de cenizas.» (Pizarnik, 2001: 73).
176
[281]
ser tan insignificantes como el sol al que cantan y que, según el énfasis dado, nada
representa —«no es más que un sol», se apunta—.
No así el yo, que sí se encuentra completamente separado de los hombres, del
sol, del «afuera»: no solo su espacio, también su conocimiento es radicalmente otro. El
yo no mira el sol, pues «no sabe del sol», y el yo no canta, pues «sabe la melodía del
ángel / y el sermón caliente / del último viento». Este saber teórico, que afecta básica y
correspondientemente a lo etéreo, desde lo musical y lo religioso, se completa con un
saber práctico: «gritar hasta el alba / cuando la muerte se posa desnuda / en [su]
sombra». El sujeto conoce unas formas —una melodía, un sermón— y acaba gritando
durante toda la noche al sentir la desnudez de la muerte en su propio reflejo. A esta
actividad nocturna del grito, hay que sumar un baile de despedida que acompaña la sed
de realidad y el castigo a unas ensoñaciones tildadas de insanas.
El yo parece situarse al margen de ese mundo luminoso percibido por los
hombres, alejarse de lo dado y de su experiencia; parece mostrar, en cambio, el reverso
de las cosas, enfrentar ese afuera ajeno, actuar casi en su contra. Se erige en conciencia
ciega y en deseo de realidad, en conocimiento de lo intangible, de la oscuridad y la
muerte. Quizá se trata de la afirmación de una libertad escasa en un poema titulado «La
jaula», a la que no se pertenece; o quizá revierte en la afirmación de un determinismo
cifrado en el destino de quien no sabe del sol y, quizá por eso, tampoco puede mirarlo ni
cantarlo. Sin embargo, afirma conocer su existencia y, por ese conocimiento, escoge su
vestido: cenizas.
La identidad se conforma, entonces, conscientemente: se cubre con los restos de
un fuego, de un calor, de una vida, de un afuera: desde un espacio otro que es también
un tiempo otro, un después del sol, un detrás del sol, acaso el rastro de su herida. La
identidad se guarnece así con restos sin identidad de lo desconocido, puesto que se
adorna con lo otro destruido, desecho lastimado hasta su desfiguración, esto es, hasta su
nada, que es también su todo, pues implica aquello que carece de figura, de contorno, de
límite. También está sin vida.
Como creo que sucede en buena parte de los poemarios pizarnikianos, este
primer poema dispara la ansiedad que recorre el libro177: la búsqueda del «enlace» con
177
En el curso de su texto, César Aira realiza una observación que comparto a este respecto; sobre los
primeros poemas de los libro de Pizarnik escribe: «Habría que recurrir al primer poema para dar el
ejemplo ideal (que por ideal deja de ser un ejemplo persuasorio y se vuelve la cosa misma a considerar, es
decir, su poesía, que ya no necesita ejemplos). En la obra de Pizarnik hubo algo así como el mito del
[282]
el sol (en «Fiesta en el vacío» leemos «Sólo un ángel me enlazará al sol / Dónde el
ángel, dónde su palabra» (Pizarnik, 2001: 74)) que no revela sino «la necesidad de ser»
(Pizarnik, 2001: 74), la infinita reformulación de los ítems (en «Hija del viento» leemos
«Tú lloras debajo de tu llanto» (Pizarnik, 2001: 77)) y el regreso de los símbolos (los
pájaros y su rastro de plumas, el sol y su luminosidad, la noche y su soledad (Pizarnik,
2001: 77)), y sobre todo el tejido de muerte que traza la escritura de todo el libro (en
«La danza inmóvil» leemos «De muerte se ha tejido cada instante» (Pizarnik, 2001:
75)).
El lugar desde donde se escribe este texto resulta, entonces, tan incómodo como
el lugar desde donde habla el yo: medio vivo, medio muerto, entre que solo puede
constatar el hiato simbólico y existencial, «la única herida»:
He aquí lo difícil:
caminar por las calles
y señalar el cielo o la tierra (Pizarnik, 2001: 78).
La ruptura definitiva con una posible poética de correspondencias —donde
funcione la analogía— exacerba este sin vivir que es también un sin morir: «Esta manía
de saberme ángel, / sin edad, / sin muerte en que vivirme, / sin piedad por mi nombre
[…] Siniestro delirio amar a una sombra. / La sombra no muere» (Pizarnik, 2001:
79)178.
Por este motivo, el texto puede llenarse de muerte (de lo real, que no se da del
todo, porque no se da del todo): así, en el poema «Artes invisibles», por ejemplo («Con
todas mis muertes / yo me entrego a mi muerte» (Pizarnik, 2001: 80), en «Azul»
(Pizarnik, 2001: 84), en «El miedo» (Pizarnik, 2001: 87)…
No obstante, el texto también se llena de vida: una vida asociada a la noche, la
otra noche blanchotiana, reverso de la noche romántica, que deja a la intemperie al
sujeto, frente a la nada y al vacío:
Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí,
y más aún, me asiste como si me quisiera,
me cubre la conciencia con sus estrellas.
Tal vez la noche sea la vida y el sol la muerte.
primer poema, en el que todo se consuma […]. Es un mito accesorio al de la brevedad o al de la
perfección» (Aira, 2001: 55).
178
Resulta interesante anotar que Piña también destaca la «vocación, reiterada en numerosos poemas, de
saberse y nombrarse “ángel”, pero ángel nocturno, caído o “pájaro” ―otra de las metáforas de la
subjetividad que una y otra vez vuelven en este libro― atraído por la noche y la muerte. Sin embargo, se
trata de una opción que desgarra al yo, que lo confina al miedo ―presente en diversos poemas―, pues
entraña una ambivalencia esencial que parece repetir, en otro nivel, la contradicción del valor salvador de
la poesía que se registraba en el libro anterior» (Piña, 1999a: 81).
[283]
Tal vez la noche es nada
y las conjeturas sobre ella nada
y los seres que la viven nada.
Tal vez las palabras sean lo único que existe en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos.
Pero la noche ha de conocer la miseria
que bebe de nuestra sangre y de nuestras ideas.
Ella ha de arrojar odio a nuestras miradas
sabiéndolas llenas de intereses, de desencuentros.
Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis huesos.
Su lágrima inmensa delira
y grita que algo se fue para siempre.
Alguna vez volveremos a ser (Pizarnik, 2001: 85).
Creo que este poema resume lo anotado hasta el momento: cabe quizá sumarle
un acto que ha de repetirse en la obra pizarnikiana casi hasta su final y que tiene su
génesis en este poemario: el acto vampírico de beber la sangre del sujeto, como hará la
condesa Báthory —sobre cuya figura escribirá Pizarnik su texto en prosa La condesa
sangrienta (1966)— con las jóvenes vírgenes que rapta al amanecer. Por lo demás, y
como escribe Cristina Piña, la noche «como ámbito propio y propicio para la poesía» se
configura —igual que en Olga Orozco— como «un tema capital […] en su poesía»
(Piña, 1999a: 80), pues encripta esa «ambigüedad radical» —tomo la expresión de Piña
(1999a: 82)— en la que se mueve el sujeto —su conocimiento sobre el mundo— y, por
tanto, la poesía misma. En mi opinión, este poema constituye una buena muestra de ello
situando a la noche en el seno del sujeto (la noche llora en los huesos del yo) como una
profunda melancolía que también lo configura: aún más, lo configura en una añoranza
perpetua ya que, a pesar de cristalizar en una esperanza baldía, se acompaña del
imposible deseo de volver a ser.
Así, la noche coloca al sujeto textual en la utópica poética del no saber, de la
carencia, de la desaparición. Asociado a la vida, este espacio se puebla de preguntas
metafísicas como lo hacía la poesía orozquiana, aunque de forma mucho más
descarnada y desesperada.
Quisiera hablar de la vida.
Pues esto es la vida,
este aullido, este clavarse las uñas
en el pecho, este arrancarse
la cabellera a puñados, este escupirse
a los propios ojos, sólo por decir,
sólo por ver si se puede decir:
«¿es que soy yo?, ¿verdad que sí?
¿no es verdad que yo existo
y no soy la pesadilla de una bestia?».
Y con las manos embarradas
[284]
golpeamos a las puertas del amor.
Y con la conciencia cubierta
de sucios y hermosos velos,
pedimos por Dios.
Y con las sienes restallantes
de imbécil soberbia
tomamos de la cintura a la vida
y pateamos de soslayo a la muerte.
Pues eso es lo que hacemos.
Nos anticipamos de sonrisa en sonrisa
hasta la última esperanza (Pizarnik, 2001: 95).
El poema se titula «Mucho más allá»: enarbola la búsqueda desesperada de lo
real desde lo real, cuya comprobación —cognoscitiva, valga la redundancia— no es
sino lingüística. La vida desemboca aquí en una violencia física, en una autolesión, que
constituye una tentativa de comprobación de la identidad, de la existencia, mediante el
lenguaje. El sujeto es su existencia y su existencia es la posibilidad de decirse —de
afirmar justamente su existencia—: así habla de la vida la poesía de Alejandra Pizarnik.
Lo que queda, de poema, de experiencia, consiste en continuar ensuciándose
cuerpo y alma para encontrar o inventar sentidos (el amor, Dios), con los que reforzar
una identidad que no escapa de la precariedad o de la deficiencia. Lo que queda, de
libro, de poesía, es —como, de otra forma y ya hemos expuesto, sucede en la poesía de
Olga Orozco— un bascular en ese desequilibrio imposible entre la vida y la muerte, la
ininteligibilidad y el silencio, el amor y la soledad. Esta es, de hecho, la lectura de
Cristina Piña sobre el último poema del libro «”Desde esta orilla”, donde los costados
antagónicos […] parecen intercambiar sus valencias al punto de que no sabemos si el
amor es muerte y su negación la posibilidad de salvarse o si sol y noche, como
instancias opuestas, intercambian sus categorías» (Piña, 1999a: 82).
3. 2. 4 La vía iluminativa y su incidencia oblicua:
«la poesía es el lugar donde todo sucede»
Desde ese mismo balanceo desigual, se escribe Árbol de Diana (1962), texto
donde continúa el énfasis en las palabras, es decir, en el silencio y en la música, como
también detallaremos en el capítulo dedicado a la poesía pizarnikiana. Libro
fundamental, creo que representa la antesala de la madurez poética de Los trabajos y las
noches, así como la contención del delirio desatado en su siguiente texto, Extracción de
la piedra de locura (1968). Árbol de Diana supone, además, el perfeccionamiento y la
elección cohesionadora del poema breve y la escisión definitiva del sujeto.
[285]
El libro se estructura en 38 poemas extremadamente breves: la huella de Porchia
cada vez más legible179, los textos cuentan con ocho versos como máximo; en el caso,
de las prosas poéticas, 5 o 6 líneas a lo sumo. Según lo sugerido por Octavio Paz en la
presentación del libro publicada en su primera edición (Pizarnik, 2001: 101-102), Árbol
de Diana constituye una sucesión de iluminaciones180 atravesada por la figura
rimbaudiana del poeta-vidente: «El árbol de Diana no es un cuerpo que se pueda ver: es
un objeto (animado) que nos deja ver más allá, un instrumento natural de visión». El
crítico y poeta mexicano añade: «Colocado frente al sol, el árbol de Diana refleja sus
rayos y los reúne en un foco central llamado poema, que produce un calor luminoso
capaz de quemar, fundir y hasta volatilizar a los incrédulos» (Pizarnik, 2001: 102):
como si se hubiera colocado a la poesía frente al sol que abría el poemario anterior —
frente al mundo, contra lo real—, el lenguaje poético emanaría la energía capaz de
devolver la fe, la esperanza, acaso el sentido.
En realidad, Octavio Paz escribe una sugerente presentación creo que más
destinada a invitar a la lectura que a analizar el texto pizarnikiano, un libro que avanza
por el camino del despojamiento iniciado al comienzo de su producción hacia la
iluminación brindada por la poesía misma, desde un alba inefable, mística. En otras
palabras, en los primeros poemarios, la economía y el cuestionamiento lingüístico, la
frialdad existencial ambientada en una noche que evitaba convertirse en cómplice y la
desnudez poética del poema cada vez más breve rayando en la anáfora continua, en la
reiteración de elementos o en la radicalización de sus opuestos, respondían a una suerte
de vía purgativa en la que el sujeto debía despojarse de los falsos sueños como de la
falacia lingüística, espejismos que lo encadenaban a la prisión de lo etéreo o de lo
simbólico para acceder, desnuda de cualquier exceso o prejuicio, a lo real.
Árbol de Diana abre la puerta a una poesía cuya característica esencial es la
«luminosidad» (Gómez Paz, 1977: 22) o la «claridad» (Aira, 2001: 55), reflejo del
universo de revelaciones que crea. Julieta Gómez Paz cita una célebre frase de
Alejandra Pizarnik que consta en la Antología consultada de la joven poesía argentina
publicada en 1968: «Cada día son más breves mis poemas, pequeños fuegos para quien
anduvo perdida en lo extraño» (Pizarnik en Yanover, 1968: 367).
179
A este respecto señala César Aira que «En Árbol de Diana la lección de Porchia está definitivamente
asimilada» (Aira, 2001: 55).
180
En la introducción de Octavio Paz, podemos leer que el árbol de Diana «tiene luz propia, centelleante
y breve» (Pizarnik, 2001: 101).
[286]
Parece que este Árbol de Diana ilumina una senda a seguir, una senda para
encontrarse tras e incluso en la pérdida ―que no para no perderse―, una senda que
cuenta por tanto con la pérdida y se revela extraordinariamente pequeña, quizá
insignificante, de seguro escasa, cuyo extremo conduce entonces a la poética del
despojamiento, de la falta, de la desaparición —desde su sentido más literal, lingüístico
y poético, esto es, desde la forma, hasta el más expansivo, hasta el contenido—. Al
respecto, Julieta Gómez Paz comenta que, tal vez, porque hay «en estos poemas grandes
orillas de silencio, su poesía es más límpida y densa. Los versos tienen un ritmo
antiguo, de lengua recién nacida para la lírica ―no en vano se había apegado a la poesía
medieval―, con sus reiteraciones, persecuciones exaltantes…» (Gómez Paz, 1977: 23).
Así, se radicalizan y afinan «las contradicciones, el paralelismo y las
aliteraciones» (Gómez Paz, 1977: 23), seña —como ya hemos anotado— de la joven
poética pizarnikiana: solo que si antes tales reprises o regresos de lo mismo retorcidos
hasta sus polos basculaban en una ambivalencia y también en una ambigüedad
manifiesta, ahora «son formas de expresar lo inefable» (Gómez Paz, 1977: 23). Desde el
primer poema, se canta a «la tristeza de lo que nace» (Pizarnik, 2001: 103), como Orfeo
haría tras perder a Eurídice.
Esa poesía que ha de vérselas con lo invisible, intangible y apenas existente —
«lo que nace» vuelve a estar en ese límite irrepresentable del presente, en el umbral de
la existencia— se logra mediante «versiones», reflejos, visiones, esto es, a través de la
presentación de tal irrepresentable: «una pared que tiembla…» (Pizarnik, 2001: 104); se
alcanza a través —literalmente— de imágenes que se imponen hasta transformarse en
insignias, capaces de dar cuenta, al menos oblicuamente, de la identidad de todo lo
escrito, incluido por supuesto el yo, así «la que ama al viento» (Pizarnik, 2001: 109),
retomando la imagen trakleana que la perseguirá durante toda su obra, o «el desierto de
la viajera con el vaso vacío / y de la sombra de su sombra» (Pizarnik, 2001: 105).
Se trata de espacios y de palabras que, a su vez, fluyen, se fugan, se pierden —
tal es el sentido del dinámico personaje del viento—: aunque estos espacios, tal vez por
ser palabras, solo pueden darse vaciados. El conjunto de este libro implicará por tanto
una falta o una merma estructural en el sentido de su imaginería, en su «galería de
visiones» hasta terminar por agotar el tiempo y dejar efigies apenas capaces de sujetar
los textos. Árbol de Diana colecciona, en parte, estampas intemporales, de instantes
detenidos, de paisajes tan inhóspitos como estáticos y, sin embargo, vivos.
[287]
El temblor de la pared, el dinamismo interno del viento, el ansia caníbal del ser
dormido que, invisible y parasitario, bebe la sangre de la sedienta… Algo se mueve en
lo aparentemente inerte cuando se precipita ante el vacío del lenguaje y la mirada del
sujeto181. En este sentido, resulta importante señalar que ya no se trata aquí de lo etéreo,
el ensueño prescindible y engañoso que afecta tanto a la abstracción nimia o vacua —
con la que comenzaba La tierra más ajena— como al sol sin más percibido y opaco —
imagen que inauguraba Las aventuras perdidas—. Al fin, se trata de la grieta de luz que
—recogiendo el tópico— alumbra lo real desde la theoreia ―de ahí, quizá, la «pureza»
formal, el hieratismo de las imágenes―, desde la visión, la mirada, la contemplación
metafísica o mística.
Para entreverla, el sujeto ha tenido que pasar por la oscuridad de la noche, por la
opacidad del lenguaje, por la ceguera del no saber: para alcanzar un efímero fulgor, que
alumbrase la angosta senda de la perdida, esta tuvo que exigirse la desnudez, el
despojamiento, la tabula rasa del nacimiento… y así es tal y como comienza este libro.
Cristina Piña escribe acerca de este poemario escrito en París: «En él, la falta de énfasis
y la simplicidad casi “inaugural” del lenguaje nos conmueve como si se tratara de la
expresión de verdades primitivas» (1999a: 107).
No en vano la crítica también recuerda un ya famoso texto de Pizarnik donde la
poeta argentina insiste en que: «La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza
del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se
desentiende de lo que no es su libertad o su verdad» (Pizarnik, 2002: 299). La
subversión poética reside, según deja aquí constancia Alejandra Pizarnik, en atender a la
libertad o la verdad que presente la poesía misma; subversión que la poesía comparte
con otros fenómenos y actitudes vitales como el amor, el humor o el suicidio ―serán,
de hecho, tres de los ámbitos textuales que funcionen como núcleo en distintas etapas de
su producción poética―.
Los fulgores poéticos que resplandecen en este Árbol de Diana atañen a la
verdad y a la libertad, a los dos pilares ―uno epistemológico y otro ético― que
sostienen la justificación de la existencia del mundo y del sujeto. Su efecto resulta
subversivo, ya que el origen del acto mismo de la poesía no puede sino ser
revolucionario al encarnar «el lugar donde todo sucede» (el subrayado es mío). Esa
181
Cristina Piña escribe sobre este libro que inaugura «una atmósfera de quietud maravillada» (Piña,
1999a: 107).
[288]
totalidad en principio abstracta a la que aquí se alude abre al infinito el universo de
posibilidades, lo que implica una visión poética extraordinariamente productiva, una
mirada también activa de lo real, donde todo cuanto es posible es en la poesía: la poesía
representa, entonces, un espacio donde lo posible se convierte en necesario ya que, en
ella, no existe margen de posibilidad que no sea ―en ella «todo sucede»―, y por tanto
el infinito posible es, y hasta es necesario que sea.
Así
pues,
nos
hallamos
ante
una
concepción
poética
que
afirma
extraordinariamente la realidad, tanto que enuncia la existencia de cualquier realidad
posible… Me refiero ahora, más concretamente, a la posibilidad de que en la realidad
existan muchas más cosas de las percibidas por los seres humanos, y a una consecuencia
inmediata de esto ―que en mi opinión constituye una característica fundamental de la
concepción poética desgranada en estas palabras―: que, entonces, nuestra visión de la
realidad resulta demasiado pequeña, muy limitada. Frente a una poética de lo dado, cuya
visión se encuentra por tanto profundamente determinada, Pizarnik propone de forma
cada vez más intensa una poética de lo posible, latente en el subversivo espacio de la
poesía, que conlleva además cierta defensa de la libertad de los seres humanos, ya que
configura un ámbito no determinado, desconocido, por des-velar.
Este lugar de la poesía es también el lugar de la vida ―las semejanzas
establecidas en la cita apuntan hacia un espacio vital―: de hecho, los pilares
epistemológico y ético, verdad y libertad, conforman la base de una ontología, esto es,
están íntimamente relacionados con el ser, con su conocimiento, con su vida.
por un minuto de vida breve
única de ojos abiertos
por un minuto de ver
en el cerebro flores pequeñas
danzando como palabras en la boca de un mudo (Pizarnik, 2001: 107).
La inefabilidad efímeramente iluminada y precariamente descubierta en Árbol de
Diana se reclama, así, dolorosamente vital y, de algún modo entonces, necesariamente
material, inocentemente simbólica, pura, como en el siguiente poema:
vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego, de silencio ingenuo,
de piedras verdes en la casa de la noche, déjate caer y doler, mi vida (Pizarnik, 2001: 137).
Ese reclamo acaba indiferenciándose entonces de la pulsión de muerte: este
constituye, tal vez, otro sentido de la poesía como «lugar donde todo sucede», donde no
se discrimina la individualidad y una pluralidad irreductible compone un mundo que
constituye, por tanto, un enorme magma sin orden o jerarquías donde el reconocimiento resulta complicado: dicho de otro modo, donde la vida se precipita hacia
[289]
su muerte y viceversa, al tiempo que no cesa de reafirmar su multiplicidad incorregible
en tal complejidad contingente.
Ese es también el subversivo gesto poético, arrojo tan ligado a la libertad como a
la imposibilidad de saber o a la ignorancia: «ella desconoce el feroz destino / de sus
visiones / ella tiene miedo de no saber nombrar / lo que no existe» (Pizarnik, 2001:
108). Concretamente en este libro, este gesto responde ―de nuevo― a una peculiar
mirada, al giro que implica una determinada mirada. Este constituye otro de los núcleos
o de los campos conceptuales centrales que recorren este texto:
Una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos (Pizarnik, 2001: 125).
Es otro conocido poema de Pizarnik: en él se hace patente una subversión tejida
a la tradición poética ―desde otra vuelta de tuerca a la relectura prerrenacentista del
tópico de la rosa― que revoluciona hasta la perturbación: una escena simbólica se
transforma en una imagen material que va a alcanzar el órgano de la visión. Y la
inversa: la inscripción de lo simbólico en el órgano, que pasa por la visión material,
«cuando vea los ojos / que tengo en los míos tatuados» (Pizarnik, 2001: 121) ―es todo
el poema, que relee asimismo la tradición que anticipa la modernidad de la lírica
renacentista, marcada por el cruce de miradas entre los amantes, lenguaje paralelo que
recoge el sobrentendido como el tabú―.
Por lo demás, la pulsión de muerte latente, esa subversión se abraza cada vez
más a la destrucción: la mirada consistirá en acabar con la visión —«un cerrar los ojos y
jurar no abrirlos» (Pizarnik, 2201: 133)— en esta suerte de «memoria iluminada, galería
donde vaga la sombra de lo que espero. No es verdad que vendrá. No es verdad que no
vendrá» (Pizarnik, 2001: 110). Así, lo que finalmente se subvierte es la lógica que
vertebra nuestro pensamiento, nuestro conocimiento… la lógica dual.
De hecho, creo que desde Árbol de Diana el pensamiento va a sufrir un proceso
de disolución —fruto de la desarticulación del principio de no contradicción y de esa
concepción holística que Pizarnik relaciona con el espacio poético, como señalábamos
antes—. Como consecuencia de ello, la verdad del mundo y la libertad del sujeto van a
colocarse definitivamente en otro espacio: en un lugar ajeno al del conocimiento
tangible, al de la percepción sensible, al de la mostración de una realidad aparente que
se asimilará a representación lingüística o simbólica de un real velado y hasta
[290]
incognoscible —que habrá de presentarse mediante una invocación poética desnuda de
tales falacias—.
Aunque resaltada como parte del juego con los opuestos, la lógica dual o binaria
se sostiene entonces —en este como en los siguientes textos pizarnikianos— para
destacar el romántico fenómeno del desdoblamiento luego de la transformación del yo.
En algunos poemas, queda patente la brecha que abre la mirada de este Árbol de Diana
tanto en el sujeto —en su libertad, «yo y la que fui / nos sentamos en el umbral de mi
mirada» (Pizarnik, 2001: 113)— como en el mundo —en su verdad, «he nacido tanto / y
doblemente sufrido / en la memoria de aquí y de allá» (Pizarnik, 2001: 123)—.
El mundo conocido, aparente, simbólico, parece perderse en la obsesión por
hallar el mundo incognoscible, verdadero y real: afán de iluminación en que el sujeto
arriesga su propio ser182, que también es múltiple o, mejor, que tampoco es uno: «miedo
de ser dos / camino del espejo: / alguien en mí dormido / me come y me bebe»
(Pizarnik, 2001: 116). El otro parasitario y caníbal, inconsciente y latente, fruto de un
desdoblamiento que ya aparecía en el texto anterior, cristaliza en este libro —y
persistirá durante buena parte de la obra pizarnikiana— para disolver el cuerpo de un
sujeto de pensamiento —de-mente— cada vez más disuelto.
No es extraño, por tanto, que Árbol de Diana deje ciertas huellas de la
desaparición del sujeto, que responde además a un distanciamiento explícito del yo
textual; en palabras de Cristina Piña: «El tono de la voz lírica, aun cuando diga “yo”,
carece de todo énfasis y adopta una distancia exacta respecto de lo dicho, la cual le da
su extraña cualidad de momentánea revelación» (1999a: 112). Además de regresar sobre
el concepto de «grado cero» barthiano, esta afirmación de la prestigiosa crítica argentina
permite rememorar de nuevo el paralelismo con la mística: en la mística clásica, la vía
purgativa conlleva tal despojamiento que en la vía iluminativa el yo desaparece al
trasluz de la verdad revelada. El poema 13 de este libro dice lo siguiente: «explicar con
palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome» (2001: 115).
El poemario finaliza, en última instancia, con la inversión de los planos del
sujeto y del objeto, que han ido desdibujándose y hasta confundiéndose, con la
neutralidad de la escritura y la multiplicidad indomeñable de lo real.
Este canto arrepentido, vigía detrás de mis poemas:
182
Recordemos que se trata de un riesgo que, al igual que el lenguaje, según Heidegger, constituye el
elemento constitutivo del ser —tal y como explicamos en el primer capítulo (Heidegger, 1998: 203204)—. En los tiempos de penuria, caracterizados por el desconocimiento y la carencia, el poeta resulta
esencial para el des-velamiento —la alétheia— de lo real, en el abismo del ser, del mundo.
[291]
Este canto me desmiente, me amordaza (Pizarnik, 2001: 140).
Al final, hay un canto por encima de los poemas ya escritos, es una culpa que no
solo vigila los poemas, además, los desmiente, los calla, los anula. La poesía, que está
por encima de todos los poemas, «lugar donde todo sucede», podría ser ese canto, el
único que puede aglutinar ese todo condenado a ser negado con su afirmación.
3. 2. 5 La vía destructiva o la tortura:
despedazar el cuerpo para hacerlo hablar
Los trabajos y las noches (1965) se sitúa en el ecuador de la producción poética
pizarnikiana, tras estos últimos tres libros de poemas considerados fundamentales en
cuanto que escenifican el proceso de consolidación temática, simbólica y formal de la
cosmogonía de Pizarnik. Como explicaremos más adelante ―ya que el capítulo V
propone una lectura concreta de este texto―, en este libro esta situación responde,
además, a la culminación de la forma poética y a un trayecto magistral Eros-Thánatos,
que bascula entre sus polos hasta la declinación del sujeto, cuya única morada ya es la
morada de todo, que es la poesía ―y el caos que su desmesurada multiplicidad
genera―.
Los trabajos y las noches constituyen, a mi parecer, la capitulación de una
poética de la desaparición, donde el sujeto termina fijando y reclamando su carencia
―el conocimiento, el amor, la vida― desde su sacrificio. Sobre este texto, y señalando
la frontera con el poemario anterior, Julieta Gómez Paz afirma: «Si el espacio era vasto
y lleno de luz en torno a los poemas de Árbol de Diana, ahora es el lugar de la verdad
lacerante» (1977: 26), contradictoria estrechez que la crítica argentina resume en una
«aventura metafísica» que «va del temblor de la dicha al dolor de la ausencia» hasta que
«el deseo de morir es el de morir en plenitud» (Gómez Paz, 1977: 25). Como enuncia
Julieta Gómez Paz, en este libro, «todo es transubstanciación» (1977: 25).
Por lo demás, Los trabajos y las noches también precede a un libro
extremadamente emblemático en la producción poética pizarnikiana: Extracción de la
piedra de locura (1968). Este texto señala una quiebra a varios niveles en la obra de
Pizarnik. Con Extracción de la piedra de locura comienza una mezcla genérica muy
acentuada, la experimentación y también la apuesta por la prosa poética, con textos
mucho más extensos, que combina con algún poema persiguiendo la estética anterior.
Pero, además, Extracción de la piedra de locura destapa un mundo descaradamente
[292]
mortífero, plagado de pesadillas e invadido por más muñecas que sujetos. Como tan
bien señala Cristina Piña al respecto de este texto:
No es solamente que la forma predominante sea el poema en prosa, breve o extenso, sino el
tono y las imágenes, la zona de indagación poética; sobre todo la presencia, en un nivel nunca
antes registrado, de la muerte, y una emergencia exasperada de la desestructuración subjetiva,
los cuales nos instalan en una zona abiertamente ominosa y alucinada (Piña, 1999a: 163).
Por su parte, para comentar la singularidad de un libro que ya se presentó como
ruptura en el momento de su publicación, César Aira describe su fisonomía, crítica y
estructura como sigue:
En la tapa, un grabado proveniente de un viejo libro de educación para señoritas: una niñamaniquí a la que le ha crecido desmesuradamente el pelo y las uñas, y una tijera y un peine
flotando a su alrededor. En la contratapa, un texto de Mandiargues, fragmento de una carta,
traducido con el mayor cuidado por la destinataria y Enrique Pezzoni, entonces director de la
Editorial Sudamericana. […] El libro tuvo las críticas más encomiásticas y se habló de una
renovación y el comienzo de una nueva etapa. En su mayor parte está compuesto por pequeñas
prosas a las que un título sugerente trata de dar un significado unitario. Las cuatro partes en que
está dividido responden a las fechas de composición, en el siguiente orden: I, 1966, II, 1963,
III, 1962, IV, 1964 (Aira, 2001: 69).
Como indica Aira, Extracción de la piedra de locura se estructura en cuatro
partes, todas ellas fechadas. La primera de ellas corresponde a la escrita la última, como
se puede comprobar: implica también el regreso al poema breve, ya que es casi la única
que cuenta con pequeños poemas, siguiendo su forma ya característica, y una prosa
poética dividida en «fragmentos»; en ella, el silencio constituye una nota fundamental
que se acompaña, como escribe Piña, por «un reforzamiento de la investidura del
lenguaje como instancia única de realización vital que resulta nueva en su escritura»
(Piña, 1999a: 163).
Este «reforzamiento de la investidura del lenguaje» que la poeta, además,
confronta hasta la dominación del silencio o el silencio dominado (uno de los extractos
más célebres del texto se titula «Fragmentos para dominar el silencio») resultará sin
duda clave en su último poemario, El infierno musical (1971). Por este motivo, en mi
opinión, entre todas las innovaciones que Extracción de la piedra de locura impone,
esta apuesta por el lenguaje, tras comprobar lo estéril de abogar por el conocimiento y el
mundo, constituye uno de los giros más interesantes y cruciales de la última parte de la
obra pizarnikiana. Lejos de salvar al sujeto o devolverle esperanza y élan vital, lo
precipitará al borde de la destrucción, al abismo de la locura o a las puertas de la
muerte183.
183
El cambio de lugar se confirma en alguno de los primeros poemas, como en el poema «En la otra
madrugada»: «Veo crecer hasta mis ojos figuras de silencio y desesperadas. Escucho grises, densas voces
en el antiguo lugar del corazón» (Pizarnik, 2001: 220) o desde el título del siguiente poema,
«Desfundación» (Pizarnik, 2001: 221).
[293]
«Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen,
yo hablo» (Pizarnik, 2001: 223). Este es el lugar desde donde se escribe este texto,
desde una primera persona del singular que lleva re-conociéndose —desde hace más de
una década— máscara textual, ontológicamente hueca, epistemológicamente vacía, y
ahora se reafirma desde un extraordinario y destruido palimpsesto transformado en
pastiche; desde una casa, más que desprotegida, que ya no puede ofrecer protección,
seguridad, abrigo. Significa que se ha desarticulado por completo la función del
lenguaje, es decir, que se ha dislocado su sentido.
A este respecto, quizá cabe recordar algunos célebres y metafóricos términos
heideggerianos —que ya recogimos a lo largo del primer capítulo y que casi recoge
Pizarnik de manera literal en este libro—, como estos que siguen:
El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los
guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la
medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian» (Heidegger,
2000: 259).
El lenguaje es la casa del ser y sus guardianes, los seres humanos —pensadores
y poetas— que residen en ella, donde son, es decir, donde se realizan como lo que son.
Para Martin Heidegger, además, como ya destacamos y hemos venido recordando, los
poetas son unos guardianes algo especiales, ya que pueden arriesgar su propio ser
custodiando su casa: llevándola a un lenguaje que, muchas veces, retuercen y conducen
al límite, ponen en juego su propio ser, aquello que los constituye, su objeto, por tanto
(Heidegger, 1998: 203-204).
«Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen»,
el poeta pierde la batalla y, en ese inesperado y repentino giro del destino, desaparece el
ser que lo constituía o, lo que viene a ser lo mismo y sugería Barthes —y
desarrollábamos en el primer capítulo—, el escritor se queda sin Literatura —y la
Literatura pierde su lugar de antaño, tradicional, canónico, y ocupa otro espacio, con un
cuestionado y frágil lenguaje a la intemperie que descubre su carácter representacional y
arbitrario—. Nos hallamos, por tanto, en la médula de la poética de la desaparición,
aunque es quizá también el inicio de la desaparición de la propia poética de la
desaparición, dada la dinámica contradictoria o negativa que caracteriza tales estéticas
(dinámica que ponía de manifiesto Barthes, 1997: 15).
La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de
decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino (Pizarnik, 2001: 223).
Este extracto de estos «Fragmentos para dominar el silencio» comienza con una
inyección de muerte al silencio, que responde a una traslación de lo ontológico a lo
[294]
lingüístico, sobre lo cual va a pivotar el sujeto poético, que se halla, a su vez, al centro
de la misma tensión que lo convoca en cada texto: una imposibilidad de decir de partida
que ha de contar, sin embargo, con la imposibilidad de no decir cuando, de partida, se
dice tal imposibilidad. Con todo, el poema se inscribe de nuevo a través de los deícticos
en el presente atemporal de un tiempo que no se detiene —ese paréntesis aparentemente
inocente—: el tiempo parece disolver de nuevo toda esperanza de sentido, cualquier
atisbo de dirección, de proyección, de finalidad. «Aun si el poema no tiene sentido, no
tiene destino» (ib.): aun con la muerte que posee al sujeto y que, con su canto, se
adentra hasta el silencio hasta conseguir sellarlo184, el signo utópico no declina.
Como el silencio, su aparente reverso, el lenguaje, también se personifica
durante todo el texto:
Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que
escucho a lo lejos. Y, lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde
la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz. Los ramos se mueren
en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró
llamas y ardimos (Pizarnik, 2001: 223).
Las damas solitarias y desoladas se transforman en madres de rojo que anidan en
las casas rojas (Pizarnik, 2001: 234) y se aglutinan en la figura de la «reina loca» que
recorre, por ejemplo, unos póstumos «textos de Sombra» (Pizarnik, 2001: 407), textos
que recogen numerosos motivos de Extracción de la piedra de locura. Esas damas
solitarias siempre cubiertas de un rojo sangriento «se ceban del yo», como escribe
Cristina Piña (1999a: 164), al que terminan enloqueciendo en un paralelismo entre
lenguaje y sujeto también sin precedentes, que ha dejado de contar con el
(des)conocimiento como (des)estabilizador.
El pivote cognoscitivo se ha derrumbado: ya no se libra ningún pulso, solo hay
un campo de batalla repleto de cadáveres, con un desquiciante diálogo entre moribundos
o fantasmas. El sujeto está muerto, las más veces está representado por una tercera
persona cuyo único signo vital es hablar o cantar, es decir, sucumbir desde su agonía a
la locura de un lenguaje «vampírico» que, como indica Piña, «asesina no sólo a la cosa
sino a la subjetividad […] y su carácter de madre terrible ilumina el drama del sujeto
entregado a él como única e inoperante defensa contra el silencio» (Piña, 1999a: 165).
Así se inmola el yo, como se lee en el fragmento anterior: así se ilumina ahora, «a la luz
de su falta de luz».
184
«No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio» (Pizarnik,
2001: 223).
[295]
De hecho, Extracción de la piedra de locura se abre con ese sujeto muerto que
canta, que celebra su sacrificio, su consumada muerte:
La que murió de su vestido azul está cantando. Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad
[…] Expuesta a todas las perdiciones, ella canta… (Pizarnik, 2001: 213).
En este sentido, cabe destacar la extraordinaria coherencia de la poética
pizarnikiana. Me refiero a que existe una progresión, una continuidad y hasta una
linealidad entre libro y libro absolutamente excepcional. En este caso concreto, por
ejemplo, y aunque ya sucede con los textos anteriores, Los trabajos y las noches se
cierra con un sujeto que, tras sumirse en la pérdida, celebra la muerte, erigida como rey,
cuyo único traidor resulta quizá el lenguaje; Extracción de la piedra de locura esparce
las notas del sujeto muerto que canta, silencio que lo conducirá directamente a El
infierno musical. Como resalta César Aira:
Esta acumulación de pequeños núcleos poéticos cerrados demuestra una vez más la asombrosa
coherencia de la poesía de Pizarnik, no sólo consigo misma sino también con el medio en que
se formó (Aira, 2001: 70).
En efecto, las resonancias rimbaudianas, por ejemplo, desde la ebriedad hasta el
infierno, laten con intensidad en estos últimos textos: pero se podría recorrer la obra
pizarnikiana desde Rimbaud y una genealogía de poetas malditos185 desde la cita —ya
comentada— que abre La tierra más ajena. Así es como el corazón muerto del sujeto
desquiciado de este texto, tras la iluminación de Árbol de Diana y antes del descenso
definitivo a los infiernos del último texto, introduce al lector en la espiral mortífera de
Extracción de la piedra de locura. Como escribe Cristina Piña, desde el comienzo del
poemario:
Nos vemos sumidos en un proceso verbal donde muerte y origen intercambian sus signos;
donde el sujeto se retrotrae hasta el punto mismo de su nacimiento —que se metamorfosea en
el lugar de la muerte y el lugar donde nacen los cuerpos poéticos—, equiparando subjetividad,
poema y aniquilación del yo (Piña, 1999a: 169).
Según Piña, el título ya «remite a un mundo de imágenes fragmentarias que […]
nos sugiere las fantasías del corps morcellé anterior a la constitución del yo de las que
habla Lacan», así como « al mundo de formas híbridas, prehumanas y desestructuradas
de los cuadros del Bosco, sobre todo El jardín de las delicias, explícitamente nombrado
en un poema» (Piña, 1999a: 163). Aunque según las informaciones de Ivonne
Bordelois, Pizarnik no toma el nombre del cuadro de El Bosco con el mismo título, sino
de un largo «poema-ceremonia» de una colección de textos indígenas (Piña, 1999a:
162-163), la escena a la que se apunta podría ser, no obstante, similar: una lobotomía
185
Tesis que, de alguna forma, sostiene Piña a lo largo de sus dos libros principales sobre Alejandra
Pizarnik (1999a, 1999b).
[296]
ejercida sobre todo en la Edad Media —oscuridad a la que Pizarnik también parece
regresar de una u otra manera— mediante la cual se extraería la estupidez, la necedad,
la ignorancia humana, concentrada en las protuberancias que, según algunas creencias
mistéricas, creaba la locura; era también una estafa, al menos como lo plantea el pintor
holandés, que a su vez provenía de ignorantes o de locos.
Creo que, desde la abertura del poemario, Pizarnik se regodea en esa
indeterminación de la locura como única querencia: y en la doble vuelta de tuerca de la
locura de su extracción. Desde el inicio, el yo se juega su existencia —su linealidad, su
coherencia— entre la vida y la muerte, entre el silencio y el canto, entre la luz y la
sombra… Extremando esos quicios, indiferenciándolos en la marea lingüística o en el
caos poético, el sujeto se desquicia definitivamente. Algunos de los versos más
impactantes en este sentido son los siguientes: «Murieron las formas despavoridas y no
hubo más un afuera y un adentro. Nadie estaba escuchando el lugar porque el lugar no
existía» (Pizarnik, 2001: 217). La médula de la poética de la desaparición, ya lo dijimos,
coincide con el corazón de la utopía, y esta vez lo hace en un sentido literal.
El desierto convertido en el no-lugar desvía definitivamente todos los
significados y encubre la pérdida como una intemperie vital que va a condenar al sujeto
enloquecido al margen. Cuando lo único que queda es la casa del lenguaje y cuando a
esta se le vuela el tejado, comienza la tragedia de la indigencia. El yo vaga por el texto
fragmentado, su propio corps morcellé perdido en ese impasse entre la muerte y el no
nacimiento —ya no habrá posibilidad de renacer—, atraviesa todas las fases del sueño o
la pesadilla, con el fulgor y el terror propios del no-espacio en que se escribe.
La segunda parte responde a una parcelación de la realidad en una suerte de
escenas rotas, poderosamente oníricas, o de grietas en el yo que anticipan el
desdoblamiento; la tercera parte, apenas dos páginas y media de falsos aforismos,
reinventa la enorme influencia de Porchia, adaptándola quizá a la forma y a la
sensibilidad pizarnikianas. En esta última, el desdoblamiento, heredado de los textos
anteriores, se evidencia de nuevo. En cualquier caso, ambas secciones responden a la
definición que da César Aira de buena parte de este libro:
Pulidas e intensificadas hasta lo sobrehumano, estas prosas resultan una acumulación de breves
poemas pizarnikianos […], en una velocidad proliferante que desafía la atención. El efecto es
extraordinario, pero no abren posibilidades nuevas porque son un experimento irrepetible
(Aira, 2001: 70).
El núcleo de Extracción de la piedra de locura implica así la consumación del
fragmento o del residuo: formado de jirones en la segunda parte, de piezas minúsculas,
[297]
casi corpúsculos en la tercera, permite asistir a una rotura formal cuya imagen le
devuelve el espejo de un fondo de desintegración o de despedazamiento del yo.
«Caminos del espejo» es el título que encabeza esa especie de sobrantes, las
pequeñas piezas que forman la tercera sección del libro, compendio de ese
desdoblamiento ya conocido —reencontramos por ejemplo ese «yo y la que fui»
característico de Árbol de Diana, por ejemplo—. No obstante, «Caminos del espejo»
incluye también una especie de síntesis del conjunto de la obra imposible y, sin
embargo, escrita: así, leemos «Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de
revelaciones» (Pizarnik, 2001: 242). Además de la inasible coherencia del conjunto de
la obra pizarnikiana, asombra la lucidez con que el propio sujeto textual se sitúa del otro
lado para valorar su obra como una obra crítica. Como todo lo demás en este libro, el
desdoblamiento también es radicalmente textual.
Esta tercera parte expone, por último, el prólogo al estallido que presentará la
última —el libro está enmarcado por silencio y locura—: «Volver a la memoria del
cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz»
(Pizarnik, 2001: 244). Acaso es posible leer un último intento por volver a la
materialidad de lo real, por recuperar la comprensión. Sin embargo, el único regreso real
es el de la muerte —«Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una
ahogada que no cesa de pasar por el espejo» (Pizarnik, 2001: 244)—, una agonía que se
desarrolla en el ámbito del espejismo.
La cuarta y última parte, encabezada por «Extracción de la piedra de locura», se
abre con una cita de una importante figura de la mística europea, Jan Van
Ruysbroeck186. Las palabras del beato atienden a la enfermedad y el sufrimiento sin
186
Jan van Ruysbroeck (1293-1380) es un representante fundamental de la mística del siglo XIV, que se
opuso al iluminismo de la época y, como otros célebres místicos de la época, como Tauler o Suso —
discípulos de Eckhart—, formó una comunidad que desarrolló una intensa vida mística. Llamado «El
nuevo Dionisio» —en referencia a Dionisio Areopagita—, cuenta con una obra en prosa muy importante
que se tradujo a varios idiomas. Cabe destacar que creó el movimiento Devotio moderna combinando los
elementos filosóficos de la escolástica con los elementos neoplatónicos. Como explican María Toscano y
Germán Ancochea en su libro Místicos neoplatónicos-neoplatónicos místicos. De plotino a Ruysbroeck,
tal vez la peculiaridad de Ruysbroeck es que «habla de un camino espiritual basado en la búsqueda de la
“tiniebla divina” […] Se habla continua y paradójicamente de tiniebla y luz, precisamente cuanto más se
ahonda en la tiniebla mística, más se está en la luz. Y es precisamente la abundancia de luz, la que crea la
propia tiniebla, por lo tanto uno no debe tener miedo a la tiniebla, porque la tiniebla es, en el fondo, tal
abundancia de luz, que el hombre no está preparado, por eso el entendimiento tiene que ser simple,
desnudo, para alcanzar esa luz, en la cual ve» (Toscano y Ancochea, 1998: 101-103). Aunque esa
interrelación hasta la asimilación de Tiniebla y Luz ya se encuentra en la figura de Dionisio Areopagita
(Toscano y Ancochea, 1998: 43-67), de quien Ruysbroeck es heredero, en cualquier caso, se palpa en este
aspecto el paralelismo de estos místicos con muchos de los textos anteriores de Alejandra Pizarnik, y el
influjo que la lectura de este tipo de autores pudo implicar en su obra: concretamente este aspecto crucial
en la obra de Ruysbroeck, proveniente de Dionisio, de indistinción entre luz y sombra, ya ha sido tratado
[298]
remedio de las almas heridas y rotas. Pizarnik comienza esta última sección con el
siguiente texto:
La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leía acerca del
espíritu… Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en el lugar de las
ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El
silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del sueño (Pizarnik, 2001: 247).
Aunque parece un cierre, no es sino otro comienzo. Tras unas líneas en blanco,
tras «el silencio siempre», el texto continúa diciendo «Hablo»: es la poética de la
desaparición pizarnikiana, que recoge la dinámica de la negación, cuyo epítome es el
lenguaje, la precaria vida del final pizarnikiano. Aquí y ahora, la iluminación es la
falacia o, mejor, la iluminación de la falacia se ha impuesto: la lógica del espejismo para
la sedienta del vaso vacío en el desierto que siente que ya está muerta y, sin embargo,
no termina nunca de morir. El sujeto se halla atrapado en la espiral de locura de esta
utopía literal: «Sin el perdón de las aguas no puedo vivir. Sin el mármol final del cielo
no puedo morir» (Pizarnik, 2001: 248).
Después, se suceden descripciones imposibles del no lugar del sueño o de la
pesadilla, del ensueño —fatalidad que acaso se intentaba esquivar desde La tierra más
ajena—, con muñecas descabezadas, con retazos de poéticas que se encadenan:
«Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al
hueso de la pierna. Miserable mixtura» (Pizarnik, 2001: 251). Ese es el único cuerpo —
corps morcellé— al que se puede volver: abrasado, troceado e irreconocible, y
sondeando la identidad mediante otro pedazo en el caos de la multitud uniformadora,
que hace que todo sea todo y nada al tiempo.
Esta di-sección final zanja el recorrido de la locura con dos extractos más de
prosa poética, que abocan al sujeto-muñeca hacia su muerte definitiva. Los títulos de
estos dos fragmentos son: «El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos» y
«Noche compartida en el recuerdo de una huida»; el mismo ámbito, la noche que crea el
silencio donde escuchar la muerte, y su llamada, el filtro alquímico del lenguaje que
transforma todo en un «algo» que sigue siendo «nada», a medio camino entre lenguaje y
mundo, caos inidentificable —«La muerte es una palabra. La palabra es una cosa, la
muerte es una cosa, es un cuerpo poético que alienta en el lugar de mi nacimiento»
(Pizarnik, 2001: 255).
con respecto a la producción pizarnikiana. La falta de fronteras, la contaminación de una y otra,
constituye, cuando menos, un importante elemento en común.
[299]
El discurso prosigue infinito, lo hace, por tanto, sin cierre, sin destino, sin
sentido —como ya afirmaba lúcidamente la propia poeta—, acaso como los hablares de
los locos que, como nunca se detienen, nadie escucha: «Nunca de este modo lograrás
circundarlo. Habla, pero sobre el escenario de cenizas; habla, pero desde el fondo del río
donde está la muerte cantando…» (Pizarnik, 2001: 255-256). En efecto, como ya
advertía Cristina Piña (Piña, 1999a: 169), se trata de la muerte-nacimiento, el espacio de
la subjetividad o de la existencia, de la vida o del amor, un final que va a coincidir con
el principio en una atemporalidad transformada en eternidad: «¿Y cuántos centenares de
años hace que estoy muerta y te amo?» (Pizarnik, 2001: 257).
Así, el último poema del libro llama a la puerta de la muerte, una tumba a la que
se pregunta «quién vive»: «Y hasta cuándo esta intromisión de lo externo de lo interno,
de lo menos interno de lo interno…» (Pizarnik, 2001: 257). No faltan muchos elementos
en la ceremonia: esta noche sin juicio final cuenta con las «trompetas de la muerte» y
con un «cortejo de muñecas de corazones de espejo» (Pizarnik, 2001: 257) para una
despedida que, por supuesto, sirve para dar la bienvenida a «la muñequita de papel
verde, celeste y rojo», configurada de muerte, locura y poesía, en un sueño donde
«poder erigir y tal vez andar en su casita dibujada sobre una página en blanco»
(Pizarnik, 2001: 258).
3. 2. 6 La desaparición y su instante de éxtasis
Esta existencia de papel, acompañada de una obsesión cada vez más intensa, la
música —reverso del silencio—, configura la apuesta por lo codificado, abstracto e
ininteligible que se materializa en su último poemario publicado en 1971, El infierno
musical. Este es su comienzo:
Cold in hand blues
y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo (Pizarnik, 2001: 263).
El retorno al poema breve, más característico de la obra de Alejandra Pizarnik,
constituye un punto de partida que resulta —insistimos— de la consecución de todo lo
dado con anterioridad: el lenguaje como el deteriorado cobijo de un vagabundo
aterrado. El título musical remite a una canción de Bessie Smith de 1925, aunque la
versión más conocida es quizá la de Louis Armstrong. Trata sobre una historia de amor
[300]
entre un hombre y una mujer. El hombre —ese hombre negro de los blues y del primer
jazz americano— parece haber perdido la cabeza tras haberlo perdido todo: cold in hand
constituye una nueva expresión que este género inaugura para designar al tan pobre que
nada tiene en la mano salvo el frío de las calles —todo escapa a su mano, que nada
alcanza—; después, circularmente, la mujer que le canta acaba diciendo que va a buscar
a otro hombre porque este no tiene en su mano sino la pobreza y el frío que parecen
haberle hecho perder definitivamente la cabeza187.
Tras la revisión de casi toda la obra poética de Alejandra Pizarnik, el contenido
de esta canción y su paralelismo con la temática pizarnikiana parecen ir de suyo. No
obstante, la referencia explícita a la música resulta, además, especialmente interesante
por varios motivos. Por una parte, la música constituye el lenguaje estético más
abstracto, menos traducible, menos comprensible, por tanto, desde otro lenguaje; a la
vez, se trata del lenguaje más cercano a la poesía, que remite indirectamente a Orfeo —
y a lo expuesto en el primer capítulo— cuando música y poesía iban tan de la mano que
no se distinguían —volveremos, de hecho, a esta profunda filiación en el capítulo V—.
Por otra parte, a partir de este libro, aunque manteniendo la deuda con el anterior, la
poética pizarnikiana va a exhibir los recursos de un lenguaje alternativo —la música, la
pintura, el incremento de frases intercaladas en otros idiomas—, de un lenguaje o de una
jerga específica —el de la propia literatura, por ejemplo— o de una suerte de
contracódigo, las más veces no codificado, que parte, por ejemplo, del balbuceo…
decires sin decir, en suma, síntoma de una experimentación que fractura cada vez más la
gramática y el sentido.
La mayoría de los poemas de este libro aparece, primero, en un pequeño libro
publicado en 1969, titulado Nombres y figuras (Aira, 2001: 74; Piña, 1999a: 178); dos
años más tarde, Pizarnik añade algunos textos que terminan de configurar El infierno
musical. Los poemas están escritos, según la datación de la propia poeta, en los años
1968 y 1969; continúan —como ya hemos señalado e indican otras críticas (Gómez Paz,
1977: 12; Tamargo, 1994: 34…)— la poética de su libro anterior.
187
Transcribo la letra de este blues de 1925 frimado por Jack Gee / Fred Longshaw: «I’ve got a
hardworkin’ man, / The way he treats me I can’t understand; / He works hard every day And on Sat’day
throws away his pay! / Now I don’t want that man, / Because he’s gone cold in hand. // Now ’tried hard to
treat him kind, / I’ve tried hard to treat him kind, / But it seems to me his love has gone blind. // The man
I’ve got must have lost his mind, / The man I’ve got must have lost his mind, / The way he treat me I
can’t understand. // I’m gonna find myself another man, / I’m gonna find myself another man, / Because
the one I’ve got has done gone cold in hand».
[301]
Aunque el poemario cuenta con algún poema breve como Cold hand blues, la
mayor parte de los textos son prosas poéticas, desiguales en extensión, que recogen la
obsesión por la muerte, el envite del lenguaje y la asunción del fragmento donde forma
y fondo se reclaman fusionados e indistintos: «La cantidad de fragmentos me desgarra /
Impuro diálogo / Un proyectarse desesperado de la materia verbal / Liberada a sí misma
/ Naufragando en sí misma», es una cita del poema «El infierno musical» (Pizarnik,
2001: 268).
En opinión de Cristina Piña: «Junto con la explícita asunción del lenguaje como
única patria, emerge más agudamente que antes la certeza de que esta elección solo
lleva “a lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado”, al “infierno musical” donde no hay
posible lugar de reunión» (1999a: 178)188. Creo, con Piña, que este último libro agudiza
la propuesta de Extracción de la piedra de locura, que ha marcado un giro arriesgando y
perdiendo el ser por el lenguaje, única materialización que busca fundirse eternamente
con el cuerpo del sujeto. Como explica la crítica argentina, en El infierno musical:
Se articula de manera definitiva en su escritura la fusión entre cuerpo y poema, vida y poesía,
acto y lenguaje. Esa frase […] «haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo» y que constituye
el centro de su poética, aparece en el final de «El deseo de la palabra» (Piña, 1999a: 179).
Es cierto que «El deseo de la palabra» (Pizarnik, 2001: 269) recoge bien —no sé
si el centro pero sí— el final de la poética pizarnikiana: en este poema, el sujeto regresa
al espacio de la noche, a la búsqueda ontológica, plenamente mistificada —«un instante
de éxtasis para mí»—, persigue las sombras en el infierno, sin muerte y sin vida, en que
se halla —«No vayas a creer que están vivos. No vayas a creer que no están vivos»— y
espera que suceda —«En cualquier momento la fisura en la pared» (Pizarnik, 2001:
269)—. Al final del poema, se lee el célebre verso que también se encontró entre las
últimas anotaciones de Pizarnik, «haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo»
(Pizarnik, 2001: 269), donde se produce por fin la deseada fusión entre lenguaje y
sujeto, poesía y vida. Porque, además, el texto sigue: «rescatando cada frase con mis
días y mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada
palabra ha sido sacrificada en las ceremonias del vivir» (Pizarnik, 2001: 269-270).
Ahora bien, en mi opinión, en el relato de la pérdida, la obra de Alejandra
Pizarnik ha ido produciendo una inversión: se sacrifica el cuerpo y la vida para hacer
188
La cita exacta de Pizarnik a la que se refieren las palabras de Piña pertenece a «Piedra fundamental»,
en la primera parte del libro. Es la siguiente: «No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo
y el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. / ¿Adónde la conduce esta escritura. A
lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado» (Pizarnik, 2001: 265).
[302]
aparecer el lenguaje. Tal es el giro órfico de la mirada pizarnikiana: como el lenguaje no
hace aparecer lo real, lo real hace aparecer el lenguaje, único real. Con esa limosna,
arrancada de los días, de las semanas, de la vida, se vive. La inversión o, cuando menos,
la negación emerge permanentemente de la poética pizarnikiana. De hecho, el poema
que sigue a «El deseo de la palabra» es «La palabra del deseo», donde leemos el
también célebre «Yo no quiero decir, yo quiero entrar» (Pizarnik, 2001: 271).
Este pulso del lenguaje y lo real recorre las cuatro partes en que se estructura
este libro: los oscuros corredores de silencio —primera y segunda parte—, ausencia —
tercera parte— y muerte —última parte— entre los que lucha el sujeto. El poema que,
como escribe Cristina Piña, «cierra la colección» (Piña, 1999a: 180) se titula «A plena
pérdida»: donde Orozco introducía la pureza, Pizarnik coloca la totalidad —esa a la que
apuntaba la poesía—, la completud, la culminación de la carencia, su eternidad.
Los sortilegios emanan del nuevo centro del poema a nadie dirigido. Hablo con la voz que está
detrás de la voz y emito los mágicos sonidos de la endechadora. Una mirada azul aureolaba mi
poema. Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida? (Pizarnik, 2001: 290).
Ya todo es carencia. No hay nada. Todo es lenguaje: reflejo de otro reflejo. De
hecho, el nuevo poema no se dirige a nadie; los sortilegios emanan del centro de un
poema al que, de alguna forma, regresan. Ya no es el nombre el que se encuentra detrás
del nombre: ahora es la voz que está detrás de la voz, que no emite sino los sonidos de
lo que está detrás, es decir, de aquella que hablaba antes —las «endechas» o el poema
inmediatamente anterior—. La utopía, la pureza, la luz, iluminaban el poema pasado; la
interrogación por la vida apunta a la desaparición presente.
El infierno musical presenta una coda: una cuarta parte titulada «Los poseídos
entre lilas» inspirada en la obra de teatro homónima. Aunque se recuperan diálogos, el
tono continúa el mismo, también la atmósfera o la simbología. Por lo demás, la Obra
poética de Pizarnik también cuenta con numerosos poemas publicados póstumamente
(Pizarnik, 2001: 300 y ss.): en mi opinión, en todos los casos, siguen algunas de las
directrices ya expuestas; en algunos casos, como «En esta noche, en este mundo», las
amplían. En general, los poemas no incluidos en poemarios son textos sueltos, que
nunca llegaron a publicarse —buena parte de ellos datan de 1972 y fueron recogidos y
publicados, por Ana Becciú y Olga Orozco, como Textos de sombra y últimos
poemas189—.
189
En este caso, parece que se trataba de un libro sin terminar de acuerdo con las anotaciones de
Alejandra Pizarnik en algunas carpetas y manuscritos encontrados en su casa tras su muerte.
[303]
3. 3 La elección de Los juegos peligrosos de Olga Orozco
y Los trabajos y las noches de Alejandra Pizarnik
Como hemos venido anunciando, analizar Los juegos peligrosos de Olga Orozco
y Los trabajos y los noches de Alejandra Pizarnik implica insertarse en dos escrituras
maduras y conscientes, y ello doblemente, ya que estos poemarios también se
corresponden, con respecto a su obra poética —como ya hemos delineado— con su
período de mayor madurez y consciencia. Enseguida estos textos se revelaron libros
paradigmáticos de la poética de ambas autoras, cuya lectura reunía la intensidad y la
complejidad de sus propuestas estéticas.
Con respecto a la obra de Orozco, por ejemplo, Ana Becciu explicita que «Los
juegos peligrosos […] ya figuraban entre los libros “memorables” de la poesía
argentina» (Becciu, 2012). Por su parte, María del Carmen Tacconi habla de una «etapa
de madurez que se inicia con Los juegos peligrosos» y en la que Orozco va a
«caracterizar su estilo: temas obsesivos, expresión metafórico-simbólica, minuciosa
elaboración formal» (1981: 115). Por último, Susana López Espinosa considera que Los
juegos peligrosos se halla al «centro de su evolución poética» (1987: 37).
Acerca del libro de Pizarnik, César Aira destaca que «el libro tuvo una unánime
aclamación crítica, y al año siguiente obtuvo el Premio Municipal de Poesía, entonces
bastante prestigioso» y que mediante este texto «la posición de Pizarnik […] había
alcanzado el estatus legendario que ha conservado hasta hoy» (2001: 64). Cristina Piña
va más allá del prestigio o la consagración de la joven poeta para indicar que Los
trabajos y las noches inscribe el compromiso existencial y esencial con la poesía:
Al margen de la perfección estética, Los trabajos y las noches es un libro capital pues en él la
subjetividad poética asume la decisión de convertir a la poesía en su morada. Solo que esta
decisión lleva a que se agudicen la división del yo y el enfrentamiento con la muerte, la cual irá
asumiendo inquietantes y seductoras máscaras poéticas (1999a: 143).
Tanto Los trabajos y las noches como Los juegos peligrosos comparten una
posición similar frente al lenguaje y a la realidad. Ambos tensan el enfrentamiento del
sujeto con lo (im)posible a fin de alcanzar el conocimiento y la revelación de lo
absoluto. Ambos intentan transformar la palabra poética —mediante la invocación o el
sacrificio— e intentan superar la realidad inmediata, con la que establecen un pulso —
mediante el amor o la magia—; una utopía tan perseguida que, en ambos casos, se
traduce en el recurso al conjuro.
Acerca de este poemario de Olga Orozco, Manuel Ruano especifica que:
[304]
Es la metáfora del cielo y del infierno a nivel de lo cotidiano. Con este libro se inicia en la
poética de Olga una introducción a la cartomancia, una incursión a la astrología, la magia y el
onirismo, como búsqueda para desarmar hechizos y formular ensalmos. Es el momento del
talismán y la invocación. La palabra anuncia la eficacia del poder. En este aspecto hay vasos
comunicantes con el credo surrealista. Breton decía que nada de lo que nos rodea es objeto,
todo es sujeto. Y en este aspecto el libro es un verdadero pronunciamiento entre el mundo real
y el mundo invisible. Ella me decía que le gustaba ese título, Los juegos peligrosos, porque los
días que vivimos son peligrosos (Ruano, 2003).
Por una parte, la fe en la palabra, esto es, la negación de la representación y el
desfase con la cosa, puntúa el trazo utópico —no en vano Ruano vislumbra la filiación
surrealista— en este texto. Por otra parte, el grado total de subjetivación de la poética
orozquiana parece defender un saber de lo invisible en la búsqueda de lo real y apuntar
al riesgo del ser en tal empresa.
En el caso de Los trabajos y las noches, retomando la ritualidad del texto,
Carolina Depretis afirma:
Hay un tono litúrgico en este libro […]. La poeta se entrega al amado, y este gesto reúne al
menos dos posibilidades semánticas: de una parte, la ofrenda puede señalar un sacrificio de sí
misma, una entrega o resignación de lo mismo en lo otro; por otro lado, entregarse en una
ofrenda puede indicar la secreta realización de un deseo propio. La primera posibilidad señala
una renuncia del sí mismo en el otro, es vaciamiento del yo. Por el contrario, la segunda
posibilidad asegura un repliegue hacia lo mismo dado por la dirección del deseo, es colmataje
del yo (2001: 42).
En ambos casos, el ser se arriesga en un discurso que coloca al lenguaje y a la
poesía en el centro; en ambos casos esa apuesta se halla mediada —por el amor o la
magia—; en ambos casos, ese envite está condenado a un fracaso ya anunciado por el
sello utópico de la empresa. No obstante, con respecto a todo ello, el texto pizarnikiano
ofrece un punto de inflexión relacionado con el lugar del sujeto textual y el espacio de
escritura. Como sugiere Depretis, la ofrenda de Los trabajos y las noches coloca al
sujeto en una encrucijada, en una tesitura que implica, en cualquier caso, una renuncia.
Como veremos, este texto radicaliza el conflicto entre poesía y conocimiento, lo
(des)cifra explicitando la desaparición como latido en este tipo de poéticas: en otras
palabras, las poéticas de la desaparición más radicales terminan re-conociendo que algo
—y alguien— va a quedar para siempre fuera del conocimiento.
Las citas de Ruano o Depretis señalan el tono ritual o litúrgico de los dos
poemarios que se analizan en capítulos sucesivos: en definitiva, esto ya constituye una
característica y una intención de partida: el intento de superación y la plasmación de los
límites impuestos por el lenguaje, a través de una utilización distinta de la palabra y de
la palabra poética, al tiempo que la búsqueda de discursos capaces de dar cuenta de lo
invisible hasta el punto de convocarlo.
[305]
Mediante este breve comentario que pretende introducir la elección de los
poemarios que estudiamos de forma más pormenorizada, ya hemos sugerido que las
citas también apuntan a algunas distinciones fundamentales. Mediante el análisis de
cada poemario, se desarrollarán, extenderán e hilarán similitudes y diferencias. El
acontecimiento de su lectura tratará de profundizar en los pilares que ponen de relieve la
búsqueda de un sujeto atormentado por la ausencia, el silencio o el no-saber y que
esculpen, finalmente, dos tipos sensiblemente diferentes de poéticas de la desaparición.
[306]
Capítulo cuarto
Los juegos peligrosos
de Olga Orozco
[307]
[308]
1. Introducción
… Mas ahora, bajo la alta
bóveda de encinas donde yo reflexiono
e interrogo a la altura, una campana
de antiguo conocida
suena a la hora con dejo áureo allá en la lejanía
en tanto vela el pájaro otra vez. Quizá así sea posible.
Friedrich Hölderlin
Como hemos venido sugiriendo, los primeros libros de Olga Orozco ya
sostienen una concepción poética extremadamente consciente, unos sólidos pilares
filosóficos y el presentimiento de una dimensión religiosa innegable. Desde lejos (1946)
y Las muertes (1952) se presentan así poemarios marcadamente introspectivos, donde
todos los signos conducen a la misma pregunta:
¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las anteriores primaveras,
como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos,
los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría sus días?
Sólo tú, alma mía.
Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,
para siempre envolvente,
escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno desamparo,
el rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida,
y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del olvido.
¿En qué rincón de ti,
en qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de una alegre estación,
el murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba el cielo,
el canto esperanzado con que el amanecer corría de nuevo a nuestro encuentro,
y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio señalado,
en las que agonizaba lo imposible? (Orozco, 1998: 11-12).
