! EL TIEMPO INADVERTIDO DE ÓSCAR HERNÁNDEZ ! ! Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam ! El tiempo inadvertido ! Las luces de los coches que adelantaba atravesaban los espejos retrovisores como si fueran estrellas fugaces, proyectando un rectángulo de claridad sobre su rostro, cual antifaz de luz que se deslizaba hacia su pecho, justo sobre el costado del corazón, conforme el coche quedaba atrás, rezagado en la lengua de asfalto. Sus ojos saltaban nerviosos de los espejos al navegador, de este al reloj, de aquel al indicador de velocidad, y así vuelta a empezar, en un baile frenético, una lucha perdida contra las leyes de la física. Por mucho que quisiera acelerar, violentando incluso las normas de tráfico y los límites de velocidad; por muchos atajos que tomara, exprimiendo al máximo las capacidades estratégicas del navegador, había una ley que no podía romper. Una ley vieja, sempiterna, que los antiguos escribieron sobre tablillas indelebles y que la ciencia transformó en una fórmula universal: el tiempo es igual a la distancia dividida entre la velocidad. La reunión, como todas, no había sido sencilla. Los intereses de unos y otros se erigen en fortalezas que hay que asediar y conquistar con titánicos esfuerzos. Lo sabía, y era consciente de que terminar con un buen trato y llegar a casa a tiempo era poco menos que una quimera. Aun así tenía que intentarlo. Miró de nuevo el reloj. Los minutos parecían acelerarse al ritmo que lo hacía su coche. Se le antojó que cuanto más pisaba el acelerador, más rápido transcurría el tiempo. Y siempre en su contra. Estaba acostumbrado a batallar contra Cronos. Siendo abogado, los plazos eran los alfiles que tenía que batir antes de enfrentarse a la realeza. Y tenía práctica. Su instinto era legendario y su encanto natural ayudaba a solucionar entuertos. Sin embargo, práctica, instinto y encanto devenían al mismo tiempo las testas del cancerbero de su exitosa profesión. Y por eso se maldecía. Era un abogado de éxito, sí, pero a costa de vender su tiempo a la causa. A las múltiples causas que llenaban su apretada agenda y que su asistente-pasante-secretaria se empeñaba en casar para que él, Mario Estévez de Illana, pudiera acudir a cuantos más pleitos, reuniones y vistas mejor. Sus primeros años habían sido duros, aunque a decir verdad, todos los años que llevaba La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !2 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam ejerciendo -ya más de quince- habían sido duros. La diferencia estribaba en que al principio se deslomaba a cambio de casi nada y en la actualidad tenía unos honorarios que no muchos clientes podían permitirse. Hacía ya tiempo que había decidido que si alguien quería sus servicios tendría que pagarlos a precio de oro. Su eficacia en los juzgados y en los pasillos -donde ganaba la mayoría de los casos que llevaba- le habían granjeado una merecida fama que empujaba su caché hacia arriba, como la espuma del champán que gustaba saborear cada vez que cerraba un buen trato o los tribunales fallaban a su favor. Porque era a su favor hacia donde fallaban los jueces, y no necesariamente a favor de la reclamación de sus clientes. Lo había visto meridianamente claro años atrás. El mismo caso llevado por un abogado o por otro, ante el mismo tribunal, podía terminar de dos formas diferentes: a favor o en contra. Él quería que fuese a su favor, porque si ganaba su cliente, ganaba su bolsillo. Era una cuestión de saber hablar, de saber escribir y de saber convencer. Y él tenía esas tres habilidades. También tenía defectos, claro está. No lo era su elegancia, su don de gentes, su atractivo o su cultura, sino su ambición El anhelo de ganar más y más lo había llevado a aceptar casos de excepcional dificultad que, pese a haberlos ganado, le habían robado horas, días, semanas de su tiempo, de su vida. Conducía muy por encima del límite de velocidad. La carretera era buena; había poco tráfico; el tiempo era fresco pero no invernal, y seco. La visibilidad era buena pese a que la noche se había apoderado completamente del cielo. Sus ojos volvieron a posarse en el reloj. No iba a llegar. Quizá lo lograra para las uvas, aunque no estaba seguro; dependía del tráfico que hubiera a la entrada de la ciudad. Su estómago rugió. Sólo entonces recordó que no había probado bocado desde antes de la reunión. Y decir bocado es una hipérbole porque un café con leche de máquina y una galleta reseca no son gran cosa. Pensaba en los otros abogados, quienes satisfechos tras el acuerdo, estarían tomando unas copas antes de ir a sus casas con sus familias mientras él, contrariamente a la costumbre y a su costumbre, en vez de quedarse a contar chistes verdes y chismes de juzgado con sus hasta hacía unos minutos adversarios pero que tras estampar unas firmas devenían colegas y admiradores, había tenido que disculparse y salir corriendo hacia el aparcamiento para montar de un salto en su coche de alta gama, y conducir como un fugitivo hacia su casa. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !3 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam Nunca, repito, nunca renunciaba a las comodidades y extras que sus servicios conllevaban. Es decir, alojamiento y dietas. En otras palabras: si alguien lo contrataba y eso suponía un desplazamiento geográfico, exigía avión, AVE, hotel de al menos cuatro estrellas y pensión completa. Alguien podría argumentar que eran prebendas excesivas pero es que él, Mario Estévez de Illana, se dejaba la piel en cada caso. Y además, los ganaba. Resultaba un deleite para los versados en leyes escucharle argumentar ante los jueces que, arrebujados en sus vetustas togas, acababan desplazando su mirada de los papeles que se amontonaban sobre sus escribanías -legajos, sentencias y denuncias- hasta el amable rostro del letrado, cuyo argumentario parecía un recital de poesía. Porque era un trovador, un hechicero, un flautista cuyo verbo enredaba a quien lo escuchara hasta convencerle