Lola Morales Ruiz - Ayuntamiento de Alcobendas

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El Fungible
VII Premio de Novela Corta 2015
XXIV Premio de Relato Joven 2015
Javier Sánchez Lucena
Carmen García-Romeu
El Fungible
El Fungible
XXIV Premio de
Relato Joven 2015
Lola Morales Ruiz
Alberto Carreño Carrascosa
VII Premio de
Novela Corta 2015
El Fungible
El Fungible
XXIV Premio de Relato Joven 2015
Lola Morales Ruiz
Alberto Carreño Carrascosa
Título: El Fungible 2015, XXIV Premio de Relato Joven
© 2015, Ayuntamiento de Alcobendas
Patronato Sociocultural
Plaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid
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Doin, S.A.
P.I. NEISA-SUR - Nave 14 Fase II
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Tel.: 91 798 15 18 Fax: 91 798 13 36
www.egesa.com
Depósito Legal: M-35142-2015
Impreso en España - Printed in Spain
Fotografía de cubierta: © Wisky
Primera edición: Noviembre 2015
Impreso por Estudios Gráficos Europeos, S.A.
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por, un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial.
Índice
Presentación.......................................................... 7
Jurado...................................................................... 11
Los abajo firmantes............................................. 15
Lola Morales Ruiz
Control policial..................................................... 29
Alberto Carreño Carrascosa
El Fungible
Presentación
PRESENTACIÓN
Este año por primera vez tengo el placer de presentar
los relatos ganadores de “El Fungible”. Cuando recibí estas historias ganadoras de la vigésima cuarta edición, me
aproximé a ellas con curiosidad e interés, sabedor de las
dificultades, el dominio de la técnica y las satisfacciones
que la escritura y la lectura de un relato breve despiertan
en el escritor y en el lector, en ese binomio sin el cual
la literatura no sería reflejo universal del alma humana.
Desde las primeras historias que el aedo ciego contaba
para ensalzar el triunfo de los griegos en Troya mucho
ha llovido. Los juglares y monjes narradores continuaron
en la Edad Media con sus canciones y manifestaciones.
Hoy día la vida cotidiana nos trae narraciones orales,
escritas, visuales o acústicas, voces que ponen palabras
a la realidad y a la fantasía, a vidas ajenas y propias
y a pensamientos, ideas y sentimientos. Lola Morales y
Alberto Carreño son un buen ejemplo de todo ello. Así
la servilleta de cafetería con el contrato de “Los abajo
firmantes”, relato ganador, o las infracciones de tráfico
en “Control policial”, relato finalista, son elementos que
los autores dotan de significado para expresar soledad,
inseguridad, absurdo y crítica.
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En Alcobendas con el certamen “El Fungible”, apoyamos las palabras que llevan al lector a mundos soñados
y reales, a los jóvenes que hacen de la escritura su modo
de expresión y enriquecen con sus ideas, sus sueños y
sus visiones el día a día de la ciudad, de nuestra cotidianidad y que, con sus metáforas e imágenes, permiten
que al leer sus textos todos los lectores reinventen un
diálogo con su mundo y sus experiencias.
Quiero agradecer a los casi seiscientos relatos que han
participado en esta convocatoria de relato joven “El Fungible” 2015, el haber depositado su confianza en Alcobendas y animarles a ser perseverantes, que confíen en
sí mismos y que sigan enviando sus relatos a editores y
concursos literarios. Asimismo felicitar a la ganadora y
al finalista por su participación y por haber compartido con los lectores, que nos acompañan de manera fiel
desde hace ya muchos años, relatos íntimos o vibrantes,
reflexivos o absurdos.
También me gustaría agradecer desde estas líneas al
jurado, Luis Mateo Díez y Jorge Eduardo Benavides, el
continuar con nosotros por undécimo año consecutivo
en este certamen que en el año 2016 celebrará sus bodas
de plata, veinticinco años. Con su trabajo, sus observaciones y su amistad contribuyen a que El Fungible sea
siendo año tras año un certamen de referencia nacional
en relato joven y novela corta.
FERNANDO MARTÍNEZ
Concejal de Educación y Cultura
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El Fungible
Jurado
LUIS MATEO DÍEZ
Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de
cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara
ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982),
La fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio
Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo
del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El
expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995),
La mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998),
Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza
(2005), La gloria de los niños (2007), Azul serenidad o La
muerte de los seres queridos (2010), Pájaro sin vuelo (2011),
Fábulas del sentimiento (2013), La soledad de los perdidos
(2014) y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El
eco de las bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas
de agosto (1989), Los males menores (1993) y Los frutos de la
niebla (2008). En un único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara), 2000), prologado por el autor, se han
recogido El árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas de agosto, Los males menores
y Días de desván. El libro El reino de Celama (2003) reúne
sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario y El
sol de nieve (2008) incluye por primera vez las aventuras de
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los niños de Celama. En el 2015 ha publicado en Galaxia
Gutenberg Los desayunos del Café Borenes.
En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el
Premio de la Crítica por La ruina del cielo. Luis Mateo Díez
es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla
y León de las Letras.
JORGE EDUARDO BENAVIDES
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió
Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de
la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó dictando talleres
de literatura y como periodista radiofónico. Desde 1991 hasta 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller Entrelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte y
dirige talleres literarios de prestigio. Ha colaborado con prestigiosas revistas literarias como Renacimiento y los suplementos culturales de El País, y Caballo Verde, de La Razón.
Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos
(1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas
Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo
(Alfaguara, 2003) Un millón de soles (Alfaguara, 2008), La
paz de los vencidos (Alfaguara, 2009), Un asunto sentimental
(Alfaguara, 2013) y El enigma del convento (2014).
