vii concurso de relatos cortos “ángel luis mota”

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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
VII CONCURSO DE RELATOS CORTOS “ÁNGEL LUIS MOTA” (2015)
Fallo
Reunido el jurado del Concurso de relatos cortos “Ángel Luis
Mota”, compuesto por todos los miembros del Departamento de
Lengua castellana y Literatura del IES Alfonso VIII de Cuenca, Dña.
Juana Camacho, Dña. Belén Cordero, Dña. Carmen Guzmán, Dña. Mª
José Martínez, Dña. Pilar Sáez y D. Miguel Mula, actuando como
Presidenta de Honor Dña. Mª Carmen Palomares, directora del centro,
el martes 7 de abril de 2015 en sesión ordinaria de reunión de
departamento, delibera y falla los siguientes premios, de acuerdo con
las bases establecidas:
1ª CATEGORÍA: 1º ciclo ESO: (1º y 2º)
1º premio: Lidia Isabel Martínez Redondo (2º ESO C) por “Los cazadores de Kandra”
2º premio: Ignacio Cascón Hernández (1º ESO B) por “El triángulo”
2ª CATEGORÍA: 2º ciclo ESO: (3º y 4º)
1º premio: Silvia de la Fuente Migallón (4º ESO A) por “Dulce”
2º premio: Laura Ortega Herraiz (4º ESO A) por “Un último adios”
3ª CATEGORÍA: Bachillerato y F.P.
1º premio: Juan Manuel Garcés Cabanillas (2º BACH. C) por “Y comieron perdices”
2º premio: Gemma Isabel Martínez Redondo (2º BACH. A) por “El beso de la muerte”
La entrega de premios se hizo el día 23 de abril de 2015,
conmemorando el Día del Libro, y el aniversario del fallecimiento de los
insignes D. William Shakespeare y D. Miguel de Cervantes Saavedra,
en el salón de actos del instituto, actuando como madrina del acto
Dña. Mª del Carmen Utanda,
viuda de D. Ángel Luis Mota
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IES Alfonso VIII
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
1º Y 2º DE ESO / 1º premio: Lidia Isabel Martínez Redondo (2º ESO)
LOS CAZADORES DE KANDRA
El sonido del claxon de un coche avivó mis sentidos.
−¡Eh, niñato! –me gritó el conductor desde el desgastado automóvil− ¡Ten
más cuidado la próxima vez!
Sin percatarme había cruzado la carretera cuando el semáforo presentaba el
color escarlata. Corrí hacia la otra acera y seguí caminando, con mi tabla de
skate bajo el brazo, por las abarrotadas calles de Nueva York en un contaminado
atardecer. Deseaba impacientemente arribar junto a mi madre que estaba en
nuestro viejo apartamento. Había sido un día duro: primero, el director me había
retenido en su despacho tras las clases para hablar de mis nefastos resultados
académicos; y después, cuando me disponía a abandonar el recinto y coger el
autobús que me conduciría hasta mi casa, percibí que hacía cinco minutos que
éste había partido. Así que tuve que esperar a que llegara otro, el cual me dejó a
quince manzanas de mi hogar.
Mientras andaba a través de los tumultos de personas, pensaba en la cena que
me habría preparado mi madre. La había llamado desde la cabina de teléfono de
la parada para avisarle de que volvería tarde, pero ella no me cuestionó por qué.
Ya preguntaría más tarde.
Súbitamente, cuando pasé junto a un callejón, escuché los sonidos de una
pelea. Giré la cabeza y divisé, a pesar de la tenue luz originaria de las rotas y
parpadeantes farolas, a un grupo de fornidos muchachos golpeando a un chico
de cuyo cuerpo solamente pude ver sus piernas moviéndose a causa de las
patadas. No aparentaba tener más de catorce años.
−¡Eh, vosotros! –les grité antes de percatarme de mi gran error− ¿Por qué no
os metéis con alguien de vuestro tamaño?
Los camorristas se volvieron hacia mí descubriendo sus horrendas caras. Sus
ojos eran completamente negros y su rostro estaba cubierto por unos finos
tentáculos azules con finas vetas oscuras. De espaldas, había pensado que eran
adolescentes normales puesto que en la parte posterior de su cabeza su cabello
era como el de un humano; pero en su parte delantera, cada brizna de pelo era
una afilada púa púrpura que supuraba un espeso líquido verde. Parecía un
mutante entre pulpo, erizo de mar y humano.
Mi cuerpo se quedó paralizado. Cada vez que mi cerebro intentaba ordenar a
mis piernas que corrieran, una especie de tapón cerraba mi circuito nervioso. Se
me escurrió el monopatín de mis manos.
−¡Eres tú! –vociferó el que se encontraba más próximo a mí. Su voz era como
un chuchillo al ser afilado, por lo que nada más escucharla, tuve que reprimir el
intento de llevarme las manos a las orejas.
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No sabía a qué se había referido con lo de “¡Eres tú!”, pero no tenía intención
de preguntar.
