Gerald Martin

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LEO
MATIZ
Y
MACONDO
Gerald Martin
Londres, 1944. Escritor, profesor y traductor. Entre 1992 y 2007 fue catedrático «Andrew W. Mellon»
de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh. Autor de una edición crítica de
Hombres de maíz (1981) de Miguel Ángel Asturias, de Journeys through the Labyrinth: Latin American
Fiction in the Twentieth Century (1989) y de Gabriel García Márquez: una vida (2008), biografía traducida a más de veinte lenguas.
Zona bananera, Aracataca, Colombia, 1939
«Ni siquiera sabía que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la
más bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquel había
sido apenas un trabajo más arduo que los otros».
Gabriel García Márquez, «La prodigiosa tarde de Baltasar»
Macondo.
Fue el nombre de una plantación de bananos en las afueras de
Aracataca, departamento del Magdalena, en el norte de Colombia.
Es Aracataca misma (nombre que rebosa de luz, sol, ritmo), convertida, bajo otro nombre más sombrío (oscuridad, lluvia, sopor), en
el escenario de la novela más importante y más emblemática de la
historia de América Latina, una novela que versa sobre la infancia
de y en América Latina. A veces, en momentos de tristeza y desencanto, Macondo se convierte en la metáfora de la América Latina
toda: oprimida, olvidada, subdesarrollada (su realidad histórica) y
sin embargo llena, siempre, de dignidad, de valentía, de humor, de
esperanza, y de belleza humana y artística (su magia intemporal).
Aracataca y Macondo. Guacharaca y tambor, con el acordeón —la
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voz— de Gabriel García Márquez.
El gran fotógrafo que fue Leo Matiz nació en ese pequeño pueblo de
luces y sombras que fue Aracataca, en 1917. El gran escritor que fue
Gabriel García Márquez nació en el mismo pueblo, en 1927. Siempre
me ha parecido y me sigue pareciendo increíble y extraordinario que
el gran maestro de la palabra de Latinoamérica y ese gran maestro
de sus imágenes hayan sido dados a luz —sí, a luz— en esa minúscula
población desconocida del Caribe colombiano.
Aracataca. Abracadabra. La magia de crear y creer —dádivas gemelas
del gitano viajero Melquíades, avatar del trovador Gabriel—.
Es en el Caribe donde se inventó el Nuevo Mundo; es en el Caribe
donde se sufrió más intensamente el impacto del colonialismo
europeo; y es en el Caribe donde se concibió y se desarrolló, de una
manera decisiva, el realismo mágico. En español, sobre todo, pero
también en francés, en inglés, en holandés (Miguel Ángel Asturias,
Alejo Carpentier, Aimé Césaire et al.), a partir de los años veinte
del siglo pasado, es decir, entre el año en que nació Matiz y el año
en que nació García Márquez. Los que exploren e investiguen este
estilo y este movimiento encontrarán otra manera de concebir y
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Leyendo en la playa, Santa Marta, Colombia, 1960
comprender no sólo el mundo en que hemos vivido desde 1917 sino
el desarrollo de la cultura occidental durante los últimos quinien-
tos años, desde que Colón llegó a las «Indias», es decir, al Caribe. El
realismo mágico estuvo implícito en el descubrimiento de América,
y se hizo explícito entre 1917 y 1927.
Porque, como su nombre lo indica, el realismo mágico es un género
artístico que mezcla la realidad diaria occidental —supuestamente
histórica y científica— con otras dimensiones de la experiencia
humana, como los mitos, las leyendas y —sin duda— la magia de
las sociedades más tradicionales. Teórica y técnicamente es un
fenómeno artístico muy complejo e inasible, pero su rasgo más
Bebiendo agua del charco, río Aracataca, Colombia, 1960
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importante, me parece, es que otorga igual validez —y dignidad— a
la visión del mundo no occidental, preoccidental o incluso antioccidental, que a la propia visión occidental que domina, a fin de cuentas, el planeta en que vivimos.
Para hacerlo y comprenderlo hay que ser democrático y solidario
y viajar mucho para volver provechosamente, en la realidad y en el
arte, a la Ítaca —o Aracataca— original. En esto también coinciden
Leo y Gabo, ambos hombres de muchos viajes y de una lucidez
artística y una vitalidad extraordinarias: ambos vivieron muy intensamente no sólo la infancia y adolescencia en su país de origen sino
también sus estancias en dos países igualmente vitalistas: México y
Venezuela. (En Colombia, Leo y Gabo habían viajado por el mismo
río, habían contemplado el mismo mar; en Venezuela, incluso, tra-
bajaron juntos; en Colombia y México ambos fueron amigos de ese
gran colombiano y latinoamericano que fue Álvaro Mutis.)
«Matizando» un poco, lo que yo veo en la obra de Leo —él vino primero— y en la de Gabo es la magia de la realidad latinoamericana
—o macondina— en fértil fusión con la magia del arte. Compárese
por ejemplo una imagen descarnada como Bebiendo agua del charco
de Matiz con esa maravilla fotográfica que es Pavo real del mar; o un
texto clásico del realismo literario como El coronel no tiene quien le
escriba de García Márquez con esa novela pródiga en mitos y milagros que es la propia Cien años de soledad.
Es claro que Aracataca fue la inspiración de Macondo, aunque
naturalmente hay que recordar siempre que la literatura también
tiene su estatuto autónomo o semiautónomo, y Macondo es, a final
de cuentas, un lugar de la imaginación. Pero cuando vuelvo a las
fotos de Leo Matiz siento una proximidad anímica muy fuerte entre
sus imágenes y las palabras de García Márquez. Esa experiencia
me lleva a decir que el encuentro instantáneo entre las dos formas
artísticas es, precisamente, una revelación. Son dos formas diferentes pero nos revelan un solo mundo: un mundo radiante, que los
dos artistas conocen desde la infancia, con una luz interior que ellos
logran re-crear. Los grandes artistas siempre descubren y revelan la
magia que hay en la realidad.
Estas fotos son un tesoro: constituyen, para empezar, un repositorio
de imágenes indispensables para aproximarse a la existencia de los
habitantes de la Costa colombiana en las décadas decisivas del siglo
pasado; pero también son un punto de referencia fascinante para
comparar la materialidad física del mundo caribeño con la recreación verbal llevada a cabo por García Márquez, el escritor costeño
más famoso de aquella misma época. Extraordinarias, inolvida-
bles, de una belleza evidente y autosuficiente, en ellas se captan no
solamente la resistencia y dignidad de los habitantes de la Costa
colombiana sino también cierto halo mágico que los relaciona con
su entorno de una manera muy específica y especial.
En el famoso prólogo a su novela El reino de este mundo (1949), el
escritor cubano Alejo Carpentier, gran teórico de «lo real maravilloso» (o «realismo mágico»), exclamó: «¿Pero qué es la historia de
América toda sino una crónica de lo real maravilloso?». Sí: América
es maravillosa, pero sólo a través de sus artistas —poetas, novelistas,
músicos, pintores, escultores, fotógrafos— puede convertir sus maravillas en obras duraderas, eternamente jóvenes: libres y presas en la
jaula invisible del arte.
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La red / Pavo real del mar, Ciénaga Grande, Colombia, 1939
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