En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas
de la Federación Peruana de Escritores, en el 2003 fue galardonado con el Premio Nuevo Talento FNAC y en el 2013 obtuvo el Premio Torrente Ballester con El enigma del convento.
Fruto de su experiencia como profesor de talleres y asesor de novelistas ha publicado Consignas para escritores
(Casa de Cartón, 2012). En la actualidad dirige el Centro de
Formación de Novelistas.
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Los abajo firmantes
Lola Morales Ruiz
GANADOR RELATO JOVEN
LOLA MORALES RUIZ (Castillo de Locubín, Jaén, 1979)
Nací en Castillo de Locubín, un pueblo de Jaén repleto de
aceite y cerezas, pero vivo en Madrid desde que decidí que lo
mío era conseguir que los adolescentes disfrutaran resolviendo ecuaciones. Dicen que de pequeña me pasaba el día preguntando por
qué. Supongo que por eso estudié Matemáticas: quería descifrar el último motivo, el por qué más irrefutable, pero algunas
incógnitas se quedaban sin despejar. Quizá por eso después
estudié Antropología, para entender esas otras preguntas que
no lograba responder con teoremas ni poliedros. Pero, a pesar
de todo, algunas incertidumbres se quedaban en el aire, mezclándose con el nitrógeno y las motas de polvo. Creo que por
ese motivo empecé a escribir: era la única forma de ponerme
en el lugar de otros —incluso en el mío— para comprender
sus acciones y anhelos, sus pasiones y, por supuesto, todos
sus miedos. Esos personajes pasaron a ser la forma con la que
ahora trato de entender el mundo.
Aunque he obtenido otros premios literarios, éste es, sin
duda, el que más ilusión me ha hecho. He participado en
varios libros colectivos y en la actualidad reparto mi tiempo
entre pupitres y la conclusión de mi primer libro de relatos,
Los números imaginarios.
Parte 1: Saúl
Me arrepentí al instante, un segundo después de decirlo. Me arrepentí como nunca en mis cincuenta y dos
años de vida me he arrepentido de algo. No entiendo
cómo pude ser tan estúpido.
Estoy convencido de que Marieta no se acordaba del
contrato o, al menos, no pensaba sacarlo a la luz ese día.
Hacerlo era como desenterrar con una pala una mina
antipersona que sabes que todavía está activa. Se habían
ido todos, el salón estaba recogido, el lavavajillas se ocupaba de los restos de la celebración de nuestras bodas
de plata y Marieta y yo ya estábamos en pijama. Debería
haberme limitado a mullir mi almohada y meterme en la
cama, apagar la lámpara de mi mesita y cerrar los ojos
tras tocar con mi mano izquierda su muslo para desearle
buenas noches. De verdad que no sé cómo fui tan imprudente.
—Qué bueno estaba el tiramisú —dije mientras buscaba las palabras precisas.
—Buenísimo.
—Veinticinco años, es que ni me lo creo.
Marieta no contestó a eso. Quizá por eso no supe
contenerme.
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—¿Te acuerdas de la servilleta? —dije con tono jocoso,
casi forzando una risa—. ¿La del contrato?
Marieta dejó sobre el edredón el libro que estaba leyendo y contestó que sí, que claro que se acordaba. Si yo
no hubiera dicho nada, seguro que ella no habría vuelto
al salón para abrir el cajón de los manteles de hilo y sacar aquella servilleta de papel. La caligrafía de Marieta
se intercalaba con la mía y con corazones cursis que
tapaban el logo de la cafetería de la facultad de Derecho.
Había pasado mucho tiempo, quizá demasiado, pero el
contrato se leía perfectamente.
“Los abajo firmantes declaran que:
—Son mayores de edad y tienen más o menos intactas
sus facultades psíquicas.
—Están celebrando su primer aniversario de bodas en
una cafetería, con unas tostadas quemadas, un examen
de Derecho Penal dentro de dos horas y una ecografía
preciosa encima de la mesa. Yo (Saúl) digo que es niña.
Yo (Marieta) digo que también.
Los abajo firmantes se comprometen a:
—Que tan segurísimos están de que el matrimonio
durará toda la vida que cuando dentro de veinticuatro
años celebren las bodas de plata, si uno de los dos no
quiere seguir la relación (¡ja!), bastará con que al día
siguiente no vuelva a casa.
—Que, en tal caso, no se podrá reprochar o criticar la
decisión tomada, como tampoco se podrán exigir explicaciones.
—Que la persona que decida de poner fin a la relación comunicará en un plazo máximo de quince días
hábiles dónde y cómo serán enviadas sus pertenencias.
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Los abajo firmantes intentan sin éxito poner cara seria
mientras este contrato es redactado.”
Los dos soltamos una especie de carcajada hipócrita al
llegar al final, justo antes de la fecha y las firmas, como si
lleváramos veinticuatro años sin leerlo; pero yo lo había
leído a escondidas cada vez que las cosas con Marieta
no habían ido como esperábamos. O al menos, como yo
esperaba.
Nunca llegué a comprender por qué habíamos escrito
aquel acuerdo. Quizá fue como reacción a los matrimonios de nuestros padres: los míos no se dirigían la palabra, pero no querían ni oír hablar de divorcio; los de
Marieta sí dieron el paso y les costó seis años de juicios
y varios millones de pesetas. Pero no me malinterpreten:
yo a Marieta la quería mucho. Muchísimo. La he querido
siempre, teníamos amigos con los que hacíamos excursiones por la montaña y un hijo estupendo que acababa
de abrir en Salamanca una empresa de videojuegos o
algo así; me costaba imaginar una vida distinta a la que
vivíamos. Me costaba, pero a veces lo hacía y me pasaba
horas fantaseando con que tenía una granja en la Patagonia o cultivaba arroz en Longji; a mi lado siempre tenía a
una mujer que no era Marieta.
