la aceptación de la fe según san juan

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F.M. BRAUN
LA ACEPTACIÓN DE LA FE SEGÚN SAN JUAN
A la plenitud de la fe en Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, los discípulos
contemporáneos del Maestro y el cristiano de todos los tiempos llegan tras haber
recorrido parecido itinerario. La posición del cristiano de hoy respecto a las
oportunidades de que gozaron los Apóstoles es menos desventajosa de lo que a simple
vista puede parecer.
L’Accuelli de la foi selon Saint Jean, La Vie Spirituelle, 405 (1955), 344-363
El tema del don de Dios es uno de los más densos del cuarto Evangelio; Don uno y
múltiple que se nos ofrece en el Verbo encarnado y abarca la Luz, la Vida de Arriba, el
misterio de la Redención, la efusión del Espíritu Santo, institución de los Doce,
bautismo, eucaristía...
Mas ¿cómo podrá el hombre, sujeto a la corrupción del pecado, recibir ese don de Dios
que debe interiorizar y hacer suyo? Pregunta ésta que propusieron a Jesús los judíos con
ocasión del pan de vida (6,28): ¿qué haremos para obrar las obras de Dios? Y
responde el Maestro: la obra de Dios es esto, que creáis en quien él os envió (6,29). Lo
importante es, pues, creer en Jesús: Su Evangelio lo vemos saturado de esta verdad,
desde la primera página: a cuantos le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios,
a los que creen en el nombre de quien nació (alusión a la generación eterna del Verbo)
... de Dios (1,12s). Pone equivalencia formal entre creer y recibir a Cristo: la aceptación
del don tiene lugar, en la fe e, inversamente, la fe es aceptación: Más aún: el acto de fe
es movimiento del alma en dirección a su Salvador (6,45); por la fe pasamos de la
muerte a la vida (5,24; 8,51s.), evitamos la condenación (5,24), se nos da el agua viva
(4,10), la vida eterna (5,24.40.47), el pan de vida (6,64ss).
Enorme importancia tiene, pues, la fe en san Juan. Insiste en su necesidad y se esfuerza
por darnos de ella una noción rica y precisa. Una distinción del propio Evangelista nos
va a facilitar, la comprensión. Juan se refiere en primer lugar a los Apóstoles y
discípulos; después, a los cristianos sin distinción. Comparando a éstos. con aquéllos
esboza una concepción profunda. Su síntesis doctrinal supera a la del Apóstol de las
Gentes. Para san Pablo la fe es, ante todo, dato de experiencia personal. El Evangelista,
en cambio, nos presenta primero la fe como un hecho histórico, describe los pasos que
siguieron los contemporáneos del Maestro hasta creer en él y sólo después de esto nos
exhorta a conseguir la victoria de nuestra fe (1 Jn 5,1-5).
LA FE DE LOS PRIMEROS DISCÍPULOS
El Evangelio no menciona la virtud de la fe (pístis) pero habla con mucha frecuencia del
acto de creer (pistéuò) bajo formas diversas que corresponden a los varios momentos de
un mismo proceso. Vale decir que los discípulos son invitados a franquear de alguna
manera tres umbrales antes de desembocar en la plenitud de la vida de la fe: es menester
aceptar los testimonios sobre Jesús, creer en Cristo, penetrar su misterio.
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1. La aceptación de los testimonios
El primero de los tres umbrales consiste en aceptar los siete testimonios que acreditan a:
Jesús como enviado del Padre, y que son: los profetas o la Escritura, Juan Bautista el
Precursor, los milagros de Jesús, las palabras con que Cristo atestigua su misión, los
Apóstoles, el Padre, el Espíritu Santo.
Son desiguales los planos de estas siete categorías de testimonios. El fin del testimonio
apostólico es transmitir los testimonios precedentes -palabras, milagros, el Precursor- y
mostrar cómo el profético se ha verificado en Jesús. El Espíritu da testimonio por los
Apóstoles (14,17.26; 15,26; 16,13; 20,22). El testimonio del Padre yace oculto en todos
los demás: en el de Jesús, que realiza las palabras del Padre (5,17ss, 36; 8,28;10,25. 32.
