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Los caminos
en la historia del territorio
José Ramón Menéndez de Luarca
DESCRIPTORES
VÍAS VERDES
HISTORIA DE LOS CAMINOS IBÉRICOS
CAMINOS Y MODERNIDAD
CONCEPTO DE CAMINO
LENGUAJE TERRITORIAL
Introducción
En las líneas que siguen se recogen algunas consideraciones sobre la importancia de la caminería en la construcción histórica
del territorio surgidas a lo largo de un, ya largo, proceso de investigación realizado en gran parte en colaboración y continuo
debate con Arturo Soria, por lo que resulta difícil distinguir la
autoría de muchos de los temas que aquí se exponen. La citada colaboración se inicia en 1985 con un estudio sobre el Camino de Santiago. Como resultado de esas investigaciones se
redactó en 1993 para los Ministerios de Cultura y Obras Públicas un estudio marco de coordinación para el planeamiento especial del Camino de Santiago, nunca aplicado. Sin embargo,
sobre la base de los estudios preparatorios, en los que había
colaborado un conjunto de notables profesionales, Arturo Soria
redactó el libro Los Caminos a Santiago, publicado en 1992.
Con el curso del tiempo, el tema de investigación se amplió
de la mera consideración del Camino de Santiago al estudio
del proceso de construcción histórica del territorio del norte de
la Península Ibérica que tenía como eje dicho Camino. Arturo
Soria se ocupó del área Noreste y el que firma este artículo del
Noroeste. En 1991 se publica La Construcción del Territorio,
Mapa Histórico del Noroeste de la Península Ibérica, bajo mi
autoría, con un largo capítulo introductorio de Arturo Soria,
sin haberse podido concluir el trabajo sobre el ámbito oriental.
Simultáneamente el mismo método se aplica a otras áreas
geográficas, como es el caso del estudio de la red de caminería
califal con centro en Medina Azahara y Córdoba, incluida en el
Plan Especial de Medina Azahara, en colaboración con Lucrecia Enseñat y Pau Soler. Más recientemente se ha profundizado
en un ámbito específico del Noroeste, en Asturias y Cantabria.
En el momento en que se redactan estas líneas se encuentra en prensa el libro La Construcción del Territorio Asturiano,
que incluye una detallada descripción de la caminería histórica de la región por parte de Pedro Pisa. Como resultado de
este estudio se está planteando un Plan Especial de Protección
de la Red de Caminos Históricos del Principado de Asturias.
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En el artículo se ha tratado de reflejar esquemáticamente
el largo proceso temporal seguido por la investigación. En un
primer momento, se comienza por un estudio de la caminería
histórica a partir del Camino de Santiago; en una segunda
fase se trata de integrar la red caminera en el conjunto del sistema territorial, concebido como una gran construcción histórica; más adelante se pasa a un entendimiento del territorio
como lenguaje a descifrar, para finalizar con diversas propuestas de aplicación de ese lenguaje a nuevos programas de
ordenación territorial.
La génesis de la red caminera
en la Península Ibérica
La práctica de caminar grandes distancias, con todo lo que
implica de lentitud e incomodidad, se está convirtiendo en
una experiencia universal en lo que se conoce como vías verdes y que en nuestro país afecta también a otros itinerarios
históricos, comenzando por la extraordinaria difusión del peregrinaje a Santiago y continuando por la frecuentación de
las cañadas y calzadas romanas. Lo más llamativo de este
movimiento es su condición de ruptura radical con las metas
que habían guiado la evolución de los transportes propia de
la modernidad, lo que lo convierte en otro síntoma de un profundo cambio de valores que acompaña a la finalización de
un ciclo histórico y a la apertura de una nueva era. Para entender este proceso debemos encaminarnos en un fascinante
viaje que recorre una historia varias veces milenaria.
La aparición de los primeros signos de una organización
caminera coincide con la de las primeras construcciones territoriales conocidas, los monumentos megalíticos, túmulos sepulcrales erigidos en memoria de los antepasados, alineados
a lo largo de las vías de cresta, como la que a lo largo de la
sierra de la Faladoira conduce a la Estaca de Bares, el punto
más septentrional de la península, a lo largo de la cresta que
separa las provincias de Lugo y Coruña. La importancia seña-
Foto: JOSË LATOVA
lizadora de estos hitos que ocupan lugares de especial significación territorial explica su sorprendente permanencia como
jalones milenerios, no solamente de los viejos caminos, sino de
muchas de las actuales divisiones administrativas (Fig. 1). Más
tarde, los caminos se conforman como nexo entre los primeros asentamientos fortificados, los castros, dando lugar a una
tupida red que se perpetúa en los viejos caminos reales, que
han perdurado hasta la moderna creación de las carreteras.
