) TEATRO REAL / TEMPORADA 2009 - 2010 1 Edición: Alfredo Flórez Maquetación, diseño e imágenes: EQUIPO KAPTA Coordinación: Julio Cano © de los artículos: los autores ) Deposito Legal: M-26359-2005 2 presentación Por quinta temporada consecutiva, tiene en sus manos esta publicación que deseamos le sea de utilidad para disfrutar y comprender mejor las óperas que conforman la Temporada 2009-2010 del Teatro Real. Una temporada, que el Teatro dedica en su mayor parte a la mujer, haciendo de ella el eje principal de su programación. De los dieciséis títulos de la temporada, en nueve de ellos, la acción gira alrededor de protagonistas femeninas, bien en clave dramática, bien en clave de humor. Como es habitual, se incluyen los argumentos de cada título y artículos referidos a cada ópera que intentan indagar y explicar la génesis dramática, histórica y musical de cada obra. En este mismo contexto nuestra revista, se suma a este motivo principal incluyendo como ilustraciones, fotografías referidas a la mujer. Notarán que la revista ha tenido ligeras modificaciones que pensamos pueden hacerla más atractiva a los lectores: tipos distintos de composición, cambios estéticos y dimensiones algo más reducidas. Esperamos y deseamos que para Vds. siga siendo una ayuda valiosa, y para ésta Asociación un incentivo para que la Ópera sea cada día más el valioso espectáculo cultural que todos queremos. ) La Junta Directiva 3 intermezzo 7 lulu 9 14 27 Argumento / Fernando Fraga La “Lulu”, de Wedekind, bajo el influjo de Goethe / Ignacio Amestoy Saludos / Rosalía Sánchez de Pizano 31 theodora 33 37 Argumento / Fernando Fraga Principios y finales. La segunda ópera y el penúltimo oratorio de Haendel / Enrique Martínez Miura 43 la vera constanza 45 50 Argumento / Fernando Fraga Al margen de los tópicos / José Luis Téllez 55 l’italiana in Algeri 57 62 71 Argumento / Fernando Fraga Son disinvolte e scaltre (son desenvueltas y astutas) / Gustavo Tambascio Rossini el antidepresivo musical / Ricardo de Cala 77 agrippina 79 Argumento / Fernando Fraga 85 jenůfa 87 92 98 Argumento / Fernando Fraga Genealogía del maltrato: las protagonistas femeninas de Jenůfa / Laia Falcón Hasta que llegó su hora / Juan Lucas 103 105 109 116 der fliegende holländer (el holandés errante) Argumento / Fernando Fraga Románticos muertos vivientes. El holandés errante: leyenda, autobiografía, mito / Mariano Antolín Rato Primer paso hacia el drama musical / Miguel Ángel González Barrio andrea chénier 123 128 135 Argumento / Fernando Fraga Andrea Chénier: Protipo de Canto Verista / Arturo Reverter Amor y Revolución / José Ramón Fernández ) 121 4 verano 2009 cuarta época. número 15 145 147 153 162 169 171 175 180 187 189 193 195 199 203 l’arbore di diana Argumento / Fernando Fraga Voluptuoso sin ser lascivo: Da Ponte en sus Memorias / Pedro Víllora Las manzanas del pecado: un jardín de músicas de Martín y Soler / Enrique Mejías García salome Argumento / Fernando Fraga La pérdida de la inocencia / Pablo Meléndez-Haddad Salome / Rosa Navarro Durán il viaggio a reims Argumento / Fernando Fraga i puritani Argumento / Fernando Fraga I Puritani: El canto del cisne de Catania / Rafael Banús Irusta l’incoronazione di poppea 205 209 214 Argumento / Fernando Fraga Busenello, Poppea y Lope / Jacobo Cortines Tanti affetti in tal momento (Tantos sentimientos en este momento) / Marcelo Cervelló 219 norma 221 226 Argumento / Fernando Fraga Norma: la apoteosis de la melodía / Andrés Moreno Mengíbar 231 die tote stadt (la ciudad muerta) 233 237 250 Argumento / Fernando Fraga Yo soy mi propia frontera. Korngold y La ciudad muerta / Santiago Martín Bermúdez Korngold: el retorno del último romántico / Blas Matamoro 261 266 272 simon boccanegra Argumento / Fernando Fraga De Simón Bocanegra a Simon Boccanegra / Luis Suñén Simon Boccanegra o el paso a la modernidad / José Alberto Pérez Díez ) 259 5 ) 6 lulu ) Alban Berg (1885 - 1935) 7 Lulu Alban Berg (1885 - 1935) ÓPERA EN UN PRÓLOGO Y TRES ACTOS. Libreto del compositor basado en El Espíritu de la tierra y La Caja de Pandora, de Frank Wedeking. Estrenada en el Stadttheater de Zúrich, en la versión de dos actos, el 2 de junio de 1937. Estrenada en la Opéra National de París, en la versión de tres actos, el 24 de febrero de 1979. Nueva producción del Teatro Real en coproducción con la Royal Opera House, Covent Garden, de Londres. Director musical: Eliahu Inbal* Director de escena: Christof Loy Escenógrafo y figurinista: Herbert Murauer Iluminador: Reinhard Traub* Lulu: Agneta Eichenholz* (Sept. 28; Oct. 2, 5, 8, 10, 14 y 16) / Susanne Elmark* (Sept. 30, Oct. 12) La condesa Geschwitz: Jennifer Larmore Una encargada del guardarropa / Un bachiller /Un botones: Heather Shipp* El pintor / El negro: Will Hartmann* Dr. Schön / Jack: Gerd Grochowski* Alwa: Paul Groves* Schigoldh: Franz Grundheber Un domador/ Un atleta: Jaco Huijpen* El príncipe/ El mayordomo/ El marqués: Gerhard Siegel Una quinceañera: Ruth González Su madre: Itxaro Mentxaka Una galerista: María José Suárez Una periodista: David Rubiera Un criado: Joseph Ribot Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Septiembre: 28, 30 / Octubre: 2, 5, 8, 10, 12, 14, 16 20:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 8 Argumento Lulu (Lulú) Fernando Fraga Ópera en un prólogo y tres actos de Alban Berg. Libreto de Alban Berg, basado en dos dramas de Franz Wedekind. La acción se desarrolla los dos primeros actos en un lugar no determinado de Alemania y el tercero en París y Londres. Época: finales del siglo XIX. Alwa. Schön le da algunos consejos al Pintor (Der Maler) acerca de algunos retoques que el cuadro merecería corregir. Prólogo Un Domador de circo (Ein Tierbändiger), a telón bajado, invita a las hermosas damas y nobles caballeros a que contemplen el espectáculo en el que los principales personajes de la tragedia que está a punto de representarse adquieren los rasgos de animales, como el tigre, el oso, el mono, el cocodrilo y otros reptiles, víboras y salamandras y, por último, la serpiente. Creada como imagen y raíz de todo mal, atrae, seduce, muerde y envenena, destruyendo a sus víctimas sin dejar huellas. Es el animal que simboliza a Lulu. Hecha esta breve declaración que apenas dura cinco minutos, el telón se levanta. La escena primera tiene lugar en un amplio estudio de un pintor donde puede verse un cuadro de Lulu aún sin terminar. La joven, alegre y desprejuiciada, esposa del Inspector de Sanidad, posa disfrazada de Pierrot. En la sesión están también presentes el Doctor Ludwig Schön, director de un periódico, y su hijo, el escritor En la escena segunda, en un elegante salón dominado por el retrato ya finalizado de Lulu, encontramos a ésta que se ha convertido en la esposa del Pintor siguiendo el interesado consejo de Schön. El Pintor, que ignora la relación que Lulu y Schön mantienen desde hace tiempo, celebra el éxito que obtienen sus cuadros como si esa suerte ) Acto I Tras una rápida despedida, padre e hijo abandonan el taller. Aprovechando la oportunidad el Pintor, enamorado desde siempre de Lulu, intenta seducirla. Lulu le rechaza y es perseguida por toda la habitación, hasta que unos golpes en la puerta detienen los avances del artista cada vez más a punto de lograr su objetivo. Es el marido de Lulu, el viejo Inspector de Sanidad, quien de inmediato se hace cargo de la situación. Blandiendo su bastón a modo de arma, con los ojos inyectados en sangre, se enfrenta a la pareja, pero apenas tiene tiempo de atacarlos, ya que cae fulminado por un infarto. Lulu, bastante indiferente a lo sucedido, se cambia tranquilamente de ropa. 9 fuera consecuencia de su matrimonio. El cariñoso diálogo que se establece entre ambos es interrumpido por el timbre de la puerta, por lo que el Pintor se refugia en su estudio. Se trata de Schigold, un viejo y misterioso personaje, enfermo y con aspecto de mendigo, que se hace pasar por el padre de Lulu, aunque su especial manera de demostrarle el cariño parece insinuar otro tipo bien distinto de vinculación. Conseguida una cantidad de dinero, único objetivo posible de la visita, Schigold casi se cruza al retirarse con Schön. de pantomima escrita por Alwa. El joven no puede disimular la fascinación que le produce Lulu, quien presume de multitud de admiradores, entre los que se cuenta un Príncipe que quiere desposarla y llevársela a África. Lulu sale a escena y al ver entre el público al Doctor Schön y su prometida, sufre un desmayo, fingido. La treta consigue sus objetivos. Su encuentro con Schön, que en tres años no ha llevado todavía al altar a su prometida, da resultado: cae de nuevo en las redes de Lulu. Ella misma le dicta una carta de despedida, en la que rompe definitivamente su compromiso. Luego, el Doctor Schön, mientras Lulu se prepara a reanudar su actuación interrumpida, se derrumba consciente de su irreparable ruina moral. El Doctor Schön se ha prometido con una joven de buena familia y necesita, en consecuencia, romper definitivamente con Lulu. La muchacha recuerda cómo se conocieron, cuando ella intentó robarle en la calle con apenas doce años, y la estrecha unión que desde entonces han mantenido. Acto II Lulu se siente despreciada por el amante mostrándose remisa a la separación, a dejarle tranquilo y en libertad. Schön se ve obligado a contar toda la verdad al Pintor. Éste, completamente aturdido por el pormenorizado relato que Schön hace del pasado de su esposa que él ignoraba, se encierra en su taller y se suicida. En un magnífico salón decorado en estilo renacentista alemán, en la residencia del Doctor Schön ya casado con Lulu, la Condesa Geschwitz vestida de manera muy masculina, no se recata en demostrar su admiración por aquélla, en la actualidad en el ápice de su carrera artística. Otros admiradores de la bailarina se hallan presentes: Rodrigo, un Atleta (Der Athlet), un Estudiante (Der Gymnasiast) y, asimismo, su propio hijastro Alwa. Entretanto, Alwa ha hecho acto de presencia anunciando que una revolución ha estallado en París. Asiste asombrado al ir y venir de su padre y Lulu. Antes de que llegue la policía, Lulu convence a Alwa de que no la deje sola en tales circunstancias y los dos abandonan precipitadamente la casa. Schigold reaparece, aún más deteriorado físicamente, moviéndose por la casa con entera libertad y charla desenfadadamente con el Atleta y el Estudiante que igualmente han hecho del hogar de Lulu el espacio necesario que les permite estar a menudo cerca de la mujer amada. ) La escena tercera tiene lugar en los camerinos de un teatro en el que Lulu baila una especie 10 (El intermedio orquestal sirve de base teórica a un filme donde se refleja, tal como era el deseo de Berg, los acontecimientos vividos en ese año que separa las dos escenas del acto segundo: detención de Lulu, su proceso, el tiempo trascurrido en la prisión donde enferma, la trama urdida por sus amigos para la liberación). El Doctor Schön sorprende las palabras apasionadas que su hijo destina a su esposa. Alejando al Atleta que ha sido testigo de toda la escena, se enfrenta luego a Lulu echándola en cara toda su desesperación. El revólver que trae en su mano acaba en las de la esposa, la cual decidida y segura le recuerda las razones de su matrimonio. Ella le ha dado su juventud, él a cambio sus últimos años de madurez. Furioso Schön la invita a suicidarse entregándole el arma, pero Lulu de repente realiza cinco disparos que hieren mortalmente al Doctor. El Estudiante, testigo del suceso, defiende la inocencia de Lulu. Schön muere en brazos de su hijo Alwa. Muy aturdida por lo sucedido, Lulu es detenida por la policía que ha sido avisada por Alwa. La escena segunda transcurre en la misma sala de la primera, aproximadamente un año después y con cambios muy aparentes en la decoración, como si reflejaran los nefastos acontecimientos ocurridos en el lugar y en las personas durante ese espacio de tiempo. ) La condesa Geschwitz charla con el Atleta confiado en que hará de Lulu su esposa además 11 de convertirla en una acróbata. La Condesa ha ideado un audaz plan para sacar de la cárcel a Lulu, en ese momento aislada en el hospital de la prisión atacada por el cólera. En 1978 Friedrich Cerha, a instancias de Rolf Libermann, le puso término a la ópera, estrenándose su trabajo sobre el acto III en la Ópera de París al año siguiente, con Teresa Stratas como protagonista y con dirección de Pierre Boulez, representación grabada en disco por Deutsche Grammophon). En efecto, mediante el cambio de sus vestidos por los de la Condesa, que se hace pasar por enfermera como medio de acceso al hospital, se lleva a cabo la casi imposible liberación de una Lulu que aparece hundida y desalentada, acusando los sinsabores soportados en esos terribles meses de reclusión y enfermedad. Ante la desalentadora visión de la fugitiva, decepcionado el Atleta, con sus proyectos caídos por tierra, se aleja definitivamente. En la escena primera, en París, Lulu ha vuelto a encontrase con el Atleta. En la elegante reunión se hallan también Alwa y la Condesa Gerchwitz que ya ha logrado también alejarse de la cárcel. Por la sala desfilan otros personajes: un Banquero (Bankier), un Periodista (Journalist), un Marqués (Marquis), así como una Quinceañera (Fünfehnjährige) y su Madre (Mutter), además de una Dama Artista (Kunstgewerblerin). Se habla de frivolidades, se juega y se comentan o realizan negocios bursátiles en tan abigarrada reunión, en la que conviven gentes de diversa condición, profesión e intereses. Schigold, también presente en ese momento de incertidumbres, ha preparado la huida de Lulu a París. La joven, que comienza pronto a manifestar signos milagrosos de recuperación, defendiendo su inocencia en el homicidio de su padre, convence a Alwa de que huya con ella. Alwa, rendido a sus encantos, accede. El Marqués pretende prostituir a Lulu, aún perseguida por la justicia alemana, en un burdel egipcio. Por su parte, el Atleta, que desea ennoblecerse casándose con la Condesa, intenta chantajearla. Al no conseguir ninguno de los dos sus propósitos, delatan a Lulu ante la policía, sin que pueda impedirlo el imprevisible Schigold que hace acto de presencia de nuevo, con sus continuas peticiones de dinero. Acto III (De este acto, Berg sólo orquestó parte, unos 268 compases. Su viuda, Helena, no autorizo en vida que nadie completara la partitura, resolviéndose en la práctica este final por medio de una suite que culminaba con la canción final en boca de la Condesa Geschwitz. La suite se compone de un rondó (en base de los dúos entre Alwa y Lulu de los actos I y II), un ostinato (interludios acto II), una canción de Lulu (acto II), variaciones basadas en el intermedio del acto II y adagio (interludio del acto I, además de la canción de la Geschwitz). Lulu se ve obliga otra vez a huir. Esta vez intercambiando las ropas con su Criado (Groom). Alwa se escapa con ella. Un Policía arresta al Criado que estalla en una carcajada. ) Para la segunda escena la acción se traslada a Londres, en un ático sin apenas ventilación, 12 pobremente amueblado. Llueve y la lluvia se filtra a través de las goteras. Schigold y Alwa sobreviven en la ciudad gracias a Lulu que ejerce de prostituta callejera. Los dos completan estas ganancias desvalijando a los clientes de Lulu. Esta recibe a un profesor que yace con ella sin pronunciar una sola palabra. unas monedas de oro. Alwa se enfrenta con él para robarle y el Negro acaba con su vida. Schigold oculta el cadáver para no herir la susceptibilidad de futuros visitantes. Lulu regresa con un hombre grande y pálido, de flexibles movimientos y mirada huidiza. El cliente se enzarza con Lulu en un tira y afloja sobre el precio del servicio. Mientras la Condesa hace planes para un cambio próximo de vida de vuelta a su tierra natal, desde la habitación de Lulu se escuchan sus gritos. Se escuchan pasos en la escalera. Es la Condesa Geschwitz que trae el cuadro de Lulu ante el cual los presentes se extasían, comentando la pintura y recordando mejores tiempos pasados. Lulu ha sido asesinada por su huraño cliente, Jack el Destripador. La misma suerte le corresponde luego a la Geschwitz que muere declarando su amor por Lulu por toda la eternidad. ) Lulu sale de nuevo en busca de otro cliente, un Negro (Der Negger), que se presenta como el hijo del emperador de Uahubee, y le paga con 13 La “Lulu”, de Wedekind, bajo el influjo de Goethe Ignacio Amestoy Eguiguren Goethe, Büchner y Wedekind, una cadena a la que se uniría un eslabón principal en la historia del teatro –aunque denostado injustamente en los últimos tiempos–, Bertolt Brecht (18981956), y que tiene su culminación en Heiner Müller (1929-1995). Un Müller que se miró en Brecht, como Brecht se miró en Wededind y Büchner, y como Wedekind y Büchner se miraron, de diferente forma, en Goethe. Y ahí tenemos a Wedekind, en el centro de la cadena de nuestra modernidad. Es significativo que Alban Berg (18851935) se dejara cautivar por dos personajes teatrales, Woyzeck y Lulu, creados por dos autores como Georg Büchner (1813-1837) y Frank Wedekind (1864-1918). Büchner, cabalgando a su pesar sobre las bases dramáticas impuestas por Johann Wolfgang Goethe (1749-1832), se adentra en la tragedia social por la vía del drama revolucionario. Wedekind, apoyándose decididamente en las reflexiones y el arte del muy experimentado Goethe y aprovechando el reivindicativo camino abierto por el nervio del muy joven Büchner, ahonda en la tragedia del “eterno femenino”, ubicado para él más en el destino de la Margarita del apasionado por carnal Urfaust que en la virginal Mater Gloriosa epilogal del metafísico Fausto. Frank Wedekind no comienza su trayectoria dramática en su más tierna edad. Se acerca a la treintena cuando empieza a dar a luz, en 1893, a su gran personaje, Lulu, que hasta la edición de sus Obras Completas –con notables censuras–, en 1913, no dará por acabado. Bien es cierto que con veintisiete años había presentado en sociedad su tarjeta de visita con Despertar de Primavera, para escándalo de una burguesía hipócrita que será siempre diana de sus dardos, aunque en su madurez amaine en sus embestidas hasta el punto de ser criticada su aparente acomodación por algunos. No pensaría lo mismo un joven Bertolt Brecht de 20 años, que a la muerte de Wedekind en Munich, tras asistir a su entierro, demasiado lleno de chisteras negras, le honrará con una alegre fiesta nocturna. En la celebración, no faltará el homenaje al ejecutor y compositor de canciones –que ) Tardó en gestar Alvan Berg su inconclusa Lulu, como tardó en gestar Wedekind las dos piezas que dibujarían el mito femenino más perturbador de la contemporaneidad, El Espíritu de la tierra y La caja de Pandora, encumbramiento y caída de la heroína. También Goethe se demoró en la conclusión de su Fausto, desde que lo comenzara, al tiempo que concebía su joven Werther, hacia 1772, y lo acabara poco antes de su muerte, en 1832. Büchner, al fallecer sin haber cumplido los veinticuatro años, devorado por el lobo del tifus, dejó asimismo inacabado su Woyzeck, que Berg convirtió en Wozzeck por un error de imprenta. 14 Precisamente, en París se desarrollará uno de los actos fundamentales de Lulu. Y es que en la peripecia vital, muy viajera, de Wedekind, París cobra una relevancia especial. Estuvo allí por vez primera cuando, en el 1888 citado, tras la disolución del Circo Herzog, en el que había sido algo más que secretario, se asienta a orillas del Sena. Pero vuelve a la capital francesa después de la muerte de su padre, convirtiéndose en colaborador de un pintor, marchante y aún falsificador danés, Willy Grétor, a quien dedicará El Espíritu de la tierra, la primera parte de Lulu. Hay que considerar que Grétor, que en la realidad fue también mecenas de Wedekind, podría ser el modelo del pintor Walter Schwarz, segundo marido de Lulu y, antes, autor de su retrato vestida de Pierrot, supersigno en la obra. Hay críticos que no dejan de relacionar a Grétor con Schön, el protector, amante y, al fin, víctima principal de Lulu. Y es que incontables circunstancias de la vida de Wedekind, como en cualquier creador de ficciones, se entrelazan con los sucesos dramatizados en Lulu. Cómo no observar, por ejemplo, que Lulu, tras haber huido de la cárcel a la que fue condenada por el asesinato de Schön, marcha a París con el hijo de éste, el autor, director y empresario teatral, Alwa, “alter ego” del propio Wedekind, que, como se ha dicho, va a residir en la capital francesa a la muerte de su padre. Muchas, como veremos, van a ser las “transferencias” de Wedekind a un personaje esencial en Lulu, el joven Alwa. reverenciaría Berg– ni al cabaretero corrosivo que fue Wedekind y que Brecht admiró siempre. Si, en 1918, Brecht asiste al entierro de Wedekind, en 1905, Berg había presenciado en Viena una representación de La caja de Pandora, segunda parte del “poema dramático” que, dos años antes, en 1903, su autor había titulado como Lulu, denominación con la que se ha quedado la obra para la eternidad. Desde 1905 hasta su muerte, Berg guardará en su “almario” creativo al personaje. Aquel 29 de mayo de 1905 en que contempla la obra en la sala Nestroy del Teatro Trianón de Viena, permanece para siempre en su memoria. También, las palabras que Karl Kraus (1874-1936), el heterodoxo y monumental autor de Los últimos días de la Humanidad, pronunciaría antes de la representación: “La poesía de los bajos fondos llega a convertirse en poesía a la gloria de los bajos fondos”, siendo “el cuchillo sanguinolento de Jack el gesto liberador…” En su minuciosa y lenta labor, Berg habrá de tener en cuenta las vicisitudes que las dos piezas que conforman Lulu –El Espíritu de la tierra y La caja de Pandora– sufran en el proceso creativo de Wedekind y en la lucha de la obra por hallar su hueco en la sociedad censuradora en la que nace y se desarrolla. Paradójicamente, será en 1918, a la muerte de Wedekind, con el final de la Gran Guerra, cuando en Alemania se prescinda de una censura contra la que había luchado denodadamente el creador de Lulu. Wedekind tomará ese título, Lulu, de una pantomima corta que conociera en París en su juventud, escrita en 1888 por Félicien Champsaur, un destacado periodista y notable escritor de la bohemia parisiense, amigo de Víctor Hugo y de Auguste Rodin. ) Por Alwa, fundamentalmente, y gracias a una arriesgada metateatralidad –no subrayada nunca de manera suficiente por Alban Berg–, Wedekind estará siempre presente en Lulu, desde el 15 inicio de El Espíritu de la tierra hasta el final de La caja de Pandora, y con él sus obsesiones como autor, tanto estéticas o formales, como filosóficas o éticas. Lo que, distanciándole de los realismos y naturalismos dominantes en su tiempo, le configura no sólo como un adelantado del expresionismo, del absurdo o del teatro de la crueldad, como ha sido afirmado por estudiosos, sino que también es un precedente lúcido de la presencia del yo en la muy actual metateatralidad posmoderna que comienza con Pirandello. Y todo ello, de forma no muy sorprendente, a partir de Goethe… Asimismo, de igual manera que Goethe introduce en el Fausto definitivo su “Invocación” –“De nuevo os acercáis, vagas figuras / que antaño mis turbados ojos vieron…”–, antes del Prólogo del acto único de la primera parte de su obra maestra, así Wedekind coloca la “invocación” del goethiano “El Espíritu de la tierra” en el frontispicio de su Lulu. El autor de Hannover querrá emular al autor de Frankfurt. Wedekind querrá establecer una preceptiva con su Lulu, como Goethe estableció una preceptiva con su Fausto. Y, además, Wedekind querrá también estar presente en su obra, como Velázquez lo está en Las Meninas o Goya en La familia de Carlos IV, y como Goethe se dibuja en el mismo Fausto. Wedekind será, como se ha dicho, Alwa, y también se disfrazará de “Domador de fieras”, para convertirse en el protagonista del Prólogo de El Espíritu de la tierra. En la versión reconocida de la Lulu de Weedkind, en el prólogo de El Espíritu de la tierra –como en el inicio de la ópera de Berg, aunque de manera más concisa– un domador dice, dirigiéndose al público, con un látigo en la mano izquierda y un revólver cargado en la derecha: “Vayan entrando ustedes, / orgullosos caballeros, mujeres veleidosas, / a la casa de las fieras para ver, / con voluptuosidad ardiente y frío espanto, / a la criatura sin alma / doblegada por el genio humano. / ¡Vayan entrando, comienza la función!” Comienza la versión canónica de Lulu con una referencia explícita al “El Espíritu de la tierra”, ente creado por Goethe para su Fausto, y que dará título a la parte primera de la obra. Un expreso homenaje de Wedekind a Goethe. “El Espíritu de la tierra” es al primer personaje al que llama angustiado Fausto nada más comenzar el imponente drama. Y con el “El Espíritu de la tierra” será con quien primero dialogue Fausto, tras decidirse a sobrepasar su humana naturaleza. Ante el requerimiento de Fausto, el “Espíritu” aparecerá y le preguntará: “¿Qué mezquino horror te invade, superhombre? ¿Eres tú quien, rodeado de mi aliento, tiembla en lo más profundo de la vida, gusano amedrentado, acurrucado?”. El “superhombre” –Goethe, también alimento de Nietzsche– querrá afirmarse ante el “Espíritu”: “¡Yo soy Fausto, yo soy tu semejante”. Y, al final, el “Espíritu” le dirá, lapidario, antes de desaparecer: “Te asemejas tan sólo a aquel Espíritu / que comprendes, ¡no a mí!”. Y Fausto se estremece: “¡Ah, muerte!”, para sentenciar: “De tosca materia me creó la naturaleza / y hacia la tierra, feudo del mal espíritu, / me arrastra el deseo”. ) Es el propio Wedekind, conocedor del mundo del circo por haber trabajado en él, quien se pone ante el espectador para que entre no sólo en la carpa de su circo, no sólo en la sala de su teatro, sino para que penetre en su “jaula”, de amplias connotaciones filosóficas. Y, bajo el dis16 ) 17 El Espíritu de la tierra constará, al fin, en la edición tenida por definitiva, de cuatro actos. “Tragedia en cuatro actos”, la calificará Wedekind. Los tres primeros se corresponderán con las tres escenas del primer acto de la ópera de Berg, y el cuarto será la primera escena del segundo acto. En el acto primero de la obra teatral, Wedekind nos presentará a Lulu, casada con un acaudalado médico, el doctor Goll, que ha pedido al pintor Walter Schwarz que retrate a su esposa vestida de Pierrot, como la marioneta que presentaba el domador. Teatro dentro del teatro. En escena también estarán el importante director y propietario de un periódico, Schön, protector de Lulu, y su hijo Alwa, el autor, director y empresario teatral, una de las caras de Wedekind en la obra. Alwa y su padre llevarán al doctor Goll al ensayo general de una obra de teatro, “Dalai-Lama”. “Las hijas del Nirvana, dispuestas ya en sus trajes, tiemblan de excitación”, dice Alwa, responsable de la pieza y su montaje. Ellos tres van al ensayo, y quedan en el estudio, solos, el pintor y Lulu. Y el pintor acabará siendo seducido por Lulu. Será el momento en el que regrese el doctor Goll que, al descubrirles, morirá víctima de un ataque al corazón. El pintor Schwarz “ocupará el lugar” del doctor Goll al lado de Lulu, que queda viuda y rica. “Ahora soy rica…”, dirá Lulu, agradablemente sorprendida por lo que ha ocurrido. Al final del acto se produce el diálogo –un interrogatorio– más esclarecedor y estremecedor de la obra, que Alban Berg tomará en su integridad, trazándose el retrato implacable de esta Lulu, esta primitiva Eva, esta finalmente Lillith, surgida del “El Espíritu de la tierra”, sin otra cultura que la telúrica: fraz de domador, será crítico con el teatro que él mismo, como actor y gestor, hará: “¡Malos tiempos corren! ¡Caballeros y damas / congregados alguna vez ante mi jaula / honran hoy a Ibsen, farsas, óperas y dramas / con su presencia tan querida”. Es de analizar que el autor de estas líneas se complaciese en escribir en su diario que “en otoño de 1897 el doctor Carl Heine fundó el Teatro Ibsen en Leipzig y me contrató como secretario, actor y director”. Wedeking, hacia el expresionismo, pero con Ibsen. ) El domador promete que en su espectáculo habrá todo tipo de fieras, en especial reptiles, reptiles que mudarán la piel a lo largo de la representación, como Lulu cambiará de nombres o como el domador se podrá transformar en Alwa e, incluso, en el comienzo de la segunda parte de Lulu, en La caja de Pandora, en “El autor vergonzoso”. El domador, hablando de reptiles, pide a su Augusto –¿el payaso inteligente y de cara blanca?