Primeras páginas - La esfera de los libros

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Miguel Pedrero y Carlos G. Fernández
Nos vemos en el cielo
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Manifestaciones después de la vida
de nuestras mascotas
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Introducción
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La vida es una sorpresa continua. Jamás hubiéramos imagi-
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nado que íbamos a escribir un libro como el que sostiene
entre las manos. Los autores somos reporteros con muchas
horas de calle. Pero no nos dedicamos al periodismo de sucesos, ni al económico, ni mucho menos al deportivo. No, lo
nuestro son todos aquellos hechos que podríamos denominar
de un modo amplio como «fronterizos con la ciencia». Durante las últimas décadas hemos entrevistado a miles de testigos de toda clase de fenómenos extraños, como apariciones
fantasmales, experiencias cercanas a la muerte, anomalías espacio-temporales y un largo etcétera. También mantenemos
contacto con investigadores de este tipo de sucesos y siempre
hemos buscado la opinión de expertos y científicos que puedan aportar alguna explicación a tales hechos.
Uno de los asuntos que más nos interesa es el de los contactos entre el más allá y nuestro mundo. Nuestros archivos
están repletos de los testimonios de personas que afirman ha-
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ber observado la figura de un familiar o amigo fallecido, que
en ocasiones llega a transmitir un mensaje a su ser querido.
En la inmensa mayoría de los casos el testigo mantenía una
estrecha relación con ese individuo que habría contactado con
él desde el otro lado. Se trata de una cuestión interesante, pues,
de algún modo, sería la cercanía emocional lo que facilitaría
la comunicación entre el mundo de los espíritus y el nuestro.
O dicho de un modo más poético: el amor posibilitaría que
en algunas ocasiones se rasgara ese velo que separa ambas
realidades.
Está claro que los seres humanos nos queremos y nos
odiamos, buena cuenta hemos dado de ello a lo largo de la
historia. Pero también amamos a otros seres vivos no humanos: los animales. Quien haya tenido perro sabe que el amor
por su dueño es puro y desinteresado. No entiende de circunstancias y se manifiesta siempre al cien por cien.
En el discurrir de los milenios las personas nos hemos
relacionado con los animales, en la mayoría de los casos masacrándolos para alimentarnos, vestirnos o trabajar nuestras
tierras, y en los últimos años también para experimentar con
ellos nuevos fármacos y productos cosméticos. Pero también
los hemos cuidado y protegido. Por eso, si damos por cierto
que los espíritus de algunos fallecidos pueden presentarse ante
sus amigos y familiares, ¿por qué no lo podrían hacer también
mascotas que mantenían una estrecha relación con sus dueños? En este libro mostramos un número importante de casos
inéditos de este tipo.
En la actualidad son muchos los individuos que comparten sus vidas con animales de compañía, a los que quieren y
respetan incluso por encima de muchos seres humanos. Claro
que nuestro sempiterno ombliguismo, o como dirían los an-
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tropólogos, antropocentrismo, nos ha llevado a identificar a
los animales como criaturas inferiores a nosotros no merecedoras de los mínimos derechos. De hecho, la mayoría de las
religiones no solo defienden que el motivo de su existencia es
servirnos a nosotros —que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios—, sino que hasta les niegan un alma. Sin embargo, toda una batería de estudios e investigaciones de campo muestran una realidad distinta: nosotros somos tan
animales como un gato, un perro, un elefante, un chimpancé
o un ratón. Porque nuestros hermanos no humanos también
poseen conciencia, sentimientos y, lo que es más importante,
sufren y padecen como nosotros.
Tal como demuestran las investigaciones que presentaremos a lo largo de este libro, los animales sienten amor y odio,
son solidarios e inteligentes, distinguen entre el bien y el mal
e incluso llegan a manifestar cierto sentido de trascendencia,
que algunos antropólogos se han atrevido a comparar con una
especie de religión animista. Desde esta nueva perspectiva, si
existe un más allá para los seres humanos, ¿por qué no para
los animales?