de la inocencia de su defendido, del mejor derecho de su representado o de la culpabilidad o aviesos intereses de la parte contraria. Y así, por arte de birlibirloque, los derechos de sus clientes eran restituidos o sus defendidos resultaban absueltos. Después, en un buen restaurante, se brindaba, se bebía y si su agenda se lo permitía, retornaba a su casa. Pero si no era posible, se acomodaba en un buen hotel hasta la mañana siguiente, como un señor. Sin embargo aquel día era Nochevieja. La reunión se había pospuesto por razones de agenda de la parte contraria hasta las cinco de la tarde y como no había hora límite para terminar una negociación de aquellas características -un divorcio con varios millones de euros en juego- no fue posible reservar avión o tren para regresar. Cualquier otro día habría llenado la bañera de hidromasaje del baño del hotel y se habría sumergido en agua muy caliente escuchando un disco de grandes éxitos de U2 y bebiendo una buena copa de whisky escocés de doce años. Pero era el último día del año. Y tenía que volver a casa. ! Mientras devoraba kilómetros, pensaba en lo que le esperaba al final del camino. El chalet estaría lleno de gente. A ver: Laura, su mujer, claro; Pilar y Eugenio, sus suegros; María y Luis, sus padres; Elena, Carlos, Pedro y Estefanía, hermanos y cuñados por parte de su esposa; Ana, Leo, Juli, Paco, Fernando y Néstor, hermanos y cuñados por su parte; y los críos: Elenita, María Luisa, Genaro, Fran, Paula, Luna y la benjamina hasta la fecha, Gisela. También estarían los dos perros de sus padres, Koko y Zeus, y sus dos gatos, Nino y Lulú. Se aflojó la corbata. Repasar mentalmente los nombres de todos los que estarían esperándolo La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !4 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam le resultó incómodo. De repente pensó que una bañera spa, U2 y un whisky le atraían mucho más que el bullicio familiar. Con Nochebuena y Navidad había tenido bastante. Sin embargo ellos eran más que una familia: eran un clan. Tendría que llegar y sin siquiera tiempo para cambiarse, empezar a repartir besos, regalos y explicaciones. Sus padres se interesarían exageradamente por él y Laura pondría esa cara tan particular de me alegro de verte pero siempre llegas tarde. Porque Laura siempre, siempre, siempre se quejaba de sus retrasos. Él se lo había explicado un millón de veces. Ella decía entenderlo, ser consciente de los pros y los contras que tenía ser un abogado de prestigio y sin embargo, cada vez que no podía acudir a un cumpleaños, a una comida familiar, a una boda, bautizo, comunión o a cualquier otro evento familiar, ponía esa cara tan peculiar como inconfundible que precedía a una regañina en el dormitorio. Casi podía anticiparse a los reproches de su mujer. Ella diría... Un bocinazo penetró por el cristal y lo atravesó como si de un rayo se tratara. Sus manos, relajadas, se tensaron y aferraron con fuerza el volante. Sintió todo su cuerpo endurecerse, bañado en adrenalina. Un haz de luz lo adelantó como un cohete y apenas distinguió una sombra que gesticulaba desde el otro vehículo. Corrigió la trayectoria. Se había ido un poco hacia la izquierda, absorto en sus pensamientos, y había invadido unos centímetros del otro carril. Sacudió la cabeza. Estaba cansado. Y hambriento. Y sediento. Miró a su lado. Su bandolera estaba allí, en el asiento del acompañante. Estiró el brazo. Estaba casi seguro de que tenía un botellín de agua. Cierto. No estaba fresca pero calmaría su sed igualmente. Y engañaría al hambre. Bebía cuando sonó el teléfono. Tiene una nueva llamada de... Laura. Diga descolgar o rechazar, le dijo la metálica voz del sistema manos libres que utilizaba en el coche. Por un instante barajó la idea de rechazar la llamada. Fue sólo una idea fugaz, como la luz de los coches que pasaban en dirección opuesta al otro lado de la autopista, tras los angustiados setos de la mediana. Descolgar, ordenó finalmente, tras otro trago. La voz de Laura sonó fuerte, redonda, como si estuviera sentada a su lado. Hola, cariño. ¿Te falta mucho? Mario respiró profundamente y carraspeó antes de responder. Sus ojos saltaron nerviosos de la carretera al reloj y de este al navegador. Mientras seguía durante un segundo la línea azul que marcaba el recorrido que tenía por delante hasta su casa, dijo hola. Todavía un buen rato, gatita, añadió respondiendo a la pregunta de su esposa con una palabra cariñosa que esperaba conjuraría los nervios de ella. Empezad a cenar sin mí, añadió. Creo que llegaré para las uvas. ¿No podías haber salido más pronto?, protestó Laura. El tono de reproche irritó a Mario, que por un momento La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !5 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam se despistó de la conducción y tuvo que corregir en un segundo la trayectoria. Era una reunión muy importante. Se ha arreglado todo y he ganado un pastizal. Me he marchado cuando he podido, explicó como si dictara instrucciones a su secretaria, tratando de mantener la calma. Bueno, tú no corras, que enseguida sobrepasas los límites. Pero no te pares por ahí. A ver si llegas a los postres. ¡Laura!, protestó por fin. Si no corro no llegaré ni siquiera para las uvas. Bueno, yo sólo me preocupo por ti, cariño, replicó ella. De fondo se escuchaba bastante jaleo en la casa. Voces de adultos, risas de niños, algún ladrido. Me estás distrayendo, Laura. Te cuelgo. Su esposa no tuvo tiempo de responder. Con un movimiento enérgico y fugaz, Mario pulsó el botón del dispositivo telefónico y cortó la comunicación. Sin volver al volante, su mano se dirigió a la radio. Puso las noticias. El coche se llenó de voces, de algarabía. Un periodista retransmitía el ambiente que ya empezaba a colmar la Puerta del Sol y el estruendo de voces, pitidos, matasuegras, risas, bravos, y felicitaciones hicieron que Mario pulsara el botón de nuevo para repeler aquella ruidosa invasión y recobrar el silencio. ! Empezó a