Los geógrafos clásicos, dentro de una idealizada imagen
triangular de la Península Ibérica, destacan en la primitiva red
caminera un triángulo viario según trayectos paralelos a los
tres costados marítimos: el que se convertiría en el Camino de
Santiago al Cantábrico, la Vía Hercúlea al Mediterráneo y la
Vía de la Plata al Atlántico. Los vértices de confluencia quedan señalados por tres hitos: la Torre de Hércules coruñesa,
la antiguamente existente en Cádiz con igual denominación y
el Mons Júpiter (Monjuich). Ambos aspectos, viario y monumental, se atribuirían al mito de Hércules (Figs 2 y 3).
Será con la civilización romana con la que se establezca
una red caminera integrada, la red de calzadas. Las calzadas, como vehículo de expansión de la escritura y de la lengua y la cultura romana, representan la máxima relación entre lengua, signo y camino, cuyo reflejo material se expresa
en los epígrafres miliarios.
Tras la caída del imperio, los pueblos germánicos discurren por las antiguas calzadas y, entre ellas, destaca durante
el reino visigótico y el califato un gran eje vertebrador que,
en palabras del Moro Rasis, de Carmona conduce a Narbona, con fin en Constantinopla. De ese eje se desprende un importante ramal hacia occidente, por donde discurren la mayoría de la razias califales sobre los reinos del norte y que,
con el tiempo, se convertirá en el camino de Santiago.
El avance de la reconquista, desde los minúsculos reinos
del norte, se produce a largo de los meridianos. Una de las
motivaciones de aquel centenario esfuerzo bélico, emprendido
Fig. 2. La configuración triangular de la Península Ibérica, en el mapa
de Germano de 1470 de la Geografía de Ptolomeo. Biblioteca del Escorial.
Foto: E. ZAMARRIPA
Fig. 1. Dolmen de Dombate, A Coruña.
Fig. 3. La torre de hércules en La Coruña.
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Fig. 4. Trazado Norte-Sur de las principales cañadas reales según M. Bellosillo.
Foto: ARCHIVO CEHOPU
por una sociedad móvil y ganadera, se encontraría en la búsqueda de un complemento invernal a los pastos montañosos
del norte en las dehesas meridionales. Se generará así un movimiento recurrente canalizado por las cañadas reales (Fig. 4).
A lo largo de ese avance según caminos paralelos se va configurando la diferenciación lingüística y cultural de los distintos reinos: el Galaico Portugués sobre el camino atlántico (Camino Portugués); el Astur Leonés en el Camino de la Plata,
Castellano en el eje Burgos-Valladolid hasta Sevilla que, con el
transcurso del tiempo, se convertirá en el gran eje comercial
que une los Puertos de Bilbao y Sevilla con la feria de Medina,
y, finalmente, el Catalán sobre la vía Augusta mediterránea.
El nacimiento del Camino de Santiago
A la diversidad altomedieval, heredera de la fragmentación
del mundo romano, se opone, a partir del siglo XI, un ideal de
unificación europea de la cristiandad. Ese impulso unificador,
conducido por las grandes órdenes monásticas, dará lugar a
importantes transformaciones en todos los órdenes: la escritura, la liturgia, la música, el arte románico, etc. De nuevo será un camino, en este caso el Camino por excelencia, el que
vehicule y vertebre todo ese movimiento europeo. El “homo
viator” simboliza el impulso generalizado al movimiento que
entonces se experimenta y que encuentra su satisfacción en
los desplazamientos masivos sobre el camino.
La invención de un gran hito, la tumba apostólica, sacraliza el Finis Terrae en el extremo occidente. La importancia capital de ese lugar se expresa claramente en los primitivos mapas en Tau (Fig. 5). En ellos se representa un gran eje cósmico, que describe el camino seguido por la historia de la hu70
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Fig. 5. Mapa medieval del Beato de Osma.
manidad, desde el Paraíso, en la cabeza oriental, al umbilicus mundi, correspondiente al trivio cósmico de Jerusalén,
donde supuestamente se cruzan los brazos de la gran T formados por el tronco del Mediterráneo con la transversal del
Bósforo y el Mar Negro, para continuar al subcentro de Roma y finalizar en el extremo del mundo en Santiago. A partir de esa concepción, al peregrino se le ofrece la posibilidad
de emprender el viaje hacia los orígenes, Jerusalén, hacia el
centro, Roma, o hacia el ocaso, Santiago.
