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QUIZÁS SUCEDIÓ ASÍ...
“Dejarlos atrás”
“Patria es el lugar donde están enterrados
nuestros muertos y donde nosotros seremos enterrados”.
Ernesto Sábato
Cantalupa – Piamonte, 1914...
En todo “il borgo” se hablaba de la guerra. En la plaza, en la iglesia,
en el mercado, no había otro tema.
La semana anterior, el Imperio Austrohúngaro había declarado la
guerra a Serbia, como respuesta al asesinato del heredero al trono de
Viena, el archiduque Francisco Fernando. Rápidamente, las naciones
vecinas iban tomando parte en el conflicto y, aunque Italia aún
permanecía neutral, no se sabía cuánto tiempo se mantendría esa
situación.
La idea de emigrar se iba extendiendo con creciente urgencia.
Muchos pensaban que era mejor hacerlo cuando todavía hubiera
tiempo; sólo unos pocos creían que la guerra no duraría mucho.
Por todas partes, grupos de hombres y mujeres discutían sobre la
participación de Italia en el nuevo conflicto bélico.
—Italia debería continuar siendo neutral. Después de todo, son las
grandes potencias las que tienen intereses en juego.
...
—El asunto no es tan sencillo...
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Liliana Fassi
...
—Si nuestro país entra en guerra, mi Giacomo será reclutado. No
soportaría perder otro hijo...
...
Vittoria salió de la iglesia y cruzó el viejo puente del monasterio,
camino a la casa en la que vivía con su madre y sus hermanos. Delgada,
aunque con rostro regordete, una blanca mantilla de encaje cubría su
cabello corto y oscuro. Bajo sus cejas gruesas, sus ojos eran dulces y
francos.
Su paso rápido no le impedía observar a los vecinos con los que se
cruzaba y escuchar fragmentos de su conversación. Saludaba a unos
y otros, todos conocidos en ese pueblo donde su familia era una de
las más antiguas, descendiente de los pocos sobrevivientes de una
epidemia de peste que, en los años 1600, diezmara la población.
—Buongiorno signora Teresa!
—Addio, Vittoria, saluda a tu madre de mi parte.
Había recorrido más de la mitad del camino cuando encontró a
su madre, que regresaba de la casa donde trabajaba como sirvienta.
Marzialina era pequeña y delgada; llevaba el cabello claro estirado hacia
la nuca. El entrecejo fruncido, las profundas arrugas a los costados de
la boca y la mirada triste delataban que, en sus 51 años, había visto y
vivido demasiadas cosas; cosas que su hija apenas podía imaginar.
Vittoria la tomó del brazo afectuosamente y caminaron juntas por
una angosta y sinuosa callejuela que, hacia el norte, terminaba al pie
de la montaña.
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—Madre –dijo- los rumores son cada vez más preocupantes.
Alemania se alió a Austria y dicen que Francia tomará partido por
Serbia.
—Otra vez la guerra –respondió Marzialina con tono cansado-. Aún
no pasaron dos años desde que terminó la última y de nuevo el horror...
—Y ahora parece peor –afirmó su hija-. Aquella vez los campos de
batalla estaban al otro lado del Mediterráneo, pero ahora...
—Ahora –la interrumpió Marzialina con la mirada perdida en una
imagen que sólo ella podía ver- las trincheras estarán mucho más cerca...
quizás a las afueras del pueblo... y los cañones, las ametralladoras... los
desertores...
—La gente habla de partir. Muchos están pensando en emigrar a
América. Cuando salía de la iglesia escuché al signore Francesco decir
que se irá a la Argentina ni bien tenga su pasaporte.
—Hace años que sus hijos están allí, al igual que tu tío Gioaquino y
tus hermanastros Carlo y Teodoro.
—¿Cree usted que nosotros deberíamos hacer lo mismo? –Vittoria
no pudo evitar el temblor de su voz.
Marzialina no respondió, pero la joven sospechaba que la idea daba
vueltas en su mente en los últimos días.
Cuando Medina, su hija mayor, se fue a la Argentina a poco de
casarse, temió no volver a verla. El matrimonio tenía la intención de
regresar cuando hubiera ganado el dinero suficiente para mejorar su
vida, pero Marzialina nunca pudo desechar la íntima convicción de que
jamás volvería abrazar a su primogénita.
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Luego de la conversación con Vittoria, se le hizo difícil conciliar
el sueño por las noches: permanecía despierta durante largas horas,
dando vueltas en la cama y preguntándose qué era lo más conveniente
para la familia. La asustaba pensar qué sería de ellos si Italia entraba
en guerra. El temor por sus hijos le oprimía el pecho. Mario tenía seis
años y podía considerarlo a salvo, pero Oreste, a sus 11, corría el riesgo
de ser reclutado si el conflicto se prolongaba algunos años.