37;14,10-12; 15,24) y pronuncia siempre sus palabras (8,28.38; 12,50); en el del
Espíritu procedente del Padre (15,26); en el del Precursor (1,7.15.26ss; 3,22ss.), el
hombre enviado por Dios (1,6); en el de los Profetas y Escritura inspirados por Dios
(2,22; 5,39; 10,35; 14,24ss.; 20,9).
En el marco de la historia evangélica los testimonios sobre Jesús se reducen a los cuatro
primeros, incluyendo en todos ellos el del Padre. Lógicamente preceden a la fe, siendo
su función la de conducir a los hombres a Cristo. Acerca de los argumentos de
credibilidad cabe notar ahora lo siguiente:
a) Por ningún concepto consiguen forzar el asentimiento o imponerse, como puede
hacerlo una demostración matemática de conexiones evidentes. En nuestro caso la
libertad permanece soberana. Si tenemos en cuenta que el hombre puede hacer buen o
mal uso de ella resulta explicable por qué en unos fructifica el testimonio mientras que
otros hacen caso omiso o abusan de él. Esta es la situación de los judíos, arquetipo de la
incredulidad en el cuarto Evangelio. Al fin de la primera parte dedicada a la vida
pública de Jesús sintetiza en una reflexión global (12,37-38) cuanto dijo con
anterioridad a este propósito.
b) Esos argumentos son además insuficientes; en primer lugar, porque fundamentada en
motivos racionales la fe no podrá en ese caso ir más allá de la razón; además quedaría
de este modo expuesta al flujo y reflujo de las impresiones pasajeras (cfr. 2,23-25); por
esto Jesús no manifiesta ninguna sorpresa cuando, después de la multiplicación del pan,
le vuelven la espalda (6,60-67).
Podría concluirse que la percepción de tales signos no es indispensable. Así dirá a
Tomás: felices los que no ven y creen (20,29); el Apóstol no rehusó creer, pero
reclamaba una prueba palpable. La reprimenda del Maestro le conduce a la fuente de
una más subida persuasión.
c) Y sin embargo, exceptuada la Madre de Jesús, ni un solo personaje del cuarto
Evangelio llega a creer sin testimonios externos. Innegable es, pues, su utilidad. ¿Por
qué, entonces, la insaciabilidad judía en contraste violento con la rápida adhesión de los
discípulos? ¿Por qué a estos últimos basta una entrevista, una palabra del Maestro (1,3851) para provocar el choque psicológico que aquéllos jamás han de experimentar?
Responde el Evangelista estableciendo, ante todo, la necesidad de la disposición
subjetiva: ésta es la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres quisieron más
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a las tinieblas que a la luz: porque eran malas sus obras. Pues todo el que hace el mal
odia la luz y no viene a la luz, para que no se muestren sus obras; pero el que obra la
verdad viene a la luz, para que se muestren sus obras, que están cumplidas en Dios
(3,19-21). Las disposiciones principales requeridas son: 1. Amor a la verdad; es la
disposición fundamental: todo el que es de la verdad escucha mi voz (18,37; cfr 3,11.52;
8,47; 10,3.26). 2. Amor a Dios: os conozco y sé qué no tenéis en vosotros el amor a
Dios (5,42), dirá Jesús a los Judíos para condenar su endurecimiento. 3. La pureza de
intención (5,44) y pobreza de espíritu opuesta a toda suficiencia: para un juicio he
venido a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven se queden ciegos
(9,39).
En una palabra, el hombre, se pronuncia en favor o contra Cristo en lo más profundo de
su ser. Todos los grandes convertidos de la historia han experimentado en su carne la
asombrosa verdad de la intuición joannea. Precisamente. por eso el hombre se juzga a sí
mismo según crea o no (3,17s), y Jesús dirá de su pueblo que carece de excusa por el
pecado, ya que aborreció a quien realizaba las obras del Padre (15,22-25).