Los primeros poemas de Olga Orozco revelan la extrañeza de unos signos
siniestros —por familiares— o de una presencia enigmática que resulta el sujeto
mismo190. La percepción de estos signos obligan entonces al desdoblamiento del yo y
evidencian la búsqueda ontológica del sujeto textual: un no-saber que remite a la
sospecha de un conocimiento olvidado.
Como ya hemos visto, los primeros poemarios de Olga Orozco instituyen la
búsqueda ontológica desde el intento de una búsqueda existencial que erige la re190
Un texto claramente complementario a este primer poema del primer libro de Olga Orozco, «Lejos,
desde mi colina» —analizado parcialmente en el capítulo anterior— es el poema inmediatamente
contiguo, «Quienes rondan la niebla». Como se sugiere desde el título, el poema vislumbra los seres
escondidos en la niebla, en las sombras, apenas en un espacio perceptible. Esos seres corresponden de
nuevo al sujeto mismo: «Siempre estarán aquí, junto a la niebla, / amargamente intactos en su paciente
polvo que la sombra ha invadido, / recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente
[…] Son los seres que fui los que me aguardan, los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y
amarilla que sostiene el verano…» (Orozco, 1998: 13 / Orozco, 1946).
[309]
creación de una historia sin coordenadas, completa y eterna, total, a la que el sujeto
retorna continuamente para hacerse las mismas preguntas. Son las preguntas,
coordenadas en el mapa existencial, que cristalizan años después en Los juegos
peligrosos (1962): «¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?».
De alguna manera, el yo textual se encuentra continuamente asediado por la
extrañeza de haber llegado al mundo sin la certeza o el saber de un origen. Por eso, a
partir de Los juegos peligrosos, el conocimiento del sujeto se encadena con otras
preguntas que ya exigen de la interpretación del entorno del sujeto textual. El yo va en
busca de una verdad negada pero intuida, indescifrable pero latente. Sin embargo, se
halla —cada vez más— encerrado en un contexto dibujado con formas múltiples y
volubles, perdido en una realidad extremadamente compleja, convertida en su espacio al
mismo tiempo que en su esfinge, en su interrogación a la vez que en su texto.
La poesía de Olga Orozco se mueve entre las sombras, las intuiciones y la
certeza del enigma irresoluble. Por eso, para vislumbrar la esperanza de una respuesta,
solo parece existir la poesía y el conocimiento mágico:
Como la poesía, como la plegaria, como el sueño y el acto de amor, se supone que la magia
obra el milagro de conferir poderes sobrenaturales, de romper maleficios, de quebrar las leyes
habituales de causa y efecto para lograr prodigios. En mi libro Los juegos peligrosos todos esos
elementos se reúnen, aunque el milagro no se produzca más que en el poema (Orozco, 2003:
22).
[310]
1. 1 «La poesía es un juego peligroso»
La cita que da título a este epígrafe pertenece de Hölderlin, de quien Luis
Cernuda —sin duda su más célebre traductor al español— destaca «el lirismo
metafísico» y la «misma dramática aptitud para participar, aun débilmente, en una
divinidad caída y en un culto olvidado» (Cernuda, en Hölderlin, 1996: 18). Tras el
repaso del conjunto de la obra poética de Orozco, las reminiscencias de la cita de
Friedrich Hölderlin con el título del poemario de Olga Orozco —Los juegos
peligrosos— se presentan ya evidentes, así como el paralelismo que puede establecerse
desde el comentario de Luis Cernuda hasta el contenido de la poesía de Orozco o, más
allá, el reconocimiento de la influencia —ya estudiada— del primer romanticismo
alemán en el conjunto de la poética orozquiana.
Los textos de Friedrich Hölderlin integran obviamente la tradición literaria y
filosófica del Frühromantik desde la añoranza del mundo mítico y trascendente, desde
la búsqueda de la voz de la naturaleza, y sobre todo, desde un sujeto textual fuertemente
marcado por la insatisfacción frente al mundo moderno, que emprende una búsqueda
solitaria —como en el Hiperión— en la que expresa su «apetencia de felicidad y sus
sueños utópicos» (Munárriz, en Hölderlin, 2002: 14). En Hölderlin, la elección del
paradigma expresivo de la poesía representa entonces una clara apuesta por el afán
filosófico de un conocimiento basado en la razón no menos que en la sensación y
centrado en restaurar el hiato moderno entre la naturaleza y el hombre.
De hecho, los comentarios o los estudios de la obra y de la figura de Hölderlin
—ya sean de Cernuda o de Heidegger— apuntan al carácter peculiarmente consciente
de la poética hölderliana191, al tiempo que a la concepción de una palabra poética como
«mediación entre lo sagrado y los hombres o entre los hombres y sus sueños» (Munárriz
en Hölderlin, 2002: 15)192. Decía Hölderlin en una célebre cita del Hiperión que «El
hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona» (2002: 26).
191
En este sentido, Cernuda afirma que Hölderlin estaba destinado a la poesía (Hölderlin, 1996: 17-20)
como apunta Munárriz, concibiendo la poesía desde Cernuda como una «entrega incondicional» y como
una actividad plenamente consciente y comprometida (Munárriz en Hólderlin, 2002: 13). Por su parte,
Martin Heidegger explicita este carácter absolutamente consciente de la poética hölderliniana a través de
la célebre reflexión en la que afirma que la poesía de Hölderlin «está cargada con la determinación
poética de poetizar la propia esencia de la poesía» (en Hölderlin, 2002: 14).
192
Para enunciar y desarrollar este aspecto, Munárriz recurre al análisis de Octavio Paz en Los hijos del
limo sobre la obra hölderliana, donde se enuncia ese carácter de mediación de la palabra poética entre lo
tangible y lo intangible, el ser y el dios, la «realidad» y el sueño.
[311]
Como se ha explicado a lo largo del capítulo primero, el comienzo de la
modernidad da paso a un intenso fenómeno de racionalización que favorece un extenso
dualismo, por lo que la reflexión queda asociada al discurso mecanicista y positivista de
la ciencia mientras que la poesía abarca cada vez con mayor intensidad la exploración
del mundo del sueño, de la noche, del infinito. La elección del paradigma poético
implica, en cambio, aceptar la imposibilidad de las palabras de acceder a todos los
rincones de ese universo infinito en el que se pierden, o de superponerse a los enigmas
del sueño, de la noche y del absoluto romántico, desvelándolo. A este respecto, y como
señala Jesús Munárriz en el prólogo al clásico de Hölderlin, la poesía significa «esta
desgarradura, esta radical impotencia frente a la impenetrable realidad (que) ha llevado
tantas veces a los más lúcidos al reino de las sombras» (Munárriz, 2002:16).
Los juegos peligrosos de Olga Orozco retoma esa ilusión del absoluto
romántico, que consiste en superar la realidad circundante para alcanzar un
conocimiento total, a través —como indicaba la poeta— del sueño, de la plegaria, de la
magia y sobre todo, de la poesía. El tercer poemario de Olga Orozco realiza así una
clara «apelación al conocimiento mágico» (Piña, 1983-1984: 59), que conjuga con una
apuesta poética regida por la búsqueda de una palabra capaz de abrir el conocimiento
del ser, de su origen, de su destino, es decir, de mostrar lo que se esconde detrás de lo
real sensible, más allá de lo visible, de lo percibido; en palabras de Alba Scaglione: «A
través de la palabra, dilucidar el mundo (o los mundos), descubrirlo más allá de las
apariencias, recorrer el velo para deslumbrarnos con la verdad» (2000: 35).
[312]
1. 2 Estructura
Los juegos peligrosos extiende una suerte de escenario para un intenso
cuestionamiento de esos conceptos de verdad, de realidad y de representación, mediante
la exploración de los límites —del abismo— tanto del lenguaje como del sujeto. Cada
uno de los dieciocho extensos poemas que conforman este libro presentan, de hecho, el
desarrollo de un motivo «abismal», de un intento de conocimiento a través de un saber
cotidiano o esotérico, de la reformulación de la pregunta acerca del origen del ser y del
mundo. En resumen, estos dieciocho poemas recogen el énfasis en el enigma existencial
y vital del nacimiento —y, por tanto, de la muerte— del ser.
Desde su título, Los juegos peligrosos reivindica la reminiscencia romántica, la
palabra poética como mediación entre lo ontológico y lo sagrado y como instrumento de
conocimiento; por otra parte, apunta al espacio pleno de la exposición —y del riesgo—
del yo, al tiempo que aborda insistentemente a un interlocutor desde su primer poema,
una tirada de cartas titulada «La cartomancia»:
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada
[…]
Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
¿Quién llama?, pero ¿quién llama desde tu nacimiento hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino (Orozco, 1962: 9-10).
La apertura del texto ya revela la complejidad del trabajo y del pulso orozquiano
con el lenguaje. La minuciosidad en la elaboración poética o un estilo condensado en
largos versos reproducen una suerte de ritmo próximo a la letanía que evidencia, a su
vez, un profundo tono litúrgico, ceremonial, invocador; pero, esta vez, el tono surge del
desarrollo del lenguaje y de la imagen —más que de su síntesis—, de la fluidez de la
palabra —más que de su concentración—, de la pausa y de la respiración del yo.
[313]
Desde el comienzo del poemario y en parte a través de un tono litúrgico y de una
palabra ritual, el sujeto textual muestra su adscripción a distintas formas de
conocimiento ligadas al esoterismo o a la magia; en el caso de este poema concreto, a la
cartomancia. Los juegos peligrosos despliega un abanico de prácticas esotéricas, pero
también de escenas provenientes de los libros sagrados, que dejarán poso en toda la
poesía de Olga Orozco. Ese discurso esotérico o religioso articula, como dice Telma
Luzzani, una «poesía de arte visionario: es efigie y al mismo tiempo oráculo» que «se
configura a partir de la oposición yo / otro, unidad / multiplicidad» (Luzzani, 1982: IVVIII).
En efecto, desde este primer poema («La cartomancia») hasta el último —tan
emblemático— («Desdoblamiento en máscara de todos»), el obsesivo tema del
desdoblamiento se impone de modo que atraviesa el poemario en su conjunto: al centro,
el sujeto rasgado. El desdoblamiento establece la dislocación del yo, la reafirmación de
la ya citada máxima de Rimbaud («J’est un autre») y, como indica Juan Gelman, la
superación de esta máxima por Olga Orozco, a través de una multiplicidad del sujeto
que se dispersa en los otros («somos tantos en otros» —Gelman, 1998—), posibilitando
de este modo el caos, la multiplicidad, esa suerte de infinitud —obviamente
indefinida— capaz de completar un todo universal. Susana López de Espinosa introduce
como sigue el importante tema del desdoblamiento en la poética orozquiana:
En Los juegos peligrosos la primera persona lírica entra a menudo en diálogo con una segunda,
«tú», desdoblamiento de aquella; ambas son manifestación del Yo profundo que se interroga;
la división no hace más que marcar la identidad: el Yo situado en el centro del poema, es
siempre igual a sí mismo; es el que se asume como conciencia de la propia enajenación; es el
que vacilante, interrogante, se interroga: «¿quién soy yo?».
Y la respuesta tentativa se va desarrollando en una fascinante experiencia que puede ser así
descrita:
El yo lírico es un huérfano, un solitario, caído en el mundo:
«Me clausuran en mí.
Me dividen en dos…» (López de Espinosa, 1987: 39).
A través del desdoblamiento del sujeto textual, el libro organiza una procesión
de sombras abanderada por lo invisible y anticipada, como hemos reseñado en el
capítulo anterior, a través de la percepción de varios signos: en «La cartomancia», será
el ladrido de los perros, el desgarro o el crujido de maderas. El yo habla y escucha,
interroga y responde, escenifica todos los intentos de vulnerar una realidad tan impuesta
como incompleta. A este nivel, Los juegos peligrosos presenta una suerte de rebelión de
un yo múltiple, desdoblado, trabado por el tono severo y la interrogación continua, sin
[314]
excluir el movimiento permanente del objeto, de las cosas. Quiénes y qué cosas se
mueven, se esconden o se rebelan bajo la realidad aparente, inmutable o certera.
En este sentido, «La cartomancia» pone en escena la abertura típicamente
orozquiana, regida por el dinamismo y la extrañeza. El poema comienza con una
apelación a la escucha de los signos que, a su vez, dan paso a la «indagación del linaje
de las sombras» y al «desgarro de la tela del presagio», es decir, a la exploración del
mundo de las sombras —de lo oculto y de lo translúcido o invisible— y de un saber
intuitivo, adivinatorio. Además, el comienzo del poema está marcado por el misterioso
avance y, finalmente, por la llegada de «alguien» desconocido —otra vez el mismo
pronombre indefinido, indeterminado, impersonal—, que parece provocar una
multiplicación y una confusión de «rostros» susceptibles de transformar al sujeto en un
ser desgarrado, desdoblado, «invadido» (Orozco, 1962: 9).
Por otra parte, con «La cartomancia», la abertura de Los juegos peligrosos
reafirma —mediante la extrañeza, el desdoblamiento o la desaparición— las
interrogaciones que rodean la existencia, dirigiéndose hacia el intento de disolución o
desarticulación de los planos espacio-temporales y causales —un aspecto que aparece
enfatizado en todo el libro—: «¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento
hasta tu muerte / con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?»; «Aquí
está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir» (Orozco, 1962: 10).
Al igual que otros poemas dedicados al sueño, la astrología o la magia, «la
cartomancia» se revela entonces un intento de burlar la inserción del sujeto en un
tiempo concreto o en las coordenadas espaciales, causales, lógicas, que lo aprisionan en
una realidad única asimilada a lo visible y/o lo (in)mediato. Cabe destacar que, en
general, los primeros poemas del libro se invaden de signos o de símbolos —del
«ladrido» a la «llave rota» o al «anillo enterrado»— que aluden permanentemente al
carácter incompleto del sujeto textual, y de nuevo a la carencia, a la falta, al olvido del
yo.
En este sentido, y como ya mostraba López de Espinosa, el intento de respuesta
—o la «respuesta tentativa»— a las preguntas existenciales que inauguran esta intensa
búsqueda ontológica, evidencia un sujeto textual «huérfano, solitario, caído en el
mundo» (López Espinosa,1987: 39). En efecto, la lectura de la primera «mitad» del
poemario resulta un trazado por la búsqueda ontológica del sujeto textual —a través de
la adivinación o de su propio reflejo, de la soledad o del sueño, del desdoblamiento o de
la otredad, de la magia o de la cotidianidad—, y desemboca, en los poemas centrales del
[315]
libro, en una interrogación directa acerca del origen concreto del yo, un ser
desamparado, exiliado y perdido.
Los poemas nucleares de Los juegos peligrosos, «Si me puedes mirar» y «La
caída», ponen de relieve la «nostalgia de la unidad perdida» y la «caída en la
contingencia»
recalcadas
insistentemente
por
Cristina
Piña
como
motivos
fundamentales de la poética orozquiana (Piña, 1996: 19). En la médula del libro, «Si me
puedes mirar» —el poema acerca de la ausencia de la madre— enfatiza la existencia de
ese «otro lado», de ese real inaccesible poblado solo por la invisibilidad y la pérdida, y
fuertemente atravesado por la desaparición, el silencio y la muerte. Por su parte, «La
caída» recoge la historia bíblica de la pérdida del paraíso, del olvido de la unidad
primera, así como la conversión en estatua de sal, cuyas reminiscencias van desde la
historia bíblica de la mujer de Lot hasta el mito órfico.
Como indica Víctor Gustavo Zonana, la obra orozquiana apunta a «la
recurrencia al acontecimiento dramático de la caída que determina la evocación
anhelante de la condición primigenia de la humanidad» (Zonana, 1992: 271). Esta
condición primigenia conduce no solamente al origen del sujeto, sino también a la
herida del destierro, a la imagen del yo como un «exiliado», un ser de nuevo extraviado
y absolutamente desgarrado:
Reconoce la herida: mírala en todas partes.
Es la desgarradura con que habitas en todo cuanto miro,
el paraíso roto,
la señal del exilio que te lleva a partir y a volver a nacer en este mismo oficio de
]tinieblas,
la morada de paso para el crimen,
el pecado de muerte que te convierte en juez, en mártir y en verdugo
hasta que se desprenda en negro polvo la mascarilla última,
esa que te recubre con la cara del hombre (Orozco, 1962: 40).
Silvia Pellarolo señala que el mito de la caída convierte al yo lírico en una
«“exiliada del Reino” al experimentar lo mundano como si fuera la “herida” de un
“paraíso roto”» (Pellarolo, 1987: 43). Más allá de la dimensión religiosa y de las
afinidades gnósticas recalcadas por la crítica, las alusiones recurrentes a este mito ponen
de manifiesto un «ser incompleto y mutilado en busca permanente de su Totalidad», en
palabras de Elba Torres de Peralta (1987: 94).
Efectivamente, la poética de Olga Orozco representa el intento de «remontar la
dinámica descendente de dicha caída para reintegrarse en el absoluto originario»
(Piña,1996: 19), es decir, de recuperar un paraíso que significa la imposible respuesta a
las preguntas metafísicas del yo —a su búsqueda existencial y ontológica— y, sobre
[316]
todo, la unidad y la salvación de ese sujeto condenado a la escisión y al olvido; dos
temas no menos fundamentales que configuran el núcleo de los poemas titulados «Entre
perro y lobo» y «En donde la memoria es una torre en llamas».
De alguna forma, también estos dos poemas reescriben el mito de la caída en
cuanto que cifran de nuevo el lugar de escritura de la poética de Olga Orozco: la
pérdida.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo (Orozco, 1962: 47).
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo
[…]
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía
[…]
Ésta es la torre en llamas en medio de las torres fantasmas del invierno
que huelen a guarida de una sola estación,
a sótano cerrado sobre unas aguas quietas que nadie quiere abrir.
[…]
Mis días en los otros ya no son nada más que una semilla seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del olvido (Orozco, 1962: 57-59).
La palabra de Olga Orozco se alza reiterada y pacientemente sobre un gesto de
recuperación incombustible, lo que significa que siempre se habla desde la pérdida;
doblemente, pues para intentar vencer los límites del conocimiento, el poema lucha
permanentemente con los límites del lenguaje —con el silencio—, emprendiendo la
búsqueda de una «palabra sin formular» —otra vez la «primera palabra»— o al menos
de una palabra «posible», capaz de crear algún destello (Orozco, 1962: 51). La
enunciación se afana en reconquistar el lugar y el estado anteriores al de la conciencia
desgarrada de la subjetividad que se traza en el texto. La enunciación pretende entonces
recobrar ese hueco gozado como silencio o como olvido; un silencio y un olvido
esencial en el que se encuentra la clave del ser, del lenguaje y del universo.
En esa dirección, me parece interesante destacar que Los juegos peligrosos se
cierra con dos poemas tan emblemáticos como paradigmáticos: «Feria del Hombre» y
«Desdoblamiento en máscara de todos». En ambos casos, la elección y la consciencia de
la búsqueda ontológica y poética permeable en el conjunto de la obra orozquiana se
ponen de relieve desde la pérdida y el desdoblamiento del sujeto textual:
[317]
Yo elegí los delirios, las magias y el amor.
[…]
Habría que volver a echar los dados de la primera vuelta.
Habría que borrar la ráfaga que aspira desde el fondo de cada porvenir.
Habría que cambiar la contraseña y olvidar las tijeras.
Habría que nacer sin esta herida en el costado.
[…]
Si quieres, puedes interrogar el desvarío de tu sangre convertida en oráculo,
puedes buscar la lámpara enterrada en el borde de tu alma.
No lograrás hallar en ninguna respuesta la primera palabra;
no encontrarás jamás una luz que ilumine lado a lado las dos mitades de tu cara
(Orozco, 1962: 63-65).
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
[…]
Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue inscripta en el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas partes:
no hay muerte que no mate,
no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado (Orozco, 1962: 67-68).
La herida provocada por la llamada constante a la subjetividad desemboca en
esta escritura plural que evidencia tanto la complejidad y la multiplicidad del mundo
como el desdoblamiento y la escisión del yo, volcándose final y totalmente en los otros,
en los demás. Lo hace —significativamente— a través del abandono simbólico del
nombre y del desprendimiento también simbólico del cuerpo, de la manifestación
mística. «Desdoblamiento en máscara de todos» visibiliza, como veremos, el enigma y
la tragedia del ser humano como ente y, como en un epifánico y filantrópico gesto,
termina instaurando la pérdida, el dolor y el desgarro existencial en el corazón de cada
uno de los hombres.
.
[318]
2. Poesía y magia: lo indecible en la imagen de la intemperie
La magie, le chamanisme, l´ésotérisme, le carnaval ou la poésie «incompréhensible»,
soulignent les limites du discours socialement utile, et portent témoignage de ce qu´il refoule :
le procès excédant le sujet et ses structures communicatives.
Julia Kristeva
Algo que pueda ser la palabra perdida; buscamos lo indecible. Por eso el poema es una
frustración […] la poesía misma, el sueño reiterado; en general, los elementos abismales: todo
aquello que rompe con las leyes establecidas de causa y efecto. La magia, como la poesía, se
maneja por una conversión simbólica de todo el universo.
Olga Orozco
Como hemos visto, Los juegos peligrosos presenta la conjunción de tres niveles
básicos en la poética orozquiana: el ontológico, el existencial y el mágico. A través de la
magia —y de la palabra «mágica»—, del discurso y del saber esotérico y religioso, el
libro articula la búsqueda ontológico-existencial emprendida por el yo lírico y resaltada
mediante su interrogación insistente a la realidad circundante y al enigma del ser. La
magia parece la clave que cifra los otros dos polos que, sintomáticamente, van a
aparecer —solo en principio— separados: el ser y el mundo —el yo y lo otro—.
La poética orozquiana apuesta por una conversión simbólica del universo entero,
pero esta conversión, que se ve reforzada en Los juegos peligrosos por la alternativa
mágica, necesita de una discursividad poética —como anota en numerosas ocasiones la
propia autora193—. La poesía permite el trabajo con la palabra: en la poética trazada por
Olga Orozco, esto implica también un trabajo con el «Verbo», con el origen y, en ese
sentido, con la búsqueda de una «palabra primera». En ese intento de rescatar la palabra
original —transparente y poderosa—, Los juegos peligrosos pone en escena una palabra
ritual ligada a un lenguaje con claras reminiscencias esotéricas y bíblicas, que se inserta
en el discurso de lo esencial desconocido, de lo trascendente, de lo sagrado.
La conciencia del trabajo formal y de la concepción poética orozquiana se
inscribe entonces en un ritmo cercano a la liturgia y desvela una escritura que —en su
desglose de símbolos— evidencia un enfrentamiento continuo con la barrera de un
lenguaje incapaz de acceder a lo divino o a lo real desconocido y trascendente. De
nuevo, y desde el primer poema, la palabra no puede transmitir la experiencia mágica, el
«milagro»: «un poema en que todo fuera ese todo y tú / —algo más que ese todo—./
193
Además de las palabras de Olga Orozco citadas a modo de epígrafe (en Sefamí, 1996: 106),
encontramos reiteradas reflexiones similares, que refuerzan no solo la importancia sino también la
concepción sagrada de la palabra poética y su carácter de «Verbo», originario y poderoso: «Mientras
tanto, aquí y ahora, el poeta elige su expresión. Elige la palabra como un elemento de conversión
simbólica de este universo imperfecto. La idea de que el nombre y la esencia se corresponden, de que el
nombre no sólo designa, sino que es el ser mismo y que contiene dentro de si la fuerza de ser, es el punto
de partida de la creación del mundo y de la creación poética» (en Torres de Peralta, 1987: 90).
[319]
Pero nada ha llegado…» (Orozco, 1962: 10). Esta imposibilidad de nombrar lo oculto,
lo invisible, lo intangible, vuelve patente la presencia de la pérdida, de la falta, del
silencio.
En ese sentido, por una parte, Los juegos peligrosos implica una escenificación
dramática de la tensión entre el silencio y la palabra, ya que al tiempo que surge la
incapacidad del lenguaje para rozar siquiera la esencia del ser, del mundo, de la poesía,
la palabra posee una resonancia espiritual y vital primera o una capacidad ancestral
mágica (Orozco, 1962: 25). Por otra parte, la poética orozquiana enfrenta esta tensión
—fruto de la problemática del lenguaje— y el silencio mismo, rescatando justamente
antiguos símbolos o trazando signos que van a dibujar continuamente una imaginería
tan evocadora como desconcertante.
La poética propuesta por Olga Orozco elabora y engarza imágenes que
cuestionan y desarman el concepto de verdad, la realidad visible o el sujeto unitario u
homogéneo. Los juegos peligrosos propone otra vez una poética construida sobre el
deseo de rescate de una palabra mágica, primera, posible —es decir, sobre su carencia.
Pero, a la vez, esta poética construye —y se construye sobre— imágenes que proyectan
parcelas desconocidas, inasibles, imposible.
[320]
2. 1 La palabra poética como palabra sagrada: el conjuro metafísico
Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.
Nómbrala.
Nómbrala con el frío y el ardor
[…]
con la palabra de poder.
Nómbrala y mátala.
Olga Orozco
La escritura de Olga Orozco —así como su concepción poética— se mantiene
con una constancia extrema a lo largo de su extensa obra y constituye una escritura
poética casi única en el panorama argentino en la década del sesenta. Un ritmo versal
extremadamente lento —casi «letánico»—, marcado por numerosas cesuras y
enumeraciones, se alarga y parece perderse para ser reencontrado a través de
repeticiones o anáforas —a veces, a modo de improvisados estribillos—. Por ello, la
escritura de Olga Orozco presenta una poesía pausada que se niega a la inmediatez y,
aunque solicita un grado de concentración inusitado para la época, resulta apta para ser
escuchada antes que leída, debido a la «refinadísima musicalidad» —como dice Piña
(1996: 20)— que desprenden sus versos.
Como subraya M.ª del Carmen Taconni, los trazos básicos de la forma poética o
del «estilo» de Olga Orozco se caracterizan por la insistencia temática, el empleo de la
metáfora y la minuciosidad en la forma (1981: 115). En este último punto se atendería,
en el caso orozquiano, a la complejidad de un trabajo formal realizado conscientemente
sobre el esquema de la escritura bíblica, de la invocación y la liturgia, así como de una
concepción de la palabra poética que ansía la recuperación del poder revelador de la
palabra sagrada. Telma Luzzani enfatiza este aspecto relacionando la poesía de Olga
Orozco con la poética religiosa medieval:
Estas estructuras, frecuentes en el discurso bíblico, y el carácter religioso que circunda lo
oracular, impone una reflexión sobre un posible modelo sustentador. Poesía de ritmo
versicular, saturada de alusiones bíblicas, está entretejida sobre esta intertextualidad. El texto
evoca, parafrasea, cita La Biblia constantemente. Se adosa a ella, se mimetiza y el efecto es
inevitable: se tiñe de su sabiduría y de su verdad. La utilización de palabras marcadas por el
contexto bíblico en función análoga, permite hablar de estilización y asociarlo con el sistema
literario medieval, cuyo discurso también gira en torno a la cita bíblica (Luzzani, 1982: IX).
Como ya sugeríamos, Los juegos peligrosos —a través del reflejo de prácticas
esotéricas o de narraciones a partir de motivos bíblicos o religiosos— explicita un tono
litúrgico que implica el recorrido por un lenguaje fuertemente marcado por lo ritual:
Una palabra oscura puede quedar zumbando dentro del corazón.
Una palabra oscura puede ser el misterio de otros nombres que tuve.
[321]
Una palabra oscura puede volver a levantar el fuego y la ceniza.
«Matrika Doléesa,
llora por mí.
Matrika Doléesa,
vuelve por mí.
Ven a buscar el ascua del esplendor
sepultada en mi mano».
Y unas ramas sobre la cabeza bastan
para desenterrar una reina borrada por las plumas de un dominio salvaje.
Conservo de ese tiempo el tatuaje que deja una sombra de triste idolatría en
]todo cuanto toco,
una respiración de plantas sofocadas que exhalan un veneno semejante al del
]sueño,
el puñado de piedras siemprevivas donde hierve la sangre de mis antepasados,
un poder en tinieblas encerrado por el vuelo de un pájaro
y esta máscara fúnebre que avanza desde el fondo de mi rostro cuando nadie
]me mira.
[…]
«Griska Soledama,
no llores por mí,
Griska Soledama,
no vuelvas por mí.
Rompe el cristal de invierno
donde guardas mis lágrimas».
[…]
Alguien me llama a voces desde una casa que hunde sus raíces de arena en la
]distancia que llamamos nunca,
y otras veces despierto en mi memoria con el olor de los países donde nunca
]estuve […]
«Darvantara Sarolam,
junta nuestros despojos.
Daravantara Sarolam,
búscanos la salida.
Toma el grano de trigo funerario,
tómalo desde el fondo de cada eternidad» (Orozco, 1962: 25-26).
Este extracto pertenece al extenso poema titulado «Para ser otra», un texto que
reúne buena parte de la intensidad textual así como de la esencia temática y formal de la
poética orozquiana. Al tiempo, mediante la explicitud del poder de la palabra y de la
invocación, «Para ser otra» ilustra ese énfasis en el tono litúrgico y el carácter ritual del
lenguaje de Los juegos peligrosos.
El poema subraya, por tanto, «la importancia que tiene el concepto de lenguaje
en esta poesía, señalando el lugar privilegiado o “sagrado” que tiene la “palabra”
poética dentro de la cosmovisión de la poeta» (Running, 1987: 19). Este carácter
sagrado se comprueba en el poder explícito otorgado a la palabra, desde la abertura del
poema mediante la anáfora reiterada de los tres primeros versos: «una palabra oscura
puede…» (Orozco, 1962: 25). Una palabra «oscura», en el límite de lo inteligible, de la
certidumbre, de la peligrosidad, puede «quedar zumbando dentro del corazón», «ser el
[322]
misterio de otros nombres que tuve», «puede volver a levantar el fuego y la ceniza»
(Orozco, 1962: 25)…
Esa palabra oscura y poderosa parece concentrar la historia del origen del ser, la
memoria de esa historia y hasta la posibilidad de recuperar un lenguaje anterior,
primero, quizás transparente. Además, esa palabra oscura, poderosa, da paso a la
palabra poética que apunta al conjuro, a la magia, a la recitación iterativa de un nombre
«secreto» —en clave— que va cambiando, sobre el que se invoca primero por el llanto
y por el regreso del yo; después, por su disolución, su huida y su desaparición (Orozco,
1962: 25-26).
No obstante, evidenciando el carácter ritual del poema mediante la repetición, la
invocación y el conjuro, y aunque sea empezando por el final, por la nada o por la
muerte, el ruego apunta a la unidad del ser, a su esperanza o su «salida» del bucle
existencial y al desvelamiento de los enigmas metafísicos. En este sentido, Manuel
Ruano relaciona directamente la palabra poética como palabra sagrada, como conjuro,
con la búsqueda ontológico-existencial y las incógnitas metafísicas: «Se parte de la idea,
claro está, ahora retomada por Olga Orozco, de que toda palabra poética es conjuro […]
el texto se remonta a ecuaciones de índole metafísica» (Ruano, 2000: XXXI).
Por su parte, M.ª del Carmen Taconni propone para este poema una
interpretación estrechamente ligada al carácter religioso y a la referencia bíblica:
El creyente puede liberarse de esa rueda inclemente de transmigraciones sólo a condición de
que descifre el misterio de su propia identidad […] En la vida temporal, la liberadora
revelación del origen está ligada a una palabra misteriosa que posibilitará el reencuentro con el
doble trascendente, con la imagen celeste del alma, esto es, el retorno al ser absoluto
(Tacconni, 1981: 118-119).
El final del poema señala claramente la confianza en posibilitar la mirada y la
lucha por la revelación a través de la palabra poética: «Voy a poder mirar. / Voy a
desenterrar la palabra perdida entre las ruinas de cada nacimiento» (Orozco, 1962: 28).
Lo hace desde la obsesión del origen. Además, y al mismo tiempo, enfatiza las
preguntas ontológicas, existenciales —y, tras el desarrollo del poema, podemos añadir
que metafísicas—: se trata de la ya citada «¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?»
(Orozco, 1962: 28).
Como ya anticipábamos, acerca de Los juegos peligrosos y de la poética
orozquiana, Manuel Ruano subraya el carácter poderoso y sagrado de la palabra,
señalando que el libro trabaja con «la metáfora del cielo y del infierno a nivel de lo
[323]
cotidiano»194: implícitamente, Ruano pone de manifiesto esa «verticalidad» de la
palabra poética, tan defendida por la poeta195. Acerca de esta «verticalidad» de la
poesía, Roland Barthes apunta:
Aquí las relaciones fascinan, la Palabra alimenta y colma, como el súbito develamiento de una
verdad; decir que esta verdad es de orden poético, es sólo decir que la palabra nunca puede ser
falsa porque es total; […] la palabra sólo tiene un proyecto vertical […] La palabra poética es
aquí un acto sin pasado inmediato, un acto sin entorno, y que sólo propone la sombra espesa de
los reflejos de toda clase que están vinculados con ella (Barthes, en Torres de Peralta, 1987:
91-92).