En el primer capítulo de este libro mostramos la visión de
las grandes religiones y de otras corrientes espirituales sobre
el asunto del alma de los «brutos», en el que incluso han tomado partido algunos papas. Hemos descubierto cuestiones
tan sorprendentes que hemos querido compartir nuestra fascinación con los lectores.
El segundo, el más amplio de todos con diferencia,
consta de un buen puñado de casos de apariciones fantasmales de animales. La inmensa mayoría de los sucesos que
presentamos han sido obtenidos por nosotros mediante largas entrevistas personales con los testigos. De entre todos
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los que hemos recopilado, decidimos finalmente publicar los
que consideramos más interesantes y diferentes unos a otros.
Sea como fuere, todos los incidentes de esta clase que describimos en el libro tienen una carga esperanzadora y emocional que trasciende el propio hecho en sí. Y en algunos
casos, más de los que nos podríamos esperar, se produjo
alguna clase de comunicación entre el ser humano y el espíritu de su mascota ya fallecida. No vamos a avanzar más
sobre la cuestión, porque lo mejor es que lean con calma dicho capítulo.
En el tercero ahondamos en toda una serie de estudios y
experimentos científicos que muestran que los animales poseen ciertas capacidades paranormales innatas, como la telepatía o la precognición (adelantarse al futuro), entre otras
muchas.
El cuarto capítulo no dejará indiferentes a los lectores,
porque aportamos abundante información que apunta a que
nuestros hermanos no humanos están dotados de conciencia,
con todo lo que ello implica.
El quinto es radicalmente diferente a los demás, porque
damos a conocer sin tapujos lo que algunos especialistas se
han atrevido a denominar «holocausto animal», una realidad
sobre la que los medios de comunicación no informan en
absoluto. Los terribles sufrimientos que infligimos a las criaturas no humanas para alimentarnos o vestirnos, entre otras
cosas, deben ser conocidos por la opinión pública.
El sexto capítulo está dedicado al proceso de duelo después de la muerte de una mascota. En todo el mundo existen
asociaciones que ayudan a las personas a superar el fallecimiento de un familiar o amigo, pero también hay otras que
hacen lo propio cuando se muere nuestra querida mascota.
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Sin duda, a muchos sorprenderá esta parte del libro. El
séptimo capítulo se centra en la llamada «Transcomunicación
Instrumental» (TCI), el contacto con ese otro lado empleando
medios tecnológicos. Son cientos los investigadores y científicos que estudian esta apasionante cuestión. Pues bien, en
cierto número de casos esos pretendidos contactos se han establecido con los espíritus de animales fallecidos.
Por último, cerramos este viaje con un capítulo centrado
en el fascinante reino vegetal, porque las últimas investigaciones muestran que las plantas están tanto o más evolucionadas
y son tan inteligentes como los humanos y los animales. Se
comunican entre ellas, piensan, se avisan de la presencia de
depredadores, se protegen unas a otras, toman decisiones,
etcétera. Y, por si fuera poco, algunos investigadores han llegado a estudiar las capacidades telepáticas de ciertos vegetales
o cómo nuestros sentimientos influyen a las plantas que tenemos a nuestro alrededor.
Nuestra principal pretensión con este libro es ofrecer información sobre un asunto que la mayoría de las personas ni
siquiera se llega a plantear una vez en su vida. Hasta hace un
par de años nosotros tampoco. Sin embargo, un día lo hicimos, aparentemente por casualidad, y decidimos comenzar
una investigación. Las siguientes páginas son el resultado de
esas pesquisas. Ojalá las disfruten tanto como nosotros escribiéndolas. Por favor, pasen y lean, y luego opinen…
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EL ALMA DE LOS ANIMALES
Religiones, filosofías y creencias ante un asunto tan
polémico como trascendente
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«El destino del hombre es como el de los animales; el mismo
destino les espera a los dos: como muere uno, así muere el otro.
Todos tienen el mismo aliento;
el hombre no tiene ventaja sobre los animales».