Con todo, la actitud moral sobre la que el Evangelista concentra su visión no depende
únicamente de la voluntad humana. Sabe muy bien que nadie puede ir a Jesús si el
Padre no le atrae (6,44), y entiende por esa atracción del Padre sobre las almas la
realidad que en Teología llamamos Gracia: La libertad da, sin duda, razón inmediata de
la distinción: Judíos y discípulos, pero no va hasta el fondo del problema: se trata en
nuestro caso de decidirse con respecto a Cristo. Juan sienta el principio de que Dios
quiere atraerse a todos los hombres (3,17) y subraya la afirmación de Jesús: no vine
para condenar al mundo, sino para salvarlo (12,47). Pero si es cierto que ninguno
puede ir a Cristo sin llamada, lo es también que podemos resistir libremente esa
atracción. Una resistencia tal cierra toda posibilidad de comprensión del misterio de
Jesús. Podemos, pues, sospechar fundadamente que si testigos de las obras y palabras
de. Jesús permanecieron insensibles, y doctores versados en la Escritura no lograron
descubrir su sentido, es a consecuencia de una falta cometida en lo más secreto de su
conciencia. En cierto modo vale decir que eran incapaces de decidirse en favor del
Maestro, ya que se habían alejado de Dios, que debía atraerles hacia Jesús. "Y por eso dirá san Juan de la Cruz-, cuanto más altas palabras decía el Hijo de Dios, tanto más
algunos se desabrían por su impureza" (Llama, canto 1, verso l). El Evangelista plasmó
esta misma realidad aplicando á los Judíos el texto de Isaías: les ha cegado los ojos, y
les ha endurecido el corazón (12,40).
2. Creer en Cristo
Los que atraídos por el Padre reciben los testimonios sobre Jesús o, al menos, les
consagran atención sin, dejarse desviar por prejuicios o pasiones, traspasan muy en
breve el segundo umbral de la fe.
Atendían antes a testimonios dignos de credibilidad y a signos en mayor o menor grado
probativos; ahora creen en Cristo, se fían de él. Este último es el sentido de la
construcción gramatical griega: complemento en acusativo precedido de eis, con idea de
movimiento; en ella el verbo creer expresa el acto de quien, habiendo reconocido en
Jesús a su maestro o, mejor al Maestro, se entrega dispuesto a escucharle. Los creyentes
imperfectos de hace poco se transforman en discípulos, y como tales son designados por
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lo común en el Evangelio. El término evoca siempre abertura de la profundidad del
alma, y esta disponibilidad corresponde a las diversas facetas en que Jesús es
considerado. El caso de la Samaritana (4,9ss.) evidencia cómo una misma persona
puede pasar de un estadio a otro: Jesús simple judío, profeta, taumaturgo, Mesías.
Pero aún una vez reconocido Jesús como el Mesías esperado, entre la gozosa
exclamación tras el primer contacto: ¡hemos encontrado al Mesías! (1,41) y el término
de su larga ascensión, media buen trecho y oportunidades de progreso en la fe de los
discípulos. Creyeron ciertamente ya en el primer momento, pero el episodio de Caná
tiene por efecto intensificar su fe (2,11); algo similar sucede con ocasión del postrer
milagro en Betania, la resurrección de Lázaro (11,14). En la Cena se insinúa todavía
lejana la meta: tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe?
(14,9). Cuando al fin de la Cena se precian de haberle comprendido (16,29s.), oímos la
respuesta melancólica del Maestro: ¿Ahora creéis? Mirad, viene la hora -y ya ha
llegado- de que os dispersen a cada uno a su casa, y me dejéis solo (16,31s.).
Así pues, entregarse a Jesús y aceptarlo por Maestro es sólo el primer eslabón en el
diálogo misterioso y persistente que se entabla entre Dios invisible y los que Él atrae
hacia su Hijo, los visitados por una realidad a la que han permanecido abiertos. De
hecho se efectúa en ellos un tránsito de las tinieblas a la luz (3,21; 8,12), de la muerte a
la vida (5,24; 8,51). Pero es preciso que se hagan más y más dóciles, pues esa vida de fe
ha de inundarlos por completo; desoyendo las tendencias instintivas, opuestas al don de
Dios, han de morir a sí mismos como el grano de trigo (12,24) y renunciar a sus falsas
luces hasta parecerse al ciego de Siloé (9;39). De este modo sus almas purificadas se
volverán transparentes a la luz del Verbo encarnado (1,9).
