Capítulo 7 Hacía rato que escuchaba el llanto de la pequeña Etra. ¿Nadie más lo notaba? Era que sus oídos se habían afinado para sentir el lloriqueo de su guagüita reclamando teta. Pero notó con amargura que todavía le faltaba sacudir toda la sala. Felizmente el ama Helga, la Verdiñawi, había salido y no estaba para retrasarla con nuevas órdenes. Pero alguien llegaba por el pasadizo... Era la Edita que venía amamantando a la bebe Elena. Ella sí podía. —«Epifania, mamacita linda, ¿qué no oyes a tu Etra que berrea de hambre?» La Edita era bien buena. La conocía desde criaturita y también había conocido a su mama, la señorita Elke. Acompañaba al ama Elfriede ese día de hace tanto tiempo, cuando se acercaron a la choza en que vivía con sus taitas. Ella todavía era muy chicuela, pero hasta ahora recordaba la sorpresa que se llevó al ver a esas dos señoras tan altas, rubias y lindas. Nunca había visto gentes así y se preguntó si no serían santitas que bajaban del cielo. La amita Elfriede le había hecho cariños y algunas preguntas que ya ni recordaba y que ella no contestó, muda de asombro. Su taita la había reñido, «contesta a la patrona, carajo», pero la patrona reía divertida. Se encariñó con ella y se la llevó para que sirviera en la casa grande. Pudo haber escogido a cualquiera de sus otros hermanos, al Pánfilo que era el mayor y que por ser el mayor y varón, el mejor alimentado, el que recibía las porciones más grandes de trigo y, una que otra vez, una troncha de carne, cuando la había. Era alto y fuerte, bueno para el trabajo rudo. O a Erlita, que tenía tez muy clara y, por eso, la más bonita. Todos se habían quedado quietecitos, [53] 53 como lelos cuando las señoras se asomaron dentro de la casucha que era oscura y olía a los animalitos que allí criaban. Ella misma dormía sobre la jaula de los cuyes. Querían conocer, dijeron, ver cómo vivían, mientras la señorita Elke se tapaba la naricita y reía. Felizmente el taita Isidoro ya estaba de vuelta en la choza y supo reconocer a la patrona, la había visto una vez de lejos, y puso orden cuando todos, hasta mamacha Escila, quisimos correr a escondernos. Sí. La había elegido a ella y a ninguno otro de sus cinco hermanos, todos en hilerita de edades, menos el que hubiera tenido ocho años y que murió al poquito de nacer, y el de seis, que acababa de morir de calenturas. Epifania se incorporó, sin darse descanso seguía sacudiendo cortinas, levantando cojines, empujando muebles, ni una mota de polvo, ninguna telaraña, si no, doña Helga la tendría hasta la medianoche repasándolo todo, como había hecho otras veces. Al verla de pie, Eda volvió a observar el buen tamaño que tenía, era bastante alta, comparándola con otras indiecitas. Lucindo, su hermano decía, «será porque se vino a vivir a esta casa, desde chiquita comió bien». Sus rasgos eran simpáticos, se le hubiera podido llamar una serrana buena moza, de no ser por su gesto hosco y esos ojitos oscuros con retintín de desafío, como zorrito acosado. En esos momentos la miró y como toda respuesta a su pregunta, le hizo un ademán, mostrándole la sala y todo el trabajo que le faltaba por hacer. Eda se le acercó y con cariño le susurró que se fuera, Helga no estaba y ella vigilaría por si regresaba. «Vete ya rápido», la conminó. Epifania ocultó sus trapos de limpieza detrás del aparador y se fue por el pasadizo para atender a Etra. Elvira quedó sola en el campo. Hacía buen rato que Eda se había ido precipitada al descubrir que era la hora de lactar a Elenita, «si no, después se pone rabiosa y no hay cómo contentarla», y se fue, dejando un gran silencio. Miró con fascinación el río que aquí fluía suave y casi silencioso, haciendo un meandro con playita de arena y pedruscos. Perfecto para bañarse, sin corrientes peligrosas ni profundidades trai- 54 cioneras. Parecía mentira que sólo unos cuantos metros más allá volvía a tornarse violento y sus laderas eran altas y escarpadas como en casi todo el recorrido. Su caudal arrastraba sin dificultad troncos y ramas desprendidas a los que envolvía con su braveza dejándolos entrever de trecho en trecho hasta que desaparecían por completo. Daba miedo mirarlo pero a la vez atraía por esa fuerza colosal que tenía y por ser libre, imperioso y desenfrenado. A ella y a Eda les gustaba ir hasta el puente que quedaba unos kilómetros más arriba y se divertían arrojando ramas al agua, viendo la voracidad con que la corriente las