Uno de los mutantes se acercó a mí con paso enérgico.
Antes de que pudiera reaccionar, el muchacho al que los pulpos-erizo estaban
pegando se incorporó con asombrosa agilidad aprovechando el estupor de sus
agresores. Recogió la tapa de un cubo de basura que se encontraba en el suelo y
golpeó con todas sus fuerzas la cabeza del monstruo que se dirigía hacia mí.
En ése instante pude verlo con detenimiento. Calculé que tendría unos trece
años, no muchos menos que yo; su cabello oscuro, desgreñado y un poco largo,
combinaba con sus opacos y profundos ojos, los cuales dejaban ver reflejos de
duras y pasadas épocas; y su cuerpo, demacrado y enjuto, estaba vestido con
ropajes negros, acompañados por unas botas militares y una cazadora de cuero;
pero lo que más llamaba la atención de él era que, a pesar de su delgada
anatomía, sus golpes cargaban contra los monstruos con una fuerza inhumana.
El combate evolucionó satisfactoriamente hasta que surgió el arma.
El muchacho luchó fieramente contra los mutantes con tan solo una chapa
de metal mientras que éstos se defendían a duras penas.
Me gustaría decir que participé en la refriega y que vencí a los villanos
con gran valentía; que me uní al demacrado chico y que combatimos codo con
codo, juntos, como si fuéramos uno; que estuve a nada de dar la vida por un
chaval al que apenas conocía y que se encontraba en apuros. Pero lo más bravo
que en aquel instante pude hacer fue quedarme allí mirando, con mis piernas
flaqueando debido al terror.
De repente, el mutante que parecía el jefe desenvainó de su cinto una daga
elaborada con lo que parecía hueso. Intenté advertir al chico, pero me falló la
voz. Demasiado tarde. El erizo-pulpo introdujo el arma en el vientre del chaval
mientras que éste estaba asesinando a otro de sus súbditos.
El muchacho se dobló y cayó de rodillas apretándose el vientre con sus
huesudas manos mientras la sangre recorría sus dorsos con rapidez y humedecía
su camiseta.
−¡Noooooo! –vociferé. Sentí hacia él un deseo de protección. No conocía al
chico, pero me había salvado la vida. “No puede morir. Es demasiado joven”,
pensé.
Mis sentidos renacieron, la adrenalina recorrió mi cuerpo y mis reflejos
parecieron avivarse en mi interior. Corrí hacia el enemigo, e improvisto de
armas, comencé a arrear a los monstruos restantes con mis cerrados puños.
Mientras peleaba, intentaba ignorar al chaval tumbado en el suelo, el charco
de sangre que estaba bajo él y los continuos gemidos que me hacían sentir a mí
también indefenso. Intenté no tocar las puntiagudas púas que sobresalían de las
cabezas de los mutantes, pero no pude evitar que alguna atravesara mi piel.
Deseé que el líquido verde no fuera veneno.
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
Al final, sólo permanecimos en combate el jefe de los erizo-pulpo y yo. Nos
observamos en silencio durante unos minutos.
Ya había anochecido y la ciudad desprendía un aire de vida y ocio. Los
coches dejaban oír sus cláxones y sus contaminantes motores. Nadie parecía
detenerse frente al callejón a pesar del estruendo que se había producido y a
pesar de que cientos de personas habían recorrido la avenida que conectaba con
la callejuela. Tal vez los paseantes estuvieran demasiado absortos en sus
pensamientos o conversaciones telefónicas; al fin al cabo, estaban en Nueva
York. ¿O simplemente no podían ver al malvado monstruo que estaba frente a
mí? Entonces, ¿por qué yo sí? El mutante me había dicho “Eres tú”. A lo mejor
era por eso por lo que tenía la capacidad de divisarlo. Pero era imposible: el
herido chico había dado signos de poder mirarlo; aunque era posible que
simplemente hubiera observado a una banda de chavales que intentaban
atracarle. Puede que fuera yo el que estuviera loco.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando el muchacho, tumbado
sobre la acera, comenzó a revolcarse por el suelo a causa del dolor. De repente,
advertí que un leve humo estaba surgiendo del charco de sangre. La hoja estaba
envenenada. La misma hoja del arma que empuñaba el mutante en aquel
instante. Si no me daba prisa, el chaval moriría.
−Vamos, cara pulpo –le irrité sin pensar en lo que hacía. Él gruñó: A lo
mejor no tienes lo que hay que tener para ser un… -me encogí de hombros como
si estuviera pensando−. ¿Qué eres exactamente? ¿Un “pulrizo” malvado que
quiere vengarse de todos los conejitos submarinos que te robaron las zanahorias?
El monstruo volvió a gruñir.
−¡Ya sé! –exclamé− Tu madre no te hace caso y tienes que hacerte el
durito con tus amigotes y llamar la atención para reclamar su amor.