En nuestra península ese gran eje de oriente a occidente,
al cortar los citados caminos de directriz Norte-Sur de la reconquista, sirve como nexo de integración entre la diversidad
de los distintos reinos (Fig. 6). En esos puntos privilegiados de
Fig. 6. La red de caminos de peregrinación. Elaboración propia.
intersección surgen las principales ciudades donde se asientan
las capitales políticas y religiosas: Jaca en Aragón, Pamplona
y Nájera en Navarra, Burgos y Carrión en Castilla, Sahagún,
León y Astorga en León, y, finalmente, Santiago en Galicia.
La crisis de la caminería
Son bien conocidas las causas que motivaron la crisis del peregrinaje con el fin de la Edad Media y el comienzo de la
Edad Moderna. En unos casos se trataba de cambios religiosos, como la ruptura de la unidad del mundo cristiano con los
movimientos reformistas, en otros, de una profunda mutación
en los hábitos culturales y sociales impulsada por el Renacimiento. En primer lugar, el afianzamiento del poder de la burguesía en las ciudades, con la consiguiente desvalorización
del espacio rural, sede de los cada vez más despreciados rústicos y villanos. Frente a la idealización del “homo viator” medieval se propone la estabilidad del burgués ciudadano.
Con La Edad Moderna, la máxima expresión urbana se
concentra en la ciudad capital del Estado, y desde ella la relación del poder con el territorio no se produce por contacto
directo, como el establecido por las cortes itinerantes medievales, sino que se intrumentaliza con la mediación de correos
especializados.
Dentro de la tendencia a establecer conexiones entre la
capital y un espacio dependiente, cada vez más extenso, que
caracteriza al Estado moderno, surge una de las características distintivas de la modernidad, el ansia de la velocidad, el
conseguir alcanzar distancias cada vez mayores en tiempos
cada vez más cortos y con el menor esfuerzo para el viajero
(Fig. 7). Con ese fin se comienza, a partir de los primeros pla-
Fig. 7. Red radial de Diligencias. A.H.N.
nes de carreteras de la segunda mitad del siglo XVIII, por establecer trazados rectilíneos, a costa de vencer cualquier dificultad, como decían los ilustrados, ya que solo importa la meta final y no el espacio atravesado. Esa mejora de las infraestructuras permite acelerar la marcha, que evoluciona en las
caballerías del paso al trote y al galope en el vehículo de postas. Las limitaciones que implicaba esta nueva forma de moverse fueron ya expuestas por Jovellanos en el siglo XVIII. En
sus Cartas a Ponz, con ocasión de un viaje a Asturias en coche de caballos, comenta: “La celeridad de las marchas ofrece los objetos a la vista en una sucesión demasiado rápida
para poderlos examinar, el horizonte que se describe es muy
ceñido, muy indeterminado, variando de momento en moI.T. N.o 69. 2004
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Fig. 8. Ordenación estrellada de la caminería en Aranjuez en un grabado dieciochesco de D. Tomás. SGE.
mento y nunca bien expuesto a la observación analítica”. Observaciones que repetirán sucesivamente, y de forma más
acentuada, los viajeros del ferrocarril, los que circulan en automóvil por la banda segregada de la autopista, encapsulados por el aire acondicionado y, aún más claramente, los viajeros del AVE y del avión. Un proceso en el que se combina la
tendencia a anular el tiempo, con la conquista de la velocidad, con un progresivo aislamiento del espacio.
Esa idea del territorio, concebido como un mero obstáculo que ha de superar el viajero, y al que se priva de cualquier
significado en sí, es una clara consecuencia de la concepción
cartesiana instaurada en la modernidad: un espacio geométrico definido exclusivamente por sus coordenadas. Cualquier
punto es igual a cualquier otro, anywhere is nowhere. Así en
el relato utópico Sinapia, atribuido a Campomanes, en el que
se propone una división en damero de la Península, se afirmaba: “Quien ha visto una villa las ha visto todas, pues todas
son iguales, y quien ha visto éstas ha visto las ciudades, pues
solo se diferencian en el número de barrios”.
Sobre un espacio neutralizado, dominado por el sistema
gravitatorio de ciudades, según el modelo de la física de Newton (Fig. 8), la ciudad sol, capital del Estado, concentra todos
los valores y se convierte en el origen de radiación de caminos rectilíneos, como se reflejaba en la utopía del P. Sarmien72
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to, en la que la red de carreteras debía seguir los 32 rumbos
de la aguja de marear con centro en el Palacio Real madrileño. Este conjunto de utopías alucinadas nos muestra que, en
último extremo, la negación del sentido en el espacio y el tiempo, conduce a la sinrazón, la enajenación, la locura, como
afirmaba Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”.
El renacimiento del caminar
Ya en el siglo XX la prevalencia del automóvil conduce al abandono de los viejos caminos, que quedan olvidados. La puntilla
final se producirá con el borrado generalizado de nuestra herencia territorial perpetrado por los programas de concentración parcelaria. En la búsqueda de una total abstracción geométrica se produce la desaparición de los antiguos límites, hitos, calzadas, caminos reales, etc.