– que le traiga a la serpiente del espectáculo: “¡Eh, Augusto! ¡Tráeme aquí la serpiente!” Y Augusto le trae en brazos, como a una muñeca, como a una marioneta, a Lulu vestida de Pierrot. “Creada fue para sembrar desgracias / para atraer, seducir, envenenar, / para matar, sin que uno lo sienta”, dice de ella el domador. Y el domador –o sea, Wedekind– le da una lección de arte dramático a la muñeca Lulu, como Hamlet –o sea, Shakespeare– a los cómicos que van a representar la muerte de su padre en Elsinor: “Debes hablar con naturalidad (…). / Pues en todo arte ha sido desde antiguo / la naturalidad fundamental y ley primera”. La ley primera, el naturalismo; luego, a partir de él, la libertad. Wedekind expone sus preceptos a la marioneta-actriz, al marionetista-Augusto y al público que va a entrar, o está ya, en la “jaula”. 18 “SCHWARZ.- ¿Puedes decir la verdad? LULU.- No lo sé. SCHWARZ.- ¿Crees en un Creador? LULU.- No lo sé. SCHWARZ.- ¿Puedes jurar por algo? LULU.- No lo sé. ¡Déjeme! ¡Está loco? SCHWARZ.- ¿En qué crees? LULU.- No lo sé. SCHWARZ.- ¿No tienes alma? LULU.- No lo sé. SCHWARZ.- ¿Has amado alguna vez…? LULU.- No lo sé. SCHWARZ.- ¡No lo sabe! LULU.- No lo sé.” diciendo que en el periódico están todos sobrecogidos, que en París acaba de estallar la Revolución. ¿Llevó Wedekind la obra a 1871, cuando la Comuna? El acto teatral acaba con la llegada de un periodista al que Schön le muestra el cadáver del pintor e, incluso, le facilita papel y pluma. “¡Escriba!”, le dice el empresario periodístico: “Manía persecutoria…”. En el tercer acto, pasamos al camerino del teatro de Alwa. Ella es la bailarina de un espectáculo musical, obra de Alwa. Ha sido idea de Schön, que espera que algún rico, al verla, se enamore y se case con ella. Alwa se ha prestado al propósito de su padre, pero, al estar encariñado con Lulu, no querría que el plan surtiese efecto, y así lo comenta con ella, al tiempo que expone sus propósitos literarios: En el segundo acto, en un salón muy elegante en el que sobre la chimenea destaca el cuadro de Lulu vestida de Pierrot “en un suntuoso marco rococó”, ya casados, Schwarz viene al encuentro de Lulu, la besa, sube unos escalones, se vuelve y dice: “¡Eva!” Son los cambios de nombre, de piel, de la serpiente… El pintor ha progresado mucho tras haberse casado con Lulu, de haberse casado con “medio millón”… Schön ha propiciado la boda y le apoya como pintor. El arte de Schwarz es apreciado en el extranjero, pero Lulu no está satisfecha de su relación con él, demasiado formal. Hay una aparición episódica del padre de Lulu, el misterioso Schigolch… Como diciendo: “Atención, espectador –o lector–, a este Schigolch”. Y Lulu insta a su padrino, y también amante, Schön, a que corrompa al pintor, para que sepa quién es en realidad ella, una muchacha salida del arroyo. Schön cede a los deseos de Lulu. El pintor, tras saber los antecedentes de Lulu, se suicidará cortándose el cuello con una navaja de afeitar. Llega Alwa ) “ALWA.- ¿Dios nos libre de que alguien se la lleve! LULU.- Pero si usted ha compuesto la música para ello. ALWA.- Como bien sabe, yo siempre tuve el deseo de componer una obra para usted. LULU.- Pero si yo no estoy hecha para el teatro. ALWA.- Usted nació siendo ya bailarina. LULU.- ¿Por qué no escribe obras que resulten por lo menos tan interesantes como la vida? ALWA.- Porque no se las creería nadie. LULU.- Si no fuese mejor comediante de lo que demuestro en el escenario, ¿qué hubiera sido de mí en la vida? ALWA.- He provisto su papel de todo tipo de irrealidades concebibles. LULU.- En realidad, estas farsas no sirven para nada. 19 ALWA.- A mí me basta con que el público se sienta transportado a la excitación más febril.” prometida. Y Schön, “una vez que ha terminado de escribir, derrumbándose”, dirá, tanto en la obra de teatro como en la ópera: “Llegó la hora… de la ejecución”. Sin duda, Alwa –es decir, Wedekind–, al proveer al papel de Lulu, personaje vivo, “de todo tipo de irrealidades concebibles”, está señalándonos una ficción ya existente. El creador habla con su criatura. Inmediatamente después, cuando Lulu abandone el camerino para salir al escenario e interpretar un baile en su espectáculo, el autor piensa en la obra que quiere escribir, en la obra que va a existir, como lo indica Wedekind en el texto y en sus acotaciones: El último acto de El Espíritu de la tierra nos trae la muerte del Schön, el protector, amante y ya marido de Lulu, además de padre de Alwa. Se produce en la gran mansión del poderoso periodista que, para Schön, su esposa Lulu ha convertido en un “establo”. “Hasta el jornalero más pobre tiene su hogar más limpio”, comentará Schön al contemplar la “lujosa sala estilo Renacimiento alemán con un sólido artesonado de roble tallado” invadida por las incómodas amistades de su mujer, todas en pos de ella: la lesbiana condesa Geschwitz, el fornido acróbata Rodrigo Quast, su estrafalario padre Schigolch –que vuelve a aparecer–, el adolescente Hugenberg, el cochero Ferdinand… Y un Alwa que escucha la insinuación de Lulu de que su destino, en definitiva, es ella misma. Alwa le subraya –como Alwa y como Wedekind– muy contundente: “¡Imposible! ¡Mi destino es conseguir lo mejor a partir de las ideas más desquiciadas!” Schön, cuando vuelve de la Bolsa, porque está muy preocupado por el valor de sus acciones, les encuentra juntos y piensa que Lulu le engaña con su hijo. El acto acabará cuando, en una escena vertiginosa en la que todos los personajes forman un gran guiñol, Lulu dispare sobre Schön, con un revólver que él mismo le ha proporcionado, y le mate. Lulu se echará a los pies de Alwa, autor de la obra que está viviendo, para pedirle: “No me dejes caer en manos de la justicia”. Y acaba así El Espíritu de la tierra, la primera parte de la Lulu de Wedekind. “ALWA (Solo.).- Se podría escribir una obra muy interesante sobre ella. (Se sienta a la izquierda, coge su cuaderno de notas y escribe. Levantando la vista.) Primer acto: Doctor Goll. ¡Ya putrefacto! Podría evocar al doctor Goll en el Purgatorio o donde quiera que expíe sus orgías; me harían responsable de sus pecados. (Desde fuera se oyen los aplausos prolongados y muy apasionados, además de gritos de ¡Bravo! [por el baile de Lulu].) ¡Están alborotados como las fieras cuando se les echa la comida! Segundo acto: Walter Schwarz. ¡Peor aún! ¡O cómo las almas abandonan sus últimos despojos a la luz de esos rayos!... ¿Tercer acto? ¿Tiene que seguir así inexorablemente?” ) A la representación habrá acudido el príncipe Escerny, explorador en África que querrá llevarse a Lulu con él al continente negro, lo cual ella rechaza. Otros espectadores son Schön y su joven novia. Al final del acto, Schön no podrá resistir caer en los encantos de su pupila. Lulu le obligará a escribir a su amante Schön, en el propio camerino, una misiva de despedida para su 20 La caja de Pandora, “Tragedia en tres actos y un prólogo”, tendrá su desarrollo en tres lugares: la “lujosa sala estilo Renacimiento”, que hemos contemplado en el último acto de El Espíritu de la tierra; en un palacio parisiense, y en “una buhardilla sin mansarda” de Londres. Originalmente, Wedekind configuró los actos hablados en alemán, francés e inglés, cada uno de ellos. Mediado el segundo acto de la ópera, Berg establece un interludio en el que, anota, “se ofrece, en una película muda, el destino de Lulu en los años siguientes”. Y, en una escena segunda, sintetizará el primer acto de La caja de Pandora. Los dos siguientes, conformarán el tercer acto de la ópera, en dos escenas que se corresponden con los actos segundo y último de La caja de Pandora. Geschwitz, y podremos interpretar que a Alwa, tras ser golpeado por el negro, se le habrá considerado muerto, pero el misterioso superviviente Schigolch pronunciará una inquietante frase inclinado sobre su cuerpo yaciente: “Quiere descansar, pero éste no es lugar para dormir”. Lógicamente, Wedekind no va a acabar con el autor que habrá de culminar la escritura de la obra… Especial significación tiene el prólogo de La caja de Pandora, “prólogo en la librería”, como lo denomina Wedekind. Se asemeja al “preludio en el teatro” que Goethe situó en su Fausto, tras la “invocación” ya comentada. Pero si el “preludio en el teatro” del Fausto tiene tres personajes: el director, el poeta dramático y el bufón, el “prólogo en la librería” de La caja de Pandora tiene cuatro: el lector normal, el editor emprendedor, el autor vergonzoso y el Fiscal Supremo. En ambos pórticos coincide un personaje: el autor, al que Goethe llama poeta dramático. Son las voces de Wedekind y Goethe. Alban Berg hace caso omiso de este “prólogo en la librería”, de la misma forma que no consideró para su ópera la “invocación” del “El Espíritu de la tierra” de Wedekind. Tras la fuga de Lulu de la prisión en la que se halla por la muerte de Schön, se producirá su huída a París, como una lujosa fugitiva y bajo una identidad falsa –otra vez, cambio de nombre– y, luego, ya en Londres, su bajada a los infiernos, convertida en una miserable prostituta que recibe en su apestosa buhardilla a una pintoresca galería de clientes: un timorato “piadoso”; un príncipe africano; un joven que se acaba de comprometer con la hija de una familia patricia y quiere ser iniciado en el sexo –personaje hurtado en la ópera–, y Jack el Destripador. En la diáspora habrán acompañado a Lulu: su padre, Schigolch, curioso ente en la ficción de Wedekind, que sobrevivirá a todos; Alwa, como su nuevo marido, que, tras vender el periódico de su padre, se habrá quedado en la ruina por una nefasta inversión en la Bolsa parisiense, y la Geschwitz, la lesbiana, “el personaje trágico principal”, según Wedekind. Lulu morirá a manos de Jack, lo mismo que la ) En el “prólogo en la librería”, Wedekind, a la manera de Goethe, plantea sus aspiraciones como autor y las dificultades que encuentra para serlo. Son los cuatro “protagonistas” de la literatura dramática los que las muestran: “el autor vergonzoso”, que ha pretendido con su palabra abarcar el orbe entero; “el editor emprendedor,” pendiente de alguna polémica que pueda hacer vender sus libros, “aunque nadie dice nada nuevo”; “el lector normal”, que quiere regalar un libro, que sea barato, a su hija mayor como recuerdo de su primera comunión, y “el Fiscal Supremo”, 21 Al tiempo, muestra su deseo de eliminar el francés y el inglés de los actos segundo y tercero de La caja de Pandora, en aras del alemán. Alemania está explícita tanto en el prólogo de Goethe como en el de Wedekind. Y es interesante el diálogo siguiente entre “el Fiscal Supremo” y “el autor vergonzoso”, en el que Wedekind parece corregir la conclusión del prólogo goethiano: que debe proteger a la sociedad de la decencia extraviada del degenerado autor que, además, hasta publica sus inmoralidades por dinero. Es un prólogo que Wededkind escribe casi veinte años después de haber concebido e iniciado su obra y tras haber soportado una sentencia judicial que ordenó la destrucción de una de sus ediciones –la de 1906–. Al cabo, después de un complicado proceso en el que tres tribunales juzgaron la “obscenidad del escrito”, se decidió la absolución de Wedekind y la autorización de su publicación. “EL FISCAL SUPREMO.¡Patíbulo bendito! Al mundo sólo le falta ver esta obra, arriba, sobre un escenario. Pero antes ha de ser purificada para que no beneficie a tu reclamo. Para ir al teatro tu veneno infernal sobre mi cadáver tendrá que pasar. De la misma forma que Goethe defiende los valores del autor en los prolegómenos de Fausto, Wedekind también lo hace. El “poeta” de Goethe dirá: “Mientras Naturaleza hila en el huso, / indiferente, el hilo perdurable, (…) ¿quién parte ese fluir, siempre monótono, / quién le da vida, quién lo anima en ritmo? (…) La fuerza humana, viva en el poeta”. El “director” teatral que compartirá con el “poeta” y un “actor” la muy rotunda interlocución, concluirá el diálogo con una loa a la tramoya teatral: “Sabed que en los teatros alemanes / cada cual pone a prueba lo que puede: / por eso, no ahorréis en este día / ninguna bambalina o maquinaria”. Goethe lo quiere todo para su Fausto. Una ambición que Wedeking proyecta asimismo en el prólogo de su obra. Ante cualquier absolución de la obra condenada, dice tajante “el Fiscal Supremo” que apelaría de forma inexorable. Y “el autor vergonzoso” responde, no menos firme: “Entonces una nueva vez será impresa / y en una forma más noble y más seria, / de los mamelucos no usaré las jergas, / sólo el claro alemán, sin reservas. / Seguro que entonces ella podrá / en el mundo ocupar un buen lugar”. Queda clara la ambición de Wedekind de que su obra sea reconocida universalmente. EL AUTOR VERGONZOSO.¡Qué me importa a mí el teatro! Nunca lo alcanzamos en la audaz vida. El cerebro humano es mi escenario y mi director favorito la fantasía. ) Este prólogo lo escribe Wedekind con 47 años, siete antes de su muerte. Con esta escena “en la librería” –no “en el teatro”, como Goethe–, Wedekind da por finalizados los retoques de La caja de Pandora y, en definitiva, de su Lulu. Es como un testamento en una obra que, está seguro, como hemos visto, debe ocupar “un buen lugar” en el mundo de la creación. El prólogo acaba con dos versos de “el autor vergonzoso”: “Si es preciso por ti entregaría / mi libertad, ¡oh, musa, dueña mía”. Su libertad, por su eternidad. ¡Cómo nos suena a los españoles, repasando este proceso creativo de Wedekind, los sonidos de Unamuno –también nacido, como el autor alemán, en 1864, 22 ) 23 las cotas más altas del prestigio poético. Me equivoqué en los cálculos. Soy el mártir de mi profesión. Desde la muerte de mi padre, no he escrito un solo verso”. Una confesión que casi precede a su “descanso” final a manos del príncipe negro en la mísera buhardilla londinense. aunque muerto más tarde, en 1936– y el Augusto Pérez de su Niebla. A lo largo de La caja de Pandora, Alwa vuelve a ser el escritor de la obra Lulu, y se identifica como el autor de El Espíritu de la tierra, “que sólo se ha representado por la ‘Sociedad Literaria Libre’”, añadiendo que “cuando vivía mi padre, todos los teatros estaban abiertos a mis creaciones”. De todas formas, Alwa, no sin orgullo, le informará a Lulu, recién salida de su prisión de año y medio: “He tenido un éxito considerable entre los círculos literarios con una obra que escribí sobre ti”. Rodrigo, el acróbata, comenta por su parte que El Espíritu de la tierra se está representando en Constantinopla, ante el sultán, “interpretado por las damas del harén y sus eunucos”…, pero que “ningún teatro de la Corte [del Imperio Alemán] quiere representar”. Poco antes de la confesión y de su “descanso”, llega a la “buhardilla sin mansardas” la fiel enamorada de Lulu con el lienzo en donde se la pintó disfrazada de Pierrot. La Geschwitz lo rescató del “fino marco de oro” que lo acogía en la mansión parisiense del acto anterior y se lo llevó consigo. El lienzo ha recorrido toda la peripecia teatral –también la operística– y acaba en Londres. Alwa toma unos clavos y con el tacón de una de sus botas coloca la tela en la desconchada pared. Ante ella, Alwa, en su doble faceta de autor y personaje, dirá extasiado: “Frente a este retrato recupero mi dignidad. Puedo comprender mi destino fatal. (En tono algo elegíaco [dice la acotación de Wedekind].) Quien sienta seguros sus principios burgueses frente a esos labios carnosos y exuberantes, esos grandes e inocentes ojos pueriles, ese sonrosado cuerpo rebosante, ése, que nos arroje una piedra”. Alwa habla de su destino, del destino del hombre, ante la belleza de la mujer; pero, también, al hilo de la belleza de la Lulu del cuadro, subraya que “la mujer florece para nosotros más en el momento en el que tiene que hundir a la gente en la perdición que en el resto de sus días. Se trata sólo de su destino natural”. Y Alwa no ocultará nuevas y más altas pretensiones como autor. Al hablar del adolescente Hugenberg, afirma: “Alguien así podría servirme de modelo en mi Dominador del mundo. Desde hace veinte años la literatura no produce más que semihombres; hombres incapaces de engendrar hijos, y mujeres que no pueden parir. A esto se le llama ‘problema moderno’”. ¿Es la necesidad del “superhombre” –¿”Dominador del mundo”?– entrevisto por Goethe y plasmado por Nietzsche? También dice que escribirá un ditirambo sobre las delicadezas de Lulu, cosa que hará: “A través de ese vestido siento tu figura como una sinfonía…” Casi al final del último acto, el escritor Alwa nos hará una confesión: “Busqué a conciencia el contacto con las gentes que no hubieran leído un libro en su vida. Me aferré con total abnegación y entusiasmo a estos elementos para ser elevado a ) Goethe, en la primera parte del Fausto trata de la tragedia de Margarita, con su salvación final. En la segunda parte, su heroína es Elena, la esposa de Menelao, el origen de la guerra de Troya, por su belleza. De las brumas románticas del norte, con 24 caja de Pandora, tal es el lamento infinito que palpita en fondo de esta obra poética”. Un lamento, que no es otro que el de la Elena de Goethe, que Wedekind lo explicitó ante los tribunales cuando fue acosado por la censura: la abismal diferencia entre la moral burguesa, “a la que el juez está llamado a proteger”, y la moral humana, “que se escapa a cualquier jurisdicción terrena”. Margarita, pasamos a las claridades clásicas del sur, con Elena. Y será Elena la que haga una sublime declaración, que se corresponderá con el juicio de Alwa con respecto a la fuerza incontenible de la mujer en flor ante los “principios burgueses” en el instante en el que “tiene que hundir a la gente en la perdición” de manera inexorable… Elena, magnánima ante el vértigo que su belleza propicia, ¡que toda belleza propicia!, dice: “No puedo castigar el mal que traje. / ¡Ay de mí! ¡Qué severa suerte, en todas / partes, me sigue: enloquecer el ánimo / de los hombres, que ya no se respetan / ni a sí, ni a los más dignos! Seduciendo / y robando, con luchas, con arrobos, / semidioses, demonios, dioses, héroes / me llevaron errante a todas partes”. Wedekind hace la misma reflexión que su maestro. Se siente impotente ante la fuerza de la belleza, que es capaz de “enloquecer el ánimo de los hombres”. La belleza como un mal –“el mal que traje”, dice Elena– ante el que es necesaria la indulgencia. “No puedo castigar el mal que traje”, y es, en realidad, Pandora la que habla. En Despertar de Primavera, la primera obra que le otorgó una cierta popularidad a Wedekind, los dos jóvenes protagonistas están leyendo el Fausto y la madre de uno de ellos se extraña de que lo hagan tan prematuramente. “No conozco libro alguno que contenga cosas tan hermosas”, dirá uno de los muchachos, fascinado por la obra de Goethe. Y la madre le contestará: “También lo mejor puede ser germen de mal en ocasiones, cuando se carece de la madurez necesaria para apreciarlo”. Más adelante, en la misma obra, Wedekind nos muestra una escena de otros dos jóvenes, amigos de los primeros, en el campo, en un amplio viñedo en tiempo de vendimia, cuando “el sol se pone por encima de las cumbres de las montañas”. En su camaradería, están felices, hablan del aprendizaje de la vida, de la necesidad de probarlo todo: La impresión que Alban Berg sufrió en la noche del 29 de mayo de 1905 al asistir a la representación de La caja de Pandora lo fue por la propia obra y por la “conferencia introductoria” de Karl Kraus. Al joven colega de Wedekind las palabras en las que Alwa se pregunta “quién se siente seguro en su situación burguesa”, al ver el retrato de Lulu, le conmueven, indicando que “esas líneas, pronunciadas ante la imagen de la mujer convertida en destructora universal, contienen el universo del poeta Frank Wedekind”. Kraus también quiso destacar la más honda impresión que le causaba la creación de su amigo: “Que en este mundo estrecho la fuente de la alegría se deba transformar en ) “HANS.- Cuando dentro de treinta años la recordemos, qué hermosa nos parecerá una tarde como ésta. ERNESTO.- ¿Y ahora todo se presenta tan fácil! HANS.- ¡Y por qué no! ERNESTO.- Pero cuando se está solo… entran ganas de llorar. HANS.- No nos pongamos tristes… (Le besa en los labios).” 25 Moral burguesa de la madre con relación a la lectura precoz del Fausto, y moral humana en la relación de Hans y Ernesto –Ernesto, recordemos, es el nombre real de Fausto en la obra de Goethe–. Ambivalencia también en Lulu, con relación a la condesa Geschwitz, que Wedekind consideró como “el personaje trágico principal de esta obra” rechazando la hipótesis de que lo fuera Lulu. Es burgués Wedekind en su moralidad al juzgar a la condesa, que “se ve obligada, por el desarrollo de la trama, a tener que superar, con un supremo esfuerzo de toda su energía espiritual, la terrible fatalidad antinatural que pesa sobre ella”. Así ve Wedekind a la lesbiana. Más misericordioso, no obstante que su personaje Lulu, que es capaz de decirle a la condesa Geschwitz, la persona que más la ha amado y la amará: “No saliste completa del cuerpo de tu madre, ni como mujer ni como hombre. No eres un ser humano como nosotros. Para ser hombre no alcanzó el material y para ser mujer tienes demasiado cerebro en la cabeza.” cuando, en el drama de Wedekind, la Geschwick se enfrenta a Jack, que la apuñalará, antes de asesinar a Lulu en el interior de la habitación –en este caso, con el decoro de los griegos que evitaban las muertes en escena–. Sí se oirán los lamentos de Lulu: “¡No!... ¡No!... ¡No!... ¡Ay!... ¡Ay!..”. Consumado el crimen de Lulu, Jack saldrá del cuartucho. Se lavará las manos y se las secará en las enaguas de la condesa, a la que le dirá: “A ti tampoco te queda mucho”. Y se marcha. En escena, afrontará el final de la obra la condesa en solitario, diciendo, antes de desplomarse, mirando hacia la habitación en la que ha quedado la mujer a la que ama desesperadamente: “¡Lulu!... ¡Mi ángel!... ¡Déjame verte una vez más! ¡Estoy cerca de ti! ¡Estaré cerca… toda la eternidad!” Para exclamar, antes de morir: “¡Maldición!” La condesa ya no podrá estudiar Jurisprudencia para defender los derechos de la mujer. Su última palabra, y la última palabra de Wedekind, en la Lulu es “¡Maldición!”. Un final muy diferente al de Fausto. Allí, la pecadora Margarita, salvada en su momento, es convertida en una Penitente que pide a la Mater Gloriosa guiar a un arrepentido Fausto, al que amó antaño, en el nuevo día, gracia que le concede la Virgen María. Goethe concluye la obra haciendo que el Coro Místico afirme categórico: “Todo lo transitorio, / es solamente un símbolo; / lo inalcanzable aquí / se encuentra realizado; / lo Eterno-Femenino / nos atrae adelante”. La mujer, en Goethe y en Wedekind, alfa y omega. La condesa Geschwick será el personaje que cierre La caja de Pandora y, por lo tanto, Lulu. Y será también figura principal de la última escena en la buhardilla londinense, respetada en lo sustancial por la ópera, en la que reflexionará sobre su devenir, hablando sola, “como en sueños”, mientras Lulu está en su habitación con Jack el Destripador: “Regreso a Alemania. Mi madre me enviará el dinero para el viaje. Me matricularé. Tengo que luchar por los derechos de la mujer, tengo que estudiar Jurisprudencia”. Pero unos gritos de socorro le sacarán a la condesa de su ensimismamiento. Será entonces Nota: Las citas de Fausto, de Goethe, corresponden a la traducción de José María Valvede, y las de Lulu y Despertar de Primavera, de Wedekind, ) a las de Juan Andrés Requena y Manuel Pedroso, respectivamente. 26 Saludos Rosalía Sánchez de Pizano delidad una característica marcada a fuego en su personalidad y que se refleja musicalmente en la exigencia, en la tremenda carga vocal que cae sobre la protagonista de la obra como una condena fruto de su voraz destino. “Esta noche, mi amor, te he sido infiel por primera vez”. Estas son las palabras que Alban Berg escribe en una carta a Helene Nahowski (hija natural del emperador Francisco José, según rumores de la época) inmeditaamente después de haber estado escuchando, una noche de 1907, en Viena, la Tercera Sinfonía en Re Menor, de Mahler. Berg dejaba así para la posteridad una definición de la infidelidad aplicada a las relaciones afectivo-sexuales que llega, años después y con gran intensidad, a su Lulu, en un análisis dramático y rasgado del mito de la mujer fatal. Lulu, de Alban Berg, una de las óperas fundamentales del siglo XX, abre esta temporada del Teatro Real de Madrid en su versión definitiva en tres actos, completada por el compositor austriaco Friedrich Cerha tras la muerte del compositor y tras la negativa de Schöber a terminar la partitura, tal y como le hubiese gustado a la viuda. La obra fue estrenada en el Stadttheater de Zurich, el miércoles 2 de junio de 1937, bajo la dirección de Robert Denzler. En España se estrenó en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona en 1969 y la versión completada por Cerha apareció por primera vez en ese mismo escenario en 1987. “En ese sentido te he sido infiel esta noche. Fue durante el final de la sinfonía, cuando poco a poco me invadió una sensación de completa soledad, como si del mundo no hubiera quedado más que esa música, y yo que la escuchaba. Pero cuando tras el clímax, potente y arrollador, se hizo el silencio, sentí una punzada de dolor, y una voz interior dijo: ‘¿y Helene?’