Ella había sido testigo del sufrimiento que la muerte de Giuseppe
había producido en su esposo. El hijo mayor, nacido del primer
matrimonio de Giovanni Battista, había perdido la vida en la guerra de
Abisinia, el año anterior al nacimiento de Vittoria.
Recordó el día que trajeron a su marido a la casa, cuando cayó del
andamio en el que trabajaba y golpeó su cabeza gravemente. Durante
los largos meses que permaneció postrado, con la mente extraviada
en quién sabe qué laberintos, siguió invocando porfiadamente al hijo
perdido.
A su lado, Vittoria, igualmente insomne, la escuchaba removerse
inquieta. Sus 17 años le permitían comprender la realidad y creía
adivinar lo que preocupaba a Marzialina. Si la guerra duraba mucho
tiempo, las cosas se pondrían más difíciles de lo que ya eran. Ambas
trabajaban como domésticas en casas ricas, mientras que los niños
ayudaban en distintos quehaceres cuando no iban a la escuela. Ello
les permitía sobrevivir, pero si Italia tomaba parte en la guerra las
vidas de todos se verían trastocadas: mucha gente dejaría el pueblo, se
volvería difícil conseguir trabajo e incluso alimentos pero, sobre todo,
sería más peligroso dejar el país, ya fuera por tierra o por mar, con los
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campos de batalla a uno y otro lado y con el riesgo de que los barcos
que los llevaban fuesen atacados y hundidos.
Poco a poco, Marzialina fue afirmándose en la idea de partir. No
ignoraba que el desarraigo sería doloroso para sus hijos. Ella nunca
conoció a sus padres y el orfanato donde creció no podía considerarse
su hogar. En aquel tiempo, la única “familia” que tenía era Luigia
Pavese, la madrina de Vittoria.
Marzialina recordó los largos años compartidos con su amiga en el
“ospizio” de Pinerolo. Por las noches, las dos solían esperar el sueño
inventándose historias que consolaran su abandono. Ella decía que
su madre era una maestra, hija de una acomodada familia de Cavour,
que la había obligado a entregar a su niña recién nacida porque no
podía aceptar la vergüenza de esa nieta sin padre conocido. Así,
creció con una historia que fue haciendo suya, a falta de su propia
historia. Se acostumbró a mostrarse fuerte, a veces dura, ocultando
sus sentimientos y cualquier manifestación de debilidad. Le costaba
demostrar afecto, tanto más cuanto mayores eran la angustia y el
dolor.
Las cosas cambiaron cuando se casó con Giovanni Battista y fueron
naciendo sus hijos: durante esos años tuvo una sensación de seguridad
nunca antes experimentada; por primera vez había podido decir que
tenía un hogar.
Sin embargo, había perdido a su esposo tempranamente: él tenía
sólo 58 años cuando murió, dejándola con cuatro hijos, el menor de
apenas tres años. Con él, se le fue la risa y debió volver a afrontar la
vida sola, a resolver cada cosa sin ayuda y ahora con sus hijos que
dependían de ella.
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Mientras Marzialina libraba su silenciosa batalla, Vittoria
permanecía pendiente de cada gesto, de cada mirada, de cada arruga en
el rostro de su madre que le permitieran advertir la decisión tomada.
Por lo tanto no se sorprendió cuando, estando sus hijos reunidos en
torno a la mesa familiar un domingo de julio, Marzialina les comunicó
su resolución.
—Hijos –dijo con voz firme- irnos será duro para todos, pero
quedarnos será más difícil. La guerra golpea las puertas de nuestra
nación y creo que debemos partir cuando todavía hay tiempo.
—¿Irnos donde está Medina? –preguntó Oreste sorprendido-.
¿Viviremos con ella?
—Así es –confirmó su madre-. Volveremos a verla. En sus cartas
nos dice que allí se vive muy bien; que ellos están trabajando mucho y
prosperando.
—¿Dónde vive Medina hay montañas como aquí? –Mario amaba las
caminatas por las faldas del Tre Denti que solían realizar los cuatro
algunos domingos de verano, temprano en la mañana.
—No –intervino Vittoria con suavidad– pero hay kilómetros y
kilómetros de campo para cultivar y es fácil conseguir un caballo para
arar la tierra. Además, hay lagunas donde se puede cazar y pescar y
también comida en abundancia.
Vittoria siempre había sospechado que las cartas de su hermana
no contenían toda la verdad. Las dos habían sido muy unidas y podía
detectar en las historias contadas cierto tono forzado que intentaba
tranquilizar a su madre. Pero en los últimos días había sido testigo de
los temores de Marzialina hasta que por fin pudo decidirse y, aunque
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la atemorizaba, ella también creía que la emigración era la mejor de
todas las alternativas.