Antiguo Testamento, Eclesiastés 3:19
«Y yo, materialista que no cree
en el celeste cielo prometido
para ningún humano,
para este perro o para todo perro,
creo en el cielo, sí, creo en un cielo
donde yo no entraré, pero él me espera
ondulando su cola de abanico
para que yo al llegar tenga amistades».
Pablo Neruda, «Un perro ha muerto»
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El papa Juan Pablo II la lio parda. El 10 de enero de 1990,
en una audiencia general, afirmó: «Los animales también tienen un aliento vital recibido por Dios. Bajo este aspecto, el
hombre, salido de las manos de Dios, aparece solidario con
todos los seres vivientes. Así, el salmo 103/104 no establece
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distinción entre los hombres y los animales cuando dice, dirigiéndose al Dios Creador: “Todos ellos de ti están esperando
que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo
toman”. Luego, el salmista añade: “Les retiras tu soplo y expiran, y a su polvo retornas. Envías tu soplo y son creados, y
renuevas la faz de la Tierra”. Por consiguiente, la existencia de
las criaturas depende de la acción del soplo-espíritu de Dios,
que no solo crea, sino que conserva y renueva continuamente
sobre la faz de la Tierra».
Las repercusiones a las palabras del sumo pontífice no se
hicieron esperar. Al día siguiente, el influyente diario italiano
Corriere della Sera publicaba en primera página el siguiente
titular: «El papa abre el cielo a los animales». En las jornadas
siguientes, filósofos, teólogos e intelectuales de todo pelaje se
enzarzaron en complejas disquisiciones para tratar de interpretar eso de que «los animales tienen un aliento vital recibido por Dios». ¿Acaso Juan Pablo II estaba queriendo decir que
los animales poseen alma?
En cuanto escuchó las palabras del pontífice, Mario Canciani (1928-2007), párroco de San Giovanni dei Fiorentini,
muy cerca del Vaticano, se convirtió en el hombre más feliz
del mundo. Canciani defendió en varias de sus obras —siempre basándose en distintos textos de la Biblia— que los animales, efectivamente, poseen alma, al igual que los seres humanos. Este particular párroco estimulaba a sus fieles para que
acudieran a misa acompañados de sus mascotas. Perros, gatos,
periquitos, cacatúas y demás animales participaban a su manera en las celebraciones religiosas de Canciani, que dos veces
al año los bendecía públicamente.
Juan Arias, corresponsal del diario El País en Roma durante años, narraba en una de sus siempre interesantes crónicas su
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visita a la iglesia de San Giovanni. El periodista se topó con el
bueno de Canciani celebrando un funeral por un embajador,
«y allí, al lado del féretro, tumbado, con ojos tristes, asistía al
rito, como un fiel más, su ladrador negro, el perro que le había
acompañado hasta el momento de morir». Canciani no era un
cualquiera, sino que este filósofo, exégeta y teólogo gozó de la
amistad de varios papas y de importantes jerarcas de la Iglesia
católica, que gustaban de escuchar sus puntos de vista.
El papa Francisco y el «aliento de Dios»
en los animales
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En el Corriere della Sera y en otros periódicos que prestaron
una inusitada atención a las palabras de Juan Pablo II se aludía
al escándalo que en su momento causó una frase atribuida a
Pablo VI y que al final acabó filtrándose a los medios de comunicación. Al parecer, el pontífice consoló a la hija pequeña
de un empleado del Vaticano a quien se le acabada de morir
un perro: «No te preocupes, volverás a encontrártelo en el
cielo», le dijo.
Más cerca en el tiempo, el 27 de noviembre de 2014, el
Corriere della Sera volvió a la carga, pero esta vez basándose
en unas declaraciones del papa Francisco. «El paraíso está
abierto a todas las criaturas», publicó el diario turinés. En
realidad, Francisco había asegurado el 26 de noviembre, en una
audiencia general en la que habló sobre el concepto de cielo,
que el apóstol Pablo había dicho lo siguiente: «La creación
será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar
de la gloriosa libertad de los hijos de Dios». Y continuó diciendo el pontífice. «Otros textos utilizan la imagen del “cie-
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lo nuevo” y la “tierra nueva”, en el sentido de que todo el
universo será renovado y liberado de una vez para siempre de
todos los rastros del mal y de la misma muerte».
