El vacío Ético en la Sociedad Colombiana

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El vacío ético en la sociedad colombiana
(Gerardo Remolina, S.J. Profesor de Filosofía. Universidad Javeriana)
Introducción
Hablar del vacío ético de nuestra sociedad colombiana puede conducir fácilmente a
discursos moralizantes, tejidos desde perspectivas particulares o a descripciones
apocalípticas que señalen todo lo pervertido y desastroso de nuestro comportamiento
individual y social. Puede llevar, además, a concluir con el anuncio de una gran catástrofe
y a dictaminar sobre lo que ineludiblemente sería necesario hacer.
Soy consciente de estos peligros, y si sucumbo en algunos de ellos ante la necesidad que
siento de no hacer una disquisición puramente teórica y formal, sino una reflexión que
toque la realidad concreta, presento por anticipado mis excusas.
No pretendo, por otra parte, hacer una presentación completa, y menos aún exhaustiva,
del vacío ético de nuestra sociedad; ello escapa a la percepción y al análisis de cualquier
observador particular. Sólo pretendo apuntar a algunos elementos que juzgo
fundamentales y que necesariamente han de ser discutidos y complementados por todos
ustedes.
1. El vacío ético: una constatación
Cada vez aparece de manera más recurrente, en el discurso ciudadano y en la conciencia
de los hombres de buena voluntad, la constatación de un vacío ético en la conducta
individual y social de nuestras gentes, que va engullendo en su espiral los extraordinarios
recursos materiales y humanos de nuestra herencia común e imposibilita
consecuentemente la realización de nuestras legítimas aspiraciones sociales. Es preciso
tomar conciencia de que, suprimido un valor dentro de un determinado sistema ético,
éste se desequilibra, si no es sustituido o reemplazado por otro valor, y va produciendo
un vacío cada vez más desestabilizador que actúa a la manera de una reacción en cadena.
Por otra parte, y de manera lógicamente complementaria, cada vez es más frecuente
escuchar en nuestro medio la urgencia de constituir y fundamentar una nueva ética que
venga a llenar dicho vacío.
En efecto, la situación del país hace evidente el peligro de una sociedad que se desintegra
a pasos agigantados, y que a pesar de todos los esfuerzos hechos -acertados unos,
equivocados otros- no logra encontrar ni el método, ni los contenidos, ni los resortes
necesarios para aunar las voluntades, poner en dique a la desintegración y construir la
nueva sociedad que unos y otros anhelamos.
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De una u otra forma, sin embargo, todos vamos cobrando una conciencia, cada vez más
clara, de que no es a través de la fuerza impositiva y coercitiva de un poder absolutista de
derecha, de izquierda, o de centro; ni a través de una fuerza represiva -policiva o militargarante de un "statu quo", como lograremos establecer un nuevo orden y salir avante en
la constitución de una sociedad auténticamente humana. Porque la fuerza física no es, ni
de lejos, una. de las principales características del ser humano y de su vida en sociedad.
Tampoco parece suficiente, aunque sea del todo necesaria, la constitución de un sabio
orden jurídico que regule con leyes apropiadas las relaciones de la convivencia ciudadana.
Es necesaria una fuerza moral (contrapuesta a física) que brote y se fundamente en las
raíces mismas de la persona humana, en lo específico de su mismo ser y que, a través de
su racionalidad, aglutine, oriente y ligue a los ciudadanos de manera insoslayable en un
propósito común. Este propósito, parece, no podría ser otro que la conformación de una
convivencia ciudadana en la que prime el respeto a la vida y el carácter inviolable de los
derechos primarios de la persona humana: su libertad y sus aspiraciones a una vida digna
en la que, la salud, la vivienda, la educación, el trabajo y la cultura, así como la capacidad
de relación y asociación, encuentren la garantía y el respeto de todos. Dentro de esta
perspectiva, la indeclinabilidad de los deberes para con los demás se constituye en un
elemento indispensable de la vitalidad fundamental del organismo social.
En otras palabras, cada vez se hace más clara la necesidad de una nueva ética: nueva,
porque realmente inexistente en la conciencia y en las costumbres de nuestra sociedad;
nueva, porque ha de buscar o reencontrar, desde la racionalidad humana, no sólo 1a
normatividad que responda a situaciones, necesidades y descubrimientos nuevos, que la
vida ha ido haciendo emerger; sino, nueva, sobre todo, por la fundamentación y
revitalización de los vínculos que dentro de un legítimo pluralismo- liguen efectivamente
a las voluntades, desde dentro, en la prosecución del bien común.