sentir la pierna derecha entumecida. No podía activar el sistema de mantenimiento automático de velocidad -que le permitía descansar las piernas- porque iba bastante más rápido que el límite que el sistema automático permitía. Así que tenía que ir pisando el acelerador constantemente. Los kilómetros se le antojaron millas y la noche unas fauces enormes en las que se adentraba sin oponer resistencia. Como llevaba un rato conduciendo con cierta calma, empezó a sentir pesadez en los ojos. Había sido un día muy largo. Dos días en realidad. La reunión había tenido lugar aquella tarde, cierto. Sin embargo, llevaba dos días de trámites, de reuniones con las partes por separado, con los abogados, notarios y secretarios del juzgado, con tasadores, directores de banco y otros actores del divorcio que le iba a proporcionar un dineral y un salto cualitativo en su estatus como abogado de las estrellas. No todos los días se levantaba uno un cheque de cinco ceros apareciendo incluso en los periódicos -y en las revistas del corazón tambiénpor ser el abogado de la esposa -ex-mujer ya- de un importantísimo prohombre de la cultura. Conseguir lo que él había conseguido -no sólo las casas, la indemnización y la suculenta pensión vitalicia para la mujer engañada y humillada, sino la fama y el reconocimiento en la profesión y fuera de ella- era un verdadero prodigio. Debería sentirse satisfecho de lo que había logrado. A partir del día de Año Nuevo, cuando se haría público el acuerdo, él estaría en la cumbre de su La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !6 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam carrera. Podría representar a la jet set del país y hacerse muy rico. Sin embargo, sentía un nudo en el estómago, un vértigo, algo en su interior que enturbiaba la notoriedad que había alcanzado. Tiene una llamada de... Laura. Diga, contestar o rechazar, volvió a decir el manos libres. Mario contestó. Cariño, ¿por dónde vas? Todavía falta un rato..., respondió él lacónicamente. Acabamos de tomar el sorbete y mientras papá y Leo fuman en la terraza, estamos poniendo la vajilla para el guiso. ¿Al final te conté lo de Gloria? Mario iba a responder que no pero Laura, que hablaba tan fuerte que le hacía daño en los oídos, ni siquiera le dio opción a réplica. Pues el pobre Juanjo la siguió hasta Portugal y allí le perdió el rastro. Está hecho polvo. Ayer me lo encontré en el centro comercial y casi no lo reconocí. Está muy desmejorado y cuenta unas historias muy raras. Se ha quedado tocado. Deberíamos ir a verlo la semana que viene, ¿no crees? Por sus hijos. ¿Dónde estará esa mujer...? ¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Ya voy!, le escuchó decirle a alguien. Cariño, me reclaman en el comedor. Tengo ganas de que llegues. Tengo una sorpresa para ti. Besitos. Y colgó sin que Mario pudiera responder. Era como si fuera escuchando la radio, sin posibilidad de intervenir en una conversación que le resultaba ajena. Pobre Juanjo, pensó Mario. Podría llevarle el caso. Abandono de familia, quizá. Aunque aquel desdichado no podría pagarle sus honorarios. Al menos le daría algún consejo gratis. Habían sido amigos en el instituto, no obstante, la vida siempre se las arregla para trazar caminos diferentes, convergentes o excluyentes, aunque siempre solitarios. Juanjo se había casado con Gloria; había tenido dos hijos, un adosado que tendría que pagar sí o sí y cuando parecía que el viento soplaba a su favor, ella lo había abandonado de la noche a la mañana, o había desaparecido. Quién sabe. La policía se encargaría de arrojar luz sobre el asunto. Y ¿cómo estaba ahora su amigo? Destruido, confuso, sin familia... Familia. La familia, con artículo y acento italiano. Cuanto más cerca estaba de ella más angustia le entraba. Había sobrevivido a la cena de Nochebuena y a la comida de Navidad a base de gin-tonics y conversaciones jocosas con sus cuñados y sus hermanos. Néstor, el marido de su hermano pequeño, les había contado aquella anécdota tan graciosa y emotiva, la de los abuelitos que habían salido del armario y habían desfilado en una camioneta el día del Orgullo Gay. Qué curioso, pensaba él entre sorbo y sorbo de su copa, escuchando atentamente a su cuñado y reconstruyendo en su mente, con su forma tan eficaz de reconstruir las historias, la vida de aquel anciano que había decidido salir del armario al final de su vida, viviendo en una residencia gestionada por las monjas, viudo y con hijos, a sus ochenta y tantos años. ¿Cómo se siente un hombre que se ha engañado a sí mismo toda la La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !7 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam vida?, se preguntaba Mario con la mirada fija en las rayas de la carretera, engullidas a toda prisa por el morro de su coche. Media hora de silencio y ochenta kilómetros después, el botellín de agua se le terminó. Decidió parar en un área de servicio y tomarse un café. Lo pediría para llevar. Repostaría. También el coche necesitaba energía. Hacía fresco, pero no frío. El cambio climático era una realidad. Le encantaría denunciar a las multinacionales que anteponen sus intereses económicos al bien del mundo. Pero esos casos apenas reportaban ganancias. Y esa contradicción le dolía. Mientras el empleado llenaba el depósito, Mario fue al aseo y pidió un café cargado en vaso de papel. Los rostros de los empleados de aquella estación de servicio lo miraban de soslayo. Rostros largos, ojos caídos, tristes, pálidos. Él estaba cruzando media península a toda velocidad para intentar llegar a tiempo de comerse las uvas con su familia pero aquellos empleados no celebrarían el Año Nuevo con los suyos, sino sirviendo cafés y llenado depósitos. Sintió la curiosidad de hablar con la chica que le estaba atendiendo. Gracias. Feliz Año Nuevo, se limitó a decirle cuando ella le devolvió el cambio, que él dejó en el mostrador provocando una chispa de luz en la mirada de la joven, ante la generosa propina. ¿Cuánto ganarían