No pensaba lo que decía. Simplemente hablaba con la intención de ganar
tiempo y pensar un plan. Nada. Lo único con lo que podría tener posibilidades
para matarle era la tapa del cubo de basura, pero ésta estaba completamente
aboyada, por lo que ahora, en vez de tener una forma aplanada, parecía un balón
de fútbol.
El mutante contraatacó. Mis reflejos hicieron que me echara a un lado, por
lo que conseguí incorporarme ileso, aunque un poco magullado. El erizo-pulpo
se chocó contra el muro de hormigón y cayó aturdido mientras se frotaba su
puntiaguda frente. Observé a mi alrededor y pude ver una pequeña daga al fondo
del callejón. Posiblemente los camorristas se la habían quitado al enfermizo
muchacho. Corrí hacia allí y la recogí con mis temblorosos dedos. El monstruo
se levantó enfurecido y cargó contra mí. No pude reaccionar a tiempo. Él me
tumbó y me quitó la daga de las manos tan rápido que, si no lo hubiera visto,
hubiera dudado que acabara de golpearse la cabeza.
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Su rostro quedó a tan solo unos centímetros del mío. Le olía el aliento a
pescado podrido, y su lengua, que había lamido sus finos y asquerosos labios, era
bífida y de un blanco espectral.
−Despídete, Elegido –me susurró mientras agarraba mis antebrazos con
sus manos, y mis piernas con sus rodillas− Ya no podrás cumplir lo que se
predijo…
Antes de que hincara sus puntiagudos y amarillentos dientes sobre mi
cuello, un disco metálico del tamaño de un CD cruzó el aire desde la entrada del
callejón y atravesó el cráneo de mi agresor con un fino corte. La sangre, que era
de color azabache, se escurrió cerca de sus orejas y cayó sobre mi cara.
Aparté el cadáver de un empujón y giré la cabeza hacia la entrada del
callejón. Una docena de chicos y chicas, que aparentaban más o menos mi edad,
me observaban detenidamente con sus armas en las manos. Uno de ellos se me
acercó. Al principio me arrastré hacia la pared para evitar que me matara a mí
también, pero tras coger el disco que se había incrustado en la pared, me tendió
la mano. La agarré y me puse en pie.
Observé al enfermo muchacho que estaba siendo atendido por un par de
chicas y un chaval más pequeño que tenía lágrimas en los ojos. Antes de poder
preguntar si se pondría bien, el fornido joven que me había ayudado a
levantarme volvió a extenderme la mano y me dijo:
−Derek Goode. Encantado de conocerte. Dentro de poco serás uno más de
los Cazadores de Kandra, amigo mío. La verdad, tienes estilo.
PSEUDÓNIMO: Percy Valdez
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
1º Y 2º DE ESO / 2º premio: Ignacio Cascón Hernández (1º ESO)
EL TRIÁNGULO
El frío era horrible y Juan, un ejecutivo que trabajaba en una multinacional,
esperaba su turno para declarar por el asesinato de María, su mujer durante 16
años, que había aparecido muerta en circunstancias desconocidas.
Dijeron su nombre, y Juan entró en una sala más cálida que la anterior,
aunque con una decoración austera y simple en la que los únicos muebles eran
una mesa de madera antigua, como las que hay en las farmacias de toda la vida,
una silla de estilo regio, en la que se sentaba la jueza, y dos sillas de metal, que
parecían muy incómodas, una para el abogado y otra para el imputado.
En la sala le esperaba su abogada, Irene, a quien había avisado cuando
aparecieron un par de Policías Nacionales aporreando su puerta, y la jueza
esperaba sentada en su silla.
Las dos mujeres se giraron en cuanto le oyeron entrar y, en cuanto se sentó,
la jueza empezó a interrogarle:
- Señor Ramírez, ¿dónde estuvo usted el martes 13 de noviembre a las 20:25?
Juan miró a su abogada antes de contestar.
- Estaba en un bar cercano a la casa de un amigo, donde habíamos quedado
para ver el partido del Real Madrid.
- Enhorabuena, ganaron, ¿y hay alguien que pueda verificar su versión de los
hechos?
- Sí, me imagino que a mi buen amigo Iván, no le importará testificar.
Así siguieron durante dos largas horas, en las que no habían conseguido
sacar nada en claro, ya que Juan seguía defendiendo su versión, pero la jueza no
terminaba de creérsela, ya que los vecinos habían declarado que la pareja
atravesaba una crisis, que se les oía discutir prácticamente a diario y que el día
anterior a la muerte de María habían oído a Juan pedirle el divorcio.
Pero la jueza prefería guardarse este as en la manga y sacarlo cuando viera
que Juan titubeaba al contar su versión de los hechos y así, a lo mejor, conseguir
que se desplomara y reconociera el crimen.
Juan llegó a su casa tarde, cenó una mandarina y se disponía a meterse en la
cama cuando sonó el teléfono; era su amante Laura, una diseñadora de moda que
tenía celos desde hacía tiempo de la difunta María, que siempre había sido mejor
que ella. Ya en la facultad siempre era María la que ganaba, y Laura la que
quedaba en segundo lugar.