2. El vacío ético: una descripción fenomenológica
La nueva ética ha de dar respuesta a los múltiples efectos del vacío ético que hoy nos
asfixia, entre cuyas manifestaciones podrían destacarse las siguientes:
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La falta de aprecio y de respeto por la vida humana, la cual es suprimida y
negociada por el sicariato, el terrorismo y el secuestro; o es sofocada y disminuida
por la desigualdad de oportunidades, la marginación, y la explotación laboral, en
aras del egoísmo de individuos o grupos.
La ausencia de tolerancia ideológica, social y política que no encuentra otra forma
de plenitud distinta de la supresión física o moral del adversario, la liquidación del
opositor, el exterminio de quienes piensan de manera diferente, o persiguen
intereses distintos de los propios.
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La falta de una libertad real para muchos, junto con la tolerancia y la permisividad
casi total para otros, amparados socialmente por el subjetivismo, el relativismo y
el escepticismo moral.
La carencia de principios éticos explícitos acerca de los que constituye el origen
del derecho, frente a la aberrante prepotencia del poder físico, económico, político
o social, invocado y esgrimido como fuente de aquél.
Los graves vacíos en la administración de la justicia, a causa de la venalidad de los
jueces o de su temor a desaparecer "ajusticiados" por la irracionalidad de la fuerza
bruta; y la impunidad, con no poca frecuencia, calculada y planeada.
La incapacidad para asumir las responsabilidades inherentes a la posición, al
empleo o al trabajo, tan codiciados en los sectores públicos.
La indolencia, inadvertencia e inoperancia inveterada de los sectores políticos y
administrativos frente a las necesidades sociales de sus conciudadanos,
especialmente en los rincones más alejados de los centros de poder, o en los
sectores marginados de nuestros campos y ciudades.
El desenfreno de la avaricia de dinero que no se detiene ante diques de ninguna
naturaleza y practica desde el peculado hasta el fraude y el soborno.
La inescrupulosidad en el aprovechamiento abusivo de los dineros públicos para
el enriquecimiento egoístico, así como la habilidad para engañar y defraudar al
estado.
La ignorancia afectada con relación a la función primaria de la propiedad privada,
especialmente de los bienes productivos, así como de la función social de la
profesión y de las cualidades personales.
La prescindencia y el silencio con relación a los deberes y obligaciones individuales
y sociales, frente a la exaltación, necesaria y urgente de los derechos humanos,
hecha de manera unilateral.
La falta de sentido de la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes más
sagrados, como la paternidad responsable, hasta aquellos que hay que ejercer con
la participación ciudadana en las urnas, en los debates públicos, en las campañas
sociales y en las demostraciones de solidaridad y de protesta.
La deshonestidad electoral con la venta de votos y los demás vicios que han
corrompido nuestro régimen democrático, como el tráfico de influencias.
El vacío de veracidad causado por la mentira y el engaño, por la falta de sinceridad
en los diálogos, por la infidelidad a la palabra dada y a los acuerdos y pactos
ciudadanos.
La tendencia hacia un absolutismo de los medios de comunicación social, algunos
de los cuales no respetan la intimidad ni el dolor de las personas, ni las razones de
utilidad común, con tal de causar sensación en la opinión pública y recaudar
óptimas ganancias comerciales. La manipulación que hacen de la verdad con
informaciones sesgadas y parciales; el fomento por sí mismas de las
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confrontaciones entre ciudadanos y grupos, la desinformación y divulgación de
valores que socavan la moralidad pública, como la violencia y la infidelidad.
La exaltación de principios engañosos que sirven de sustento a posiciones como
la "Seguridad Nacional",o la defensa de¡ "Orden Institucional" sin más, excluida
la referencia a otros principios superiores; igualmente la aceptación práctica de
principios tales como "El fin justifica los medios".
El desmoronamiento progresivo de instituciones básicas del tejido social, como
la familia humana; el refugio en la intimidad personal que hace posible el juego de
la "doble moral", etc.
Ojalá que la enumeración anterior, muy incompleta por cierto, no se perciba como fruto
de una visión excesivamente pesimista. Por el contrario: ha de entenderse como un
esfuerzo por reconocer con sinceridad nuestros males y buscar los remedios que parezcan
más apropiados, acudiendo a las reservas éticas de nuestro pueblo.