De nuevo la palabra poética de Los juegos peligrosos apunta directamente a la
alétheia heideggeriana y supone, cuando menos, un intento de desvelar la «verdad», el
afán de un conocimiento total de la existencia, el deseo de un saber absoluto sobre el
ser; de ahí que se encuentre tan fuertemente puntuada —por igual, desde su forma y su
contenido— por el tono litúrgico y oracular. Esta concepción vertical de la poesía
enfatiza una poética sostenida sobre la búsqueda ontológico-existencial y el peso de las
interrogaciones metafísicas196 pero, asimismo —y como ya hemos indicado en el
capítulo anterior—, por la obsesión de la analogía, que parece cubrir la certidumbre de
lo desconocido si bien también evidencia su hueco. En este sentido, Elba Torres de
Peralta deduce que: «La recurrente visión vertical de su poesía se proyecta hacia planos
de un nivel superior y cierra un círculo que señala la vuelta a la necesidad del género
humano, en el sentido que lo fue para los románticos, de asir el Centro» (Torres de
Peralta, 1987: 22). Más adelante, esta crítica confirma la filiación con la concepción
lingüística y poética romántica como sigue:
La concepción del lenguaje de Olga Orozco se relaciona estrechamente con la estética
romántica en el sentido que la palabra se concibe con la potencialidad de reproducir la esencia
de las cosas. Este concepto es el que lleva a la poeta a interpretar las cosas como medio y no
como fin para alcanzar la comunicación con los espacios innominados (Torres de Peralta,
1987: 122).
El poder de la palabra —mágica o ritual, poética— resulta, en este contexto, la
única potencia para acceder a la esencia de las cosas, a un conocimiento total del ser y
del mundo. Como sugiere Elba Torres de Peralta, la palabra poética representa un medio
194
Citábamos la reflexión completa a raíz de la breve introducción al estudio de esta obra de Olga Orozco
(Ruano, 2003).
195
En distintas entrevistas, Olga Orozco insiste en este aspecto —que retoma la distinción de Bachelard:
«Siempre creí con Bachelard, que la poesía era vertical y la prosa horizontal» (Orozco, en Moscona,
2004). Otros críticos, como vamos a ver, retoman y explican este aspecto: «Una búsqueda […] a nivel
ontológico que la poeta verticaliza en la palabra para alcanzar otros estratos del conocimiento… (Torres
de Peralta, 1987: 126).
196
La instancia metafísica —a menudo indeterminada por la crítica o utilizada como sinónimo de
ontológico o existencial— acentúa lo eterno desconocido, situado más allá de la realidad y del cuerpo del
sujeto. Señala así la visión cósmica y universal que reside en la poética orozquiana.
[324]
para acceder a lo desconocido o, al menos, como subraya Emilio Zolezzi: «Todo su
arsenal de palabras cumple una minuciosa tarea clarificadora y logra, como una lente
fidelísima, la imagen nítida del “qué” y del “quién”, nuestros eternos interrogantes»
(Zolezzi, 1986: 53)197. Si no podemos conocer el mundo, al menos que podamos
entenderlo, parece inferirse al final.
197
En una célebre entrevista realizada por Jacobo Sefamí, Olga Orozco realiza una afirmación muy
similar a las palabras de Zolezzi: «Veo la palabra como una ordenación para ese caos» (en Sefamí, 1996:
142).
[325]
2. 2 La barrera del lenguaje frente a un mundo infinito
Nómbrala con el nombre de lo deshabitado.
Olga Orozco
La cita de Los juegos peligrosos ya utilizada como epígrafe en el apartado
anterior introduce desde su primer verso la búsqueda poética de lo desconocido, así
como la exacerbación de la problemática del lenguaje como capacidad expresiva,
significativa, cognoscitiva, y la tensión que se establece entonces entre la palabra y lo
invisible, enigmático, desconocido, que remite de nuevo a las dicotomías de lo
simbólico y lo real, del lenguaje y el silencio.
En ese sentido, el ansia de acceder a un conocimiento total, procedente del
romanticismo, en el que el ser se sitúa efectivamente como esencia —en el «Centro»—
choca con las limitaciones de una palabra y un nombre incapaz de desvelar la verdad de
la existencia y del mundo, la unidad y los enigmas del ser. Como ya indicábamos, este
choque se percibe desde el primer poema del libro:
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Y acaso sea tarde (Orozco, 1962: 10).
«La cartomancia» pone de manifiesto la búsqueda ontológica y existencial del
sujeto textual al mismo tiempo que esa espera de un lenguaje milagroso, capaz de
elaborar un poema total, solo superado por el ser mismo y por su unidad absoluta —
aquí enfatizada través de cada personaje de la baraja y, por tanto, de una
fragmentariedad totalizadora del yo—. De igual forma, este primer poema de Los juegos
peligrosos introduce una palabra poética oracular, mágica o ritualizada, convertida en
invocación y en conjuro para poder traspasar la realidad inmediata, circundante, finita, y
abarcar un conocimiento amplio, total, de la realidad y de las cosas. En este sentido,
Cristina Piña especifica que:
En relación con el intento de su poesía por transgredir las categorías del pensamiento binario y
dar cuenta de una realidad totalizadora, su lenguaje apela a los recursos retóricos propios del
discurso mítico y oracular —contradicción, reversión, oxímoron, reiteración ritual, elipsis,
anfibología—, adoptando un tono a la vez misterioso y solemne (Piña, 1996: 19-20).
La poética de Olga Orozco revela la prisión del lenguaje y la amenaza del
silencio desde esa escritura oracular, de tono enigmático, misterioso. Piña destaca el
[326]
juego basado en gran parte en la antítesis, la oposición y el doble sentido; recursos, por
otra parte, típicos del barroco que —mediante su extenuación— tendrían como fin una
posibilidad de abertura del lenguaje a la totalidad. Como ya indicábamos, la escritura
orozquiana escenifica su pulsión o su deseo de trazar un mundo y, sobre todo, un sujeto
completo, desarrollando casi cada uno de sus motivos, de sus señales, de sus signos, a
través del inserto de añadidos, correspondencias… la búsqueda de analogías siempre
latiendo.
De hecho, al contrario que otros poetas de su generación o de su tiempo —con el
ejemplo cercano de Pizarnik—, como pone de relieve Thorpe Running, «Olga Orozco
nunca cayó en la trampa de la excesiva depuración de lenguaje, aunque esa haya sido
una trampa interesante y sin duda necesaria para algunos poetas» (Running, 1987: 19).
A este nivel, la problemática del lenguaje —más que patente en la poesía y en la
concepción poética de Olga Orozco198— presenta una asimilación también directa —
¿analógica?— con el problema del conocimiento.
El lenguaje constituye una traba con respecto al problema del conocimiento,
tropieza con los límites del mundo y los evidencia en vez de superarlos. Ahora bien —y
como señalábamos a lo largo de los capítulos primero y segundo—, el lenguaje resulta
un elemento —o un instrumento— esencial para el ser e, insertada en un rito, la palabra
poética podría crear algún destello. La poética de Olga Orozco implica un balanceo
constante entre estos dos polos, entre la esperanza y la desesperanza de alcanzar la
verdad del relato y del ser, entre la palabra y el silencio al respecto199:
198
Como hemos mostrado, la problemática del lenguaje y la «esterilidad de las palabras» para acceder al
poema total (aquí, más bien, en el sentido de completo) y al conocimiento del ser unitario (y entonces,
completo) se revela desde el primer poema de Los juegos peligrosos. Otro ejemplo que escenifica el
paralelismo entre la búsqueda ontológica y la búsqueda poética se encuentra en «Sol en Piscis»: «¿Dónde
están las palabras? / ¿Dónde está la señal que la locura borda en sus tapices a la luz del relámpago? /
Escarba, escarba donde más duela en tu corazón. / Es necesario estar como si no estuvieras» (Orozco,
1962: 50). En cuanto a la concepción poética a este respecto, Olga Orozco tiene declaraciones
verdaderamente tajantes; así: «mi peste pertinaz es la palabra. Me punza, me retuerce, me inflama, me
desangra, me aniquila. Es inútil que intente fijarla como a un insecto aleteante en el papel» (Orozco en
Ruano, 2000: X) o «El lenguaje siempre nos traiciona, se nos escabulle, coquetea, desaira, da la espalda y
a veces nos enfrenta» (Orozco en Kisielewski, 2004).
199
La insistencia y sobre todo la conciencia de la problemática del lenguaje en Olga Orozco no impide
este balanceo que va desde el descrédito del lenguaje a la creencia en el poder de la palabra (primera,
original); en este sentido, va de la esperanza a la desesperanza y del lenguaje al silencio. Así lo afirma la
autora en la presentación de uno de sus más emblemáticos poemas («Con esta boca, en este mundo») que
retoma el tema, el diálogo, el juego intertextual con el poema pizarnikiano «En esta noche en este
mundo»: «a pesar de todo recurso, de la insistencia contra todo desaliento y toda fatiga, y aunque la
poesía sea una apuesta contra toda desesperanza, lo es también contra toda esperanza.…» (Orozco, 2003:
30).
[327]
A solas con tu nombre, contra el portal resplandeciente,
A solas con la herida del exilio desde tu nacimiento,
A solas con tu canción y tu bujía de sonámbula para alumbrar los rostros de los
] desenterrados;
porque esa es la ley.
[…]
Sin embargo, esta palabra sin formular,
cerrada como un aro alrededor de mi garganta,
ese ruido de tempestad guardada entre dos muros,
esas huellas grabadas al rojo vivo en las fosforescencias de la arena,
conducen a este círculo de cavernas salvajes
a las que voy llegando después de consumir cada vida y su muerte.
Celdas tornasoladas del adiós para siempre, para nunca,
y cada una se abre hacia las otras con la fisura de una gran nostalgia
por donde pasa el soplo de los siglos… (Orozco, 1962: 51).
Este extracto de «Sol en Piscis» explicita el enfrentamiento del lenguaje, de la
palabra, del nombre, con el «portal resplandeciente» de la verdad negada. El poema
subraya la soledad del sujeto textual marcado por la herida, por la pérdida y el destierro.
El yo solo posee su nombre, su herida, su canción y una pequeña luz con la que —como
veremos— mira obsesivamente otros rostros similares al suyo.
«Esa es la ley». Fuera de ella y del mundo que circunda al yo y en el que el
sujeto acaba, hay una «palabra sin formular» rozando el silencio, la música y el olvido,
que abre un mundo infinito, a través únicamente de señales. Acerca de estas señales, de
estos signos con que el sujeto textual plaga su búsqueda, Alba Omil comenta que:
Aunque exista esa «feroz fisura» entre la poeta y cualquier laberinto del lenguaje, busca
señales en las palabras, inventa nombres para aquella que pudo haber sido en otros tiempos
[…] La magia es uno de los puentes tendidos hacia ese mundo desconocido donde están las
respuestas que aclararían los misterios, ella proporciona indicios y anticipos pero es necesario
descifrar los signos (Omil, 1997: 81).
Escribía Pierce que «el signo es algo que […] está en lugar de algo», de otra
cosa (1986: 22); en este caso, de forma doble, pues el signo no puede sino escribir
huellas, rastros, «señales», para combatir el vacío y el silencio de lo real, de la verdad,
del origen del ser: «Voy a empezar a hablar entre los muertos. / Voy a quedarme muda»
escribe Orozco (1962: 18). Estos signos configuran, posibilitan y señalan el mundo
multiplicado, desconocido, infinito (Orozco, 1962: 31).
Por eso, la lucha con el lenguaje se libra desde la exploración de un código
ritual, esto es, desde la acentuación de otro lugar simbólico, tal vez susceptible de
albergar la esperanza de una posibilidad comunicativa y cognoscitiva más amplia. La
ritualización del lenguaje y la sacralización de la palabra poética se conjuga entonces
con esta esperanza de acceso a un mundo inaccesible. Sin embargo, ante la barrera del
lenguaje y la asociación de lo indecible con lo real trascendental y metafísico, el sujeto
[328]
textual no puede sino desprender signos, señales, indicios intuidos que crean
continuamente imágenes. De alguna manera, un proceso subterráneo —que mediante un
signo reproduce un acto— se colma a través de un elemento primordial, la imagen.
[329]
2. 3 La imagen de la intemperie y del abismo
Nómbrala y mátala.
Olga Orozco
La insistencia acerca de prácticas religiosas, mitos o relatos bíblicos y la
configuración de una palabra poética ritual y sagrada esconden el ansia de la
realización, del acto. Esa es, de hecho, la proyección del ritual, de la magia y hasta de la
historia —aquí claramente trasladada al poema—: que la palabra se revele capaz de
modificar el rumbo de las cosas o desencadene la realización de un deseo.
Como hemos venido anunciando, frente a la imposibilidad del lenguaje de
acceder a lo real y a lo desconocido, de dar una respuesta definitiva a la búsqueda
ontológico-existencial del yo, la escritura orozquiana conjuga la palabra ritual con una
proliferación interminable de signos a modo de avisos, de pistas, de indicios. Así, el
temblor, el ruido apenas perceptible o el fulgor casi soñado proporcionan la
construcción de imágenes, de visiones que «son también conjuros, remembranzas,
invocaciones ensalmáticas, a veces, como en Los juegos peligrosos, que son al Canto, lo
que la poesía es al poema, ya sea en su tono elegíaco o de visión que, como ve, dice»
(Ruano, 2000: XIV).
La imagen configura una parte fundamental —y hasta fundacional— de la
poética orozquiana, posiblemente también porque, como advierte Octavio Paz, la
imagen «somete a unidad la pluralidad de lo real» (Paz, 1992: 90-91):
La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de la contradicción: lo pesado es lo
ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta a los fundamentos de nuestro pensar.
Por tanto, la realidad poética de la imagen no puede aspirar a la verdad. El poema no dice lo
que es, sino lo que podría ser. Su reino no es el del ser, sino el del «imposible verosímil» de
Aristóteles (Paz, 1992: 99).
Paz resalta la ambivalencia de la palabra poética moderna: «ritmo, color,
significado y, asimismo, otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la
palabra y el sonido en imágenes» (Paz, 1992: 22)200; ambivalencia con la que parece
potenciarse su poder de conversión, de escenificación, de evocación. El poeta y crítico
mexicano relaciona el recurso a la visión y a la imagen con la pregunta que atañe a la
procedencia o el devenir del sujeto y, por tanto, especialmente con poéticas atravesadas
por cuestiones esencialmente metafísicas (Paz, 1992: 90 y ss.). Además, si, como
200
Octavio Paz insiste en la filiación romántica de esta característica y señala: «El poeta romántico
proclama el triunfo de la imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento
lógico» (Paz, 1992: 74).
[330]
anotaba Rilke en sus «cuadernos de Malte», la experiencia dispara, entreteje o sostiene
la escritura201, «la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade
cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de
nosotros mismos» (Paz, 1992: 194).
La imagen escenifica la lucha con la imposibilidad del lenguaje para trasladar la
carencia ontológica y el vacío cósmico y existencial del yo, al tiempo que permite la
abertura a otros mundos y el estallido de una realidad múltiple —o la insinuación de su
existencia—, así como la experiencia de la intemperie y del abismo. Mediante las
imágenes sugeridas desde determinados signos, el sujeto textual contempla la
enormidad y la inefabilidad del afuera inabarcable —indecible— y se inserta en una
realidad voluble, cambiante, movediza. Elba Torres de Peralta lo sintetiza de este modo:
La poeta se apercibe para esa larga trayectoria que implicará, en esencia, una íntima
modificación de la realidad. Traza vínculos perdidos que la conectan con los otros planos de la
realidad que repercuten sobre su conciencia y que en el poema surgen en la imagen subjetiva
que éstos crean, concretándose en el llamado de arena en la ventana y el temblor de la hierba
como una abstracción metafísica, que no sólo halla su forma en los cuerpos transparentes que
atraviesan los muros para eliminar los límites. Este proceso permite así la comunicación con
los distantes mensajeros que habitan un mundo abismado (Torres de Peralta, 1987: 97).
Como apunta la crítica, esta imagen —construida y concretada en un signo
mínimo— se revela una «abstracción metafísica». La imagen orozquiana desemboca
entonces en el espacio de la intemperie y del abismo, es decir, en el espacio del olvido,
de la falta, del exilio y también de la desaparición, donde se encuentra, perdido —de
nuevo, en su crisol de sentidos—, el sujeto textual:
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda entre las galerías de
este mundo.
Y todo se confunde […]
Y nadie me responde. Y tengo miedo (Orozco, 1962: 36-37).
201
Me refiero al bellísimo y célebre pasaje de Malte en el que explica que los versos «no son lo que la
gente cree, sentimiento (estos se los tiene desde temprano)… son experiencias. Para escribir un solo
verso, hay que haber conocido muchas ciudades, hombres y cosas […] Se debe poder pensar hacia atrás,
en senderos de lugares desconocidos, en encuentros inesperados y en despedidas largamente
presentidas… en días de la infancia aún no esclarecidos; en los padres que tuvimos que herir […] y
todavía no es suficiente poder pensar en todo esto. Es necesario tener recuerdos de muchas noches de
amor, ninguna comparable a la otra […] es necesario también haber estado junto a los moribundos,
haberse sentado junto a los muertos, en la habitación, con las ventanas abiertas y esos ruidos
intermitentes. Y tampoco es suficiente tener recuerdos, hay que saber olvidarlos […] Sólo después de que
se hayan vuelto sangre de nuestra sangre, mirada y gesto, cuando han perdido el nombre y ya no se
distinguen de nosotros mismos, sólo entonces puede suceder, que, en una hora muy especial, del centro de
esos recuerdos, parta y se eleve la primera palabra de un verso» (Rilke, 1997: 35). Retomo esta larga cita
porque creo que la reafirmación de la experiencia como este juego entre el ansia del conocimiento y el
desconocimiento —en algunos pasajes—, entre la memoria y el olvido se superpone a veces, casi de
forma exacta, con la poética orozquiana.
[331]
3. Un ser desgarrado: la pérdida y el olvido
La escritura orozquiana basada en la construcción de imágenes más o menos
fantasmagóricas y abismales apunta al desarme del sujeto textual, esto es, al intento de
precipitación fuera de las coordenadas espacio-temporales, de la ley de causa-efecto, de
la realidad tangible. Mediante la evocación de la historia bíblica o a través del rito
mágico, de la experiencia onírica o de la astrología, Los juegos peligrosos enfatiza ese
intento de superación de los límites ontológicos y de la realidad visible con el fin de
acceder al verdadero conocimiento del ser, y al tiempo, como recoge Alba Omil, de
(re)unir al hombre con el cosmos: «[Orozco] remarca constantemente la similitud entre
el hombre y el cosmos: ambos conforman una cualidad integrada por dos tipos de
elementos: a) los visibles; b) los ocultos y a veces indescifrables» (Omil, 1997: 79).
Este deseo de unión con el cosmos —en el que, de nuevo, reencontramos una
clara filiación romántica— señala, en su origen, una ruptura, un hiato, un desgarro. En
Los juegos peligrosos, ese desgarro se traduce en el debate continuo entre dos mundos,
entre la tierra y el cielo —en la verticalidad—, entre un lado y otro —reiterados
sintagmas en la obra orozquiana—202: por una parte, la realidad circundante recorrida
por las sombras, los signos, las interrogaciones constantes del sujeto textual; por otra, la
intemperie, el abismo que mantiene tan cifrada la respuesta como cerrada la puerta de la
revelación.
El sujeto se sabe entonces desgarrado de su origen, de su verdad, de su esencia,
condenado al olvido, al no-saber, a la pérdida. Hay, no obstante, algo que lo llama
permanentemente: vuelta a los signos, una herida incurable le recuerda el dolor del
nacimiento y de la muerte, la condena de no saber por qué está vivo y de dónde
proviene. Los juegos peligrosos pone en escena a un sujeto textual especialmente
expuesto, activo e intuitivo, y ahonda en el desdoblamiento del yo en un intento
continuo de fusión con lo otro y con los otros, con tal de lograr el regreso a la unidad
del sujeto y al equilibrio del mundo.
202
M.ª del Carmen Tacconi insiste en este aspecto: «La historia del yo se inscribe en el vaivén entre “este
lado” y el otro, dentro de una cadena de transmigraciones sumidas en el misterio» (Tacconi, 1981: 118).
En este sentido, la poética orozquiana podría revelarse una «dialéctica metafísica»; de acuerdo con la
definición de Clément Rosset: «Es fundamentalmente una dialéctica del aquí y de la otra parte, de un aquí
del que se duda y que se rechaza, y de otra parte donde se cuenta con la salvación» (Rosset, 1993: 49).
[332]
3.1 La llamada y el nacimiento del doble
Uno asiste a sus propios movimientos, a sus pensamientos, a sus acciones. Las cosas ocurren
como si uno se desdoblara.
Henri Bergson
Como indica Alba Omil, «la de Orozco es una poética de apelaciones» (Omil,
1997: 87). Como sugeríamos al comienzo del análisis, Los juegos peligrosos rebasa esta
afirmación desde sus primeros versos, en que la apelación se dirige al imperativo de
vislumbrar lo invisible, lo imperceptible y lo desconocido. Creo que el texto
orozquiano, donde el sujeto textual emprende una búsqueda ontológica y existencial a
partir de una llamada, también se configura mediante esa apelación.
Ya sea una llamada de memoria, de sangre, de auxilio, esa demanda evidencia
los signos del carácter incompleto del sujeto, del vacío en el sentido de su vida, de la
ausencia de las claves de su esencia. De alguna manera, la llamada exacerba la falta, la
carencia del sujeto a través también de unos signos ocultos o incompletos: como
anunciábamos, tras la apelación que abre «La cartomancia» y Los juegos peligrosos, se
produce la pregunta directa: «¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento
hasta tu muerte / con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?»
(Orozco, 1962: 10).
La pregunta del yo anuncia una llamada explícita que, caracterizada por el
extrañamiento —o la extrañeza—, va a repetirse a lo largo de la búsqueda del sujeto
textual; así, en «La caída», por ejemplo:
¿Eres tú quien me llama con gran nostalgia, fuerte como el amor?
¿eres tú quien me aspira de pronto hacia la ronca garganta de los siglos?
[…]
¿Quién llama cuando llamo? ¿Quién? ¿Quién pide socorro desde todas partes? (Orozco,
1962: 39-40).
El texto muestra a un sujeto permanentemente abrumado, como en un nivel de
consciencia —de alerta— aterrador, primero lo acechan los sonidos, después, las voces
duplicadas —multiplicadas— que esconden una presencia ausente, invisible,
definitivamente desconocida, que todo lo invade. Sin embargo, en «La caída», la
inocente pregunta inicial, igual que la primera sensación de desconcierto, de falta y de
carencia del yo, se transforma en una interrogación siniestra, puntuada por la extrañeza
para dar paso a la otredad. En este sentido, y acerca de este poema concreto, Silvia
[333]
Pellarolo indica que el sujeto textual «experimenta un fuerte sentimiento de otredad, un
extrañamiento de sí misma» (Pellarolo, 1989: 43).
La llamada escuchada por el sujeto textual vuelve patente un vacío o un no-saber
doble: el que apunta a la carencia de un conocimiento perdido y olvidado acerca del
propio sujeto; el que esconde a un otro «desconocido»: «Alguien me llama a veces
desde una casa que hunde sus raíces de arena en la distancia que llamamos nunca, / y
otras veces despierto en mi memoria con el olor de los países donde nunca estuve»
(Orozco, 1962: 27); «¿no oyes que resuena dentro de ti lo mismo que el llamado en la
casa vacía?» (Orozco, 1962: 55).
La llamada desde la casa puede leerse entonces como una metáfora de la
inquietud del yo. La imagen recurrente de la casa señala así un espacio vacío,
subterráneo, de acceso imposible, que ya pone de manifiesto una distancia insalvable
entre el origen de la llamada y el lugar del sujeto textual; lo familiar deviene así
siniestro porque resulta tan familiar como misterioso e inaccesible. No obstante, «otras
veces», el sujeto textual es capaz de reconocer sensaciones de lugares, sin embargo,
desconocidos. Estas sensaciones atraviesan la memoria del yo; en estos versos, en
contacto con el sueño.
A este nivel, los versos citados ponen de relieve a un sujeto intuitivo frente a una
llamada realizada por otro desde un lugar desconocido, subterráneo (interno) reconocido
—hasta su asimilación— por el yo. El encadenamiento de estos versos explicita
entonces, desde esa superposición del yo y del otro, la difuminación de la frontera entre
el otro y el doble:
Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
[…]
Pero, ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?
(Orozco, 1962: 47-48).
Como ya anunciábamos, el tema del desdoblamiento recorre intensamente la
poética orozquiana, y de forma especial Los juegos peligrosos: a través de la magia o
del mito, del sueño o de la historia sagrada, el yo se vierte en «otros» evocados o
[334]
invocados, que funcionan como referentes, duplicaciones o superposiciones. Este
extracto del poema «Entre perro y lobo» pone de manifiesto la fractura del sujeto
textual, desde la cual se fragmenta al yo definitivamente, condenándolo a una soledad
radical o a la confusión y la pérdida entre los demás seres. El final del poema regresa
sobre la pregunta que versa sobre la identidad del ser, es decir, de alguna manera se
presenta otra vez como un reclamo de su unidad y entonces como una evidencia de su
falta.
Acerca de esa búsqueda del yo, Clément Rosset indica el surgimiento del
problema del desdoblamiento que relaciona con «una suerte de retorno obstinado (del
sujeto)», estableciendo así la analogía con el espejo (Rosset, 1993: 84). Del espejo
escribe Rosset que resulta una «falsa evidencia»: «no me muestra a mí sino un inverso,
otro; no mi cuerpo, sino una superficie, un reflejo» y añade que aunque resulta la
«última oportunidad de captarme, (que) siempre terminará por defraudarme» (1993: 84).
La poética orozquiana responde con certeza a esta reflexión de Clément Rosset.
En «Espejos a distancia» la poeta argentina no encuentra sino la extrañeza, la
ininteligibilidad o la superficialidad del cuerpo. Por ello, quizá, reclama al espejo la
devolución de otra imagen o tal vez, de la imagen de la otra:
Tú, cómplice de la rampa del abismo,
con ese brillo de ángel caído entre dos mundos,
ilumina este rostro que pugna por asomar desde mi nacimiento,
muéstrame a la que mide con mirada de siglos la distancia que se aparta de mí,
a la que marca con un tatuaje fúnebre todo cuanto me habita,
lo mismo que una herida.
[…]
Ella pega sus mejillas de reina leprosa contra el cristal del invernáculo.
—Carne desconocida,
carne vuelta hacia adentro para sentir pasar el arenal del mundo,
carne absorta, arrojada a la costa por el desdén del alma—.
Yo no entiendo esta piel con que me cubren para deshabitarme.
No comprendo esta máscara que anuncia que no estoy (Orozco, 1962: 17-18).
Paralelamente a la opinión de Rosset, Telma Luzzani afirma que «El espejo
implica en sí mismo la noción de desdoblamiento» (Luzzani, 1982: V) y el
desdoblamiento apreciable en «Espejos a distancia» solicita de nuevo la imagen de un
sujeto completo, la identidad, si no homogénea, unitaria e inmortal del yo. La idea del
espejo —como la del desdoblamiento del sujeto textual— atraviesa la poética
orozquiana en el ímpetu de la analogía, en ese afán por encontrar las correspondencias
necesarias y capaces de reunir una totalidad.
En este sentido, la «invocación» al espejo reclama otra vez la cicatrización de la
herida del yo y la visualización de lo invisible. El desdoblamiento —una fractura aquí
[335]
perfectamente delineada— apunta a un «otro» escondido y latente sobre el que regresa
un sujeto textual ansioso por recobrar la unidad perdida. Un trabajo formal exhaustivo y
consciente basado en la estructura especular y el juego de contrastes endurece la
percepción de esta idea. Como señala Luzzani:
La organización del discurso tiende a la estructuración especular, formulada también en juegos
de inversiones […] o en formas de encapsulamiento donde el significado parece rebotar y
volver sobre sí mismo en una peculiar forma de reflejo […] (así como) la proliferación de
elementos que pertenecen al campo semántico del «espejo» y que puede incluirse dentro de los
elementos «reflejo»: eco (reflejo de la voz), cristal, espejo (reflejo de la imagen), espejismo
(reflejo de la realidad), y los verbos espejear, repetir, resonar, recordar, reconocer, restituir,
regresar, volver, recobrar, reflejar (Luzzani, 1982: V).
A partir de este trabajo con los campos léxicos y los campos semánticos de la
poética orozquiana, así como del énfasis en los espejos y lo especular, la crítica
concluye que el sujeto textual se revela:
Un sujeto desmultiplicado en otros constituido en objeto-referente (como necesidad del
conocimiento analógico de interpretar una realidad múltiple) borra el límite entre el «yo» y «lo
otro» (fusión), entre sujeto y objeto posibilitando su permutación (Luzzani, 1982: V-VI).
Creo que la evolución de la poética de Olga Orozco trazada en Los juegos
peligrosos confirma esta reflexión de Telma Luzzani: el deseo exacerbado de borrar los
límites con los otros e integrarse en una unidad —y más allá, en una totalidad— se
materializa en el último poema del libro, «Desdoblamiento en máscara de todos».
Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé adónde va
y avanzo con la noche de los desconocidos.
[…]
Miro desde otros ojos esta pared de brumas
en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico de su soledad,
y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero fantasma hacia el naufragio.
[…]
Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue inscripta en el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas partes:
no hay muerte que no mate,
no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado (Orozco, 1962: 68).
El poema final de Los juegos peligrosos no abarca tanto una negación o una
salida al carácter fragmentario e incompleto del ser como desprende una suerte de
solidaridad cósmica y existencial. Con ella, el sujeto puede escapar, al menos
relativamente, de la nostalgia y de la soledad. A través del sueño y —de nuevo— del
recurso a la historia bíblica sagrada, al mito de la caída, a la imagen de la herida en el
costado, el ser se muestra como un pedazo de Dios que, sólo unido a sus semejantes,
[336]
puede conformar una imagen divina completa. Al tiempo, el poema subraya la
importancia de ese sujeto poético creador puesto en relieve por Orozco203.
Una de las últimas referencias al tema del desdoblamiento, de la búsqueda y de
la pérdida del sujeto en el otro se encuentra en el poema «Donde la memoria es una
torre en llamas».
Mis días en los otros ya no son nada más que una semilla seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del olvido (Orozco, 1962: 59).
En este poema —situado en la parte final de Los juegos peligrosos—, el yo
explicita su búsqueda existencial y ontológica cifrada en el problema del origen y en la
lucha insistente contra el olvido.
203
«El “yo” del poeta es un sujeto plural en el momento de la creación, es un “yo” metafísico, no una
personalidad» (Torres de Peralta, 1987: 91).
[337]
3.2 «Un hilo roto»: la pérdida del origen
Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de
] fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
[…]
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
[…]
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las entrañas?
[…]
¡Oh, Dios! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país de dónde vine,
eras como el amparo de la lejanía,
como un latido en las tinieblas.
¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?
¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de mis huesos?
¿Quién me oirá si no me oyes?
[…]
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando te llamo,
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos a mi lado cualquier
] día
o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi corazón.
(Orozco, 1962: 35-38).
«Si me puedes mirar» —el poema dedicado a la madre, que confiesa su muerte,
su ausencia, su silencio— está situado en el centro aritmético —y creo que también
simbólico— de Los juegos peligrosos. En este texto reside al menos una de las claves
de la búsqueda emprendida por el sujeto textual y del complejo problema del origen en
la poética de Olga Orozco.
El poema se abre con la llamada de un sujeto que se admite «desamparado», que
se sabe huérfano y exiliado, solo y, sobre todo, perdido. Frente a las llamadas insistentes
de los primeros poemas y las superposiciones de los últimos, esta demanda revela la
desesperación del sujeto textual que no puede acceder a un «otro lado»; ese «otro» lado
escindido por completo del lado de lo próximo, de lo visible y de lo tangible, donde se
encuentra el yo.
La desaparición de la madre escenifica entonces la separación definitiva
mediante la escisión de dos universos irreconciliables. El duelo y el dolor por su muerte
se proyecta doblemente y tal vez de forma complementaria: por una parte, hacia el
[338]
recuerdo, la ternura del gesto y del amor cercano, cotidiano; por otra parte, hacia el
olvido, la pérdida del origen y la eterna perduración del misterio del ser —la pérdida
también de la esperanza de poder resolver el enigma y conocer totalmente la esencia y
el destino del ser—.
Acaso en un ejercicio de (des)estructuración especular simbólico, «Si me puedes
mirar» termina con ese gesto invisible de la madre, de una ternura estremecedora,
cosiendo «con un hilo infinito» la herida de su hija, cuando la escritura de la
desaparición de la madre justamente implica y entreteje ese «hilo roto», que es la caída
y la desgarradura definitiva del sujeto en el mundo:
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre este rostro con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar entre los muertos con la evidencia de un anillo
]roto,
un vestido de momia desprendido de las vendas del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia atrás (Orozco, 1962: 31).
Estos versos de «El adiós» vuelven a poner de manifiesto la importancia del
problema del origen en Los juegos peligrosos y en el conjunto de la poética orozquiana.
En este caso, retomando la cita de Alba Omil, el sujeto poético se remonta «a los más
viejos rastros» (Omil, 1997: 77, op. cit.), protagonizando el mito de la caída y la
expulsión del paraíso: como si, para recuperar ese hilo roto, todos los seres humanos
fuesen también el primero. No en vano los primeros versos del poema también
presentan la condena de un sujeto textual desgarrado, extraño, despertando con el signo
de la escisión, de la ruptura y de la pérdida.