Este dejarse moldear por el Padre y por Cristo exige incesantes esfuerzos. Es un
combate entablado en el corazón del hombre. Los testimonios, externos que le hicieron
franquear el primer umbral deberán ahora seguir sosteniendo su combate. Teniendo esto
en cuenta se comprende la función de. los milagros a lo largo de la formación de los
Doce; además de signo para los incrédulos, se ofrecen a los creyentes como apoyo y
símbolos en su progreso por la vía de la fe. Sin embargo, y más allá de los signos; lo
que cuenta es el acto de confianza por el que se muestra dispuesto el creyente a aceptar
a Cristo sin discusión.
3. En la luz de la Revelación
Una vez que Jesús es aceptado como Maestro se trata únicamente de recibir sus
lecciones. Sin embargo no es un maestro en la acepción usual de la palabra, es el
Maestro, o mejor aún, es el Revelador de las cosas celestiales, de Dios sobre todo: la
Ley fue dada a través de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A
Dios nadie le ha visto: el único Hijo, que está en el seno del Padre, es quien le ha
manifestado (1,17s.). El conocimiento de Dios, que ofrece el Verbo hecho carne,
ilumina el misterio del mundo, hundido en el mal, en el que los hombres, dispersos
como ovejas errantes, viven lejos de Dios. Las gnosis de la época se esforzaban en vano
por responder al problema de la salvación: hubiera sido necesario elevarse hasta el
corazón de Dios y allí realizar el descubrimiento del Amor. A nadie se concedió jamás
este privilegio sino al que bajó del cielo, el Hijo del hombre (3,13); Jesús, situado
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aparte, por encima de todo mortal, da testimonio de lo que ha visto y oído (3,31-35).
Una vez más se habla de testimonio, pero el de ahora versa sobre el Dios escondido.
¿De qué modo revela el Hijo de Dios a su Padre?: ante todo, por su presencia, ya que
todo Él es palabra: ho Lógos. Por eso, cuanto es y hace, cada uno de sus gestos, tienen
valor de signo revelador: el que me ve a mí ha visto al Padre (14,.9); es preciso
contemplarle, dejarse empapar de su amor: el amor de-Dios hacia nosotros se ha
manifestado en el hecho dé haber enviado a su único Hijo (1 Jn 4,16). Pero Cristo no se
limitó a mostrarse a los suyos en apariciones silenciosas: conversó con ellos, tenemos
sus palabras. Para nuestro tercer umbral de la fe, creer en Jesús significa, pues, penetrar
en su misterio meditando sus palabras y acogiendo sus testimonios.
También aquí asistimos en el Evangelio al desarrollo de una iniciación progresiva
realizada paralelamente desde fuera y en el interior. Desde fuera, por una enseñanza,
comúnmente en lenguaje figurado o acciones parabólicas (vgr. los milagros -que son
siempre, además, signos- o el lavatorio de los pies) que dejan filtrar una luz suave. En el
interior, mediante una educación de cada instante, con vistas a purificar, separar, vaciar
y espiritualizar.... es decir, que abre las almas a las realidades sobrenaturales; a esto
apunta el mandamiento de la caridad: su fin es conformarnos a Dios y hacernos aptos
para conocerle por connaturalidad, como el amigo conoce a su amigo. Para decirlo,
pues, de una vez: la obra de la fe no sabe prescindir de la caridad. Si creo, prestaré mi
adhesión a los preceptos, me dejaré guiar por la regla de la verdad e inspirar por el amor
a los hermanos: mi corazón busca parecerse al de Dios.
En esté tercer estadio la- gracia actúa de modo muy peculiar: Nos referimos más arriba
a la acción por la que el Padre atrae a los hombres hacia su Hijo. Era sólo un comienzo.
