LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO

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LA MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del 14º domingo del año, 3 de julio de 2011
Zac. 9, 9-10, Sal. 144, Rom. 8, 9. 11-13, Mat. 11, 25-30
“Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo,
sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo
quiera revelar” (Mat. 11, 27).
Aquí vemos el fundamento más profundo de la misión cristiana —la relación
entre el Padre y el Hijo, y la misión del Hijo a revelar al Padre al mundo—. Sólo
el Hijo puede revelar al Padre, porque sólo el Hijo conoce al Padre. “Ni al Padre
conoce alguno, sino el Hijo” (Mat. 11, 27). De veras, “a Dios nadie le vio jamás;
el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan
1, 18). Es por esta razón que el Padre envió al Hijo al mundo —para darnos a
conocer al Padre, al Dios que nadie conoce sino el Hijo. Por eso el Hijo fue
enviado al mundo por el Padre como su revelador. Por medio del Hijo y por la fe
en él, podemos conocer al Padre. Puesto que él es el único que conoce al
Padre, el Hijo tiene una misión al mundo. El Hijo llamó a discípulos y los envió
también a ellos al mundo para continuar y extender su misión. Sólo ellos
conocen al Padre, porque el Hijo se lo reveló a ellos. Si sólo el Hijo conoce al
Padre, entonces sólo aquellos a quienes el Hijo lo reveló conocen al Padre. “Ni
al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”
(Mat. 11, 27). Y este conocimiento que el Hijo tiene y revela a sus discípulos es
toda la enseñanza que él nos dejó en los evangelios.
Sabemos también de las escrituras que el Hijo tenía un gran deseo que este
conocimiento del Padre sea difundido por todo el mundo por medio de la misión
de sus discípulos, porque les dio la gran comisión de ser sus testigos hasta los
confines de la tierra (Hch. 1, 8). Después de la muerte de los discípulos, otros
discípulos continuarán esta misión, cada generación de discípulos enseñada por
la generación anterior hasta el fin del mundo. Esto es el trabajo de la Iglesia, su
misión al mundo. La Iglesia es la comunidad de seguidores de Jesucristo que
creen en él y por eso conocen al Padre y lo revelan a sus vecinos, prójimos, y
hasta los confines de la tierra. Cristo dio a su Iglesia la gran comisión de llevar
el evangelio de la salvación hasta los confines de la tierra. Dijo a sus discípulos:
“recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me
seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la
tierra” (Hch. 1, 8).
Sólo estos discípulos conocen al Padre, y por eso tienen una misión a todas
partes del mundo, empezando en Jerusalén y Judea, su propia ciudad y
provincia. Es así hasta hoy. Como los seguidores de Cristo, nosotros también
somos los únicos que conocen al Padre, y por eso tenemos una misión a
revelarlo donde estamos, a nuestros vecinos y prójimos, en nuestra ciudad y
provincia. Empezamos, como ellos, en nuestra ciudad, provincia, y país. Pero
la misión de la Iglesia no termina con nuestro país. Más bien extiende hasta los
confines de la tierra.
No es que cada cristiano tiene que dejar su país e ir a otros países, pero sí,
algunos son llamados por Cristo para hacer esto. Ellos son los misioneros que
van a otros países y culturas y predican a Cristo en otras lenguas a los que
todavía no lo conocen. Esto es su especialización. Son especialistas en ir y
predicar a Cristo en otras culturas y lenguas. En la Iglesia, hay organizaciones,
sociedades, y órdenes religiosas que se especializan en este trabajo y lo hacen
en nombre de toda la Iglesia. Así, pues, la Iglesia cumple su misión, que Cristo
le dio, de revelar al Padre al mundo.
Sin esta misión, el mundo no conocerá al Padre, porque sin esta misión, el
mundo no conocerá al Hijo, que es el único que conoce al Padre, el único que lo
ha revelado a los hombres. Sin conocer al Hijo, nadie conoce al Padre. Por eso
es muy importante que esta misión sea cumplida por la Iglesia. Aunque es
teóricamente posible que se pueda conocer algo de Dios por la razón humana
(Rom. 1, 19-20), en realidad hay mucha confusión (Rom. 1, 21-23). Por eso
Dios envió a un Salvador y a un revelador, su único Hijo Jesucristo. El que ve a
él, ve al Padre. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14, 9).
Cristo, pues, es el único camino hacia el Padre. Sólo por este camino podemos
llegar a conocer al Padre y ser unidos a él. Jesús dijo: “Yo soy el camino, la
verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14, 6). El es el único
camino. No hay otro camino, porque “en ningún otro hay salvación; porque no
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”
(Hch. 4, 12).
La misión de la Iglesia es basada en esto. Si no hay otro nombre en que
podemos ser salvos, tenemos una gran obligación de darle a conocer este
nombre a cada persona en todas partes del mundo. Esta es la voluntad de Dios.
Sabemos que esto es su voluntad, porque Cristo dio a la Iglesia su gran
comisión: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos
16, 15). No dijo: “dejad que cada cultura tenga su propia religión”, sino: “Id, y
haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os
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he mandado” (Mat. 28, 19-20). Dijo también: “Como me envió el Padre, así
también yo os envío” (Juan 20, 21).
Esto es nuestra parte, lo que Dios quiere que su Iglesia haga para la salvación
del mundo. Encomendamos a la misericordia de Dios a los que no podemos
alcanzar, porque él tiene sus propios medios para revelar a su Hijo a ellos. La
palabra del evangelio puede pasar de una persona a la otra de boca por
caminos desconocidos a nosotros y salvar a los que parecen lejos del evangelio.
Dejamos esto a Dios, pero nuestro trabajo y responsabilidad son claros y
revelados en las escrituras. Tenemos que predicar a Cristo hasta los confines
de la tierra, porque “ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo lo quiera revelar” (Mat. 11, 27).
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