Sin embargo, el movimiento de modernización de los sistemas de transportes, con el objetivo de concentrar los recursos
del territorio en un movimiento centrípeto hacia la capital, acaba, desde fines del XIX, por promover el fenómeno contrario, la
dispersión de viajeros hacia el campo. Este fenómeno comienza de forma minoritaria en los viajeros románticos, en su búsqueda de lo peculiar y lo vernáculo, en clara contradicción con
los ideales de la anonimia racionalista de los ilustrados. En la
estela de esos viajeros se fundan las sociedades excursionistas,
A la búsqueda del significado
primigenio del caminar
En la búsqueda de un método que nos conduzca a un mejor
acomodo con nuestro entorno, la propia raíz etimológica de
la palabra, meta-odos, el camino hacia una meta, nos ofrece
la clave. Será precisamente el caminar, con su inmersión en
la naturaleza, frente a la concepción meramente intrumental
del viaje, la experiencia que nos haga conscientes de la profundidad de reconocimiento del espacio, en un disfrute y experiencia más relajada del tiempo, algo que creemos ha lanzado a tantos caminantes religiosos y agnósticos a recorrer
ese camino con la clara meta de Santiago.
Gran parte de los problemas asociados a la crisis de la
caminería provienen de la extendida creencia de que lo que
importa es el destino y no el camino. Frente a esa tendencia
deberíamos recuperar la emoción del descubrir, al tiempo que
se camina, con el continuo riesgo de perderse, tantos viejos
caminos que nos conducen por los grandes itinerarios históricos, hoy desgraciadamente olvidados.
Si los antiguos caminos han venido siendo hasta ahora
despreciados, al haber sido desplazados en su función de relación espacial por las carreteras y las modernas redes de te-
Foto: J. GUAL
un germen en el que nacen los movimientos regionalistas y nacionalistas, con la reivindicación de las lenguas autóctonas. A
esas sociedades se debe también la reivindicación del pasado
rural olvidado y el alpinismo y, con ello, la instauración de la
política conservacionista de los Parques Nacionales.
Otro movimiento, contemporáneo de aquél, y en muchos
puntos confluyente, es el de la Institución Libre de Enseñanza.
En su intento de conjuntar tradición y modernidad, Joaquín
Costa proclama la necesidad de volver a frecuentar las viejas
rutas en busca de nuestras raíces históricas. Uno de los más
destacados representantes de esa práctica será D. Ramón
Menéndez Pidal, al recorrer en mula las rutas del Cid, y seguir los caminos apartados en persecución de los viejos romances. Idéntico proceder siguen Sánchez Albornoz y Uría,
en la investigación de las calzadas por las que se desarrollaron las incursiones califales hacia los reinos norteños, o Saavedra y Dantín Cereceda para identificar las calzadas romanas y las cañadas reales respectivamente.
Podemos considerar como una postrera manifestación de
este fenómeno la publicación en la posguerra española del
Camino de Santiago por Uría, Lacarra y Vázquez de Parga;
un libro fundamental en el renacimiento del interés por las peregrinaciones. Aunque durante varios decenios ese interés
permanece larvado y reducido a una minoría culta, a principios de los años ochenta se asiste a su súbita eclosión como
fenómeno de masas. Las causas que suscitaron ese nuevo despertar se encontrarían en la confluencia con la nueva sensibilidad respecto a la naturaleza que aportan los movimientos
ecologistas. Desde esos movimientos se ofrecía una visión crítica de los efectos negativos de la técnica y de las infraestructuras, todo ello dentro de un nuevo panorama cultural en el
que se cuestiona la vigencia de los postulados básicos de la
modernidad y del empirismo racionalista que los sustenta.
Fig. 9. Camino medieval en Cirauqui, Navarra.
lecomunicación, merecen ser rescatados del olvido por su relevante capacidad de intercomunicación temporal, como garantes de la integración espacial del legado histórico. Su importancia cultural radica en el hecho de que los caminos, con
independencia de su humilde apariencia material, ofrecen la
posibilidad de transformar la informe acumulación de antiguas construcciones dispersas en un sistema territorial (Fig. 9).
El paso de la consideración meramente instrumental del
camino y el viaje, propia de la modernidad, al descubrimiento de su sentido profundo, nos conduce a identificar el origen
del caminar con el de la humanización. De la consideración
inicial de una humanidad errante en pos de las manadas de
las presas que constituyen su alimento, se desprende la importancia del caminar como medio primordial de exploración
de la naturaleza, una exploración en la que, al desplazarse,
la percepción del espacio y del tiempo se integran en una
misma experiencia. La medición tradicional de las distancias,
hasta épocas muy recientes, en leguas u horas de camino revela esa integración de espacio y tiempo.