Aunque el poema se abre con la caída y el despertar del sujeto al mundo, «El
adiós» resalta la procedencia del yo, la salida del paraíso —la expulsión— que
proporciona esa estancia (in)terminable —el castigo— en la tierra. El título ya se
decanta por la mirada nostálgica que intensifica la despedida definitiva del sujeto textual
del espacio donde va a cifrarse el origen del ser.
Como subraya de nuevo Alba Omil, la poética orozquiana «retorna a los viejos
mitos del origen en busca de un tiempo fuerte, sagrado, primordial y vuelve a la beatitud
de esos orígenes» (Omil, 1997: 83). «El adiós», al igual que «Si me puedes mirar»,
sugiere ese tiempo «primordial» —señalado por Alba Omil— como un tiempo de
coordenadas ausentes. El sujeto textual apunta al lugar del no-tiempo o de la
atemporalidad del «otro» lado, del abismo, de la intemperie.
[339]
Frente a la permanencia del espacio originario, la llegada a la tierra, al no-saber,
al desconocimiento —a su máscara— se acompaña de la inserción inmediata en la
muerte. El sujeto textual llega en un ataúd, despierta de «entre los muertos» o se viste
de momia para enfrentarse a un destino ligado, desde el inicio, al tiempo. El desgarro
del yo se acompaña de la trampa de la inserción temporal, a través de la cual será
imposible realizar completamente ese deseo de «mirar hacia atrás» —como repite
incansablemente el sujeto textual de Los juegos peligrosos204— y seguir el hilo o el
rastro del origen:
El hombre sólo se descubre ligado a una historicidad ya hecha: nunca es contemporánea de este
origen que se esboza a través del tiempo de las cosas substrayéndose a él; cuando trata de
definirse como ser vivo, sólo descubre su propio comienzo sobre el fondo de una vida que se
inició antes que él. […] El hombre sólo puede pensar lo que para él es válido como origen sólo
sobre un fondo ya iniciado… (Foucault en Torres de Peralta, 1987: 110-111).
De alguna forma, el problema del origen guía la búsqueda ontológico-existencial
del sujeto textual; especialmente en la poética orozquiana, la interrogación acerca del
origen parece condensar las claves de la búsqueda del yo y de sus posibilidades
(recordemos la formulación de las preguntas «nuclears»: «¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y
cuándo?» (Orozco, 1962: 28)). Como anota Michel Foucault, una clave fundamental
pautada por el problema del origen es la inserción en la temporalidad o, en palabras del
crítico, la «historicidad».
Esta reflexión acerca del origen y de la historicidad pone de manifiesto una
suerte de comienzo in media res en la vida de todo ser, esto es, explicita la inefabilidad
de la vida. La imposibilidad de un retroceso total hasta un inicio inequívoco y original
—esbozada en el comentario de Foucault— implica otra imposibilidad, la de la
captación, el descubrimiento o la escritura del origen de la vida, de la existencia y de la
esencia del ser; o explicita de nuevo la mella utópica de la poética orozquiana.
La adscripción del sujeto a las coordenadas temporales y espaciales revela los
límites del individuo y, de nuevo, los límites del conocimiento. La búsqueda del origen,
el canto de la desaparición de la madre y de la caída en la tierra desembocan entonces
en la evidencia de los límites del mundo contra los que lucha el sujeto textual.
Los juegos peligrosos escenifica distintos intentos de derribar esos límites dentro
de esa búsqueda imposible o utópica —de esa batalla perdida—:«búscame en algún
sitio donde sea más fuerte que el sabor del tiempo» solicita el sujeto en «Espejos a
204
Por ejemplo en el ya citado «Espejos a distancia»: «Ábreme las cavernas donde fui arrebatada con ese
brillo de ascua, déjame contemplar en la nostalgia de esas vivas estatuas que miran hacia atrás» (Orozco,
1962: 16).
[340]
distancia» (Orozco, 1962: 32). Mediante la poesía, la magia o el sueño, el sujeto textual
logra convocar un espacio de confluencia temporal, es decir, un lugar donde se mezclan,
se confunden o se superponen las coordenadas temporales; así —y como ya
sugeríamos— desde el primer poema se lee: «Aquí está lo que es, lo que fue, lo que
vendrá, lo que no puede venir» (Orozco, 1962: 10).
Tanto la invocación de «Espejos a distancia» como la convocación o el conjuro
de «La cartomancia» descubren entonces el obstáculo del tiempo y abordan el deseo de
abolirlo desde la búsqueda imposible del origen —de un no-tiempo— que no puede
desligarse de la búsqueda también de otro espacio. El sujeto no puede inscribir un
origen más allá de la barrera del tiempo, pero —en la poética orozquiana— intuye otro
espacio, ese «otro lado» sin tiempo, constantemente aludido y, a partir de aquí, también
añorado; en «El adiós», de nuevo: «Y había siempre y nunca / como ahora vueltos de
pronto boca abajo» (Orozco, 1962: 32).
Mediante la poesía, la magia y, cada vez más, mediante la relectura de la historia
sagrada, Los juegos peligrosos pone en juego, más que la escisión, la tensión entre un
espacio original sin tiempo y el mundo, espacio abismático donde reside el sujeto
desgarrado, perdido y solo; donde, desde la leve señal o la interrogación persistente, se
intenta recuperar una memoria antigua y vencer el olvido: «¿Y no sientes acaso tú
también un dolor tormentoso sobre la piel del tiempo, / como de cicatriz que vuelve a
abrirse allí / donde fue descuajado de raíz el cielo?» (Orozco, 1962: 41).
[341]
3.3 «Donde la memoria es una torre en llamas»
«La irrevocable momia del olvido» se presenta como el agujero que configura al
sujeto e impide el acceso a lo real desconocido, invisible, intangible, es decir, la puerta
hacia un conocimiento absoluto o total. El yo desgarrado —marcado por la pérdida y
perdido— se halla sujeto al olvido de su origen y, por tanto, al olvido de su identidad y
de su esencia. De nuevo, «Espejos a distancia» enfatiza esta búsqueda existencial y
ontológica al tiempo que destaca las distintas imágenes del sujeto textual:
¿Quién era yo, desnuda, bajo esos velos de eternidad tejidos por la sed en el palacio de
] los espejismos?
[…]
¿Quién era yo en un lecho con orillas de río, en una barca en llamas que corría más allá
] del abismo?
[…]
¿Quién era yo con una piedra de inocencia en cada mano para ahuyentar las invencibles
] sombras?
[…]
¿Quién era yo?
¿Quién era, puñado de cenizas? (Orozco, 1962: 17).
La enumeración entonada por el yo jobesiano en busca de su identidad y de su
propio reconocimiento muestra a ese sujeto desprotegido, expuesto, inocente del relato
primigenio y pone de manifiesto el desconocimiento, el olvido y la muerte continua a la
que parece anclado. En este sentido, Elba Torres de Peralta apunta:
La memoria vincula al sujeto a dos operaciones básicas: reconocer y recobrar en su significado
de despertar, para ofrecer el testimonio de testigo presencial que le otorga el derecho a emitir
su propia versión de ese comienzo (Torres de Peralta, 1987: 113).
Partiendo de esta idea que podemos asociar al concepto de la «anamnesis»
platónica («conocer es recordar»), la poética de Olga Orozco crea un macrocosmos
regido por la memoria o por la lucha contra el olvido. Así, cada movimiento en el ansia
de conocimiento —que pasa por la búsqueda del origen y la reconstrucción poética de la
historia completa del ser— parte de una especie de saber olvidado.
A través de esas reminiscencias, salvadoras sombras en una razón castradora, la
intuición del yo se transforma en presencia, en imagen que intenta llenar los huecos, los
vacíos, las ausencias. El sujeto textual advierte entonces el valor del objeto, de lo
insignificante que es el rastro, la huella «del otro lado» que, interpretada, se transforma
en signo de la revelación:
He aquí el pequeño guijarro recogido para la gran memoria.
De este lado no es más que un pedazo de lápida sin inscripción alguna.
Y sin embargo desde allá es como un talismán que abre todas las puertas de mi vida.
[342]
Por sus meandros azules llego a veces más allá de mis venas:
cerraduras que giran contra la misteriosa rotación de los años,
vestigios de continuas despedidas que ahora me despiden a través de mis lágrimas de
] entonces,
hasta ser nada más que una cinta brillante,
un fulgor que ilumina este fondo de abismo donde caigo hacia el fondo del cielo,
tan ávido como el tambor que invoca las tormentas (Orozco, 1962: 50).
«Conocer es recordar» y, aquí, recordar es remontarse a otro estado, a otro
tiempo, a otro espacio —también a otro «ser» del que se ha sido despojado—; lo que
supone de nuevo el cambio de parámetros espacio-temporales y la superación de las
barreras de lo circundante. Al final de este extracto de «Sol en Piscis», el sujeto textual
confiesa llegar «más allá de [sus] venas» y sugiere una abertura cognoscitiva que, sin
embargo, solo implica un destello, un fulgor, un brillo o un resplandor momentáneos,
esto es, el inconfundible signo de lo inefable y de lo efímero.
De la huella o del rastro sólo queda el reflejo anterior a la caída. No obstante, el
sujeto intenta recordar del otro lado de esa frontera, esto es, más allá del momento del
desgarro, más allá de la fisura. Recuperar la memoria representa entonces recobrar lo
perdido: alcanzar su unidad, su sentido, el lugar del ser dentro del orden del mundo,
dentro del cosmos. Este empeño totalitario, este afán excesivo de arañar el olvido hasta
llegar a la memoria antigua donde residen las claves del sujeto y de la vida, se evidencia
en el conjunto de poemas que configuran Los juegos peligrosos; por ejemplo, en el
poema titulado «Para ser otra»:
Yo escarbo en mi memoria otra memoria como un desván en llamas
donde se ocultan cifras entretejidas con molduras,
enigmas disfrazados de falsos personajes de la ley,
revelaciones encubiertas con ropones de hiedra, entre restos de espejos,
poderes enmascarados por la promesa de la muerte.
Todo arde aquí, inmóvil en su envoltura inalcanzable (Orozco, 1962: 27-28).
Este fragmento de «Para ser otra» rescribe otro poema, casi paralelo, «En donde
la memoria es una torre en llamas» y confirma la imposibilidad de superar los límites
del mundo: el sujeto textual no puede retroceder más atrás de él mismo, de su propia
memoria agujereada. Como ya advertíamos, el yo no puede escapar del laberinto
temporal, espacial, causal, que le otorga la oportunidad de ser, al precio de perder el
conocimiento de su esencia, de su sentido:
Estatua del azul: yo no puedo volver.
Me exiliaste de ti para que consumiera tu lado tenebroso.
[…]
Reconoce la herida: mírala en todas partes.
Es la desgarradura con que habitas todo cuanto miro,
el paraíso roto… (Orozco, 1962: 39-40).
[343]
Nadie sale de aquí
[…]
Nada más que este asilo de paso hacia el final,
donde siempre es ahora en todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores guardan bajo sus alas de ladrones de adiós a todo mensajero del
]destino,
donde las cámaras de las torturas se abren en una escena de dicha o infortunio que
]ninguna distancia consigue restañar,
y por cada escalera se asciende una vez hasta el fondo de la misma condena.
Ésta es la torre en llamas en medio de las torres fantasmas del invierno…
(Orozco, 1962: 58-59).
La imposibilidad del regreso al paraíso, de recobrar la unidad del sujeto textual
—y la armonía o el equilibrio del mundo—, se asocia con el lugar del exilio y con la
herida, la carencia y la pérdida irrestañable del yo. Así, las mismas imágenes y las
mismas palabras se repiten incansablemente para perderse en un «círculo» existencial
eterno. De su razón pueden rastrearse pocos signos.
La obra de Olga Orozco está repleta de huellas o despojos de un tiempo anterior
olvidado; yescas de la caída, de la pérdida del paraíso. Detrás de ese mito o ante esa
añoranza, surge la reelaboración histórica, la imagen desdoblada, el sujeto que sostiene
el peso del símbolo. Detrás —por tanto— de ese mito de la caída y de la pérdida del
paraíso solo están las cenizas del sujeto textual, el desgarro, la pérdida y el olvido, que
solo pueden configurar —de nuevo— una escritura de la desaparición —que no gira
sino alrededor de la desaparición misma, provocando el canto—.
[344]
Capítulo quinto
Los trabajos y las noches
de Alejandra Pizarnik
[345]
[346]
1. Introducción
Es bueno coger de lo que está presente, pero malo para el ánimo tener necesidad de lo
ausente; te pido que consideres estas cosas.
Hesíodo
Árbol de Diana (1962), el libro de poemas que precede a Los trabajos y las
noches (1965) en la producción pizarnikiana, parte de un «salto» que realiza el sujeto
poético:
He dado el salto de mí al alba.
He dejado mi cuerpo junto a la luz
Y he cantado la tristeza de lo que nace (Pizarnik, 2001: 103).
En estos versos, la escisión del sujeto se acompaña de la exploración del mundo
de la sombra —de lo escondido, de lo invisible, de lo silencioso—, en el que sucede,
como ya hemos advertido, el milagro y la «tristeza» del nacimiento, desde el que quizá
ya se intuye su destino de desaparición. En esta escisión, el yo se desprende de su
cuerpo. Este abandono místico del propio cuerpo supone sin embargo una inversión del
esquema del misticismo clásico: quedando solo la mirada, parte de la luz para ir hacia la
sombra.
En ese trayecto, el sujeto poético escindido y, entonces, desdoblado se proyecta
mediante imágenes de sí mismo, máscaras con las que vestirse y, sobre todo, a través de
balbuceos, de palabras, también con una parte de silencio. Como ya señalamos, Árbol
de Diana escenifica una persecución de lo naciente, de lo cambiante, de lo vivo, es
decir, de lo inefable y verdadero con una serie de visiones o de breves iluminaciones
rimbaudianas escritas desde ese instante imperceptible del alba y el lugar abismático del
desdoblamiento.
Los trabajos y las noches continúa con la cristalización de ese poema breve,
intenso y revelador de Árbol de Diana, así como con la búsqueda lingüística, poética y
ontológica, fruto de esa «relación que se entabla entre el sujeto, el lenguaje y lo real»
(Evangelista, 1996: 44). No obstante, Los trabajos y las noches también implica un paso
determinante en la evolución de la poética pizarnikiana. Así lo señala Cristina Piña:
En un sentido, Los trabajos y las noches continúa desarrollando el espacio poético construido
en Árbol de Diana: una zona iluminada donde las palabras adquieren una potencialidad
significativa inagotable. Sin embargo, algo ha cambiado o ha madurado hacia la zona de la
muerte. En efecto, aquí el sujeto poético habla desde un lugar perturbadoramente contiguo a la
carencia, la muerte y la pérdida (Piña, 1999a: 140).
[347]
1.1 Los trabajos y los días
Yo contaré a Perses cosas verdaderas
Hesíodo
El título de la obra pizarnikiana parece establecer un claro juego «intertextual»
con la célebre obra de Hesíodo —Los trabajos y los días—, a través de la inversión de
la segunda parte de su título —Los trabajos y las noches—. Como señalan Adelaida y
M.ª Ángeles Martín, Hesíodo se erige en su libro como:
Depositario de un conocimiento supremo, como discípulo de las musas con la misión de decir
la verdad […] Hesíodo adopta posturas personalísimas ante los problemas trascendentales que
preocupan al hombre (en Hesíodo, 2000: 13).
De alguna forma, Los trabajos y los días supone la transmisión de ese saber que,
según Hesíodo, atañe al comportamiento, a la vida y a la esencia del hombre. En esa
pintura de «la vida campesina […] valorando el heroísmo de los trabajadores que
luchan, tenaz y silenciosamente, con la dura tierra para conseguir algo con lo que
alimentar a su familia» (en Hesíodo, 2000: 13), el autor realiza digresiones y
consideraciones que explican el origen y el destino del ser humano a la vez que le sirven
como advertencia y como guía de comportamiento.
El autor comienza un complejo relato destinado a un interlocutor constantemente
aludido —su hermano Perses—, partiendo de la clásica invocación a las Musas:
Musas Piérides, que dais gloria con los cantos, ea, convocad a Zeus, entonando himnos a
vuestro padre, por quien ya famosos, ya desconocidos son los mortales (Hesíodo, 2000: 73).
En esta invocación, Hesíodo enfatiza la idea del desconocimiento de los
mortales. Tal vez por ello, antes de dedicarse a la compleja narración que pone de
relieve la importancia del trabajo y de la justicia, Hesíodo repasa a modo de genealogía
la historia de las razas —de hombres— creadas por los dioses. El autor hila la
asociación del trabajo con el castigo, el día, la justicia, insertando los consejos dirigidos
a su hermano.
No obstante, y al margen del contenido o de los contenidos concretos, estas
reflexiones —y sobre todo la introducción de estas a modo de digresiones— evidencian
la marca estructural del relato:
El poeta elige un tema dentro del campo de la leyenda, decide en qué punto va a tomarlo y
cómo va a seguirlo y, una vez que tiene trazada la estructura y las ideas a seguir, puede
extenderse, abreviar, divagar, volver al sendero inicial […]. Su estructura es, pues, similar a la
de esta poesía (destinada a ser recitada): una serie de secuencias o temas diversos que se van
[348]
encadenando y desarrollando uno tras otro en torno a aquello que a lo largo del poema puede
considerarse tema central o general de la obra: justicia o trabajo (en Hesíodo, 2000: 19).
Aunque el juego «intertextual» —que conlleva el título de Alejandra Pizarnik en
relación con el de Hesíodo— no recoge un paralelismo evidente fuera del paratexto (es
decir, al margen básicamente del título), la insistencia en el tema del conocimiento o
esta peculiar estructura señalada por la crítica con respecto al texto de Hesíodo sirve
para abrir paso a la búsqueda ontológica del sujeto textual moderno (esta vez, un nosaber), a una nueva asociación de un yo complejo con la noche y sus trabajos, y sobre
todo a la estructura de la obra pizarnikiana.
[349]
1.2 Estructura
Al menos hasta la fecha de su publicación, creo que Los trabajos y las noches es
el libro mejor articulado y estructurado de Alejandra Pizarnik. Con un total de 47
poemas y dividido en tres partes numeradas, el texto atraviesa —como veremos— la
construcción, cristalización y culminación de la poética pizarnikiana, es decir, la
adscripción definitiva a la poesía, a la noche, a la desaparición.
La primera parte del poemario consta de 18 poemas titulados, que destacan por
su brevedad. Los trabajos y las noches se abre con un poema titulado a su vez «poema»,
en el que se establece como punto de partida la conciencia y la sublimación poética:
Tú eliges el lugar de la herida
en donde hablamos nuestro silencio.
Tú haces de mi vida
esta ceremonia demasiado pura (Pizarnik, 2001: 155).
En solo cuatro versos se define la relación dialógica entre el sujeto textual y el
poema. Una primera persona del plural («hablamos») encubre al sujeto textual: el yo
forma parte o pertenece a ese interlocutor que remitiría al poema y, por extensión, a la
poesía misma. Esta fija un espacio de diálogo con el yo pero, sobre todo, decide —sin la
intervención del sujeto— el lugar de ese diálogo, el «lugar de la herida». Este espacio
dialógico de fisura, de dolor, no pasa por el lenguaje, sino por un silencio compartido y
hasta cómplice (la utilización del adjetivo posesivo de primera persona del plural —
«nuestro»— evidencia el guiño). Además, la idea de «herida» apunta inexorablemente
al cuerpo, a lo real, a lo que se resiste a ser articulado con palabras.
Los dos últimos versos de este poema establecen una estrecha relación entre la
poesía y el sujeto textual. La poesía se erige de nuevo en sujeto activo, relegando al yo
poético en objeto de su influjo: modifica la esencia —la «vida»— del sujeto textual
hasta convertirla «en una ceremonia demasiado pura», en un acto con un valor cultual o
ritual excesivamente puro, no contaminado.
La abertura del libro con este «poema» pone de relieve —más que un ejercicio
meta-textual puntual— el carácter consciente y reflexivo que configura la poética
pizarnikiana. Toda la primera parte mantiene la alusión a un diálogo con el silencio
desde la abertura de una brecha y al fuerte lazo entre vida y poesía.
Al mismo tiempo, desde esta primera parte de Los trabajos y las noches
comienza a aludirse al tema del amor y, más concretamente —sobre todo desde el
[350]
poema titulado «amantes» (Pizarnik, 2001: 159)—, a un cuerpo, un rostro, unos ojos y a
la escucha, a la súplica de una voz necesaria (Pizarnik, 2001: 162). A este nivel, y como
observa Carolina Depretis:
En Los Trabajos existe una diferencia con los cuatro poemarios anteriores. En este libro, por
primera vez, el amor deja de ser un anhelo para ser realizado, y el amado ya no está allá lejos
en relación al yo poético (Depretis, 2001: 42).
Esta realización del amor parece completar —por instantes, colmar— al sujeto
textual. Poema y cuerpo —poesía y amor— se entrelazan, de tal forma que la cercanía
del amado al yo también parece crear la ilusión o alimentar la esperanza de la
comprensión, de la comunicación silenciosa o de la posibilidad de revelación. Sin
embargo, la primera parte de Los trabajos y las noches se cierra con un poema que lleva
por título «sentido de su ausencia», desde el que se adivina ese viaje —anunciado desde
«poema» como destino— hacia el lugar de la pérdida, de la falta, de la carencia, ya
sugerido por Cristina Piña (1999a: 140; op. cit.).
La parte central y el núcleo estructural del libro está compuesto únicamente tres
poemas: «verde paraíso», «infancia» y «antes» (Pizarnik, 2001: 175-177). Los títulos
remiten al territorio de la infancia y de la niñez. En libros anteriores, el tema de la
infancia aparecía asociado al paraíso, a la inocencia y a la palabra ingenua. «Verde
paraíso» parece retomar estas asociaciones aunque desde la mirada retrospectiva de la
extrañeza («extraña que fui / cuando vecina de lejanas luces / atesoraba palabras muy
puras / para crear nuevos silencios» (Pizarnik, 2001: 175)).
La posición del sujeto con respecto a esas «lejanas luces» —a un espacio en
principio lejano y entonces inaccesible, tal vez susceptible de revelaciones y de
conocimiento— al fin cambia para acercarse y logra reunir y guardar un lenguaje
«puro», transparente, exacto. Sin embargo, ese lenguaje se halla de nuevo abocado al
silencio: «se opta por el silencio al refundar la memoria de la niñez; pero en ella, y esto
es lo inquietante, también se inscribe la muerte» (Piña, 1999a: 142).
«Y alguien entra en la muerte / como Alicia en el país de lo ya visto» (Pizarnik,
2001: 175): el segundo poema titulado «infancia» termina con esta inclusión impersonal
en el territorio de la muerte tras los «discursos ingenuos en honor de las lilas»
pronunciados por el viento205 (2001: 175). A través de la palabra —de su articulación—,
205
Del símbolo del «viento» también recurrente en la poesía de Alejandra Pizarnik, Florinda Goldberg
señala que posee una doble valencia (1994: 61) y explica: «El viento es uno de los motivos centrales en la
poesía de Pizarnik. Algunos críticos ven en él “la representación simbólica del absoluto, emblema de la
totalidad en su doble carácter de punto de unión y centro de energía engendradora […] se manifiesta otra
[351]
de la recuperación de un lenguaje «ingenuo» pero, sobre todo, a través de un lenguaje
dedicado —realizado «en honor de»— y, por tanto, a través de nuevo de cierto valor
cultual o del ejercicio ritual con el lenguaje, se produce la entrada de una tercera
persona en la muerte. Esa muerte está marcada por una inclusión contraria a su signo —
como colocar a Alicia en el país de lo ya visto—; una inclusión contraria a su signo,
como no puede ser de otra forma porque, como escribía Piña, es una muerte inscrita en
la infancia (1999a: 142; op. cit.).
Esta segunda parte tan exigua escenifica el trayecto sugerido por Cristina Piña,
el pasaje de la realización poética y amorosa al designio de la muerte. Creo que el
poema que cierra esta parte pone de relieve ese carácter de transición 206, al tiempo que
de vuelco en el conjunto de la obra pizarnikiana y en un destino cifrado en una escritura
de la desaparición sostenida por la carencia o por la falta.
La tercera parte del texto refuerza esta última idea, hasta con la superioridad
apabullante en el número de poemas (26 frente a los 18 poemas de la primera parte).
Esta parte final se abre con el poema titulado «anillos de ceniza» que fija
definitivamente el tiempo, el ambiente y el núcleo simbólico de escritura en una
«noche» eterna, a la vez que precisa la idea de un lenguaje incompleto, cercenado:
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio (Pizarnik, 2001: 181).
Los poemas se llenan presencias fantasmagóricas, de mordazas, de silencio y de
muerte. El sujeto textual aparece insistentemente ligado al lugar de la carencia, de la
pérdida y bascula básicamente entre dos destinos: la sed o la muerte. La última parte
supone o bien la precipitación del rito inicial a la invocación y a la lucha desesperada
para evitar la constante falta, o bien la indicación del lugar del vacío y del silencio,
forma del viento que surge de la muerte […] símbolo invertido, que viene no de lo alto y el origen de lo
vital, sino desde las profundidades y de la muerte” (Piña 1981: 17, 20)» (Goldberg, 1994: 60-61). Parece
claro que el viento, en este caso, antecede y origina la entrada en la muerte.
206
Ese último poema de la parte central conlleva además claros guiños a los poemarios inmediatamente
anteriores, Las aventuras perdidas y Árbol de Diana: «Antes»: «bosque musical / los pájaros dibujaban
en mis ojos / pequeñas jaulas». Desde el título, el poema fija como referente —casi deíctico— el pasado,
estableciendo una distinción, un cambio, una ruptura (antes y no ahora). El símbolo del bosque —que
Piña asocia al mundo interior del yo— se acompaña del adjetivo «musical», equivalente, como también
comenta Piña, al silencio «en el mundo de la infancia» (Piña, 1999a: 143). La referencia a «los pájaros» y
a las «jaulas» que dibujan en los ojos del yo, encerrando la mirada del sujeto, remiten justamente a la
simbología desplegada en Las aventuras perdidas y retomada en Árbol de Diana. En estos dos libros
(sobre todo, en Las Aventuras), la infancia se asocia a los pájaros (Pizarnik, 2001: 76) y a una mirada
interior —reflexiva—, encerrada en sí misma —enjaulada— (Pizarnik, 2001: 73) que comienza a insistir
obsesivamente en la idea del yo devorado y en la muerte (Pizarnik, 2001: 92-94).
[352]
enfatizando la incapacidad del lenguaje para acceder a las cosas. El yo está condenado a
un lenguaje insuficiente, así como a la ausencia que entraña su insuficiencia, es decir, a
una ceguera, a una oscuridad, a un no-saber eternos.
Por un lado, esta tercera parte confirma la adscripción del sujeto textual a la
poesía y al mundo de la pregunta y de la búsqueda, de las sombras, de la noche. Por otro
lado, esta última parte clausura las esperanzas esparcidas al comienzo del libro: donde la
poesía se cruzaba con el rito y el amor, ahora se cruza definitivamente con la falta y con
la pérdida:
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay (Pizarnik, 2001: 206).
La mirada del yo que contenía los signos de identidad y de conocimiento se ha
vaciado completamente. Pero, además, el final del poemario apunta a una mirada órfica
que «en su mirada lo ha perdido todo». De hecho, el amado —su cuerpo— ha
desaparecido definitivamente. El yo «aún [se atreve] a amar» ahora sensaciones
imposibles desprendidas de lo abstracto —cercano al absoluto—, signos imperceptibles
de tiempos y espacios vanos, baldíos: «el sonido de la luz en una hora muerta / el color
del tiempo en un muro abandonado» (Pizarnik, 2001: 206).
«En mi mirada lo he perdido todo»: tras este verso, la posibilidad siquiera de la
demanda, de la llamada y de la invocación se aleja; se acerca solo el conocimiento de la
carencia. La llegada a este conocimiento, a su no-retorno, a la pérdida definitiva, marca
y posibilita —como en Orfeo— el inicio de un nuevo camino: una escritura de la
desaparición y de la pérdida. Este último poema del libro confirma el posicionamiento
del sujeto textual, el viraje —de aquel instante imperceptible del alba— a la adscripción
al ámbito de la noche, de la muerte, del silencio.
A partir de una estructura que trabaja esta vez —más que con la digresión— con
la progresión o la variación del tema central, Los trabajos y las noches alude, frente al
título original de Hesíodo, a un cambio de paradigma en el sentido de la vida del ser
humano. En este sentido, la conjunción copulativa de Los trabajos y las noches se
transforma para, además de unir un sintagma y otro, señalar una doble equivalencia. Por
una parte, reencontramos esa asimilación inicial de la vida del yo lírico a la poesía, es
decir, la consagración en el rito hasta el ofrecimiento del sujeto textual: son los trabajos.
Por otra parte, esos trabajos se asimilan —hasta la confusión— con las noches al
mezclarse —al in-vertirse, ¿al per-vertirse?— con el universo pizarnikiano, salpicado
de destellos que sincretizan y agitan tradiciones y deudas. Así, nocturno y sombrío,
[353]
silencioso y letal, se establece el espacio poético de la multiplicidad y
indistinción, donde el yo ha estallado y reina la desaparición.
[354]
de la
2. Luz, música, silencio
Aunque van más allá del lenguaje y dejan atrás la comunicación verbal, tanto la
traducción en luz como la metamorfosis en música son actos espirituales decisivos.
Cuando calla o cuando sufre una mutación radical, la palabra sirve de testigo a una
realidad inexpresable o a una sintaxis más flexible, más penetrante que la suya.
Pero hay un tercer modo de trascendencia: en él el lenguaje simplemente se detiene y el
movimiento del espíritu no vuelve a dar ninguna manifestación externa de su ser. El
poeta entra en el silencio. Aquí la palabra limita, no con el esplendor o con la música,
sino con la noche.
George Steiner
Como hemos indicado, el itinerario de la poesía de Alejandra Pizarnik desde La
tierra más ajena (1955) hasta Los trabajos y las noches (1965) muestra una evolución
progresiva en una doble dirección. Por una parte, se trata de una poesía cada vez más
breve, con una forma cada vez más sucinta y fragmentaria. Por otra parte, este trabajo
de condensación y a la vez de depuración —de despojamiento, como señalábamos en el
capítulo tercero, de inocencia— anuncia una poética que se dirige hacia el silencio y
hacia la muerte.
Como también detallamos en el primer capítulo, esta ilación de forma y fondo
responde a cierta lógica escrituraria contemporánea en cuanto que, de alguna manera,
representa a la conciencia del escritor y la extraordinaria coherencia de su infinito
trazado como creador de espacios especialmente inquietantes; un juego con los límites,
tanto en la forma como en el fondo, que late especialmente en el texto pizarnikiano,
donde la pérdida del sujeto textual solo logrará definitivamente colmarse—expresarse,
encontrarse— con el texto en el que se inscribe.
[355]
2.1 El trabajo con la forma y la búsqueda de la palabra inocente
Los trabajos y las noches representa sin duda la culminación de la forma breve
en la poética pizarnikiana; un trabajo formal que, como ya hemos anticipado, tiene su
antecedente inmediato en las —tan admiradas por Pizarnik— Voces de Antonio Porchia.
La producción poética de Porchia apunta a una exploración del lenguaje y de su
significación a través de una suerte de «mise en abîme», esto es, de arrastrar al lenguaje
hasta su propio límite sintáctico, semántico y hasta fonológico.
Por eso, los aforismos de Porchia persiguen el paralelismo, la antítesis o la
aliteración a través de una escritura repetitiva y paradójica, que hace bascular la
significación de las palabras hasta vaciarlas. Como afirma Laura Cerrato, la escritura de
Antonio Porchia evidencia una «vocación por lo despojado, por la des-subjetivización,
por el des-nombrar» (en Porchia, 2001: 11). En este sentido, Cerrato añade:
Ni siquiera el yo cuando brota aparentemente en forma irreflexiva, es un yo que responda a un
sujeto propiamente dicho. Distanciamiento, separación, búsqueda de la cosa […]. Voces
oraculares pero emitidas por un oráculo […] de la inseguridad, de la no-adivinación, del decir y
el desdecir, del desnombrar que busca una expresión más allá de las reglas sintácticas
convencionales, pues está tratando de captar la extraterritorialidad de la realidad última
(Cerrato en Porchia, 2001: 14).
De esta cita de Laura Cerrato se desprenden varias características fundamentales.
La crítica pone de relieve un mecanismo de distanciamiento discursivo: una
objetivización que remite a la exasperación de la búsqueda formal o al grado cero
barthiano, en ese intento de aproximación a las cosas, a la esencia de las cosas y a lo
real, ya explicados a lo largo del primer capítulo. Sin embargo, Cerrato agrega cierto
tono o cierto carácter oracular, lo cual parece remitir, por una parte, a lo sagrado y, por
otra, a lo sabio, a lo verdadero. Laura Cerrato especifica este último aspecto: en el
discurso de Porchia, la figura del oráculo se invierte y humaniza, se transforma en el
oráculo «de la inseguridad, de la no-adivinación, del decir y del desdecir», que rebasa la
sintaxis para «captar la extraterritorialidad de la realidad misma» (2001: 14; op. cit.).
