Temporada 2009-2010 - Amigos de la Ópera de Madrid

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)
TEATRO REAL / TEMPORADA 2009 - 2010
1
Edición: Alfredo Flórez
Maquetación, diseño e imágenes: EQUIPO KAPTA
Coordinación: Julio Cano
© de los artículos: los autores
)
Deposito Legal: M-26359-2005
2
presentación
Por quinta temporada consecutiva, tiene en sus
manos esta publicación que deseamos le sea de utilidad para disfrutar y comprender mejor las óperas
que conforman la Temporada 2009-2010 del Teatro
Real.
Una temporada, que el Teatro dedica en su mayor
parte a la mujer, haciendo de ella el eje principal de
su programación.
De los dieciséis títulos de la temporada, en nueve
de ellos, la acción gira alrededor de protagonistas
femeninas, bien en clave dramática, bien en clave
de humor.
Como es habitual, se incluyen los argumentos de
cada título y artículos referidos a cada ópera que intentan indagar y explicar la génesis dramática, histórica y musical de cada obra.
En este mismo contexto nuestra revista, se suma a
este motivo principal incluyendo como ilustraciones, fotografías referidas a la mujer.
Notarán que la revista ha tenido ligeras modificaciones que pensamos pueden hacerla más atractiva
a los lectores: tipos distintos de composición, cambios estéticos y dimensiones algo más reducidas.
Esperamos y deseamos que para Vds. siga siendo
una ayuda valiosa, y para ésta Asociación un incentivo para que la Ópera sea cada día más el valioso
espectáculo cultural que todos queremos.
)
La Junta Directiva
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intermezzo
7
lulu
9
14
27
Argumento / Fernando Fraga
La “Lulu”, de Wedekind, bajo el influjo de Goethe / Ignacio Amestoy
Saludos / Rosalía Sánchez de Pizano
31
theodora
33
37
Argumento / Fernando Fraga
Principios y finales. La segunda ópera y el penúltimo oratorio de Haendel /
Enrique Martínez Miura
43
la vera constanza
45
50
Argumento / Fernando Fraga
Al margen de los tópicos / José Luis Téllez
55
l’italiana in Algeri
57
62
71
Argumento / Fernando Fraga
Son disinvolte e scaltre (son desenvueltas y astutas) / Gustavo Tambascio
Rossini el antidepresivo musical / Ricardo de Cala
77
agrippina
79
Argumento / Fernando Fraga
85
jenůfa
87
92
98
Argumento / Fernando Fraga
Genealogía del maltrato: las protagonistas femeninas de Jenůfa / Laia Falcón
Hasta que llegó su hora / Juan Lucas
103
105
109
116
der fliegende holländer (el holandés errante)
Argumento / Fernando Fraga
Románticos muertos vivientes. El holandés errante: leyenda, autobiografía, mito /
Mariano Antolín Rato
Primer paso hacia el drama musical / Miguel Ángel González Barrio
andrea chénier
123
128
135
Argumento / Fernando Fraga
Andrea Chénier: Protipo de Canto Verista / Arturo Reverter
Amor y Revolución / José Ramón Fernández
)
121
4
verano 2009
cuarta época. número 15
145
147
153
162
169
171
175
180
187
189
193
195
199
203
l’arbore di diana
Argumento / Fernando Fraga
Voluptuoso sin ser lascivo: Da Ponte en sus Memorias / Pedro Víllora
Las manzanas del pecado: un jardín de músicas de Martín y Soler /
Enrique Mejías García
salome
Argumento / Fernando Fraga
La pérdida de la inocencia / Pablo Meléndez-Haddad
Salome / Rosa Navarro Durán
il viaggio a reims
Argumento / Fernando Fraga
i puritani
Argumento / Fernando Fraga
I Puritani: El canto del cisne de Catania / Rafael Banús Irusta
l’incoronazione di poppea
205
209
214
Argumento / Fernando Fraga
Busenello, Poppea y Lope / Jacobo Cortines
Tanti affetti in tal momento (Tantos sentimientos en este momento) / Marcelo Cervelló
219
norma
221
226
Argumento / Fernando Fraga
Norma: la apoteosis de la melodía / Andrés Moreno Mengíbar
231
die tote stadt (la ciudad muerta)
233
237
250
Argumento / Fernando Fraga
Yo soy mi propia frontera. Korngold y La ciudad muerta / Santiago Martín Bermúdez
Korngold: el retorno del último romántico / Blas Matamoro
261
266
272
simon boccanegra
Argumento / Fernando Fraga
De Simón Bocanegra a Simon Boccanegra / Luis Suñén
Simon Boccanegra o el paso a la modernidad / José Alberto Pérez Díez
)
259
5
)
6
lulu
)
Alban Berg (1885 - 1935)
7
Lulu
Alban Berg (1885 - 1935)
ÓPERA EN UN PRÓLOGO Y TRES ACTOS.
Libreto del compositor basado en El Espíritu de la tierra y La Caja de Pandora, de Frank Wedeking.
Estrenada en el Stadttheater de Zúrich, en la versión de dos actos, el 2 de junio de 1937.
Estrenada en la Opéra National de París, en la versión de tres actos, el 24 de febrero de 1979.
Nueva producción del Teatro Real en coproducción con la Royal Opera House, Covent Garden, de
Londres.
Director musical: Eliahu Inbal*
Director de escena: Christof Loy
Escenógrafo y figurinista: Herbert Murauer
Iluminador: Reinhard Traub*
Lulu: Agneta Eichenholz* (Sept. 28; Oct. 2, 5, 8, 10, 14 y 16) / Susanne Elmark* (Sept. 30, Oct. 12)
La condesa Geschwitz: Jennifer Larmore
Una encargada del guardarropa / Un bachiller /Un botones: Heather Shipp*
El pintor / El negro: Will Hartmann*
Dr. Schön / Jack: Gerd Grochowski*
Alwa: Paul Groves*
Schigoldh: Franz Grundheber
Un domador/ Un atleta: Jaco Huijpen*
El príncipe/ El mayordomo/ El marqués: Gerhard Siegel
Una quinceañera: Ruth González
Su madre: Itxaro Mentxaka
Una galerista: María José Suárez
Una periodista: David Rubiera
Un criado: Joseph Ribot
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Septiembre: 28, 30 / Octubre: 2, 5, 8, 10, 12, 14, 16
20:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
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Argumento
Lulu (Lulú)
Fernando Fraga
Ópera en un prólogo y tres actos de Alban Berg. Libreto de Alban Berg, basado en dos dramas de Franz
Wedekind.
La acción se desarrolla los dos primeros actos en un lugar no determinado de Alemania y el tercero en
París y Londres. Época: finales del siglo XIX.
Alwa. Schön le da algunos consejos al Pintor
(Der Maler) acerca de algunos retoques que el
cuadro merecería corregir.
Prólogo
Un Domador de circo (Ein Tierbändiger),
a telón bajado, invita a las hermosas damas y nobles caballeros a que contemplen el espectáculo
en el que los principales personajes de la tragedia
que está a punto de representarse adquieren los
rasgos de animales, como el tigre, el oso, el mono,
el cocodrilo y otros reptiles, víboras y salamandras
y, por último, la serpiente. Creada como imagen y
raíz de todo mal, atrae, seduce, muerde y envenena, destruyendo a sus víctimas sin dejar huellas.
Es el animal que simboliza a Lulu. Hecha esta
breve declaración que apenas dura cinco minutos, el telón se levanta.
La escena primera tiene lugar en un amplio estudio de un pintor donde puede verse un
cuadro de Lulu aún sin terminar. La joven, alegre
y desprejuiciada, esposa del Inspector de Sanidad, posa disfrazada de Pierrot. En la sesión están también presentes el Doctor Ludwig Schön,
director de un periódico, y su hijo, el escritor
En la escena segunda, en un elegante salón dominado por el retrato ya finalizado de Lulu,
encontramos a ésta que se ha convertido en la esposa del Pintor siguiendo el interesado consejo de
Schön. El Pintor, que ignora la relación que Lulu
y Schön mantienen desde hace tiempo, celebra el
éxito que obtienen sus cuadros como si esa suerte
)
Acto I
Tras una rápida despedida, padre e hijo
abandonan el taller. Aprovechando la oportunidad el Pintor, enamorado desde siempre de Lulu,
intenta seducirla. Lulu le rechaza y es perseguida
por toda la habitación, hasta que unos golpes en
la puerta detienen los avances del artista cada vez
más a punto de lograr su objetivo. Es el marido
de Lulu, el viejo Inspector de Sanidad, quien de
inmediato se hace cargo de la situación. Blandiendo su bastón a modo de arma, con los ojos
inyectados en sangre, se enfrenta a la pareja, pero
apenas tiene tiempo de atacarlos, ya que cae fulminado por un infarto. Lulu, bastante indiferente
a lo sucedido, se cambia tranquilamente de ropa.
9
fuera consecuencia de su matrimonio. El cariñoso
diálogo que se establece entre ambos es interrumpido por el timbre de la puerta, por lo que el Pintor
se refugia en su estudio. Se trata de Schigold, un
viejo y misterioso personaje, enfermo y con aspecto de mendigo, que se hace pasar por el padre de
Lulu, aunque su especial manera de demostrarle
el cariño parece insinuar otro tipo bien distinto de
vinculación. Conseguida una cantidad de dinero,
único objetivo posible de la visita, Schigold casi
se cruza al retirarse con Schön.
de pantomima escrita por Alwa. El joven no puede disimular la fascinación que le produce Lulu,
quien presume de multitud de admiradores, entre los que se cuenta un Príncipe que quiere desposarla y llevársela a África.
Lulu sale a escena y al ver entre el público
al Doctor Schön y su prometida, sufre un desmayo, fingido. La treta consigue sus objetivos. Su
encuentro con Schön, que en tres años no ha llevado todavía al altar a su prometida, da resultado:
cae de nuevo en las redes de Lulu. Ella misma le
dicta una carta de despedida, en la que rompe
definitivamente su compromiso. Luego, el Doctor Schön, mientras Lulu se prepara a reanudar su
actuación interrumpida, se derrumba consciente
de su irreparable ruina moral.
El Doctor Schön se ha prometido con
una joven de buena familia y necesita, en consecuencia, romper definitivamente con Lulu. La
muchacha recuerda cómo se conocieron, cuando
ella intentó robarle en la calle con apenas doce
años, y la estrecha unión que desde entonces han
mantenido.
Acto II
Lulu se siente despreciada por el amante mostrándose remisa a la separación, a dejarle
tranquilo y en libertad. Schön se ve obligado a
contar toda la verdad al Pintor. Éste, completamente aturdido por el pormenorizado relato que
Schön hace del pasado de su esposa que él ignoraba, se encierra en su taller y se suicida.
En un magnífico salón decorado en estilo
renacentista alemán, en la residencia del Doctor Schön ya casado con Lulu, la Condesa Geschwitz vestida de manera muy masculina, no se
recata en demostrar su admiración por aquélla,
en la actualidad en el ápice de su carrera artística. Otros admiradores de la bailarina se hallan
presentes: Rodrigo, un Atleta (Der Athlet), un
Estudiante (Der Gymnasiast) y, asimismo, su
propio hijastro Alwa.
Entretanto, Alwa ha hecho acto de presencia anunciando que una revolución ha estallado
en París. Asiste asombrado al ir y venir de su padre y Lulu. Antes de que llegue la policía, Lulu
convence a Alwa de que no la deje sola en tales
circunstancias y los dos abandonan precipitadamente la casa.
Schigold reaparece, aún más deteriorado
físicamente, moviéndose por la casa con entera
libertad y charla desenfadadamente con el Atleta y el Estudiante que igualmente han hecho del
hogar de Lulu el espacio necesario que les permite estar a menudo cerca de la mujer amada.
)
La escena tercera tiene lugar en los camerinos de un teatro en el que Lulu baila una especie
10
(El intermedio orquestal sirve de base teórica a un filme donde se refleja, tal como era el
deseo de Berg, los acontecimientos vividos en ese
año que separa las dos escenas del acto segundo:
detención de Lulu, su proceso, el tiempo trascurrido en la prisión donde enferma, la trama urdida por sus amigos para la liberación).
El Doctor Schön sorprende las palabras
apasionadas que su hijo destina a su esposa. Alejando al Atleta que ha sido testigo de toda la escena, se enfrenta luego a Lulu echándola en cara
toda su desesperación. El revólver que trae en su
mano acaba en las de la esposa, la cual decidida y
segura le recuerda las razones de su matrimonio.
Ella le ha dado su juventud, él a cambio sus últimos años de madurez. Furioso Schön la invita
a suicidarse entregándole el arma, pero Lulu de
repente realiza cinco disparos que hieren mortalmente al Doctor. El Estudiante, testigo del suceso, defiende la inocencia de Lulu. Schön muere
en brazos de su hijo Alwa. Muy aturdida por lo
sucedido, Lulu es detenida por la policía que ha
sido avisada por Alwa.
La escena segunda transcurre en la misma
sala de la primera, aproximadamente un año después y con cambios muy aparentes en la decoración, como si reflejaran los nefastos acontecimientos ocurridos en el lugar y en las personas
durante ese espacio de tiempo.
)
La condesa Geschwitz charla con el Atleta
confiado en que hará de Lulu su esposa además
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de convertirla en una acróbata. La Condesa ha
ideado un audaz plan para sacar de la cárcel a
Lulu, en ese momento aislada en el hospital de la
prisión atacada por el cólera.
En 1978 Friedrich Cerha, a instancias de
Rolf Libermann, le puso término a la ópera, estrenándose su trabajo sobre el acto III en la Ópera
de París al año siguiente, con Teresa Stratas como
protagonista y con dirección de Pierre Boulez, representación grabada en disco por Deutsche Grammophon).
En efecto, mediante el cambio de sus vestidos por los de la Condesa, que se hace pasar por
enfermera como medio de acceso al hospital, se
lleva a cabo la casi imposible liberación de una
Lulu que aparece hundida y desalentada, acusando los sinsabores soportados en esos terribles meses de reclusión y enfermedad. Ante la desalentadora visión de la fugitiva, decepcionado el Atleta,
con sus proyectos caídos por tierra, se aleja definitivamente.
En la escena primera, en París, Lulu ha
vuelto a encontrase con el Atleta. En la elegante reunión se hallan también Alwa y la Condesa
Gerchwitz que ya ha logrado también alejarse de
la cárcel. Por la sala desfilan otros personajes: un
Banquero (Bankier), un Periodista (Journalist),
un Marqués (Marquis), así como una Quinceañera (Fünfehnjährige) y su Madre (Mutter), además de una Dama Artista (Kunstgewerblerin). Se
habla de frivolidades, se juega y se comentan o
realizan negocios bursátiles en tan abigarrada reunión, en la que conviven gentes de diversa condición, profesión e intereses.
Schigold, también presente en ese momento de incertidumbres, ha preparado la huida
de Lulu a París. La joven, que comienza pronto
a manifestar signos milagrosos de recuperación,
defendiendo su inocencia en el homicidio de su
padre, convence a Alwa de que huya con ella.
Alwa, rendido a sus encantos, accede.
El Marqués pretende prostituir a Lulu, aún
perseguida por la justicia alemana, en un burdel
egipcio. Por su parte, el Atleta, que desea ennoblecerse casándose con la Condesa, intenta chantajearla. Al no conseguir ninguno de los dos sus
propósitos, delatan a Lulu ante la policía, sin que
pueda impedirlo el imprevisible Schigold que
hace acto de presencia de nuevo, con sus continuas peticiones de dinero.
Acto III
(De este acto, Berg sólo orquestó parte,
unos 268 compases. Su viuda, Helena, no autorizo
en vida que nadie completara la partitura, resolviéndose en la práctica este final por medio de una
suite que culminaba con la canción final en boca
de la Condesa Geschwitz. La suite se compone de
un rondó (en base de los dúos entre Alwa y Lulu
de los actos I y II), un ostinato (interludios acto II),
una canción de Lulu (acto II), variaciones basadas
en el intermedio del acto II y adagio (interludio
del acto I, además de la canción de la Geschwitz).
Lulu se ve obliga otra vez a huir. Esta vez
intercambiando las ropas con su Criado (Groom). Alwa se escapa con ella. Un Policía arresta al
Criado que estalla en una carcajada.
)
Para la segunda escena la acción se traslada a Londres, en un ático sin apenas ventilación,
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pobremente amueblado. Llueve y la lluvia se filtra
a través de las goteras. Schigold y Alwa sobreviven
en la ciudad gracias a Lulu que ejerce de prostituta callejera. Los dos completan estas ganancias
desvalijando a los clientes de Lulu. Esta recibe a
un profesor que yace con ella sin pronunciar una
sola palabra.
unas monedas de oro. Alwa se enfrenta con él
para robarle y el Negro acaba con su vida. Schigold oculta el cadáver para no herir la susceptibilidad de futuros visitantes.
Lulu regresa con un hombre grande y pálido, de flexibles movimientos y mirada huidiza.
El cliente se enzarza con Lulu en un tira y afloja
sobre el precio del servicio. Mientras la Condesa hace planes para un cambio próximo de vida
de vuelta a su tierra natal, desde la habitación de
Lulu se escuchan sus gritos.
Se escuchan pasos en la escalera. Es la
Condesa Geschwitz que trae el cuadro de Lulu
ante el cual los presentes se extasían, comentando la pintura y recordando mejores tiempos
pasados.
Lulu ha sido asesinada por su huraño cliente, Jack el Destripador. La misma suerte le corresponde luego a la Geschwitz que muere declarando su amor por Lulu por toda la eternidad.
)
Lulu sale de nuevo en busca de otro cliente, un Negro (Der Negger), que se presenta como
el hijo del emperador de Uahubee, y le paga con
13
La “Lulu”, de Wedekind,
bajo el influjo de Goethe
Ignacio Amestoy Eguiguren
Goethe, Büchner y Wedekind, una cadena
a la que se uniría un eslabón principal en la historia del teatro –aunque denostado injustamente
en los últimos tiempos–, Bertolt Brecht (18981956), y que tiene su culminación en Heiner
Müller (1929-1995). Un Müller que se miró en
Brecht, como Brecht se miró en Wededind y Büchner, y como Wedekind y Büchner se miraron,
de diferente forma, en Goethe. Y ahí tenemos a
Wedekind, en el centro de la cadena de nuestra
modernidad.
Es significativo que Alban Berg (18851935) se dejara cautivar por dos personajes teatrales, Woyzeck y Lulu, creados por dos autores
como Georg Büchner (1813-1837) y Frank Wedekind (1864-1918). Büchner, cabalgando a su pesar
sobre las bases dramáticas impuestas por Johann
Wolfgang Goethe (1749-1832), se adentra en la
tragedia social por la vía del drama revolucionario. Wedekind, apoyándose decididamente en
las reflexiones y el arte del muy experimentado
Goethe y aprovechando el reivindicativo camino abierto por el nervio del muy joven Büchner,
ahonda en la tragedia del “eterno femenino”, ubicado para él más en el destino de la Margarita del
apasionado por carnal Urfaust que en la virginal
Mater Gloriosa epilogal del metafísico Fausto.
Frank Wedekind no comienza su trayectoria dramática en su más tierna edad. Se acerca a
la treintena cuando empieza a dar a luz, en 1893,
a su gran personaje, Lulu, que hasta la edición de
sus Obras Completas –con notables censuras–, en
1913, no dará por acabado. Bien es cierto que con
veintisiete años había presentado en sociedad su
tarjeta de visita con Despertar de Primavera, para
escándalo de una burguesía hipócrita que será
siempre diana de sus dardos, aunque en su madurez amaine en sus embestidas hasta el punto de
ser criticada su aparente acomodación por algunos. No pensaría lo mismo un joven Bertolt Brecht de 20 años, que a la muerte de Wedekind en
Munich, tras asistir a su entierro, demasiado lleno
de chisteras negras, le honrará con una alegre fiesta nocturna. En la celebración, no faltará el homenaje al ejecutor y compositor de canciones –que
)
Tardó en gestar Alvan Berg su inconclusa
Lulu, como tardó en gestar Wedekind las dos piezas que dibujarían el mito femenino más perturbador de la contemporaneidad, El Espíritu de la
tierra y La caja de Pandora, encumbramiento y caída de la heroína. También Goethe se demoró en la
conclusión de su Fausto, desde que lo comenzara,
al tiempo que concebía su joven Werther, hacia
1772, y lo acabara poco antes de su muerte, en
1832. Büchner, al fallecer sin haber cumplido los
veinticuatro años, devorado por el lobo del tifus,
dejó asimismo inacabado su Woyzeck, que Berg
convirtió en Wozzeck por un error de imprenta.
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Precisamente, en París se desarrollará uno
de los actos fundamentales de Lulu. Y es que
en la peripecia vital, muy viajera, de Wedekind,
París cobra una relevancia especial. Estuvo allí
por vez primera cuando, en el 1888 citado, tras
la disolución del Circo Herzog, en el que había
sido algo más que secretario, se asienta a orillas
del Sena. Pero vuelve a la capital francesa después de la muerte de su padre, convirtiéndose en
colaborador de un pintor, marchante y aún falsificador danés, Willy Grétor, a quien dedicará
El Espíritu de la tierra, la primera parte de Lulu.
Hay que considerar que Grétor, que en la realidad fue también mecenas de Wedekind, podría
ser el modelo del pintor Walter Schwarz, segundo
marido de Lulu y, antes, autor de su retrato vestida de Pierrot, supersigno en la obra. Hay críticos
que no dejan de relacionar a Grétor con Schön,
el protector, amante y, al fin, víctima principal de
Lulu. Y es que incontables circunstancias de la
vida de Wedekind, como en cualquier creador de
ficciones, se entrelazan con los sucesos dramatizados en Lulu. Cómo no observar, por ejemplo,
que Lulu, tras haber huido de la cárcel a la que
fue condenada por el asesinato de Schön, marcha a París con el hijo de éste, el autor, director
y empresario teatral, Alwa, “alter ego” del propio
Wedekind, que, como se ha dicho, va a residir en
la capital francesa a la muerte de su padre. Muchas, como veremos, van a ser las “transferencias”
de Wedekind a un personaje esencial en Lulu, el
joven Alwa.
reverenciaría Berg– ni al cabaretero corrosivo que
fue Wedekind y que Brecht admiró siempre.
Si, en 1918, Brecht asiste al entierro de Wedekind, en 1905, Berg había presenciado en Viena
una representación de La caja de Pandora, segunda parte del “poema dramático” que, dos años antes, en 1903, su autor había titulado como Lulu,
denominación con la que se ha quedado la obra
para la eternidad. Desde 1905 hasta su muerte,
Berg guardará en su “almario” creativo al personaje. Aquel 29 de mayo de 1905 en que contempla
la obra en la sala Nestroy del Teatro Trianón de
Viena, permanece para siempre en su memoria.
También, las palabras que Karl Kraus (1874-1936),
el heterodoxo y monumental autor de Los últimos
días de la Humanidad, pronunciaría antes de la representación: “La poesía de los bajos fondos llega
a convertirse en poesía a la gloria de los bajos fondos”, siendo “el cuchillo sanguinolento de Jack el
gesto liberador…” En su minuciosa y lenta labor,
Berg habrá de tener en cuenta las vicisitudes que
las dos piezas que conforman Lulu –El Espíritu de
la tierra y La caja de Pandora– sufran en el proceso creativo de Wedekind y en la lucha de la obra
por hallar su hueco en la sociedad censuradora en
la que nace y se desarrolla. Paradójicamente, será
en 1918, a la muerte de Wedekind, con el final de
la Gran Guerra, cuando en Alemania se prescinda
de una censura contra la que había luchado denodadamente el creador de Lulu. Wedekind tomará
ese título, Lulu, de una pantomima corta que conociera en París en su juventud, escrita en 1888
por Félicien Champsaur, un destacado periodista
y notable escritor de la bohemia parisiense, amigo
de Víctor Hugo y de Auguste Rodin.
)
Por Alwa, fundamentalmente, y gracias a
una arriesgada metateatralidad –no subrayada
nunca de manera suficiente por Alban Berg–, Wedekind estará siempre presente en Lulu, desde el
15
inicio de El Espíritu de la tierra hasta el final de
La caja de Pandora, y con él sus obsesiones como
autor, tanto estéticas o formales, como filosóficas
o éticas. Lo que, distanciándole de los realismos y
naturalismos dominantes en su tiempo, le configura no sólo como un adelantado del expresionismo, del absurdo o del teatro de la crueldad, como
ha sido afirmado por estudiosos, sino que también es un precedente lúcido de la presencia del
yo en la muy actual metateatralidad posmoderna
que comienza con Pirandello. Y todo ello, de forma no muy sorprendente, a partir de Goethe…
Asimismo, de igual manera que Goethe
introduce en el Fausto definitivo su “Invocación” –“De nuevo os acercáis, vagas figuras / que
antaño mis turbados ojos vieron…”–, antes del
Prólogo del acto único de la primera parte de su
obra maestra, así Wedekind coloca la “invocación” del goethiano “El Espíritu de la tierra” en
el frontispicio de su Lulu. El autor de Hannover
querrá emular al autor de Frankfurt. Wedekind
querrá establecer una preceptiva con su Lulu,
como Goethe estableció una preceptiva con su
Fausto. Y, además, Wedekind querrá también estar presente en su obra, como Velázquez lo está
en Las Meninas o Goya en La familia de Carlos
IV, y como Goethe se dibuja en el mismo Fausto.
Wedekind será, como se ha dicho, Alwa, y también se disfrazará de “Domador de fieras”, para
convertirse en el protagonista del Prólogo de El
Espíritu de la tierra. En la versión reconocida de
la Lulu de Weedkind, en el prólogo de El Espíritu de la tierra –como en el inicio de la ópera
de Berg, aunque de manera más concisa– un domador dice, dirigiéndose al público, con un látigo
en la mano izquierda y un revólver cargado en la
derecha: “Vayan entrando ustedes, / orgullosos
caballeros, mujeres veleidosas, / a la casa de las
fieras para ver, / con voluptuosidad ardiente y frío
espanto, / a la criatura sin alma / doblegada por
el genio humano. / ¡Vayan entrando, comienza la
función!”
Comienza la versión canónica de Lulu con
una referencia explícita al “El Espíritu de la tierra”, ente creado por Goethe para su Fausto, y
que dará título a la parte primera de la obra. Un
expreso homenaje de Wedekind a Goethe. “El
Espíritu de la tierra” es al primer personaje al
que llama angustiado Fausto nada más comenzar
el imponente drama. Y con el “El Espíritu de la
tierra” será con quien primero dialogue Fausto,
tras decidirse a sobrepasar su humana naturaleza. Ante el requerimiento de Fausto, el “Espíritu” aparecerá y le preguntará: “¿Qué mezquino
horror te invade, superhombre? ¿Eres tú quien,
rodeado de mi aliento, tiembla en lo más profundo de la vida, gusano amedrentado, acurrucado?”.
El “superhombre” –Goethe, también alimento de
Nietzsche– querrá afirmarse ante el “Espíritu”:
“¡Yo soy Fausto, yo soy tu semejante”. Y, al final,
el “Espíritu” le dirá, lapidario, antes de desaparecer: “Te asemejas tan sólo a aquel Espíritu / que
comprendes, ¡no a mí!”. Y Fausto se estremece:
“¡Ah, muerte!”, para sentenciar: “De tosca materia me creó la naturaleza / y hacia la tierra, feudo
del mal espíritu, / me arrastra el deseo”.
)
Es el propio Wedekind, conocedor del
mundo del circo por haber trabajado en él, quien
se pone ante el espectador para que entre no
sólo en la carpa de su circo, no sólo en la sala de
su teatro, sino para que penetre en su “jaula”, de
amplias connotaciones filosóficas. Y, bajo el dis16
)
17
El Espíritu de la tierra constará, al fin, en
la edición tenida por definitiva, de cuatro actos.
“Tragedia en cuatro actos”, la calificará Wedekind. Los tres primeros se corresponderán con las
tres escenas del primer acto de la ópera de Berg, y
el cuarto será la primera escena del segundo acto.
En el acto primero de la obra teatral, Wedekind
nos presentará a Lulu, casada con un acaudalado
médico, el doctor Goll, que ha pedido al pintor
Walter Schwarz que retrate a su esposa vestida
de Pierrot, como la marioneta que presentaba
el domador. Teatro dentro del teatro. En escena
también estarán el importante director y propietario de un periódico, Schön, protector de Lulu,
y su hijo Alwa, el autor, director y empresario
teatral, una de las caras de Wedekind en la obra.
Alwa y su padre llevarán al doctor Goll al ensayo general de una obra de teatro, “Dalai-Lama”.
“Las hijas del Nirvana, dispuestas ya en sus trajes, tiemblan de excitación”, dice Alwa, responsable de la pieza y su montaje. Ellos tres van al
ensayo, y quedan en el estudio, solos, el pintor
y Lulu. Y el pintor acabará siendo seducido por
Lulu. Será el momento en el que regrese el doctor Goll que, al descubrirles, morirá víctima de
un ataque al corazón. El pintor Schwarz “ocupará el lugar” del doctor Goll al lado de Lulu,
que queda viuda y rica. “Ahora soy rica…”, dirá
Lulu, agradablemente sorprendida por lo que ha
ocurrido. Al final del acto se produce el diálogo
–un interrogatorio– más esclarecedor y estremecedor de la obra, que Alban Berg tomará en su
integridad, trazándose el retrato implacable de
esta Lulu, esta primitiva Eva, esta finalmente
Lillith, surgida del “El Espíritu de la tierra”, sin otra
cultura que la telúrica:
fraz de domador, será crítico con el teatro que él
mismo, como actor y gestor, hará: “¡Malos tiempos
corren! ¡Caballeros y damas / congregados alguna
vez ante mi jaula / honran hoy a Ibsen, farsas, óperas y dramas / con su presencia tan querida”. Es de
analizar que el autor de estas líneas se complaciese
en escribir en su diario que “en otoño de 1897 el
doctor Carl Heine fundó el Teatro Ibsen en Leipzig
y me contrató como secretario, actor y director”.
Wedeking, hacia el expresionismo, pero con Ibsen.
)
El domador promete que en su espectáculo habrá todo tipo de fieras, en especial reptiles,
reptiles que mudarán la piel a lo largo de la representación, como Lulu cambiará de nombres o
como el domador se podrá transformar en Alwa
e, incluso, en el comienzo de la segunda parte de
Lulu, en La caja de Pandora, en “El autor vergonzoso”. El domador, hablando de reptiles, pide a su
Augusto –¿el payaso inteligente y de cara blanca?–
que le traiga a la serpiente del espectáculo: “¡Eh,
Augusto! ¡Tráeme aquí la serpiente!” Y Augusto
le trae en brazos, como a una muñeca, como a
una marioneta, a Lulu vestida de Pierrot. “Creada
fue para sembrar desgracias / para atraer, seducir,
envenenar, / para matar, sin que uno lo sienta”,
dice de ella el domador. Y el domador –o sea, Wedekind– le da una lección de arte dramático a la
muñeca Lulu, como Hamlet –o sea, Shakespeare–
a los cómicos que van a representar la muerte de
su padre en Elsinor: “Debes hablar con naturalidad (…). / Pues en todo arte ha sido desde antiguo / la naturalidad fundamental y ley primera”.
La ley primera, el naturalismo; luego, a partir de
él, la libertad. Wedekind expone sus preceptos a
la marioneta-actriz, al marionetista-Augusto y al
público que va a entrar, o está ya, en la “jaula”.
18
“SCHWARZ.- ¿Puedes decir la verdad?
LULU.- No lo sé.
SCHWARZ.- ¿Crees en un Creador?
LULU.- No lo sé.
SCHWARZ.- ¿Puedes jurar por algo?
LULU.- No lo sé. ¡Déjeme! ¡Está loco?
SCHWARZ.- ¿En qué crees?
LULU.- No lo sé.
SCHWARZ.- ¿No tienes alma?
LULU.- No lo sé.
SCHWARZ.- ¿Has amado alguna vez…?
LULU.- No lo sé.
SCHWARZ.- ¡No lo sabe!
LULU.- No lo sé.”
diciendo que en el periódico están todos sobrecogidos, que en París acaba de estallar la Revolución. ¿Llevó Wedekind la obra a 1871, cuando la
Comuna? El acto teatral acaba con la llegada de
un periodista al que Schön le muestra el cadáver
del pintor e, incluso, le facilita papel y pluma.
“¡Escriba!”, le dice el empresario periodístico:
“Manía persecutoria…”.
En el tercer acto, pasamos al camerino del
teatro de Alwa. Ella es la bailarina de un espectáculo musical, obra de Alwa. Ha sido idea de
Schön, que espera que algún rico, al verla, se enamore y se case con ella. Alwa se ha prestado al
propósito de su padre, pero, al estar encariñado
con Lulu, no querría que el plan surtiese efecto, y
así lo comenta con ella, al tiempo que expone sus
propósitos literarios:
En el segundo acto, en un salón muy elegante en el que sobre la chimenea destaca el
cuadro de Lulu vestida de Pierrot “en un suntuoso marco rococó”, ya casados, Schwarz viene
al encuentro de Lulu, la besa, sube unos escalones, se vuelve y dice: “¡Eva!” Son los cambios de
nombre, de piel, de la serpiente… El pintor ha
progresado mucho tras haberse casado con Lulu,
de haberse casado con “medio millón”… Schön
ha propiciado la boda y le apoya como pintor.
El arte de Schwarz es apreciado en el extranjero, pero Lulu no está satisfecha de su relación
con él, demasiado formal. Hay una aparición
episódica del padre de Lulu, el misterioso Schigolch… Como diciendo: “Atención, espectador
–o lector–, a este Schigolch”. Y Lulu insta a su
padrino, y también amante, Schön, a que corrompa al pintor, para que sepa quién es en realidad ella, una muchacha salida del arroyo. Schön
cede a los deseos de Lulu. El pintor, tras saber
los antecedentes de Lulu, se suicidará cortándose el cuello con una navaja de afeitar. Llega Alwa
)
“ALWA.- ¿Dios nos libre de que alguien se la
lleve!
LULU.- Pero si usted ha compuesto la música
para ello.
ALWA.- Como bien sabe, yo siempre tuve el
deseo de componer una obra para usted.
LULU.- Pero si yo no estoy hecha para el teatro.
ALWA.- Usted nació siendo ya bailarina.
LULU.- ¿Por qué no escribe obras que resulten
por lo menos tan interesantes como la vida?
ALWA.- Porque no se las creería nadie.
LULU.- Si no fuese mejor comediante de lo
que demuestro en el escenario, ¿qué hubiera
sido de mí en la vida?
ALWA.- He provisto su papel de todo tipo de
irrealidades concebibles.
LULU.- En realidad, estas farsas no sirven para
nada.
19
ALWA.- A mí me basta con que el público se
sienta transportado a la excitación más febril.”
prometida. Y Schön, “una vez que ha terminado de escribir, derrumbándose”, dirá, tanto en la
obra de teatro como en la ópera: “Llegó la hora…
de la ejecución”.
Sin duda, Alwa –es decir, Wedekind–, al
proveer al papel de Lulu, personaje vivo, “de todo
tipo de irrealidades concebibles”, está señalándonos una ficción ya existente. El creador habla con
su criatura. Inmediatamente después, cuando
Lulu abandone el camerino para salir al escenario
e interpretar un baile en su espectáculo, el autor
piensa en la obra que quiere escribir, en la obra
que va a existir, como lo indica Wedekind en el
texto y en sus acotaciones:
El último acto de El Espíritu de la tierra
nos trae la muerte del Schön, el protector, amante y ya marido de Lulu, además de padre de Alwa.
Se produce en la gran mansión del poderoso periodista que, para Schön, su esposa Lulu ha convertido en un “establo”. “Hasta el jornalero más
pobre tiene su hogar más limpio”, comentará
Schön al contemplar la “lujosa sala estilo Renacimiento alemán con un sólido artesonado de roble
tallado” invadida por las incómodas amistades de
su mujer, todas en pos de ella: la lesbiana condesa Geschwitz, el fornido acróbata Rodrigo Quast,
su estrafalario padre Schigolch –que vuelve a
aparecer–, el adolescente Hugenberg, el cochero
Ferdinand… Y un Alwa que escucha la insinuación de Lulu de que su destino, en definitiva, es
ella misma. Alwa le subraya –como Alwa y como
Wedekind– muy contundente: “¡Imposible! ¡Mi
destino es conseguir lo mejor a partir de las ideas
más desquiciadas!” Schön, cuando vuelve de la
Bolsa, porque está muy preocupado por el valor
de sus acciones, les encuentra juntos y piensa que
Lulu le engaña con su hijo. El acto acabará cuando, en una escena vertiginosa en la que todos los
personajes forman un gran guiñol, Lulu dispare
sobre Schön, con un revólver que él mismo le ha
proporcionado, y le mate. Lulu se echará a los
pies de Alwa, autor de la obra que está viviendo,
para pedirle: “No me dejes caer en manos de la
justicia”. Y acaba así El Espíritu de la tierra, la
primera parte de la Lulu de Wedekind.
“ALWA (Solo.).- Se podría escribir una obra
muy interesante sobre ella. (Se sienta a la izquierda, coge su cuaderno de notas y escribe.
Levantando la vista.) Primer acto: Doctor Goll.
¡Ya putrefacto! Podría evocar al doctor Goll en
el Purgatorio o donde quiera que expíe sus
orgías; me harían responsable de sus pecados.
(Desde fuera se oyen los aplausos prolongados
y muy apasionados, además de gritos de ¡Bravo! [por el baile de Lulu].) ¡Están alborotados
como las fieras cuando se les echa la comida!
Segundo acto: Walter Schwarz. ¡Peor aún! ¡O
cómo las almas abandonan sus últimos despojos a la luz de esos rayos!... ¿Tercer acto? ¿Tiene que seguir así inexorablemente?”
)
A la representación habrá acudido el príncipe Escerny, explorador en África que querrá llevarse a Lulu con él al continente negro, lo cual
ella rechaza. Otros espectadores son Schön y su
joven novia. Al final del acto, Schön no podrá resistir caer en los encantos de su pupila. Lulu le
obligará a escribir a su amante Schön, en el propio camerino, una misiva de despedida para su
20
La caja de Pandora, “Tragedia en tres actos
y un prólogo”, tendrá su desarrollo en tres lugares:
la “lujosa sala estilo Renacimiento”, que hemos
contemplado en el último acto de El Espíritu de
la tierra; en un palacio parisiense, y en “una buhardilla sin mansarda” de Londres. Originalmente, Wedekind configuró los actos hablados en
alemán, francés e inglés, cada uno de ellos. Mediado el segundo acto de la ópera, Berg establece
un interludio en el que, anota, “se ofrece, en una
película muda, el destino de Lulu en los años siguientes”. Y, en una escena segunda, sintetizará
el primer acto de La caja de Pandora. Los dos siguientes, conformarán el tercer acto de la ópera,
en dos escenas que se corresponden con los actos
segundo y último de La caja de Pandora.
Geschwitz, y podremos interpretar que a Alwa,
tras ser golpeado por el negro, se le habrá considerado muerto, pero el misterioso superviviente
Schigolch pronunciará una inquietante frase inclinado sobre su cuerpo yaciente: “Quiere descansar, pero éste no es lugar para dormir”. Lógicamente, Wedekind no va a acabar con el autor
que habrá de culminar la escritura de la obra…
Especial significación tiene el prólogo de
La caja de Pandora, “prólogo en la librería”, como
lo denomina Wedekind. Se asemeja al “preludio
en el teatro” que Goethe situó en su Fausto, tras
la “invocación” ya comentada. Pero si el “preludio
en el teatro” del Fausto tiene tres personajes: el
director, el poeta dramático y el bufón, el “prólogo en la librería” de La caja de Pandora tiene
cuatro: el lector normal, el editor emprendedor, el
autor vergonzoso y el Fiscal Supremo. En ambos
pórticos coincide un personaje: el autor, al que
Goethe llama poeta dramático. Son las voces de
Wedekind y Goethe. Alban Berg hace caso omiso
de este “prólogo en la librería”, de la misma forma
que no consideró para su ópera la “invocación”
del “El Espíritu de la tierra” de Wedekind.
Tras la fuga de Lulu de la prisión en la
que se halla por la muerte de Schön, se producirá su huída a París, como una lujosa fugitiva
y bajo una identidad falsa –otra vez, cambio de
nombre– y, luego, ya en Londres, su bajada a los
infiernos, convertida en una miserable prostituta
que recibe en su apestosa buhardilla a una pintoresca galería de clientes: un timorato “piadoso”;
un príncipe africano; un joven que se acaba de
comprometer con la hija de una familia patricia y
quiere ser iniciado en el sexo –personaje hurtado
en la ópera–, y Jack el Destripador. En la diáspora
habrán acompañado a Lulu: su padre, Schigolch,
curioso ente en la ficción de Wedekind, que sobrevivirá a todos; Alwa, como su nuevo marido,
que, tras vender el periódico de su padre, se habrá quedado en la ruina por una nefasta inversión
en la Bolsa parisiense, y la Geschwitz, la lesbiana,
“el personaje trágico principal”, según Wedekind.
Lulu morirá a manos de Jack, lo mismo que la
)
En el “prólogo en la librería”, Wedekind,
a la manera de Goethe, plantea sus aspiraciones
como autor y las dificultades que encuentra para
serlo. Son los cuatro “protagonistas” de la literatura dramática los que las muestran: “el autor
vergonzoso”, que ha pretendido con su palabra
abarcar el orbe entero; “el editor emprendedor,”
pendiente de alguna polémica que pueda hacer
vender sus libros, “aunque nadie dice nada nuevo”; “el lector normal”, que quiere regalar un libro, que sea barato, a su hija mayor como recuerdo
de su primera comunión, y “el Fiscal Supremo”,
21
Al tiempo, muestra su deseo de eliminar
el francés y el inglés de los actos segundo y tercero de La caja de Pandora, en aras del alemán.
Alemania está explícita tanto en el prólogo de
Goethe como en el de Wedekind. Y es interesante el diálogo siguiente entre “el Fiscal Supremo” y “el autor vergonzoso”, en el que Wedekind parece corregir la conclusión del prólogo
goethiano:
que debe proteger a la sociedad de la decencia
extraviada del degenerado autor que, además,
hasta publica sus inmoralidades por dinero. Es un
prólogo que Wededkind escribe casi veinte años
después de haber concebido e iniciado su obra y
tras haber soportado una sentencia judicial que
ordenó la destrucción de una de sus ediciones
–la de 1906–. Al cabo, después de un complicado
proceso en el que tres tribunales juzgaron la “obscenidad del escrito”, se decidió la absolución de
Wedekind y la autorización de su publicación.
“EL FISCAL SUPREMO.¡Patíbulo bendito! Al mundo sólo le falta
ver esta obra, arriba, sobre un escenario.
Pero antes ha de ser purificada
para que no beneficie a tu reclamo.
Para ir al teatro tu veneno infernal
sobre mi cadáver tendrá que pasar.
De la misma forma que Goethe defiende los
valores del autor en los prolegómenos de Fausto,
Wedekind también lo hace. El “poeta” de Goethe
dirá: “Mientras Naturaleza hila en el huso, / indiferente, el hilo perdurable, (…) ¿quién parte ese
fluir, siempre monótono, / quién le da vida, quién
lo anima en ritmo? (…) La fuerza humana, viva
en el poeta”. El “director” teatral que compartirá
con el “poeta” y un “actor” la muy rotunda interlocución, concluirá el diálogo con una loa a la tramoya teatral: “Sabed que en los teatros alemanes /
cada cual pone a prueba lo que puede: / por eso, no
ahorréis en este día / ninguna bambalina o maquinaria”. Goethe lo quiere todo para su Fausto. Una
ambición que Wedeking proyecta asimismo en el
prólogo de su obra. Ante cualquier absolución de
la obra condenada, dice tajante “el Fiscal Supremo” que apelaría de forma inexorable. Y “el autor
vergonzoso” responde, no menos firme: “Entonces
una nueva vez será impresa / y en una forma más
noble y más seria, / de los mamelucos no usaré las
jergas, / sólo el claro alemán, sin reservas. / Seguro
que entonces ella podrá / en el mundo ocupar un
buen lugar”. Queda clara la ambición de Wedekind
de que su obra sea reconocida universalmente.
EL AUTOR VERGONZOSO.¡Qué me importa a mí el teatro!
Nunca lo alcanzamos en la audaz vida.
El cerebro humano es mi escenario
y mi director favorito la fantasía.
)
Este prólogo lo escribe Wedekind con 47
años, siete antes de su muerte. Con esta escena
“en la librería” –no “en el teatro”, como Goethe–,
Wedekind da por finalizados los retoques de La
caja de Pandora y, en definitiva, de su Lulu. Es
como un testamento en una obra que, está seguro, como hemos visto, debe ocupar “un buen lugar” en el mundo de la creación. El prólogo acaba
con dos versos de “el autor vergonzoso”: “Si es
preciso por ti entregaría / mi libertad, ¡oh, musa,
dueña mía”. Su libertad, por su eternidad. ¡Cómo
nos suena a los españoles, repasando este proceso
creativo de Wedekind, los sonidos de Unamuno
–también nacido, como el autor alemán, en 1864,
22
)
23
las cotas más altas del prestigio poético. Me equivoqué en los cálculos. Soy el mártir de mi profesión. Desde la muerte de mi padre, no he escrito
un solo verso”. Una confesión que casi precede a
su “descanso” final a manos del príncipe negro en
la mísera buhardilla londinense.
aunque muerto más tarde, en 1936– y el Augusto
Pérez de su Niebla.
A lo largo de La caja de Pandora, Alwa vuelve a ser el escritor de la obra Lulu, y se identifica como el autor de El Espíritu de la tierra, “que
sólo se ha representado por la ‘Sociedad Literaria
Libre’”, añadiendo que “cuando vivía mi padre,
todos los teatros estaban abiertos a mis creaciones”. De todas formas, Alwa, no sin orgullo, le informará a Lulu, recién salida de su prisión de año
y medio: “He tenido un éxito considerable entre
los círculos literarios con una obra que escribí sobre ti”. Rodrigo, el acróbata, comenta por su parte
que El Espíritu de la tierra se está representando
en Constantinopla, ante el sultán, “interpretado
por las damas del harén y sus eunucos”…, pero
que “ningún teatro de la Corte [del Imperio Alemán] quiere representar”.
Poco antes de la confesión y de su “descanso”, llega a la “buhardilla sin mansardas” la fiel
enamorada de Lulu con el lienzo en donde se la
pintó disfrazada de Pierrot. La Geschwitz lo rescató del “fino marco de oro” que lo acogía en la
mansión parisiense del acto anterior y se lo llevó
consigo. El lienzo ha recorrido toda la peripecia
teatral –también la operística– y acaba en Londres. Alwa toma unos clavos y con el tacón de una
de sus botas coloca la tela en la desconchada pared. Ante ella, Alwa, en su doble faceta de autor
y personaje, dirá extasiado: “Frente a este retrato recupero mi dignidad. Puedo comprender mi
destino fatal. (En tono algo elegíaco [dice la acotación de Wedekind].) Quien sienta seguros sus
principios burgueses frente a esos labios carnosos
y exuberantes, esos grandes e inocentes ojos pueriles, ese sonrosado cuerpo rebosante, ése, que
nos arroje una piedra”. Alwa habla de su destino,
del destino del hombre, ante la belleza de la mujer; pero, también, al hilo de la belleza de la Lulu
del cuadro, subraya que “la mujer florece para
nosotros más en el momento en el que tiene que
hundir a la gente en la perdición que en el resto
de sus días. Se trata sólo de su destino natural”.
Y Alwa no ocultará nuevas y más altas pretensiones como autor. Al hablar del adolescente
Hugenberg, afirma: “Alguien así podría servirme
de modelo en mi Dominador del mundo. Desde
hace veinte años la literatura no produce más que
semihombres; hombres incapaces de engendrar
hijos, y mujeres que no pueden parir. A esto se
le llama ‘problema moderno’”. ¿Es la necesidad
del “superhombre” –¿”Dominador del mundo”?–
entrevisto por Goethe y plasmado por Nietzsche?
También dice que escribirá un ditirambo sobre las
delicadezas de Lulu, cosa que hará: “A través de
ese vestido siento tu figura como una sinfonía…”
Casi al final del último acto, el escritor Alwa nos
hará una confesión: “Busqué a conciencia el contacto con las gentes que no hubieran leído un libro en su vida. Me aferré con total abnegación y
entusiasmo a estos elementos para ser elevado a
)
Goethe, en la primera parte del Fausto trata
de la tragedia de Margarita, con su salvación final.
En la segunda parte, su heroína es Elena, la esposa
de Menelao, el origen de la guerra de Troya, por su
belleza. De las brumas románticas del norte, con
24
caja de Pandora, tal es el lamento infinito que palpita en fondo de esta obra poética”. Un lamento,
que no es otro que el de la Elena de Goethe, que
Wedekind lo explicitó ante los tribunales cuando
fue acosado por la censura: la abismal diferencia
entre la moral burguesa, “a la que el juez está llamado a proteger”, y la moral humana, “que se escapa a cualquier jurisdicción terrena”.
Margarita, pasamos a las claridades clásicas del sur,
con Elena. Y será Elena la que haga una sublime
declaración, que se corresponderá con el juicio de
Alwa con respecto a la fuerza incontenible de la
mujer en flor ante los “principios burgueses” en
el instante en el que “tiene que hundir a la gente
en la perdición” de manera inexorable… Elena,
magnánima ante el vértigo que su belleza propicia, ¡que toda belleza propicia!, dice: “No puedo
castigar el mal que traje. / ¡Ay de mí! ¡Qué severa
suerte, en todas / partes, me sigue: enloquecer el
ánimo / de los hombres, que ya no se respetan / ni
a sí, ni a los más dignos! Seduciendo / y robando,
con luchas, con arrobos, / semidioses, demonios,
dioses, héroes / me llevaron errante a todas partes”. Wedekind hace la misma reflexión que su
maestro. Se siente impotente ante la fuerza de la
belleza, que es capaz de “enloquecer el ánimo de
los hombres”. La belleza como un mal –“el mal
que traje”, dice Elena– ante el que es necesaria la
indulgencia. “No puedo castigar el mal que traje”,
y es, en realidad, Pandora la que habla.
En Despertar de Primavera, la primera obra
que le otorgó una cierta popularidad a Wedekind,
los dos jóvenes protagonistas están leyendo el
Fausto y la madre de uno de ellos se extraña de que
lo hagan tan prematuramente. “No conozco libro
alguno que contenga cosas tan hermosas”, dirá
uno de los muchachos, fascinado por la obra de
Goethe. Y la madre le contestará: “También lo mejor puede ser germen de mal en ocasiones, cuando
se carece de la madurez necesaria para apreciarlo”.
Más adelante, en la misma obra, Wedekind nos
muestra una escena de otros dos jóvenes, amigos
de los primeros, en el campo, en un amplio viñedo
en tiempo de vendimia, cuando “el sol se pone por
encima de las cumbres de las montañas”. En su
camaradería, están felices, hablan del aprendizaje
de la vida, de la necesidad de probarlo todo:
La impresión que Alban Berg sufrió en la
noche del 29 de mayo de 1905 al asistir a la representación de La caja de Pandora lo fue por la propia
obra y por la “conferencia introductoria” de Karl
Kraus. Al joven colega de Wedekind las palabras
en las que Alwa se pregunta “quién se siente seguro en su situación burguesa”, al ver el retrato de
Lulu, le conmueven, indicando que “esas líneas,
pronunciadas ante la imagen de la mujer convertida en destructora universal, contienen el universo
del poeta Frank Wedekind”. Kraus también quiso
destacar la más honda impresión que le causaba la
creación de su amigo: “Que en este mundo estrecho la fuente de la alegría se deba transformar en
)
“HANS.- Cuando dentro de treinta años la
recordemos, qué hermosa nos parecerá una
tarde como ésta.
ERNESTO.- ¿Y ahora todo se presenta tan
fácil!
HANS.- ¡Y por qué no!
ERNESTO.- Pero cuando se está solo… entran ganas de llorar.
HANS.- No nos pongamos tristes… (Le besa
en los labios).”
25
Moral burguesa de la madre con relación a
la lectura precoz del Fausto, y moral humana en la
relación de Hans y Ernesto –Ernesto, recordemos,
es el nombre real de Fausto en la obra de Goethe–.
Ambivalencia también en Lulu, con relación a
la condesa Geschwitz, que Wedekind consideró
como “el personaje trágico principal de esta obra”
rechazando la hipótesis de que lo fuera Lulu. Es
burgués Wedekind en su moralidad al juzgar a
la condesa, que “se ve obligada, por el desarrollo
de la trama, a tener que superar, con un supremo
esfuerzo de toda su energía espiritual, la terrible
fatalidad antinatural que pesa sobre ella”. Así ve
Wedekind a la lesbiana. Más misericordioso, no
obstante que su personaje Lulu, que es capaz de
decirle a la condesa Geschwitz, la persona que
más la ha amado y la amará: “No saliste completa
del cuerpo de tu madre, ni como mujer ni como
hombre. No eres un ser humano como nosotros.
Para ser hombre no alcanzó el material y para ser
mujer tienes demasiado cerebro en la cabeza.”
cuando, en el drama de Wedekind, la Geschwick se
enfrenta a Jack, que la apuñalará, antes de asesinar
a Lulu en el interior de la habitación –en este caso,
con el decoro de los griegos que evitaban las muertes en escena–. Sí se oirán los lamentos de Lulu:
“¡No!... ¡No!... ¡No!... ¡Ay!... ¡Ay!..”.
Consumado el crimen de Lulu, Jack saldrá
del cuartucho. Se lavará las manos y se las secará
en las enaguas de la condesa, a la que le dirá: “A
ti tampoco te queda mucho”. Y se marcha. En
escena, afrontará el final de la obra la condesa en
solitario, diciendo, antes de desplomarse, mirando hacia la habitación en la que ha quedado la
mujer a la que ama desesperadamente: “¡Lulu!...
¡Mi ángel!... ¡Déjame verte una vez más! ¡Estoy
cerca de ti! ¡Estaré cerca… toda la eternidad!”
Para exclamar, antes de morir: “¡Maldición!”
La condesa ya no podrá estudiar Jurisprudencia para defender los derechos de la mujer.
Su última palabra, y la última palabra de Wedekind, en la Lulu es “¡Maldición!”. Un final muy
diferente al de Fausto. Allí, la pecadora Margarita, salvada en su momento, es convertida en una
Penitente que pide a la Mater Gloriosa guiar a
un arrepentido Fausto, al que amó antaño, en el
nuevo día, gracia que le concede la Virgen María.
Goethe concluye la obra haciendo que el Coro
Místico afirme categórico: “Todo lo transitorio, /
es solamente un símbolo; / lo inalcanzable aquí
/ se encuentra realizado; / lo Eterno-Femenino
/ nos atrae adelante”. La mujer, en Goethe y en
Wedekind, alfa y omega.
La condesa Geschwick será el personaje que
cierre La caja de Pandora y, por lo tanto, Lulu. Y
será también figura principal de la última escena en
la buhardilla londinense, respetada en lo sustancial
por la ópera, en la que reflexionará sobre su devenir,
hablando sola, “como en sueños”, mientras Lulu
está en su habitación con Jack el Destripador: “Regreso a Alemania. Mi madre me enviará el dinero
para el viaje. Me matricularé. Tengo que luchar por
los derechos de la mujer, tengo que estudiar Jurisprudencia”. Pero unos gritos de socorro le sacarán a
la condesa de su ensimismamiento. Será entonces
Nota: Las citas de Fausto, de Goethe, corresponden a la traducción de José María Valvede, y las de Lulu y Despertar de Primavera, de Wedekind,
)
a las de Juan Andrés Requena y Manuel Pedroso, respectivamente.
26
Saludos
Rosalía Sánchez de Pizano
delidad una característica marcada a fuego en su
personalidad y que se refleja musicalmente en la
exigencia, en la tremenda carga vocal que cae sobre la protagonista de la obra como una condena
fruto de su voraz destino.
“Esta noche, mi amor, te he sido infiel por
primera vez”. Estas son las palabras que Alban
Berg escribe en una carta a Helene Nahowski
(hija natural del emperador Francisco José, según
rumores de la época) inmeditaamente después de
haber estado escuchando, una noche de 1907, en
Viena, la Tercera Sinfonía en Re Menor, de Mahler. Berg dejaba así para la posteridad una definición de la infidelidad aplicada a las relaciones
afectivo-sexuales que llega, años después y con
gran intensidad, a su Lulu, en un análisis dramático y rasgado del mito de la mujer fatal.
Lulu, de Alban Berg, una de las óperas fundamentales del siglo XX, abre esta temporada del
Teatro Real de Madrid en su versión definitiva en
tres actos, completada por el compositor austriaco Friedrich Cerha tras la muerte del compositor
y tras la negativa de Schöber a terminar la partitura, tal y como le hubiese gustado a la viuda. La
obra fue estrenada en el Stadttheater de Zurich,
el miércoles 2 de junio de 1937, bajo la dirección
de Robert Denzler. En España se estrenó en el
Gran Teatro del Liceo de Barcelona en 1969 y la
versión completada por Cerha apareció por primera vez en ese mismo escenario en 1987.
“En ese sentido te he sido infiel esta noche.
Fue durante el final de la sinfonía, cuando poco
a poco me invadió una sensación de completa soledad, como si del mundo no hubiera quedado
más que esa música, y yo que la escuchaba. Pero
cuando tras el clímax, potente y arrollador, se
hizo el silencio, sentí una punzada de dolor, y una
voz interior dijo: ‘¿y Helene?’. Sólo entonces me
di cuenta de que te había sido infiel, y por eso imploro ahora tu perdón. ¡Dime, amor mío, que me
comprendes y me perdonas! Ya sabes que mi idea
de la fidelidad no es como la de la mayoría. Para
mí, es un estado interior que nunca abandona al
amante, que lo sigue como su sombra y se vuelve
parte de su personalidad”. Esa infidelidad que el
joven Berg (1885-1935) sitúa en lo más profundo de su ser sensible, tiene raíces en Nietzsche
y enfrenta a Lulu a la tortura psicológica del up
and down, del éxtasis al vacío, haciendo de la infi-
)
La producción que veremos en el Real, en
septiembre y octubre de 2009, ha sido estrenada
recientemente en la Royal Opera House de Covent Garden, donde el trabajo del director escénico, el alemán Christof Loy, uno de los más destacados del panorama operístico actual, gustó por
su minimalismo lleno de referencias a la cultura
centroeuropea. Loy regresa al Real tras su Ariadna auf Naxos, de Richard Strauss, en la apertura
de la temporada 2006-2007. Su concepción personal de Lulu es la de un espíritu femenino que
“tiene una relación anormal con el sexo”. “Lulu
27
cede casi indiscriminadamente a los avances de
los hombres para adoptar luego una actitud hacia ellos casi indiferente o mecánica, algo que
se explica por una experiencia sexual precoz, un
trauma que no ha sido capaz de asimilar”. Así es
como el director de escena ha descrito el enfoque
del personaje.
La obra responde al sistema dodecafónico,
manejado con una imaginación sorprendente:
cada personaje posee su propia serie de tonos.
Berg elabora un sistema de varias series fundamentales a partir de las cuales derivan otras, de
forma que cada personaje tiene su serie. Es fácilmente reconocible, por ejemplo, la predominancia del intervalo de quinta en la voz de la Condesa
Geschwitz. Berg juega, así, con las matemáticas y
con el método de Schönberg, que fue su profesor
y con el que mantuvo una muy buena relación
hasta el final de sus días.
Estamos sin duda muy cerca del drama
expresionista del pintor Kokoschka significativamente titulado “El asesino, esperanza de las
mujeres”. El escenógrafo Herbert Muauer se desmarca sin embargo de la estética expresionista
alemana y opta por una puesta en escena escueta, en blancos y negros, con una simple mampara
translúcida que abarca casi todo el escenario y se
ilumina o apaga según los momentos. Los personajes mueren desangrados, pero los actores se
levantan y vuelven a aparecer más tarde en escena
encarnando a nuevos personajes, tal y como quiso
el compositor.
Los contrapuntos adquieren una gran
complejidad, véase el Canon del segundo acto.
Como ecos de una Europa abocada a la ruina, los
elementos que pueblan los trabajados pentagramas, en los que tan minuciosamente lograra el
compositor levantar un paisaje de almas, causan
un efecto de agresividad musical. Es una música hostil, como la vida ha sido hostil con la niña
Lulu, como la mujer Lulu es hostil con los hombres, arrastrando su existencia en desesperada
búsqueda. Se trata, de alguna forma, de la música
de la desesperación.
Musicalmente, Lulu es considerada como
un paradigma de la ópera expresionista y como
un documento excepcional, reflejo de la situación de desgarro de Europa al finalizar la I Guerra Mundial. La partitura, que parte de formas
musicales ya existentes, como la sinfonía, y que
tiene una marcada intención de vanguardia, desenvuelve una estructura compleja que, en ocasiones, no manifiesta sus procedencias. La atonalidad característica de la música expresionista se ve
reforzada con acordes y cadencias pensadas para
provocar en el oyente la expectación que deriva
de las progresiones armónicas tonales, que describen la vida caprichosa de Lulu, que arrastran
su miseria moral.
)
En la senda de Wozzeck, siempre según el
más estricto dodecafonismo y utilizando el drama
como recurso expresionista, Berg aplica la mística numérica a sus pentagramas y trata de adentrarse en los misterios del instinto y la sexualidad
hasta sus más profundas raíces, respondiendo al
planteamiento de “El Espíritu de la Tierra”. En
estas coordenadas, estructura la obra en un prólogo, dos actos y un epílogo, con libreto del propio
compositor y basado en las tragedias Erdgeist (El
Espíritu de la Tierra) y die Büsche der Pandora
(La Caja de Pandora) de Frank Wedekind.
28
En la idea original de Alban Berg, al final
de los dos actos, se interpretaba la música orquestal con las Variaciones y el Adagio. También tenía
otra situación la despedida de la Condesa, un desgarrado canto de amor a Lulu -Mein Engel! Lass
dich noch einmal sehen! Ich bin dir nah! Bleibe dir
nah; in Ewigkeit! (Lulú, ángel mío, déjate ver una
vez más, estoy cerca de ti, quédate cerca hasta el
final de los tiempos!), empleada más tarde por
Cerha en el cierre del tercer acto.
para sostener este peso sobre sus cuerdas vocales
este rol, uno de los estelares de la ópera y que representa un verdadero desafío vocal y físico, exige
una soprano de amplia tesitura (llega a un Fa5,
opcional un Si4) con varios Re5 y en la zona grave
llega al La bemol1. También son necesarias una
gran coloratura y capacidad para cambiar continuamente de registro, al ritmo de los estados
emocionales de Lulu. Musicalmente, como en la
vida, también debe estar capacitada para incurrir
en todos los excesos.
Los momentos clave de la partitura recaen
una y otra vez sobre la protagonista (en este caso
sobre Agneta Eichenholz y Susanne Elmark), especialmente en los pasajes La “Canzonetta” de
Lulu, en el Acto I; la “Canción de Lulu” en el
Acto II; y la “Muerte de Lulu” en el Acto III. Y
)
La primera Lulu, en el estreno de Zurich
de 1937 (de los dos actos iniciales terminados
por el autor) fue la yugoslava Bahrija Nuri Hadzic
(1904-1993), que poseía una voz muy densa, desarrollada anteriormente en papeles como los de
29
Aida, Leonora del Trovador, Octavian, Salome o
Jenůfa. Ella marcó con ese sello el carácter musical del personaje.
(vestuario de Andrea Schmidt-Futterer). Una de
sus características es que responde a nombres diferentes dependiendo del hombre con el que esté
en cada momento. Quizá su única constante es
que se asocia al timbre del vibráfono. Lulu, es, en
definitiva, un misterio femenino seductor, sangrante y autodestructivo. Un reto que el director
Eliahu Inbal, que por primera vez se pone al frente del foso en el Teatro Real de Madrid.
Anja Silja fue, sin duda, una de las mejores
Lulu de los sesenta y setenta (ella es la estrella en
la grabación de Dohnanyi). Se trata de una voz
áspera, con sabor a cazalla en los agudos, pero
con el irresistible cuerpo rotundo de una spinto
o lírico-spinto que desarrollaba con gracilidad los
complicados pasajes de agilidad e incluso en la
zona más elevada de la tesitura, que incluye saltos
de octava y roulades diversas, algún que otro Re
natural 5. Para cualquier cantante que se enfrente
a la profunda y compleja interpretación de Lulu,
a una lectura que vaya más allá del mero personaje devorahombres, es todo un reto encarnar la
frialdad, la decisión y el carácter destructivo que
lo caracterizan. Lulu precisa una gran expresión
dramática, dominio en el uso del Sprechsang y sobre todo la aventura de sumergirse en los múltiples modos probados por Berg, que van del canto
más puro a la declamación más descarnada.
Discografía
Hoy es ya habitual que Lulu se represente y
se grave en su definitiva versión de tres actos, de
acuerdo con el trabajo musicológico realizado en
el último de ellos por Friedrich Cerha, que empleó el material dejado por Berg. Como referencia fundamental, está la interpretación de Boulez
(1979), que estrenó la ópera completa en París.
Más recientes, tenemos las grabaciones de Lorin
Maazel con Julia Migènes (DGG, 1983) y la de
Jeffrey Tate (EMI, 1991) con Patricia Wise. Continúan manteniendo su interés las de Maderna
(1959), Böhm (1968), Dohnanyi (1976) y Reck
(2001) de los dos actos terminados por el compositor. En el caso de Karl Böhm, se trata de una
recreación en vivo realizada en la Ópera de Viena,
precisamente en 1968, el año en que la registró
en estudio para DG con la soprano norteamericana Evelyn Lear y Fischer-Dieskau, que consigue
explotar al máximo los misterios musicales de la
obra de Berg.
)
Pero ¿quién es realmente esta extremada
Lulu? Se presenta a sí misma bajo las apariencias
más diversas, cambia de vestuario incluso de un
cuadro a otro (una de las caracterizaciones que
permanecen en el subconsciente colectivo operístico es la de la Lulu de Chistine Shäfer ideada
por Meter Musbach para el Festival de Salzburgo de 1995, con unas inmensas alas de pluma
rojo pasión con las que envolvía al doctor Schön
30
theodora
)
Georg Friedrich Händel (1685 - 1759)
31
Theodora
Georg Friedrich Händel (1685 - 1759)
ORATORIO EN TRES ACTOS, HWV 68.
Texto de Thomas Morell, basado en la obra de Robert Boyle The Martyrdom of Theodora and Didymus.
Estrenado en el Covent Garden de Londres el 16 de marzo de 1750.
Versión de concierto.
Director musical: Paul McCreesh
Theodora: Renata Pokupic
Irene: Anna Stéphany*
Didymus: Iestyn Davies*
Septimius: John Mark Ainsley
Gabrieli Consor and Players
Octubre: 7
20:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
32
Argumento
Theodora (Teodora)
Fernando Fraga
Oratorio en tres partes y 19 escenas de Georg Friedrich Händel.
Libreto de Thomas Morell.
La acción se desarrolla en Antioquía, bajo la ocupación romana en el siglo IV de nuestra era. Se basa
en la historia real de una virgen cristiana decapitada en el 304 d. C.
En la tercera escena, Teodora, una cristiana de nobles orígenes, invita a su amiga Irene y
a un grupo de correligionarios a renunciar a los
placeres terrestres y mantener intacta la fe como
fuente de fuerza ante la adversidad (Aria: Fond
flatt’ring World, adieu!). Irene emocionada por la
actitud de su amiga completa sus palabras, afirmando que la verdadera dicha sólo viene a través
de la gracia. Todos reunidos elevan su canto al augusto Padre y Señor (Coro: Come, mighty Father,
mighty Lord).
Parte I
Tras la obertura (Grave-Allegro, Trío,
Courante), en la escena primera, Valens, gobernador de Antioquía, el día del aniversario del emperador Diocleciano, ordena a su amigo el oficial
Septimio la organización de un sacrifico en honor del dios Júpiter al que todos están obligados
a participar. Los que se nieguen a ello serán castigados incluso con la muerte (Aria: Go my faithful
soldier, go). Un grupo de romanos celebra la decisión (Coro: And draw a Blessing down).
En la escena cuarta, un Mensajero informa a la concurrencia del decreto promulgado
por Valens, animándoles a huir. Pero Irene confía
en la voluntad y protección divinas, calmando
las inquietudes de sus compañeros de religión
con sus serenas y consoladoras palabras (Aria:
As with rosy Steps the Morn). La confianza de
los cristianos en la bondad divina es ahora completa (Coro: All Pow´r in Heav’n above, or Earth
benneath).
En la escena segunda, Dídimo, un oficial
romano, afirma ante Septimio que muchos ciudadanos son fieles al emperador, aunque se nieguen a celebrar esos ritos, por lo que sería recomendable evitarles el castigo, considerando que
ningún tirano lograría las armas suficientes para
atacar a las personas que tiene su alma llena de
verdad (Aria: The raptur’d Soul defies the Sword).
Septimio, que es un ser noble y comprensivo,
dándose cuenta de los motivos que mueven a
Dídimo, no duda en afirmar su simpatía por los
cristianos. Pese a ello, como es su deber, cumplirá
las órdenes dictadas por Valens (Aria: Descend,
kind Pity, heav´nly Guest).
)
Iniciando la escena quinta, Septimio llega
con la intención de arrestar a toda la comunidad
cristiana, echándoles en cara su poco razonable
manera de comportarse (Aria. Dread the Fruits
33
of Christian Folly). Con valentía Teodora, y ésa
es su respuesta a las amenazas del romano, se
enfrentará a los suplicios y a la muerte (Recitativo acompañado: O worse than Death indeed!),
encomendándose seguidamente a la protección
de los ángeles celestes (Aria: Angels, ever bright
and fair).
loma para elevarse hacia los cielos y allá reposar
eternamente en amor y armonía (Aria: O that I
on Wings coud’ rise).
En la escena tercera Dídimo se encuentra
con Septimio encargado de la vigilancia de Teodora. Los dos soldados recuerdan su amistad y los
momentos vividos juntos. Septimio, que está impresionado por la conducta y actitud de la bella
Teodora (Aria: Tho’ the honours, that Flora and
Venus receive) accede a facilitar el encuentro de
la muchacha con Dídimo, algo que éste, que además de ser cristiano está enamorado de Teodora,
agradece con sereno y cariñoso discurso (Aria:
Deed of Kindness to display).
Irene informa a Dídimo, en la escena sexta,
del arresto de Teodora quien ha sido conducida
por un oficial romano ante el altar de Venus. Dídimo se vuelve hacia el cielo solicitando ayuda
para liberar a Teodora. Se dispone a salvarla aunque en la empresa arriesgue su propia vida (Aria:
Kind Heav’n, if Virtue be thy Care). Los cristianos
animan al piadoso y generoso Dídimo (Coro: Go,
gen’rous, pious Youth).
Irene, en la escena cuarta, dirige con todos
cristianos una ferviente plegaria al cielo pidiendo protección para Teodora (Coro: Defend her,
Heav’n).
Parte II
En la prisión, escena quinta, Teodora recibe la visita de Dídimo, cuya identidad está oculta
por su casco de soldado. Aproximándose a ella le
expresa su cariño, le asegura su protección (Aria:
Sweet Rose and Lily, flow’ry Form). Aterrorizada
pensando que se trata de su verdugo, sólo cuando
se da a conocer Dídimo, Teodora se tranquiliza.
Dídimo le propone cambiar sus vestimentas para
que ella pueda huir quedándose él en prisión en
lugar suyo. Conmovida por tanta generosidad, la
muchacha no acepta la proposición. En su lugar
desea que el soldado le dé muerte para evitarle
la infamante deshonra con la que está amenazada (Aria: The Pilgrim’s Home, the sick Man’s
Health). Dídimo le pide que tenga confianza en
Dios y le ruega de nuevo que acepte su plan (Recitativo acompañado: Forbid it, Heav’n!). Los
En la escena primera tienen lugar las celebraciones dedicadas a Júpiter, Venus y Flora presididas por Valens (Coro: Queen of Summer, Queen
of Love) quien dirige con entusiasmo la ceremonia (Aria: Wide spread his Name). En cuanto a la
conducta de Teodora, afirma que, si no se aviene
a realizar el sacrificio exigido, será entregada a los
soldados. Los paganos asistentes alaban a Venus y
a las delicias del amor que la diosa facilita (Coro:
Venus laughing from the Skies).
)
En la escena segunda encontramos a Teodora prisionera. Rodeada de sombras y soledad,
desearía estar oculta a la vista de los hombres y
para su desesperanzada situación sólo encuentra
salida en la muerte (Aria: With Darkness deep
as is my Woe). Quisiera tener alas como la pa34
dos intercambian graciosas muestras de cariño y
admiración, subyaciendo entre ellos el ardiente
deseo de que su próximo encuentro tenga lugar alejados de cualquier contingencia humana
(Dúo: To thee, Thou glorious Son of Worth).
Sus plegarias unidas a las del resto de los
creyentes, en la escena segunda, parecen que han
sido escuchadas: Teodora aparece vestida con las
ropas de Dídimo. Cuenta cómo ha podido ser
liberada (Aria: When sunk in Anguish and Despair) y luego, en compañía de toda la asamblea
cristiana, celebra su libertad rogando por la vida
de su salvador y sintiéndose culpable por haber
aceptado su sacrificio (Coro: Blest be the Hand
and blest the Pow’r).
De nuevo, en la escena sexta, Irene y los demás cristianos se preocupan del destino de Teodora, implorando por su salvación (Coro: He saw
the lovely Youth, Death’s early Prey).
Un mensajero, en la escena tercera, viene
con la terrible noticia de que, enterado Valens de
lo sucedido, ciego de rabia, promete que en cuanto la fugitiva sea atrapada, se la castigará, además
de con la deshonra que supone el ser entregada a
la soldadesca, con la muerte. Entonces a Teodora
Parte III
)
En la escena primera, Irene se dirige con
esperanzadoras palabras al ser supremo (Aria:
Lord to thee, each Night and Day).
35
se le presenta la oportunidad de corresponder con
la misma generosidad al noble gesto de Dídimo
(Recitativo acompañado: O my Irene. Heav’n is
kind). Pese a las protestas en contrario de Irene,
Teodora parte camino, como ella dice, de la vida
y la dicha (Dúo: Whither, Princess, do you fly).
Irene, a solas, reconoce el enorme significado de
la conducta de su amiga (Aria: New scenes of Joy
come crowding on).
Teodora nuevamente pide ser ella la única
castigada; Dídimo expresa el mismo deseo de ser
únicamente él el ejecutado. Todos alaban sus comportamientos (Coro: How strange their Ends).
Sin embargo, Valens decide que los dos han
de ser castigados, no pudiendo perdonar su insolencia hacia los dioses ni el desacato a sus órdenes
(Aria: Ye Ministers of Justice, lead them hence).
En la escena sexta, Teodora y Dídimo confían en la recompensa divina por sus actos. Dídimo se imagina los placeres que aguardan a los
bienaventurados (Aria: Streams of Pleasure ever
flowing). Juntos piensan que por lo que han hecho tienen asegurada la inmortalidad (Dúo: Thither let our Hearts aspire).
En la escena cuarta, aparecen Valens, Dídimo, Septimio y los demás romanos. Frente al
gobernador, Dídimo defiende con gallardía su
conducta, amparado en el valor que le da su fe.
Teodora, en la escena quinta, hace acto de
presencia. Ante los que exigen inmediato castigo, será ella la que está dispuesta a derramar la
sangre. Septimio se muestra admirado por tanto
coraje y virtudes femeninas, mostrándose partidario de que Valens perdone la vida a Teodora y a
Dídimo (Aria: From Virtue springs each nen’rous
Deed).
De nuevo bajo la guía de Irene, ya en la
escena séptima, los cristianos piden a Dios poder
alcanzar una fe tan consistente como la demostrada por Teodora y Dídimo (Coro: O love divine,
thou Source of Fame). Septimio, entretanto, emocionado por todo lo que ha vivido, pide ser acogido como un cristiano más. Todos finalmente
imploran que sus cantos terrestres se unan al de
los santos del cielo para conjuntamente celebrar
el triunfo de Teodora y Dídimo (Coro: Join ye
your Songs, ye Saint on Earth).
)
Pero el gobernador no está dispuesto a conceder lo que pide su oficial a pesar de que éste,
con su apasionada defensa, ha puesto de su parte a la mayoría de los romanos presentes (Aria:
Cease, ye Slaves, your fruitless Pray’r).
36
Principios y finales.
La segunda ópera
y el penúltimo
oratorio de Händel
Enrique Martínez Miura
La ópera Agrippina y el oratorio Theodora forman dos columnas del legado inmenso de
Händel; aquélla es la segunda ópera conservada
íntegra del autor sajón, mientras que ésta es su
penúltimo oratorio. Las dos páginas presentan
paralelismos y divergencias: ópera italiana y oratorio inglés están separadas no sólo por más de
cuarenta años de una carrera prodigiosa, sino que
el enfoque creativo es radicalmente distinto. Ambas composiciones tratan temas del mundo romano, una de las grandes fuentes de inspiración
de óperas y oratorios durante el barroco.
Agrippina fue la segunda ópera italiana
de Händel, fechada en 1708-1709, sucediendo a
La acción se sitúa en Roma, el año
54 antes de Cristo, Agripina, casada con el
)
Aunque no se conozcan al detalle los movimientos de Händel por Italia, sabemos que durante su visita a Nápoles de junio de 1708 nació
la cantata dramática Acis, Galatea y Polifemo.