- Juan, cariño, ¿qué tal se te ha dado? ¿has dicho algo de mí?
- Muy bien. Me han hecho las preguntas que esperábamos. Menudo lío
hemos organizado, me aseguraste que no la iban a matar.
- No te irás a echar ahora atrás.
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- No, pero me dijiste….
- No importa lo que dije, ya está muerta. Ahora podemos ser felices.
- Tienes razón, estoy confuso, me voy a dormir. Ya hablaremos – y colgó.
Juan se fue a dormir. Esperando despejarse un poco, ya que mañana por la
mañana declaraba Iván, con el que había estado viendo el partido. Y por la tarde,
tenía una reunión con su abogada para preparar su defensa y luego otra sesión
con la jueza.
Iván salía de los juzgados y Juan lo esperaba en la cafetería de la esquina
para comer. De camino a la cafetería, Iván pensaba qué decirle a Juan cuando lo
viera. Pensó en regañarle, pero cuando lo tuvo delante y recordó todos los
momentos que habían pasado juntos, fue incapaz de discutir y se derrumbó.
- Juan, ¿qué has hecho?
- Nada, yo me enteré cuando aparecieron dos policías en la puerta de mi piso
de Don Ramón de la Cruz–. espera un segundo. Me llama mi abogada, luego te
veo.
Y se fue rápidamente a preparar su defensa con Irene, su abogada.
- Hola Juan, cuéntame todo desde el principio.
- Yo estaba en mi casa en Madrid, mientras mi mujer descansaba en la casa
de campo que habíamos comprado hace poco y así aprovechaba para que se le
ocurrieran ideas para su nueva colección de ropa de sport, cuando aparecieron
unos policías en mi puerta diciendo que había aparecido muerta en el coche. El
resto ya te lo sabes.
- Juan, te conozco desde hace tiempo, sé cuando mientes y ahora lo estás
haciendo. Dime todo lo que sabes. En mí puedes confiar.
Se sostuvieron las miradas durante un rato hasta que Juan cedió.
- Está bien, Laura. La diseñadora de moda me convenció para que le ayudase
a que fuera ella la que consiguiera el contrato con los chinos y no mi mujer. Yo
pensaba que la extorsionaría un poco, pero no sabía que fuera a matarla.
- No te preocupes, podemos conseguir que solo le condenen a ella. Tú déjame
la defensa a mí.
Tres días después, estaban todos sentados, pero esta vez era Laura la que se
sentaba en el banquillo de los acusados, a punto de ser condenada a 17 años de
cárcel por asesinato premeditado y por persuadir a Juan, que fue absuelto de
todos los cargos y pudo volver a llevar una vida normal; bueno, todo lo normal
que puede ser la vida de un hombre que ha sido cómplice del asesinato de su
mujer…
PSEUDÓNIMO: Mithrandir
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
3º Y 4º DE ESO / 1er. premio: Silvia de la Fuente Migallón (4º ESO)
DULCE
Los bafles rugían. El suelo temblaba al ritmo de la música. Con cada golpe
del altavoz, los vasos repiqueteaban, creando un acorde demasiado dulce,
demasiado celestial para la melodía tan agresiva que se internaba hasta el rincón
más alejado del local.
Apenas había anochecido, pero la discoteca estaba ya hasta los topes, no se
podía caminar, si te movías hacia los lados te chocabas con todo el mundo y
continuamente caían gotas de los vasos que todos llevaban en la mano. No quise
saber entonces ni quiero saber ahora qué líquidos contenían.
Yo, que fui porque mis amigos me obligaron, enseguida me sentí fuera de
lugar y me arrepentí de haber ido.
Los sillones rodeaban la pista de baile, suaves, mullidos y
sorprendentemente vacíos. La canción de moda estaba sonando y todo el mundo
parecía querer bailarla.
Conseguí llegar al sillón más cercano después de un angustioso camino. Allí
estabas tú, sentada prácticamente fuera del asiento, con la mirada perdida y las
manos sobre el regazo.
Me fui acercando poco a poco, cauteloso. Ni siquiera me miraste. Entonces
decidí sentarme a tu lado, y fue cuando te percataste de mi presencia. Me
observaste durante apenas un segundo, pero había sido suficiente, pude ver tus
preciosos ojos verdes relucir bajo la escasa luz de los neones que había en todo
el local, ellos me dijeron que era el último sitio donde querías estar en ese
momento, que ansiabas salir a respirar algo de aire fresco, que necesitabas
libertad… y yo, aprovechando la oportunidad de robarte unos momentos a tu
lado, te la ofrecí.
Salimos afuera. De lejos se oía el tenue ir y venir de las olas en el mar, y el
olor a salitre en seguida nos rodeó. Apenas quedaba luz natural, el sol se
ocultaba temeroso tras la lejana línea del horizonte.