. Sólo entonces me di cuenta de que te había sido infiel, y por eso imploro ahora tu perdón. ¡Dime, amor mío, que me comprendes y me perdonas! Ya sabes que mi idea de la fidelidad no es como la de la mayoría. Para mí, es un estado interior que nunca abandona al amante, que lo sigue como su sombra y se vuelve parte de su personalidad”. Esa infidelidad que el joven Berg (1885-1935) sitúa en lo más profundo de su ser sensible, tiene raíces en Nietzsche y enfrenta a Lulu a la tortura psicológica del up and down, del éxtasis al vacío, haciendo de la infi- ) La producción que veremos en el Real, en septiembre y octubre de 2009, ha sido estrenada recientemente en la Royal Opera House de Covent Garden, donde el trabajo del director escénico, el alemán Christof Loy, uno de los más destacados del panorama operístico actual, gustó por su minimalismo lleno de referencias a la cultura centroeuropea. Loy regresa al Real tras su Ariadna auf Naxos, de Richard Strauss, en la apertura de la temporada 2006-2007. Su concepción personal de Lulu es la de un espíritu femenino que “tiene una relación anormal con el sexo”. “Lulu 27 cede casi indiscriminadamente a los avances de los hombres para adoptar luego una actitud hacia ellos casi indiferente o mecánica, algo que se explica por una experiencia sexual precoz, un trauma que no ha sido capaz de asimilar”. Así es como el director de escena ha descrito el enfoque del personaje. La obra responde al sistema dodecafónico, manejado con una imaginación sorprendente: cada personaje posee su propia serie de tonos. Berg elabora un sistema de varias series fundamentales a partir de las cuales derivan otras, de forma que cada personaje tiene su serie. Es fácilmente reconocible, por ejemplo, la predominancia del intervalo de quinta en la voz de la Condesa Geschwitz. Berg juega, así, con las matemáticas y con el método de Schönberg, que fue su profesor y con el que mantuvo una muy buena relación hasta el final de sus días. Estamos sin duda muy cerca del drama expresionista del pintor Kokoschka significativamente titulado “El asesino, esperanza de las mujeres”. El escenógrafo Herbert Muauer se desmarca sin embargo de la estética expresionista alemana y opta por una puesta en escena escueta, en blancos y negros, con una simple mampara translúcida que abarca casi todo el escenario y se ilumina o apaga según los momentos. Los personajes mueren desangrados, pero los actores se levantan y vuelven a aparecer más tarde en escena encarnando a nuevos personajes, tal y como quiso el compositor. Los contrapuntos adquieren una gran complejidad, véase el Canon del segundo acto. Como ecos de una Europa abocada a la ruina, los elementos que pueblan los trabajados pentagramas, en los que tan minuciosamente lograra el compositor levantar un paisaje de almas, causan un efecto de agresividad musical. Es una música hostil, como la vida ha sido hostil con la niña Lulu, como la mujer Lulu es hostil con los hombres, arrastrando su existencia en desesperada búsqueda. Se trata, de alguna forma, de la música de la desesperación. Musicalmente, Lulu es considerada como un paradigma de la ópera expresionista y como un documento excepcional, reflejo de la situación de desgarro de Europa al finalizar la I Guerra Mundial. La partitura, que parte de formas musicales ya existentes, como la sinfonía, y que tiene una marcada intención de vanguardia, desenvuelve una estructura compleja que, en ocasiones, no manifiesta sus procedencias. La atonalidad característica de la música expresionista se ve reforzada con acordes y cadencias pensadas para provocar en el oyente la expectación que deriva de las progresiones armónicas tonales, que describen la vida caprichosa de Lulu, que arrastran su miseria moral. ) En la senda de Wozzeck, siempre según el más estricto dodecafonismo y utilizando el drama como recurso expresionista, Berg aplica la mística numérica a sus pentagramas y trata de adentrarse en los misterios del instinto y la sexualidad hasta sus más profundas raíces, respondiendo al planteamiento de “El Espíritu de la Tierra”. En estas coordenadas, estructura la obra en un prólogo, dos actos y un epílogo, con libreto del propio compositor y basado en las tragedias Erdgeist (El Espíritu de la Tierra) y die Büsche der Pandora (La Caja de Pandora) de Frank Wedekind. 28 En la idea original de Alban Berg, al final de los dos actos, se interpretaba la música orquestal con las Variaciones y el Adagio. También tenía otra situación la despedida de la Condesa, un desgarrado canto de amor a Lulu -Mein Engel! Lass dich noch einmal sehen! Ich bin dir nah! Bleibe dir nah; in Ewigkeit! (Lulú, ángel mío, déjate ver una vez más, estoy cerca de ti, quédate cerca hasta el final de los tiempos!), empleada más tarde por Cerha en el cierre del tercer acto. para sostener este peso sobre sus cuerdas vocales este rol, uno de los estelares de la ópera y que representa un verdadero desafío vocal y físico, exige una soprano de amplia tesitura (llega a un Fa5, opcional un Si4) con varios Re5 y en la zona grave llega al La bemol1. También son necesarias una gran coloratura y capacidad para cambiar continuamente de registro, al ritmo de los estados emocionales de Lulu. Musicalmente, como en la vida, también debe estar capacitada para incurrir en todos los excesos. Los momentos clave de la partitura recaen una y otra vez sobre la protagonista (en este caso sobre Agneta Eichenholz y Susanne Elmark), especialmente en los pasajes La “Canzonetta” de Lulu, en el Acto I; la “Canción de Lulu” en el Acto II; y la “Muerte de Lulu” en el Acto III. Y ) La primera Lulu, en el estreno de Zurich de 1937 (de los dos actos iniciales terminados por el autor) fue la yugoslava Bahrija Nuri Hadzic (1904-1993), que poseía una voz muy densa, desarrollada anteriormente en papeles como los de 29 Aida, Leonora del Trovador, Octavian, Salome o Jenůfa. Ella marcó con ese sello el carácter musical del personaje. (vestuario de Andrea Schmidt-Futterer). Una de sus características es que responde a nombres diferentes dependiendo del hombre con el que esté en cada momento. Quizá su única constante es que se asocia al timbre del vibráfono. Lulu, es, en definitiva, un misterio femenino seductor, sangrante y autodestructivo. Un reto que el director Eliahu Inbal, que por primera vez se pone al frente del foso en el Teatro Real de Madrid. Anja Silja fue, sin duda, una de las mejores Lulu de los sesenta y setenta (ella es la estrella en la grabación de Dohnanyi). Se trata de una voz áspera, con sabor a cazalla en los agudos, pero con el irresistible cuerpo rotundo de una spinto o lírico-spinto que desarrollaba con gracilidad los complicados pasajes de agilidad e incluso en la zona más elevada de la tesitura, que incluye saltos de octava y roulades diversas, algún que otro Re natural 5. Para cualquier cantante que se enfrente a la profunda y compleja interpretación de Lulu, a una lectura que vaya más allá del mero personaje devorahombres, es todo un reto encarnar la frialdad, la decisión y el carácter destructivo que lo caracterizan. Lulu precisa una gran expresión dramática, dominio en el uso del Sprechsang y sobre todo la aventura de sumergirse en los múltiples modos probados por Berg, que van del canto más puro a la declamación más descarnada. Discografía Hoy es ya habitual que Lulu se represente y se grave en su definitiva versión de tres actos, de acuerdo con el trabajo musicológico realizado en el último de ellos por Friedrich Cerha, que empleó el material dejado por Berg. Como referencia fundamental, está la interpretación de Boulez (1979), que estrenó la ópera completa en París. Más recientes, tenemos las grabaciones de Lorin Maazel con Julia Migènes (DGG, 1983) y la de Jeffrey Tate (EMI, 1991) con Patricia Wise. Continúan manteniendo su interés las de Maderna (1959), Böhm (1968), Dohnanyi (1976) y Reck (2001) de los dos actos terminados por el compositor. En el caso de Karl Böhm, se trata de una recreación en vivo realizada en la Ópera de Viena, precisamente en 1968, el año en que la registró en estudio para DG con la soprano norteamericana Evelyn Lear y Fischer-Dieskau, que consigue explotar al máximo los misterios musicales de la obra de Berg. ) Pero ¿quién es realmente esta extremada Lulu? Se presenta a sí misma bajo las apariencias más diversas, cambia de vestuario incluso de un cuadro a otro (una de las caracterizaciones que permanecen en el subconsciente colectivo operístico es la de la Lulu de Chistine Shäfer ideada por Meter Musbach para el Festival de Salzburgo de 1995, con unas inmensas alas de pluma rojo pasión con las que envolvía al doctor Schön 30 theodora ) Georg Friedrich Händel (1685 - 1759) 31 Theodora Georg Friedrich Händel (1685 - 1759) ORATORIO EN TRES ACTOS, HWV 68. Texto de Thomas Morell, basado en la obra de Robert Boyle The Martyrdom of Theodora and Didymus. Estrenado en el Covent Garden de Londres el 16 de marzo de 1750. Versión de concierto. Director musical: Paul McCreesh Theodora: Renata Pokupic Irene: Anna Stéphany* Didymus: Iestyn Davies* Septimius: John Mark Ainsley Gabrieli Consor and Players Octubre: 7 20:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 32 Argumento Theodora (Teodora) Fernando Fraga Oratorio en tres partes y 19 escenas de Georg Friedrich Händel. Libreto de Thomas Morell. La acción se desarrolla en Antioquía, bajo la ocupación romana en el siglo IV de nuestra era. Se basa en la historia real de una virgen cristiana decapitada en el 304 d. C. En la tercera escena, Teodora, una cristiana de nobles orígenes, invita a su amiga Irene y a un grupo de correligionarios a renunciar a los placeres terrestres y mantener intacta la fe como fuente de fuerza ante la adversidad (Aria: Fond flatt’ring World, adieu!). Irene emocionada por la actitud de su amiga completa sus palabras, afirmando que la verdadera dicha sólo viene a través de la gracia. Todos reunidos elevan su canto al augusto Padre y Señor (Coro: Come, mighty Father, mighty Lord). Parte I Tras la obertura (Grave-Allegro, Trío, Courante), en la escena primera, Valens, gobernador de Antioquía, el día del aniversario del emperador Diocleciano, ordena a su amigo el oficial Septimio la organización de un sacrifico en honor del dios Júpiter al que todos están obligados a participar. Los que se nieguen a ello serán castigados incluso con la muerte (Aria: Go my faithful soldier, go). Un grupo de romanos celebra la decisión (Coro: And draw a Blessing down). En la escena cuarta, un Mensajero informa a la concurrencia del decreto promulgado por Valens, animándoles a huir. Pero Irene confía en la voluntad y protección divinas, calmando las inquietudes de sus compañeros de religión con sus serenas y consoladoras palabras (Aria: As with rosy Steps the Morn). La confianza de los cristianos en la bondad divina es ahora completa (Coro: All Pow´r in Heav’n above, or Earth benneath). En la escena segunda, Dídimo, un oficial romano, afirma ante Septimio que muchos ciudadanos son fieles al emperador, aunque se nieguen a celebrar esos ritos, por lo que sería recomendable evitarles el castigo, considerando que ningún tirano lograría las armas suficientes para atacar a las personas que tiene su alma llena de verdad (Aria: The raptur’d Soul defies the Sword). Septimio, que es un ser noble y comprensivo, dándose cuenta de los motivos que mueven a Dídimo, no duda en afirmar su simpatía por los cristianos. Pese a ello, como es su deber, cumplirá las órdenes dictadas por Valens (Aria: Descend, kind Pity, heav´nly Guest). ) Iniciando la escena quinta, Septimio llega con la intención de arrestar a toda la comunidad cristiana, echándoles en cara su poco razonable manera de comportarse (Aria. Dread the Fruits 33 of Christian Folly). Con valentía Teodora, y ésa es su respuesta a las amenazas del romano, se enfrentará a los suplicios y a la muerte (Recitativo acompañado: O worse than Death indeed!), encomendándose seguidamente a la protección de los ángeles celestes (Aria: Angels, ever bright and fair). loma para elevarse hacia los cielos y allá reposar eternamente en amor y armonía (Aria: O that I on Wings coud’ rise). En la escena tercera Dídimo se encuentra con Septimio encargado de la vigilancia de Teodora. Los dos soldados recuerdan su amistad y los momentos vividos juntos. Septimio, que está impresionado por la conducta y actitud de la bella Teodora (Aria: Tho’ the honours, that Flora and Venus receive) accede a facilitar el encuentro de la muchacha con Dídimo, algo que éste, que además de ser cristiano está enamorado de Teodora, agradece con sereno y cariñoso discurso (Aria: Deed of Kindness to display). Irene informa a Dídimo, en la escena sexta, del arresto de Teodora quien ha sido conducida por un oficial romano ante el altar de Venus. Dídimo se vuelve hacia el cielo solicitando ayuda para liberar a Teodora. Se dispone a salvarla aunque en la empresa arriesgue su propia vida (Aria: Kind Heav’n, if Virtue be thy Care). Los cristianos animan al piadoso y generoso Dídimo (Coro: Go, gen’rous, pious Youth). Irene, en la escena cuarta, dirige con todos cristianos una ferviente plegaria al cielo pidiendo protección para Teodora (Coro: Defend her, Heav’n). Parte II En la prisión, escena quinta, Teodora recibe la visita de Dídimo, cuya identidad está oculta por su casco de soldado. Aproximándose a ella le expresa su cariño, le asegura su protección (Aria: Sweet Rose and Lily, flow’ry Form). Aterrorizada pensando que se trata de su verdugo, sólo cuando se da a conocer Dídimo, Teodora se tranquiliza. Dídimo le propone cambiar sus vestimentas para que ella pueda huir quedándose él en prisión en lugar suyo. Conmovida por tanta generosidad, la muchacha no acepta la proposición. En su lugar desea que el soldado le dé muerte para evitarle la infamante deshonra con la que está amenazada (Aria: The Pilgrim’s Home, the sick Man’s Health). Dídimo le pide que tenga confianza en Dios y le ruega de nuevo que acepte su plan (Recitativo acompañado: Forbid it, Heav’n!). Los En la escena primera tienen lugar las celebraciones dedicadas a Júpiter, Venus y Flora presididas por Valens (Coro: Queen of Summer, Queen of Love) quien dirige con entusiasmo la ceremonia (Aria: Wide spread his Name). En cuanto a la conducta de Teodora, afirma que, si no se aviene a realizar el sacrificio exigido, será entregada a los soldados. Los paganos asistentes alaban a Venus y a las delicias del amor que la diosa facilita (Coro: Venus laughing from the Skies). ) En la escena segunda encontramos a Teodora prisionera. Rodeada de sombras y soledad, desearía estar oculta a la vista de los hombres y para su desesperanzada situación sólo encuentra salida en la muerte (Aria: With Darkness deep as is my Woe). Quisiera tener alas como la pa34 dos intercambian graciosas muestras de cariño y admiración, subyaciendo entre ellos el ardiente deseo de que su próximo encuentro tenga lugar alejados de cualquier contingencia humana (Dúo: To thee, Thou glorious Son of Worth). Sus plegarias unidas a las del resto de los creyentes, en la escena segunda, parecen que han sido escuchadas: Teodora aparece vestida con las ropas de Dídimo. Cuenta cómo ha podido ser liberada (Aria: When sunk in Anguish and Despair) y luego, en compañía de toda la asamblea cristiana, celebra su libertad rogando por la vida de su salvador y sintiéndose culpable por haber aceptado su sacrificio (Coro: Blest be the Hand and blest the Pow’r). De nuevo, en la escena sexta, Irene y los demás cristianos se preocupan del destino de Teodora, implorando por su salvación (Coro: He saw the lovely Youth, Death’s early Prey). Un mensajero, en la escena tercera, viene con la terrible noticia de que, enterado Valens de lo sucedido, ciego de rabia, promete que en cuanto la fugitiva sea atrapada, se la castigará, además de con la deshonra que supone el ser entregada a la soldadesca, con la muerte. Entonces a Teodora Parte III ) En la escena primera, Irene se dirige con esperanzadoras palabras al ser supremo (Aria: Lord to thee, each Night and Day). 35 se le presenta la oportunidad de corresponder con la misma generosidad al noble gesto de Dídimo (Recitativo acompañado: O my Irene. Heav’n is kind). Pese a las protestas en contrario de Irene, Teodora parte camino, como ella dice, de la vida y la dicha (Dúo: Whither, Princess, do you fly). Irene, a solas, reconoce el enorme significado de la conducta de su amiga (Aria: New scenes of Joy come crowding on). Teodora nuevamente pide ser ella la única castigada; Dídimo expresa el mismo deseo de ser únicamente él el ejecutado. Todos alaban sus comportamientos (Coro: How strange their Ends). Sin embargo, Valens decide que los dos han de ser castigados, no pudiendo perdonar su insolencia hacia los dioses ni el desacato a sus órdenes (Aria: Ye Ministers of Justice, lead them hence). En la escena sexta, Teodora y Dídimo confían en la recompensa divina por sus actos. Dídimo se imagina los placeres que aguardan a los bienaventurados (Aria: Streams of Pleasure ever flowing). Juntos piensan que por lo que han hecho tienen asegurada la inmortalidad (Dúo: Thither let our Hearts aspire). En la escena cuarta, aparecen Valens, Dídimo, Septimio y los demás romanos. Frente al gobernador, Dídimo defiende con gallardía su conducta, amparado en el valor que le da su fe. Teodora, en la escena quinta, hace acto de presencia. Ante los que exigen inmediato castigo, será ella la que está dispuesta a derramar la sangre. Septimio se muestra admirado por tanto coraje y virtudes femeninas, mostrándose partidario de que Valens perdone la vida a Teodora y a Dídimo (Aria: From Virtue springs each nen’rous Deed). De nuevo bajo la guía de Irene, ya en la escena séptima, los cristianos piden a Dios poder alcanzar una fe tan consistente como la demostrada por Teodora y Dídimo (Coro: O love divine, thou Source of Fame). Septimio, entretanto, emocionado por todo lo que ha vivido, pide ser acogido como un cristiano más. Todos finalmente imploran que sus cantos terrestres se unan al de los santos del cielo para conjuntamente celebrar el triunfo de Teodora y Dídimo (Coro: Join ye your Songs, ye Saint on Earth). ) Pero el gobernador no está dispuesto a conceder lo que pide su oficial a pesar de que éste, con su apasionada defensa, ha puesto de su parte a la mayoría de los romanos presentes (Aria: Cease, ye Slaves, your fruitless Pray’r). 36 Principios y finales. La segunda ópera y el penúltimo oratorio de Händel Enrique Martínez Miura La ópera Agrippina y el oratorio Theodora forman dos columnas del legado inmenso de Händel; aquélla es la segunda ópera conservada íntegra del autor sajón, mientras que ésta es su penúltimo oratorio. Las dos páginas presentan paralelismos y divergencias: ópera italiana y oratorio inglés están separadas no sólo por más de cuarenta años de una carrera prodigiosa, sino que el enfoque creativo es radicalmente distinto. Ambas composiciones tratan temas del mundo romano, una de las grandes fuentes de inspiración de óperas y oratorios durante el barroco. Agrippina fue la segunda ópera italiana de Händel, fechada en 1708-1709, sucediendo a La acción se sitúa en Roma, el año 54 antes de Cristo, Agripina, casada con el ) Aunque no se conozcan al detalle los movimientos de Händel por Italia, sabemos que durante su visita a Nápoles de junio de 1708 nació la cantata dramática Acis, Galatea y Polifemo. Posiblemente, su éxito le abrió nuevas puertas y lo cierto es que luego visitó Florencia y Venecia, donde se encontraba a finales de 1709. Aquí estrenó Agrippina, que podría calificarse de comedia satírica, inaugurando con ella la temporada de carnaval. Para su carrera como compositor, este hecho fue de enorme importancia, dada la gran afluencia de extranjeros que pudieron extender después su fama por toda Europa. Rodrigo, estrenada en Florencia en 1707, pero cuya música se ha perdido parcialmente, bien que se hayan intentado con diverso éxito varias reconstrucciones. En consecuencia, esta ópera de tema romano es prácticamente la primera conservada de Händel, pues de las óperas de etapa alemana anteriores al viaje por la península itálica –Almira y Nero, ambas de 1705– es demasiado lo perdido. Con libreto de Vincenzo Grimani, Agrippina se estrenó en el Teatro San Giovanni Grisostomo el 26 de diciembre de 1709. Los Grimani eran una familia aristócrata véneta muy interesada en la ópera; de hecho, Vincenzo y su hermano Giovanni habían construido en 1677 este coliseo, que llegó a ser el centro operístico más importante de la ciudad de las canales. En el momento del estreno de la obra de Händel, el San Giovanni Grisostomo seguía siendo propiedad de la familia Grimani. Como quiera que Vincenzo había alcanzado el solio cardenalicio en 1697, sus trabajos como libretista aparecieron anónimos en la época. Se le deben Elmiro, re di Corinto, con música de Carlo Pallavicino (1686), Orazio de Giovanni Felice Tosi (1688) y desde luego la Agrippina haendeliana que nos ocupa. 37 emperador Claudio, trata de que el hijo que tuvo de un matrimonio anterior –su padre fue Cneo Domicio Ahenobarbo–, Nerón, le suceda cuando se anuncia la supuesta muerte de Claudio por ahogamiento. Agripina no duda en servirse de sus encantos físicos para atraerse a su bando a Palante y Narciso, a los que por separado jura amor único. Cuando los planes de la mujer parecen haber triunfado, Lesbo –el único personaje no histórico– anuncia que el viejo emperador sigue en realidad con vida. Su salvador, Otón, gobernador de Lusitania, se ha hecho así merecedor de alzarse con el trono como recompensa. Sabedora del amor que Otón siente por Popea, Agripina trama un nuevo plan. Le dice a Popea que Claudio, encaprichado de la joven, le ha pedido a Otón que se la ceda a cambio de la sucesión en el poder. Popea busca venganza tratando de convencer a Claudio de que se desdiga de su nombramiento. El emperador tacha a Otón de traidor y jura que retirará su promoción, en tanto que sigue cortejando a Popea; entra entonces Agripina, que proclama a los cuatro vientos su amistad con Popea. de sus proyectos, involucra ahora a Palante para que asesine a Otón y Popea, intrigando cerca de Claudio para hacerle creer que es Otón el que trata de atacar al emperador; éste acepta nombrar rápidamente a Nerón como único medio de terminar con la red de intrigas. En el acto tercero, Popea convence a Otón para que se oculte; irrumpe Nerón, que también forma parte de la legión de admiradores de Popea. Lesbo se lamenta de tan penosa situación. Popea trata de convencer a Claudio de que realmente no le ama y le pide que retire el castigo que pende sobre Otón. La maraña de equívocos sigue enredándose: Popea esconde a Claudio para que vea cómo Nerón la corteja; Claudio sale a la luz y ordena al pretendiente que se marche. Vuelve Otón, jurándose éste y Popea eterno amor. Nerón se queja ante Agripina de la ofensa sufrida de Claudio, pero Palante y Narciso se adelantan, informando a Claudio de las artes de Agripina, pero al fin Claudio corona a Nerón y une a Otón y Popea en un pretendido final feliz. A pesar del éxito en tiempos del estreno, cuando alcanzó la ópera 27 representaciones, Agrippina ha formado parte hasta tiempos muy recientes de las creaciones más olvidadas de Händel, quien nunca intentó recuperarla en vida. Desde luego, lo enrevesado y tópico del libreto puede verse como una de las causas de este olvido, pero no la única, además de que semejante razón podría aplicarse a buena parte del género operístico y no sólo barroco. Además, Grimani era un buen conocedor de los Anales de Tácito y la biografía de Claudio –de Las vidas de los doce Césares– de Suetonio, las fuentes de su libreto, como esperaba que lo fuera el selecto público al ) El acto segundo comienza con la alianza de Palante y Narciso, al tomar éstos conciencia del engaño sufrido. Otón le recuerda a Claudio su promesa, pero el emperador, que aún está convencido de la traición del gobernador, lo rechaza airadamente. El joven se desespera al no encontrar una mano amiga en Agripina, Nerón o Popea, sumiéndose en la desesperación, pero al verle caer en ese abismo, una duda nace en el pecho de Popea, que al fin descubre la conspiración de Agripina, jurándose tomar venganza. La madre de Nerón se atormenta por los fracasos continuos 38 ) 39 números que integran Agrippina se han identificado en una forma anterior. El material procede sobre todo de cantatas del propio Händel, que con sutiles cambios adoptan un nuevo significado, aunque también de creaciones ajenas, sobre todo del famosísimo Keiser. Así, por ejemplo, el aria de Agripina Tu ben degno sei dell’allor (acto I, escena 12) es muy semejante a la cantata haendeliana Ah! che pur troppo è vero de 1707. Ese nuevo sentido lo ha interpretado John E. Sawyer en un famoso artículo como una carga de profundidad de ironía que contempla con distancia crítica la enrevesada trama político-amorosa del libreto. Ahora bien, la experiencia en la cantata italiana –una zona de la obra del compositor germano-británico que sólo en tiempos recentísimos hemos aprendido a valorar en toda su importancia– le supuso sobre todo un gran dominio de la escritura vocal y de la adecuación de la música al idioma italiano. El primer punto explica la elevada exigencia para los cantantes, caso, por ejemplo, del aria inicial de Claudio, Pur ritorno a rimirarvi, de amplísimo rango. que se dirigía, que de inmediato captaría las alusiones a la política de la Venecia contemporánea y que para nosotros son incomprensibles. La parte musical presenta, por su parte, un complejo conjunto de problemas. Las ediciones antiguas incurrían en arbitrarias omisiones o hasta ampliaciones de lo escrito por Händel, descuidándose mucho la fidelidad al original. Los intérpretes actuales que tratan de reintegrar esta clase de música con la mayor precisión posible reconocen, con todo –como lo hace Jan Willem de Vriend en el artículo que acompaña a su edición videográfica de la obra– que una partitura de ópera como la de Agrippina debe entenderse modernamente más como un contexto en el que moverse que como un libro de instrucciones fijas del tipo de la partitura de épocas posteriores. Agrippina supone un punto importante en el proceso de maduración de Händel como compositor de ópera. Procedió aquí el sajón a una admirable síntesis de los lenguajes característicos de las obras líricas venecianas y napolitanas, accediendo a un nivel superior que algunos historiadores no han dudado en llamar simplemente “italiano”. A diferencia de sus obras posteriores, en ésta tanto los recitativos como las arias son más breves, impulsando así la acción eficazmente hacia delante. Una música rica y variada, que atrae por su imparable fluir melódico, pero que evidencia más que nada una maestría muy superior a la de Rodrigo para crear tensión dramática y para dibujar la psicología de los personajes. El método empleado por Händel fue de forma abrumadora el de la reelaboración de músicas preexistentes, pues 50 de los 55 ) Tradicionalmente se ha criticado con suma dureza el libreto de Thomas Morell para Theodora, que pese a situarse literariamente muy a ras de suelo en bastantes pasajes no deja de tener algunas virtudes. Händel conocía muy bien los defectos y capacidades de Morell, no en vano el escritor le había entregado antes los textos de Judas Macabeo (1747) y Alexander Balus (1748) –y aún había de proporcionarle los de sus dos últimos oratorios, Jephta y The Triumph of Time and Truth, adaptación inglesa éste del primer oratorio del músico–, porque lo que esperaba del escritor, Morell podía brindárselo. 