La crítica enfatiza así, si no un sujeto, una voz del no-saber que se escribe
entonces desde la pregunta. Cerrato señala, como decíamos, una inversión de la figura
del oráculo —normalmente es quien posee las respuestas— pero, además, apunta a un
trabajo formal basado en la sintaxis, cuyo fin es superar la realidad circundante.
Finalmente, encontramos en Porchia, y en su forma aforística y lúdica, un profundo
anhelo de recuperar una palabra asimilable a la cosa; recuperación que se intenta
[356]
realizar a través del lenguaje mismo, de un trabajo formal con el lenguaje mismo.
Además, y como indica Laura Cerrato, en Porchia se halla ese ansia de un conocimiento
más allá de lo tangible, de lo visible (esa «extraterritorialidad de la realidad misma»),
que pone de manifiesto un «intento de conciliar en un balbuceo último, que obliga a la
lectura múltiple, el pensar y el poetizar, que nunca debieron separarse» (Cerrato en
Porchia, 2001: 13).
Creo que la escritura, la forma, la voz de Antonio Porchia —así como su
concepción de la poesía, de la palabra, del lenguaje— confluyen e inciden de manera
determinante en la formación de la poética pizarnikiana207. Aunque no trabaja con el
aforismo de forma directa, la poesía de Pizarnik mantiene ese carácter aparentemente
lúdico, a través del paralelismo sintáctico —hasta la simetría—, la antítesis y el
oxímoron, la aliteración, etcétera.
Como en Porchia, en Pizarnik la experimentación y el trabajo lingüístico-formal
constituyen claves poéticas —tanto de escritura como de lectura—. En Los trabajos y
las noches, estas claves cristalizan dentro del esquema poético moderno, anticipando y
seguramente posibilitando la precipitación hacia la prosa poética, hacia la dispersión y
la de-construcción genérica radical desplegada, como ya se apuntado, en Extracción de
la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971).
En este sentido, el lugar de Los trabajos y las noches en la producción
pizarnikiana responde efectivamente a la consolidación de una escritura breve, concisa,
fragmentaria, cuya diferencia o novedad radica tal vez en una marcada depuración
sintáctica y lingüística efectuada a partir del ritmo y de la musicalidad del verso libre.
En La revolución del lenguaje poético, Julia Kristeva explica el pasaje de la
métrica tradicional al verso libre y a la búsqueda de un ritmo poético más profundo en el
que reencontrar la «experiencia única del sujeto en el proceso significante, y su base
pulsional»:
On comprend (alors) comment, lorsque le capitalisme achève l´unité nationale, l´indice
discursif de cet achèvement se situe, entre autres, dans l´abandon de la métrique dominée par le
système phonologique de la langue nationale, et dans la recherche d´une rythmicité plus
profonde qui, tout en étant inscrite dans le système de la langue, ne prend pas son système pour
contrainte absolue. La contrainte majeure de ce nouveau dispositif sémiotique —de cette
nouvelle rythmique— devient l´expérience unique du sujet dans le procès signifiant, et sa base
207
En Los trabajos y las noches, Pizarnik dedica su poema «Las grandes palabras» a Antonio Porchia:
«ahora no es ahora / ahora es nunca // aún no es ahora / ahora y siempre / es nunca». La estructura léxica,
el juego y la exasperación de la lógica remiten directamente al tipo de aforismo creado por Porchia
explicado aquí de forma sucinta, con ayuda de las anotaciones de Cerrato. Como veremos a continuación,
en Pizarnik cambia la incursión en un esquema poético, donde prima el ritmo (en este caso creado a través
de la repetición y la anadiplosis).
[357]
pulsionnelle. La fonction du texte consiste désormais à faire en sorte que chaque destinataire
retrouve sa propre unicité à travers le code de la langue, contrairement à la fonction du barde et
du poète traditionnels qui ramenaient cette unicité dans les cadres bien rigides de la
communauté linguistique nationale (Kristeva, 1974: 218)208.
En realidad, Kristeva trabaja con una idea del lenguaje poético moderno
atravesado constantemente por las pulsiones de un «yo», estableciendo un paralelismo
entre lenguaje y sujeto; paralelismo desde donde se erige la distinción de las instancias
de lo semiótico y lo simbólico. El concepto de «semiótico» retoma la acepción griega de
marca distintiva, de signo precursor, de indicio, de huella —remite claramente, en esta
autora, a lo pre-edípico—. Lo «simbólico» remite sin embargo a lo post-edípico, al
juicio y a la frase (Kristeva, 1974: 22-30).
Además, Julia Kristeva pone de manifiesto la existencia de una «fase tética» o
intermedia, contaminada por las dos instancias (1974: 41-43). En esa «fase tética» ya
hay enunciación pero se trata de una enunciación «holofrástica», esto es, una
enunciación situada en la base del lenguaje —y que se puede asimilar al grado cero
barthiano—. Este tipo de enunciación básica, en la que ahora se cruzan claramente lo
semiótico (el balbuceo, la repetición silábica, la aliteración o el juego con significantes
próximos) y lo simbólico (el juicio y la frase), configura buena parte de la poética de
Alejandra Pizarnik en Los trabajos y las noches.
La poesía pizarnikiana enfatiza con gran intensidad esa búsqueda de una —en
palabras de Julia Kristeva— «ritmicidad profunda», es decir, la persecución de un ritmo
latente, capaz de mostrar un lenguaje más cercano a su origen y a esa mítica
transparencia con respecto a las cosas, y también con respecto al interior del propio
sujeto. A este nivel, dentro de esa enunciación «holofrástica», Kristeva destaca que el
«chora semiótico»209
está básicamente formado por el concepto de ritmo, de
articulación incierta e indeterminada (1974: 41-43).
A través del viraje establecido por la poética moderna, esta autora señala que es
posible concebir el ritmo de forma distinta a una métrica clásica de versificación, es
decir, como una «propiedad inmanente al funcionamiento del lenguaje»:
208
«Comprendemos (entonces) cómo, cuando el capitalismo clausura la unidad nacional, el índice
discursivo de este cierre se sitúa, entre otros vértices, en el abandono de la métrica dominada por el
sistema fonológico de la lengua nacional, y en la búsqueda de una ritmicidad más profunda que, aun
estando inscrita en el sistema de la lengua, no toma su sistema por una ley absoluta. La mayor ley de este
nuevo dispositivo semiótico —de esta nueva rítmica— deviene la experiencia única del sujeto en el
proceso significante, así como su base pulsional. La función del texto consiste en adelante en hacer de
modo que cada destinatario reencuentre su propia unicidad a través del código de la lengua,
contrariamente a la función del señor y del poeta tradicional que volvían a traer esta unicidad en los
marcos notablemente rígidos de la comunidad lingüística nacional» (la traducción es mía).
209
Es decir, la parte de semiótico dentro de la fase tética.
[358]
On peut concevoir maintenant le rythme non seulement comme une métrique classique de
versification, mais comme une propriété immanente au fonctionnement du langage, et plus
profonde que la structure profonde articulant des suites linéaires (Kristeva, 1974: 215)210.
Creo que, en Los trabajos y las noches, Alejandra Pizarnik cristaliza esa
utilización del ritmo que afecta a la estructura profunda del lenguaje, sobre una escritura
cada vez más depurada que roza el grado cero barthiano o, mejor, la enunciación
«holofrástica» de Julia Kristeva que, a su vez, pone en contacto el balbuceo con el
verbo:
que es frío es verde que también se mueve
llama jadea grazna es halo es hielo
hilos vibran tiemblan
hilos
es verde estoy muriendo
es muro es mero muro es mudo mira muere (Pizarnik, 2001: 194).
Desde una clara influencia que va del citado Antonio Porchia al último Girondo,
«La verdad de esta vieja pared» se construye a partir de aliteraciones o iteraciones
vocálicas y consonánticas que crean un desconcertante efecto eufónico (LópezCasanova, 1994: 126) y un ritmo «semiótico interno al lenguaje» al que ya apuntaba
Mallarmé y que Kristeva especifica como sigue: «indiferente al lenguaje, enigmático y
femenino, rítmico, desencadenado, irreductible, musical, anterior al juicio» (Kristeva,
1974: 29). En efecto, el texto está básicamente sostenido por la sintaxis, por el
encadenamiento verbal que llega a su término, casi con la confusión de sustantivo,
adjetivo y verbo211.
Este trabajo formal apoyado por la aliteración establece un ritmo y una «idea de
que la poesía lleva hacia la música», en palabras de George Steiner:
Cuando la poesía trata de disociarse de los imperativos del significado claro y del uso común
de la sintaxis, tiende a un ideal de forma musical […] que se convierte en música cuando
alcanza la intensidad máxima de su ser […] el poema se esfuerza por escapar de los límites
lineales, denotativos, determinados lógicamente, de la sintaxis lingüística para llegar a las
simultaneidades, a las inmediateces y la libertad formal que el poeta cree hallar en la forma
musical (Steiner, 2003: 61-62).
En Los trabajos y las noches, la «música» se evidencia mediante el ritmo
poético y el trabajo con el lenguaje de buena parte de las composiciones pero a la vez
aparece como un elemento simbólico explícito ya sea como el propio «canto» o como la
«música» que, confundida con el silencio, remite —en la simbología pizarnikiana— al
210
«Se puede concebir ahora el ritmo no solo como una métrica clásica de versificación, sino como una
propiedad inmanente al funcionamiento del lenguaje y más profunda que la estructura profunda que
articula series lineales» (la traducción es mía).
211
En esa secuencia final: «muro / mudo / mira muere».
[359]
territorio de la infancia y de la inocencia. Con respecto a este punto en concreto,
Cristina Piña aclara que: «en esa infancia, música y silencio aparecen como instancias
positivas o reversibles» (Piña, 1999a: 142).
De alguna manera —ya lo encontrábamos en los comentarios de Kristeva—, la
música remite efectivamente a la ingenuidad y a la infancia: retomando la cita de
Steiner, tanto la forma musical como el símbolo explícito de la «música» reforzarían el
intento de encontrar un lenguaje primero, inocente, liberado de su encierro en la
enunciación y, así, capaz de acceder a todas las cosas. No obstante, siguiendo a Piña, en
Pizarnik la idea de música linda ya con el silencio y, por tanto, con la ausencia y la
desaparición. La ingenuidad total, «el límite extremo» solo «cuando bordea con la luz,
el lenguaje de los hombres se vuelve inarticulado, como el del niño antes de aprender a
manejar las palabras» (Steiner, 2003: 59):
antes fue una luz
en mi lenguaje nacido
a pocos pasos del amor (Pizarnik, 2001: 167).
Los trabajos y las noches superpone así un trabajo formal —que intenta abrir
una brecha para el paso de un lenguaje que revele lo esencial, lo invisible, lo
desconocido (el dolor, el amor, la muerte, parafraseando a Heidegger)— con un
contenido que supera lo metapoético, para adentrarse, a su vez, en la búsqueda de la
palabra primigenia, inocente. A través de la repetición y de la aliteración 212 —no solo
dentro de un mismo poema sino creando referencias y hasta anáforas en el conjunto del
poemario213—, Pizarnik construye una poética trabada con un código poético y
lingüístico propio. La repetición obsesiva y la aliteración unidos a un poema
extremadamente breve sostenido por el trabajo sintáctico configura entonces un
lenguaje aparentemente sencillo, básico, tal vez similar a aquel primero capaz de
212
Julia Kristeva señala que la aliteración es una forma de «escapar a la regularidad numérica del
recuento silábico y hacer vibrar las capacidades musicales de la lengua» (la traducción es
mía): «Échapper à la régularité numérique du syllabisme pour faire vibrer les ressources musicales de la
langue nationale et, au-delà d´elle, celles du procès signifiant de chaque sujet parlant, était une entreprise
qui ne pouvait pas s´appuyer sur la variété de l´accent tonique utilisée par d´autres langues dans la même
voie. Il restait, par contre, la ressource de l´allitération : dans l´absence d´accent tonique, il restait un
certain timbre, c´est à dire la constitution d´un réseau phonique d´éléments répétés, porteurs des
particularités propres à leur base articulatoire et, par extension, des pulsions sous-jacentes» (Kristeva,
1974: 211).
213
Por ejemplo, en el caso del analizado «La verdad de esta vieja pared» se trata de una anáfora, pues el
mismo sintagma está citado o forma parte del poema anterior, «Cuarto sólo» (Pizarnik, 2001: 193). Otro
ejemplo de corte distinto —que enfatiza además la estrecha relación entre forma y contenido— se
encuentra en la repetición obsesiva a modo de anáfora —en posición inicial de verso— de la segunda
persona del singular a lo largo de toda la primera parte del poemario, apuntando constantemente al
interlocutor, al amado o al poema, del que todavía se reitera su «presencia» —a diferencia de una segunda
y tercera partes donde recala la ausencia prácticamente total de interlocutor, evidenciando la carencia—.
[360]
acceder al conocimiento de las cosas.
La brevedad y el efecto de sencillez se consiguen, en parte, mediante un
mecanismo de economía lingüística. Según Cristina Piña, esta es la «marca de su
discurso poético» y la «forma de concebir el poema» de Alejandra Pizarnik —al menos
hasta Extracción de la piedra de locura (1968)—: «la capacidad de conseguir una
extrema concentración del lenguaje poético» (Piña, 1999a: 77). No obstante, esta
concentración del lenguaje poético pasa, al menos en parte, por un mecanismo de
condensación conceptual que construye generalmente una escritura plagada de términos
y conceptos absolutos, abstractos, inefables (vida, silencio, muerte…).
Los trabajos y las noches concentra, por tanto, un lenguaje conciso al límite con
lo musical o lo absoluto, esto es, al límite con un lenguaje capaz de abarcar lo
enigmático, lo total, lo esencial en la incansable búsqueda de la palabra inocente, «Esa
palabra inocente cuya búsqueda la poeta emprendió casi desde el comienzo de su
práctica, pero a la que nombró como meta de su quehacer en el conocido poema “Los
trabajos y las noches”» (Piña, 1999b: 57).
[361]
2.2 Los trabajos y las noches. La «poesía como morada»214
Jamás en este mundo transitorio
podremos apagar la sed del alma
Novalis: «Nostalgia de la muerte»
—en Himnos a la noche—.
para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
he sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos
para decir la palabra inocente (Pizarnik, 2001: 171).
Creo que este poema, homónimo al título del libro, sintetiza tanto el pulso y el
significado del conjunto del poemario como la esencia de la propuesta poética
pizarnikiana. Como escribe Cristina Piña, en este poema el sujeto textual decide
convertir la poesía en su morada:
Aquí se enuncia de manera explícita la elección de la poesía —la palabra inocente— como
único sustento del ser. Estamos ante la formulación de un verdadero «programa»: trasladar la
propia sustancia ontológica de lo vital al acto mismo de poetizar (Piña, 1999a: 142).
«Los trabajos y las noches» ratifica la unión de la poesía con el sujeto textual: la
entrega completa del yo en esa búsqueda de la palabra inocente, esto es, en la búsqueda
de un lenguaje primigenio y transparente, capaz de acceder a lo real, a la totalidad y a la
esencia de las cosas. Como observábamos desde el primer poema del libro, esta
superposición de la poesía con la esencia del yo se producía por una parte, desde el
dolor, desde la herida, y, por otra parte, desde un diálogo conformado de silencio.
Además, la vida del yo lírico se transformaba, a través de la poesía, en una «ceremonia
demasiado pura» (Pizarnik, 2001: 155), en una suerte de rito, donde tal vez posibilitar el
paso a un código y un lenguaje otro, solemne y esencial, en el que las palabras —su
pronunciación— resultasen capaces de provocar la revelación, el conocimiento
(Pizarnik, 2001: 156).
De hecho, como señalaba Carolina Depretis (2001: 42), el conjunto del libro se
caracteriza por un «tono litúrgico». Este tono ritual se refuerza a través de la estructura
214
La expresión es de Cristina Piña: ya ha sido citada a finales del capítulo anterior: «Los trabajos y las
noches es un libro capital pues en él la subjetividad poética asume la decisión de convertir a la poesía en
su morada» (Piña, 1999a: 143).
[362]
reiterativa, del trabajo formal —ya señalado— a partir de las repeticiones o
aliteraciones sucesivas, y desemboca en la escritura de conjuros, ofrendas e
invocaciones. Así lo subraya también Antonio Beneyto. Al hablar de Los trabajos y las
noches, Beneyto enfatiza que se trata de «poemas» como «cantos deshidratados, secos
como conjuros, imposibles de descifrar», asimilando la forma del conjuro al maleficio
(Beneyto, 1983: 25). No obstante, creo que ese tono ritual y esa escritura de la palabra a
modo de conjuro representa un intento para instaurar el rescate de la conversión de un
maleficio de silencio y de muerte en «ceremonias adorables»:
Tú haces el silencio de las lilas que aletean […]
Tú hiciste de mi vida un cuento para niños
en donde naufragios y muertes
son pretextos de ceremonias adorables (Pizarnik, 2001: 161).
La estructura formal se sostiene únicamente a través de la anáfora y del
paralelismo entre dos enunciados que mantienen cierta correspondencia. De este modo,
la «sequedad» destacada por Beneyto puede leerse en relación a la solemnidad del tono
conjugada con la austeridad de la forma:
para reconocer en la sed mi emblema
para significar el único sueño
para no sustentarme nunca de nuevo en el amor
[…]
para decir la palabra inocente (Pizarnik, 2001: 171).
En «Los trabajos y las noches», el tono litúrgico se apoya en el paralelismo
sintáctico —parcial— pero sobre todo en la anáfora. Por una parte, la anáfora señala el
intento de conformar el conjuro y por otra parte, apunta a un «destino, [a] una ética, [a]
una ontología, lo cual, en otras palabras, entraña proceder a una fusión entre vida y
poesía« (Piña, 1999b:91). A este nivel, este poema inaugura una suerte de declaración
donde el sujeto textual se precipita a una búsqueda utópica constante e insaciable, única
tarea en la que va a reconocerse, dejando atrás o abandonando el apoyo y la esperanza
surgida a través del amor. Así, el sujeto textual confirma la búsqueda ontológica y traza
un programa ético al tiempo que poético, puesto que está basado en una fusión con el
lenguaje y la poesía:
He sido toda ofrenda
un puro errar
de loba en el bosque
en la noche de los cuerpos (Pizarnik, 2001: 171).
[363]
Esta fusión del sujeto textual con la poesía pasa por la ofrenda del yo215, es decir,
por la entrega del sujeto mismo «para decir la palabra inocente». Por una parte, esta
entrega enfatiza el fenómeno de sacralización de la poesía misma o la transformación
«de la poesía en un acto total», como subraya Lidia Evangelista (1996: 46). Sin
embargo, y por otra parte, la misma ofrenda evidencia la pérdida del sujeto —la pérdida
de ser— en esa búsqueda ontológica realizada a través del lenguaje y de la poesía,
puesto que:
Entregarse al lenguaje es —por salvadora que parezca la poesía— igualmente entregarse a la
muerte, en razón de esa imposibilidad radical que tiene aquél de asumir en plenitud a la
subjetividad y por el asesinato que realiza de las cosas concretas (Piña, 1999a: 142).
En este sentido, y aun manteniendo el tono ritual o litúrgico sostenido por la
anáfora y el paralelismo sintáctico, el poema titulado «invocaciones» escenifica el
intento desesperado, insistente y furioso por superponer el sujeto textual al canto pero,
al mismo tiempo, se reconoce una fisura:
Insiste en tu abrazo,
redobla tu furia,
crea un espacio de injurias
entre yo y el espejo,
crea un canto de leprosa
entre yo y la que me creo (Pizarnik, 2001: 196).
Aquí, las «invocaciones» permiten la aparición de un sujeto textual desdoblado,
fruto del desfase entre el sujeto y su reflejo —o entre el sujeto y la interpretación que
hace de sí mismo el yo—. Es en ese espacio de fisura entre lo real y lo imaginario donde
se invoca para la creación del canto. Aquí, la aparición de lo simbólico ya se aleja
claramente de lo real, de lo esencial y de lo verdadero y, por la violencia de las
imágenes, podemos afirmar que el canto se asume como un espacio de agravio, injusto
o despreciable, o como un espacio contaminado, impuro y marcado216.
215
Esta idea de entrega ritual o de ofrenda aparece reiteradamente en el conjunto del poemario: «Recibe
este rostro mío, mudo, mendigo / Recibe este amor que te pido / Recibe lo que hay en mí que eres tú»
(Pizarnik, 2001: 157). Este poema titulado «en tu aniversario» parece aludir claramente a un regalo
realizado al amado. En él, el sujeto textual entre su rostro, con su mudez y su demanda establece un juego
de correspondencias exactas entre amante y amado. Otro ejemplo de ese yo que se ofrece, que se entrega
puede verse en «El olvido»: «en la otra orilla de la noche / el amor es posible // —llévame— // llévame
entre las dulces sustancias / que mueren cada día en tu memoria» (Pizarnik, 2001: 166).
216
La autorrepresentación como «leprosa» es recurrente en la poética pizarnikiana en relación primero a
la incapacidad de decir, aunque se extiende a la figuración de un yo con un cuerpo marcado y degradado,
incluido a menudo después en el terreno de la pesadilla. De esta imagen, Borinsky enfatiza la proximidad
de la muerte. Habla así de un «canto agónico» (Borinsky, 1988: 42).
[364]
En ese «abrazo abarcador entre vida y poesía (que) es la utopía de una
palabra/cuerpo» (Evangelista, 1996: 47), hay algo que, irrepresentable, se escapa o
miente, por lo que:
Esta búsqueda (ontológica) se despega cada vez más de una contención primera del ejercicio
poético y del ser, hasta caer en la difracción y en la incertidumbre. El punto final de este
itinerario poético es la renovación de la poesía y del ser […] en el silencio y la muerte
(Depretis, 2001: 35)
Como veíamos, esta distancia entre el sujeto y la palabra se evidencia aun desde
el ansia y la insistencia —marcada por el imperativo— del abrazo entre el sujeto y la
poesía, desde la asunción del rito, es decir, desde la utilización de la palabra como
conjuro, como invocación. Como anticipa Depretis, a partir de la evidencia de esta
distancia, de esta fisura y de esta herida, la búsqueda poética y ontológica del yo ha de
enfrentarse a un espacio de silencio y de muerte.
Desde «Los trabajos y las noches», el sujeto textual construye en la poesía su
morada, esto es, un lugar donde habitar y donde refugiarse, pero sobre todo un espacio
donde no dejar de buscarse. La búsqueda del sujeto cristaliza en «los trabajos y las
noches» en el emblema de la «sed» y por tanto, reconoce en esa búsqueda tanto la
marca de la carencia, de la falta, como la aspiración de alcanzar un absoluto y, entonces,
el reconocimiento de la utopía («para significar el único sueño»).
Quizás justamente por el afán absoluto y también utópico de esa necesidad y ese
deseo de encontrar un lenguaje capaz de acceder a lo real, a la esencia del sujeto y de la
vida, el intento de fusión del yo con la poesía se expresa a través de la ritualización —de
alguna manera, de la sacralización— de la palabra poética. Sin embargo, y quizás
también por el afán absoluto y también utópico del deseo vital de encontrar un lenguaje
inocente, primero, translúcido, ese intento de fusión del yo con la poesía establece
finalmente un pulso, un forcejeo, una lucha interminable entre el sujeto y el lenguaje, en
la que se acaba reconociendo un espacio de nadie, de silencio y de muerte.
Los trabajos y las noches funda, desarrolla y mantiene esa tensión dialéctica
entre el sujeto textual y la poesía misma, esbozando así una poética intensamente
consciente en el sentido apuntado en los primeros capítulos, es decir, una poética
doblemente reflexiva e introspectiva, que apunta al problema del lenguaje, del sujeto y
del conocimiento desde el signo de la «sed», de la carencia, del deseo, de la necesidad.
Por eso, creo que en Pizarnik —y así lo escenifica este poemario—, el poema se
convierte en ese «diálogo desesperado» del que hablaba Paul Celan, esto es, en pregunta
y en interpelación invisible, y en configuración o dibujo de la identidad al tiempo que
[365]
en aparición o advenimiento de la alteridad217. En ese «diálogo desesperado», «el poema
muestra, es imposible no reconocerlo, una gran tendencia a enmudecer» (Celan, 2004:
506-507).
217
«El poema se convierte —¡bajo qué condiciones!— en poema de quien —todavía— percibe, que está
atento a lo que aparece, que pregunta y habla a eso que aparece. Se hace diálogo; a menudo es un diálogo
desesperado. Sólo en el espacio de este diálogo se constituye lo interpelado, se concentra alrededor del yo
que interpela y denomina. A esa presencia, lo interpelado, que gracias a la denominación ha devenido un
Tú, trae su alteridad» (Celan, 2004: 507). Como veremos más adelante, además, el tema de la extrañeza
como del desdoblamiento, del yo y el otro, aparece explícita e insistentemente en la poética pizarnikiana.
[366]
2. 3 Quedarse en la poesía y salirse del lenguaje. Hacia una poética del silencio
No el poema de tu ausencia
solo un dibujo, una grieta en un muro,
algo en el viento, un sabor amargo.
«Nombrarte». Alejandra Pizarnik
Ni el deseo de unión entre sujeto y poesía, ni la ritualización de la palabra y el
discurso poéticos, ni la búsqueda insaciable por el territorio de la infancia o del sueño
bastan para encontrar un lenguaje transparente capaz de conocer la totalidad de lo real.
Nombrar es, como veíamos, aceptar el desfase entre la palabra y el cuerpo, o aceptar la
proliferación de las representaciones. Pizarnik no escapa del bucle de las
representaciones y, tal vez por eso, no deja de ponerlas de manifiesto.
Creo que el poema transcrito como epígrafe («Nombrarte») constituye un
ejemplo de esa lucha por escapar de la prisión de un lenguaje incapaz de salir de la
enunciación para acceder a lo real, y al tiempo —en consecuencia—, de una poética
eminentemente consciente, cuyo eje reflexivo central tratará sobre qué hacer con esa
barrera del lenguaje y con respecto al acceso a zonas para siempre vedadas al
conocimiento del mundo, del ser, de la vida.
«Nombrarte» presenta un «juego» de contrarios habitual en la poética
pizarnikiana: un juego con la ausencia y la presencia —concretamente, en este caso,
puede interpretarse como la ausencia o la presencia del amado218—. En cierta forma, el
poema presenta una doble lectura. De un lado, puede tratarse de un poema donde
intentar salir de la espiral del lenguaje para nombrar la presencia —silenciosa, real—
del amado. En este intento de salir de la enunciación y alcanzar a vislumbrar lo real, el
poema termina nombrando la presencia del amado mediante estos signos: «solo un
dibujo, una grieta en un muro, / algo en el viento, / un sabor amargo». Se proponen
trazos, fisuras, objetos, sensaciones, marcadas por lo físico al tiempo que por lo
indeterminado. Esa indeterminación parece despojar al lenguaje de la referencia y
precipitarlo casi a la abstracción.
De otro lado, otra lectura apunta a un poema que nombra la ausencia del amado
mediante los mismos signos. En ese caso, «un dibujo, una grieta en un muro, / algo en el
viento, un sabor amargo» no tendría que ver tanto con el amado como con el vacío que
218
Por las alusiones al tema del amor encontradas en todo el poemario y del amado confundido con el
poema, etc. También puede trabajarse con la abstracción, es decir, sin hacer referencia a ningún amado y
poniendo de relieve el valor de la ausencia y sus (im)posibilidades de representación.
[367]
este ha dejado y, entonces, con su ausencia «real» —«no [con] el poema de [su]
ausencia»—. Sin embargo, en ambos casos, el poema juega con la intermitencia de la
ausencia y la presencia, tal vez porque ello signifique jugar con la sustitución, con el
signo como indicio, como señal. Aun así, en ambos casos, esta búsqueda de un lenguaje
otro no puede sino configurarse de lenguaje. Estos signos no escapan otra vez de serlo y
de conformar palabras, imágenes, representaciones, tal vez suspendidas pero, en
cualquier caso, evidenciadas.
La reflexión constante acerca de la imposibilidad de acceder a lo real a través del
bucle simbólico del lenguaje se traba en la poética pizarnikiana mediante la
construcción de una palabra que señala continuamente este juego intermitente, cuando
no apunta a algo ausente escondido debajo de lo nombrado219:
Un lugar
no digo un espacio
hablo de
qué
hablo de lo que no es
hablo de lo que conozco
no el tiempo
sólo todos los instantes
no el amor
no
sí
no
un lugar de ausencia
un hilo de miserable unión (Pizarnik, 2001: 185).
Este poema enfatiza desde su título el límite invisible, inútil, casi ridículo
situado entre lo simbólico y lo real, lo concreto y lo abstracto, lo visible y lo invisible.
«Fronteras inútiles» escenifica ese juego intermitente —de goce— entre la presencia y
la ausencia, a través de un trabajo formal específico.
El trabajo con la página en blanco, la disposición de los versos en el poema, la
delimitación de espacios, de huecos, crea distancias obvias, añadidas, dejando palabras
al margen y evidenciando el vacío, el silencio, la ausencia. Heredera directa del célebre
«coup de dés» de Mallarmé, destacando —de nuevo— la influencia inmediata de
Huidobro o Girondo y el interés por lo indecible de algunos de sus coetáneos —como
Duras o Celan, por ejemplo—, esta escritura permite distintas formas de inscribir y
visualizar el silencio en el texto poético.
219
Así en el célebre poema de La última inocencia (1956) «sólo un nombre», como recuerda en un
interesante comentario Núria Girona —al que regresaremos— (Girona, 2001: 131).
[368]
Por una parte, los espacios en blanco confirman el carácter dialógico de la
poética pizarnikiana. A este nivel, los espacios distinguen cuanto menos dos voces
(«hablo de / […] qué / hablo de lo que no es»), poniendo de relieve cierta oralidad, es
decir, creando casi el efecto —a través de la escritura— de una transcripción de una
secuencia hablada. Por otra parte, estos espacios en blanco se conjugan con el empleo
de la negación iterativa, de una estructura sintáctica negativa para abocar básicamente
en el concepto «negativo» —definible y definido con respecto a su contrario, mediante
su negación— («no digo un espacio […] hablo de lo que no es […] no el tiempo […] no
el amor […] no // un lugar de ausencia»). De este recurso característico en la poética
pizarnikiana, Alicia Borinsky señala la «celebración de la negatividad de las palabras,
de su capacidad para desmantelar las ilusiones de representatividad» y añade que «la
poesía de Alejandra Pizarnik tiene, indudablemente, como su mayor logro, la
explicitación del fracaso del intento de delinear al yo que habla» (Borinsky, 1988: 41).
El sujeto confiesa «hablar de lo que no es», poniendo de manifiesto el
conocimiento no tanto de lo inexistente como, al revés, destacando el conocimiento de
la existencia de lo ausente, de lo invisible, de lo indecible («hablo de lo que conozco»).
Como indica Borinsky, el yo fracasa en el intento de abarcar lo ausente porque no
encuentra palabras que lo designen. En este sentido, como afirma Lidia Evangelista,
«hablar es reingresar en el universo de la falta» (Evangelista, 1996: 47). Por eso, el
sujeto no puede sino evidenciar la falta al hablar. El yo explicita lo ausente, y lo hace
básicamente a través del trabajo con la escritura.
Mediante la negación y los espacios dejados en blanco, la ausencia se hace
físicamente presente220. Por una parte, la ausencia se halla implícita en la negación de lo
presente. Por otra parte, la ausencia late en el espacio vacío del verso incompleto y se
abraza con el silencio. De esta forma, la escritura pone de manifiesto la distancia entre
la palabra y la cosa, es decir, la imposibilidad de la palabra para asignar completamente
la cosa, hasta llegar, como anota Assunta Polizzi, a la crítica «absoluta (de la palabra),
hasta el límite con el silencio» (Polizzi: 1994: 106).
Esa crítica «absoluta» de la palabra se pone especialmente de relieve al analizar
el contenido del conjunto del poema. En él, el yo desmantela las palabras que atienden a
toda nuestra concepción del mundo: el espacio y el tiempo son negados y sustituidos
220
Acerca de esta característica concreta, Liliana Lourdes Guaragno comenta: «En los poemas anteriores
a EPL (Extracción de la piedra de locura —1968—), Alejandra Pizarnik acentuaba el poema como
cuadro, como dibujo rodeado del espacio blanco de la hoja, en un contraste que permite que voces como
vacío, muerte o desierto resuenen en ese espacio como vacío, muerte o desierto» (Guaragno 1996: 402).
[369]
por entidades que viran hacia lo concreto y accesible —el lugar y el instante—.
Mediante este proceso, se vuelve patente la abstracción y el dualismo de un
pensamiento que necesita de esas dos coordenadas para posibilitar el «ser».
Sin estas coordenadas, el sujeto roza una suerte de vacío donde solo resulta
posible encontrar la ausencia, el silencio y la muerte. La palabra entonces no puede
funcionar sino como cómplice o signo de la ausencia y, entonces, del silencio y de la
muerte:
No es que el lenguaje se niegue a la referencialidad, es que funciona como figura de ausencia,
de lo que no está y ni tan siquiera restaura. Ahí hay un saber del agujero, un retorno en lo real
no de una positividad de goce sino de la negación que lo simbólico implica […]. Si la
subjetividad se dispersa en lo infinito del lenguaje que lo atraviesa, ésta es una forma de
suicidio simbólico (para nada me refiero al biográfico), que hace morir al sujeto al reducirlo a
su vacío por la desatadura de las identificaciones, al excluirlo del vínculo referencial y social.