En silencio, comenzamos a caminar hacia la playa. Las palabras pugnaban
por salir de mi boca, pero no tenía el valor suficiente, por suerte vimos una
heladería cercana y la conversación salió sola.
Crema de leche y vainilla, combinación perfecta. Ambos comíamos del
mismo cucurucho y en más de una ocasión solo escasos centímetros nos
separaban.
Llegamos a la playa, solos nosotros y el mar. Te quitaste los zapatos y
dejaste que el agua acariciara tus pies. Yo no podía dejar de mirarte y en algún
momento te debiste dar cuenta, pues lo siguiente que recuerdo es la emoción que
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me embargó al sentir tus labios sobre los míos, tus manos sobre mi pecho y tus
cabellos rozándome la cara. Un ligero aroma a melocotón y fresas llegó hasta mí,
dulce, suave, encantador. Jamás olvidaría aquel perfume. Tu perfume.
Paseamos de la mano a lo largo de la playa. Nadie hablaba, no era necesario.
El imponente faro nos marcó el final del camino.
De regreso a la discoteca, me contaste que era tu cumpleaños, y que había
sido el mejor de todos. Yo, avergonzado, sorprendido y al mismo tiempo
orgulloso, elegí el más bonito de los peluches de aquel tenderete al lado de la
fuente, tan cerca del lugar que nos había unido como del que nos separaría de
nuevo.
Tus amigas te esperaban en la puerta del local. Cuando me vieron
comenzaron los susurros y los comentarios. Antes de marcharte, quedamos en
encontrarnos de nuevo al año siguiente, mismo día, mismo lugar.
Un fugaz beso nos sirvió de despedida, y yo me interné de nuevo en aquel
sitio apestoso mientras tú, y contigo una parte de mí, te alejabas.
El verano pasó y dio lugar a un otoño melancólico y triste, fiel reflejo de mi
interior. El invierno llegó y tras él la primavera, las flores mostraban exultantes
sus preciosos colores y los pájaros entonaban alegres melodías, ajenos al tumulto
de emociones que hervía en mi interior.
Por fin llegó el esperado día.
Los bafles rugían. El suelo temblaba al ritmo de la música. Incapaz de
aguantar allí dentro un segundo más, salí al exterior. Aguardé impaciente con tu
regalo de cumpleaños en la mano, cuidadosamente envuelto. Un lacito lo
adornaba.
Los minutos pasaban y la angustia me invadía. La calle estaba desierta, solo
se oía de lejos el sordo ruido de las olas del mar.
Me rendía, no aguantaría mucho más allí esperando. Iba a pasar a la
discoteca a calmar mi ansiedad con algún tipo de alcohol fuerte que me hiciera
olvidar cuando una ráfaga de aire me golpeó la cara, animándome a seguir. Traía
consigo el olor del mar, de las olas, del puesto de algodón dulce de la calle
contigua… y un ligero aroma a melocotón y fresas, dulce, suave, encantador.
Jamás olvidaría aquel perfume. Tu perfume.
PSEUDÓNIMO: Atalanta
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
3º Y 4º DE ESO / 2º premio: Laura Ortega Herraiz (4º ESO)
UN ÚLTIMO ADIÓS
14 de febrero de 1996
Querida amiga:
Llevo dos años enfrentándome a este papel en blanco. De repente, todo el
abecedario que conocía se ha reducido a una sola letra, la hache muda.
Finalmente, no me ha quedado más remedio que hacer frente a mis miedos y
sentimientos. Por eso, me he adentrado en esta empresa imposible, escribirte en
un papel seco de lágrimas. Hace unos meses quise apartarte de mi vida. La razón
la he olvidado, pero el dolor que me causó abandonarte, cada día está presente.
Nadie dijo que luchar sólo contra esta enfermedad sería fácil, pero nadie me
avisó de que mi corazón sería triturado. De todas formas, no me importa, pues sé
que si permanecieras a mi lado te llenaría el alma de espinas y me niego a
hacerte algo así. Cada mañana al levantarme, descubro que mi mente ha sido
vaciada de nuevo. No soy capaz de recordar en qué lado de la cama dormías o si
le echabas dos o tres cucharadas de azúcar al café. Ya ni siquiera sé tu nombre.
Desde pequeño, me puse un objetivo en la vida, averiguar la palabra más
bonita del mundo. Durante años he estado dudando entre amor, felicidad o
solidaridad. Era un gran dilema, pero el día que el Alzheimer arrancó de mi
mente tu nombre, ese misterio me fue desvelado.
Siempre he querido ser recordado, que la mitad del mundo supiera de mi
existencia. Es irónico, ¿verdad?, pues me moriré y ni siquiera yo mismo me
acordaré de lo que he hecho en la vida.