40 fracasos de Händel, no ofreciéndose más que tres funciones. Se han buscado muchas explicaciones para este hecho, puesto que hoy Theodora se considera como una obra maestra innovadora y profundamente sincera. Händel mismo era consciente de los problemas que implicaba el argumento, el único de sus oratorios de tema cristiano –salvo, claro está, el mucho más general y simbólico Mesías– y que no deriva de la Biblia. La música, por lo demás, no tiene la directa brillantez del Mesías, antes bien se caracteriza por un gesto interiorizado, marcado sobre todo por la seria tonalidad de Sol menor. Morell extrajo su libreto de la novela edificante de Robert Boyle –más conocido como científico, por su gran aportación a la química– The Martyrdom of Theodora and Didymus, escrita en 1648 pero no publicada hasta 1687 y ello parcialmente, porque el libro I se había perdido; de los hechos de esa parte facilitó el autor una sinopsis. La narración de Boyle procede de De virginibus de san Ambrosio, que recoge una leyenda, acaso sin base alguna, sobre la muerte de una por lo demás ignota Teodora en Antioquía, hacia 304, a causa de la persecución de los cristianos emprendida por el emperador Diocleciano. Morell puso orden en la trama y si su texto puede ser criticado en muchos aspectos –sobre todo por la maniquea división entre romanos y cristianos–, tiene al menos los méritos de la coherencia y de la claridad de la acción. Morell se apartó de Boyle en un punto, pues el novelista había pintado a los cristianos de Antioquía como degenerados, dignos, por lo tanto, de castigo. Con buen criterio, Morell eliminó este dato que hacía poco simpáticos a los futuros mártires. Luego, su seguimiento de Boyle llega a la cita literal. También se ha citado la tragedia Teodora (1646) de Corneille como un posible antecedente del libretista, pero un cotejo de ambos textos conduce a la conclusión de que poco –el nombre del gobernador romano, presidente en Morell, Valente– o nada tienen en común. Las relaciones entre letra y música han dado lugar a una interminable controversia; para algunos, el libreto estimula a Händel; para otros, el compositor hizo su obra “a pesar” del soporte literario. Sin aceptar del todo esta última posibilidad, lo indudable es que la música parece contradecir en no pocas ocasiones lo expresado por las palabras. Es la música la que eleva al nivel del drama lo que en el libreto no es más que propaganda moralizante. Con todo, Theodora se alza como poseedora de una superior unidad artística y ética –que Hogwood compara con la Pasión según san Mateo bachiana y piensa que expresa las verdaderas creencias de Händel–, aun cuando de nuevo el compositor utilizó a gran escala el método de los préstamos. Se han identificado como su materia prima los Duetos de Giovanni Carlo Maria Clari, la Missa sapientæ de Lotti –copiada por Händel muy poco antes de acometer el trabajo de composición de Theodora–, la ópera en un acto La lotta d’Hercole con Hacheloo de Agostino Steffani, música instrumental de Muffat… ) Händel compuso la música para Theodora del 28 de junio al 31 de julio de 1749, siendo ésta la única obra de ese verano. Se estrenó en el Covent Garden londinense el 16 de marzo de 1750, junto a un nuevo concierto para órgano, el Op. 7, nº 5, en Sol menor. Fue uno de los mayores 41 La acción es muy sencilla: Valente ordena sacrificar a Júpiter para honrar al emperador Diocleciano. Teodora y su grupo de cristianos se niegan –entre ellos, su enamorado, el romano Dídimo–, siendo encarcelados por ello. Padecen prisión y finalmente la muerte. En el segundo acto, verdadero núcleo del drama, la estructura consta de seis escenas, puntuadas por dos sinfonías instrumentales. La primera escena evoca la oscuridad de la prisión en la que yace Teodora. Canta ésta un aria de desesperación, With Darkness, deep, a la que sigue otra más optimista, Oh! that I on wings could rise. Estos momentos de debilidad de Teodora son cruciales, pues consiguen que el personaje tenga algo de ser humano y no sea tan sólo una mártir sobrehumana. Dídimo y Teodora cantan el dúo To Thee, Thou glorious Son, donde Händel expande una idea de Clori. La escena de la prisión es uno de los mejores momentos de todo Händel, hasta el extremo de convencer a Rolland de que debía figurar al lado de los mayores logros de la historia del drama musical. El coro con que acaba el acto, He saw the lovely Youth, se tiene por uno de los más grandes de su autor. El primer acto es un díptico que se divide en los mundos de romanos y cristianos, presentados éstos con sonoridades marciales, incluidos trompetas y timbales, que figuran por única vez en la obra. La obertura a la francesa, donde figura material de Muffat ampliamente desarrollado, instala la decisiva tonalidad de Sol menor. Las dos arias de Valente, seguidas de dos coros, son toda una exaltación de los romanos, pero el personaje queda pintado como un funcionario riguroso, mas no injusto desde su óptica. La definición de los cristianos es posiblemente lo más débil dramáticamente, pues como afirma Dean, su inane actitud más que en mártires los convierte en masoquistas. En cambio, el romano Séptimo es presentado ya en su aria Descend, kind Pity –una de las músicas que Händel toma de Clari– como un oficial humano y comprensivo. Cuando entra Teodora en la acción, la música se oscurece; ella lo primero que hace es cantar un aria de despedida del mundo, Fond, flatt’ring World, que casi nos recuerda las músicas bachianas de “anhelo de muerte”. Su fiel Irene, también un personaje menos monolítico, expresa en su aria As with rosy steps the Morn su calma frente a la persecución. Así como su aria anterior, Bane of Virtue, se ha entendido, no sin dureza, como una caída de Händel en la trivialidad, esta secuencia pasa por ser de lo mejor de todo el oratorio. ) El tercer acto, en tres escenas, no está posiblemente a la misma altura del segundo. El aria de la matrona Irene, Lord, to Thee, expresa su fe en la divinidad, pero la música se entenebrece inmediatamente con la intervención de Teodora When sunk in Anguish and Despair. El coro de los romanos How strange their Ends contiene la admiración de éstos por la forma de morir de los cristianos. El coro de cierre, O Love Divine, se compara con el final de La Pasión según san Mateo. Es uno de los instantes más evidentes en que el músico le corrige la plana al libretista: éste optó por un triunfalismo que la música transforma en comprensión hacia el sufrimiento de los personajes. Un final que forma parte de los más complejos de su autor. 42 la vera costanza ) Franz Joseph Haydn (1732 - 1809) 43 La vera costanza (La constancia veraz) Franz Joseph Haydn (1732 - 1809) DRAMMA GIOCOSO EN TRES ACTOS. Libreto de Francesco Puttini y Pietro Travaglia. Estrenado en el Palacio de Esterháza el 25 de abril de 1779. Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro Comunale de Treviso, el Stadttheater de Ratisbona, la Opéra Royal de Wallonie de Lieja, la Ópera de Ruán de la Alta Normandía y el Teatro Nacional de Sofía. Estreno en España: Teatros del Canal de Madrid Director musical: Jesús López Cobos Director de escena: Elio De Capitáni* Escenógrafo: Carlos Sala* Figurinista: Ferdinando Bruni* Iluminador: Nando Frigerio* Cantantes ganadores del 39 Concurso Internacional Toti Dal Monte de Treviso Orquesta- Escuela de la Sinfónica de Madrid Octubre: 11, 15, 17 19:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 44 Argumento La vera costanza (La verdadera constancia) Fernando Fraga Dramma giocoso en tres actos de Joseph Haydn. Libreto de Francesco Puttini y Pietro Travaglia. consideraciones, la diferencia social de la pareja. De ahí que se le ocurra la idea de casar a la pescadora con el estúpido Villotto. Las beneficiosas consecuencias de tal enlace rápidamente hace saber a Rosina. Ésta es incapaz de sobreponerse a lo que se le viene encima, por lo que la Baronesa entiende que su silencio puede ser síntoma de la aceptación de su plan de casorio (Aria de la Baronesa: Non s’innalza). El lenguaje musical de la Baronesa es el de la ópera seria, el mismo que utilizan en general los demás personajes nobles. Los plebeyos se expresan más cercanos al lenguaje de la ópera bufa italiana. Se exceptúa, claro está, Rosina, cuya categoría como personaje la eleva por encima de los pescadores a cuya clase pertenece. Acto I La obertura de este drama jocoso, cuyos temas nada tienen que ver con el desarrollo musical posterior de la obra, enlaza directamente con el sexteto con el que comienza la acción, que tiene lugar en una playa vecina a una población no identificada. Una tempestad marítima ha hecho naufragar la embarcación en la que viajaba con su sierva Lisette la baronesa Irene, una noble poseedora de tierras en los alrededores, tía del conde Errico y enamorada de su mejor amigo, el marqués Ernesto. Con la Baronesa viajaban también el propio Ernesto y Villotto Villano, hombre tan rico como necio. En tierra, los náufragos son ayudados por Rosina, una bella pescadora, y Masino, su hermano, jefe de la colonia de pescadores de la localidad (Sexteto: Che burrasca! che tempesta!). La realidad es que Rosina, en secreto, se ha casado ya con Errico, el hermano de su supuesta protectora, y de esa desconocida unión ha nacido un niño. Masino les ofrece conforto y recuperación de fuerzas en la vivienda que comparte con Rosina. Villotto se siente entusiasmado con el enlace, al quedarse nada más verla prendado de Rosina. Por lo que Masino, comprendiendo las complicaciones que se avecinan intenta convencerle de lo contrario sin explicarle las verdaderas razones de su actitud negativa (Aria de Masino: So che una bestia sei). ) La situación que la mala suerte les está haciendo soportar sugiere una inmediata toma de decisiones por parte de la Baronesa a cuyos oídos ha llegado el rumor de que Rosina y su sobrino Errico mantienen un idilio de cualquier manera que se considere nada oportuno dada, entre otras 45 En estos momentos hace su oportuna aparición Errico. No le cuesta muchos esfuerzos darse cuenta de la trama que se está tejiendo en su contra y su primera reacción es enfrentarse con Villotto. Paralelamente, las relaciones entre Ernesto y la Baronesa se complican, porque la dama está tercamente decidida a no darle su mano hasta que no encuentre acomodo sentimental para su sobrino Errico. Además todo se embarulla aún más desde que Villotto, asustado por las amenazas de Errico, duda ahora en aceptar el matrimonio con Rosina (Aria de Villotto: Non sparate... mi disdico...). Animado por las palabras que poco antes le ha dirigido Errico, Villotto vuelve a la carga con Rosina. Ésta (Final I: Ah che divenne stupida) no desea otra cosa que escapar de la inaguantable situación, por lo que pide a la Baronesa que la mate antes de obligarla a aceptar ese matrimonio no deseado. A la plegaria se suma también Masino, pero la terca Baronesa no escucha estas desesperadas demandas. Mientras tanto, se siguen complicando las cosas con las disputas entre Villotto y Masino a las que intenta calmar la bienintencionada Lisetta. Los ruegos de Rosina ante la Baronesa son escuchados por Errico, que no puede ocultar sus verdaderos sentimientos, abrazándola tiernamente. Son sorprendidos por la Baronesa la cual, reforzando sus intenciones, le muestra a Errico el retrato de la noble dama con que quiere que se despose. Una mirada imprudente y curiosa de Errico al retrato hace que Rosina, de nuevo sumida en la desesperación, esté segura ya de que ha perdido amado y esposo para siempre. Al hilo de todos estos acontecimientos, se produce una nueva vinculación sentimental entre los personajes. Lisetta, la criadita de la Baronesa, sintiéndose atraída por Masino, no duda en declararle su incipiente pasión (Aria de Lisetta: Io son poverina). Es en este momento en el que Errico decide poner a prueba a su esposa Rosina, dirigiéndose a ella en términos poco afectuosos y animando a Villotto a que olvide sus miedos y acepte la oportunidad brindada. “En el amor hay que demostrar el mismo coraje que en la batalla”, le dice un tanto irónicamente (Recitativo acompañado, Mira il campo d’intorno, y Aria de Errico: A trionfar s’invita). Acto II En el castillo cercano al pueblo de pescadores, perteneciente a la Baronesa, encontramos a Villotto y a Masino bastante superados por los acontecimientos (Dúo de Masino y Villotto: Massima filosofica). Rosina, en la primera oportunidad que tiene de encontrarse a solas con Lisetta, le hace partícipe de sus pesares, explicándole detalladamente su relación con Errico iniciada cinco años atrás tras un encuentro imprevisto (Aria de Rosina: Con un tenero sospiro). ) Ernesto, dado que esa unión facilitará la suya con la Baronesa, suplica a Rosina que acepte por esposo a Villotto (Aria de Ernesto: Per pietà, vezzosi rai). Sus palabras son escuchadas también 46 Por su lado Errico, creyendo infiel a Rosina, no se le ocurre otra alternativa, arrastrado por sus incontrolados celos, que la de pedir a Villotto que acabe con la vida de la joven. Villotto, obviamente, rechaza cobardemente tal idea y, asegurando que debe redactar su testamento y, en cuanto encuentra la oportunidad, pone pies en polvorosa (Aria de Villotto: Già la morte in mante nero). A solas Rosina vuelve a pensar en la muerte como posible solución a tamaño embrollo, únicamente la existencia de su pequeño hijito la disuade de tal determinación (Recitativo acompañado, Misera, chi m’aiuta, y Aria de Rosina: Dove fuggo, ove m’ascondo). En consecuencia, como única salida, evitando otros peores acontecimientos, decida marcharse del lugar. Lisetta, con la astucia que caracteriza a todas las criaditas de este género de obras líricas, es la que ha comprendido la realidad de los acontecimientos, o sea, que ha habido un torpe malentendido en aquel anterior encuentro entre Rosina y Ernesto. Así que, decidida, acude ante Errico para aclararle de una vez por todas sus erróneas impresiones. ) por la Baronesa y Errico, pero el significado de las mismas no están de todo claras para esos improvisados testigos. Por esa razón, ambos se vuelven furiosos contra Rosina a la que creen una insolente coqueta. Idéntica actitud, inexplicable e injusta, se apodera de otra pareja más, la formada por Villotto y Lisetta (Quinteto de la Baronesa, Rosina, Errico, Lisetta y Villotto: Va pettegola insolente). 47 golpe con su propio hijo, el cual, entre lágrimas, le lleva hasta donde se encuentra su madre. Errico pide perdón a Rosina por sus injustificadas dudas. Errico, sacado por fin de su error, tras un primer instante de preocupación por las órdenes que ha dado al tonto de Villotto, se deja llevar por poéticas evocaciones, sintiéndose un nuevo Orfeo rescatando de la muerte a su propia Eurídice (Recitativo acompañado, Ah, non m’inganno, è Orfeo, y Aria de Errico: Or che torna il vago aprile). Luego parte rápidamente tras los pasos de su Rosina. Cuando, aclarado todo, se abrazan, en tan calurosa aptitud son sorprendidos por el resto de los personajes. Los más afectados por el comportamiento de Errico y Rosina son, desde luego, la Baronesa y Ernesto que no renuncian, sin embargo, a sus planes. Hay un cambio de escenario en este momento, trasladándose la acción a un paisaje donde destacan a un lado el hogar de Rosina, a otro, una torre en ruinas. Acto III Rosina, en compañía de su hijo, al colmo de sus fuerzas, da cuenta de la pena que la embarga, despidiéndose de los lugares tan amados que hasta entonces han sido testigos de su existencia (Recitativo acompañado, Eccomi giunta al colmo, y Aria: Care spiagge, selve, addio). Finalmente, al intuir que se acercan algunas personas, se esconde en la torre (Recitativo acompañado, Caro, figlio, partiamo). El acto más breve de la partitura, nos traslada de nuevo presuntamente al castillo donde la Baronesa sigue pertinaz en las decisiones tomadas. Ha enviado dos cartas falsas de despedida definitiva, una a Rosina, otra a Errico. Pero esta baja estrategia, indigna de una noble de su nacimiento, pronto cae por tierra. En el sucesivo encuentro, después de intercambiarse algunas frases amargas y llenas de reproches, Rosina y Errico ponen las cosas definitiva e irremisiblemente en claro (Dúo de Rosina y Errico: Rosina vezzosina). Llega Masino que viene en busca de la hermana huida. Cansado, acaba durmiéndose y en esta guisa es encontrado por Villotto a quien no se le ocurre otra salida que atravesarlo con la espada (Final II: Animo risoluto). Pero Lisetta, recién llegada, se lo impide. Tras Lisetta aparecen la Baronesa y Ernesto. Se impone aclarar todo de inmediato. Ante la Baronesa, Errico reconoce como esposa a Rosina con la que tiene un hijo. La pareja pide perdón. La Baronesa acaba por rendirse a los hechos y, como mejor prueba de esa buena voluntad, acepta seguidamente casarse con Ernesto. La criada se declara ardiente defensora de la inocencia de Rosina, pero nadie la toma en consideración, cada uno de los presentes más preocupados de sus propios intereses. En el coro final, todos los personajes, que por fin han encontrado rápida solución a sus problemas sentimentales, hacen un elogio sucinto pero firme de la constancia y de la virtud (Coro: Ben che gema un’alma oppressa). ) De pronto, aparece el que faltaba, Errico, que viene igualmente buscando a Rosina. Se da de 48 ) 49 Al margen de los tópicos José Luis Téllez Es célebre (tristemente) la opinión que el periódico londinense The oracle, en su edición del 22 de enero de 1792, exponía a propósito de Haydn, a la sazón en su primera (y triunfal) visita a la capital inglesa: tan variado y original en el dominio instrumental, tiene sin embargo escasos méritos como compositor vocal. Solamente una vez escribió una obra para Viena, pero el difunto emperador (Joseph II) se opuso con obstinación a que se representase. Tristemente célebre y, más tristemente aún, influyente no ya sobre sus contemporáneos, sino (y sobre todo) sobre los públicos posteriores. La consideración del músico de Rohrau como una especie de operista de segunda a la sombra de Mozart no ha hecho sino crear una confusión de la que solamente se está empezando a salir en tiempos muy recientes. Y no resulta menos significativo el reduccionismo de identificar música vocal con ópera: cualquiera de las misas escritas por Haydn es una obra maestra de la música cantada, repleta de momentos inolvidables tanto en la concepción de las piezas a solo como de las brillantísimas intervenciones corales (y que, por lo demás suponen el vértice más elevado del género de la misa-cantata específicamente austriaca). Huelga decir que estas obras eran totalmente desconocidas en Inglaterra, entre otras cosas porque, al pertenecer a la liturgia católica, carecían de todo posible valor de uso en el universo anglicano. Todo ésto por no hablar de Die Schöpfung o Die Jahreszeiten, que aún no habían sido compuestas. ) La ópera a la que el rotativo británico se refería era La vera costanza. La realidad es que la obra fue escrita para Esterháza, donde se estrenó en 1779 volviendo a reponerse en 1785 parcialmente rehecha (las partes se habían perdido en el incendio que tuvo lugar en el palacio en el mismo año de la première) y que la posibilidad de ofrecerla en Viena fue posterior: posibilidad rechazada, al parecer, por el propio Haydn ante la poca adecuación del reparto ofrecido por la Hofoper. Cuando menos, éso afirma Georg August Griesinger, el más conocido de los primeros biógrafos de Haydn, pero no existen pruebas de tal encargo: según el cronista, el emperador estaba atareado con el, cada vez menos rentable, proyecto del Nationalsingspiel y ante la negativa de Haydn no insistió. La realidad (que Marc Vignal ha explicado con precisión) es que se trata de una mera conjetura y que fue la noticia del periódico la que, retrospectivamente, fomentó la especulación posterior: la afirmación del supuesto encargo no aparece hasta 1810, en la crónica de Albert Christoph Dies, también sin mayor soporte documental. Y no cabe desdeñar la posibilidad de que existiera una confusión con la obra de idéntico título de Pasquale Anfossi escrita sobre el mismo libreto de Francesco Puttini (notablemente abreviado en la versión de Haydn), estrenada en Roma en 1776 (con el título de La pescatrice fedele) y repuesta en Viena en 1779. 50 La vera costanza (representada en el castillo durante varios años más) fue la única ópera italiana de Haydn que hizo carrera fuera de Esterháza: inicialmente, en el palacio del conde Erdödy en Pressburg por la compañía de Hubert Kumpf (en versión alemana con el título de Der flutterhafter Liebhaber oder Der Sieg der Beständigkeit: algo así como El amante voluble o El triunfo de la constancia), que la ofreció también en los teatros municipales de Pressburg, Budapest, Brno y Viena (en el teatro de la Landstrasse), amén de en diferentes ciudades de Austria y Alemania, llegando hasta Paris en 1791 (donde fue la única ópera de Haydn en subir a escena durante su vida) a cargo de otra compañía en una versión francesa bastante transformada con el título de Laurette. En total estamos hablando de algo más de medio centenar de representaciones en media Europa: cualquier cosa menos un fracaso, aunque tampoco se trate de un éxito clamoroso, como el que había cosechado el mozartiano Die Entführung aus dem Serail en 1782 (y años sucesivos). pretenciosidad de la Baronesa desde su primera aparición, la ira y el sarcasmo del Conde incitando al necio Vallotto a la conquista de la infeliz muchacha en A triunfar t’invita, un aria no ya virtuosística, sino excepcionalmente instrumentada con toda la retórica castrense (trompetas, timbales, pífanos representados mediante los oboes…) para poner de manifiesto la similitud entre el amor y la guerra a través de una considerable estructura cuatripartita (con una secuencia conclusiva ¡en Do menor!, con lo que la pieza no regresa al Do mayor, anomalía verdaderamente insólita: pero es que la actitud del Conde está dominada por el despecho, y esa antiacadémica conclusión es un trasunto de sus verdaderos sentimientos, de su temor a que Vallotto triunfe en el empeño al que él mismo le está empujando), constituyen ejemplos perfectamente representativos no ya de la maestría de Haydn en la escritura para la voz sino, y sobre todo, en la configuración y caracterización de los personajes y sus sentimientos. Y qué decir de la protagonista, con la elegancia de su aria de presentación Con un tenero suspiro (que las versiones habituales trasladan casi al final del primer acto, pero que la partitura sitúa en realidad como cuarto número), con su amplia introducción instrumental, que incluye la fineza de ser, junto con la correspondiente de Lisetta ya citada, el otro episodio en que las tonalidades con sostenidos (La mayor y Sol mayor, respectivamente) hacen su aparición en un discurso dominado hasta entonces por las tonalidades con bemoles (Si bemol mayor, Fa mayor): las dos mujeres están armónicamente individualizadas desde el primer instante. La mayor, por lo demás, será la tonalidad privativa de la protagonista a todo lo largo de su recorrido: ningún otro personaje cantará en ) Escuchar con atención desprejuiciada cualquiera de las arias de La vera costanza constituye el mentís más eficaz de la crítica periodística que abría la presente nota. No ya la evidente elegancia y belleza en el trazado melódico de las intervenciones solistas sino, y sobre todo, la claridad emotiva de cualquiera de ellas y la variedad de estados de ánimo sugeridos (es decir: provocados) por la música está más allá de toda discusión. La vulgaridad y tosquedad de Masino en su So che una bestia sei (que no deja de presentar algún lejano parentesco con Osmin…), el candoroso encanto de Lisetta en su Io son poverina (con su emotivo e inesperado pasaje central en modo menor) la 51 semejante tónica, incluso, el finale secondo se unificará tonalmente en la subdominante de su tono propio, Re mayor. Haydn lleva la idea hasta sus últimas consecuencias: cuando el voluble Enrico invoque la dulzura del mirar de Rosina en su Per pietà vezzosi rai lo hará precisamente en La mayor: no sólo la mujer, sino su propio recuerdo está teñido de idéntico colorido armónico. De manera no menos significativa, el amplio finale primo se dispone sobre Sol mayor: como sucederá reiteradamente en las obras finales de Mozart, son las mujeres quienes otorgan sentido arquitectónico a la obra. Las mujeres procedentes de las clases populares, por supuesto: la Baronesa ni siquiera dispondrá de tonalidad propia. Y de manera no menos significativa, el aria de desesperación de Rosina Misera!, chi m’aiuta, y su continuación, la cabaletta Dove fugg, ove m’ascondo no estarán en su tonalidad característica, sino en el Fa mayor/ Fa menor (único episodio en toda la obra, dicho sea de paso) correspondiente al universo de los restantes personajes, como si la protagonista, dominada por la angustia, hubiera perdido su individualidad: este tipo de sutilezas puramente musicales son imposibles de encontrar en cualquier otro operista de la época que no sea Mozart. Y Haydn, claro está. del edificio funciona como una especie de ópera en miniatura concebida en continuidad: es una tendencia general de la opera buffa de la época, pero nunca antes había sido llevada tan lejos ni alcanzado tal grado de elaboración ni, muchísimo menos, se había planteado con una concepción amónica unitaria a gran escala (y no como una mera sucesión de secciones independientes) comenzando y concluyendo en el mismo tono. Solo hay un precedente en toda la segunda mitad del XVIII, y ése es, precisamente, Die Entführung aus dem Serail: Haydn demuestra haber tomado buena nota del arte más avanzado de su tiempo. Idénticas consideraciones pueden realizarse a propósito del finale secondo: la idea de un operismo sinfónico alcanza aquí una de sus primeras y más felices materializaciones. Y desde el punto de vista de la originalidad y la concepción de una dramaturgia unitaria, fuerza es destacar que el propio arranque de la obra ya nos enfrenta con semejante aspiración; la obertura (bipartita: una sonata y un minuetto) se encadena sin solución de continuidad con el quinteto inicial de la obra: aspiración a una discursividad sin fisuras, a una dramaturgia concebida de un solo trazo, lejana anticipación del ideal de un verdadero Musikdrama que necesitará todavía siete décadas para definirse y cristalizar. La vera costanza está descrita en la partitura como dramma giocoso, en la línea de la tragédie larmoyante de La buona figliola de Piccinini (1760) o de Nina, pazza per amore de Paisiello (1789), pero la amplitud de propósitos y la ambición constructiva la convierten en una genuina opera semiseria avant la lettre, que prefigura ya algunos de los aspectos más significativos de, por ejemplo, La gazza ladra rossiniana, en donde los aspectos trágicos y ) Y a propósito del finale primo: se trata de una construcción de considerables dimensiones (¡651 compases nada menos!) articulada en cuatro grandes secuencias tonalmente unificada como conjunto pero que circula a través de una serie de relaciones armónicas complejas en las que las expresiones individuales de cada personaje se expresan con cambios de tempo, de compás y de tonalidad de modo tal que la integridad 52 ) 53 dolorosos conviven con los cómicos y grotescos, dominando el texto sin esclarecerse hasta alcanzar el lieto fine conclusivo. charlo, los cimientos del futuro drama musical, y haciéndolo, como Haydn, a través de la opera italiana: y es bien conocido que Wagner, en su único encuentro con Rossini en 1860, afirmará ante él que su concepción teatral era una consecuencia directa de las grandes operas serias del cisne de Pesaro (que, por su parte se confesó ante el autor de Tannhäuser como discípulo de Haydn: al menos, tal es el relato de Edmond Michotte, testigo presencial de la conversación). El nexo músicodramático que enlazaría Die Entführung aus dem Serial con Le nozze di Figaro, con todo lo que tales parentescos implican, estaría representado, justamente, por una obra como La vera costanza. Y no es ésa la más pequeña de sus grandezas. ) La vera costanza en una pieza de calidad excepcional cuya música se sitúa a distancia verdaderamente considerable de autores como Guglielmi, Gazzaniga, Sarti o cualquier otro de los operistas contemporáneos. ¿Qué le falta a esta pieza magnífica para ser una obra maestra?: obviamente, un asunto menos convencional, un desarrollo narrativo de mayor interés y hondura, un conflicto más real y menos estereotipado. En definitiva: un libretista de raza. Pero Lorenzo da Ponte no había más que uno y estaba trabajando en Viena y poniendo junto a Mozart, sin sospe- 54 l'italiana in algeri ) Gioachino Rossini (1792 - 1868) 55 L´italiana in Algeri (La italiana en Argel) Gioachino Rossini (1792 - 1868) DRAMMA GIOCCOSO EN DOS ACTOS. Libreto de Angelo Anelli, basado en la obra homónima de Luigi Mosca. Estrenado en el Teatro San Benedetto de Venencia el 22 mayo de 1813. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Maggio Musicale Florentino, el Grand Téâtre de Burdeos y la Houston Grand Opera. Director musical: Jesús López Cobos Director de escena: Joan Font (Comediants) Escenógrafo y figurinista: Joan Guillén Iluminador: Albert Faura Director del coro: Jordi Casas Bayer Mustafà: Michele Pertusi (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Giorgio Surjan (3, 6, 9, 14, 17) Isabella: Vesselina Kasarova (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Silvia Tro Santafé (3, 6, 9, 14, 17) Lindoro: Maxim Mironov* (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / David Alegret* (3, 6, 9, 14, 17) Taddeo: Carlos Chausson (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Paolo Bordogna (3, 6, 9, 14, 17) Haly: Borja Quiza Elvira: Davinia Rodriguez* (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Eugenia Enguita (3, 6, 9, 14, 17) Zulma: Cristina Faus (1, 4, 7, 10, 13, 16, 18) / Angélina Mansilla* (3, 6, 9, 14, 17) Coro de la Comunidad de Madrid Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Noviembre: 1, 3, 4, 6, 7, 9, 10, 13, 14, 16 , 17, 18 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 56 Argumento L’italiana in Algeri (Una italiana en Argel) Fernando Fraga Dramma giocoso en dos actos de Gioachino Rossini. Libreto de Angelo Anelli. La acción se da a entender que transcurre en el palacio del Bey Mustafà en Argelia, en época no determinada. La obertura, una de las más populares de Rossini, pertenece exclusivamente a esta ópera, no siendo utilizada para ninguna otra de su catálogo. tiene seis días para encontrarle una. Si fracasa, le espera el empalamiento. Acto I En los apartamentos comunes a Mustafà y a su esposa Elvira, ésta en vano es consolada por los eunucos del serrallo. Elvira se queja ante su esclava y confidente Zulma de la indiferencia que últimamente muestra hacia ella el Bey. Éste confirma estas impresiones, quejándose ostentosamente de esta esposa que la aburre hasta la náusea, a la que en consecuencia está dispuesto a repudiar, harto de su solicitud y halagos. De momento, la aleja de su presencia ya que apenas puede soportarla (N.º 1. Introducción con Elvira, Zulma, Haly, Mustafà y Coro: Serenate il mesto giglio). Cuando el espacio se queda vacío, entra Lindoro que aprovecha su soledad para, como es en él costumbre desde que ha sido hecho prisionero hace unos meses, evocar a su amada Isabella (N.º 2. Cavatina de Lindoro: Languir per una bella). Finalizada la expansión sentimental, es Mustafà el que propone a Lindoro una esposa que tiene todas las cualidades que pueden adornar a una mujer, o sea, su propia esposa Elvira. Lindoro no sabe como salir del apuro (N.º 3. Dúo de Lindoro y Mustafà: Se inclinassi a prender moglie). En charla con el capitán de los corsarios argelinos, Haly, Mustafà acaba por confesarle sus intenciones. Como seguir con ella es peor que repudiarla ha decido entregarla como esposa a su esclavo italiano Lindoro, feliz manera de desembarazarse de tan pesada carga. A cambio le gustaría conocer a una italiana de las que ha oído son mujeres capaces de enloquecer a los hombres. En consecuencia, ordena sin miramientos que Haly Cambio de escena. Una playa con el mar al fondo donde se ve encallado y medio destrozado un navío. ) Los corsarios, con Haly en cabeza, se preparan para aprovecharse del botín que para ellos supone el naufragio del barco. Entre los náufragos se halla una mujer, Isabella, nada menos que la prometida de Lindoro, que ha hecho esa 57 expedición marítima en busca del amado. Mujer inteligente, bella y valerosa, Isabella conoce todas las armas para reducir a los hombres (N.º 4. Coro, Quanta roba! Quanti schiavi! y Cavatina de Isabella: Cruda sorte! Amor tiranno!). –Existe un aria alternativa de Isabella, escrita por Rossini para Vicenza, el mismo 1813 del estreno veneciano, Cimentando i venti e l’onde–. trono es agasajado por los eunucos (N.º 7. Final I, todos los personajes y el coro: Viva, viva il fragel delle donne). Entra Isabella quien se sorprende del aspecto ridículo y pomposo de Mustafà. Enseguida se da cuenta de lo que se le pone a mano y se prepara a actuar. Todos, incluido Mustafà, admiran la belleza y aspecto de la joven. Ésta apenas puede mantener la risa cada vez que observa los rasgos y vestimenta de Mustafà, quien de inmediato cae rendido ante los encantos de la joven (Oh, che muso, che figura!). Entre los supervivientes se encuentra igualmente Taddeo, un incondicional enamorado de Isabella que la ha seguido en su aventura liberadora. Haly está satisfecho, ya que la mujer capturada parece cumplir a la perfección con todos los requisitos exigidos por Mustafà. Taddeo para salvar su vida se da a conocer como tío de Isabella. Los dos, Isabella y Taddeo, comentan la peligrosa situación en que se encuentran y deciden mantenerse unidos para afrontar los futuros acontecimientos (N.º 5. Dúo de Isabella y Taddeo: Ai caprici della sorte). Isabella inicia su táctica de seducción que es interrumpida por la torpe aparición de Taddeo. Mustafà ordena que sea empalado, debiendo intervenir Isabella en su defensa (Vo’ star con mia nipote). Otra nueva interrupción es la protagonizada por Elvira y Lindoro. Junto a Zulma vienen humildemente a despedirse (Pria di dividerci da voi, signore). Volvemos a la salita del primer cuadro, donde hallamos a Lindoro explicando las razones por las que no puede hacerse cargo de Elvira. Pero Mustafà sigue firme en sus intenciones, que se refuerzan tras la entrada precipitada de Haly con la feliz noticia de que ha encontrado la italiana que el Bey deseaba. Éste exulta, excitado por los placeres que está pronto a disfrutar con la bella italiana (N.º 6. Aria de Mustafà: Già d’insolito ardore nel petto). Lindoro, antes de la partida, tiene palabras de consuelo para Elvira: con su juventud y belleza en Italia pronto encontrará la compañía masculina que él no puede brindarle. Isabella y Lindoro se reconocen. Captando la esencia del momento, Isabella toma de improviso las riendas de la situación. Nada de despedidas ni repudios. Elvira se quedará al lado de Mustafà y Lindoro se convertirá en su esclavo particular. Estupor general ante la audacia de Isabella, que cada personaje expresa a su peculiar y personal manera, de forma onomatopéyica. Elvira siente en su cabeza el sonido de una campanilla; Lindoro y Haly, un martillo; Taddeo, una corneja y Mustafà, un cañonazo (Va sossopra il mio/suo cervello, la mia testa). Isabella se ha metido a todos, es especial a Mustafà, como muy explícitamente se dice, en el bolsillo. ) En una sala magníficamente adornada para recibir a la extranjera. Mustafà sentado en su 58 ) 59 que cada uno de los tres observadores cree destinada a sí mismo (N.º 11. Cavatina de Isabella: Per lui che adoro). Acto II Volvemos a la salita que ya se conoce por el primer cuadro del acto I. Todos están asombrados del cambio operado en Mustafà por la influencia que sobre él ejerce la intrépida mujer italiana que ha hecho de él una especie de juguete. Elvira espera sacar provecho propio de la coyuntura (N.º 8. Introducción, con Elvira, Zulma, Haly y Coro: Uno stupido, uno stolto). Mustafà se hace presente ante Isabella y da cuenta del honor que le ha conferido a su “tío”. Luego, no consigue, pese a que se le ordena repetida y contundentemente, que Taddeo les deje solos. Isabella, por su parte, invita a Elvira a que les haga compañía, la cual hace acto de presencia junto a Lindoro. Se producen las gentilezas sociales de rigor hasta que Mustafà furioso por el resultado de la cita que no ha resultado conforme a sus intenciones disuelve enfadado la reunión (N.º 12. Quinteto de Mustafà, Isabella, Taddeo, Lindoro y Elvira: Ti presento de mia man). Entretanto, Isabella y Lindoro tienen un encuentro que aprovechan para aclarar las dudas que entre ellos pudieran haber surgido. Isabella tiene ya previsto un plan de huida que le explicará en un próximo encuentro, a escondidas en el bosque. Lindoro se siente feliz (N.º 9. Cavatina de Lindoro: Oh come il cor di giubilo u otra página alternativa compuesta para el estreno en el Teatro Re de Milán, 1814, Concedi amor pietoso). En una cercana estancia, Haly comenta la mala situación de su amo. Las mujeres italianas, tan astutas y desenvueltas son que tienen una manera bien diferente de hacerse amar (N.º 13. Aria de Haly: Le femmine d’Italia). Para congraciarse con Taddeo y para que le sirva de ayuda en la conquista de su supuesta sobrina, Mustafà le nombra Kaimakan, un cargo honorífico. Con toda pompa se celebra la ceremonia en la que Taddeo es promovido solemnemente a tal rango (N.º 10. Coro Viva il grande Kaimakan y Aria de Taddeo: Ho un gran peso sulla testa). Lindoro, por entonces, ha ideado un método para neutralizar a Mustafà facilitándoles con ello la fuga. Le nombrará Pappataci (una posible contracción italiana que puede significar “come y calla”), un título que en su país se otorga a los admiradores del llamado sexo débil y cuyo cargo lleva aparejado el respetar sólo tres condiciones: comer, dormir y beber. Mustafà debe de aceptar este nombramiento para así hacerse más digno de Isabella. En consecuencia, se lleva a cabo la ceremonia del nombramiento (N.º 14. Terceto de Mustafà, Lindoro y Taddeo: Pappataci! che mai sento!). Para quitarse de en medio a la guardia y a los acompañantes del Bey, Isabella ordena a Zulma que les procure una buena cantidad de licor. ) Isabella, vestida a la manera oriental, en un lujoso apartamento con vistas al mar, se acicala esperando la llegada de Mustafà que viene a tomar café. La italiana, ante Elvira y Zulma oportunamente ocultas, les demostrará cómo se comporta con el varón una mujer occidental. Mustafà, Taddeo y Lindoro contemplan extasiados a Isabella que se embellece con coqueta delectación ante el espejo Isabella. Ella, consciente de esta atención masculina, canta seductora e insinuante, palabras 60 Una vez finalizado el rito, llegan las pruebas. Sentado a la mesa, Mustafà come y bebe y además ha de callarse, no podrá protestar por las efusiones amorosas que entre ellos se prodigan Isabella y Lindoro. Con la disculpa de que la ceremonia de Pappataci necesita su presencia en tal acontecimiento, Isabella ha liberado a todos los esclavos italianos. Mientras unos se disfrazan de Pappataci otros, entre tanto, prepararán la fuga. Isabella infunde coraje a sus compatriotas en una gran escena de afirmación e identidad patrióticas (N.º 15. Coro Pronti abbiamo e ferri e mani y Rondó de Isabella: Pensa alla patria, e intrepido). –Para el estreno de la obra en Nápoles, evitando las susceptibilidades de la censura borbónica, Rossini sustituyó este momento por otro más aséptico: Recitativo Perchè ridi Pompeo? y Aria de Isabella: Sullo still de’ viaggiatori–. Poco a poco el Bey va entrando en una especie de sopor favorecido por la abundancia de comida y bebida. Por ello no repara en la llegada de un navío con los esclavos liberados y varios marineros (Son l’aure seconde, son placide l’onde). Taddeo, que ha comprendido finalmente la relación existente entre Isabella y Lindoro, alerta a Mustafà. Pero es demasiado tarde para impedir la fuga. La guardia está totalmente borracha. Mustafà reniega para siempre de las mujeres italianas, no quedándole otra alternativa que volver a los brazos de su fiel y sufrida esposa. Isabella y Lindoro se hacen a la mar. Y también Taddeo, claro está. Todos acaban cantando esta moraleja “la bella italiana que vino hasta Argelia enseña a los amantes celosos y altaneros que si la mujer quiere consigue burlarse de ellos” (La bella italiana venuta in Algeri). ) Encabezada por Lindoro, da comienzo la ceremonia (N.º 16. Final II, todos los personajes y el coro: Dei Pappataci s’avanza il coro). Mustafà, con un vestido improvisado de Pappataci, recibe de Taddeo las normas que regirán su actuación tras el nombramiento: “no ver ni escuchar, sólo comer y callar” (Di veder e non veder), palabras que repite religiosamente el destinatario y rubrica el coro de Pappataci. 61 Son disinvolte e scaltre Son desenvueltas y astutas Gustavo Tambascio delli), y me entregué a los fervores de su culto. Tuve el coup de foudre con L’Italiana in Algeri (entonces, épocas menos pretendidamente sofisticadas, sencillamente La Italiana en Argel) hace casi 40 años. Fue en agosto de 1970, en el teatro Colón de Buenos Aires. Yo había escuchado –en los inicios de mi prologada devoción berganzista– las tres arias en el legendario CD “Berganza sings Rossini arias”, editado por la DECCA. Sabia que Isabella pasaba del pathos extraordinario de Cruda Sorte y su endemoniada cabaletta a la pirotecnia heroica del allegro Qual piacer, perteneciente al rondó pensa alla patria y que en medio estaban las graciosísimas repeticiones de Caro Turco, Turco caro, pertenecientes a la cavatina eminentemente de contralto, per lui che adoro. Muchísimos años más tarde, el destino me colocaría ante la disyuntiva de tener que montar yo mismo Italiana. Mi primera reacción ante le ofrecimiento fue declinarlo: nada podría acercarse jamás a aquella versión de mis sueños, nada emularía la puesta en escena fellsennsteiniana ni los decorados abstractos y desnudos (por entonces, gracias a los Dioses, no existía la execrable palabra minimalista), y nada podría acercarse a Berganza en su plenitud, a Ganzarolli, en fin, a aquellos personajes que en una extraña –excéntrica, más bien– jornada recorrían un palacio en Argel otorgando títulos inventados, amenazando con empalamientos, y tratando de encontrar el partner sexual de sus sueños. En el año 2002, dirigí El burgués gentilhombre de Moliere con la música original de Lully. Después de concluida la escena del Mamamuchi, el estrambótico cargo con que los falsos turcos desean honrar al señor Jourdain, Teresa Berganza que estaba en la sala me dijo: cómo me hace recordar al Papatacci de la Italiana. Estaba yo un paso más cerca. Convertí a la italiana en mi ópera fetiche, compré la grabación comercial de 1963 dirigida por Varviso (en el Colón había dirigido, de manera brillante e implacable, Francesco Molinari-Pra- Un buen día, decidí que debía encerrar los fantasmas en la caja de cristal a la que pertenecen por antonomasia y abordar La italiana, ex novo, como si no la hubiese visto ni oído jamás. ) Pero nada me había preparado para la sorpresa. Al lado del Barbero, relativamente convencional y predecible, aparecía este santo delirio, este arrebato en música donde los personajes cantaban cra cra cra y bum bum bum, y todo se desarrollaba según el ya célebre principio de “locura organizada” que fuera caro en el siglo XX a los hermanos Marx y en el lejano 1813, marca de fábrica de un genio de Pesaro que contaba 21 años de edad. 62 El placer, el vendaval de locura, el brío que me invadieron fueron inconmensurables. Rossini no deja que nadie se le resista. roso de las represalias del dignatario o del temible palo de Haly, su gran visir; después se cuela una melodía italianizante que da cuenta desde las ensoñaciones peninsulares de Mustafà. Hay infinidad de Italianas: Darío Fo hace una intelectual donde las mujeres son animales de zoológico, Ponnelle hizo aquella de los inolvidables panzones, algunos se acercan intentando remodelarla, otros sencillamente demolerla. Rossini resiste. Hoy, tratan de cantar atenuado, con la voz hacia adentro, con la orquesta inaudible, y entonces el público “fisno” del Real se congratula pensando que así Rossini se parece más a Mozart. Ellos se lo pierden. Sí. La Italiana trata de eso. Un Bey de Argelia –un turco, según la vieja terminología cuando todo el Maghreb pertenecía al Imperio Otomano– ha decidido cambiar a su mujer por una italiana. Pero aquí no nos encontramos ante una fábula moralizante a la Mozart, como el Rapto en el Serrallo, donde un sátrapa llamado Pachá Selim deja ir a los cautivos –a pesar de la perfidia de Lostados, padre de su prisionero, cruel gobernador militar de Orán– con frases propias del iluminismo. Estamos en otro planeta. El planeta Rossini, y a su extraordinario libretista (rompamos una lanza por los libretistas de ópera y dejémonos de la insensatez de los musicólogos germanizantes que execran cualquier libreto que no sea de Wagner, Von Hoffmasnsthal o si es italiano, de Boito, que era alemanófilo), se les ocurre esta incontenible boutade: Mustafà Bey desea repudiar a su mujer para conseguirse una italiana, pero en lugar de condenarla a errar sola por el mundo, como haría Reza Paleví, el Sha de Persia, con la pobre Soraya, refugiada incluso en un dudoso estrellato de Cinecittá, le consigue un buen marido. Y ese marido es ni más ni menos que italiano. Mustafà es decididamente un iconoclasta. Cuando su visir le dice “pero cómo, Lindoro no es turco”, ante la respuesta indolente del Sultán, “que me importa”, le espeta lo siguiente, dando lugar al diálogo más brillante de la obra: “Ma di Maometto la legge no permette un tal paticcio”, y Mustafà responde: “Taci, altra legge non conosco io, che il mio capriccio”. Pero, en qué consiste La italiana en Argel, esta obra única de la cual su autor podría decir como dijo Verdi de Rigoletto después de las aclamaciones del maduro y elaboradísimo Otello: podría hacer veinte Otellos pero nunca otro Rigoletto (Rossini, desde la atalaya de su Guillermo Tell sabía que ya no podía volver a una travesura tan genial, tan libre y tan perfecta como su Italiana de casi dos décadas atrás). Enemigo de las auto referencias, y menos imbuido que Verdi de su peso ante la Historia, se limitó a poner como epígrafe de su Petite Messe Solenelle; “Bon Dieu, j’etais né pour lópera buffa et tu le sais bien”. ) Cuando nos asomamos a la sinfonía de la La italiana percibimos un rumor de pasos, un correteo sigiloso en los pasillos del harén (que podría ser agiornado acaso como Gran Hotel de la dorada época crepuscular del colonialismo), luego unos acordes súbitos llenan de luz la escena y comienza una actividad frenética. Todo el mundo en casa de Mustafà, el Bey, tiene alguna tarea que cumplir y la hace a conciencia, teme63 Sobre estas extraordinarias premisas comienza La italiana y se inicia en un sitio único en la ópera y pocas veces repetido: un harén (para mi un hamman), donde un coro de eunucos, convenientemente emasculados para garantizar la integridad de las mujeres del Bey, se entrega a plañideros sones, de rasgos decididamente feminoides. Con una sumisión que tiene poco de masculina, le recomiendan a la esposa que serene los tristes ojos y no se queje del destino. Agregan esta perla que haría, las furias de Almadineyhad, de cualquier fundamentalista o los muchos arabófilos que militan en las filas de nuestra “intelligentsia”: “Qua le femine son nate solamente per servir”. a las lamentaciones y le anuncia de inmediato que ha de darle mujer, ante lo cual Lindoro retrocede aterrado. Sigue el inimitable dúo Se inchinasse a prender moglie. Una humorada que combina la gracia con las exigencias virtuosas. Mustafà está decidido a inducir a Lindoro a enamorar a su esposa Elvira y responde con hipérboles a cada pregunta. Así los ojos serán dos estrellas, y ella le ofrecerá riqueza, belleza, gracia, amor, todo en una sola. Lindoro aturdido, cae en una de las divagaciones favoritas de Rossini: “ah mi perdo, mi confondo, questo imbroglio maledetto”. Es la primera de las muchas veces que los personajes rossinianos se encuentran desorientados y confundidos, exigidos por la velocidad de trabalenguas despiadados y volatinas al agudo de alto riesgo. Con este brillantísimo diálogo, concluye lo que podríamos llamar la presentación: los modernos estudiantes de guión, presienten que se avecina un plot point, ese hecho que a los 20 minutos de iniciada la película trastoca todas las cosas. Pero Mustafà no ve las cosas de esa manera, y en su aria de entrada, habla de la arrogáncia, el fasto insano de las mujeres, a las que él pronto pondrá en cintura. Se trata de una magnífica irrupción anunciada desde dentro con las palabras “Il Bey....!” que suscitan el terror de eunucos y mujeres. En menos de diez minutos nos encontramos en la locura número 1: Mustafà sobre las frases “cara m’hai roto il timpano” y “di te non so che far” desata el primer torbellino rossiniano. Un concertante, crescendo inevitable incluido, que culmina la primera escena. Otros compositores menos afortunados se hubiesen reservado esta energía para el finale primo. Y este llega en forma de barco (en mi puesta, de hidroavión), en las soleadas costas de Argelia. El coro de corsarios se maravilla de haber encontrado botín y esclavos, pero sobre todo, “un boccon per Mustafà”, un bocado –recordemos el piropo italiano, boccato di Cardinale–, en formas femeninas. Impertérrita, aunque algo desorientada, Isabella, una guapísima italiana, entona su cavatina de entrada: “Cruda sorte, amor tiranno...” Es poco afortunado que se haya embarcado en una aventura con el sólo objeto de encontrar a su desaparecido Lindoro, y ahora se vea en manos de sus captores. Pero Isabella es mujer spiritosa, es en suma, mujer rossiniana, que sabrá jugar “cento trapole” como Rosina, y con sólo mirar los ) La narrativa nos lleva a un territorio melancólico: entra Lindoro, prisionero del Bey, y evoca su amada italiana en una de las entonces célebres arias para tenor contraltino “langir per una bella”, seguida de la correspondiente cabaletta, de atroces dificultades. El Bey no le deja demasiado lugar 64 azorados moros comprende que “sabe por práctica, cual es el efecto de una mirada lánguida, de un suspirito”... sabe bien “como se doma a los hombres”. Taddeo, a quien yo quise dandy de pitillera de oro y botella de Veuve Clicqot en la mano, es un rumboso enamorado de Isabella que ha emprendido este arriesgado viaje que él cree una luna de mil avant la lettre, ignorando que la muchacha lo ha utilizado para hacerse conducir ante su verdadero amor, Lindoro, cuya existencia Taddeo ignora. Pero al final del brillante numero, unos gritos interiores nos recuerdan que Isabella no ha venido sola. Un caballero –cuya edad nunca se precisa–, pide ayuda y misericordia en manos de sus captores, y, timorato que es, pretende no tener nada que ver con Isabella. Ella salva la situación, y lo hace pasar por su tío. El dúo cómico que enfrenta las posiciones de ambos es quizás el mejor que ha escrito Rossini para mezzo y barítono, y supera ampliamente en inventiva al Dunque io son del Barbero. En su transcurso se rechazan, se separan, luego reflexionan: ella sóla en manos de bárbaros, él obligado a trabajar y acarrear bultos. Conviene unirse y pasar como sobrina y tío. El hecho de haberse declarado ambos de Livorno, ha encendido el optimismo ) Aquí se ha completado el cuarteto: Mustafà, un bajo, Lindoro, un tenor contraltino, Isabella una mezzo contraltino, y Taddeo un barítono o bajo barítono a la usanza de entonces. 