En consecuencia, […] la pregunta debería ser ¿se puede salir del lenguaje para hablar? (Girona,
2001: 131).
La poética de Alejandra Pizarnik se encuentra efectivamente atravesada por una
pulsión poética que resulta una pulsión de muerte, porque es imposible salir del
lenguaje sin salir de la vida221. Creo que la pregunta retórica planteada por Núria Girona
sintetiza la interrogación última de esta poética, de toda la problemática del lenguaje, de
gran parte del problema del conocimiento. Al tiempo, esta pregunta pone de manifiesto
la tensión y el pulso, la precipitación y el suicidio222 asumido por el sujeto textual que
sabe que —de nuevo y— siempre «hablar es reingresar en el universo de la falta223 […]
Pero hablar es, también, la posibilidad de constituir un espacio utópico» (Evangelista,
1996: 47). Solo que, entonces, este espacio es —como veíamos al comienzo de este
texto— el espacio de la desaparición224.
221
«Lo que está íntegramente fuera del lenguaje está también fuera de la vida» (Steiner, 2003: 46).
La misma idea de suicidio del sujeto textual explicada por Núria Girona puede rastrearse desde el
comienzo del artículo de Lidia Evangelista, si bien esta última no se muestra tan tajante (Evangelista,
1996: 42).
223
La cita aparece repetida con el fin de completarla. Por otra parte, esta idea recurrente —analizada aquí
al respecto de Los trabajos y las noches— cristaliza en el emblemático poema «En esta noche, en este
mundo» (Pizarnik, 2001: 398-341), ya comentado en el capítulo tercero; recordemos algún extracto donde
se evidencia la distancia entre lo simbólico y lo real con una claridad definitiva: «no / las palabras no
hacen el amor / hacen la ausencia […] si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré?» (Pizarnik, 2001:
298).
224
Me gustaría explicitar que buena parte del análisis acerca de Alejandra Pizarnik y, más concretamente
de Los trabajos y las noches, está inspirado en estas palabras de Núria Girona. En este aspecto, desearía
agradecerle especialmente la ayuda, las conversaciones y los comentarios al respecto.
222
[370]
3. «Un ser de muerte»
Un ser de muerte. Este linaje comienza con Alejandra Pizarnik, que guadaña en mano, nos
advierte: «cuídate de mí amor mío, cuídate de la silenciosa en el desierto / de la viajera con el
vaso vacío y de la sombra de su sombra»
Núria Girona
A raíz de Árbol de Diana —el poemario inmediatamente anterior a Los trabajos
y las noches de Alejandra Pizarnik—, Michal Heidi afirma que «el nombrar
compromete al sujeto lírico a un enfrentamiento con el objeto nombrado» (Heidi, 1992:
246). En este análisis, además, el crítico ya habla de una actitud invocadora y de un
interlocutor «difícil de fijar» («su voz se vuelve hacia las imágenes de otras voces
suyas» (Heidi, 1992: 245-246)). Los trabajos y las noches radicaliza el trabajo con los
límites señalados por Michal Heidi.
En Los trabajos y las noches, la decisión de convertir la poesía en morada del yo
refuerza la superposición entre sujeto y objeto, estableciendo un enfrentamiento
dialéctico ineludible, en el que se pone de relieve la insuficiencia del lenguaje a través
de un sujeto marcado por la falta. Como sostiene Lidia Evangelista (1996: 45), «de lo
que se trata es, entonces, de la nostalgia por el poder ontológico de la palabra»: el
cuestionamiento y el descrédito del lenguaje desvela entonces el desconocimiento y la
carencia del sujeto —y viceversa—.
Así, el enfrentamiento de sujeto y objeto, del yo con la poesía misma,
desemboca —como veíamos— en un pulso en el que se intenta llevar al límite el
lenguaje mediante el trabajo con la palabra poética. Sin embargo —como sugieren de
Steiner a Girona—, llevar al límite el lenguaje implica llevar al límite el yo, por lo que
la frontera de la ausencia y el silencio equivale al abismo del vacío y de la muerte. El
sujeto textual en Los trabajos y las noches se halla, por tanto, tan atravesado por la
búsqueda de una palabra inocente como por la pulsión de muerte.
[371]
3.1 «El deseo de morir es rey»
Este verso pertenece al segundo poema de Los trabajos y las noches, titulado
«Revelaciones»:
En la noche a tu lado
las palabras son claves, son llaves.
El deseo de morir es rey.
Que tu cuerpo sea siempre
un amado espacio de revelaciones (Pizarnik, 2001: 156).
A raíz de la lectura de este poema concreto, Florinda Goldberg señala que:
Desde Los trabajos y las noches […] el amor y el erotismo se convierten en la fuerza capaz de
instaurar el espacio privilegiado de las distancias abolidas y las «uniones posibles» […] La
utilización de llave / clave completa la configuración del tú amoroso como un dador de sentido,
como quien devela / ilumina misterios y abre puertas (Goldberg, 1994: 86-88).
En efecto, en primer lugar, este poema puntúa una abertura significativa. En este
sentido, pone explícitamente de manifiesto el problema del conocimiento, en parte
articulado en el símbolo de la «noche» —como detallaremos más adelante—. La
palabra poética se transforma en «clave», en «llave», es decir, en signo fundamental, en
significación cifrada que apunta a un medio o a una posibilidad de abertura hacia el
conocimiento.
Por otra parte, la llegada de la noche se acompaña de la presencia de un «tú»,
que Goldberg asimila inmediatamente con la figura del amado, y que reencontramos en
la alusión a un cuerpo; cuerpo en el que se produce la revelación, es decir, la alétheia, el
fenómeno de desvelamiento de un saber. Ese lugar de la revelación, el cuerpo —
«amado»— del otro, apunta indudablemente al espacio de lo real, y entonces, al
conocimiento. En efecto, el sujeto pide —si se quiere, invoca— la permanencia del
cuerpo, del amor y de la posibilidad del conocimiento de saberes hasta entonces ocultos.
Sin embargo, este análisis obvia un elemento nuclear que, como tal, se erige en
el texto: antes de la demanda que pide guarecer el espacio del cuerpo y de la revelación,
y, sobre todo, después de la abertura significativa de lo simbólico a través de la
presencia de la noche y la cercanía del amado, se instaura la supremacía de un deseo de
muerte. Este deseo de muerte puede resultar casi inexplicable —tal vez por eso, la
crítica parece colocarlo en el terreno de la irracionalidad o en el tema pizarnikiano
recurrente antes que trabajarlo en un poema concreto—. No obstante, creo que ese
[372]
deseo de muerte resulta fundamental en este poema, en la configuración del sujeto
textual en Los trabajos y las noches y en el conjunto de la obra pizarnikiana.
En este poema, el deseo de morir se sucede a la abertura significativa al tiempo
que a la atmósfera nocturna y amorosa de la revelación. Esta pulsión de muerte indica
claramente una precipitación hacia la pérdida. Por una parte, podría enfatizar una
pérdida de lo simbólico dirigido a lo real —el cuerpo—: la abertura significativa
implicaría esa pérdida mediante la cual es posible la revelación. No obstante, como
decíamos, lo simbólico, a su vez, implica siempre una pérdida de ser: este «deseo de
morir», superior a cualquier otro, designa la exposición de un sujeto que desea arrojarse,
que asume la pérdida que implica la muerte, en este caso, presentada como antesala de
la revelación. En este sentido, Enrique Molina señala que «un permanente sentimiento
de muerte, como otro deslumbramiento terrible […] la precipita[ba] al asombro y al
terror» (Molina, 2002).
La cita de Molina traslada una suerte de fusión entre dos sensaciones
encontradas que, de hecho, confluyen en esa palabra —«deslumbramiento»— que, a su
vez, indica justamente una ofuscación o una pérdida de visión pero por un exceso de
luz. Por eso, la muerte se funde con el símbolo pizarnikiano de la noche y anticipa la
conjunción con el conocimiento, la conjunción con lo real. En este sentido —y
siguiendo el análisis de Goldberg centrado básicamente en el tema del amor—, se puede
leer un primer indicio de la clásica conjunción Eros-Thanatos llevada, de hecho, al
límite en libros posteriores por Alejandra Pizarnik225.
En todo caso, como indica Cristina Piña: «El tema de […] la muerte —“La
muerte siempre al lado. / Escucho su decir. / Sólo me oigo”— es mucho más complejo y
se vincula con la dimensión metafísica» (Piña, 1999a: 61). La pulsión de muerte aparece
desde el segundo poema de Los trabajos y las noches y aunque su nombre no aparece
225
El tema de la unión Eros-Thanatos, del amor y la muerte, recorre violentamente Extracción de la
piedra de locura (1968) y El Infierno musical (1971). Ahora bien, el mismo tema también será el sujeto
de algunas de sus prosas (La condesa sangrienta —1966—) y sobre todo de sus obras teatrales (como las
citadas La bucanero de Pernambuco o Hilda la polígrafa y Los perturbados entre lilas —ambas fechadas
en 1969 y publicadas en 1972—. En este sentido, como señala Piña a raíz del análisis de estas últimas que
tilda de «obscenas» —en el sentido de «lo siniestro, lo fatal, lo fuera-de-escena»—: «La obscenidad está
asociada a lo sexual, para ser más precisos y diferenciarla así del erotismo y la pornografía, al goce en
sentido lacaniano, como lo que está más allá del placer, aquello inarticulable, ilegible, irrepresentable,
pues se hunde en el tabú, en la falta primera, en la imposible “completud”, que por imposible y por más
allá del placer coincide con el instinto de muerte, ese Thanatos indisolublemente unido con el Eros pues
va más allá de él» (Piña, 1999b: 25-26). A raíz de La condesa sangrienta, el análisis de Cristina Piña
apunta a ese mismo lugar: «En este campo donde conviven y se identifican Eros y Thanatos —
fascinación y hostilidad— es donde la condesa está capturada y así, su placer sólo puede surgir de la
agresión extrema al otro» (Piña, 1999b: 46-47).
[373]
reiterativamente en este libro, la muerte está implícita —como sugeríamos en el
epígrafe anterior y de alguna forma también sugieren Molina y Piña— en la búsqueda
poética y ontológica del sujeto textual, es decir, en una dimensión escrituraria y
metafísica.
El poema recogido en la cita de Piña —perteneciente a la última parte de Los
trabajos y las noches y titulado «Silencios» (Pizarnik, 2001: 188)— pone de nuevo de
manifiesto tanto la asimilación de la muerte al silencio como la proximidad constante de
la muerte al yo. En tres breves versos y de forma tan concisa como tajante, «Silencios»
marca una proximidad progresiva y en cadena —del silencio a la muerte y de la muerte
al yo— que llega hasta la indistinción, superponiéndose implícita, calladamente,
silencio, muerte y sujeto.
Como hemos venido sosteniendo hasta ahora, Los trabajos y las noches
representa la adscripción definitiva del yo al paradigma poético —la conversión de la
poesía como morada— y la cristalización del emblema de la «sed» que arrastra al sujeto
a emprender una búsqueda ontológica forzosamente utópica, pues persigue la quimera
de un lenguaje completamente transparente capaz de acceder a lo real del ser, del
mundo. Esa búsqueda evidencia de por sí, además de un pulso con lo simbólico que
linda con el silencio, un ser básicamente definido por la carencia y por la falta. Esa
falta-de-ser, que marca la carencia «metafísica» —como sugería Piña— anuncia ya un
ser de muerte.
Sin embargo —y como también hemos venido señalando hasta el momento—,
Los trabajos y las noches muestra la evolución del sujeto en relación con la inclusión
del tema del amor, la adscripción al paradigma poético o la búsqueda poética y
ontológica. En este sentido, y como hemos visto, el tema de la muerte irrumpe desde el
segundo poema del libro —a través del deseo, de la idea de pulsión y de la idea de
deslumbramiento, como decía Enrique Molina—, para ir apoderándose progresivamente
del sujeto textual —prácticamente hasta la superposición, como veíamos en
«Silencios»—, al tiempo que la ausencia va apoderándose del amor y el silencio, del
lenguaje.
Por tanto, ese sujeto textual que mora en el poema, en el lenguaje, en la poesía,
se va transformando en un yo que, cada vez más, vaga entre ausencias y silencios y
lilas; en un yo que acaba vistiéndose de muerte a través de distintas máscaras. Y en el
rito poético de Los trabajos y las noches, la entrega del yo se convierte en sacrificio.
[374]
3.2 De la ofrenda al sacrificio
La unión ritual del sujeto con la poesía y el lenguaje del inicio del libro se asume
después como ofrenda en «Los trabajos y las noches». Sin embargo, esta ofrenda del yo
se transforma progresivamente en un sacrificio dentro de un rito cada vez más funerario,
donde comienza a velarse en silencio e insistentemente una ausencia. Como veíamos en
la introducción a este poemario, el pasaje de la entrega del sujeto a su sacrificio
comienza a ponerse de manifiesto en la parte central del libro, conformada con poemas
que aluden a la infancia. También Enrique Molina enfatiza este aspecto:
Pero la fascinación de la infancia perdida se convierte en ella, por una oscura mutación que
cambia los signos, en la fascinación de la muerte, igualmente deslumbradora una y otra,
igualmente plenas de vértigo. Toda su poesía gira en torno a estos dos polos magnéticos, dos
solicitaciones extremas que se funden en su voz y le dan, desde sus primeros libros hasta sus
últimos textos, un acento inconfundible, una emoción esencial y una calidad extrañamente
perturbadora (Molina, 2002).
La cita de Enrique Molina acerca del tema de la infancia insiste en el mismo
aspecto indicado con respecto al «sentimiento de muerte», es decir, refuerza la
conjunción de fascinación y vértigo, de deslumbramiento y terror, enfatizando un sujeto
textual contradictorio y complejo. En este sentido —como ya hemos sugerido—, el
poema «verde paraíso» (Pizarnik, 2001: 175) sitúa al yo más cerca que nunca del
presagio de la revelación y del tesoro del lenguaje primero, aunque, al mismo tiempo,
advierte la proximidad de lo real y del silencio. Este poema instala, desde su primer
verso, al sujeto poético en el terreno de la extrañeza.
En la misma línea, el poema central —ya analizado— explicita la entrada en la
muerte de una presencia infantil anónima, impersonal («alguien», «como Alicia»).
Además, esta entrada se acompaña de símbolos que se volverán cada vez más
frecuentes; símbolos que, a menudo, aparecen asociados a un presagio de muerte: así,
algunas voces del viento pero sobre todo la mención de las lilas que anticipa, en este
libro, sistemáticamente, el silencio y la muerte:
Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.
Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día
una partición del sol en pequeños soles negros… (Pizarnik, 2001: 181).
[375]
«Anillos de ceniza», este poema que abre la tercera y última parte del poemario,
fija los espacios de la poesía, de la noche y de la muerte en relación a un sujeto ya
estallado: «un sujeto de enunciación fragmentado que constantemente se diluye o
aparta, negándose a crear la ilusión de una integridad», como advierte Michal Heidi Gai
(Heidi, 1992:251). En este poema, el yo intenta defenderse de la amenaza del silencio y
de la muerte, a través de una multiplicidad de voces. Todo en vano, desde el título se
apunta al bucle mortífero de la enunciación y/o a un ser sacrificado y «muriente».
«Madrugada» certifica el paso siguiente, el sacrificio definitivo del sujeto
textual, esto es, su desaparición:
El viento y la lluvia me borraron
como a un fuego, como a un poema
escrito en un muro (Pizarnik, 2001: 182).
La imagen de la lluvia acabando con el fuego —aludiendo a la dicotomía clásica
del fuego y el agua que se extiende y varía a lo largo del poemario 226— remite de nuevo
a la imagen de la ceniza y, por ende, de la muerte. Sin embargo, y tal vez a través del
énfasis también en el símbolo del viento, el poema va más allá, presentando la extinción
total del yo. La última comparación enfatiza de nuevo el paralelismo con el lenguaje y
la palabra poética, esta vez desarticulando el mito de la permanencia de la escritura y
poniendo en valor una levedad similar a la del ser227.
En este poema, la desaparición del ser solo está anticipada por el sueño nocturno
y por la imagen de su yacimiento, esto es, por imágenes cuyos ecos simbólicos remiten
inconfundiblemente a un cuerpo moribundo o muerto. Más allá de la ofrenda del sujeto
textual, Enid Álvarez afirma que «la representación del cuerpo en la poesía de Pizarnik
es el hecho de que este se ofrece como don para el sacrificio» (Álvarez, 1997: 12). La
tercera parte de Los trabajos y las noches enfatiza la idea puesta de relieve por Álvarez
en el artículo titulado justamente «A medida que la noche avanza».
226
La recurrencia al símbolo del agua y sobre todo del fuego aparece destacado en la primera parte del
poemario, en relación con el cuerpo del yo o con el tema del amor y de ese interlocutor amado («el furor
de mi cuerpo elemental» (Pizarnik, 2001: 158); «mi cuerpo mudo / se abre / a la delicada urgencia del
rocío», etc.). Cabe destacar que estas imágenes evolucionan con los cambios básicos ya señalados, es
decir, en la tercera y última parte, estos mismos símbolos aparecen acompañando y enfatizando el silencio
y la amenaza de muerte («silencio ardiente», «silencio de fiebres», etc.).
227
En la poética pizarnikiana, podría hacerse una suerte de criba léxico-simbólica, en la que casi la
totalidad de símbolos se repetirían insistentemente. El símbolo del «muro» enfatiza lo físico de la realidad
y va variando como símbolo a lo largo del poema, siguiendo una evolución similar a la del sujeto, esto es,
reforzándose como un espacio de silencio y de muerte.
[376]
Tras el anuncio —en estos primeros poemas de la última parte del libro— del
estallido y la desaparición del yo, la idea del sacrificio del sujeto textual se intensifica,
pasando por la devoración progresiva de su cuerpo:
Si te atreves a sorprender
la verdad de esta vieja pared;
y sus fisuras, desgarraduras,
formando rostros, esfinges,
manos, clepsidras,
seguramente vendrá
una presencia para tu sed,
probablemente partirá
esta ausencia que te bebe (Pizarnik, 2001: 193).
En «cuarto solo», se evidencia ese «peligro constante de ser bebida y comida»
(Álvarez, 1997: 13); una devoración intuida desde Árbol de Diana, el libro anterior que,
como señalábamos en el capítulo tercero, ya se encuentra marcado por la inefabilidad de
lo naciente y su proximidad con lo muriente, por la luminosidad de la pérdida y la
potencialidad de todo lo posible, entre lo también comienza a hallarse esa suerte de
vampirismo que absorbe y devora el cuerpo del yo228. «Cuarto solo» hace patente el
grado de violencia que adquiere el sacrificio, además de su carácter progresivo y dual, o
de lo que resulta, al fin y al cabo, el origen de este sacrificio.
Con ayuda de la interlocución y la invocación de un «tú», el poema instaura el
desdoblamiento del sujeto textual y destaca la importancia de la búsqueda poética y
ontológica, mediante un lenguaje cifrado al tiempo que plagado de fisuras,
fragmentario, incompleto («y sus fisuras, desgarraduras, / formando rostros, / esfinges,
manos, clepsidras»). Solo el hallazgo en la búsqueda emprendida por el yo, a través de
una palabra poética capaz de superar las barreras de lo simbólico, construida,
desplazada y buscada en «la vieja pared» —tal vez con el fin de encontrar el apoyo de
un «cuerpo»—, puede evitar que el sujeto sea devorado por la «ausencia».
El poema ratifica el emblema de la sed, el ansia del sujeto por descubrir esa
verdad cifrada pero, de nuevo, fortalece el poder de la ausencia hasta su entrada en el
cuerpo del sujeto textual, conformando la interminable «dialéctica del devoradordevorado» —como afirma Carolina Depretis: «se genera entre la poeta como yo y la
228
Esta constante comienza a concretarse en Los aventuras perdidas, como señala Carolina Depretis
(Depretis, 2001: 39-40), continuándose en Árbol de Diana: «alguien en mí dormido / me come y me
bebe» (Pizarnik, 2001: 116). Los versos aquí recogidos pertenecen a Árbol de Diana y como se puede
observar, se superponen perfectamente con los citados de Los trabajos y las noches. Como ya hemos
advertido, en Árbol de Diana ese terror a la devoración se produce a partir del desdoblamiento del sujeto
textual. Ese desdoblamiento también aparece en Los trabajos y las noches —intensificado por el estallido
del yo—. De la misma forma, el miedo a la muerte de Árbol de Diana cristaliza en el «ser muriente» de
Los trabajos y las noches.
[377]
muerte como otro la dialéctica del devorador-devorado. Al ser vampirizada por (la
ausencia y) la muerte, la poeta es tanto vaciada […] como invadida» (Depretis, 2001:
39)—.
La ofrenda del yo desemboca entonces en una suerte de espiral de sacrificio, en
la que la ausencia se apodera de tal forma del sujeto que lo vacía para, de nuevo,
llenarlo de ausencia misma. Por una parte, el terror de la devoración conforma al sujeto
textual (el yo se convierte en un yo devorado). Por otra parte, el sujeto textual, no solo
conformado de ausencia, devorado además por ella, se forja ya de muerte, configurando
constantes auto-representaciones del ser sacrificado, fracturado, devorado, muriente:
«Her poetry collections offer similar self-representations of a divided female speaker
who suffers from the sense of an internalized unnamable absence that “eats and drinks
her”» (García-Moreno, 1996: 68).
El yo sacrificado y devorado se transforma progresivamente en un «ángel
harapiento» —porque ese es el nombre con el que le llaman—: «El viento me había
comido / parte de la cara y las manos. / Me llamaban ángel harapiento» (Pizarnik, 2001:
200). La ofrenda del sujeto a la poesía construye un ser sacrificado al lenguaje, que
acaba devorado por la ausencia y solo puede construir la imagen de un ser «muriente»,
la antesala, si no el cadáver textual enunciado por María Negroni o Enid Álvarez. Este
último enfatiza la metamorfosis:
En un primer momento el espacio textual se abre como un escenario donde la muerte es la
protagonista principal. El yo poético forma parte del público, es espectadora o interlocutora de
aquélla. En un segundo momento, la voz poética se desplaza. De ser espectadora pasa a ser
espectáculo, ya no observa a la muerte, ahora la encarna. Se coloca en el escenario como
cadáver:
«Mañana me vestirán con cenizas al alba,
Me llenarán la boca de flores.
Aprenderé a dormir en la memoria de un muro,
En la respiración de un animal que sueña» (Álvarez, 1997: 16-17).
[378]
3.3 Un ser muriente. La antesala eterna de la muerte
y la configuración del cadáver textual
Así pues, Maldoror, ¡has vencido a la Esperanza! ¡A partir de ahora la desesperación se
alimentará de tu sustancia más pura!
Isidore Duchase, comte de Lautréamont
El poema citado por Enid Álvarez se titula «Sombra de los días a venir» y forma
parte de los últimos poemas de Los trabajos y las noches. A raíz de este poema, Álvarez
sentencia que en la poética pizarnikiana «el cuerpo como frontera se ha desvanecido»
(Álvarez, 1997: 17). «Sombra de los días a venir» muestra la mortaja, el cadáver de un
yo capaz de vislumbrar su propia muerte.
Sin embargo, antes de esta culminación del «ser de muerte» que cierra
prácticamente el libro, creo que Los trabajos y las noches se halla finalmente recorrido
por un sujeto textual que traza un «ser muriente», es decir, un ser carente, marcado por
la orfandad, por el despojo y por el harapo —o cubierto por sus máscaras— que no
acaba de morir, que vaga incompleto, intranquilo, y hasta rabioso. Ese «ser muriente»
pervive a través de representaciones, encarnado en mendigo o en «ángel harapiento»,
pero señalado siempre por la desposesión y una muerte que lo habita —pero que no
termina de abandonarlo—. El yo confiesa que está muriendo o: «Me llamaban ángel
harapiento. / Yo esperaba» (Pizarnik, 2001: 194-200).
La proliferación de autorrepresentaciones enfatiza este aspecto al tiempo que el
estallido definitivo del yo; un estallido definitivo porque nunca va a volver a ser ni un
sujeto homogéneo, unitario, ni siquiera un ser desdoblado que pueda delimitarse
fácilmente (en un yo y otro unitarios, al menos respectivamente), pero también un
estallido —simbólico— definitivo porque no cabe ya la esperanza en este sujeto textual:
Nunca de nuevo la esperanza
en un ir y venir
de nombres, de figuras.
Alguien soñó muy mal,
alguien consumió por error
las distancias olvidadas (Pizarnik, 2001: 190).
El yo insiste en su relación con un lenguaje insuficiente, adoptando casi sus
mismos trayectos, y tal vez asumiendo la devoración y el pasaje a ese «otro lado» del
silencio y de la muerte (Pizarnik, 2001: 203). El final del poema puntúa asimismo la
«progresiva separación entre el sujeto textual y la realidad» puesta de relieve por
Fabiana E. Martínez, con respecto a Los trabajos y las noches (Martínez, 1994: 38). En
[379]
este sentido, la crítica destaca la «progresiva progresión de planos: hay un
extrañamiento que se marca lingüísticamente por la tercera persona del singular en
conflicto con la primera» (Martínez, 1994: 37). Esa tercera persona está aquí
representada, como en el caso de la entrada en la muerte —en la segunda parte del
libro—, por un pronombre indefinido, indeterminado, impersonal.
A partir otra vez de la entrada de un «alguien» —extraño al límite de siniestro y,
sobre todo, desconocido—, el sueño se desmorona y, sujeto y objeto confundidos, el yo
estalla definitivamente, adquiriendo múltiples formas. En esta línea, el poema titulado
justamente «Formas» enfrenta toda una serie de imágenes contrastadas del yo:
no sé si pájaro o jaula
mano asesina
o joven muerta entre cirios
o amazona jadeando en la gran garganta oscura
o silenciosa
pero tal vez oral como una fuente
tal vez juglar
o princesa en la torre más alta (Pizarnik, 2001: 199).
De asesina a víctima, de guerrera a entregada y del sujeto al objeto
constantemente, el yo utiliza máscaras distintas e incluso antagónicas pero siempre
habla desde el desconocimiento para llegar a la muerte o a la fantasía (o mejor, a la
«literatura»). Sin soltar el lazo del sujeto con el lenguaje, este estallido del ser se refleja
progresiva y paralelamente en una explosión discursiva y poética dirigida cada vez más
hacia la fractura sintáctica, el balbuceo, la irracionalidad y la pérdida, la locura:
El auténtico encuentro es imposible […] de ahí que la fractura ontológica y la fractura
discursiva se reflejen especularmente entre sí […]. La actitud existencial oscila entre dos polos:
la afirmación, dolorida o rabiosa, de la fragmentación, el disvalor y la impotencia (Goldberg,
1994: 37-38).
En efecto, el sujeto textual emprende un viaje hacia la transmutación en «ángel»,
en muerta, en «espíritu» (porque, como dice Enid Álvarez, el sujeto textual termina
despojándose totalmente del cuerpo (Pizarnik, 2001: 203)). En ese viaje, el yo sigue el
hilo de una representación central, la de la pérdida. Huérfana pero ausente, el yo intenta
unificar todas sus formas, todos sus «rostros», todas sus «náufragas»229, en la imagen
del «ángel harapiento», del ser sediento y muriente que no encuentra descanso ni reposo
(Pizarnik, 2001: 191-192). En «la verdad de esta vieja pared», el yo confiesa estar
muriendo en esa suerte de regreso a un lenguaje pre-edípico —semiótico— (Pizarnik,
2001:194). Después, apenas establece los últimos intentos, las últimas luchas, hasta
229
«Volcándome náufragas que son yo» (Pizarnik, 2001: 197).
[380]
llegar al poema «Sombra de los días a venir» que cristaliza la imagen casi cadavérica
del cuerpo del sujeto textual.
El texto anterior a este poema, titulado «Memoria», señala el progreso hacia la
escenificación de la muerte del yo:
Arpa de silencio
en donde anida el miedo.
Gemido lunar de las cosas
significando ausencia.
Espacio de color cerrado.
Alguien golpea y arma
un ataúd para la hora,
otro ataúd para la luz (Pizarnik, 2001: 201).
En ese juego habitual en la poética pizarnikiana, que podríamos denominar
«intratextual» y que consiste en conectar poemas entre sí dentro de un mismo (o hasta
de diferentes) poemario(s), «Memoria» se complementa con un poema anterior, también
de esta última parte, titulado «Desmemoria» (Pizarnik, 2001: 197); juega y tensa los
extremos hasta desarticular su lógica. «Desmemoria» fija en el recuerdo del sujeto
textual el olvido mismo —su por qué—, insistiendo en ese mecanismo de vaciamiento
que se basa en señalar la ausencia o el vacío para llenarlo de ausencia o de vacío mismo.
Con la asunción del olvido y el único recuerdo de su por qué continuo, «Desmemoria»
determina entonces, de nuevo, el espacio de la pérdida como destino.
«Memoria», en cambio, rescata una suerte de último «recuerdo», apenas
perceptible, conformado por la música del silencio, poblada —como no podía ser de
otra manera— por la ausencia. El poema señala, paradójicamente, lo inabarcable y
lejano, el vacío y la oscuridad. Por último, «Memoria» se cierra con el entierro de la
percepción del tiempo y del espacio. El poema reincide en señalar una presencia cada
vez más fantasmagórica e inquietante, a través de otro sonido, el de los golpes de —otra
vez— «alguien» que construye dos ataúdes: uno encerrando «la hora», otro encerrando
«la luz». «Memoria» constituye así el comienzo de la oscuridad eterna.
A partir de aquí, los últimos poemas de Los trabajos y las noches precipitan al
sujeto textual hacia el abismo de la muerte. En «Sombra de los días a venir», el yo se
convierte en cadáver y ofrece la visualización del cuerpo muerto:
El yo verdadero en oposición con el cuerpo: Cristina Piña señala cómo la simbolización del
doble parte de las imágenes de bestia y cuerpo, se convierte en cadáver y desemboca en la
visualización como imagen en el espejo y la sombra (Martínez, 1994: 37)
En este poema concreto, tras explicitar la mortaja y vislumbrar el aspecto del
cuerpo muerto, el yo parece efectivamente abarcar un aprendizaje de lo real más allá del
[381]
cuerpo y hasta de la muerte; algo que se comprueba en el poema siguiente —«del otro
lado»— en el que, desde el título, el sujeto textual parece haber pasado el umbral de la
misma muerte, haber abolido conocimiento y memoria:
No conozco.
No reconozco.
Oscuro. Silencio (Pizarnik, 2001: 203).
Sucede algo similar con el lenguaje. Así, los últimos poemas de Los trabajos y
las noches construyen un ser muriente que, cargado de pérdida, de ausencia, de vacío, se
inserta definitivamente en la muerte y, por tanto, en el silencio. Si el final del trabajo, de
la lucha y del rastro del lenguaje desembocaba en la falta de ser y en un ser de muerte,
las últimas líneas de este ser de muerte, que cristaliza en Los trabajos y las noches, solo
pueden desembocar en el lenguaje y en su falta, en el silencio. Esta mortaja que es —
según Enid Álvarez— la encarnación del cadáver por parte del yo poético no hace sino
crear y —al fin y al cabo— consolidar el «cadáver textual» del que habla María Negroni
y que sustenta la poética pizarnikiana:
En el abismo que va de la pregunta: «si digo agua, ¿beberé?» hasta la frase «las palabras hacen
la ausencia» / «buscamos lo absoluto y no encontramos sino cosas», hay la configuración de
una estética. Parafraseando a Benjamin que definió a la vida (vista desde la muerte) como «la
construcción de un cadáver», podría afirmarse que también en la obra de Pizarnik se construye
un cadáver «textual». Tras el esfuerzo —agotador—, el espejo de las analogías se rompe, se
deshace en un galimatías. No hay unión. Ni amorosa, ni entre el ser humano y el mundo, ni
entre el lenguaje y las cosas. No hay más que pérdida y aferramiento a la pérdida como modo
(en última instancia impotente) de suprimir la escisión. Al final, no queda más que una fiesta
desfigurada. Un derrumbe lingüístico que cancela toda posibilidad entre significado y
significante (Negroni, 2000-2001: 175).
[382]
Conclusiones finales
[383]
[384]
Lo que ha sido
Lo que dice el poeta,
lo que el poeta dice
al que se cree dueño de algo,
propietario del reflejo de algo,
amo de la discordia de algo.
Juan Carlos Mestre
La cita de Roland Barthes con la que comenzaba nuestro texto, extraída del
clásico El grado cero de la escritura —«la modernidad comienza con la búsqueda de
una literatura imposible» (1997: 44)— hace circular distintos enigmas y diversas
hipótesis pero sugiere al menos una certeza: una ruptura temporal y estética que
inaugura una poética utópica, esto es, la apertura de la vía de lo inviable, la exhibición
de lo prohibido o lo prohibido de la exhibición.
Como se expone en el primer capítulo, la conmoción demográfica, política y
social moderna convulsiona no solo el panorama estético, sino también la actitud
intelectual y el estatuto artístico, ya que el intenso proceso de modernización promueve
la redistribución de las producciones simbólicas. Esta reorganización desemboca en la
especificidad y la autonomía estéticas, que implican a su vez la profesionalización del
artista. En el campo de la literatura, el escritor se enfrenta a un nuevo escenario
desacralizado, donde la sociedad burguesa y el mercado se encargan de evaluar su
trabajo, transformado industrialmente, es decir, convertido en bien simbólico
reproducible con un valor de cambio. Al mismo tiempo, la profesionalización del
escritor supone un esfuerzo formal, de indagación lingüística, que revertirá en la
producción de una escritura cada vez más objetiva, atendiendo al mencionado «grado
cero» barthiano.