Tratando de hacer una síntesis, me atrevo a decir que la nueva ética ha de responder al
vacío causado por la ausencia de racionalidad humana en no pocos de los procederes
ciudadanos; vacío que ha sido llenado por predominio de la sin-razón y de la fuerza; por
la prevalencia de la irresponsabilidad sobre la conciencia de los deberes fundamentales;
por la primacía del subjetivismo frente a la objetividad del bien común, y de lo privado
frente a lo público.
3. El vacío ético: un intento de profundización
La anterior descripción fenomenológica del vacío ético, en la que se mezclaban quizás
causas y efectos, no es más que una invitación a profundizar, más allá del fenómeno, en
los hechos que se hallan detrás de ese vacío.
Pero antes de descender a lo que juzgo más fundamental, deseo anotar –como ya lo han
hecho otros analistas. que en nuestra patria dicho vacío en su globalidad ha sido causado
por el rechazo o por el olvido de una ética y más exactamente de una moral, que
tradicionalmente se había identificado con la religión católica. Esta moral impregnó, de
manera casi exclusiva durante muchas décadas, el ethos del pueblo colombiano. Sin
embargo, por razones históricas y culturales, que no es del caso analizar en esta
exposición, dicha moral no alcanzó a permear suficientemente los comportamientos
públicos en el orden social, económico y político.
Por otro lado, se ha dado con frecuencia una confusión entre Religión y Ética. Ello se ha
debido tanto al ambiente cultural como a la necesaria relación que existe entre una y otra;
igualmente a algunos modos históricos de proceder por parte de los cristianos. Al fin y
al cabo, la fe conlleva y exige comportamientos y conductas no sólo individuales sino
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también sociales. Un discurso excesivamente moralizante, o una inadecuada posición
frente al mundo de lo político, en nombre de una Religión, hace que el rechazo valga para
las dos.
A esa ambigüedad han contribuido también en las tres últimas décadas algunas
instituciones educativas (Colegios y Universidades católicas), las cuales, ante la dificultad
de afrontar directamente los problemas religiosos, optaron por convertir sus cátedras de
Religión en cátedras de Ética o de problemas relacionados con el comportamiento
humano, como la sexualidad y otras formas de relación con los demás (la amistad, el
amor, la dinámica de las relaciones humanas, etc.)
Por otra parte, el impacto de la secularización, generalizada en la segunda mitad de¡
presente siglo, produjo en sociedades como la nuestra no suficientemente preparadas
para soportar sus embates, un quiebre religioso, ideológico y ético más vecino quizás del
secularismo y del ateísmo que de la misma secularización. La justa autonomía de las así
llamadas realidades terrenas como la ciencia, la cultura y la política, fue acogida también
con gran alborozo en el terreno del comportamiento humano, el cual pasó en muchos
campos del abandono de la tutela religiosa al abandono de la misma ética. El rechazo de
la religión fue vivido de hecho también como un rechazo de la ética, en cuanto sinónimo
de la moral que la religión había propugnado y sostenido.
Pero fundamentar una nueva ética no es asunto fácil ni que se improvise; por ello hemos
quedado en buena parte flotando en el vacío. A lo anterior se ha añadido la explosión de
conocimientos, de tecnologías y de posibilidades anteriormente desconocidas para el
hombre y que han puesto en sus manos instrumentos que le permiten manipular, cada
vez más, no sólo la naturaleza cósmica, sino también su misma humanidad; desde la
genética hasta los procesos sociales. Ante esa nueva realidad, el hombre se ha encontrado
sorprendido y muchas veces inerme desde el punto de vista ético.
El primer vacío que se detecta en nuestra sociedad, y en un nivel bastante generalizado,
aún en personas cultas y expertas en asuntos sociales, dice relación precisamente con el
concepto de ética. Y lo primero que hay que decir dada la historia de donde venimos, es
que ética no es lo mismo que religión, aunque las grandes religiones hayan sido
tradicionalmente portadoras de extraordinarios principios o ideales éticos, los cuales
conducen necesariamente a formas específicas de comportamiento no sólo privado sino
social. Así, por ejemplo, el Dios bíblico se manifiesta radicalmente interesado en la
terrenidad del hombre y en la organización de su vida en sociedad.
La ética tampoco puede confundirse con el conjunto de normas que regulan las relaciones
de los hombres en el orden jurídico (leyes), en el orden social (instituciones), en el orden
cívico (conductas particulares convencionales), en el orden político (manejo de los
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medios para el bien común), o en el orden sociológico (frecuencia de los hechos sociales).