El caminar en un territorio desconocido presenta el peligro
de la pérdida, cuya máxima expresión es la muerte. Ese terror ancestral al extravío encuentra su expresión en el mito del
laberinto, una figura que aparece en todas las culturas (Fig.
10). Precisamente el miedo a traspasar ese límite hacia lo
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desconocido, en donde finaliza el camino de la vida, es otro
de los rasgos que diferencian al humano pensante del animal.
Como veremos, serán esos dos elementos, caminos y límites,
las piezas sobre las que se fundamenta nuestra propuesta.
El caminante, para no perderse en una naturaleza hostil y
desconocida, debe seguir las huellas de quien le precede. Seguir viene de la raíz sek, fluir, que nos explica la contradictoria denominación de tantos ríos sec-os como aparecen en
nuestra geografía, mientras que huella corresponde al griego
iknos, y el conjunto de sek e iknos, seguir las huellas, produce las voces signo y señal. De la misma raíz procede el inglés
seek, buscar, el español seguir y el latino segur, el que desvela los signos. El signo no es la cosa perseguida pero la representa. El signo nos remite a otra cosa, a la que conocemos
como significado, en este caso a la presa buscada. Por su permanencia, el signo es el soporte de la memoria, una forma de
superar la caducidad temporal reflejada por el límite de la
muerte. Será el juego de signos y significados la base sobre
la que se constituya el pensamiento y el lenguaje (Fig. 11).
La importancia del signo en las sociedades paleolíticas se
revela en el esplendor de las manifestaciones pictóricas, que
preceden en decenas de milenios a las primeras construcciones perdurables. Es sorprendente la plenitud con la que aparece el lenguaje pictórico, en simultaneidad con el lenguaje
hablado, tras la emergencia en Europa del homo sapiens sapiens. Su finalidad podría ser la compensación de la muerte
ocasionada a los animales cazados mediante la perduración
de su representación simbólica.
Los signos nos proporcionan la materia con la que podemos tejer el hilo de Ariadna que nos facilita la salida del laberinto, de ahí la importancia de los signos para orientarnos,
para buscar el camino, en nuestro vagar por el mundo, y así
sentirnos seguros.
Los signos se pueden formar atribuyendo un significado a
elementos naturales, como en los casos citados, o mediante
construcciones artificiales, descortezando árboles, hincando o
acumulando piedras, grabando o pintando las rocas. A partir de los signos se origina un lenguaje y se posibilita el establecimiento de una nueva relación, específicamente humana,
con la naturaleza y con los congéneres. De esta forma, se establecen términos, se acota el espacio y el tiempo y se crean
centros de referencia. Su importancia es tal, que pronto adquieren un carácter sagrado, tanto los hitos o términos territoriales, como los hitos temporales jalonados por las fiestas
del calendario. Su máxima expresión se encuentra en el mito
originario del paraíso, etimológicamente lugar acotado, un
espacio jalonado y cerrado, con caminos ciertos y orientados,
acorde con el orden celeste y terrestre.
El trayecto desde un origen perdido, el paraíso, hasta el
fin ineludible de la muerte, que nos espera en el centro del laberinto, aparece en muchas culturas como un camino que, como el sol, nos lleva del nacimiento al ocaso, un camino que se
prolonga en el más allá, guiado por los dioses conductores de
los muertos. La Comedia dantesca, desde su comienzo “Nel
mezzo del camin di nostra vita”, refleja ejemplarmente esa
concepción de la vida terrestre y la ultratumba como camino.
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Fig. 10. Imágenes del laberinto en diversas culturas,
según A. de la Peña y J.M. Vázquez Varela.
Fig. 11. Representación de huellas en un petroglifo gallego,
como marco delimitatorio, según A. de la Peña y J. M. Vázquez Varela.
Lo que aquí nos interesa, es el establecimiento de unos
signos de orientación, que permitan al hombre entender las
peculiaridades del lugar en que se asienta, al objeto de lograr
integrarse y habitar en él. Se trata siempre de un proceso de
artificialización de la naturaleza, pero de índole más blanda
que el que se deriva de los fines productivos, ya que contra-
pone el diálogo al siempre agresivo impacto transformador;
el proceso de humanización de la naturaleza del que aquí vamos a tratar consiste en la personalización del lugar, de forma que pueda ser interpelado como un interlocutor de ese
diálogo, algo que nos aproxima al pensamiento mítico.