Continúa ejerciéndose en vistas a una perfecta acogida del misterio revelado. Sin
atracción: es imposible entregarse a Jesús; oír su palabra. Es dura a este respecto la
respuesta de Jesús a los judíos escandalizados por sus pretensiones de ser el Pan de Dios
que baja del cielo y da vida al mundo (6,33). Nadie puede venir a mí, si no le atrae el
Padre que me ha enviado... Está escrito en los profetas: Y serán todos discípulos de
Dios. Todo el que oye del Padre y aprende, viene a mí. No es que nadie haya visto al
Padre, sino el que está en Dios, ése ha visto al Padre (6,44-46).
Ser atraído por el Padre, instruido por Dios, oír al Padre, recibir su enseñanza: otras
tantas expresiones para significar el lenguaje interior, sin el cual ninguna lección de
Jesús puede comprenderse. Mediante los testimonios del Padre y del Espíritu, prometido
para después (14,17,26; 16,13), asimilan los Apóstoles las palabras del Maestro y
descubren su plenitud. Elevados a un conocimiento superior, su fe consistirá entonces,
no en visión o fruto de ciencia, sino que participarán vitalmente en el conocimiento que
el Hijo posee de su Padre y que el Padre tiene del Hijo. A través de fórmulas que suenan
como las palabras humanas, se verán situados ante realidades divinas. Que esto sea
posible lo deben a la fuerza que ha de colmar de vigor su voluntad y a la luz que brillará
en su espíritu.
No exageramos, por tanto, al decir que los apóstoles fueron instruidos en la doctrina de
su Maestro a través, sobre todo, de una luz interior: viene la hora en que no os hablaré
en comparaciones, sino que claramente os anunciaré del Padre (16,25). Pero esta
promesa sólo ha de realizarse el día en que, consumada la obra de Jesús, el Espíritu
Santo se derrame como torrente de agua viva que ilumine a los Apóstoles. Hasta
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entonces su formación va a ser precaria. El Espíritu les hará recordar cuanto Jesús hizo
y dijo, y todo ello a la luz de la Resurrección y Pentecostés. En esa hora será posible
reconocer a los príncipes de la fe, enviados del Hijo, -como el Verbo lo fue del Padre-,
para testimoniar hasta el fin de los siglos.
LA FE DE LOS CRISTIANOS
Considerada la fe de los primeros discípulos nos preguntamos: ¿qué relación medía
entre su fe y la nuestra? Las circunstancias son diversas. Los Apóstoles fueron testigos
personales de la realidad histórica de Jesús, a ellos fue dado oír estas palabras: quien me
ve ha visto al Padre. Para nosotros, en cambio, la presencia de Jesús es invisible y
silenciosa; por otro lado su acción exterior y visible ha sido reemplazada por la de la
jerarquía apostólica. Un cambio tal influye necesariamente en las modalidades de la fe
de las generaciones post-apostólicas. Esto resulta evidente cuando del evangelio se pasa
a la primera carta de san Juan y comparamos punto por punto el problema de la fetal
como se plantea a los primeros cristianos.
1. Los testimonios
Los testimonios anteriores al acto de fe a que se refiere el Evangelio se nos ofrecen
ahora compendiados en el testimonio de los Doce. Los profetas testimoniaron del
futuro; Juan Bautista y Jesús, del presente, proclamando la realización de las profecías;
los Apóstoles dan testimonió del pasado: tiempo de las promesas y realización de las
mismas (1 Jn 1,1). Por eso, el testimonio apostólico es el fundamento externo de nuestra
fe y otorga a todas las generaciones cristianas idéntico punto de apoyo. Por el
testimonio de lo que vieron y oyeron del Verbo de Vida, nos ponen en contacto con la
roca evangélica; ésta continúa edificando nuestra fe por su medio.