aquellos empleados? Mario conocía la respuesta: mucho menos que lo que a él le costaba, por ejemplo, pagar las facturas de luz, agua, gas, teléfonos e Internet de su casa. Y sin apenas derechos. ¿Cuántas veces había esbozado en su mente los argumentos jurídicos que podrían echar abajo con sólo un poco de sensibilidad por parte del tribunal, gran parte del aparato legal que estrangulaba los derechos de los trabajadores? Muchas, sí, pero los abogados sindicales ganaban una miseria. Cuando montó en el coche vio la luz roja parpadeante del aparato de manos libres. Cogió su teléfono móvil y vio las llamadas perdidas. Debía de haber estado fuera del coche unos cinco minutos escasos. Y tenía tres llamadas no respondidas de tres números diferentes. Laura, por supuesto, su madre y su hermana Ana. Mientras se incorporaba a la autopista y aceleraba como si huyera de un pelotón de fusilamiento ordenó al teléfono que llamara a su madre. A los dos tonos sintió que no huía de ese pelotón, sino que conducía directamente hacia él. Hijo, ¿dónde estás? Hola, mamá, dijo Mario pero ella lo interrumpió enseguida: Estamos a punto de servir los postres. ¿Te queda mucho? Tu padre está refunfuñando y tu suegra no para de chinchar a Laura. Venga, hijo, no te entretengas. Pero no corras, ¿eh? Que la carretera es peligrosa. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !8 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam Tú tarda lo que sea menester, pero a ver si llegas para que brindemos por el Año Nuevo. Ay, Mario, qué bien el caso del escritor ese que has ganado. Bueno, bueno, ya nos ha contado Laura que te han pagado un montón de dinero. Pues si ahora se separa de la mujer de toda la vida y se lía con esa, esa, bueno, con esa otra, pues que pague, que vende muchísimos libros. Además, ya han vendido la exclusiva a una revista. Medio millón, ¡qué barbaridad! Por contar sus intimidades. Normal que su esposa esté dolida. Has hecho bien en representarla. Hay que ayudar a los más débiles, hijo. Bueno, no tardes. Te paso a tu hermana que quería decirte algo. Hasta luego. ¡Anaaaa!, escuchó gritar a su madre, Ponte, hija, es tu hermano. El sistema manos libres hacía que la voz de los interlocutores se escuchase a través de los altavoces de la radio del coche, de manera que, por instante, Mario sentía que Laura, o su madre, o después su hermana estaban efectivamente con él, en aquella solitaria noche de fin de año, sentadas a su lado alternativamente, en el coche que atravesaba la noche a toda velocidad. Hola, hermano. ¿Podremos comernos las uvas juntos este año? No lo sé, Ana. Voy a toda pastilla pero no estoy seguro. Al menos brindaremos con un buen champán. Hay mucho que celebrar, hermanito. Ya nos hemos enterado. Mario se quedó pensativo durante un momento. Sí, sí. El acuerdo ha ido muy bien, dijo. Me llevo una buena comisión, pero es lo habitual en estos casos. Ana se quedó en silencio más de lo esperado. ¡Ah! Bueno, escucha, balbuceó, Genaro lleva toda la noche dándome la lata con lo del móvil que le prometiste... Mario sonrió y miró hacia el asiento del acompañante, como si su hermana estuviese allí mismo. Dile a mi sobrino que lo he conseguido, pero que tendrá que sacar muy buenas notas a cambio. Me lo acaban de enviar desde San Francisco. Mario escuchó a su hermana llamando a su hijo. Luego se puso el chaval. ¡Tío Mario! ¡¿De verdad lo has conseguido?!, dijo el preadolescente con impaciencia y sorpresa impresas a partes iguales en su trémula voz, a medio camino entre una voz blanca y la de un tenor. Sí, Genaro. No ha sido fácil, le dijo Mario. Esa empresa es nueva y me pediste un prototipo. No creo que haya sido una buena inversión. ¡Todo lo contrario!, exclamó el niño. He convencido a papá para que invierta en esa compañía. Vamos a comprar un montón de acciones y nos haremos muy ricos. Y tú deberías hacer lo mismo. La Shaico es la empresa más innovadora del mundo. Dentro de unos años ese prototipo valdrá millones, y sus acciones también. Me darás la razón, ya lo verás. Desde que salieron a bolsa no hacen más que revalorizarse. Hay que poner el dinero en compañías tecnológicas; ahí está en negocio. ¡Te dejo, tío, que el abuelo Eugenio está dando la paga a todos los primos! La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !9 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam Mario se quedó pensativo después de que se cortara la comunicación. Inconscientemente relajó la presión sobre el acelerador y redujo la velocidad. Aquel chavalín pensaba ya en inversiones en bolsa, en acciones y en futuros. Pensaba como él pero no como él lo hacía a su edad. Su infancia y adolescencia habían sido sencillas aunque sin carencias. Su padre había trabajado duro y bien, ascendiendo en su empresa. Había tenido un trabajo de los de toda la vida y para toda la vida, con aumentos regulares y extras consolidados. Ayudas a los estudios de los hijos, apartamentos a precios económicos para las vacaciones estivales, copiosas cestas de Navidad y un fondo de pensiones que le había garantizado un retiro si no dorado, al menos plateado. Pese a las comodidades disfrutadas, ni sus hermanos ni él habían sentido que tenían más que los demás, ni habían absorbido una cultura de la inversión o de la especulación en bolsa. Al contrario. Su madre había gestionado siempre las cuentas familiares con mano de hierro, ahorrando y reutilizando todo lo posible. ¡Cuántas veces habían discutido y se habían quejado por el constante reciclaje de la ropa! Pero mucho antes de que el ecologismo se convirtiera en un tema protagónico en la sociedad, en su casa se reutilizaba y reciclaba todo. Se vivía con austeridad y los lujos eran esporádicos y saboreados como algo muy valioso y excepcional. Sus padres le habían enseñado a esforzarse y valorar lo conseguido. Y al menos durante un tiempo él había seguido esas máximas. Aunque hacía ya años que disfrutaba de una opulencia que había elevado su nivel de vida medio al del lujo. Mario recordaba