El carácter fundamental de esta aproximación se comprende si consideramos su papel en la emergencia de la singularidad respecto a la naturaleza que constituye la racionalidad
humana. El despertar de la conciencia y la reflexión produce
un desgarro frente a la condición de naturalidad de la inserción del animal en el medio, para otorgarle el papel angustioso de un observador extraño de un mundo incomprensible.
Una situación perfectamente simbolizada en el mito de la expulsión del paraíso al probar el fruto del árbol de la sabiduría.
Las bases del lenguaje territorial
El grupo humano en su deambular en el mundo se encuentra
con una multiplicidad de configuraciones estáticas o en movimiento que conviven sobre la misma superficie terrestre, o
se vislumbran en la lejanía inalcanzable de la bóveda celeste. El instrumento que el ser humano emplea para incorporar
en su mente esos seres del mundo es el de la significación. Se
trataría de un proceso de identificación, mediante su consideración como signo, al que se le aplica un significado. De
esta forma es posible la orientación y la integración en el lugar que se habita.
En la atribución de un significado al mundo, y en el acto
de orientación, se busca dotar de una organización mental a
un entorno que inicialmente se presentaba como un caos.
El vocablo orientación nos remite etimológicamente a la observación del curso del sol, que se desplaza desde oriente, de
orior nacimiento, hasta occidente, de occido muerte, un periplo
que se repite inexorablemente con el transcurso de los días. Esta observación facilita el establecimiento de una direccionalidad en el espacio (Fig. 12), por encima de las particularidades
de un lugar desconocido, a la vez que acota el discurrir del
tiempo mediante la percepción de su división regular en días.
En la noche el papel orientador se transfiere a los astros, que
revelan otras pautas temporales. La regularidad aparentemente inmutable de los astros frente la aparente aleatoriedad, imprevisión y precariedad de los sucesos terrestres, les va a convertir en signos dotados de un carácter trascendente que conduce a su divinización como garantes del acontecer futuro. Pero también en la tierra los elementos más perdurables y destacados son objeto de un significado sacro, como nos informa
Martín Dumiense al referirse en el siglo VI al culto mantenido en
el ámbito rural del Noroeste a los montes, los ríos, las fuentes
las rocas y los grandes árboles. Como vemos, la profundidad
temporal otorga un significado privilegiado al objeto espacial.
Pero el signado de los lugares y tiempos para conseguir
su humanización no se limita a la sacralización; una vez desarrollado el lenguaje hablado, el procedimiento identificador
más habitual es el de personalizar un lugar mediante el otorgamiento de un nombre, el topónimo, que suele referirse a las
características de la base natural: la tierra y las rocas, a la vegetación, fitotoponimia, a la orografía, oronimia, o a los cur-
Fig. 12. La organización del territorio a partir de dos ejes ortogonales
de orientación: cardo y decumano. Grabado de Los Gromáticos.
Miniatura del siglo VI del código Arcenarius. Herzog August Bibliotek.
sos de agua, hidronimia, etc. También son frecuentes las referencias a las intervenciones humanas, bien sean infraestructuras lineales de caminos y límites o construcciones e hitos
puntuales. En otros casos se trata de nombres de personas,
antroponimia, pratronímicos personales, o de grupo, muchas
veces recuerdo de un primer o primeros habitantes, míticos o
reales, considerados como fundadores de la estirpe del lugar.
En el procedimiento toponímico, por el que se alcanza la síntesis entre lenguaje hablado y territorio, la estratificación temporal en el espacio se manifiesta en la perduración de denominaciones correspondientes a antiguas lenguas del más remoto pasado, cuyo significado se ha perdido y que se reinterpretan por los nuevos vocablos.
Si el rasgo fundamental que singulariza lo humano es la
conciencia de los límites de su existencia y, a partir de ahí, la invención de un lenguaje de comunicación que busca trascenderlos, la humanización de un territorio se traduce consecuentemente en el establecimiento de dos redes complementarias con
las que aprehender el espacio: una red de límites que lo fragmenta en porciones controlables, y una red de comunicaciones
que interrelacione esa fragmentación.
El establecimiento de límites: parcelarios, municipales, o
regionales, incide en la preservación de lo que es propio, lo
específico, lo que identifica cada lugar. Por el contrario, la
red de caminos establece el nexo por el que esas peculiaridades se integran en una cultura común. De ahí que la superación del conflicto tan actual en la concepción territorial como es la confrontación entre la reivindicación de la identidad
local frente a lo global, o viceversa, deba encontrase en ese
equilibrio entre el establecimiento de fronteras y el fomento de
las comunicaciones, entre límites y caminos.
Con estos tres mimbres, el camino, el límite y el signo, se
puede urdir el entramado de la humanización del espacio y
el tiempo que conforman el entorno. Hasta ahora hemos dedicado algún tiempo a la interrelación del camino y el signo,
toca ahora el turno de adentrarse en el significado del límite.