65 de Haly quien cree haber encontrado por fin a la italiana que su amo reclama. rizado, quien reclama su condición de tío de la bella, mientras Haly le amenaza con el ominoso palo. Los temores se disipan en el elegante cuarteto, hasta que una melodía evocadora y de matriz dieciochesca preanuncia la aparición de Lindoro, Elvira y Zulma dispuestos a partir para Italia, el reconocimiento mutuo de los amantes (Isabella y Lindoro) y el único momento amoroso de la obra, leve, aéreo, apenas insinuado. Mustafà no cabe en sí de gozo y así lo expresa en su segundo gran número, “giá d’insolito ardore”, donde habla del ignoto, suave tormento que los trasporta y hace brillar. Da de inmediato las instrucciones perentorias: Elvira y su amiga Zulma se marchan a Italia con Lindoro; la italiana debe ser conducida ante su presencia. Pero claro, esta novedad –para Elvira y Lindoro la visión de Isabella, para ésta la de Lindoro acompañado de dos mujeres– los catapulta al estado favorito de Rossini: la confusión. Así, comienzan uno a uno a afirmarlo: “confusi e stupidi, incerti pendono, non so comprendere tal novitá”. La entrada de Isabella en el harén pertenece a lo más áureo de la artillería rossiniana, y sólo puede compararse con la aparición –más elaborada– de Cenerentola en el baile. Un coro alaba a Mustafà hasta que un anuncio lejano nos trasporta a ese mundo rarefacto que es exclusivamente rossiniano y ningún otro compositor ha sabido captar: “Sta qui fuora la bella italiana...” Intervalos y armonías suspendidas preceden la aparición de Isabella, quien desarma el público tanto del harén como de la sala con su primera frase al descubrir al Mustafà: “Oh che muso....” Traducido coloquialmente como “Oh que geta”, otras, “Que careto”, y dando al respetable la luz verde par comenzar a reír. La pirotecnia se sucede y Mustafà le corresponde, ya que a su “che muso”, él contrapone el “che pezzo da Sultano”, que pieza para un Sultán. Isabella interrumpe con una reclamación enérgica y perentoria: ¿Diga, quien es esta mujer? Y cuando Mustafà le indica el trueque marital ella indignada dispone las parejas, Mustafà se resiste, ella le increpa y no tarda en dispararse la locura. En Rossini efectivamente al estado de confusión sigue el de locura: ahora los protagonistas tienen en la cabeza campanillas, esquilones, martillos, y otras onomatopeyas que sustituyen ideas y palabras por ruidos desenfrenados, en lo que es hasta hoy el concertante más alocado de la historia de la ópera. Y en el cric y en el tac y en el ding y el bum, crescendo y acellerando, cae el telón del primer acto para exultancia de al audiencia que marcha al intermedio esperando más. A fe que Rossini se los dará. A partir de ese momento, les jeux son faits, y la escena avanzará de manera implacable hacia el final, con tantos cambios de fortuna, de tonalidad y ritmo como sean posibles, en la tradición abierta por Mozart para los grandes finales de Bodas de Fígaro. El segundo acto abre en simetría con el primero. Pero esta vez en clave desenfadada y no lánguida. Los eunucos y las mujeres se ríen abiertamente de Mustafà. “Uno stupido, uno stol- ) La seducción iniciada por Isabella se ve interrumpida por la aparición de Taddeo, aterro66 to, diventato e Mustafà...” es una escena que hoy denominaríamos gay, los eunucos sueltan plumas y afectan poses femeninas, son todo uno con las chicas: han pillado la debilidad de su amo enamorado y ya no le tienen el temor reverencial de antes. La italiana comienza a obrar sus primeros prodigios. Es lista, algo que las pobres argelinas ignoraban como sello de las féminas: é scaltra. Y con ello puede llevar por la nariz a un hombre dominante y poderoso. Este episodio ha retardado el eje central de la trama que es la seducción, o los planes de seducción, de Mustafà por Isabella, que tiene como segundo escalón, la adopción por parte de la italiana, de los atuendos moros, y de todos los abalorios, incluido el inevitable velo y las plumas en la cabeza. Ella se siente doblemente observada: por Elvira y Zulma, que admiran de manera creciente la habilidad de la extranjera, y por sus tres admiradores, cada uno de los cuales reacciona de manera opuesta . Así, ante la infatuación de Mustafà y Taddeo y los celos de Lindoro, ella se entrega a los voluptuosos sones del “Per lui che adoro”, interrumpidos cada tanto por sus advertencias al Caro turco, a quien le manifiesta por lo bajinis: mira, espera, no sabes aún quien soy, querido turco, un golpecito te vas a llevar. Vendrá, al igual que en el acto I, la cavatina de Lindoro. Tras una fugaz entrevista con Isabella, se aclara el malentendido de su presunta boda con Elvia y ella le insta a estar vigilante para poder marcharse a Italia. Él expresa su contento en el aria “Ah come il cor di giubilo”, cuya atribuciòn a Rossini es hoy dudosa (era costumbre sustituir arias difíciles por otras menos comprometidas de otros autores, así el “Manca un foglio” de Barbero o Vasto teatro, de Cenerentola) No ha habido lugar sin embargo hasta este momento del acto a lo abiertamente cómico, que sobreviene con la extraordinaria escena de los estornudos: Mustafà a un tiempo beberá el café con Isabella y le presentará a su tío en la investidura de Kaimakán, como prueba de la estima que le tiene. Pero, advierte a su nuevo lugarteniente Taddeo, cuando estornude deberá abandonar el salón y dejarlos solos. Taddeo, desde luego, no está dispuesto a hacerlo y se desarrolla el extraordinario trío donde Mustafà repite a voz en cuello uno y otro “eccí, eccí eccí” (nuestro achís), en tanto que Isabella se hace la sueca y Taddeo se ratifica en que “aunque reviente a estornudos, no me moveré de aquí”. Pero otros grandes fastos han de hacerse presentes y su raigambre es molieresca. Aunque aquí son los árabes quienes le toman el pelo (en verdad se intuye, nada deja entrever que no sea en serio), al celoso Taddeo honrándolo con el título de Kaimakan, protector del Musulmán, una de las grandes arias de la ópera y el momento de gloria de Taddeo. Es un contrapunto entre lo musical, lo literario y lo visual único: con un pesado acorde le colocan el gigantesco turbante sobre la cabeza y Taddeo musita: Ho una gran peso, sulla testa...” por una parte el honor, por otra parte el temor, se enreda en sus vestidos y el coro hace lo propio en lisonjas que podrían trocarse en amenazas: “Vivva il grande Kaimakan”. ) Cuando la sangre está a punto de llegar al río, Isabella ordena el café y entramos en el momento más febril de toda la obra. Se renuevan las 67 peleas entre Isabela y Mustafà cuando este descubre que Elvira ha sido invitada a cafetear con ellos, se suceden gritos, susurros, amenazas y de pronto, la cafeína hace su efecto: vibrando bajo los potentes efectos del brebaje, los protagonistas sienten un temblor incontenible. Estamos en una plena escena de speed escrita ciento cincuenta años antes de las anfetaminas, donde todo el mundo es víctima del efecto energizante, pero también enervante, del café. “Sento un fremito”, probablemente el trozo más difícil de la obra, del punto de vista agógico, rítmico y prosódico. Concluye brillantemente la escena. sólo a poner cabeza abajo a todos los turcos sino a sus rezagados compatriotas, que arrastran aún la pereza de saberse holgazanes que un día fueran condottieri de repúblicas gloriosas. Precisamente a ese terreno ideológico nos conduce Rosinni y Anelli en una sorprendente vuelta de tuerca. La siguiente escena es la arenga con que Isabela levanta la moral de los marineros italianos prisioneros, reprocha a Taddeo su escepticismo e instila coraje en el indeciso Lindero, apelando a los sentimientos patrióticos. Como se sabe, el rondó “Pensa alla patria” constituye el primer ejemplo de que se tenga memoria en que Italia es nombrada como nación en una ópera. Se trata de una parte heroica, evocadora del sentimiento de audacia y valor que “renace en toda Italia” y que prefigura lo que años después será el risorgimento. El aria de sorbete correspondiente es “Le femine d’Italia” de Haly. Un pezzo que habitualmente pasa sin más tramite, pero al que yo le otorgo una verdadera jerarquía ya que resume, en boca del visir del Bey, toda la filosofía que informa la ópera. “Le femine d’Italia son disinvolte e scaltre, e sanno più de l’altre l’arte di farse amar”. Las mujeres de Italia son desenvueltas y astutas, y saben más que las otras, el arte de hacerse amar. La parte épica es luego seguida del virtuosismo extremo de la caballetta “Qual piacer”, en que mientras Isabella afirma que en pocos instantes volverán a ver las arenas patrias, ha de afrontar las endemoniadas agilidades que la llevan por dos veces al Si bemol (la Cenerentola tiene tres Si naturales) una nota asaz aguda para un rol de contralto. Mientras otras puestas pasan página con un número anodino “a siparietto chiuso”, yo he preferido hacer a Haly admirar el semblante femenino, y revelar bajo su uniforme de severo militar africano, ligueros femeninos y ropa interior, que testimonian del eterno fetichismo que tienen los hombres por la lencería y lo que podríamos llamar el misterio femenino, aquí epitomizado en el impagable dictum: son disinvolte e scaltre. Queda una broma por gastar, que dará forma definitiva al plan, y aquí Anelli se remite al ilustre antecedente molieresco, incluso en su aspecto parónimo: Mustafà, será investido Pappataci, como en su día el señor Jourdain fuese galardonado con el titulo de Mamamuchi. En tiempos de guerras por velos y de burkas infamantes, la lencería femenina occidental no deja de tener en oriente un poder trasgresor, extensivo a la propia Isabella quien está decidida no ) La ironía de Anelli y Rossini no tiene fin, y si en la investidura de Kaimakan la tomadura de pelo 68 alcanzaba a la solemnidad, la pompa y la aparatosidad de los títulos árabes, aquí va por vías más sutiles. Se ríen de la mentalidad italiana. El Bey será honrado con el lauro que caracteriza al hombre peninsular: Pappataci, es decir, come y calla, mangia e taci. Habrá de comer y beber sin ver y ser tolerante con los devaneos de su mujer. Mientras los orientales son celosos “como moros” y domeñan a grados inusitados a sus féminas, los italianos aparecen aquí alegremente retratados como cornudos gourmets o maridos complacientes seducidos tan sólo por las placeres de la buena mesa. deberes a los cuales el Bey se somete con la mayor complacencia. Si este trío de los pappataci es el último momento brillante de la partitura, ha de decirse que a partir de ese momento La italiana conoce un leve declive. El último número, la entrada ceremonial de los papataci, suena inevitablemente repetitivo: el coro masculino, se supone que los marineros ya compinchados con Isabella, se apresta a la investidura, en cuyo transcurso Mustafà es despojado de su turbante y de su gran manto, para calzar una peluca que lo equipare a los panzudos congéneres, los guance mórbide, las mejillas blandas de los hombres satisfechos, de mirada vidriosa y conducta nada inquisitiva. Isabella comprueba la efectividad de la personificación –totalmente sta- ) De acuerdo previamente entre ellos (aunque ignorando el galán dandy que Isabella ama a Lindoro), Taddeo y el mozo, instruyen a Mustafà en el veder e non veder, en el mangiar e bere y otros 69 ¿Que debe hacer pues, un director de esce- nislavskiana– de Mustafà, en su convencimiento absoluto de los deberes del papataci, cuando se besa con Lindoro ante las narices del bey sin que este se inmute, imbuido de la tarea del condumio y la ingestión alcohólica. na que se enfrenta a ella? Creo que los procedimientos son sencillos. En primer lugar no creerse más listo que Rossini ni su libretista, no forzar la mano sacando de quicio la historia, no sobrea- El final es en exceso expeditivo, ya que súbitamente oímos una barcarola, el barco está listo para escapar, y cuando Elvira y Zulma advierten al Bey del engaño, este reacciona en la magnanimidad mozartiana acostumbrada, dejando ir a sus prisioneros y volviendo mansamente con su esposa legítima, Elvira. bundar la sexualidad donde todo es erotismo de Una moraleja final (“la bella italiana venida a Argelia enseña a los amantes que todo, si quiere, lo puede la mujer”), es el necesario vaudevil que culmina, aislado momento convencional, esta pieza genial y única de Rossini. humor. Mucho me temo, empero, que no abunden principio a fin, no querer introducir metáforas de jeques petroleros, no tratar de convertir lo cómico en serio, no tratar de hacer más cómico la que ya es de por sí cómico. En fin, debe conocer la ópera de cabo a rabo, debe amarla, debe ser rossiniano y debe tener buen muchos registas que cumplan estos requisitos. ¡Benedetto Rossini, que resiste hace dos- ) cientos años todo lo que le echen! 70 Rossini el antidepresivo musical Ricardo de Cala Regina d’Inghilterra ese será el feudo de Rossini y su base de operaciones para conquistar el mundo operístico. En 1813 Rossini tenía 21 años y ya había compuesto ocho óperas. Esta frenética actividad le lleva a estrenar en ese año cuatro óperas: el 27 de enero para el teatro San Moisés de Venecia Il signor Bruschino y el 26 de diciembre para la Scala de Milán, Aureliano en Palmira. Entre ambas median dos obras maestras diametralmente diferentes, una ópera seria, Tancredi, estrenada el 6 de febrero en la Fenice y otra bufa también para Venecia, La italiana en Argel, que vio la luz el 22 de mayo en el teatro de San Benedetto. Estos dos últimos estrenos confirman a Rossini como el compositor más prometedor de su generación en ambos géneros en el norte de Italia. Esta distinción geográfica no es superflua. El desarrollo de la ópera renacentista en Italia había pivotado sobre tres lugares: Florencia, Venecia y Roma. Las cameratte fiorentini serían las primeras en desparecer, quedando Venecia como la capital musical del norte y Roma del sur. Venecia retendrá el cetro durante más tiempo, para compartirlo brevemente con la Scala de Milán que acabará resultando triunfadora de la contienda. La corona meridional pasaría rápidamente a la ópera napolitana y el San Carlo se convertiría en uno de los templos sagrados. En esa época bajo la dirección del empresario Doménico Barbaja el coliseo napolitano era probablemente el teatro más importante de Italia y contaba con un elenco de cantantes prodigiosos. A partir de 1815 con el estreno de Elisabetta El estreno de La italiana en Argel fue un éxito clamoroso, los cantantes se vieron obligados a repetir casi todos los números y en su comparecencia sobre el escenario Rossini fue recibido con una aclamación. Quedó tan sorprendido por el clamor que afirmó: “Ahora estoy tranquilo. Los venecianos están más locos que yo”. La música tiene un ritmo trepidante, es melódicamente elegante, fluida y sofisticada. La vocalidad es brillante, exigente y epatante. El argumento de La italiana plantea una broma sobre el de El rapto en el serrallo de Mozart; mientras que en ésta, un doliente Belmonte pasa torturas sin fin imaginando un destino peor que la muerte para la pobre Constanza a la que pretende rescatar de una terrible tierra de infieles, en Rossini, ¡¡en 1813!!, nos encontramos con que el raptado es él y la intrépida rescatadora resulta ser una determinada, tozuda e ingeniosa Isabella, que acude a Argel con un estrafalario acompañante, y que con toda la guasa que quiera realiza un retrato de una mujer considerablemente moderna. ) En el elenco vocal nos falta algo típicamente rossiniano, la contralto músico. Rossini vivió 71 la desaparición de los castratti, y como señala Celletti probablemente los echaba de menos, no tanto por el virtuosismo como por la sorprendente expresividad de una voz que llevaba en sí misma la intrínseca belleza del sonido y la impecable ejecución de los pasajes de agilidad como elementos esenciales de la interpretación. Esta preferencia le hizo manifestar que advertía en el romanticismo una cierta decadencia del arte vocal en lugar de aquel “arte de canto italiano que iba derecho al corazón”. paragone poseía una voz amplia, aunque no tan oscura como las mucho más contraltadas de la Alboni o la Pisaroni. Asimismo hayamos en La italiana en Argel dos voces graves características del repertorio cómico: el bajo bufo y el bajo noble. Filippo Galli, que ya había estrenado el papel de Asdrubale y que posteriormente encarnaría a Selim, puede considerarse el gran bajo de la escudería rossiniana. El Mustafà de la Italiana nos permite deducir las impresionantes facultades vocales que debía poseer. La extensión del Bey de Argel va de un Si1 a un Sol3 y los pasajes de coloratura son de una dificultad extrema; esto nos acerca más a un bajo-barítono con un registro agudo rotundo, impresionante-pensemos que un Sol es una ardua tarea para un barítono- y una depuradísima técnica que le permita afrontar las larguísimas frases de agilidad contenidas en su aria Gia d´insolito ardore, escrita en una tesitura insoportablemente aguda, que además catapulta su voz ese inexpugnable sol. Han tenido que pasar muchos años hasta que un bajo, Samuel Ramey, ha recuperado esa vocalidad de bajo noble y la ha actualizado en términos modernos eliminando todos los efectos extramusicales y caricaturescos que han lastrado estos papeles. La majestuosa línea de canto y su impecable estilo convierten a Ramey en un cantante de dimensión histórica y una piedra angular en el renacimiento rossiniano del último cuarto del siglo XX. La desaparición de los castratti y el hecho de que la voz de tenor no estuviera todavía totalmente definida, entre baritenores y contraltinos, registros de pecho y de cabeza, planteaba un problema: ¿Quién desempeña el papel de amoroso frente a la soprano? La solución fue la contralto músico, una mujer travestida de hombre, con lo que se preservaba la ambigüedad sexual del periodo anterior y con una voz amplia, grave y oscura que buscaba sonoridades masculinas y de emisión extraordinariamente flexible. La protagonista del estreno veneciano fue la mezzosprano Marietta Nicolini, pero el famoso bajo Luigi Lablache en un tratado de canto escrito entre 1835 y 1840 afirma que esta categoría vocal tenía un amplísimo rango y variaba en cada caso de tesitura, lo que la hacía imposible de clasificar. Cantantes como la Pasta, la Malibrán y la Colbrán empezaron sus carreras como mezzos y terminaron como sopranos. Esto sugiere un amplio cajón de sastre en el que convivían desde sopranos cortas o mezzos falcones con otras voces más sombreadas próximas a las contraltos. La Nicolini, que ya había estrenado La pietra de ) La voz de tenor en la época de Rossini se subdividía en los de procedencia baritonal, con centros más amplios y oscuros, menor facilidad para el canto de agilidad y mayor para el declama72 ) 73 ca evoluciona su obra, en la que desaparecen los recitativos secos a partir de Otello, se establece definitivamente su escritura y tipología vocal y se conquistan mercados exteriores con triunfos resonantes, lo que le convierte en el rey Midas de la ópera. Su enorme éxito le lleva a París que va a ser la capital del arte lírico entre 1820 y 1840 viviendo una edad de oro de cantantes, estrenos y autores como Meyerbeer y Auber sobre los que Rossini va tener una enorme influencia artística y autoridad personal. do y una extensión que no solía superar el Do4, si bien a partir del La3, o incluso del La bemol, emitían estas notas en falsetone. Ejemplos de esta categoría vocal fueron Andrea Nozzari, Doménico Donzelli o Manuel García, un baritenor más agudo que era capaz de emitir a voz incluso el Do4, posteriormente llamado de forma errónea, de pecho. Junto estos convivían otros tenores más agudos, llamados contraltinos o tenorinos que soportaban tesituras agudísimas, llegaban a emitir hasta un Mi4, por supuesto en falsete a partir del La o Si bemol, y eran vertiginosos en el canto de agilidad por rapidez, precisión y brillantez. A cambio poseían voces de menor peso y volumen y el material era de un color mucho más claro. Aunque papeles como Giocondo de La pietra de paragone o Almaviva del barbero de Sevilla son para baritenores, en las óperas cómicas encontramos con mayor frecuencia al tenor agudo. El máximo exponente de esta tipología vocal en tiempos de Rossini fue Giovanni David, junto a él Giacomo Guglielmi o Savinio Monelli fueron protagonistas de diversos estrenos de óperas del maestro. Serafino Gentili, el primer Lindoro, debió ser asimismo un cantante excepcional si atendemos a lo que Rossini escribió para él en La italiana, la tesitura se encuentra en lo más escarpado del registro, la extensión llega hasta el Do4 en repetidas ocasiones y los pasajes de coloratura son de dificultad extrema, su aria Languir per una bella es una prueba de fuego. Traslada su domicilio a París, mudanza que será definitiva, y comienza a escribir para los teatros de la ciudad; su primer cometido es Il viaggio a Reims para el teatro de los Italianos, que verá la luz el 19 de junio de 1825 y en cuyo estreno participaron dos leyendas del arte del canto, Giuditta Pasta y Doménico Donzelli, que sólo seis años después también compartirían la mítica prémiere de Norma. La obra fue un encargo para conmemorar la coronación de Carlos X como Rey de Francia en Reims el 28 de mayo de 1825, último Rey coronado con tal título, ya que su sucesor Luis Felipe de Orleans, último monarca francés de ideas mucho más liberales, fue coronado como Rey de los franceses. El encargo puntual de la ópera hizo que Rossini utilizara prácticamente todo su material para el posterior Le comte Ory, por lo que Il viaggio a Reims estuvo desparecida hasta que se encontró la partitura en los años cincuenta del siglo XX. La recuperación definitiva de esta joya se debe al empeño de Claudio Abbado, que primero en el Festival de Pésaro y con posterioridad en Viena y Berlín ha comandado espléndidas ) Después de los éxitos iniciales en el norte de Italia llegaría el periodo napolitano, extraordinariamente fecundo en medios, producción, dominio y consolidación de su lenguaje expresivo. En esta etapa de indudable madurez artísti74 Emplazado en la zona más elegante y emblemática de Madrid, en el corazón de la cultura, la política, las finanzas y los negocios, el Hotel Villa Real +++++ se encuentra a escasos minutos de la Puerta del Sol, la Cibeles y el Parque del Retiro. Con una exquisita decoración y una colección de mosaicos romanos, el Hotel Villa Real +++++ ofrece también salones con capacidad para acoger a más de 300 personas y una amplia oferta gastronómica en el restaurante East 47. 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La acción provoca un sinnúmero de enredos, galanteos y situaciones que permiten al extensísimo elenco de cantantes lucirse en números individuales o de conjunto de enorme brillantez hasta un espectacular concertante a catorce voces Ah tal colpo inaspettato. Esta abstracción-sublimación del concepto de su arte lo alejan del ideal romántico, inútilmente buscaremos la idea del amor sentimental como lo deseable, y todo lo que lo obstaculiza como perverso, malo y evitable. Rossini está por encima de esas ideas burguesas, y como los aristócratas del ancienne règime juega, ironiza y se divierte con el amor y los amantes en un puro ejercicio de estilo. Probablemente esa abstracción haya sido una de las causas de su prolongado alejamiento de las programaciones teatrales durante tantos años en los que la ópera romántica y el verismo copaban los cartelones. ) Para Rossini la ópera es sobre todo música y canto y la acción debe supeditarse a los primeros. Él es el último heredero de un arte antiguo en el que la música no subraya la acción y se pone al servicio de esta. Eso lo harán los compositores románticos; Verdi y Wagner lo llevarán a sus últimas consecuencias evolucionando el recitativo hasta crear el “drama musical.” Rossini por el contrario compone números cerrados separados por recitativos donde la acción de detiene para 76 agrippina ) Georg Friedrich Händel (1685 - 1759) 77 Agrippina Georg Friedrich Händel (1685 - 1759) DRAMMA PER MUSICA EN TRES ACTOS, HWV 6. Libreto de Vicenzo Grimani. Estrenado en el Teatro San Giovanni Crisostomo de Venecia el 26 diciembre de 1709. Versión de concierto. Director musical: Alan Curtis Agrippina: Ann Hallenberg Nerone: Svetlana Doneva* Poppea: Klara Ek Ottone: Iestyn Davies* Claudio: Umberto Chiummo Pallante: Raffaele Costantini* Narciso/ Giunone: Antonio Giovannini* Lesbo: Matteo Ferrara* II Complesso Barocco Noviembre; 2, 5 20:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 78 Argumento Agrippina (Agripina) Fernando Fraga Drama con música en tres actos de Georg Friedrich Händel. Libreto de Vincenzo Grimani. La acción tiene lugar en Roma hacia el año 50 de la era cristiana. La obertura no presenta, como es habitual —en una estética donde este fragmento instrumental mantiene una función distinta que, por ejemplo, durante la época romántica—, ninguna relación temática con el resto de la partitura. Es una obertura a la italiana, es decir, iniciada por un movimiento lento, seguido por otro con el que contrasta por vivacidad y energía, para finalizar con una breve coda de carácter de nuevo lento. públicamente la muerte de Claudio, él esté preparado para levantar una opinión unánime entre los presentes a favor de Nerón. Palante expresa su amor y su fidelidad por Agripina (Aria de Palante: La mia sorte fortunata). Acto I En sus apartamentos palaciegos, la esposa del emperador Claudio, Agripina, informa a su hijo Nerón de que al fin ha llegado el momento deseado, su ascenso al trono de Roma. Un mensaje recibido hace poco confirma que Claudio ha perecido ahogado y el trono está ahora vacío esperando quien lo ocupe. La madre colma de sabios y astutos consejos a tan amado hijo. Nerón, agradecido, da cuenta de su felicidad y del amor materno que le une a Agripina (Aria de Nerón: Col saggio tuo consiglio). La misma treta emplea ahora con Narciso, igualmente fácil de convencer. El liberto a su vez declara que hará correr entre el pueblo el nombre de Nerón como digno sucesor de Claudio, dando satisfacción así a los deseos de la tan amada y deseada Agripina (Aria de Narciso: Volo pronto, e lieto il core). Agripina también se dispone a emplear toda su influencia en la ascensión de su hijo, con el corazón pleno de constancia (Aria de Agripina: L’alma mia fra le tempeste). Agripina, por su lado, comienza la propia estrategia para conseguir el trono para el hijo y convoca, uno tras otros, a Palante y Narciso, confiada en que el amor que hacia ella sienten esos dos libertos (o sea, esclavos que han conseguido convertirse en hombres libres) le ofrecerán incondicional obediencia. Agripina ordena a Palante que vaya al Capitolio y cuando ella anuncie ) En el Capitolio, Nerón, siguiendo los consejos de Agripina, reparte regalos entre la multitud (Arioso de Nerón: Qual piaciere a un cor pietoso). 