engullía. —«Los ríos serranos son más feroces que los costeños», decía entonces Elvira. —«Y dicen que las corrientes subterráneas son peores», añadía Eda asustada, «ya son muchos los que se han ahogado por confiados». —«¿Y dónde desemboca?» —«He oído decir que en el mar.» ¡En el mar! Elvira recordó haberse emocionado con esa respuesta. De manera que en cuestión de días, tal vez sólo horas, esta misma agua que ahora ella podía recoger entre sus manos, estaría atravesando, quizá, la hacienda Colambo en su curso al mar. ¡Qué libertad tan grande! La furia con la que avanzaba no permitía ningún obstáculo. Día y noche, una carrera alocada hacia el mar, nada podía evitarlo. Seguro que se reía de la seriedad de las montañas, inmóviles por toda la eternidad. Ella prefería ser río que huía bullicioso y no montaña clavada en la tierra. —«¿Qué haces tan seria?», le dijo esa vez Edita, «mira, he traído tunas, están ricas y jugosas, ¡vamos a comerlas!», su voz sonaba a consuelo. Elvira llamaba «Estanque encantado» a este paraje donde el río fluía amigable, copiado del título de una novelita que hacía poco había leído. Lo de «pozo» o «poza», como lo denominaba Edita no le gustaba, no le decía nada, era feo. Pozo es un lugar encerrado, oscuro. Este sitio en cambio, era un retiro de vida y color donde predominaba el amarillo de las retamas y se respiraba un aire fresco con aromas de campo. ¡Se podía estar tan bien allí! Además era difícil dar con él y casi nadie lo conocía. Para Elvira este era el mayor encanto del «Estanque», su intimidad, pues sabía que 55 aquí podía estarse largas horas sin que nadie viniese a perturbarla ni tener que escuchar los gritos agrios de Helga mandoneando a la servidumbre. Aunque fuera Edita quien la había conducido hasta allí a los pocos meses de llegar a Chilán, Elvira lo sentía como «su» lugar secreto, su guarida donde esconderse en los malos ratos, que eran muchos y frecuentes. Extendió una manta de bayeta sobre la hierba y se echó. El sol que entibiaba ligeramente su piel, como una caricia, el zumbido de los insectos y la suave cantinela del río la adormecieron un poco. Dejó vagar de aquí para allá sus pensamientos, como tanto le gustaba hacer, consuelo de solitarios o aburridos, se decía, sin detenerse en nada, Jazmín también se había sentado cerca, qué gracioso se le veía con su pelaje blanco ensortijado, pasaban la nubes lentamente, no había viento, ¿qué haría mamá a estas horas?, tal vez algún trabajo de bordado, como ese precioso mantel, admiración de todos, que le regaló como parte de su ajuar y en el que destacaban racimos de flores coloreadas y pajaritos de alas extendidas; ella en cambio, nunca había sido muy hábil con los bordados, prefería tejer, era algo que la entretenía mucho, tal vez algún día se animaría a tejerle algo a Elena, ¿cuándo?, pronto… ¿Empieza a llover?, no, es el agua del río que juguetona a veces salta entre las piedras de la orilla, salpicando aquí y allá. Hubiera traído su libro, podría leer un poco de poesía, ahora recuerda los primeros versos que aprendió anoche, «cendal flotante de leve bruma, rizada cinta de blanca espuma, rumor sonoro del arpa de oro, beso del aura, onda de luz, eso eres tú», qué hermoso, sí, la poesía se adecua más a este ambiente campestre, aunque la novela está muy interesante, Panshin le ha propuesto matrimonio a Lisa, ¿lo aceptará?; él tiene todo el apoyo de la madre de ella… Lisa también tiene una hermana menor, Lenochka, que en algo se parece a la suya. Margui. Margarita. Márgara. Margot. Amarga amargura. Amarguísima. Su hermana menor tenía el mismo nombre de la niña que se iba «por el cielo y más allá a cortar la blanca estrella que la hacía suspirar». Era su poesía favorita y la había aprendido de memoria desde pequeña, cuando aún no sabía ni leer. Mamá se la recitaba, como jugando y ella repetía verso tras verso. Cuando Márgara tuvo edad suficiente ella quiso enseñarle el poema «Margarita está linda la mar», pero Margarita no tenía intención de memorizar ningún poema «y 56 el viento lleva esencia sutil de azahar», eran otras cosas las que la divertían, poco le interesaban los vientos cargados de aromas, «yo siento una alondra en mi pecho cantar», hacía ya tiempo que para Elvira las alondras no cantaban. Ni las alondras ni ninguna otra ave canora, se habían alejado volando en una tarde triste. En su lugar ahora aparecían aves oscuras, de mal agüero, aves de rapiña. 57