Posiblemente, su éxito le abrió nuevas puertas y
lo cierto es que luego visitó Florencia y Venecia,
donde se encontraba a finales de 1709. Aquí estrenó Agrippina, que podría calificarse de comedia satírica, inaugurando con ella la temporada de
carnaval. Para su carrera como compositor, este
hecho fue de enorme importancia, dada la gran
afluencia de extranjeros que pudieron extender
después su fama por toda Europa.
Rodrigo, estrenada en Florencia en 1707, pero
cuya música se ha perdido parcialmente, bien
que se hayan intentado con diverso éxito varias
reconstrucciones. En consecuencia, esta ópera de
tema romano es prácticamente la primera conservada de Händel, pues de las óperas de etapa
alemana anteriores al viaje por la península itálica
–Almira y Nero, ambas de 1705– es demasiado lo
perdido. Con libreto de Vincenzo Grimani, Agrippina se estrenó en el Teatro San Giovanni Grisostomo el 26 de diciembre de 1709. Los Grimani
eran una familia aristócrata véneta muy interesada en la ópera; de hecho, Vincenzo y su hermano Giovanni habían construido en 1677 este
coliseo, que llegó a ser el centro operístico más
importante de la ciudad de las canales. En el momento del estreno de la obra de Händel, el San
Giovanni Grisostomo seguía siendo propiedad de
la familia Grimani. Como quiera que Vincenzo
había alcanzado el solio cardenalicio en 1697, sus
trabajos como libretista aparecieron anónimos
en la época. Se le deben Elmiro, re di Corinto,
con música de Carlo Pallavicino (1686), Orazio
de Giovanni Felice Tosi (1688) y desde luego la
Agrippina haendeliana que nos ocupa.
37
emperador Claudio, trata de que el hijo que tuvo
de un matrimonio anterior –su padre fue Cneo
Domicio Ahenobarbo–, Nerón, le suceda cuando se anuncia la supuesta muerte de Claudio
por ahogamiento. Agripina no duda en servirse
de sus encantos físicos para atraerse a su bando
a Palante y Narciso, a los que por separado jura
amor único. Cuando los planes de la mujer parecen haber triunfado, Lesbo –el único personaje no histórico– anuncia que el viejo emperador
sigue en realidad con vida. Su salvador, Otón,
gobernador de Lusitania, se ha hecho así merecedor de alzarse con el trono como recompensa.
Sabedora del amor que Otón siente por Popea,
Agripina trama un nuevo plan. Le dice a Popea
que Claudio, encaprichado de la joven, le ha pedido a Otón que se la ceda a cambio de la sucesión en el poder. Popea busca venganza tratando
de convencer a Claudio de que se desdiga de su
nombramiento. El emperador tacha a Otón de
traidor y jura que retirará su promoción, en tanto que sigue cortejando a Popea; entra entonces
Agripina, que proclama a los cuatro vientos su
amistad con Popea.
de sus proyectos, involucra ahora a Palante para
que asesine a Otón y Popea, intrigando cerca de
Claudio para hacerle creer que es Otón el que
trata de atacar al emperador; éste acepta nombrar rápidamente a Nerón como único medio de
terminar con la red de intrigas.
En el acto tercero, Popea convence a Otón
para que se oculte; irrumpe Nerón, que también
forma parte de la legión de admiradores de Popea. Lesbo se lamenta de tan penosa situación.
Popea trata de convencer a Claudio de que realmente no le ama y le pide que retire el castigo
que pende sobre Otón. La maraña de equívocos
sigue enredándose: Popea esconde a Claudio para
que vea cómo Nerón la corteja; Claudio sale a la
luz y ordena al pretendiente que se marche. Vuelve Otón, jurándose éste y Popea eterno amor. Nerón se queja ante Agripina de la ofensa sufrida
de Claudio, pero Palante y Narciso se adelantan,
informando a Claudio de las artes de Agripina,
pero al fin Claudio corona a Nerón y une a Otón
y Popea en un pretendido final feliz.
A pesar del éxito en tiempos del estreno,
cuando alcanzó la ópera 27 representaciones,
Agrippina ha formado parte hasta tiempos muy
recientes de las creaciones más olvidadas de Händel, quien nunca intentó recuperarla en vida.
Desde luego, lo enrevesado y tópico del libreto
puede verse como una de las causas de este olvido, pero no la única, además de que semejante
razón podría aplicarse a buena parte del género
operístico y no sólo barroco. Además, Grimani
era un buen conocedor de los Anales de Tácito y
la biografía de Claudio –de Las vidas de los doce
Césares– de Suetonio, las fuentes de su libreto,
como esperaba que lo fuera el selecto público al
)
El acto segundo comienza con la alianza
de Palante y Narciso, al tomar éstos conciencia
del engaño sufrido. Otón le recuerda a Claudio
su promesa, pero el emperador, que aún está convencido de la traición del gobernador, lo rechaza
airadamente. El joven se desespera al no encontrar una mano amiga en Agripina, Nerón o Popea,
sumiéndose en la desesperación, pero al verle
caer en ese abismo, una duda nace en el pecho
de Popea, que al fin descubre la conspiración de
Agripina, jurándose tomar venganza. La madre
de Nerón se atormenta por los fracasos continuos
38
)
39
números que integran Agrippina se han identificado en una forma anterior. El material procede
sobre todo de cantatas del propio Händel, que
con sutiles cambios adoptan un nuevo significado, aunque también de creaciones ajenas, sobre
todo del famosísimo Keiser. Así, por ejemplo, el
aria de Agripina Tu ben degno sei dell’allor (acto I,
escena 12) es muy semejante a la cantata haendeliana Ah! che pur troppo è vero de 1707. Ese
nuevo sentido lo ha interpretado John E. Sawyer
en un famoso artículo como una carga de profundidad de ironía que contempla con distancia
crítica la enrevesada trama político-amorosa del
libreto. Ahora bien, la experiencia en la cantata italiana –una zona de la obra del compositor
germano-británico que sólo en tiempos recentísimos hemos aprendido a valorar en toda su importancia– le supuso sobre todo un gran dominio
de la escritura vocal y de la adecuación de la música al idioma italiano. El primer punto explica
la elevada exigencia para los cantantes, caso, por
ejemplo, del aria inicial de Claudio, Pur ritorno a
rimirarvi, de amplísimo rango.
que se dirigía, que de inmediato captaría las alusiones a la política de la Venecia contemporánea y
que para nosotros son incomprensibles.
La parte musical presenta, por su parte,
un complejo conjunto de problemas. Las ediciones antiguas incurrían en arbitrarias omisiones
o hasta ampliaciones de lo escrito por Händel,
descuidándose mucho la fidelidad al original. Los
intérpretes actuales que tratan de reintegrar esta
clase de música con la mayor precisión posible
reconocen, con todo –como lo hace Jan Willem
de Vriend en el artículo que acompaña a su edición videográfica de la obra– que una partitura
de ópera como la de Agrippina debe entenderse
modernamente más como un contexto en el que
moverse que como un libro de instrucciones fijas
del tipo de la partitura de épocas posteriores.
Agrippina supone un punto importante
en el proceso de maduración de Händel como
compositor de ópera. Procedió aquí el sajón a
una admirable síntesis de los lenguajes característicos de las obras líricas venecianas y napolitanas, accediendo a un nivel superior que
algunos historiadores no han dudado en llamar
simplemente “italiano”. A diferencia de sus
obras posteriores, en ésta tanto los recitativos
como las arias son más breves, impulsando así la
acción eficazmente hacia delante. Una música
rica y variada, que atrae por su imparable fluir
melódico, pero que evidencia más que nada una
maestría muy superior a la de Rodrigo para crear
tensión dramática y para dibujar la psicología de
los personajes. El método empleado por Händel fue de forma abrumadora el de la reelaboración de músicas preexistentes, pues 50 de los 55
)
Tradicionalmente se ha criticado con suma
dureza el libreto de Thomas Morell para Theodora, que pese a situarse literariamente muy a ras
de suelo en bastantes pasajes no deja de tener
algunas virtudes. Händel conocía muy bien los
defectos y capacidades de Morell, no en vano el
escritor le había entregado antes los textos de Judas Macabeo (1747) y Alexander Balus (1748) –y
aún había de proporcionarle los de sus dos últimos oratorios, Jephta y The Triumph of Time and
Truth, adaptación inglesa éste del primer oratorio
del músico–, porque lo que esperaba del escritor,
Morell podía brindárselo.
40
fracasos de Händel, no ofreciéndose más que tres
funciones. Se han buscado muchas explicaciones para este hecho, puesto que hoy Theodora se
considera como una obra maestra innovadora y
profundamente sincera. Händel mismo era consciente de los problemas que implicaba el argumento, el único de sus oratorios de tema cristiano
–salvo, claro está, el mucho más general y simbólico Mesías– y que no deriva de la Biblia. La música, por lo demás, no tiene la directa brillantez
del Mesías, antes bien se caracteriza por un gesto
interiorizado, marcado sobre todo por la seria tonalidad de Sol menor.
Morell extrajo su libreto de la novela edificante de Robert Boyle –más conocido como
científico, por su gran aportación a la química–
The Martyrdom of Theodora and Didymus, escrita en 1648 pero no publicada hasta 1687 y ello
parcialmente, porque el libro I se había perdido;
de los hechos de esa parte facilitó el autor una
sinopsis. La narración de Boyle procede de De
virginibus de san Ambrosio, que recoge una leyenda, acaso sin base alguna, sobre la muerte de
una por lo demás ignota Teodora en Antioquía,
hacia 304, a causa de la persecución de los cristianos emprendida por el emperador Diocleciano. Morell puso orden en la trama y si su texto
puede ser criticado en muchos aspectos –sobre
todo por la maniquea división entre romanos y
cristianos–, tiene al menos los méritos de la coherencia y de la claridad de la acción. Morell se
apartó de Boyle en un punto, pues el novelista había pintado a los cristianos de Antioquía
como degenerados, dignos, por lo tanto, de castigo. Con buen criterio, Morell eliminó este dato
que hacía poco simpáticos a los futuros mártires.
Luego, su seguimiento de Boyle llega a la cita literal. También se ha citado la tragedia Teodora
(1646) de Corneille como un posible antecedente del libretista, pero un cotejo de ambos textos
conduce a la conclusión de que poco –el nombre
del gobernador romano, presidente en Morell,
Valente– o nada tienen en común.
Las relaciones entre letra y música han
dado lugar a una interminable controversia; para
algunos, el libreto estimula a Händel; para otros,
el compositor hizo su obra “a pesar” del soporte
literario. Sin aceptar del todo esta última posibilidad, lo indudable es que la música parece contradecir en no pocas ocasiones lo expresado por
las palabras. Es la música la que eleva al nivel del
drama lo que en el libreto no es más que propaganda moralizante. Con todo, Theodora se alza
como poseedora de una superior unidad artística y ética –que Hogwood compara con la Pasión
según san Mateo bachiana y piensa que expresa
las verdaderas creencias de Händel–, aun cuando de nuevo el compositor utilizó a gran escala
el método de los préstamos. Se han identificado
como su materia prima los Duetos de Giovanni
Carlo Maria Clari, la Missa sapientæ de Lotti
–copiada por Händel muy poco antes de acometer el trabajo de composición de Theodora–, la
ópera en un acto La lotta d’Hercole con Hacheloo de Agostino Steffani, música instrumental
de Muffat…
)
Händel compuso la música para Theodora
del 28 de junio al 31 de julio de 1749, siendo ésta
la única obra de ese verano. Se estrenó en el Covent Garden londinense el 16 de marzo de 1750,
junto a un nuevo concierto para órgano, el Op.
7, nº 5, en Sol menor. Fue uno de los mayores
41
La acción es muy sencilla: Valente ordena sacrificar a Júpiter para honrar al emperador
Diocleciano. Teodora y su grupo de cristianos
se niegan –entre ellos, su enamorado, el romano
Dídimo–, siendo encarcelados por ello. Padecen
prisión y finalmente la muerte.
En el segundo acto, verdadero núcleo del
drama, la estructura consta de seis escenas, puntuadas por dos sinfonías instrumentales. La primera escena evoca la oscuridad de la prisión en
la que yace Teodora. Canta ésta un aria de desesperación, With Darkness, deep, a la que sigue
otra más optimista, Oh! that I on wings could
rise. Estos momentos de debilidad de Teodora
son cruciales, pues consiguen que el personaje
tenga algo de ser humano y no sea tan sólo una
mártir sobrehumana. Dídimo y Teodora cantan
el dúo To Thee, Thou glorious Son, donde Händel expande una idea de Clori. La escena de la
prisión es uno de los mejores momentos de todo
Händel, hasta el extremo de convencer a Rolland de que debía figurar al lado de los mayores
logros de la historia del drama musical. El coro
con que acaba el acto, He saw the lovely Youth, se
tiene por uno de los más grandes de su autor.
El primer acto es un díptico que se divide
en los mundos de romanos y cristianos, presentados éstos con sonoridades marciales, incluidos
trompetas y timbales, que figuran por única vez
en la obra. La obertura a la francesa, donde figura material de Muffat ampliamente desarrollado,
instala la decisiva tonalidad de Sol menor. Las dos
arias de Valente, seguidas de dos coros, son toda
una exaltación de los romanos, pero el personaje queda pintado como un funcionario riguroso,
mas no injusto desde su óptica.
La definición de los cristianos es posiblemente lo más débil dramáticamente, pues como
afirma Dean, su inane actitud más que en mártires
los convierte en masoquistas. En cambio, el romano Séptimo es presentado ya en su aria Descend,
kind Pity –una de las músicas que Händel toma
de Clari– como un oficial humano y comprensivo.
Cuando entra Teodora en la acción, la música se
oscurece; ella lo primero que hace es cantar un aria
de despedida del mundo, Fond, flatt’ring World, que
casi nos recuerda las músicas bachianas de “anhelo
de muerte”. Su fiel Irene, también un personaje
menos monolítico, expresa en su aria As with rosy
steps the Morn su calma frente a la persecución.
Así como su aria anterior, Bane of Virtue, se ha entendido, no sin dureza, como una caída de Händel
en la trivialidad, esta secuencia pasa por ser de lo
mejor de todo el oratorio.
)
El tercer acto, en tres escenas, no está posiblemente a la misma altura del segundo. El aria
de la matrona Irene, Lord, to Thee, expresa su fe
en la divinidad, pero la música se entenebrece
inmediatamente con la intervención de Teodora
When sunk in Anguish and Despair. El coro de
los romanos How strange their Ends contiene la
admiración de éstos por la forma de morir de
los cristianos. El coro de cierre, O Love Divine,
se compara con el final de La Pasión según san
Mateo. Es uno de los instantes más evidentes
en que el músico le corrige la plana al libretista: éste optó por un triunfalismo que la música
transforma en comprensión hacia el sufrimiento
de los personajes. Un final que forma parte de
los más complejos de su autor.
42
la vera
costanza
)
Franz Joseph Haydn (1732 - 1809)
43
La vera costanza (La constancia veraz)
Franz Joseph Haydn (1732 - 1809)
DRAMMA GIOCOSO EN TRES ACTOS.
Libreto de Francesco Puttini y Pietro Travaglia.
Estrenado en el Palacio de Esterháza el 25 de abril de 1779.
Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro Comunale de Treviso, el Stadttheater
de Ratisbona, la Opéra Royal de Wallonie de Lieja, la Ópera de Ruán de la Alta Normandía y el Teatro
Nacional de Sofía.
Estreno en España: Teatros del Canal de Madrid
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Elio De Capitáni*
Escenógrafo: Carlos Sala*
Figurinista: Ferdinando Bruni*
Iluminador: Nando Frigerio*
Cantantes ganadores del 39 Concurso Internacional Toti Dal Monte de Treviso
Orquesta- Escuela de la Sinfónica de Madrid
Octubre: 11, 15, 17
19:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
44
Argumento
La vera costanza (La verdadera constancia)
Fernando Fraga
Dramma giocoso en tres actos de Joseph Haydn.
Libreto de Francesco Puttini y Pietro Travaglia.
consideraciones, la diferencia social de la pareja.
De ahí que se le ocurra la idea de casar a la pescadora con el estúpido Villotto. Las beneficiosas
consecuencias de tal enlace rápidamente hace
saber a Rosina. Ésta es incapaz de sobreponerse
a lo que se le viene encima, por lo que la Baronesa entiende que su silencio puede ser síntoma
de la aceptación de su plan de casorio (Aria de la
Baronesa: Non s’innalza). El lenguaje musical de
la Baronesa es el de la ópera seria, el mismo que
utilizan en general los demás personajes nobles.
Los plebeyos se expresan más cercanos al lenguaje de la ópera bufa italiana. Se exceptúa, claro
está, Rosina, cuya categoría como personaje la
eleva por encima de los pescadores a cuya clase
pertenece.
Acto I
La obertura de este drama jocoso, cuyos temas nada tienen que ver con el desarrollo musical
posterior de la obra, enlaza directamente con el
sexteto con el que comienza la acción, que tiene lugar en una playa vecina a una población no
identificada.
Una tempestad marítima ha hecho naufragar la embarcación en la que viajaba con su sierva
Lisette la baronesa Irene, una noble poseedora de
tierras en los alrededores, tía del conde Errico y
enamorada de su mejor amigo, el marqués Ernesto. Con la Baronesa viajaban también el propio
Ernesto y Villotto Villano, hombre tan rico como
necio. En tierra, los náufragos son ayudados por
Rosina, una bella pescadora, y Masino, su hermano, jefe de la colonia de pescadores de la localidad
(Sexteto: Che burrasca! che tempesta!).
La realidad es que Rosina, en secreto, se ha
casado ya con Errico, el hermano de su supuesta
protectora, y de esa desconocida unión ha nacido
un niño.
Masino les ofrece conforto y recuperación de
fuerzas en la vivienda que comparte con Rosina.
Villotto se siente entusiasmado con el enlace, al quedarse nada más verla prendado de
Rosina. Por lo que Masino, comprendiendo las
complicaciones que se avecinan intenta convencerle de lo contrario sin explicarle las verdaderas
razones de su actitud negativa (Aria de Masino:
So che una bestia sei).
)
La situación que la mala suerte les está haciendo soportar sugiere una inmediata toma de
decisiones por parte de la Baronesa a cuyos oídos
ha llegado el rumor de que Rosina y su sobrino
Errico mantienen un idilio de cualquier manera
que se considere nada oportuno dada, entre otras
45
En estos momentos hace su oportuna aparición Errico. No le cuesta muchos esfuerzos darse cuenta de la trama que se está tejiendo en su
contra y su primera reacción es enfrentarse con
Villotto. Paralelamente, las relaciones entre Ernesto y la Baronesa se complican, porque la dama
está tercamente decidida a no darle su mano hasta que no encuentre acomodo sentimental para
su sobrino Errico. Además todo se embarulla aún
más desde que Villotto, asustado por las amenazas de Errico, duda ahora en aceptar el matrimonio con Rosina (Aria de Villotto: Non sparate...
mi disdico...).
Animado por las palabras que poco antes le
ha dirigido Errico, Villotto vuelve a la carga con
Rosina. Ésta (Final I: Ah che divenne stupida) no
desea otra cosa que escapar de la inaguantable situación, por lo que pide a la Baronesa que la mate
antes de obligarla a aceptar ese matrimonio no
deseado. A la plegaria se suma también Masino,
pero la terca Baronesa no escucha estas desesperadas demandas.
Mientras tanto, se siguen complicando las
cosas con las disputas entre Villotto y Masino a las
que intenta calmar la bienintencionada Lisetta.
Los ruegos de Rosina ante la Baronesa son
escuchados por Errico, que no puede ocultar sus
verdaderos sentimientos, abrazándola tiernamente. Son sorprendidos por la Baronesa la cual,
reforzando sus intenciones, le muestra a Errico
el retrato de la noble dama con que quiere que
se despose. Una mirada imprudente y curiosa de
Errico al retrato hace que Rosina, de nuevo sumida en la desesperación, esté segura ya de que ha
perdido amado y esposo para siempre.
Al hilo de todos estos acontecimientos, se
produce una nueva vinculación sentimental entre los personajes. Lisetta, la criadita de la Baronesa, sintiéndose atraída por Masino, no duda en
declararle su incipiente pasión (Aria de Lisetta: Io
son poverina).
Es en este momento en el que Errico decide poner a prueba a su esposa Rosina, dirigiéndose a ella en términos poco afectuosos y animando a Villotto a que olvide sus miedos y acepte
la oportunidad brindada. “En el amor hay que
demostrar el mismo coraje que en la batalla”, le
dice un tanto irónicamente (Recitativo acompañado, Mira il campo d’intorno, y Aria de Errico:
A trionfar s’invita).
Acto II
En el castillo cercano al pueblo de pescadores, perteneciente a la Baronesa, encontramos
a Villotto y a Masino bastante superados por
los acontecimientos (Dúo de Masino y Villotto:
Massima filosofica).
Rosina, en la primera oportunidad que
tiene de encontrarse a solas con Lisetta, le hace
partícipe de sus pesares, explicándole detalladamente su relación con Errico iniciada cinco
años atrás tras un encuentro imprevisto (Aria de
Rosina: Con un tenero sospiro).
)
Ernesto, dado que esa unión facilitará la
suya con la Baronesa, suplica a Rosina que acepte
por esposo a Villotto (Aria de Ernesto: Per pietà,
vezzosi rai). Sus palabras son escuchadas también
46
Por su lado Errico, creyendo infiel a Rosina,
no se le ocurre otra alternativa, arrastrado por sus
incontrolados celos, que la de pedir a Villotto que
acabe con la vida de la joven. Villotto, obviamente, rechaza cobardemente tal idea y, asegurando
que debe redactar su testamento y, en cuanto encuentra la oportunidad, pone pies en polvorosa
(Aria de Villotto: Già la morte in mante nero).
A solas Rosina vuelve a pensar en la muerte
como posible solución a tamaño embrollo, únicamente la existencia de su pequeño hijito la disuade de tal determinación (Recitativo acompañado,
Misera, chi m’aiuta, y Aria de Rosina: Dove fuggo,
ove m’ascondo). En consecuencia, como única salida, evitando otros peores acontecimientos, decida marcharse del lugar.
Lisetta, con la astucia que caracteriza a todas las criaditas de este género de obras líricas, es
la que ha comprendido la realidad de los acontecimientos, o sea, que ha habido un torpe malentendido en aquel anterior encuentro entre Rosina
y Ernesto. Así que, decidida, acude ante Errico
para aclararle de una vez por todas sus erróneas
impresiones.
)
por la Baronesa y Errico, pero el significado de las
mismas no están de todo claras para esos improvisados testigos. Por esa razón, ambos se vuelven furiosos contra Rosina a la que creen una insolente
coqueta. Idéntica actitud, inexplicable e injusta,
se apodera de otra pareja más, la formada por Villotto y Lisetta (Quinteto de la Baronesa, Rosina,
Errico, Lisetta y Villotto: Va pettegola insolente).
47
golpe con su propio hijo, el cual, entre lágrimas, le
lleva hasta donde se encuentra su madre. Errico
pide perdón a Rosina por sus injustificadas dudas.
Errico, sacado por fin de su error, tras un
primer instante de preocupación por las órdenes
que ha dado al tonto de Villotto, se deja llevar por
poéticas evocaciones, sintiéndose un nuevo Orfeo
rescatando de la muerte a su propia Eurídice (Recitativo acompañado, Ah, non m’inganno, è Orfeo,
y Aria de Errico: Or che torna il vago aprile). Luego
parte rápidamente tras los pasos de su Rosina.
Cuando, aclarado todo, se abrazan, en tan
calurosa aptitud son sorprendidos por el resto de
los personajes. Los más afectados por el comportamiento de Errico y Rosina son, desde luego, la
Baronesa y Ernesto que no renuncian, sin embargo, a sus planes.
Hay un cambio de escenario en este momento, trasladándose la acción a un paisaje donde destacan a un lado el hogar de Rosina, a otro,
una torre en ruinas.
Acto III
Rosina, en compañía de su hijo, al colmo
de sus fuerzas, da cuenta de la pena que la embarga, despidiéndose de los lugares tan amados que
hasta entonces han sido testigos de su existencia
(Recitativo acompañado, Eccomi giunta al colmo,
y Aria: Care spiagge, selve, addio). Finalmente, al
intuir que se acercan algunas personas, se esconde en la torre (Recitativo acompañado, Caro, figlio, partiamo).
El acto más breve de la partitura, nos traslada de nuevo presuntamente al castillo donde la
Baronesa sigue pertinaz en las decisiones tomadas. Ha enviado dos cartas falsas de despedida
definitiva, una a Rosina, otra a Errico. Pero esta
baja estrategia, indigna de una noble de su nacimiento, pronto cae por tierra. En el sucesivo encuentro, después de intercambiarse algunas frases amargas y llenas de reproches, Rosina y Errico
ponen las cosas definitiva e irremisiblemente en
claro (Dúo de Rosina y Errico: Rosina vezzosina).
Llega Masino que viene en busca de la
hermana huida. Cansado, acaba durmiéndose y
en esta guisa es encontrado por Villotto a quien
no se le ocurre otra salida que atravesarlo con la
espada (Final II: Animo risoluto). Pero Lisetta, recién llegada, se lo impide. Tras Lisetta aparecen la
Baronesa y Ernesto.
Se impone aclarar todo de inmediato. Ante
la Baronesa, Errico reconoce como esposa a Rosina con la que tiene un hijo. La pareja pide perdón. La Baronesa acaba por rendirse a los hechos
y, como mejor prueba de esa buena voluntad,
acepta seguidamente casarse con Ernesto.
La criada se declara ardiente defensora de
la inocencia de Rosina, pero nadie la toma en
consideración, cada uno de los presentes más preocupados de sus propios intereses.
En el coro final, todos los personajes, que
por fin han encontrado rápida solución a sus problemas sentimentales, hacen un elogio sucinto
pero firme de la constancia y de la virtud (Coro:
Ben che gema un’alma oppressa).
)
De pronto, aparece el que faltaba, Errico,
que viene igualmente buscando a Rosina. Se da de
48
)
49
Al margen de los tópicos
José Luis Téllez
Es célebre (tristemente) la opinión que el
periódico londinense The oracle, en su edición del
22 de enero de 1792, exponía a propósito de Haydn, a la sazón en su primera (y triunfal) visita a
la capital inglesa: tan variado y original en el dominio instrumental, tiene sin embargo escasos méritos
como compositor vocal. Solamente una vez escribió
una obra para Viena, pero el difunto emperador
(Joseph II) se opuso con obstinación a que se representase. Tristemente célebre y, más tristemente
aún, influyente no ya sobre sus contemporáneos,
sino (y sobre todo) sobre los públicos posteriores.
La consideración del músico de Rohrau como
una especie de operista de segunda a la sombra
de Mozart no ha hecho sino crear una confusión
de la que solamente se está empezando a salir en
tiempos muy recientes. Y no resulta menos significativo el reduccionismo de identificar música
vocal con ópera: cualquiera de las misas escritas
por Haydn es una obra maestra de la música cantada, repleta de momentos inolvidables tanto en
la concepción de las piezas a solo como de las brillantísimas intervenciones corales (y que, por lo
demás suponen el vértice más elevado del género de la misa-cantata específicamente austriaca).
Huelga decir que estas obras eran totalmente desconocidas en Inglaterra, entre otras cosas porque,
al pertenecer a la liturgia católica, carecían de
todo posible valor de uso en el universo anglicano.
Todo ésto por no hablar de Die Schöpfung o Die
Jahreszeiten, que aún no habían sido compuestas.
)
La ópera a la que el rotativo británico se
refería era La vera costanza. La realidad es que
la obra fue escrita para Esterháza, donde se estrenó en 1779 volviendo a reponerse en 1785
parcialmente rehecha (las partes se habían perdido en el incendio que tuvo lugar en el palacio en el mismo año de la première) y que la
posibilidad de ofrecerla en Viena fue posterior:
posibilidad rechazada, al parecer, por el propio
Haydn ante la poca adecuación del reparto ofrecido por la Hofoper. Cuando menos, éso afirma
Georg August Griesinger, el más conocido de los
primeros biógrafos de Haydn, pero no existen
pruebas de tal encargo: según el cronista, el emperador estaba atareado con el, cada vez menos
rentable, proyecto del Nationalsingspiel y ante
la negativa de Haydn no insistió. La realidad
(que Marc Vignal ha explicado con precisión)
es que se trata de una mera conjetura y que
fue la noticia del periódico la que, retrospectivamente, fomentó la especulación posterior:
la afirmación del supuesto encargo no aparece
hasta 1810, en la crónica de Albert Christoph
Dies, también sin mayor soporte documental.
Y no cabe desdeñar la posibilidad de que existiera una confusión con la obra de idéntico título de Pasquale Anfossi escrita sobre el mismo
libreto de Francesco Puttini (notablemente
abreviado en la versión de Haydn), estrenada
en Roma en 1776 (con el título de La pescatrice
fedele) y repuesta en Viena en 1779.
50
La vera costanza (representada en el castillo
durante varios años más) fue la única ópera italiana de Haydn que hizo carrera fuera de Esterháza:
inicialmente, en el palacio del conde Erdödy en
Pressburg por la compañía de Hubert Kumpf (en
versión alemana con el título de Der flutterhafter
Liebhaber oder Der Sieg der Beständigkeit: algo así
como El amante voluble o El triunfo de la constancia), que la ofreció también en los teatros municipales de Pressburg, Budapest, Brno y Viena
(en el teatro de la Landstrasse), amén de en diferentes ciudades de Austria y Alemania, llegando hasta Paris en 1791 (donde fue la única ópera
de Haydn en subir a escena durante su vida) a
cargo de otra compañía en una versión francesa
bastante transformada con el título de Laurette.
En total estamos hablando de algo más de medio
centenar de representaciones en media Europa:
cualquier cosa menos un fracaso, aunque tampoco se trate de un éxito clamoroso, como el que
había cosechado el mozartiano Die Entführung
aus dem Serail en 1782 (y años sucesivos).
pretenciosidad de la Baronesa desde su primera
aparición, la ira y el sarcasmo del Conde incitando al necio Vallotto a la conquista de la infeliz
muchacha en A triunfar t’invita, un aria no ya virtuosística, sino excepcionalmente instrumentada
con toda la retórica castrense (trompetas, timbales, pífanos representados mediante los oboes…)
para poner de manifiesto la similitud entre el
amor y la guerra a través de una considerable estructura cuatripartita (con una secuencia conclusiva ¡en Do menor!, con lo que la pieza no regresa
al Do mayor, anomalía verdaderamente insólita:
pero es que la actitud del Conde está dominada
por el despecho, y esa antiacadémica conclusión
es un trasunto de sus verdaderos sentimientos,
de su temor a que Vallotto triunfe en el empeño
al que él mismo le está empujando), constituyen
ejemplos perfectamente representativos no ya de
la maestría de Haydn en la escritura para la voz
sino, y sobre todo, en la configuración y caracterización de los personajes y sus sentimientos.
Y qué decir de la protagonista, con la elegancia
de su aria de presentación Con un tenero suspiro (que las versiones habituales trasladan casi al
final del primer acto, pero que la partitura sitúa
en realidad como cuarto número), con su amplia
introducción instrumental, que incluye la fineza
de ser, junto con la correspondiente de Lisetta ya
citada, el otro episodio en que las tonalidades con
sostenidos (La mayor y Sol mayor, respectivamente) hacen su aparición en un discurso dominado
hasta entonces por las tonalidades con bemoles
(Si bemol mayor, Fa mayor): las dos mujeres están
armónicamente individualizadas desde el primer
instante. La mayor, por lo demás, será la tonalidad privativa de la protagonista a todo lo largo
de su recorrido: ningún otro personaje cantará en
)
Escuchar con atención desprejuiciada cualquiera de las arias de La vera costanza constituye
el mentís más eficaz de la crítica periodística que
abría la presente nota. No ya la evidente elegancia
y belleza en el trazado melódico de las intervenciones solistas sino, y sobre todo, la claridad emotiva de cualquiera de ellas y la variedad de estados
de ánimo sugeridos (es decir: provocados) por la
música está más allá de toda discusión. La vulgaridad y tosquedad de Masino en su So che una
bestia sei (que no deja de presentar algún lejano
parentesco con Osmin…), el candoroso encanto
de Lisetta en su Io son poverina (con su emotivo
e inesperado pasaje central en modo menor) la
51
semejante tónica, incluso, el finale secondo se
unificará tonalmente en la subdominante de su
tono propio, Re mayor. Haydn lleva la idea hasta sus últimas consecuencias: cuando el voluble
Enrico invoque la dulzura del mirar de Rosina en
su Per pietà vezzosi rai lo hará precisamente en
La mayor: no sólo la mujer, sino su propio recuerdo está teñido de idéntico colorido armónico. De
manera no menos significativa, el amplio finale
primo se dispone sobre Sol mayor: como sucederá
reiteradamente en las obras finales de Mozart, son
las mujeres quienes otorgan sentido arquitectónico
a la obra. Las mujeres procedentes de las clases
populares, por supuesto: la Baronesa ni siquiera
dispondrá de tonalidad propia. Y de manera no
menos significativa, el aria de desesperación de
Rosina Misera!, chi m’aiuta, y su continuación, la
cabaletta Dove fugg, ove m’ascondo no estarán en
su tonalidad característica, sino en el Fa mayor/
Fa menor (único episodio en toda la obra, dicho
sea de paso) correspondiente al universo de los
restantes personajes, como si la protagonista, dominada por la angustia, hubiera perdido su individualidad: este tipo de sutilezas puramente musicales son imposibles de encontrar en cualquier
otro operista de la época que no sea Mozart. Y
Haydn, claro está.
del edificio funciona como una especie de ópera
en miniatura concebida en continuidad: es una
tendencia general de la opera buffa de la época,
pero nunca antes había sido llevada tan lejos ni
alcanzado tal grado de elaboración ni, muchísimo menos, se había planteado con una concepción amónica unitaria a gran escala (y no como
una mera sucesión de secciones independientes)
comenzando y concluyendo en el mismo tono.
Solo hay un precedente en toda la segunda mitad del XVIII, y ése es, precisamente, Die Entführung aus dem Serail: Haydn demuestra haber
tomado buena nota del arte más avanzado de su
tiempo. Idénticas consideraciones pueden realizarse a propósito del finale secondo: la idea de un
operismo sinfónico alcanza aquí una de sus primeras y más felices materializaciones. Y desde el
punto de vista de la originalidad y la concepción
de una dramaturgia unitaria, fuerza es destacar
que el propio arranque de la obra ya nos enfrenta
con semejante aspiración; la obertura (bipartita:
una sonata y un minuetto) se encadena sin solución de continuidad con el quinteto inicial de la
obra: aspiración a una discursividad sin fisuras, a
una dramaturgia concebida de un solo trazo, lejana anticipación del ideal de un verdadero Musikdrama que necesitará todavía siete décadas
para definirse y cristalizar. La vera costanza está
descrita en la partitura como dramma giocoso,
en la línea de la tragédie larmoyante de La buona figliola de Piccinini (1760) o de Nina, pazza
per amore de Paisiello (1789), pero la amplitud
de propósitos y la ambición constructiva la convierten en una genuina opera semiseria avant la
lettre, que prefigura ya algunos de los aspectos
más significativos de, por ejemplo, La gazza ladra rossiniana, en donde los aspectos trágicos y
)
Y a propósito del finale primo: se trata de
una construcción de considerables dimensiones (¡651 compases nada menos!) articulada en
cuatro grandes secuencias tonalmente unificada
como conjunto pero que circula a través de una
serie de relaciones armónicas complejas en las
que las expresiones individuales de cada personaje se expresan con cambios de tempo, de compás y de tonalidad de modo tal que la integridad
52
)
53
dolorosos conviven con los cómicos y grotescos,
dominando el texto sin esclarecerse hasta alcanzar el lieto fine conclusivo.
charlo, los cimientos del futuro drama musical, y
haciéndolo, como Haydn, a través de la opera italiana: y es bien conocido que Wagner, en su único
encuentro con Rossini en 1860, afirmará ante él
que su concepción teatral era una consecuencia
directa de las grandes operas serias del cisne de
Pesaro (que, por su parte se confesó ante el autor
de Tannhäuser como discípulo de Haydn: al menos, tal es el relato de Edmond Michotte, testigo
presencial de la conversación). El nexo músicodramático que enlazaría Die Entführung aus dem
Serial con Le nozze di Figaro, con todo lo que
tales parentescos implican, estaría representado,
justamente, por una obra como La vera costanza.
Y no es ésa la más pequeña de sus grandezas.
)
La vera costanza en una pieza de calidad
excepcional cuya música se sitúa a distancia verdaderamente considerable de autores como Guglielmi, Gazzaniga, Sarti o cualquier otro de los
operistas contemporáneos. ¿Qué le falta a esta
pieza magnífica para ser una obra maestra?: obviamente, un asunto menos convencional, un
desarrollo narrativo de mayor interés y hondura,
un conflicto más real y menos estereotipado. En
definitiva: un libretista de raza. Pero Lorenzo da
Ponte no había más que uno y estaba trabajando
en Viena y poniendo junto a Mozart, sin sospe-
54
l'italiana
in algeri
)
Gioachino Rossini (1792 - 1868)
55
L´italiana in Algeri (La italiana en Argel)
Gioachino Rossini (1792 - 1868)
DRAMMA GIOCCOSO EN DOS ACTOS.
Libreto de Angelo Anelli, basado en la obra homónima de Luigi Mosca.
Estrenado en el Teatro San Benedetto de Venencia el 22 mayo de 1813.
Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Maggio Musicale Florentino, el Grand
Téâtre de Burdeos y la Houston Grand Opera.
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Joan Font (Comediants)
Escenógrafo y figurinista: Joan Guillén
Iluminador: Albert Faura
Director del coro: Jordi Casas Bayer
Mustafà: Michele Pertusi (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Giorgio Surjan (3, 6, 9, 14, 17)
Isabella: Vesselina Kasarova (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Silvia Tro Santafé (3, 6, 9, 14, 17)
Lindoro: Maxim Mironov* (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / David Alegret* (3, 6, 9, 14, 17)
Taddeo: Carlos Chausson (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Paolo Bordogna (3, 6, 9, 14, 17)
Haly: Borja Quiza
Elvira: Davinia Rodriguez* (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Eugenia Enguita (3, 6, 9, 14, 17)
Zulma: Cristina Faus (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Angélina Mansilla* (3, 6, 9, 14, 17)
Coro de la Comunidad de Madrid
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Noviembre: 1, 3, 4, 6, 7, 9, 10, 13, 14, 16 , 17, 18
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
56
Argumento
L’italiana in Algeri (Una italiana en Argel)
Fernando Fraga
Dramma giocoso en dos actos de Gioachino Rossini.
Libreto de Angelo Anelli.
La acción se da a entender que transcurre en el palacio del Bey Mustafà en Argelia, en época no determinada. La obertura, una de las más populares de Rossini, pertenece exclusivamente a esta ópera, no
siendo utilizada para ninguna otra de su catálogo.
tiene seis días para encontrarle una. Si fracasa, le
espera el empalamiento.
Acto I
En los apartamentos comunes a Mustafà
y a su esposa Elvira, ésta en vano es consolada
por los eunucos del serrallo. Elvira se queja ante
su esclava y confidente Zulma de la indiferencia
que últimamente muestra hacia ella el Bey. Éste
confirma estas impresiones, quejándose ostentosamente de esta esposa que la aburre hasta la
náusea, a la que en consecuencia está dispuesto
a repudiar, harto de su solicitud y halagos. De
momento, la aleja de su presencia ya que apenas
puede soportarla (N.º 1. Introducción con Elvira,
Zulma, Haly, Mustafà y Coro: Serenate il mesto
giglio).
Cuando el espacio se queda vacío, entra
Lindoro que aprovecha su soledad para, como es
en él costumbre desde que ha sido hecho prisionero hace unos meses, evocar a su amada Isabella (N.º 2. Cavatina de Lindoro: Languir per una
bella).
Finalizada la expansión sentimental, es
Mustafà el que propone a Lindoro una esposa
que tiene todas las cualidades que pueden adornar a una mujer, o sea, su propia esposa Elvira.
Lindoro no sabe como salir del apuro (N.º 3.
Dúo de Lindoro y Mustafà: Se inclinassi a prender moglie).
En charla con el capitán de los corsarios
argelinos, Haly, Mustafà acaba por confesarle sus
intenciones. Como seguir con ella es peor que repudiarla ha decido entregarla como esposa a su
esclavo italiano Lindoro, feliz manera de desembarazarse de tan pesada carga. A cambio le gustaría conocer a una italiana de las que ha oído son
mujeres capaces de enloquecer a los hombres. En
consecuencia, ordena sin miramientos que Haly
Cambio de escena. Una playa con el mar al
fondo donde se ve encallado y medio destrozado
un navío.
)
Los corsarios, con Haly en cabeza, se preparan para aprovecharse del botín que para ellos
supone el naufragio del barco. Entre los náufragos se halla una mujer, Isabella, nada menos
que la prometida de Lindoro, que ha hecho esa
57
expedición marítima en busca del amado. Mujer
inteligente, bella y valerosa, Isabella conoce todas las armas para reducir a los hombres (N.º 4.
Coro, Quanta roba! Quanti schiavi! y Cavatina
de Isabella: Cruda sorte! Amor tiranno!). –Existe
un aria alternativa de Isabella, escrita por Rossini
para Vicenza, el mismo 1813 del estreno veneciano, Cimentando i venti e l’onde–.
trono es agasajado por los eunucos (N.º 7. Final I,
todos los personajes y el coro: Viva, viva il fragel
delle donne).
Entra Isabella quien se sorprende del aspecto ridículo y pomposo de Mustafà. Enseguida
se da cuenta de lo que se le pone a mano y se
prepara a actuar. Todos, incluido Mustafà, admiran la belleza y aspecto de la joven. Ésta apenas
puede mantener la risa cada vez que observa los
rasgos y vestimenta de Mustafà, quien de inmediato cae rendido ante los encantos de la joven
(Oh, che muso, che figura!).
Entre los supervivientes se encuentra igualmente Taddeo, un incondicional enamorado de
Isabella que la ha seguido en su aventura liberadora. Haly está satisfecho, ya que la mujer capturada parece cumplir a la perfección con todos los
requisitos exigidos por Mustafà. Taddeo para salvar su vida se da a conocer como tío de Isabella.
Los dos, Isabella y Taddeo, comentan la peligrosa
situación en que se encuentran y deciden mantenerse unidos para afrontar los futuros acontecimientos (N.º 5. Dúo de Isabella y Taddeo: Ai
caprici della sorte).
Isabella inicia su táctica de seducción que
es interrumpida por la torpe aparición de Taddeo.
Mustafà ordena que sea empalado, debiendo intervenir Isabella en su defensa (Vo’ star con mia
nipote). Otra nueva interrupción es la protagonizada por Elvira y Lindoro. Junto a Zulma vienen
humildemente a despedirse (Pria di dividerci da
voi, signore).
Volvemos a la salita del primer cuadro,
donde hallamos a Lindoro explicando las razones
por las que no puede hacerse cargo de Elvira. Pero
Mustafà sigue firme en sus intenciones, que se
refuerzan tras la entrada precipitada de Haly con
la feliz noticia de que ha encontrado la italiana
que el Bey deseaba. Éste exulta, excitado por los
placeres que está pronto a disfrutar con la bella
italiana (N.º 6. Aria de Mustafà: Già d’insolito ardore nel petto). Lindoro, antes de la partida, tiene
palabras de consuelo para Elvira: con su juventud
y belleza en Italia pronto encontrará la compañía
masculina que él no puede brindarle.
Isabella y Lindoro se reconocen. Captando
la esencia del momento, Isabella toma de improviso las riendas de la situación. Nada de despedidas
ni repudios. Elvira se quedará al lado de Mustafà
y Lindoro se convertirá en su esclavo particular.
Estupor general ante la audacia de Isabella, que
cada personaje expresa a su peculiar y personal
manera, de forma onomatopéyica. Elvira siente
en su cabeza el sonido de una campanilla; Lindoro y Haly, un martillo; Taddeo, una corneja y
Mustafà, un cañonazo (Va sossopra il mio/suo cervello, la mia testa). Isabella se ha metido a todos,
es especial a Mustafà, como muy explícitamente
se dice, en el bolsillo.
)
En una sala magníficamente adornada
para recibir a la extranjera. Mustafà sentado en su
58
)
59
que cada uno de los tres observadores cree destinada a sí mismo (N.º 11. Cavatina de Isabella: Per
lui che adoro).
Acto II
Volvemos a la salita que ya se conoce por el
primer cuadro del acto I. Todos están asombrados
del cambio operado en Mustafà por la influencia
que sobre él ejerce la intrépida mujer italiana que
ha hecho de él una especie de juguete. Elvira espera sacar provecho propio de la coyuntura (N.º
8. Introducción, con Elvira, Zulma, Haly y Coro:
Uno stupido, uno stolto).
Mustafà se hace presente ante Isabella y da
cuenta del honor que le ha conferido a su “tío”.
Luego, no consigue, pese a que se le ordena repetida y contundentemente, que Taddeo les deje
solos. Isabella, por su parte, invita a Elvira a que
les haga compañía, la cual hace acto de presencia junto a Lindoro. Se producen las gentilezas
sociales de rigor hasta que Mustafà furioso por el
resultado de la cita que no ha resultado conforme
a sus intenciones disuelve enfadado la reunión
(N.º 12. Quinteto de Mustafà, Isabella, Taddeo,
Lindoro y Elvira: Ti presento de mia man).
Entretanto, Isabella y Lindoro tienen un
encuentro que aprovechan para aclarar las dudas
que entre ellos pudieran haber surgido. Isabella
tiene ya previsto un plan de huida que le explicará en un próximo encuentro, a escondidas en el
bosque. Lindoro se siente feliz (N.º 9. Cavatina
de Lindoro: Oh come il cor di giubilo u otra página
alternativa compuesta para el estreno en el Teatro Re de Milán, 1814, Concedi amor pietoso).
En una cercana estancia, Haly comenta la
mala situación de su amo. Las mujeres italianas,
tan astutas y desenvueltas son que tienen una
manera bien diferente de hacerse amar (N.º 13.
Aria de Haly: Le femmine d’Italia).
Para congraciarse con Taddeo y para que le
sirva de ayuda en la conquista de su supuesta sobrina, Mustafà le nombra Kaimakan, un cargo honorífico. Con toda pompa se celebra la ceremonia
en la que Taddeo es promovido solemnemente a
tal rango (N.º 10. Coro Viva il grande Kaimakan y
Aria de Taddeo: Ho un gran peso sulla testa).
Lindoro, por entonces, ha ideado un método para neutralizar a Mustafà facilitándoles con
ello la fuga. Le nombrará Pappataci (una posible
contracción italiana que puede significar “come
y calla”), un título que en su país se otorga a los
admiradores del llamado sexo débil y cuyo cargo
lleva aparejado el respetar sólo tres condiciones:
comer, dormir y beber. Mustafà debe de aceptar
este nombramiento para así hacerse más digno
de Isabella. En consecuencia, se lleva a cabo la
ceremonia del nombramiento (N.º 14. Terceto de
Mustafà, Lindoro y Taddeo: Pappataci! che mai
sento!). Para quitarse de en medio a la guardia y a
los acompañantes del Bey, Isabella ordena a Zulma que les procure una buena cantidad de licor.
)
Isabella, vestida a la manera oriental, en un
lujoso apartamento con vistas al mar, se acicala
esperando la llegada de Mustafà que viene a tomar café. La italiana, ante Elvira y Zulma oportunamente ocultas, les demostrará cómo se comporta con el varón una mujer occidental. Mustafà,
Taddeo y Lindoro contemplan extasiados a Isabella que se embellece con coqueta delectación ante
el espejo Isabella. Ella, consciente de esta atención
masculina, canta seductora e insinuante, palabras
60
Una vez finalizado el rito, llegan las pruebas. Sentado a la mesa, Mustafà come y bebe y
además ha de callarse, no podrá protestar por las
efusiones amorosas que entre ellos se prodigan
Isabella y Lindoro.
Con la disculpa de que la ceremonia de
Pappataci necesita su presencia en tal acontecimiento, Isabella ha liberado a todos los esclavos
italianos. Mientras unos se disfrazan de Pappataci otros, entre tanto, prepararán la fuga. Isabella
infunde coraje a sus compatriotas en una gran
escena de afirmación e identidad patrióticas (N.º
15. Coro Pronti abbiamo e ferri e mani y Rondó
de Isabella: Pensa alla patria, e intrepido). –Para
el estreno de la obra en Nápoles, evitando las susceptibilidades de la censura borbónica, Rossini
sustituyó este momento por otro más aséptico:
Recitativo Perchè ridi Pompeo? y Aria de Isabella:
Sullo still de’ viaggiatori–.
Poco a poco el Bey va entrando en una especie de sopor favorecido por la abundancia de
comida y bebida. Por ello no repara en la llegada
de un navío con los esclavos liberados y varios marineros (Son l’aure seconde, son placide l’onde).
Taddeo, que ha comprendido finalmente la
relación existente entre Isabella y Lindoro, alerta
a Mustafà. Pero es demasiado tarde para impedir la fuga. La guardia está totalmente borracha.
Mustafà reniega para siempre de las mujeres italianas, no quedándole otra alternativa que volver
a los brazos de su fiel y sufrida esposa. Isabella
y Lindoro se hacen a la mar. Y también Taddeo,
claro está. Todos acaban cantando esta moraleja
“la bella italiana que vino hasta Argelia enseña
a los amantes celosos y altaneros que si la mujer quiere consigue burlarse de ellos” (La bella
italiana venuta in Algeri).
)
Encabezada por Lindoro, da comienzo la
ceremonia (N.º 16. Final II, todos los personajes y
el coro: Dei Pappataci s’avanza il coro). Mustafà,
con un vestido improvisado de Pappataci, recibe
de Taddeo las normas que regirán su actuación
tras el nombramiento: “no ver ni escuchar, sólo
comer y callar” (Di veder e non veder), palabras
que repite religiosamente el destinatario y rubrica
el coro de Pappataci.
61
Son disinvolte e scaltre
Son desenvueltas y astutas
Gustavo Tambascio
delli), y me entregué a los fervores de su culto.
Tuve el coup de foudre con L’Italiana in Algeri (entonces, épocas menos pretendidamente sofisticadas, sencillamente La Italiana en Argel) hace
casi 40 años. Fue en agosto de 1970, en el teatro
Colón de Buenos Aires. Yo había escuchado –en
los inicios de mi prologada devoción berganzista–
las tres arias en el legendario CD “Berganza sings
Rossini arias”, editado por la DECCA. Sabia que
Isabella pasaba del pathos extraordinario de Cruda
Sorte y su endemoniada cabaletta a la pirotecnia
heroica del allegro Qual piacer, perteneciente al
rondó pensa alla patria y que en medio estaban
las graciosísimas repeticiones de Caro Turco, Turco
caro, pertenecientes a la cavatina eminentemente
de contralto, per lui che adoro.
Muchísimos años más tarde, el destino me
colocaría ante la disyuntiva de tener que montar
yo mismo Italiana. Mi primera reacción ante le
ofrecimiento fue declinarlo: nada podría acercarse jamás a aquella versión de mis sueños, nada
emularía la puesta en escena fellsennsteiniana ni
los decorados abstractos y desnudos (por entonces, gracias a los Dioses, no existía la execrable
palabra minimalista), y nada podría acercarse a
Berganza en su plenitud, a Ganzarolli, en fin, a
aquellos personajes que en una extraña –excéntrica, más bien– jornada recorrían un palacio en
Argel otorgando títulos inventados, amenazando
con empalamientos, y tratando de encontrar el
partner sexual de sus sueños.
En el año 2002, dirigí El burgués gentilhombre de Moliere con la música original de Lully.
Después de concluida la escena del Mamamuchi,
el estrambótico cargo con que los falsos turcos
desean honrar al señor Jourdain, Teresa Berganza que estaba en la sala me dijo: cómo me hace
recordar al Papatacci de la Italiana. Estaba yo un
paso más cerca.
Convertí a la italiana en mi ópera fetiche,
compré la grabación comercial de 1963 dirigida
por Varviso (en el Colón había dirigido, de manera brillante e implacable, Francesco Molinari-Pra-
Un buen día, decidí que debía encerrar los
fantasmas en la caja de cristal a la que pertenecen
por antonomasia y abordar La italiana, ex novo,
como si no la hubiese visto ni oído jamás.
)
Pero nada me había preparado para la sorpresa. Al lado del Barbero, relativamente convencional y predecible, aparecía este santo delirio,
este arrebato en música donde los personajes
cantaban cra cra cra y bum bum bum, y todo se
desarrollaba según el ya célebre principio de “locura organizada” que fuera caro en el siglo XX
a los hermanos Marx y en el lejano 1813, marca
de fábrica de un genio de Pesaro que contaba 21
años de edad.
62
El placer, el vendaval de locura, el brío que
me invadieron fueron inconmensurables. Rossini
no deja que nadie se le resista.
roso de las represalias del dignatario o del temible palo de Haly, su gran visir; después se cuela
una melodía italianizante que da cuenta desde
las ensoñaciones peninsulares de Mustafà.
Hay infinidad de Italianas: Darío Fo hace
una intelectual donde las mujeres son animales
de zoológico, Ponnelle hizo aquella de los inolvidables panzones, algunos se acercan intentando
remodelarla, otros sencillamente demolerla. Rossini resiste. Hoy, tratan de cantar atenuado, con
la voz hacia adentro, con la orquesta inaudible, y
entonces el público “fisno” del Real se congratula
pensando que así Rossini se parece más a Mozart.
Ellos se lo pierden.
Sí. La Italiana trata de eso. Un Bey de Argelia –un turco, según la vieja terminología cuando
todo el Maghreb pertenecía al Imperio Otomano–
ha decidido cambiar a su mujer por una italiana.
Pero aquí no nos encontramos ante una fábula moralizante a la Mozart, como el Rapto en el
Serrallo, donde un sátrapa llamado Pachá Selim
deja ir a los cautivos –a pesar de la perfidia de Lostados, padre de su prisionero, cruel gobernador militar de Orán– con frases propias del iluminismo.
Estamos en otro planeta. El planeta Rossini, y a su
extraordinario libretista (rompamos una lanza por
los libretistas de ópera y dejémonos de la insensatez de los musicólogos germanizantes que execran
cualquier libreto que no sea de Wagner, Von Hoffmasnsthal o si es italiano, de Boito, que era alemanófilo), se les ocurre esta incontenible boutade:
Mustafà Bey desea repudiar a su mujer para conseguirse una italiana, pero en lugar de condenarla
a errar sola por el mundo, como haría Reza Paleví,
el Sha de Persia, con la pobre Soraya, refugiada
incluso en un dudoso estrellato de Cinecittá, le
consigue un buen marido. Y ese marido es ni más
ni menos que italiano. Mustafà es decididamente un iconoclasta. Cuando su visir le dice “pero
cómo, Lindoro no es turco”, ante la respuesta indolente del Sultán, “que me importa”, le espeta
lo siguiente, dando lugar al diálogo más brillante
de la obra: “Ma di Maometto la legge no permette
un tal paticcio”, y Mustafà responde: “Taci, altra
legge non conosco io, che il mio capriccio”.
Pero, en qué consiste La italiana en Argel,
esta obra única de la cual su autor podría decir
como dijo Verdi de Rigoletto después de las aclamaciones del maduro y elaboradísimo Otello:
podría hacer veinte Otellos pero nunca otro Rigoletto (Rossini, desde la atalaya de su Guillermo
Tell sabía que ya no podía volver a una travesura
tan genial, tan libre y tan perfecta como su Italiana de casi dos décadas atrás). Enemigo de las
auto referencias, y menos imbuido que Verdi de
su peso ante la Historia, se limitó a poner como
epígrafe de su Petite Messe Solenelle; “Bon Dieu,
j’etais né pour lópera buffa et tu le sais bien”.
)
Cuando nos asomamos a la sinfonía de la
La italiana percibimos un rumor de pasos, un
correteo sigiloso en los pasillos del harén (que
podría ser agiornado acaso como Gran Hotel de
la dorada época crepuscular del colonialismo),
luego unos acordes súbitos llenan de luz la escena y comienza una actividad frenética. Todo el
mundo en casa de Mustafà, el Bey, tiene alguna
tarea que cumplir y la hace a conciencia, teme63
Sobre estas extraordinarias premisas comienza La italiana y se inicia en un sitio único en la ópera y pocas veces repetido: un harén
(para mi un hamman), donde un coro de eunucos, convenientemente emasculados para garantizar la integridad de las mujeres del Bey, se
entrega a plañideros sones, de rasgos decididamente feminoides. Con una sumisión que tiene
poco de masculina, le recomiendan a la esposa
que serene los tristes ojos y no se queje del destino. Agregan esta perla que haría, las furias de
Almadineyhad, de cualquier fundamentalista o
los muchos arabófilos que militan en las filas de
nuestra “intelligentsia”: “Qua le femine son nate
solamente per servir”.
a las lamentaciones y le anuncia de inmediato que
ha de darle mujer, ante lo cual Lindoro retrocede
aterrado. Sigue el inimitable dúo Se inchinasse a
prender moglie. Una humorada que combina la
gracia con las exigencias virtuosas. Mustafà está
decidido a inducir a Lindoro a enamorar a su esposa Elvira y responde con hipérboles a cada pregunta. Así los ojos serán dos estrellas, y ella le ofrecerá
riqueza, belleza, gracia, amor, todo en una sola.
Lindoro aturdido, cae en una de las divagaciones
favoritas de Rossini: “ah mi perdo, mi confondo,
questo imbroglio maledetto”. Es la primera de las
muchas veces que los personajes rossinianos se
encuentran desorientados y confundidos, exigidos
por la velocidad de trabalenguas despiadados y volatinas al agudo de alto riesgo. Con este brillantísimo diálogo, concluye lo que podríamos llamar la
presentación: los modernos estudiantes de guión,
presienten que se avecina un plot point, ese hecho
que a los 20 minutos de iniciada la película trastoca todas las cosas.
Pero Mustafà no ve las cosas de esa manera, y en su aria de entrada, habla de la arrogáncia,
el fasto insano de las mujeres, a las que él pronto pondrá en cintura. Se trata de una magnífica
irrupción anunciada desde dentro con las palabras “Il Bey....!” que suscitan el terror de eunucos
y mujeres. En menos de diez minutos nos encontramos en la locura número 1: Mustafà sobre las
frases “cara m’hai roto il timpano” y “di te non
so che far” desata el primer torbellino rossiniano.
Un concertante, crescendo inevitable incluido,
que culmina la primera escena. Otros compositores menos afortunados se hubiesen reservado esta
energía para el finale primo.
Y este llega en forma de barco (en mi puesta, de hidroavión), en las soleadas costas de Argelia. El coro de corsarios se maravilla de haber
encontrado botín y esclavos, pero sobre todo, “un
boccon per Mustafà”, un bocado –recordemos el
piropo italiano, boccato di Cardinale–, en formas
femeninas. Impertérrita, aunque algo desorientada, Isabella, una guapísima italiana, entona su cavatina de entrada: “Cruda sorte, amor tiranno...”
Es poco afortunado que se haya embarcado en
una aventura con el sólo objeto de encontrar a su
desaparecido Lindoro, y ahora se vea en manos
de sus captores. Pero Isabella es mujer spiritosa,
es en suma, mujer rossiniana, que sabrá jugar
“cento trapole” como Rosina, y con sólo mirar los
)
La narrativa nos lleva a un territorio melancólico: entra Lindoro, prisionero del Bey, y evoca
su amada italiana en una de las entonces célebres
arias para tenor contraltino “langir per una bella”,
seguida de la correspondiente cabaletta, de atroces dificultades. El Bey no le deja demasiado lugar
64
azorados moros comprende que “sabe por práctica, cual es el efecto de una mirada lánguida,
de un suspirito”... sabe bien “como se doma a los
hombres”.
Taddeo, a quien yo quise dandy de pitillera
de oro y botella de Veuve Clicqot en la mano, es un
rumboso enamorado de Isabella que ha emprendido este arriesgado viaje que él cree una luna de mil
avant la lettre, ignorando que la muchacha lo ha
utilizado para hacerse conducir ante su verdadero
amor, Lindoro, cuya existencia Taddeo ignora.
Pero al final del brillante numero, unos
gritos interiores nos recuerdan que Isabella no
ha venido sola. Un caballero –cuya edad nunca
se precisa–, pide ayuda y misericordia en manos
de sus captores, y, timorato que es, pretende no
tener nada que ver con Isabella. Ella salva la situación, y lo hace pasar por su tío.
El dúo cómico que enfrenta las posiciones
de ambos es quizás el mejor que ha escrito Rossini para mezzo y barítono, y supera ampliamente
en inventiva al Dunque io son del Barbero. En su
transcurso se rechazan, se separan, luego reflexionan: ella sóla en manos de bárbaros, él obligado a
trabajar y acarrear bultos. Conviene unirse y pasar
como sobrina y tío. El hecho de haberse declarado ambos de Livorno, ha encendido el optimismo
)
Aquí se ha completado el cuarteto: Mustafà,
un bajo, Lindoro, un tenor contraltino, Isabella
una mezzo contraltino, y Taddeo un barítono o
bajo barítono a la usanza de entonces.
65
de Haly quien cree haber encontrado por fin a la
italiana que su amo reclama.
rizado, quien reclama su condición de tío de la
bella, mientras Haly le amenaza con el ominoso
palo. Los temores se disipan en el elegante cuarteto, hasta que una melodía evocadora y de matriz
dieciochesca preanuncia la aparición de Lindoro,
Elvira y Zulma dispuestos a partir para Italia, el
reconocimiento mutuo de los amantes (Isabella y
Lindoro) y el único momento amoroso de la obra,
leve, aéreo, apenas insinuado.
Mustafà no cabe en sí de gozo y así lo expresa en su segundo gran número, “giá d’insolito
ardore”, donde habla del ignoto, suave tormento
que los trasporta y hace brillar. Da de inmediato
las instrucciones perentorias: Elvira y su amiga
Zulma se marchan a Italia con Lindoro; la italiana debe ser conducida ante su presencia.
Pero claro, esta novedad –para Elvira y Lindoro la visión de Isabella, para ésta la de Lindoro acompañado de dos mujeres– los catapulta al
estado favorito de Rossini: la confusión. Así, comienzan uno a uno a afirmarlo: “confusi e stupidi,
incerti pendono, non so comprendere tal novitá”.
La entrada de Isabella en el harén pertenece
a lo más áureo de la artillería rossiniana, y sólo puede compararse con la aparición –más elaborada–
de Cenerentola en el baile. Un coro alaba a Mustafà hasta que un anuncio lejano nos trasporta a ese
mundo rarefacto que es exclusivamente rossiniano
y ningún otro compositor ha sabido captar: “Sta
qui fuora la bella italiana...” Intervalos y armonías
suspendidas preceden la aparición de Isabella,
quien desarma el público tanto del harén como de
la sala con su primera frase al descubrir al Mustafà: “Oh che muso....” Traducido coloquialmente
como “Oh que geta”, otras, “Que careto”, y dando
al respetable la luz verde par comenzar a reír. La
pirotecnia se sucede y Mustafà le corresponde, ya
que a su “che muso”, él contrapone el “che pezzo
da Sultano”, que pieza para un Sultán.
Isabella interrumpe con una reclamación
enérgica y perentoria: ¿Diga, quien es esta mujer?
Y cuando Mustafà le indica el trueque marital ella
indignada dispone las parejas, Mustafà se resiste,
ella le increpa y no tarda en dispararse la locura.
En Rossini efectivamente al estado de confusión
sigue el de locura: ahora los protagonistas tienen
en la cabeza campanillas, esquilones, martillos, y
otras onomatopeyas que sustituyen ideas y palabras por ruidos desenfrenados, en lo que es hasta
hoy el concertante más alocado de la historia de
la ópera. Y en el cric y en el tac y en el ding y
el bum, crescendo y acellerando, cae el telón del
primer acto para exultancia de al audiencia que
marcha al intermedio esperando más. A fe que
Rossini se los dará.
A partir de ese momento, les jeux son faits,
y la escena avanzará de manera implacable hacia
el final, con tantos cambios de fortuna, de tonalidad y ritmo como sean posibles, en la tradición
abierta por Mozart para los grandes finales de Bodas de Fígaro.
El segundo acto abre en simetría con el
primero. Pero esta vez en clave desenfadada y
no lánguida. Los eunucos y las mujeres se ríen
abiertamente de Mustafà. “Uno stupido, uno stol-
)
La seducción iniciada por Isabella se ve
interrumpida por la aparición de Taddeo, aterro66
to, diventato e Mustafà...” es una escena que hoy
denominaríamos gay, los eunucos sueltan plumas
y afectan poses femeninas, son todo uno con las
chicas: han pillado la debilidad de su amo enamorado y ya no le tienen el temor reverencial de
antes. La italiana comienza a obrar sus primeros
prodigios. Es lista, algo que las pobres argelinas
ignoraban como sello de las féminas: é scaltra. Y
con ello puede llevar por la nariz a un hombre
dominante y poderoso.
Este episodio ha retardado el eje central
de la trama que es la seducción, o los planes de
seducción, de Mustafà por Isabella, que tiene
como segundo escalón, la adopción por parte de
la italiana, de los atuendos moros, y de todos los
abalorios, incluido el inevitable velo y las plumas
en la cabeza. Ella se siente doblemente observada: por Elvira y Zulma, que admiran de manera
creciente la habilidad de la extranjera, y por sus
tres admiradores, cada uno de los cuales reacciona de manera opuesta . Así, ante la infatuación
de Mustafà y Taddeo y los celos de Lindoro, ella
se entrega a los voluptuosos sones del “Per lui che
adoro”, interrumpidos cada tanto por sus advertencias al Caro turco, a quien le manifiesta por
lo bajinis: mira, espera, no sabes aún quien soy,
querido turco, un golpecito te vas a llevar.
Vendrá, al igual que en el acto I, la cavatina
de Lindoro. Tras una fugaz entrevista con Isabella, se aclara el malentendido de su presunta boda
con Elvia y ella le insta a estar vigilante para poder marcharse a Italia. Él expresa su contento en
el aria “Ah come il cor di giubilo”, cuya atribuciòn
a Rossini es hoy dudosa (era costumbre sustituir
arias difíciles por otras menos comprometidas de
otros autores, así el “Manca un foglio” de Barbero
o Vasto teatro, de Cenerentola)
No ha habido lugar sin embargo hasta este
momento del acto a lo abiertamente cómico, que
sobreviene con la extraordinaria escena de los estornudos: Mustafà a un tiempo beberá el café con
Isabella y le presentará a su tío en la investidura de Kaimakán, como prueba de la estima que
le tiene. Pero, advierte a su nuevo lugarteniente
Taddeo, cuando estornude deberá abandonar el
salón y dejarlos solos. Taddeo, desde luego, no
está dispuesto a hacerlo y se desarrolla el extraordinario trío donde Mustafà repite a voz en cuello uno y otro “eccí, eccí eccí” (nuestro achís), en
tanto que Isabella se hace la sueca y Taddeo se
ratifica en que “aunque reviente a estornudos, no
me moveré de aquí”.
Pero otros grandes fastos han de hacerse
presentes y su raigambre es molieresca. Aunque
aquí son los árabes quienes le toman el pelo (en
verdad se intuye, nada deja entrever que no sea
en serio), al celoso Taddeo honrándolo con el título de Kaimakan, protector del Musulmán, una
de las grandes arias de la ópera y el momento de
gloria de Taddeo. Es un contrapunto entre lo musical, lo literario y lo visual único: con un pesado
acorde le colocan el gigantesco turbante sobre la
cabeza y Taddeo musita: Ho una gran peso, sulla
testa...” por una parte el honor, por otra parte el
temor, se enreda en sus vestidos y el coro hace lo
propio en lisonjas que podrían trocarse en amenazas: “Vivva il grande Kaimakan”.
)
Cuando la sangre está a punto de llegar al
río, Isabella ordena el café y entramos en el momento más febril de toda la obra. Se renuevan las
67
peleas entre Isabela y Mustafà cuando este descubre que Elvira ha sido invitada a cafetear con
ellos, se suceden gritos, susurros, amenazas y de
pronto, la cafeína hace su efecto: vibrando bajo
los potentes efectos del brebaje, los protagonistas sienten un temblor incontenible. Estamos en
una plena escena de speed escrita ciento cincuenta años antes de las anfetaminas, donde todo el
mundo es víctima del efecto energizante, pero
también enervante, del café. “Sento un fremito”,
probablemente el trozo más difícil de la obra, del
punto de vista agógico, rítmico y prosódico. Concluye brillantemente la escena.
sólo a poner cabeza abajo a todos los turcos sino
a sus rezagados compatriotas, que arrastran aún
la pereza de saberse holgazanes que un día fueran
condottieri de repúblicas gloriosas.
Precisamente a ese terreno ideológico nos
conduce Rosinni y Anelli en una sorprendente
vuelta de tuerca. La siguiente escena es la arenga
con que Isabela levanta la moral de los marineros
italianos prisioneros, reprocha a Taddeo su escepticismo e instila coraje en el indeciso Lindero,
apelando a los sentimientos patrióticos. Como se
sabe, el rondó “Pensa alla patria” constituye el
primer ejemplo de que se tenga memoria en que
Italia es nombrada como nación en una ópera. Se
trata de una parte heroica, evocadora del sentimiento de audacia y valor que “renace en toda
Italia” y que prefigura lo que años después será el
risorgimento.
El aria de sorbete correspondiente es “Le
femine d’Italia” de Haly. Un pezzo que habitualmente pasa sin más tramite, pero al que yo le
otorgo una verdadera jerarquía ya que resume, en
boca del visir del Bey, toda la filosofía que informa la ópera. “Le femine d’Italia son disinvolte e
scaltre, e sanno più de l’altre l’arte di farse amar”.
Las mujeres de Italia son desenvueltas y astutas, y
saben más que las otras, el arte de hacerse amar.
La parte épica es luego seguida del virtuosismo extremo de la caballetta “Qual piacer”, en
que mientras Isabella afirma que en pocos instantes volverán a ver las arenas patrias, ha de afrontar las endemoniadas agilidades que la llevan por
dos veces al Si bemol (la Cenerentola tiene tres
Si naturales) una nota asaz aguda para un rol de
contralto.
Mientras otras puestas pasan página con un
número anodino “a siparietto chiuso”, yo he preferido hacer a Haly admirar el semblante femenino, y revelar bajo su uniforme de severo militar
africano, ligueros femeninos y ropa interior, que
testimonian del eterno fetichismo que tienen los
hombres por la lencería y lo que podríamos llamar el misterio femenino, aquí epitomizado en el
impagable dictum: son disinvolte e scaltre.
Queda una broma por gastar, que dará
forma definitiva al plan, y aquí Anelli se remite al ilustre antecedente molieresco, incluso en
su aspecto parónimo: Mustafà, será investido
Pappataci, como en su día el señor Jourdain fuese
galardonado con el titulo de Mamamuchi.
En tiempos de guerras por velos y de burkas
infamantes, la lencería femenina occidental no
deja de tener en oriente un poder trasgresor, extensivo a la propia Isabella quien está decidida no
)
La ironía de Anelli y Rossini no tiene fin, y si
en la investidura de Kaimakan la tomadura de pelo
68
alcanzaba a la solemnidad, la pompa y la aparatosidad de los títulos árabes, aquí va por vías más sutiles. Se ríen de la mentalidad italiana. El Bey será
honrado con el lauro que caracteriza al hombre peninsular: Pappataci, es decir, come y calla, mangia
e taci. Habrá de comer y beber sin ver y ser tolerante con los devaneos de su mujer. Mientras los
orientales son celosos “como moros” y domeñan a
grados inusitados a sus féminas, los italianos aparecen aquí alegremente retratados como cornudos
gourmets o maridos complacientes seducidos tan
sólo por las placeres de la buena mesa.
deberes a los cuales el Bey se somete con la mayor
complacencia. Si este trío de los pappataci es el
último momento brillante de la partitura, ha de
decirse que a partir de ese momento La italiana
conoce un leve declive.
El último número, la entrada ceremonial de
los papataci, suena inevitablemente repetitivo: el
coro masculino, se supone que los marineros ya
compinchados con Isabella, se apresta a la investidura, en cuyo transcurso Mustafà es despojado
de su turbante y de su gran manto, para calzar
una peluca que lo equipare a los panzudos congéneres, los guance mórbide, las mejillas blandas
de los hombres satisfechos, de mirada vidriosa y
conducta nada inquisitiva. Isabella comprueba la
efectividad de la personificación –totalmente sta-
)
De acuerdo previamente entre ellos (aunque ignorando el galán dandy que Isabella ama a
Lindoro), Taddeo y el mozo, instruyen a Mustafà
en el veder e non veder, en el mangiar e bere y otros
69
¿Que debe hacer pues, un director de esce-
nislavskiana– de Mustafà, en su convencimiento
absoluto de los deberes del papataci, cuando se
besa con Lindoro ante las narices del bey sin que
este se inmute, imbuido de la tarea del condumio
y la ingestión alcohólica.
na que se enfrenta a ella? Creo que los procedimientos son sencillos. En primer lugar no creerse
más listo que Rossini ni su libretista, no forzar
la mano sacando de quicio la historia, no sobrea-
El final es en exceso expeditivo, ya que súbitamente oímos una barcarola, el barco está listo
para escapar, y cuando Elvira y Zulma advierten
al Bey del engaño, este reacciona en la magnanimidad mozartiana acostumbrada, dejando ir a
sus prisioneros y volviendo mansamente con su
esposa legítima, Elvira.
bundar la sexualidad donde todo es erotismo de
Una moraleja final (“la bella italiana venida a Argelia enseña a los amantes que todo, si
quiere, lo puede la mujer”), es el necesario vaudevil que culmina, aislado momento convencional,
esta pieza genial y única de Rossini.
humor. Mucho me temo, empero, que no abunden
principio a fin, no querer introducir metáforas de
jeques petroleros, no tratar de convertir lo cómico en serio, no tratar de hacer más cómico la que
ya es de por sí cómico.
En fin, debe conocer la ópera de cabo a rabo,
debe amarla, debe ser rossiniano y debe tener buen
muchos registas que cumplan estos requisitos.
¡Benedetto Rossini, que resiste hace dos-
)
cientos años todo lo que le echen!
70
Rossini el antidepresivo
musical
Ricardo de Cala
Regina d’Inghilterra ese será el feudo de Rossini y
su base de operaciones para conquistar el mundo
operístico.
En 1813 Rossini tenía 21 años y ya había
compuesto ocho óperas. Esta frenética actividad
le lleva a estrenar en ese año cuatro óperas: el 27
de enero para el teatro San Moisés de Venecia Il
signor Bruschino y el 26 de diciembre para la Scala de Milán, Aureliano en Palmira. Entre ambas
median dos obras maestras diametralmente diferentes, una ópera seria, Tancredi, estrenada el 6
de febrero en la Fenice y otra bufa también para
Venecia, La italiana en Argel, que vio la luz el 22
de mayo en el teatro de San Benedetto. Estos
dos últimos estrenos confirman a Rossini como
el compositor más prometedor de su generación
en ambos géneros en el norte de Italia. Esta distinción geográfica no es superflua. El desarrollo
de la ópera renacentista en Italia había pivotado
sobre tres lugares: Florencia, Venecia y Roma. Las
cameratte fiorentini serían las primeras en desparecer, quedando Venecia como la capital musical
del norte y Roma del sur. Venecia retendrá el cetro
durante más tiempo, para compartirlo brevemente con la Scala de Milán que acabará resultando
triunfadora de la contienda. La corona meridional pasaría rápidamente a la ópera napolitana y el
San Carlo se convertiría en uno de los templos sagrados. En esa época bajo la dirección del empresario Doménico Barbaja el coliseo napolitano era
probablemente el teatro más importante de Italia
y contaba con un elenco de cantantes prodigiosos. A partir de 1815 con el estreno de Elisabetta
El estreno de La italiana en Argel fue un
éxito clamoroso, los cantantes se vieron obligados
a repetir casi todos los números y en su comparecencia sobre el escenario Rossini fue recibido
con una aclamación. Quedó tan sorprendido por
el clamor que afirmó: “Ahora estoy tranquilo. Los
venecianos están más locos que yo”. La música
tiene un ritmo trepidante, es melódicamente elegante, fluida y sofisticada. La vocalidad es brillante, exigente y epatante.
El argumento de La italiana plantea una
broma sobre el de El rapto en el serrallo de Mozart; mientras que en ésta, un doliente Belmonte
pasa torturas sin fin imaginando un destino peor
que la muerte para la pobre Constanza a la que
pretende rescatar de una terrible tierra de infieles, en Rossini, ¡¡en 1813!!, nos encontramos con
que el raptado es él y la intrépida rescatadora
resulta ser una determinada, tozuda e ingeniosa
Isabella, que acude a Argel con un estrafalario
acompañante, y que con toda la guasa que quiera
realiza un retrato de una mujer considerablemente moderna.
)
En el elenco vocal nos falta algo típicamente rossiniano, la contralto músico. Rossini vivió
71
la desaparición de los castratti, y como señala
Celletti probablemente los echaba de menos, no
tanto por el virtuosismo como por la sorprendente
expresividad de una voz que llevaba en sí misma
la intrínseca belleza del sonido y la impecable ejecución de los pasajes de agilidad como elementos
esenciales de la interpretación. Esta preferencia
le hizo manifestar que advertía en el romanticismo una cierta decadencia del arte vocal en lugar
de aquel “arte de canto italiano que iba derecho
al corazón”.
paragone poseía una voz amplia, aunque no tan
oscura como las mucho más contraltadas de la Alboni o la Pisaroni.