—Seguro estaremos bien –dijo, en un tácito apoyo a Marzialina-.
Todos tenemos muchas ganas de volver a encontrarnos con Medina.
Podremos trabajar y ustedes –se dirigió a Oreste y a Mario- podrán
aprender a andar a caballo.
—Pero... ¿volveremos alguna vez? –las lágrimas sonaban en la voz
de Oreste-¿Cómo nos haremos entender? Nosotros no hablamos “la
castilla”...
—¿Allí iremos a la escuela? –agregó Mario a las preguntas de su
hermano.
—¿Alguna vez volveremos a ver a nuestros parientes?
Los niños nunca cuestionaban lo que hacía o decía su madre,
pero el impacto era demasiado fuerte como para aceptar callados la
novedad. Vittoria podía entender que estuvieran tan asustados ante
la idea de dejar definitivamente todo lo conocido, aquel entorno en el
que habían transcurrido sus vidas. Comprendía que esa era la razón
por la cual disparaban una pregunta tras otra, con los ojos dilatados, el
cuerpo rígido, la voz llorosa.
También para ella las palabras “nunca más” adquirían una dimensión
insospechada. Nunca más volver a recorrer las calles de su infancia; no
volver a ver jamás a la gente conocida; dejar de ser ciudadanos de ese
país para transformarse en inmigrantes que no pertenecerían del todo
al nuevo lugar.
—­Seguramente viajaremos­con otros de nuestro pueblo y allí,
en Argentina, ya hay muchos “piemontesi” que se fueron antes que
nosotros –trató de tranquilizarlos, a pesar de su propia incertidumbre.
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—Todos tendremos que aprender a hablar el castellano –Marzialina
dirigió a su hija una mirada agradecida- pero entre nosotros podremos
seguir hablando el piamontés. De esa manera, no nos olvidaremos de
nuestra lengua y será un poco como estar en “il paese”.
—¿Y seguiremos siendo italianos?
—¿Cómo nos llamarán? ¿Tendremos que cambiar nuestros
nombres?
—Aquí todos nos conocen –insistió Oreste- y conocieron a nuestro
padre, a nuestros abuelos y a todos los Coassolo desde hace cientos de
años.
—Es cierto –coincidió su hermana- que nuestros nonnos más lejanos
estuvieron entre los fundadores de Cantalupa. Pero allí podremos
empezar de nuevo, como hicieron ellos y, en unos años, tendremos
muchos conocidos y haremos nuevos amigos.
Al día siguiente, Marzialina viajó a Torino, la capital de la provincia,
donde hizo las gestiones necesarias para obtener el permiso de
embarque. En el lugar había largas colas; la idea de dejar Italia se había
extendido más de lo que sospechaba. Incluso muchos de su pueblo se
encontraban allí.
La mujer tuvo que responder numerosas preguntas y probar que su
familia cumplía las condiciones requeridas por el país que la recibiría.
Debió demostrar que ella y sus hijos estaban sanos y no llevarían
enfermedades contagiosas; que no tenían alguna malformación que les
impidiera trabajar; que no ejercerían la mendicidad o la prostitución.
Parecían demasiadas cosas que justificar como para sentirse bien
recibidos.
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Las semanas que siguieron pasaron para ella en una vorágine de
actividades, pues tuvo que resolver numerosas dificultades: conseguir
el dinero necesario para pagar los pasajes, vender lo que no podrían
llevar y comprar lo indispensable antes de la partida. Era necesario
decidir qué hacer con la casa, con los muebles –aquella cama donde
parió a sus hijos, la misma donde murió Giovanni Battista hacía menos
de tres años-. Había que abandonar la mesa que otrora reunió a toda
la familia; dejar los roperos; cada cosa que había sido suya, algunas
compradas después de años de ahorro y sacrificios.
Con el dinero de las ventas realizadas compró los pasajes en el
vapor Re Vittorio.
Cada decisión implicaba un proceso doloroso, una despedida que
Marzialina afrontaba detrás de una actitud que, a veces, llegaba a ser
agresiva; así la había hecho su vida en el orfanato: una mujer reacia a
demostrar sus sentimientos, acostumbrada a ocultar su temor y sus
debilidades.
Vittoria, sensible y paciente, siempre comprensiva, trataba de
entusiasmar a sus hermanos con el nuevo destino y, a la vez, de apoyar
a su madre en esa etapa crítica de sus vidas. Sin embargo, también
ella se sentía angustiada: su identidad, su sentido de pertenencia,
los cimientos mismos de su existencia se veían trastornados con este
cambio.
La embargaban sentimientos contradictorios. Pensaba que su
futuro ya no sería el que siempre había dado por sentado. Ahora
debería volver a construir un proyecto de vida en un nuevo lugar.