Ello, aunque dichos códigos normativos pueden consagrar en una o en otra forma
principios auténticamente éticos.
Creo importante referirme a esto porque, con no poca frecuencia, se postulaba en el
reciente debate constitucional la necesidad de una nueva ética, refiriéndose a la necesidad
de una nueva Constitución política o carta jurídica fundamental para el país, incurriendo
así en una lamentable confusión. La ética se sitúa más allá de todo orden positivo, pues
hunde sus raíces en la humanidad misma del hombre, explicitada a través del uso legítimo
de su racionalidad. Resulta altamente peligroso confundir la ética con cualquier
ordenamiento positivo, pues ella es la instancia última para juzgar los códigos normativos
de una sociedad. En efecto, algo puede ser legal y simultáneamente injusto; consagrado
por una ordenación jurídica, social o política, y ser lesivo de derechos humanos
fundamentales. "En las sociedades primitivas -afirma el filósofo Aranguren- no existe ni
tan siquiera la distancia real entre lo moral, lo social y lo jurídico; por tanto, menos aún,
cabe su distinción conceptual. Todo aquello se halla confundido en unos mores que son,
a la vez, usos sociales, costumbres morales y preceptos jurídicos (no escritos o apenas,
pero vigentes) Es lo que Hegel llamaría sustancia ética ingenua" (J. L. Aranguren, "Ética
y Política"; Madrid, 1968 2, p. 35).
Junto con la concepción de ética, es preciso llenar el vacío de la conciencia y de la
sensibilidad éticas, causado por la ausencia de la imprescindible referencia de cada
individuo al otro y a los otros, reconocidos como semejantes, partícipes de la misma
humanidad, dotados de los mismos derechos originarios y ante quienes se es responsable;
igualmente la conciencia de pertenencia a la comunidad humana, como única posibilidad
de realización, y como acreedora y necesitada del aporte de cada uno de los individuos
en la realización de un mismo destino común.
Pero no basta la conciencia ética si no va acompañada de una sensibilidad peculiar hacia
el otro que impulse a abandonar las apetencias del propio egoísmo individual o de grupo.
El egoísmo, insensible a los demás, entra necesariamente en conflicto con el bien común.
"Se lo puede contener, hasta cierto punto, por medio de la ley, con la policía, con el poder
judicial y las prisiones. Pero hay un límite para el porcentaje de la población que puede
ser retenida en prisión, y cuando el egoísmo traspasa ese límite, los agentes de la ley, y
aún la ley misma, tienen que hacerse más tolerantes e indulgentes. Así, el bien común se
deteriora. No solamente es menos eficiente, sino que se encuentra también con la
dificultad de ejercer una justicia equitativa en el momento de decidir cuáles son las
injusticias que han de ser toleradas" (Lonergan, "Método en Teología", p. 58). Esto
explica, paradójicamente, la inexplicable expresión de uno de nuestros mandatarios,
cuando afirmaba hace algunos años: "Es necesario reducir la inmoralidad a sus justas
dimensiones".
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Las leyes y las normas de un país pueden ser extraordinariamente sabias; pero serán
perfectamente ineficaces y vacías -si no son asumidas por una sociedad y por unos
individuos conscientes de la obligación moral que los ata de manera ineludible a proceder
de acuerdo con su propia humanidad y con los demás seres que comparten su misma
naturaleza.
El vacío de que venimos ocupándonos ha de llenarse con principios y criterios éticos
fundamentales, valederos en sí mismos a causa de su racionalidad y de su fuerza
humanizadora. Principios que formulen las exigencias básicas de la humanidad,
considerada desde el núcleo específico que la constituye y desde el conjunto colectivo de
seres humanos en mutua interacción.
El vacío ético seguirá siendo tal mientras no se establezcan los valores fundamentales de
la persona y de la sociedad humana que trasciendan lo simplemente agradable o
desagradable, lo placentero o doloroso, lo satisfactorio o insatisfactorio. Líneas y
dinamismos de preferencia que conduzcan, por ejemplo, de lo agradable a los valores
vitales, de lo vital a lo social, de lo social a lo cultural, de lo cultural a lo personal, de lo
personal a una auténtica trascendencia o superación de sí mismo y de la sociedad. La
apreciación de estos valores ha de conducir a una correspondiente jerarquización o escala
de preferencia: el bien integral sobre el bien parcial; el bien social sobre el bien particular.