que él y sus hermanos habían aprendido el valor del esfuerzo, del estudio y del justo disfrute del éxito académico o laboral tras muchas horas de trabajo. Le constaba que su hermana Ana pensaba igual que él. Y su cuñado Leonardo era un profesor de secundaria al que nadie le había regalado nada y que trabajaba sin parar en un oficio que él mismo consideraba más duro que sus eternas negociaciones y reuniones con abogados y gestores sedientos de sangre. Entonces, se preguntaba Mario una y otra vez mientras atravesaba la noche como una flecha, ¿de dónde le viene esa mentalidad especuladora a mi sobrino? Mario dedujo que era el ambiente, la vida que sus laboriosos padres le habían dado, llena de comodidades, llena de objetos, de posibilidades, de facilidades. Tenía que ser una especie de evolución natural. Genaro vivía en un adosado, estudiaba en un buen colegio, viajaba a Irlanda todos los veranos para aprender inglés, había tenido siempre el mejor ordenador, el mejor teléfono y la mejor ropa. Había crecido en un ambiente distinguido y sus compañeros de clase pertenecían a su mismo ambiente, o incluso superior. Era normal que a los doce años pensara en invertir y en comprar acciones de una tecnológica. Puede La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !10 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam que fuera normal, concluía Mario, pero ¿era lo que él desearía para un hijo suyo? La oscuridad reinante se vio atenuada por un halo de luz anaranjada que como una cúpula translúcida, se elevaba en el horizonte. La luz de la ciudad se proyectaba al espacio y se convertía en un carísimo faro espacial para el deleite de los astronautas de la estación espacial, que quizá no se daban cuenta de que ellos, mirando por otra ventanilla, podían disfrutar del cielo estrellado, cosa imposible ya para la gente aquí abajo, en tierra firme. Llegar a la ciudad no significaba llegar a casa. Las avenidas estaban infestadas de semáforos que alargarían su viaje todavía un rato. Mario encendió la radio. El coche se llenó de improviso de gente, de algarabía, matasuegras, pitidos y vuvucelas, de las risas y la voz entrecruzada de cientos, de miles de personas que cantaban, reían, hablaban y se felicitaban por el año que estaba a punto de comenzar. El locutor se desgañitaba para hacerse entender desde el epicentro de las celebraciones de Año Nuevo: la Puerta del Sol. Mario miró el reloj de reojo: las 23:48. Sólo un milagro le permitiría llegar a tiempo para comer las uvas con su familia. Comer. Había olvidado que arrastraba hambre desde el mediodía, cuando allá atrás, en esa otra gran urbe, había comido un sandwich vegetal mientras repasaba los papeles para la reunión. Luego un café de máquina y una galleta. Su estómago, que había permanecido adormecido durante horas, despertó entonces de su letargo. Un vacío lo colmó y sintió incluso dolor. Tal como había temido, los semáforos empezaron a ralentizar el tráfico, abundante siempre en una capital. Los demás conductores, la mayoría solitarios como él, se mordían las uñas, consultaban sus smartphones o se hurgaban la nariz. Los nervios característicos del tráfico urbano parecían haberse acrecentado. Todo el mundo, pensaba Mario mirando a su alrededor, llegaba tarde a algún sitio. Puede que la Navidad, como celebración religiosa, perdiera adeptos año tras año, pero el cambio de año era universal. Salvo aquellos países que se regían por calendarios diferentes, todos sus compatriotas celebraban el fin de año. Pasarlo dentro de un coche, a solas, era por definición un fracaso. En el instante preciso en que el semáforo de los peatones comenzaba a parpadear, los motores rugían y los coches salían disparados sin esperar a que el disco se pusiera en verde. Los tubos de escape dejaban tras de sí una estela sucia de humo tóxico que se unía a los malos humos de todos los demás vehículos, colmando el aire con un veneno silencioso y absurdo que los urbanitas La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !11 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam parecían disfrutar con despreocupación. Mario sintió que esa misma ansiedad se hacía con él y a los mandos de un coche tan potente como el que tenía no iba a ser menos que quienes conducían coches normales y corrientes. Así que aceleraba y frenaba al ritmo que marcaban los semáforos, tratando de recorrer la máxima distancia posible antes de que la luz roja lo obligase a frenar, convencido de poder encadenar varios semáforos seguidos en verde para atravesar el centro lo más rápido posible. Quizá así, incluso saltándose alguno, llegara a tiempo. Sería un nuevo récord personal, una nueva hazaña de la que poder presumir ante sus colegas, en las conversaciones informales que solían mantener en los pasillos de los juzgados, antes de entrar a la sala de vistas, presumiendo de sus logros y virtudes, como gallos, como machos dominantes antes de la lucha por la hembra, que en su caso era la sentencia favorable a su causa. Mario aceleró. Sentía un hambre voraz, ansiedad, sueño y agotamiento mezclados con una extraña sensación de ahogo. Agarró con fuerza el volante y pisó a fondo. Si sus cálculos eran correctos, aquella Gran Vía de más de un kilómetro se podía recorrer con todos los semáforos en verde. Circularía por el carril central. A más de cien por hora. Sin temor. El teléfono volvió a sonar. Eran las 23:54. Era el teléfono de su casa. Era Laura. Mario, quedan cinco minutos para medianoche. Lo sé. Estoy en la Gran Vía. Voy volando. Empezaré con las uvas y el champán. Y luego la cena. Estoy hambriento. Ten cuidado, le dijo ella. Su tono de voz era diferente, más calmado, más trascendental. Mario... Quiero decírtelo antes de que llegues. Porque ya lo saben todos y quiero que lo sepas por mí. Siento decírtelo por teléfono. ¿Qué pasa, Laura?, preguntó él, retirando por un instante los ojos de la carretera. Mario, ¿te acuerdas de que te dije que iba a ir al médico? Sí, ¿qué pasa? ¿Va todo bien? Mario escuchaba los latidos de su corazón, desbocado. Sí, dijo Laura. Él se la imaginó sentada sobre la cama de su dormitorio, en el segundo piso del chalé, lejos del bullicio del salón, donde toda la familia estaría ya con sus boles de uvas preparados, mirando atentamente la pantalla de cincuenta y cinco pulgadas que colgaba de la pared, presidiendo la estancia, listos para llenarse la boca con las uvas peladas y deshuesadas que la cocinera colombiana habría preparado aquella tarde, con el champán de a cuarenta euros la botella listo para dar la bienvenida al nuevo año, un año que llegaría veloz, como el corcho que sale disparado; fogoso, como la espuma que salpica y desborda la primera copa; para desbravarse lentamente después, perdiendo las burbujas como se pierden los días, y agotarse finalmente, sin gas y sin gusto, como cuando se vierte el culín que queda al fondo de la botella. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !12 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam Mario imaginaba a su mujer a oscuras, sosteniendo el teléfono muy pegado a su rostro. La oía respirar. Entonces ella dijo: estoy embarazada. Llevaban casados diez años. Él acababa de sobrepasar la cuarentena. Ella era sólo dos años más joven. Era tarde para bebés. En otra época y en otro país tendrían nietos, no hijos. El tiempo había pasado volando. Nunca había sido buen momento. Primero habían utilizado todos los métodos anticonceptivos del mercado. Luego, cuando las cosas mejoraron considerablemente para su economía, empezaron a buscar un hijo que se resistió demasiado. Se habían preocupado. Se habían hecho todo tipo de analíticas. Todo parecía normal. Salvo que no lo lograban. Después llegaron los viajes, constantes viajes de Mario. Y las relaciones sexuales se espaciaron. Así que si además de tener mala suerte, no se juega a la lotería, no es fácil que toque. El tema se guardó en el fondo del armario. Se asumió lo que parecía inevitable. Ser un matrimonio sin hijos no tenía por qué ser una desgracia. Cada vez más parejas renunciaban a la paternidad por múltiples motivos. Lo habían hablado alguna vez. Sólo les preocupaba la vejez. La soledad. Sin embargo, el dinero solucionaría ese problema. Aunque el dinero a su vez era un problema. ¿A quién se lo dejarían al morir? Tenían sobrinos. Varios. Genaro invertiría en bolsa. Los demás, quién sabe. Eso no tendría importancia desde el vacío de la muerte. Un hijo. De repente, un hijo. Una responsabilidad que sobrepasaría todas las que acuciaban su vida cada día. Un hijo para el nuevo año. Se sintió abrumado. Instintivamente levantó el pie del acelerador. Clases de preparación al parto, compras, dolores, antojos, la cuna, potitos, pañales, noches sin dormir, juguetes, vacunas, lloros, ropa, cochecito de bebé, la guardería, la niñera, colegios, amigos, amigas, excursiones, su primer triciclo, su primera bicicleta, su primera moto, su primer coche, su primer viaje, su primer amor, noches en vela, su primera borrachera, sus novias, o sus novios, sus estudios, sus problemas, sus trabajos, sus sueños, sus miedos, sus ilusiones, su vida, toda su vida había pasado en un instante por su cabeza, como si viera una película en el rectángulo del espejo retrovisor. Y en ese mismo espejo Mario vio las luces de un coche que se le echaba encima. ¿Mario? ¿Estás ahí?, preguntó Laura, al otro lado del teléfono, a mil kilómetros de él, de repente. A sólo cien metros, en la Gran Vía, dos perros atravesaban la calle, sin rumbo. El coche que se le venía encima lo adelantó como una exhalación. Miró hacia ese coche. Apenas vislumbró al La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !13 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam otro conductor haciéndole gestos obscenos, furioso porque Mario había reducido la velocidad. Entonces por el rabillo del ojo vio algo en medio de la calzada. Recordó a los canes que acababa de ver, que el impaciente joven que le acababa de adelantar no podía haber visto. Mario frenó de golpe. El otro no pudo esquivar a los animales. Chocó con el más oscuro y derrapó, dando varias vueltas de campana. Mario esquivó al otro perro, que se había quedado paralizado en medio de la calle. El coche de Mario derrapó dejando unas marcas negras sobre el asfalto. Se detuvo a pocos metros del otro vehículo. Salió del coche y corrió hacia el accidentado, que había aterrizado sobre las cuatro ruedas, aunque todas las ventanillas se habían hecho añicos. Mario introdujo su brazo por la deformada ventanilla y quitó la llave del contacto. Mientras le buscaba el pulso en el cuello al conductor -un joven de unos veinte años- llamaba a emergencias. Aquel joven vivía, apenas ligado por un hilo a la vida. Mario lo miró y se le llenaron los ojos de lágrimas. Le tocó la mejilla. Hijo mío, susurró. Entonces el cielo comenzó a silbar. Decenas, cientos de pequeños cohetes y fuegos de artificio colmaron el silencio y rasgaron la noche con los agudos gritos de los petardos y con las explosiones de colores que celebraban el año recién nacido. Mario miró hacia lo alto y aquella fiesta le resultó tan dolorosa como angustiosa. Sentía una soledad infinita y la vida de aquel muchacho en la palma de su mano. El reflejo de las fugaces chispas que pasaban de rojos, naranjas, azules y amarillos intensos a lánguidos y mortecinos rescoldos que se extinguían mientras se precipitaban al suelo, se deslizaban serpenteando sobre la carrocería del malogrado coche del joven. En medio del ensordecedor combate de petardos, las sirenas de la policía, las ambulancias y los bomberos comenzaron a abrirse camino. Un minuto después aquel punto de la calle se llenó de luces de colores. No era ninguna fiesta, era el ritual del auxilio. Los bomberos liberarían al joven, los paramédicos inmovilizarían su cuello y lo entubarían, la policía controlaría el tráfico. Mario se alejó unos metros con su teléfono en la mano. No se había apartado del herido hasta que llegó la ayuda. Sobre su cabeza, los cohetes y fuegos