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Pensaba que era mucho lo que perdería, pero también sabía que tenía
ante sí un futuro sin los fantasmas de la guerra y el hambre. Y eso hacía
que, en cierta forma, las pérdidas fueran compensadas.
Cuando su familia no la veía recorría la casa acariciando las paredes
y las puertas; aspiraba los olores familiares del fogón y los armarios;
guardaba los ecos de sus años transcurridos en la casa natal; hacía su
propio duelo a solas, para no aumentar la tristeza de los otros.
A medida que los días pasaban, fueron llenando unos pocos baúles
con ropas y esperanzas; con las reliquias familiares que no podían
abandonar y con los sueños incipientes de una vida mejor. Allí, entre lo
imprescindible, junto a las ropas de todos y lo que quedaba del ajuar que
la propia Marzialina había cosido, iban las cartas de Medina y de Carlo
enviadas desde la Argentina; el anillo de boda de Giovanni Battista, la
placa de metal que identificara a Marzialina en el ospizio y hasta una
bolsita de tela, con un puñado de tierra de la amada Cantalupa.
Finalmente, llegó el pasaporte que los habilitaba para viajar a
América. Con dedos temblorosos, Marzialina desenrolló el pergamino
y leyó:
“In nome di Sua Maestà
Vittorio Emanuele III
per grazia di Dio e per la volontà della Nazione
RE D’ITALIA
Il Ministro per gli Affari Esteri prega le autorítà civile e militari de Sua
Maestà
e delle Potenze amiche e alliate di lasciare liberamente passare...49”
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“En nombre de Su Majestad, Víctor Manuel III, por gracia de Dios y por voluntad
de la Nación, Rey de Italia, el Ministro de Asuntos Exteriores solicita a las autoridades civiles
y militares de Su Majestad y de las Potencias amigas y aliadas, que dejen salir libremente
a…”
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Allí, en ese trozo de papel, estaba el destino de su familia; su decisión
se hacía más real. El momento se acercaba: el barco zarparía de Génova
a principios de septiembre. La fecha de arribo estaba programada para
el 24 de ese mes.
Medina ya estaría avisada gracias a los buenos oficios de un paisano
que había partido hacía poco; así, ella y Pasquale los esperarían en el
puerto de Buenos Aires a su llegada.
Vittoria ya había admitido que no regresarían jamás. Su madre
moriría en aquella lejana tierra y nunca tendría una lápida junto a la
de Giovanni Battista.
Ella y sus hermanos madurarían y harían su vida allí. Tendrían
hijos y nietos que nunca conocerían el lugar donde ellos nacieron... ese
valle... esas montañas...
¿Cómo transmitirles el sentimiento sobrecogedor al mirar la
imponente mole del Freidour; el juego de luces y sombras cuando el sol
iluminaba el Tre Denti al atardecer; las nieves eternas del Monviso al
fondo; la torre del campanario, construida 800 años atrás; los bosques
de castaños, las coloridas y fragantes flores en los montes durante el
verano; el monasterio benedictino; el valle en forma de herradura con
sus casitas trepando la falda de las montañas...? ¿Cómo librarse de la
nostalgia por esa tierra amada, de abrumadora belleza...?
La víspera de la partida, los cuatro llevaron una canasta con
algunos alimentos y pasaron el día en los bosques. Aspiraron el fuerte
aroma de los abetos, se llenaron los ojos del azul del cielo, escucharon
la música del canto de los pájaros. Trataban de grabar para siempre en
la memoria cada imagen de su aldea natal para que, a través del tiempo
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y la distancia, la siguieran viendo con los ojos del alma.
Hablaron sobre el futuro, lloraron por el pasado, imaginaron,
desearon, planearon, se sostuvieron y consolaron mutuamente en ese
momento crucial de sus vidas. A partir de ahí, sabían que ya no habría
retorno.
Al amanecer del día señalado para la partida, todo el pueblo se
reunió en la plaza. Los que se iban, con sus bultos a cuestas; los que
quedaban los acompañarían una parte del camino. Sobre todos pesaba
el silencio del adiós definitivo.
Unos pasos atrás de su familia, Vittoria se volvió a mirar por
última vez el campanario de María Assunta, la parroquia varias veces
centenaria donde ella y sus hermanos fueron bautizados. En ese
momento, sus campanas empezaron a sonar con un repique cristalino,
despertando ecos en el valle. Llamaban a prima, la misa de la aurora,
aunque ella sintió que despedían a los que emigraban.
Dirigió luego los ojos hacia el plácido cementerio parroquial,
en el que las tumbas de los Coassolo podían rastrearse por más de
cuatrocientos años. Toda su historia familiar podía reconstruirse
leyendo sus lápidas, algunas ya desteñidas por el tiempo.
Se despidió silenciosamente de su aldea y de todos los suyos que
quedaban allí. Dio la vuelta y emprendió el viaje.
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