Está claro que el Santo Padre en ningún momento pronunció la palabra animal, pero cuando se refirió a «todas las
criaturas», sin distinguir entre animales y humanos, se puede
inferir que nuestros hermanos de otras especies también pueden alcanzar el cielo. Pero ¿por qué tanto alboroto por abrir
las puertas del paraíso a los animales o atribuirles un alma,
aliento divino o como lo queramos denominar? La respuesta
es que, según el Génesis, solo los seres humanos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, por lo tanto somos los
únicos que poseemos alma de todos los seres vivientes.
En el Génesis, el Sumo Hacedor es todavía más directo.
Después de crear macho y hembra los bendijo, para decir a
continuación: «Procread y multiplicaos y henchid la tierra y
sojuzgadla y dominad en los peces del mar y en las aves del
cielo y en toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra».
Está claro quién es el jefe, siempre según el Génesis, donde
también podemos leer que, tras calmar las aguas, el Todopoderoso bendijo a Noé y a sus hijos. Y añadió: «El temor y el
miedo a vosotros sea sobre todas las fieras del campo y todas
las aves del cielo; sobre todo aquello que pulula la tierra y
todos los peces del mar. A vuestras manos los entrego. Todo
aquello que se mueva dotado de vida os servirá de alimento;
así como la hierba verde, os lo he dado todo». Sigue estando
claro que los animales están para satisfacernos.
Es cierto que el profeta Isaías condenó los sacrificios de
animales, y el libro del mismo profeta ofrece una beatífica
visión de un futuro en el que el lobo morará con el cordero,
el león comerá paja como el buey y «no se harán daño ni se
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destruirán en toda la montaña sagrada», pero la norma general en el Antiguo Testamento es que los humanos somos la
cima de la creación y, por lo tanto, estamos en disposición de
dominar al resto de las criaturas. Nosotros somos almas inmortales, pero no los animales. Esta idea cristiana, heredada
del judaísmo, es la que acabó dominando en la sociedad romana.
Es cierto que hubo excepciones, como san Francisco de
Asís, que mostraba una compasión por los animales difícil
de entender en su tiempo. En una ocasión dijo: «Si al menos
me fuera posible presentarme al emperador, le rogaría por
amor a Dios, y a mí, que emitiera un edicto prohibiendo que
nadie cazara o encarcelara a mis hermanas alondras, y ordenando que todos los que tienen bueyes o asnos los alimenten
especialmente bien en Navidad».
En cierto modo, la encíclica Sollicitudo rei socialis de Juan
Pablo II es deudora de san Francisco de Asís, puesto que defiende «el respeto para los seres que constituyen el mundo
natural». Para añadir a continuación que «el dominio concedido al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni
podemos hablar de una libertad para usar y maltratar o para
disponer de las cosas como uno guste […]. Cuando se trata
del mundo natural, estamos sujetos no solo a las leyes biológicas, sino también a las morales, que no pueden ser violadas
con impunidad».
Pero en realidad quien creó el concepto sobre los animales
que domina todavía hoy en día fue Descartes, a quien se considera padre tanto de la filosofía como de las matemáticas
modernas. Descartes sostenía que todas las cosas del universo
estaban gobernadas por principios mecanicistas, similares a
los que rigen un reloj, de modo que los seres humanos tam-
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bién somos una especie de máquinas. Sin embargo, argumentaba que, a diferencia del resto de las cosas y seres vivientes,
solo el ser humano tenía conciencia, y la conciencia no podía
originarse en la materia. Por tanto, identificó la conciencia
con el alma inmortal, que sobrevive a la muerte del cuerpo
físico.