Pero advirtamos que el testimonio de los Doce se extiende al misterio de Cristo tal
como fue entendido por ellos después de Pascua y Pentecostés. Se apoya principalmente
en el hecho de la Resurrección, centro del kerygma y el más extraordinario de todos los
signos del Maestro, que no fue creído por los Apóstoles hasta el día de la realización:
pues aun no habían comprendido la Escritura: que él debía resucitar de entre los
muertos (20,9). Podemos así afirmar que, en comparación con los contemporáneos de
Jesús, en cierto modo hemos sido menos favorecidos que ellos, ya que nuestros sentidos
no han tocado al objeto de la fe; y, sin embargo, les llevamos ventaja, porque ya en el
primer despertar de la fe, y quizás antes, podemos saber con certeza que Cristo,
resucitado del sepulcro, se apareció a Pedro, luego a los Once reunidos y, por fin, a
Pablo (1 Cor 15,5s.).
2. La fe en el Hijo de Dios
Tras una encuesta histórica tan rigurosa como conveniente, y una vez aceptado el
testimonio de los Evangelios y de Pablo sobre la Resurrección del Salvador, el hombre
de nuestro tiempo que pasa de la irreligión o de una religión no cristiana al cristianismo
debe, ante todo y de modo semejante a los primeros discípulos, fiarse enteramente de
Cristo.
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Tampoco aquí es plena la semejanza entre los cristianos de hoy y los primeros
creyentes. Como en el primer umbral, hallamos en éste una pérdida y también ventajas.
Pérdida, porque entregarse a Cristo invisible no es lo mismo que hacerlo después de
contemplarle y oír su voz. Cuando Pedro (1 Pe 1, 8-9) alaba a los fieles porque aman a
Jesús sin haberle visto, se entiende fácilmente el privilegio de los que fueron admitidos
a su contemplación. Pero no olvidemos tampoco el tiempo que necesitaron para
reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios. En el primer encuentro con él sólo
descubrieron al Mesías (1,41 y 45). Reciben luego, sin duda, iluminaciones repentinas
pero, a lo que parece, pasajeras como en Cesarea (Mt 16,16s) o en Cafarnaún (6,68). La
fe de los Doce en la divinidad de Cristo no parece definitiva ni adquirida plenamente
antes de la Resurrección (14,9). Podemos concluir, por lo tanto; que la fe de los
Apóstoles tuvo durante mucho tiempo como objeto, al Cristo Mesías. El hecho de que la
primera Carta de san Juan se centre exclusivamente en creer en el Hijo de Dios es, tanto
más significativo: Con ello quiere mostrar el Evangelista que para los fieles carece de
sentido detenerse, por poco que sea, en la mesianidad. Desde la Resurrección, a los
cristianos se nos ha abreviado considerablemente el itinerario de la fe: nada ya del
prolongado, intermedio que hubieron de recorrer los Apóstoles aceptando a Jesús
maestro y Mesías; nosotros, de un salto, le confesamos Hijo de Dios.
La diferencia es apreciable: es inmensa ventaja el hallarse ya en los comienzos, de la
vida cristiana, donde los Doce llegaron después de lenta progresión.
3. En la luz de la Revelación
Gozaron los discípulos del privilegio de ser enseñados directamente por Jesús con
palabras humanas sólo parcialmente conservadas en los Evangelios. Y aun éstas que nos
quedan, son pobres reliquias sin el complemento de la voz, acento, gesto... Traducidas a
lenguas extranjeras y transcritas por copistas más o menos diligentes, se ven confiadas a
las conjeturas de la exégesis: Valoremos en su medida estos aspectos negativos.
Pero también aquí se da la contrapartida: los Apóstoles percibían la voz del Maestro,
pero sólo más tarde comprendieron plenamente su sentido. El Evangelista señaló el
hecho hasta tres veces con plena franqueza (2,22; 11,14-16; 20,8-9); omitimos pasajes
menos explícitos. Desde, este punto de vista el cristiano más insignificante de nuestros
días les aventaja, pues participa, ya en su primera iniciación religiosa, de un
conocimiento que los Doce no alcanzaron hasta Pentecostés (14,26; 16,13).