Lo anterior hace necesaria una continua y atenta reflexión ética, promovida por diversas
instancias sociales, que permita ir explicitando, formulando y criticando las estimaciones
y valores éticos que constituyen nuestro patrimonio común.
A la base de nuestro vacío ético se halla por lo demás, en no pequeña proporción, la
ausencia de una educación ética de la niñez, de la juventud y de las personas adultas.
Igualmente la ausencia de una formación ética en cada una de las profesiones y la carencia
de códigos éticos fundamentales, o de axiologías propias de las diversas instituciones,
organizaciones y empresas que constituyen el tejido social. Así, por ejemplo, hoy se hace
imprescindible la formulación de sana ética propia del Estado y de los funcionarios
públicos.
Esta educación no ha de renunciar al ideal de formar al hombre virtuoso de que hablaran
los filósofos griegos, es decir, al hombre no sólo consciente de sus obligaciones, sino
capaz de realizarlas: al hombre dotado de la fuerza, de la "virtus" que lo hacen
verdaderamente libre para llevar a la práctica sus deberes y sus ideales. Al hombre que,
por su sabiduría adquiera una especie de instinto de humanidad para descubrir y realizar
el bien; que no sólo aprecie los valores, sino que esté efectivamente disponible para ellos.
Porque si es importante la normatividad, lo es mucho más la constitución del sujeto ético,
tanto individual como colectivo.
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Ni ha de renunciarse en este proceso educativo a presentar y a animar en la prosecución
de los grandes ideales éticos de la humanidad, revaluando, por ejemplo, el ideal máximo
del amor y la necesaria opción por el sacrificio que éste comporta, hasta entregar la propia
vida, bien sea en la oblación del trabajo y la lucha cotidiana, bien sea con la misma muerte.
La humanidad no logrará ser plenamente humana si no asume como reto la máxima meta
de sus posibilidades.
Finalmente, el vacío ético ha de ser llenado complementariamente con instancias sociales
de sanción moral (diferentes de las meramente penales), por medio de las cuales se
estimule el bien-obrar y se desacredite ante la sociedad todo género de conductas
reprobables. La comunicación social y sus diversos medios ocupan una posición
privilegiada para el ejercicio de esta función: no sólo en el sentido de excluir los
antivalores que infortunadamente han venido consagrando, sino también en el sentido
de recrear los patrones de la exaltación ciudadana. A causa de los medios de
comunicación social, hoy vale más ante la apreciación pública un buen deportista o un
buen cantante (convertidos por la publicidad en verdaderos ídolos), que un buen
ciudadano, hombre trabajador y honesto que construye silenciosamente la patria.
4. El vacío ético: una posible solución en la ética civil
Afirmamos, al comienzo de estas reflexiones, que sólo una nueva ética podría llenar de
hecho el inmenso vacío de nuestra sociedad colombiana. Tratemos ahora de ilustrar, de
manera genérica, el por qué, así como la naturaleza y alcances de esta solución.
Junto con la conciencia del vacío ético, analizada en la primera parte, ha ido creciendo
también la conciencia y la convicción de que esta nueva ética ha de ser de carácter “civil"
o "ciudadano". La expresión no deja de tener sus dificultades y de excitar reacciones de
signo positivo o negativo. Pero ha de ser su propia naturaleza la que permita esclarecer
si ella puede responder o no a las expectativas y necesidades que hemos considerado, así
como disipar los posibles temores.
Una ética civil pretende responder a las necesidades de una sociedad en la que se conjugan
principalmente los siguientes elementos: un cierto grado de secularización; un pluralismo
cada vez más extendido y admitido; y una orientación fundamentalmente democrática.
La descripción fenomenológica del vacío ético, y nuestro intento de profundización en
él, fácilmente ponen de manifiesto que las características anteriores se comprueban en
nuestra sociedad colombiana. Ella, en efecto ya no es una sociedad religiosa de
cristiandad; sus opciones ideológicas y políticas son cada vez más plurales; y su tendencia
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democrática, no obstante los vicios y aberraciones anotadas, parece ser algo cada vez más
exigido por nuestro pueblo.
Por otra parte, una ética civil no pretende competir ni excluir otras opciones éticas
razonables, sino encontrar, explicitar y asumir el mínimo-ético común de una sociedad
secular y pluralista. "la ética civil --según la expresión de un connotado moralista- es por
lo tanto el mínimo moral común aceptado por el conjunto de una determinada sociedad
dentro del legítimo pluralismo moral. La aceptación no se origina mediante un superficial
consenso de pareceres, ni a través de pactos sociales interesados. Esta aceptación es una
categoría más profunda: se identifica con el grado de maduración ética de la sociedad.