Los médicos dicen que lo que antes se olvida es el presente, por eso quiero
dejar por escrito el por qué, cómo y dónde me enamoré de ti, antes de que me sea
arrebatado. Será precioso revivir juntos cada palabra de amor, cada beso
inocente…
Era un 10 de diciembre de 1951. Me había levantado temprano, era mi
primer día de trabajo. En pocas horas me convertiría en el nuevo chico del
tiempo. En ese instante comenzaron a caer unas blancas y frías perlas del cielo.
No podía ser. Esa nevada no entraba dentro de mi previsión del tiempo para
aquel día. Empecé a caminar cada vez más deprisa, pero de repente mis pies se
quedaron pegados al suelo y mis ojos clavados en ti. Estabas sentada en el suelo,
tiritando y llorando desconsoladamente. Nunca se me dio bien animar a la gente,
así que hice lo que mejor sabía hacer, te levanté y te di un abrazo lleno de
esperanza y energía. No volví a saber de ti hasta la semana siguiente. Estaba
trabajando en el plató y no pude evitar fijarme en ti. Nadie habría reparado jamás
en la chica que traía el café, pero tú ya te habías convertido en mi carga positiva
y yo en tu carga negativa. Pensé que nunca nos separaríamos hasta que tu madre
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cayó enferma. Notaba cómo te alejabas de mí y yo no sabía qué hacer para
recuperarte. Pasamos semanas sin vernos. Hasta que un día, te encontré de nuevo
sentada en el suelo, llorando desconsoladamente, mientras la nieve rozaba tu
rostro. Esta vez, no te di un abrazo, sino el mejor beso de la historia. Después me
despegué de ti y con voz firme, te dije:
- Hace tiempo que perdí la llave que abría tu corazón y cuando la encontré
ya habías cambiado de cerradura.
Levantaste la mirada y con un tono de reproche, contestaste:
- Los ladrones no necesitan llaves para llevarse las riquezas de una casa.
- Yo no soy un ladrón- dije, molesto.
Entonces, tú me respondiste con aquella frase que quedará guardada para
siempre en un órgano más poderoso que la mente:
- En eso te equivocas, pues hace tiempo que robaste mi corazón.
Soy incapaz de recordar cuánto tiempo hemos pasado juntos desde que tus
labios pronunciaron aquellas palabras. Tal vez, treinta o cuarenta años. Solo sé
que ahora me encuentro solo y la Muerte llama impaciente a mi puerta. Una vez
más el miedo se apodera de mi cuerpo. Para muchas personas morir tan sólo
significa cambiar un “es” por un “era”, una presencia por un recuerdo y una casa
por una tumba, pero para mí significa estar a más de cinco centímetros de ti, sin
oler tu perfume, sin rozar tus labios.
PSEUDÓNIMO: Destello
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
BACHILLERATO Y F.P.: 1er. premio: Juan Manuel Garcés Cabanillas (2º BACH.)
Y COMIERON PERDICES
El aire estaba tan gélido que podía sentir partículas de hielo agujereando
mis pulmones. Pero ya no me importaba pues este era mi último encargo. Nunca
volvería a tener miedo de las preguntas de un policía. Nunca volvería a ponerme
mi capucha para ocultar mi rostro de indeseables. Nunca volvería a ser algo que
no soy, alguien no querido, alguien marginal.
Cuando se lo conté a Álex Leñas, mi mejor amigo del instituto, se alegró
mucho por mí. Recuerdo que le costó un poco acercarse a mí. Es lo que tiene ser
un desconfiado radical. Nunca me preguntó por la granja infantil en la que vivía
ni por qué no tengo a nadie. Un día decidí confesarle el porqué y también mi
situación en el mundo de los narcos. Desde entonces ha sido mi único y mejor
amigo, sin juzgarme ni una vez.
Vaya, acababa de llegar a la frontera del barrio periférico con el bosque de
pinos. Aun podía ver las últimas luces del atardecer de octubre. En breve
anochecería. Solo me quedaba hacer una cosa: el repaso mental de las
instrucciones. Mientras me sumergía en una nube, ya casi negruzca, de ramas y
hojas de pino rememoré mi último encuentro con la doctora M, una mujer que
podría ser mi madre. Era una especie de subdirectora del laboratorio clandestino
donde transformaban la cocaína sudamericana. Me dio una mochila pardusca
que, de lo dura y gastada que estaba, era más bien una cesta de mimbre.
Recuerda, Capuchas: no te desvíes del camino, asegúrate de que la recoge
el cliente y no hables con extraños. Solo dale la mercancía a la Abuela.
Ya lo sé, tranquila doctora M, por algo me confiáis estos paquetes a mí.
El dinero ya está ingresado en tu cuenta. No la jodas. Suerte.
