El Fungible El Fungible - Ayuntamiento de Alcobendas

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El Fungible
V Premio de Novela Corta 2013
Antonio L. Galán Gall
Javier Mariscal Crevoisier
N
NOVELA
El Fungible
XXII Premio de
Relato Joven2013
V Premio de
Novela Corta2013
El Fungible
XXII Premio de Relato Joven 2013
RELATO
R
Pablo Escudero Abenza
Alejandra Rincón Murillo
El Fungible
El Fungible
XXII Premio de Relato Joven 2013
Pablo Escudero Abenza
Alejandra Rincón Murillo
Título: El Fungible 2013, XXII Premio de Relato Joven
© 2012, Ayuntamiento de Alcobendas
Patronato Sociocultural
Plaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid
Maquetación:
Doin, S.A.
P.I. NEISA-SUR - Nave 14 Fase II
Avda. Andalucía, km. 10,300
Tel.: 91 798 15 18 Fax: 91 798 13 36
www.egesa.com
Depósito Legal: M-31.342-2013
Impreso en España - Printed in Spain
Fotografía de cubierta: ©SMIKEYMIKEY1
Primera edición: Noviembre 2013
Impreso por Estudios Gráficos Europeos, S.A.
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por, un sistema
de recuperación de información, en ninguna
forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico,
por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso
previo por escrito de la editorial.
Índice
Presentación.......................................................... 7
Jurado....................................................................... 11
Beber durante el embarazo.............................. 15
Pablo Escudero Abenza
Semillas.................................................................... 27
Alejandra Rincón Murillo
presentación
Dos cuentos sobre familias, sus lutos, logros y miserias se
presentan hoy en este volumen, el ganador y el finalista
de la XXII convocatoria del certamen de relato joven “El
Fungible 2013”, premio convocado por el Ayuntamiento
de Alcobendas, sabedor de la importancia de ayudar a abrir
sendas a los autores noveles y fiel escudero de la palabra en
todas sus representaciones.
De nuevo, en este certamen consolidado en el tiempo y
en el espacio literario de habla hispana, dos voces jóvenes
encuentran un camino para hacer realidad su pasión:
publicar su obra, llegar a los lectores y sentir como sus
palabras dejan de ser propias y solitarias para cobrar vida y
enriquecerse con las lecturas múltiples y las interpretaciones
diversas. De nuevo, por quinto año, dos relatos noveles
comparten portada, edición y compromiso con dos novelas
cortas y juntos, los cuatro, reflejan nuestra cotidianidad y
ese enfoque personal que hace de la literatura “un sueño
dirigido”, tal como la definía Borges.
Nuestra ciudad, en esta convocatoria, ha vuelto a dar la
bienvenida a más de quinientos relatos de distintos países y
continentes, han vuelto a ser receptáculo y motor de ilusiones
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con su apuesta decidida por la cultura y continúa trabajando
para que la lectura, la escritura y todas las manifestaciones
artísticas sean impulsos en la ciudad, teniendo siempre la
mirada puesta en el futuro y la superación. Por ello libros
electrónicos, medios tecnológicos, redes sociales… son
elementos que enriquecen la palabra en Alcobendas y la
proyectan más viva y tenaz.
Desde aquí quiero agradecer la colaboración de los dos
miembros del jurado, Luis Mateo Díez y Jorge Eduardo
Benavides, que año tras año se esfuerzan con cariño y
rigurosidad para que El Fungible mantenga su calidad y sea
reflejo vivo de un panorama literario emergente. También
quiero agradecer a los técnicos del Ayuntamiento su trabajo
concienzudo y lleno de mimo para que cada convocatoria
y cada nueva edición sea un éxito y especialmente quiero
agradecer a los lectores que, desde hace ya veintidós años,
reciben el libro su interés y su apoyo.
LUIS MIGUEL TORRES HERNÁNDEZ
Concejal de Cultura, Juventud, Infancia y Adolescencia
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El Fungible
Jurado
LUIS MATEO DÍEZ
Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de
cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha
publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982), La
fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio Nacional
de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la
espina (1988), Las horas completas (1990), El expediente del
náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del
alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del
invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005), La gloria de los
niños (2007), Azul serenidad o La muerte de los seres queridos
(2010), Pájaro sin vuelo (2011), Fábulas del sentimiento (2013)
y las reunidas en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las
bodas (2003), así como los libros de relatos Brasas de agosto
(1989), Los males menores (1993) y Los frutos de la niebla
(2008). En un único volumen titulado El pasado legendario
(Alfaguara), 2000), prologado por el autor, se han recogido El
árbol de los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de
Babia, Brasas de agosto, Los males menores y Días de desván.
El libro El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas
ambientadas en ese lugar imaginario y El sol de nieve (2008)
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incluye por primera vez las aventuras de los niños de Celama.
En el 2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio
de la Crítica por La ruina del cielo.
Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia Española y Premio Castilla y León de las Letras.
JORGE BENAVIDES
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió
Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de
la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó dictando talleres
de literatura y como periodista radiofónico. Desde 1991
hasta 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller
Entrelíneas, y en la actualidad vive en Madrid, donde imparte
y dirige talleres literarios de prestigio. Ha colaborado con
prestigiosas revistas literarias como Renacimiento y los
suplementos culturales, de El País, y Caballo Verde, de La
Razón. Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros
relatos (1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las
novelas Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí
contigo (Alfaguara, 2003) Un millón de soles (Alfaguara,
2008), La paz de los vencidos (Alfaguara, 2009) y Un asunto
sentimental (Alfaguara, 2013).
En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María
Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y en el
2003 fue galardonado con el Premio Nuevo Talento FNAC.
Fruto de su experiencia como profesor de talleres
y asesor de novelistas ha publicado Consignas para
escritores (Casa de Cartón, 2012). En la actualidad dirige el
Centro de Formación de Novelistas
12
Beber durante
el embarazo
Pablo Escudero Abenza
PREMIO AL MEJOR RELATO JOVEN
PABLO ESCUDERO ABENZA (Orihuela, 1984)
Soy licenciado en Física por la Complutense. Habitualmente me gano la vida como profesor de Matemáticas. Vivo en
Madrid.
Estudié Físicas porque quería comprender el mundo de una
manera más profunda. Escribir, en mi caso, también apunta
en esa dirección. La literatura que amo (Bolaño, Cortázar,
Fresán, Levrero, DeLillo, Kafka, Keret) hace preguntas en
vez de dar respuestas. Me gusta la literatura que se asoma
al abismo, tiene miedo y no pretende enseñarnos nada, sólo
acompañarnos y darnos consuelo. Pocos cambios producen
tanto vértigo como ser padre y adentrarse definitivamente
en la vida adulta. En 2013 he sido padre por primera vez.
Este cuento (desde la ficción) se acerca a la experiencia de
esperar un hijo.
He escrito mucho en los últimos diez años. Algunas de mis
obras han recibido premios tan importantes y consolidados
como éste. Entre otros: Finalista del Premio Jóvenes Talentos Booket 2008 por Una llamada transoceánica, Accésit
Creación Joven Injuve de Narrativa en 2011 por Cuentos
pendientes, Ganador del Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa en 2011 por mi libro de relatos Lejos de Lisboa (sigue sin
editar), Ganador del Premio Jóvenes Talentos Booket 2013
por Literatopatías.
Últimamente he escrito una novela corta sobre la memoria.
Y siempre acabo regresando a los cuentos, que son mi hogar
como escritor. En los últimos meses he trabajado en una serie de relatos emparentados con Beber durante el embarazo
con los que estoy armando una nueva colección.
Gracias a los que premiaron este relato. Gracias también a
los que vais a leerlo. Os recomiendo hacerlo con una cerveza bien fría al lado. Espero que os guste. Salud.
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Podría hacer daño
el agua y no el licor.
Podrían los años no
pasar factura al portador.
Podría ser pero no.
Los Enemigos
22:15
Mi madre me ha llamado por teléfono esta tarde para pedirme perdón por haber bebido durante mi embarazo. Estaba
borracha cuando ha llamado. Creo que tener que hablar
con la mujer que te trajo al mundo borracha es uno de esos
castigos divinos de los que habla la gente. Supongo que el
tiempo se cierra en círculos irregulares. Se sentía sola al
volver a casa y ha marcado mi número. No ha conseguido
acostumbrarse a estar tantas horas sola en casa (quizá no es
posible acostumbrarse a estar sola en casa después de 31
años de matrimonio; quizá un infarto fulminante no convence a nadie). Y pocas cosas acompañan más en la soledad
que la culpa. Ha decidido sentirse culpable por haber bebido durante mi embarazo. Se había pasado con los licores
después de su comida de despedida, dijo. Ha invitado a las
chicas (llama así a sus compañeras más veteranas del colegio, mi madre es maestra de primaria) a comer en un buen
restaurante para celebrar que ha conseguido la prejubilación después de treinta años de servicio y meses de papeleos. La comida se ha alargado con brindis y copas casi hasta las siete, cuando me ha llamado. Yo iba en el cercanías
de vuelta del trabajo y no quería ponerme muy emocional.
Además la señal se cortaba cada poco. Le he dicho que no
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se preocupe. El médico no le avisó de que pudiera estar
haciéndome daño. Además tuvimos suerte. No hubo daños
de ningún tipo. Quizá los fetos de los años 80 éramos más
resistentes a las agresiones etílicas que los de hoy. Mi madre
no dejó de fumar ni de beber durante mi embarazo. Yo era
su primer hijo. Ella era joven. Fumaba Ducados. Bebía cerveza. Fumaba porros con mi padre de vez en cuando. También durante mi embarazo. Cuando nací el pediatra les dijo
que la mejor postura para que un recién nacido descansara
era boca abajo, algo que nadie recomendaría hoy. Los tiempos han cambiado. Mi madre tiene 62 años. Hoy se ha jubilado. Va a ser abuela por primera vez dentro de unos meses.
22:33
Mi mujer ya se ha ido a la cama. Está embarazada de 4 meses (lo sabemos con seguridad desde hace 10 semanas) y
no ha tenido náuseas ni ninguna molestia particular ni antojos ni ninguno de esos síntomas tópicos que esperábamos que surgieran al principio. Pero tiene mucho sueño y
me abandona en cuanto pasan las diez de la noche para
meterse en la cama hasta las siete y media de la mañana
del día siguiente. Alguna noche he intentado acostarme a
la vez que ella, para que no sienta que la dejo sola, que su
embarazo no me preocupa, que voy a ser un mal padre,
pero si lo hago me cuesta mucho dormirme, y si lo logro,
a las cinco de la mañana ya estaré despierto, y no soporto
despertarme antes de tiempo un día laborable. No puedo
seguir su ritmo de vigilia y sueño. «Cómo se nota que tú no
estás embarazado», me gritó la otra noche cuando hice una
broma sobre su nueva afición a dormir. Puede que también
esté un poco más irritable y que por eso mis bromas haya
dejado de hacerle gracia.
16
22:48
Tengo 28 años. Cuando nuestro hijo (o hija) nazca, ya habré
cumplido los 29. Hace una generación esa no era una edad
demasiado temprana para tener el primer hijo (además hace
una generación estaba claro que ése iba a ser el primer hijo,
no se contemplaba la idea de que fuera a haber sólo un hijo).
Prácticamente era lo contrario. Ahora parece que se trata del
hijo que van a traer al mundo dos descerebrados. Un par de
inconscientes de 28 años dispuestos a tirar una moneda al
aire y dejar que caiga cara o cruz sobre su juventud, según
cómo sople el viento. La gente de 29 años que conozco no
tiene hijos, y la que los tiene pertenece a un mundo de tradiciones y costumbres distintas a las mías. La mayoría de la
gente de 29 años que conozco no tiene un trabajo ni una pareja estable. La mayoría de la gente de 29 años que conozco
está haciendo planes para quemar la tierra bajo sus pies y
salir del país a buscarse el futuro donde haga falta. En Australia si es necesario. A los 29 años sólo tienen hijos los que
nunca tuvieron futuro, los abogados repeinados con muchos apellidos y un despacho familiar, los futbolistas de élite
y algún escritor de éxito precoz. Socialmente no nos toca tener hijos. Inexplicablemente para el mundo que nos rodea,
hemos decidido tener un hijo. Tenemos estudios superiores,
nos gusta ir a ver películas en versión original y a conciertos
a los que no acuden grandes masas, sabemos hablar inglés,
vivimos en una ciudad alejada de nuestras raíces familiares,
tenemos trabajo, ilusiones y quejas, proyectos por cumplir;
no vemos demasiada televisión, leemos todos los días, usamos el transporte público, la mayoría de vecinas de nuestro
edificio consideran que somos educados. No cumplimos el
perfil que la sociedad espera (que parece dispuesta a digerir) de una pareja de padres subtreintañeros.
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23:04
Legalmente mi mujer no es mi mujer. Por eso hay tanta
gente que nos pregunta si se trata de un embarazo planeado, deseado. Legalmente mi mujer aún es la mujer de otro
hombre. Y va a tener un hijo conmigo. Fue una esposa precoz y va a ser una madre joven. Pero con dos hombres distintos. Prefiero no darle demasiada importancia a los desarreglos burocráticos de nuestra vida. Porque el hombre
que aún es legalmente el marido de mi mujer vive ahora
en el otro hemisferio, y jura que nunca volverá a España, y
así va a ser difícil poner algún día los papeles en orden. El
hombre que aún es legalmente el marido de mi mujer vive
en el otro hemisferio con otra mujer, y tiene colgada una
foto en Facebook recogiendo pieles muertas de serpientes
de su jardín, muy sonriente. He estado leyendo en internet
a mucha gente que ha vivido en Australia y habla de la
necesidad de recoger las pieles de las serpientes del jardín
de casa, porque si se deshacen sobre la hierba liberan una
sustancia que la envenena. Cuando mi mujer se acuesta
en la cama y me quedo solo en el sofá, esperando que me
llegue el sueño, una de las cosas que hago es colarme en
su cuenta de Facebook y mirar fotos de su todavía (legalmente, a los 7 años de ruptura del vínculo ella puede pedir
unilateralmente que se disuelva el contrato, pero aún falta)
marido, y de la hermana de su todavía marido en términos
legales, y de mi ex-novia, y de la hermana de mi ex-novia,
y de las chicas que no me hacían caso en el colegio y los
chicos que han engordado más que yo. Miro todas esas
fotos tratando de encontrar síntomas inequívocos de que
la vida se ha portado peor con ellos que conmigo. A ciertas
horas, a determinada edad, sólo buscas el consuelo de una
comparación que te deje en mejor posición que otro.
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23:20
He leído que los hijos de madres que siguen bebiendo durante
el embarazo corren el riesgo de nacer con el llamado síndrome
alcohólico fetal, que puede manifestarse en forma de retraso
mental, problemas de articulaciones, menor desarrollo físico,
alteraciones craneoencefálicas o mayor tendencia a desarrollar
enfermedades mentales en la edad adulta (estas son las consecuencias graves). Además (consecuencias menos graves, pero
poco deseables) estos niños serán siempre más feos que sus
compañeros de juego y estudios, ya que nacerán con los ojos
pequeños y muy juntos, lo que transmitirá la idea de fanatismo
en su mirada, una barbilla apenas existente, casi la ausencia de
una barbilla, que le dará a la cara del niño una expresión abúlica difícil de disimular. Tendrán problemas para andar y les costará más aprender cosas nuevas y memorizar. Mi mujer dejó de
beber en cuanto tuvo la mínima sospecha de que podía estar
embarazada, sin siquiera decirme nada a mí, justificándose en
unos antibióticos que no estaba tomando y que no quería combinar con alcohol porque estaban contraindicados.
23:45
Cuando mi mujer se acuesta me quedo en el sofá, vaciando
latas de cerveza, viendo una película y pensando en el día
que se acaba. Desde que mi mujer está embarazada (me niego a decir que estamos embarazados) he dejado de fumar
en casa. He dejado de salir con la bici sin casco los sábados
y domingos por la mañana. He dejado de ir a lugares en los
que podemos encontrarnos con aglomeraciones. He dejado
de poner la música a todo volumen cuando ella está en casa.
He dejado de tomarme en serio todas esas cosas que aumentaban mi nivel de estrés, un nivel de estrés que por contagio
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acababa aumentando el suyo y que podía hacer que el niño
naciera ya predispuesto a la ansiedad y las depresiones. He
dejado de tomar el tercer y el cuarto café del día, de comer
mayonesa en los bares y he sacado la freidora de nuestras
vidas (porque mi mujer no quiere que me dé un infarto y el
niño se quede huérfano tan pequeño). He dejado de cantar
en la ducha. He dejado de automedicarme con cantidades
excesivas de paracetamol. Casi no me quedan cosas que dejar. Creo que lo único que no he abandonado son las películas de las noches, mis ratos con los libros y las latas de
cerveza vacías que oculto con desgana en la basura después
de beberme el regusto de soledad que me dejan cada noche.
23:58
Mi padre se murió hace 7 años. Yo me convertí en huérfano y mi madre en viuda. Nos quedamos con la tristeza pero
teníamos un nombre con el que presentarnos ante el mundo. Huérfano yo, viuda mi madre. Últimamente he estado leyendo Mortal y rosa de Umbral. Descifrando toda la tristeza
concentrada ahí. Esas ganas de llorar en cada capítulo. Leí en
algún sitio un comentario sobre la insuficiencia del castellano, que no tiene un sustantivo para nombrar a los padres que
pierden a sus hijos. Todos los padres dicen que lo peor que
pueden imaginar es perder a uno de sus hijos. Mis abuelos
perdieron a mi tío y nunca se recuperaron. Por suerte cuando
murió mi padre ellos ya no estaban. Si no podemos darles
consuelo a esos padres que entierran a sus hijos, al menos
deberíamos, como sociedad, ser capaces de darles nombre,
no esperar que desaparezcan, que se desarmen como personas, se vayan a Australia y se apaguen en la tristeza, sin
un nombre que los defina. Otro de los libros que he estado
leyendo es Cementerio de animales de Stephen King. De los
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que he leído sobre el miedo a perder a un hijo o la tristeza
por haberlo perdido me parece el más profundo, el que se
mete más dentro de la herida. John Irving dice que El mundo
según Garp trata de un padre que tiene miedo (mucho) a que
su hijo se haga daño. Pero sólo en Cementerio de animales
el que está leyendo (ese lector de casi madrugada que va
a ser padre por primera vez dentro de unos cinco meses,
ese lector solitario que se ha bebido tres o cuatro cervezas
mientras el sueño se decide a acudir a su llamada, ese lector
lleno de dudas sobre su idoneidad como padre) se enfrenta a la verdadera pregunta: si tú, triste proyecto de padre,
acomplejado porque como padre no vas a valer la décima
parte de lo que ella valdrá como madre, te quedas con tu hijo
pequeño durante un fin de semana y a tu hijo lo atropella un
camión y muere en el acto, ¿qué harías?: ¿llorar? ¿sentirte mal
eternamente por haberlo perdido de vista cinco minutos? ¿o
te enfrentarías al problema de frente y enterrarías a tu hijo
en el cementerio maldito que hay detrás de tu casa, del que
volvería convertido en algo muy parecido a tu hijo pero que
realmente no es tu hijo, sino algo no muerto pero no del todo
vivo, carente de empatía, frío como una merluza descongelada, un poco más cruel y mucho más tonto? Le doy muchas
vueltas a la situación cada noche. Y no sé sinceramente si
estoy convencido al nivel más profundo de que no me quedaría con ese niño extraño (no diré zombie ya que no lo dice
la novela) pero mío. No sé si no lo consideraría un sucedáneo
de suficiente calidad, si no pensaría que era un buen premio
de consolación, mucho mejor que la lápida y los reproches
eternos y las flores en el cementerio. Un niño de mi clase
de 2º de primaria se murió de meningitis y mis padres me
llevaron al entierro. Nunca he podido olvidarme de aquel pequeño ataúd blanco y de su padre detrás de él, con la cara
irreconocible, llorando descompuesto de una manera que el
verbo llorar no logra definir.
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00:22
La película que estaban dando ha terminado. Me gustaría
tener sueño y meterme en la cama, darle un beso a mi mujer
y pedirle que confíe en mí, prometerle que estaré a su lado,
que no me moriré ni perderé la memoria ni me marcharé a
Australia y anunciaré por internet mi intención de no regresar jamás, que seré un buen padre, siempre atento, siempre
presente. Pero no tengo sueño. Así que seguiré aquí un rato
más. Abriré mi quinta (y esta sí última) cerveza.
00:41
Beber siempre ha sido importante en nuestra relación. No
sería preciso decir que nuestra relación nació de la bebida,
pero no tengo del todo claro dónde estaríamos hoy cada
uno de nosotros si la noche en que nos conocimos (ella estaba casada con el tipo que después se fue a Australia, y yo
buscaba la manera de huir de la relación en la que estaba
atrapado) no hubiéramos estado tan borrachos. Yo desde
luego nunca me hubiera acercado a una mujer casada sin ese
empujón de las copas y la desesperación. Nos gusta beber
juntos. No tenemos ningún problema con el alcohol, aclaramos siempre. La nuestra no es una necesidad física. Pero nos
relaja salir y beber. Apenas comemos nada cuando salimos.
No queremos que la comida nos distraiga de las cervezas y
la charla catártica, evitamos que masticar pueda molestarnos durante el ritual de purificación. Desde que mi mujer no
bebe no sé muy bien qué hacer con las ganas de tomarme
unas cuantas cervezas y un gin tonic antes de acostarme.
Me tomo algunas cervezas en el sofá mientras ella duerme,
pero no es lo mismo. Ni se parece, realmente, y además me
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hace sentir culpable. Y cuando he salido con alguien a beber después del trabajo he notado que falta esa complicidad
que tengo con ella. Los hombres con los que puedo salir a
beber una tarde cualquiera se llevan enseguida la conversación hacia el fútbol o hacia el culo de una secretaria de
la oficina a la que le pagarían lo que les pidiera por darle un buen meneo. Y con las mujeres no logro evitar cierta
sensación incómoda. Las mujeres con las que puedo salir a
beber piensan que como futuro padre estoy buscando sexo
con otras mujeres, despidiéndome de mi juventud o algo así,
cerrando los ojos ante los hechos. Y que por eso les digo
a ellas, jóvenes, solteras, hembras sin compromiso y llenas
de energía, que una tarde podríamos ir a tomar algo a una
cafetería muy tranquila que conozco. Y no pueden evitar
sentirse decepcionadas cuando llega el momento de pagar
y yo invito (insisto) y les digo que debo salir corriendo para
coger el último cercanías de vuelta a casa, y hasta mañana, sin insinuaciones, sin ataques frontales, sin la previsible
concentración de tropas de mis dedos en la frontera de su
vestido, sin siquiera ese beso con la lengua abotagada por
el alcohol con el que sentirnos incómodos mañana cuando
nos veamos en la máquina de café.
01:05
Una de las cosas que peor llevo de tener un hijo es que vamos a tener que mudarnos. Uno de los mayores hobbies
de mi mujer en la actualidad consiste en mirar pisos más
grandes que éste en las páginas de anuncios inmobiliarios.
Pisos con un dormitorio más (al menos) y otro baño y que
no cuesten más que éste. Pisos que nos condenarán a vivir
más lejos del centro y el trabajo, a madrugar un poco más y
hacer un trayecto más largo en el cercanías. Pisos más feos
que éste. Sin estos cuadros de colores vivos que los caseros
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pusieron por todas las paredes y que todo el mundo dice
que dan un ambiente muy alegre. Con 25 metros cuadrados
más pero sin aire acondicionado ni lavavajillas (porque cualquier lujo se nos va a salir de presupuesto). Sin la estantería
de obra que siempre quise tener en la pared de mi salón y
que aquí tengo y me siento tan orgulloso de haber llenado
con mis libros. A veces cuento los libros que tenemos en la
estantería con la intención de llamar al sueño, como quien
cuenta ovejas encuadernadas, pero siempre veo alguno que
me apetece hojear, a la caza de una frase, y me levanto a
cogerlo.
01:40.
Voy a meterme en la cama y leer un rato con ayuda de esa
minilámpara de lectura que mi mujer me regaló para Reyes.
Estoy leyendo un libro de Mario Levrero que me tiene obsesionado (La novela luminosa). Ya había leído La trilogía
involuntaria de Levrero, pero no me había parecido nada
demasiado grande. Me acordaba del ambiente y de algunas escenas, pero no fueron unos libros que me marcaran.
Con este me está pasando algo totalmente distinto. Estoy
deseando salir de trabajar para ponerme a leer en el cercanías. Lo acabé enseguida y lo he vuelto a empezar. Llevo
más de 4 folios llenos con las frases del libro que he ido
apuntando. Le hablo a mi mujer de lo que he leído durante el día después de la cena, hasta que le da sueño y dice
que se va a acostar. Creo que mi escritor preferido, ahora mismo, a estas horas, sin más cerveza de la que echar
mano, es Mario Levrero. Mis escritores preferidos han sido,
sucesivamente, desde que los recuerdo, desde que un día
pensé que era importante tener un escritor preferido: Paul
Auster, Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Julio Cortázar,
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J.D. Salinger, John Cheever, J.G. Ballard, Stephen King, Neil
Gaiman, Etgar Keret, Franz Kafka y ahora Mario Levrero.
Mi mujer (que es filóloga y trabaja para una editorial) dice
que con esos mismos escritores, si los hubiera ido admirando en un orden distinto, hubiera podido disponer de un
canon útil para convertirme en un buen escritor. Porque
yo quería ser un buen escritor. Hace algún tiempo. Cuando estaba estudiando en la Universidad. Cuando me quedé
huérfano. Dediqué muchas horas a escribir relatos que enviaba a concursos de todo tipo. Gané algunos certámenes
y me publicaron algunos relatos. Le dije a algunas chicas
que tenían enfrente a un escritor. Y esas chicas sonrieron y
se dejaron algunas puertas abiertas. Pero pronto vi que no
iba a poder salir de ese círculo de concursos y diplomas y
ediciones no venales y algunos cheques de 500 euros que
me llenaban de ego pero no daban para nada. Y el trabajo
se ha ido volviendo cada vez más absorbente. Y ahora que
voy a tener un hijo sé que ya nunca seré un buen escritor.
Porque siempre he pensado que los escritores realmente
buenos no tienen hijos. Como Franz Kafka, el hombre que
fue solo hijo (acomplejado y asustado, además) hasta que
se murió con casi 41 años. Como los definía aquel libro de
Vila-Matas (otro que no ha tenido hijos), los autores que forman la estirpe de los Hijos sin hijos. Alguna vez escuché a
alguien decir que uno no deja realmente de ser hijo, y nada
más que hijo, hasta que no es padre. Y las buenas historias
se escriben contra los padres, con la intención de hacerles
daño. Cuando uno es padre tiene otras cosas de las que
preocuparse, otros mundos que crear, otros miedos que lo
paralizan. Me sorprende leer que Levrero tiene hijos, e incluso nietos. Y me encanta eso que dice de que algún día
toda esta locura (la de tener hijos y nietos) tiene que parar.
Su madre (de Levrero) ha muerto hace poco (en la novela,
o diario, o lo que sea, en el año 2001) y le sorprende que
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primero se muera su madre y luego su hija lo llame para
decirle que va a ser abuelo por quinta vez (Levrero se murió
en 2004, rompiendo él también la continuidad histórica de
alguna saga). Todo sorprende a Levrero. Todo es extraño.
Esa cadena de muertes y nacimientos. Las llamadas telefónicas inesperadas. Los viajes en el cercanías en los que
ves sucesos idénticos a lo que acabas de leer. El ser que
está creciendo dentro de mi mujer. Las pinzas para recoger
pieles de serpientes de los jardines australianos. Las cosas
que nos hacen sentir bien. Las que nos hacen sentir mal. El
miedo a la muerte. El tiempo desaprovechado. La ebriedad.
La abstinencia. Creo que toca apagar las luces y meterse en
la cama, dejando que Penélope siga tejiendo a su ritmo, que
la rueda gire.
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Semillas
Alejandra Rincón Murillo
FINALISTA MEJOR RELATO JOVEN
27
ALEJANDRA RINCÓN MURILLO (Caracas, 1978)
Nací y crecí en la ciudad de Caracas (Venezuela) donde,
entre otras cosas, me licencié en Relaciones Industriales en
la Universidad Católica Andrés Bello. Escritora por vocación
y llevada por el amor a la literatura, en la actualidad, desde
mi cuartico en Madrid, me dedico por entero al oficio de
la narración de relatos cortos. A sumergirme en un mundo
de historias que vienen a contarse dentro de mí, como si
vinieran a susurrarse a mi oído, y que, a la velocidad que
me dan los dedos, escribo en papeles que dejan de ser
blancos para llenarse de la vida que flota y se esconde tras
las esquinas de calles poco transitadas.
Semillas es una de esas historias. Un intento de contar
la dificultad de las relaciones humanas y la manifestación
del amor. Frases que hablan de ausencias, pero también de
vínculos y del tiempo.
Actualmente también trabajo en las páginas de mi primera
novela. Una prosa que busca la comunión entre el mundo
cruel y maravilloso de mi natal América Latina y mi alma
llena de historias todavía no contadas. Consciente de que las
buenas historias se encuentran agudizando la mirada en un
mundo que cada vez mira menos.
Ganadora del XII Certamen de literatura “Miguel Artigas”
en el 2012.
Mi madre había muerto el lunes frente a su máquina de
coser. Se quedó como dormida, con la cabeza recostada al
lomo de su Singer, y con las manos sobre su falda. Eso era
lo que me había contado mi padre cuando me llamó. También me dijo que había intentado cargarla para llevarla a la
cama, pero en el intento cayó con ella al suelo y se fracturó
un tobillo.
– Mañana saldré para allá, papá –le dije después de que
me hubo contado la historia.
– No importa –dijo–. Da igual. Solo te pido que cuando
decidas aparecer, traigas unas bolsas de semillas de romero
y albahaca. Estoy seguro que poco puede costarte pasar por
alguna tienda y comprar algunas.
– ¿Semillas? –le pregunté.
Pero él no hizo nada más que despedirse y colgar la llamada.
Ese mismo día por la noche, llegué a casa y tuve que quedarme con las niñas. Los miércoles son las clases de Ana
en la escuela donde supuestamente le enseñan a escribir.
Ya van dos novelas que deambulan de editorial en editorial o de concurso en concurso sin ningún resultado. Les di
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de cenar y, cuando les estaba poniendo el pijama, les conté
que la abuela había muerto. Después me arrepentí. Quizás
debía haber esperado a que Ana volviera y contárselo a ella
primero, pero por poco nos dio tiempo de despedirnos. Ella
estaba de salida cuando yo apenas entraba. Quizás hubiese
sido mejor que fuera ella quien se lo contara a las niñas. Yo
no soy bueno manejando los temas que se supone que son
importantes, esas cosas que después ellas irían relatando el
resto de sus días. «Cuando murió mi abuela mi padre simplemente nos lo dijo y luego nos dejó a oscuras dentro de
la habitación para que nos durmiéramos». Estoy seguro de
que Ana hubiese manejado mucho mejor la situación que
yo. Pero la abuela había muerto y no había otro modo de decir aquello. Después de dejarlas en su cuarto, pasé de nuevo
por la cocina y abrí el refrigerador. Estaba servido un plato
de lentejas envuelto con papel de plata y, al lado, lo que
parecían unas croquetas listas para freír. No tenía ni hambre ni ganas de comer. Ni tampoco podía ponerme frente al
ordenador para repasar la presentación que debía hacer el
viernes en la mañana. Me decidí por una botella de cerveza y abrí la ventana para fumar un cigarro. Mi madre había
muerto. Hacía apenas unas horas que yacía sobre la mesa
de alguna morgue, y poco antes estaba viva frente a su máquina de coser. ¿Qué estaría cosiendo? Un par de días atrás,
todavía hubiese sido posible hablar con ella. ¿Cuándo había
sido la última vez que habíamos hablado? ¿El fin de semana
anterior, quizás? No. Llevaba más de diez días si marcar su
número. Por más que hacía el intento, no lograba recordar
nada de la última conversación que había tenido con ella.
No podía recordar su tono de voz y casi tampoco su rostro.
Apagué el cigarro y fui a buscar una foto enmarcada que
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Ana había puesto sobre la telefonera. Allí estaba mi madre,
con una niña a cada lado frente a nuestro árbol de Navidad.
Y fue entonces cuando se me empezó a hacer difícil seguir
respirando. Y en medio de aquella sensación de muerte que
me invadía y de miedo y de pena, agarré el aparato y marqué el celular de Ana. En los tres primeros intentos me saltó
la contestadora. Al cuarto me atendió.
– Mi madre ha muerto –le dije. Ella se quedó callada, así
que continué– Murió hace dos días, pero no fue hasta esta
tarde que llamó mi padre para decírmelo. –De pronto todo
aquello que sentía adentro se me acumuló en la garganta y
empecé a llorar–. Estaba bien, pero ahora creo que tengo
miedo o algo parecido.
– No sé qué decir, cielo –la escuché–. Ahora mismo salgo para la casa. Intenta estar tranquilo hasta que llegue. No
tardaré mucho.
– No hace falta –la detuve–. Solo quería contártelo. Ya se
lo he dicho a las niñas, pero creo que fue un error. Ya sabes
cómo soy para estas cosas.
–No te preocupes, en media hora estoy en casa y lo hablamos. Te quiero.
Volví a poner la foto en su sitio y luego fui a buscar otra
cerveza y otro cigarrillo. Para cuando lo encendí, ya había
dejado de llorar, y antes de que Ana llegara ya había recuperado la respiración. El dolor en el pecho se había convertido
en una pesadez del cuerpo. Pero de alguna forma, aquella
angustia de antes se había esparcido y debilitado entre caladas de humo.
Ana llegó un rato después y se tomó una cerveza conmigo. Tenía las mejillas rojas del frío que estaba haciendo
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afuera. Un recule del invierno en pleno marzo. Después de
hablar sobre lo de mi madre, nos quedamos otro rato en
silencio. Luego le hablé de las niñas y más tarde nos fuimos
a acostar. Aquella noche estuvo hecha de sueños cortos y
paseos por la cocina.
La mañana siguiente salí de casa con una maleta pequeña y un traje oscuro que había buscado esa semana en la
tintorería. Después de llamar a mi jefe para explicarle mi
ausencia, me subí al coche y conduje las seis horas que me
separaban de la que ahora solo sería la casa de mi padre.
Porque mi madre había muerto frente a su máquina de coser.
Como si se hubiera quedado dormida mientras remendaba
alguna cosa. ¿Qué estaría cosiendo?
Entrando en el pueblo paré en la gasolinera y compré
dos cartones de leche, pan y algunas cervezas. Frente a la
caja, mientras esperaba que la mujer de adelante terminara
de pagar, volví a mirar hacia los exhibidores. ¿Cómo podía
haberme pedido unas estúpidas semillas en la misma conversación en la que me contaba lo de la muerte de mi madre?
Le pedí dos cajetillas de cigarro al dependiente, pagué y no
volví a detenerme hasta aparcar frente a la casa en la que
crecí. Hacía más de un año que no iba hasta allá. Ya era de
noche. Solo se podía ver la luz relampagueante que salía por
la ventana. Mi padre estaría como siempre, en el sillón, absorbido por alguno de esos programas de animales o algún
concurso cualquiera.
Al entrar comprobé el retrato que había imaginado. Mi
padre frente a la imagen de dos pájaros grandes. Me parecieron una especie de águilas que estaban cerca de un nido.
Solo me había faltado un detalle: la pierna de mi padre escayolada, que sobresalía de la bota del pantalón del pijama,
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subida a un taburete. En un primer momento aquella visión
me llenó de una especie de pena hacia él. Verlo allí postrado en su sillón, sin poder moverse. Era probable que no
hubiese hablado con nadie en esos días. Sobre la mesa de
centro había varios envases de yogurt vacíos y varias cucharitas sucias sobre las tapas. Mi padre giró la parte de arriba
de su cuerpo para mirarme y fue cuando supe que iba a
llorar de nuevo. Solté la maleta. Lo saludé desde lejos y entré
en la cocina para dejar las bolsas y hacer algo para parar de
llorar. Esa vez fue más difícil. Había algo en el olor y en el
desorden de aquella casa que no me dejaba controlarme.
Intenté de nuevo pararlo con un cigarrillo, pero fue peor. Al
rato me limpié la cara con el paño que colgaba del horno y
volví al salón.
– ¿Has traído las semillas? –me preguntó.
No daba crédito a su pregunta.
– No hay tiendas abiertas a esta hora, papá –le respondí–.
Mañana podré ir a buscarlas si es que es tan importante.
– Claro que es importante –dijo para mi asombro.
Y entonces pensé que quizás aquello era parte del trauma
que la muerte de mi madre le había producido. Me recosté
en el sofá y nos quedamos ambos viendo ahora cómo el
pájaro hembra y los pichones se alimentaban de un ratón
que el águila macho había traído desde quién sabe dónde.
El macho estaba apartado y con la mirada perdida en alguna
inmensidad verde del trópico. Después de un rato me preguntó por Ana y por las niñas.
– Están bien –le dije–, Ana vendrá para el entierro.
Y al pronunciar aquellas palabras fue como si algo me entumeciera el cuerpo. Quizá sería mejor dormir y esperar al
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día siguiente para retomar el tema de la muerte de mi madre.
Él debe haber pensado lo mismo, porque se quedó callado.
Seguimos viendo aquellos animales hasta que se me empezaron a cerrar los ojos.
– Creo que lo mejor es que me vaya a la cama, papá
–le dije–. Mañana podremos hablar con un café y arreglarlo
todo, ¿vale?
– Vale –dijo él haciendo un gesto afirmativo y lento con
la cabeza–. Y quizás luego de arreglarlo todo podamos ir a
buscar las semillas.
Y dale con más de lo mismo.
– Quizás, papá –le seguí la corriente–. ¿Quieres que te
ayude a ir hasta tu cuarto? –me ofrecí.
– No hace falta. Ya me estoy entendiendo con las muletas
estas.
– Hasta mañana entonces –me despedí.
Tomé la maleta y la rodé por el pasillo. Al llegar a la que
había sido mi habitación, descolgué el teléfono y marqué a
casa.
– ¿Cómo está todo, cariño? –me preguntó Ana.
– El viaje se me hizo eterno –le dije–. Mi padre parece estar bien, a pesar de lo de la pierna. Tiene una obsesión con
unos matojos, o algo así, pero no creo que sea grave.
– ¿Con unos matojos? ¿Qué quieres decir?
– No lo sé bien. Quiere que le traiga unas semillas de esas
matas que se usan en la comida. Me imagino que es por la
impresión, no lo sé.
– Bueno, cielo, tenle mucha paciencia. ¿Ya sabes cuándo
va a ser el entierro?
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– Mañana iré a la funeraria para arreglar ese asunto. Estaba pensando en ir a ver a mi madre. Pero no estoy seguro.
– Estaría bien que fueras, cariño. No sé, verla por última vez.
Nos despedimos. Me quité la ropa y me metí en la cama.
Me quedé mirando el techo gris y volvieron las lágrimas. Me
corrían hacia los lados hasta las orejas. Esta vez fue el cansancio el que se encargó de parar aquello.
Por la mañana encontré a mi padre en la cocina vestido
para salir y con una olla de café hecho. Me tomé una taza
mientras pensaba en lo doloroso que podía resultar para
él el tema de la funeraria. Le ofrecí buscarlo por la tarde,
cuando hubiese arreglado todo, para ir a almorzar juntos en
algún lugar, pero insistió en acompañarme.
– Soy yo quien tiene que arreglarlo –me dijo.
Lo ayudé a montarse en el coche y fuimos hasta la funeraria. Cuando nos bajamos, un señor gordo, con una chiva
densa y negra estrechó la mano de mi padre.
– Es mi hijo –me presentó. Y entonces el gordo fue a estrechar la mía.
Entramos en una oficina de muebles de caoba oscura y
desde allí se arreglaron los detalles de la misa, del ataúd, de
la hora y demás comercios de la muerte. Yo no era capaz de
involucrarme. Mi padre lo tenía todo muy claro. Creo que
él no había llorado hasta entonces. Yo había tenido ya tres
ataques de llanto y él, al parecer, no había llorado ni una
sola vez. Y ahora hablaba con el gordo aquel sobre los trámites para enterrar a mi madre como si estuviese hablando
de cualquier otra cosa.
– ¿Estás de acuerdo con que sea el martes? –me preguntó
de improviso.
– Sí –le dije–. Supongo que el martes estará bien.
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Yo tenía la chequera en el bolsillo, pero ellos quedaron
en que lo del pago lo arreglarían luego. Y me pareció mejor
así. Poner una cifra de dinero en ese momento habría sido el
culmen de una obra patética.
– ¿Quisieran verla? –preguntó el gordo cuando ya nos habíamos levantado para irnos.
– ¿Está aquí? –pregunté extrañado–. Pensaba que estaría
en la morgue de algún hospital. ¿No la llevaron al hospital
para comprobar que de verdad estaba muerta?
Mi padre me miraba como si estuviera muy lejos.
– Estuvo en el hospital y luego la trajimos aquí para poder
conservarla por el tiempo necesario –me dijo el de la funeraria.
– No creo que hoy sea un buen día –le dije bajando la
mirada al granito rosado del suelo.
– El entierro será el martes por la mañana. Hasta entonces
podrá verla en privado cuando quiera.
Nos despedimos del gordo y nos fuimos. Yo tenía unas
ganas enormes de dejar a mi padre en su casa para poder estar solo. Sentarme en algún bar donde pudieran darme una
cerveza fría y donde nada tuviese que ver conmigo.
– Para en la tienda –me dijo cuando estábamos cerca.
– Puedes dejar ya esa tontería de las semillas, papá –la
voz me salió más alta de lo que hubiese querido.
– No es ninguna tontería –me dijo sin alterarse–. Solo te pido
que me dejes frente a la tienda. Yo puedo regresar solo a mi casa
–siguió–. Tú vete a hacer lo que quieras. No es asunto mío.
Mientras seguía conduciendo el cuerpo se me iba llenando de rabia. Quizás debía haber entrado a aquella sala
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donde se encontraba mi madre, sola y muerta. No pude evitar llorar una vez más. Y entonces la rabia se me duplicó
por no poder evitar aquel llanto frente a mi padre. Él que
todavía no había derramado una lágrima y que en lo único
que pensaba era en esas benditas semillas de los infiernos.
De nuevo me costaba respirar. Me detuve frente la tienda.
Necesitaba parar un momento. Mi padre se bajó del coche
y como pudo se perdió tras la puerta corrediza. Yo recosté
la frente del volante y lloré sin poder detenerme. Entonces
volvió a mi memoria la imagen de mi madre y la rabia se me
fue convirtiendo en dolor. Y se me hizo todavía más difícil
llevar el aire hasta mis pulmones. Pensé que no iba a poder
mantenerme vivo. Que de alguna manera aquello terminaría por sustituir todo lo que de vivo quedaba dentro de mí.
Pero no fue así. Al rato las convulsiones fueron convirtiéndose en resoplidos y luego en un llanto mudo que terminó
por secarse. Y al contrario de lo que había pensado, aquel
episodio no me había acercado a la muerte, sino a alguna
especie de bienestar. Cuando me incorporé de nuevo en
el asiento y abrí los ojos, todo me pareció más limpio, más
transparente. Y el dolor, que seguía allí, se había hecho una
especie de fluido que ahora iba entrando en cada uno de
mis órganos, haciéndose parte de mí, indefinible e inseparable. Seguramente mi padre había estado viéndome desde
algún lugar, pues hasta que no me hube calmado, no apareció. Lo vi caminar hacia el coche con una bolsa colgando
de una de las muletas. Era un hombre de años, pero fuerte.
Me bajé del coche y desde donde estaba le pregunté si necesitaba ayuda.
– Será mejor que me acostumbre a andar con esto –dijo
refiriéndose a las muletas–. No creo que vaya a curarme
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nunca. A mi edad, estas cosas no se curan –dijo mientras
abría la puerta del otro lado del coche.
– ¿Las conseguiste? –le pregunté cuando estuvimos de
nuevo dentro del coche.
– Sí –me dijo–, y también un poco de tierra.
Esa tarde nos fuimos a comer a un restaurante desde el
que se podía ver el mar. Tomamos una botella de vino y
hablamos un poco más de Ana y de las niñas. Le pareció
que Lucy aún era muy pequeña para aprender a multiplicar
y que Victoria era ya muy grande para dormir en nuestra
cama. Creo que aquella fue la primera vez en la que vi a mi
padre. No me refiero a verlo como se ve a otro. Me refiero
a verlo a él. Quizá fuese porque mi madre siempre estuvo a
su lado. Quizás fuese por verla siempre a ella. Pero esa tarde
solo estaba él. Él y yo. Y entonces pude ver sus arrugas y la
opacidad de sus ojos. La ronquera en su voz y la redondez
de sus uñas cuando tomaba la copa.
La mañana siguiente encontré el café hecho sobre la encimera de la cocina. Calenté una taza y fui con ella hasta
el jardín de atrás. Allí estaba mi padre enfundado en unos
vaqueros sucios. Soltando la tierra a punta de picotazos. Era
torpe en todas aquellas acciones. No quise interrumpirlo.
Volví a la casa, busqué mi ordenador y me puse a hacer algunas cosas mientras de vez en cuando seguía mirándolo a
través de la ventana. Al rato escuché el ruido de la manguera
arrastrándose por la tierra y luego el sonido del agua. Luego
se quedó inmóvil frente al trozo de tierra removida.
Fui a buscar otras dos tazas de café y volví con ellas al pequeño huerto. Mi padre tomó la taza que le ofrecí y se quedó
con ella en la mano un instante. Luego le dio un par de sor-
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bos, pero sin quitar la vista de la tierra oscura. Fue entonces
cuando empezó a llorar. Dejó la taza en una mano y con la
otra, sucia todavía de tierra, se tapó la cara. Los hombros se
le movían y por eso supe que estaba llorando. No salía de
él ningún ruido, pero su desesperación llegaba hasta mí. Yo
me quedé inmóvil con toda mi atención en él. Y, por primera vez en mucho tiempo, tuve ganas de tocarlo. Creo que
quise incluso abrazarlo. Pero me quede allí esperando a que
su llanto también pasara. Y así fue. De pronto paró y sin más
comenzó a reír. Yo estaba sorprendido.
– Tu madre debe estar riéndose a carcajadas dondequiera
que este –dijo–. No creo que germine ni una sola de estas.
A ambos se nos soltó la risa. Creo que ninguno de los dos
nos hubiésemos atrevido a apostar por alguna de aquellas
pepitas. Pero había algo de todo aquello que mejoraba las
cosas. En ese momento una brisa nueva llegó y se quedó
con nosotros. Una sensación de que a partir de entonces
las cosas seguirían su curso. Que el tiempo haría lo suyo.
Que las semillas están hechas para brotar sin que podamos
darnos cuenta.
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