Por una parte, el alcance de la transformación histórico-social comprende, como
indica Rafael Gutiérrez Girardot (1983: 23-24), el inicio de la secularización y la
desmiraculización weberiana del mundo. Por otra parte, la potente racionalización
trasluce la carencia espiritual de un ser humano emocionalmente complejo, cuya mirada
también delinea un nuevo tipo de intelectual. Como apunta Sonia Mattalía (1998: 11), la
mirada contemporánea del intelectual abarca la conciencia de contradicción del sujeto
moderno, su compleja configuración rubricada por la escisión de su deseo, entre la
fascinación y el horror ante el recién estrenado horizonte ético y estético.
[385]
El mito de Orfeo recoge este doble movimiento desde una identidad simbólica y
hasta escrituraria, ya que el tracio encarna la figura del músico y del poeta por
excelencia. De Blanchot a Steiner (1992: 161 y ss.; 2003: 285 y ss.), la crítica reitera la
analogía enfatizando la asunción —hasta la ostentación— de la carencia en la literatura
moderna y contemporánea. Por su parte, Eduardo Milán, sin dejar de vislumbrar el
crisol mítico, acuña la escritura de poéticas de la desaparición, en que se patentiza
constantemente una falta (2004a: 9). Pero esta trama concierne una doble ausencia:
aquella que, como Eurídice, horada el sentido y la poesía para siempre, y aquella que
traduce el latido del mundo y su conocimiento, y despoja al escritor de la Literatura,
esto es, del lugar que, social e intelectualmente, parecía llenar hasta entonces.
El nuevo «espacio literario» escapa, de hecho, a la lógica binaria y a la tentación
de cerrar el sentido. El propio lenguaje, vinculado a la muerte —como explica Blanchot
(2007: 286-287)—, traza perpetuamente esa imposibilidad en forma de ausencia; y es
que, confín o término de la racionalización y estetización modernas, la conciencia de la
materialidad de la escritura solo confluye en la aporía, órfica pauta de la desaparición.
Por ese motivo, resulta especialmente interesante abordar etiquetas como la negatividad
o la imposibilidad: términos a menudo cómplices de determinadas poéticas
contemporáneas que explicitan la conciencia lingüística y su cuestionamiento
cognoscitivo, el carácter marginal y su proyección utópica.
Tales inscripciones encubren un cambio discursivo que experimenta la intrusión
de la alteridad y asume la presencia de la extrañeza hasta descubrir los límites con lo
siniestro; de este viraje, se desprende el afán de totalidad y su irrepresentabilidad, o la
toma de conciencia de una distancia obligada y que coincide sospechosamente con
aquella que se arquea entre las palabras y las cosas.
La problemática del lenguaje atraviesa nuclearmente parte de la poesía
contemporánea y, especialmente, de la poesía latinoamericana y argentina de la segunda
mitad del siglo
XX:
desampara las identidades, incapacita los saberes. El análisis y el
curso de sus teorizaciones, de Platón a Foucault (2006; 1999), revelan el origen
conflictivo de la palabra, que nombra lo concreto por analogía a una esencia ausente en
los discursos legitimados, y también desvelan su devenir histórico o su fracaso. Como
muestra Michel Foucault (1999: 19 y ss.), el hiato entre las palabras y las cosas no solo
se torna insalvable en la modernidad, sino que además evidencia la inefabilidad del
mundo y el naufragio de la fe en un conocimiento completo.
[386]
La búsqueda imposible de estas desarmadas y contemporáneas poéticas
establece, finalmente, una pugna cognoscitiva, existencial y ontológica, que pone en
jaque los absolutos de la metafísica tradicional: mímesis, realidad, verdad, esencia…
Como sostiene Heidegger (1998: 203-204), en los hölderlinianos tiempos de penuria, la
evolución y la secularización modernas abrazan el olvido del ser —temporalidad y
abismo—, cuyo verdadero conocimiento —inasible, invisible— permanece velado. De
hecho, según el filósofo alemán (1998: 231), son los poetas quienes se preguntan por el
enigma de lo real arriesgando su propia morada —el lenguaje— y su propio ser —la
vida—. No obstante, esas preguntas —metafísicas— que desestabilizan la moderna
escritura faltada también preparan una trampa: aquella que consiste en terminar
venerando otros ídolos que, en el afán por suturar las heridas, reemplazan y ocultan al
ser tras la estela del ansiado sentido.
Antes de que un exhaustivo estudio de la poesía de Olga Orozco y de Alejandra
Pizarnik pudiese dar cuenta de tales emboscadas, parecía necesario contextualizar las
poéticas argentinas aludidas en un marco más concreto y, a la vez, más amplio. El
capítulo segundo abordaba el reto de trazar las líneas directrices del escenario poético
de la Argentina de la segunda mitad del
XX
partiendo de una reflexión de Antonio
Méndez-Rubio, que señala el no-lugar que, en un doble sentido, destituyen estas
poéticas de la desaparición: de un lado, aludiendo al intervalo deconstructivo, al
ejercicio autocrítico, a la subsistencia abismática; de otro lado, denunciando su
frecuente invisibilización por parte del discurso crítico predominante. Esta doble
precariedad enfrenta, por tanto, esta poesía a las formas opresivas del poder: convoca su
desplazamiento mediante una estética y una ética de resistencia —a la supuesta
indocilidad de la realidad aparente y exclusiva, o a la pretendida diafanidad de la verdad
incontestable y unívoca, por ejemplo—.
El término «conciencia» despliega, también entonces, sus polisémicas alas:
reclama su región interior pero también su suelo externo, su demarcación imposible. En
poesía, refleja la preocupación por el lenguaje, el cuidado de la forma, la utopía de la
visión. Pero, al mismo tiempo, encara su compromiso con lo otro, su contribución en el
mundo. Las poéticas argentinas examinadas se originan en un controvertido escenario
en el que convergen las señas postvanguardistas y el inmediatismo coloquial; y, junto a
ellas, el reduccionismo de lo meramente estético y de lo profusamente humano y hasta
político. Un análisis de la significativa década del sesenta confirma la exigencia de
matizar ambos extremos evitando identificaciones confusas o injustas.
[387]
La apuesta por una poesía más o menos críptica y filosófica, más o menos
conversacional o cotidiana no garantiza por sí misma una mayor carga crítica, ética o
política: tan solo la indisciplina, la honestidad y la profundidad de las convicciones
cultivadas y transmitidas parecen poder hacerlo. Por eso, las implicaciones promovidas
por el denominado sesentismo tradicional para una poesía de corte coloquial
(Fondebrider, 2000-2001: 7) deben revisarse bajo la óptica de una filosofía que,
clásicamente, ha hipostasiado la oralidad confiriéndole una transparencia y una eficacia
comunicativas intrínsecas que derivarían, además, en la aceptación de un consenso
favorecido por el habla. En última instancia, estas poéticas infieren de este pensamiento
la presunción de un código unívoco y de un único mensaje: un discurso donde
difícilmente caben la discrepancia o la disidencia, la libre asociación o la herencia de la
vanguardia. Por último, la hegemonía de un movimiento poético que reivindicaría la
capacidad referencial del lenguaje, su reproducción de una realidad (in)mediata, resulta
relativa en vista de la pluralidad de poéticas que conviven en Argentina sobre todo a
partir de la década del sesenta.
Es en esa época en que se consolidan los grupos, las generaciones o los poetas
argentinos más conocidos y, quizá, representativos, aunque su producción comienza un
par de décadas antes. La del cuarenta bautiza a una generación de nombres propios
como Orozco, Molina, Girri o Juarroz. En ese sentido, la revista Canto simboliza una
cohesión no exenta de disparidad —en edad, influencias, trayectorias, derivas— pero
cuyo primer vestigio registra un inusitado interés por la estética romántica o el
Frühromantik. De esta corriente subterránea y esencial, la generación del cuarenta
recupera la aspiración a lo total o la nostalgia del absoluto, la crítica a la angosta
racionalidad ilustrada, una reclamada fusión con la naturaleza que estrecharía un mundo
más primigenio y material, o una visión derivada, la de la infancia próxima al paraíso
perdido. Igualmente cierto es que sus últimas trazas apuntan, en general, a una
evolución hacia el conceptismo y el surrealismo, que también delatan un marcado
acento filosófico o reflexivo.
Esta generación preludia unos años cincuenta protagonizados, a su vez, por el
surgimiento de una «tercera generación vanguardista». Primero el «invencionismo» y
después el grupo «ARTE MADÍ», encabezados por Edgar Bayley y Gyula Kosice,
proponen una revisión del creacionismo huidobriano, fusionando vida y poesía y
discutiendo el espacio tradicional de lo real desde la experimentación y la radicalidad
formal. En ambos casos, se trata de poéticas poderosamente utópicas que responden a la
[388]
estética objetiva comentada por Barthes en su «grado cero». Por último, el movimiento
enteramente surrealista liderado por Aldo Pellegrini, cuyo eco inicial plasma la revista
Qué y cuyo emblema se condensa en el célebre texto «El huevo filosófico», incide en el
cuño del arte en el mundo, así como en la interrogación de la realidad y del fardo
conceptual que, al intentar definirla o aprehenderla, también la vertebra; además, el
surrealismo argentino del medio siglo presenta una profunda filiación con el
romanticismo, que da cuenta de la alianza extraordinariamente prolífica que cimentará
algunas de las poéticas llamadas de la desaparición.
La revista «Poesía Buenos Aires» agrupa todas estas expresiones, junto con los
numerosos poetas que no se adscriben plenamente a ninguna tendencia, si bien destellan
ciertas afinidades críticas y estéticas que tientan al etiquetado —Alejandra Pizarnik
podría ilustrar este hecho—. No obstante, también cabe destacar la nómina de textos
teóricos y universales sobre arte y, más concretamente, sobre literatura o poesía, cuya
pulsación mayoritaria distingue la inquietud por el lenguaje poético, esto es, por su
problematización o por su neutralización. Junto a las escuelas citadas, «Poesía Buenos
Aires» alberga la nueva poesía de corte coloquial o «conversacional», de estilo más
prosaico y cotidiano, que algunos críticos denominan «sesentista» (Anadón, 1996: 247;
Fondebrider, 2000-2001: 9).
Para finalizar, las décadas del setenta y del ochenta alumbran otras líneas o
sendas que no dejan de convivir con las poéticas referidas. La tensión con la
problemática del lenguaje, tanto su insistencia en su insuficiencia como sus correlativos
ensayos por irradiar nuevas dimensiones, conmina a una poesía «del silencio» que
desteje el hilo de sus enunciados hasta el túmulo de la mudez: en lo callado, en lo no
dicho o en lo indecible, respira el trascendente misterio de lo ignoto.
Pero no todos los silencios conformaron una alternativa estética durante estas
dos décadas argentinas: por este motivo, creímos que «la poesía en el período del
terror», como la denomina Jorge Santiago Perednik (1989: vi), merecía una mención
aparte donde rescatar los nombres de algunos de los muchos intelectuales desaparecidos
durante la dictadura que va de 1976 a 1983, así como subrayar las múltiples fugas
fraguadas por los poetas que sobrevivieron y, en la clandestinidad, pudieron crear
grupos como «El ladillo» o revistas como «Punto de vista» o «El Ornitorrinco», desde
los cuales organizar distintas formas de resistencia al discurso cínico y autocrático del
gobierno.
[389]
El cariz crítico se perpetúa con la poesía neobarrosa, que se extiende hasta el fin
de siglo estirando el elástico de lo real y sus intervenciones por medio de una
(ree)labor(ación) marginal y lúdica, irónica e incluso satírica, del legado literario. El
texto neobarroso se revuelve permanentemente, rebelión que sucumbe al caos y lo
fomenta en su infinitud, es decir, desestabiliza todo orden imperante e invalida toda
comodidad lógica. Subversiva y porosa, la poética neobarrosa supone una alabanza
híbrida, desmedida, a la escritura: a la corrosión y a su grieta, a la saturación y a su
imposibilidad, al conocimiento total y a su utopía.
El tercer capítulo plantea la búsqueda cognoscitiva de las dos escritoras
argentinas escogidas, Olga Orozco y Alejandra Pizarnik, abriendo y discerniendo un
espacio de lectura, primero, deslindando la afinidad y la sinergia de las influencias
identificadas en el capítulo anterior, después, y, por último, recorriendo su obra poética
como un infinito y descentrado universo, que no deja de luchar con el caos
reordenándose o descomponiéndose —según— capa a capa.
Si bien el punto de partida o la inquietud se delatan similares, el pulso o el fallo
de estas dos poéticas se proclaman diferentes. La conocida canción machadiana sobre
los dos modos de conciencia impele a un contraste inicial desde donde encontrar una
fisura a la que aproximarse: la letanía y la complicidad orozquiana, su anhelo —la
balanza— de comunión; el laconismo y la causticidad pizarnikiana, su ansiedad —la
escala— de ruptura.
Por su parte, la analogía con el relato bíblico de Job ilumina la interpelación
ontológica y cognoscitiva de la poesía de Olga Orozco: permite situar a un sujeto fiel
pero contrariado en el contexto de su perplejidad, de su extrañeza, de su desencanto.
Como Job, el yo orozquiano exhorta a la silenciosa providencia rogando una respuesta
definitiva; como Job, recibe la contestación del lenguaje y de su incompetencia; y, como
Job, se conmueve cuando se redoblan y reproducen las preguntas en la parábola órfica
de la creación, en su arcano.
Desde ese núcleo identitario —horadado o desdoblado pero nunca negado o
destruido—, se escribe una poesía que obra de bisagra entre los polos opuestos en un
esfuerzo continuo por mediar en conflictos y resolver compromisos, ya sean lingüísticos
o epistemológicos. De ahí también que la poética orozquiana se reubique en el trance
sobrenatural y en la forma religiosa, o vague entre invocaciones rituales convirtiendo el
hallazgo del enigma en sagrada ceremonia y la pérdida del rastro en un culto a la
precariedad del canto. Por ello, igualmente, desenvuelve en letánicos versículos la cifra
[390]
de una verdad oculta: lo hace afanosa y pacientemente, mediante prolongadas analogías
que reflejan, al menos, la correspondencia entre supuestas realidades. Cuántos de sus
poemas terminan, no obstante, con una interrogación demoledora.
La poesía de Alejandra Pizarnik, en cambio, genera la inconformidad y la
desesperación de las cuales proviene, conformando la asoladora espiral que termina
engullendo la coherencia, la unidad y la identidad del sujeto. Su emplazamiento
coincide con la «otra noche» blanchotiana (1992: 133-134), es ese afuera de la
intemperie, de lo desconocido, de lo abismático, donde se realiza la pulsión de muerte.
Esta oscuridad casi invierte la teoría rimbaudiana de la videncia o el periplo místico: la
intensidad de la luz que convoca termina provocando la opacidad y la ceguera; la
proliferación de demandas ocasiona la alienación y la demencia.
Despojo simbólico, ruina, el yo pizarnikiano se reviste de escasas palabras, una
parquedad que no deja de reabrir persistentemente la herida. En la poesía de Pizarnik,
hay un decir co(a)rtado, fragmentario, hueco, que impide el descanso o el recreo, el
sosiego. La depuración lingüística y la condensación poética marcan así la agotadora
ascensión a lo real y su fracaso: el hostigamiento hasta la incomprensión; el síncope
hasta la enajenación. Finalmente, es la (des)articulación de la ironía la que extorsiona la
comunicación, boicotea el sentido e impide cualquier reparación y aún más la armonía.
Ambas poéticas, desde sus mecanismos —analogía o ironía—, requieren de la
asimilación y de la transgresión de la herencia estética y literaria. Tanto Olga Orozco
como Alejandra Pizarnik establecen un fértil diálogo con el primer romanticismo y con
el surrealismo, como incesantemente recalca el conjunto de la crítica (Kisielewski,
2004, Negroni, 2000-2001: 175, Goldberg, 1994: 15; Piña, 1999a: 43, etc.). Cabía por
ello rastrear la incidencia, la relación y la reacción de la poesía de Orozco y de Pizarnik
desde los presupuestos de dos de las arterias vertebrales de la poesía contemporánea,
cuya médula no es sino filosófica: era volver a batir, desde la tradición estético-literaria,
el vínculo de poesía y conocimiento en la contemporaneidad.
Desde la reprobación de una racionalidad ilustrada, instrumental y científica, el
programa del Frhüromantik aspira a la fusión de filosofía, religión y poesía, cuna
utópica que acogería un conocimiento primero y último, fundamental, de todas las cosas
(Novalis, Schiller, Schlegel, von Kleist, Hölderlin…, 1994: 230-231). El mito de la
alteridad y la recurrencia del doble, el símbolo de la noche y la oscuridad del ser, el
desencadenante de la nostalgia o la orfandad de lo perdido configuran una mirada de la
realidad casi onírica, a veces fantasmagórica y siempre inocente, que se reencuentra en
[391]
la escritura de estas poetas argentinas a veces de forma literal, otras veces con la
distancia de la glosa.
Desde el reclamo de amalgama entre arte y vida, los manifiestos surrealistas
defienden una transformación conceptual y práctica de la noción de conocimiento. La
experiencia surrealista sucede en una realidad esencialmente orgánica e inestable,
conquistada por la libertad, que es también vacilación e incertidumbre. La concepción
identitaria que se desprende apunta a un yo procesual, inacabado y múltiple. La
exploración del inconsciente y del ocultismo como saberes fundamentales, la apología
del azar y la construcción de una realidad regida por imágenes inverosímiles, el estallido
de la metáfora y la diáspora del deseo ayudan a esbozar una mirada que desplaza las
percepciones estereotipadas, la fe en la apariencia, las estampas. La incisión de esta
mirada atraviesa las poéticas orozquiana y pizarnikiana: las enfrenta a una exterioridad
y a una heterogeneidad radicales, las aboca quizá también al infinito de la desaparición.
Finalmente, la hondura existencial y metafísica de tales pilares estéticos y
filosóficos conduce a apelar a una raíz poética y espiritual que hallamos en la mística y
en su temblor. Resultaba imposible y sin duda excesivo delinear con rigor una tradición
mística desde donde leer las poéticas contemporáneas de Orozco y Pizarnik, pero ello
no impedía deslindar la hipótesis de su influjo, apoyándola en algunos importantes
estudios.
El itinerario y su introspección, la entrega y el sacrificio, el deseo y la
imposibilidad, la alteridad y el ausentamiento tiñen de misticismo la experiencia
trascendental de estas poéticas, y lo hacen más allá de la explicitud o la referencia
religiosa concreta. No hay discursividad que haya dado cuenta de la desaparición y de
su sensibilidad como lo hace la mística: el afán de totalidad y el surco de incompletud,
la visión ininteligible y la pulsión de lo real, el balbuceo del lenguaje y el repentino
enmudecimiento están definitivamente vinculados a la poesía de Olga Orozco y de
Alejandra Pizarnik.
A continuación, se presenta el recorrido y el análisis de la obra poética de cada
una de las autoras: supone, además, identificar las huellas que la escritura ha ido
dejando. En este sentido, el reto consistía en no caer en la enumeración de poemarios y
de características generales, enunciadas a su vez por diversos artículos o
investigaciones. Se trataba de trazar una línea de lectura consistente y minuciosa,
[392]
susceptible de abrir sentidos pero también capaz de proponer, para cada caso, un
trayecto preciso.
La poesía de Olga Orozco parte de un relato de infancia: es la recuperación del
momento en que se descubre que la conciencia surge de una pérdida. Desde lejos
establece la irrestituible distancia de un sujeto solitario y asombrado que se contempla
desdoblado e interpreta impresiones mínimas, casi insignificantes si no fuese porque
cuentan con un yo que las significa intuitivamente. Este doble lugar de enunciación
permanece en la obra orozquiana: simboliza también el combate con el tiempo, que
transcurre en toda vida sin piedad y, a la vez, sin piedad, transciende toda vida.
El hallazgo de las huellas prefigura la memoria de una suerte de existencia total,
que explica el misterio de vivir soldando el trecho que hay entre la vida y la muerte, lo
aparente y lo real, lo inaprehensible y lo incognoscible… Pero también evidencia el
olvido originario y presente, la desaparición que impregna el lenguaje, el conocimiento
y la poesía. Desde el comienzo, el texto orozquiano repara en esos dos quicios,
insistiendo en una dualidad fundacional que se intentará resolver preguntando por la
unidad ausente.
La obra de Orozco transitará entre esos túmulos continuamente: Las muertes se
coloca en el extremo opuesto con respecto a Desde lejos para dar vida y lenguaje a la
desaparición, siempre desdibujando la realidad y sus límites, la verdad y sus
aseveraciones, el conocimiento y sus inferencias. Se asume la imposibilidad y se
desobedece, convocando la infinitud de la escritura y el alcance de sus conjeturas. La
poesía visibiliza entonces la ausencia, comprometiendo la congruencia y el contacto con
lo tangible.
De hecho, hay una intensa angustia por lo material que, por una parte, constituye
al sujeto y, por otra parte, despliega la realidad aparente. Tras Los juegos peligrosos,
Museo salvaje escenifica el malestar ante el propio cuerpo, analizado desde una visión
especular, susceptible de proyectar la utópica totalidad, pero vivido desde un
desconocimiento y una extrañeza contundentes. En efecto, lo ostensible se despedaza y
se disgrega hasta desaparecer como comprensión o como tregua.
Solo lo olvidado conserva la explicación de la existencia, de la vida y del mundo
en la poética orozquiana: por eso, se encuentra continuamente cifrado en el relato
bíblico de la caída tras la máscara del pecado original. Solo lo imperceptible entraña el
mágico saber de la transparencia: por eso también, como en Cantos a Berenice, se
pierde obstinadamente tras el velo mítico, tras las reencarnaciones, tras los afectos.
[393]
Progresivamente es esta realidad la que, cual existencia real y efectiva, suplanta
a la apariencia material y visible, para dar cuenta de una serie de movimientos
intrínsecos e invisibles que transforman los entes. La subversión de lo real se guarece en
las Mutaciones de la realidad, donde el desengaño parece ganar la partida. Sin embargo,
la apuesta trascendental y hermenéutica delata la justificación de esta decepción
mediante la coartada de la temporalidad que, aunque impide cerrar del todo un sentido,
no deja de confiar en su coherencia y de afirmar su existencia.
Quizá por ese motivo La noche a la deriva de Olga Orozco se asimila hasta la
indistinción con la noche romántica, oposición del día —como explica Blanchot (1992:
133)— que termina acogiendo y facilitando el descanso al yo. La noche orozquiana
encubre, además, una adscripción y una inscripción sin fisuras a la tradición y a la
historia, ejercicio basado en la analogía, que evidencia un profundo deseo de
correspondencia, consenso o comunión.
En ese sentido, la necesidad continua de hacer balance trasluce cierta obsesión
por el equilibrio —por la ponderación, la cadencia o la armonía— de esos dos espacios,
cuya brecha quedó abierta «al principio» —de la historia, del tiempo, de la obra—. Así
En el revés del cielo, Con esta boca, en este mundo o Últimos poemas retoman la
problemática identitaria y simbólica desde donde recabar y recavar la desaparición:
cíclica, la obra no concluye sino con el entramado de duelos, nostalgia desde donde
recordar la vida y sus ausencias.
La poesía de Alejandra Pizarnik proyecta sus pasiones desde el comienzo: no en
vano La tierra más ajena se abre con una cita de Rimbaud referida a la juventud y con
un primer poema cuya mira se orienta hacia el exterior —hacia el mundo— desde la
complejidad existencial de un sujeto que se sabe material, cuerpo y letra, contingencia y
aire. La hipóstasis del significante, del borrón que implica en la prescripción de lo
simbólico, debe purificarse entonces, mediante la purga o la eliminación de todo
sobrante, con el fin de exhumar la forma de una desnudez y una transparencia genuinas.
La última inocencia cerca lo redundante —asegura la neutralización mediante la
reiteración insistente, por ejemplo—, acecha lo superfluo y lo añadido, persigue la
(re)presentación. Significa que se asoma a la grieta hendida entre la palabra y lo real o
entre la infancia y la muerte, esto es, que su intento de sutura, atisbando el abismo,
arriesga el propio ser, al querer liberarlo tan radicalmente. Determina, asimismo, una
forma extraordinariamente reflexiva y, más que breve, compendiosa, que se quiere
sugerente a la vez que precisa.
[394]
Esta poética del despojamiento, cuyo movimiento instiga la negación que
encabeza y anuncia la desaparición y su intervalo, destilaría el conocimiento de lo
vedado, esencial y verdadero. Defenderla implica también asumir la incomodidad del
margen, su desasosiego, un término medio que daña la integridad de un sujeto que ya no
se (re)conoce ni vivo ni muerto, ni loco ni cuerdo. El yo no sabe al margen del escaso
lenguaje que oscurece el mundo.
Los fulgores que alumbran su andadura en el inmóvil y apacible Árbol de Diana
destellan las dinámicas visiones que inauguran una suerte de vía iluminativa. Por ella, se
afirma la poesía como morada de ser, es decir, como crisol de acontecimiento, como
universo de infinitas posibilidades. La apertura de esa travesía subvierte los lugares
comunes, destruye las analogías, disuelve el pensamiento binario clásico: el yo se
desdobla, se dispersa, se enajena.
Tras Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura representa la
capitulación de la poética pizarnikiana de la desaparición, ya que descarna —más que
encarna— el canto de la muerte del sujeto. La quiebra se ha materializado poéticamente,
es decir, dinamitando todos los niveles: la unidad genérica desata una prosa poética de
ritmo imparable, la brevedad estalla en exuberancia hasta hilar, progresivamente, una
charla casi inagotable, el relato se traza enloquecido, torturado hasta su desmembración
y desquiciado definitivamente.
Quedan las notas inertes y descompasadas, reflejo mortecino de un sueño baldío.
El infierno musical, junto con los últimos poemas, termina de desarticular el esqueleto
de la poética pizarnikiana, desde un elevado grado de abstracción estética. Los últimos
textos quebrantan la ilusión de recomposición, de comunicación, de integración: se trata
más bien de una descodificación constante que corona la carencia en un silencio eterno.
La trama urdida con la exposición y el análisis de la obra poética de Olga
Orozco y de Alejandra Pizarnik se completa finalmente con el estudio de un poemario
paradigmático en cada uno de los casos y a modo de coda. La consideración de un texto
independiente, tras haber expuesto el conjunto de la producción y conjeturado un
itinerario, invitaba a un último pero meticuloso examen de los distintos planteamientos
poéticos.
Así, el capítulo cuarto se dedica a explorar Los juegos peligrosos de Olga
Orozco, texto en que la autora escenifica el intento de superar las barreras de lo
cognoscible y los límites de un lenguaje insuficiente a partir de una abertura a lo
[395]
desconocido que hace patente la conjunción de lo poético con lo esotérico y revela la
existencia de otro espacio de saber, de unidad, de sentido.
El yo de los desdoblamientos y las resurrecciones —síntoma del pensamiento
analógico— fuerza las barreras espaciotemporales o causales mediante la recuperación
de una palabra sagrada y el conocimiento religioso o mágico. Desde el desgarro del
sujeto textual, el desvelo existencial se constata una búsqueda de orígenes perseguida
una y otra vez a través del paciente e infatigable ritmo de la letanía, hasta desembocar
en el reconocimiento del fragmento como parte del todo y en la asunción de la
condición rebelde pero solidaria del ser.
La palabra se hipnotiza convocando el conjuro y el tono litúrgico, profético o
mítico, aunque no se aproxima tanto a la restauración totalizadora como a su anhelo. La
escritura de Olga Orozco subraya, a pesar de todo, la capacidad reconciliadora de la
palabra poética al insertarse en un discurso oracular y conformarse a través de la
repetición, e incluso de la anfibología o la contradicción. En el emplazamiento de la
escritura, la presencia de los contrarios revela la socavación y la neutralización de los
significados con que esta poética puntúa la desaparición.
La poesía de Olga Orozco enfatiza especialmente el carácter circular desde una
escritura que deja de evidenciar progresivamente el agujero significativo, puesto que
regresa eternamente a un mismo texto, en busca de un origen que no puede evitar
confundirse con el destino. El carácter repetitivo, la idea de ciclo y el eterno retorno del
sujeto textual al punto de partida ocupan el centro de la poética orozquiana. Por eso se
trata de una escritura del Génesis, de la caída, de la ruptura iniciática. Por eso, también,
la clave de un conocimiento absoluto se cifra en una memoria tan perdida como
conocida, que se refleja en la llama de una poesía cuya verticalidad ―cuyas jerarquías,
cuyos sentidos, cuya tradición― nunca se cuestiona del todo.
Un sujeto textual configurado de olvido se esfuerza en recordar lo imposible; lo
inviable reducido a un espacio atemporal representado a través de la imagen heredada
del paraíso: todo está detenido, nada está dislocado. Sin embargo, y a la vez, Los juegos
peligrosos presentan a un yo desgarrado, fracturado, duplicado y perdido que no puede
encontrar su unidad ni desde la poesía ni desde la magia: nada se detiene, todo está
dislocado.
La poesía de Olga Orozco solo puede habitar la intemperie y recoger trozos o
despojos de objetos simbólicos desde los que reincidir y reiniciar su búsqueda.
Establece una relación metafísica: tiende puentes entre lo natural y lo cultural, entre la
[396]
tradición y la jerarquía, entre lo debido y lo indebido; es decir, que siempre necesita de
un ídolo, de un dios, de una especie de motor inmóvil, que cierre el círculo, que le dé lo
que le falta, que ponga una última pieza, que no es sino la primera.
Por su parte, Los trabajos y las noches de Alejandra Pizarnik decide el quinto y
último capítulo. En él se confirma el reino heideggeriano del lenguaje y se perpetra un
duelo en todos los sentidos: como el enfrentamiento y como la aflicción cuando se
rodean de muerte. Este duelo con las fronteras del conocimiento se enfrenta y se aflige
con lo que se revela ―se rebela― inalcanzable.
Aquí la escritura pizarnikiana trabaja con el poema breve, casi desde el aforismo
a la manera de Porchia: el verso se apoya en una estructura sintáctica mínima para
provocar un efecto de extrañeza y, sobre todo, un distanciamiento discursivo que reviste
el poema de objetividad. Además, a través de Los trabajos y las noches, la poética
pizarnikiana avanza hacia la desestructuración por medio de la fragmentación textual.
Mediante la ruptura de la unidad significativa que incluye la consideración espacial de
la página en blanco, los poemas enfatizan la idea de vacuidad o de desaparición, de
silencio o de ausencia. El ritmo poético del libro circula entonces entre la brevedad y la
intermitencia para confluir en el goce de la escritura neutra.
En Los trabajos y las noches se ahonda en el descrédito del lenguaje y se
presenta un «saber del agujero» al que solo puede precipitarse un «ser de muerte». Por
ese motivo, el discurso poético parte de la entrega del sujeto textual y de la invocación
para configurarse paulatinamente de ausencia, de vacío, de silencio. La contienda por
acceder a lo real desconocido y la ofrenda del yo a la poesía se transforma entonces en
el sacrificio del sujeto textual, presagiando el abismo de la muerte y el triunfo del reino
de la locura.
Es en este poemario donde el sujeto pizarnikiano —su negación— decide
sumergirse en la morada de la poesía: en ella se interna explícitamente, en ella
desaparece. El espacio poético acoge la indiscriminación de una totalidad que no se
traduce sino en ausencia —de significado, de sentido, de unidad—: saber disgregado,
vacío, que sentencia la imposibilidad de cualquier identificación, de cualquier
referencia, que preludia el final definitivo.
La poética pizarnikiana se ciega de real desconocido: se nutre de deseo, de sueño
y de muerte; su deseo transformado en sed, su sueño reducido a supervivencia, su
muerte sincopada en la escritura y su intermitencia. Los trabajos y las noches adentra al
sujeto y a la poesía de Pizarnik definitivamente en la oscuridad de la sombra y del
[397]
lenguaje. Todo lo pierde porque todo lo busca y, en su búsqueda, todo lo apuesta. En
ese trance se constituye la poética de la desaparición pizarnikiana; en ese intervalo, que
escapa tal vez a lo decible, que anuncia lo inviable, que reclama lo imposible, se escribe
esta poesía destacadamente utópica.
En última instancia, la utopía ya no consiste tanto en intentar acceder a lo real a
través del lenguaje. El yo se ha desvanecido o, peor, se ha entregado: ha donado su
cuerpo a la muerte, ha empeñado su mente a la locura, ahora y para siempre habitará el
margen.
Por eso, quizá la utopía de la poética pizarnikiana apunta al regreso literal de un
significado primero: señalar el lugar que no existe. También por eso resulta imposible
dilucidar —al menos del todo— esa utopía, establecerse en ese no-lugar que coincide,
sin embargo, con el espacio literario. Puede que esa sea su maravilla: la unidad disuelta,
lo otro escamoteando los sentidos, distorsionándolos y abriéndolos hacia otra otredad
eternamente diferente, esencialmente distinta. Solo desde esa extrañeza cabe soñar con
el eterno retorno de lo mismo.
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