Asimismo hayamos en La italiana en Argel
dos voces graves características del repertorio cómico: el bajo bufo y el bajo noble. Filippo Galli,
que ya había estrenado el papel de Asdrubale y
que posteriormente encarnaría a Selim, puede
considerarse el gran bajo de la escudería rossiniana. El Mustafà de la Italiana nos permite deducir
las impresionantes facultades vocales que debía
poseer. La extensión del Bey de Argel va de un
Si1 a un Sol3 y los pasajes de coloratura son de
una dificultad extrema; esto nos acerca más a un
bajo-barítono con un registro agudo rotundo, impresionante-pensemos que un Sol es una ardua
tarea para un barítono- y una depuradísima técnica que le permita afrontar las larguísimas frases
de agilidad contenidas en su aria Gia d´insolito
ardore, escrita en una tesitura insoportablemente aguda, que además catapulta su voz ese inexpugnable sol. Han tenido que pasar muchos años
hasta que un bajo, Samuel Ramey, ha recuperado
esa vocalidad de bajo noble y la ha actualizado en
términos modernos eliminando todos los efectos
extramusicales y caricaturescos que han lastrado
estos papeles. La majestuosa línea de canto y su
impecable estilo convierten a Ramey en un cantante de dimensión histórica y una piedra angular
en el renacimiento rossiniano del último cuarto
del siglo XX.
La desaparición de los castratti y el hecho
de que la voz de tenor no estuviera todavía totalmente definida, entre baritenores y contraltinos,
registros de pecho y de cabeza, planteaba un problema: ¿Quién desempeña el papel de amoroso
frente a la soprano? La solución fue la contralto
músico, una mujer travestida de hombre, con lo
que se preservaba la ambigüedad sexual del periodo anterior y con una voz amplia, grave y oscura que buscaba sonoridades masculinas y de
emisión extraordinariamente flexible.
La protagonista del estreno veneciano fue
la mezzosprano Marietta Nicolini, pero el famoso
bajo Luigi Lablache en un tratado de canto escrito entre 1835 y 1840 afirma que esta categoría vocal tenía un amplísimo rango y variaba en
cada caso de tesitura, lo que la hacía imposible de
clasificar. Cantantes como la Pasta, la Malibrán
y la Colbrán empezaron sus carreras como mezzos y terminaron como sopranos. Esto sugiere un
amplio cajón de sastre en el que convivían desde sopranos cortas o mezzos falcones con otras
voces más sombreadas próximas a las contraltos.
La Nicolini, que ya había estrenado La pietra de
)
La voz de tenor en la época de Rossini se
subdividía en los de procedencia baritonal, con
centros más amplios y oscuros, menor facilidad
para el canto de agilidad y mayor para el declama72
)
73
ca evoluciona su obra, en la que desaparecen los
recitativos secos a partir de Otello, se establece
definitivamente su escritura y tipología vocal y se
conquistan mercados exteriores con triunfos resonantes, lo que le convierte en el rey Midas de
la ópera. Su enorme éxito le lleva a París que va
a ser la capital del arte lírico entre 1820 y 1840
viviendo una edad de oro de cantantes, estrenos
y autores como Meyerbeer y Auber sobre los que
Rossini va tener una enorme influencia artística y
autoridad personal.
do y una extensión que no solía superar el Do4,
si bien a partir del La3, o incluso del La bemol,
emitían estas notas en falsetone. Ejemplos de
esta categoría vocal fueron Andrea Nozzari, Doménico Donzelli o Manuel García, un baritenor
más agudo que era capaz de emitir a voz incluso
el Do4, posteriormente llamado de forma errónea, de pecho. Junto estos convivían otros tenores más agudos, llamados contraltinos o tenorinos
que soportaban tesituras agudísimas, llegaban a
emitir hasta un Mi4, por supuesto en falsete a
partir del La o Si bemol, y eran vertiginosos en
el canto de agilidad por rapidez, precisión y brillantez. A cambio poseían voces de menor peso
y volumen y el material era de un color mucho
más claro. Aunque papeles como Giocondo de La
pietra de paragone o Almaviva del barbero de Sevilla son para baritenores, en las óperas cómicas
encontramos con mayor frecuencia al tenor agudo. El máximo exponente de esta tipología vocal
en tiempos de Rossini fue Giovanni David, junto
a él Giacomo Guglielmi o Savinio Monelli fueron protagonistas de diversos estrenos de óperas
del maestro. Serafino Gentili, el primer Lindoro,
debió ser asimismo un cantante excepcional si
atendemos a lo que Rossini escribió para él en La
italiana, la tesitura se encuentra en lo más escarpado del registro, la extensión llega hasta el Do4
en repetidas ocasiones y los pasajes de coloratura
son de dificultad extrema, su aria Languir per una
bella es una prueba de fuego.
Traslada su domicilio a París, mudanza que
será definitiva, y comienza a escribir para los teatros de la ciudad; su primer cometido es Il viaggio
a Reims para el teatro de los Italianos, que verá
la luz el 19 de junio de 1825 y en cuyo estreno
participaron dos leyendas del arte del canto, Giuditta Pasta y Doménico Donzelli, que sólo seis
años después también compartirían la mítica
prémiere de Norma. La obra fue un encargo para
conmemorar la coronación de Carlos X como Rey
de Francia en Reims el 28 de mayo de 1825, último Rey coronado con tal título, ya que su sucesor
Luis Felipe de Orleans, último monarca francés
de ideas mucho más liberales, fue coronado como
Rey de los franceses.
El encargo puntual de la ópera hizo que
Rossini utilizara prácticamente todo su material para el posterior Le comte Ory, por lo que Il
viaggio a Reims estuvo desparecida hasta que se
encontró la partitura en los años cincuenta del
siglo XX. La recuperación definitiva de esta joya
se debe al empeño de Claudio Abbado, que primero en el Festival de Pésaro y con posterioridad
en Viena y Berlín ha comandado espléndidas
)
Después de los éxitos iniciales en el norte
de Italia llegaría el periodo napolitano, extraordinariamente fecundo en medios, producción,
dominio y consolidación de su lenguaje expresivo. En esta etapa de indudable madurez artísti74
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75
dar paso a ese universo ideal lleno de belleza melódica y voces expresivas, extraterrenales. En una
carta dirigida a Filippo Filippi fechada el 26 de
agosto de 1868 defiende el arte musical italiano
como algo ideal y expresivo, nunca imitativo, y
añade que los sentimientos del corazón deben ser
expresados, nunca imitados. En otra ocasión incide en que la música es un arte sublime que no
imita a la realidad, sino que se eleva y va más allá
de la vida real a un mundo ideal.
producciones de la obra que afortunadamente
han sido registradas en diferentes soportes de
audio y vídeo.
La acción narra la historia de unos aristócratas de diferentes nacionalidades que se dirigen
a Reims a la coronación de Carlos X y ven detenido su viaje en Plombières en una posada. La acción provoca un sinnúmero de enredos, galanteos
y situaciones que permiten al extensísimo elenco
de cantantes lucirse en números individuales o
de conjunto de enorme brillantez hasta un espectacular concertante a catorce voces Ah tal colpo
inaspettato.
Esta abstracción-sublimación del concepto
de su arte lo alejan del ideal romántico, inútilmente buscaremos la idea del amor sentimental
como lo deseable, y todo lo que lo obstaculiza como perverso, malo y evitable. Rossini está
por encima de esas ideas burguesas, y como los
aristócratas del ancienne règime juega, ironiza y
se divierte con el amor y los amantes en un puro
ejercicio de estilo. Probablemente esa abstracción
haya sido una de las causas de su prolongado alejamiento de las programaciones teatrales durante
tantos años en los que la ópera romántica y el verismo copaban los cartelones.
)
Para Rossini la ópera es sobre todo música y
canto y la acción debe supeditarse a los primeros.
Él es el último heredero de un arte antiguo en
el que la música no subraya la acción y se pone
al servicio de esta. Eso lo harán los compositores románticos; Verdi y Wagner lo llevarán a sus
últimas consecuencias evolucionando el recitativo hasta crear el “drama musical.” Rossini por el
contrario compone números cerrados separados
por recitativos donde la acción de detiene para
76
agrippina
)
Georg Friedrich Händel (1685 - 1759)
77
Agrippina
Georg Friedrich Händel (1685 - 1759)
DRAMMA PER MUSICA EN TRES ACTOS, HWV 6.
Libreto de Vicenzo Grimani.
Estrenado en el Teatro San Giovanni Crisostomo de Venecia el 26 diciembre de 1709.
Versión de concierto.
Director musical: Alan Curtis
Agrippina: Ann Hallenberg
Nerone: Svetlana Doneva*
Poppea: Klara Ek
Ottone: Iestyn Davies*
Claudio: Umberto Chiummo
Pallante: Raffaele Costantini*
Narciso/ Giunone: Antonio Giovannini*
Lesbo: Matteo Ferrara*
II Complesso Barocco
Noviembre; 2, 5
20:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
78
Argumento
Agrippina (Agripina)
Fernando Fraga
Drama con música en tres actos de Georg Friedrich Händel.
Libreto de Vincenzo Grimani.
La acción tiene lugar en Roma hacia el año 50 de la era cristiana.
La obertura no presenta, como es habitual —en una estética donde este fragmento instrumental mantiene una función distinta que, por ejemplo, durante la época romántica—, ninguna relación temática
con el resto de la partitura. Es una obertura a la italiana, es decir, iniciada por un movimiento lento,
seguido por otro con el que contrasta por vivacidad y energía, para finalizar con una breve coda de
carácter de nuevo lento.
públicamente la muerte de Claudio, él esté preparado para levantar una opinión unánime entre
los presentes a favor de Nerón. Palante expresa su
amor y su fidelidad por Agripina (Aria de Palante:
La mia sorte fortunata).
Acto I
En sus apartamentos palaciegos, la esposa
del emperador Claudio, Agripina, informa a su
hijo Nerón de que al fin ha llegado el momento
deseado, su ascenso al trono de Roma. Un mensaje recibido hace poco confirma que Claudio
ha perecido ahogado y el trono está ahora vacío
esperando quien lo ocupe. La madre colma de sabios y astutos consejos a tan amado hijo. Nerón,
agradecido, da cuenta de su felicidad y del amor
materno que le une a Agripina (Aria de Nerón:
Col saggio tuo consiglio).
La misma treta emplea ahora con Narciso,
igualmente fácil de convencer. El liberto a su vez
declara que hará correr entre el pueblo el nombre
de Nerón como digno sucesor de Claudio, dando satisfacción así a los deseos de la tan amada y
deseada Agripina (Aria de Narciso: Volo pronto, e
lieto il core).
Agripina también se dispone a emplear
toda su influencia en la ascensión de su hijo, con
el corazón pleno de constancia (Aria de Agripina:
L’alma mia fra le tempeste).
Agripina, por su lado, comienza la propia
estrategia para conseguir el trono para el hijo y
convoca, uno tras otros, a Palante y Narciso, confiada en que el amor que hacia ella sienten esos
dos libertos (o sea, esclavos que han conseguido
convertirse en hombres libres) le ofrecerán incondicional obediencia. Agripina ordena a Palante que vaya al Capitolio y cuando ella anuncie
)
En el Capitolio, Nerón, siguiendo los consejos de Agripina, reparte regalos entre la multitud (Arioso de Nerón: Qual piaciere a un cor
pietoso).
79
la bella mujer romana a la que, dada sus actuales
expectativas espera acceder sin problemas (Aria
de Otón: Lusinghiera mia speranza).
En el momento más oportuno Agripina,
sentándose en el trono, anuncia la muerte de
Claudio y la necesidad de elegir rápidamente un
sucesor. Como estaba previsto, las voces de Narciso y Palante suenan a favor de Nerón. Agripina
y su hijo suman sus opiniones a las de los libertos
(Cuarteto de Palante, Narciso, Agripina y Nerón:
Il tuo figlio... La tua prole...).
En su casa, Popea se engalana ante el espejo, asombrándose de su belleza (Aria de Popea:
Vaghe perle, eletti fiori).
Lesbo anuncia la visita de Claudio, asimismo interesado por tan bella mujer, para esa misma noche. Él mismo, Lesbo, vigilará para que no
los descubra Agripina.
Nerón, empujado por Agripina, comienza
a ascender hasta el lugar donde se eleva el trono cuando Lesbo, el criado de Claudio, aparece
anunciando que el emperador acaba de desembarcar en Anzio, sano y salvo, gracias a la ayuda
de Otón, el comandante del ejército imperial
(Arietta de Lesbo: Allegrezza, allegrezza!).
Popea no demuestra demasiada dicha por
esta noticia, ya que ella a quien ama verdaderamente es a Otón (Aria de Popea: È un fuoco quel
d’amore).
Estupor y decepción general, aunque Agripina reacciona enseguida, tranquilizando y consolando a su hijo, asegurándole que encontrará otros medios para conseguirle el trono. Acto
seguido, demuestra su falsa satisfacción por el
acontecimiento.
Consciente de la pasión que Claudio siente por Popea, Agripina cambia de táctica siempre sus actos tendentes a conseguir para Nerón
el trono romano. Acude a casa de Popea. Ésta
tiembla ante la idea de que llegue Claudio en
esos instantes, pero escucha con atención lo que
Agripina viene a decirle. No es otra cosa que lo
que sigue: sabiendo que Claudio la desea, Otón
para conseguir el trono se la ha cedido. Agripina
aconseja a Popea que rechace al emperador y así
éste castigará a Otón (Aria de Agripina: Ho un no
so nel cor).
Es Otón el que hace ahora su entrada
triunfal, narrando los acontecimientos marítimos
vividos por él y el emperador. Éste, para agradecerle la salvación de su vida, le ha nombrado su
sucesor. Todos se quedan de piedra.
No obstante y cuando se queda solas con
Agripina, Otón le confiesa que su interés por el
trono es nulo, comparado con el que es su máximo deseo en la vida, conseguir a Popea.
Popea cae en la trampa y decide hacer al
pie de la letra lo que Agripina le ha indicado (Aria
de Popea: Fa quanto vuoi).
Lesbo introduce al emperador en los aposentos de Popea. Claudio dedica hermosas palabras de pasión a la hermosa hembra romana (Aria
de Claudio: Pur ritorno a rimirarti). Con gestos
)
Agripina oculta su irá, alabando a Otón,
considerándolo digno del premio y alentándole
en su pasión por Popea (Aria de Agripina: Tu ben
degno sei dell’allòr). Otón expresa su pasión por
80
)
81
mohínos y lánguidas miradas, Popea consigue
de Claudio todo lo que puede desear, sobre todo
la promesa de castigar a Otón no nombrándole
como le había prometido su sucesor.
La conspiración de los libertos viene interrumpida por la presencia de Otón, que continúa
expresando sus sentimientos hacia Popea más importantes para él que el ser ceñido con la corona de
laurel (Aria de Otón: Coronato il crin d’alloro).
Tal como había asegurado, Agripina no
regresa para interrumpir el coloquio amoroso y
Claudio continúa seduciendo a una Popea cada
vez más molesta (Arietta de Claudio: Vieni,
o cara).
Palante y Narciso elogian ladinamente al
militar. Se incorporan al grupo, descendiendo las
escaleras de palacio Agripina, Popea, Nerón y sus
respectivos séquitos. Todos, además de Lesbo, saludan la aparición del emperador Claudio (Coro:
Di timpani e trompe).
Al fin se produce la esperada reaparición de
Agripina. Lesbo, siempre vigilante y fiel, anuncia
nervioso la llegada. Popea logra desembarazarse de
Claudio, no sin antes verse obligada a prometerle
una cita (Terceto de Lesbos, Popea y Claudio: E
quando mai i frutti del tuo amor, bella godrò).
Claudio hace alarde de sus conquistas militares, con las nuevas tierras incorporadas al Lacio
(Aria de Claudio: Cade il mondo soggiogato).
Palante y Narciso no cesan de brindar elogios hacia el emperador que asimismo viene agasajado por Popea y Agripina. Cuando Otón a su
vez se acerca a Claudio para pedirle el cumplimiento de su promesa, el emperador le manda
lejos de sí con furia, tratándole de traidor.
Agripina escondida ha sido testigo de todo
lo ocurrido y, astuta y falsa como ella sola, le dedica a Popea cálidas palabras de afecto (Aria de
Agripina: Non ho cor che per amarti). Por su parte
Popea, reflexiona y toma también decisiones: si
Otón ha preferido tomar el poder más que disfrutar de las dulzuras de su amor, ella se encargará de
castigarlo (Aria de Popea: Se giunge un dispetto).
Asombrado, Otón se vuelve hacia Agripina buscando ayuda, pero ésta le reacciona de la
misma manera que Claudio (Arietta de Agripina:
Nulla sperar da me). Tampoco halla consuelo por
parte de Popea (Aria de Popea: Tuo ben è ‘l trono)
y menos de Nerón (Aria de Nerón: Sotto il lauro
ch’ai sul crine). Narciso y Lesbos se suman al rechazo general.
Acto II
En una calle de Roma cercana al palacio
imperial, que aparece engalanado para celebrar el
triunfo de Claudio sobre los británicos, Palante y
Narciso han descubierto que han sido traicionados por Agripina, pues la emperatriz ha jugado
con los sentimientos de los dos, dando a ambos
engañosas esperanzas de amor. En consecuencia
deciden aliarse en contra suya.
Abatido se queda Otón, sumido en la más
negra de las desesperaciones (Aria de Otón: Voi
che udite il mio lamento).
)
Cambio de espacio. En un frondoso jardín,
cercano a una fuente, un poco más tarde, Popea
comienza a dudar de la culpabilidad de Otón
82
(Aria de Popea: Bella pur del mio diletto). Por esa
razón, para averiguar la verdad, decide ponerle
a prueba. Finge que está dormida y así se la encuentra Otón (Arioso de Otón: Vaghe fonti, che
mormorando).
Como no está muy segura del efecto de sus
órdenes sobre sus dos admiradores libretos, hela
aquí ahora, a Agrippina, frente a Claudio, a quien
considera una presa más fácil. Le hace creer que
Otón, molesto por su rechazo, está considerando vengarse. Por lo que, sugiere, convendría que
nombrara como su sucesor a Nerón.
Popea, como si estuviera hablando en sueños, le revela aquello que ella averiguó por Agripina, o sea que Otón prefiere más ser emperador
que su amante, y por ello la ha entregado a Claudio. Al escuchar esta confesión, Otón aclara su
inocencia, poniendo así al descubierto la trama
de Agripina (Aria de Otón: Ti vo’ giusta e non
pietosa). Popea jura venganza (Aria de Popea:
Ingannata una sol volta).
Así las cosas, entra Lesbo confirmándole su
cita con Popea. Claudio, ansioso por reencontrarse con ella, consiente en lo que demanda Agripina (Aria de Claudio: Basta sol che tu chieda).
Agripina se sume en un éxtasis contagioso, dando rienda suelta a su felicidad (Aria de Agripina:
Ogni vento ch’al porto lo spinga).
Con estas perspectivas, Popea acepta con
gusto una cita con Claudio que Lesbos le viene
a proponer, al mismo tiempo que, un poco más
tarde, pide a Nerón una prueba de sus sentimientos hacia ella acudiendo a sus habitaciones (Aria
de Popea: Col peso del tuo amor). Nerón exulta de
placer ante la cita (Aria de Nerón: Quando invita
la donna l’amante).
Acto III
Una estancia en la vivienda de Popea que
sigue rumiando su desquite con Agripina, Como
parte de ello, convence a Otón de que se esconda
y sea testigo sin que se deje delatar por sus celos
de lo que va a ver muy pronto. Otón consiente
(Aria de Otón: Tacerò, tacerò).
Mientras tanto Agripina sigue moviendo
hilos por su lado, siempre con el objetivo de colocar a su hijo al frente del imperio (Aria de Agripina: Pensieri, voi mi atormentate). Llama a Palante
e intenta convencerle de que le ama (Aria de Palante: Col raggio placido), ofreciéndole su cariño
si acaba con la vida de Otón.
De acuerdo con la invitación recibida, llega
Nerón. Como también ama a Popea no pierde el
tiempo y le declara de inmediato su pasión (Aria
de Nerón: Coll’ardor di tuo bel core). Pero Popea,
con la excusa de que está a punto de llegar Agripina, esconde a Nerón frente al escondite en el que
se halla Otón.
Luego se entrevista con Narciso y le ofrece
igualmente su amor pero a cambio de que acabe
con la vida de Otón y luego de Palante. Narciso,
claro está, se deja llevar por su pasión por la emperatriz (Aria de Narciso: Spererò, poi che mel dice).
)
En tal momento, precedido como siempre por Lesbo, aparece Claudio. Popea comienza
su plan. Quejándose de que Claudio no la ama
lo suficiente, acaba confesándole que quien la
83
Convencidos de la vileza de Agripina, por su
parte Narciso y Palante ponen en conocimiento del
emperador las maquinaciones de su esposa. Cuando ésta acude a Claudio pidiéndole que cumpla
la promesa que le ha hecho, Claudio la acusa de
usurpación. Pero Agripina sabe defenderse: cuando supo de su muerte, actuó de la manera adecuada para evitar que nadie se hiciera con el poder.
Claudio queda convencido por sus palabras.
importuna no es Otón sino Nerón. Algo perplejo
por la revelación, Claudio consiente en ocultarse
en otro lugar a ruegos de Popea.
Nerón sale de su escondite y vuelve a demostrar su pasión por Popea, creyendo que Claudio se ha marchado, pero éste sale de donde se
ocultaba y le ordena de mala manera que se largue. Éste obedece pero amenazando con la venganza de Agripina.
Es el momento ahora del contraataque y
Agripina le acusa de que la ha traicionado con
Popea. Claudio sólo quiere que se establezca la
tranquilidad sentimental entre todos y Agripina
afirma que ello sólo se consigue dejando de lado
el odio. Luego le hace ver su cariño (Aria de Agripina: Se vuoi pace, o volo amato).
Convencido Claudio de todo lo afirmado
por Popea, ante los temores manifestados por
ésta con respecto a la reacción violenta de Agripina, Claudio la tranquiliza pues cuenta con su
protección (Aria de Claudio: Io di Roma, il Giove
sono).
Popea logra desembarazarte también de
Claudio. Otón sale de su escondite y entre los dos
se aclara el malentendido que hasta entonces los
ha dividido, declarándose el mutuo amor (Arias
de Otón: Pur ch’io ti stringa al sen, y Popea: Bel
piacer è godere).
Llegan Popea, Nerón y Otón. Ante la sorpresa general, Claudio ordena que Nerón y Popea
se casen, nombrando a Otón su sucesor. Esta decisión no complace a ninguno de los interesados.
Entonces, para que por fin se ponga término a tanto conflicto Claudio de nuevo cambia de
decisiones. Nerón será su sucesor y Otón desposará a Popea (Coro: Lieto il Tebro increspi l’onda).
A este punto, las cosas parecen embarullarse bastante más. Nerón acude a su madre, le
narra lo sucedido con Claudio y le pide ayuda.
Nerón, a sugerencia materna, promete olvidar a
la indigna Popea (Aria de Nerón: Come nube che
fugge dal vento)
La diosa Juno desciende del Olimpo para
augurar felices días a los esposos y gloria para el
imperio (Aria de Juno: V’accendano le tede).
)
El artículo común a esta ópera y a Theodora se puede leer en la pág 37
84
jenufa
)
Leoś Janácek (1854 - 1928)
85
Jenůfa
Leoś Janácĕk (1854 - 1928)
OPERA EN TRES ACTOS.
Libreto del compositor basa en La Hijastra, de Gabriela Preisová.
Estrenada en el Teatro Nacional de Brno el 21 enero de 1904.
Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Teatro alla Scala de Milán.
Director musical: Ivor Bolton
Director de escena y escenógrafo: Stéphane Braunschweig
Figurinista: Thibault Vancraenenbroeck*
Iluminador: Marion Hewlett*
Director del coro: Peter Burian
La Vieja Buryja: Mette Ejsing*
Laca: Miroslav Dvorsky (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Jorma Silvasti* (6, 10, 13, 16, 19)
S̆teva: Nikolai Shukoff* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Gordon Gietz (6, 10, 13, 16, 19)
Kostelnic̆ka: Deborah Polaski* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Anja Silja (6, 10, 13, 16, 19)
Jenůfa: Amanda Roocroft* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Andrea Dankova (6, 10, 13, 16, 19)
El capataz: Károly Szemerédy
El alcalde: Miguel Sola
La mujer del Alcalde: Marta Mathéu*
Karolka: Marta Ubieta
Una pastora: María José Suárez
Barena: Sandra Fernández
Jano: Elena Poesina*
La tía: Pilar Vázquez*
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Diciembre; 4, 6, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 19, 20, 22
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
86
Argumento
Jenůfa
Fernando Fraga
Ópera en tres actos de Leoś Janác̆ek.
Libreto de Leoś Janác̆ek sobre un texto de Gabriella Preisová.
La acción de la obra tiene lugar, a finales del siglo XIX en una aldea de Moravia, región centroeuropea
limitada, entre otras, por la República Checa, Austria, Eslovaquia y Alemania.
Antes de levantarse el telón han ocurrido los hechos siguientes. La abuela Star̆enka Buryjovka (Buryja) ha tenido dos hijos que, por ciertos avatares de la vida, ha perdido pronto. El mayor de los dos,
propietario del molino familiar, se había casado con Klemen la cual había aportado al matrimonio un
hijo producto de una anterior relación, Laca. De la unión del molinero y de la ahora viuda Klemen nació
teva. El segundo hijo muerto de Buryja, de un primer matrimonio ha tenido una hija, Jenůfa. Luego
este hijo, llamado Toma, se casó con Kostelnic̆ka (La Sacristana). O sea, que los dos hombres en torno
a los cuales giran las vicisitudes de Jenůfa son hermanastros y a la vez primos de la muchacha.
Llega Jano, un joven pastor, al que Jenůfa
ha enseñando a leer. El actual molinero reprocha
a Laca su mal carácter que achaca al amor por
Jenůfa no correspondido, pero el joven tiene la
esperanza de que su rival sea enrolado en el ejército facilitándole así las cosas (Escena primera).
Acto I
En el patio de un molino perdido entre las
montañas, a la caída de la tarde, la abuela Buryja pela patatas. Jenůfa de pie otea ansiosamente
el horizonte, mientras Laca sentado se mantiene
silencioso.
Laca, enamorado también de Jenůfa, se
muestra cáustico y rencoroso con Buryja, a la que
no pueda perdonar la preferencia que ésta tiene
por Števa, contrastando esta actitud con el cariño
y dulzura que a la abuela siempre destina Jenůfa.
Števa ha estado disfrutando su liberación y
aparece con un grupo de amigos manifiestamente borracho. La celebración continúa en el patio
del molino, a pesar de la voluntad contraria de
Jenůfa.
)
Jenůfa espera la llegada de su primo Števa
del que está enamorada. Confía que éste se pueda librar de la conscripción, ya que de no ser así se
verían atrasados sus planes de boda. Jenůfa está
embarazada y el hijo que espera es de Števa.
El molinero hace caer por tierra las ilusiones de Jenůfa: Števa se ha librado de la conscripción. La noticia alegra a Buryja y Jenůfa.
KostelniĀka, que hace una fugaz aparición, también es informada de la noticia (Escenas segunda y tercera).
87
El jolgorio se interrumpe bruscamente
con la reaparición de KostelniĀka. Su presencia y
autoridad ponen fin a la fiesta. Viendo el estado
en que se encuentra Števa, y sabiendo que esta
situación se ha repetido otras veces, le impone
al joven una prueba: sólo permitirá que se case
con su hijastra Jenůfa si es capaz de estar un año
entero sin emborracharse. Todos aceptan sin
rechistar tan severa decisión (Escenas cuarta y
quinta).
Acto II
Cinco meses después, en un salón de una
típica casa de aldea eslovaca, en el hogar de
KostelniĀka, ésta y Jenůfa, cuya cicatriz facial es
terriblemente visible, se dedican a labores de costura.
El niño, que ha nacido ya hace apenas una
semana, es objeto de los mayores cuidado por
parte de la madre, muy inquieta por otro lado, ya
que desde hace semanas no sabe nada de Števa
(Escena primera). KostelniĀka ha hecho beber un
somnífero a Jenůfa para que la joven pueda descansar un poco y, al mismo tiempo, para evitar
que esté presente en el inmediato encuentro que
va a tener con Števa al que ha citado en la casa
(Escena segunda).
Se disuelve la reunión y se quedan solos
Števa y Jenůfa. La pareja intercambia pareceres
pero no logran llegar a un acuerdo acerca de su relación. Jenůfa comprende que la actitud de Števa
nada tiene que ver con las esperanzas que en él
ha depositado, como esposo y como padre de su
futuro hijo. Finalmente, el joven acaba por irse
a acostar, dejando a Jenůfa triste y desilusionada
(Escena sexta).
En efecto, el muchacho hace su entrada,
siendo enseguida objeto de los reproches de la Sacristana. Števa no sabe del nacimiento de su hijo,
por el que demuestra no demasiado interés.
Laca reaparece y como es su discurso continúo habla mal de Števa, llegando a afirmar en
sus ladinas palabras que sólo ama a Jenůfa por
sus mejillas de melocotón. Acto seguido intenta
abrazar a la muchacha, siendo violentamente rechazado. Entonces, con un desmedido rencor y
sin apenas pensar en las consecuencias del repentino acto, saca el cuchillo que había previamente
afilado, y desgarra la mejilla de Jenůfa.
KostelniĀka le exige que cumpla sus deberes con Jenůfa, casándose con ella y librándola
así del deshonor. Pero Števa ha dejado de amar a
Jenůfa, que le horroriza ahora con su mejilla sesgada y con el súbito cambio que ha sufrido su carácter, en este momento tan sombrío y repelente
como el de la propia KostelniĀka.
Antes de marcharse, Števa da cuenta de
que se ha prometido con Karolka, la hija del alcalde.
Barena, la criada del molino, testigo del
ataque, hace creer al molinero y a Buryja que se
trata de un accidente. Pero el molinero está seguro de que ha sido un acto vengativo y cobarde
por parte de Laca que ha querido así estropear la
belleza de Jenůfa (Escena séptima).
)
En mitad de su descanso, se escucha gemir
a Jenůfa en la habitación vecina. KostelniĀka está
horrorizada (Escena tercera).
88
)
89
Así la encuentra Laca quien le propone de
nuevo matrimonio, ya que su amor por ella cada
vez se fortalece más. Jenůfa agradece la magnitud
de este cariño pero confiesa estar vacía de sentimientos, incapaz de sentir y expresar amor. Laca,
sin embargo, no perderá jamás las esperanzas.
Laca entra preguntando si ha regresado ya
Jenůfa de Viena. Ese viaje a la capital ha sido inventado por KostelniĀka para ocultar los últimos
meses de embarazo de Jenůfa que los ha pasado
escondida en la casa. La Sacristana acaba por
confesar la verdad a Laca. Éste sigue enamorado de Jenůfa y se pregunta sobre la posibilidad
de hacerse cargo también, si la boda se produce,
del niño. Comprende KostelniĀka entonces la
importancia que ha adquirido este niño sobre el
futuro de su hijastra. Dando a entender a Laca
que el niño ha nacido muerto, le envía para que
traiga noticias del enlace entre Karolka y Števa.
KostelniĀka se queda sola y comienza a vislumbrar las consecuencias de su mentira. Para salvar
el honor de Jenůfa habría que ocultar la existencia del niño. Pero eso es casi imposible, tarde o
temprano se descubrirá. La única solución es que
el recién nacido muera. Como si en sueños tomara esta decisión, entra precipitadamente en la estancia donde el pequeño reposa junto a su madre
dormida, lo envuelve en un chal y sale de la casa
rápidamente (Escenas cuarta y quinta).
KostelniĀka, dentro de su estado, es capaz aún de sentirse tranquila al comprobar que
lo hecho por ella ha conseguido los convenientes resultados que pretendía. Pero, en ese mismo
momento, una fuerte ráfaga de viento abre con
violencia una ventana. Horrorizada la Sacristana
siente como si la muerte hubiera entrado en la
casa, riendo sarcásticamente (Escena octava).
Acto III
Han pasado dos meses. En la casa de la Sacristana todo está preparado para festejar el enlace de Jenůfa y Laca. Jenůfa, vestida de fiesta,
se halla sentada con el libro de oraciones en la
mano. Cerca de ella está Laca. KostelniĀka, agitadísima, se sobresalta ante cualquier ruido que se
produce en la habitación o en el exterior (Escena
primera).
Jenůfa se despierta y al no ver al niño ni a
KostelniĀka piensa que ésta ha ido al molino a
mostrar el pequeño a su padre. Se pone a rezar
y en tal recogimiento se la encuentra (Escena
sexta) KostelniĀka a su regreso. Poseía por una
extraña e incontrolable agitación, a las preguntas Jenůfa, KostelniĀka no duda en decirle que,
durante los dos días que la joven estuvo poseída
por un estado de delirio inconsciente, el niño
falleció. Jenůfa se hunde en la desesperación.
KostelniĀka le cuenta entonces los planes de
boda de Števa y Karolka. Jenůfa se queda como
ida (Escena séptima).
Este estado nervioso es advertido por el
Alcalde que ha venido con su esposa a felicitar
a los contrayentes. KostelniĀka da ambiguas explicaciones de su malestar. La mujer del Alcalde
comenta el sobrio vestido de novia de Jenůfa, carente de encanto (Escena segunda).
)
Al trasladarse el grupo a la habitación vecina se quedan a solas Jenůfa y Laca. Los dos jóvenes intercambian palabras de perdón, amor y
90
Laca, sospechando lo que se oculta en este
acontecimiento, intenta retener a una muy nerviosa Jenůfa (Escena novena). Ésta reconoce en
el niño muerto a su hijo y grita en el colmo de su
desesperación. Todos creen entonces que ella es
la autora del infanticidio y se disponen, airados, a
castigarla lapidándola. Laca la defiende. Entonces,
KostelniĀka confiesa su culpabilidad y las razones
que la han llevado a cometer tan terrible delito.
Los lugareños se sienten aterrados. Števa se sume
en una profunda abatimiento. Karolka le reprocha
su conducta con Jenůfa, rompiendo de inmediato
su compromiso con él (Escena décima).
consuelo, poniendo en claro que entre ellos, en su
futuro en común sólo existirá comprensión y estima. Laca, a ruegos de Jenůfa se ha reconciliado
con Števa y lo ha invitado a la boda a la que acudirá con su prometida Karolka (Escena tercera).
Aparecen Števa y Karolka. La incomodidad
de él contrasta un tanto con la gracia y el encanto
de Karolka, quien desea a Jenůfa la mayor felicidad como esposa (Escena cuarta).
La Sacristana no acepta bien la presencia
de Števa, muy rencorosa por la conducta seguida
por el muchacho, aunque a regañadientes acaba
por aceptarle (Escena quinta).
Jenůfa, serena, comprende y disculpa la forma de actuar de su madre adoptiva y la perdona.
Con cariñosas palabras intenta calmarla antes de
que se la lleven presa (Escena undécima).
La sirvienta Barena y un grupo alegre de
muchachas ofrecen flores a la desposada. Buryja
bendice a la pareja (Escena sexta).
Luego, cuando todos se van y se quedan
solos, Jenůfa quiere devolverle la libertad a Laca.
Pero éste la sigue amando y los dos deciden construir su futuro en común. Jenůfa ha comprendido
el gran amor de Laca y se siente también impulsada hacia él por el mismo y fuerte sentimiento
(Escena duodécima).
De pronto entra Jano en busca del Alcalde.
Al producirse el deshielo, en el arroyo cercano al
molino se ha encontrado el cadáver de un niño
(Escena séptima).
)
KostelniĀka, trastornada, comienza a decir
palabras incongruentes (Escena octava).
91
Genealogía del maltrato:
las protagonistas
femeninas de Jenůfa
Laia Falcón
esposo: “…que me cortaras la mejilla aposta... lo
hiciste por amor”. El conmovedor lirismo con que
pronuncia estas palabras, respaldada por una orquesta totalmente rendida a su fe en que esa vida
será mejor, parece sinceramente ajeno a la interminable historia de terror familiar a la que representa. Cientos de generaciones pasadas podrían reconocerse en el espejo de esta frase y, aún así, quizás
seguirían sin alertarse ante la espantosa contradicción que la atraviesa. ¿Es éste un final feliz?
Un atroz estupor nos golpea cuando el telón cae finalmente sobre el futuro abierto de esta
pobre mujer, partida en mil pedazos y, sin embargo, sonriente de por vida. Cuántos siglos de terror
concentrados en un aparente final feliz: “…eres
el hombre más bondadoso que he conocido. Que
me cortaras la mejilla aposta... hace tiempo que
lo perdoné (…) lo hiciste por amor”.
Esta ópera es, para muchos, una de las más
ejemplares historias sobre la belleza del perdón.
Un precioso ejemplo con el que recordar que
sólo dejando atrás el odio y la pena es posible
construir un mundo mejor. Si recordamos las palabras con que Milan Kundera se acerca al universo de JanáĀek, “una pequeña nación se parece
a una gran familia”, vemos el hogar de Jenůfa y
KostelniĀka como imagen de la propia continuidad que la Humanidad debe afrontar, en esa red
trenzada a partir de miles de historias individuales, para seguir adelante. Para no ahogarse en las
tragedias (una de las grandes reglas que debió de
mantener a JanáĀek en pie, tras la muerte de sus
dos hijos) y garantizar que las nuevas generaciones sigan caminando hacia el futuro.
El terror cercano
Entre las principales obras que los públicos
de todos los tiempos guardamos como tesoros,
hay una extensa colección de tragedias sobrecogedoras: muchas de las óperas y piezas teatrales que,
año tras año, buscamos en los escenarios, recurren
a terribles imágenes y desgarradores giros con los
que recordarnos que el dolor y la desgracia forman
parte de la vida. Resulta significativo cómo, a pesar de que muchas de estas anécdotas se retuercen
hasta rocambolescas cimas de lo inverosímil, admitimos el juego de leerlas literalmente mientras
la función dure, y nos emocionamos hasta la lágrima porque la tragedia de esos personajes también
es un poco nuestra. Por muy lejanos que resulten
sus argumentos, nos siguen convenciendo como
)
Pero, a pesar de los brillantes acordes con
que el compositor cierra la partitura, algo ensombrece el escenario mientras Jenůfa se abraza a su
92
metáforas magistrales de la equivocación y el engaño, del odio y la locura, de la guerra y el miedo:
porque en el teatro todo es posible, admitimos durante unas horas que Azucena pudiese equivocar
los bebés ante la hoguera, que Rigoletto no reconoce su propia casa mientras sujeta la escalera a los
secuestradores de su hija, o que Turandot asesina
hombres al amanecer hasta encontrar el amor verdadero… son fórmulas que nos acompañan desde
el primer cuento y que, al otro lado del foso, nos
estremecen durante unas horas con ejemplos exagerados pero certeros. Luego se encienden las luces y vuelve esa pesada frontera de terciopelo que
es el telón, y el universo de los disfraces se queda
en su orilla y nosotros en la nuestra.
recuerdan la precisión con que quería expresar las
pasiones: “JanáĀek no reprocha a los románticos
el haber hablado de los sentimientos”, escribe
Kundera, “les reprocha haberlos falsificado: haber
sustituido la verdad inmediata de las emociones
por una gesticulación sentimental”. Este rigor
con el que quería observar el mundo para trasladar “verdad” y “realidad” a la partitura (conceptos
esenciales de la estética del autor de Jenůfa) nos
lleva a descubrir en sus personajes una dimensión
aún más doliente: al conocer el empeño con que
JanáĀek huía de lo exagerado y artificioso, el perfil
de Jenůfa y KostelniĀka y los terribles episodios de
su historia nos resultan aún más estremecedores.
Los golpes sufridos por la sacristana y la cuchillada que marca a su hijastra, la vergüenza asfixiante, el desprecio de los hombres que debían haberlas acompañado y, sobre todo, la terrible falta de
cordura para protejerse a sí mismas y a lo que más
aman... no son escenas diseñadas como golpe de
efecto, sino fotografías tomadas del mundo real.
Ese niño arrojado al hielo, última víctima de la
atroz espiral de destrucción aquí narrada, no es
un invento de libretista sino un rostro más, con
nombre y apellidos, de quienes sufren a manos de
aquellos que sólo deberían darles amor.
Pero esa calma (de que todo era un juego,
de que las cosas no pasan así en la realidad) no
llega tras el último acorde de Jenůfa. Algo continúa temblando en la sala cuando obras como ésta
terminan, porque el terror es mucho más poderoso
cuando no parece imposible: cuando su tragedia
no es lejana ni inverosímil, cuando reconocemos
sus piezas porque sabemos que forman parte de la
verdad de muchos hogares y de las vidas de personas de carne y hueso. No nos sorprende leer que el
dolor de Jenůfa fue esculpido por Gabriela Preissová, la autora de la obra original Su hijastra, a partir
de anécdotas reales de aldeas de Moravia: parece
recogido, cuaderno en mano, de la historia de cientos de pueblos y hogares, con la misma precisión
científica con que JanáĀek anotaba las inflexiones
melódicas del habla y la naturaleza para captar esa
verdad que buscaba transmitir con su música.
Gusanos en las raíces:
daño y vergüenza, miedo y errores
Frente al mar de desgracias y agresiones que
padece, pocos personajes se aferran con la fuerza
de Jenůfa a la esperanza de conseguir la felicidad.
Ya al comienzo, cuando empezamos a conocer a
la enternecedora joven, no podemos sino sonreír
ante el amor con que cuida esa pequeña maceta
)
Son frecuentes los testimonios y reflexiones
con que JanáĀek, o quienes bien lo conocen, nos
93
vergüenza: en un escenario de férrea vigilancia religiosa y social (esa pequeña aldea donde todos se
conocen y huyen temerosos de la mirada, precisamente, de la sacristana KostelniĀka), “vergüenza”
es la palabra que más se repite en los parlamentos
de las protagonistas. Acecha como una terrible
amenaza, una marca abrasadora que asusta más
que una cuchillada o, incluso, que el asesinato.
Tal es su poder, que ningún otro mal ni ninguna
otra falta pueden compararse a las consecuencias
de este terrible estigma. Si “¡la vergüenza me herirá en lo más profundo del alma!” es lo que Jenůfa
canta en su primera aparición, meses después, tras
las sangrantes tragedias a las que ha tenido que
hacer frente, su única obsesión se mantiene inalterada: “¿Sabes que me juzgarán, y que todos me
mirarán con desprecio?”, le advierte a Laca con la
cabeza gacha. Una cicatriz le atraviesa la cara, apenas se recupera de haber dado a luz en un total
aislamiento y de haber creído que el bebé murió
de enfermedad; tan sólo han pasado unos minutos
desde que contemplara el cadáver de ese niño y
de que tuviera que escuchar que realmente el pequeño le fue arrebatado y asesinado... y, sin embargo, la mayor de sus preocupaciones es avisar a su
prometido de que es una mujer manchada por la
vergüenza y, por ello, una carga injusta para él.
de romero en que ve el símbolo de su felicidad
futura: “si dejo que se agoste, ¿sabes, abuela?, dicen que la felicidad también se agostaría; toda la
felicidad del mundo, ¡también se agostaría!”. En
pocos compases admiramos en este personaje una
asombrosa capacidad de amar y alimentar la esperanza, de querer cuidar de los suyos y esperar que
las cosas se arreglen. Sin embargo, ese mimo tan
conmovedor, esa atención tan dulce con que cuida
la plantita de su felicidad, no parecen bastar para
que descubra lo que anida entre sus raíces: esos
gusanos sembrados por Laca con la intención de
que el romero muera antes de que Jenůfa consiga
lo que tanto desea.
Para un autor como JanáĀek, para quien cada
nota y cada palabra sólo se emplean si son realmente portadoras de un significado importante, es muy
poderosa la fuerza de esta imagen. De hecho, una
de las dimensiones más estremecedoras y certeras
de esta obra es la atención que concede a explicar
los perfiles y el origen de las desgracias de sus protagonistas femeninas: del mal que carcome las raíces de la felicidad de Jenůfa y KostelniĀka. Con un
énfasis asombroso, el libreto reescrito por JanáĀek a
partir de la obra de Preissová delata cuatro fuerzas
principales que pudren y resecan los intentos de
estos personajes por vencer la desgracia: el miedo a
la vergüenza y la condena social, el rechazo y falta
de compromiso de quienes deberían luchar a su
lado, una larga historia de maltratos que se arrastra
entre generaciones y, en cuarto lugar y planeando
sobre todas ellas como un ave rapaz, esa extendida
noción de un amor deformado, en cuyo nombre se
amparan terribles agresiones.
Tanto en el drama original como en el libreto de JanáĀek se insiste en un tema clave de la
literatura de la época y del propio reglamento social que imperaba, rotundo como un hacha, en el
campo y las ciudades: este pavor de las mujeres a
la marca de la vergüenza viene unido a la temida
posibilidad de que los hombres con que se han relacionado antes del matrimonio no cumplan luego
su palabra de llevarlas al altar. Para estos personajes
)
Resulta escalofriante el empeño que estas dos mujeres ponen en ocultar el ruido de la
94
agresiones, como esas palizas que la sacristana recibió por parte de su esposo, el desprecio que Laca
se permite contra Buryja o las sádicas reacciones
con que Števa despierta los celos de su prometida
cada vez que se siente acorralado (qué dolor, por
cierto, debía de sentir ante estas páginas de Jenůfa
la esposa del compositor, Zdenka, cuando años
después, intentara su propia muerte, inundada de
rabia y desesperación por las hirientes ausencias e
infidelidades de su marido). La obra concede un
importante espacio en subrayar que este rechazo
se activa frente al rol que estas mujeres desempeñan cuando recuerdan a los hombres sus deberes,
aspecto que termina de enunciarse cuando el débil Števa se niega a casarse con Jenůfa, alegando
la transformación que ésta sufrió cuando, emba-
)
masculinos, la mujer (y el libreto insiste mucho en
este matiz) puede aparecer como un ser tierno y
atractivo, pero también encierra una aterradora faz
de vigilante y censora, repentina doble cara ante la
que muchos hombres sólo pueden reaccionar con
el rechazo y la huída. Cuando la obra comienza
comprobamos cómo las distintas intervenciones
de muchos personajes (Laca, los aldeanos, Števa)
coinciden en expresar un rechazo profundo al papel represor de las mujeres que los vigilan: ellas
(KostelniĀka, la abuela) son quienes recuerdan el
trabajo que queda por hacer, quienes exigen silencio, quienes censuran los errores y las borracheras,
quienes bendicen o condenan las nuevas parejas.
Todos las temen y rehuyen por ello, cuando no
osan incluso tratar de silenciar sus comentarios con
95
al perder su libertad”. Incluso escénicamente se
enuncia que el terror queda en casa cuando Jenůfa
no puede acudir en busca de su bebé, aprisionada
entre las paredes de la habitación de su madre.
razada, empezó a reclamarle esa boda tan urgente:
“tengo miedo de ella. Solía ser tan dulce, tan alegre... pero de pronto comenzó a cambiar ante mis
ojos; se volvió como tú [KostelniĀka], irritable y
áspera. (…) Y tú (…) también me das miedo. Me
resultas tan extraña, tan temible... ¡como si fueras
una bruja que me persiguiera, que me acosara!”.
Y es en este peligroso universo familiar donde tiene lugar esa triste herencia trasmitida entre
las sucesivas generaciones: esa terrible tendencia a
repetir los mismos errores del pasado, que muchos
en esta historia quisieran frenar y, que por una terrible falta de lucidez, se reproduce una y otra vez.
Lo vemos esbozado en la inquietante letra de la
canción nupcial que entonan las muchachas: “¡Oh
hija, oh hija mía! ¡Mejor olvida el matrimonio, porque aún eres muy joven! ¡Oh, madre, oh madre
mía! ¡También tú eras joven cuando le dijiste que
sí!”. Pero, sobre todo, queda dicho en las terribles
palabras con que KostelniĀka explica que su gran
misión es salvar a Jenůfa de un mal ya conocido:
“él también tenía los mismos rizos dorados y un
cuerpo magnífico”, explica al referirse a su difunto
esposo para compararlo con ese disoluto Števa al
que en absoluto aprueba, “mi madre intentó detenerme y me avisó de cómo era, mas no quise hacerle caso, ¡no quise hacerle caso! (…) cuando él
se emborrachaba, (…) cuando acumuló deudas y
derrochó el dinero, le decía lo que pensaba, y él me
pegaba, me pegaba...¡más de una noche he pasado
oculta en los bosques!”. Es una confesión desnuda
y asombrosa, muy poco común en el retrato de ese
desagradecido arquetipo que la literatura universal
ha identificado tradicionalmente con “la madrastra”. Sin embargo, esta fuerza con que la sacristana
quiere proteger a su querida hija adoptiva negándose a permitir esa boda hasta que el novio no pase
un año sobrio, esta lucidez con que habla de los
más dolorosos errores de su propio pasado, desapa-
)
Con estas palabras Števa también alude a
esa otra característica que la obra incluye entre lo
que carcome las raíces de la felicidad de la hijastra
y la sacristana, y que se localiza, precisamente, en
esa especie de legado que las generaciones de esta
historia, muy a su pesar, parecen pasarse de década
en década. Nos referimos a esa funesta espiral que,
en el libreto, es heredada en el seno familiar: esa
red en la que las mayores tratan de evitar que sus
descendientes repitan sus errores... y, sin embargo,
no sólo no lo consiguen sino que además llegan a
convertirse en cómplices –cuando no autoras– de
las nuevas tragedias de sus hijas. Para tratar de entender esta línea de la obra es importante recordar
cómo el libreto subraya que el terror de esta narración está localizado entre las paredes del hogar.
En primer lugar, todos los implicados en la funesta
trama están unidos por lazos familiares: Jenůfa es
hijastra de KostelniĀka y nieta de Buryja, y sus consecutivos novios, los hermanastros Števa y Laca,
son sobrinos de la sacristana y nietos, por tanto, de
esa misma abuela. En este sentido, son también
significativos los frecuentes fragmentos de la ópera
donde se identifica el matrimonio con una solución desesperada o, incluso, con una cárcel temida
por toda mujer, como cuando la protagonista, que
acude a su propia boda vestida de luto, permanece silenciosa cuando la campesina sentencia que
“suele ser habitual que una muchacha esté triste
96
recen después, derrotadas por la locura de la vergüenza y el miedo a la humillación de un nombre
manchado: KostelniĀka, antes dueña de una firmeza y una madurez sólidas como rocas, se convierte
después en la principal destructora de las nuevas
ramas de su árbol genealógico. La claridad con que
prevé que el seductor e irresponsable Števa será
un marido más ligado al alcohol que a las obligaciones familiares desaparece después, cuando se
torna en una cruenta asesina y cuando fabrica una
peligrosa nueva boda de sustitución: creyéndose
férrea defensora de la felicidad de Jenůfa acaba sin
embargo con la vida de lo que ésta más adora, ese
precioso nuevo descendiente, quizás el único que
podía aún comenzar una vida sin palizas ni odio
heredados; y, amparándose en ese mismo amor de
madre, promueve un segundo compromiso, desconcertante y no falto de peligros, un matrimonio
que a sus ojos (y a los del propio desenlace de la
ópera) parece nacer de la generosidad y el amor
verdadero... como si fuese posible no ver que ese
nuevo novio es el mismo que marcó un particular
cortejo, meses atrás, acuchillando el rostro de la
novia y pudriendo las raíces de su felicidad.
en que Jenůfa culmina su evolución en el relato.
Tampoco debemos olvidar esa metáfora nacional
que tantas obras (especialmente en casos como el
de JanáĀek, entusiasta comprometido con su país)
construían en torno a los dramas familiares: “Las
pequeñas naciones”, escribe Kundera, como recordábamos antes, “no conocen la feliz sensación
de estar ahí desde siempre y para siempre; todas
pasaron, en algún momento de su historia, por
la antecámara de la muerte, siempre enfrentadas
a la arrogante ignorancia de los grandes (…) una
pequeña nación se parece a una gran familia y le
gusta llamarse así”. Leemos entonces la historia de
Jenůfa más allá de los confines de cinco personas,
y entendemos la necesidad y el valor de ensalzar
la nobleza de quien deja atrás el pasado de dolor
y tiende la mano a antiguos enemigos, para juntos
caminar al futuro. Nunca serán suficientes los relatos que nos ayuden a reforzar este espíritu.
Sin embargo, construir metáforas de guerras pasadas a partir de las historias construidas
con el devenir de una pareja, no siempre da pie a
lecturas tan bellas. ¿A dónde nos lleva trasladar el
enfrentamiento de dos bandos sociales, por ejemplo, a una historia concreta de golpes, abandonos
y heridas causados por un hombre hacia su novia
o esposa? En un relato de estas características, ¿en
qué consiste, exactamente, la paz de un futuro
mejor? Mientras muchos ven en la historia de la
aldeana morava un ejemplo bellísimo con el que
construir un mundo nuevo, otros se preguntan si
no sería más valiente acompañar de otro modo
a los millones de jenůfas que, desgraciadamente,
habitan el planeta. Quizás no sea tan hermoso,
al fin y al cabo, seguir mimando una plantita sin
saber que los gusanos devoran sus raíces.
La paz en las paredes de una casa
)
Jenůfa es para muchos, como decíamos al
comenzar estas páginas, uno de los principales y
más bellos símbolos del poder del perdón, una heroína que renace de cuantos golpes recibe y que repara el alma de sus adversarios dándoles la paz de
las segundas oportunidades y del amor sin rencor.
No debe analizarse esta obra al margen de su dimensión religiosa, esencial para entender a ambas
protagonistas y determinante para leer el modo
97
Hasta que llegó su hora
Juan Lucas
el futuro, ejerce una poderosa atracción sobre los
más grandes directores de orquesta del mundo,
que se afanan por entrenar a sus centurias en
un lenguaje que funde riqueza armónica, poderío rítmico y una insólita variedad tímbrica; por
último, la fuerte personalidad tanto dramática
como vocal de sus grandes personajes, así como
la inédita propuesta de un estilo de canto imitativo como ningún otro de las inflexiones del
habla, han hecho que los más dotados cantantes
del mundo aprendan el checo con la naturalidad
con que hasta ahora se aprendía el italiano o el
alemán. Pocas sopranos en la actualidad dejarán
de plantearse en algún estadio de su carrera la
aproximación a personajes de la riqueza y el alcance de Jenůfa, la Kostelnic̆ka, Katya Kabanová
o Emilia Marty, con el ardor y la ambición con
los que antes se acometía una Brünnhilde, una
Tosca o una Elektra. La hora de Janácĕk ha llegado y, como decía la canción, el solitario león
moravo ha venido para quedarse.
Hoy es un hecho la inmersión de las óperas de Leoś Janácĕk dentro del núcleo central
del repertorio, al nivel, por no ir más allá de sus
contemporáneos, de los grandes dramas líricos
de Puccini o de Richard Strauss. De sus nueve realizaciones en el género, al menos cinco
–Jenůfa, Katya Kabanová, La zorrita astuta, El
caso Makropoulos y su última obra maestra, De
la casa de los muertos– están presentes hoy en
día en la programación de los grandes teatros de
ópera del mundo con la regularidad, por seguir
con sus dos ilustres coetáneos, de una Salome
o de una Madame Butterfly. Incluso podríamos
decir que, a medida que avanzan los años y su
estilo va haciéndose más familiar tanto para el
público como para una gran parte de la crítica
especializada, la valoración y la estima del genio
artístico de Janácĕk se afirman con insólita contundencia hasta el punto de que, para muchos,
su corpus operístico se sitúa en una cima histórica que muy pocos –Mozart, Wagner, Verdi– habrían alcanzado. La eficacia y originalidad de sus
libretos, que combinan por lo general con extraña
y feliz alquimia un realismo de tinte naturalista
con un simbolismo nada vaporoso, los han convertido en auténticos favoritos de los directores
de escena, sea cual sea su adscripción estilística;
la riqueza tanto expresiva como técnica de su
paleta orquestal, siempre al servicio de un discurso musical que, arraigado profundamente en
la tradición, arroja una mirada irreductible hacia
)
El trayecto, no obstante, ha sido largo y
tortuoso, hasta el punto de que ningún otro de
entre los considerados grandes de la ópera ha tenido que atravesar un purgatorio tan extenso y
desolador como el solitario músico de Hukvaldy.
Por no salirnos del territorio español, es notorio
que sólo en estos albores del siglo XXI las óperas
de Janácĕk están siendo estrenadas en Madrid;
la obra que nos ocupa, Jenůfa, tradicionalmente
la más popular y de más fácil acceso, fue repre98
perado las fronteras de su Moravia natal. Quizá
no sea un mérito menor el hecho de conseguir
que el mundo aprendiese a admirar a un autor
desprovisto de sus armas fundamentales, pues
al irreparable daño que en las óperas de Janácĕk
provoca la conversión idiomática (hecho grave
para cualquier ópera, en efecto, pero más, como
veremos, en las del autor de Jenůfa) hay que añadir las “mejoras” a las que fueron sometidas gran
parte de sus partituras líricas, desde Jenůfa en
adelante, por parte de más o menos bienintencionados amanuenses decididos a enmendar los
considerados como aparentes fallos de un estilo
que, pese a sus innegables rasgos de genialidad,
dejaba asomar por sus encajes las limitaciones
de un nunca superado diletantismo, cuando no
de una declarada incapacidad. Doce años tuvo
que aguardar Janácĕk para que su primera obra
maestra, esta Jenůfa que hoy felizmente nos
ocupa, llegase al Teatro Nacional de Praga tras
su estreno absoluto en Brno en 1904, y el precio que tuvo que pagar no fue bajo; nada menos que aceptar, con una mezcla de resignación,
humildad y cólera contenida, que el director de
orquesta y principal autoridad del coliseo praguense Karel Kovarovic, mediocre compositor
donde los haya y resentido personaje que seguía
sin perdonar a su colega las acerbas críticas recibidas por su ópera Los novios unos años antes,
cuando Janácĕk ejercía de crítico en un diario de
Brno, exigiese como condición para su estreno la
realización de unos “ajustes” –cuya implementación, claro está, él asumiría de buen grado– que
afectarían sobre todo a la orquestación y, ¡ay!, a
la misma conclusión de la ópera. Es notorio que
el orgulloso compositor debió inclinar la cerviz
y aceptar la fechoría, y gracias a ello la obra fue
)
sentada por vez primera en la capital de España
en 1993, es decir, noventa años (casi un siglo,
señores) después de su estreno. Pero países de
mucha mayor solera lírica que el nuestro, como
Francia, Italia o Inglaterra, no accedieron a las
óperas de Janácĕk hasta bien entrada la segunda
mitad del siglo XX, y en la mayoría de los casos
a través de versiones mutiladas –como veremos,
Janácĕk es otro de los grandes mártires del panteón musical, como Bruckner o Mussorgski– y
en espurias adaptaciones a otras lenguas. Cabe
considerar que precisamente ha sido el idioma
checo el mayor obstáculo con el que ha tenido
que enfrentarse el genio lírico de Janácĕk para
obtener el pasaporte definitivo a la gloria; es
sabido que, fuera del alemán y el italiano –con
cierta cabida para el francés y, apurando mucho,
el ruso– en la ópera sólo existen las tinieblas exteriores. Si lenguas que en otros ámbitos gozan
de universal aceptación –el inglés, sin ir más lejos– pinchan en hueso cuando de ópera se trata, ¿cómo no iba a ser visto el checo como una
excéntrica aberración, por mucho que entre sus
practicantes se encontrasen nombres tan señeros como los de Smetana o, sobre todo, Dvorák?.
Para asegurar su estreno en Viena, el entusiasta
janacekiano de primera hora Max Brod –amigo,
biógrafo y rescatador de la obra de Franz Kafka,
así como insigne literato y músico ocasional– obtuvo el consentimiento de Janácek para traducir
Jenůfa a la lengua de Goethe, y a nadie se le escapa que fue precisamente esta circunstancia la
que propició el salto definitivo del sexagenario
compositor a lo más alto del circuito internacional. El éxito fue inmediato, y por fin el outsider moravo pudo comenzar a disfrutar de una
gloria que hasta ese momento apenas había su99
estrenada por fin en un importante centro musical europeo y la fama de su autor comenzó a
abrirse paso en los círculos musicales de Europa,
pero no menos cierto es que, hasta las últimas
décadas del siglo XX –más concretamente hasta la aparición en escena del gran campeón de
Janácĕk, el director australiano Charles Mackerras, responsable de las versiones críticas de sus
grandes óperas, hoy consideradas como definitivas– la “versión Kovarovic” fue el único modo
de acceder a esta obra maestra, desfigurada en
su orquestación (nada queda de los ásperos
timbres ni de la originalidad armónica, señas
de identidad del autor) y cuyo rimbombante final traicionaba hasta el ridículo las intenciones
primigenias de su creador.
la mínima tentación pintoresquista, las circunstancias humanas y sociales del universo rural de
la Eslovaquia morava. Como el propio Janácĕk
llevaba haciendo durante lustros –en su caso
con fines musicales– Preissová se había dedicado
durante años a sumergirse por los ámbitos más
recónditos de aquella región de Centroeuropa,
anotando con pasión filológica todos los rasgos
que conformaban el corpus de costumbres que
otorgaban su identidad a aquella región. De igual
manera, Leoś Janácĕk llevaba años anotando en
sus cuadernos, durante sus interminables paseos
por los paisajes de su tierra, los sonidos de la naturaleza, pero sobre todo las inflexiones del habla
humana; con la dedicación de un entomólogo
transcribía en notas musicales los períodos, giros
e intervalos de las conversaciones entre campesinos, aldeanas, muchachos y todo tipo de gentes
que cruzaba por su camino. A la larga, esta práctica acabó por configurar la base de su estilo musical y gestó el elemento que aseguró su irreductible originalidad. Como afirma Kundera, mucho
antes que Messiaen o la música concreta, Janácĕk
desarrolló lo que podríamos llamar la música de la
vida, aquella que pretende, a través de la transposición imitativa, restituir en un lenguaje artístico
la articulación de la experiencia humana. Bien
que encontramos ejemplos de esta práctica en
todas sus obras instrumentales, es sin duda en el
ámbito vocal, y más concretamente en la ópera,
donde Janácĕk halla su campo ideal de operaciones, y Jenůfa es la primera obra maestra nacida
de su genio que logra cristalizar las ambiciones
del autor en este sentido. Ha llamado mucho la
atención que sus cuatro protagonistas estén asignados a las voces altas del registro, dos sopranos
(Jenůfa y la Kostelnic̆ka) y dos tenores (Laca y
)
La gestación de Jenůfa, tercera ópera de
Janácĕk tras Sarka e Inicio de una novela, fue lenta y azarosa, y con ella asistimos al afianzamiento
del estilo de un autor que, pese a encontrarse en
una fase avanzada de su periplo vital –en 1895,
cuando comienza su trabajo, Janácĕk ha cumplido ya los cuarenta años, cuando estrena por fin
la obra ha sobrepasado el medio siglo– apenas
había superado una fase creativa que podríamos
considerar como de aprendizaje. El material de
partida lo suministra la pieza teatral Su hijastra,
de Gabriela Preissová (1862-1946), autora igualmente de la obra que sirvió de base a su ópera
anterior, la mencionada Inicio de una novela. Sin
duda el ferviente nacionalista que por entonces
era Leoś Janácĕk debió sentirse identificado por
las preocupaciones estéticas y sociales de esta
escritora que dedicó gran parte de sus esfuerzos
creativos a investigar y revelar, huyendo de los excesos de un Romanticismo apenas superado y sin
100
S̆teva), pero basta conocer las particularidades de
la lengua checa, en la que dominan las vocales
abiertas frente a las oscuras, para comprender el
motivo de esta decisión, que no es otro sino restituir los modos del habla de su país en un discurso musical coherente. El realismo de Janácĕk
nace pues de una auténtica voluntad de restitución de los modos físicos de manifestación del
comportamiento humano, lo cual no excluye un
amplio espectro emotivo ni la cualidad simbólica
de sus diversas representaciones. En todo ello, y
a medida que su estilo se afianzaba, Janácĕk fue
obstinado y pertinaz, tanto en el ámbito de la orquestación –con su gusto por los timbres ásperos,
a veces brutales– del ritmo –con células repetitivas que parecen consumirse a si mismas– o de la
)
melodía –con frases y giros que parecen acercarse
peligrosamente al parlato, sin caer nunca en lo
que se conoce como sprechgesang– y todo ello fue
lo que en un principio desconcertó al mundo musical de su época, que atribuyó gran parte de sus
innovaciones a una falta de formación, a un diletantismo recalcitrante o simplemente a carencias
tanto técnicas como formales. Basta comparar
las grabaciones de sus óperas “arregladas” por sus
pretendidos defensores –entre ellos el gran director de orquesta Vaclav Talich, que realizó censurables arreglos de Katya Kabanová y La zorrita
astuta– con las versiones originales reveladas en
tiempos recientes por los beneméritos esfuerzos
de Mackerras, para darse cuenta de la histórica
injusticia cometida con este viejo sabio a lo largo
101
de décadas; por no hablar del sinsentido de llevarlas a ámbitos lingüísticos distintos del checo.
Como dice Harry Halbreich, el crimen artístico
de cantar Jenůfa en alemán, inglés o italiano es
mucho mayor que el que resultaría de cantar
Pelléas en chino.
su autor, así como su posición incomparable en la
historia del género: elaboración temática a partir
de células melódicas en ostinati, ritmos que se repiten hasta la hipnosis, variaciones intempestivas
de tempi, contrastes tímbricos lacerantes, desprecio por el desarrollo y la escritura contrapuntística,
trabajo aditivo a partir de fragmentos casi independientes que se suceden y a veces se superponen…
por no hablar de esa particular mirada del artista
sobre el hombre y sus circunstancias, mirada exenta de cualquier sentimentalismo –¿quién dijo de
Janácĕk que era “el Puccini checo”?; ¡sus dúos de
amor no superan en ningún caso los veinte compases!– pero saturada de una conmovedora, a veces
hasta lo insoportable, compasión por el destino y
la condición humana. Su colega Novák, que por
entonces gozaba de un éxito que a Janácĕk se le
hurtaba, se burlaba de la reacción de Jenůfa cuando se entera de la muerte de su hijo recién nacido;
‘parecería que le hubieran informado de la muerte
de su papagayo más que de su hijo’, dicen que dijo.
Y, sin embargo, ese mismo músico que por aquel
entonces –finales del siglo XIX– escribía la terrible
y conmovedora escena, asistía en primera persona
al lento y cruel final de Olga, su hija de 21 años
a la que, días antes de su muerte, aún fue capaz
de tocar al piano la partitura recién acabada. Evidentemente la hora de Janácĕk no había llegado, y
tardaría en hacerlo. Pero nunca es tarde…
)
Obra sujeta al esquema clásico en tres actos, de los cuales el segundo funciona como centro
nodal y los dos extremos como planteamiento y
desenlace, Jenůfa pone en escena y prefigura todo
el universo dramático de Janácĕk, empezando por
su tema favorito, el de la mujer acosada por un medio social hostil y castrador. Sus dos protagonistas
femeninas, la propia Jenůfa y su madrastra la Sacristana o Kostelnic̆ka, remiten directamente a las
heroínas de sus grandes óperas del período final,
empezando por Katya y la Kabanicha para llegar a
la gran creación de Emilia Marty en El caso Makropoulos, sin olvidar a la protagonista de La zorrita
astuta, alma femenina donde las haya, si bien perteneciente al universo animal. Es obvio que desde
el punto de vista estilístico Jenůfa adolece de un
cierto tradicionalismo –empezando por el neto espectro tonal en el que la partitura se ancla desde su
primer compás– que la sitúa un tanto a la zaga de
los grandes logros estilísticos que su autor alcanzaría en las obras de los años veinte (recordemos que
la obra se estrena en 1904), pero ello no impide que
la pieza sea de hecho una puesta de largo de todos
los rasgos que conformarán el estilo irreductible de
102
der fliegende
holländer
(el holandés errante)
)
Richard Wagner (1813 - 1883)
103
Der fliegende Holländer (El holandés errante)
Richard Wagner (1813 - 1883)
ROMANTISCHE OPER EN TRES ACTOS.
Libreto del compositor basado en Memorias del señor Von Schnabelewopksi, de Heinrich Heine.
Estrenada en la Hofoper de Dresde el 2 de enero de 1843.
Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Álex Rigola*
Escenógrafa: Bibiana Puigdefábregas*
Figurinista: Marta Rafa Sierra*
Iluminadora: María Domènech*
Director del coro: Peter Burian
Daland: Hans-Peter König* (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Eric Halfvarson (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Senta: Anja Kampe (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Elisabete Matos (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Eric: Stephen Gould (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Endrik Wottrich * (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Mary: Nadine Weissmann*
Un timonel: Vicente Ombuena
El holandés: Johan Reuter (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Eglis Silins (14, 17, 20, 23, 26, 28)
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Enero: 12, 14, 15, 17, 19, 20, 22, 23, 24, 26, 27, 28
20:00 horas; domingos, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
104
Argumento
Der fliegende Holländer (El holandés errante)
Fernando Fraga
Ópera romántica en tres actos de Richard Wagner.
Libreto de Richard Wagner.
También conocida como El buque fantasma, su acción transcurre en Noruega en época sin determinar.
La obertura recoge en plan poema sinfónico algunos temas que representan al mar y sus tempestades,
la figura del Holandés con su barco y tripulación, el amor puro de Senta y la redención del marino maldito por el amor de la muchacha noruega.
tiempos, habiendo resultado hasta el momento
todos sus intentos fallidos (Monólogo del Holandés: Die Frist ist um).
Acto I
El velero del marino Daland ha fondeado
en una ensenada de la costa noruega donde se ha
refugiado de una violenta tempestad que les ha
alejado del puerto de destino, Sandwike. Daland
invita a su tripulación a recobrar fuerzas retirándose a descansar, dejando únicamente en cubierta al Timonel, el cual para despejarse entona una
melancólica balada acerca del deseo del marino
de llegar a tierra firme y abrazar a la amada (Canción: Mit Gewitter und Sturm). Poco a poco se va
quedando dormido.
Al retornar a cubierta Daland descubre la
presencia del misterioso navío y regaña al todavía soñoliento Timonel por su indisciplina. Al ver
en tierra al Holandés se le aproxima y entabla un
largo diálogo con él. El Holandés, a cambio de
su hospitalidad, le ofrece un cofre lleno de joyas,
despertando la codicia de Daland. Al enterase
de que el marino es padre de una hija a la que
describe como buena, bella y virtuosa, a cambio
de su mano el Holandés le hará dueño de toda
su fortuna (Dúo de Daland y el Holandés: Wie?
Hör’ich recht?).
A lo lejos se vislumbra un barco de mástiles
negros y velas rojizas, de aspecto siniestro, que se
avecina lentamente a la costa, hasta atracar junto
al navío de Daland. Su capitán salta a tierra. Es el
Holandés, el condenado por sus injurias a Dios a
vagar por los mares. Cada siete años el mar acerca
a tierra su barco, oportunidad que ha de aprovechar para lograr su redención que ha de llegarle a
través del amor de una mujer que le sea fiel eternamente. Ese es su destino hasta el final de los
)
Daland no cabe en sí de satisfacción. Cuando el mar se queda completamente en calma y el
viento se pone favorable para la navegación, los
dos barcos se encaminan al puerto de destino
mientras se escucha la canción del Timonel a la
que unen sus voces los demás marineros (Final
del acto: Südwind! Südwind!).
105
Senta. Éste que venía feliz con el anuncio del
arribo de Daland se queda muy ofendido por la
declaración de Senta.
Acto II
Este acto, completamente masculino, contrasta con el inicio del siguiente, dominado por las
mujeres, diferentes climas que se reflejan oportunamente en la música. Nos sitúa en el interior de
la casa de Daland en el puerto de Sandwike.
Cuando se encuentran a solas, Erik declara
de nuevo su pasión. Pese a su pobreza, razón por
la que Daland rechazará su petición, confía en los
buenos sentimientos de Senta para obtener una respuesta afirmativa por parte de ella. Cundo repara
en el cuadro, Erik relata una pesadilla que le atormenta. En ella, vio a Senta huir en un barco con
el siniestro personaje reflejado en la pintura. Estas
palabras hacen mella en el corazón de Senta (Dúo
de Erik y Senta: Bleib, Senta! Bleib nur einen Augenblick!, con el relato de Erik: Auf hohem Felsen).
En la habitación de decorado y ambiente
marinero destaca la presencia dominadora de
un cuadro que representa a un hombre pálido
y misterioso. Mary, la vieja ama de Senta la hija
de Daland, preside un grupo de muchachas que
hilan en sus ruecas al calor de la chimenea. Un
poco aparte, en actitud profundamente silenciosa, Senta contempla extasiada el cuadro. Mary la
regaña por su pasividad despertando las risas de
sus compañeras (Coro: Summ und brumm).
Erik acaba por marcharse un tanto decepcionado por las huidizas reacciones de Senta.
Cuando la joven tararea ensimismada el estribillo
de su canción aparece el Holandés en compañía
de Daland. Senta se muestra como hipnotizada.
Senta ruega a Mary que cante la balada del
Holandés errante, el hombre misterioso que está
representado en el cuadro que tanto la seduce. Al
negarse la anciana, la canta ella misma. Las muchachas abandonan su tarea y se agrupan rodeando a la joven (Balada de Senta: Johohoe! Johohoe!
Traft ihr das Schiff in Meere).
Daland hace las oportunas presentaciones
animando a Senta a que reciba con cordial acogida a un extranjero tan rico y noble que viene dispuesto a pedirle su mano (Aria de Daland: Mögst
du, mein Kind).
En su canto refleja detalladamente al Holandés y su trágica historia, condenado por toda
la eternidad a vagar sin rumbo hasta que una mujer le redima. La excitación de Senta, a medida
que avanza la canción, se hace más y más patente, y cuando llega a su conclusión afirma enérgicamente su madurada decisión de ser ella esa
mujer redentora.
Un poco perplejo por el mutismo en el
que se ha sumido la pareja, Daland deja solos al
Holandés y Senta.
Como sumergidos en un extraño ensueño
el Holandés y Senta expresan la beatitud y poesía del encuentro. Él recuerda las condiciones de
la entrega; ella acepta su sagrada obligación. El
largo diálogo, verdadero centro neurálgico de la
obra, acaba en un tono triunfal y exaltado (Dúo
de Senta y el Holandés: Wie aus der Ferne).
)
Estas exaltadas palabras, que asustan no
poco a la concurrencia, coinciden con la entrada de Erik, un cazador, que está enamorado de
106
La pareja vuelve repentinamente a la realidad con el regreso de Daland invitando al Holandés y a su hija a que se unan a la fiesta que está a
punto de celebrarse.
a la alegría general a la tripulación del barco del
Holandés. Pero del interior del barco sólo obtienen como respuesta un silencio gélido y estremecedor. Por lo que, al no obtener ninguna respuesta, marineros y muchachas continúan por su lado
divirtiéndose.
Acto III
De pronto, se levanta una tormenta marítima. El mar se agita y el viento comienza a ulular.
Como si respondiera a este estímulo de la naturaleza, la tripulación del Holandés comienza a dar
señales de existencia, entonando una espeluznante canción en la que parecen burlarse del destino
de su capitán (Coro: Johohoe! Johohoe! Nach den
Land treib der Sturm). Los noruegos, aterrados,
aumentan la fuerza de su canto, intentando apagar
tan lúgubres sonidos, pero acaban abandonando el
En el puerto de Sandwike están anclados
el navío de Daland, engalanado para la fiesta, y
a su lado, con aspecto espectral y ominoso, el del
Holandés.
)
La tripulación de Daland bebe y animados
por el alcohol luego canta y baila (Coro: Steuermann, lass die Wacht!). Las muchachas de la localidad se unen al festejo, invitando a que se sumen
107
lugar, acompañados por las siniestras burlas de los
holandeses. El mar y la tierra, de pronto, recobran
su tranquilidad.
su fidelidad y asegura que sólo a través de ella el
Erik recuerda a Senta la época en que se
conocieron e intimaron (Aria de Erik: Willst jenes
Tags du nicht), intentando convencerla de que no
acate tan fácilmente los deseos paternos de que
se case con el Holandés. El Holandés, precisamente, es testigo a lo lejos de la intensidad de
este encuentro y, creyendo que se trata de una
infidelidad de Senta, ordena a sus marineros que
se dispongan a zarpar. Erik, viendo tan alterada a
Senta, pide ayuda a los lugareños.
a bordo de su barco y éste se pone en marcha.
El Holandés, desesperado por ver que sus
esperanzan han sido de nuevo defraudadas, revela a Senta las consecuencias de su infidelidad: se
condenaría por toda la eternidad. Senta defiende
cia el espacio infinito. El tema de la redención
Holandés podrá librarse de su castigo.
Pero el Holandés ya no escucha más. Sube
Senta, pese a los contarios esfuerzos de Daland y
Erik, trepa a lo más alto de un promontorio que
se eleva sobre la extensión marina y grita: “¡Heme
aquí, fiel para ti hasta la muerte!”. Arrojándose al
mar, se hunde al mismo tiempo que el barco del
Holandés.
En la lejanía, emergiendo del mar Senta y
el Holandés aparecen abrazados, elevándose haescuchado en la obertura se expande en su máxima significación y esplendor: el Holandés ha sido
)
liberado de su carga para siempre.