artificiales continuaban llenando la noche de fiesta. El estruendo de la música, entrelazado con la algazara de la población, salía de todas y cada una de las viviendas, ajenas al drama multicolor de la calle. Al acercarse a su coche trató de llamar a casa pero las líneas estaban saturadas, como sucede cada fin de año. Entonces reparó en que un poco más atrás había dos perros en medio de la calle. Mario se acercó a ellos. Uno estaba muerto. Era grande y oscuro. El otro, más claro, como el chocolate con leche, cubría el cuerpo de su compañero, lo protegía, y lo golpeaba con su hocico, tratando de despertarlo. Al ver a La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !14 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam Mario, el perro gimoteó. El hombre sintió un ahogo; tragó saliva; se acercó despacio al perro, que lo miró suplicante. El compañero muerto estaba reventado. Mario acarició al perro vivo. Tu amigo ha muerto, le dijo en un susurro. No tenía collar pero estaba demasiado limpio y bien alimentado como para ser un perro callejero. Lo mismo que su compañero muerto. Pensó en que estaba ante dos mascotas abandonadas, como otras tantas en Navidad. Entonces se acercó a la policía. Ahora llamamos a los de la perrera para que los recojan, le respondió uno de los agentes. Mario y el policía observaron entonces cómo la ambulancia se alejaba a toda velocidad, lanzando destellos anaranjados a las fachadas elegantes de la Gran Vía, cuyos habitantes seguían celebrando el año recién estrenado sin preocupaciones. ¿Se salvará?, preguntó Mario. Puede que sí, pero tenía toda la pinta de ser una lesión medular. Los jóvenes conducen coches muy potentes, muy rápidos, pero poco seguros. Y se les va la vida así, en un momento. De forma inadvertida, apostilló Mario. ¿Y qué le pasará al perro?, le preguntó entonces al policía. Lo tendrán un par de días en la perrera y después lo sacrificarán. ¿No sabe que están llenas? Todas las navidades es lo mismo. Disculpe, dijo el agente atendiendo a su radio. Espere aquí, enseguida le tomaremos declaración. El agente se alejó hablando por su radio. Mario le oyó decir algo de la perrera. Al volverse, sintió la tentación de correr hacia el perro con el fin de asustarlo, para que huyera, para que salvara la vida de una muerte segura, de un destino inevitable. Iba a hacerlo cuando su teléfono empezó a sonar. Era su padre. Papá, respondió. ¿Estás bien, hijo? Laura dice que ha escuchado un ruido fuerte y que se ha cortado. Estábamos asustados, dijo la voz rasgada de su padre. Sí, sí. Estoy bien. Mario se sentó en el bordillo de la acera, enfrente de su coche que tenía los cuatro intermitentes puestos. A su izquierda estaba los perros. Uno muerto; el otro, asustado, junto a su amigo, protegiéndolo sin comprender que quien necesitaba protección ahora era él. Al otro lado, la policía, enganchando el coche accidentado a las cadenas de la grúa que había venido a retirarlo de la calzada. A su espalda, en el cajero del Banco Internacional de Crédito e Inversiones, una mujer de edad indeterminada, vestida con harapos y rodeada de bolsas, mantas, bricks de vino y cartones, se disponía a darle la bienvenida al nuevo año que no pintaba demasiado próspero para ella. Mario la observaba entristecido. Le recordó la noticia de aquella desgraciada que como él, lo tuvo todo, y luego lo perdió, muriendo después en un cajero como aquel, entre las llamas que unos desalmados vertieron sobre sus sucias ropas. Mario miró hacia el cielo. Los últimos cohetes que los vecinos de la Gran Vía lanzaban para anunciar que ya había llegado el nuevo año languidecían y se apagaban La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !15 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam devolviendo a la noche su serena oscuridad anaranjada. Ha habido un accidente. Un coche ha dado varias vueltas de campana, le explicó Mario a su padre. No ha podido esquivar unos perros abandonados que estaban cruzando la calle y como iba muy deprisa pues.., explicó sin poder terminar la frase porque las palabras se ahogaban. Su voz se le hundía en una garganta inútil de repente. Era un crío, papá. Le he tomado el pulso..., añadió por fin. Por un momento he pensado que podría ser mi hijo, dentro de veinte años... ¿Todavía no ha nacido y ya estás sufriendo por él?, preguntó su padre. Es que la noticia me ha pillado por sorpresa. Y paso tanto tiempo fuera de casa, y el tiempo pasa tan rápido que... Que sin darte cuenta tu hijo tendrá veinte años y conducirá demasiado deprisa, añadió su padre. Y ese perro, papá... Alguien lo ha abandonado. Sigue inmóvil, protegiendo el cuerpo del otro perro muerto. Asustado pero fiel a su compañero. Cómo me miraba el pobrecillo. Y lo sacrificarán en un par de días, dijo Mario a su padre, pensando en voz alta. Y aquí mismo hay una mujer durmiendo en un cajero. Está sola, sucia y alcoholizada. Rodeada de miseria. Pero yo acabo de ganar un dineral dedicando mi tiempo y mis cualidades a unos... millonarios caprichosos que se divorcian a los setenta y cinco años, dijo casi sin pensar, con los ojos cerrados, sintiendo furia y vergüenza, con la cabeza apoyada en una mano y hecho un ovillo, acurrucado en la acera. Y de camino a casa, añadió mientras escuchaba la respiración pausada de su anciano padre, adonde no he llegado a tiempo para celebrar el fin de año con mi familia, me he dado cuenta de que esto que hago me da dinero, sí, pero no sirve para nada. No hace nada bueno por los demás, por los demás como grupo, como colectivo, como sociedad. Podría dedicar mis esfuerzos, mis conocimientos, mi tiempo, a ayudar a otros, a personas a las que nadie ayuda, a colectivos desfavorecidos, a trabajadores explotados, a defender a los animales, al medio ambiente ¡qué sé yo! No sé, papá. Estoy aturdido, agotado. Llevo veinte horas despierto y casi no he comido nada. Y al mismo tiempo me siento lúcido, como si el cansancio, el hambre, el susto y la ilusión de ser padre me hubieran abierto los