—Menuda época, ¿eh? —comentó ella.
No mencionó el contrato ni recordó cómo lo firmamos
abrazados en la cafetería. Solo dijo “menuda época”. A
finales de los ochenta estábamos acabando la carrera y
ese primer año de convivencia fue fantástico. Marieta
tenía un nueve de expediente, yo ya hacía prácticas en
un bufete de cierto prestigio y teníamos todo Madrid
para nosotros. Tratamos de alquilar un piso en Goya
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para montar una firma de abogados especializados en
injusticias laborales, queríamos ponerle a nuestro hijo un
nombre original y recorrer cada verano un país distinto.
Sabíamos que tarde o temprano tendríamos un perro y
dos gatos, pero al final compramos una pecera con dos
peces naranjas y pasamos los veranos en un apartamento
de multipropiedad en Santander. Marieta trabajó en varios
bufetes modestos hasta que la contrataron en uno enorme especializado en negligencias médicas. Yo era el gerente de un supermercado de tres mil metros cuadrados
cerca de Plaza de Castilla. Quizá nos salimos un poco de
nuestros planes, pero a veces uno tiene que ceder.
Cuando Marieta retomó el libro, apagué mi lámpara y
toqué su muslo antes de intentar dormir. ¿Por qué cedimos? Me pregunté a quién le entregamos todo aquello
tratando de imaginar qué pasaría el día siguiente: Marieta iría a trabajar y volvería a casa a las siete, como
siempre. Yo haría lo mismo. Después recordé que tenía
que despedir al chico de la sección de congelados y me
imaginé pescando barracudas en una playa cubana.
Por la mañana, Marieta se tomó un café expreso y
una tostada con mermelada de naranja. Había desayunado lo mismo los veinticinco años que llevábamos casados, nunca se hartaba de esa mermelada amarga baja
en azúcar. La observé pasar las hojas del periódico sin
comentar nada, como si aquel fuera un día cualquiera.
Vestía una falda estampada que no recordaba haber visto
antes y en el pelo se había hecho un recogido irregular
que le quitaba varios años. Mientras sorbía el café, tuve
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la sensación de querer conocerla de nuevo, de volver a
invitarla al cine de verano para ver El resplandor y que
me abrazara sin darse cuenta de que yo también me moría de miedo. Deseé que levantara la vista un momento
para decirle que por la noche podríamos cenar el asado
que había sobrado el día anterior o que, si quería, iría a
recogerla al trabajo.
Nos despedimos en el portal y ella se fue directa a la
boca del metro, contoneándose a cada paso. Yo me quedé un rato apoyado en el capó de nuestro Seat León, mirando la fachada de ladrillo visto con siete viviendas por
planta. Las persianas del piso estaban a medio echar y
uno de los toldos llevaba roto varios años. Vivíamos ahí
desde que nos casamos, ahí había cambiado cientos de
pañales de Rafa, habíamos soplado las velas de las tartas
y acumulado toda la rutina que cabía dentro. Era cierto
que llevábamos años moviéndonos por inercia, que los
días parecían clones, pero ¿qué vas a hacer con más de
cincuenta años? ¿Acaso íbamos a ir el día siguiente a hacernos aquel tatuaje del que siempre hablábamos en la
facultad? Me pellizqué la muñeca y la marca blanca tardó
un rato en desvanecerse en la piel seca.
Mientras miraba la fachada, una paloma se posó en
el alféizar de la ventana de nuestra habitación. Una cagada líquida y blanca comenzó a asomar poco a poco
por el borde del ladrillo hasta gotear al suelo. Pensé en
las ventajas del contrato: eliminaba todo lo malo de las
rupturas. Si ese día no volvía a casa, Marieta no me lo iba
a reprochar, no podía insultarme ni gritarme, ni siquiera
pedirme explicaciones. Era tan fácil como empezar otra
vida en otro piso.
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Al llegar al supermercado, me dirigí al pasillo de los
congelados. Allí estaba el chico al que tenía que despedir,
un chavalín de veinte años que nunca colocaba bien las
etiquetas y acababa de dejar embarazada a su novia. Cuando me vio, se le cayeron al suelo las cartulinas amarillas
de las ofertas. Se agachó rápido a recogerlas. Desde allí,
en cuclillas, me miró azorado intuyendo el motivo de mi
visita, pero cuando lo tuve delante no llegué a decir nada.
¿Y si me iba? ¿Y si me olvidaba de aquellos anaqueles de
tomates de bote y carne plastificada? Pero volvería a casa,
claro que volvería. Y Marieta… Marieta también volvería,
volvería a las siete y cenaríamos el asado y quizá hasta
intentaba arreglar el toldo. Seguí recorriendo el pasillo de
los congelados pensando en qué estaría haciendo ella.
Sabía que no debía llamarla, ese día no. Fui más sutil
y le reenvié un mail sobre la inspección anual de la caldera esperando que me contestara que eso lo llevaba yo,
o que vaya precio, cualquier cosa. Además, así mostraba
que me preocupaba por el futuro de nuestro piso. Recargué el correo entrante cada diez minutos.
Llevaba años comiendo el menú del día de una tasca
argentina que hay en la misma acera del supermercado,
pero una especie de imán me atrajo ese día al piso. Al
girar la llave tuve claro que esa noche no quería entrar
antes que Marieta: la esperaría en el portal, haría como
que acababa de llegar. El sonido de la cerradura sonó
ronco y produjo un eco que pareció durar siglos.