79 la bella mujer romana a la que, dada sus actuales expectativas espera acceder sin problemas (Aria de Otón: Lusinghiera mia speranza). En el momento más oportuno Agripina, sentándose en el trono, anuncia la muerte de Claudio y la necesidad de elegir rápidamente un sucesor. Como estaba previsto, las voces de Narciso y Palante suenan a favor de Nerón. Agripina y su hijo suman sus opiniones a las de los libertos (Cuarteto de Palante, Narciso, Agripina y Nerón: Il tuo figlio... La tua prole...). En su casa, Popea se engalana ante el espejo, asombrándose de su belleza (Aria de Popea: Vaghe perle, eletti fiori). Lesbo anuncia la visita de Claudio, asimismo interesado por tan bella mujer, para esa misma noche. Él mismo, Lesbo, vigilará para que no los descubra Agripina. Nerón, empujado por Agripina, comienza a ascender hasta el lugar donde se eleva el trono cuando Lesbo, el criado de Claudio, aparece anunciando que el emperador acaba de desembarcar en Anzio, sano y salvo, gracias a la ayuda de Otón, el comandante del ejército imperial (Arietta de Lesbo: Allegrezza, allegrezza!). Popea no demuestra demasiada dicha por esta noticia, ya que ella a quien ama verdaderamente es a Otón (Aria de Popea: È un fuoco quel d’amore). Estupor y decepción general, aunque Agripina reacciona enseguida, tranquilizando y consolando a su hijo, asegurándole que encontrará otros medios para conseguirle el trono. Acto seguido, demuestra su falsa satisfacción por el acontecimiento. Consciente de la pasión que Claudio siente por Popea, Agripina cambia de táctica siempre sus actos tendentes a conseguir para Nerón el trono romano. Acude a casa de Popea. Ésta tiembla ante la idea de que llegue Claudio en esos instantes, pero escucha con atención lo que Agripina viene a decirle. No es otra cosa que lo que sigue: sabiendo que Claudio la desea, Otón para conseguir el trono se la ha cedido. Agripina aconseja a Popea que rechace al emperador y así éste castigará a Otón (Aria de Agripina: Ho un no so nel cor). Es Otón el que hace ahora su entrada triunfal, narrando los acontecimientos marítimos vividos por él y el emperador. Éste, para agradecerle la salvación de su vida, le ha nombrado su sucesor. Todos se quedan de piedra. No obstante y cuando se queda solas con Agripina, Otón le confiesa que su interés por el trono es nulo, comparado con el que es su máximo deseo en la vida, conseguir a Popea. Popea cae en la trampa y decide hacer al pie de la letra lo que Agripina le ha indicado (Aria de Popea: Fa quanto vuoi). Lesbo introduce al emperador en los aposentos de Popea. Claudio dedica hermosas palabras de pasión a la hermosa hembra romana (Aria de Claudio: Pur ritorno a rimirarti). Con gestos ) Agripina oculta su irá, alabando a Otón, considerándolo digno del premio y alentándole en su pasión por Popea (Aria de Agripina: Tu ben degno sei dell’allòr). Otón expresa su pasión por 80 ) 81 mohínos y lánguidas miradas, Popea consigue de Claudio todo lo que puede desear, sobre todo la promesa de castigar a Otón no nombrándole como le había prometido su sucesor. La conspiración de los libertos viene interrumpida por la presencia de Otón, que continúa expresando sus sentimientos hacia Popea más importantes para él que el ser ceñido con la corona de laurel (Aria de Otón: Coronato il crin d’alloro). Tal como había asegurado, Agripina no regresa para interrumpir el coloquio amoroso y Claudio continúa seduciendo a una Popea cada vez más molesta (Arietta de Claudio: Vieni, o cara). Palante y Narciso elogian ladinamente al militar. Se incorporan al grupo, descendiendo las escaleras de palacio Agripina, Popea, Nerón y sus respectivos séquitos. Todos, además de Lesbo, saludan la aparición del emperador Claudio (Coro: Di timpani e trompe). Al fin se produce la esperada reaparición de Agripina. Lesbo, siempre vigilante y fiel, anuncia nervioso la llegada. Popea logra desembarazarse de Claudio, no sin antes verse obligada a prometerle una cita (Terceto de Lesbos, Popea y Claudio: E quando mai i frutti del tuo amor, bella godrò). Claudio hace alarde de sus conquistas militares, con las nuevas tierras incorporadas al Lacio (Aria de Claudio: Cade il mondo soggiogato). Palante y Narciso no cesan de brindar elogios hacia el emperador que asimismo viene agasajado por Popea y Agripina. Cuando Otón a su vez se acerca a Claudio para pedirle el cumplimiento de su promesa, el emperador le manda lejos de sí con furia, tratándole de traidor. Agripina escondida ha sido testigo de todo lo ocurrido y, astuta y falsa como ella sola, le dedica a Popea cálidas palabras de afecto (Aria de Agripina: Non ho cor che per amarti). Por su parte Popea, reflexiona y toma también decisiones: si Otón ha preferido tomar el poder más que disfrutar de las dulzuras de su amor, ella se encargará de castigarlo (Aria de Popea: Se giunge un dispetto). Asombrado, Otón se vuelve hacia Agripina buscando ayuda, pero ésta le reacciona de la misma manera que Claudio (Arietta de Agripina: Nulla sperar da me). Tampoco halla consuelo por parte de Popea (Aria de Popea: Tuo ben è ‘l trono) y menos de Nerón (Aria de Nerón: Sotto il lauro ch’ai sul crine). Narciso y Lesbos se suman al rechazo general. Acto II En una calle de Roma cercana al palacio imperial, que aparece engalanado para celebrar el triunfo de Claudio sobre los británicos, Palante y Narciso han descubierto que han sido traicionados por Agripina, pues la emperatriz ha jugado con los sentimientos de los dos, dando a ambos engañosas esperanzas de amor. En consecuencia deciden aliarse en contra suya. Abatido se queda Otón, sumido en la más negra de las desesperaciones (Aria de Otón: Voi che udite il mio lamento). ) Cambio de espacio. En un frondoso jardín, cercano a una fuente, un poco más tarde, Popea comienza a dudar de la culpabilidad de Otón 82 (Aria de Popea: Bella pur del mio diletto). Por esa razón, para averiguar la verdad, decide ponerle a prueba. Finge que está dormida y así se la encuentra Otón (Arioso de Otón: Vaghe fonti, che mormorando). Como no está muy segura del efecto de sus órdenes sobre sus dos admiradores libretos, hela aquí ahora, a Agrippina, frente a Claudio, a quien considera una presa más fácil. Le hace creer que Otón, molesto por su rechazo, está considerando vengarse. Por lo que, sugiere, convendría que nombrara como su sucesor a Nerón. Popea, como si estuviera hablando en sueños, le revela aquello que ella averiguó por Agripina, o sea que Otón prefiere más ser emperador que su amante, y por ello la ha entregado a Claudio. Al escuchar esta confesión, Otón aclara su inocencia, poniendo así al descubierto la trama de Agripina (Aria de Otón: Ti vo’ giusta e non pietosa). Popea jura venganza (Aria de Popea: Ingannata una sol volta). Así las cosas, entra Lesbo confirmándole su cita con Popea. Claudio, ansioso por reencontrarse con ella, consiente en lo que demanda Agripina (Aria de Claudio: Basta sol che tu chieda). Agripina se sume en un éxtasis contagioso, dando rienda suelta a su felicidad (Aria de Agripina: Ogni vento ch’al porto lo spinga). Con estas perspectivas, Popea acepta con gusto una cita con Claudio que Lesbos le viene a proponer, al mismo tiempo que, un poco más tarde, pide a Nerón una prueba de sus sentimientos hacia ella acudiendo a sus habitaciones (Aria de Popea: Col peso del tuo amor). Nerón exulta de placer ante la cita (Aria de Nerón: Quando invita la donna l’amante). Acto III Una estancia en la vivienda de Popea que sigue rumiando su desquite con Agripina, Como parte de ello, convence a Otón de que se esconda y sea testigo sin que se deje delatar por sus celos de lo que va a ver muy pronto. Otón consiente (Aria de Otón: Tacerò, tacerò). Mientras tanto Agripina sigue moviendo hilos por su lado, siempre con el objetivo de colocar a su hijo al frente del imperio (Aria de Agripina: Pensieri, voi mi atormentate). Llama a Palante e intenta convencerle de que le ama (Aria de Palante: Col raggio placido), ofreciéndole su cariño si acaba con la vida de Otón. De acuerdo con la invitación recibida, llega Nerón. Como también ama a Popea no pierde el tiempo y le declara de inmediato su pasión (Aria de Nerón: Coll’ardor di tuo bel core). Pero Popea, con la excusa de que está a punto de llegar Agripina, esconde a Nerón frente al escondite en el que se halla Otón. Luego se entrevista con Narciso y le ofrece igualmente su amor pero a cambio de que acabe con la vida de Otón y luego de Palante. Narciso, claro está, se deja llevar por su pasión por la emperatriz (Aria de Narciso: Spererò, poi che mel dice). ) En tal momento, precedido como siempre por Lesbo, aparece Claudio. Popea comienza su plan. Quejándose de que Claudio no la ama lo suficiente, acaba confesándole que quien la 83 Convencidos de la vileza de Agripina, por su parte Narciso y Palante ponen en conocimiento del emperador las maquinaciones de su esposa. Cuando ésta acude a Claudio pidiéndole que cumpla la promesa que le ha hecho, Claudio la acusa de usurpación. Pero Agripina sabe defenderse: cuando supo de su muerte, actuó de la manera adecuada para evitar que nadie se hiciera con el poder. Claudio queda convencido por sus palabras. importuna no es Otón sino Nerón. Algo perplejo por la revelación, Claudio consiente en ocultarse en otro lugar a ruegos de Popea. Nerón sale de su escondite y vuelve a demostrar su pasión por Popea, creyendo que Claudio se ha marchado, pero éste sale de donde se ocultaba y le ordena de mala manera que se largue. Éste obedece pero amenazando con la venganza de Agripina. Es el momento ahora del contraataque y Agripina le acusa de que la ha traicionado con Popea. Claudio sólo quiere que se establezca la tranquilidad sentimental entre todos y Agripina afirma que ello sólo se consigue dejando de lado el odio. Luego le hace ver su cariño (Aria de Agripina: Se vuoi pace, o volo amato). Convencido Claudio de todo lo afirmado por Popea, ante los temores manifestados por ésta con respecto a la reacción violenta de Agripina, Claudio la tranquiliza pues cuenta con su protección (Aria de Claudio: Io di Roma, il Giove sono). Popea logra desembarazarte también de Claudio. Otón sale de su escondite y entre los dos se aclara el malentendido que hasta entonces los ha dividido, declarándose el mutuo amor (Arias de Otón: Pur ch’io ti stringa al sen, y Popea: Bel piacer è godere). Llegan Popea, Nerón y Otón. Ante la sorpresa general, Claudio ordena que Nerón y Popea se casen, nombrando a Otón su sucesor. Esta decisión no complace a ninguno de los interesados. Entonces, para que por fin se ponga término a tanto conflicto Claudio de nuevo cambia de decisiones. Nerón será su sucesor y Otón desposará a Popea (Coro: Lieto il Tebro increspi l’onda). A este punto, las cosas parecen embarullarse bastante más. Nerón acude a su madre, le narra lo sucedido con Claudio y le pide ayuda. Nerón, a sugerencia materna, promete olvidar a la indigna Popea (Aria de Nerón: Come nube che fugge dal vento) La diosa Juno desciende del Olimpo para augurar felices días a los esposos y gloria para el imperio (Aria de Juno: V’accendano le tede). ) El artículo común a esta ópera y a Theodora se puede leer en la pág 37 84 jenufa ) Leoś Janácek (1854 - 1928) 85 Jenůfa Leoś Janácĕk (1854 - 1928) OPERA EN TRES ACTOS. Libreto del compositor basa en La Hijastra, de Gabriela Preisová. Estrenada en el Teatro Nacional de Brno el 21 enero de 1904. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Teatro alla Scala de Milán. Director musical: Ivor Bolton Director de escena y escenógrafo: Stéphane Braunschweig Figurinista: Thibault Vancraenenbroeck* Iluminador: Marion Hewlett* Director del coro: Peter Burian La Vieja Buryja: Mette Ejsing* Laca: Miroslav Dvorsky (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Jorma Silvasti* (6, 10, 13, 16, 19) S̆teva: Nikolai Shukoff* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Gordon Gietz (6, 10, 13, 16, 19) Kostelnic̆ka: Deborah Polaski* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Anja Silja (6, 10, 13, 16, 19) Jenůfa: Amanda Roocroft* (4, 8, 11, 14, 17, 20, 22) / Andrea Dankova (6, 10, 13, 16, 19) El capataz: Károly Szemerédy El alcalde: Miguel Sola La mujer del Alcalde: Marta Mathéu* Karolka: Marta Ubieta Una pastora: María José Suárez Barena: Sandra Fernández Jano: Elena Poesina* La tía: Pilar Vázquez* Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Diciembre; 4, 6, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 19, 20, 22 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 86 Argumento Jenůfa Fernando Fraga Ópera en tres actos de Leoś Janác̆ek. Libreto de Leoś Janác̆ek sobre un texto de Gabriella Preisová. La acción de la obra tiene lugar, a finales del siglo XIX en una aldea de Moravia, región centroeuropea limitada, entre otras, por la República Checa, Austria, Eslovaquia y Alemania. Antes de levantarse el telón han ocurrido los hechos siguientes. La abuela Star̆enka Buryjovka (Buryja) ha tenido dos hijos que, por ciertos avatares de la vida, ha perdido pronto. El mayor de los dos, propietario del molino familiar, se había casado con Klemen la cual había aportado al matrimonio un hijo producto de una anterior relación, Laca. De la unión del molinero y de la ahora viuda Klemen nació teva. El segundo hijo muerto de Buryja, de un primer matrimonio ha tenido una hija, Jenůfa. Luego este hijo, llamado Toma, se casó con Kostelnic̆ka (La Sacristana). O sea, que los dos hombres en torno a los cuales giran las vicisitudes de Jenůfa son hermanastros y a la vez primos de la muchacha. Llega Jano, un joven pastor, al que Jenůfa ha enseñando a leer. El actual molinero reprocha a Laca su mal carácter que achaca al amor por Jenůfa no correspondido, pero el joven tiene la esperanza de que su rival sea enrolado en el ejército facilitándole así las cosas (Escena primera). Acto I En el patio de un molino perdido entre las montañas, a la caída de la tarde, la abuela Buryja pela patatas. Jenůfa de pie otea ansiosamente el horizonte, mientras Laca sentado se mantiene silencioso. Laca, enamorado también de Jenůfa, se muestra cáustico y rencoroso con Buryja, a la que no pueda perdonar la preferencia que ésta tiene por Števa, contrastando esta actitud con el cariño y dulzura que a la abuela siempre destina Jenůfa. Števa ha estado disfrutando su liberación y aparece con un grupo de amigos manifiestamente borracho. La celebración continúa en el patio del molino, a pesar de la voluntad contraria de Jenůfa. ) Jenůfa espera la llegada de su primo Števa del que está enamorada. Confía que éste se pueda librar de la conscripción, ya que de no ser así se verían atrasados sus planes de boda. Jenůfa está embarazada y el hijo que espera es de Števa. El molinero hace caer por tierra las ilusiones de Jenůfa: Števa se ha librado de la conscripción. La noticia alegra a Buryja y Jenůfa. KostelniĀka, que hace una fugaz aparición, también es informada de la noticia (Escenas segunda y tercera). 87 El jolgorio se interrumpe bruscamente con la reaparición de KostelniĀka. Su presencia y autoridad ponen fin a la fiesta. Viendo el estado en que se encuentra Števa, y sabiendo que esta situación se ha repetido otras veces, le impone al joven una prueba: sólo permitirá que se case con su hijastra Jenůfa si es capaz de estar un año entero sin emborracharse. Todos aceptan sin rechistar tan severa decisión (Escenas cuarta y quinta). Acto II Cinco meses después, en un salón de una típica casa de aldea eslovaca, en el hogar de KostelniĀka, ésta y Jenůfa, cuya cicatriz facial es terriblemente visible, se dedican a labores de costura. El niño, que ha nacido ya hace apenas una semana, es objeto de los mayores cuidado por parte de la madre, muy inquieta por otro lado, ya que desde hace semanas no sabe nada de Števa (Escena primera). KostelniĀka ha hecho beber un somnífero a Jenůfa para que la joven pueda descansar un poco y, al mismo tiempo, para evitar que esté presente en el inmediato encuentro que va a tener con Števa al que ha citado en la casa (Escena segunda). Se disuelve la reunión y se quedan solos Števa y Jenůfa. La pareja intercambia pareceres pero no logran llegar a un acuerdo acerca de su relación. Jenůfa comprende que la actitud de Števa nada tiene que ver con las esperanzas que en él ha depositado, como esposo y como padre de su futuro hijo. Finalmente, el joven acaba por irse a acostar, dejando a Jenůfa triste y desilusionada (Escena sexta). En efecto, el muchacho hace su entrada, siendo enseguida objeto de los reproches de la Sacristana. Števa no sabe del nacimiento de su hijo, por el que demuestra no demasiado interés. Laca reaparece y como es su discurso continúo habla mal de Števa, llegando a afirmar en sus ladinas palabras que sólo ama a Jenůfa por sus mejillas de melocotón. Acto seguido intenta abrazar a la muchacha, siendo violentamente rechazado. Entonces, con un desmedido rencor y sin apenas pensar en las consecuencias del repentino acto, saca el cuchillo que había previamente afilado, y desgarra la mejilla de Jenůfa. KostelniĀka le exige que cumpla sus deberes con Jenůfa, casándose con ella y librándola así del deshonor. Pero Števa ha dejado de amar a Jenůfa, que le horroriza ahora con su mejilla sesgada y con el súbito cambio que ha sufrido su carácter, en este momento tan sombrío y repelente como el de la propia KostelniĀka. Antes de marcharse, Števa da cuenta de que se ha prometido con Karolka, la hija del alcalde. Barena, la criada del molino, testigo del ataque, hace creer al molinero y a Buryja que se trata de un accidente. Pero el molinero está seguro de que ha sido un acto vengativo y cobarde por parte de Laca que ha querido así estropear la belleza de Jenůfa (Escena séptima). ) En mitad de su descanso, se escucha gemir a Jenůfa en la habitación vecina. KostelniĀka está horrorizada (Escena tercera). 88 ) 89 Así la encuentra Laca quien le propone de nuevo matrimonio, ya que su amor por ella cada vez se fortalece más. Jenůfa agradece la magnitud de este cariño pero confiesa estar vacía de sentimientos, incapaz de sentir y expresar amor. Laca, sin embargo, no perderá jamás las esperanzas. Laca entra preguntando si ha regresado ya Jenůfa de Viena. Ese viaje a la capital ha sido inventado por KostelniĀka para ocultar los últimos meses de embarazo de Jenůfa que los ha pasado escondida en la casa. La Sacristana acaba por confesar la verdad a Laca. Éste sigue enamorado de Jenůfa y se pregunta sobre la posibilidad de hacerse cargo también, si la boda se produce, del niño. Comprende KostelniĀka entonces la importancia que ha adquirido este niño sobre el futuro de su hijastra. Dando a entender a Laca que el niño ha nacido muerto, le envía para que traiga noticias del enlace entre Karolka y Števa. KostelniĀka se queda sola y comienza a vislumbrar las consecuencias de su mentira. Para salvar el honor de Jenůfa habría que ocultar la existencia del niño. Pero eso es casi imposible, tarde o temprano se descubrirá. La única solución es que el recién nacido muera. Como si en sueños tomara esta decisión, entra precipitadamente en la estancia donde el pequeño reposa junto a su madre dormida, lo envuelve en un chal y sale de la casa rápidamente (Escenas cuarta y quinta). KostelniĀka, dentro de su estado, es capaz aún de sentirse tranquila al comprobar que lo hecho por ella ha conseguido los convenientes resultados que pretendía. Pero, en ese mismo momento, una fuerte ráfaga de viento abre con violencia una ventana. Horrorizada la Sacristana siente como si la muerte hubiera entrado en la casa, riendo sarcásticamente (Escena octava). Acto III Han pasado dos meses. En la casa de la Sacristana todo está preparado para festejar el enlace de Jenůfa y Laca. Jenůfa, vestida de fiesta, se halla sentada con el libro de oraciones en la mano. Cerca de ella está Laca. KostelniĀka, agitadísima, se sobresalta ante cualquier ruido que se produce en la habitación o en el exterior (Escena primera). Jenůfa se despierta y al no ver al niño ni a KostelniĀka piensa que ésta ha ido al molino a mostrar el pequeño a su padre. Se pone a rezar y en tal recogimiento se la encuentra (Escena sexta) KostelniĀka a su regreso. Poseía por una extraña e incontrolable agitación, a las preguntas Jenůfa, KostelniĀka no duda en decirle que, durante los dos días que la joven estuvo poseída por un estado de delirio inconsciente, el niño falleció. Jenůfa se hunde en la desesperación. KostelniĀka le cuenta entonces los planes de boda de Števa y Karolka. Jenůfa se queda como ida (Escena séptima). Este estado nervioso es advertido por el Alcalde que ha venido con su esposa a felicitar a los contrayentes. KostelniĀka da ambiguas explicaciones de su malestar. La mujer del Alcalde comenta el sobrio vestido de novia de Jenůfa, carente de encanto (Escena segunda). ) Al trasladarse el grupo a la habitación vecina se quedan a solas Jenůfa y Laca. Los dos jóvenes intercambian palabras de perdón, amor y 90 Laca, sospechando lo que se oculta en este acontecimiento, intenta retener a una muy nerviosa Jenůfa (Escena novena). Ésta reconoce en el niño muerto a su hijo y grita en el colmo de su desesperación. Todos creen entonces que ella es la autora del infanticidio y se disponen, airados, a castigarla lapidándola. Laca la defiende. Entonces, KostelniĀka confiesa su culpabilidad y las razones que la han llevado a cometer tan terrible delito. Los lugareños se sienten aterrados. Števa se sume en una profunda abatimiento. Karolka le reprocha su conducta con Jenůfa, rompiendo de inmediato su compromiso con él (Escena décima). consuelo, poniendo en claro que entre ellos, en su futuro en común sólo existirá comprensión y estima. Laca, a ruegos de Jenůfa se ha reconciliado con Števa y lo ha invitado a la boda a la que acudirá con su prometida Karolka (Escena tercera). Aparecen Števa y Karolka. La incomodidad de él contrasta un tanto con la gracia y el encanto de Karolka, quien desea a Jenůfa la mayor felicidad como esposa (Escena cuarta). La Sacristana no acepta bien la presencia de Števa, muy rencorosa por la conducta seguida por el muchacho, aunque a regañadientes acaba por aceptarle (Escena quinta). Jenůfa, serena, comprende y disculpa la forma de actuar de su madre adoptiva y la perdona. Con cariñosas palabras intenta calmarla antes de que se la lleven presa (Escena undécima). La sirvienta Barena y un grupo alegre de muchachas ofrecen flores a la desposada. Buryja bendice a la pareja (Escena sexta). Luego, cuando todos se van y se quedan solos, Jenůfa quiere devolverle la libertad a Laca. Pero éste la sigue amando y los dos deciden construir su futuro en común. Jenůfa ha comprendido el gran amor de Laca y se siente también impulsada hacia él por el mismo y fuerte sentimiento (Escena duodécima). De pronto entra Jano en busca del Alcalde. Al producirse el deshielo, en el arroyo cercano al molino se ha encontrado el cadáver de un niño (Escena séptima). ) KostelniĀka, trastornada, comienza a decir palabras incongruentes (Escena octava). 91 Genealogía del maltrato: las protagonistas femeninas de Jenůfa Laia Falcón esposo: “…que me cortaras la mejilla aposta... lo hiciste por amor”. El conmovedor lirismo con que pronuncia estas palabras, respaldada por una orquesta totalmente rendida a su fe en que esa vida será mejor, parece sinceramente ajeno a la interminable historia de terror familiar a la que representa. Cientos de generaciones pasadas podrían reconocerse en el espejo de esta frase y, aún así, quizás seguirían sin alertarse ante la espantosa contradicción que la atraviesa. ¿Es éste un final feliz? Un atroz estupor nos golpea cuando el telón cae finalmente sobre el futuro abierto de esta pobre mujer, partida en mil pedazos y, sin embargo, sonriente de por vida. Cuántos siglos de terror concentrados en un aparente final feliz: “…eres el hombre más bondadoso que he conocido. Que me cortaras la mejilla aposta... hace tiempo que lo perdoné (…) lo hiciste por amor”. Esta ópera es, para muchos, una de las más ejemplares historias sobre la belleza del perdón. Un precioso ejemplo con el que recordar que sólo dejando atrás el odio y la pena es posible construir un mundo mejor. Si recordamos las palabras con que Milan Kundera se acerca al universo de JanáĀek, “una pequeña nación se parece a una gran familia”, vemos el hogar de Jenůfa y KostelniĀka como imagen de la propia continuidad que la Humanidad debe afrontar, en esa red trenzada a partir de miles de historias individuales, para seguir adelante. Para no ahogarse en las tragedias (una de las grandes reglas que debió de mantener a JanáĀek en pie, tras la muerte de sus dos hijos) y garantizar que las nuevas generaciones sigan caminando hacia el futuro. El terror cercano Entre las principales obras que los públicos de todos los tiempos guardamos como tesoros, hay una extensa colección de tragedias sobrecogedoras: muchas de las óperas y piezas teatrales que, año tras año, buscamos en los escenarios, recurren a terribles imágenes y desgarradores giros con los que recordarnos que el dolor y la desgracia forman parte de la vida. Resulta significativo cómo, a pesar de que muchas de estas anécdotas se retuercen hasta rocambolescas cimas de lo inverosímil, admitimos el juego de leerlas literalmente mientras la función dure, y nos emocionamos hasta la lágrima porque la tragedia de esos personajes también es un poco nuestra. Por muy lejanos que resulten sus argumentos, nos siguen convenciendo como ) Pero, a pesar de los brillantes acordes con que el compositor cierra la partitura, algo ensombrece el escenario mientras Jenůfa se abraza a su 92 metáforas magistrales de la equivocación y el engaño, del odio y la locura, de la guerra y el miedo: porque en el teatro todo es posible, admitimos durante unas horas que Azucena pudiese equivocar los bebés ante la hoguera, que Rigoletto no reconoce su propia casa mientras sujeta la escalera a los secuestradores de su hija, o que Turandot asesina hombres al amanecer hasta encontrar el amor verdadero… son fórmulas que nos acompañan desde el primer cuento y que, al otro lado del foso, nos estremecen durante unas horas con ejemplos exagerados pero certeros. Luego se encienden las luces y vuelve esa pesada frontera de terciopelo que es el telón, y el universo de los disfraces se queda en su orilla y nosotros en la nuestra. recuerdan la precisión con que quería expresar las pasiones: “JanáĀek no reprocha a los románticos el haber hablado de los sentimientos”, escribe Kundera, “les reprocha haberlos falsificado: haber sustituido la verdad inmediata de las emociones por una gesticulación sentimental”. Este rigor con el que quería observar el mundo para trasladar “verdad” y “realidad” a la partitura (conceptos esenciales de la estética del autor de Jenůfa) nos lleva a descubrir en sus personajes una dimensión aún más doliente: al conocer el empeño con que JanáĀek huía de lo exagerado y artificioso, el perfil de Jenůfa y KostelniĀka y los terribles episodios de su historia nos resultan aún más estremecedores. Los golpes sufridos por la sacristana y la cuchillada que marca a su hijastra, la vergüenza asfixiante, el desprecio de los hombres que debían haberlas acompañado y, sobre todo, la terrible falta de cordura para protejerse a sí mismas y a lo que más aman... no son escenas diseñadas como golpe de efecto, sino fotografías tomadas del mundo real. Ese niño arrojado al hielo, última víctima de la atroz espiral de destrucción aquí narrada, no es un invento de libretista sino un rostro más, con nombre y apellidos, de quienes sufren a manos de aquellos que sólo deberían darles amor. Pero esa calma (de que todo era un juego, de que las cosas no pasan así en la realidad) no llega tras el último acorde de Jenůfa. Algo continúa temblando en la sala cuando obras como ésta terminan, porque el terror es mucho más poderoso cuando no parece imposible: cuando su tragedia no es lejana ni inverosímil, cuando reconocemos sus piezas porque sabemos que forman parte de la verdad de muchos hogares y de las vidas de personas de carne y hueso. No nos sorprende leer que el dolor de Jenůfa fue esculpido por Gabriela Preissová, la autora de la obra original Su hijastra, a partir de anécdotas reales de aldeas de Moravia: parece recogido, cuaderno en mano, de la historia de cientos de pueblos y hogares, con la misma precisión científica con que JanáĀek anotaba las inflexiones melódicas del habla y la naturaleza para captar esa verdad que buscaba transmitir con su música. Gusanos en las raíces: daño y vergüenza, miedo y errores Frente al mar de desgracias y agresiones que padece, pocos personajes se aferran con la fuerza de Jenůfa a la esperanza de conseguir la felicidad. Ya al comienzo, cuando empezamos a conocer a la enternecedora joven, no podemos sino sonreír ante el amor con que cuida esa pequeña maceta ) Son frecuentes los testimonios y reflexiones con que JanáĀek, o quienes bien lo conocen, nos 93 vergüenza: en un escenario de férrea vigilancia religiosa y social (esa pequeña aldea donde todos se conocen y huyen temerosos de la mirada, precisamente, de la sacristana KostelniĀka), “vergüenza” es la palabra que más se repite en los parlamentos de las protagonistas. Acecha como una terrible amenaza, una marca abrasadora que asusta más que una cuchillada o, incluso, que el asesinato. Tal es su poder, que ningún otro mal ni ninguna otra falta pueden compararse a las consecuencias de este terrible estigma. Si “¡la vergüenza me herirá en lo más profundo del alma!” es lo que Jenůfa canta en su primera aparición, meses después, tras las sangrantes tragedias a las que ha tenido que hacer frente, su única obsesión se mantiene inalterada: “¿Sabes que me juzgarán, y que todos me mirarán con desprecio?”, le advierte a Laca con la cabeza gacha. Una cicatriz le atraviesa la cara, apenas se recupera de haber dado a luz en un total aislamiento y de haber creído que el bebé murió de enfermedad; tan sólo han pasado unos minutos desde que contemplara el cadáver de ese niño y de que tuviera que escuchar que realmente el pequeño le fue arrebatado y asesinado... y, sin embargo, la mayor de sus preocupaciones es avisar a su prometido de que es una mujer manchada por la vergüenza y, por ello, una carga injusta para él. de romero en que ve el símbolo de su felicidad futura: “si dejo que se agoste, ¿sabes, abuela?, dicen que la felicidad también se agostaría; toda la felicidad del mundo, ¡también se agostaría!”