Ya llevaba diez minutos andando. La luz tenue anaranjada daría paso al
azul iridiscente de la luna. Pronto me quitaría mi consigna “Capuchas”. El mote
me lo había ganado a pulso ya que siempre llevaba una bonita cazadora (la única
que tengo) para los encargos, con su enorme capucha que ocultaba mi rostro. En
el caso de que me la tuviera que quitar, no pasaría nada ya que la gente solo vería
a un niño débil y bajo, con unos ojos grandes y redondos, ojos enmarcados por
un manojo de pecas. Un inocente rostro angelical. El rostro de un hijo con unos
buenos padres. El rostro de chico con unas notas excelentes. El rostro de alguien
que no llevaría cuatro kilos de coca encima. Pero pronto se acabaría y dejaría
esta montaña rusa de Narcolandia. Entonces me lo encontré.
Lo llamaban Depredador, un treintañero canoso que trabajaba para otro
laboratorio narco como matón a sueldo. Solía violar a sus presas y era dado a
morder. Estaba entre dos pinos de tamaño medio, con sus ojos brillantes y
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desorbitados, oliendo la corteza de estos. Me puse la capucha. La cordura
brillaba por su ausencia.
Hola, tierno pequeñín ¿Qué hace un niñito como tú en un bosque como
este?
Llevar unas patas a mi abuela. Sufre una tremenda gripe.
¿De qué son?
A ti no te importa.
¿Quieres cazar ardillas conmigo? Será divertido…
No. Gracias.
Salí corriendo lo más rápido que pude al ver su mano ir hacía mí. Aunque
lo esquivé bastante bien, noté cómo su enorme zarpa se aferraba a mi gemelo. En
dos movimientos bruscos él estaba sobre mí, sonriendo. Veía cada encía rojiza,
cada diente amarillento y brillante, con ganas de descuartizar a su presa ¿su
presa? Yo. Al acercarse a mi cuello olí el hedor de se boca, como si un pescado
muerto se hubiera podrido lentamente bajo su lengua durante siglos. No lo dudé.
Hinqué mi rodilla en sus partes nobles, si es que se les podía seguir llamando
nobles, y salí corriendo.
Corrí y corrí, no miré atrás. El oscuro bosque tuve que atravesar. Garras de
madera y agujas de pino me arañaron las sienes y los mofletes, dejando hilos
rojos finos como el cabello por mi cara. Esto no podía estar pasando, no podía
ser real. Mis jadeos fueron la alarma que me hizo parar.
El aliento fue apoderándose de mis pulmones, como si se tratara de
fantasmas buscando cobijo entre mis traqueas. Cuando recuperé la respiración
dejé de apoyarme en las rodillas. Observé el perímetro. No había camino bajo
mis pies, y por lo que pude comprobar, a la vista tampoco. Tomé dirección Oeste
fiándome de mi intuición, mirando detrás de cada árbol pendiente de ver la mata
desgreñada canosa de Depredador. El bosque de la ciudad era un sitio con cierto
aire tétrico, sobretodo en este oscuro atardecer. Corren pequeñas ráfagas de aire
seco, removiendo la hojarasca que crujía bajo mis pies. En todos los viajes que
había hecho hacia el molino abandonado de la Abuela nunca me había
encontrado un animal, solo piñas secas.
Después de andar durante unos 15 minutos me encontré con el río seco
desde hace ya décadas. Ya quedaba menos para llegar al hogar de la vieja
drogadicta. Supuse que ese psicópata aun seguía merodeando por ahí a si que
intenté ir lo mas rápido que pude. Y entonces llegué. El molino se basaba en una
vieja estructura de madera y argamasa con chapas de metal tapando el techo y las
paredes. Allí vivía la Abuela, una mujer anciana enganchada a la cocaína desde
que lucía un cinturón por falda esperando a su próxima presa o esperando ser la
presa, depende de por donde se mire, por las calles de la ciudad.
Como siempre hacía, abrí la puerta destartalada que daba paso a una de las
cocinas más mugrientas que he visto nunca. Grité varias veces su mote pero no
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VII Concurso de relato corto “Ángel Luis Mota”
oí respuesta. Decidí quitarme la cazadora e ir a buscarla por la casa con la pesada
mochila en las manos. La encontré envuelta en una crisálida de sabanas con olor
a orina de gato. Puede que hubiera muerto de sobredosis. No, aun respira.
Abuela, te dejo la mercancía en la cocina.
No, muchacho. Déjala en mi mesilla, cerca de mí.
Vaya, tienes la voz muy grave. Deberías dejar de fumar.
Ven para que te vea mejor.
Mire, señora, me tengo que ir ya. Aquí se la dejo.
Y entonces me cogió con una fuerza anormal para ser una vieja desgastada.
Vi su pelaje cenizo, sus enormes ojos y, sobretodo, su enorme boca... reconocí
esos asquerosos incisivos que habían perdido su tono blanco con el tiempo. Los
reconocí. Le reconocí a él y a mi inminente muerte. Con un potente salto me tiró
al suelo cogiéndome por las muñecas, presionando sus muslos contra los míos.