108
Románticos muertos
vivientes
El holandés errante:
leyenda, autobiografía, mito
Mariano Antolín Rato
Está escrito que los celtas de ojos grises,
allá en siglo XII, sólo se sentían a gusto en el más
allá. Hacia un otro lado también sólo localizable
imaginativamente una vez cruzado el horizonte
de vida y muerte, anhelaba dirigirse el Holandés
Errante. La leyenda medieval de su navegación
maldita hasta el fin de los tiempos va adquiriendo
forma en las voces que la cuentan a través de los
siglos, llega a Wagner y con él resplandece trágica
hasta ahora mismo. Su ópera romántica, uno de
esos dramas que, al decir de Thomas Mann, son
“el autorretrato más perfecto que quepa imaginar
de la naturaleza humana”, la ofrece con carácter
de mito y un final de argumento un tanto precipitado. Y así, la apocalíptica conclusión estética de
la trágica aventura del condenado por su propio
desafío a surcar mares brumosos nunca en calma
para siempre jamás, vendrá unida al músico que
instauró la obra de arte total. Mediante ella, el acceso que permite a nuevas formas de conciencia
alterada todavía pasma hoy.
el atraque en un puerto de refugio donde pueda considerarse en casa. Sus desplazamientos
oceánicos, eco según el propio Wagner de los de
Ahasvero, el Judío Errante de la tradición apócrifa
cristiana, son consecuencia de un acto de rebelión y de desatino. Tentado por el demonio para
que continúe más allá, osó enfrentarse al más poderoso, rey también de las aguas, y su buque de
tripulación espectral, mástiles negros y velas rojas, tendrá que vagar sin rumbo por tempestuosos
espacios intermedios marinos hasta la consumación de los tiempos.
En la versión con música y palabras de
Wagner existe un atisbo de esperanza para el
Holandés. Cada siete años queda en suspenso la
pena que le impide tocar en tierra. Si entonces,
además una mujer fiel le ama, terminará su vida
de eterno desterrado del reino de los vivos y los
muertos hasta que la aniquilación total de lo existente le permitía desvanecerse en la nada. El gran
cataclismo producto de la imaginación romántica que exigía el progreso humano se habrá producido, y como analiza certeramente Safranski,
sus momentos anteriores remiten a las tensiones
previas al inconcebible cambio con el que estadísticas y proyecciones de científicos conscientes,
)
No, nunca fue el solitario Holandés uno de
aquellos auténticos viajeros de Baudelaire que
sólo viajan por viajar. Ansía, y desde el mismo
momento en que existió por primera vez en la
leyenda que algunos remiten al Ulises homérico,
109
terminaron por tener una expresión literaria especialmente destacada en Edgar Allan Poe. Éste,
en el emocionante capítulo décimo de su novela de 1838, La narración de Arthur Gordon Pym,
introduce al Holandés Errante cuando Pym y su
tripulación encuentran un bergantín holandés
en los Mares del Sur. Al acercarse, comprueban
que lo que desde lejos les pareció un hombre que
sonreía, es en realidad un cadáver suya espalda
picotea una gaviota. También encuentran otros
cadáveres, más de veinte, dispersos por el barco.
y con un punto wagneriano, anuncian que se van
a enfrentar los seres humanos del siglo XXI.
Wagner afirmó en uno de sus escritos
–siempre muy inferiores a su asombrosa obra musical– que la idea de El holandés Errante partió de
una historia satírica de Heinrich Heine. Recogida
en Las memorias del señor Von Schnabelowski, publicadas en 1834 y que él leyó en su juventud, se
insertaba a modo de digresión en el capítulo siete
donde un personaje asistía a una representación
teatral. Precisamente la de El Holandés Errante,
una obra imaginaria que para ciertos estudiosos
constituye un pastiche de un melodrama inglés
que Heine había visto en Londres. Su acción se desarrollaba en el mar del norte de Escocia, y no en el
cabo de las Tormentas, después llamado de Buena
Esperanza, como en las leyendas sobre el Holandés
que circularon entre los marinos europeos en los
siglos XV y XVI. Esto es, desde que los portugueses
consiguieron doblar uno de los extremos más meridionales del continente africano y descubrieron
que, después de imponerse a las terribles tempestades del cabo, podían navegar hasta las Indias.
De un año después que la de Poe, 1839, es
una novela de aventuras escrita por el Capitán
Marryat, que en la versión traducida que leí hace
años se titulaba El buque fantasma. Desarrollaba
la historia del Holandés en un ambiente marino
con piratas, naufragios, combates en tierras lejanas. El mismo, o bastante parecido, al que remite otra muestra popular reciente de la leyenda
dentro de la cultura popular: la película que rodó
Gore Verninski, en 2006, Piratas del Caribe, en la
que aparece marginalmente un Holandés Errante
al que sólo se le permite desembarcar en busca
de su salvación cada diez años. Y rizando el rizo
de las apariciones a escala masiva del mito, me
permito mencionar un episodio de la serie televisiva Los Simpson, donde hay un restaurante con
ese nombre. O una canción de la década de 1970
grabada por el grupo británico de rock Jethro Tull
que se titulaba “The Flying Dutchman”. Y Google me dice que hubo una campaña publicitaria
de la compañía aérea holandesa KLM que incluía
al legendario personaje. Mientras más recuerdos
de más antiguas lecturas, me llevan a la hipnotizante novela de 1931 obra del ilusionista escritor ruso Andréi Bely, Petersburgo. Seguro que se
)
Los peligros que suponía arriesgarse a doblar el cabo, dieron lugar a la leyenda del capitán
que hizo un pacto con el demonio para que éste
le ayudara en su navegación hacia más allá. Eso a
cambio de verse condenado a seguir errante por
el mar hasta el Día del Juicio Final. Algo que remite a narraciones folklóricas de origen teutón
que se refieren a muertos que cruzaban el mar
en barcos, y a héroes a los que, en lugar de ser
enterrados con su nave en tierra, se los entregaba
dentro de ella al mar, donde quedaban a merced
de las olas. Transmitidas oralmente durante siglos
110
Y la expiación de los versos finales de la séptima
y última parte consiste en aceptar la culpa, con el
ininterrumpido errar consiguiente por un crimen
totalmente gratuito, pero disfrutando de lo que
hasta entonces constituyó su condena.
podrían añadir más ejemplos, tanto de la alta cultura, como es el último caso, como de la de consumo popular, donde las referencias a Wagner, dicho
sea como adelanto, son muy poco positivas.
Bastantes elementos de la leyenda del Holandés Errante marino se recogen en otra tradición
medieval, la del Judío Errante, a la que Wagner
también se refiere como origen del protagonista
barítono de su ópera romántica inicio del despegue hacia su búsqueda de la obra de arte total.
Con el nombre, entre otros, de Ahasvero, en la
leyenda ofendió a Cristo cuando éste iba camino
del Calvario, y por ello fue condenado a errar solo
hasta el fin del mundo. Mezcla dos tradiciones separadas, en una la inmortalidad es una bendición
y un premio, pero en la otra es una maldición y
un castigo. La primera tiene origen cristiano, y la
otra, que ejercerá más influencia, surge a partir de
mitos romanos. Las dos se funden con varias de la
Edad Media en las que resuenan la historia bíblica
de Caín y la coránica del samaritano que maldijo
Moisés porque ayudó a fundir el Becerro de Oro.
Existen, sin duda, y el propio Wagner se
refirió extensamente a ellos, elementos carácter
autobiográfico en la ópera que compuso sobre el
maldito de los mares. Fueron los que permitirían
que aflorase el recuerdo de la lectura del libro de
Heine a través del cual había conocido la leyenda.
Así, en Mi vida, da cuenta de su dura y casi iniciática travesía entre el puerto de Pillau, en el mar
Báltico, y Londres. La hizo en 1839 a bordo de un
velero de poco tonelaje, el Tetis, no preparado para
realizar tan largo viaje. Sólo tenía una tripulación
de siete hombres, y se conservan sus documentos
de flete que confirman y completan bastantes de
los pormenores recogidos por Wagner.
Entonces, con 26 años, Wagner pasaba por
una época agitada y difícil, y se encontraba en la
ruina. Tres años antes se había casado con Minna
Planner, una cantante y actriz, que, como su marido no tenía ni dinero ni perspectivas de empleo,
le abandonó para irse con un comerciante rico.
Cuando aceptaron la solicitud de Wagner y le
nombraron director del teatro de Riga, volvió con
él, pero siguieron con graves problemas económicos y llenándose cada vez más de deudas. Los
acreedores les acosaban y al director del teatro le
molestó tanto aquella situación que terminó despidiéndole de modo fulminante.
Lo mismo que en el caso de Edgar Allan
Poe con el Holandés Errante, ese Judío condenado a no morir tuvo un importante reflejo en la
literatura gracias al poeta inglés Samuel Taylor
Coleridge. Su deslumbrante pesadilla, el extenso poema Balada del viejo marinero, escrito en
1797, según Harold Bloom y otros agudos ensayistas procede del mismo tronco que esa leyenda,
por mucho que el carácter visionario de la obra
de Coleridge tenga bastante poco que ver con el
tradicional escarnecedor de Cristo. El castigo que
sufre el Viejo Marino se debe a la injustificada
muerte del albatros que sirvió de guía a su buque.
)
Wagner y Minna, junto con su perro,
decidieron escapar de Riga sin que nadie se
enterarse. Su intención era llegar a París, pero no
111
podían hacerlo por tierra. Así que una tarde de
julio cruzaron clandestinamente la frontera rusoprusiana y, tras varios incidentes, llegaron al puerto de Pillau. Siempre a escondidas, embarcaron
en el velero Tetis que zarpaba rumbo a Londres.
Ocultos entre la carga, evitaron a los guardacostas
y aduaneros daneses. Días después, en el estrecho de Skagerrat, se produjo una gran tempestad.
En un momento especialmente peligroso de ella,
Wagner creyó distinguir junto al Tetis un buque
que pronto se perdió en la oscuridad de la noche
y él consideró que era el buque fantasma de la leyenda del Holandés. La tempestad arreció, las olas
arrancaron el mascarón de proa del bergantín y los
asustados marineros hicieron responsables a los
pasajeros clandestinos de la pérdida de aquel símbolo protector. Pero el capitán consiguió refugiar la
nave en un fiordo noruego, donde Wagner dijo haber escuchado los cánticos de la tripulación cuyas
palabras, aunque no entendió, creaban un ritmo
que no olvidaría y llevó, en forma de tres sílabas
cortas seguidas de dos largas, a la obertura de lo
que fue El Holandés Errante. La música y letra de
esta ópera romántica la compuso en 1841, y por
primera vez –o eso afirmó– se sintió un poeta y no
un mero “fabricantes de libretos”, como se había
considerado hasta entonces.
un mar embravecido, hasta que al fin consiguieron atracar en Londres casi un mes después de
iniciada la travesía.
Wagner prometió que nunca volvería a embarcar. Por su parte, el Tetis se perdió para siempre en el mar durante otra tempestad nueve años
más tarde.
Sin atenerse a su promesa, Wagner cruzó el
Canal de la Mancha a los pocos días del desembarco y, llegó a París. De allí, tras una temporada
con problemas y múltiples fracasos y privaciones
–se cuenta que él y Minna pasaron literalmente
hambre–, se trasladó a Dresde, donde dirigió la
Novena Sinfonía, de Beethoven. La obra hasta
entonces se había tocado mal, pero él la ensayó a
fondo con la orquesta hasta conseguir que sonara
como nunca lo había hecho desde la muerte su
autor década y media antes. Entre el público se
encontraba el revolucionario y agitador anarquista Mijail Bakunin con el que Wagner compartió
durante años bastantes planteamientos. Revolución y música constituían los pilares del compositor y en aquellos momentos también director de
orquesta. A Bakunin le interesaba poco la música,
pero cuando asistió al ensayo general de la nueva
interpretación de la Novena, exclamó exaltado:
“¡Todo se hundirá, no quedará nada! Tampoco la
música ni las demás artes. Sólo permanecerá para
siempre la Novena Sinfonía de Beethoven.”
Cuando el Tetis volvió a hacerse a la mar,
tras un avería inicial que le obligó a dar la vuelta, en un principio tuvieron un viento favorable,
pero pronto volvió a desencadenarse la tempestad. Richard y Minna Wagner se habían atado
uno al otro para “morir juntos”. Volvió la calma
a los pocos días y se encontraron cerca de la costa
inglesa. Una nueva tempestad –la tercera– obligó
al bergantín a realizar arriesgadas maniobras en
)
Ya en 1829, con sólo veinte años, Felix
Mendelssohn había dirigido en Berlín la Pasión
según San Mateo, de Bach, provocando auténtica sensación ante un público que incluía al poeta Heinrich Heine, el filósofo Hegel y el Rey de
Prusia. Rompía así la deplorable tradición que
112
)
113
hacía que cuando moría un compositor, sus contemporáneos dejaban de interpretar su música,
que prácticamente desaparecía con él. Desde la
muerte de Bach, en 1750, la obra nunca se había
tocado, pero el esfuerzo de Mendelssohn inició
una época de recuperación, convirtiendo ya hasa
el presente al compositor barroco en uno de los
genios absolutos de la historia de la música.
de las Walkirias”, que atronaba desde los altavoces instalados en unos helicópteros de la caballería norteamericana durante un ataque contra
una aldea vietnamita en la pomposa película de
Francis Ford Coppola, Apocalypse Now. Ciertos
bienintencionados pretenden de modo peregrino
que esa famosa pieza que abre el tercer y último
acto de La Walkiria, en la secuencia cinematográfica hace referencia al hecho de que las guapas
y jóvenes guerreras se llevan los cadáveres de los
muertos en combate.
Sin embargo, ese paralelismo apuntado
entre los dos compositores y directores sufrió un
giro detestable en 1850, cuando Wagner publicó
el panfleto El judaísmo en la música donde atacaba a Mendelssohn y otros judíos como dañinos
para la cultura alemana. La utilización posterior
por parte de los nazis de esas abyectas descalificaciones hizo que Mendelssohn quedara desterrado
durante mucho tiempo de las programaciones de
música alemanas. Y supuso una barrera más en la
consideración pública de Wagner. En su tiempo,
muchos consideraron su música errónea e impulsiva. Y a él un personaje oportunista y estafador
de carrera poco limpia, en posesión de la frialdad
de quien está dispuesto a conseguir la fama y éxito aunque para ello tenga que traicionar a amigos
y mecenas. Esa hostilidad se disparó en las dos
décadas en que Hitler y sus secuaces, con la complicidad de los herederos de Wagner, lo elevaron
a expresión de las características más positivas de
lo alemán tal y como era impuesto por el nacionalsocialismo. Y persiste en una gran parte de la
consideración popular hacia su persona y su obra.
Sirva de ejemplo, la supuestamente ingeniosa
frase, repetida hasta el aburrimiento, del cineasta
neoyorquino Woody Allen: “Cada vez que oigo a
Wagner, me entran ganas de invadir Polonia.” O
sin salir del cine, la utilización de la “Cabalgata
Ya en Dresde, al fin Wagner consigue estrenar El holandés errante en 1843. Y con un justificado éxito que nunca ha dejado de tener. La
obra, donde por primera vez en el compositor el
arte ocupa el lugar de la religión, incidió en la
creación de un mito romántico. O más bien, en
la elaboración de un material mitológico, ya no
animado por ninguna fe, destinado enteramente al disfrute estético, lo que quizá neutraliza su
eficacia mítica. Nietzche, entusiasta de Wagner
hasta grados excesivos en su juventud, terminó
rechazando ostensiblemente esos planteamientos. Para él constituían algo escandaloso, porque
bajo su apariencia de buscar la redención, en lugar de un incremento de la vida, rebajaban el arte,
ofreciéndolo como mercancía.
)
En cualquier caso Wagner continúa siendo un músico incómodo. Vulgar en ocasiones, en
el sentir de algunos, y sublime, luminoso y arrebatador para quienes, dejando de lado prejuicios
con fundamento histórico, responden a su acumulación de efectos y se dejan ir hacia universos
intuidos como un más allá de las limitaciones
de la condición humana. La música de Wagner,
en palabras de Thomas Mann: “Parece brotar de
114
del sancta sanctorum wagneriano. Al parecer, las
dos biznietas del compositor, responsables y directoras del festival tras años de enfrentamientos, van a ofrecer diez representaciones para niños de El Holandés Errante. En ellas se aliviará
el dramatismo de la ópera, el Holandés y Senta
no mueren al final, y se modifican y resumen
música y textos.
un geyser de las profundidades precivilizadas
del mito (y no sólo ‘parece’, brota de verdad);
y al mismo tiempo está cuidadosamente considerada, calculada, es supremamente inteligente,
está llena de sagacidad y astucia, y resulta tan
literaria en su concepción como los textos son
musicales.”
Y expresa, sin duda, su anhelo por alcanzar
una redención que, en cuanto descastado que se
identifica con el Holandés, le está negada. Por eso
escribió en una de sus cartas: “Por desgracia, he
vivido largo tiempo en tierras extrañas, y muchas
veces considero que en mi fabulosa nostalgia por
un hogar soy como el Holandés Errante y su tripulación, que están constantemente zarandeados
por las olas… Confío que el destino del Holandés
Errante no sea el mío.”
Seguro que la metafísica musical y la teología dramática originales conseguirán sobrevivir
a tales tratamientos castrantes, y sea por mar, o
en el espacio exterior –rompedores directores de
escena actuales sustituyen las olas por un éter de
ciencia ficción–, el navegante maldito no deje de
transmitir el desasosiego imprescindible para estar vivos hasta el fin inevitable. Las redenciones
rebajadas quedan para los que no aceptan el más
allá en los términos impuestos. Wagner creó una
arquitectura textual y sonora que sigue provocando el asombro en su intento por hacer partícipe
de tales dilemas. Encararla supone dar un gran
paso imaginativo camino de la búsqueda de una
permanencia, más problemática, sí, pero también
con salida estética para adultos musicalmente.
)
Hoy, al menos en lo que se refiere a su
obra, la navegación cuenta con rumbos bien definidos, y un puerto de refugio seguro: el Festival
de Bayreuth, donde su música del porvenir adquiere carácter de rito. Para crear futuros celebrantes en ciertas informaciones se habla de tácticas alejadas del espíritu que animó la creación
115
Primer paso hacia
el drama musical
Miguel Ángel González Barrio
“¡Mucha suerte a El holandés errante!
No puedo quitarme de la cabeza al héroe
melancólico.(…) Para mí no hay salvación, sólo
muerte. Ojalá me encuentre en una tormenta
en el mar, no postrado en la cama. Sí, me gustaría perecer en el fuego del Walhall...” (Carta de
Wagner a Liszt, 11 de febrerto de 1853)
al cambiar, en vísperas del estreno (Dresde, 2 de
enero de 1843), el escenario escocés original por
el noruego. El tema de El holandés errante se lo
proporcionó la lectura, en 1838, de De las memorias del señor von Schnabelewopski3, donde, con su
peculiar ironía, Heinrich Heine recogía la vieja leyenda con todos los ingredientes que podían interesar a nuestro compositor: el buque maldito que
vaga por los mares desde tiempo inmemorial; el
sombrío y desdichado capitán que cada siete años
baja a tierra en busca de la liberación de su castigo, que sólo podrá obtener mediante la fidelidad
de una mujer (¡ah, la redención por la mujer, tan
cara a Wagner!); el encuentro con un comerciante
escocés (noruego, en la redacción definitiva), cuya
hija adolescente espera con el corazón tembloroso
la llegada del personaje representado en el cuadro
que la tiene obsesionada, el legendario Holandés
errante, ataviado de español de los Países Bajos;
el hundimiento del buque fantasma, liberado de
la maldición, cuando Catalina (finalmente Senta) se arroja al mar, demostrando su fidelidad al
Holandés. ¿Cómo no iba Wagner a sentirse identificado con esta historia, de profundas resonancias míticas, emparentada con el Ulises homérico
y con Ahasverus, el judío errante? Ya en el exilio,
perseguido, acosado, su matrimonio en crisis, la
identificación se hizo más profunda, como puede
leerse en Una comunicación a mis amigos4 o en la
correspondencia de la época.
)
El 9 de julio de 1839, Richard Wagner, su
esposa Minna y el fiel terranova Robber huían
precipitadamente de Riga esquivando a los acreedores. Con ayuda de su amigo Abraham Möller,
el destituido Kapellmeister de la capital báltica
y su familia llegaron por tierra a Pillau (Prusia;
hoy Baltiysk, Rusia) rodeando Könisberg, donde
había dejado también acreedores, y allí, antes de
que amaneciera, se embarcaron el 19 de julio en
la goleta Tetis, rumbo a Londres cargada de avena
y guisantes. El destino final era París, donde esperaba encontrar el éxito. Veinticinco años después,
Wagner relató1 pormenorizadamente los avatares
del accidentado viaje, la tormenta que les obligó
a refugiarse en un fiordo noruego y recalar en la
aldea costera de Sandwiken y los rítmicos gritos
de la marinería del Tetis2, vivencias intensas que
contribuyeron a perfilar el color poético y musical
inconfundible de El holandés errante, ópera en la
que ya por entonces pensaba. Es posible que en
Mi vida, Wagner intentase estrechar retrospectivamente los lazos entre biografía y obra, como hizo
116
Como afirma Martin Gregor-Dellin7, “con
la primera entrada de la orquesta la música del Holandés señala un nuevo comienzo”. En las pulsantes
quintas abiertas de las trompas sobre el trémolo de
semicorcheas en violines y violas del arranque de
la Obertura, en la misma tonalidad de Re menor,
late el homenaje a la Novena de Beethoven. Llama
también la atención la utilización vigorosa de la figuración, con el chirriante viento representado por
el trémolo de la cuerda, y el oleaje por las escalas
ascendentes y descendentes. Con razón decía Felix Mottl, director del estreno en Bayreuth (1901),
que por donde se abriera la partitura te pegaba el
viento en la cara. Pese a la convivencia en su música de tradición y ruptura, convenciones empleadas con ingenuidad (Cavatina de Erik) y armonías
y modulaciones atrevidas (coro de espectros), El
holandés errante es más pionera e indagadora que
Tannhäuser y Lohengrin, las siguientes óperas de
Wagner: en numerosas ocasiones la orquesta se
erige en comentadora de lo que acontece en la
escena, iniciando el camino hacia el drama musical. Por otra parte, la atención prestada a las consideraciones dramáticas, la consistencia del color
dominante o la caracterización psicológica de los
personajes, justifican el aserto de Wagner, en Una
comunicación a mis amigos, de que con El holandés
errante comenzó su carrera de poeta, finalizando
la etapa de “fabricante de libretos”. Hay en el Holandés una anticipación de Tristán e Isolda: como
ellos, Senta y el Holandés están dominados por el
destino y crean un mundo propio, “interior”, dentro del mundo “exterior” que ha excluido al Holandés y del que Senta se aparta voluntariamente.
La redención que busca el Holandés no consiste
en ser readmitido, por vía de Senta, en el mundo
“solar” que lo ha proscrito por maldito. Lo que le
)
En París, adonde llegó el 17 de septiembre
de 1839, esperaban a Wagner dos años y medio de
penuria y hambre. A mediados de 1840 envió al
libretista Eugène Scribe copia del esbozo en prosa
de El holandés errante y se confió a la influencia de
Giacomo Meyerbeer para que le presentara a Léon
Pillet, director de la Gran Ópera, informándole de
que tres números estaban listos para ser presentados en una audición, con texto y música5. Eran la
balada de Senta, el coro de marineros escoceses,
después noruegos, y el coro de la tripulación del
holandés. Su intención era escribir una ópera en
un acto que sirviera de introducción a un ballet.
La audición nunca tuvo lugar. Finalmente, vendió
por 500 francos el esbozo en prosa a Pillet, quien
encargó el libreto de Le Vaisseau fantôme a Paul
Foucher y Bénédict-Henry Révoil, y la composición a Pierre Louis Philippe Dietsch6. Renunciando al éxito en París, con esos 500 francos se retiró
a Meudon, en las afueras de la capital, y se puso a
trabajar en Der fliegende holländer para Alemania,
abandonando a Le Vaisseau fantôme a su suerte
francesa. Escribió su propio libreto (poema) en
mayo de 1841. Habiendo trabajado en El holandés
en paralelo con Rienzi (concluida en noviembre
de 1840), por entonces ya había compuesto, además de los tres números mencionados, la canción
del timonel y el coro de las hilanderas, estos dos
últimos números aún sin transcribir al papel. Poseído por el tema, las ideas fluyeron con rapidez
y, como relata el propio Wagner en Mi vida, en
siete semanas tuvo listo el bosquejo orquestal. La
Obertura, que llevaba completa en su cabeza, la
escribió a su regreso a París en noviembre. Desilusionado, regresó a Alemania en abril de 1842, a
tiempo para asistir a los preparativos del estreno
de Rienzi, en Dresde (20 de octubre).
117
Están presentes los números, recitativos, arias,
dúos, coros… Los números están integrados sin
pausa en escenas (p. ej. nº4 Escena, dúo y coro). El
Holandés no es pues ni una ópera de números ni
un drama musical, sino una ópera de escenas, deudora en este sentido del Euryanthe de Carl Maria
von Weber. Hasta El oro del Rin hay un estilo declamatorio que puede identificarse con el recitativo, bien secco o acompañado por la orquesta. En el
Holandés los recitativos están indicados como tales
en la partitura. En Tannhäuser y Lohengrin hay un
esfuerzo por esconderlos, y en el Oro ya desaparece
la distinción entre recitativo y aria. Wagner da la
vuelta a las convenciones de un modo sutil: en la
ópera tradicional era el recitativo el que contribuía
al avance de la acción, el momento en el que los
personajes se desnudan ante el espectador, revelan
sus cuitas y resuelven acometer acciones futuras.
Por el contrario, en el aria, la acción se detiene; es
un momento de efusión lírica, un paréntesis. Sin
embargo, en El holandés errante, la acción es desencadenada por factores externos a los protagonistas: el codicioso Daland ofrece a su hija pensando
en el tesoro del holandés, el holandés malinterpreta la escena de Erik y Senta y se cree traicionado
por ésta. A Daland y Erik, Wagner asocia arias,
generalmente banales, con frases de periodo regular (el mundo “exterior”, incapaz de despegarse
de los usos operísticos tradicionales, de amenazar
el orden establecido). Por el contrario, Senta y el
Holandés se mueven en su mundo interior, ajeno
a la realidad, siempre con pasajes semideclamados
en los que la acción se detiene, musicalmente más
avanzados9. En su dúo del segundo acto no hay
diálogo, sino duólogo: son dos monólogos superpuestos, el elegante disfraz del silencio que preside
los encuentros de dos amantes predestinados.
redime es la decisión de Senta de descender a su
mundo “nocturno”. Es revelador el hecho de que
el motivo de la redención que remata la Obertura
en la revisión de 1860 (periodo tristanesco) se base
en el final de la balada de Senta: “Ich sei’s, die dich
durch ihre Treu’ erlöset!” (Sea yo quien por su fidelidad te redima). El cromatismo tristanesco (¡qué
lejos había llegado Wagner en menos de veinte
años!) mediante el cual la frase es alterada expresa
el anhelo de muerte que permea el deseo de Senta
de ser el vehículo de la redención del Holandés.
En la balada de Senta8, lo primero que escribió y compuso, antes de escribir el libreto, dijo
Wagner que “plantó la semilla temática de toda
la música de la ópera” (Una comunicación a mis
amigos). “Fue la imagen poética condensada de
todo el drama. […] Cuando finalmente comencé
la composición, la imagen temática que ya había
concebido involuntariamente se esparció por todo
el drama en una red completa, ininterrumpida.”
Sin duda Wagner teorizaba de acuerdo con sus
ideas sobre el drama musical hacia 1850, pues si
bien es cierto que elementos de la balada aparecen
en otros números (monólogo del Holandés, sueño
de Erik, dúo Senta-Holandés, final), estas citas y
alusiones periféricas no son en modo alguno comparables al método de organización estructural del
Anillo a partir de los Leitmotive o motivos conductores, donde varios motivos son desarrollados
e integrados en organizaciones complejas, de las
que con más propiedad puede afirmarse que “se
esparcen por todo el drama en una red completa,
ininterrumpida.”
)
A pesar de sus buenas intenciones, Wagner
no fue capaz de desprenderse de golpe de las convenciones y accesorios de la ópera convencional.
118
)
119
Algunos aspectos del Holandés, deudas, vacilaciones estilísticas, situaciones que el Wagner
maduro habría resuelto mejor, le preocuparon
toda su vida, y le llevaron a realizar algunas modificaciones. Además del mencionado cambio en
1860 en Obertura y final para incorporar el motivo de la redención, en 1846, para una proyectada representación en Leipzig que no tuvo lugar,
Wagner retocó la orquestación, suavizando su
“metalicidad”, herencia de la Grand Opéra francesa. En 1852, con motivo de representaciones
en Zurich y Weimar, Wagner se propuso realizar
una profunda revisión, pero al final se contentó
con ligeros cambios en la partitura, declarando
que la versión de 1846 era la auténtica. Comprendió que Holandés era la obra de juventud
compuesta en el momento necesario, que señalaba el buen camino, y la dejó estar.
En el dúo entre Senta y Erik que sigue a
la balada se suceden los intercambios, pero las
voces de ambos no se funden hasta el final, y durante unos pocos e intensos compases. Wagner
se ha dado cuenta de la importancia del texto,
quiere que cada palabra se escuche con claridad,
y evita envolverlas en una mezcla confusa de armonías. No habrá lugar en el drama musical futuro para dúos y tríos al uso, y sólo admitirá coros
que estén justificados dramáticamente o estén
perfectamente trabados con el tejido musical. En
el Holandés subsisten coros tradicionales (no integrados y sin propulsar la acción), como el final
del primer acto o el de hilanderas del segundo,
pero el extenso coro del tercer acto es más fácil
de justificar dramáticamente, y además epitomiza el enfrentamiento entre los mundos “exterior”
(Daland, Erik, marinos noruegos, hilanderas) y el
“interior” (Senta, Holandés y su tripulación).
Notas:
1.
Mi vida. Traducción española de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Ediciones Turner, Madrid 1989.
2.
Gritos que Wagner tomó prestados para formar la breve célula rítmica que conforma un grupo temático relacionado con los marineros
noruegos y, alterado, la idea de redención que aparece en el Andante de la Obertura y en la balada de Senta (“Doch kann der bleichen
Manne Erlösung einstens noch werden”).
3.
En Relatos, de Heinrich Heine, edición de Ana Pérez y Carlos Fortea. Ediciones Cátedra, Madrid 1992.
4.
Eine Mittheilung an meine Freunde (1851). Hay traducción inglesa de Willian Ashton Ellis disponible en http://users.belgacom.net/
wagnerlibrary.
5.
Wagner no había escrito aún el libreto.
6.
Contrariamente a lo que se cree, el libreto de Le Vaisseau fantôme debe más al Capitán Marriat (El buque fantasma) y a Walter Scott (El
pirata) que al escenario de Wagner-Heine.
7.
Richard Wagner. Traducción española de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. 2ª Edición, Alianza Música, Madrid 2001.
8.
Originalmente, la tonalidad de la balada era La menor, pero Wagner la bajó de tono, a Sol menor, para complacer a Wilhelmine SchröderDevrient, la Senta del estreno, y así se quedó. De ese modo se pierde la relación tonal de la balada con el intervalo de quinta La-Re del
motivo del Holandés que introducen fagotes y trompas ya en el segundo compás de la Obertura.
Caso singular es un pasaje del sueño de Erik (“Ein frendes Schiff … dein Vater war”), de carácter ciertamente onírico y métrica irregular,
que recibe el tratamiento musical más avanzado, próximo al del drama musical.
)
9.
120
andrea chénier
)
Umberto Giordano (1867 - 1948)
121
Andrea Chénier
Umberto Giordano (1867 - 1948)
DRAMMA STORICO EN CUATRO ACTOS.
Libreto de Luigi Illica.
Estrenado en Teatro alla Scala de Milán el 28 de marzo de 1896.
Producción de la Opéra National de Paris.
Director musical: Víctor Pablo Pérez
Director de escena: Giancarlo del Monaco
Escenógrafo: Carlo Centolavigna*
Figurinista: María Filippi*
Iluminadora: Wolfgang von Zoubek
Director del coro: Peter Burian
Andrea Chénier: Marcelo Álvarez (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Fabio Armiliato (18, 21, 27)
Carlo Gérard: Marco Vratogna (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Roberto Frontali (18, 21, 27)
Maddalena de Coigny: Fiorenza Cedolins (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Daniela Dessi (18, 21, 27)
Bersi: Marina Rodríguez-Cusí
La condesa de Coigny: Stefania Toczyska*
Madelon: Larissa Diadkova
Roucher: Felipe Bou
Pietro Fléville / Fouquier Tinville: Marco Moncloa
Un “increíble”: Carlo Bosi*
El abate: Ángel Rodríguez
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Febrero: 13, 16, 18, 19, 21, 22, 25, 27, 28
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
122
Argumento
Andrea Chénier
Fernando Fraga
Drama histórico en cuatro actos de Umberto Giordano.
Libreto de Luigi Illica.
La acción de la ópera transcurre en el periodo inmediato al estallido y luego en plena Revolución
Francesa de 1789.
La Condesa de Coigny comprueba que
todo está a punto y se asombra de que su hija
aún no esté vestida para un acontecimiento que
se verá adornado por la presencia del novelista
Pierre Fléville y del Abate de París. La observación materna produce en la muchacha jocosos
comentarios acerca de las torturas que impone la
obligación de ponerse bella.
Acto I
Una breve y rapidísima introducción orquestal, un allegro brillante, refleja los preparativos de una fiesta veraniega en la residencia
provinciana de los Condes de Coigny. Carlo Gérard, un servidor de la casa que ejerce también
funciones de lacayo, de ideas rabiosamente revolucionarias, ante tan apresurados preparativos, no
puede evitar comentarios sarcásticos en contra de
la aristocracia (Recitativo: Compiacente a’ colloqui). Su tono cambia de registro al ver entrar a su
padre, viejo y decaído, expresando por ello toda
su ternura filial (Aria, Son sessant’anni, o vecchio)
para acabar lanzando todo su odio contra la podrida nobleza, esa “raza superficial, imagen de un
mundo empolvado y vano”, cuya aniquilamiento
está próximo (Remate: T’odio, casa dorata!).
Van entrando los invitados. Aparte de Fléville y el Abate, llegan el músico Flando Fiorinelli
y el joven poeta Andrea Chénier.
Se habla de política y el Abate comenta la
problemática situación que se vive en París donde, mal aconsejado por el ministro Necker, el Rey
ha proclamado el Tercer Estado. La conmoción
de los asistentes se atenúa cuando se inicia el
espectáculo pastoril ideado por Fléville (Arietta:
Passiamo la sera allegramente).
La entrada de Maddalena, la hija de la Condesa de Coigny, el discurso de Gérard se suaviza,
ya que está enamorado de la dulce y encantadora
muchacha, la cual se deja llevar brevemente por
la ensoñación que le produce la caída de la tarde. Con ella está su fiel criada Bersi, su sirvienta
mulata.
)
Tras la distraída exhibición a cargo de pastores y pastorcillas, un andantino grazioso de atmósfera galante, la Condesa se aproxima a Chénier
pidiéndole que haga partícipes a la concurrencia
de sus dotes poéticas. El poeta, un tanto bruscamente, rehúsa satisfacer dicha proposición, algo
123
que irrita a la dueña de la casa, que se dirige entonces a Fiorinelli quien, más gentil, se pone a tocar el clavicémbalo.
orillas del Sena, una multitud abigarrada se mueve
en torno a un muy presente altar profano donde se
erige una especie de homenaje dedicado a uno de
los héroes revolucionarios, Marat, muerto asesinado en su bañera por su amante Charlotte Corday.
Mathieu, un sans-culotte –llamado así por tratarse de un revolucionario que había sustituido el
culotte (calzón hasta la pantorrilla) por el pantalón–, se encarga de quitarle el polvo al busto.
Maddalena, al frente de varias amigas, intenta hacer cambiar de opinión a Chénier, al que todas
se dirigen bromistas y un tanto irrespetuosas. El
poeta, bastante herido por las alusiones de las muchachas, improvisa un excitante elogio del amor del
que aquellas tan superficialmente se quieren burlar
(Recitativo: Colpito qui m’avete; Improvviso o Aria:
Un dì all’azzurro spazio). Al mismo tiempo, aprovecha el poeta la atención general que su arrebatado e
improvisado discurso ha logrado en la concurrencia
para atacar al clero, obligando al Abate a abandonar
el lugar, y a los nobles a manifestarse indignados
ante la inspirada diatriba.
Sentado en la terraza del café Hortott,
Chénier aguarda su cita con su amigo Roucher.
La mulata Bersi, ahora convertida en merveilleuse
(“maravillosa”, porque seguía la moda impuesta entonces de ir pomposamente vestida y peinada como en la Antigüedad), está intentando
acercarse a Chénier. Primero ha de despistar al
Incroyable (Increíble: equivalente masculino de
la merveilleuse, debiendo el apelativo a la manera afectada en que se expresaba), quien sospecha
que ella sea una auténtica hija de la Revolución.
Bersi defiende su autenticidad en un soliloquio
Temer?... Perchè? El Incredibile, sin embargo, decide continuar su espionaje, sin tomar muy en
serio a la llamativa mulata, porque la ha visto
hablar secretamente con una sospechosa y bella
mujer rubia.
Una orquestita desgrana una gavota, pacificando de momento el ambiente, aunque no por
mucho tiempo. De repente hace su entrada Gérard, al frente de un numeroso grupo de campesinos, quienes exponen ante los asombrados presentes su lacerante miseria. La Condesa, ciega de
rabia, se enfrenta a su lacayo y Gérard aprovecha la
ocasión para renunciar enérgicamente a su puesto
arrojando al suelo con desprecio su pesada librea.
Una vez despejada la intrusión plebeya, la
fiesta interrumpida continúa. Se retoma la gavota, pero ya no todo parece igual. La alegría parece
ahora artificial, como si flotaran en el ambiente
una agobiante sensación de alarma y peligro.
Llega Roucher portando un salvoconducto
que permitirá a Chénier, ahora caído en desgracia
ante las autoridades revolucionarias, abandonar el
país. Más Chénier no está dispuesto a huir de su
patria, máxime cuando cree que su destino está
unido a una desconocida mujer que le escribe
bajo el seudónimo de “Esperanza” (Aria: Credo a
una possanza arcana). Pero Roucher, que lee una
de esas misivas, le desanima un tanto: el perfume
Acto II
)
La Revolución ha triunfado. Algunos años
después, en el París del mes de junio de 1794, a
124
que impregna el escrito sugiere unos orígenes sospechosos, los asociados a un prostíbulo. Chénier
vacila en sus decisiones y acaba por aceptar el pasaporte.
entrevista, pero la curiosidad de Chénier es más
poderosa.
Se hace de noche y comienzan a encenderse las farolas. Mathieu cantando la Carmagnola
vuelve a ocuparse del busto de Marat. En la sombra, el Incredibile acecha.
La muchedumbre aguarda la salida de
los Quinientos (los representantes de la Nación
Francesa) entre los que se encuentra Gérard, en
la actualidad uno de los cabecillas revolucionarios. Éste ha encargado al Incredibile que localice
a su amada Maddalena di Coigny (Concertante:
La donna che mi hai chiesto).
De pronto, una silueta de mujer se va haciendo poco a poco visible. Se acerca a Chénier y recordando sus palabras de antaño (Non conoscete amor,
amor, sublime dono, non lo schernir) se descubre
como Maddalena de Coigny. A la sazón una mujer
muy distinta a la que ha conocido antaño, atemorizada y huidiza que en cada sombra ve una amenaza
de muerte. Se siente vigilada y pide al poeta ayuda,
ya que es el único que puede facilitársela.
)
Por fin Bersi parece haber evitado a su
perseguidor y acercándose a Chénier le da una
cita con la mujer que le está escribiendo secretamente. Roucher advierte del peligro de esta
125
Los dos entran en una especie de exaltación que revela el mutuo amor que hasta entonces se mantuvo latente, desde la primera vez en
que sus vidas se encontraron. Deciden unirse
para siempre, incluso en la muerte (Dúo: Eravate possente).
cias, destacando de entre la masa popular, es la
aparición de una mujer ciega, la vieja Madelon.
Esta humilde mujer, por medio de un patético
andante, entrega a la patria lo único que le queda por entregar a la causa popular, su nieto Roger (Aria: Son la vecchia Madelon). Las palabras
de la anciana emocionan a la concurrencia y al
propio Gérard.
Avisado por el Incredible aparece Gérard.
Los dos rivales se enfrentan, mientras Roucher se
ocupa de poner a salvo a Maddalena. Gérard resulta herido por Chénier mucho más ducho con
la espada, pero generosamente le aconseja que
huya, ya que su nombre figura en la lista de sospechosos. Tampoco Gérard revela la identidad de su
agresor cuando es asistido por el pueblo, convocado por los gritos del Incredibile. Mathieu acaba
por achacar el ataque a los enemigos girondinos
(partido político enfrentado a los jacobinos), despertando la ira de la multitud.
El populacho se dispersa al alegre son de la
Carmagnola. El Incredible informa de la detención de Chénier, hecho que facilitará la localización de Maddalena, que por salvarlo será capaz
de realizar cualquier heroicidad, incluso la de entregársele (Arietta, Donnina innamorata).
Al quedarse sólo Gérard, en un impresionante monólogo ante el acta que acusa de traición a Chénier, reflexiona sobre el cambio que se
ha operado en su persona. De los nobles ideales
que tenía al principio, de querer redimir el mundo, ha pasado a convertirse en un ser voluptuoso
dominado exclusivamente por sus pasiones carnales (Aria: Nemico della patria). Pese a todo acaba firmando la acusación.
Acto III
Amplia estancia donde se reúne el Tribunal Revolucionario. Mathieu, que en la ópera
resulta una especie de símbolo siempre presente
de la Revolución, tras los agresivos ocho compases que inicia la orquesta, pide a los allí reunidos
ayuda económica y personal ante el repudio de
la Revolución por parte del resto de estados europeos. El discurso algo torpe (Dumouriez, traditore e girondine) apenas tiene consecuencias, enfadando a Mathieu que cede la palabra a Gérard,
quien llega en ese momento ya casi completamente repuesto de sus heridas..La alocución de
Gérard es más efectiva (Lacrime e sangue dà la
Francia) y una de sus más directas consecuen-
)
De acuerdo a las previsiones del astuto Incredibile, una mujer pide ser atendida por Gérard. Es una Maddalena temblorosa y cohibida
que recibe con aprensión la repentina declaración amorosa de su antiguo lacayo. Su reacción
inicial de asombrado rechazo, acaba derivando a
un terrible pacto que le propone: se le entregará
a cambio de la vida de Chénier. Aturdida, al borde de sus fuerzas, Maddalena narra entonces los
acontecimientos que últimamente han destrozado su vida (Aria: La mamma morta). Ha perdido
a su madre y hogar y sólo ha sobrevivido gracias a
126
la protección de Bersi que no ha dudado, incluso
en prostituirse, para aliviar su desesperada situación. En medio de toda esa tragedia, sólo el amor
de Chénier le ha servido de consuelo y guía. Tan
sincera y desgarradora declaración, debilita la
pasión de Gérard.
Acto IV
De noche, en el antiguo convento de San
Vicente de Paúl, ahora siniestra prisión de SaintLazare, Chénier en compañía de Roucher espera
enfrentarse a su destino. En un arranque poético, Chénier ha esbozado unos versos con los que
se despide de su existencia (Aria, Come un bel dì
di maggio). Schmidt, el encargado de la prisión,
separa a los dos amigos. Se escucha a Mathieu
cantando la Marsellesa.
Entra tumultuosa la multitud a la que a
duras penas Mathieu intenta calmar. Al frente
del acusador público, Antoine Fouquier-Tinville,
comienzan los sumarísimos juicios. Cuando le
llega el turno a Chénier, el poeta responde valientemente a las acusaciones de traición (Aria:
Sì, fui soldato). Por medio de un bonito símil, en
el que se compara a una nave con los mástiles al
sol, acepta su condena a muerte pero ruega que
su honor no quede en entredicho. Los presentes,
por unos instantes conmovidos por la apasionada defensa, acaban por exigir justicia. Se enfrenta Gérard al tribunal asegurando la falsedad
de su propia denuncia (Concertante: Datemi il
paso!). Chénier le agradece tan generoso acto,
al mismo tiempo que observa a una angustiada Maddalena intentando pasar desapercibida
entre el público.
Llegan Gérard y Maddalena. La joven quiere morir al lado del hombre que ama, a lo que
Gérard, admirado de la entereza y generosidad de
la joven (a quien aún tiene esperanzas de salvar
acudiendo al favor de Robespierre) juró no oponerse. Sobornando al carcelero, Maddalena tomará el puesto de Idia Legray, una de las condenadas
a muerte junto a Chénier.
Reunidos Maddalena y Chénier se dejan llevar por la intensidad de sus sentimientos, felices
por enfrentarse juntos a la muerte que los juntará
para toda la eternidad en un exultante triunfo del
amor humano (Dúo: Vicino a te s’aqueta).
Llega el alba. Schmidt pronuncia los nombres de Chénier y Legay y los dos enamorados saludan vibrante y solemnemente a la muerte liberadora de las mezquindades de la vida, mientras
la orquesta recuerda un tema musical anterior
relacionado con el amor de la pareja.
)
Pero nadie quiere aceptar esta contradicción y se acaba por condenar a muerte a Chénier. Dumas, el presidente del tribunal popular,
es el encargado de ratificarla. Maddalena grita
desesperada.
127
Amor y Revolución
José Ramón Fernández
¿Le gusta la ópera? (Andrew se dirige al estéreo.
De repente, un aria cantada por María Callas
sorprende a Joe con su volumen.) Andrea Chénier, de Giordano. Es Maddalena. Está contando cómo, durante la revolución francesa,
una turba incendió su casa. Su madre murió,
salvándola a ella. “Miro… ¡El lugar que fue mi
cuna estaba ardiendo!” ¿Oye usted el dolor en
su voz? Aquí entra la cuerda. Todo cambia. La
música se llena de esperanza. Maddalena dice...
(Andrew se acerca tambaleándose por la habitación hacia la música. Parece verdaderamente
libre y relajado. Continúa recitando.) “¡Fue durante esa pena cuando el amor llegó a mí! Una
voz llena de armonía que decía… ¡Vivo aún, soy
vida! ¡Soy el dios que desciende de los cielos a
la tierra para hacer de la tierra un paraíso! ¡Soy
el olvido! ¡Soy Gloria! ¡Soy amor, amor, amor!”.
momentos cumbre de esta ópera para llenar de
sentido y poesía el momento cumbre de su película, Filadelfia, en la que Tom Hanks encarnaba a
un enfermo de SIDA. El guionista no sólo utilizaba la maravillosa música de Giordano y la voz de
la Callas para llenar de belleza aquella secuencia.
También recuperaba la poesía del brillante libreto
de Illica, lo que seguramente agradecería el dramaturgo, que puso en aquella obra lo mejor de su
escritura.
Luigi Illica (1857-1919) es uno de los mayores escritores con que ha contado este género
en su Historia; sobre todo, porque aporta a sus
libretos un especial talento para la trama, una
gran capacidad de contar la historia sin perderse
en lo episódico o en aquello que no haga avanzar
la acción. Estamos hablando de un escritor que
estrenó casi una treintena de óperas –veintiséis,
para ser exactos, en treinta años de actividad
como libretista– algunas de ellas celebérrimas,
en colaboración con Giuseppe Giacosa, para
músicos como Puccini, Giordano, Mascagni…
para entendernos, es coautor de libretos como
Tosca, Madama Butterfly, La Boheme, o Manon
Lescaut. Los libretos de Manon y La Boheme
son coetáneos a Andrea Chénier, que Illica había
escrito para su amigo el músico Alberto Franchetti, quien ya por entonces había estrenado
una ópera con libreto de Illica, Cristóbal Colón,
en 1889. Por algún motivo, Franchetti cedió el
libreto a Umberto Giordano. Curiosamente, el
)
En 1993, el guionista Ron Nyswaner le hizo
este regalo a toda una generación de jóvenes y a
muchas personas no aficionadas a la ópera. Llamó
la atención de millones de personas sobre una de
las arias más bellas de la Historia, la célebre “La
mamma morta”, que Maddalena canta en el acto
III de Andrea Chénier, de Giordano. Descubría
un tesoro de belleza a muchos y nos ofrecía una
nueva ocasión a los aficionados viejos. Este que
escribe acaricia el recuerdo de una tarde arrodillado en el último piso del Liceo, en las navidades
del 79, invitado por mi hermano, un melómano
de trece años. Ron Nyswaner elegía uno de los
128
)
129
último libreto de Illica, estrenado años después
de su muerte, sería una ópera de Franchetti y
Giordano, Giova a Pompei, en 1921. Giordano no
había tenido mucha suerte con su tercera ópera,
Regina Diaz, de 1894, que había rebajado las esperanzas que sobre él se tenían después de Marina, de 1888, y Mala vita, de 1892. Esta cuarta
ópera lo llevó no sólo al éxito, sino a la Historia.
Entre los títulos del repertorio universal de la
Ópera nunca puede faltar Andrea Chénier. No
sólo por la maravillosa música de Giordano, sino
por un libreto lleno de altura literaria que parece
estar hablando, desde 1896, de buena parte del
siglo siguiente.
Illica sabe que no necesita explicar más. De
hecho, esta ingeniosa nota biográfica aparece en
el acto III. Lo poco que sabíamos de Chénier hasta ese momento es que en el primer acto es “uno
que hace versos y promete mucho” y, en el segundo acto, que no es afecto al poder de esos días
y que el terrorífico acusador público FouquierTinville lo ha puesto en la lista negra. Una lista
interminable, por otra parte: Fouquier-Tinville
fue el acusador de Charlote Corday, de Maria
Antonieta, de los Girondinos, de cientos de personas sin siquiera especificar acusación alguna…
fue un tiempo rabioso y en tiempos así aparecen
esos tipos que dicen cumplir órdenes.
Parece que jugamos a una composición en
abismo: un guionista de finales del siglo XX usa
las palabras de un libretista de final del XIX que a
su vez usa la vida y la poesía de un escritor francés
de finales del XVIII, el cual se inspiraba en los
clásicos griegos…
Se le olvida al acusador Gérard mencionar que Chénier, apenas un año después de sus
estudios militares, está en Italia, empapándose
de la belleza de la Antigüedad. Roma, Nápoles,
Pompeya… forman en 1784 el imaginario de un
poeta que en algunos aspectos será considerado
un precursor del Romanticismo. Y otro asunto
no menor: después de aquel lejano primer acto,
André ha vivido unos años en Inglaterra. Entre
noviembre de 1787 y abril de 1790 vive en Londres como secretario de M. de la Luzerne –por
lo cual, no se encuentra en Francia durante la
convocatoria de los estados generales, con tantos
representantes del tercer estado como del clero y
la aristocracia juntos, ni en el segundo ministerio
del honesto banquero Jacques Necker, odiado por
la aristocracia, pero Illica, con talento de dramaturgo, desprecia todos aquellos datos que puedan
ser un problema para el desarrollo de la trama–.
Chénier no es uno de los exilados, de esos pocos
miles de aristócratas que quieren hacer la guerra
para volver a la vieja situación. Él, como muchos
)
Porque André Chénier existió. Fue uno de
los más prometedores poetas durante una década
del final del siglo XVIII francés. Nacido en Constantinopla, en Turquía (“extranjero”, es una de
las acusaciones que contra él firma Gérard) en
1762, su familia regresa a Francia cuando André
tiene tres años, para vivir allí la mayor parte de sus
treinta y dos años agitados. Una vida corta, vida
romántica por su final trágico. Su biografía anterior a ese final la dibuja en tres trazos Illica, en
un recurso ágil e inteligente: cada detalle es una
acusación. “¿Nacido en Constantinopla? ¡Extranjero! ¿Estudió en Saint-Cyr? ¡Soldado! ¡Traidor!
¡Cómplice de Dumouriez! ¿Y poeta? ¡Pervertidor
de corazones y costumbres!”
130
dibuja aquellos días: “¡La revolución devora a sus
hijos!” En realidad, en junio de 1794, Chénier llevaba ya un par de meses preso, y aún pasarían casi
dos más hasta que fue ejecutado. Muere en París
el 25 de julio de 1794.
de sus coetáneos, entiende la necesidad de un
cambio y aboga por una monarquía constitucional. En 1790 vuelve a París, al Paris de la Revolución donde su hermano pequeño es miembro
de la Asamblea. La revolución lleva casi un año
en marcha: a lo largo de 1789, se habían producido las reuniones que dieron lugar a la Constitución –y a la Declaración de los Derechos del
Hombre de 25 de agosto– y en apenas un par de
años se iban a suceder una cantidad tal de novedades que nadie podía imaginar en ese momento.
Cuando Chénier regresa a Paris, aún quedan dos
años para que el Rey sea depuesto, en agosto de
1791; medio año más hasta que sea guillotinado;
pasarán diez meses más hasta la muerte de Maria
Antonieta, en octubre de 1793, un mes después
de promulgarse la Ley de Sospechosos. Pero todo
eso es Historia, eso que reposa en los libros. Para
contar todo aquel terrible torbellino con vigor,
Illica toma unos cuantos datos, los concentra, los
deforma: hace con ellos drama. No se corresponden exactamente a la realidad, pero eso no es lo
importante. Illica salta por encima de esos años
para buscar el momento más fiero de la revolución. Así, en el segundo acto nos lleva hasta junio de 1794, ya ejecutada Maria Antonieta, los
girondinos, los dantonistas, apenas un mes antes
de que aquel sueño de la razón terminase con la
ejecución del propio Robespierre y la disolución
de la Comuna de París. Pero, tres días antes de
ser ejecutado, Robespierre se llevaría por delante
a Chénier, uno de sus críticos más duros desde la
prensa. Chénier, el poeta, era un hombre de convicciones y corrió la misma suerte que muchos
otros en aquellos días. En una frase que define
con una escalofriante lucidez muchos periodos
de nuestro siglo XX, el revolucionario Gérard
Como hemos dicho, esos son detalles para
los historiadores y lo que escribe Illica es una tragedia. Una gran historia de amor. Mejor dicho:
dos. Los amores que unen las vidas de los tres
protagonistas de la obra.
En la década de 1890, la figura de Chénier
estaba siendo puesta en valor por la crítica y por
los grandes escritores del momento en toda Europa, al tiempo que se editaba su poesía completa.
Es en ese momento cuando Illica ve en Chénier
un referente interesante para una historia romántica de amor en un tiempo convulso.
Illica no dedica demasiado tiempo a explicar cuál es la posición de Chénier, porque no es
importante para el drama. Illica se comporta, en
la escritura de este libreto, como un gran dramaturgo, que sacrifica la historia real a la eficacia de
la obra dramática. Por ejemplo, no le sirve para
nada que Chénier pase casi cinco meses en la
prisión de Saint Lazare antes de ser ejecutado,
de modo que vivimos su condena y su ejecución
como algo que ocurre casi el mismo día.
)
Andrea Chénier no es el personaje favorito
de Illica en esta obra. Chénier es un héroe, un
personaje de una pieza, lo que, para un drama,
no es demasiado atractivo. Illica crea dos personajes maravillosos, llenos de fuerza: la joven
enamorada Maddalena y el complejo revolucionario Gérard. Pero Illica, sin buscar un desarrollo
131
complejo del personaje, trata a Chénier con un
respeto casi religioso, al punto de utilizar la ópera
para dar a conocer la obra del poeta francés. En el
último acto, en esa noche oscura que es la cárcel
antes de la guillotina, Chénier lee sus versos. Se
parecen bastante a los originales: « Comme un
dernier rayon, comme un dernier zéphyre / Anime la fin d’un beau jour, / Au pied de l’échafaud
j’essaye encor ma lyre. / Peut-être est-ce bientôt
mon tour; / Peut-être avant que l’heure en cercle
promenée / Ait posé sur l’émail brillant, / Dans
les soixante pas où sa route est bornée, / Son pied
sonore et vigilant, / Le sommeil du tombeau pressera ma paupière ! » Es el homenaje de un poeta
a otro poeta. A alguien que ocupó, en una edad
temprana, un lugar en el Parnaso de su siglo.
que ama. Con este gesto devuelve la cordura a
un Gérard cegado por la pasión. El sacrificio final de su vida, al cambiarse por una condenada
para morir junto a Chénier, es el rasgo final de un
personaje genuinamente romántico.
Ni Chénier ni Maddalena dudan sobre su
propio comportamiento. Ambos cambian sus respectivas visiones del mundo pero no vemos en escena esos momentos de cambio, que se producen
en escenas que no están en la ópera. Por eso nos
interesa especialmente Gérard como personaje
dramático.
Gérard es el más complejo, el gran personaje dramático de la obra. Comienza ofreciéndonos
su visión de ese mundo decadente y prescindible
de la clase noble; se mira en su padre para tomar
conciencia de su propio estado de servidumbre;
escucha y entiende las palabras de Chénier en la
fiesta; abre las puertas del palacio a los desheredados y se une a ellos. Convertido en un mandatario de la revolución, busca a la mujer que amaba cuando era un siervo y, herido por Chénier, le
pide que cuide de ella y que huya.
Maddalena es la muchacha que da todo
por amor. La pura heroína romántica. La joven
de belleza inmaculada que queda prendada por
el apasionado discurso de Chénier y que lo convierte en la única meta de su vida tras la tragedia
de su familia. Le escribe cartas, llega hasta él y le
pide su protección. La reacción de los dos amantes, una vez que han unido sus destinos, es, si me
permite el lector esta ironía, muy operística: juntos hasta la muerte. Parece que, una vez lograda
la felicidad del encuentro y del amor correspondido, no quedase otro final posible, de modo que
lo adelantan. Y así ocurrirá: juntos hasta la muerte. Pero antes, en ese tercer acto lleno de fuerza
dramática se desarrolla una escena sobre la que
Illica da muchas vueltas –de hecho, a nadie se le
escapa la cercanía con la posterior producción de
Illica, Tosca–, Maddalena da muestra de la fuerza
de su amor en el aria célebre, además de prestarse
al sacrificio de su pureza para salvar al hombre
)
Al llegar el tercer acto, no puede evitar hacer lo que le pide su pasión por Maddalena: condenar a Chénier con su acusación. Pero aún es
capaz de observar con lucidez su propia vileza: la
paradoja de que sea el amor, un amor puro, lo que
lo ha empujado a un comportamiento indigno y
miserable, impropio de él y de la revolución que
soñaba. Construir un personaje capaz de pensar
“amé torpemente y demasiado”, como el Otelo
de Shakespeare, está al alcance de pocos. Gérard
nos muestra la lucha feroz de sus pasiones en esas
escenas, intentando forzar a Maddalena, a la que
132
no ama así, para después verse en el espejo del
amor puro de la joven y arrepentirse de lo que ha
cometido. Aún mostrará un gesto heroico, tratando de cambiarse por el reo Chénier. La historia
real, con la muerte de Chénier, no permitía otro
final, un final menos desdichado, tal vez con un
heroico Gérard engañando a Chénier para ocupar su puesto en la guillotina y así permitir a los
amantes vivir felices. La historia real y, como antes apuntábamos, la querencia de la ópera de este
período por los finales trágicos, románticos hasta
el extremo, donde la chica siempre acaba fatal.
se limitó a una escritura de encargo, sino que en
esta historia había por parte de Illica un interés
por aquel momento y por aquel poeta, recuperado con buenas ediciones en aquellos años.
La segunda es la mirada de Illica hacia toda
aquella sociedad, como un espejo de la sociedad
decadente europea cuyas costuras se están rompiendo por todas partes. Es evidente el paralelismo en la confesión de Gérard a Maddalena del
tercer acto: “¿Por qué te quería tener aquí? ¡Porque
te quiero! ¡Porque está escrito en tu vida! ¡Porque
lo quiere mi poderosa voluntad! ¡Era el destino, y
mira, se ha cumplido ¡Yo ya te quería cuando tú,
pequeña, corrías conmigo alegre por el prado, en
medio de aquel aroma de hierbas floridas y de rosas
salvajes! ¡Te quise el día en que se me dijo: “Aquí
)
Dos cosas más acerca de la escritura de Illica: la primera es el hecho de que el texto tiene
por todas partes referencias a la época y a la escritura de Chénier que indican que su autor no
133
está tu librea”, y al atardecer, mientras estudiabas
un paso de minueto, yo, engalanado y mudo, abría
y cerraba una puerta (...) ¡Y, aunque fuese por una
sola vez, yo quiero aquella embriaguez de tus ojos
profundos! ¡Yo también, yo quiero hundir mis manos en el mar de tus cabellos rubios!” y el relato de
la fascinación infantil que el criado Juan confiesa
a la señorita Julia en aquella noche de perdición
que en 1888 puso el nombre de August Strindberg en la Historia de la Literatura.
la sangre impura”, que menciona el himno francés– y su aparición logra dar una altura prodigiosa
a una escena llena de emoción que, en cuanto a
la trama principal, apenas sirve para insistir en la
calidad personal del personaje de Gérard.
Illica plantea un drama en el que la pasión
va ocupando un lugar creciente en cada acto,
hasta ser en el último pura emoción, sin apenas
trama, casi llegando al trance, con los dos enamorados felices por morir juntos. Illica es un dramaturgo sabio que escribe para la música. Para que
la música nos envenene con la misma pasión de
los personajes. Si el lector ha presenciado alguna
vez Andrea Chénier, ya sabe de qué tipo de emoción le estamos hablando. Es posible que su sola
evocación le lleve a sentir la misma felicidad de
un instante que experimentaba aquel personaje
de la película escrita por Ron Nyswaner. Es algo
que pasa por la piel. No valen las palabras para
describirlo.
En medio de todo esto, Illica dirige sus críticas tanto a la nobleza inútil y estúpida, personificada en la madre de Maddalena, que se había
hecho confeccionar un “traje de caridad” especial para ir a dar limosna a los pobres, como a la
sinrazón que se apoderó de aquel sueño, poblado
de personajes como el siniestro Increíble, espía
sin escrúpulos.
Pero Illica salva siempre a los desheredados: al pobre siervo, padre de Gérard, anciano que
arrastra su servidumbre en los últimos días de su
vida; y en especial, a las mujeres del pueblo de
París, dispuestas a dar a su patria lo que pide Gérard: oro y sangre. En este sentido, un aspecto peculiar de esta ópera es el personaje de Madelon,
una anciana que defiende un aria. En esa anciana
se encierra la dignidad de un pueblo que se defiende del enemigo –“los estandartes de la tiranía,
)
Cuando se alce el telón, entraremos en “el
mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, la
edad de la sabiduría, y también de la locura; la
época de las creencias y de la incredulidad; la
era de la luz y de las tinieblas; la primavera de
la esperanza y el invierno de la desesperación”.
Adelante.
134
Andrea Chénier: protipo de
canto verista
Arturo Reverter
de esos Payasos había aparecido otra ópera que
practicaba los mismos métodos y seguía el mismo
camino, escrita por quien entraría a formar parte
también del grupo de compositores que dieron
alas al movimiento, Umberto Giordano, triunfador con su Mala vita, sobre las escenas populares
napolitanas de Salvatore di Giacomo y Goffredo
Cognetti, libreto de Nicola Daspuro, estrenada
el 21 de febrero en el Teatro Argentina. La obra
narra una historia bastante sórdida de un tintorero tísico amante de una mujer casada. Ante
un crucifijo jura dejarla y casarse con la primera
prostituta que encuentre a fin de redimirla si se
cura de su enfermedad. Propone matrimonio a la
prostituta Cristina, que acepta. Pero Amalia, la
amante, no está dispuesta a perderlo y se enfrenta
a su rival violentamente. Al final, el tísico, Vito,
que no puede olvidar a su amante, abandona a
Cristina, que, derrotada, vuelve a su trabajo en la
calle. Como vemos, toda una lindeza.
Surge un estilo
La eclosión del verismo operístico, heredero de diversos movimientos emanados del naturalismo francés y de sus consecuencias literarias
en autores italianos como Giovanni Verga, se produjo, de la mano de una historia de este último,
el 17 de mayo de 1890 en el Teatro Costanzi de
Roma. Se estrenaba la ópera de Pietro Mascagni
Cavalleria rusticana. No era la primera obra escénica que afrontaba desde presupuestos realistas
la vida de unos personajes en un medio rural o
urbano contemporáneo de manera desgarrada o
que ofrecía sus pasiones a flor de piel. Muy poco
antes Stanislao Gastaldon, que se haría célebre
por canciones como Musica proibita, había presentado Mala pasqua! Pero fue Mascagni, que
tuvo la visión afortunada de crear una ópera corta
para el concurso convocado por la Editorial Sonzogno en 1888, quien se llevó el gato al agua e
hizo que su obra, ya para siempre, quedara como
la primera piedra de esa corriente musical imparable a la que se unirían paulatinamente, y a no
tardar mucho, numerosos compositores.
Giordano tenía el modelo de Cavalleria in
mente cuando escribió Mala vita, que fue estrenada por la pareja de la obra de Mascagni, Gemma
Bellincioni y Roberto Stagno. El compositor muestra ya una sorprendente madurez, con inclusión
de músicas populares. La ópera tuvo gran éxito sobre todo en Alemania y Austria. En Italia el asunto
fue considerado demasiado escandaloso. En 1897
el autor hizo una nueva versión, aún más atroz,
)
Uno de ellos fue Leoncavallo, que se apuntó inteligentemente al carro con su I Pagliacci, estrenada en el Teatro dal Verme de Milán el 21 de
mayo de 1892 y habitualmente emparejada a la
obra de Mascagni. Sin embargo, tres meses antes
135
Andrea Chénier, hay que mencionar las directísimas depositadas desde su aula del Conservatorio de Milán por Amilcare Ponchielli, que en su
Gioconda, ópera sin duda neorromántica, había
fijado ciertas bases del moderno melodrama. Naturalmente, no puede hacerse abstracción en este
sendero que culmina con las nuevas expresiones
y lenguajes de la labor previa llevada a cabo, y
que tanto influiría en el joven Puccini, un eminente compañero de viaje de los veristas puros,
del vanguardismo de músicos como Arrigo Boito o Franco Faccio, quienes fundaron en 1864 la
llamada Società del Quartetto y su periódico, un
movimiento que quedaría acuñado bajo el nombre de La scapigliatura (algo así como El desenfreno, La bohemia). Se unirían a ellos el profesor
del Conservatorio de Milán Alberto Mazzucato,
el crítico Filippo Filippi y el editor Giulio Ricordi, entre otros. Estaban fijadas así las bases de la
Nuova scuola o Giovane scuola, que constituirían
al poco, juntos a pesar de sus diferencias estéticas
y técnicas, el propio Puccini, Alfredo Catalani y
Pietro Mascagni. Pero Catalani, que moriría pronto de tuberculosis y que acabaría enfadado con su
paisano Puccini –ambos eran de Lucca–, escribía
una música un tanto anémica, melifluamente influida por el romanticismo alemán, que rápidamente pasó de moda, y Mascagni, que compartía
aula y habitación con el autor de La bohème, era
un artista más caótico e irregular, lleno de genio
y con relativa base teórica y técnica, que se lanzó enseguida por su cuenta, sin respetar los pasos
académicos previstos, a realizar una carrera por
libre, que tuvo ese fulminante y casi único éxito
que fue Cavalleria rusticana. Puccini, más cauto
y severo, iría por otros derroteros, en algún caso
cercanos, pero siempre más refinados. Con él,
titulada Il voto, en la que Cristina se suicida. En
1894 Giordano presentó en el Teatro Mercadante
de Nápoles Regina Diaz, una historia radicalmente distinta puesta en música ya por Donizetti con
el título de Maria di Rohan, un asunto de conjuras
y amores secretos con final trágico.
El fenómeno verista no apareció, evidentemente, en la ópera por arte de ensalmo y si en
lo literario derivaba de las corrientes naturalistas
galas, en lo musical es sin duda una consecuencia
de óperas precedentes. Etienne Destranges cita
entre ellas Carmen de Bizet. En cuanto a buscar
antecedentes, tanto de Cavalleria como de las
óperas que siguieron, Jürgen Leukel menciona,
en el camino del realismo sentimental, además
de a Carmen, una figura anterior, Violetta Valery
de Verdi, la protagonista de La traviata, la descarriada. Son personajes que viven en el mundo
de lo cotidiano, bien que sus peripecias no puede
decirse que sean precisamente normales, de esas
que suceden todos los días. Apuntaba Leukel que
Verdi, con su frase Non mi piace il tipo di donna che tradisce, había puesto el acento sobre la
tragedia humana de una mujer que se sale de
la recta senda. Claro que los procedimientos de
Mascagni, de Leoncavallo o de Giordano son menos complejos, van más por directo y, a la postre,
centran, como subrayaba Mario Rinaldi, citado
por Manfred Kelkel, casi toda su fuerza en un
melodismo arrasador, una factura musical sin especiales complejidades y retornan por tanto a las
fuentes puramente vocales de la ópera italiana; y
consiguen, además, hacer inteligible el texto.
)
Entre los antecedentes del verismo en sazón, del que, con algunos matices, forma parte
136
tereotipada pero enérgica y clara, destacando el
valor de la línea vocal pero no en detrimento de
la orquesta. Añádase en fin una dosis de música
cercana, aunque tampoco demasiado, a lo popular, sin olvidarse de envolver el conjunto con un
lirismo a la italiana a veces exacerbado pero capaz de provocar una fuerte emoción y se tendrá
la alegría, como la tuvieron Mascagni, Leoncavallo, Giordano y muchos de sus colegas, de haber compuesto una ópera popular. Se recibirán
seguramente al mismo tiempo las alabanzas de
la crítica, excepto de la francesa, sin duda demasiado chauvinista. Pero sobre todo no se intente
repetir la experiencia; este género de milagro no
se da dos veces jamás y se corre el riesgo de sufrir
un enorme fracaso.” Los tres músicos citados estrenaron otras muchas óperas, pero han llegado
a la posteridad por ser los autores de Cavalleria,
Pagliacci y Andrea Chénier, aunque algunas de
sus otras obras se repongan de vez en cuando.
El más favorecido desde este punto de vista
fue Giordano, del que se suele representar con
alguna frecuencia Fedora.
desde presupuestos menos exquisitos, con una
pluma algo más gruesa, Giordano.
Un gran fresco
Bruno Poindefert enunciaba, no sin humor, los requisitos necesarios a la hora de crear
una ópera verista. Se trata de buscar “una historia de una extrema simplicidad, más próxima
al desenlace que al desarrollo propiamente dicho
de un argumento, con algunas escenas de multitud, una dosis de erotismo y dos dosis de celos
y de violencia. Escríbase en dos meses (no más,
porque si no sería demasiado complicada y perdería espontaneidad) una música más bien es-
El libretista Luigi Illica, se inspira para su
fresco histórico, en Joseph Méry –el coautor del
libreto de Don Carlos–, quien en 1856 había publicado una novela, André Chénier, que ofrece los
elementos básicos de la ópera, que trata la figura
de este poeta de la revolución, un poeta fundamentalmente político que será guillotinado por
aquellos de cuyo levantamiento se hacía lenguas
en sus escritos. He aquí un fragmento de uno de
sus poemas:
)
Esos dramas amorosos, de trágica pasión,
que se pintaban frecuentemente en las óperas
veristas y que solían tener lugar en un mundo a
veces campesino, a veces subproletario, hicieron
sin duda estragos durante un tiempo. A ellos se
acogieron numerosos compositores, hoy casi todos ilustres desconocidos: Tasca, Samaras, Coronaro, Spinelli, Floridia o Sebastian. Giordano
tuvo la inspiración de saber traducir de manera
fácil todas las pulsiones latentes en una atmósfera enrarecida en la que los personajes pululan
como impelidos por una extraña pasión y obedeciendo a comportamientos más bien primitivos.
Algo que, por supuesto, sucedía en Mala vita
o, pese al enfoque de época, en Regina Diaz; y
también, pero con el revestimiento historicista y
con el fondo revolucionario, en Andrea Chénier, a
través de un lenguaje directo y agresivo, aunque
siempre dentro de los límites de la tonalidad, exponiendo una historia comprensible con un verbo melodramático cargado de auténtica dinamita
que causó auténtico furor y fue degustado, aún
hoy lo es, ávidamente.
137
el estilo y la manera, sino más bien que se produce una coincidencia. La Bohème, por ejemplo,
es casi coetánea de Chénier; no hay ni dos meses
entre una y otra. Leclercq señala la buena mano
orquestadora y armónica del comienzo de la ópera, muy pucciniano en su agitación y movilidad y
bien trazado en arco hasta la cima dramática del
Improvviso. Es un interesante trabajo sobre células
temáticas que establecen una perfecta coherencia
entre acción y música. El preámbulo nos proporciona los elementos de un drama que alcanzará
su culmen en los siguientes actos. Escuchamos
una música alegre, nerviosa, que se elabora sobre
un pequeño motivo, rápidamente descompuesto
en dos células organizadas en una frase, dice Leclercq, diseñada a lo Beethoven. Son 14 compases
que se persiguen como en movimiento perpetuo
sobre un fragmento del motivo repetido hasta la
saturación. La aparición del mayordomo produce
una inflexión casi eclesiástica. Surge sobre la misma tonalidad base, La mayor, una segunda frase,
que impulsa decididamente a la música hasta la
aparición de Gérard. Un toque irónico, grotesco,
en las voces de flauta y fagot, lleva a la resolución
de un acorde abierto de séptima disminuida. Se
escucha entonces una danza galante. Se recupera
después el material de la introducción.
“Y sobre los goznes de hierro súbitamente
gritan las puertas.
De los jueces tigres nuestros señores el proveedor aparece. ¿Cuál será la presa
a la que el hacha llame hoy?
Cada uno se estremece, escucha; y cada un
con alegría
Ve que aún no le toca:
Mañana serás tú, insensible imbécil.”
La aportación de Illica consistió esencialmente en establecer un vínculo entre los tres personajes principales haciendo de Gérard un criado
de la mansión donde se celebra la fiesta en la que
Chénier pronuncia su proclama. Se da entrada a
multitud de personajes secundarios que pueblan
la trama y dan abigarrado colorido a la escena,
compuesta por auténticas viñetas. La acción es
incesante, bastante efectista y generalmente abocetada, apuntada, sin que se desarrolle verdaderamente ninguno de los caracteres, a no ser el de
Gérard, en el que se opera una cierta evolución.
No hay, subraya Santiago Salaverri, espesor
sinfónico, faltan esos preludios o intermedios orquestales, esos remansos líricos presentes en Cavalleria, Pagliacci, Tosca, Butterfly; las pinceladas
ambientales –danzas cortesanas, cantos revolucionarios, rondas nocturnas– son breves, apenas
lo indispensable para no estorbar el curso de la
trama. Sin embargo, no puede desconocerse la
buena factura sinfónica de Giordano, que recoge, sin duda, procedimientos puccinianos y sigue una línea melódica a veces emparentada con
Massenet, sin olvidar algunos elementos dramático-musicales de Verdi. El parentesco con Puccini
no parece se deba a que Giordano copie, herede
)
Podemos decir pues que Giordano sabe
emplear una orquesta, que en definitiva aparece
concentrada, y esto es lo que interesa al compositor desde un punto de vista dramático o, mejor,
melodramático, sobre la narración y el gesto de los
personajes, y que tiende fundamentalmente a la
ilustración eficaz de la acción escénica antes que
a una amplificación sicológica o conceptual de
los acontecimientos; una consecuente atención a
138
)
139
ciones. Puccini, un caso aparte sin duda, se creó
su propio mundo, cercano a un lirismo más puro
desarrollado por lo general en ambientes menos
opresivos y canallescos, lo que otorgaba a su canto una delineación más aireada y elegante; pero
no eliminaba el grito o la imprecación si venían a
cuento (Tosca).
transiciones armónicas que emplean tonalidades
alejadas para subrayar tránsitos de humor y de actitud; una solidez arquitectónica y una medida estilística que contrarresta los arrebatos canoros y el
grito compulsivo. Las escenas de masas, en donde
más se revela la estética verista, con uso más bien
tosco de los bajos, de la percusión y de los efectos grandguiñol, son en todo caso bien manejadas,
con una mano que pone de manifiesto, en pluma tan joven, una aplastante seguridad y eficacia.
Hay incluso efectos de silabeo y de murmullo en
las intervenciones del populacho. Se pueden apreciar estos extremos en el final del acto III, cuando
el poeta, tras su facilona arenga patriótica, Si, fui
soldato, es condenado a muerte pese a la defensa
de Gérard –en contra del documento en el que
lo había acusado–. El exordio del antiguo criado
es interrumpido por un desfile militar. Las cuerdas, en sus registros más desgarradores, en valores
largos y apoyados, lo sostienen. La orquesta mantiene el ritmo fúnebre en espera de la sentencia,
que finalmente es de muerte. El grito postrero de
Maddalena es un adecuado colofón.
Es muy interesante la cuestión del uso de
la voz en los turbios y sórdidos dramas veristas.
Debemos defender la idea de que, por mucha
que sea la tensión o el sentido imprecatorio de
ciertas frases, la virulencia de algunos pasajes, la
línea de canto, la emisión canónica, la proyección
ortodoxa del sonido, la dicción nítida, la regulación de intensidades no han de perderse; no son
letra muerta. “Mascagni también es belcanto”,
decía Alfredo Kraus, por mucho que, históricamente y desde un punto de vista muy estricto, la
ópera belcantista feneciera con Rossini. Hay en
todo caso unas normas, unas reglas del bien cantar que siempre deben prevalecer. Con la excusa
de la expresión, de la necesidad de proyectar el
sentimiento a flor de piel, de la conveniencia de
mostrar un convincente tono dramático y de tintar y contrastar la gestualidad, no sólo la mímica
sino también la vocal, muchos cantantes han llegado a hacer caricatura.
Cuidada vocalidad
La vocalidad tradicional, la heredada del
belcantismo del XVIII y principios del XIX, del
neobelcantismo posterior o del romanticismo
más encendido de la segunda mitad de esa última centuria, aparentemente se liquidaba con la
aparición del nuevo género expresivo. El canto
quedaba reforzado por la armonía y el timbre y
libre de virtuosismos a favor de “una materialidad
expresiva sin vínculos formales” (Renato Chiesa).
Todo ello con las debidas e importantes excep-
)
Sobre estas premisas hay que observar los
planteamientos vocales de Giordano para esta
ópera, que estrenaron tres grandes de la época:
Giuseppe Borgatti (ante la defección de Alfonso Garulli), Evelina Carrera y Mario Sammarco.
Mascagni, Leoncavallo y especialmente Puccini cuidaron mucho las acotaciones expresivas y
dinámicas. Giordano entra en la misma parcela,
desmintiendo tantos y tan increíbles bulos que
140
Colpito qui m’avete ov’io geloso celo, su construcción bipartita y su alternancia temática, es una
página que precisa de aquellas cualidades y que
marca ya las exigencias para el tenor, que ha de
crecer, por ejemplo, desde el piano al forte, con
cierre en un mantenido Sol natural agudo, en los
versos que acaban con las palabras e a lei serviva
di scrigno il firmamento. Canto emotivo, que pasa
enseguida por la gran fase ligada, con ascenso al
Si bemol agudo, que concluye en la exclamación
T’amo tu che mi baci, en donde se pide un rallentando e, inmediatamente, un piano en E volli
pien d’amore pregar. En las palabras e contro agli
uomini le lagrime dei figli ha de surgir la fiereza
del antiguo tenor verdiano. Los asistentes a la
aristocrática reunión en los salones de los señores de Coigny, los religiosos en primer lugar, están
para este momento escandalizados. Y el canto
remacha en los siguientes compases la denuncia
social. Finalmente –Udite! Non conoscete amor–
se repite la monumental frase que impele a la
voz de nuevo, mediante ancho portamento, al Si
bemol 3 como un aldabonazo. Es frecuente que
los tenores, Gigli o Pertile eran maestros en esto,
plaguen de pequeños golpes de glotis cada una de
las exclamaciones finales.
han venido extendiéndose desde el estreno de la
ópera y que han dado lugar en ocasiones a aquello
que Manzini llamaba malcanto.
Chénier es, ante todo, una ópera a tres voces,
comentaba Capacci: tenor spinto, efectivamente,
gran soprano lírica y barítono de extracción verdiana. Instrumentos que han de seguir un itinerario
nada fácil que discurre por los territorios de la conversación en música (parlato, quasi parlato) y que
precisa sostener la tensión desde el médium alto en
donde aparecen de vez en cuando inesperadas escaladas al Si natural agudo. Como Puccini, y antes
que él, Giordano es prolijo en indicaciones dinámicas, rítmicas (a piacere, a tempo, rapidamente,
affrettando, stringendo…) y expresivas (con voce
monotona, commosso, con vero acento di dolore, con
estrema dolcezza…) y obliga a conocer la emisión
di slancio o el canto sfumato, lleno de matices y reguladores, que llevan a la voz del pp al ff. Es curioso cómo algunas voces de la época moderna como
las de Del Monaco o Corelli, de entraña más dramática, se han acoplado a la parte protagonista, el
primero, desde su emisión estentórea, aplicándose
con gran honradez a la expresión variada y dejando
oír, por supuesto, sus tonantes agudos. Posteriormente fueron de alabar las esfuerzos de un joven
Carreras, que cantaba con un ímpetu magnífico la
arenga del primer acto, con un slancio, una amplitud, un sentido del portamento y del sostenuto que ni Pavarotti, siempre de fraseo más plano,
ni Domingo, pese al metal del timbre, pudieron
reproducir. Claro que el tenor catalán se salía del
terreno en el que su voz, muy lírica de origen, se
habría sentido más cómoda.
Efectos que sobrecogen a una audiencia
que disfruta enormemente con la vibrante y plateal proclama Si fui soldato o con el sabor lírico
de Come un bel dì di maggio, un andantino en
donde, atención, Giordano pide con sentimento y
solicita dolce cantando bene. La música de la primera parte, de signo elegíaco, sin duda lo exige.
¿Cómo servir de otro modo las palabras con bacio
di vento e carezza?. La segunda sección, más palpitante y emotiva, culmina en un tono exaltado
)
Porque, en efecto, el Improvviso, ese Un
di all’azzurro spazio con su recitativo previo
141
que tiene su ápice en el Si bemol agudo de gelido,
en el Sol de spiro y en el cierre, sobre unos anchos
Re y Do 3, de muore, en los que se sitúa un aprovechable calderón.
mente, acelerada por unos instantes. Contrastes
rítmicos que explican bien la sutileza, no siempre
admitida, del compositor. Es un momento de extraordinaria incandescencia lírica.
Si pensamos en las féminas que han destacado en la encarnación de Maddalena localizamos nombres como los de Muzio, Storchio, Calvé, Stehle; más tarde Favero y Olivero, Milanov y
Callas, Tebaldi y Stella, Scotto y Marton, Caballé
y Kabaivanska. Voces de soprano anchamente
lírica o lírico-spinto; o una spinto especialmente
matizada –la jugend dramatisch de los alemanes–.
Siempre se ha señalado a Claudia Muzio, la primera de las citadas, como el ejemplo a seguir; porque la joven aristócrata tiene mucho de una Tosca y precisa de un arte exquisito para el recitado,
la media voz y la messa di voce; para elaborar esas
frases largas y esas remontadas. Es un prototipo
de este tipo de canto a flor de piel, que sale del
alma y que requiere tanta vibración verista como
finura en la línea, la célebre La mamma morta, un
aria en dos partes en el corazón del tercer acto,
que se inicia en un quasi parlando a piacere y va
alimentándose de un lirismo intenso, pregnante,
que tiene un primer clímax en la fabulosa frase,
explicativa de un a alegría inmensa, Fu in quel dolore che a me venne l’amor! Voce piena d’armonia
e dice: Vivi ancora! Io son la vita! Al tiempo que
se da salida al andantino, que inaugura la segunda mitad, la voz, que ha ascendido, en bello portando, al Fa sostenido, se recoge milagrosamente
en un escalofriante piano. Al menos eso es lo que
ha de pedirse a la soprano, que sin duda aún tiene una nueva prueba en los compases postreros
con esa escalada al Si natural agudo: Ah! Io son
l’amore!, adornada con un ritardando y, rápida-
Este tono, que engloba tanto el sentimiento recogido como el esplendor radiante del canto
a plena voz, se localiza también, hábilmente dosificado, en el conocido dúo final, en donde las
voces de los amantes, han de circular, con poder
y descaro, por los andurriales del La bemol, La
natural, Si bemol y Si natural agudos. Esta última
nota es temida con justicia por tenores y sopranos, que en ocasiones, con desvergüenza, cantan
medio tono más abajo. La página, en la que los
dos intérpretes han de emitir sin tapujos y dar lo
mejor de sí mismos, consta de ocho secciones en
las que hay de todo. Comienza por un andantino
molto calmo, de signo muy lírico, en el que Chénier enuncia un bella melodía lírica, Vicino a te
s’acqueta, que expresa su amor por Maddalena.
A partir de Per non laciarti ella, più mosso, se va
exaltando poco a poco y desemboca, con slancio,
en Ah!… Chi la parola estrema, que dibuja ya el
gran tema que dominará toda la parte final y que
es continuado por el poeta en Tu sei la meta, asimismo anotado con slancio, con la mayor de las
pasiones, y que es impulsado todavía más con una
inflexión cromática y un sforzando de la orquesta
desde Il nostro è amore d’anime, secundado ya por
la voz de ella.
)
Lo que podríamos calificar de sección
nº 5 empieza, a piacere, en una suerte de recitativo, con las palabras Salvo una madre!, que indican
el desprendimiento y generosidad de Maddalena y promueven la exaltación de Chénier en un
142
)
143
allegro vivo agitato, que la besa violentamente y
prorrumpe en la exclamación Orgoglio di belleza,
fundida con las palabras Amante y E il mondo,
lanzadas a los cuatro vientos. Los ritmos sincopados albergan el sonoro si bemol agudo, mientras el tempo se acelera hacia un allegro marcial
en la entusiasta frase La nostra morte è il trionfo
dell’amor, que abre la sexta sección y que es repetida por la joven y se encadena de nuevo a la
idea principal del dúo, pregonada tutta forza. Un
corto diálogo conduce a la llamada del carcelero
Schmidt, que llevará a los amantes a la guillotina.
Ahí parte la octava sección que eleva a las dos voces, col massimo entusiasmo, definitivamente al si
natural: Viva la morte insiem!
Leclercq, de la pobreza de ideas de Giordano, que
en momento como éste no tiene otro recurso que
doblar la línea vocal con la orquesta a la octava
inferior. Un Mi agudo en e mentre uccido nos devuelve al recitativo.
La tercera parte es el aria propiamente dicha, que se abre, con un detalle, en esta ocasión,
sí, muy fino: una melodía en Re mayor del clarinete, y que presenta la frase La coscienza nei cuor
ridestar de le genti, que se va animando paulatinamente hasta llegar al Fa sostenido agudo en e
in un sol bacio. Las armonías inestables expresan
la duplicidad, o multiplicidad, del personaje. Sólo
barítonos de gran solidez, anchos y oscuros, están
en condiciones de servir los tornasoles de este dubitativo revolucionario, que pide matices que algunas de las más grandes voces, como Bastianini,
no han sido capaces de otorgar. Hablando de instrumentos de excepción, no hay duda de que un
coloso como Titta Ruffo se erige, a la vista de la
historia, como el mejor Gérard posible. Aunque
un Stracciari, un Viglione-Borghese o un Amato
pudieran alcanzar un mayor grado de matización.
Granforte, Galeffi o Danise fueron también grandes aquí. En tiempos más recientes han sido destacables Bechi, pese a su inclemente nasalidad,
Warren, a despecho de su engolamiento, Guelfi,
siempre algo tosco, Protti, más bien impávido, y
Milnes, valiente y fibroso. Nucci o Pons no han
brillado, en épocas más cercanas, ante Cappuccilli y, sobre todo, Zancanaro.
)
Es el desafío definitivo para soprano y tenor. Antes, el barítono, el antiguo criado Gérard,
habrá tenido sus oportunidades y posibilidades
de demostrar un depurado arte de canto solicitado por una escritura que trata de describir con
fortuna la compleja personalidad del individuo y
mostrar sus cuitas. En este sentido es, como se ha
dicho, una criatura más rica y menos lineal que
Chénier y Maddalena, que pasa continuamente
de la duda a la seguridad y que revela poseer un
corazón capaz de sacrificarse. Las reflexiones de
Gérard, y sus disquisiciones de índole política,
bastante críticas con la Revolución, quedan nítidamente expuestas en la gran aria del tercer acto
Nemico della patria?, dividida, esquemáticamente, en tres grandes segmentos, el primero en forma de recitativo dramático, el segundo con servicio a una meditativa y evocadora melodía que
ha de enunciar la frase Un dì m’era di gioia con
tristezza, que mantiene una simplicidad casi verdiana, pero que da cuenta también, como señala
144
l'arbore
di diana
)
Vicente Martín y Soler (1867 - 1948)
145
L’arbore di Diana (El árbol de Diana)
Vicente Martín y Soler (1867 - 1948)
DRAMMA GIOCOSO EN DOS ACTOS.
Libreto de Lorenzo Da Ponte. Estrenado en el Burgtheater de Viena el 1 de octubre de 1787.
Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Gran Teatro del Liceo de Barcelona.
Director musical: Ottavio Dantone
Director de escena: Francisco Negrín*
Escenógrafos: Rifail Ajdarpasic* / Ariane Unfried
Figurinista: Louis Dèsiré*
Iluminadora: Bruno Poet*
Diana: Lyubov Petrova (17, 19, 22, 24, 26) / Ekaterina Lekhina* (18, 20, 25)
Amore: Marina Comparato (17, 19, 22, 24, 26) / Ketevan Kemoklidze (18, 20, 25)
Britomante: Ainhoa Garmendia
Clizia: Marisa Martins
Cloe: Jossie Pérez*
Silvio: Pavel Breslik (17, 19, 22, 26) / José Luis Sola* (18, 20, 24, 25)
Endimione: Dmitry Korchak* (17, 19, 22, 26) / Por determinar (18, 20, 24, 25)
Dorsito: Marco Vinco (17, 19, 22, 26) / Simón Orfila (18, 20, 24, 25)
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Marzo: 17, 18, 19, 20, 22, 24, 25, 26
20:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
146
Argumento
L’arbore di Diana (El árbol de Diana)
Fernando Fraga
Dramma giocoso en dos actos de Vicente Martín y Soler.
Libreto de Lorenzo da Ponte.
El árbol a que se refiere el título es el que poseía Diana, versión romana de la diosa griega de la caza
y de la castidad de nombre Artemisa, y que le permitía descubrir el comportamiento de las ninfas que
bajo sus ramas se colocaban. Si éstas eran culpables de no practicar aquella preceptiva castidad, el
propio árbol dejando caer sus manzanas las castigaban, en ocasiones hasta con la muerte.
de cómplice para humillar el orgullo de Diana
(N.º 2. Recitativo acompañado de Doristo y El
Amor. Aria de El Amor: Se il vuoi saper).
Acto I
Tras la obertura (allegro assai, andante sostenuto), el telón se alza sobre un ameno lugar junto a un bosque, una gruta, un lago y un templo.
Destaca sobremanera el árbol con las manzanas
doradas, bajo el cual dormita Doristo.
El Amor desaparece y Doristo finge dormir
al ver que se acercan Diana y las ninfas surcando el lago en barcas cubiertas de flores. La diosa
alaba la tranquilidad de un jardín en el que se
puede ser libre, lejos de los peligros que acarrea El
Amor. A su canto se suman las tres ninfas. Clizia
rocía con sus gotas celestiales a Doristo para que
cambien sus afectos y costumbres (N.º 3. Aria de
Diana: Tranquilli soggiorni, y terceto de las ninfas:
Intreciamo, sorelle vezzose).
La tres ninfas, Britomarte, Clizia y Cloe,
desatan al pastorcillo Doristo antes de acudir al
templo donde les espera la diosa Diana (N.º 1.
Introducción. Las tres ninfas: Zitto, zitto, non
parlate).
Doristo es despertado por El Amor, asombrándose de la belleza del lugar donde se encuentra, en especial de un árbol que exhibe un tan
apetitoso fruto. Es detenido por El Amor al intentar apoderarse de alguna de las manzanas. El
dios aclara la situación de Doristo. El joven, vulgar y primitivo, ha conducido a la isla de Cintia
–nombre con el que a menudo, en la texto del libreto los personajes, se dirigen a Diana– para que
custodie ese árbol, el encargado de vigilar a diario
la virtud de las ninfas. El Amor quiere tomarle
)
Doristo deja de fingir y, extasiado por la belleza de las mujeres que le rodean, no duda en dedicarles palabras galantes, despertando con ello
el furor de la castísima diosa, enemiga del Amor.
Doristo no se echa atrás y expone muchas de las
razones por las que, él siendo hombre y ellas mujeres, no pueda poseer el serrallo con el que viene
soñando desde hace tiempo (N.º 4. Aria de Doristo: Da parte gli scherzi).
147
Por esa osadía, Diana convierte a Doristo
en un arbusto. Todas se van en las barcas, al son
del canto de las ninfas (N.º 5. Repetición del terceto de las ninfas: Intreciamo, sorelle vezzose).
olvidándose del peligro que supone para ellas olvidar las órdenes de Diana. Las ninfas invitan a
los tres hombres a seguirlas, ya que no tendrán
ningún problema de alejarlos de la vista de Diana, pues a las mujeres no les faltan lugares donde
poder esconder a sus amantes.
Del bosque sale Endimión que huye perseguido por Silvio. El Amor, vestido de pastorcilla consigue que Silvio deponga sus armas
(N.º 6. Terceto de Endimión, Silvio y El Amor:
Dove vado, dove fuggo?). Los dos jóvenes explican
el motivo del enfrentamiento: Endimión acabó
con el lebrel de Silvio porque el perro atacaba a
sus ovejas. El Amor le dice a Silvio que corte una
rama del árbol que le va a indicar y al día siguiente le devolverá a su can vivo. Silvio ejecuta lo ordenado y el arbusto, que no es otro que Doristo,
al ser herido se queja.
Britomarte, como la principal de las tres
ninfas, se arroga el derecho de elegir ella a su
amante. Y se decanta por el morenito Silvio
(N.º 10. Aria de Britomarte: Di Cintia seguace).
El Amor da entonces la señal de alarma:
Diana se acerca. Todos, salvo El Amor, se ocultan
en la gruta.
El Amor como mensajero de sí mismo, le
pide a Diana de que se someta al yugo de su
amo, que destruya el maldito árbol y que devuelva a las ninfas la posibilidad de enamorarse. Diana se niega, achacándole al Amor su naturaleza
pérfida y maligna. Pero El Amor muy sensatamente le pregunta el por qué de esta opinión si
ella nunca ha estado enamorada. Seguidamente
hace un ardiente elogio de sus virtudes. El amor
es algo bueno y bello y da la felicidad (N.º 11.
Aria de El Amor: Si dice qua e là). A la insinuación de que sus ninfas no están tan inmunes a
ese sentimiento, como Diana desea o da a entender, El Amor hace que salgan de su escondite
los tres jóvenes.
Como explicación ante el asombro de los
pastores, el arbusto da cuenta de su estado. Por
causa de las mujeres en esa situación se halla (N.º
7. Cavatina de Doristo: Un galant’uom son io).
El Amor devuelve su aspecto a Doristo. Endimión y Silvio no acaban de salir de su asombro.
Endimión describe a Doristo, siempre interesado
por todo lo que tenga que ver con las mujeres, el
aspecto de la moza que le devolvió su identidad
(N.º 8. Aria de Endimión: Lieti e amorosi i rai).
Doristo relata entonces la aventura vivida anteriormente. Los tres pastores se disponen
a huir, pero El Amor les disuade de hacerlo, ya
que están prisioneros en la isla (N.º 9. Cuarteto
de Endimión, Silvio, Doristo y El Amor: Qualche
diavol qui s’asconde).
Diana sospecha que sus ninfas hayan olvidado sus deberes, El Amor amenaza derrotarla con sus armas y los tres muchachos tiemblan
ante el semblante airado de la casta diosa (N.º 12.
Quinteto de Diana, Endimión, Silvio, Doristo y
El Amor: Che sorpresa è questa mai?).
)
Reaparecen las tres ninfas y la presencia de
los pastores les resulta sobremanera agradable,
148
suerte de encontrar a Diana y furtivamente le clave
el dardo, será correspondido inmediatamente.
Diana hace acopio de todo su furor y, evocando su categoría y orgullo divinos, amenaza con
hacer temblar cielo y tierra con la eficacia de sus
rayos (N.º 13. Recitativo acompañado, Perfidi! In
questa guisa i dritti miei, y Aria de Diana: Sento
che dea son io). Luego se va con aires de solemnidad e importancia.
Doristo pretende seguir a sus compañeros
de infortunio, pero El Amor se lo impide, quiere
que sea suyo. Doristo se niega porque le parece que
esa partorcilla tiene algo como de muchacho. Ella
aclara el asunto afirmando que tiene un hermano
que se le parece, El Amor, y Doristo, con su humor
sencillo y fanfarrón, le considera ya su compañero,
su cuñado y a Venus su suegra. “¡Casémonos!”, le
dice. Pero hay que esperar: El Amor necesita antes
acabar algunos asuntos pendientes con Diana.
El Amor pregunta a los tres pastores si Diana les agrada. ¿Quién de ellos querría enamorarla? Silvio se destaca dando una delicada respuesta
y enumerando las bellezas que ha observado en
la diosa (N.º 14. Aria de Silvio: Qual piacer prova
il cor).
Más, besando la mano del Amor, Doristo
inicia su conquista. El Amor le sigue el juego
(Dúo de El Amor y Doristo: Occhietto furbetto).
)
Sin más dilación, El Amor da a cada uno de
ellos una flecha de su carcaj: el primero que tenga la
149
Pero Diana descubre su traición (N.º 18.
Cavatina de Diana: Impudica, indarno fuggi).
Doristo, a todas estas, le entra el apetito y
con el anillo mágico que le han dado intenta apoderarse de una manzana del árbol dorado. Desde
el árbol un Coro de Genios desgrana una delicada
melodía donde alaba los honores que procura la
diosa que evita el amor (N.º 16. Final I: O saggio
giovinetto).
La ninfa y los fugitivos, cuya huida es ahora
abortada, imploran piedad de la indignada diosa
la cual, antes de desaparecer, deja a los cuatro culpables arrojados por tierra y medio adormecidos
(N.º 19. Cuarteto de Silvio, Endimión, Doristo y
Diana: Pietà, pietà di noi).
Aparece Diana de improviso al frente de su
ejército de ninfas (Presto, presto, non tardate). Vienen dispuestas a lanzar sus flechas contra todos
los enemigos masculinos, los pastores y el impresentable guardián del árbol. El Amor defiende a
Doristo con un escudo de rosas. Las ninfas se quedan insólitamente inmóviles (Via brave vibrate).
Es El Amor el que les saca, con algo de su
habitual sentido del humor, de esa especie de
abatimiento.(N.º 20, Cavatina de El Amor: Il
bel quadro in verità!). El Amor, que ve cercano el
instante de su victoria, ordena al cuarteto que se
esconda junto a la fuente de Diana y allí espere
acontecimientos.
Diana entonces se acerca para dar ella misma el golpe al infeliz Doristo, pero es detenida
por Silvio (Ferma, ferma, e pria fa meco). Le toca
ahora presentarse a Endimión. Éste clava su flecha en el corazón de Diana (Non si perda el bel
momento). La furia de la diosa es terrible y todos
se sienten invadidos por un incontrolable terror.
El Amor también, pero reacciona enseguida y se
dispone a vengar las ofensas recibidas (Dalla smania, dalla rabia).
En efecto, cuando Diana regresa con sus
otras ninfas, Cloe y Clizia, sólo se encuentra a
Endimión que no ha seguido las órdenes de El
Amor. Será el chivo expiatorio de Diana, pero el
pastor se defiende ofreciéndole una encendida y
admirativa declaración sentimental (N.º 21. Aria
de Endimión: Ah, quante volte mai). Diana, indecisa, siente nacer en su interior una sensación
hasta entonces desconocida, pero quizás latente.
Sin hacer caso a tal perturbación, ordena a
Clizia que hiera al joven, pero ésta es incapaz de
cumplir el mandato, antes volvería el arma contra
ella misma (N.º 22. Aria de Clizia: Come farò? Ferir non so). Diana, muy confusa, corre a consultar
al sacerdote de Júpiter. El Amor se regocija porque todo está saliendo conforme a lo previsto.
Acto II
El templo de Diana junto a un pequeño
bosque.
Saliendo del templo, Britomarte deja libres
a los pastores, quienes agradecen su acto, indicándoles el camino que han de tomar (N.º 17.
Introducción, con Britomarte, Silvio, Endimión y
Doristo: Or ch’ho sciolto i lacci vostri).
)
A un lugar cercano, en medio de una pequeña vegetación se han trasladado Cloe, Clizia
y Endimión
150
Preocupados por la reacción de Diana, es
Cloe la que se hace eco de esta inquietud, aunque confiesa que su manera de actuar fue producida por una fuerza interior, desconocida, que la
hizo comportarse de tal modo (N.º 23: Aria de
Cloe: Da un nume ignoto).
con el sacerdote de Júpiter. Luego, despojada de
su manto y su arco entra en la gruta para relajarse
bañándose en sus termas.
El Amor, con su compañía, aparece y al ver
un letrero que dice: “Aquí reina Cintia” lo sustituye por “Aquí reina Amor”. El Amor invita a todos
a que canten con ella un himno, desde luego, destinado a ensalzar al sentimiento que él representa
(N.º 27. Himno-Septeto de El Amor, los tres pastores y las tres ninfas: Cessate di spargere).
Las dos ninfas ven, como única vía para recuperar la confianza de Diana, matar a Endimión.
Es Silvio, reapareciendo, quien salva la vida del
compañero de aventura. Las ninfas ponen pies en
polvorosa.
El Amor despeja el lugar, ocultado oportunamente a sus acompañantes, a la espera de la
reaparición de Diana. Sólo deja bien a la vista a
Endimión, dormido. Así se lo topa Diana cuando sale de la gruta, no pudiendo resistirse ante
la belleza del joven. Duda en despertarle, pero
Endimión abre poco a poco sus ojos y se deja acariciar por las suaves manos de la diosa. Endimión
reconoce a Cintia y la pareja se abraza con frenesí (N.º 28. Recitativo acompañado de Diana,
Miseri! Dove son?, y Dúo de Diana y Endimión:
Pian, pianino).
Los dos pastores quieren huir pero no saben
cómo. De nuevo, El Amor continúa con burlas su
juego con los muchachos (N.º 24. Terceto de Endimión, Silvio y El Amor: Ah, presto fuggiamo).
Al hacerse visible, El Amor, pide paciencia
a Endimión y Silvio: no está lejano el feliz momento en que sus tormentos se troquen en placeres (N.º 25. Aria de El Amor: Sereno raggio).
En una gruta rodeada de cipreses, encontramos a continuación a Doristo que se halla sentado
a la vera de Britomarte. Doristo, con su particular
filosofía acerca del amor y de las mujeres, intenta
conquistar a la ninfa, que permanece muda (N.º
26. Aria de Doristo: Se un occhiattina tenera).
Una vez que la entrelazada pareja se va,
llegan a El Amor y Silvio. Éste se le queja, amargado, de haberle hecho testigo del triunfo de su
rival (N.º 29. Recitativo Ferma, ferma, ove fuggi? y
Aria de Silvio: Dunque vaghezza avesti).
Cuando se aproxima a Britomarte con
intención de besarla, se lo impide El Amor que
acaba de presentarse en compañía de Silvio, Endimión, Clizia y Cloe.
El Amor le hace olvidar a Silvio todos sus
pesares, transformándole en el sacerdote de Júpiter al que espera Diana.
Para ocultarlos a la mirada de Diana, El
Amor los convierte a todos en árboles o piedras.
Doristo que según ha tenido oportunidad
ha ido declarando su amor una por una a las tres
ninfas, viene ahora perseguido por ellas que le reclaman el cumplimiento de la respectiva promesa
)
Diana, en efecto, sumida en desconocidas
e inquietantes turbaciones, espera su encuentro
151
de matrimonio (N.º 30. Cuarteto de Clizia, Cloe,
Britomarte y Doristo: Non ti lascio, traditore).
Todos acaban reunidos en el jardín de Diana, junto al árbol dorado, con Silvio todavía bajo
la apariencia de Alcindo. Además, se puede ver a
cuatro sacerdotes que portan una urna.
El Amor se apiada de Doristo y le rescata de
las furias femeninas, no sin antes haber recibido
el culpable algún que otro bien merecido golpe.
Para tormento de Diana Silvio-Alcindo
tiene la solución (Fra quest’ombre taciturne). El
resto de los personajes se arrodillan ante Diana
pidiéndole perdón (Pentito, smarrito).
Rodeados de flores, Endimión y Diana
dan rienda suelta a su pasión. La diosa, incluso,
lamenta el tiempo perdido a causa de la intolerancia y odio que ha alimentado hasta entonces
frente al amor.
De la urna van a ir sacando los nombres en
el orden en que irán pasando bajo el árbol para la
virtuosa prueba. El Amor saca la primera papeleta
y Silvio lee el nombre de Diana. Como eco al estado anímico de la diosa se produce una terrible
tempestad con terremoto que hace desaparecer
de improviso el jardín.
El Amor llama a Diana fingiendo la voz de
Silvio. Se deja ver éste, disfrazado de Alcindo, el
sacerdote de Júpiter. Diana, confusa y atormentada por sus encontrados sentimientos ordena a
Endimión que se aleje (N.º 31. Rondó de Diana:
Teco porta, o mia speranza).
En su lugar se deja ver El Amor, con su séquito, sobre un carro triunfal y rodeado de otras
divinidades (Di temer cessate).
Diana narra al sacerdote todos los complicados sucesos ocurridos durante ese día. Acaba
confesando que ella misma ha caído en las redes
del amor. El sacerdote la convoca ahora bajo el
árbol de las pruebas junto al cual él reunirá también a las ninfas.
Éste es el dictamen del dios del Amor:
Doristo será el guardián de su palacio, en compañía de las tres ninfas, Silvio es nombrado sacerdote custode del templo y Diana se entregará a su pasión.
El Amor celebra su triunfo con las ninfas
(N.º 32. Final segundo: Venite, amiche belle). Al
grupo se van sumando Endimión, desesperado en
busca de su amada, y Doristo esperando qué otro
contratiempo ahora le va a caer encima..
)
Diana reconoce finalmente el triunfo del
Amor (Vieni, oh vieni o bella dea / Vengo, vengo,
son già vinta).
152
Voluptuoso sin ser lascivo:
Da Ponte en sus Memorias
Pedro Víllora
a una supuestamente valiosísima colección de libretos que sólo podía consultar bajo la vigilancia
de su dueño–. ¡Pobre Italia, qué cosas! Ni enredo,
ni caracteres, ni interés, ni disposición de escenas, ni gracia de lengua o de estilo, y, aun cuando
estuvieran escritas para hacer reír, cualquiera las
habría creído harto más propias para hacer llorar.
No había un verso, en aquellas míseras chapucerías, que encerrase un donaire, una rareza, una
frase graciosa, que despertase de alguna manera
las ganas de reír. Eran amasijos de conceptos insípidos, de necedades, de bufonadas. ¡Éstas eran las
joyas del señor Varese y los dramas bufos de Italia!
Confiaba en que sería fácil componer otros mejores. Creía al menos que acá y allá se encontraría
en los míos algún rasgo agradable, alguna pulla,
algún chiste; que la lengua no sería ni bárbara ni
sucia; que se habrían podido leer sin disgusto las
arietas; y que, si hallaba un tema jovial, capaz de
caracteres interesantes y fértil en accidentes, no
habría podido, ni queriendo, componer un drama
tan malo como eran los que había leído. Mas supe
por experiencia que requiérese mucho más para
componer un drama que guste, y sobre todo que
guste al representarse en escena».
Cuando Lorenzo Da Ponte (1749-1838)
se presentó en Viena ante el emperador José II
para pedirle protección y trabajo, la conversación
derivó por terrenos de cultura y arte hasta que,
aproximándose ya a su conclusión, el monarca
le preguntó cuántos dramas había compuesto.
La respuesta del futuro libretista, según como lo
cuenta en sus Memorias1, fue: «“Sire, ninguno”.
“¡Bien, muy bien!”, replicó sonriendo, “tendremos una musa virgen”».
En los primeros años de la década de 1780,
cuando Metastasio estaba a punto de fallecer y
concluir así un magisterio en el terreno de la literatura operística que abarcaba la práctica totalidad del siglo (además de dejar vacante su puesto
como poeta oficial de la corte vienesa), Da Ponte
era un abate libertino versado en poesía pero de
todavía escasos conocimientos dramatúrgicos.
El relato que hace de sus primeras, apresuradas,
pero intensas lecturas teatrales, al hilo de la reactivación del teatro italiano en la capital austriaca,
señala tanto su ambición profesional como su criterio estético y la exigencia de renovación temática y formal propia de un tiempo en que el teatro
ilustrado había abierto en el escenario un lugar
para el rigor y la verosimilitud y se aprestaba para
engrandecerse con el hálito romántico: «Tuve la
paciencia y el valor de recorrer con los ojos dieciocho o veinte de aquellas joyas –dice refiriéndose
)
Cuando en 1826 auspiciase en Nueva York
la representación de Don Giovanni a cargo de la
compañía de Manuel García y María Malibrán,
justo después de que padre e hija hubiesen prota153
gonizado El barbero de Sevilla en la misma ciudad,
Da Ponte se vio obligado a salir en defensa de Rossini a propósito de alguna crítica periodística que
lo situaba muy por debajo de Mozart: «El buen
Rossini se repite a veces en sus composiciones;
mas eso no ocurre, a mi parecer, por falta de ideas
o por pobreza de la fantasía; la culpa es de la avara
ignorancia de mal avisados empresarios teatrales,
los cuales, creyendo que en el éxito de un drama
musical poco o nada cuenta el poeta, por ahorrar
unas piastras en el poeta, que de poeta sólo tiene
el nombre, entregan a los compositores de música
unas palabras que no dicen nada, y dicen siempre
lo mismo. Poquísimos son los dramas en los cuales
no se oiga repetir una, dos y tres veces: “¡Ay! se
me parte el alma...” “Ya no tengo esperanza...” “El
seno me traspasas...” “De angustia moriré...” “Mi
dicha bienamada...” o frases y palabras por el estilo, que quieras que no deben entrar al comienzo
del aria, o en la stretta o sea cierre del dúo, terceto o final; ¡y en eso imagínase el versificador que
consiste el principal mérito del drama!».
de caracteres, ni mérito de situaciones, ni gracia
de lengua, ni imágenes de poesía, hubiera tenido
dramas en los que, a más del interés del asunto,
hubiera el poeta sabido oportunamente alternar
lo dulce y lo feroz, lo alegre y lo patético, lo pastoral y lo heroico, etc., etc., otro, muy otro hubiera
sido el efecto de su música, que la veracidad de
los metros, los sentimientos y la letra le habrían
obligado a variar. La prueba de ello es El barbero
de Sevilla, que, siendo una de las obras maestras
de Beaumarchais, ha suministrado excelentes
materiales al traductor italiano».
Tres dicotomías –el tono, el sentimiento, el
ambiente–, que emanan del clasicismo pero que
lo superan al integrarse: «Esta triple variedad fue
mi principal cavilación en todos los dramas escritos por mí, y principalmente en los que tuve la
suerte de escribir para Salieri, Martini2 y Mozart,
quienes tenían el mérito de saber leer, mérito, en
verdad, del que no pueden presumir todos nuestros compositores de música, algunos de los cuales no saben la diferencia que hay entre los versos
de Metastasio y los de Bertati o Nunziato Porta.
Casi me atrevería a creer que en doce dramas escritos por mí para esos tres maestros, no hay dos
arias o dos de los llamados concertantes, que se
parezcan, y si en esas óperas ellos se han repetido
raramente, en este aspecto concédaseme al menos jactarme de tener parte de la gloria».
Habían pasado algo más de cuarenta años,
pero su opinión acerca de la importancia del libreto para el éxito de una ópera seguía siendo la misma. Es más, hasta cierto punto parece lamentarse
de no haber podido escribir para Rossini como sí
lo hiciese para otros maestros, puesto que él podría haberle aportado esa base indispensable para
la grandeza de la que carecía el compositor: «Si
el inimitable Rossini, en vez de verse condenado
a vestir con sus graciosas notas unas letras chapuceras, juntadas para formar cierto número de
acentos y de sílabas, a las que se atreven a dar el
nombre de verso y en las cuales no hay ni sentimientos del alma ni viveza de afectos, ni verdad
)
Esos doce textos, que en realidad son trece,
incluyen sus colaboraciones con Salieri –la inaugural Il ricco d’un giorno (1784), Axur, re d’Ormus
(1788), Il talismano (1788), Il pastor Fido (1789)
y La cifra (1789)–; la célebre trilogía Mozart-Da
Ponte –Le nozze di Figaro (1786), Il dissoluto pu154
nito o sia Il Don Giovanni (1787) y Così fan tutte
o sia La scuola degli amanti (1790)–, y los trabajos
con Vicente Martín y Soler donde destaca más la
trilogía vienesa –Il burbero di buon cuore (1786),
Una cosa rara, o sia Bellezza ed onestà (1786) y
L’Arbore di Diana (1787)– que dos producciones
londinenses: La capricciosa corretta –también llamada La scuola dei maritati, La moglie corretta o
Gli sposi in contrasto– (1795) y L’isola del piacere
o La isola piacevole (1795).
bias de buen corazón– se convierte en el primero
de sus éxitos, aparte de convertirse en una especie de banco de pruebas para Las bodas de Fígaro: si aquí adapta a Beaumarchais, Il burbero es
versión de Le bourrou bienfaisant, la penúltima
obra de Carlo Goldoni, si bien la primera de las
suyas escrita en francés.
La elección de este texto fue criticada por
Giambattista Casti, que acababa de triunfar con
Il Re Teodoro a Venezia, un libreto para Paisiello
que, según Da Ponte, «no carecía de pureza de
lengua, belleza de estilo, gracia y armonía de versos, ni de sal, elegancia y brío; las arias eran bellísimas, los concertantes deliciosos, los finales muy
poéticos; y sin embargo el drama no era cálido, ni
interesante, ni cómico, ni teatral. La acción era
)
Si la experiencia de la fracasada Ricco d’un
giorno sólo le vale, precisamente, para coger experiencia, Il burbero di buon cuore –se estrenó
en Madrid en 1792 con el título de El hombre
de mal genio y buen corazón, aunque Waisman3
cree más adecuado traducirlo como El cascarra-
155
lánguida, los caracteres insípidos, la catástrofe inverosímil y casi trágica. Las partes, en resumen,
eran excelentes, pero el todo era un monstruo. Me
pareció ver a un joyero estropear el efecto de muchas piedras preciosas por no saber unirlas bien ni
disponerlas con orden y simetría (...). Conocí que
no bastaba ser un gran poeta (pues en verdad Casti lo era) para componer un buen drama; necesarísima cosa era adquirir muchos conocimientos,
saber conocer a los actores, saber vestirlos bien,
observar en el escenario los fallos ajenos y los propios y, después de dos mil o tres mil pateos, saber
corregirlos; las cuales cosas, aunque utilísimas,
son empero harto difíciles de lograr, impidiéndolo
ora la necesidad, ora la avaricia y ora el amor propio. No me atreví, no obstante, a declarar a nadie
mi pensamiento, pues estaba segurísimo de que,
de haberlo hecho, me habrían lapidado o tachado
de loco, de demente».
cas y las pequeñas venganzas por cuestiones sin
mayor trascendencia que dan lugar a la crítica de
costumbres.
Frente al virtuosismo poético, Da Ponte comprende que «en los dramas bufos generalmente las palabras no cuentan sino como el
marco de un hermoso cuadro que sostiene el
lienzo» y, así, la estructura dramática y la escenificación se ponen al servicio de una creación
musical –algo que quedaba tan claro en Il ricco,
que tuvo que ser sometida a múltiples reestructuraciones durante el proceso de composición–,
sin que la elocución, supuesto patrimonio del
poeta, sobresaliese: «Casti se encontró bastante
embarazado, y no se atrevió a hablar mal, a las
claras, de un drama que todos alababan. Tomó
el camino de en medio. Alabó, aunque añadió
tantos “pero”, que la propia alabanza venía a parar en censura. “Pero, en el fondo”, decía, “no es
más que una traducción... Habrá que ver cómo
se desenvuelve con una obra original... Pero es
una lástima que descuide tanto la lengua... Talla,
por ejemplo, no significa estatura...” (...) ”Señor
abate”, le dije entonces, “quien en un drama no
puede criticar sino alguna palabra, hace de él
grandísimo elogio”».
Si bien Da Ponte no expresase su opinión,
Casti, «tan empeñado en el designio de conseguir
el puesto de poeta cesáreo cuanto en perseguirme a mí, a quien creía único obstáculo, dijo en
voz alta y públicamente que aquel no era tema
de ópera bufa y que no haría reír». El tema es tal
como los padres de la Ilustración habían demandado: una comedia burguesa donde los caracteres
son reconocibles y se mueven –no sólo en el doméstico, sino en lo temperamental– en el suave
tono medio, con pequeñas contradicciones que
se complementan y dan vivacidad al asunto y verosimilitud al comportamiento. Así, la figura del
viejo gruñón que, pese a no atender los intereses
sentimentales de sus sobrinos, termina aplacando
su rabia y perdonando cualquier enredo, es, pese
a Casti, bufa, como lo son las intrigas domésti-
)
Con Il burbero, el italiano Da Ponte traducía a su idioma –y adaptaba a sus costumbres– la
obra que otro italiano había escrito en francés
para el público parisino. Sus siguientes textos
siguen siendo versiones de obras ajenas. Así, la
inmediata Las bodas de Fígaro, según Beaumarchais, en la que se mantiene en un ámbito social cercano al anterior; Gli equivoci (1786), con
música de Stephen Storace, que proviene de La
156
asaltos del príncipe, antes y después de las bodas. Titulo, pues, la ópera Una cosa rara, o sea
belleza y honestidad, corroborando el título con
el famoso verso del satírico:4 Rara est concordia
formae atque pudicitiae. Puse manos a la obra
y he de confesar que nunca en mi vida escribí
unos versos con tanta celeridad ni tanto deleite.
Ya fuera por un sentimiento de tierna parcialidad hacia un compositor de quien se me habían
derivado los primeros rayos de paz y de gloria
teatral, fuese por el deseo de abatir de un golpe
mortal a mis injustos perseguidores, o fuera, en
fin, por la índole del argumento, en sí poético y
deleitoso, acabé en treinta días y el buen maestro acabó al mismo tiempo la música»
comedia de las equivocaciones; y Una cosa rara,
con Martín y Soler, que se inspira en Vélez de
Guevara aunque, equivocándose, en sus Memorias mencione a Calderón: «Dolíase ya Martini
de mi excesiva tardanza en darle las letras; recién terminado el Figaro, el hermano de la Storace, que había conocido mejor los talentos de
su primer poeta, obtuvo del emperador que yo
le diese un libreto y, por complacerlo y aligerar,
lo saqué de una comedia de Shakespeare. Como
no debía de parecer posible que yo escribiese
dos dramas a un mismo tiempo, me pareció el
momento oportuno para poner en obra mi plan.
Fui a ver a Martini y le hice prometer que nadie en el mundo sabría que tenía que escribir
un drama para él. El buen español me secundó excelentemente y, para adobar mejor la cosa,
fingió estar encolerizado con mi retraso, y dio a
entender a todos que un poeta, que le había hecho otra ópera en Venecia, le había mandado ya
un drama al que estaba poniendo música. Entre
tanto, por agradar tanto a él como a la embajadora de España, su protectora, pensé en escoger
un tema español, lo cual agradó sumamente a
Martini y al emperador mismo, a quien confié
mi secreto, que aprobó sumamente. Tras haber
leído unas comedias españolas, para conocer un
poco el carácter de aquella nación, me agradó
muchísimo una comedia de Calderón titulada
La luna de la Sierra; y tomando de ella la parte
histórica y cierta pintura de los caracteres, tracé
mi plan, en el cual tuve ocasión de hacer brillar
a todos los mejores cantantes de la compañía de
aquel teatro. El argumento del drama era sencillísimo. El infante de España se enamora de una
bellísima serrana. Ella, enamorada de un serrano
y de carácter virtuosísimo, se resiste a todos los
Los ensayos no parecen haber sido fáciles:
«En cuanto se distribuyeron las partes, se desató
el pandemónium. Uno tenía demasiados recitativos, otro no tenía bastantes; para el uno el aria era
demasiado grave, para el otro demasiado aguda;
éste no entraba en los concertantes, aquel debía
cantar demasiados; quien estaba sacrificando a la
prima donna, quien al primero, segundo, tercero y
cuarto bufo; la indignación era general. Se decía,
empero (y eso pensando en moler tanto a Martini como a mí, a quien no creían autor de los
versos), que la poesía era bellísima, los caracteres
interesantes, el tema del todo nuevo; que el drama, en fin, era una obra maestra, pero la música
flojísima y trivial. “Aprenda, señor Da Ponte”, me
dijo un día seriamente cierto cantante, “cómo se
escribe un libreto bufo”. Es fácil imaginar cómo
me reía».
)
Los efectos de Una cosa rara redundaron
en el prestigio profesional pero también en el
157
rare, quería reducirla al carácter de drama y de
música italiana, y me pedía por ende una traducción libre. Mozart y Martini dejaban la elección
totalmente en mis manos. Escogí para aquel el
Don Juan, tema que le agradó infinitamente, y El
árbol de Diana para Martini, a quien quería dar
un argumento amable, adaptable a sus dulcísimas melodías, que llegan al alma pero que poquísimos saben imitar. Hallados estos tres temas, fui
a ver al emperador, le expuse mi idea y le informé
de que mi intención era escribir estas tres obras
simultáneamente. “¡No lo conseguirás!”, me respondió. “Quizá no”, repliqué, “pero lo intentaré. Escribiré de noche para Mozart y me figuraré
leer el Infierno de Dante. Escribiré por la mañana
para Martini y me parecerá estudiar a Petrarca. La
tarde para Salieri, que será mi Tasso”. Juzgó asaz
bello mi paralelo; y, apenas vuelto a casa, me puse
a escribir».
magnetismo personal de sus creadores: «Las señoras, principalmente, que no querían sino ver
La cosa rara y vestirse a la manera de La cosa
rara, nos creían en verdad dos cosas raras tanto
a Martini como a mí. Habríamos podido tener
más aventuras amorosas de las que tuvieron todos los caballeros andantes de la Tabla Redonda
en veinte años. No se hablaba sino de nosotros,
no se alababa más que a nosotros; aquella ópera
había obrado el prestigio de descubrir gracias,
bellezas y rarezas que en nosotros no se habían
visto antes y que no se encontraban en los otros
hombres. Invitaciones a paseos, comidas, cenas,
partidas de campo, a pescar; billetitos almibarados, regalitos con versos enigmáticos, etc., etc,
El españolito, a quien divertía muchísimo todo
esto, se aprovechó de mil maneras. En cuanto a
mí, reí, hice mis reflexiones sobre el corazón humano, y pensé en escribir alguna otra Cosa rara,
si era posible, tanto más cuanto que César, tras
haberme dado conspicuas señales de su agrado,
me aconsejó hacer sin demora otra ópera, “para
ese excelente español”. (...) Quise entonces, sin
pérdida de tiempo, pensar un tema hermoso
pero diferente, sobre el cual escribir otro drama
para Martini».
Las Memorias abundan en sucesos galantes. Si Da Ponte abandona el oficio religioso para
el que se ha educado es, evidentemente, porque
sus intereses mundanos requieren su atención.
Al contar el proceso de escritura de los libretos
lo enriquece con detalles que podrían creerse
accesorios pero que casan a la perfección con la
sensualidad inherente a estos textos: «Me senté
a mi escritorio y me quedé doce horas seguidas.
Una botellita de tokay a la derecha, el tintero en
el centro, y una caja de tabaco de Sevilla a la izquierda. Una hermosa jovencita de dieciséis años
(a quien yo habría querido amar sólo con filial
cariño, aunque...) vivía en mi casa con su madre,
que tenía a su cargo la familia, y venía a mi cuarto
a toque de campanilla, que en verdad yo tocaba
con harta frecuencia, y singularmente cuando
)
El problema es que no sólo debía complacer a Martín y Soler, sino que también Mozart y
Salieri solicitaron los servicios de Da Ponte: «Vinieron los tres a la vez a pedirme un drama. Yo los
quería y estimaba a los tres, y de los tres esperaba
un remedio de los pasados fracasos5 y algún incremento de mi gloriecilla teatral. Pensé si no sería
posible contentarlos a todos y hacer tres óperas
de golpe. Salieri no me pedía un drama original.
Había escrito en París la música de la ópera Ta158
dos los versos que escribí en el transcurso entero
de otros seis años. Al principio yo le permitía muy
a menudo tales visitas; debí al final hacerlas menos frecuentes, para no perder demasiado tiempo
en amorosas ternuras, en las cuales era perfecta
maestra. El primer día, de momento, entre el
tokay, el tabaco de Sevilla, el café la campanilla
y la joven musa, escribí las dos primeras escenas
del Don Juan, otras dos de El árbol de Diana y
más de la mitad del primer acto del Tarare, título
que cambié en Axur. Llevé por la mañana estas
escenas a los tres compositores, que casi no querían creer que fuera posible lo que con sus propios
ojos leían, y en sesenta y tres días las dos primeras
óperas estaban acabadas del todo, y casi dos tercios de la última».
)
me parecía que la inspiración comenzaba a enfriarse; me traía ora una galletita, ora una taza de
café, ora nada más que su hermosa cara, siempre
alegre, siempre risueña, y hecha cabalmente para
inspirar estro poético e ideas ingeniosas. Continué trabajando doce horas diarias, con breves
intermedios, durante dos meses seguidos, y en
todo ese espacio de tiempo ella permaneció en
la habitación contigua, con un libro en la mano
o con la aguja y el bordado, presta para acudir a
mi lado al primer campanillazo. Se me sentaba a
veces cerca, sin moverse, sin despegar los labios ni
pestañear, me miraba muy fijo, sonreía suavísimamente, suspiraba y a veces parecía querer llorar;
en pocas palabras, esta doncella fue mi Calíope
para aquellas tres óperas, y lo fue después para to-
159
vivía conmigo, me fui a un gabinete lateral, y en
menos de media hora imaginé y describí todo el
plan de la obra, que además de algún mérito de
novedad, tenía el de atinar admirablemente con
el talante de mi augusto protector y soberano.
Había este, por aquel tiempo, abolido totalmente con un santo decreto la bárbara institución
monacal de los estados hereditarios».
El encargo de José II de escribir para Martín y Soler tiene otra finalidad: celebrar las bodas
de María Teresa de Austria con el príncipe Anton Clemens de Sajonia. Lo raro es que se haga
con una obra que celebra el triunfo del amor,
sí, pero por encima de la castidad y la pureza.
Se diría que L’arbore di Diana es el contrapunto de la moralizante Una cosa rara, aparte de
una evolución estilística y temática que nace
en el ambiente urbano de Il burbero, pasa por el
agreste y montaraz de Una cosa rara y desemboca en el mítico y pastoril del jardín delicioso
donde habitan las ninfas. Da Ponte señala que
la ópera fue la primera en representarse de las
tres escritas simultáneamente, y que «tuvo una
acogida felicísima, igual al menos a la de La cosa
rara. Diré unas cuantas cosas de esta ópera, que
quizás mi lector oiga con cierto deleite. El señor
de Lerchenheim (...) era grandísimo admirador
y amigo de Martini. Dos o tres días antes de dar
yo ningún verso al maestro, vino a verme con él
y, entre burlas y enojos, dijo “¿Cuándo tendrá
nuestro Martini sus versos?”. “Pasado mañana”,
respondía. “Entonces, ¿el tema está elegido?”.
“Sin duda”, añadí. “¿Y el título de la ópera?” “El
árbol de Diana”. “¿Está ya hecho el plan?”, dijo
Martini. “No le quepa duda”. Por buena suerte
sirvieron entonces la cena, y yo rogué a los dos
amigos que cenasen conmigo, asegurándoles que
después de la cena les enseñaría el plan que deseaban ver. Aceptaron la invitación y yo, que no
sólo no tenía hecho ningún plan, sino que había
dicho que el título era El árbol de Diana sin tener la menor idea de lo que ese árbol sería, fingí
necesitar algo en otra estancia, y di orden de llamarme al cabo de unos minutos. Dejé a los dos
amigos con mi bella musa y con mi hermano, que
)
Se refiere Da Ponte a que José II se había
planteado el poder de las casas de religiosos y
había decidido permitir la existencia de aquellas
que tuviesen alguna utilidad, por hallarse a cargo
de un hospicio, un hospital o alguna otra labor
beneficiosa, y cerrar todas las demás. Y, ciertamente, la imagen de Diana como una madre
superiora y de las ninfas como las monjas vigiladas por la anterior, era fácilmente identificable:
«Fingí, pues, que Diana, diosa fabulosa de la castidad, tenía un árbol en su jardín, cuyas ramas
producían manzanas de un tamaño extraordinario; y cuando las ninfas de la diosa pasaban bajo
aquel árbol, si eran castas de obra y pensamiento, las manzanas se volvían brillantísimas y salían de ellas y de todas las ramas sonidos y cantos
de celestial y suavísima melodía; si una de ellas
había cometido algún delito contra la santidad
de aquella virtud, las frutas, poniéndose más negras que el carbón, caíanle sobre la cabeza o la
espalda y la castigaban, desfigurándole el rostro
o magullándole y rompiéndole algún miembro,
en proporción a su delito. Amor, no pudiendo
sufrir ley tan ultrajante para su divinidad, entra
en el jardín de Diana con apariencias femeninas,
enamora al jardinero de la diosa, le enseña la manera de enamorar a todas las ninfas, y, no contento con ello, introduce allí al bello Endimión,
160
de quien al final se enamora la propia Diana. El
sacerdote6 de la diosa descubre a la hora de los
sacrificios que hay delitos en el virginal recinto,
y, con la autoridad sacerdotal conferida por la
deidad, ordena que todas las ninfas y la propia
Diana se sometan a las pruebas del árbol. Diana,
al verse descubierta, manda cortar la planta milagrosa y Amor, apareciendo en una nube de luz,
ordena que el jardín de Diana se mude en alcázar
de amor».
Martín y Soler en Londres, y que, en lo esencial,
parecen querer repetir la primera la fórmula de
Una cosa rara y de L’arbore di Diana la segunda.
Lo que sí hace es dar una opinión que puede sorprender a quienes prefieran sus trabajos para Mozart. Para el propio Da Ponte, no es Così fan tutte su obra favorita, sino L’arbore di Diana: «Este
drama, en mi opinión, es el mejor de cuantos he
compuesto, tanto por la invención como por la
poesía; es voluptuoso sin ser lascivo e interesa, a
lo que parece por más de cien representaciones
que se han hecho, desde el principio al final.»
Da Ponte no dice en sus Memorias nada
relevante acerca de las dos óperas escritas para
Notas:
Lorenzo Da Ponte, Memorias, traducción de Esther Benítez, Siruela, Madrid, 1991.
2.
Así es nombrado siempre Martín y Soler en las Memorias.
3.
Leonardo J. Waisman, Vicente Martín y Soler, Un músico español en el Clasicismo europeo, ICCMU, Madrid, 2007.
4.
Juvenal
5.
Se refiere a sendas colaboraciones con Righini y Peticchio
6.
Error de Da Ponte en sus Memorias. En realidad se trata del cazador Silvio al que ha disfrazado Amor.
)
1.
161
Las manzanas del pecado:
un jardín de músicas de
Martín y Soler
Enrique Mejías García
Lo cierto es que un aroma de irresistible
sensualidad e incluso un “tufillo” de procaz descaro recorren el libreto y la partitura de dos genialidades en absoluto sospechosas de ingenuidad
como son las de Lorenzo da Ponte y Vicente Martín y Soler. El propio abate –que consideraba la
Diana el mejor de sus libretos– confesaría en sus
impagable Memorias3 el origen improvisado, apenas trazado en unos minutos, del planteamiento
argumental de su regocijante dramma giocoso.
Sólo tras los vapores del vino en una cena junto a
Martini il Valenziano y el señor de Lerchenheim,
secretario de gabinete de José II, Da Ponte pudo
imaginar el cuento de las manzanas gigantes que
se transforman en rocas de penitencia para las
ninfas concupiscentes de la diosa virgen. En esa
isla imaginaria, en el “giardin delizioso” que exquisita música y el caricato Doristo describen en
el nº2 del primer acto (“Dove diavolo son?”), la fábula se desarrolla con tal naturalidad que mucha
gente hoy pudiera pensarse –como sucede con la
célebre tradición inventada de la rosa de plata de
Hofmannsthal– que ciertamente existe en algún
episodio de la mitología grecolatina un árbol traidor y justiciero como el de esta ópera.
“¿Qué queréis que os diga para daros una
idea justa y verdadera de esta ópera muy mediocre y muy indecente (…)?”. Con palabras
tan afiladas comenzaba a opinar sobre L’arbore
di Diana un misterioso “habitante de Viena”
que en una carta anónima1, conservada hoy en
el Archivo Estatal de Austria, describía el último éxito de Martín y Soler a un amigo de Praga.
La inflamada misiva continuaba con lindezas
como: “El drama, desde el comienzo al fin no es
más que una abominable rapsodia de equívocos,
de suciedad y de horrores, que en cualquier otro
país que no fuera el nuestro, no sería tolerado
ni en los teatruchos más infames”. El testimonio hacía referencia, a la política de no censura
del emperador, tan déspota como ilustrado, José
II, y al que, de algún modo, Lorenzo da Ponte
rendía homenaje con este Arbore di Diana en
el que triunfa la luz sobre la oscuridad y toda
razón de amor sobre concepto de vanidosa castidad. Lógicamente, hoy no podemos menos
que sonreírnos ante acusaciones de estentórea
pornografía hacia una ópera que si bien es, en
palabras de Leonardo J. Waisman, una “pastoral
sin inocencia”2, sus moldes no superan los de la
ópera de magia de ribetes mitológicos y pastorales a la medida del gusto –más bueno o menos
malo– del público vienés.
)
A lo largo de sus dos actos, especialmente
en el segundo de ellos, L’arbore di Diana presenta el trance por el que debe transitar una inteli162
gencia femenina que se considera pura y honesta
hasta postrarse en total adoración y sumisión ante
el dios Eros. Si en el acto primero Diana entra en
escena cantando que “del perfido Amore / disprezza il poter”, concluirá la ópera con el fascinante
“Son già vinta. / Dio possente, è tua la palma; / a te
resa è serva ogni alma, / a te suddito ogni cor”4. El
paralelismo con otra heroína dapontiana, la Fiordiligi del Così fan tutte y su memorable “Fa´ di
me quel che ti par” en su dúo del segundo acto con
Ferrando, no es del todo descabellado, al fin y al
cabo la suprema creación mozartiana es de enero
de 1790 y L’arbore di Diana se había estrenado el
1 octubre de 1787. Ambas feminidades, cuando
se ven inmersas en una situación que puede llegar a desbordarlas recurren al canto dignísimo de
la ópera seria con sus arias da cappo de agilidad y
bravura precisamente pocas escenas antes del final del primer y embrolloso acto, nos referimos a
las fascinantes “Sento che dea son io” (I/nº 13) de
Diana y “Come scoglio” de Fiordigli. En cualquier
caso, tiene nuestra diosa virgen un algo de pronta
debilidad en sus maneras (recitativo “Numi! Che
nuova è questa”) o de plácida picardía en su escena
de amor con Endimione (II/nº 12, “Pianin pianino”) que, a medida que se complica la trama, la
alejan de la inconmensurable dignidad –en este
caso sí que de auténtica diosa– de la napolitana.
El siguiente paso que le restaría a nuestra Diana
al finalizar su ópera y con el paso de los años, sería
el de la “hiperestimulada” Diane del Orphée aux
enfers de Offenbach, que nunca querría terminar
de llorar en sus couplets la metamorfosis en ciervo
de su adorado Acteón.
tricas parejas de amantes (de nuevo en un posible
punto de encuentro con el venidero Così) es el dios
niño Amore. Sin embargo, su malicia cuasi infantil
y sus trapicheos con la magia blanca poco tienen
que ver con las tretas de sombra maquiavélica de
un Don Alfonso o de una confabulada Despina5. A
Amore van dirigidas algunas de las arias y cavatinas
más deliciosas y juguetonas de toda la partitura,
escritas a la medida de la prima buffa Luisa LaschiMombelli, primera Contessa d’Almaviva de Le nozze di Figaro y la Zerlina del estreno vienés de Don
Giovanni. No sería por tanto Così fan tutte, sino
en algunos rasgos La flauta mágica, el título mozartiano que podríamos considerar en primera instancia si deseásemos buscar referencias para ubicar
esta obra casi desconocida por el público madrileño. L’arbore di Diana se estrena en el Burgtheater
de Viena casi cuatro años antes que el singspiel de
Schikaneder y el genial salzburgués. Ambos libretos participan de la tradición más o menos evidente de la ópera de magia, con estrafalarias puestas
en escena y deslumbrantes juegos de máquina. Sin
embargo, mientras que los mimbres de La flauta
mágica son los más populistas del singspiel vienés,
nuestra ópera se inscribe, por su definición de caracteres dramáticos, en la tradición goldoniana del
dramma giocosso aunque con evidentes toques de
pastoral por localizarse en una isla utópica poblada
por ninfas y zagales.
El séquito de la “malvada” Diana lo constituyen tres ninfas chismosas que intervienen en el
primer número de la obra (“Zitto, zitto”), precisamente como las tres damas que acompañan a la
Reina de la Noche, tan dispuestas como aquéllas
a olvidarse de las normas a obedecer ante la llegada
de cualquier forastero. Sin embargo, Diana no es
)
En L’arbore di Diana el agente turbador, el
que enreda y desenreda con sus intrigas a las simé163
esa malvada inflexible y algo arpía que nos pintan
Mozart y Schikaneder, sino una Fiordiligi que termina cayendo en sus propias trampas y asumiendo
con cierto pasmo su derrota. El carácter de Diana
es más complejo y humano, no tan monolítico y
barroco como el de la antagonista de Sarastro, y
aunque su momento más brillante en escena sea
su “Sento che dea son io” de endiablada coloratura
a la medida de Anna Moricelli (la referencia aquí al
“Der Hölle Rache” es inevitable), también Martín y
Soler le brinda momentos de delicadeza innegable,
como su memorable rondó hacia el final del segundo acto “Teco porta” (nº 15). Hay también en La
flauta mágica, como en L’arbore di Diana, un personaje mudo por arte de magia (aquí Britomarte, allá
Papageno) y un asalto a una fortaleza. Un honor al
que sólo podían aspirar las óperas más celebradas
de cada temporada era el de la reconversión en singspiel con su traducción al alemán y sustitución de
los recitativos por hablados. De esta manera, la difusión de la música de estas óperas a las capas más
populares de la sociedad quedaba asegurada como
ocurrió con el caso de L’arbore di Diana. En Der
Baum der Diana –tal fue su título– se añadió un
terceto de geniecillos interpretados por tres niños
que tocaban músicas maravillosas al salir de unas
manzanas encantadas, y precisamente en La flauta
mágica encontraremos en 1791 tres muchachos con
sus buenos consejos a Tamino que cantan una música que hoy nos parece bajada del cielo6.
nes escénicas y nadie hoy se llevará las manos a la
cabeza si adivinamos en melodías como “Pace pace
mio dolce tesoro” de Le nozze di Figaro el sutil encanto de un Martín y Soler o de un Paisiello. Otra
cosa muy distinta es que Mozart sea de capaz de integrar con absoluta naturalidad dichas “maneras de
cantar” de la ópera bufa de su época en complejos
mucho más abstractos en los que el juego polifónico y la arquitectura tonal a gran escala condicionan cada parámetro de la composición. El caudal
melódico sinfín de Martín y Soler contagió durante
su estancia cada rincón de Viena, así pues era inevitable que Mozart le mencionase para caracterizar
una estampa de lo cotidiano en la cena del acto tercero de Don Giovanni con la tan comentada cita al
“O quanto un sì bel giubilo” de Una cosa rara.
Cuando hoy se habla de la popularidad en
vida de un autor como Martín y Soler puede parecernos que se hace un poco a la ligera o por pura
inercia de trasfondo más o menos nacionalista. Pero
no es verdad. L’arbore di Diana fue la ópera más popular en la Viena de José II y, de manera específica,
la más representada en el fabuloso Burgtheater de
aquellos últimos años del siglo XVIII. Un total de
65 representaciones, seguida muy de cerca por las
62 del Barbiere di Siviglia de Paisiello, las 58 de Fra
i due litiganti il terzo gode de Sarti y, cómo no, las
55 de Una cosa rara. Mucho más lejos quedaron
las 38 de Le nozze di Figaro y las muy discretas 15
de Don Giovanni ó 10 de Così fan tutte7. Más espectacular fue, incluso, su difusión posterior por
todo el continente. Al año siguiente de su estreno,
en 1788, se interpretaría en Praga, Leipzig, Baden
bei Wien, Hamburgo, Potsdam, Pressburgo, Trieste, Venecia y la Scala de Milán. En 1789 llegaría a
Bonn, Passau, Berlín, Budapest, San Petersburgo,
)
Pero no se trata aquí de comparar a Mozart
con Martín y Soler o viceversa, sino de señalar
cómo, en un mismo espacio de trabajo, aunque con
soluciones tan diferentes, se producen inevitables
puntos de referencia comunes. Al fin y al cabo el
mundo de la ópera es el mundo de las convencio164
)
165
Dresde, Bronsvic, Esterháza (dirigida por Haydn)
y, por supuesto, al teatro de los Caños del Peral de
Madrid el 4 de noviembre de ese mismo año. Podríamos citar otras señaladas representaciones de
L’arbore di Diana, como las parisinas y varsovianas
de 1790 o las dadas en Barcelona al año siguiente8.
Hasta 1819 L’arbore se mantuvo en el repertorio
normalizado de muchas compañías europeas de
ópera e incluso en 1813 recibiría la distinción de
la parodia en Viena, con una Diana nacida en un
suburbio de la capital austríaca. A todo esto debemos añadir una cantidad muy considerable de
arreglos para cuarteto, banda de vientos, contrafacta con textos nuevos religiosos, pastiches, así como
de ediciones comerciales, manuscritas e impresas,
de sus más populares números.
Seguramente muchos recuerden la música
de Il burbero di buen cuore, primera de las óperas
que Martín y Soler escribió junto a Lorenzo da
Ponte y que se recuperó hace ya dos temporadas
en el Teatro Real. En aquel caso estábamos ante
una ejemplar ópera bufa que partía directamente
de la tradición goldoniana; una comedia burguesa
en dos actos que transcurría en un espacio a la vez
urbano y doméstico y que se desenvolvía dramatúrgicamente en base a una sucesión de arias y recitativos, escasos conjuntos y un finale cuanto menos ruidoso en cada acto. Este modelo, establecido
desde la década de los 60 del XVIII con la exitosa
ópera de Piccinni y Goldoni La buona figliuola,
se mantendría en vigor hasta la llegada de Rossini
que, de manera irremediable, lo haría derivar hacia
un estilo completamente nuevo. Sin embargo, hacia los años 80, compositores como Martín y Soler,
Mozart o Paisiello ya acometieron reformas en la
estructura básica de este armazón de manera más
o menos declarada y de acuerdo a los gustos locales
de cada público. En Viena es cierto que Il burbero di buen cuore recibió el aplauso del respetable,
pero eso nada en comparación con el de Una cosa
rara o L’arbore di Diana, dos obras que proponían
un modelo que, aún respetando las hormas básicas
del género, las trastocaban con un resultado francamente novedoso y de evidente éxito comercial.
Se trata de un subtipo de ópera bufa patentemente alotópica (como tal la denomina Leonardo J.
Waisman) y que se caracteriza por:
¿Cuáles pudieron ser las causas de tan irresistible atracción hacia una ópera como L’arbore di
Diana en aquella Viena de 1787? ¿Qué la hizo tan
singular para que a lo largo de sucesivas temporadas el público europeo desease acudir al teatro
para escucharla una y otra vez? Lo primero que nos
llama la atención es que tanto Martín y Soler como
Lorenzo da Ponte consiguieron superar el complejo
de secuela que pudiera llevar pareja cualquier ópera escrita entre ambos después del éxito rotundo
de Una cosa rara. El libretista huyó ex profeso de
volver a referir una historia con personajes rústicos
y bondadosos en la que se ensalzase la castidad de
su protagonista, y presentó una trama tan disparatada como bien construida, plena de equívocos y
contradicciones de cuño innegablemente erótico.
Martín y Soler jugó una baza, si cabe, aún más audaz, y es que decidió superarse a sí mismo componiendo una partitura más sugerente y atractiva
que la, de por sí deliciosa, de Una cosa rara.
)
1) Constar cada vez de más números.
2) Estar dotada de números cada vez más
breves.
3) Contar con una cifra de arias relativamente
estable –la media de un aria por acto para cada
166
personaje, exceptuando a la prima donna–, y
aumentar la cantidad de los conjuntos9.
Il barbero di buen cuore. De estos números diecinueve son arias y once conjuntos, en una relación bastante equilibrada que nada tiene que ver
con la de diecisiete arias contra cinco conjuntos
de Il burbero. Precisamente cuando Martín y Soler marchase a Londres escribiría para el público
londinense, de nuevo con Da Ponte, La capricciosa
corretta, una ópera bufa burguesa y con proporciones, por tanto, mucho más afines a las de Il burbero
que a las de sus antecedentes de L’arbore o de Una
cosa rara. En el caso del recitativo secco, y como es
tendencia en su época, cada vez son más escasos y
breves; en un momento en el que el espectáculo
operístico se ha internacionalizado bajo el signo
italiano ya no tiene sentido para el público (pongamos por ejemplo el checo o el español) soportar
largos sermones o diálogos en un idioma que entienden poco o nada.
El resultado, como cabría esperar, es que a
diferencia de la simétrica ordenación de Il burbero hoy para nosotros algo tediosa, L’arbore di
Diana, como su hermana mayor Una cosa rara,
plantea una sintonía de ritmos francamente considerable entre lo teatral y lo musical, alcanzando
unas cotas de veracidad escénica hasta entonces
inimaginables. En este sentido, Martín y Soler es
capaz de resolver musicalmente situaciones escénicas que pocas décadas antes ningún otro compositor hubiera podido plantear, adelantándose,
en muchos sentidos, a los ingenios de Rossini
(caso del terceto del eco, II/nº 8, entre Amore,
Endimione y Silvio). Si la razón de estas reformas
vino de un gusto particular de los vieneses por los
conjuntos, en detrimento de las arias a solo, no
lo podemos afirmar taxativamente. Estamos en
una época en que la capital del Danubio es la capital de un Imperio que acrisola culturas de muy
distinto signo y donde no podríamos dejar de
mencionar la creciente influencia de la afectiva
y creíble opéra-comique de los Dalayrac, Dezède y
muy poco después Grétry. No sería descabellado,
asimismo, recordar el poso que pudieron dejar en
la intuición escénica de Martín y Soler las maneras de hacer del teatro musical de zarzuela, como
en el caso de La madrileña, vista también en este
Teatro Real no hace demasiadas temporadas en
su versión italiana original, Il tutore burlato.
De lo que se trata en L’arbore di Diana es de
teatro musical, de una vía de la opera que se pretende ante todo efectiva en la escena, pero también efectista, que enganche al espectador y que
le haga sonreír desde que se levanta el telón hasta
que cae al final del segundo acto. Para sus óperas
vienesas, como es lógico, Martín y Soler desarrolló
al máximo su capacidad inigualable de melodista y
nos brindó algunos de los momentos más felices de
su inspiración cantabile. Las numerosas cavatinas
y arias de L’arbore di Diana, por breves que sean
–algunas de una veintena de compases– nos hacen
comprender porqué pudo ser Martín y Soler y no
Mozart el compositor favorito durante varias temporadas de los vieneses. Su música no nos desafía,
sino que apela a nuestra sensibilidad más hedonista. Era, como el propio Da Ponte describiera con el
paso de los años: “Dulce en la cantinela, gentil en
)
En esta fascinante encrucijada de caminos y
posibilidades10 se encuentra L’arbore di Diana, un
título en el que, excluyendo la obertura, podemos
disfrutar de un total de treinta y dos números, tres
más de los que tiene Una cosa rara y ocho más que
167
Se equivocaba aquel ciudadano anónimo
el fraseo, auténtico en la expresión, lleno de inspiración, de fuego, de gallardía (…) de un estilo muy
diferente al de todos los demás. Su Cosa rara y su
Arbore di Diana marcaron una época en la República musical”11. Sus dúos amorosos, como el “Occhietto furbetto” (I/nº 15) entre Amore y Doristo,
marcaron una época en que una espontánea cantinela en seis por ocho podía hacer brotar lágrimas
a sus espectadores. Un canon tan sencillo como el
inserto en el finale del primer acto, cuando penetra
la flecha de Endimione en el corazón de Diana,
creemos que todavía hoy puede enternecer a aquel
espectador que sepa disfrutar del exquisito placer
de las pequeñas cosas.
de Viena que creyó ver en L’arbore di Diana una
ópera “muy mediocre y muy indecente”. Con su
recuperación se abre una nueva ventana desde
la que asomarnos a una Viena que, poco a poco,
vamos atisbando más plural aunque menos sofisticada que la de Così fan tutte. Una Viena
que hoy podríamos ver como un enorme árbol
cargado de manzanas tentadoras dispuestas
a que las demos un primer mordisco. Manzanas plenas de pecado y suculencias, en el caso
muy particular de las compuestas por Vicente
Martín y Soler.
Notas:
1.
“Lettre d´un habitant de Vienne à son ami à Prague, que lui avait demandé ses reflexions sur l´opéra intitulé L´arbore de [sic] Diana”,
Österreichsche Staatsarchiv, HHStA, Vertrauliche Akten, Karton 40; citada en Otto Michtner: Das alte Burgtheater als Opernbühne, von
der Einfuhrung des deutschen Singspiels (1778) bis zum Tod Kaiser Leopolds II (1792), Theatergeschichte Österreichs, Viena, Hermann
Böhlaus Nachfolger, 1970, pp. 435-439.
2.
Leonardo J. Waisman: Vicente Martín y Soler, Madrid, ICCMU, 2007. Referencia actual en los estudios sobre Martín y Soler de la que nos
confesamos continuamente deudores a lo largo de estas páginas.
3.
Lorenzo da Ponte: Memorias, Esther Benítez (trad.), Madrid, Ediciones Siruela, 1991.
4.
En castellano: “del pérfido Amor / desprecia el poder” y “Ya estoy vencida. / Dios poderoso, tuya es la palma; / todas las almas han quedado
como tus siervas, / todo corazón como tu súbdito”.
5.
Sobre esta posible reutilización de un tema y algunos de sus caracteres por Lorenzo da Ponte véase el sugerente trabajo de Dorothea Link:
“L´arbore di Diana: a model for Così fan tutte”, en Wolfgang Amadè Mozart: Essays on his Life and Music, Stanley Sadie (ed.), Oxford,
Clarendon Press, 1996.
6.
Schikaneder conocía bien, con seguridad, la música y el estilo de Martín y Soler, ya que muy poco antes había escrito una parodia de la
adaptación singspiel de la tan aplaudida Una cosa rara (Der seltne Fall), a saber: La cosa es aún más rara (Der Fall ist noch weit seltner).
7.
Para el interesado en aspectos socioeconómicos de este tipo de espectáculos de ópera, volvemos a recomendar la lectura de Dorothea Link:
The National Court Theatre in Mozart´s Vienna, Oxford, Clarendon Press, 1998, de donde hemos extraído los datos de representación de
L’arbore di Diana y sus contemporáneas.
8.
La relación de estrenos ha sido tomada de la tesis de Dorothea Link: The Da Ponte operas of Vicente Martín y Soler, Universidad de
Toronto, 1991 (sin publicar).
Sobre estas cuestiones resulta imprescindible la lectura de L. J. Waisman: Vicente Martín y Soler… p. 290 y ss.
10.
Podríamos añadir a éstos las vías ensayadas en Italia con la ópera seria o el ballet antes de la llegada de Martín y Soler a Viena.
11.
Citado en L. J. Waisman: Vicente Martín y Soler… p. 398.
)
9.
168
salome
)
Richard Strauss (1864 - 1949)
169
Salome
Richard Strauss (1864 - 1949)
DRAMA LÍRICO EN UN ACTO.
Libreto de Hedwig Lachmann basado en la obra homónima de Oscar Wilde.
Estrenado en la Königliches Opernhaus de Dresde el 9 de diciembre de 1905.
Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro Regio de Turín y el Maggio Musicale
Fiorentino.
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Robert Carsen
Escenógrafo: Radu Boruzescu*
Figurinista: Miruna Boruzescu*
Iluminador: Manfred Voss
Coreógrafo: Philippe Giraudeau
Salome: Nina Stemme (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Annalena Persson* (13. 16. 19. 22. 25. 28)
Herodes: Gerhard Siegel (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Peter Bronder* (13. 16. 19. 22. 25. 28)
Herodias: Doris Soffel* (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Irina Mistura (13. 16. 19. 22. 25. 28)
Jochanaan: Wolfgang Koch* (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Mark S. Doss* (13. 16. 19. 22. 25. 28)
Narraboth: Tomislav Muzek
El paje de Herodias: Jennifer Holloway
Cinco Judíos: Niklas Björling Rygert* / Jon Plazaola / Ángel Rodríguez / Eduardo Santamaría /
Joseph Ribot
Dos Nazarenos: James Creswell* / Károly Szemerédy
Dos soldados: Por determinar / Kurt Gysen
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Abril: 11, 13, 14, 16, 17, 19, 20, 22, 23, 25, 26, 28
20:00 horas; domingos, 18.00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
170
Argumento
Salome (Salomé)
Fernando Fraga
Ópera en un acto de Richard Strauss.
Libreto de Hedwig Lachmann sobre Oscar Wilde.
La acción se desarrolla en el palacio de Herodes en Tiberia hacia el año 30 de la era cristiana.
Es de noche y la luna brilla en todo su pálido esplendor. Un clarinete, en un sinuoso diseño ascendente
que enlaza con el tema asociado a la protagonista titular, inicia rápidamente la acción.
Escena segunda: Ich will nicht bleiben.
Salomé se escapa del festín, tan aburrida como
confusa por las miradas insistentes y continuas
que sobre ella está posando su padrastro Herodes.
Las incesantes disputas de los invitados tampoco
pueden despertar su atención. En la terraza, bajo
el brillo protector de la luna plateada y el aire dulce de la noche se siente infinitamente mejor. El
Paje, asustado por inquietantes presentimientos,
le dice a Narraboth que algo trágico está a punto
de ocurrir.
Acto Único
Escena primera: Wie schön ist die Prinzessin Salome heute Nacht! El joven sirio Narraboth,
jefe de la guardia de Herodes, admira la belleza de
Salomé, hija del primer matrimonio de Herodías,
actual esposa de Herodes el tetrarca. La joven se
halla ausente, incapaz de ocultar su hastío en medio de un banquete que se celebra en una sala interior. El paje de Herodías advierte al sirio del peligro
que supone tanta atención a la hermosa princesa,
pero Narraboth no puede controlar su admiración.
En el silencio momentáneo de la noche
irrumpe de nuevo la autoritaria voz de Yokanaan
sacando a Salomé de su ensimismamiento. Con
mucha curiosidad, la princesa pregunta a los soldados acerca de la identidad del prisionero. Al
comprender que se trata de ese profeta a quien
tanto teme Herodes y que tantas atrocidades
proclama sobre su madre, se apodera de Salomé
un incontrolable deseo de verlo. Los soldados le
responden que el tetrarca ha prohibido cualquier
contacto con el encarcelado. Salomé sabe entonces cómo conseguir sus propósitos: a través de
Narraboth cuya silenciosa y humilde admiración
Unos soldados que vigilan el aljibe donde
se halla encerrado el profeta Yokanaan (en realidad, Juan el Bautista), observan el aspecto tan
sombrío que refleja el rostro de Herodes.
)
Como surgida de la profundidad de la tierra se eleva de pronto una voz con un mensaje
de esperanza, pero que despierta en los presentes
distintas reacciones. Es Yokanaan, encerrado en
lo más recóndito del aljibe. Sólo Narraboth está
ajeno a su discurso, pendiente de la princesa a
que ve muy excitada abandonar el banquete y
encaminarse a la terraza.
171
terrible y tras maldecirla, solemne y despreciativo
retorna al fondo de la cisterna.
no se le ha escapado a la princesa. La labor de
seducción de la princesa consigue enseguida su
propósito: Narraboth, ordena a los soldados que
obliguen a Yokanaan a salir de su prisión. Un tenso interludio orquestal describe magníficamente
la expectante espera de la princesa, en un crescendo que culmina en un relajado y sereno clima que refleja, por un lado la personalidad del
profeta; por otro, la decepción de la princesa, que
espera encontrase a un hombre guapo en lugar de
un ser sucio y famélico, de mirada profunda y de
gestos agresivos.
Otro impresionante interludio orquestal
donde al principio se exponen, como enfrentándose, los temas que caracterizan al profeta a y
Salomé, deriva luego a otros que definen las diversas reacciones y deseos de la princesa, culminando con uno nuevo que más tarde le servirá a
Salomé para exponerle a Herodes su deseo de que
se le entregue la cabeza de Yokanaan.
Escena cuarta: Wo ist Salome? Wo ist die
Prinzessin? Herodes abandona la sala del banquete en busca de Salomé. Tras él viene Herodías y
los demás invitados. Contemplando el lúgubre
brillo de la luna, Herodes se topa con el cadáver
de Narraboth que hace retirar de inmediato, asustado por ominosos presentimientos.
Escena tercera: Wo ist er, dessen Sündenbecher jetzt voll ist? Yokanaan sale de la cisterna
profiriendo amenazas contra Herodes y Herodías,
poniendo en claro de cada uno de ellos varias de
sus fechorías. Tras la sorpresa y decepción anteriores, comienza a despertarse en Salomé un deseo incontrolable hacia Yokanaan, fascinada por
la ruda castidad que siente se desprende de la figura del profeta. Se le acerca y se presenta como
Salomé, la hija de Herodías. Yokanaan la rechaza
con asco y desprecio y esto enciende aún más el
deseo de la princesa. Sorda a los consejos de Narraboth que la conmina a que abandone su actitud, Salomé se enfrenta a Yokanaan, primero con
toda la seducción que es capaz, luego exponiendo
con toda crudeza el deseo que en ella despierta el
cuerpo del profeta, blanco como el lirio, sus cabellos como racimos de uvas negras, la boca más
roja que el lagar donde se pisa el fruto de la vid.
Narraboth no puede soportar más la situación y,
desesperado, se apuñala.
Salomé rechaza todos los ofrecimientos hechos por Herodes, secundada por su madre que
ve cada vez con mayor enfado la actitud de su
marido hacia su hija.
La voz de Yokanaan llega de nuevo, elevándose imperiosa y acusadora desde el interior
de la cisterna. Herodías exige al marido que se
deshaga de tan molesto personaje entregándoselo
a los judíos tal como estos le reclaman insistentemente. Herodes se niega, ya que siente hacia
el profeta una especie de respeto mezclado con
cierta dosis de superstición, pues le considera un
hombre santo, cercano a Dios. Esto despierta una
tediosa y vociferante discusión entre cinco judíos
presentes, interrumpida otra vez por la perorata
de Yokanaan anunciando la próxima llegada del
Mesías. Ahora son dos nazarenos los que toman
)
La reacción del profeta a estas palabras
de una lujuria impropia de una adolescente es
172
)
173
ante el escándalo de los judíos, el velo sagrado del
templo.
la palabra para asegurar que el Mesías ya ha llegado y su presencia está jalonada de milagros como
curar leprosos, convertir el agua en vino y resucitar a los muertos.
Finalmente, exhausto, resignado, Herodes
ordena que se cumpla el deseo de su hijastra. Herodías colabora en el acto arrancando de la mano
de Herodes el anillo de la muerte que hace se entregue al verdugo.
Herodes, harto de los discursos teológicos
y religiosos y de las fastidiosas protestas de Herodías, se vuelve a Salomé pidiéndole que baile para
él. Herodías se opone violentamente a ello. Herodes insiste, prometiendo a Salomé que a cambio
de su danza le dará lo que ella quiera, incluso la
mitad de su reino. Salomé sale entonces de su extraño mutismo y acepta la proposición de Herodes, no sin antes hacerle jurar ante todos que, tras
la danza, le dará lo que ella le pida.
Se produce un momento de penetrante
tensión, el que corresponde a la bajada del verdugo al aljibe y a la ejecución del profeta. La orquesta y la propia Salomé, ansiosa, angustiada, se
hacen eco de tan sobrecogedor momento.
De la cisterna surge de pronto un brazo en
cuya mano una bandeja de plata muestra la cabeza ensangrentada del profeta. Salomé se apodera
ávidamente de ella y comienza a hablarle como si
se dirigiera a un ser vivo. Le reprocha a Yokanaan
el que no quisiera besarla y de los insultos con que
atacó a su madre y a ella. Sigue luego una extensa declaración de sentimientos, acabando con una
expresiva y explosiva declaración: “el misterio del
amor es más grande que el misterio de la muerte”.
Entonces con pasión, con ansiedad, profundamente, Salomé besa por fin la boca de Yokanaan.
Comienza la danza de los siete velos, al
principio de manera ruda y furiosa, luego dulce
y sinuosa. La página mezcla exotismo con voluptuosidad, lirismo con frenesí, acabando de manera cortante cuando Salomé se acerca al aljibe.
Luego, desnuda, cae a los pies de Herodes.
Extasiado, el tetrarca le pregunta qué es lo
que la joven desea. Ésta, tomándose su tiempo
para que sus palabras sean escuchadas en toda
su significación, responde que quiere recibir en
una bandeja de plata... la cabeza de Yokanaan. La
reacción de Herodes es de terror, la de Herodías
de satisfacción y la del resto de los presentes de
sorpresa o indignación.
Herodes ha presenciado la escena con asco
y terror. Entonces, volviéndose a sus soldados,
mientras abandona el patio, les ordena: “¡Matad
a esa mujer!”.
Los soldados se acercan a la alucinada
Salomé y la aplastan con sus escudos.
)
Salomé se muestra implacable: sólo quiere la cabeza de Yokanaan y rechaza con desprecio cualquier súplica en contrario, cualquier otra
satisfacción material propuesta por Herodes. Ni
sus joyas, perlas, topacios, rubíes u ópalos, ni sus
hermosos y blancos pavos reales, ni tampoco,
174
La pérdida de la inocencia
Pablo Meléndez-Haddad
Vanguardias. La audiencia no estaba preparada,
pese a la herencia wagneriana, para acceder a un
mundo de sonoridades fragmentadas, armonías
violentamente densas y disonancias no resueltas; (“media orquesta tocó Salome y la otra media interpretó Elektra sin que el público notase
nada”, ironizaba un crítico tras el estreno de esta
última). La partitura straussiana despertó recelos
desde sus inicios, e incluso la protagonista del
estreno, Marie Wittich, inicialmente había rehusado la proposición: “No lo haré, soy una mujer decente”, declaró. Finalmente accedió y el 9
de diciembre de 1905, en Dresde, Salome nació
rodeada de polémica pero alabada por Mahler,
Debussy, Dukas, Bartok y Milhaud.
“El deseo de llevar las obras de arte más allá
del dominio del arte significa, sencillamente, que
se las empuja hacia el dominio de la locura. Richard Strauss está preparándose para mostrarnos
el camino”. Si esta fue la impresión que la ópera Salome causara en un conservador declarado
como fue Saint-Saëns, el sector más reaccionario
de la crítica contemporánea respondió con mucha
más dureza: “ópera repugnante” o “moralmente
hedionda” son calificativos que hoy no asombrarían a nadie, pero que en 1905 personificaron
ruidosos escándalos internacionales, incluida la
prohibición y la censura, como esa retirada del
cartel tras una única representación en el Metropolitan Opera House de Nueva York –por ser “un
espectáculo indecente al que nunca podría asistir
una verdadera señora”– o la desaprobación del
príncipe Guillermo II de Alemania y el arzobispo
de Viena, ciudad en la que, con gran disgusto por
parte del acérrimo defensor straussiano Gustav
Mahler, Salome fue vetada. Strauss seguro que lo
pasó mal con estas reacciones, pero incluso frivolizó sobre ello: “El perjuicio sobre mi Salome me
permitió construirme una villa en Garmisch”.
La Salome de Strauss es el resultado musical de la fascinación que la escandalosa obra
teatral homónima de Oscar Wilde ejerció sobre
el compositor al verla en Berlín (1903). La ola de
mojigatería que invadía Europa no afectaba a la
Alemania de entonces, y es por ello que Strauss
pudo acceder al fascinante universo de sentimientos violentos y contradictorios que Wilde retrató
en su Salome. Entre 1891 y 1892, Wilde, previendo la censura que la puritana sociedad victoriana imprimiría a su obra, decidió escribir Salome
en francés con la esperanza de verla representada en París. En ella, la joven bailarina reclama la
decapitación de Jochanaan por despecho al verse
rechazada por el Profeta, y no a instancias de su
madre, Herodias. Dos años más tarde apareció la
)
Sin lugar a dudas, Strauss se adelantaba a
su tiempo con esta Salome telúrica, y el público
no entendió una música futurista que, agotados
los recursos compositivos finiseculares decimonónicos, recogía el relevo de Liszt y Wagner con
ímpetu y descaro, estableciendo un puente entre
los estertores del Romanticismo y el inicio de las
175
traducción inglesa, y en 1896, tras la controversia inicial provocada por las licencias de Wilde al
reinterpretar el tema bíblico, Salome pudo estrenarse en París sin que el autor, entonces detenido
en la cárcel de Reading, pudiese verla jamás en
escena.
psicológico, en el que un mundo de decadencia
y depravación social se oponía a la incorruptible
pureza del profeta Jochanaan.
La Salome que mayor impresión causó en
Wilde, no fue una representación literaria, sino
pictórica. La mujer encarnación de la sensualidad, la crueldad, la agresividad y la morbosidad
que Wilde había imaginado, se correspondía
perfectamente con la que el pintor simbolista
Gustave Moreau había exhibido en 1876 en París en diferentes versiones pictóricas, siendo las
más famosas Salomé danzando ante Herodes y La
aparición. El catálogo pictórico dedicado a Salomé contaba entonces con precedentes de los más
variados estilos; Jakob Cornelisz –1524– pintó
una Salomé que llevaba la cabeza seccionada de
San Juan Bautista y, aun no estando en el cuadro,
miraba recelosa a la instigadora de su crimen; la
hermosa versión de Tiziano –hacia 1550– reproduce una joven que alza la bandeja y lanza una
melancólica mirada al espectador. En el mismo
siglo, Bernardo Luini dibuja una Salomé que
intenta librarse de toda culpa evitando mirar la
cabeza cortada, mientras un personaje masculino
la observa inquisitivamente mostrándole el resultado de su perverso capricho, eso sin contar con
la célebre Salomé con la cabeza del Bautista de
Caravaggio. Léon Herbo, ya en el XIX, reprodujo
una chica semidesnuda de acusada sensualidad
quien, con mirada desafiante, reta al espectador
mientras exhibe orgullosa su trofeo.
Antecedentes
La provocación estaba servida y las representaciones de Salome tuvieron que pasar por el
cedazo de la censura, pero la obra se adaptó y se
hizo cada vez más popular, incluso en España: en
1910 Margarita Xirgu causó un gran escándalo
por exhibir el vientre desnudo en la Salome que
recreó en el Teatro Principal de Barcelona. Si la
primera fuente literaria de la historia de Salomé
fueron los evangelios de San Marcos (6, 12) y San
Mateo (14, 1), se sabe que Wilde también recurrió a diversos precedentes literarios y pictóricos
para gestar su drama en un acto. Heinrich Heine
ya había escrito Atta Troll en 1841, poema que
narraba el amor no correspondido entre Herodías
y Jochanaan, siendo aquélla la que finalmente
besaría la cabeza seccionada del profeta. También Herodias del simbolista Stephan Mallarmé
–1869– y Herodias de Gustave Flaubert –escrito
en 1877 e inspirador, a su vez, de la ópera de igual
nombre que Jules Massenet estrenara en 1881–
causaron una fuerte impresión en el autor de El
retrato de Dorian Gray, ávido de temas que le
permitieran reproducir las hipocresías, deseos y
bajezas de una sociedad que se escondía bajo una
máscara permanente. Wilde tenía el argumento idóneo para retratar una atmósfera de brutal
violencia, con un fuerte componente sexual y
)
Pero sería el citado Moreau quien más se
acercaría al ideal imaginado por Wilde. “La mujer, en su esencia primera, es el ser inconsciente,
loco por lo desconocido, por el misterio, enamo176
presentaban también el miedo del hombre ante el
creciente avance intelectual y social de la mujer.
Helena, Cleopatra, Dalila, Betsabé o las peligrosas sirenas se inscriben en un corpus artístico en el
que se funden virtudes contradictorias: seducción
y rechazo, ilusión y realidad, belleza y fealdad. La
diferencia entre la Salomé de Moreau y sus antecesoras reside en la capacidad del pintor francés
para retratar no sólo el poder de seducción de la
bailarina, sino también su capacidad destructora,
su depravación, su frialdad y ambición desmesuradas. La imagen de lujo, perversión y decadencia
que consigue Moreau retrata el declive de una sociedad que llega al fin du siècle contaminada por
la industrialización y la incomunicación; en ella
el individuo, desencantado y ávido de naturaleza,
)
rado del mal, bajo la forma de seducción perversa
y diabólica”, escribirá el pintor a propósito de sus
lienzos sobre este apasionante personaje. La ola
de exotismo que invadió la Europa decimonónica se extendió a la corriente simbolista, que vio
en el inexplorado Oriente una fuente inspiradora plagada de misterio y sensualidad: una excusa
ideal para fantasear sin temor a ser moralmente
cuestionado. Salomé formaba parte de ese imaginario histórico y psicológico, y así lo entendió
Moreau en su taller de pintura; la femme fatale es
una constante en la obra del pintor, y es por ello
que, no sin cierto tinte de misoginia, convierte a
la mujer en protagonista de su legado a través de
heroínas fantasmagóricas, perversas, seductoras,
malditas y castradoras que, dicho sea de paso, re-
177
En su Salome Strauss consigue una auténtica fusión entre la voz y la orquesta, simbiosis
que resulta un todo integrado en una compleja
trama sonora en la que los instrumentos –mediante el uso del leitmotiv como expresión del
subconsciente– dirigen la intriga. Protagonizan
la historia personajes cuyo individualismo exasperado define Strauss con un lenguaje libre de
expresividad desgarrada, accediendo al mundo
del subconsciente y traduciendo magistralmente
una atmósfera de angustioso sentimiento vital.
Strauss utiliza una vocalidad de violento estilo
declamado con un apoyo orquestal monumental, que incluye instrumentos poco tradicionales
como el armonio, el heckelphone –una suerte de
oboe barítono–, el xilófono, el glockenspiel o la celesta. Las formas utilizadas son voluptuosamente
abiertas, sin estrofas cerradas que creen secciones –con la única excepción de la famosa Danza de los siete velos– y que sirven para sostener la
tensión argumental centrada en el personaje de
Salome: esta tensión amorosa, sólo resuelta con la
muerte de Jochanaan –y, consecuentemente, de
Salome–, remite a la transfiguración de Isolde y
a la identificación entre el amor y la muerte que
tanto había fascinado a los románticos como culminación y resolución de un amor trágicamente
predestinado.
siente más que nunca la soledad y la frustración,
teniendo como único refugio el poder de la imaginación y el subjetivismo como vía para la libertad de acción.
La puerta del expresionismo
Strauss encontró en la desgarradora historia de Wilde la ocasión ideal para llevar su música
al límite de la investigación sonora. Aunque el
autor alemán ya se había estrenado en el repertorio operístico con Guntram (1894) y Feuersnot
(1901), con Salome y, después, Elektra (1908) el
compositor entra en un nuevo periodo alejado
del academicismo que marca nuevos caminos en
la experimentación musical y que violenta las bases de la tonalidad. La intensidad y agresividad
del argumento de Salome sólo podía convertirse
en sonido experimentando con el colorido instrumental, manipulando la orquesta hasta niveles
de densidad y voluptuosidad extrema, llevando la
tonalidad a la distorsión y utilizando el cromatismo desequilibrando en los cimientos armónicos. Ello ayudó a llevar al antiguo sistema tonal
a un callejón sin salida, y condujo la música hacia un nuevo camino en el que ya no se podía
mirar atrás, anticipando las desgarradoras violencias del expresionismo. Colores violentos, juego
cromático, rotura y confusión de líneas y ritmos
vertiginosos, siempre ondulantes, son algunos de
los recursos empleados por Strauss en su Salome
que, trasladados a la pintura, ya había anticipado
Edvard Munch en su conmovedor lienzo El grito
(1893), retrato de la angustia vital, el aislamiento,
la presión psicológica y el dramático sentimiento
de soledad anunciado por los últimos románticos.
)
El drama straussiano está articulado en tres
tiempos; el primero, desde la entrada de Narraboth alabando la belleza de Salome –que le llevará
a la perdición– hasta la aparición de Herodes y
Herodías, que inicia el segundo tiempo. El último
va desde la danza hasta el final de la ópera. No se
podría pensar en un pórtico más extraordinario
para esta partitura que la serpenteante ascensión
178
del clarinete surgida de la nada y símbolo del deseo y la fascinación entre los diversos personajes
y, obviamente, de la perversidad de la protagonista. Piedra angular de todo el conjunto, esta voluptuosa ascensión de trazos exóticos muestra la
original orquestación de Strauss –acompañan al
clarinete flautas, trompetas, oboes y violines– y
resulta en sí misma un microcosmos argumental
acabado: sin obertura alguna, Strauss condensa musicalmente la historia anunciando en esta
escalada sonora el deseo de posesión de la protagonista y su delirio pasional al besar la cabeza
seccionada, y evidencia, en el descenso melódico
que culmina esta primera frase, la irremediable
muerte de la princesa.
violencia del drama de Wilde. Esta unidad resulta admirablemente sostenida gracias a la herencia
wagneriana mediante la utilización de motivos
en la escritura orquestal que definen a cada uno
de los personajes. Wagner también está presente
en el color instrumental, especialmente intenso
por la gran cantidad de instrumentos utilizados
y por el uso desmesurado del cromatismo como
elemento para recrear el exotismo y la pasión. En
cuanto al lenguaje armónico, conviven en Salome, aparte del uso del cromatismo como vía expresiva, la politonalidad –en el quinteto de los
judíos, para acentuar la confusión de la escena–,
la yuxtaposición de tonalidades para contrastar
colores –como en la Danza de los siete velos–, y la
atonalidad, en la escena final, método ideal para
pasar a la grafía musical el dramático delirio amoroso de la protagonista. Estos son algunos de los
elementos que convierten a Salome en una de las
obras capitales de la historia de la ópera.
)
En un único acto brillante por su fuerza
y unidad, Strauss no da respiro al oyente, consiguiendo mantener la tensión dramática de principio a fin y trasladando a la partitura la magnífica
179
Salome
Rosa Navarro Durán
Salomé es la danza, el movimiento de un
cuerpo bellísimo, la tentación que seduce sin posible resistencia. Es como el canto de las sirenas;
si no nos atan al mástil de la nave, nos lanzaremos
al mar sin que exista voluntad alguna que pueda
luchar contra el imán de la seducción absoluta.
Cuando uno a uno vayan cayendo los siete velos, estaremos dispuestos a cortar las cabezas que
sean, la del profeta que recuerda horribles transgresiones y que anuncia desgracias, o la de nuestro futuro; el gozo que nos da la armonía del bello
cuerpo en movimiento, el deseo de esa belleza inalcanzable, bastan para anular cualquier sensatez
cuadrada y evidente.
ría Flavio Josefo quien lo haría. Dice San Mateo:
“Es de saber que Herodes había hecho prender
a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de Filipo, su
hermano; pues Juan le decía: “No te es lícito tenerla”. Quiso matarle, pero tuvo miedo de la muchedumbre, que le tenía por profeta. Al llegar el
cumpleaños de Herodes, bailó la hija de Herodías
ante todos, y tanto gustó a Herodes que con juramento le prometió darle cuanto le pidiera; y ella,
inducida por su madre: “Dame –le dijo–, aquí, en
la bandeja, la cabeza de Juan el Bautista”. El rey
se entristeció; mas por el juramento hecho y por
la presencia de los convidados ordenó dársela, y
mandó degollar en la cárcel a Juan el Bautista,
cuya cabeza fue traída en una bandeja y dada a
la joven, que se la llevó a su madre”. San Marcos
precisa más el juramento de Herodes: “Cualquier
cosa que me pidas te la daré, aunque sea la mitad
de mi reino”; la bandeja sigue muy presente en
su relato: “Quiero que al instante me des en una
bandeja la cabeza de Juan el Bautista”; y así lo
hace el verdugo.
Una bandeja de plata con una cabeza cortada de largos cabellos negros va a llenar luego todos
nuestros oscuros sueños, porque todo se paga; no
se puede acallar de un tajo una voz porque quien
en vano quería borrar sus palabras nos sedujo irremisiblemente y accedimos a hacerlo. Sabíamos
que podíamos regalar la mitad de nuestro reino,
pero nunca silenciar la voz de la verdad, ¡y lo hicimos! Es cierto que prometimos un cheque en
blanco, pero teníamos que haber sospechado los
renglones torcidos que se iban a escribir en él.
Primero fue, por tanto, el baile y la cabeza
en la bandeja; luego, el nombre. Es Herodías quien
manda, quien pone en la boca de su hija las palabras; ésta es sólo su instrumento, es sólo su otro yo
en la plenitud de su juventud y belleza. Flaubert
nos cuenta en su Hérodias, uno de sus Trois contes, la obra maestra de esta terrible mujer: “Había
hecho instruir, lejos de Maqueronte, a Salomé, su
La hija de Herodías
)
Ni San Mateo (14, 1-12) ni San Marcos (6,
14-29) dan el nombre de la hija de Herodías; se180
hija, porque sabía que el Tetrarca la amaría; y la
idea era buena. ¡Ahora estaba segura de ello!”.
La cabeza sobre la bandeja de plata
En el relato bíblico, coinciden los dos
evangelistas en una circunstancia que da al baile de la hija de Herodías un público amplio: es
el cumpleaños de Herodes. Sólo así el juramento
es trascendente porque lo oyen todos, y esa publicidad sanciona su validez, ¡no podrá volverse
atrás el Tetrarca! Pero, como en todo buen relato,
esta circunstancia justifica un detalle que va a ser
esencial para la transmisión de la historia: la bandeja. En pleno convite es lógico que la bella joven
pida que le sirvan la cabeza del Bautista en una
bandeja, como dicen San Mateos y San Marcos. Y
es ese soporte el que permite reconocerla en cualquier representación, en el tímpano del portal
izquierdo de la catedral de Rouen o en el maravilloso cuadro de Tiziano. La Salomé de Flaubert
habla ceceando un poco, y pide a Herodes con un
aire infantil: “Quiero que me des en una bandeja
la cabeza…”, y calla porque se ha olvidado del
nombre, pero enseguida puede, sonriendo, continuar: “¡La cabeza de Iaokanann!”. El verdugo,
Mannaei, sale de la fosa, la prisión de Juan, sosteniendo su cabeza por los cabellos. Sólo cuando la
pone en una bandeja, se la ofrece a Salomé.
Pero Salomé no podía seguir en su papel
anónimo, en su sola condición de arma de su madre, en su retrato de cuando ella era joven para seducir de nuevo a Herodes. Si así hubiera sido, las
dos figuras, la de la madre y la de la hija se hubieran fundido en un solo baile. En el entremés El
retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes,
la Chirinos lo incluye entre las maravillosas ficciones que inventan ella y Chanfalla, y que todos
ven para no ser bastardos o conversos. No hay más
que oírle: “Esa doncella, que agora se muestra tan
galana y tan compuesta, es la llamada Herodías,
cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida. Si hay quien la ayude a bailar, verán
maravillas”. Y el alcalde, Benito Repollo, expresa
su rendida admiración a la joven y a su baile, que
imagina, para no ser lo que está sospechando ya:
“¡Esta sí –¡cuerpo del mundo!– que es figura hermosa, apacible y reluciente! ¡Hi de puta, y cómo
que se vuelve la muchacha!”.
Precisamente será el baile de esta imaginada
Herodías el que inicie el final del entremés, porque
el furrier no verá sus vueltas y más vueltas. Capacho
hará la pregunta decisiva: “¿Luego no ve la doncella Herodiana el señor Furrier?”, y ante el “¿Qué
diablos de doncella tengo de ver?” del oficial, todos
corean el grito fatídico: “Ex illis es”. No hay duda
de que es converso…ya que no ve a Herodías. ¡Hay
que verla, hay que verla! Y si es necesario, acompañar sus vueltas y revueltas, su baile.
Se apagan las antorchas, se marchan los invitados. Se queda solo Herodes Antipas, con las
manos en las sienes, sin poder dejar de mirar la
cabeza cortada. Cuando amanece, sólo se ve ya el
objeto lúgubre, sobre la bandeja, entre los restos
del festín.
En uno de los más bellos relatos vanguardistas de Francisco Ayala, Susana saliendo del
baño, vemos sobresaliendo del agua de la bañera
una cabeza, que lentamente se unirá a un bello
)
Ella, la hija de Herodías o la propia Herodías, es la danza, el baile lleno de movimiento, de
ritmo frenético, de seducción.
181
tad, esa curiosa Psyque, esa mariposa, un alma
vagabunda –todo ello es la Salomé de Flaubert
bailando–; sus brazos llamaban a alguien que
siempre le huía mientras iba trenzando sin descanso sus pies; y luego, sin esperanza ya, era expresión de suspiros, y no se sabía si la total languidez de su persona lloraba a un dios o se moría de
placer al sentir su caricia. El baile que encendió
a Herodes, y que le llevó a pronunciar, con bronca voz entrecortada por sus sollozos de deseo, su
“¡Ven! ¡Ven!”, es el que Salomé hubiera querido
que contemplaran esos ojos sin vida que serían
su botín.
cuerpo de mujer cuando vaya saliendo del baño
y sea admirada no de dos viejos, sino del espejo,
del lavabo y del taburete del baño. Esa “cabeza
de algas verdirrojas que flotaban huyendo en la
concavidad de porcelana”, la vamos a ver con los
ojos cerrados,“muertos los ojos en un sueño marítimo”, y de pronto cobra sentido porque está
“muerta sobre bandeja de cristal”; no es plata,
sino cristal, la superficie del agua; pero la asociación es inmediata: adquiere un pasado bíblico en
ese ingenioso juego estético que está llevando a
cabo el escritor. Cuando Susana se levante y cubra su cuerpo con largos pliegues blancos, quedará otra vez cortada su cabeza, pero será entonces
“mojada y trágica medusa”. La cabeza de Medusa
es la antítesis de la de san Juan Bautista: sus cabellos son serpientes, su mirada petrifica, y siempre
la vemos de frente, porque acabará en la égida,
en el escudo de Palas Atenea. Perseo, que también la sostendrá por los cabellos, es su verdugo;
pudo serlo mirando su reflejo en el espejo de su
escudo.
El 3 de febrero de 1877, quedaba bailando
así, para siempre, en el bellísimo relato de Flaubert; pero para llegar a ser una Salomé de carne
tendría que necesitar a otro escritor, a Óscar Wilde, que siguió sus pasos en francés (Alfred Douglas los llevó a su lengua inglesa) y le dio, catorce
años más tarde, el protagonismo dramático que
ella venía reclamando desde siempre. Para ello
eligió a la mejor, a la única, a Sara Bernhardt, a
quien le ofreció suplicante el texto para que le
diera carne y sangre, para que, por fin, la princesa
judía fuera, además de la tentación irresistible, la
pasión sin medida.
Salomé cobra vida
No bastaba a Salomé tener nombre ni bailar maravillosamente para unir con vínculo inolvidable literatura y música; tenía que conocer a
Iokanaan y enamorarse de él. En ese momento
mágico, Herodías pasaba ya a la historia y le dejaba definitivamente a ella el terreno a la que la
había empujado para lograr su propósito, acallar
la voz que le recordaba lo que nunca debió hacer.
Nacía Salomé; atrás quedaban las contorsiones
de la bailarina de piedra en la catedral de Rouen.
Cobraba sentido esa flor agitada por la tempes-
)
Un claro de luna ilumina la figura de Salomé, y ambas –la doncella y la luna– son admiradas
por dos jóvenes: el joven sirio da comienzo a la
pieza trágica en un solo acto con la exclamación
que sitúa a Salomé en el centro del drama: “¡Qué
hermosa está esta noche la princesa Salomé!”
–Pere Gimferrer vierte al español sus palabras–.
El paje de Herodías mira, en cambio, a la luna:
“Contemplad la luna. ¡Qué extraña, esta noche!
182
)
183
luna buscaba a un muerto; y el paje de Herodías,
que amaba al joven, no imaginó que iba a ser éste
el elegido. Pero no será el último. Salomé le pedirá a Herodes la cabeza de Iokanaan en una bandeja de plata, pero no por escuchar el ruego de su
madre, sino por su propio placer.
Como una mujer salida de la tumba. Como una
mujer muerta. Como si buscara muertos”. Los
dos proseguirán ese inicio de canto amebeo; el
joven sirio contemplará a Salomé la de los pies
de plata, “como una princesa cuyos pies fueran
palomas blancas…como si bailara”, y el paje verá
avanzar a la luna, lentamente, “como una muerta”. Salomé se parecerá “a los reflejos de una rosa
blanca en un espejo de plata”; y la blancura funde
las dos figuras, la de la luna, que busca muertos, y
la de la bailarina, que lo va a conseguir para apoderarse de los labios que se le negarán.
“De la cisterna sale el brazo negro del verdugo sosteniendo sobre un escudo de plata la cabeza de Iokanaan”. Y Salomé habla largamente
de su pasión a esa cabeza sin vida, cuya lengua,
serpiente que destilara veneno, está muda. Ya no
puede amenazar ni maldecir a la bella princesa
casta enloquecida de amor; y mientras una gran
nube negra oculta a la luna, ella tiene, por fin,
para sí esta boca siempre negada, pero muerta.
La voz de Salomé existe aún para cantar su victoria: “He besado tu boca, Iokanaan, he besado
tu boca. Tus labios tenían un amargo sabor. ¿Era
el sabor de la sangre?... Tal vez era el sabor del
amor”. Un rayo de luna ilumina a Salomé, hija de
Herodías, princesa de Judea, antes de caer aplastada por los escudos de los soldados de Herodes,
que obedecen su orden. La bandeja es ya escudo:
las dos cabezas trágicas esenciales de la literatura
forman ya un díptico antitético.
Salomé a la luz de la luna oye por primera
vez la voz del profeta y querrá verlo; conseguirá que, a pesar de la prohibición de Herodes, lo
saquen de la cisterna en donde está prisionero.
Verá sus ojos, “como negros agujeros abiertos por
antorchas en un tapiz de Tiro”; su cuerpo, y le parecerá “un rayo de luna, un rayo de plata”. Querrá tocar su cuerpo, “blanco como el lirio de un
prado que nunca fue segado”, hasta descubrir sus
cabellos, más negros que las largas noches negras,
las noches sin luna; pero la voz del rechazo del
profeta le llevará al suyo, hasta descubrir, por último, su boca, “como una granada cortada por un
cuchillo de marfil”. Surge entonces, enloquecido
y ronco, el ruego del pozo de su alma: “Déjame
besar tu boca, Iokanaan”; y ante el “jamás” gritado por esa voz hecha de tigres y azucenas, expresa
con firmeza su único deseo, su único propósito:
“Besaré tu boca, Iokanaan”.
“Si la beauté n´était la mort” –si la belleza
no fuera la muerte– le dirá a su nodriza la Hérodiade a quien Mallarmé nunca logró acabar de
darle vida. “He besado tu boca, Yokanaan” diría
también la Sara de Esther Tusquets cuando fue la
princesa Salomé, ella –a pesar de su nombre que
evocaba el de la Bernhardt– no llegaría nunca a
ser actriz; pero aquella noche que pudo serlo, “parecía una paloma extraviada… parecía un narciso
agitado por el viento… parecía una flor de plata”.
)
Salomé bailará descalza la danza de los siete velos sobre la sangre del joven sirio, que se ha
suicidado por su amor, al no soportar oír una y
otra vez su “Déjame besar tu boca, Iokanaan”. La
184
)
185
Federico García Lorca decía que su Romancero gitano comenzaba “con dos mitos inventados: la luna como bailarina mortal y el viento
como sátiro”. En el “Romance de la luna, luna”,
ella, bailando, seduce al niño y se lo lleva por el
cielo de la mano mientras los gitanos lo descubren en la fragua con los ojos cerrados. Esa luna,
“con su polisón de nardos”, cuyo blancor almidonado pisa el niño, mueve sus brazos “en el aire
conmovido”, en busca también de un muerto: el
niño. Es el mismo baile mortal de Salomé; pero
en el texto de nuestro poeta quien baila es esa
figura, la luna, que se funde con la princesa en la
mirada del paje de Herodías.
transgresiones y anunciaba catástrofes, ya no era
la juventud y la belleza utilizadas por la reina que
sabía que había perdido el poder seductor que la
había alzado hasta donde estaba. Salomé vivía por
sí misma, era belleza viva deseando lo imposible.
No se conformó con desearlo, quiso tocarlo, y lo
intangible sólo se toca cuando ha desaparecido,
cuando se ha muerto.
La desmesura de Salomé, como la de
todo héroe trágico, la llevó a gustar esos labios
de amargo sabor, y así se convirtió en la última
presa de la luna, que estaba buscando muertos.
La bellísima princesa de Judea bailó sobre la sangre para conseguir lo que quería, para ahondar
en el misterio del amor, más profundo que el de
la muerte. Desde entonces sus pies de plata, las
blancas palomas, pisarán con su armonía irresistible muchas páginas de creadores atraídos por
su hermosura fatal.
Salomé se apoderó del primer plano de la
historia para desear locamente al inalcanzable
profeta, que había nacido para un destino inmenso. Lo había dicho en las páginas del Evangelio
de San Juan, 3, 30: “Es preciso que Él crezca y yo
mengüe”. Pero esas palabras las oyó el Phanuel de
Flaubert, no la apasionada Salomé de Wilde, que
deseaba la boca, no escuchaba sus palabras. Quiso tocarla y para ello tuvo que privarle de la vida.
Uno de ellos, Richard Strauss, le hizo un
regalo único un 9 de diciembre de 1905: su ópera,
la música para su drama lírico. Salomé ya no tiene
que esperar a oír la melodía para dar comienzo a
su baile; es ella misma la música.
)
Salomé ya no era la persona interpuesta entre su madre Herodías y la cabeza que denunciaba
186
il viaggio
a reims
)
Gioachino Rossini (1792 - 1868)
187
Il viaggio a Reims (El viaje a Reims)
Gioachino Rossini (1792 - 1868)
DRAMMA GIOCOSO (CANTATA SCENICA) EN UN ACTO.
Libreto de Luigi Balocchi.
Estrenado en el Théâtre Italien de París el 19 de junio de 1825.
Producción del Teatro Real (2004).
Director musical: Eun Sun Kim*
Director de escena y elementos escénicos: Emilio Sagi
Figurinista: Pepa Ojanguren
Maestro de canto: Raúl Giménez
Proyecto de Ópera Estudio con jóvenes cantantes
Orquesta-Escuela de la Sinfónica de Madrid
Abril: 18, 18.00 horas
Abril: 21, 20:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
188
Argumento
Il Viaggio a Reims ossia L’albergo del Giglio d’oro
(El viaje a Reims o El hotel del Lirio Dorado)
Fernando Fraga
Dramma giocoso en dos actos de Gioachino Rossini.
Libreto de Luigi Balocchi.
La acción tiene lugar en el hotel que lleva el nombre de El Lirio Dorado en la estación termal de Plombières-les-Bains, en el departamento francés de los Vosgos, durante la jornada previa a la coronación en
Reims de Carlos X. Año de 1825.
acompañarles y ser testigo también del regio evento.
(N.º 1. Introducción: Presto, presto... su coraggio!Aria
de madame Cortese: Di vaghi raggi adorno).
Acto Único
En una sala flanqueada por varias habitaciones del establecimiento termal, Maddalena, la gobernanta (nativa de la localidad de Caux), da prisa
a los criados para que ultimen todo lo necesario en
relación con el viaje que los ilustres huéspedes del
local van a emprender hacia Reims. En la catedral
gótica de esta ciudad va a ser coronado como rey
de Francia el conde de Artois, nieto de Luis XV,
hermano menor de Luis XVI y Luis XVIII, quien
ascenderá al trono como Carlos X. La agitación
por tal acontecimiento domina el ambiente.
La condesa de Folleville, parisina, una viuda adicta a la moda, pregunta a su criada Modestina, siempre tímida y distraída, si se tienen noticias de su primo Don Luigino.
El propio Don Luigino responde a la pregunta. Viene desolado ya que todo el lujoso equipaje de la condesa se ha perdido al volcar la diligencia que lo portaba a Plombières. La desolación
de Folleville es manifiesta y como consecuencia
de la misma se desmaya.
Don Prudenzio, el médico del establecimiento, una vez suspendidas las actividades curativas por esos motivos, vigila con Antonio, el
encargado del establecimiento, si el desayuno de
los huéspedes es conforme a sus indicaciones.
Acuden Maddalena, Antonio y otros criados
a asistirla, así como Don Prudenzio y el barón de
Trombonok, un militar alemán muy aficionado a la
música. El doctor, como parece ser su costumbre,
se equivoca completamente en el diagnóstico y la
condesa ya recuperada lo hace alejar como si fuera
ave de mal agüero. Luego, se lamenta de una pérdida cuya magnitud sólo las mujeres saben comprender. Sin embargo, se evidencia un consuelo a
)
Madame Cortese, tirolesa, esposa de un
hombre de negocios francés y la propietaria del
hotel, completa las instrucciones de Maddalena y
del doctor. Siempre pendiente del bienestar y confort de sus clientes, envidia su suerte pues desearía
189
cabezando a un grupo de aldeanos con ramos de
flores que colocan a la entrada de la habitación
de la poetisa improvisadora. El militar inglés da
rienda suelta a su pasión en una ardorosa declaración de sentimientos que viene acompañado por
la flauta y luego por un grupo de muchachas de la
localidad (N.º 4. Recitativo y aria de Lord Sidney:
Ah perchè la conobbi? Invan strappar dal core).
Don Profondo, obseso por sus manías, interroga a
Lord Sidney sobre ciertos objetos ingleses que le
gustaría incluir en su colección, despertando con
ello la ironía del inglés.
tanta desesperación cuando Modestina entra con
un aparatoso pero bonito sombrero que se salvado
del naufragio (N.º 2 Recitativo y Aria de la condesa
de Folleville: Partir, oh ciel, desio).
Trombonok, encargado de las finanzas de
la expedición a Reims, da indicaciones a Antonio
en relación con el viaje y va recibiendo las cuotas
de los demás huéspedes. Aparecen Don Profondo,
literato miembro de diversas academias y coleccionista fanático de objetos antiguos; Don Alvaro, almirante y grande de España, enamorado de
la marquesa Melibea a la que acompaña. Melibea
es una polaca que vio como su esposo, un general
italiano, moría su misma noche de bodas. Al grupo
se suman también el conde de Libenskof, general
ruso, asimismo enamorado muy celoso de Melibea
y, finalmente, madame Cortese (N.º 3. Sexteto con
el barón Trombonok, Don Profondo, Don Alvaro,
la marquesa Melibea, el conde de Libenskof y madame Cortese: Sí, di matti una gran gabbia).
Corinna, en compañía de la huérfana Delia, una joven griega su protegida y compañera de
viaje, se queda muy complacida con el homenaje
floral de Lord Sidney.
De pronto, el sonido del arpa les distrae de
sus problemas. Es Corinna, célebre improvisadora romana, personaje que aparece en la obra de
Madame de Staël (Corinna ou de l’Italie). Todos
olvidan sus preocupaciones y querellas, extasiados por el canto de la conciliadora poetisa (Aria
de Corinna: Arpa gentil, che fida).
Don Profondo, testigo involuntario de este
fracaso sentimental de Belfiore, ante la inminente partida, se pone a hacer balance de los objetos
pertenecientes a los viajeros, en el siguiente orden
de nacionalidades, el español, la polaca, la francesa, el alemán, el inglés, el francés y el ruso (N.º 6
Aria de Don Profondo: Medaglie incomparabili).
Lord Sidney, un coronel inglés secretamente enamorado de Corinna, hace su entrada en-
Pero el plan se viene de repente abajo. En
medio de la conmoción general, Zefirino viene
)
Libenskof también está enamorado de Melibea y entre él y Don Alvaro se pone en evidencia
enseguida su rivalidad. Madame Cortese, muy en
dueña de la situación, intenta calmar a los enamorados y a todos los demás impacientes por el viaje.
De momento la poetisa italiana debe quitarse de encima al caballero Belfiore, joven oficial
francés, aficionado a la pintura y un galanteador
impenitente, quien intenta seducir a mujer que
se le ponga a tiro, incluida la Folleville, y que ahora emplea todas sus armas de seducción, sin aparente éxito, con Corinna (N.º 5. Recitativo y Dúo
del caballero Belfiore y Corinna: Sola ritrovo alfin
la bella Dea. Nel suo divin sembiante).
190
)
191
festejo, todos reunidos en franca convivencia. Un
grupo ambulante de músicos y bailarines entretienen a la concurrencia.
con esta fatal noticia: dada la enorme demanda,
es imposible encontrar caballos que les conduzcan a Reims y la expedición, sin remedio, ha de
ser anulada. Más, pese a la gran tragedia que supone esta noticia, madame Cortese aporta una
pequeña satisfacción. Tras la coronación en Reims, se preparan grandes celebraciones en París y
allí podrán acudir los interesados en la diligencia
que a diario sale para la capital donde la Folleville
les facilitará, además, el alojamiento (N.º 7. Gran
conjunto para catorce voces: madame Cortese,
condesa de Folleville, Corinna, marquesa Melibea, Delia, Modestina, conde de Libenskof, caballero Belfiore, Zefirino, barón de Trombonok,
Don Alvaro, Lord Sidney, Don Profondo y Don
Prudenzio: Ah! A tal colpo inaspetato).
Trombonok, como de costumbre, es el que
tiene la iniciativa de proponer que cada invitado,
según su nacionalidad, ofrezca un brindis en honor del nuevo rey de Francia. Uno a uno van, pues,
desfilando dichos personajes: el propio Trombonok con el himno alemán (Or che regna fra le genti), Melibea con una polonesa (Ai pordi guerrieri),
Libenskof con el himno ruso (Onore, gloria ed alto
omaggio), Don Alvaro con un fandango español
(Omaggio all’Augusto Duce), Lord Sidney con el
himno inglés (Dell’aurea pianta), Belfiore y Folleville con una canción francesa (Madre del nuovo
Enrico) y madame Cortese y Don Profondo con
una tirolesa (Più vivace e più fecondo).
Entretanto, con el dinero reunido para el
viaje fallido, se hará una fiesta en Plombières. De
los preparativos, claro está, se encargará madame
Cortese.
Queda la participación de Corinna. Por
sorteo entre los presentes que proponen cada uno
su tema de elección, la poetisa improvisa sobre
el que oportunamente sale en el sorteo: el de
Carlos X Rey de Francia. Tras una breve meditación comienza el homenaje laudatorio al nuevo
soberano (Improvisación: A l’ombre amène).
En este instante justo, tiene lugar un encuentro entre Melibea y Libenskof donde, a pesar de la
inicial desavenencia, acaban por poner en claro su
relación sentimental, con boda a la vista (N.º 8. Escena y dúo del conde de Libenskof y la marquesa
Melibea: Di che son reo? D’alma celeste, oh Dio!).
Aparecen los retratos de la familia real y de
los más famosos reyes de Francia y el drama giocoso en un acto acaba en apoteosis (Viva il diletto
Augusto Regnator).
En el jardín del Lirio Dorado, convenientemente engalanado para la ocasión, tiene lugar el
)
El artículo común a esta ópera y a La italiana en Argel
se puede leer en la pág 71
192
i puritani
)
Vincenzo Bellini (1801 - 1835)
193
I puritani (Los puritanos)
Vincenzo Bellini (1801 - 1835)
MELODRAMMA SERIO EN TRES ACTOS.
Libreto de Carlo Pepoli, basado en Têtes rondes et cavalier de Jacques-François Ancelot y Xavier Boniface Saintine.
Estrenada en el Téâtre Italien de París el 24 de enero de 1835.
Versión de concierto.
Director musical: Karel Mark Chichon*
Director del coro: Peter Burian
Lord Gualtiero Valton: Roberto Tagliavini*
Sir Giorgio: Nicola Ulivieri*
Lord Arturo Talbo: Juan Diego Flórez
Sir Ricardo Forth: Fabio Maria Capitanucci
Sir Bruno Roberson: Mikeldi Atxalandabaso
Enrichetta di Francia: Gabriella Colecchia*
Elvira: Eglise Gutiérrez*
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Abril: 29
20:00 horas
Mayo: 2
Domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
194
Argumento
I puritani (Los puritanos)
Fernando Fraga
Melodrama serio en tres partes o actos de Vincenzo Bellini.
Libreto de Carlo Pepoli.
La acción de la obra tiene lugar en Inglaterra, hacia 1650 y cerca de Plymouth, en el Condado de Devon,
puerto militar frente al Canal de la Mancha.
a ser ofrecida a un rival que es, además, enemigo
político, un partidario de los realistas. A su decepción (Recitativo: Or dove fuggo io mai?) sigue
una lamentable exposición de sentimientos defraudados (Aria: Ah, per sempre io ti perdei) y de
ilusiones perdidas (Cabaletta: Bel sogno beato).
En sus apartamentos privados Elvira, en el cuadro segundo, recibe la visita de su tío Sir Giorgio,
a quien ella considera como su segundo padre. La
joven recibe con enorme alegría la noticia de que,
gracias a su intervención, está destinada al esposo que ella siempre deseó, a Lord Arturo Talbot.
Elvira no puede contener su entusiasmo (Escena:
O amato zio, o mio secondo padre), que se acrecienta al escuchar los sonidos que llegan del exterior acompañando la llegada a la fortaleza del
prometido (Dúo: Piangi, piangi, sul mio seno).
Acto I
En el cuadro primero, amanece en la fortaleza de Plymouth que está al mando del gobernador Lord Gualtiero Valton, un partidario puritano
de Cromwell en feroz lucha con la oposición realista de los Estuardos. El rey Carlos I, derrotado
en sus diferencias con el Parlamento, acaba de ser
ejecutado en White Hall en 1649.
Sir Bruno Robertson, oficial puritano, y
sus hombres preparan sus armas ante el próximo
asalto al campamento realista. Se escuchan desde el interior de la fortaleza un canto religioso, al
que acaban entremezclándose las de los soldados
(Introducción: All’erta, all’erta! L’alba apparì).
Está próxima la boda de Elvira, la hija de
Lord Valton, y los residentes de la fortaleza se
muestran alegres ante dicho acontecimiento
(Coro: A festa! A tutti rida il cor).
En el cuadro tercero, en la sala de armas del
castillo, se espera la entrada de Arturo (Coro: Ad
Arturo onore, ad Elvira onore), quien, nada más
hacer acto de presencia, hace una declaración a
Elvira de toda la sinceridad y ardor de sus sentimientos (Aria con pertichini: A te, o cara).
No todos participan de esta satisfacción. El
coronel Sir Riccardo Forth, a quien en principio
se le había otorgado la mano de Elvira, se ha encontrado al regresar valeroso de su lucha contra
los partidarios de Cromwell que la muchacha va
)
Lord Valton encarga a su hermano Sir
Giorgio que se ponga al frente de la ceremo195
nia ya que él debe de acompañar con urgencia
ante el Parlamento a una prisionera velada que
oculta su identidad (Final I: Il rito augusto si
compia senza me). El hecho intriga a Arturo a
quien se informa de que la dama en cuestión es
una partidaria de los Estuardos. Aprovechando
una pequeña oportunidad, Arturo puede hablar con la misteriosa dama, descubriendo finalmente que se trata de Enriqueta de Francia,
la viuda del ejecutado Carlos I. Arturo, pese a
lo complicado de su situación, por fidelidad a
sus ideales realista promete salvarla cueste lo
que le cueste.
Acto II
Tras un triste preludio que adelanta el clima en que va a moverse el acto, en una sala de
la fortaleza desde la que se divisa la campiña inglesa, castellanos y castellanas puritanos comentan el delicado estado de salud mental en que se
encuentra postrada Elvira (Coro: Ah dolor! Ah
terror!). Sir Giorgio acaba por completar el retrato de la infeliz enamorada: cubierta de flores
y los cabellos desordenados la joven pasa de sala
en sala preguntando dónde encontrar a su amado
(Aria: Cinta di fiori e col bel crin disciolto).
En efecto, Elvira hace su aparición, inmersa en el más sofocante de los delirios, implorante,
alucinada y patética (Escena: O rendetemi la speme o lasciatemi morir), ante la compadecida mirada de Sir Giorgio y Sir Riccardo. Antes de emprender la retirada expresa su acuciante anhelo
de que regrese el amado (Cabaletta: Vien diletto
è in ciel la luna).
Aparece en este momento Elvira portando
el velo nupcial y cantando una polonesa (Son vergin vezzosa). Ingenuamente la joven hace que la
prisionera se pruebe el velo, dando con ello a Arturo la idea de cómo podrá salvar a su reina.
Su proyecto de sacar del castillo a Enriqueta como si tratara de su esposa Elvira está a punto
de malograrse con la aparición de Sir Riccardo
quien provoca a duelo a su rival (Ferma. Invan rapir pretendi). En el acto de impedirlo, Enriqueta
descubre su rostro. Entonces Sir Riccardo cambia
de opinión y no sólo permite sino que promueve
la inmediata huida de la prisionera, asegurando
que no dará la alarma hasta que la pareja haya
franqueado las murallas.
Cuando se encuentran cara a cara, Sir Giorgio intenta convencer a Sir Riccardo de que únicamente él puede dar solución al conflicto de Elvira, salvando la vida y el honor de Arturo. Primero
reticente, el generoso caballero acaba por acceder
a la petición (Final II con Dúo: Il rival salvar tu
dei). Los dos nobles puritanos acaban fundiendo
sus voces en un ardoroso canto patriótico donde
exaltan la sangre derramada en pro de la libertad
(Cabaletta: Suoni la trompa e intrepido).
Retorna Elvira justamente a tiempo de ver
como Arturo, en compañía de la extraña mujer
cubierta con su velo nupcial, se aleja de la fortaleza. Mientras todos maldicen a Arturo, Elvira cae
en un preocupante delirio (Oh, vieni al tempio,
fedele Arturo).
Acto III
)
El acto comienza escuchándose una tempestad que de alguna manera es, conforme a la
196
)
197
estética romántica, una forma de hacer cómplice
a la naturaleza de las situaciones que viven los
seres humanos. Al jardín de la casa de Elvira llega
Arturo quien da cuenta de su felicidad por hallarse de retorno al suelo natal (Recitativo: Son
salvo, alfin son salvo). A lo lejos escucha la voz de
Elvira, un estímulo para renovar su entusiasmo
(Romanza: A una fonte aflitto e solo).
sus actos. Elvira recupera rápidamente su perdida
razón (Dúo: Ah, mi Arturo, ove sei?).
Sin embargo, el efusivo momento se interrumpe por la llegada de los soldados que rodean
amenazadores a la pareja (Final III: Ascolta ancora questo suon molesto). Uno de ellos exhibe la
sentencia de muerte que pesa sobre Arturo. Arturo es capaz de enfrentarse a su destino con valentía y sólo le preocupa la reacción de Elvira (Aria:
Credeasi misera, da me tradita).
Tras ocultarse momentáneamente ante la
llegada de unos soldados que inspeccionan los
alrededores, Arturo vuelve a entonar su canto
nocturno con la esperanza de ser escuchado por
Elvira (Corre a valle, corre a monte).
Cuando todo parece perdido, hace su aparición un mensajero con la noticia de la derrota
definitiva de los Estuardos. Como consecuencia,
se produce una amnistía general. Arturo está perdonado. Ya nada ni nadie será impedimento para
que Elvira y Arturo sean felices.
)
Ella aparece finalmente acuciada por el sonido de la voz que puede ser del amado y Arturo
ofrece a Elvira las convincentes explicaciones de
198
I Puritani: El canto
del cisne de Catania
Rafael Banús Irusta
En pocas ocasiones podemos asistir a una
fiesta vocal tan esplendorosa como la que nos
propone Vincenzo Bellini en su última ópera, I
Puritani, inspirada en un relato de Walter Scott
y estrenada en el Teatro Italiano de París el 24 de
enero de 1835. Su enrevesado argumento, situado
en la guerra civil entre Cromwell y los Estuardo,
en la Inglaterra del siglo XVII, sirve como magnífico telón de fondo para la exhibición del “bel
canto” en su estado más puro.
afirmación plena de su estilo. En su breve catalogo de tan solo diez títulos, se afirmó junto con
Donizetti como el autentico sucesor de Rossini,
sustituyendo el elemento rítmico utilizado por el
de Pesaro como base estructural de sus operas por
el predominio de la melodía. Un lirismo en estado puro, que incluso habría de merecer abiertos
elogios de todo un Richard Wagner.
La forma de componer de Bellini resultaba una excepción dentro de las costumbres de su
tiempo. La mayor parte de los autores trataban
de imponerse en los escenarios o de atender a los
múltiples compromisos escribiendo un titulo tras
otro, muchas veces sin tiempo siquiera de revisar sus propias obras. Pero él se propuso desde el
principio, sin embargo, limitarse a un título por
año. Y así nacieron, a lo largo de tan solo una década, Adelson e Salvini, Bianca e Gernando (denominada posteriormente, por razones politicas,
Bianca e Fernando), Il Pirata, La Straniera, Zaira
(con la que fracasa en Parma, pero posteriormente triunfará en Venecia cuando se reconvierta en I
Capuleti e i Montecchi), hasta llegar a las ya mencionadas y apoteósicas La Sonnambula y Norma.
La grandeza del compositor siciliano está
hoy unánimemente reconocida. Si alrededor de
mediados del siglo XIX se asistió a una época de
culto hacia su obra y su persona de forma acrítica
y exagerada, y a principios del sigo XX a un periodo caracterizado por una cierta subvaloración de
su obra, después de la segunda guerra mundial se
inició un periodo de admiración más equilibrada
y conocedora hacia la música del genio de Catania, a lo que contribuyeron artistas como Maria Callas, Joan Sutherland, Montserrat Caballé,
Luciano Pavarotti o Alfredo Kraus, que dieron
una nueva visión a sus grandes papeles, descubriendo en ellos nuevas posibilidades vocales e
interpretativas.
Con ellas, Bellini consigue ser el artista
mimado de la sociedad milanesa. Pero para un
músico de su tiempo, la verdadera consagración
consiste en triunfar en París. Y así, después de
presentar Beatrice di Tenda en La Fenice, en agos-
)
Centrándonos en I Puritani, podemos decir que esta ópera constituye la culminación de
la trayectoria artística de Bellini, así como –junto con Norma y La Sonnambula– el compendio y
199
to de 1833 viajó a la capital francesa. Al principio
negoció sin éxito con la dirección de la Ópera;
mucho más fructíferos fueron sus contactos con
el Teatro Italiano, donde, en el otoño de aquel
año, subieron felizmente a escena Il Pirata e I Capuleti e i Montecchi. Pero los intentos para una
nueva ópera iban para largo (parece que Bellini
no consiguió el contrato definitivo hasta enero de
1834), y por ello sintió la necesidad de dedicarse a
la vida social. Entró en estrecha relación con Rossini y también con Chopin, Carafa, Paër y otros
músicos, y en el salón de la Princesa de Belgioioso
conoció a Heinrich Heine. De todas las impresiones musicales, fue especialmente profunda la
despertada por las sinfonías de Beethoven, interpretadas por la orquesta del Conservatorio.
puesto al que desde siempre había aspirado, “es
decir, ser el primero después de Rossini”, como él
mismo escribe en una carta de aquella época. El
músico decidió quedarse en París e hizo nuevas
tentativas con la Ópera, y después también con
la Opéra-Comique, que sin embargo se iban demorando.
Ninguno de los muchos planes de Bellini
fue realizado: a finales de agosto enfermó, y el 23
de septiembre murió, solo, en una casa de campo
en Puteaux, en la periferia de París. El 2 de octubre tuvo lugar la misa fúnebre en los Inválidos.
“Paër, Cherubini, Carafa, Rossini llevaban cada
uno de ellos un extremo del paño fúnebre”, como
rezaba una descripción de la ceremonia.
La partitura de I Puritani contiene sorprendentes novedades, en parte debidas a las exigencias parisinas. La instrumentación se distingue de
casi todas las óperas precedentes (a excepción de
Norma) por su mayor color y adecuación dramática. Más variada es también la armonía (como
por ejemplo en la plegaria de la introducción, o
en la romanza de Arturo del acto III). La propia
melodía alcanza una gama más rica de sfumature
en unas modulaciones al mismo tiempo elegantes y llenas de sentimiento. También algunas particularidades formales son nuevas: la repetición
de algunos motivos pone en relación escenas individuales y directamente el principio y el final
de la ópera. Recitativo y aria, concertante y coro
se entrelazan con notable soltura. Estos procedimientos formales muestran a Bellini en un camino que Verdi proseguirá.
Finalmente, en abril de 1834, Bellini inició
la composición de I Puritani, sobre un texto del
exiliado italiano Carlo Pepoli. Al mismo tiempo
que el contrato para el Teatro Italiano había recibido de Nápoles la invitación para escribir una
nueva ópera. El fruto de numerosas propuestas
y contrapropuestas fue la segunda versión de la
obra, concebida para las voces de María Malibrán, de Gilbert Duprez y de Porto, pero que no
fue estrenada porque la partitura llegó a Nápoles
después de la fecha estipulada. La versión parisina de I Puritani, pocos meses después del gran
éxito de La Sonnambula en el mismo teatro, con
un cuarteto vocal de lujo –integrado por la soprano Giulia Grisi, el tenor Giovanni Rubini, el barítono Antonio Tamburini y el bajo Luigi Lablache,
que pronto fueron conocidos como “el cuarteto
de I Puritani”– constituyó un verdadero triunfo. La casa reinante lo nombró “Caballero de la
Legión de Honor”. Bellini había alcanzado así el
)
Una brillante ligereza, nueva para el compositor de Catania (como por ejemplo en la po200
)
201
lacca de Elvira en el acto I, “Son vergin vezzosa”), figura junto a la interioridad y el énfasis
expresivo, como testimonian sobre todo los dos
grandes concertantes, introducidos ambos por
un solo de Arturo, “A te o cara”, en el final primero, y “Credeasi, misera” en el tercer final, dos
de las más bellas páginas de toda la producción
belliniana. Como lo son también el célebre dúo
para barítono y bajo que cierra el acto II, “Suoni
la tromba”, o la gran escena de la protagonista
en el acto II, una de las más espléndidas intervenciones femeninas del repertorio de todos los
tiempos, que se abre con las palabras “O rendetemi la speme”, y que pone a prueba todas las capacidades técnicas y expresivas de una cantante
de primerísima clase.
)
I Puritani puede considerarse como el canto del cisne de su autor, que, al igual que éste,
exhaló sus más bellas notas antes de morir.
202
l'incoronazione
di poppea
)
Claudio Monteverdi (1567-1643)
203
L’incoronazione di Poppea (La coronación de Popea)
Claudio Monteverdi (1567 - 1643)
ÓPERA SERIA EN TRES ACTOS.
Libreto de Giovanni Francesco Busenello.
Estrenada en el Carnaval de 1643 en el Teatro dei Santi Giovanni e Paolo de Venecia.
Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro La Fenice de Venecia.
Director musical: William Christie
Director de escena, escenógrafo y figurinista: Pier Luigi Pizzi
Iluminador: Sergio Rossi
Poppea: Danielle de Niese*
Nerone: Philippe Jaroussky
Ottavia: Anna Bonitatibus
Ottone: Max Emanuel Cencic*
Seneca: Antonio Abete
Drusilla: Ana Quintans*
Damisela: Katherine Watson
La nodriza de Ottavia: José Lemos*
Arnalta: Robert Burt
Lucano: Terry Wey
Mercurio / Littore: Damian Whiteley*
Les Arts Florissants
Mayo: 16, 18, 19, 21, 22, 24, 25, 27, 28
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
204
Argumento
L’incoronazione di Poppea (La coronación de Popea)
Fernando Fraga
Ópera en un prólogo y tres actos de Claudio Monteverdi.
Libreto de Giovanni Francesco Busenello.
La acción de la obra transcurre, obviamente, en la Roma de tiempos de Nerón, probablemente entre los
años 54 y 68 del siglo primero después de Cristo.
En el Prólogo, hacen acto de presencia tres personajes simbólicos, que discuten acerca de su influencia
sobre los seres humanos, adelantando de alguna manera las vicisitudes de la obra y sus consecuencias:
La Fortuna (Deh, nasconditi, o virtù), La Virtud (Deh, sommergiti, mal nata) y El Amor (Che vi credete, o
Dee). Como a continuación se desarrollarán los acontecimientos, será El Amor quien vencerá a las otras
dos, ya que él es el que dirige a la virtud y domina a la fortuna.
Una vez alejado Nerón, Arnalta, la nodriza
de Popea pone en guardia a su señora contra la
venganza de Octavia (Ah, figlia, voglia il cielo).
Acto I
El pretor Otón regresa de una campaña en
provincias, ansioso por encontrase con su esposa
En sus aposentos, Octavia espera la llegada
del filósofo Séneca (Disprezzata regina), mientras
su nodriza intenta consolarla y también aconsejarla (Ottavia, o tu dell’universe genti).
Popea (Sogni, portate a volo). Intrigado, comprueba que la mansión de la amada esta custodiada por dos soldados (Chi parla, chi va lè?),
a través de cuya conversación se entera de los
últimos acontecimientos que han tenido lugar
Séneca invita a Octavia a que encarrile su
vida hacia la virtud, aceptando estoicamente su
suerte (Ecco la sconsolata donna) pero, sin atender
a esta resignada lección de moral, la emperatriz
ruega al filósofo que interceda por ella ante el Senado. Un paje de la emperatriz es testigo del diálogo, además de defensor ardiente del honor y la
seguridad de su señora (Madama, con tua pace).
en Roma. Entre ellos, la situación personal de
Octavia, ya que su esposo Nerón abandona cada
noche su lecho conyugal para caer en brazos de
su amante Popea. Los soldados se callan cuando
perciben la presencia de Nerón que se despide,
al alba, de su amante (Signor, deh, no partite).
La separación es tierna y ardiente (Adorati miei
rai) y Popea recibe todas las garantías por parte
Cuando Séneca, a solas, reflexiona acerca
de la situación, de las gracias y miserias del poder
y de la fugacidad de las glorias mundanas (Le porpore regali e imperatrici) recibe una visita, la de
de su enamorado de que repudiará a Octavia,
aunque de momento sea necesario guardar las
)
apariencias.
205
comando tiranno). Séneca se despide de sus familiares y amigos quienes intentan en vano disuadirle de su decisión (Amici, è giunta l’ora).
la diosa Palas Atenea que le anuncia su próxima
muerte (Seneca, io miro in cielo infausti rai).
Nerón informa a su preceptor Séneca de la
intención irrevocable de repudiar a Octavia (Son
risoluto insomma). Séneca le echa en cara su decisión, totalmente inmoral, irracional y políticamente incorrecta, despertando la ira del emperador.
Como contraste a la situación anterior, y
para relajar la acción, una escena festiva tiene lugar ahora en el palacio imperial. El paje y la dama
de honor intercambian, entre bromas, palabras de
amor y de seducción (Sento un certo non so che).
Reunidos de nuevo, Nerón no puede resistirse a los encantos de Popea y le asegura que repudiará a su esposa convirtiéndola en emperatriz
(Quell’eccelso diadema ond’io sovrasto). Dueña de
la situación, la astuta mujer no duda en insinuar
al enamorado que ordene a Séneca que se aparte
de su camino, quitándose la vida (A speranze sublimi il cor inalzò).
Enterado de la muerte de Séneca, Nerón
se deja llevar por sus ensoñaciones ahora que ya
podrá, sin molestos inconvenientes, repudiar a
Octavia y casarse con Popea (Hor che Seneca è
morto). En compañía del poeta Lucano canta las
alabanzas de su amada (Di quel viso ridente).
Otón no está de acuerdo con los acontecimientos y en la soledad de su amargura rumia vengarse de Popea (I mei subiti sdegni). Octavia tampoco se muestra pasiva a la espera de acontecimientos
y, habiendo hecho llamar a Otón, le pide que dé
muerte a la causante de su común desgracia, Popea
(Tu che dagli Avi miei). Aunque muy abatido Otón
se dispone a cumplir lo ordenado. Par ello, evitando
sospechas, se disfrazará de mujer.
Otón, sin éxito, pretende recuperar el favor de su esposa (Ad altri tocca in sorte). Popea
lo rechaza olímpicamente, ante la mirada compadecida de Arnalta. Más Otón no se desanima
y se acerca ahora a Drusila, una cortesana, con la
que había tenido anteriormente relaciones rotas
en favor de Popea (A te di quanto son). Aunque
duda en principio de la veracidad de este cambió
de actitud, Drusila acaba por aceptar complacida
los avances de su antiguo pretendiente.
El paje se burla de la vieja nodriza, entusiasmada por el ardor amoroso que refleja Drusila enamorada sin condiciones de Otón (Nutrice,
quanto pagheresti un giorno).
Acto II
Esta pasión de Drusila la aprovecha Otón
para pedirle que le facilite los ropajes femeninos
necesarios para ocultar su identidad y realizar
más eficazmente el asesinato previsto (Senti, io
devo hor ora), ya que disfrazado de tal guisa puede penetrar con mayor comodidad en los apartamentos de Popea.
)
Séneca en su estudio (Solitudine amata)
recibe la visita de Mercurio, el mensajero de los
dioses, que le anuncia su muerte (Vero amico del
cielo). En efecto, de inmediato, Liberto el capitán
pretoriano es portador de un mensaje de Nerón
en el que obliga al filósofo a acabar con su vida (Il
206
)
207
fiesa que fue él en realidad el que intentó agredir a Popea, aleccionado por el rencor de Octavia
(No, no, questa sentenza cada sopra di me).
Popea, precisamente, al llegarle la noticia
de la muerte de Séneca, ve más cerca su ascensión al trono romano, regocijándose con Arnalta
de tal expectativa (Hor che Seneca è morto). Un
poco agobiada por los últimos y rápidos acontecimientos, se deja acunar por el canto de la nodriza (Adagiati Poppea) quedándose plácidamente
dormida.
Nerón ve el cielo abierto con esta declaración que la permite tomar las decisiones más
acordes con sus deseos. Condena únicamente al
exilio a Otón, confiscando de paso sus posesiones,
y permitiendo a Drusila, si así lo desea, acompañarle (Vivi, ma va ne’ più remoti deserti). Los dos,
Otón y Drusila, parten satisfechos de su destino.
Es la ocasión deseada por Otón (Eccomi
trasformato) para cumplir su proyecto, pero El
Amor que estaba velando el dulce sueño de Popea
(Dorme, l’incauta dorme) interviene justamente a
tiempo para impedirlo. Popea cree reconocer en
quien huye tras la frustrada agresión a Drusila, a
quien persiguen Arnalta y los demás criados.
A continuación, Nerón repudia solemnemente a Octavia, que será abandonada a su suerte
en un barco en medio del mar (Delibero e risolvo).
Aclarado luego el percance con su amada Popea,
Nerón promete hacerla ese mismo día su esposa y
emperatriz (Hoggi come promisi).
El Amor cierra el acto asegurando que ese
mismo día Popea se convertirá en la emperatriz
de Roma (Ho difesa Poppea).
Octavia se despide tristemente de Roma
y de los suyos (Addio, Roma, addio, patria, amici
addio).
Arnalta está feliz por el triunfo de su ama
(Hoggi sarà Poppea), celebrando también su alta
posición ahora en la corte.
Acto III
Drusila, ignorante de todo lo ocurrido, espera ansiosa la llegada de Otón (O felice Drusilla,
o che sper’io?). En lugar del amado quien se presenta es un Lictor. Acompañado por la acusadora
Arnalta (Ecco la scelerata) viene con una orden
de detención. A pesar de las protestas de inocencia de la infeliz muchacha, Drusila es llevada ante
la presencia de Nerón (Signor, ecco la rea).
Ante los cónsules y los tribunos romanos,
en nombre del senado y el pueblo romanos, Nerón corona a Popea (Ascendi, o mia diletta). Ha
triunfado, como estaba anunciado en el prólogo
el amor, y la pareja, en pleno éxtasis sentimental,
intercambia dulces y sensuales palabras de cariño
(Pur ti miro, pur ti godo).
)
Para proteger a Otón, Drusila acaba confesándose culpable, sometiéndose con gusto a las
horribles torturas que la aguardan (Misera me,
più tosto). Entonces Nerón la condena a muerte
(Conducete costei). Pero Otón se interpone y con208
Busenello, Poppea y Lope
Jacobo Cortines
anteriores eran más bien guiones que servían de
apoyatura para la parte musical. Con él los textos adquirieron una complejidad ideológica y una
riqueza poética antes desconocidas. El primero,
Gli Amori di Apollo e di Dafne (1640), al que puso
música el más aventajado discípulo de Monteverdi, Francesco Cavalli, era una fábula pastoral
inspirada en las Metamorfosis de Ovidio, pero
con una evidente intención desacralizadora. La
Didone (1641), basada en La Eneida y con música también de Cavalli, estaba elaborada contraviniendo la encorsetada preceptiva de los comentaristas italianos de Aristóteles. Igualmente saltaba
por los aires esa normativa en L’Incoronazione di
Poppea, escrita para la temporada del Carnaval de
1642-43, cuya música ha sido tradicionalmente
atribuida a Monteverdi, aunque no toda. Del cuarto libreto, La prosperità infelice di Giulio Cesare
dittatore (1646), primera ópera sobre tal figura
histórica de tanta fortuna en creaciones posteriores, no se ha conservado o todavía no ha aparecido
la partitura de Cavalli. Obra ambiciosa en cuanto
al número de personajes y a la compleja trama en
cinco actos que se desarrolla en diferentes lugares
y épocas. La última pieza compilada, La Statira,
principessa di Persia (1655), era una incursión en
el mundo exótico de los persas en lucha contra
los armenios, teniendo como protagonista a la ingenua y apasionada hija de Darío. Una vez más la
música era de Cavalli. A estos cinco textos para el
teatro musical habría que añadir Il viaggio d’Enea
La elección por parte de Gian Francesco Busenello de un sujeto histórico, la boda de
Nerón y Popea, frente a los tradicionales mitológicos, pastoriles y épicos, para la elaboración de
un nuevo libreto de ópera, era algo que no podía
hacerse esperar más y que surgía en perfecta consonancia con el ambiente ideológico y cultural
de la Academia de los Incógnitos, la más activa
y poderosa de cuantas existían en la Venecia de
las primeras décadas del siglo XVII. Nacido en el
seno de una familia de altos patricios venecianos,
en 1598, Busenello estudió derecho y filosofía
en la Universidad de Padua, abierta entonces a
las ideas más avanzadas, y de allí pasó ya como
letrado a instalarse en su propia ciudad, donde
ejerció como brillante abogado, pudiendo al mismo tiempo, libre de preocupaciones económicas,
dedicarse a su gran pasión: la creación literaria.
Compuso odas patrióticas, laudatorias a célebres cantantes, poemas en dialecto veneciano no
exentos de obscenidades, esbozó algunas novelas
y abordó el género dialogístico como el irreverente
Dialogo tra Caronte e un gesuita. Pero lo que más
fama le proporcionó fue la compilación de cinco
melodramas, bajo el título de Delle Hore Ociose,
publicada en Venecia, en 1656, tres años antes de
su muerte, quedando buena parte de su ingente
producción en manuscritos aún inéditos.
)
En cierta manera podría afirmarse que
Busenello fue el verdadero creador del libreto
operístico como género literario, pues los textos
209
all’inferno, cuyo manuscrito permanece inédito.
Allí, como en los libretos anteriores, se mezclaban las burlas con las veras, proporcionando una
variedad de situaciones y de afectos de inusual riqueza para un compositor, pero al parecer nunca
se le puso música.
de por la belleza de su música, por lo inquietante
de su temática con su descarado triumphus cupidinis, sobre lo que ya escribí algo (Teatro de la
Zarzuela, Temporada 98-99) y no voy a insistir
ahora. Lo que sí quisiera resaltar en esta ocasión
es que la novedosa dramaturgia de Busenello es
en parte deudora del culto que los Incógnitos,
abiertos como pocos a las novedades estéticas
de su tiempo, tributaron a un dramaturgo que
había traspasado las fronteras de su patria, España, para erigirse como nueva auctoritas en otros
territorios europeos, especialmente en Italia por
vínculos políticos y culturales. Ese autor no era
otro que Lope de Vega, que tanto había aprendido en su juventud de los cómicos italianos del
arte en sus giras españolas. Pero ahora los papeles
se invertían: si durante el siglo XVI las compañías
italianas condicionaban la organización teatral en
España, en el XVII eran las compañías españolas
las que difundían la nueva manera en Italia. Los
Incógnitos participaron en un “misterioso” homenaje, las Essequie poetiche, impresas en Venecia en 1636, tras la muerte del poeta madrileño.
Ellos, tan iconoclastas, alababan a Lope porque
éste representaba la libertad en el Arte, y aplicaban esa libertad a sus propias creaciones para justificarse ante sus detractores.
En todos estos textos se ha querido ver una
serie de invariantes temático-estilísticas, destacando entre ellas la obsesión por la muerte, tan
típica del Barroco y explicable por las pestes y
guerras continuas a las que se vio sometida aquella época de hierro. La condición efímera de la
existencia humana, la vanidad y miseria de las
glorias terrenales, los abusos del poder, la denuncia del fraude y del engaño, los ataques anticortesanos, todo aquello que conforma el discurso
pesimista del hombre barroco, y los Incógnitos
eran unos lúcidos portavoces, está muy presente
en los dramas de Busenello como intromisión de
la realidad de su época, pero todo ello compensado al mismo tiempo con un cáustico sentido del
humor, un desafiante inconformismo, una exultante sensualidad y una gozosa invitación a disfrutar de la belleza; de ahí, el entusiasmo de los
miembros de la Academia por un género que estaba experimentando en su ciudad un desarrollo
lleno de posibilidades: la ópera, que abandonaba
el restringido ámbito cortesano para convertirse,
gracias a la apertura de teatros públicos y al impulso que los propios Incógnitos propiciaron, en
un espectáculo que atraía por igual a los estamentos cultos y populares.
La teoría dramática de Lope era conocida
en ciertos círculos de Italia desde mucho antes,
pues ya en 1611 se habían impreso en Milán las
Rimas, que contenían el irónico discurso académico del Arte Nuevo, publicado sólo dos años
antes en Madrid. Para un buen número de “ingenios italianos” la lengua española le resultaba familiar, como lo prueba además la publicación en
el Milanesado de la Primera Parte de las comedias
)
De entre todos los textos de Busenello el
que hasta ahora ha tenido más fortuna ha sido
sin duda L’Incoronazione di Poppea, tal vez, aparte
210
)
211
del Fénix en 1619, pero mucho más importante
fue la amplia recepción que tuvieron las obras de
Lope y sus seguidores entre el público italiano, y
las posteriores adaptaciones de esos textos, muchos de ellos como libretti de óperas. El primer
autor italiano que reconocía su deuda para con
Lope fue el mesinés Scipione Errico, futuro componente de los Incógnitos, que en su comedia Le
rivolte di Parnaso (1626) decía por boca de Apolo
que “vino Lope de Vega a calentarme la cabeza
con una multitud de españoles, pidiendo que sus
tragedias fueran dignas de inmortalidad, aunque
no fueran conformes a los preceptos de Aristóteles…”. Le siguió luego Jacopo Cicognini, que en
su Trionfo de David (1628) reivindicaba “el uso
moderno fundado en la complacencia de quien
escucha”, y hay quien afirma que el mismo Lope
le había aconsejado en una carta que se atreviese
a romper con las unidades de tiempo y lugar. Numerosos son los testimonios de otros en este reconocimiento del influjo lopesco, y entre ellos no
podía faltar el de Busenello que en el argomento
de su Didone afirmaba que “Esta ópera sigue las
opiniones modernas. No está hecha como prescriben las antiguas reglas, sino que a la usanza española representa los años y no las horas”.
riosamente se respeten las unidades de tiempo y
lugar, no puede entenderse sin el refrendo de una
práctica teatral sustentada en el gusto del público, a lo que tanto había contribuido en la propia
Italia la difusión de la comedia española del Siglo
de Oro. Los temas históricos, por otra parte, eran
un filón para los argumentos de la producción de
Lope y sus seguidores. El mismo Lope había llevado a las tablas muchos años antes, entre 1594 y
1603, aquel mundo en su tragedia Roma abrasada
y crueldades de Nerón, que no tuvo por qué conocerla Busenello, pues sus planteamientos son
radicalmente distintos. Bastante más cerca tenía
el ejemplo de otros Incógnitos que en ese mismo
año de 1642 habían publicado en Venecia narraciones con temática parecida: L’imperatrice ambiziosa de Federico Malipiero, y Le due Agrippina
de Ferrante Pallavicino. También el que fundara
en 1630 la famosa Academia, Giovan Francesco
Loredano, trató aquel turbulento reinado en sus
Scherzi geniali, concretamente en Poppea supplichevole, y Francesco Pona, amigo personal de Busenello, le envió I dodici Cesari. El asunto, pues,
estaba en el ambiente de aquellos inquietos intelectuales que proyectaban sus preocupaciones
filosóficas y políticas en un pasado caracterizado por la corrupción y la violencia, haciendo de
aquel periodo unas lecturas muy personales. El
propio Busenello, que se había servido de los Anales de Tácito, aparte de la tragedia Octavia del
pseudo Séneca y otros textos, reconocía, sin embargo, que en su libreto las cosas se contaban de
manera distinta, y conocida es la manipulación
a la que somete los hechos históricos, sin importarle los anacronismos o inventarse lo que le interesase para sus fines artísticos. Esas diferencias
entre la verdad de los hechos y la ficción nunca
)
Si en Gli Amori d’Apollo e di Dafne Busenello esgrimía la autoridad de Guarino para justificar sus libertades en la unidad de la fábula, en
La Didone era claramente el modo de hacer de los
españoles. Nada sin embargo dice en la Poppea al
respecto, pero este texto, donde tanto se mezcla
lo trágico con lo cómico, los reyes con los plebeyos, el lenguaje áulico con el vulgar, y que se toma
tantas otras libertades rigurosamente condenadas
por los pedantes teóricos de la época, aunque cu212
fueron producto de la ignorancia o la incultura,
sino de una sabia explotación de la Historia a la
que intencionadamente se la actualizaba en la
problemática de su momento. ¿Era, como se ha
sugerido, la Roma imperial el “deformado” espejo
de la Roma papal? ¿Era una manera de afirmar la
superioridad de la Serenísima frente a la decadencia del poder pontificio? ¿Era la Poppea una ópera
política bajo el escandaloso disfraz de una comedia de enredo? Pudiera ser. En una mentalidad
tan poliédrica como la del Incógnito Busenello el
texto tiene muchas lecturas. Supo ser original al
tratar aquel monstruoso reinado como una comedia de enredo, all’usanza spagnola una vez más.
La reducción a tres actos, frente a los cinco de
la preceptiva clasicista, la intriga amorosa en un
escenario doméstico, el papel de los criados, especialmente el de la “graciosa” Arnalta, el recurso al
cambio de vestido y otros pormenores eran procedimientos que había codificado la comedia lopesca, de la que Busenello pudo muy bien servirse.
Pero si desde ese punto de vista el libreto del abogado veneciano mostraba ciertas afinidades con
la comedia áurea, desde otras perspectivas, como
la ideológica, existen abismos insalvables. El dogmatismo del teatro español en materias como la
religión, la honra o la monarquía, estaba en las
antípodas del amoralismo epicúreo que exhibe
un texto como el de Poppea.
)
Y a propósito de esto último, ¿es la “coronación” de la sensualidad el testamento espiritual
de un venerable sacerdote, como era Monteverdi, en los umbrales de su muerte? ¿No resulta un
tanto sospechoso que Busenello prescindiera de
su habitual colaborador, su amigo Francesco Cavalli, casi de su misma edad, y encargase la música a un anciano de 75 años? Parece que cada
vez que alguien últimamente se ha acercado a la
partitura se ha puesto más en cuestión la autoría
completa del maestro de Cremona. Ya hay partes
que se descartan que sean de su mano. Tal vez
haya que ir más al fondo de la cuestión y resolver
un problema que dista de haberlo sido satisfactoriamente. La no paternidad monteverdiana no
ensombrecería en absoluto los fulgores de esta
Coronación.
213
Tanti affetti in tal momento
(Tantos sentimientos
en este momento)
Marcelo Cervelló
Peri, pugnaban ya por hallar la fórmula que, con
el propósito más o menos teórico de resucitar los
fastos de la tragedia griega, acabaría cuajando en
la invención del canto monódico en el seno de la
Camerata fiorentina que el Conde Giovanni de’
Bardi supo reunir en su palacio florentino y de la
que formaban parte, además del Zazzerino y de
Giulio Romano, Vincenzo Galilei, padre del que
seria famoso astrónomo Galileo Galilei, el poeta
Ottavio Rinuccini y los músicos Marco da Gagliano y Emilio del Cavaliere. El segundo fruto
de esta nueva concepción del teatro musical, la
Euridice de Jacopo Peri con la más que probable
colaboración de Giulio Caccini –que propondría
su propia versión dos años más tarde–, sirvió de
entretenimiento en las festividades inherentes
al enlace de Enrique IV de Francia con Maria de
Médicis en 1600, y entre los invitados no faltó
el Duque Vincenzo Gonzaga, en cuyo séquito
pudo perfectamente figurar Claudio Monteverdi, a la sazón, y desde 1590, cantore e suonatore
di viola en su corte mantuana.
El préstamo que del texto del rondó final de La donna del lago rossiniana se hace en
el título tiene su razón de ser. L’incoronazione di
Poppea, en efecto, representa un momento trascendental en la evolución del género operístico:
Por primera vez los personajes mitológicos pasan
a tener una presencia prácticamente anecdótica y
los affetti que de manera incesante trató de plasmar el compositor cremonés a lo largo de toda su
obra hallan, al fin, su máxima expresión en los
personajes de su última ópera, no por históricos
menos esencialmente intemporales, en quienes
definitivamente cristaliza su ideal de traducir al
lenguaje de los sonidos las pasiones humanas, sin
menospreciar, por cierto, el lenguaje popular de
los personajes cómicos heredados de la literatura
madrigalesca en que brillaría Alessandro Striggio,
padre precisamente del autor del libreto del monteverdiano Orfeo.
El siempre problemático maridaje entre palabra y música tenía ya, en efecto, antecedentes ilustres cuando acabó cuajando en la
fórmula del recitar cantando de Peri y Caccini.
Intermedi, mascherate, favole boscherecce o intentos pioneros como L’Amfiparnaso de Orazio Vecchi, representado en el Teatro Ducal de
Modena en 1594, apenas unos años anterior a
la pionera representación de la Dafne de Jacopo
)
Sea o no averiguada su presencia en la ocasión florentina, lo cierto es que el impacto del
nuevo sistema del recitar cantando fue decisivo
para el proceso creativo del cremonés, que ya en
1603 introduciría en su obra lo que denominaría
seconda pratica, que en síntesis consistía en inser214
)
215
fallecería su autor, a los 76 años de su edad. La
posteridad se quedaría sin poder aquilatar los
méritos de su penúltima obra para la escena, la
tragedia di lieto fine titulada Le noze di Enea in
Lavinia, estrenada también en el teatro de Grimani en 1641. Su música se ha perdido.
tar en la construcción musical madrigalesca, en
que la voz participaba como mero instrumento
dentro de la polifonía clásica, los principios del
canto monódico instaurados por los músicos de la
Camerata. La eclosión del nuevo estilo tuvo lugar
con el solemne estreno de L’Orfeo, favola in musica con libreto de Alessandro Striggio, representada en el palacio ducal de Mantua el 24 de febrero
de 1607 bajo los auspicios de la Accademia degli
Invaghiti.
Los problemas musicológicos se acumulan
en el caso de una obra como L’Incoronazione di
Poppea. En primer lugar no existe de la misma
partitura impresa ni manuscrito completo alguno que sea fiel reflejo de lo efectivamente oído
pòr los espectadores asistentes al estreno. Los
materiales contemporáneos que hubieran podido acreditarlo desaparecieron con toda seguridad
con ocasión de alguno de los incendios o demoliciones que afectarían a los teatros públicos venecianos del siglo XVII. Las únicas fuentes que han
servido de base a las reconstrucciones modernas
son los llamados manuscritos de Venecia y de
Nápoles, relacionado éste último, según todas las
apariencias, con la reposición de la obra en la ciudad partenopea en 1651, ya fallecido el autor. El
manuscrito veneciano, publicado en edición facsímil por Giacomo Benvenuti en Milán en 1938,
parece corresponder a una especie de prontuario
preparatorio de la representación y revela la intervención de varias manos, aunque las anotaciones
de puño y letra atribuídas al compositor podrían
darle una indiscutible autoridad. El manuscrito,
en cualquier caso, puede dar fe de la estructura
aproximada de la ópera en la fecha del estreno,
si bien las indicaciones musicales se limitan a
la anotación de la línea vocal y unas escasísimas
alusiones a la distribución instrumental, limitada
prácticamente a los ritornelli encomendados a la
cuerda.
El nuevo Monteverdi, que en su época
mantuana produciría aún Arianna e Il ballo delle ingrate, ambas con texto del poeta florentino
Ottavio Rinuccini, dejaría el servicio del Duque
de Mantua, ahora Francesco Gonzaga, en 1612
para pasar el año siguiente a Venecia como maestro de coro de la Basílica de San Marco. La ciudad bañada por el Adriático asistiría unos años
después al nacimiento de una nueva forma de
ofrecer su obra al público por parte de los compositores, al generalizarse el sistema de abrir los
teatros a todo aquél que quisiera pagar el precio
de la entrtada.
Fue, en efecto, la Andromeda del discípulo de Monteverdi Francesco Manelli, la que
)
inauguró el nuevo orden, histórica ocasión que
tuvo lugar en el Teatro San Cassiano en 1637.
El camino para las últimas y decisivas óperas de
Monteverdi había sido abierto: Su versión revisada de la Arianna aparecería en el Teatro San
Moisè en 1640, Il ritorno d’Ulisse in patria lo
haría el propio año en el Teatro dei Santi Giovanni e Paolo propiedad de Giovanni Grimani y
L’Incoronazione di Poppea subiría, en fin, al mismo escenario en 1643. Pocos meses más tarde
216
rrari, que también podría haber sido el autor de
la música, aunque otras opiniones apuntan a la
figura de Francesco Sacrati, otro compositor que
pudo intervenir en la confección del producto final como lo fuera Francesco Cavalli, casi con toda
seguridad autor de la Sinfonia de la ópera en alguna de las redacciones de la misma. Dígase, entre
paréntesis, que este tipo de trabajo en comandita
no era infrecuente en los teatros venecianos de
la época, pues en La finta savia, dada a conocer
en aquella misma temporada de Carnaval con libreto de Giulio Strozzi intervinieron hasta cuatro
compositores además de Filiberto Laurenzi, que
figuraba como principal autor de la música.
Existen, en cambio, varias copias manuscritas del libreto, incluída una versión impresa en
la recopilación de obras de Busenello aparecida
en 1656 con el título de Le hore oziose. Las diferencias entre ellos son notables y no es de descartar que el autor del texto revisara drásticamente
el mismo para su inclusión en la colección citada.
En cualquier caso, parece evidente que nunca entró en los designios del poeta el terminar la obra
con el dúo, hoy famoso, “Pur ti miro” entre Nerone y Poppea, ya que el plan original terminaba
con la apoteosis, un tanto convencional, de la coronación y el triunfo de la nueva emperatriz. De
hecho, el dúo en cuestión fue añadido a la obra
en un momento posterior, probablemente con el
texto tomado de Il pastor fido de Benedetto Fe-
)
La precariedad de las fuentes, tanto en materia de instrumentación como de distribución
217
se dan al problema por cada director o adaptador
en particular distan mucho, por supuesto, de clarificar el panorama.
de las partes vocales, ha dado lugar a todo tipo
de soluciones cuando de preparar una edición
a efectos de representar la obra se ha tratado, y
desde Hugo Goldschmidt a Alan Curtis (Novello,
1989), han sido muchos los intentos de ofrecer
una performing edition razonable, contándose entre ellos los de Vincent D’Indy, Federico Ghedini y Raymond Leppard, siendo la propuesta más
heterodoxa –y no por ello menos utilizada– la de
Gian Francesco Malipiero para Ricordi en 1931.
La textura musical de las obras de madurez de Monteverdi revela, y en el caso de
L’Incoronazione di Poppea de modo más evidente,
la perfecta síntesis de los elementos procedentes
de la tradición madrigalesca con la vocación textual de la monodia de Peri y Caccini, con recursos
de carácter festivo en el primer caso, limitados a
los familiares de Séneca y a los personajes de Valletto y Damigella, y con la severa aplicación, en
el segundo, de las leyes del recitar cantando a los
recitativos y ariosi de los personajes psicológicamente más densos, con algún guiño a los modos
griegos arcaicos en el caso de la configuración
musical del discurso del filósofo cordobés.
En la cuestión relativa a la distribución de
los cometidos vocales los problemas se multiplican, y no ya sólo por la muy enquistada polémica
acerca de la asignación de los papeles originariamente cantados por castrati a contratenores
o mezzosopranos, sino por la dificultad añadida
de desconocerse quiénes eran los intérpretes de
Monteverdi, de los que únicamente parece razonablemente identificada la soprano Anna Renzi,
a cuyo cargo iba el rol de Ottavia y que había participado también como Aretusa en la citada Finta
savia de Laurenzi. Por la proximidad en el tiempo de los respectivos estrenos de ambos títulos
se ha aventurado la hipótesis de que participaron
también en el estreno de Poppea otros miembros
de la compañía como el castrato Stefano Costa
o la soprano Anna Valerio, posible Poppea. Parece seguro, en cualquier caso, que los papeles de
Nerone y Ottone correspondían a otros tantos
evirati cantori, siendo menos claro el caso de las
dos nodrizas, pues aunque era práctica corriente
en la época atribuir tales cometidos a sopranistas
andróginos de perfil cómico, en el caso de Arnalta la tesitura parece convenir mejor a una voz de
contralto femenina. Séneca, y aquí no hay discusión, es un bajo servido. Las soluciones que hoy
)
Con L’Incoronazione di Poppea Monteverdi
culmina, ya en el ocaso de su vida, su ideal de
conseguir “la mayor imitación posible de la naturaleza” y alcanza un lenguaje tonal que profundiza en las raíces de la substancia humana y
de la motivación dramática de los personajes. El
compositor de ópera más antiguo de cuantos hoy
se representan podría –¿por qué no?– ser también
uno de los más modernos. Su recepción por parte
del público actual habrá, sin duda, de ratificarlo.
218
norma
)
Vincenzo Bellini (1801 - 1835)
219
Norma
Vicenzo Bellini (1801 - 1835)
TRAGEDIA LÍRICA EN DOS ACTOS.
Libreto de Felice Romani, Basado en Norma ou L’infanticide de Louis Alexandre Soumet.
Estrenada en el Teatro alla Scala de Milán el 26 de diciembre de 1831.
Versión de concierto.
Director musical: Massimo Zanetti*
Director del coro: Peter Burian
Oroveso: Carlo Colombara
Pollione: Roberto Aronica
Norma: Violeta Urmana
Adalgisa: Sonia Ganassi
Clotilde: Sandra Fernández
Flavio: Francisco Corujo
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Mayo: 20, 23, 26
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
220
Argumento
Norma
Fernando Fraga
Tragedia lírica en dos actos de Vincenzo Bellini.
Libreto de Felice Romani.
La obra se sitúa en las Galias, por entonces bajo dominación romana, hacia el año 50 antes de Cristo.
Antes de levantarse el telón, traicionando sus deberes religiosos, la suma sacerdotisa del dios Irminsul,
Norma, hija de Oroveso, jefe del pueblo druida, ha tenido en secreto dos hijos fruto de su sacrílega relación con Pollione, procónsul romano. Clotilde, la confidente de Norma, es la única persona que conoce y
ampara esta secreto.
En la obertura, la más ambiciosa del compositor, se prepara el ambiente en que se desarrollará la obra. De corte solemne dada la estatura clásica de la tragedia a desarrollar, en ella se
anuncian algunos temas que luego aparecerán
en el resto de la partitura, resultando muy dominante aquél que sostiene la furia de Norma y que
se expandirá en todo su esplendor en el dúo con
Pollione. En general, parece que en esta página
instrumental se oponen los dos mundos que se
encuentran en conflicto en el drama, el guerrero
y el religioso.
que la sacerdotisa les anuncie por fin el levantamiento en armas, la hora de la venganza (Coro
de introducción Dell’aura tua profetica, y cavatina
con coro de Oroveso: Sì, parlerà terribile).
Acto I
Al escuchar el escudo sagrado de Irminsul,
convocando a los druidas para sus ritos, Pollione
desprecia a tan bárbaro pueblo cuyo altar echaría
con gusto por tierra amparado en su amor hacia
Adalgisa (Escena de Pollione y Flavio, Svanir le
voci, y cavatina de Pollione con coro y Flavio:
Meco all’altar di Venere). Ante la inmediata llegada de los druidas, los dos romanos abandonan
el bosque.
Cuando los druidas abandonan poco a poco
el sagrado lugar, aparecen Pollione, el procónsul
romano, y el centurión Flavio. Pollione confiesa
al amigo que su pasión por Norma se ha extinguido en favor de una joven sacerdotisa de nombre
Adalgisa. En un sueño, en el que en Roma ante el
altar de Venus se unía en matrimonio con la sacerdotisa gala, ha visto aparecer a Norma sedienta
de venganza.
)
El Cuadro Primero se desarrolla en el bosque sagrado de los druidas, donde se levanta la encina sagrada en cuya base se erige el altar dedicado
a Irminsul. Oroveso invita a los druidas, ansiosos
por enfrentarse a los invasores romanos, a que acudan ante Norma cuanto salga la luna. A Oroveso
y al resto de los druidas les mueve la esperanza de
221
vuelto exponiéndose al peligro de ser descubierto.
Adalgisa intenta en vano rechazar al hombre que
ama, pero las ardientes declaraciones de Pollione
acaban fácilmente con su tímida resistencia. El
procónsul la invita a huir con él a Roma y la joven
acaba, incapaz de resistirse a tanta seducción varonil, aceptando la proposición (Dúo de Adalgisa
y Pollione: Va, crudele, al Dio spietato... Vieni in
Roma, ah, vieni, oh cara).
Se escucha una solemne marcha mientras
el pueblo druida se reúne con los sacerdotes,
sacerdotisas y guerreros (Coro: Norma viene, le
cinge la chioma). En medio del gentío, aparece
finalmente Norma, coronada por una diadema
de verbena y portando en mano la hoz de oro.
Reprende a los que desean entrar en guerra con
Roma, ya que en estos momentos la sublevación
sería rápidamente abortada. Aún no es tiempo de
venganza y Roma será aniquilada por su propia
depravación. Les sigue pidiendo paz mientras siega el muérdago sacro (Escena de Norma y coro:
Sediziose voci, voci di guerra).
El Cuadro Segundo traslada la acción a las
habitaciones secretas de Norma, en medio del
bosque. La presencia de sus hijos, que cuida fielmente Clotilde, despierta en la madre contrastados afectos. Poseída por la culpa, ama y al mismo
tiempo odia a los niños. Además, teme que algún
día Pollione la abandone, marchándose a Roma. Al
escuchar que alguien se aproxima, Norma ordena
a Clotilde que esconda a sus vástagos (Escena de
Norma y Clotilde: Vanne e li cela entrambi).
Aparece la luna y Norma invoca su semblante en una mística plegaria (Cavatina de Norma: Casta diva).
Finalizado el rito, tranquiliza Norma a los
suyos: en el momento justo en que Irminsul pida
que corra la sangre romana, ella hará oír claramente su voz. Interiormente la sacerdotisa evoca el recuerdo de los primeros instantes en que se sintió
enamorada de Pollione (Cabaletta: Ah bello, a me
ritorna). La asamblea se disuelve, todos parten
alentados con la pronta esperanza reivindicativa.
Es Adalgisa, consumida por la duda, agobiada por los remordimientos, que viene a pedir
consejo a la mujer más madura, a la sacerdotisa
más experimentada. Norma acoge con cariño a
Adalgisa, invitándola a que exponga las razones
de su turbación. La joven comienza el relato de
cómo conoció a un hombre, cuando se hallaba
sola en el templo. La narración se asemeja mucho a la situación vivida también por Norma, la
cual, finalmente, conmovida por las apasionadas
y tiernas palabras de Adalgisa, la perdona, eximiéndola de sus votos. Adalgisa se siente feliz y
agradecida (Recitativo, Adalgisa! Alma costanza!,
y Dúo de Norma y Adalgisa: Oh, rimembranza! Io
fui così rapita... ripeti, o ciel, ripetimi si lusinghieri accenti).
Al quedarse vacío el espacio, aparece vacilante Adalgisa. La joven sacerdotisa duda entre
su amor por el procónsul y sus obligaciones religiosas (Recitativo de Adalgisa: Sgombra è la sacra
selva). Un tanto aturdida por la complicada situación que está viviendo, postrándose ante el altar
de Irminsul, eleva sus oraciones (Plegaria: Deh!
proteggimi, o Dio).
)
En tal postración es descubierta por Pollione quien, no atendiendo las razones de Flavio, ha
222
)
223
samente, anda merodeando por el lugar, sola,
llorosa e implorante.
Norma interroga a la muchacha sobre la
identidad del hombre que ama. La alarmas se levantan cuando Adalgisa dice que es un romano,
un romano que en ese preciso momento llega:
Pollione. A la sorpresa inicial de Norma sucede
enseguida una letanía de recriminaciones al procónsul. Adalgisa, al comprender la situación, se
siente terriblemente desdichada. Pollione quiere
llevarse consigo a Adalgisa, pero ésta se niega,
tachándole de infiel esposo. Norma grita su venganza. Se escucha a lo lejos el bronce druídico
que convoca el rito. Norma dice que son sonidos
de muerte y Pollione desprecia la amenaza.
Norma necesita la ayuda de Adalgisa. Está
dispuesta a renunciar a Pollione quien debe marcharse con Adalgisa de la Galia, camino de Roma,
donde se llevarán a los niños. Adalgisa deberá
cuidar de sus hijos y espera que Pollione se porte
con ella mejor que lo hizo con Norma. Adalgisa
rechaza este heroico gesto de renuncia. Será ella,
Adalgisa, la que convenza a Pollione de que vuelva a ser el esposo que ha sido de Norma.
Ésta acaba por aceptar la generosa oferta
de Adalgisa y las dos mujeres se unen en un profundo abrazo de complicidad y cariño (Dúo de
Norma y Adalgisa: Deh! con te, con te li prendi...
Mira, oh Norma a’ tuoi ginocchi... Sì, fino all’ore
estreme).
Pollione acaba abandonando el lugar dejando a las dos mujeres sumidas en la mayor desesperanza (Terceto de Norma, Adalgisa y Pollione: Oh, non tremare, o perfido... Oh, di qual sei tu
vittima... Vanne, sì, mi lascia, indegno).
El Cuadro Segundo se desarrolla en un
lugar solitario cercano al bosque sagrado de los
druidas. Un grupo numeroso de guerreros vuelve
a manifestarse a favor de una pronta sublevación,
ahora que Pollione debe abandonar su puesto.
Oroveso les advierte que su sucesor es aún más
despiadado que Pollione, pero les recuerda que
para levantarse en armas habrá que esperar la señal divina que Norma hará saber. De momento,
habrá que mantener el odio hacia los romanos
dentro de ellos mismos (Coro Non partì?. Finora è al campo, recitativo Guerrieri! A voi venirne
credea y aria con coro de Oroveso: Ah, del Tebro al
giogo indegno).
Acto II
Cuadro Primero. En la morada de Norma, sus hijos duermen plácidamente. Un breve
pero intenso preludio instrumental informa del
estado interior de Norma. Ésta, con un puñal
en la mano, observa cómo duermen los niños.
Duda entre el odio hacia Pollione y el amor
materno. Matar a sus hijos, como hizo Medea
con los suyos con Giasone, sería el mejor medio
de vengarse del voluble procónsul. Pero su instinto de madre puede más que su rabia como
esposa ultrajada y el puñal cae finalmente de
sus manos (Escena con recitativo acompañado:
Dormono entrambi). Luego, ordena a Clotilde
que salga en busca de Adalgisa, la cual, preci-
)
El bosque sagrado es el escenario donde
tiene lugar el Cuadro Tercero. Norma confía en
que Clotilde logre su objetivo y retorne con un
224
sacerdotisa continúa amenazando: morirá no sólo
Pollione sino todos los romanos. Y Adalgisa será
condenada a la hoguera. Norma se regocija salvajemente: el dolor de Pollione es ahora similar al
que ella padece (Dúo de Norma y Pollione: In mia
man alfin tu sei... Già mi pasco ne’ tuoi sguardi).
Pollione arrepentido cayendo en sus brazos. No es
así. Clotilde trae noticias contrarias. No sólo la joven ha fracasado en su misión, sino que Pollione
jura que raptará a Adalgisa aunque ésta halle refugio en lo más recóndito de su maldito templo.
Norma jura definitiva venganza sobre los
romanos. Se acerca furiosa hacia el escudo sagrado broncíneo y lo golpea tres veces frenéticamente. Es la señal esperada para el alzamiento
druida contra los invasores (Escena: Ei tornerà,
sì. Mia fidanza è posta in Adalgisa). Se escucha
un vibrante himno de guerra (Guerra! Guerra!Le
galliche selve).
Norma convoca de nuevo a la asamblea.
Solemnemente anuncia que ya ha sido elegida la
víctima, una sacerdotisa que ha quebrantado sus
votos pecando contra dios y la patria: ella misma (Escena: All’ira vostra una vittima io svelo).
Asombro general.
Mientras se prepara el sacrificio, Norma se
vuelve a Pollione afirmando que hay un poder superior que los ha unido en la vida y ahora en la
muerte. El procónsul, finalmente, ha comprendido la estatura personal y moral de Norma y siente
que recupera su amor por ella. Mientras, Oroveso
y el resto de los druidas confían en que la revelación de Norma no sea verdad (Aria a dos voces de
Norma y Pollione con Oroveso y coro: Qual cor
tradisti, qual cor perdesti).
El rito exige una víctima humana que, según Norma, no habrá de faltar. En esto se escucha un tumulto y Clotilde se apresura a explicar
sus motivos: un romano ha sido apresado cuando
intentaba profanar el recinto destinado a las jóvenes vírgenes.
Se trata, como Norma intuye de inmediato,
de Pollione, el cual aparece custodiado por varios
soldados. Ésa será la víctima, pero Norma deja
caer el puñal incapaz de asestar el mortal golpe.
Haciendo un enorme esfuerzo, Norma se recupera y aleja a todos con la disculpa de averiguar a
solas los motivos que han movido a Pollione para
profanar el recinto sagrado (Escena: Ne compi il
rito, o Norma?... Sacrilego nemico).
Pero la realidad se impone. Norma es culpable ante su pueblo y el delito se agrava cuando
descubre que es madre de dos niños. Emocionada
logra convencer a Oroveso de que se ocupe de sus
nietos y feliz por morir con el hombre que ama
se encamina a la hoguera. Norma se despide de
un muy conmovido Oroveso y la pareja se une
en amor por toda la eternidad (Concertante con
Norma, Pollione, Oroveso y coro: Deh, non volermi vittima).
)
Norma y Pollione frente a frente. Ella, aún
enamorada del romano, promete salvarle la vida
si renuncia para siempre a Adalgisa. Pollione prefiere morir antes que aceptar esta oferta. Norma
asegura que se vengará matando a sus hijos y él
implora entonces piedad por los niños La airada
225
Norma: la apoteosis
de la melodía
Andrés Moreno Mengíbar
espiritual de su pueblo en la resistencia frente al
invasor romano, ha mantenido una secreta relación con Pollione, jefe del ejército romano, fruto
de la cual son dos hijos; el tiempo ha pasado y el
romano ha dirigido su corazón hacia otra sacerdotisa más joven, Adalgisa, a la que quiere llevarse a
Roma. Norma amenaza a su antiguo amante con
matar a sus hijos y con denunciar la violación de
sus votos por Adalgisa, pero finalmente opta por
autodenunciarse y marchar a la pira expiatoria
junto a su antiguo amante. En la trama, extraída
de la tragedia Norma, ou L’infanticide, de Alexandre Soumet y elaborada en forma de libreto por
el gran Felice Romani, se reúnen algunos de los
tópicos icónicos y simbólicos esenciales del Romanticismo: el amor más allá de todo sacrificio,
el desgarro afectivo, el dilema entre sentimientos,
la lucha contra la opresión (aún sonaban los ecos
de las revoluciones de 1830 cuando la ópera se
estrenó en Milán el 26 de diciembre de 1831),
la noche y sus misterios a la luz de la Luna, la
“casta diva” que rige los destinos de los sueños
y de la magia. Todo ello aparece acentuado en el
magnífico texto de Romani, en el que abundan
esos números concertantes de tan seguro efecto dramático y musical, junto a escenas de gran
sabiduría dramática, como el recitativo “Dormono entrambi” en el que Norma se debate entre
cumplir su venganza y matar a sus propios hijos o
sucumbir al sentimiento maternal y renunciar al
En Miau, esa disección de la grisácea mediocridad vital de las clases medias madrileñas,
Benito Pérez Galdós describe cómo las dos hermanas “se pusieron a cantar, una en la cocina, la otra
desde su cuarto, el dúo de Norma: in mia mano
al fin tu sei”. En otro momento, Milagros cocina
“entonando a media voz, por añeja costumbre y
con afinación perfecta, algún tiernísimo fragmento, como moriamo insieme, ah! si, moriamo...”
Unas décadas más atrás, en 1855 concretamente,
Pedro Antonio de Alarcón alcanzaba su primer
triunfo literario con la publicación de su novela
El final de Norma, un folletín de aventuras en el
que toda la trama gira alrededor de una cantante
que ha hecho de Norma su papel estelar. Estos
datos pueden servir de introducción sobre cómo,
aquí, en nuestro país, como en toda Europa, Norma ha sido uno de los títulos que han gozado de
mayor popularidad y presencia en los escenarios.
En el Teatro Real, desde su inauguración en 1850
y hasta 1878, se representó ciento una veces (casi
cuatro veces al año de media). En Sevilla, desde
donde escribo estas líneas, fueron setenta y nueve
la representaciones de Norma entre 1834 y 1853
(también a cuatro por año de media).
)
¿Qué hace de esta ópera una de las más populares del repertorio? En buena parte, su trama
sensible y fácil de ser interiorizada por todo tipo
de público: la sacerdotisa gala de Irminsul, guía
226
)
donne de calidad insuperable (sólo la Malibran
podría haberles hecho sombra en aquellos años).
Era la Pasta una soprano dramática de agilidad,
de amplio registro y facilidad pasmosa para las
coloraturas, mientras que la Grisi se caracterizaba por una tesitura más ligera y aflautada y con
reconocida maestría asimismo para las agilidades
más intrincadas. Esto nos hace plantear la transformación que la naturaleza vocal de estos dos
personajes ha sufrido con los tiempos. Las partes
de ambas mujeres son esencialmente idénticas
en sus rangos sonoros (del Si bemol2 al Do5 para
Norma y del Si2 al Do5 para Adalgisa) y, si acaso,
el papel de Norma (no olvidemos, una mujer madura frente a la juventud de Adalgisa) exige una
voz más cuajada y densa en comparación con
la ligereza de la joven Adalgisa. Y, sin embargo,
conforme las sopranos ligeras y pirotécnicas se
apropiaban del personaje de la sacerdotisa, hubo
que desviar a Adalgisa hacia las mezzosopranos
en aras de conservar el contraste tímbrico, pero
dando lugar a la paradoja de que el personaje
más joven fuese el de voz más madura y densa.
Aunque suele ser habitual en los teatros actuales
la alternancia soprano-mezzo, no cabría olvidar
que en origen la ópera fue pensada para la exhibición de dos sopranos de cuyo enfrentamiento
vocal pueden surgir chispas si se encuentra a las
intérpretes adecuadas. Era lo esperable en una
época en la que se cultivaba especialmente el
gusto por las voces agudas y por sus exhibiciones
en la zona superior del registro. Entre las parejas
femeninas que más sobresalieron en los primeros
años, tras el enfrentamiento Pasta-Grisi, cabría
señalar los emparejamientos varios de María Malibrán, especialmente el que le permitía cantar
junto a una Josefina Ruiz que no era sino su her-
antiguo amor; o como en la escena final, en la que
Norma se autoinculpa y pide la muerte.
Pero, por otro lado, y ante todo, está la
música de Bellini. Quizá no sea su partitura más
completa, más redonda; quizá La sonnambula sea
más refinada e I Puritani tenga una orquestación
más elaborada, pero Norma es ciertamente la mayor explosión de bel canto que existe. Es, sin lugar a dudas, un monumento al arte de cantar, la
apoteosis de la voz. Todo lo demás está al servicio
del mayor espectáculo canoro posible, siempre y
cuando, claro, se encuentren intérpretes apropiados, lo que no es tan fácil de unas décadas a esta
parte. Las espectaculares intervenciones del coro,
especialmente la llamada al combate de “Guerra,
guerra”, colaboran también a hacer de esta ópera un referente inexcusable en las preferencias de
todo tipo de aficionados. Junto a Lucia di Lammermoore, de su rival y sin embargo amigo Donizetti, Norma es la máxima expresión de eso que
(aunque sea históricamente erróneo) llamamos
belcantismo: melodismo de largo aliento, contrastes entre cavatinas y cabaletas, alternancia entre
lo íntimo y lo heroico, entre lo sensible y lo espectacular, duelos vocales entre antagonistas, situaciones dramáticas límites y finales trágicos de
gran efecto.
)
Buena parte de la responsabilidad de que
Norma haya sido denominada por Gonzalo Badenes “la catedral del bel canto” reside en la
calidad de los cantantes que Bellini tuvo a su
disposición para el estreno. Para los dos papeles
femeninos principales, el Teatro alla Scala había
contratado nada menos que a Giuditta Pasta
(Norma) y a Giulia Grisi (Adalgisa), dos prime
228
vías de extinción como es el basso cantante: una
voz de bajo, no especialmente profunda, pero sí
dotada del suficiente volumen y, sobre todo, de
capacidad para la coloratura en la zona superior.
manastra, hija de su padre Manuel García con su
primera esposa Manuela Morales.
Para el caso de Pollione, Bellini pudo contar con Domenico Donzelli, uno de los tenores
míticos en toda la Historia de la Ópera. Sobre su
voz, nada mejor que sus propias palabras en carta
dirigida al propio Bellini cuando éste preparaba
la partitura. “La extensión de mi voz es de casi
dos octavas, esto es, del Re grave al Do agudo. De
pecho, hasta el Sol... Del Sol agudo al Do sobreagudo puedo usar un falsete que, empleado con
arte y con fuerza, constituye un recurso ornamental. Dispongo de la suficiente agilidad, aunque
me resulta más fácil emplearla descendiendo que
subiendo”. Finalmente, para el personaje de Oroveso es necesario contar con una especie hoy en
)
Con tales mimbres era esperable que Bellini desarrollara al máximo su capacidad expresiva,
tanto en su característica morbidez (esas largas
melodías sostenidas por suaves ritmos de ondulantes andantes) como en la panoplia de recursos
vocales y ornamentales, especialmente presentes
en los dúos. A veces se le ha achacado a Bellini
el disponer para esta ópera una orquestación demasiado simple y esquemática. Nadie mejor para
responder a esta acusación que el propio Bellini, quien en carta a su confidente Florimo (15
de agosto de 1835) afirmaba que Norma, con sus
229
largas y lánguidas melodías, no precisaba de una
orquestación densa ni compleja, a diferencia de
lo que por entonces estaba escribiendo para I Puritani. Y hay que reconocer que tenía razón, que
la orquesta arropa de manera sutil y delicada a la
voz en este título como en ningún otro del repertorio. En cambio, donde Bellini sí que se adentra
en los terrenos de la innovación y va más allá de
sus contemporáneos es en lo referente a los recitativos. Siempre con el soporte orquestal tras
ellos, los recitativos de Norma se mueven con una
enorme libertad métrica y con gran flexibilidad
expresiva, adaptándose como un guante sonoro
a las inflexiones de la palabra. Ejemplos paradigmáticos de ello son los diálogos entre Pollione y
Adalgisa o los que mantienen los dos personajes femeninos. Son recitativos que a menudo se
abren a efusiones melódicas en ariosos de enorme belleza melódica, como esa tremendamente
bella y emocionante escena (“Dormono entrambi”) en que Norma se dispone a acabar con la
vida de sus hijos para luego arrepentirse de ello.
Es el momento más dramático de toda la ópera,
el que más emociones y pasiones pone en juego
en unos breves minutos, el que mejor representa
esa libertad formal de la que Bellini hace gala en
esta ópera. Y, para colmo, la escena desemboca en
una de las más impresionantes efusiones melódicas de toda la Historia de la Ópera, la cavatina
“Teneri figli”.
ma-Adalgisa-Pollione del primer acto; si con la
fuerza emotiva de la súplica de Norma a su padre
en “Deh, non volerli vittime”; o si con el maravilloso crescendo de la inmolación final.
A pesar de todo esto, el estreno fue descrito por el propio Bellini como “Fiasco!!! Fiasquísimo!!! Solemne fiasco!!!”, lo que le dolió aún más
porque la consideraba la mejor de sus óperas. En
este fracaso inicial, inmediatamente superado en
las representaciones siguientes, la responsabilidad no hay que buscarla ni en la composición ni
en sus intérpretes, sino en las rivalidades artísticas tan propias de la época. El teatro estaba lleno
aquella noche de partidarios de la Malibran (rival
de la Pasta) y de Paccini, compositor rival del propio Bellini. Sin embargo, unas semanas más tarde
la nueva ópera era ya un completo éxito que muy
pronto saldría de las fronteras italianas y sería llevada en los baúles de las más afamadas divas por
todo el mundo, hasta hoy día.
)
La verdad es que no hay ninguna ópera en
el repertorio que ofrezca tal riqueza de melodías
para el recuerdo ni tantos pasajes de tal brillantez
vocal. No sabe uno con qué quedarse, si con los
pasajes en terceras paralelas de “Mira, o Norma”;
si con el hipnótico ritmo de vals del terceto Nor230
die tote stadt
(la ciudad muerta)
)
Erich Wolfgang Korngold (1897 - 1957)
231
Die tote Stadt (La ciudad muerta)
Erich Wolfgang Korngold (1897 - 1957)
ÓPERA EN TRES ACTOS.
Libreto de Paul Schoott, basado en la novela Bruges-la-Morte, de Georges Rodenbach.
Estrenada simultáneamente en los Stadttheater de Hamburgo y Colonia el 4 de diciembre de 1920.
Producción del Festival de Salzburgo, en coproducción con la Staatsoper de Viena.
Director musical: Pinchas Steinberg
Director de escena: Willy Decker
Escenógrafo y figurinista: Wolfgang Gussmann
Iluminador: Wolfgang Göbbel
Director del coro: Peter Burian
Paul: Klaus Florian Vogt (14, 17, 21, 24, 37, 30) / Burkhard Fritz* (15, 18, 28)
Marietta / Marie: Catherine Naglestad* (14, 17, 21, 24, 37, 30) / Solveig Kringelborn* (15, 18, 28)
Frank / Fritz: Lucas Meachem
Brigitta: Nadine Weissmann*
Juliette: Susana Cordón
Lucienne: Anna Tobella*
Gaston / Victorin: Roger Padullés
El conde Albert: José Ferrero
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Junio: 14, 15, 17, 18, 21, 24, 27, 28, 30
20:00 horas; domingo, 18:00 horas
)
* Por primera vez en el Teatro Real
232
Argumento
Die tote Stadt (La ciudad muerta)
Fernando Fraga
Ópera en tres actos o cuadros de Erich Wolfgang Korngold.
Libreto de Paul Schrott (Julius y E.W.Korngold) sobre el drama Le Mirage y la novela Bruges, la morte de
Charles Rodenbach.
La acción tiene lugar en la ciudad belga de Brujas a finales del siglo XIX.
Frank, antes de marcharse, aconseja al amigo que tenga cuidado por esa nueva exaltación
que le embarga. Brigitta, con las rosas pedidas por
Paul para adornar el cuadro de Marie, anuncia la
visita de una mujer desconocida.
Acto I
En la casa de Paul. En una habitación profusamente amueblada y con síntomas de estar
inutilizada desde hace tiempo, Brigitta, el ama
de llaves, explica a Frank, amigo del dueño de la
casa, la conducta de Paul. Desde que murió su
esposa Marie vive como un ermitaño y, reuniendo
todos los objetos que le han pertenecido (su cuadro, un mechón de su cabellera y otras reliquias)
ha levantado con ellos una especie de tempo dedicado “a la que ha sido”. Sin embargo, ayer mismo, volvió a casa poseído de un vigor y una alegría
extrañas, obligándola a abrir todas las ventanas
para que entrara en ellas la luz de la ciudad (Behutsam! Hier ist alles alt).
Ligera y seductora, bella y sonriente, con
una enorme confianza en sí misma, entra Marietta y Paul vuelve a asombrarse del extraño parecido que la joven tiene con su esposa Marie.
Marietta, llena de vida y sedienta de disfrutar, repara en un viejo laúd que yace en un rincón
y con su acompañamiento, a petición de Paul, interpreta una canción que habla sobre el amor fiel.
Paul se une a su canto en la estrofa final cuyos
versos tanto disfrutaba su esposa (Glück, das mir
verblieb).
Frank observa la belleza de Marie en el cuadro donde está pintada con su vestido predilecto.
Brigitta afirma que, pese a todo el misterio que
rodea a la mansión, está feliz por servir en una
casa donde hay tanto amor.
De la calle llega el sonido de una canción
mucho más alegre, menos nostálgica. Se trata de
Gaston, Lucienne y Juliette, compañeros de teatro de Marietta. Marietta es una bailarina que representa el personaje de Elena en la escena de las
monjas libidinosas en la ópera Roberto, el diablo
de Meyerbeer. Marietta baila y poco a poco Paul
va sucumbiendo a su baile voluptuoso (O Tanz,
o Rausch).
)
Llega Paul y los dos amigos se abrazan. Paul
cuenta que, durante sus paseos por la ciudad, se
ha encontrado con una muchacha, cuya identidad ignora, que es el vivo retrato de su mujer
muerta (Nein, nein, sie lebt!).
233
Aunque el sonido de las campanas le recuerdan a su mujer muerta, Paul arde en deseos
de encontrarse con Marietta.
En medio de su frenética danza, Marietta
quita el velo que cubre el retrato de Marie quedando asombrada de su parecido con la mujer allí
pintada. Al escuchar otra vez en la calle las voces
de sus compañeros, Marietta abandona la casa.
Una procesión de monjas pasa camino de
la iglesia. En último término Paul se sorprende al
ver a Brigitta, con hábito de novicia, quien pronto, no sin antes de manifestar su fidelidad a su
ama muerta, sigue los pasos del cortejo monjil.
Paul, sumido en un contradictorio estado
emocional, es asaltado por la visión de su esposa
que avanza, emergiendo del cuadro y acercándose a él como si no pisara la tierra, mirándole fijamente (Paul... Paul / Du bist du ja, Marie).
Una silueta se deja ver. Al hacerse más clara
la figura, Paul descubre que es Frank acercándose
a la casa de Marietta (Wohin!? Frank, du!).
Paul dice a la esposa que le sigue siendo fiel,
que siente su presencia unida a esta ciudad muerta
donde vive, mezclada con el sonido de las campanas
y emergiendo de las aguas profundas de sus canales.
Marie le recuerda el amor “que ha sido, es y será
para siempre”, antes de desaparecer lentamente.
Frank tiene una cita con Marietta que le ha
dado la llave de su casa. Los dos amigos discuten.
Paul se hace con la llave y Frank se marcha rompiendo con Paul su amistad.
Una embarcación avanza por el cercano canal. En ella se vislumbran, a la luz de sus lámparas,
al director de escena Victorin, a Fritz vestido de Pierrot con su laúd, a las bailarinas Lucienne y Juliette (Schäume, schäume Tolles Tänzerblut). Entre los
recién llegados también se halla el conde Albert, el
organizador de la fiesta, que participa igualmente
en la algarabía general (Höre, Reizende du).
La visión se esfuma y en su lugar Paul creer
ver a Marietta vestida para actuar, ricamente enjoyada, que ejecuta una danza orgiástica. Paul,
exaltado, grita “¡Marietta!”.
Acto II
Desde el fondo de la calle aparece ahora
Marietta del brazo de Gaston, un bailarín, que
acaban de llegar de una excursión al campo. Se
unen al grupo.
Este acto, igual que la primera parte del
siguiente, siguen reflejando algo que solamente
ocurre en la mente de Paul, que vive una extraña
visión fuera de la realidad, una ensoñación iniciada en el acto anterior.
Comienzan a beber y Fritz canta una serenata (Mein Sehnen, mein Wächanen).
Un pasaje instrumental se hace eco del
efecto que la ciudad de Brujas produce en Paul.
La comitiva de las monjas sale de la iglesia,
una vez terminado el oficio religioso, y Victorin
en plan de burla silba un tema de Roberto, el diablo, el relacionado con Bertram en la tumba de
Santa Rosalía de Palermo.
)
Es de noche. En una calle solitaria de la
ciudad, Paul se pasea agitado alrededor de la casa
de Marietta (Was ward aus mir?).
234
Paul reaparece y aferrando entre sus manos
Acto III
a Marietta la obliga a que deje de coquetear es-
El mismo decorado del acto I, en una mañana macilenta.
candalosamente con Gaston. Los amigos protestan por la interrupción, pero Marietta los aleja,
dando por terminada la fiesta.
Marietta, tras una noche de amor, delante
del cuadro que representa la figura de Marie, se
dirige a él exigiéndole que le deje en paz vivir la
pasión que disfruta con Paul, que la muerta respete la dicha de los que están vivos (Dich such
ich, Bild).
En un largo y apasionado coloquio, Paul
y Marietta (Du machst mir eine Seize) tienen la
oportunidad de pasar de los reproches, a las explicaciones y, finalmente, a una especie de débil
reconciliación. Paul, ardiente de deseo, le pide a
Cuando se dispone a destrozarlo, unas voces infantiles que ascienden del exterior detienen
su gesto (O süβer Heiland mein).
Marietta que vaya a su casa. “No, en mi casa no,
dice ella, en la tuya, en la casa de los muertos, así
de una vez para siempre echaremos de ella a los
fantasmas”.
Paul regresa después de haber salido a tomar el aire. Marietta le reprocha este abandono y
)
Se van los dos estrechamente enlazados.
235
el hombre, torturado por los remordimientos de
ver el santuario de Marie profanado por su presencia, quiere que abandone la casa. Ella se niega
pues desea ver la procesión desde las ventanas.
Paul abre poco a poco sus ojos y pasa sus
manos por la frente como si quisiera borrar las
últimas imágenes de su visión (Die Tote, wo, lag
sie nicht hier).
Se escucha el sonido de la procesión que
avanza por las calles. Marietta se pone a cantar, seductora y desafiante (Mein Sehnen, mein
Währen). El cortejo se acerca y atrae la atención
de Paul quien parece olvidarse de la presencia de
Marietta. Se escucha un coro de alabanzas (Pange lingua gloriosi) y Paul cae de rodillas en tierra.
La procesión parece que ha entrado en la estancia llenándola por completo con su presencia y
sus cantos.
Entra Brigitta quedamente, anunciando la
visita de una dama. Se introduce en la habitación
Marietta, tal como se la recuerda en el momento
que abandonó esa estancia en el acto primero. En
la calle, dice, se ha olvidado de que había dejado
en algún lugar su sombrilla y viene a por ella (Da
bich ich wieder).
Paul alza sus espaldas en un gesto expresivo y sonríe con ironía. Al llegar a la puerta,
Marietta se encuentra con Frank y le saluda con
amabilidad. “Es éste el milagro del que hablabas”, le pregunta Frank. La respuesta afirmativa
de Paul es seguida por otra declaración: “Un sueño ha destruido a otro sueño. No volveré a verla
nunca más”.
Marietta se burla de la devoción de Paul,
vanagloriándose de su sed de vida, insultándole
con su vulgaridad, provocándole con su sensualidad (Ich gab mich frei, dir). Tras insultar el retrato
de la muerta, del cofre donde se custodiaba, saca
su cabellera y rodea su cuello con ella, bailando
furiosamente. Paul la arroja a tierra y, enloquecido, la estrangula con la cabellera de Marie.
Frank invita a su amigo a que le acompaña
en un viaje, a que abandone la ciudad muerta.
Paul acepta la proposición, cierra la habitación de
Marie, cubre su retrato con el velo y camina luego
hasta la puerta. Allí se vuelve como dando el último adiós a lo que ha sido su vida hasta entonces
y desaparece (Glück, das mir verbleib).
)
Oscuridad total. Poco a poco, mientras suena un intermedio orquestal, se va perfilando la
figura de Paul que aparece tal como se vio al final
del primer acto. La habitación, igualmente, mantiene el mismo estado de entonces.
236
Yo soy mi propia frontera
Korngold y La ciudad muerta
Santiago Martín Bermúdez
Hace casi dos décadas escribí en la revista
Scherzo, en su sección de ópera del siglo XX, un
acercamiento a Die tote Stadt. Muchas de las cosas que allí escribí quisiera ampliarlas ahora. Otras,
corregirlas. Por ejemplo, ahora valoro aún más este
título. Hace unos años tuve que dar charlas sobre
las óperas más importantes del siglo XX. Me vi
obligado a atenerme a nueve títulos, de manera
que hube de perpetrar dolorosas ausencias y dejar fuera las tres décadas últimas del siglo, con la
disculpa de la falta de perspectiva. Pero entre esas
nueve no estaba ausente este título de Korngold
estrenado en 1920. ¡Entre sólo nueve! Esta valoración hubiera sido imposible antes de la segunda
mitad de los años setenta del pasado siglo, porque
hasta entonces prácticamente había dejado de
existir esta ópera, poco menos. Se la había tragado el olvido. La posteridad, siempre arrogante,
la había dejado de lado, había ejercido su “justicia”. Por la época en que se recuperó la memoria
de los compositores degenerados (ahora veremos
ese concepto-insulto), que fue una década y pico
después, este compositor y esta obra ya habían regresado del purgatorio que unos y otros le habían
pronosticado y también pretendido infierno.
sorprendernos que un flamenco tenga una vocación francesa tan clara. ¿Acaso no fue Jacques
Brel el último? Probablemente, no. Pero lo cierto
es que la cultura francesa gozaba entonces de un
prestigio muy superior, y su lengua era la lengua
de la cultura. Rodenbach es un nombre en cierta medida olvidado de aquel movimiento en el
que él militó desde muy pronto, el Simbolismo,
que en su país tendría una vida más amplia que
en la Francia que lo inventó. El Simbolismo se
oponía al naturalismo y al Impresionismo (éste,
según los simbolistas, no era sino realismo y naturalismo por otros medios). El Simbolismo propone un viaje al interior, una permanente introspección, volver a usar las palabras de manera que
desprendan evocaciones inauditas, enfrentarse a
los mitos clásicos en tanto que símbolos; y, en fin,
una renovación total de la escritura poética y de
la dramática. Algo hará Rodenbach en el teatro,
pero no es memorable por ello. Más lo será Materlinck, pero hoy se le recuerda sobre todo gracias
a Debussy y a otros compositores que escribieron
a partir de alguna de sus obras. Este movimiento
tiene fortuna en lo literario, pero sobre todo lo
tiene en las artes plásticas. Mencionemos tan sólo
dos nombres, Pierre Puvis de Chavannes y Gustave Moreau, ambos fallecidos en 1898, el mismo
año que Rodenbach, con sesenta y tantos años
cada uno, mientras que el escritor belga apenas
había pasado de los cuarenta.
Georges Rodenbach y el símbolo
)
El poeta belga flamenco Georges Rodenbach vivió tan sólo entre 1855 y 1898. Hoy puede
237
Rodenbach no florece en la Bélgica que, dicho sea entre paréntesis, por entonces se dedica al
genocidio en el Congo, sino en la Francia colonial,
y concretamente en el París cosmopolita que está
a punto de darle la puntilla a los restos del pasado prerrevolucionario y contrarrevolucionario. El
París del joven Rodenbach es el París de Mallarmé. ¿Es Mallarmé simbolista? En el saco excesivamente amplio de ismos como el del Símbolo y
el de la Expresión cabría introducir a Mallarmé
junto a esa pareja de descarriados que fueron Verlaine y Rimbaud, unos genios poco respetables.
Pero no aportaría gran cosa su obra compleja y
gongoriana a la francesa para que consiguiéramos
una definición de Simbolismo. Al contrario, nos
confundiríamos más aún. La obra de Mallarmé
acaso permita que exista el Simbolismo, pero no
creemos que forme parte de él.
su toque fantástico. El teatro es un medio poco
adecuado para plasmar lo subjetivo, pero ahí lo
tenemos: un intento interesante en Le mirage y
un logro total en Die tote Stadt. Aunque también
sabemos algo muy importante: el acierto o el error
de un drama pueden ser “mejorados” por ese entrometido, en ocasiones creativo y artista, que es
el director de escena. La novela sugiere de manera
permanente el ensueño, la ilusión, la creación de
la realidad a partir de la bruma interior del protagonista; y el marco, la ciudad, Brujas, es como
un pretexto, o mejor, un paisaje enfermo sobre el
que desarrollar la acción desde el punto de vista
del protagonista. Si en la novela hay ambigüedad,
porque la narrativa lo permite, en Le mirage el
sueño es un sueño, y no otra cosa.
A partir de ahí desarrollan su libreto el Dr.
Julius Korngold y su hijo, el muy joven Erich Wolfgang. Ahora bien, desde la aparición de la novela
en 1892 y el estreno de la pieza en 1904, hasta
el estreno de la ópera en 1920, han pasado unos
cuantos años demasiado importantes, y ha habido una guerra mundial por medio, toda una carnicería que ha desmoralizado a Europa. Die tote
Stadt se estrena a finales de 1920, cuando apenas
quedan rastros del Simbolismo. Y en ópera se ha
producido el auge y el retroceso del verismo. El
verismo es un imposible, y no hace falta seguir
las teorías de Busoni para ello. La ópera es convención, como cualquier arte escénica; pero más
todavía que el teatro dramático, y acaso menos
que el ballet. El realismo, el verismo es una utopía, y estaba condenado a ser una continuación
del Romanticismo con medios muy similares. En
cualquier caso, el verismo y su vocación realista
tiene muy poca relación con las ensoñadoras vi-
)
La poesía de Rodenbach es sugerente, no
oscura. Es refinada, no gongoriana, tiene gran
sentido de la medida, es introspectiva, a veces demasiado, hasta lo enfermizo, es una recreación de
la actitud nostálgica, esa parálisis momentánea
que pone en juego el mecanismo de la memoria
o el de la ensoñación disfrazada de recuerdo. El
ensueño: ahí está su novela Brujas, la muerta, de
1892, la que se convertirá en la ópera Die tote
Stadt, de Korngold. No olvidemos apuntar que en
esa década de los noventa escribe Rodenbach sus
obras más importantes. Entre ellas una pieza teatral, Le mirage, que no se estrena hasta después
de su muerte, ya en el siglo siguiente. Le mirage
(Espejismo) es una adaptación de la novela Brujas, la muerta, que ha tenido éxito, y que contiene
una historia que puede interesar al público, una
historia mórbida y sugerente, con su misterio y
238
trata de adornarse con la larga trenza de la muerta, que Viane cortó a su esposa después de su
fallecimiento y que él conserva en su mausoleo,
él no puede soportarlo más y asfixia a Jane con
esa misma trenza. La acción del relato, centrada
en la enfermiza obsesión de Viane, tiene como
fondo permanente la ciudad de Brujas, sus canales, campanarios, iglesias, su carga de pasado, de
misterio incluso; y, sobre todo, de pretérito embalsamado. En el drama, el desengaño se produce pronto. En la novela, la ambigüedad del relato
permite una duración más amplia a la ilusión que
se forja el protagonista ante Jane. En la ópera, la
innominada esposa será Marie; y la muchacha repentina, intrusa, revulsiva es Marietta, bailarina
y contrafigura.
siones simbolistas. Precisamente, el Simbolismo
surgió, como decíamos, contra las limitaciones
del realismo emergente.
)
Hugues Viane (al que los Korngold llaman
Paul por razones fonéticas) ha perdido a su mujer hace años. No la puede olvidar. Y mantiene
su memoria en una especie de santuario, de altar dedicado a ella en su propia casa, lejos de su
ciudad, aquí, en la fantasmal ciudad de Brujas.
Pero conoce a otra mujer, Jane, que según él es
exactamente igual a su esposa fallecida. Lo que
le lleva a romper su clausura y su fidelidad. Se
producirá el desengaño por la muy distinta índole de esta otra mujer, la doble. El carácter frívolo, ligero, alegre, provocador de Jane será para
Viane cada vez más insoportable. Cuando Jane
239
irreal, inverosímil y ajeno a cualquier verdad teatral. Tres años después, en 1905, Richard Strauss
estrena su violentísima Salome, y después su todavía más violenta Elektra. Mientras, Zemlinsky,
Schreker y otros, junto con Strauss, desarrollan
(cada uno a su manera) un tipo de ópera alemana en la que triunfa un recitativo cantabile que
unas veces es más cantabile que recitativo; una
presencia orquestal en el foso que proviene de
Wagner; una corrección de la herencia wagneriana, imposible sin la propia herencia, claro está;
unas tramas con conflictividades inflamadas, que
dan lugar a un chorro de elocuencia orquestal en
medio del cual las voces parecen ser una familia
más entre los instrumentos.
El sonido: Simbolismo, verismo,
tradición alemana
¿Cómo traducir en música esta trama? En
primer lugar: ¿qué tipo de ópera está vigente en
ese momento, qué componen los nuevos operistas? Todavía vive Puccini, que no ahorra elogios
para el joven austriaco. Y ahí está, en pleno éxito y plena madurez, Richard Strauss, que ya era
Richard Strauss cuando nacía Korngold en 1897,
y que al estrenarse Die tote Stadt es ya el autor
de La mujer sin sombra (1919). El maestro de
Erich Wolfgang, Alexander von Zemlinsky, se va
por entonces a Praga, a ocupar el puesto de director de Teatro Alemán de Praga. Las fronteras
dividen ahora lo que antes era una continuidad,
Austria-Hungría, pero lo alemán sigue presente
en el nuevo país, Checoslovaquia, sobre todo en
Bohemia, como siempre fue, como será hasta la
aplicación de lo dispuesto en la Conferencia de
Postdam (1945).
El lenguaje para traducir en ópera el enfermizo mundo de Viane y Brujas podría haber sido,
pues, más semejante al que Debussy utilizó para
retratar el también enfermizo mundo de la corte
de Arkel y sus aledaños poblados por hambrientos
y moribundos, y sus bodegas mefíticas. El gesto
mórbido y cansino de la corte de Arkel, animado
tan sólo por la vida de esa desconocida y su misterio nunca resuelto, animado por la historia de
amor entre ese pedazo de vida que es la desconocida y ese fugitivo de la muerte que es el joven…
¿Podría ese gesto haber traducido a Rodenbach?
Quién sabe. Enfrente teníamos la crispación de
los personajes straussianos antes de que éste se
pasara a la comedia, y continuara su vocación
de dramaturgo con medios muy semejantes y
planteamientos muy distintos (pero, después de
todo, Hofmansthal escribió los textos, tanto el de
Elektra como el de El caballero de la rosa). Enfrente, tenemos el gesto exagerado y algo dado
a la falsificación del romanticismo tardío que se
)
También estaba en plena actividad operística Franz Schreker. Puccini y el verismo, por una
parte. Strauss y los contemporáneos, por otra. Estos son los referentes lírico-dramáticos para entender la inspiración teatral de E. W. Korngold,
en especial en Die tote Stadt. Lo que supone un
rechazo: el rechazo a la solución de Debussy en
Pelléas et Mélisande, acaso más adecuada para
una obra simbolista. A principios de siglo, Debussy estrena esta ópera y afirma en ella un recitativo
lírico-dramático sin énfasis, sin especiales tensiones exteriores. Debussy descree de la tensión
permanente en el discurso musical operístico,
porque según él sería del todo irreal mantener un
discurso así durante toda una acción dramática;
240
pretende verismo. Entre ambos, Korngold elegirá
una especie de síntesis entre el legado pucciniano
y el ejemplo straussiano. Ya ha hecho algo por el
estilo en Violanta, obra en un acto con ambiente
renacentista, como el de Zemlinsky en Una tragedia florentina (Oscar Wilde), que se estrena más
o menos al mismo tiempo; o como el de Los estigmatizados, de Schreker, inmediatamente anterior,
de 1915. Esa síntesis hace que los gestos cansinos
de la novela se conviertan en gestos tensos, que el
discurso vocal esté siempre camino de la cúspide
o sencillamente arriba, tenso siempre, encendido
siempre. Y que ese discurso vocal sea casi siempre
cantabile, que pase rozando el recitativo para ir
a parar al canto, milagro que se produce a pesar
de la prosa del texto, canto que desborda hasta
el punto de que hay momentos culminantes que
han pasado a la historia como Lieder independientes: el Lied del laúd (primer acto), el Lied
de Pierrot (acto segundo). Si Strauss se aleja del
ejemplo debussyano en Salome mediante un recitativo cantabile siempre tenso, Korngold se aleja
doblemente: porque elige un tema simbolista,
mientras que Salome no lo es, porque lo es sólo el
icono originario (Moreau, y no sólo Moreau), y lo
trata como Strauss y más sesgado que eso, como
Puccini, de manera que la vocación de canto y
la electricidad permanente resultan una solución
contraria y ajena a Debussy.
él no hubiera estado allí para imponer un tipo de
música. Los demás provienen de él, por lo menos
hasta finales de los años 50 y el surgimiento de
compositores como Henry Mancini, y no digamos pautas ya europeas, como la del insuperable
Nino Rota. Pero la posteridad vuelve a él, y ahí
está John Williams, en la década de los ochenta,
acaso ejemplo de que los fantasmas no siempre
provienen de cadáveres.
El asombroso Erich
Erich nació en 1897 en Brünn, en Moravia.
Esto es, en Brno, la ciudad en la que reinaba a
su manera Leoś Janác̆ek. Aquello era el Imperio
Austro-Húngaro, y Brünn, ciudad bilingüe o trilingüe, capital de Moravia, formaba parte del área
austriaca; mientras que la inmediata y más atrasada Eslovaquia pertenecía a la corona de San Esteban, a Hungría. Nadie podía imaginar que unos
veinte años después del nacimiento de este bebé,
hijo del músico y crítico Julius Korngold, los checos y los eslovacos iban a estar unidos en un solo
estado-nación. Erich es de los muchos austriacos
que nacen en tierras hoy sólo eslavas: Mahler,
Kafka, Rilke, Werfel. El chico empieza tocar y
a componer muy pronto, demasiado pronto. En
seguida se advierte que es un niño prodigio. El
padre es crítico influyente, cada vez más influyente, y cada vez más parcial a favor de su hijo.
Favorecerá la carrera del chico, pero a la larga será
responsable de un parón y de un fracaso inesperados en el itinerario artístico y público de alguien
que sólo conoce el éxito… hasta determinado
momento de su vida.
)
¿Es la de Korngold una estética antigua,
retardataria? Quién sabe. Desde luego, Korngold
nunca fue ni quiso ser un vanguardista. Amaba y
respetaba demasiado el legado aprendido desde
muy pequeño como para querer saltárselo. Aun
así, resultó renovador. No quiero ni pensar que
hubiera sucedido con la música de Hollywood si
241
No podemos detenernos en la vida y milagros de Julius Korngold, crítico feroz contra toda
novedad que pudiera hacerle sombra a su hijo,
que en 1927 fue capaz de aliarse con los nazis (él,
un judío) sólo para que fracasara Jonny spielt auf!,
de Ernst Krenek. Sólo consiguió que fracasara El
milagro de Heliane, ópera de su hijo de ese mismo año. Veremos.
el doctor Julius Korngold defraudó, traicionó o,
sencillamente, rompió. Todos venían de Mahler,
todos pasaron por Zemlinsky. ¿Por qué se produce tan pronto una fisura, y pronto una ruptura,
entre Schönberg, Webern y Berg, y el bueno de
Erich W. Korngold? Por la traición del padre, por
su perjurio. Por atacar la obra de los demás sólo
para defender la de su hijo.
A los 10 años, en 1907, la Ópera de Viena
estrena un ballet de Erich, Schneemann. En 1916,
en plena guerra, Bruno Walter estrena en Viena un
díptico con dos óperas cortas del jovencísimo compositor. La primera es una comedia llena de esprit,
El anillo de Polícrates; la segunda es Violanta, que
explosiva, sensual, sexual incluso: y no importa lo
que se dice a menudo, que Erich carecía de experiencia sexual (acaso no sólo porque Julius le ataba
muy corto en todo, pero desde luego esta era una
buena razón), porque un artista sabe dar lo que
desconoce de primera mano mediante la transmutación en vida de su arte combinada con la imaginación. Después de todo, el sexo en Viena (y no
sólo en Viena) era algo demasiado evidente, palmario, inmediato. Así lo deducimos de lo que nos
cuenta Schnitzler, de las intuiciones de Freud y
ciertos detalles de vidas privadas muy concretas de
la época, alguna de ellas de músico. Erich, llamado
también Wolfgang en honor de un tal Mozart, era
un “hombre encendido”, como diría Neruda décadas más tarde de cierto buen bandolero. Y ese
incendio se propaga a su música con facilidad y
enorme intensidad, en especial en Violanta, en Die
tote Stadt y en Heliane.
¿Por qué Julius teme tanto a Krenek, marido
de Anna Mahler, amigo de Zemlinsky y de Alma y
de Werfel…? ¿Por qué teme tanto la modernidad
de su Jonny? En esos años Erich compone El milagro de Heliane, que es el colmo de lo postwgnerianostraussiano-schrekiano-pucciniano, con hontanares
inagotables y chorros abundantes de música en el
foso, en la escena y hasta entre bastidores. Y son los
años de su Primer Cuarteto de cuerda, del Concerto
para la mano izquierda que le pide el muy exigente
Wittgenstein, que ha perdido el brazo derecho en la
guerra, que encarga obras a muchos compositores y
que no acepta la de muchos de ellos.
Los nazis toman el poder a principios de
1933 en Alemania. Todavía no se sabe que aquello va a ser un desastre para la humanidad. Parece
que van a poner orden y que se van a enterar los
judíos y los comunistas, o acaso la izquierda en
general. Los demás pueden dormir tranquilos. En
1934 se producen en Austria unos desórdenes que
son una auténtica guerra civil. El canciller Dollfuss aplasta a los socialistas en primavera. Con lo
que allana el terreno a los nazis. Éstos lo asesinan
ese mismo verano, el 25 de julio. Es cuestión de
tiempo que se produzca la anexión de Austria,
que después de la guerra era algo deseado por
casi todos los grupos, pero que ahora supondría la
unión con la Alemania nazi.
)
Korngold también fue enseñante, en Viena. Hay toda una promiscuidad entre los músicos de entonces. Y eso suponía una lealtad, que
242
ver (1946), pasando por Robin Hood (1938) o The
Sea Kawk (1940). Sólo volvería al cine en 1954,
tres años antes de su muerte, para unos arreglos
wagnerianos destinados a un film biográfico sobre
Wagner, Magic fire. Korngold ganó un par de oscar
por su dedicación a la música de cine. Qué curioso
es el mundo, y perdonen tan obvia reflexión: en tu
patria te buscan para quitártelo todo y asesinarte
en un campo de concentración; en América admiran tu talento, te pagan por tu talento, te premian
por tu talento. Fin de la profundísima reflexión.
Ese año acude Korngold a Hollywood, porque su amigo Max Reinhardt le hace un encargo
musical. Es el momento en que eclosiona el cine
sonoro, inventado poco antes; pero es ahora cuando
se comprenden las posibilidades del cinematógrafo
para utilizar en las películas algo equivalente a la
música incidental de las piezas teatrales de antaño,
e incluso hogaño. Erich recibe el encargo de adaptar
la música de Mendelssohn el El sueño de la noche
de verano. La película la dirigen en propio Reinhardt y William Dieterle, y el reparto es de ensueño:
James Cagney, Jean Muir, Olivia de Havilland, Dick
Powell, Mickey Rooney y muchos otros nombres
que entonces eran de primera fila. Erich no lo sabe,
pero es el principio de una carrera impresionante
como músico de películas. Se va a América con su
esposa, Luzi, y sus dos hijos. Esa esposa que él adora y que sus padres se negaban a tener como nuera.
Algo de eso trasparece en Heliane.
Bueno, digamos que esos últimos años los
dedicó Erich a componer música “seria”. Su propio padre se lo recomendaba así. Korngold tenía
un contrato con la Warner que le permitía volver
a usar su música en la sala de conciertos. Al final de su vida dio obras como un Concerto para
violín, un Concerto para cello, la Sinfonía en fa
mayor y un Tercer cuarteto de cuerda.
Va y viene a Austria, y por poco no le sorprende allí el Anschluss, en marzo de 1938. De manera que se salvó por quedarse en América. Mientras sobre Europa caían las sombras de las tiranías
mortíferas, en América reinaban la libertad y la
competencia. En eso de la música, este talento natural, este olfato perfecto, ese oído total, no tenían
demasiada competencia. Pero ya sabemos que a
menudo tener competencia es otra cosa: alguien
que lo hace más barato, que trata de ningunearte
o que es de la familia. Nunca prolífico, como su
rival Max Steiner (músico menor, músico eficaz,
músico que acaso no existiría de no haber existido
Korngold), siempre cuidadoso, detallista, puntillista, musicazo hasta la médula, Korngold compuso
en once años música original para diecinueve películas, entre Captain Blood (1935) y Escape me ne-
Olvidaba decirles que papá y mamá estaban allí, en California, con su hijo y su nuera y sus
nietos, y aguantaban como podían los festejos de
campeonato que organizaban Erich y Luzi. Julius
y señora tuvieron que buscar refugio en casa de su
antaño aborrecida nuera, Luzi, porque los nazis no
supieron agradecer a Julius que les pusiera sobre la
pista del gran degenerado, Jonny, el de Krenek. Lo
de los degenerados, ya decíamos al principio, requiere una explicación. Véase más abajo.
)
A estas alturas nadie duda de que Korngold
cumpliera un papel decisivo en el mundo del cine.
Su aportación fue decisiva para crear no sólo un
estilo, sino una manera de composición cinematográfica, un mundo sonoro que hoy reconocemos
como propio del cine. Esa fórmula fue él quien
243
la creó, probablemente sin pretender originalidad
especial ni tener clara conciencia, al principio, de
que hacía algo por el estilo; y otros muchos la siguieron. Era la inspiración y el sonido postromántico, filtrado y potenciado por todo tipo de dramatismos veristas en lo orquestal, lo que Korngold
convirtió en pauta fundamental de este nuevo
tipo de música incidental. Aunque, a diferencia
de la música incidental de las piezas teatrales hasta comienzos del siglo XX, ahora se trataba de piezas tan intensas como breves para filmes que casi
siempre tenían una duración limitada, puesto que
los productos de la fábrica de los sueños se dirigían a un público cada vez más amplio, de países
de muy diferentes sensibilidades y que no siempre
podían soportar dos horas enteras en la butaca.
Degenerados
En 1938, Goebels y Hitler inauguran en
Dusseldorf una exposición de Música degenerada (Entartete Musik), a ejemplo de la de Arte
degenerado que había tenido lugar en Munich el
año anterior. En la exposición de Dusseldorf estaban todos, desde el ya fallecido Schreker hasta
Schoenberg, Hindemith, Krenek (protagonista
especial con su negro Jonny como estandarte de
la “degeneración”) y, desde luego, Korngold. No
iban los nazis contra la vanguardia, iban sobre
todo contra los artistas judíos. De todas maneras,
el concepto de vanguardia todavía era prematuro
en música. Ahora bien, una acumulación de circunstancias llevó a que el ostracismo de los degenerados se dilatara en el tiempo.
En esa profesión, ya lo hemos visto, Korngold
no fue prolífico, a diferencia de otros colegas que le
siguieron, imitaron o sencillamente crearon a partir
de las pautas establecidas entonces por él. Producir
mucho era algo que parecía inevitable y obligado,
y ahí están compositores muy estimables como Alfred Newman, Dimitri Tiomkin o Victor Young para
demostrarlo. Ahora bien, el propio Korngold menospreciaba aquella tarea, de enorme dificultad, un
trabajo ímprobo siempre en lucha contra el tiempo, contra los plazos imposibles, siempre dejando
en manos de otros la orquestación final. A pesar de
los dos Oscar que ganó. Hasta el punto de que en
las primeras películas suyas no aparece como compositor original en los títulos de crédito (Captain
Blood, Rose of the Rancho, 1935-1936). Por eso deja
de componer pronto para el cine, y después de la
guerra trata de recuperar la respetabilidad con obras
sinfónicas, concertantes y de cámara.
)
Los nazis empezaron: ¡fuera degenerados!
La guerra hizo mucho por borrar a estos artistas.
América se beneficiaba de ellos, y puede decirse
que los nazis convirtieron a Estados Unidos, sin
pretenderlo, en un país puntero en artes plásticas
y musicales. En Estados Unidos estaban Schönberg y Stravinski, Hindemith y Korngold, Bartók
y Krenek. En Europa se había quedado Webern,
que tenía un yerno nazi y llegó a creerse la gran
mentira del Reich, pobre Anton. En Europa se
había quedado Zoltan Kodály, que tenía mucho
que hacer en la construcción de una escuela pedagógica húngara. Bartók se había marchado por
unos meses, pero las cosas le impidieron volver. Y,
en 1945, a punto de terminar todo, Bartók muere.
Tiene Kodály que hacerlo todo él solo. Entre otras
cosas, soportar la agonía del régimen de Horthy,
la guerra en pleno corazón del continente, la tardía toma del poder por parte de los verdaderos
244
nazis húngaros, la destrucción de Hungría… y
aguantar al nuevo régimen comunista.
no sabe que se va a utilizar su nombre y el de su
escuela (aunque al principio casi todos los nuevos
valores, e incluso Stravinski, parecen decididos a
sepultar el nombre de Alban Berg) para aplastar
a los postrománticos, para conseguir que se olvide a Korngold, que se minimice la aportación de
Krenek (que sin embargo tiene la ventaja de la
longevidad, y eso ayuda mucho), que se aplaste
cualquier título de Schreker.
Korngold y Krenek, después de todo, tienen
suerte. Coinciden allá, en América, como el doctor Julius Korngold coincide con su antaño odiado
Schoenberg, en Hollywood. Julius fallece en 1945
y no regresa nunca a Europa. Pero, en fin, ninguno
de ellos sufre de manera inmediata la destrucción
de Europa. Schönberg no vive lo suficiente como
para ver cómo se le reivindica como un profeta,
cómo se eleva a los altares a su discípulo Webern,
que además acabó considerado como un mártir
tardío de la guerra, muerto a tiros al final del conflicto, cuando unos soldados americanos hicieron
un registro a unos nazis austriacos, al mando de
los cuales está el yerno en cuestión. Schoenberg
)
La inmediata posteridad, por los empeños
de la generación de la vanguardia, subvencionada
y apoyada por radios públicas sobre todo alemanas
e italianas (los viejos países fascistas recuperan el
tiempo y la moral perdidos), consigue que estos
compositores desaparezcan de las conciencias
melómanas. También para la vanguardia son unos
245
degenerados. No lo son los tres vieneses, pero sí el
cuarto vienés, en rigor el primero, Zemlinsky, el
cuñado, maestro y amigo, muerto en 1942. Nada o
casi nada se sabrá de Zemlinsky hasta muy avanzados los años setenta. Y Mahler no será al principio
santo de la devoción de estos chicos enrabietados,
esos que como Stockhausen miran con desdén las
partituras de sus colegas y dicen delante de los
amos de la subvención: “¿pero cómo se puede seguir componiendo así hoy día?”
Podemos decir, en resumen, que Korngold
fue uno de esos artistas a los que el nazismo y la
guerra arruinaron una carrera ascendente. Y que
las ideas, creencias e ideologías estéticas vigentes
en las tres décadas posteriores a la segunda guerra, lo marginaron durante mucho tiempo. Felizmente, el tiempo ha hecho un poco de justicia
a los para unos degenerados y reaccionarios para
otros. La plena recuperación de Die tote Stadt así
parece demostrarlo.
Los vanguardistas tratan de conseguir algo
semejante con al menos un compositor vivo (entre otros), Hans Werner Henze, al que tratan
como a un traidor; pero no lo consiguen. Henze
compone, estrena, vive y refulge. En fin, sorprende esta identidad o al menos semejanza de propósitos entre la exposición de Dusseldorf y los
objetivos de la vanguardia de posguerra. ¿Cuántas veces no hemos tenido que oír que tal o cual
compositor, considerado atrevido en su día, en
realidad no lo era porque no había intuido la
buena nueva vienesa o no la había seguido una
vez conocida? ¿Qué hubiera dicho Schönberg
de la música que se componía en su nombre?
¿Qué habría dicho de la teoría y la práctica del
serialismo integral? ¿No se tomaba el nombre de
Schönberg en vano? Acaso no, ahí estaba el enfant errible y con el tiempo insuperable músico
Pierre Boulez para decir que Schönberg había
muerto y que para ser de veras schoenbergiano
había que librarse de Schönberg. No hay que sorprenderse, hubo quien creyó que Karl Marx fue
un impedimento para que surgiera un Marx auténtico y verdaderamente marxista. O eso tengo
entendido.
Dramaturgias
)
Die tote Stadt se divide en tres actos. Sólo
uno de ellos es acción real, el primero, aunque
no se averigua hasta el final de la ópera. El contenido de los actos segundo y tercero, excepto
los últimos minutos de éste, lo constituye el
ensueño, sueño o alucinación del protagonista.
La proyección de su fantasía mórbida. Y ahí está
el elemento vienés que procede de este texto
franco-flamenco. Ahí está la patología y la ambigüedad, recuperada de la novela y que se perdía
en lo demasiado concreto del teatro en Le mirage. Pero ahora ha pasado el tiempo, ha pasado
la belle époque, ha perecido (por decirlo así) el
Simbolismo, y ha florecido el psicoanálisis, o al
menos su ambiente. Proyección: concepto imposible antes de Freud. En el caso de Paul, proyección no tiene el sentido de mecanismo de defensa que estudiará Anna Freud (atribuir a otro lo
negativo o desagradable de uno mismo), sino el
de exteriorización de algo interno, el de visión
de apariencia objetiva (acción, situación, personajes, teatralidad del sueño o ensueño) de una
subjetiva secuencia de fantasmas.
246
El ensueño resulta desmentido de nuevo
por la acción real: tras la muerte de Marietta, Paul
queda tendido en el suelo, pero al despertar ve
que la trenza sigue en su sitio, que no hay cadáver alguno por allí. Todo ha sido imaginado, y ahí
está la personita que le ha inspirado el episodio,
porque regresa, algo se le ha olvidado. Estamos en
la estricta continuación del acto primero.
Sólo el segundo acto tiene lugar en un exterior. Y ese exterior es la ciudad a la que alude el
título, Brujas, la ciudad muerta y fantasmagórica
en su realidad, y en la creación subjetiva que es el
desarrollo de la acción. Hay que insistir en la dificultad de traspaso de lo subjetivo de la narrativa
a cualquier de los medios dramáticos. La objetividad de la presencia humana o de la imagen fílmica es algo esencial por lo tangible, por lo explícito y evidente, y no es grano de anís jugar con las
ambigüedades que permite el texto narrativo. Por
eso, al pasar de la novela al drama se ha producido
un cambio decisivo en la trama: en la novela, Hugues Viane mantenía el punto de vista, a pesar de
que la historia estaba narrada en tercera persona;
en la pieza teatral, hay una corporeidad objetiva
insoslayable, y también en la ópera. Pero a partir
del mismo inicio del segundo acto se configura lo
real como aparente, lo físico como imaginado, lo
circundante como percibido. Para ello se produce
una transición dramática y sonora que pretende
trasladarnos del mundo de la acción real al mundo del ensueño.
Paul se marchará de Brujas, se dejará de
fantasmagorías, de su museo de los horrores, o de
los recuerdos, del altar erigido a Marie, lejos de
la morbidez, las sombras, los recuerdos estancados como las aguas de los canales de la ciudad.
Lejos de la pulsión de muerte, concepto freudiano que alude al deseo del ser vivo de huir de las
tensiones y regresar al estado de lo inorgánico:
Paul pasa a la pulsión de destruir desde su anterior postura autodestructiva. Acaso el final de
la ópera sea feliz: sería la renuncia de Paul a las
dos dimensiones de la misma pulsión. Un “adiós
a todo esto”. El ensueño ha sido, podríamos decir,
la gran terapia para la neurosis de Paul. Disculpen
si les parece libérrima esta conclusión, que tengo
por provisional desde hace veinte años, pero no
es desdeñable, puesto que la infinita polisemia de
las obras de arte lo permite, o eso creemos. No es
una conclusión muy simbolista, esa es la verdad.
Salvo que caigamos, como contraataque, en diagnosticar que el Simbolismo (o el Romanticismo)
es una patología. Si empezamos así, llegaríamos
demasiado lejos. Acabaríamos hospitalizando o
encerrando a la mayoría de los poetas. Muchos
directores de escena así lo han hecho con todo
tipo de héroes y heroínas de la ópera, sobre todo
la del XIX: diván, asilo, residencia, manicomio.
Inocuos facultativos, inicuos artistas.
)
Acción real, primer acto: Paul ha conocido
una mujer, Marietta, que ve como doble de su mujer, Marie, y se diría que pretende recomponer el
presente a la manera del pasado. Ensueño: aparece ante Paul la imagen de Marie, la esposa muerta,
que le insta a que continúe adelante con aquella
mujer, para probar y comprobar las consecuencias
de todo ello. Tercer acto: tras la tremenda escena
de la profesión, traspasada de la novela al teatro y
de ésta a la ópera con aparato y considerable chirrido, tiene lugar la escena de la trenza y la muerte
de Marietta estrangulada por Paul con los cabellos
conservados de la dama fallecida.
247
llamado el “ensueño”; es decir, en el desarrollo de
lo que podría ser una consecuencia de su intento de resucitar a Marie a través de Marietta. Las
segundas, las líricas, se dan cuando el espectro, la
imagen, la contrafigura de Marie sale del cuadro
en que está retratada para siempre y se dirige a
Paul. Aunque toda la obra sea una ensoñación, el
paisaje sonoro es sobre todo una crispación constante, una especie de compromiso entre los mundos dispares, pero hijos ambos del mismo padre,
de Elektra y de El caballero de la rosa. Y, como
se ha hecho notar, Die tote Stadt la orquesta
Korngold, en 1919, sin duda bajo la influencia de
otra ópera de Strauss que se estrena ese año, La
mujer sin sombra, con sus especiales sonoridades
masivas y su refinamiento colorista. Franceses y
alemanes-austriacos rivalizaban todavía en el despliegue de la escritura para orquesta.
Voces, sonidos: la novedad y lo tardío
Es Die tote Stadt una ópera para dos personajes, para dos cantantes. Los personajes, en realidad, serían tres, puesto que la soprano que hace
de Marietta, la bailarina de Lille que irrumpe en
la vida del protagonista, también hace de Marie
como aparición. A la soprano le corresponde el
tenor, Paul. El peso de canto y situaciones en ambos es abrumador, exclusivo o poco menos. Hay
una escena inicial entre Franck, amigo íntimo
de Paul, y Brigitta, el ama de llaves de Paul, una
mezzo con espesuras, un barítono con claridades.
Es la clásica escena de considerable ingenuidad
teatral en que se nos pone en antecedentes de
algo, el planteamiento. Estos dos personajes ya
no aparecerán más que episódicamente, ya han
cumplido su función de verbalizar lo que sucede.
En cuanto a los amigos de Marietta, las gentes
de la farándula al comienzo del acto segundo,
juegan un cometido, importante pero limitado,
en una escena, la visión de Paul ante un muelle
de Brujas, cuando miman junto con Marietta la
escena de la resurrección de las monjas de la ópera Robert le diable, de Meyerbeer, con el propio
tema silbado por Victorin. “Detente –canta Paul,
que interrumpe bruscamente la pantomima, indignado ante la burla de algo tan sublime como
la resurrección–. ¿Eres una muerta resucitada?
¡Nunca!”
En fin, un aspecto esencial de Die tote
Stadt es que no existiría si no existiera antes Richard Strauss. Es evidente que el joven Korngold
se inspira en Strauss y en Puccini, ya lo hemos
visto. La línea de la soprano es de una inspiración
pucciniana que va más allá del chico aplicado y
que se convierte en el gran creador. Todavía es
pronto para saber que en el siglo XX habrá una
notable secuela de puccinianos más o menos matizados, en especial en Estados Unidos, donde
Menotti lleva este tipo de composición y la mantiene viva en sus óperas; y en otras, como Vanessa
de Samuel Barber, con libretto suyo.
A esta dramaturgia le corresponde una
puesta en música realmente encendida, de una
constante tensión en lo sonoro con numerosas escenas turbulentas y unas cuantas, pocas, situaciones líricas. Las primeras corresponden a la relación de Paul con Marietta durante lo que hemos
)
Korngold juega con la armonía, más allá de
lo orquestal puro, de la verticalidad de las líneas.
El cromatismo es ocasional, incluso habitual, pero
limitado, porque esta ópera es sobre todo diatónica. La disonancia como elemento de expresión;
248
hecho Debussy, que descreía de la insistencia de
tales crispaciones, de la obstinación de las tensiones. Korngold saca de dentro de sus personajes
un lado violento; y la danza de Marietta, que sería
burlona y que trataría de desmitificar a la muerta, se convierte en algo parecido al baile de una
bacante, y así nos prepara Korngold-dramaturgo
para la catástrofe (por mucho que esta catástrofe sea un ensueño). Pero ¿y la procesión? No la
hubiera inventado mejor ni Rubén Darío con sus
marchas triunfales ni sus claros clarines. Ni Verdi,
en La forza. Es un chirrido amplio y tenso que
forzosamente tiene que resolverse en un descanso tonal, en fermatas, en lirismos, en una caída.
Por lo demás, ¿no es todo esto soñado, ensoñado,
creído, no cierto, no real?
disonancia sometida, pues, a la jerarquía tonal,
que Korngold no se plantea traspasar (ni ahora,
que es demasiado pronto, ni nunca, por eso se le
supondrá “retardatario”). Los preludios orquestales son espectaculares (en el interior del acto
segundo, o antes del tercero, o en la procesión de
este acto final), con un color, una tímbrica lujuriosa y una orquestación riquísima. La orquesta
es un personaje más, dentro de la tradición wagneriana. Es importante el cometido evocador de
tubas y trombones, el uso del piano dentro de la
orquesta, el punteo de las maderas, toda una serie
de pautas que son antecedentes de lo habrá de
resultar habitual en la mejor música para el cine.
Como ópera que procede de la tradición
post-wagneriana (con todos los matices que se
quieran), como ópera de su tiempo, el tiempo de
Zemlinsky, Schreker, Strauss (insistamos), Die
tote Stadt contiene numerosos leit-motivs, que se
han identificado como es habitual en estas óperas: el destino, el regreso a la vida, el tema de Marie, el tema de la cabellera de Marie, el tema de la
vida, el tema asociado a Marietta... Sería prolijo
señalarlos, enumerarlos. O excesivo para estas líneas.
Korngold de lo que descree es del símbolo y aplica la lección aprendida en el realismo de
Strauss (y la línea de Puccini, ya lo hemos dicho).
Strauss había tomado como libretista a un supuesto simbolista, Hofmannsthal, que en realidad resultó ser un neoclásico refinado. Korngold
se mantiene en el realismo (dentro de lo que cabe
en ópera, ya sabemos), a pesar de mantener el ensueño y el punto de vista.
Hace años señalé un desajuste entre acción
y música, entre palabras y acompañamiento, entre el sentido de la situación y su traducción sonora. Hoy lo veo de otro modo. Es como cuando
Puccini convierte en sublime el dúo banal entre
Mimí y Rodolfo, unos jovenzuelos que presumen
el uno delante del otro: soy un poeta, ya lo ve usted. Así, si el tercer acto es sobre todo un largo
enfrentamiento entre Marietta y Paul, ese enfrentamiento llega a la crispación de las líneas y de
la orquesta. Podemos conjeturar lo que hubiera
)
“Entre las dos fronteras del tiempo”, decíamos hace años de esta obra y este repertorio.
No hay que desdecirse por completo. Después de
todo, las fronteras son territorios llenos de vida,
de intercambio, de comercio, de violencia y de
todo tipo de influencias. Korngold habitó ese
condado amplio de la frontera, y él fue frontera.
De él mismo.
249
Korngold: el retorno
del último romántico
Blas Matamoro
Curiosa es la vida de La ciudad muerta, si
vale la figura que los retóricos llaman oxímoron.
Estrenada, a la vez, en dos teatros el 4 de diciembre de 1920 – en Hamburgo por Egon Pollak y
en Colonia, por Otto Klemperer – pronto circuló
en las voces de rutilantes repartos: en 1921, en
Viena, con Maria Jeritza y Karl Oestvig y en 1924,
en Berlín, con Lotte Lehmann y Richard Tauber.
En el mismo 1921, el glamour de la Jeritza la instaló por dos temporadas consecutivas en Nueva
York. Luego, incesantes reposiciones se fechan
hasta 1932. Al año siguiente, el nazismo prohibió
a Korngold por su condición judía y la obra entró
en un cono de sombra hasta ser repuesta en 1955,
en Munich, por Robert Heger. Desde entonces,
teatros y estudios de grabación, en ocasiones coincidiendo, la han instalado en la regularidad.
Como peregrina excepción a lo antedicho cabe
citar una captación de la Radio Bávara de 1952,
dirigida por Fritz Lehmann con Maud Kunitz en
la protagónica Marietta-María.
Neblett (1975), Leif Segerstam y Katarina Dalayman (1996), Donald Runnikles y Angela Denoke
(2004); en DVD: Heinrich Hollreiser y Karan
Armstrong (1983), Jan Latham-Koenig y Angela
Denoke (2001).
La suerte de esta obra, que es la más notoria y seguramente la mejor de su producción operística, es similar a la parábola personal del compositor, Erich Wolfgang Korngold (1897-1957).
Niño prodigio que ya escribía música a los cinco
años, pianista desenvuelto y aupado por Mahler,
Zemlinsky, Strauss, D’Albert y Reger, entre otros,
pronto hizo carrera en diversos registros de su
arte: cámara, sinfónico, teatral. Bruno Walter llegó a presentarlo en las tablas líricas con un doble
programa muniqués: El anillo de Polícrates y Violanta (1916). Desde entonces dispuso Korngold
de los más altos intérpretes y baste recordar a Paul
Wittgenstein, quien le comisionó un concierto
para la mano izquierda, al tiempo que lo hacía
con Ravel, Prokofiev y Strauss, a causa de haber
perdido la derecha en la guerra de 1914.
Si bien las dos canciones que han resultado los reclamos favoritos de la obra –las de Marietta y Fritz el Pierrot– merecieron incontables
registros, a partir de Jeritza en 1922 y con una
viñeta memorable de Lehmann-Tauber en 1924,
las grabaciones completas requieren fechas más
recientes. Cito al director de orquesta y a la soprano principal: en CD: Erich Leinsdorf y Carol
)
Hitler puso fin a su carrera germánica y
emigró a los Estados Unidos, donde siguió trabajando, con especial notoriedad para el cine.
Filmes tan conocidos en su momento como El
sueño de una noche de verano dirigido por Max
Reinhardt que lleva un fondo reelaborado por
Korngold sobre Mendelssohn, Robin Hood, La
250
Incluso más: su constante indefinición tonal, sus
cadencias insinuadas y no resueltas, los tonos superpuestos, sumado todo ello a la complejidad de
sus planos sonoros, en especial en óperas como
El milagro de Heliane, documentan un trabajo
de minucia y refinamiento armónico notable. No
prescinde de los maestros franceses, sus acordes
paralelos, sus combinaciones de cuarta y sexta, el
uso de tonalidades minoritarias (amaba la de Fa
sostenido mayor, cargada de alteraciones desde el
arranque), nos llevan cerca del impresionismo. Esquivar la resolución promoviendo atmósferas de
ensueño y delicuescencia, paga el peaje a Wagner
de Tristán. Pero, al tiempo, el gusto por la línea
melódica amplia, desplegada, investigada hasta
el último rincón, a menudo con algún ornamento que la subraya, nos lo acerca a dos coetáneos
–más parecidos entre sí de lo que parece, valga el
eco–, Strauss y Puccini. No casualmente, al escuchar atentamente al autor en la reducción para
voz y piano de La ciudad muerta, el maestro de
Lucca lo consideró el principal de su generación.
Si straussianas son sus disonancias más ásperas,
las blandas resultan de sesgo pucciniano. Nada
digamos de la seducción, si se prefiere vienesa o
latina, de su vena melódica, que es algo que se
posee o de lo que se carece. En cualquier caso,
Korngold es magistral en la exploración misma de
la disonancia como perno de la tonalidad, a veces
sugerida o evitada, pero siempre idealmente referente. Esto lo provee de otro vínculo, igualmente
de raíz sonidomántica, el expresionismo de Hindemith (Cardillac), Schreker (El sonido lejano,
Los estigmatizados), Berg y su obvia obra maestra
Wozzek, sin olvidarnos del primer Strauss, especialmente por su Electra.
ninfa constante, Vínculos humanos y El halcón
del mar, merecieron partituras suyas que han sido
recuperadas, como gran parte de su catálogo, en
registros relativamente recientes. Al volver por su
tierra tras la derrota nazi, advirtió que la atención
del mundo musical lo había pospuesto a favor de
la joven vanguardia. Algo parecido, en otro orden
estético, al caso de Paul Hindemith. En su retiro
de Los Ángeles, enfermo crónico y apenas activo,
pasó unas décadas finales de olvido y baja consideración.
Llegaron años eclécticos, los del fin de siglo, y Korngold recobró vigencia, en especial por
algunos trabajos sinfónicos, música de cámara,
canciones y un concierto para violín y orquesta
que había compuesto a pedido de Jascha Heifetz
en 1945 con motivos extraídos de varias películas. En lo operático, según queda dicho, La ciudad muerta lo reubicó en las carteleras a partir de
1967. Anótense las europeas, Los Ángeles, Nueva
York y Buenos Aires.
La estética de Korngold puede considerarse ecléctica si por tal entendemos la aceptación
de variadas fuentes; tardorromántica si le buscamos parecidos de familia con el poswagnerismo
de la Europa Central; por fin, personalísima si se
la escucha con gusto y sin reticencias ni deberes
de lo que suponemos contemporáneo. Por eso se
lo aplaudió, se lo olvidó y se lo rememora.
)
A pesar de su dedicación al arte de masas
que es –¿fue?– el cine, la música de Korngold
huye de facilidades y latiguillos. Su relación con
la tonalidad, por ejemplo, si bien elude comprometerse con los duros principios del serialismo,
tampoco se somete a regulaciones tradicionales.
251
De similar importancia es su eficacia como
orquestador. En este orden, La ciudad muerta
puede tomarse como ejemplo privilegiado. Y aquí
vuelven a presentarse los modelos: Puccini al lado
de los impresionistas franceses y, peculiarmente
en esta obra, la robustez de la masa orquestal digna de un Strauss. El reparto instrumental es, por
así decirlo, estereofónico, pues hay instrumentos
en el foso, entre bambalinas (máquina de viento,
campanas, banda, tamborín, címbalo, triángulo,
cajas grande y pequeña) y hasta en un palco, el
primero a la derecha (dos trompetas y dos trombones). En cuanto a la columna principal, aparte
de los consabidos vientos y cuerdas, hay elementos inusuales que sirven para colorear timbres y
facilitar climas: tam-tam, matraca, látigo, órgano,
piano, xilófono y nada menos que cuatro timbales a cargo de un solo y atareado ejecutante.
ja, en efecto, es siempre equívoco. Dicho de otra
manera: estético.
Equivalente es la compleja demanda vocal de nuestra partitura. El principal personaje,
Marietta-Marie, propone todas las exigencias posibles para una soprano-actriz y hasta levemente
bailarina. Debe cantar melodías –la célebre canción del laúd “Dicha que en mí permanece”– que
han registrado muchas intérpretes sin atreverse a
encarnar al personaje doble en los teatros. En este
orden, ha de ser lírica y encantadora, capaz de aligerar la emisión en el agudo hasta obtener el hilo
mágico, desplegar la línea y pulir los adornos. Pero
luego ha de sostener escenas de violenta propuesta sexual, una agonía verista digna de Georgetta,
Fedora o Butterfly, apariciones fantasmales en que
la vocalidad debe alterarse totalmente para sonar
desde ultratumba, pantomimas y juergas y hasta
danzas procaces. Marietta-Marie es un papel más
que sabroso pero, a la vez, un alimento tóxico: se
triunfa o se fracasa, sin matices. Se tiene una voz
capaz de recorrer toda la tesitura, desde lo lírico
a lo dramático, una figura verosímil y un arte de
actriz-mima-danzarina, o quédese usted en casa,
amiga mía.
El discurso orquestal de esta ópera es decisivo y denso. Acompaña, contrapuntea, acolcha,
se adelanta y rememora cuanto dicen las voces,
canta con ellas y también a solas. La trama –o
mejor dicho: las tramas– instrumentales varían
según las exigencias expresivas de cada escena,
aparte de los momentos de protagonismo orquestal: interludios, danzas, desfile de beatas, procesiones entre cajas, apariciones fantasmales. La
ciudad muerta es, sumadas otras cosas, una ópera
de atmósferas, entre lo inmediato y cotidiano, por
una parte y, por otra, lo extraordinario, fantástico,
delirante y espectral. Los límites, como se verá,
pertenecen a la finura ambigua de Korngold, al
tiempo que sitúan a la música en ese espacio incierto que tiene su propia realidad sensible pero
no define claramente otra realidad previa de la
que puede resultar mero reflejo. Si algo se refle-
)
Al respecto, las memorias de su mujer Luzi
guardan el trámite del estreno vienés. La protagonista era Jeritza, una diva que no sólo poseía unos
medios suntuosos –Puccini pensó en ella para su
temible Turandot– sino que era perfectamente
bella, con un tipazo insinuante y una fogosidad
escénica digna, por lo que dicen las crónicas, de
las más fatales entre las mujeres fatales en el cine
mudo. A tal punto resultaba popular su imagen
que se la imprimía en las cajas de cerillas, tal si
252
)
253
“realmente” en Brujas –ciudad que, según corresponde, Korngold sólo conocía por fotos al trabajarla– y otra parte, en el mundo de la alucinación
de Paul, ¿dónde están los límites entre ambos?
Musicalmente todo está claramente dicho, dada
la alternancia de atmósferas, pero la música nunca
dice claramente nada. En el primer acto, Marietta
se presenta en casa de Paul, que tiene elevado un
altar lleno de fetiches a la memoria de su esposa
muerta. Marietta se le parece inquietantemente,
canta como ella y se marcha con sus compañeros
de juerga. Al final, vuelve a la mañana siguiente a
recoger una sombrilla y unas rosas que ha olvidado. Se va con cierta parsimonia, Paul se queda con
su amigo Frantz quien se lo lleva lejos de Brujas,
ciudad del ensueño y la muerte, se supone que hacia otro lugar donde reinan la realidad de la vigilia
y de la vida. Bien, pero entre tanto Paul ha asistido
a la juerga de los saltimbamnquis donde aparece
una Marietta descocada, han pasado la noche juntos y, al despertar, tras una escena de misticismo
y pelotera, Paul la estrangula con la cabellera de
su difunta. Enseguida un interludio nos trata de
explicar que ha sido una mera alucinación.
fuera una star de películas. Jeritza, por ejemplo,
no trepidaba en cantar “Vissi d’arte” de Tosca, de
bruces sobre el tablado o revolver la cola de su
princesa china en la escena de los enigmas para
que se observara su revés rojo, de varios metros, al
oír la palabra sangue (sangre). Etcétera.
Korngold se las tuvo que ver con esta
diva, que era “la Jeritza” antes que nada. El ensayo general fue a medias calamitoso. El estreno
tuvo un primer acto hundido en la tibieza pero, a
partir de la canción del Pierrot –lo encarnaba un
glorioso Richard Mayr, bien que con una voz demasiado oscura y grave para el papel– el público
cobró calor y el final resultó apoteósico. Jeritza
llevó la obra a Nueva York y fue la primera ópera
en alemán que allí se dio tras la guerra.
Mucho mejor lo pasó el maestro en aquella novedad vienesa con el tenor Oestvig, otro
guapo y sensible artista, nervioso, alucinado, capaz de melancolía voluptuosa y triste patetismo,
en fin un Paul de libro. Sin duda, Korngold pensó
en un tenor lírico con talento dramático para el
papel, pues propició a Tauber para Berlín y, años
más tarde, aprobó a Anton Dermota en una selección de la obra. Ambos eran tenores mozartianos,
capaces de administrar estrictamente sus volúmenes, estremecerse con elegancia o guardar el
estático ademán del delirio visionario. Más “normales” son los otros papeles: Brigitta es una mezzo capaz de llegar alto y secundar el melodismo
de sus compañeros, y los restantes responden a
un canon de registros consabidos.
¿Dónde empieza la alucinación? ¿En la
mañana que sigue a la noche promiscua o antes,
cuando Paul cree haber estado en la juerga de los
saltimbanquis porque allí pasa una procesión de
beatas con Brigitta de novicia, en tanto en el tercer acto Brigitta sigue siendo su ama de llaves. Mi
parecer es que todo el segundo acto y el tercero,
hasta el estrangulamiento de Marietta, sucede en
la mente de Paul.
La cosa se complica cuando examinamos
el aspecto dramático y psicológico de la obra.
Dado que una parte de ella se supone que ocurre
)
Aceptado lo anterior, me permito una insidia adjunta. ¿Por qué Paul ha hecho de Marie,
254
jas la muerta (1892) y del drama El Espejismo,
extraído con notorias variantes de aquélla y, a su
vez, base, también modificada en parte, del libreto korngoldiano. Anótese que resultó atractivo
como materia operística ya antes que a nuestro
hombre, pues pensaron en utilizarlo Puccini y el
compositor de operetas Leo Fall.
su finada cónyuge, una santa, un fantasma, un
culto fetichista, la negación de su muerte a tal
punto que ella se le aparece y le da consejos para
bien vivir? Cuando Paul mata a Marietta comprueba que ya las dos son una. ¿Y si Paul hubiese
liquidado a Marie porque no era ninguna santa
sino una primera Marietta y luego la hubiera santificado para eludir una culpa que, sin embargo,
se renueva en la escena del homicidio? Al lector o
a la lectora queda la respuesta al enigma que, según se comprueba, es una astucia más de la obra
de los Korngold, ya que el libreto fue redactado
en colaboración por el músico y su padre Julius,
bajo el pseudónimo conjunto de Paul Schott.
Rodenbach también fue, como su personaje, un hombre de confines. En su patria, Bélgica,
le tocó decidirse por un lado u otro de la frontera
lingüística, el flamenco o el francés. Adoptó éste
último y participó del movimiento estético que
intentó fundar una moderna identidad cultural
belga en lengua francesa, con publicaciones como
La jeune Belgique y L’art moderne. Rodenbach, por
su parte, participó en los comienzos del Partido
Obrero Belga (1885), inscrito en la tendencia socialista. Aquí también habitó el límite entre el artista comprometido con causas sociales y políticas
de su momento y su lugar, y la adopción de una estética de la autonomía del arte, o l´art pour l´art,
cercana a los movimientos franceses del Simbolismo, el Parnasianismo y el Decadentismo.
En todo caso, ésta es una obra atravesada
por fronteras. Brujas, la ciudad de fondo, está en
el límite que separa y a la vez une la vida y la
muerte. La mujer es, para Paul, cuerpo sin alma
y pecaminoso o alma sin cuerpo y virtuosa, santa
o cortesana, señora de su casa o comicastra de la
legua. Su programa de vida es la de un burgués
piadoso y beatorro, que ama las procesiones, las
misas y las novenas, o un rentista aficionado a
juergas con polichinelas y colombinas de las que
tú me sabes. Nada puede decidir por sí mismo y
sólo actúa sometido a voces magistrales: su amigo, el espectro de su esposa, la asistenta-beata, la
hembra fatal, fascinante y terrible.
Toda estas tensiones le hicieron marchar a
París en 1888, donde ingresó de lleno en los ambientes literarios de Francia a partir del cenáculo
de Stéphane Mallarmé, jefe del Simbolismo. Un
arte de lo indefinido, cultor del misterio y la infinitud, el ensueño y la sugestión musical de las
palabras, vocado al nihilismo o a cierta mística de
inspiración oriental y que fraguaba, en todo caso,
en obra de arte para una comunidad de artistas.
Seguramente, Rodenbach heredaba al romanticismo de cuño germánico, la distancia entre el
artista y el filisteo que llevaba, a través de la bohe-
)
La duplicidad de lo femenino y la imposibilidad de conciliar sus dos mitades en una sola
mujer, es propia de la literatura decadente, modernista, simbolista o como quiera llamarse. No
son lo mismo pero hoy no toca detenerse en estos
matices. En esto cabe hacer un espacio a Georges
Rodenbach (1855-1898), autor de la novela Bru255
ta lejana. Ella se ríe porque los atavíos le parecen
anticuados y la envejecen. El día en que toda Brujas desfila en la procesión del Santo Sangre, Hugo
lleva a su casa a almorzar a Jane, quien descubre
la cabellera de la extinta, se la pone al cuello y la
toma en broma. No soportando la profanación,
Hugo se arroja sobre ella y la estrangula. Y aquí se
plantea el espacio de la ambigüedad que sí pasará
a la ópera: “Hugo permanecía en plena inconsciencia, como si ignorara lo sucedido. Para él las
dos mujeres fundíanse en una sola. Si en vida se
parecían, más semejantes eran aún en la muerte,
que las había marcado con la misma lívida palidez. No diferenciaba una de la otra, constituyendo el rostro de ambas el único rostro que había
amado.” (cito por una traducción anónima, edición La Novela Selecta, Madrid s/f)
mia o del cenáculo estetizante, a la cercanía con
las masas miserables y sufrientes. El culto a la belleza podía unirse al culto a la justicia y, en ambos
extremos, en una distancia libertaria y aristocrática ante el mundo de lo cotidiano, la vida tal cual
es, la novela realista y naturalista, el reino de la
vulgaridad burguesa. En París lo aguardaba otro
confín: el de la capital con la provincia. Él venía
de la Wallonia, de la Bélgica francófona, que era
como arribar desde una comarca francesa. No
obstante ello, el triunfo también alcanzó a escritores similares, tales Verhaeren y Maeterlinck. Finalmente, toda capital abunda en provincianos.
La novela de marras acusa notables diferencias con su indirecta versión, la ópera. El
protagonista se llama Hugo, su difunta no tiene
nombre, el ama de llaves es una vieja campesina
muy devota, de nombre Bárbara, y la mujer fatal
es una bailarina llamada Jane Scott. Su parecido
con la fallecida es completo, tanto en rostro como
en cuerpo y voz. Para subrayar la analogía, Hugo
la ve interpretar a la resucitada Helena en la ópera
de Meyerbeer Robert le Diable.
En efecto, poco antes Hugo ha asistido
a un sermón catedralicio sobre la muerte, en el
cual el predicador ha hecho el elogio de ella como
término de la vida terrenal y acceso a la inmortalidad. La ciudad, llena de imágenes sagradas,
sofocada de niebla y llovizna, de calles despobladas y visillos entreabiertos a la maledicencia, atravesada por lúgubres campanas, es una constante
incitación a morir, un perpetuo memento mori
que convierte su arquitectura de laberínticos callejones, puentes de piedra y aguas quietas, en un
esbozo de sepulcro.
Dominado por una pasión febril, la retira
del teatro y le pone piso. La ciudad, gazmoña,
ociosa y cotilla, ve con malos ojos la historia, a
pesar de que los amantes disimulan, evitando
verse a la luz del día. Jane tampoco pisa la casa
de su admirador. Bárbara, en tanto, ruega por él
y consulta con la superiora de las beatas, mientras revisa alarmada las facturas de las compras de
lujo efectuadas por la antigua danzatriz.
Vista con rapidez, la fábula es lineal: un
viudo virtuoso, corrompido por una fulana farandulera, es llevado al crimen tras gastar fortunas
en trajes y joyas, y descubrir que ella no sólo lo
esquilma sino que también lo engaña. Pero buscándole las cosquillas, se advierte que esa Brujas
)
La pasión languidece y está a punto de extinguirse cuando Hugo hace vestir a Jane con ropas de la muerta, diciendo que son de una parien256
)
257
piadosa y litúrgica es la instigadora del homicidio,
a la vez que, viendo muerta a la pecadora, Hugo la
confunde con la santa. ¿No era tan santa? ¿La ha
querido matar porque lo merecía? ¿La quiso matar cuando estaban felizmente casados? Afilando
todavía un poco más la curiosidad: ¿a quién mata
cuando mata a Jane con el pelo de la otra?
enamora a Don José y le descubre su lado asesino;
hasta la casta Desdémona, con su insistencia a
favor de Cassio, enardece en Otelo sus sentimientos de inferioridad social y racial, y asimismo lo
anima al uxoricidio. Y suma y sigue.
No tan frecuente es, sin embargo, en el género, el amor de un hombre por una mujer que
no sabe bien si está viva, reencarna a una muerta
o es el espectro de la difunta misma. En cambio,
en el cine, Alfred Hitchcock le ha dedicado dos
de sus títulos más emblemáticos: Rebeca –basada
en la admirable novela de Daphne Du Maurier– y
Vértigo –sobre el relato De entre los muertos de
Boileau-Narcejac–. Pero la obra de Rodenbach,
por lo que se me alcanza, sólo ha merecido una
adaptación al filme, al menos en la época sonora:
Más allá del olvido, dirigida y actuada en la Argentina, en 1956, por Hugo del Carril, sobre un
guión del dramaturgo español Eduardo Borrás y
con la actriz Laura Hidalgo. Es muy probable que
quien lea estas líneas recuerde a del Carril como
cantor de tangos y haciendo el protagonista del
filme El negro que tenía el alma blanca basado en
la novela de Alberto Insúa. Como director hizo
señaladas incursiones en el realismo social: Surcos
de sangre, Las aguas bajan turbias.
Pasada por el drama que el propio Rodenbach extrajo de su novela, dotándola de diálogos y monólogos de los cuales carece la narración, e introduciendo el personaje del amigo que
quiere ayudar a Paul a despojarse de espectros y
cementerios, la ópera de Korngold mete la cuña
del delirio, que altera sustancialmente la fábula
y que permite un final “feliz”. La mujer fatal no
es tan fatal y se salva el pellejo. Los amigos se
marchan de Brujas y podrán zafarse de torturas
ultramundanas.
)
Por una parte, la relación entre un hombre
de tamaño estándar y una mujer que le descubre
su lado siniestro y lo arrastra hacia la verdad de
sus partes denegadas, ha sido una auténtica fortuna para algunas de las óperas más canónicas.
Manon, con su ansiedad juvenil de no envejecer
y no morir, lleva al incauto Des Grieux al vicio y
a la ruina; Carmen, en nombre de la fatalidad,
258
simon
boccanegra
)
Giuseppe Verdi (1813 - 1901)
259
Simon Boccanegra
Giuseppe Verdi (1813 - 1901)
ÓPERA EN UN PRÓLOGO Y TRES ACTOS.
Libreto de Francesco Maria Piave y Arrigo Boito (revisión 1881), basado en Simón Bocanegra, de
Antonio García Gutiérrez.
Estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia el 12 de marzo de 1857.
Estreno de la versión revisada en el Teatro alla Scala de Milán el 24 de marzo de 1881.
Producción del Teatro Real (2002).
Director musical: Jesús López Cobos
Director de escena: Giancarlo del Monaco
Escenógrafo y figurinista: Michael Scott
Iluminador: Wolfgang von Zoubek
Director del coro: Peter Burian
Simon Boccanegra: Carlos Álvarez (17, 20, 23, 26, 29) / Plácido Domingo (22, 25, 28)
Amelia Grimaldi: Inva Mula (17, 20, 23, 26, 29) / Angela Gheorgiu (22, 25, 28)
Japoco Fiesco: Giacomo Prestia (17, 20, 23, 26, 29) / Ferruccio Furlanetto* (22, 25, 28)
Gabriele Adorno: Roberto Aronica (17, 20, 23, 26, 29) / Marcello Giordani (22, 25, 28)
Paolo Albiani: Ángel Ódena
Pietro: Miguel Ángel Zapater
Coro Titular del Teatro Real
Orquesta Titular del Teatro Real
Orquesta Sinfónica de Madrid
Julio: 17, 20, 22, 23, 25, 26, 28, 29
20:00 horas
Venta preferencial para abonados:
19 al 31 de octubre de 2009
)
* Por primera vez en el Teatro Real
260
Argumento
Simon Boccanegra
Fernando Fraga
Ópera en un prólogo y tres actos de Giuseppe Verdi.
Libreto de Francesco Maria Piave, con añadidos de Arrigo Boito, sobre Antonio García Gutiérrez.
sentimientos (Recitativo, A te l’estremo addio, y
Aria de Fiesco: Il lacerato spirto).
Prólogo
De noche, ante el atrio de la iglesia de San
Lorenzo en Génova, Paolo Albiani y Pietro, dos
marineros, hablan de la inminente elección del
nuevo dux. Paolo sugiere el nombre de Simon
Boccanegra, un corsario, con cuya elección su estatus social mejoraría sensiblemente.
Su encuentro con Boccanegra es tumultuoso. Entre ellos dos nunca habrá paz, salvo con la
muerte de alguno de ellos dos. Sin embargo, Fiesco
vería con buenos ojos que Boccanegra le entregara
la niña que ha tenido con Maria. Pero Boccanegra
confiesa tristemente que se ha perdido la pista de
su hija, al morir la anciana que cuidaba de ella.
Fiesco le vuelve con sumo desprecio la espalda.
Entre ellos, ya no hay más palabra que entrecruzar
(Dúo de Fiesco y Boccanegra: Simon?... Tu!).
Cuando, un poco más tarde, le propone a
Boccanegra al que ha llamado a Savona, la posibilidad de acceder al gobierno de la república, el
corsario acepta sólo porque una vez elevado de
rango podría conseguir a Maria, la hija del orgulloso patricio Jacopo Fiesco, con la que ha tenido
una relación fruto de la cual ha nacido una niña.
Boccanegra entra en el palacio de los Fiesco y, horrorizado, se topa con el cadáver de Maria,
ante la sádica satisfacción de Fiesco que desde la
calle observa sus reacciones. Su dolor apenas es
mitigado con la aparición de Paolo comunicándole que ha sido elegido dux de Génova. Fiesco
no puede ocultar su decepción y furia (Final del
prólogo: Doge il popol t’acclama).
Con esta perspectiva, Boccanegra acepta y
Paolo se marcha a anunciar a sus partidarios la
candidatura (Introducción, Che diceste?, relato
de Paolo, L’atra magion vedete? y coro: Già volgono più lune).
Una vez la plaza vacía, del palacio vecino
sale majestuoso, pero lleno de amargura y rencor,
Fiesco. En una de las habitaciones de su morada
yace muerta su hija Maria, víctima de la lujuria
de Boccanegra. Maldice a Boccanegra, pero el recuerdo de la hija muerta acaba por dulcificar sus
Acto I
)
Han pasado veinticinco años. El preludio
instrumental con el que se inicia el acto describe
el amanecer en el jardín de la residencia de los
261
Cuando el dux se encuentra a solas con la
joven Grimaldi, ésta agradece el perdón otorgado
a sus enemigos, entre los que se hallan la mayoría de sus parientes. Aunque ella, animada por el
buen carácter y la solicitud que le demuestra el
dux, acaba por confesarle que no pertenece a esa
noble familia, sino que fue una huérfana acogida
tras la muerte de la anciana que hasta entonces
la había cuidado. Boccanegra siente dentro de
sí que se eleva un rayo de esperanza. En efecto,
Amelia vivió en Pisa, el nombre de al anciana era
el de Giovanna y su rostro coincide con el retrato
que el dux le enseña. Ya no existe ninguna duda:
Amelia es la hija perdida de Boccanegra y Maria
Fiesco. Padre e hija se abrazan tiernamente (Dúo:
Dinne, perché in quest’eremo).
Grimaldi a las afueras de Génova. En ese periodo
de tiempo, Boccanegra como dux ha logrado imponer cierta tranquila convivencia entre patricios
y plebeyos, creando un consejo en el que están
representados en igualdad de miembros de una
y otra facción. En la actualidad Fiesco oculta su
identidad bajo el nombre de Andrea.
Amelia, considerada la hija del dueño del
palacio, Andrea-Fiesco, contempla la belleza del
cielo y del mar que parecen unirse en un abrazo
de amantes, esperando la llegada de su enamorado Gabriele Adorno (Aria de Amelia: Come in
quest’ora bruna).
Adorno es un güelfo, enemigo acérrimo
de Boccanegra, conjurado contra él en compañía
Fiesco y de otros patricios. Al encontrarse, los dos
jóvenes, una vez más, se declaran su mutuo amor,
que se mantiene firme en medio de tanta adversidad, traición e intrigas (Dúo de Amelia y Adorno:
Vieni a mirar la cerula).
Boccanegra comunica a Paolo que olvide
cualquier esperanza de conseguir la mano de
Amelia. Paolo, indignado, ordena a Pietro a que la
rapte a la joven y la oculte en casa de Lorenzino,
el usurero.
Pero Amelia está intranquila y trasmite al
amado sus inquietudes. El dux quiere pedir su
mano para entregarla a su favorito, Paolo Albiani.
Por ello incita a que sin tardanza haga él lo mismo
ante Fiesco, apresurando así su enlace.
En la sala del consejo Boccanegra preside
el gobierno de la república genovesa. El dux ha
recibido un mensaje de Francesco Petrarca donde
pide a los genoveses que firmen la paz con la otra
república con la que rivalizan en la expansión marítima, la de Venecia. Patricios y plebeyos se niegan
orgullosamente y Paolo comenta sarcásticamente
el asunto (Final I: Messeri, il re di Tartaria).
Fiesco y Adorno se encuentran. Fiesco revela que Amelia no es en realidad una hija suya
sino una joven de origen desconocido que ha sido
adoptada para evitar que Boccanegra confiscara
los bienes de los Grimaldi. Adorno declara que su
amor por la muchacha es incondicional. Fiesco
bendice la unión (Dúo de Fiesco y Adorno: Viene
a me , ti benedico).
Del exterior llegan gritos de revuelta(Final
I: Qual clamor! D’onde tal grida?). Desde el ventanal Boccanegra contempla el alboroto y, al escuchar que la plebe grita “¡Muerte al dux!” envía
a un heraldo a decir a los insurrectos que lo que
tengan que exigir lo hagan ante él, cara a cara.
)
Llega Boccanegra en compañía de su cortejo y Paolo vuelve a admirar la belleza de Amelia.
262
)
263
sacado de la prisión a Fiesco, proponiéndole que
asesine a Boccanegra dormido. Fiesco rechaza
con aprehensión tal villanía, despreciando a Paolo al enterarse de que él ha sido efectivamente el
inductor del rapto de Amelia (Duetto de Fiesco y
Paolo: Prigioniero in qual loco m’adduci?).
Al mismo tiempo impide que nadie salga de la
estancia.
Irrumpe la masa, que trae prisioneros a
Fiesco y Adorno. Éste confiesa que mató a Lorenzino porque había raptado a Amelia. Del moribundo supo que cumplía órdenes de un ser poderoso. Adorno sospecha del dux y cuando saca la
espada para herirle, aparece de improviso Amelia
colocándose entre Boccanegra y el agresor.
Paolo guarda otra alternativa: Adorno.
Le hace creer que Amelia vive en palacio como
amante del dux. El joven, siempre dudando de
que esta insinuación sea verdadera, estalla en una
ira pronto convertida en plegaria, en la que ruega
al cielo que Amelia siga siendo tan pura como los
ángeles (Escena y Aria de Adorno: Sento avvampar nell’anima).
Amelia narra los acontecimientos vividos
últimamente y del relato se desprende que el causante de lo ocurrido es Paolo (Final I. Racconto
de Amelia: nell’ora soave che all’estasi invita).
Patricios y plebeyos se acusan mutuamente
y el dux ha de imponer tranquilidad en el consejo.
Primero con energía, luego con tierno paternalismo Adorno convencido por las palabras de Amelia
depone su espada (Final I. Concertante: Fraticidi!
Plebe! Patrizi! Popolo dalla feroce storia).
Queda la sala vacía. Boccanegra aparece
cansado, quejándose de la carga que supone gobernar y añorando sus años de juventud cuando
surcaba el mar al servicio de la república que ahora dirige.
Boccanegra se dirige a Paolo y le obliga a
maldecir al culpable, maldición que repiten con
rabia apenas contenida todos los presentes. Paolo
queda conmocionado (Final I. Maldición: Paolo/
Mio Duce).
Se reúne con él Amelia, la cual, interrogada
por el padre acaba de confesar su amor por Adorno, su acérrimo enemigo. Boccanegra manifiesta
su descontento, pero Amelia pide que le perdone.
Antes de echarse a descansar, el dux bebe de la
copa envenenada.
Cuando parece del todo adormecido, regresa Adorno empuñando un puñal y, de nuevo,
su mano es detenida por la aparición de Amelia.
Ésta no aclara lo que está pasando entre ella y el
dux, aumentando con ello las sospechas y el furor
de Adorno (Escena y Dúo de Amelia y Adorno:
Parla, in tuo cor virgineo).
Acto II
Una estancia reservada al dux en el palacio
ducal de Génova. En estos momentos para Paolo
sólo existe una idea fija: vengarse de Boccanegra.
En una copa que es usada por el dux echa unas gotas de veneno (Escena y Arioso de Paolo: Me stesso maledetto). Pero su venganza sería más efectiva
si se llevara a cabo por otra vía y para tal fin ha
)
El dux se despierta y comprende rápidamente lo que está sucediendo. Por un comentario
264
Un capitán ordena que por respecto a los
vencidos no se haga celebraciones de victoria
(Recitativo: Cittadini, per ordine del Doge).
de Boccanegra, Adorno se entera de que Amelia
no puede ser su amante ya que es su hija. Arrepentido por sus injustas sospechas y celos, pide
perdón (Escena y terceto de Amelia, Adorno y
Boccanegra: Perdon, perdon, Amelia).
Bajo los efectos del veneno, aparece Boccanegra. Andrea se le enfrenta descubriendo su auténtica personalidad: es Fiesco que vuelve como
un fantasma del pasado a exigir responsabilidades. Boccanegra se siente feliz por esta aparición,
ya que ahora sí puede satisfacer lo que antaño le
fue imposible realizar: entregarle a aquella niña
perdida. Porque Amelia no es otra que Maria su
nieta. Conmovido Fiesco, sella definitivamente
la paz con Boccanegra. Es la última alegría que
le queda al dux antes de morir (Dúo de Fiesco y
Boccanegra: Delle faci festanti al barlume).
Provenientes del exterior se escuchan ruidos de combate. Son los enemigos del dux que
se han levantado en armas. Adorno, ahora completamente aliado de Boccanegra, se ofrece como
mensajero de perdón y paz ante los rebeldes. Su
premio será la mano de Amelia (Coro y final:
All’armi, all’armi, Liguri).
Acto III
Moribundo, Boccanegra da la bendición a
Amelia y Adorno, a quien también nombra su sucesor. Luego muere plácidamente (Cuarteto de
Amelia, Adorno, Boccanegra y Fiesco con coro:
Gran Dio li benedici).
Otra sala en el palacio ducal, con vistas
al mar. La revuelta güelfa contra Boccanegra ha
sido sofocada. Paolo, por su participación activa
en ella, es condenado a muerte. Antes de subir al
cadalso, desesperado al escuchar los cánticos de
la boda entre Amelia y Adorno, tiene tiempo de
confesar a Fiesco, oculto en palacio, que ha envenenado al dux (Preludio y coro: Evviva il Doge!).
)
Fiesco, en el ventanal, anuncia la muerte
de Boccanegra y quien será su sucesor al frente de
la república genovesa: Gabriele Adorno.
265
De Simón Bocanegra
a Simon Boccanegra
Luis Sunén
lo en Simon Boccanegra es precedente indudable
del Iago de Otello. La importancia de esa versión
definitiva es tal que ha conseguido arramblar definitivamente la primera, de 1857, por más que
haya habido intentos por reivindicarla, como el
de Roger Parker en sus notas a la que, si no nos
equivocamos, es la única edición discográfica de
la obra2.
Antonio Garcí a Gutiérrez (Chiclana, 1813Madrid, 1884) publicó la primera edición de su
Simón Bocanegra en 1843 –Madrid, Imprenta de
Yenes–. Hubo una segunda en 1856 –Madrid, Imprenta de Cipriano López– y una tercera aparecería en sus Obras escogidas en 1866 –Madrid,
Rivadeneyra–, con prólogo, aunque este figure sin
firma, de Juan Eugenio Hartzenbusch. Verdi ya
se había servido de El trovador (1836) del propio
autor chiclanero, atraído por la imbricación del
drama personal en el contexto social: renuncia,
pretendidos derechos de clase, enemistad política, crisis colectiva, como muy bien señala Luis F.
Díaz Larios.1 Con Simón Bocanegra nos encontramos en un entorno anímico parecido que, además, permitirá a Verdi recapitular sobre lo hecho,
ahondar en el universo dramático de Macbeth y
Rigoletto y tratar de responderse a sí mismo acerca del camino abierto con Don Carlo, Aida y –no
lo dejemos de lado– con el Réquiem. Ya sabemos,
además, que la versión definitiva, la de 1881, será
también fuente para Otello. Es interesante esta
intertextualidad o esta relación que va desarrollándose a lo largo del tiempo en la obra de Verdi y
de la que Simon Boccanegra es ejemplo evidente.
Ahí están Samuel y Tom en la Escena V del Acto II
de Un ballo in maschera prefigurando a Bardolfo y
Pistola de Falstaff –por no hablar de la muerte de
Riccardo en esta misma ópera, tan interesante de
comparar con la del Dux–. Y, naturalmente, Pao-
)
El drama de García Gutiérrez le ofrece a Verdi, además, una trama amorosa hasta cierto punto
poco convencional por lo que tiene de equívoca
en su desarrollo, con antagonistas directos, como
Paolo y Gabriel Adorno, o que siéndolo en principio deberán rectificar, como el propio Gabriel y el
protagonista de la pieza. La acción tiene lugar en
la Génova del siglo XIV, lugar lo suficientemente
atractivo como para otorgar el hálito romántico
necesario al clima que se supone y que llega por
la doble vía de la ejemplaridad política y el asunto
amoroso. La primera nos lleva de la lucha por el
poder a la servidumbre que puede conllevar su logro pasando por la importancia del pueblo como
anhelante de justicia. Simón Bocanegra es una
obra con su parte política bien armada, que revela la personalidad del que supera la sucesión de la
nobleza en el poder, de quien pasa de corsario a
primer Dux de la República de Génova mientras
afronta su propia tragedia personal3. De lo que
conocemos por la historia, García Gutiérrez ob266
via –y dulcifica por ello– rasgos de autoridad que
seguramente marcaron lo que hoy llamaríamos la
gestión política de Bocanegra4 pero al introducir
el asunto de su hija perdida y hallada pone ante
nuestros ojos la figura de un desgraciado en su
vida privada que al fin se encuentra, ya preso del
veneno que le lleva a la muerte, con su doble destino en el espejo de su viejo enemigo Fiesco, un
personaje a quien dejará moralmente desnudo su
encuentro con la verdad. Esa versión del caudillo
que desde abajo pacta con el poder establecido
correspondería, para García Gutiérrez, al anhelo
de una sociedad en cambio como la española del
día de su estreno, con su burguesía rampante bajo
un gobierno moderado.
un Gabriel que, a la postre, y en razón de ello, no
podrá ser enemigo sino yerno. Todo ello muestra
una acción, por así decir, interna, extraordinariamente rica, una suerte de entramado de los sentimientos que se inserta en la composición con
toda naturalidad. Al espectador –bien lejos de un
esquema más tradicional ligado a la sucesión de
arias, coros, dúos y el imprescindible concertante
al final de cada acto– se le introduce en el núcleo
de un drama y no en la manifestación de su cáscara. Ahí está, como ejemplo entre otros muchos,
cómo a la conclusión de la escena en la que Simon reconoce a su hija le sigue prácticamente sin
transición la intervención del malvado Paolo y su
diálogo con Pietro. O el subrayado, en el mismo
diálogo con su hija, en ese momento crucial para
desvelar la personalidad del protagonista, de unas
palabras reveladoras –“E vo gridando: pace! E vo
gridando: amor!”– que ennoblecen a quien las
pronuncia. El encuentro de Gabriele con el Dux
dormido, la tentación de asesinarle, la mezcla de
respeto y perplejidad del momento es otro de esos
episodios que muestran en plenitud el genio verdiano a través del manejo de la orquesta con mano
maestra para que el espectador quede subyugado
por la escena. Por cierto, no extraña demasiado
que la Paráfrasis sobre Simon Boccanegra de Franz
Liszt, escrita en 1882 –un año, pues, después del
estreno en La Scala de la versión definitiva y encargo del editor Ricordi– sea la última de las que
compuso, y la menos virtuosística –también, quizá, la más profunda–, ni, desde luego, la presencia que tienen en ella el Prólogo y la escena de la
bendición del matrimonio de su hija por parte del
Dux moribundo –aquí con una posible interpretación psicológica de la intervención lisztiana que
nos llevaría, quizá, demasiado lejos–.
)
La falsilla histórica de la obra de García
Gutiérrez –y de su trasposición operística– sirve
a unas cuantas direcciones dramáticas por más
que el amor sea la trama interna que sostiene su
tejido. Amor entre Susana/María –Amelia/Maria
en la ópera– y Adorno; amor de Paolo –el único
personaje, entre todos, verdaderamente malvado– por la mujer que nunca podrá alcanzar; amor,
en definitiva, y una vez más, entre padre e hija,
ese dato tan verdiano sobre el que tanto se ha escrito. Y amor que termina en doble dirección: la
muerte para Simon y el poder para un Gabriele
-que, al encontrarse con Amelia, manifestará que,
si un corazón no ama, ni “gemme, possanza, onor”
podrán satisfacer su anhelo. Amelia alcanzará el
logro de ese amor mientras es testigo de su propia
desgracia, resuelta al fin y no sin dolor. El equívoco y su resolución juegan un papel enormemente
práctico en lo teatral, con un Dux que no puede
ser amante pues es padre –y Verdi evitará toda
truculencia en la anagnórisis–, o la perplejidad de
267
ese instante crucial una grandeza que no tenía en
la versión original mientras, al mismo tiempo, entrecruza hasta el límite todas las tramas interiores
que se mueven por la escena. Y notemos que esa
grandeza de Simon –que no necesita de aria alguna para manifestarse10– sirve para centrar al personaje, para no reducirlo a alguien que lleva demasiado tiempo en el poder sino para manifestar
la realidad íntima de alguien a quien la tragedia
le ronda como el águila a un conejillo asustado.
Simon ha sido un “corsaro al servizio della Reppublica Genovese” pero ahora es el Dux de Génova
y su dignidad se impone frente a todos, aunque
algunos le odien. Sea lo que fuere, el caso es que
el autor –o los autores, ya claramente, si nos referimos a la versión de 1881– del libreto adaptan con
pericia suficiente el trabajo de García Gutiérrez
que, al fin, queda para la ópera más diáfano que
el de Il trovatore, no precisamente un ejemplo de
claridad expositiva aunque tampoco el que nos
ocupa se desarrolle sin obstáculos, cuestión esta
que tantas veces puede lastrar los resultados de
una partitura pero que aquí, a la vista del logro
musical, y a estas alturas de la historia, nos acaba
pareciendo asunto menor.
No hay motivo para pensar que el éxito de
la pieza teatral de García Gutiérrez se debiera sólo
a la predisposición de la audiencia frente a lo que
más o menos claramente se revelaba como un reflejo del cambio social sino –y no lo menos importante entre otras cosas– también a que el público
entendió su trama. Sin embargo una de las críticas
que se hicieron al estreno de la primera versión
de Simon Boccanegra en Venecia, el 12 de marzo
de 1857, fue lo incomprensible del libreto, cosa
que hoy nos parece bastante más predicable de Il
trovatore que de la historia genovesa. Un libreto
que es obra de Francesco Maria Piave aunque con
algunas reservas que han generado la correspondiente literatura crítica. Verdi encargará a Piave
trabajar sobre la obra de García Gutiérrez pero, al
parecer, mientras componía a partir de los primeros envíos de su libretista, se encuentra en París
con Antonio Somma –que más tarde se encargaría de Un ballo in maschera en rocambolescas circunstancias– y le pide algún retoque en el texto.
Charles Osborne5 y Frank Walker6 –apoyado este
luego por Vincent Godefroy7– aseguran que Giuseppe Montanelli intervino en el trabajo de Piave,
cosa que Massimo Mila –que no puede ocultar
que Simon Boccanegra no es una de las obras de
Verdi que prefiere– niega con vehemencia8. Boito
será quien pula el original pero no querrá que su
nombre aparezca en la edición de una partitura
cuya revisión, al fin, no será tan amplia como estaba previsto pero sí lo suficientemente intensa. Lo
que parece claro –pues está bien documentado en
la correspondencia entre Verdi y Boito9– es que la
idea del cambio en la Escena II del Acto I pertenece al propio Verdi, quien, en uno más de esos
golpes de genio que caracterizan su última etapa
creadora, se da cuenta de la necesidad de otorgar a
)
La verdad es que hay momentos de la obra
de García Gutiérrez, por lo demás más que estimable, en las que el ripio aflora incontinente. Así,
en el diálogo entre Simón y Susana en la Escena
VII del Acto III, esta llega a decir: “Hasta lograr
su perdón / opondré mi intercesión”. Pero la misma escena se resuelve con una cierta grandeza,
no exenta de retórica pero tampoco de eficacia:
“En blando o funesto yugo / nuestra suerte han de
igualar, / o tu mano en el altar, / o el hacha de tu
verdugo”. O cuando, en el mismo episodio, Si268
)
269
món define su amor de padre como “hoy gigante,
si ayer niño”. Tengamos en cuenta que el tiempo
ha pasado por el romanticismo español –con la
salvedad imperecedera de esa obra maestra que
es Don Juan Tenorio de Zorrilla– mucho más
deprisa que sobre el verso del Siglo de Oro, tan
cualitativamente superior como si hubiera sido
escrito en otra galaxia. Y, sin embargo, es la misma tradición a la que le importan menos que a
otras –el teatro francés, por ejemplo, tan sometido a las reglas– cuestiones como el tiempo o el
espacio escénicos. No plantea, por cierto, Simón
Bocanegra este problema salvo, naturalmente, si
tenemos en cuenta que el Prólogo se desarrolla
veinticinco años antes que el resto de la obra, sin
que el espectador sufra después sobresalto alguno, más bien lo contrario al dársele la clave que
contextualiza el resto.
pregunta directa fruto de la perplejidad de la propuesta de un usurero, por más que noble, como
primer mandatario de la República. En el original
teatral, sin embargo, la acción se inicia con una
pregunta y una respuesta bien palmarias –“¿Paolo
Albiani?”, pregunta Piettro (sic); “¿Quién me llama?”, responde Paolo–. Bien es verdad que, de esa
forma, ya sabremos en la tercera línea de la pieza
de García Gutiérrez los nombres de quienes hablan mientras en la ópera necesitaremos recurrir
a la sinopsis de las notas al programa, cosa que,
por otra parte, suele suceder. Pero esto es una
nimiedad, una curiosidad si se quiere frente a la
enorme pertinencia de un Prólogo que funciona
magníficamente, que en la obra teatral nos sitúa
en el ambiente opresivo –esa oscuridad, esa tristeza, esa desolación que el propio Verdi admite
y asume convencido de que es uno de los rasgos
fundamentales de la partitura– que reinará en la
ópera, con el contrapunto siempre recurrente del
mar como fondo. Otro elemento magníficamente
resuelto por García Gutiérrez en sus acotaciones
es el declinar de las luces de Génova paralelamente al irse la vida del cuerpo de Simón, y Verdi
lo traslada seguramente de mil amores y lo incluye igualmente en sus indicaciones, siempre precisas en lo escénico y absolutamente escrupulosas
en lo que toca a la expresión de los cantantes y la
orquesta. A veces hasta reiterando la indicación a
aquellos: “misteriosamente, sempre sottovoce, con
mistero”, le marca en un momento dado a Paolo
mientras a Simon llega a pedirle que cante “con
tremenda maestà e con violenza sempre più formidable”, precisamente dirigiéndose a Paolo.
No hay espacio para comparar ce por be la
pieza teatral y el libreto de la ópera, pero podemos
traer a colación un par de muestras interesantes.
Quizá el mejor ejemplo de la sabiduría teatral de
García Gutiérrez esté en el Prólogo –también lo
tiene El trovador, pues ello es la escena primera
de la Jornada inicial a cargo de Guzmán, Jimeno y
Ferrando– que será, igualmente, lo mejor de una
obra tan cumplida. La lectura del Prólogo nos introduce en un universo en el que el conocedor de
la partitura verdiana se encontrará como en casa y
pensará, seguramente, en las sombras que rodean
a Macbeth. El diálogo fluye con la naturalidad
con que puede hacerlo entre conspiradores. Los
libretistas de Verdi dan un paso más en el arranque de la ópera que, con ellos, se abre con mayor
audacia –“Che dicesti? All’onor di primo abate Lorenzin, l’usuriere”, entona Paolo11– a través de una
)
El crítico Joseph Kerman, refiriéndose a
Tristán e Isolda de Wagner hablaba de la ópera
270
como “poema sinfónico”12. Mutatis mutandis,
dentro de la producción de Verdi, podría decirse algo parecido de Simon Boccanegra por lo que
la orquesta –“motor del drama”, como señala,
refiriéndose a Il trovatore, Alessandro Zignani13–
aporta de elemento decididamente esencial. Nobleza, compasión, amor, intriga política y equívocos resueltos desembocan en una tragedia que
el espectador intuye desde el principio gracias al
genio que escribe ese Prólogo que el autor de estas líneas –ya lo ha visto su lector sobradamente– admira sin reserva alguna. La ópera es aquí
–como sucede en Macbeth o en Rigoletto o en
Don Carlo– una continua experiencia de la emo-
ción o, si se prefiere, una muestra de la capacidad
emocional a que nos conduce la superación del
melodrama tradicional a partir de una tensión
también armónica. Y ello, además, por medio del
equilibrio entre los sucesivos elementos del drama, no el menor, desde luego, los movimientos
internos que se producen en la acción general, lo
que revela, igualmente, una plena sabiduría acerca de los recursos de la ópera lograda por Verdi a
lo largo de su propia experiencia, de los más de
cuarenta años que van de Un giorno di regno a la
segunda versión de Simon Boccanegra, una obra
que el tiempo ha acabado por situar entre sus logros mayores.
Notas:
1.
Antonio García Gutiérrez, El trovador y Simón Bocanegra. Edición de Luis F. Díaz Larios, Planeta, Barcelona, 1989. A lo largo del artículo
se alternan los títulos de las obras –teatral y operística- y los nombres de sus protagonistas según nos refiramos a una u otra.
2.
Publicada en 2004 por la firma británica Opera Rara con la referencia ORCV302.
3.
La institución del dux durará hasta la conquista de Génova por Napoleón en 1797 y lo mismo le sucederá a Venecia.
4.
Tanto García Gutiérrez como Piave incurren en el error de hacer posible el traspaso del poder de Bocanegra a Gabriele Adorno, lo que no
se corresponde con el complejo sistema que se usaba en Génova y cuya trasposición a la resolución del drama hubiera sido poco factible.
No cabía una “escena de la coronación” de Adorno pues hubiera supuesto una suerte de corolario ineficaz a lo que termina de forma tan
clara.
5.
Charles Osborne, The Complete Operas of Verdi. An Interpretative Study of the Librettos and Music and their relation to the Composer’
Life, Gollancz, Londres, 1969.
6.
Frank Walker, Giuseppe Montanelli e il libretto de Simon Boccanegra, Bolletino quadrimestrale dell’ Istituto di Studi Verdiani, nº 3, Parma,
diciembre de 1960.
7.
8.
Vincent Godefroy, The Dramatic Genius of Verdi, Vol. II, St. Martin Press, Nueva York, 1978
Masimo Mila, El arte de Verdi, traducción de Carlos Guillermo Pérez de Aranda y Cristina Smeyers Tamargo, Alianza Editorial, Madrid,
1992.
9.
Charles Osborne, Letters of Giuseppe Verdi, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1972
10.
Sólo hay una en toda la ópera que pueda definirse como tal: Il lacerato spirito, a cargo de Fiesco.
11.
El comienzo del diálogo sobre la música hace pensar inevitablemente en otro momento prodigioso, del mismo cariz, escrito sesenta años
después: ese en el que Flamand, en Capriccio de Richard Strauss, pronuncia sobre las notas del Sexteto de introducción la frase “Bezaubernd ist sie heute wieder!”.
13.
Joseph Kerman, Opera as Drama, Vintage Books, Nueva York, 1956
Alessandro Zignani, Carlo Maria Giulini. Una demonica umiltà, Zecchini Editori, Varese, 2009
)
12.
271
Simon Boccanegra o el
paso a la modernidad
José Alberto Pérez Díez
fuerzas para extraer nada más de su «viejo puchero
de colores». Con la recomposición de su Boccanegra, Giuseppe Verdi logró cumplir, en este sentido,
lo que Richard Wagner sólo alcanzó a desear.
El caso de Simon Boccanegra es, en cierto
modo, análogo al del Tannhäuser wagneriano: una
ópera de corte tradicional estrenada en una etapa relativamente temprana en la evolución de su
compositor, sobre la que se vuelve muchos años
después, tras haber recorrido un largo camino, para
recrearla desde una estética transformada por una
profunda maduración. Si Wagner, en la que fue
su segunda gran ópera romántica tras El holandés
errante, se adecuó en gran medida a las convenciones del género operístico alemán, al estilo de Weber o Marschner, Verdi propuso en 1857 un Simon
Boccanegra atomizado en números cerrados, con
sus arias y dúos acabados en resultonas cabalette
según el gusto del bel canto. Pero la revisión profunda que efectuó en colaboración con Arrigo Boito para su reestreno en 1881 –un año antes de que
viera la luz Parsifal–, permite hablar de una ópera
completamente nueva. En esto Verdi fue un paso
más allá que su coetáneo alemán: las alteraciones
y adiciones que Wagner fue haciendo a la partitura
de Tannhäuser, tan distintas en estilo a la versión
original dresdense, mucho más seca y convencional, se pueden considerar meros «parches» –eso sí,
gloriosos– que no eran suficientes para desarrollar
la plena potencia de la historia del cantor del Wartburg. Consciente de ello, y sólo tres semanas antes
de morir, llegó a afirmar que «aún le debía al mundo un Tannhäuser». Pero exhausto por la composición del Festival escénico sacro, Wagner no tenía ya
)
La historia comienza en la primavera de
1856, cuando Verdi aceptó la oferta, propiciada
por Francesco Maria Piave, de escribir una nueva
ópera para La Fenice de Venecia, donde tres años
antes había estrenado La traviata. Piave había colaborado con Verdi en la redacción de los libretos
de algunas de sus mejores óperas hasta la fecha,
entre ellas los de Ernani, Macbeth, Rigoletto y La
traviata, y lo volvería hacer una vez más tras Simon
Boccanegra con La forza del destino. El tema de la
nueva ópera lo había decidido Verdi personalmente ya a mitad del verano, informando por carta al
libretista el 31 de julio: «Creo que he encontrado
el tema para Venecia.» Quizá queriendo repetir el
éxito de Il trovatore, Verdi volvió la vista hacia otro
drama histórico de Antonio García Gutiérrez, Simón Bocanegra, que no se había publicado en italiano y que, podemos suponer, fue traducido para
el compositor por su segunda esposa, Giuseppina
Strepponi. La historia del corsario genovés alzado
al trono ducal debió de tener un interés añadido
para Verdi, que había pasado largas temporadas estivales en una villa en Génova a la orilla del mar.
La génesis del libreto estuvo salpicada de impedimentos y dificultades, incluyendo un enfado entre
272
maschera, quien fue un barítono agudo bastante
dado a indisposiciones de naturaleza nerviosa.
Piave y Verdi, y los peros del crítico y compositor
Abramo Basevi, quien declaró haber tenido que
leer el texto seis veces antes de encontrarle sentido
a la intrincada historia. Sea como fuere, la composición de la ópera siguió adelante, y su autor abrigaba grandes esperanzas para el estreno. Verdi planeaba ya el reparto, adaptando las líneas de canto a
los solistas que habrían de crear los personajes: en
la revisión de 1881 tuvo que subir la línea del tenor
para adaptarla al brillante instrumento de Francesco Tamagno, el primer Otello, más agudo que
el de Carlo Negrini, y tuvo que bajar la de Simon
para adecuarla a la voz de Victor Maurel, pronto el
primer Iago y el primer Falstaff, cuando el papel
fue originalmente escrito para el gran Leone Giraldone, creador también del Renato de Un ballo in
)
El estreno de la obra, el 12 de marzo de 1857,
no fue precisamente un éxito. Verdi escribía a la
condesa Maffei: «He sufrido un fiasco en Venecia
casi tan grande como el de La traviata. Creí haber
compuesto algo pasable, pero parece que estaba
equivocado.» La reposición de la obra en Nápoles y
en Roma fue recibida con cierto agrado, pero en La
Scala de Milán –en 1859– fue un desastre, y en Florencia la función terminó, directamente, entre las
carcajadas del público. Basevi escribió lo siguiente
en su Studio sulle opere di Giuseppe Verdi en aquel
mismo 1859: «A juzgar por el prólogo, no puedo
por menos de afirmar que Verdi quería seguir, aunque desde cierta distancia, los pasos de Wagner, el
273
en su inicio– de toda la ópera, quedó sustituido por
una noble y reposada introducción que, in medias res,
da paso a la primera escena del prólogo entre Paolo
Albiani y Pietro, que se encuentran ya en escena en
vez de entrar tras la subida del telón. El número de
adiciones, retoques y alteraciones es tan grande que,
efectivamente, no erramos en hablar de una obra
enteramente nueva. Sirva de ejemplo la citada escena inicial del prólogo: un breve vistazo a ambas partituras revela que Pietro, barítono en el original, pasa
a ser un bajo, y que la línea de canto de Paolo también desciende sustancialmente. La conversación
se torna más queda, y la orquestación parece más
continua, mejor trabada. Verdi, en su madurez como
autor operístico, opta por engarzar los números individuales en un discurso musical fluido y unitario:
la influencia de la «melodía infinita» de Wagner es
manifiesta. Verdi hace que sus personajes parlamenten de forma natural sin apenas detener la acción
para lucimiento del cantante, eliminando además
todas las cabalette de la primera versión. Las arias
que resultan del nuevo trabajo, mejor integradas en
el continuo musical, no son tan conocidas como las
páginas de relumbrón que se asocian con otras óperas de Verdi –no hay un «La donna è mobile» o un
«Celeste Aida»–, y quizá esto puede explicar, junto
con lo extraño de la trama, la relativa impopularidad
histórica de una ópera que supone un paso fundamental del Verdi maduro hacia sus dos últimas e
inmensas creaciones de inspiración shakespeariana:
Otello y Falstaff. Y es que la música de Simon Boccanegra, concentrada y tensa, quizá hasta áspera en
ciertos momentos, y de una considerable sobriedad
en muchos otros, está llena de melodías magníficas,
de páginas de una belleza arrebatadora ante la omnipresencia musical del mar.
conocido subversor del estado actual de la música.»
Este era el sentir de los tiempos: Verdi comenzaba
a flirtear con los modos de los teutones.
)
Habría de pasar una década hasta que, ya en
1868, Giulio Ricordi propusiera una revisión de la
obra que no se materializaría hasta muchos años
después, a comienzos de 1879. Para entonces había
logrado interesar a Verdi en una colaboración con
Boito, como compositor y libretista, para Otello, y
sugirió que quizá la revisión de Boccanegra sería un
buen momento para que ambos trabajaran juntos
antes de acometer una empresa de mayores dimensiones. «La partitura es demasiado triste, demasiado
depresiva», decía un Verdi que en principio pensó
dejarla casi intacta y recomponer fundamentalmente el acto primero para «darle más variedad». ¿Cómo
hacer esto? En un mensaje a Ricordi a finales de
1880 Verdi afirmaba haber encontrado la solución:
recordaba dos cartas enviadas por Francesco Petrarca a los dux de Venecia y Génova –el mismísimo
Boccanegra– instándoles a detener la lucha entre
ambas repúblicas. La aparición de la misiva en escena, a la que Paolo contesta jocosamente con aquello
de «Atienda a sus rimas el cantor de la bella aviñonesa», constituyó la idea embrionaria de la principal
innovación de la obra revisada respecto a la original:
la gran escena del Consejo sobre la que pivotaría el
resto del drama, constituyendo su verdadero núcleo
temático. Se hizo evidente que los cambios respecto
a la versión de 1857 no serían sólo superficiales, sino
que afectarían a lo fundamental de la estructura dramática de la obra. Los pequeños retoques musicales
se convertirían en docenas de pequeños y grandes
cambios en la orquestación y en las líneas de canto.
El breve preludio original, una suerte de amalgama
temática –bastante deslavazada y algo populachera
274
dúo con Amelia en el jardín y, decisivamente, en la
El reparto viene encabezado por el «primo
baritono», como en Rigoletto, que pasa de encarnar al habitual personaje de reparto a protagonizar
la función. Como ya se ha comentado, en 1881 la
línea de canto de Boccanegra fue ajustada a la voz
de Maurel, descendiendo para apoyarse en el grave
hasta el Do 2, si bien el cantante ha de poseer los
agudos sólidos que Verdi habitualmente requiere,
hasta el Fa 3 sostenido. El papel exige además un
consumado cantante-actor que esté a la altura de
los desafíos dramáticos que presenta un personaje
que debe alternar el ejercicio de la autoridad política con las escenas humanísimas con su hija recobrada y con Fiesco, y que ha de mostrar con convicción
el tránsito de los 25 años que tiene en el prólogo a
los 50 del resto de la obra. Su gran escena es, por
supuesto, la del Consejo (acto I, cuadro II), donde
ha de brillar su imponente llamada a la concordia
(«Plebe! Patrizi! Popolo dalla feroce storia!») y su majestuosa admonición a Paolo («In te risiede l’austero
dritto popolar»), que concluye con la maldición al
traidor. El lamento por la amada muerta en el prólogo, el reencuentro con la hija que creía perdida y la
conmovedora escena mortuoria (que concluye con
el sobrecogedor «Gran Dio, li benedici») son otros de
sus grandes momentos. El encargado del papel de Jacopo Fiesco, «il primo basso profondo», ha de poseer
una voz rocosa y amplia –dos octavas completas, del
Fa 1 al Fa 3–, y es el otro pilar vocal que sustenta la
ópera. Aparece en el escenario como testigo de casi
toda la acción, aunque sólo se le concede una gran
escena en solitario al comienzo del prólogo con su
única aria («Il lacerato spirito»). Gabriele Adorno, el
papel del «primo tenore» con extremo superior en el
Si bemol 3, tiene su mejor página en la escena quinta del segundo acto («O inferno!») con la bellísima
aria «Cielo pietoso, rendila», y debe intervenir en su
tortuosa intriga que lleva al envenenamiento de Simon durante el segundo acto. La réplica amorosa se
la ha de dar Amelia Grimaldi (o sea, Maria, hija de
Boccanegra y nieta de Fiesco), papel cuya tesitura
oscila entre el Do bemol 3 y el Do 5, escrito para
una típica soprano lírica verdiana. La cantante debe
afrontar en frío su aria de salida («Come in quest’ora
bruna sorridon gli astri e il mare!») a comienzo del
acto primero, más el encendido dúo con Gabriele a
continuación, y la espléndida escena del reencuentro con su padre (acto I, escena VII), y junto con
Gabriele habrá de cantar con expresividad la bellísima exclamación «Padre, padre!», en piano, a la
muerte del Dux. Por último, el de Paolo Albiani es
uno de esos casos en que un personaje comprimario
puede arruinar una estupenda representación si se
elige un mal cantante: es él el que mueve los hilos de la trama, entronizando al comienzo al nuevo
Dux, viendo después traicionadas sus expectativas
de casarse con Amelia y ejerciendo, por ello, su venganza contra quien considera su propia criatura. Su
horror al pronunciar la maldición contra sí mismo al
final de la escena del Consejo ha de ser uno de los
momentos más sobrecogedores de la velada.
Y, con todo lo dicho, creo que cabe poca
duda de que el espectador de la versión revisada de Simon Boccanegra se encontrará ante una
de las obras cumbre del arte lírico de Giuseppe
Verdi, una obra quizá de asimilación menos directa o sencilla que otros títulos de su extensa
producción operística, pero que sin duda supone
la transición definitiva del arte verdiano a la plena
)
modernidad musical y dramática.
275
)
Amigos de la Ópera
276
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