Maduración y aceptación son dos categorías para expresar la misma realidad: el nivel ético
de la sociedad" (Vidal M.,"Ética civil", p. 16).
Una ética civil tampoco pretende ser totalizadora de la vida de un pueblo; no entra, por
consiguiente, en competencia con ninguna religión, -cada una de las cuales tiene la
posibilidad de elevar a una esfera diferente su comportamiento ético y darle su último
sentido de la relación con un Dios trascendente. Por esa misma razón la religión está
llamada a colaborar de manera decidida en la construcción de una ética: no sólo
aportando los elementos valiosísimos de su tradición ética al "mínimo común", sino
también brindando una motivación profunda y unos medios que hagan capaces a los
hombres de alcanzar su realización ética.
Por ello, una ética civil no pretende ser portadora de su fundamentación última sino que
la presupone en otras. La ética civil se constituye por la aceptación de la racionalidad
compartida y por el rechazo a toda intransigencia excluyente. Se ubica dentro de la
legítima autonomía de la sociedad civil y extrae sus contenidos de la conciencia ética de
la humanidad y de las reservas éticas de un pueblo.
5. El vacío ético: la contribución cristiana a la conformación de una ética civil
En los anteriores planteamientos procuré situarme en un terreno que, en la medida de lo
posible, fuera "neutral', 'es decir, no confesional. Se trata, en efecto, de favorecer un
diálogo pluralista que permita llegar a un consenso mínimo, pero indispensable para el
desarrollo también “mínimo" o básico, de una vida auténticamente humana en sociedad.
Esta actitud de ninguna manera implica el haber renunciado a nuestras más profundas
convicciones cristianas, o el estar dispuesto a renunciar a ellas. A este propósito juzgo
muy importante precisar algunos aspectos relativos a la contribución cristiana en la
conformación de una ética civil.
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Para formular las siguientes precisiones tomo pie en las reservas y orientaciones dadas,
para una problemática similar a la nuestra, por la Conferencia Episcopal Española en su
Documento "La verdad os hará libres" (20 de noviembre de 1990).
5.1. Como en todo auténtico diálogo, los participantes deben conservar y aportar la
riqueza de su propia identidad. La identidad cristiana deberá, por consiguiente, estar
presente con toda su fuerza y al mismo tiempo con toda su inmensa capacidad de
apertura.
5.2. La colaboración cristiana, por consiguiente, no implica renunciar ni a la totalidad ni
a la integridad de los principios que constituyen la sustancia moral del cristianismo y que
por consiguiente no son negociables. Dicha colaboración, desde su horizonte
específicamente cristiano, ha de procurar contribuir al "mínimo común ético" con el
mayor número posible de aportes extraídos de su acervo moral.
5.3. Para favorecer la apertura, es necesario recordar que la oferta ética de la moral
cristiana no concurre competitivamente ni antinómicamente con los sistemas éticos
surgidos de la razón del hombre, rectamente orientada, ni coarta los proyectos éticos
propuestos por personas o grupos sociales. "El designio creador y salvador de Dios, en
efecto, no cancela la justa autonomía, sino más bien la propicia y confirma (cfr. GS 41
b)". ("la verdad os hará libres", n. 51)
5.4. El criterio para lograr el "consenso" que se busca no puede ser simplemente la
"vigencia" actual de principios o patrones de comportamiento en una determinada
sociedad. El verdadero criterio ha de ser el de la racionalidad humana reflejada en ellos y
la madurez ética que permite asumirlos críticamente.
5.5. El cristianismo de ninguna manera puede renunciar a presentar, como alternativa, la
plenitud del mensaje evangélico ni diluir la moral cristiana en "mínimos" aceptados por
todos. Pero ello no le impide colaborar en la conformación de un proyecto ético de
contenidos aceptables por todos.
5.6. La moral cristiana ha de contribuir además a impregnar la sociedad con sus propios
principios y valores, tanto dentro como fuera de sí misma. Lo primero, lo hará
vigorizando sus propias posibilidades éticas; lo segundo, ofreciendo a la sociedad su
doctrina y la posibilidad del cumplimiento pleno de sus aspiraciones morales.
5.7. Finalmente, el cristianismo ha de dejarse enriquecer por los logros morales
alcanzados fuera de sus fronteras, a través del proceso de maduración ética que vaya
alcanzando la humanidad
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