Dentro de la imagen de una humanidad errante que abre
caminos en la exploración del territorio, la presencia de distintos grupos que entrecruzan sus rutas conduce inexorablemente
al conflicto por el uso preferente del territorio, un tipo de situación que en el reino animal se resuelven con la agresión, mienI.T. N.o 69. 2004
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Foto: J. GUAL
Foto: J. GUAL
Fig. 13. Ara de lares viales en Bouzoa, Lugo.
Fig. 14. Rollo de Azofra; señala la intersección del Camino.
tras que el lenguaje humano permite la resolución dialogada y
pactada. A los interlocutores de ese pacto se refieren los nombres de algunos mojones de delimitación con los significativos
nombres de Los Cuatro Jueces, Los Tres Señores o los Tres Reyes.
Una vez delimitado un territorio, pierde su condición de
espacio inaprensible e indefinido, con lo que se facilita su
comprensión. Recientemente, Eugenio Trías ha tratado sobre
la percepción del nacimiento y de la muerte como fundamentos de la condición humana como ser del límite, origen del
significado y del lenguaje. La íntima relación entre los límites
espaciales y los límites temporales de nacimiento y muerte,
que acotan temporalmente la existencia humana, se refleja,
por una parte, en la ancestral práctica, recomendada por los
agrimensores romanos, de utilizar las tumbas como hitos de
delimitación, y, por lo que se refiere a la generación de un
nuevo comienzo, se evidencia en el inequívoco carácter fálico de algunos mojones. Para afianzar esa especial significa76
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ción de los límites se los acaba divinizando bajo la advocación del dios Terminus. Como en otros casos, esa práctica será después cristianizada en las cruces de término.
La dotación de un significado sacro a los caminos es aún
más evidente. También aquí, en la antigüedad, existían dioses
específicos, como los lares viales (Fig. 13), con sus aras de
dedicación, cristianizadas después en forma de cruceros, humilladeros y petos de ánimas. Por otra parte, la práctica de la
peregrinación, común en todas las culturas, abunda en el mismo sentido. Frecuentemente, la peregrinación se considera
una imagen de la muerte como viaje al más allá, una idea en
la que el camino se concibe como una superación del límite.
Aunque límites y caminos tienen una finalidad contrapuesta,
unos y otros tienen en común su carácter lineal y su organización en redes que se entrecruzan en puntos privilegiados (Fig.
14), dotados de un especial significado. Los cruces de caminos,
los trivios, son los lugares más frecuentados, triviales, que se
convierten en centros de sociabilidad, y que a la vez presentan
el peligro de la confusión y el extravío. A los espacios de pacto
que suponen los cruces de límite ya nos hemos referido. Mayor
importancia aún tienen los puntos en que los caminos transgreden los límites, los puertos y puertas, que por su vocación de intercambio tienden a convertirse en centros de caminos. Un caso
paradigmático es el de la Puerta del Sol de la muralla medieval
madrileña, que con el paso del tiempo se transformará en centro urbano y, finalmente, en origen de las carreteras del Estado.
Desde el punto de vista de la temporalidad, los caminos y
los límites representan dos condiciones extremas en la experiencia de frecuentación del espacio y de la velocidad de desplazamiento. El camino correspondería a la línea de máxima
frecuentación y velocidad, frente a la posición del límite como
lugar de paso prohibido y, por tanto, donde no hay desplazamiento. De esta forma, el camino como banda pisoteada, calcada, de donde deriva el nombre calzada, se caracteriza por
presentar la tierra desnuda, mientras que el límite, como línea
no hollada, se manifiesta, al menos en la España verde, por la
aparición de los setos, las sebes, únicas bandas que mantienen
los vestigios de la vegetación climácica en las zonas cultivadas
(Fig. 15). Entre ambas situaciones extremas aparecen áreas con
grados intermedios de frecuentación, y por tanto de intervención humana, desde la más intensiva de las huertas y terrazgos,
hasta el siguiente grado de los pastos y el mínimo de los montes. Unos índices de frecuentación que invierten su jerarquía si
se los considera desde el punto de vista de la presencia animal.
La extensión sobre un territorio de las redes complementarias limitánea y viaria permiten su asimilación por parte de
una comunidad humana. Pero no estamos hablando de estructuras estáticas, sino de un proceso histórico continuado en
donde se superponen unas redes sobre otras y, si bien, frecuentemente, los signos permanecen, con el transcurso del
tiempo se van enriqueciendo con nuevos significados, con lo
que a menudo las vías se convierten en límites o viceversa.