Desde este prisma los animales carecían de alma, quedando relegados a simples máquinas incapaces de sentir ni experimentar placer o dolor. Aunque chillen o se retuerzan cuando
les hacemos daño, eso no significa que sientan dolor, decía
Descartes. El propio filósofo y matemático advertía que era
un grave error pensar que «las almas de los animales son de la
misma naturaleza que las nuestras propias, y que no tenemos
nada que temer o que esperar después de esta vida diferente a
lo que les espera a las moscas y a las hormigas».
Pasajes bíblicos para la reflexión
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En la época en la que vivió Descartes, en el siglo xvii, es cuando se generalizó la experimentación con animales por Europa,
puesto que las tesis del filósofo, admitidas por todos, evitaban
cualquier escrúpulo moral y/o religioso en el experimentador.
El mismo Descartes diseccionaba animales vivos para ampliar
sus conocimientos de anatomía. Fueron precisamente esos
brutales experimentos con criaturas vivientes los que acabaron
convenciendo a muchos científicos de que los animales sí sentían dolor. Y también se dieron cuenta de otra circunstancia:
que existía una más que notable similitud entre la fisiología
de los humanos y los animales. De modo que durante la Ilustración, en el siglo xviii, se dio por sentado que nuestros
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hermanos no humanos también sufren, pero se continuó concibiendo que carecían de derechos y solo estaban supeditados
a nuestros intereses. Podíamos utilizarlos, pero no teníamos
por qué ser crueles gratuitamente.
La concepción sobre los animales dio un nuevo vuelco
con la publicación en 1859 de El origen de las especies, de
Charles Darwin. Y todavía más cuando se atrevió a entregar
a la imprenta El origen del hombre en 1871. Los ilustrados de
la época no tuvieron más remedio que comenzar a aceptar que
los seres humanos no éramos una creación especial de Dios,
hechos a su imagen y semejanza, sino que no somos otra cosa
que animales. En El origen del hombre Darwin compara las
capacidades mentales de los seres humanos y de lo que él
denomina «animales inferiores», llegando a la conclusión de
que no son tan diferentes. Es más, escribió que la moral del
hombre procede de ciertos instintos animales, como sentir
afinidad por el otro, buscar compañía y realizar servicios de
mutua asistencia. En otra de sus obras, La expresión de las
emociones en los animales y en el hombre (1872), ofreció nuevas
pruebas convincentes de que somos bastantes parecidos emocionalmente a nuestros hermanos no humanos.
Como decía la célebre primatóloga Jane Goodall, si muchas personas creen que poseemos alma, ¿cómo es posible que
esos mismos individuos se la nieguen a los animales? De hecho, teólogos que defienden esta opción suelen echar mano
de ciertos pasajes bíblicos que podrían indicar tal cosa. Por
ejemplo, en Eclesiastés 3:19 leemos: «El destino del hombre
es como el de los animales, el mismo destino les espera a los
dos: como muere uno, así muere el otro. Todos tienen el mismo aliento; el hombre no tiene ventaja sobre los animales». Y
el canto de alabanza del Salmo 36:6 dice así: «Tu justicia es
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como las poderosas montañas, tus juicios como el gran abismo, oh Señor, tú preservas tanto al hombre como a la bestia».
Otros quieren ver en Lucas 3:6 una clara alusión al alma de
los animales cuando dice: «Toda humanidad verá la salvación
de Dios», pues ciertos exégetas afirman que en realidad está
mal traducido, y en vez de humanidad, correctamente debería
poner «carne». Es decir, «toda carne verá la salvación de Dios»,
lo que incluiría a los animales.
Iglesias protestantes: los animales son almas
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La mayor parte de las iglesias protestantes comparten una
misma visión respecto al alma de los animales con la Iglesia
católica, pero como este movimiento religioso deja mayor
espacio a sus fieles para la interpretación de la Biblia, existen
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El sacerdote y teólogo
anglicano Francisco Javier
Alonso cree que los animales
tienen alma.
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