Si exceptuamos aquellos privilegios inherentes a la función apostólica, no se reserva en
exclusiva a los Doce la iluminación interior del Espíritu, que les condujo al término de
la verdad. La declaración de Jesús en 7,37-39 basta para disipar toda duda, si es que aún
subsiste después del discurso de la cena: si alguien tiene sed, venga a mí, y beba el que
cree en mí. Como dice la Escritura, manarán de su entraña ríos de agua viva. Comenta
el Evangelista: esto decía sobre el Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Es
aún más explícito en su primera carta. Supone ciertamente el hecho de que la fe
cristiana posee una regla objetiva-consistente en la tradición apostólica (1 Jn 2,23), pero
no valora menos la enseñanza del Espíritu, a la que todos deben aspirar: habéis recibido
la Unción del Santo y poseéis todas la ciencia... La Unción que de Él recibisteis
permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de ser enseñados. Y pues su Unción os
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instruye sobre todo, siendo veraz y no engañosa, tal como os ha enseñado, permaneced
en él (2,20.27).
Así pues, la fe de los cristianos depende de un doble factor, exterior e interno. Este fue
también el caso de los Apóstoles. El exterior es para ellos la enseñanza del Cristo
visible y, para nosotros, la enseñanza apostólica. Pero unos y otros son instruidos por la
Unción, es decir, por el Espíritu de Verdad. Lo mismo vale decir del Padre que es uno
con el Espíritu, ya que este último procede de él (14,15.25; 15,26). Si aceptamos el
testimonio de los hombres, el de Dios es más grande. Y el testimonio de Dios es que ha
testificado de su Hijo: el que cree en el Hijo de Dios tiene en sí este testimonio (1 Jn
5,9-10).
CONCLUSIÓN
Recordemos, finalmente, que hemos sido llamados a la posesión del don de Dios. Este
se nos manifiesta en la Revelación. Creyendo aquello que el Hijo vino a revelarnos, se
hace nuestro el don por el conocimiento que de él adquirimos. Sin embargo, este
conocimiento es ya efecto de una luz sobrenatural y ésta significa que el don, hacia el
que se vuelve nuestra esperanza, nos ha sido ya comunicado, al menos en su aspecto
luminoso. El don es a la vez e inseparablemente, Luz y Vida, pues la Vida es la Luz de
los hombres (1,4) y consiste en que te conozcan a ti como el único Dios verdadero, y al
que enviaste, Jesucristo (17,3). Desde el momento en que la Luz de la fe viene a
nosotros, podemos inferir que también la Vida eterna, ofrecida al mundo en el Verbo, ha
iniciado su obra en el interior del alma: el germen de Dios está en nosotros (1 Jn 3,9) y
sólo nuestra repulsa puede disminuir o detener el crecimiento.
Decíamos antes que la fe es aceptación del don de Dios. ¿De qué clase de aceptación
hablamos? ¿De aquélla por la que el hombre natural, solicitado desde Arriba y confiado
en su propia decisión, se abre a las proposiciones divinas? El modo de hablar de algunos
produce la impresión de que el hombre es algo así como un camarada de Dios y que
puede responder según quiera hacerlo. La libertad humana que no sufre mengua,
ciertamente, en la concepción del Evangelista, no basta, sin embargo, para dar razón de
la fe. Ninguno va a Cristo ni puede entregarse a él como a Hijo de Dios y ni siquiera
como a maestro enviado por Dios, si el Padre no le atrae. Cualquier teoría de la fe que
no acentúe esta condición esencial no puede titularse joannea. Con todo lo cual no
menospreciamos el valor objetivo de los signos y de los testimonios preparatorios de la
fe auténtica; sólo reconocemos que es indispensable la acción divina que haga posible
franquear los umbrales de la fe. De hecho, al sentar Juan que ninguno va a Cristo sin la
atracción del Padre, sobreentiende que en el orden de la vida sobrenatural todo es dado:
tanto el Verbo encarnado de cuya plenitud hemos recibido todos (1,16), como la fe por
la que la Luz y la Vida hacen su entrada en el alma haciéndonos hijos de Dios, sin
olvidar tampoco las disposiciones mas remotas de los que se someten al Maestro una
vez le han conocido.
Tradujo y condensó: JULIÁN MARISTANY
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