Esa concepción humana del territorio como una extensión
aprehendida entre la malla de límites y reconocida a través de
la red de flujos de los caminos, se aplica también al soporte natural. Desde este punto de vista, la red hidrográfica correspon-
Foto: ARTURO SORIA
Fig. 15. Mosaico de sebes en Cantabria.
Departamento de Geografía. Universidad de Cantabria
Fig. 16. El puente de Puente la Reina, origen de la villa del mismo nombre,
señala la importancia otorgada a la intersección del río y el camino.
dería a la red viaria y las divisorias de cuenca a la red de límites. También aquí se observa el carácter ambiguo de la distinción entre unas y otras redes, pues no es infrecuente que, desde el punto de vista del caminante, se inviertan los papeles asignados, de forma que los cordales se convierten en cauces de
movimiento, mientras los ríos actúan como barreras (Fig. 16).
El lento proceso por el que el hombre trata de organizar
en un sistema dotado de significado al marco espacio-temporal en el que habita, conduciría hipotéticamente a la propia
estructuración de su mente. De este modo, a través de la interrelación con el medio, se configuraría su plena racionalidad
como ser sociable y dialogante, y se gestaría el lenguaje hablado. La racionalidad humana nos remitiría en última instancia a su peculiar forma de encontrar, o más bien crear, un
nuevo acomodo en el medio natural.
En apoyo de esta hipótesis puede citarse la correspondencia del vocabulario territorial con la terminología del pensamiento más abstracto. Ocurriría como si el vocabulario surgido en el primigenio reconocimiento territorial se remansara en
lo más recóndito de la mente, de donde surgiría a través de la
profundización del pensamiento tanto filosófico, como religioso y místico, donde volvemos a encontrarnos atrapados en la
red caminera y limitánea. Tal es el caso, por lo que se refiere
a los caminos, de la palabra método, en la que antes nos hemos detenido, y de la palabra teoría, originalmente camino
de peregrinación a un santuario. En el caso de los límites, Ortega ha tratado la importancia del vocablo término. “Terminus
eran los montones de piedra y luego los mojones que separaban los campos”. “Término es, por tanto, el pensamiento acotado por nuestra mente”. El vocablo concepto, etimológicamente espacio acotado, expresa la misma idea. Por lo que se
refiere a la religión, resulta obvia la frecuente identificación de
Cristo con el camino o con la puerta, o las continuas referencias de los místicos a tránsitos y transportes, por no referirnos
a la idea de paraíso y su etimología de lugar bien delimitado.
Por tanto, si el territorio ha sido el campo de elaboración
del lenguaje del pensamiento, debería ser posible recorrer el
proceso contrario, que nos conduzca a concebir una lengua
específicamente territorial, cuya materia se encontraría en los
conceptos que acabamos de exponer. Se trataría de un lenguaje en que el lugar se configura como una construcción histórica a lo largo del tiempo. A través de la hibridación de
procesos naturales y artificiales el espacio se enriquece con
una significación creciente y diversificada, hasta adquirir una
personalidad compleja.
Al igual que Aristóteles en la Política considera el lenguaje humano, el logos, como fundamento de la especial relación
de afecto, filia, que caracteriza la sociedad de la polis frente
a las comunidades animales, la organización territorial debería fundamentarse sobre un lenguaje capaz de expresar la especial filia que relaciona no solamente a la sociedad consigo
misma sino también con el cosmos. Si antes hemos planteado
la hipótesis de que el lenguaje hablado se originara en el terror del hombre ante una naturaleza desconocida y peligrosa,
podríamos ahora plantear que un nuevo terror de signo contrario, el que provoca la conciencia del peligro que la técnica
humana supone para la pervivencia de la biosfera, motivaría
la aparición de ese lenguaje territorial que aquí se propugna.
El desciframiento de las claves de este lenguaje permitiría
establecer las bases de la búsqueda de la convivencia del
hombre y la naturaleza en el espacio y el tiempo. Al mismo
tiempo, puede plantearse la conveniencia de establecer un
nexo de comunicación entre las distintas disciplinas que afectan al territorio, algo que no es contradictorio con la profundización sectorial en su ámbito específico. Ese lenguaje común conduciría al pacto interdisciplinar y a la búsqueda de
los lugares significativos de intercambio entre las aproximaciones sectoriales. Aunque el lenguaje que proponemos se refiera aparentemente a cuestiones formales que puedan parecer secundarias, la importancia de mantener las formas, y la
adecuación entre signos y significados, resulta fundamental
para la búsqueda de una síntesis entre el presente y el legado histórico y entre la cultura, la técnica y la ciencia, en sus
diversas manifestaciones.
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José Ramón Menéndez de Luarca
Arquitecto
I.T. N.o 69. 2004
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