ojos y viera mi vida tan claramente como veo los casos en los que trabajo. Es como si esta noche, durante este viaje, hubiera estado estudiando un caso; analizando todos los detalles, las circunstancias, los puntos fuertes y débiles para enfocar el asunto y defenderlo ante un juez. Sólo que el juez soy yo. Y la cosa juzgada es mi vida, añadió sin poder contener las lágrimas. Mario, dijo su padre, te quiero mucho y estoy muy orgulloso de ti. Sé que tomarás la decisión correcta. Siempre has sido muy sensato, hijo. Y nunca es tarde para cambiar. Gracias, papá, dijo Mario. Sólo quiero que cuando tenga tu edad no sienta que el tiempo se La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !16 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam me ha pasado sin darme cuenta ni que se lo he dedicado a quienes menos me necesitaban ni me merecían. Sólo quiero que mi hijo crezca rodeado de cariño y que sienta empatía por los demás; que no se convierta en un pequeño avaro especulador y que esté orgulloso de mí, añadió en voz baja. ¿Dónde estás?, preguntó entonces el patriarca con su profunda voz. En la Gran Vía, a la altura de la calle García Lorca. Bien, espera ahí. Ahora mismo vamos tu hermano Fernando y yo a buscarte. Y después celebraremos el Año Nuevo y la vida nueva todos juntos, sentenció el padre de Mario. Gracias, papá. ! En ese momento llegó la camioneta de la perrera. Mario se levantó y se acercó a los canes. Otros agentes hicieron lo propio. El perro color chocolate miraba a su alrededor, nervioso, empujando con el hocico a su compañero muerto, gimoteando, sacudiendo la cola entre las piernas. El operario lo atrapó con el gancho y la soga sin ningún problema. Tiró del perro que protestó inútilmente. Mario le pidió al operario que se detuviese. Yo me llevo este perro, dijo con voz decidida el abogado. Tenemos que comprobar si lleva chip y buscar a sus dueños, le dijo el operario. No tiene collar. Sus dueños ya no lo quieren. Y en la perrera no le espera nada más que la muerte. Pero se trata de un accidente, señor. Tenemos que comprobar las causas. Ya sabe, los seguros, los peritos, los abogados, le explicó un agente. Sé de lo que me habla, dijo Mario recordando sus intensas negociaciones con los abogados de las aseguradoras a las que se había enfrentado en más de una ocasión. Ahí tienen su culpable, añadió señalando al perro muerto. Este no ha tenido nada que ver. Estaba en la acera cuando sucedió el accidente. El operario de la perrera y el agente se miraron el uno al otro. Mario sabía que podía lograrlo una vez más. Sólo le faltaba la guinda. Pero usted dijo que unos perros habían cruzado la calle..., objetó el agente. ¿En serio dije eso? Entonces me equivoqué. Oiga, estaba tomándole el pulso a ese chico mientras hablaba con el 112. No sé ni lo que dije. Fue fruto de los nervios del momento. Ahora lo recuerdo bien. Este perro no tiene la culpa de nada. Si hubiera estado en medio de la calle lo habría atropellado y estaría reventado, como el otro. Y ese chico iba demasiado deprisa para que este perrito pudiera esquivarlo. De lo cual se deduce que no estaba en la trayectoria del vehículo. Lo único que hace en medio de la calle es intentar reanimar a su amigo. Lo vio morir. Ahora está solo. Déjenlo en paz, pidió antes de su última bala. Venga, estamos en Navidad ¿no?, disparó por fin. Está bien. Tiene razón, dijo entonces el policía al mando. Si quiere llevárselo métalo en su coche, sin perder tiempo. Tú, llévate La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !17 Relatos de Óscar Hernández: El tiempo inadvertido @oscarhercam este otro, a ver si tiene chip, ordenó el policía al de la perrera. Mario le sonrió y le dio las gracias. Cogió en brazos al perro, liberado de la soga que le oprimía el cuello, y lo llevó sin demora y sin resistencia hasta su coche, donde lo encerró. El animal no protestó. Se acomodó en el asiento trasero y se quedó en silencio, observando aquel mundo hostil a través de la ventanilla. Mario se acercó al agente con quien había hablado primero y le entregó su tarjeta diciendo: Soy Mario Estévez de Illana. Abogado. Ahí están mis datos de contacto. Preferiría hacer la declaración mañana por la tarde. Llevo todo el día de viaje y sólo quiero llegar a mi casa, dar un beso a mi mujer, comer algo y acostarme. ¿Es posible? Sí, no hay problema, respondió el agente. Le llamaremos mañana para que venga a comisaría. Gracias, dijo Mario esbozando una sonrisa de asentimiento mientras miraba al policía intensamente a los ojos, con una mirada mil veces ensayada y que siempre producía el mismo efecto: el convencimiento. Porque ese era su don. Sus palabras y su mirada convencían a los demás. Luego corrió al cajero. Llamó al cristal con los nudillos. La mujer lo miró mientras bebía. Él le mostró varios billetes de cien euros. Ella se acercó a la puerta y descorrió el pestillo. Mario abrió y le entregó el dinero. Feliz Año Nuevo, le dijo al tiempo que ella miraba los billetes sin acabar de creérselo. Por favor, váyase a un hostal, duerma allí unos días, cómprese algo de ropa e intente empezar una nueva vida. Yo también voy a intentarlo. Ella asintió sin poder articular palabra. Volvió a cerrar el pestillo y se sentó entre sus trastos, con el dinero en una mano y el vino en la otra. Viendo a aquel hombre alejarse, dejó el vino a un lado, se puso en pie y empezó a recoger sus cosas. Lo intentaría, ¿por qué no? Mario caminó con paso firme hacia su coche. Decidió que usaría consigo mismo ese don que utilizaba para convencer a los demás; lo emplearía para convencerse de que tenía que cambiar una vida que no lo llenaba por una vida más plena, aunque fuera más humilde, en la que dedicaría el tiempo en lo importante, en las personas y en las causas en las que creía, en que su hijo creciera en un mundo más justo, más limpio y más acogedor. Tenía que convencerse para que el tiempo que le restaba de vida no pasara inadvertido. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo !18