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EL MAGAZÍN
F OTO
DE
R AFAEL C ARO
Muerte, apogeo y clandestinidad del libro
Es la ley que nos exige ordenar la emoción, reprimirla hasta el grado en que parezca haber sido suprimida,
simular que no existe, disimular su presencia inevitable, para que el ejercicio poético parezca un mero juego de sombras.
Gilberto Owen
Por Santiago Mutis Durán
E
l Libro ha sobrevivido a la Inquisición, el nazismo, los yupis, la masificación, la ignorancia, las
universidades, la fotocopiadora, los editores y
ahora a Internet —el más sofisticado simulador de
cultura y el más fino instrumento de falsificación— y
todo esto porque el Libro no es un instrumento, y
mucho menos de comunicación, a pesar de que
12.653.210 editores en el mundo entero así lo pretendan. Sin embargo, hay que ir pensando en su desaparición, pues si la sociedad moderna (léase Usa) ya logró someter o acabar —o poner bajo amenaza— la
Naturaleza, los mitos, los indígenas, la tradición oral,
el Lejano Oriente, Europa, la Historia, las culturas, las
lenguas y el arte, es de esperar que del Libro no quede sino el cascarón: un medio masivo de comunicación o de publicidad, o de pornografía. El mundo de
hoy plantea un único dilema, decía el antropólogo
Reichel-Dolmatoff: «pornografía o cultura». Claro,
esto lo dijo antes de que triunfara la pornografía.
Ahora la gente cree que la cultura es una cosa de
antes, algo que puede verse en algunos museos, y que
lo de hoy es el progreso —o arribismo—: el automóvil, el smog, los hoteles, el petróleo, la televisión, la
coca-cola, el espectáculo, los centros comerciales, la
nevera... ¡y la pornografía! Por eso necesito tanto y
tan frecuentemente consultar el y la Internet: para
enterarme de las masacres.
Pero el Libro es otra cosa: ¡experiencia! Hace un
año, en la Universidad Nacional, en su escuela de artes, o de diseño —no recuerdo— un apologista promocionaba el arte contemporáneo —las instalacio-
nes y el arte conceptual— taconeando contra las vetustas artes plásticas (lo cual es ya una costumbre).
Mitad en castellano y mitad en lengua académica
decía que la pintura era obsoleta, que nada tenía que
decirle al «hombre contemporáneo», y es cierto,
pero no por culpa del arte, sino porque el «hombre
contemporáneo» se está quedando ciego. El arte
contemporáneo es un adolescente, a veces inteligente y rebelde, otras prematuramente envejecido y
claudicante; en cambio la pintura viene desde el fondo del tiempo, del nacimiento mismo de la conciencia, ocurrido en la profunda negrura de una cueva
hace 20.000 años en Altamira, cuando el hombre vio
por primera vez algo que surgía de su interior, algo
que no era para matar, para dominar, para comer,
sino tan sólo la roja presencia de un bisonte, tatuada con luz en la piel de la oscuridad. ¡Era el luminoso amanecer de la pintura! Pero la experiencia es algo
que hoy no tiene valor, porque la vida es para estrenar. Y es de esta experiencia de lo que hablan los libros. Por eso no hay nada más personal, más hondo, más íntimo, más silencioso y más humano que
un libro. Para eso son los libros: para pensar, para
ayudarnos a vivir —y ojalá también para ayudarnos
a morir— para quitarnos de la nuca la bota del Estado, para escaparnos del cepo del tiempo, para lavar
el espanto de la burocracia, el mal trabajo, el abuso
diario, la humillación de cada día, y para oír en la
intimidad la voz de la humanidad, del mundo, de la
amistad con los muertos, del otro y de todos, ¡uno
por uno!
Hoy, cuando un funcionario acaba de insultarme
porque no acepté ser empleado de su institución, por
no querer editar más libros impersonales, con unificadores de estilo, académicos o sin autor —que es lo
mismo— entiendo que todo lo que nos haga perder
un proyecto, un trabajo, un ascenso, un negocio, en
fin, un puñado de monedas, de prestigio y de aislamiento, nos llena de ira el negro corazón. La finalidad de la vida no parecen ser ya las relaciones humanas, pues hoy éstas son apenas un medio para fines
más prácticos, más rentables y «contemporáneos» —
y más lamentables—.
Mi última visita a un amigo editor fue sólo para oír:
—Santiago, ni me dejes esos originales de tu amigo. Tú sabes, el ensayo no es comercial, es como el
cuento, un género que no se vende, igualito que la
novela, para no hablar de la poesía o de la crítica, que
son lo peor. ¡Tú lo sabes!
Al salir de la editorial, que está estrenando un
moderno edificio en la zona comercial, vi su propaganda, que decía en diez metros de tela con brillantes colores: Llevamos 40 años apostando por el libro.
El Libro morirá cuando muera el hombre, es decir, ¡ya!, hoy, ahora mismo. En un reciente encuentro de poetas en el barrio La Soledad oí decir lo más
honesto y claro sobre este lamentable episodio, que
comenzó aquél séptimo día: «Hay gente tan pesimista
que cree que la humanidad no se va a acabar». Mientras tanto, hagamos con el Libro, con el libro verdadero, lo que Epicuro dijo deberíamos hacer con nuestra intimidad: ocultarla.
abril de 2007
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Del libro al cine
Por Mauricio Laurens
E
l siguiente es apenas un arbitrario esbozo de lo que ha sido el libro trasportado al cine. Faltan
muchos, pero muchos y algunos excelentes libros, como Il gattopardo, de
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, llevado a la pantalla con el gusto característico de Luchino Visconti, grande entre
los grandes. Y falta también la que tal vez
haya sido la película más popular de
todos los tiempos, Lo que el viento se
llevó. Pero, como decíamos, ésta es una
arbitraria selección.
Una lápida cubierta de hojas secas
deja ver el nombre de… María. «Lea este
libro maravilloso y vea la posibilidad de
filmarlo», le dijo el empresario Francisco J. Posada al camarógrafo español
Máximo Calvo. Rodada en los mismos
sitios descritos por la novela, con la dirección artística del también español
Alfredo del Diestro, fue la primera y más
taquillera cinta del cine mudo nacional.
Otras versiones de María fueron llevadas a la pantalla: una anterior, mexicana, de 1918; veinte años después, la del
manierista Chano Urueta; otra de 1970,
de Tito Davison; la kitsch de Enrique
Grau, y el mediometraje En busca de
María.
García Márquez transcribe visualmente lo romántico más allá del consabido realismo mágico de su literatura.
Seis amores difíciles, algunos extraídos
de sus cuentos peregrinos, por seis realizadores de otras tantas nacionalidades
iberoamericanas: testaferros del corazón, fantasías eróticas y amantes extraviados en contraste con la santidad que
un padre ve en su hija. Si en Crónica de
una muerte anunciada la honra conyugal matiza un drama sentimental y fatalista, El amor en los tiempos del cólera
desencadena la vieja historia de pasiones frustradas.
En La mansión de Araucaima, realizada por Carlos Mayolo en 1986 según
la novela homónima de Álvaro Mutis, el
relato gótico de tierra caliente mantiene la estructura original de los capítulos encabezados con el nombre de sus
personajes (piloto, sirviente, monje, Machiche y don Graci). No hay que ir más
lejos para rastrear El convento, del maestro portugués Manuel de Oliveira, con
las legendarias locaciones del monasterio de La Rábida, donde un experto lingüista británico busca esclarecer las raíces hispanas de nadie menos que
William Shakespeare.
Fahrenheit 451, dirigida por François
Truffaut en 1966 a partir de una novela
de ciencia-ficción de Ray Bradbury, explora las dificultades del lenguaje en una
sociedad oscurantista del futuro, que
hace de los libros un material subversivo y de la literatura un arma que vuelve
infelices a los individuos. Los bomberos
actúan como la principal institución
represiva del hipotético estado, pues
ellos son a la vez jueces y policías que
incineran cualquier vestigio de letra impresa. Cuando se revela que «detrás de
un individuo se oculta algo impreso»,
surgen como héroes los «libros-personas», capaces de memorizar y recitar
los textos como único recurso para perpetuar la memoria de sus autores.
En La Chinoise, realizada por JeanLuc Godard en 1967, el experimentador
de imágenes se complacía en mostrar
una faceta bastante fetichista de las pequeñas ediciones marxista-leninistas
que sofocaron antes, durante y después
de Mayo del 68 a los revoltosos y radicales. No resulta fácil olvidar un apartamento parisino íntegramente decorado con los pequeños «libros rojos» del
presidente Mao Zedong: La política de
las cien flores, Diez pensamientos, Cinco tesis filosóficas, Sobre la contradicción, El imperialismo y Todos los reaccionarios son tigres de papel.
El nombre de la rosa , transcripción literal del mundo de Umberto, dirigida
por Jean-Jacques Annaud en 1986, nos
ubica como lectores y espectadores en
la biblioteca de una abadía benedictina.
Érase una vez… la plenitud de la Edad
Media, y el padre Guillermo de Baskerville debía elucidar varios extraños asesinatos cometidos en el monasterio,
descifrando textos sagrados y referencias para eruditos más profanos.
El cielo sobre Berlín, de 1987, con la
mirada profunda de Wim Wenders, rescata a los ángeles protectores que recorren una biblioteca donde los niños detectan la presencia de tales criaturas
celestiales, y éstas, por su lado, supervisan movimientos sigilosos y lecturas de
ancianos o desvalidos.
Escrito en el cuerpo (The Pillow Book,
1997), de Peter Greenaway, funciona
como la transposición contemporánea del diario íntimo de una cortesana y
calígrafa japonesa del siglo X. A partir de
revelaciones eróticas femeninas, expuestas en trazos sobre piel humana o en pinturas ideográficas de un milenario «libro
de cabecera», el autor plasma para el celuloide una libre adaptación de los capítulos originales concebidos en la alcoba,
y traza el paralelo actual con las tradicio-
nes arcaicas de la cultura japonesa. Trece
libros dedicados a inocentes e idiotas, que
abarcan el nacimiento y la muerte.
Letras prohibidas del marqués de
Sade , dirigida por Philip Kaufman, escenifica el drama vivido en el asilo de
Charenton por el «divino marqués»,
quien lucha por todos los medios inimaginables para comunicar sus creaciones
obscenas e íntimas. Sin una pluma de
ganso, cambia su método de escritura
y se expresa oralmente para eludir las
manifestaciones represivas de la censura, después de la publicación de su escandalosa Justine.
En Saló o los 120 días de Sodoma, de
Pier Paolo Pasolini, los créditos de su
depravador poema de horror y muerte
se arman con el mismo rigor de una ficha bibliográfica en donde aparecen los
nombres de Bocaccio, Barthes, Metz y
Moravia, entre otros.
Siempre quedará flotando en el aire
la eterna discusión de si es mejor el libro
original o la adaptación al cine. La respuesta puede ser el viejo chiste sobre dos
cabras que comían en un basurero. Una
le está metiendo diente a un rollo de Lo
que el viento se llevó, mientras la otra le
pregunta: «¿Qué tal?». Y la amiga le responde: «Mucho mejor el libro».
abril de 2007
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La increíble y triste historia de un ojo
colombino por un derechazo desalmado
Texto y fotos de Rodrigo Moya*
P
or allá a principios de los años sesenta del siglo pasado conocí a
Gabriel García Márquez en casa
de mi madre, Alicia Moreno de Moya,
que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la
oficial estaba ocupada por los militares
de la dictadura. En alguna de aquellas
fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me
cayó muy bien que digamos. En plena
reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como
de marajá aburrido sostenía escuetos
diálogos o emitía juicios contundentes
o frases entre ingeniosas y sarcásticas.
Estaban aún lejos Cien años de soledad
y el premio Nobel, pero el paisano de mi
madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que
no a todos agradaba. Poco después leí
La hojarasca, y luego Relato de un náufrago, y El coronel no tiene quien le escriba, y después todo lo que escribiría a
lo largo de los casi cincuenta años siguientes, y entendí entonces por qué
aquel tipo de bigote y gestos como de
fastidio y pocas pero contundentes palabras, como de frases célebres, podía
recostarse en el sofá en medio de una
ruidosa tertulia y decir lo que le viniera
en gana.
Por aquellas tertulias en la casa materna
fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos
pequeños, Rodrigo y Gonzalo. Siendo
fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez
que posara para mí, y cuantas veces los
visité en su casa fue sin la cámara en el
hombro. Ahora tal vez me arrepiento.
Por eso fue natural que el 29 de noviembre de 1966 el Gabo apareciera por
mi apartamento en los edificios Condesa; quería que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado
después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó
acompañado de nuestro mutuo amigo
Guillermo Angulo, quien había sido mi
maestro y en esos años manejaba su
propia compañía cinematográfica en
Bogotá. El saco que había escogido el
Gabo para aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle
mejor una foto en camisa arremangada, o prestarle una de mis chamarras,
pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba, y así las
fotos se hicieron a su manera. La foto
era para Cien años de soledad, cuya
edición se preparaba en Buenos Aires.
Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo
que ese título significaría después en la
historia de la literatura.
Diez años más tarde, el 14 de febrero de
1976, Gabriel García Márquez volvió a
tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para
que le tomara otras fotografías. Esa vez
lo notable no era el saco de cuadritos, sino
el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por
el puñetazo que dos días antes le había
propinado su colega y hasta ese momento gran amigo, Mario Vargas Llosa.
El Gabo quería una constancia de
aquella agresión, y yo era el fotógrafo
amigo y de confianza para perpetuarla.
Claro que pregunté azorado qué había
pasado, y claro también que el Gabo fue
evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la
medida en que el autor de La guerra del
fin del mundo se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que seis años después
recibiría el premio Nobel seguía fiel a las
causas de la izquierda. Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en
aquella ocasión luciendo enormes lentes
ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos
lacónica y comentó con enojo la brutal
agresión, y la describió a grandes rasgos.
En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del
inicio del filme con el escritor peruano.
Se dirigió a él con los brazos abierto para
el abrazo: «¡Mario…!», fue lo único que
alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco
que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de
shock, Mercedes y amigos del Gabo lo
condujeron a su casa en El Pedregal. Se
trataba de evitar cualquier escándalo, y
el internamiento hospitalario no habría
pasado desapercibido. Mercedes me
describió el tratamiento de bistecs que
le había aplicado sobre el ojo toda la
noche a su vapuleado esposo, para absorber la hemorragia. Es que Mario es un
celoso estúpido, repitió Mercedes varias
veces cuando la sesión fotográfica había
devenido charla o chisme.
Según los comentarios que recuerdo
de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Barcha
habían tratado de mediar en los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su
esposa, Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o
comentarios de la pareja colombiana
rebotaron hacia Vargas Llosa cuando
éste volvió al redil y se reconcilió con su
esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y resolvió su furia de aquella manera expedita y salvaje. «Guarda las fotos y mándame unas copias», me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé treinta años y,
ahora que él cumple ochenta años y cuarenta la primera edición de Cien años de
soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.
* Rodrigo Moya, fotógrafo y escritor mexicano, nació en Medellín pero se fue a los dos años. Hoy
vive en Cuernavaca con su esposa, la pintora inglesa Susan Flaherty.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había
Una relectura de Cien años de soledad
Por Juan Gustavo Cobo Borda
¿
Qué encuentro en la novela releída? La perfección de su trazo y el habitual embrollo de sus Aurelianos y Arcadios trastocando sus caracteres, de
algún modo, desde la cuna misma. Pero la riqueza de
episodios, el golpe de gracia con que resuelve un destino —muere el coronel Buendía orinando contra un
castaño, asciende a los cielos Remedios la Bella—
confirma la justa observación de García Márquez: «Si
le creen a la Biblia, por qué no creerme a mí».
Suspensión de la incredulidad, por supuesto, y la
distancia de 40 años para comprender el condolido
sentir, lo miserable de esa saga arrolladora donde la
fecundidad exuda su derroche por todas partes —los
17 Aurelianos no censados, animales que paren sin
tregua en la abundancia azarosa del juego y la rifa—
y finalmente, polvo, ruina y nada. El prófugo volverá
al redil. La parranda se trocará en elegía, y el aspirante a Papa se convertirá, quizás como la gran pintura
de Fernando Botero, en melancólico travesti de bigote y camisón. En fin. Como lo dice mejor el propio
García Márquez en su entrevista con Armando Durán: «Toda buena novela es una adivinanza del mundo», y quizás su propósito inicial, como se lo reveló a
Claude Couffon, también era muy sencillo:
DE
G ASTONE B ETTELLI [ DETALLE ]
SOBRE
C IEN
AÑOS DE SOLEDAD
2003 en su mensaje con motivo de los 200 años de la
Universidad de Antioquia: «La patria amada aunque
distante», sobre esa patria de paz con que habían soñado los abuelos:
Por ello la novela, como buena novela que es, engloba pestes del insomnio y guerras civiles, juegos de
azar y mujeres de mala vida, el auge del banano y el
resentimiento que engendra su caída luego de que se
va la compañía norteamericana, «la amarga soledad
de las parrandas» y el muladar de la gloria, en un telón de fondo sobre el cual se proyecta el duro y frío
pedernal de esos seres incapaces de amar y obstinados
en sus odios enervantes. Ni el diluvio de «cuatro años,
once meses y dos días» diluye sus querellas. Por el contrario, las exacerba en rituales de muerte lenta, en la caja
R ICHARD A VEDON
Sucumbió temprano en un régimen de desigualdades, en una educación confesional, un feudalismo
rupestre y un centralismo arraigado en una capital
entre nubes, remota y ensimismada, con dos partidos eternos, y toda una saga de gobiernos sin pueblo. Tanta ambición sólo podía sustentarse con
veintinueve guerras civiles y tres golpes de cuartel
entre los dos partidos, en un caldo social que parecía
previsto por el diablo para las desgracias de hoy, en
una patria oprimida que en medio de tantos infortunios ha aprendido a ser feliz sin la felicidad y aun
en contra de ella.
DE
Pero la novela de la abundancia ilímite, de lo descomunal, que busca poner ese núcleo aislado del
mundo en contacto con los inventos que ayudan a
vivir, se caracteriza también por su sabia ironía.
Con la temeridad atroz con que José Arcadio
Buendía atravesó la sierra para fundar a Macondo,
con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad
con que Úrsula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda sin un
solo instante de desaliento.
Pero esa hazaña tendría un resultado fatal: se cierra la aventura y se inicia el formalismo. La expansión
se convierte en paulatina entropía: «[…] el círculo de
rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en
que llegó terminó por cerrarse completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia».
No llamar las cosas por su nombre, fingir ser algo más
que lo que en realidad se es: «Poco a poco, el esplendor funerario de la antigua y helada mansión se fue
trasladando a la luminosa casa de los Buendía». De la
aurora al crepúsculo, esa «cachaca mandona» que
había descendido de los páramos corta el ímpetu de la
familia. Sintetiza en un carácter mezquino y rígido, si
se quiere, pero sostenido en el inflexible rigor de sus
prejuicios, lo que García Márquez razonó en mayo de
P INTURA
F OTO
Ahora pienso que lo que me interesaba en mi novela era sobre todo contar la historia de una familia
asediada por el incesto y que, a pesar de todas las
precauciones tomadas por varias generaciones, terminaba por tener un hijo provisto de una extraña
cola de cerdo.
de herramientas con que Aureliano Segundo arma y
desarma cerraduras inútiles, «en el vicio de hacer para
deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los
pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula
con los recuerdos».
Como bien lo vio José Miguel Oviedo, la novela
abarca tres círculos: la historia del coronel Aureliano
Buendía, la historia de la familia Buendía y la historia
de Macondo mismo. Pero releída parece más bien la
historia de Úrsula Iguarán, que bien podría vivir entre
los 115 y los 122 años sosteniendo la estirpe, y la historia de Pilar Ternera desde la clandestinidad, enseñándoles a todos los estremecimientos de la iniciación
sexual y el alivio de sus cuitas amorosas. Ésta es, quizás, la otra novela que estamos en mora de descubrir.
[…] todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes co
abía de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Comienzo de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
Apuntes sobre un viaje que no era para contar
Por Álvaro Mutis
E
n la cabina del jumbo de Avianca que viajaba
esa noche desde Bogotá hasta Estocolmo y por
obra de esa gentileza del corazón del presidente
Betancur, a la cual ya estamos acostumbrados sus
compañeros de generación, nos habíamos dado cita
los más antiguos y cercanos amigos de Gabriel García Márquez. Nuestro decano, Gonzalo Mallarino,
nos miraba a todos como si el asunto fuera de una
absoluta y cotidiana familiaridad. Allí estábamos, con
nuestras respectivas esposas, Alfonso Fuenmayor,
Germán Vargas, Hernán Vieco, Álvaro Castaño Castillo y Fernando Gómez Agudelo. Guillermo Angulo
circulaba por todo el avión como si lo acabara de
comprar y Gonzalo Mallarino trataba de iniciar a su
hijo, Gonzalo también de nombre, en la intrincada
mitología del nieto del coronel Nicolás Márquez. Aura
G ABITO
EN
P ARÍS [1957]. F OTO
INTERVENIDA
© G UILLERMO A NGULO
Lucía Mera presidía la itinerante celebración con una
discreta y sabia condescendencia de reina en vacaciones.
Lo primero que advertí, entre ese cerrado pelotón de viejos amigos, era que todos y cada uno compartían conmigo un sentimiento de absoluta naturalidad, de casi indiferente aceptación de algo que hacía
muchos años dábamos ya por descontado, el premio
Nobel para nuestro común compañero de más de media vida de errancia, noches interminables de alcohol y sabiduría ininterrumpida y deletérea mamadera de gallo. Era evidente para todos que ese mítico
viaje a la vasta noche escandinava era apenas un episodio más de nuestra saga a la vera de Gabriel y sus
sucesivas y siempre deslumbrantes anunciaciones.
El viaje duró más de veinte horas. Hicimos escala
en Puerto Rico, Madrid y París. Había pasajeros que
bajaban, otros que subían, amigos en trance de diplomáticos y diplomáticos en trance de amigos que
subían para saludar, pero nosotros no suspendíamos
esa ardua, inagotable y sabrosa tarea que Gabriel resume como «hablar la vaina». Cuando ya no quedaba autor francés del siglo pasado y comienzos del
presente por revisar con Alfonso Fuenmayor, tornábamos con Álvaro Castaño a tratar de esclarecer la
madeja de matrimonios de los duques de Valois de la
Casa de Borgoña con las dinastías de Luxemburgo,
Portugal y el Sacro Imperio. Cuando Castaño me
abandonaba para lanzarse en alguna incursión a la
cabina de turismo, volvíamos con Vieco a iniciar
nuestro viejo número del diálogo entre dos franceses a base de pujidos, resoplidos y enfáticos gestos
con los hombros y los brazos, número que sólo a
nosotros divierte y sospecho que hunde en el tedio a
más de un irritado circundante.
Al tornar Vieco a dormir, con esa cara de paisa
que ha cometido una bellaquería, Germán Vargas,
desde su poltrona y con ese dejo bumangués que ya
no se quitará nunca, por mucha cosa que le meta, se
me queda mirando con sus ojos azules de gato insomne, para soltarme con sorna que me hace regresar a mi sitio: «Maestro, se ve que usted espiga en
todos los campos». Y así llegamos a Estocolmo. Nuestro aspecto estaba lejos de parecer impecable; veinte horas de hablar paja terminan con cualquiera.
Desde luego, como siempre, con una excepción: Álvaro Castaño Castillo luce su aire de dandy recién
levantado, y «cruza por los salones su indolencia
como partiendo en dos el siglo XX».
El primer acto al que asistimos fue, en muchos
aspectos, el más conmovedor y entrañable. Consistió en la lectura que Gabriel hizo de su conferencia
sobre «La soledad de América Latina» en la sala de
actos de la Academia Sueca. El texto, que en el fondo
es un llamado desgarrador y airado, fue leído por
Gabriel con una serena dignidad, con lejanía, casi, que
lo hizo aún más hondo y verdadero. Todos los presentes tomaron conciencia, de repente, por la sola
magia de un estilo maestro, de lo que en verdad significaban las apocalípticas palabras con las que termina Cien años de Soledad. Eso no fue óbice, naturalmente, para que, al terminar la ceremonia, Germán
Vargas me lanzara el consabido comentario: «Este
Gabito también espiga en todos los campos».
Para todo el mundo es ya familiar la figura adusta, casi melancólica, de Gabriel García Márquez recibiendo de manos de rey la medalla y el pergamino
que lo acreditan como Premio Nobel de Literatura
de 1982. Luego vino el banquete real en Stadhus. En
diez escasos minutos los grupos de baile y los cantantes trajeron a la inmensa sala de la fiesta, en donde se reunían más de 1.300 invitados, un aire de Colombia, una maravilla de color y de gracia en donde
no hubo un detalle fuera de lugar ni una nota de más.
Todo sucedió de noche. Estocolmo, una de las
más bellas capitales de Europa, la venerable fortaleza marina de los Wasa, sólo tiene por esa época unas
pocas horas de una luz opalina y fantasmal. Pero también esto contribuyó con mucho al ambiente feérico, agitado y nostálgico en el cual transcurrieron esos
cuatro días inolvidables que hoy he tratado de evocar y que, de nuevo, se me han escapado, para regresar a esa zona de lo inefable, en donde se refugian
los recuerdos que nos permiten seguir viviendo. No
es la palabra escrita el medio indicado para darles permanencia. Ellos viven de esa savia inagotable que en
portugués se llama saudade, y eso no se escribe.
pes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
Final de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
abril de 2007
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Dos invitados:
Del 19 de abril al 1° de mayo
la Feria del Libro celebra su
vigésima edición, reuniendo lo
más selecto de la literatura de
Chile, invitado de honor,
y proclamando a Bogotá,
el 23 de abril, como
Capital Mundial del Libro.
Texto y fotos de
Rafael Caro Suárez
V
einte años no se cumplen todos
los días. Por eso este año la Feria
Internacional del Libro de Bogotá será recordada como una de las más
fastuosas y célebres que se hayan llevado a cabo en el último decenio. Cuatro
serán los ejes temáticos de la feria: las
jornadas profesionales del libro (con el
I Congreso Iberoamericano de Libreros,
el Encuentro Internacional de Editores
Literarios, el Seminario de Derechos de
Autor, y el Encuentro Latinoamericano
de Editores de Libros para Niños y Jóvenes), Bogotá Capital Mundial del Libro, el homenaje a Gabriel García Márquez, y Chile, el país invitado de honor.
Chile es una nación que, además de
haberse insertado exitosamente desde
hace años en la vasta economía global,
se enorgullece de regalar al mundo
grandes dosis de excelencia literaria de
manos de sus más ilustres hijos: Vicente Huidobro, el precursor; Pablo Neruda, el poeta más querido del siglo XX
—y también el más odiado, según desde el lado que se le mire—; Gabriela
Mistral, la mujer que reivindicó el significado de «sexo débil» en Latinoamérica; Nicanor Parra, el poeta antipoeta; José Donoso, el de El obsceno pájaro
de la noche y otras novelas inolvidables;
Isabel Allende, considerada la más po-
Bogotá, como Capital mundial del libro
Chile, Invitado de honor a la Feria
pular novelista iberoamericana, y Roberto Bolaño, tempranamente desaparecido,
entre otras grandes personalidades del
ámbito cultural del país austral.
Corferias recibirá la delegación chilena encabezada por Paulina Urrutia,
ministra de Cultura de Chile, así como
a representantes de 22 de las más importantes empresas editoriales de dicho
país. Por supuesto, un grupo de intelectuales acompañarán a la funcionaria en
su correría literaria por Bogotá: entre
ellos el escritor Gonzalo Rojas, quien a
sus 90 años es uno de los poetas latinoamericanos vivos más representativos de
la lengua castellana (no en vano recibió
los premios Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1992, el Octavio Paz y
el Cervantes en 2003). Jorge Edwards,
autor de Persona non grata y Adiós,
poeta —sobre el gran Neruda— estará
igualmente presente. El premio Cervantes de 1999 también lo avala como uno
de las plumas más consagradas de la
lengua española en los últimos tiempos.
Sin olvidar a Alberto Fuguet, autor de
Tinta roja, quien además se ha relacionado íntimamente con el mundo del
cine al escribir guiones para varias producciones.
Mucha expectativa ha generado
igualmente el pabellón en homenaje a
Gabriel García Márquez, quien acaba
de cumplir 80 años de vida y 25 de haber recibido el premio Nobel de Literatura. Se exhibirá su obra completa (incluidas las primeras ediciones, las
traducciones a diferentes idiomas de
sus novelas, cuentos y escritos periodísticos), sus primeros artículos en revistas y periódicos, algunas de sus más
secretas cartas, fotografías célebres y
desconocidas, su entrañable colección
musical y otras curiosidades.
La Secretaría de Cultura en la Feria
La vigésima versión de la Feria del Libro,
el día 23 de abril, representará para la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte
(SCRD) el orgullo de ver proclamar a Bogotá —por parte de Valentino Castellani,
alcalde de Turín (Italia)— como Capital
Mundial del Libro. En este acto protocolario estarán presentes el alcalde Lucho
Garzón, Martha Senn —Secretaria de
Cultura, Recreación y Deporte— y algunos de los escritores chilenos, como el
poeta Rojas. La Orquesta Filarmónica
abrirá esta importante ceremonia.
En el pabellón de la SCRD se ofrecerá al
público la Guía literaria de Bogotá, la
programación completa de Bogotá Capital Mundial del Libro, el listado de escritores que visitarán la ciudad en el
marco de esta celebración, los lugares
y las localidades donde tendrán lugar
actividades especiales. También se exhibirá el mapa de Bogotá Literaria, que
ubica los principales proyectos de promoción literaria en la ciudad, encabezados por los PPP (Paraderos Paralibros Paraparques), los clubes de lectura
y la Red de Bibliotecas (megabibliotecas distritales, bibliotecas locales y bibliotecas barriales).
En el Pabellón Juvenil de la feria —
manejado por Colsubsidio y la Cámara
Colombiana del Libro— el tema central
será precisamente Bogotá Capital Mundial del Libro y el programa Libro al
viento. Los jóvenes tendrán una intensa programación de talleres y el material de lectura estará compuesto por las
publicaciones de la SCRD.
Se contará también con el Pabellón
Infantil, junto a la Fundación Rafael
Pombo —recién visitada por la Primera Dama de los Estados Unidos— donde los niños disfrutarán de 900 actividades entre las que se destacan talleres,
lecturas compartidas, entrevistas con
escritores y La Hora del Cuento, un
bonito ejercicio en el que una personalidad destacada leerá cuentos e historias a los pequeños.
3 Poetas chilenos 3
abril de 2007
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Tango del viudo
Pablo Neruda
G RABADO DE P ABLO P ICASSO
Oh, Maligna, ya habrás hallado la carta,
/ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre
y ya no podrás recordar mis enfermedades,
/mis sueños nocturnos, mis comidas,
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún
quejándome del trópico de los coolies corringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.
Maligna, la verdad, ¡qué noche tan grande,
/qué tierra tan sola!
He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,
a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez
tiro al suelo los pantalones y las camisas,
no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie
/en las paredes.
Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría
/por recobrarte,
y qué amenazadores me parecen los nombres
/de los meses,
y la palabra invierno qué sonido de tambor
/lúgubre tiene.
Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde
el cuchillo que escondí allí por temor
/de que me mataras,
y ahora repentinamente quisiera oler su acero
/de cocina
acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:
bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces,
de los lenguajes humanos el pobre
/sólo sabría tu nombre,
y la espesa tierra no comprende tu nombre
hecho de impenetrables substancias divinas.
Así como me aflige pensar en el claro día
/de tus piernas
recostadas como detenidas y duras aguas solares,
y la golondrina que durmiendo y volando
/vive en tus ojos,
y el perro de furia que asilas en el corazón,
así también veo las muertes que están entre nosotros
/desde ahora,
y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,
el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.
Daría este viento del mar gigante
/por tu brusca respiración
oída en largas noches sin mezcla de olvido,
uniéndose a la atmósfera como el látigo
/a la piel del caballo.
Y por oírte orinar, en la oscuridad,
/en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada,
/trémula, argentina, obstinada,
cuántas veces entregaría este coro de sombras
/que poseo,
y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma,
y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente
llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,
substancias extrañamente inseparables y perdidas.
El fornicio
Te besaré en la punta de las pestañas y en los pezones,
te turbulentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca, tacara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis... ¿Qué más
te dijera por dentro?
¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?
Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas, mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,
riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar las esferas
estallantes como Pitágoras,
te lamiera,
te olfateara como el león
a su leona,
para el sol,
fálicamente mía,
¡te amara!
Gonzalo Rojas
Mujeres
La mujer imposible,
la mujer de dos metros de estatura,
la señora de mármol de Carrara
que no fuma ni bebe,
la mujer que no quiere desnudarse
por temor a quedar embarazada,
la vestal intocable
que no quiere ser madre de familia,
la mujer que respira por la boca,
la mujer que camina
virgen hacia la cámara nupcial,
pero que reacciona como hombre;
la que se desnudó por simpatía
(porque le encanta la música clásica),
la pelirroja que se fue de bruces,
la que sólo se entrega por amor,
la doncella que mira con un ojo,
la que sólo se deja poseer
en el diván, al borde del abismo;
la que odia los órganos sexuales,
la que se une sólo con su perro,
la mujer que se hace la dormida
(el marido la alumbra con un fósforo),
la mujer que se entrega porque sí,
porque la soledad, porque el olvido…
La que llegó doncella a la vejez,
la profesora miope,
la secretaria de gafas oscuras,
la señorita pálida de lentes
(ella no quiere nada con el falo).
Todas estas walkirias
todas estas matronas respetables,
con sus labios mayores y menores,
terminarán sacándome de quicio.
Nicanor Parra
abril de 2007
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Por Guillermo Angulo
H
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El libro impalpable
Este pensador observó que
todos los libros,
por diversos que sean,
constan de elementos iguales:
el espacio, el punto, la coma,
las veintidós letras del alfabeto.
También alegó un hecho
que todos los viajeros
han confirmado:
No hay en la vasta Biblioteca,
dos libros idénticos.
La Biblioteca de Babel
Jorge Luis Borges
años en una película de Fellini, Amarcord, haciendo el
papel de Gradisca, recuperamos la deleznable memoria
recurriendo a la memoria electrónica: claro, era Magali Noël; la tenía en la punta de la lengua. (Traten de
hacer lo mismo buscando en los treinta pesados volúmenes de la Enciclopedia británica a ver cómo les va.
En mi edición, al menos, la respuesta no existe.)
A quienes alegan que la mayoría de la información de Internet está en inglés, hay que recordarles
que esa deficiencia no es del medio, sino del individuo, y que hay muchas personas que con la ayuda de
un diccionario han aprendido un idioma. Excepcionalmente, un crítico de cine de la revista Time aprendió sueco viendo las películas de Ingmar Bergman
para escribir sobre ellas.
F OTO DE G ERMÁN I ZQUIERDO M ANRIQUE
ay muchos intelectuales que presumen de
odiar a Internet y de paso la técnica en general. Es más, dicen no saber encender un computador ni usar el celular. Pura pose. Como cuando
dicen: «Yo nunca veo televisión, pero pasé por casualidad junto a un aparato que estaba encendido y te vi
dando declaraciones».
Por mi edad, naturalmente soy fanático del libro
tradicional, impreso en papel, con pastas duras o blandas, que se deja leer, hojear, oler, acariciar. Odio que
rayen los libros, que los maltraten, los destrocen, les
hagan orejas de perro. Pero también me declaro convicto y confeso de amar a Internet y su pasmosa facilidad para buscar (y bajar) libros y datos: se escribe la
palabra libro y aparecen 132 millones de registros en
0.05 segundos.
Afortunadamente, para los fanáticos del medio
impreso (en copia dura, dicen los internetófilos), el
Distrito tiene tres megabibliotecas: el Tunal, obra de
Suely Vargas y Manuel Guerrero; el Tintal, de Daniel
Bermúdez, y la Virgilio Barco, de Rogelio Salmona.
Hay otra en proyecto en San José de Bavaria, y muchas bibliotecas más diseminadas por toda la ciudad.
También está la estupenda Luis Ángel Arango, donde
es posible llevarse a casa el libro tomado en préstamo y si no lo tienen —me han dicho— lo compran.
(En la Biblioteca Nacional uno no se puede llevar los
libros «porque son patrimonio nacional».)
Según las encuestas (yo no creo en encuestas,
nunca me han preguntado qué pasta italiana como,
o con qué pasta me lavo los dientes después de comer pasta), resulta que los colombianos leemos pocos libros. Es un resultado que estoy inclinado a creer,
aunque vivo rodeado de amigos que leen mucho.
Pero pienso también que no se dice lo caros que son
los libros (con la solitaria excepción de Libro al viento y de una limitada pero interesante colección de la
Universidad Externado de Colombia, en colaboración
con El Malpensante, llamada Un libro por centavos).
También hay que anotar que se está dejando por fuera de ese conteo a la gran cantidad de jóvenes que
leen en Internet y que finalmente también son lectores. Y si es cierto que en la red pululan la pornografía,
los YouTube y todo el resto de basura informática,
también hay excelentes sitios como Cronopios, de
Ignacio Ramírez, que nos trae día a día material de
lectura.
Hay en Internet montones de excelentes libros y
para muestra van apenas dos botones: el Proyecto
Gutenberg, el más antiguo suministrador de libros
electrónicos gratuitos en la red, con 17.000 títulos
disponibles, la mayoría en inglés (http://www. gutenberg.
org/catalog/) y en Colombia, en español, la biblioteca Luis Ángel Arango ofrece 70.000 páginas ya digitalizadas (http://www.lablaa.org/bvirtual_libros.htm).
Así que por falta de material de lectura en Internet uno no se puede quejar. Y no hablemos de la facilidad para encontrar un dato o un poema. Basta escribir, por ejemplo, «Oh, Maligna, ya habrás hallado
la carta, ya habrás llorado de furia», y en centésimas
de segundo Internet no sólo dirá que ese poema se
llama Tango del viudo y que es de Neruda, sino que
nos suministrará el texto. Y cuando no nos acordamos del nombre de esa bella actriz que vimos hace
Sería loable que los esfuerzos de los gobiernos —nacionales, departamentales, municipales— se orientaran al objetivo de que todo el mundo tuviera acceso
a un computador, propio o ajeno. He visto hijos de
campesinos moverse con gran comodidad en los
medios electrónicos y, como es natural, saben más y
han desarrollado mejor su inteligencia que los que no
tienen acceso a un computador.
Si a mí me llegaran a hacer esa pregunta idiota de
«¿qué libro se llevaría a una isla desierta?», sin dudar
respondería: un iBook (un computador portátil de
Macintosh), con conexión satelital a Internet, naturalmente.
F OTOILUSTRACIÓN © G UILLERMO A NGULO
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