—¿Marieta? —pregunté apoyando la mano en el dintel,
como si así escuchara mejor.
Durante un instante deseé encontrármela allí, en la
cocina, con su falda estampada y su pelo ya suelto,
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abriendo el frigorífico para echar mano del asado que
sobró. No había nadie, claro, y ni siquiera me apeteció
comer carne: tardé una eternidad en acabar un yogur
desnatado mientras observaba por la ventana de la cocina el banco de madera apolillada en el que Marieta y
yo nos estuvimos besando durante horas el día que nos
entregaban las llaves del piso.
Ella salía de trabajar a las cinco. Llegué unos minutos
antes con dos expresos en las manos y allí estuve, esperando intranquilo frente a la puerta del edificio hasta que
el café ya estaba frío. Entonces recordé que era jueves y
Marieta tenía taller de teatro. Fui directo a la sala donde
ensayaban y esperé dentro del coche.
Una hora después, Marieta salió del local riendo junto a un grupo de personas, todos más jóvenes. Llevaba
años sin verla reír así. Miró la hora un par de veces, se
puso un casco y subió a una moto enorme con un chico veinte años menor que ella. Cuando le agarro por la
cintura, me encogí en mi asiento, como si así evitara que
ella viera nuestro Seat León aparcado. Los dos desaparecieron haciendo ruido por el fondo de la calle. No sé
cuánto rato me quedé ahí agachado, con el cinturón de
seguridad estrujando mi cuello, las rodillas sobre el volante y apretando los labios para no decir nada.
Volví a nuestro barrio y me senté en el banco de madera. La farola no funcionaba, parecía como si expulsara
luz negra sobre mi cabeza. Observé en la penumbra la
fachada de ladrillo visto, las persianas a medio echar y el
toldo igual de roto que por la mañana. Por un momento
me pareció ver una luz dentro de la cocina, un espejismo violáceo que desapareció en un parpadeo. Ahí me
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quedé, a saber cuántas horas, esperando a que Marieta
entrara de una vez al portal y yo la siguiera para abrazarla por detrás y susurrarle que el contrato ya había
expirado y quedaba asado en el frigorífico.
Parte 2: Marieta
Me había pasado toda la cena, desde los aperitivos a
los postres, pensando en el condenado contrato. Apenas probé el asado, sentía una telaraña en la boca del
estómago que no dejaba entrar nada. ¿Se acordaría Saúl?
Habían pasado muchos años, estaba convencida de que
ni siquiera sabía dónde guardábamos aquella servilleta.
Mientras él metía los platos en el lavavajillas, me acerqué
al mueble del salón y estuve a punto de hacer trizas el
papel sobre la taza del váter. Creo que no lo hice porque
quería saber si él se acordaba de aquello o no.
Cuando a veces leía a escondidas aquel contrato, me
imaginaba dónde iría el día siguiente, el día que no volviera a mi casa ni a mi trabajo ni a mi marido, el día que,
a mis cincuenta y un años, me fuera con Juanjo, Kitty y
los demás a hacer teatro por Argentina o México. Pero
cómo me iba a ir a ningún sitio si yo quería a Saúl, qué
tontería. Y bueno, sí, Saúl tiene sus cosas, pero ¿para qué
dejarle? ¿Para cambiar la rutina del periódico por la mañana o el aperitivo de los domingos? Pues haríamos rodaballo, no era difícil romper la rutina. Estuve a punto de
comentárselo a Saúl cuando se estaba poniendo el pijama.
—Qué bueno estaba el tiramisú —dijo mullendo la
almohada.
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—Buenísimo —contesté.
—Veinticinco años, es que ni me lo creo.
Contuve la respiración unos segundos, buscando algo
con lo que cambiar de tema.
—¿Te acuerdas de la servilleta? —dijo como de broma—. ¿La del contrato?
Contesté que claro que la recordaba y fui a por ella al
salón, como si no me importara. La volvimos a leer y nos
reímos como cuando la escribimos, veinticuatro años antes. Luego Saúl apagó su lámpara y me tocó el muslo.
Deseé que se quedara ahí un rato largo, que apretara
un poco con las uñas y se girara hacia mí, pero quitó
la mano y se durmió al momento. Comencé a pasar las
páginas sin leer una sola línea, recordando el día que
lo firmamos. Menuda época aquella. Sobrevivimos a la
movida y el punk; desde luego, queríamos cambiar el
mundo pero el mundo nos propuso dos contratos indefinidos y un piso en Argüelles y qué íbamos a hacer.
Mientras desayunaba a la mañana siguiente, miré a
Saúl como si lo viera por primera y última vez. No había
envejecido mal, apenas tenía barriga y su pelo era igual
de cano desde los treinta y ocho. Le daba un toque
intelectual pero Saúl era de todo menos eso. Sí, en la
facultad hacíamos aquello de leer a Engels y a Proust y
llenar domingos enteros con maratones de Truffaut, pero
era la época, supongo. Luego vino Rafa, y Rafa me tocó
a mí, por mucho que Saúl diga que le cambiaba algún
pañal. Rafa me tocó a mí, a mi vientre descolgado y a
mi necesidad de saber que estaba bien cuando se iba
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a montar en bici o cuando empezó a salir con chicas.
Pero en ese momento, en el momento de releer el contrato, Rafa ya había acabado una ingeniería en Salamanca, tenía una empresa de software o algo así y solo me
preocupaba que se afeitara bien en lugar de dejarse esa
perilla despoblada.
Cuando entré en la boca del metro, me giré y vi que
Saúl se quedaba un rato apoyado en el coche, mirando
la fachada de nuestro piso. Yo también lo hice y vi que
dos gorriones estaban comiéndose los geranios de la jardinera que había en la terraza. De buena gana me habría
quedado un rato con él mirando el toldo roto y las persianas a medio bajar, pero ya llegaba tarde a la oficina.
Trabajaba en un bufete especializado en negligencias sanitarias. A Saúl nunca le mentí, pero tampoco le dije que
nuestros clientes no eran los pacientes sino los médicos.
Pagaban mejor y más rápido. Y casi siempre ganábamos.
Esa mañana tenía que argumentar la defensa de un
cliente, un cirujano al que denunciaban por poner seis
tornillos en la rodilla equivocada. A esas alturas ya no
me sorprendía nada, pero me llevé la mano a la rodilla
al mirar la radiografía con seis líneas negras cruzando de
un lado a otro los huesos sanos. No era un caso difícil
de defender, casi siempre hay resquicios legales que dan
la razón al médico, pero ese día recordé el bufete de
abogados que Saúl y yo quisimos montar al casarnos y
comencé a redactar la defensa con muy poco empeño.
A las doce me llegó un correo de Saúl, un reenvío de
no sé qué de la caldera. En veinticinco años siempre se
había encargado él de la caldera y ahora me enviaba
esa información. Releí el correo una y otra vez: yo no
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sabría encargarme de la caldera. Sé que no tenía motivos
objetivos y no debí hacerlo por respeto al contrato, pero
salí de la oficina directa a la tasca argentina donde Saúl
almorzaba desde hacía años. No había rastro de él. Pedí
unas natillas con galleta y me las comí despacio, pensando en aquellas cláusulas que me sabía de memoria.
Igual Saúl llevaba tiempo esperando ese día, igual no
volvía a casa y yo no podría pedirle explicaciones. Pero
estábamos bien y teníamos más de cincuenta años. Luego miré las fotos de Buenos Aires que había en la pared
y pensé en la posibilidad de ser yo la que no volviera a
casa. Volví a imaginar decenas de vidas distintas, distintas de verdad.
Me fui directa al taller de teatro e intenté desconectar
haciendo de pastelera histérica en el ensayo de la obra,
pero todo el rato olvidaba el texto. Miré el reloj: Saúl ya
debería haber llegado a casa. Juanjo se ofreció a llevarme
en moto y al llegar al barrio estuvimos un rato hablando
de las rutinas de pareja. No comenté nada del contrato,
claro, ni siquiera cuando él me contó que llevaba diez
años viviendo con su novio italiano y que no lo dejaban
por el lío que suponía.
—Es que imagínate —dijo—, imagínate los gritos, por
qué me dejas, qué te he hecho yo. Un horror.
Eso era porque no tenían contrato, claro. Cuando se
fue, miré la fachada y pensé en si ese sería el último
día que vería a Saúl. Qué tontería, Saúl estaría dentro,
aunque desde la calle no se veía ninguna luz saliendo de
las ventanas. Entré al portal tiritando de frío y subí las
escaleras muy despacio, esperando que él me abrazara
por detrás y susurrara que el contrato había expirado y
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que podríamos cenar asado. Al abrir la puerta, un eco
oscuro y sucio sonó por todo el pasillo. Entré a tientas y
desde el quicio traté de escuchar algo.
—¿Saúl? —grité.
No había nadie. Abrí la puerta del frigorífico y la cocina se iluminó un poco. El asado estaba intacto. Me
acerqué a la ventana y miré la zona sombría en la que
estaba nuestro banco de madera carcomida. La farola estaba rota y no se veía casi nada. Yo tampoco encendí la
luz: quería escuchar a oscuras las llaves de Saúl cuando
abriera la puerta.
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Control policial
Alberto Carreño Carrascosa
FINALISTA RELATO JOVEN
ALBERTO CARREÑO CARRASCOSA (Madrid, 1982)
Nací en Madrid en 1982. Nada más salir del hospital me
condujeron a Vallecas, donde siempre he vivido. Estudié Ingeniería Técnica en Informática de Sistemas en la UPM. Informática y literatura, dos extrañas compañeras de viaje que
nunca sabré hasta qué punto me influye la primera en la segunda. Me declaro lector tardío y escritor más tardío aún. Mis
primeros textos de ficción se empezaron a fraguar pasados
los veinte años. La escritura era para mí una suerte de terapia
para canalizar ciertas controversias con mi mundo, hasta que
se convirtió en un bonito juego en el que empecé a alterar
ciertos elementos, a distorsionarlos de manera que el resultado final comenzó a divertirme. Siempre he escrito relato corto,
con el que me siento cómodo y sobre todo disfruto. La mayoría de ellos los englobaría dentro del surrealismo, entendiendo por ello (y prescindiendo de corrientes que lleven este
nombre a las que no sé si pertenezco) situaciones de la vida
cotidiana que se convierten en extremas o absurdas. Control
policial es una muestra perfecta. En mis textos ahondo sobre
el comportamiento humano, que cada vez comprendo menos.
Seres capaces de acciones maravillosas y de actos viles. Lanzo
preguntas y me recreo con las situaciones buscando casi siempre transmitir que la vida es una cosa seria, pero conviene no
tomársela demasiado en serio.
En diciembre de 2013 publiqué un libro titulado Méli-mélo
con diecinueve relatos, cinco de ellos premiados en distintos
concursos literarios.
El Fungible supone mi décimo relato premiado, entre los que
destacan Otro pidiendo, ganador en el VI Certamen de relato
breve La Fénix Troyana (2015, Chelva, Valencia); El café, ganador del VIII Concurso literario El Laurel (2013, Sant Feliu de
Llobregat, Barcelona) y Perro malo, ganador en el XIV Concurso de narraciones cortas Villa de Fuente Álamo (2010, Murcia).
Coche blanco, doce años de antigüedad, estado del
vehículo en malas condiciones y conductor joven con un
amigo de similar condición. El policía más viejo ordena
al novato, inexperto en estos menesteres, que ordene el
alto al coche. Obedece sonriendo, presagiando la imposición de su primera multa por positivo. El conductor del
vehículo, de veintiún años, no se extraña de que los paren, cumplen todas las condiciones para que así sea. Lo
comenta con su amigo, quien va de copiloto. El coche se
detiene donde le indica el policía joven. Ambas miradas,
la del conductor y la del policía joven, se quedan en conexión durante unos segundos que se les hacen eternos
a ambos. El policía mayor se acerca al coche y ordena
al conductor mediante gestos que baje la ventanilla para
después informarlo sobre el control de alcoholemia al
que se ha de someter. El policía joven no se mueve de lo
que presume la salida natural del coche en caso de escapatoria, sin dejar de apoyar la mano derecha en la culata
de su arma reglamentaria, la cual no ha utilizado todavía en su corta carrera. El conductor entrega al policía
mayor la documentación requerida por éste, diligencia
previa al control en sí. El policía revisa minuciosamente
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la documentación, está decidido a no dejar pasar ninguna anomalía en caso de que la hubiese, quiere dar buen
ejemplo al novato. Tras varios minutos revisando todo lo
necesario, le devuelve la documentación al conductor sin
objetarle nada. Todo correcto. Después dirige la mirada
al policía joven, que no ha variado su posición de custodia, y le ordena que proceda a la prueba de alcoholemia.
Durante toda la noche ha estado realizándolas el policía
viejo, y ahora le toca al joven, quien se dirige decidido
al conductor, que sopla enérgicamente y de una sola vez
siguiendo las indicaciones del policía joven. Cuando éste
comprueba el resultado, no puede dar crédito: 0,0. Ambos policías intercambian una breve mirada, y el policía
mayor le hace un gesto apenas perceptible al joven que
parece entender. Vuelve a explicarle el procedimiento al
conductor y le insta a que repita la prueba. El resultado
es el mismo. El policía mayor no se lo cree, en los veinte controles que han realizado aquella noche todos han
dado positivo. Para corroborar que no es producto de su
imaginación mira la fila de los veinte coches inmovilizados por él mismo en aquella carretera secundaria, ubicados en un apartadero de tierra blanca y guijarros. Decide
tomar los mandos en el tercer intento apartando de un
leve empujón al policía joven, quien mira con odio al
conductor. Después de soplar y volver a dar negativo, el
policía mayor pregunta al conductor si ha bebido y éste
responde que no. El policía mayor ordena al conductor
que se baje del coche y lo siga al furgón donde están
dos policías más: un hombre y una mujer. El amigo se
queda sentado en el asiento del copiloto a indicación del
policía mayor. Dentro de la furgoneta, el policía mayor
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hace sentarse al conductor en un taburete y comenta lo
sucedido con los compañeros. El conductor no entiende
qué sucede y empieza a ponerse nervioso. Sabe que no
ha cometido ninguna infracción: lleva todos los papeles
en regla y no ha bebido una gota de alcohol, por eso se
pregunta qué hace allí dentro. La mujer le pide que realice otra prueba, esta vez con un alcoholímetro distinto
que le entrega ella misma. El resultado vuelve a ser el
mismo: 0,0. Los policías se miran entre sí sin decir ni
una palabra. La mujer policía se agacha y de pronto saca
de una nevera portátil un botellín de cerveza que deja
encima en la mesa. Acto seguido, de un cajón, saca un
papel verde que deja junto al botellín. El conductor mira
a la mujer asustado, por la cabeza se le pasan varias explicaciones posibles que no quiere dar por certeras. Sin
esperarlo, escucha decir a la mujer:
—Enhorabuena.
—¿Perdón? —contesta el conductor asustado.
—He dicho que enhorabuena —vuelve a decir la
mujer.
—¿Por qué?
—Eres el primero de la noche que no da positivo.
El conductor, lejos de saber si la actitud de la mujer
es hostil o no, se limita a sonreír tímidamente y a decir:
—Gracias.
—No, gracias a ti —continúa la mujer—. Has roto la
monotonía de la noche.
—Entonces, ¿me puedo ir ya?
—Antes bébete esta cerveza.
El conductor, ante la invitación de la mujer, abre los
ojos como platos expresando su sorpresa.
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—¡No seas tímido! —le dice la mujer animosamente, a
lo que el conductor responde:
—Es que yo no bebo…
La mujer, incrédula, mira al policía mayor y le dice:
—¡No bebe! ¡Dice que no bebe! —Después, mirando
al chico, continúa—: ¡Todos los conductores beben! Y
más los de tu edad.
—Pero —continúa el conductor— yo no quiero que
me pase nada con el coche por ir borracho. Además, me
pueden parar en otro control.
—¡No digas tonterías! —grita la mujer levantándose
y asustando al conductor—. Por una cerveza no te va a
pasar nada. Además, estás rechazando una cortesía de
nuestra parte. ¿Crees que hacemos esto con todo el mundo? Solamente intentamos ser amables contigo y tú te
resistes. ¡Te estás ganando un arresto por desobediencia
a la autoridad!
—Calma, calma —interviene el policía mayor—. No
creo que sea necesario llegar a este punto. Creo que
nuestro amigo ya ha entendido que esto es un acto de
amistad, ¿verdad?
El chico, asustado, asiente sin decir ni una palabra. El
policía mayor le acerca el botellín a la mano y el conductor, finalmente, le pega un trago. El burbujeo helado
le cosquillea la garganta y le deja un regusto amargo
desagradable en el paladar. No ha mentido al decir que
no bebe nunca, no le gusta el alcohol y en especial la
cerveza le resulta bastante repulsiva. Los dos hombres
y la mujer toman un botellín y brindan con él. El ritmo
al que beben es mayor del que el conductor se puede
permitir.
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—Bebe —le dice la mujer de vez en cuando—. Todo.
Una vez acabado el botellín, y algo mareado, el conductor lo deja sobre la mesa.
—¿Has visto? —continúa la mujer—. No te has muerto.
Y una cosa respecto a lo que has preguntado sobre los
demás controles: si te paran en algún control de alcoholemia y te piden realizar la prueba, enséñales esto. —La
mujer le acerca el papel verde que hay sobre la mesa—.
Es un permiso para poder ingerir alcohol y conducir. Solamente tiene validez para el día de hoy. Es un premio a
los conductores responsables como tú. Y ahora, después
de este agradable rato, nosotros debemos volver a trabajar. Ya te puedes marchar.
El conductor sale del furgón dando tumbos. Antes de
entrar al coche vuelve a cruzar su mirada con la del
policía joven, sólo que en esta ocasión el conductor no
es capaz de mantenerla más de dos segundos. El policía
joven, al verlo ebrio, corre hacia él y le dice:
—¡Eh! ¡Alto! Tú has bebido, ¡ya lo sabía!
Antes de que el conductor pueda decir nada, el policía
viejo se acerca y le dice al policía joven:
—Déjalo marchar.
—¡Pero si está bebido! —contesta el policía joven.
—¡Es una orden! —responde el policía viejo.
El conductor entra en el coche y su amigo lo mira
sorprendido. Nunca lo ha visto borracho, y aunque él sí
lo está, reconoce al conductor mucho más borracho que
él. El conductor arranca y salen de allí. Por el camino le
relata a su amigo lo que ha sucedido. El amigo le dice al
conductor que no cree nada de lo que le cuenta. Tras dieciséis minutos de trayecto y dos carreteras secundarias
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distintas, se encuentran con otro control. Un policía
de aspecto afable le da el alto y le informa: un control
rutinario de estupefacientes. Aunque está aturdido, el
conductor es capaz de mantener la mirada fija y prestar
atención a lo que dice el policía afable, quien se dirige a
otro policía más joven que está a su lado. El conductor,
alertado por la familiaridad de la cara del policía joven,
reconoce en ella al policía joven del anterior control.
Rápidamente con la mirada busca el cartón verde que ha
dejado en la guantera y se tranquiliza. El policía afable
los hace salir del coche. El conductor y el policía joven
se miran, pero ninguno dice nada.
—Vamos a proceder al registro del vehículo —dice el
policía afable—. ¿Llevan algún tipo de estupefaciente?
—No, no llevamos nada—, acierta a decir con una
dicción defectuosa que delata su estado de embriaguez.
—¿Seguro? ¡Todos los chicos de vuestra edad llevan
drogas! —continúa el policía afable, siempre en tono
muy suave—. Además, no creo que solamente hayáis
bebido, también habréis tomado algo más, ¿no?
—Tengo en el coche un papel que… —dice el conductor presa del pánico mientras hace amago de ir hacia
el coche a buscar el papel verde, momento en el que el
policía afable le bloquea el paso con la porra a modo de
barrera.
—No, no, no —dice el policía sin dejar acabar la frase
al conductor—, no quiero papeles. Ya buscamos nosotros las drogas.
Los dos policías, el afable y el joven, vacían cada estancia del coche: guantera, puertas, maletero, sacan los
asientos, abren el motor, miran debajo del coche, debajo
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del volante… Tras media hora de registro, el policía afable, contrariado, le dice al joven:
—Inaudito, es la primera vez que sucede esto. Tú —ya
mirando al conductor—, vente al furgón.
Dentro del furgón, una mujer que el conductor juraría
que es la misma que había en el anterior furgón lo saluda.
—Éste está limpio —dice el policía afable.
—¿En serio? —contesta la mujer—. Enhorabuena chico
—dice esta vez mirando al conductor—, eres el primero
de la noche. ¿Ves toda esa fila?
—Sí, la veo —contesta el joven, que todavía tiene síntomas de embriaguez.
—Todos con drogas. Y tú sin nada. Bueno, algo borracho, pero ahora no toca eso, te has librado. Pero mira
que eres raro, beber y no llevar drogas… ¿te las has tomado todas?
—No he tomado nada… ni he bebido tampoco. Bueno sí, pero…
—¡Ja ja ja ja! —ríe la mujer—. Tranquilo hombre, que
no tenemos tampoco test para estupefacientes, sólo hacemos registros. Anda, toma —continúa mientras deja
una bolsa transparente con algo blanco encima de la
mesa del furgón—, te lo has ganado.
—¿Qué es esto? —pregunta el conductor aturdido.
—¿Qué va a ser? ¡Coca! No te hagas el nuevo conmigo
y celébralo con nosotros.
El conductor, horrorizado, observa cómo la mujer dispone una serie de rayas sobre la mesa.
—La acabamos de incautar a unos narcos que están
camino de la comisaría —dice el policía afable. ¡Te lo has
ganado por ir limpio!
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El conductor, aterrado, imita a los policías copiando el
procedimiento para tomar la sustancia.
—Y el resto para ti, ¡de regalo! —le dice la mujer, ahora exultante—. Y toma este papel rojo. Es un documento
por si te paran en el día de hoy en otro control de estupefacientes. Tú se lo enseñas y ellos ya sabrán.
El conductor sale de la furgoneta dando tumbos, con
la bolsa de coca y experimentando una mezcla de euforia y optimismo. El policía joven, al verlo con la bolsa en
la mano, grita al policía afable:
—¡Lleva algo!
—Déjalo marchar, se la hemos dado nosotros —le
dice el policía afable.
Incrédulo y con gesto colérico, el policía joven mira al
conductor meterse en el coche, que ya ha sido rearmado
por su amigo.
El conductor, con rumbo errante, no es capaz de recordar el lugar adonde se dirigían su amigo y él. Pese a
las indicaciones de aquél, continúa avanzando arbitrariamente incurriendo en diversos delitos debido a los efectos del alcohol y la coca. En un cruce de carreteras vislumbran una figura lejana. Ambos, antes de que puedan
verla, saben que se va a tratar de un policía dándoles el
alto. Maldicen su mala suerte, pues temen que el alcohol
y las drogas ingeridos por el conductor y la bolsa de
coca los metan en un problema. Los papeles de colores,
piensa el conductor, no debe olvidarlos.
—Documentación —dice el policía. El conductor la busca, y cuando por fin se la entrega, repara en que quien se
la ha pedido es el policía joven, que le dirige una mirada
dura—. ¿No iba un poco deprisa? —le pregunta socarrón.
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—Quizá…, no sé, no recuerdo —contesta el conductor, confuso.
—Un compañero mío me ha dado el aviso, el radar ha
detectado una velocidad inadecuada.
Estando en éstas, una mujer policía que el conductor
aseguraría con total certeza que es la misma de las dos
veces anteriores se acerca al policía joven y le dice:
—Falsa alarma, me confirma el compañero del radar
que el medidor está mal calibrado. Además, ya hemos
cazado a bastantes por hoy. —Dirigiéndose ahora al conductor le dice—: Disculpe el malentendido. Tenga este
papel gris, es un permiso para los conductores que se
comportan de manera ejemplar y respetan las señales.
Hoy podrá correr todo lo que quiera.
—¿Cómo que mal calibrado? —pregunta indignado el
policía joven.
—¿No estará cuestionando mis órdenes? —pregunta la
mujer enfadada al policía joven.
—No, yo… —balbucea el policía joven antes de ser
interrumpido por la mujer.
—Y ahora —dice dirigiéndose al conductor—, quiero
ver cómo esas ruedas echan humo y se va celebrando
su libertad.
El conductor, deseando salir de allí, acelera exprimiendo su viejo coche tanto como nunca lo ha hecho.
—¡Así, así! —lo despide la mujer celebrándolo con botes de alegría.
A punto están de estrellarse un par de veces, el cóctel
de alcohol, drogas y velocidad no invita al amigo al optimismo, quien le dice al conductor:
—¡Afloja, por favor!
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—Es que si no les hago caso me pararán otra vez —repite el conductor frenético y temeroso a la vez.
Sigue como un loco sin saber a dónde va. Después de
veinte kilómetros, y todavía enajenado, da un fuerte frenazo al ver a una persona en mitad de la carretera. Tras
arrollarla, sale despedida muchos metros. Ya el coche
detenido, el conductor contempla el cuerpo sin soltar
las manos del volante durante unos segundos. Su amigo,
también en shock, no se atreve a decir ni una palabra.
En silencio, ambos salen del coche y se acercan al cuerpo, que yace inerte. Cuando le dan la vuelta no pueden
reprimir el susto: es el policía joven.
—¡No puede ser, es una pesadilla! —dice el conductor.
—¿Qué hacemos? —pregunta el amigo.
—No podemos dejarlo aquí. Metámoslo al maletero.
—¿Estás loco?
—¿Se te ocurre algo mejor?
Resignado, el amigo accede y coge por los pies al policía joven. Cuando el conductor lo coge por los brazos,
el policía joven les dice con un hilo de voz:
—Para esto no hay papeles de colores, están multados.
Nada más escuchar las palabras, asustados, sueltan el
cuerpo. El policía joven prosigue:
—Yo sólo quería poner una multa, una mísera multa,
pero no me habéis dejado. De esta no os libráis, no…
El policía joven deja de hablar y cierra los ojos.
—¿Se ha muerto? —pregunta el amigo, asustado.
—No lo sé, pero al maletero con él.
Una vez escondido el cuerpo, reparan en que no hay
nadie más. Un coche de policía, previsiblemente el del
policía joven, está a un lado de la carretera, vacío. De
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pronto ven venir otro coche y una furgoneta. De la furgoneta baja una mujer que sin lugar a dudas es la misma
de las tres veces anteriores. Les da las buenas noches y
les pregunta:
—¿Qué hacen aquí parados?
Tras un cruce de miradas entre el conductor y su amigo, finalmente responde el primero, poco convencido:
—Tomar el aire…
—¿No habrán visto a mi compañero por casualidad?
Ahí está su coche —dice la mujer.
—No… la verdad, no —contesta el conductor.
Les pide la documentación, y tras comprobar que todo
está correcto, les da permiso para marchar. Ya montados
en el coche, la mujer les da el alto:
—¡Un momento!
Sudores fríos recorren sus espaldas. Ella continúa:
—Si por casualidad se encuentran con otro control y
los agentes les hacen abrir el maletero y encuentran a alguien dentro, vivo o muerto, les enseñan este documento de color amarillo. —Se lo entrega—. Sólo tiene validez
para el día de hoy, así que dense prisa y desháganse del
cuerpo. Buenas noches.
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