Por el rabillo del ojo, vi a la Abuela, desnuda y ensangrentada en el pasillo,
despellejada desde el vientre hasta la garganta. Sus babas en mi cuello. Su gran
nariz recorriendo mi esternón. La repulsión no sabía de qué manera podía
explotar en mi cuerpo. Mi corazón latía tan fuerte como una locomotora, como si
quisiera dar el máximo de latidos posibles antes de apagarse para siempre. Cerré
los ojos y dije adiós a la vida en silencio.
Pero no. Un hombre alto de complexión fuerte entró con un hacha,
apartando de mí con estrépito al viejo pederasta. Antes de que el Depredador se
pusiera en pie, mi salvador le asestó un hachazo en el vientre, rociando de sangre
caliente toda la estancia. Solo notaba las gotas de sangre seguir las líneas de mi
rostro como un velo o, mejor dicho, una caperuza. Una roja caperuza de sangre
que se espesaba sobre mi piel lentamente, formando costras. Antes de
desmayarme, vi como el ángel encapuchado se desenmascaraba, revelando una
cara conocida. Revelando a Álex, con su hacha ensangrentada, un leñador
sádico. Y entonces desistí.
FIN.
PSEUDÓNIMO: JM
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IES Alfonso VIII
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BACHILLERATO Y F.P.: 2º premio: Gemma Isabel Martínez Redondo (2º BACH.)
EL BESO DE LA MUERTE
Había caído la noche y la oscuridad cubría las calles barcelonesas,
simplemente iluminadas por el tenue fulgor de la luna llena y las farolas. El
joven Josep Llaudet se dirigía a casa de su prometida, enferma de tuberculosis
desde hacía ya varios meses, sin mejora alguna. Todas las noches iba a visitarla
con la esperanza de verla recuperada y ésta no era una excepción. Cuál sería su
sorpresa al descubrir que Laia, el cual era su nombre, había exhalado su último
aliento unas horas antes.
Llamó a la puerta como siempre, pero una vez atravesó el umbral la
melancolía que se palpaba en el ambiente lo inundó. Dejó caer el ramo de rojas
rosas que llevaba e irrumpió corriendo en la alcoba de Laia. Su cuerpo yacía
sobre la cama, gris como las cenizas y frío como el hielo, mientras su alma era
ya una sombra más de la habitación. La noticia fue como un puñal atravesando el
corazón de Josep, partiéndolo en mil pedazos. Las lágrimas se le agolpaban en
los ojos negándose a aceptar la realidad, entretanto los padres de Laia cubrían
sus restos con una sábana. Josep no pudo soportarlo más y salió corriendo de la
casa, huyendo del recuerdo doloroso de su prometida.
Cuando llegó a la entrada del cementerio de Poblenou oyó al viento gritar su
nombre, “Josep”. Josep se detuvo y escuchó más atentamente. “Josep”, volvió a
llamar. Parecían evocarle desde otra realidad. Se adentró entre las tumbas,
buscando el origen de la voz hasta que llegó a una escultura de mármol blanco.
“Josep” parecía decir el cráneo sin vida de la tétrica estatua. Representaba la
Muerte, retratada como un fúnebre esqueleto alado. Josep la conocía; era obra de
un tío suyo por encargo del cementerio, para recordar a los visitantes que la
muerte espera, seas quién seas, preparada para volar a buscarte. Rodeó el
pedestal en el que se alzaba, buscando el origen de la voz, mas no encontró a
nadie. “Josep” volvió a oír, esta vez más cerca.
Alzó la vista y se topó con las hendiduras vacías de sus ojos, mirándolo
fijamente. La Muerte lo tomó de la mano y lo hizo subirse al pedestal. Josep,
hipnotizado por el rostro que de su amada le parecía, se dejó llevar, aunque con
cierta prudencia pues no pertenecía a esa realidad. Con un solo gesto de sus
dedos huesudos, la Muerte le hizo arrodillarse sobre la fría piedra; acercó su
sombrío rostro al de Josep, lo agarró por el costado derecho y por el brazo
izquierdo, mientras plegaba las alas en actitud sobrecogedora. Josep cerró los
ojos, aceptando su sumisión, mientras la Muerte besaba su mejilla. Nada más
rozar el hueso su piel, comenzó a notar pesadas y frías sus piernas que se
tornaban piedra. Su rostro permaneció impasible entretanto la capa de mármol
subía por el tronco. Cuando alcanzó su corazón, el doloroso recuerdo de su
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Curso 2014-15
IES Alfonso VIII
prometida muerta le invadió, viéndose reflejado en su rostro. Echó la cabeza
hacia atrás, esperando su destino, y la piedra lo cubrió por completo acabando
con su sufrimiento y su vida.
Pasaron unas semanas antes de que sus padres lo encontraran, fusionado con
la Muerte en un beso triste y apasionado. Y en aquel pedestal donde su hijo
estaba, escribieron estas palabras para poder recordarlo: “Mas su joven corazón
no puede más; en sus venas la sangre se detiene y se hiela y el ánimo perdido
con la fe se abraza, sintiéndose caer al beso de la muerte”.
PSEUDÓNIMO: Ártemis Olyphant
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