. En pocos compases admiramos en este personaje una asombrosa capacidad de amar y alimentar la esperanza, de querer cuidar de los suyos y esperar que las cosas se arreglen. Sin embargo, ese mimo tan conmovedor, esa atención tan dulce con que cuida la plantita de su felicidad, no parecen bastar para que descubra lo que anida entre sus raíces: esos gusanos sembrados por Laca con la intención de que el romero muera antes de que Jenůfa consiga lo que tanto desea. Para un autor como JanáĀek, para quien cada nota y cada palabra sólo se emplean si son realmente portadoras de un significado importante, es muy poderosa la fuerza de esta imagen. De hecho, una de las dimensiones más estremecedoras y certeras de esta obra es la atención que concede a explicar los perfiles y el origen de las desgracias de sus protagonistas femeninas: del mal que carcome las raíces de la felicidad de Jenůfa y KostelniĀka. Con un énfasis asombroso, el libreto reescrito por JanáĀek a partir de la obra de Preissová delata cuatro fuerzas principales que pudren y resecan los intentos de estos personajes por vencer la desgracia: el miedo a la vergüenza y la condena social, el rechazo y falta de compromiso de quienes deberían luchar a su lado, una larga historia de maltratos que se arrastra entre generaciones y, en cuarto lugar y planeando sobre todas ellas como un ave rapaz, esa extendida noción de un amor deformado, en cuyo nombre se amparan terribles agresiones. Tanto en el drama original como en el libreto de JanáĀek se insiste en un tema clave de la literatura de la época y del propio reglamento social que imperaba, rotundo como un hacha, en el campo y las ciudades: este pavor de las mujeres a la marca de la vergüenza viene unido a la temida posibilidad de que los hombres con que se han relacionado antes del matrimonio no cumplan luego su palabra de llevarlas al altar. Para estos personajes ) Resulta escalofriante el empeño que estas dos mujeres ponen en ocultar el ruido de la 94 agresiones, como esas palizas que la sacristana recibió por parte de su esposo, el desprecio que Laca se permite contra Buryja o las sádicas reacciones con que Števa despierta los celos de su prometida cada vez que se siente acorralado (qué dolor, por cierto, debía de sentir ante estas páginas de Jenůfa la esposa del compositor, Zdenka, cuando años después, intentara su propia muerte, inundada de rabia y desesperación por las hirientes ausencias e infidelidades de su marido). La obra concede un importante espacio en subrayar que este rechazo se activa frente al rol que estas mujeres desempeñan cuando recuerdan a los hombres sus deberes, aspecto que termina de enunciarse cuando el débil Števa se niega a casarse con Jenůfa, alegando la transformación que ésta sufrió cuando, emba- ) masculinos, la mujer (y el libreto insiste mucho en este matiz) puede aparecer como un ser tierno y atractivo, pero también encierra una aterradora faz de vigilante y censora, repentina doble cara ante la que muchos hombres sólo pueden reaccionar con el rechazo y la huída. Cuando la obra comienza comprobamos cómo las distintas intervenciones de muchos personajes (Laca, los aldeanos, Števa) coinciden en expresar un rechazo profundo al papel represor de las mujeres que los vigilan: ellas (KostelniĀka, la abuela) son quienes recuerdan el trabajo que queda por hacer, quienes exigen silencio, quienes censuran los errores y las borracheras, quienes bendicen o condenan las nuevas parejas. Todos las temen y rehuyen por ello, cuando no osan incluso tratar de silenciar sus comentarios con 95 al perder su libertad”. Incluso escénicamente se enuncia que el terror queda en casa cuando Jenůfa no puede acudir en busca de su bebé, aprisionada entre las paredes de la habitación de su madre. razada, empezó a reclamarle esa boda tan urgente: “tengo miedo de ella. Solía ser tan dulce, tan alegre... pero de pronto comenzó a cambiar ante mis ojos; se volvió como tú [KostelniĀka], irritable y áspera. (…) Y tú (…) también me das miedo. Me resultas tan extraña, tan temible... ¡como si fueras una bruja que me persiguiera, que me acosara!”. Y es en este peligroso universo familiar donde tiene lugar esa triste herencia trasmitida entre las sucesivas generaciones: esa terrible tendencia a repetir los mismos errores del pasado, que muchos en esta historia quisieran frenar y, que por una terrible falta de lucidez, se reproduce una y otra vez. Lo vemos esbozado en la inquietante letra de la canción nupcial que entonan las muchachas: “¡Oh hija, oh hija mía! ¡Mejor olvida el matrimonio, porque aún eres muy joven! ¡Oh, madre, oh madre mía! ¡También tú eras joven cuando le dijiste que sí!”. Pero, sobre todo, queda dicho en las terribles palabras con que KostelniĀka explica que su gran misión es salvar a Jenůfa de un mal ya conocido: “él también tenía los mismos rizos dorados y un cuerpo magnífico”, explica al referirse a su difunto esposo para compararlo con ese disoluto Števa al que en absoluto aprueba, “mi madre intentó detenerme y me avisó de cómo era, mas no quise hacerle caso, ¡no quise hacerle caso! (…) cuando él se emborrachaba, (…) cuando acumuló deudas y derrochó el dinero, le decía lo que pensaba, y él me pegaba, me pegaba...¡más de una noche he pasado oculta en los bosques!”. Es una confesión desnuda y asombrosa, muy poco común en el retrato de ese desagradecido arquetipo que la literatura universal ha identificado tradicionalmente con “la madrastra”. Sin embargo, esta fuerza con que la sacristana quiere proteger a su querida hija adoptiva negándose a permitir esa boda hasta que el novio no pase un año sobrio, esta lucidez con que habla de los más dolorosos errores de su propio pasado, desapa- ) Con estas palabras Števa también alude a esa otra característica que la obra incluye entre lo que carcome las raíces de la felicidad de la hijastra y la sacristana, y que se localiza, precisamente, en esa especie de legado que las generaciones de esta historia, muy a su pesar, parecen pasarse de década en década. Nos referimos a esa funesta espiral que, en el libreto, es heredada en el seno familiar: esa red en la que las mayores tratan de evitar que sus descendientes repitan sus errores... y, sin embargo, no sólo no lo consiguen sino que además llegan a convertirse en cómplices –cuando no autoras– de las nuevas tragedias de sus hijas. Para tratar de entender esta línea de la obra es importante recordar cómo el libreto subraya que el terror de esta narración está localizado entre las paredes del hogar. En primer lugar, todos los implicados en la funesta trama están unidos por lazos familiares: Jenůfa es hijastra de KostelniĀka y nieta de Buryja, y sus consecutivos novios, los hermanastros Števa y Laca, son sobrinos de la sacristana y nietos, por tanto, de esa misma abuela. En este sentido, son también significativos los frecuentes fragmentos de la ópera donde se identifica el matrimonio con una solución desesperada o, incluso, con una cárcel temida por toda mujer, como cuando la protagonista, que acude a su propia boda vestida de luto, permanece silenciosa cuando la campesina sentencia que “suele ser habitual que una muchacha esté triste 96 recen después, derrotadas por la locura de la vergüenza y el miedo a la humillación de un nombre manchado: KostelniĀka, antes dueña de una firmeza y una madurez sólidas como rocas, se convierte después en la principal destructora de las nuevas ramas de su árbol genealógico. La claridad con que prevé que el seductor e irresponsable Števa será un marido más ligado al alcohol que a las obligaciones familiares desaparece después, cuando se torna en una cruenta asesina y cuando fabrica una peligrosa nueva boda de sustitución: creyéndose férrea defensora de la felicidad de Jenůfa acaba sin embargo con la vida de lo que ésta más adora, ese precioso nuevo descendiente, quizás el único que podía aún comenzar una vida sin palizas ni odio heredados; y, amparándose en ese mismo amor de madre, promueve un segundo compromiso, desconcertante y no falto de peligros, un matrimonio que a sus ojos (y a los del propio desenlace de la ópera) parece nacer de la generosidad y el amor verdadero... como si fuese posible no ver que ese nuevo novio es el mismo que marcó un particular cortejo, meses atrás, acuchillando el rostro de la novia y pudriendo las raíces de su felicidad. en que Jenůfa culmina su evolución en el relato. Tampoco debemos olvidar esa metáfora nacional que tantas obras (especialmente en casos como el de JanáĀek, entusiasta comprometido con su país) construían en torno a los dramas familiares: “Las pequeñas naciones”, escribe Kundera, como recordábamos antes, “no conocen la feliz sensación de estar ahí desde siempre y para siempre; todas pasaron, en algún momento de su historia, por la antecámara de la muerte, siempre enfrentadas a la arrogante ignorancia de los grandes (…) una pequeña nación se parece a una gran familia y le gusta llamarse así”. Leemos entonces la historia de Jenůfa más allá de los confines de cinco personas, y entendemos la necesidad y el valor de ensalzar la nobleza de quien deja atrás el pasado de dolor y tiende la mano a antiguos enemigos, para juntos caminar al futuro. Nunca serán suficientes los relatos que nos ayuden a reforzar este espíritu. Sin embargo, construir metáforas de guerras pasadas a partir de las historias construidas con el devenir de una pareja, no siempre da pie a lecturas tan bellas. ¿A dónde nos lleva trasladar el enfrentamiento de dos bandos sociales, por ejemplo, a una historia concreta de golpes, abandonos y heridas causados por un hombre hacia su novia o esposa? En un relato de estas características, ¿en qué consiste, exactamente, la paz de un futuro mejor? Mientras muchos ven en la historia de la aldeana morava un ejemplo bellísimo con el que construir un mundo nuevo, otros se preguntan si no sería más valiente acompañar de otro modo a los millones de jenůfas que, desgraciadamente, habitan el planeta. Quizás no sea tan hermoso, al fin y al cabo, seguir mimando una plantita sin saber que los gusanos devoran sus raíces. La paz en las paredes de una casa ) Jenůfa es para muchos, como decíamos al comenzar estas páginas, uno de los principales y más bellos símbolos del poder del perdón, una heroína que renace de cuantos golpes recibe y que repara el alma de sus adversarios dándoles la paz de las segundas oportunidades y del amor sin rencor. No debe analizarse esta obra al margen de su dimensión religiosa, esencial para entender a ambas protagonistas y determinante para leer el modo 97 Hasta que llegó su hora Juan Lucas el futuro, ejerce una poderosa atracción sobre los más grandes directores de orquesta del mundo, que se afanan por entrenar a sus centurias en un lenguaje que funde riqueza armónica, poderío rítmico y una insólita variedad tímbrica; por último, la fuerte personalidad tanto dramática como vocal de sus grandes personajes, así como la inédita propuesta de un estilo de canto imitativo como ningún otro de las inflexiones del habla, han hecho que los más dotados cantantes del mundo aprendan el checo con la naturalidad con que hasta ahora se aprendía el italiano o el alemán. Pocas sopranos en la actualidad dejarán de plantearse en algún estadio de su carrera la aproximación a personajes de la riqueza y el alcance de Jenůfa, la Kostelnic̆ka, Katya Kabanová o Emilia Marty, con el ardor y la ambición con los que antes se acometía una Brünnhilde, una Tosca o una Elektra. La hora de Janácĕk ha llegado y, como decía la canción, el solitario león moravo ha venido para quedarse. Hoy es un hecho la inmersión de las óperas de Leoś Janácĕk dentro del núcleo central del repertorio, al nivel, por no ir más allá de sus contemporáneos, de los grandes dramas líricos de Puccini o de Richard Strauss. De sus nueve realizaciones en el género, al menos cinco –Jenůfa, Katya Kabanová, La zorrita astuta, El caso Makropoulos y su última obra maestra, De la casa de los muertos– están presentes hoy en día en la programación de los grandes teatros de ópera del mundo con la regularidad, por seguir con sus dos ilustres coetáneos, de una Salome o de una Madame Butterfly. Incluso podríamos decir que, a medida que avanzan los años y su estilo va haciéndose más familiar tanto para el público como para una gran parte de la crítica especializada, la valoración y la estima del genio artístico de Janácĕk se afirman con insólita contundencia hasta el punto de que, para muchos, su corpus operístico se sitúa en una cima histórica que muy pocos –Mozart, Wagner, Verdi– habrían alcanzado. La eficacia y originalidad de sus libretos, que combinan por lo general con extraña y feliz alquimia un realismo de tinte naturalista con un simbolismo nada vaporoso, los han convertido en auténticos favoritos de los directores de escena, sea cual sea su adscripción estilística; la riqueza tanto expresiva como técnica de su paleta orquestal, siempre al servicio de un discurso musical que, arraigado profundamente en la tradición, arroja una mirada irreductible hacia ) El trayecto, no obstante, ha sido largo y tortuoso, hasta el punto de que ningún otro de entre los considerados grandes de la ópera ha tenido que atravesar un purgatorio tan extenso y desolador como el solitario músico de Hukvaldy. Por no salirnos del territorio español, es notorio que sólo en estos albores del siglo XXI las óperas de Janácĕk están siendo estrenadas en Madrid; la obra que nos ocupa, Jenůfa, tradicionalmente la más popular y de más fácil acceso, fue repre98 perado las fronteras de su Moravia natal. Quizá no sea un mérito menor el hecho de conseguir que el mundo aprendiese a admirar a un autor desprovisto de sus armas fundamentales, pues al irreparable daño que en las óperas de Janácĕk provoca la conversión idiomática (hecho grave para cualquier ópera, en efecto, pero más, como veremos, en las del autor de Jenůfa) hay que añadir las “mejoras” a las que fueron sometidas gran parte de sus partituras líricas, desde Jenůfa en adelante, por parte de más o menos bienintencionados amanuenses decididos a enmendar los considerados como aparentes fallos de un estilo que, pese a sus innegables rasgos de genialidad, dejaba asomar por sus encajes las limitaciones de un nunca superado diletantismo, cuando no de una declarada incapacidad. Doce años tuvo que aguardar Janácĕk para que su primera obra maestra, esta Jenůfa que hoy felizmente nos ocupa, llegase al Teatro Nacional de Praga tras su estreno absoluto en Brno en 1904, y el precio que tuvo que pagar no fue bajo; nada menos que aceptar, con una mezcla de resignación, humildad y cólera contenida, que el director de orquesta y principal autoridad del coliseo praguense Karel Kovarovic, mediocre compositor donde los haya y resentido personaje que seguía sin perdonar a su colega las acerbas críticas recibidas por su ópera Los novios unos años antes, cuando Janácĕk ejercía de crítico en un diario de Brno, exigiese como condición para su estreno la realización de unos “ajustes” –cuya implementación, claro está, él asumiría de buen grado– que afectarían sobre todo a la orquestación y, ¡ay!, a la misma conclusión de la ópera. Es notorio que el orgulloso compositor debió inclinar la cerviz y aceptar la fechoría, y gracias a ello la obra fue ) sentada por vez primera en la capital de España en 1993, es decir, noventa años (casi un siglo, señores) después de su estreno. Pero países de mucha mayor solera lírica que el nuestro, como Francia, Italia o Inglaterra, no accedieron a las óperas de Janácĕk hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, y en la mayoría de los casos a través de versiones mutiladas –como veremos, Janácĕk es otro de los grandes mártires del panteón musical, como Bruckner o Mussorgski– y en espurias adaptaciones a otras lenguas. Cabe considerar que precisamente ha sido el idioma checo el mayor obstáculo con el que ha tenido que enfrentarse el genio lírico de Janácĕk para obtener el pasaporte definitivo a la gloria; es sabido que, fuera del alemán y el italiano –con cierta cabida para el francés y, apurando mucho, el ruso– en la ópera sólo existen las tinieblas exteriores. Si lenguas que en otros ámbitos gozan de universal aceptación –el inglés, sin ir más lejos– pinchan en hueso cuando de ópera se trata, ¿cómo no iba a ser visto el checo como una excéntrica aberración, por mucho que entre sus practicantes se encontrasen nombres tan señeros como los de Smetana o, sobre todo, Dvorák?. Para asegurar su estreno en Viena, el entusiasta janacekiano de primera hora Max Brod –amigo, biógrafo y rescatador de la obra de Franz Kafka, así como insigne literato y músico ocasional– obtuvo el consentimiento de Janácek para traducir Jenůfa a la lengua de Goethe, y a nadie se le escapa que fue precisamente esta circunstancia la que propició el salto definitivo del sexagenario compositor a lo más alto del circuito internacional. El éxito fue inmediato, y por fin el outsider moravo pudo comenzar a disfrutar de una gloria que hasta ese momento apenas había su99 estrenada por fin en un importante centro musical europeo y la fama de su autor comenzó a abrirse paso en los círculos musicales de Europa, pero no menos cierto es que, hasta las últimas décadas del siglo XX –más concretamente hasta la aparición en escena del gran campeón de Janácĕk, el director australiano Charles Mackerras, responsable de las versiones críticas de sus grandes óperas, hoy consideradas como definitivas– la “versión Kovarovic” fue el único modo de acceder a esta obra maestra, desfigurada en su orquestación (nada queda de los ásperos timbres ni de la originalidad armónica, señas de identidad del autor) y cuyo rimbombante final traicionaba hasta el ridículo las intenciones primigenias de su creador. la mínima tentación pintoresquista, las circunstancias humanas y sociales del universo rural de la Eslovaquia morava. Como el propio Janácĕk llevaba haciendo durante lustros –en su caso con fines musicales– Preissová se había dedicado durante años a sumergirse por los ámbitos más recónditos de aquella región de Centroeuropa, anotando con pasión filológica todos los rasgos que conformaban el corpus de costumbres que otorgaban su identidad a aquella región. De igual manera, Leoś Janácĕk llevaba años anotando en sus cuadernos, durante sus interminables paseos por los paisajes de su tierra, los sonidos de la naturaleza, pero sobre todo las inflexiones del habla humana; con la dedicación de un entomólogo transcribía en notas musicales los períodos, giros e intervalos de las conversaciones entre campesinos, aldeanas, muchachos y todo tipo de gentes que cruzaba por su camino. A la larga, esta práctica acabó por configurar la base de su estilo musical y gestó el elemento que aseguró su irreductible originalidad. Como afirma Kundera, mucho antes que Messiaen o la música concreta, Janácĕk desarrolló lo que podríamos llamar la música de la vida, aquella que pretende, a través de la transposición imitativa, restituir en un lenguaje artístico la articulación de la experiencia humana. Bien que encontramos ejemplos de esta práctica en todas sus obras instrumentales, es sin duda en el ámbito vocal, y más concretamente en la ópera, donde Janácĕk halla su campo ideal de operaciones, y Jenůfa es la primera obra maestra nacida de su genio que logra cristalizar las ambiciones del autor en este sentido. Ha llamado mucho la atención que sus cuatro protagonistas estén asignados a las voces altas del registro, dos sopranos (Jenůfa y la Kostelnic̆ka) y dos tenores (Laca y ) La gestación de Jenůfa, tercera ópera de Janácĕk tras Sarka e Inicio de una novela, fue lenta y azarosa, y con ella asistimos al afianzamiento del estilo de un autor que, pese a encontrarse en una fase avanzada de su periplo vital –en 1895, cuando comienza su trabajo, Janácĕk ha cumplido ya los cuarenta años, cuando estrena por fin la obra ha sobrepasado el medio siglo– apenas había superado una fase creativa que podríamos considerar como de aprendizaje. El material de partida lo suministra la pieza teatral Su hijastra, de Gabriela Preissová (1862-1946), autora igualmente de la obra que sirvió de base a su ópera anterior, la mencionada Inicio de una novela. Sin duda el ferviente nacionalista que por entonces era Leoś Janácĕk debió sentirse identificado por las preocupaciones estéticas y sociales de esta escritora que dedicó gran parte de sus esfuerzos creativos a investigar y revelar, huyendo de los excesos de un Romanticismo apenas superado y sin 100 S̆teva), pero basta conocer las particularidades de la lengua checa, en la que dominan las vocales abiertas frente a las oscuras, para comprender el motivo de esta decisión, que no es otro sino restituir los modos del habla de su país en un discurso musical coherente. El realismo de Janácĕk nace pues de una auténtica voluntad de restitución de los modos físicos de manifestación del comportamiento humano, lo cual no excluye un amplio espectro emotivo ni la cualidad simbólica de sus diversas representaciones. En todo ello, y a medida que su estilo se afianzaba, Janácĕk fue obstinado y pertinaz, tanto en el ámbito de la orquestación –con su gusto por los timbres ásperos, a veces brutales– del ritmo –con células repetitivas que parecen consumirse a si mismas– o de la ) melodía –con frases y giros que parecen acercarse peligrosamente al parlato, sin caer nunca en lo que se conoce como sprechgesang– y todo ello fue lo que en un principio desconcertó al mundo musical de su época, que atribuyó gran parte de sus innovaciones a una falta de formación, a un diletantismo recalcitrante o simplemente a carencias tanto técnicas como formales. Basta comparar las grabaciones de sus óperas “arregladas” por sus pretendidos defensores –entre ellos el gran director de orquesta Vaclav Talich, que realizó censurables arreglos de Katya Kabanová y La zorrita astuta– con las versiones originales reveladas en tiempos recientes por los beneméritos esfuerzos de Mackerras, para darse cuenta de la histórica injusticia cometida con este viejo sabio a lo largo 101 de décadas; por no hablar del sinsentido de llevarlas a ámbitos lingüísticos distintos del checo. Como dice Harry Halbreich, el crimen artístico de cantar Jenůfa en alemán, inglés o italiano es mucho mayor que el que resultaría de cantar Pelléas en chino. su autor, así como su posición incomparable en la historia del género: elaboración temática a partir de células melódicas en ostinati, ritmos que se repiten hasta la hipnosis, variaciones intempestivas de tempi, contrastes tímbricos lacerantes, desprecio por el desarrollo y la escritura contrapuntística, trabajo aditivo a partir de fragmentos casi independientes que se suceden y a veces se superponen… por no hablar de esa particular mirada del artista sobre el hombre y sus circunstancias, mirada exenta de cualquier sentimentalismo –¿quién dijo de Janácĕk que era “el Puccini checo”?; ¡sus dúos de amor no superan en ningún caso los veinte compases!– pero saturada de una conmovedora, a veces hasta lo insoportable, compasión por el destino y la condición humana. Su colega Novák, que por entonces gozaba de un éxito que a Janácĕk se le hurtaba, se burlaba de la reacción de Jenůfa cuando se entera de la muerte de su hijo recién nacido; ‘parecería que le hubieran informado de la muerte de su papagayo más que de su hijo’, dicen que dijo. Y, sin embargo, ese mismo músico que por aquel entonces –finales del siglo XIX– escribía la terrible y conmovedora escena, asistía en primera persona al lento y cruel final de Olga, su hija de 21 años a la que, días antes de su muerte, aún fue capaz de tocar al piano la partitura recién acabada. Evidentemente la hora de Janácĕk no había llegado, y tardaría en hacerlo. Pero nunca es tarde… ) Obra sujeta al esquema clásico en tres actos, de los cuales el segundo funciona como centro nodal y los dos extremos como planteamiento y desenlace, Jenůfa pone en escena y prefigura todo el universo dramático de Janácĕk, empezando por su tema favorito, el de la mujer acosada por un medio social hostil y castrador. Sus dos protagonistas femeninas, la propia Jenůfa y su madrastra la Sacristana o Kostelnic̆ka, remiten directamente a las heroínas de sus grandes óperas del período final, empezando por Katya y la Kabanicha para llegar a la gran creación de Emilia Marty en El caso Makropoulos, sin olvidar a la protagonista de La zorrita astuta, alma femenina donde las haya, si bien perteneciente al universo animal. Es obvio que desde el punto de vista estilístico Jenůfa adolece de un cierto tradicionalismo –empezando por el neto espectro tonal en el que la partitura se ancla desde su primer compás– que la sitúa un tanto a la zaga de los grandes logros estilísticos que su autor alcanzaría en las obras de los años veinte (recordemos que la obra se estrena en 1904), pero ello no impide que la pieza sea de hecho una puesta de largo de todos los rasgos que conformarán el estilo irreductible de 102 der fliegende holländer (el holandés errante) ) Richard Wagner (1813 - 1883) 103 Der fliegende Holländer (El holandés errante) Richard Wagner (1813 - 1883) ROMANTISCHE OPER EN TRES ACTOS. Libreto del compositor basado en Memorias del señor Von Schnabelewopksi, de Heinrich Heine. Estrenada en la Hofoper de Dresde el 2 de enero de 1843. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Director musical: Jesús López Cobos Director de escena: Álex Rigola* Escenógrafa: Bibiana Puigdefábregas* Figurinista: Marta Rafa Sierra* Iluminadora: María Domènech* Director del coro: Peter Burian Daland: Hans-Peter König* (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Eric Halfvarson (14, 17, 20, 23, 26, 28) Senta: Anja Kampe (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Elisabete Matos (14, 17, 20, 23, 26, 28) Eric: Stephen Gould (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Endrik Wottrich * (14, 17, 20, 23, 26, 28) Mary: Nadine Weissmann* Un timonel: Vicente Ombuena El holandés: Johan Reuter (12, 15, 19, 22, 24, 27) / Eglis Silins (14, 17, 20, 23, 26, 28) Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Enero: 12, 14, 15, 17, 19, 20, 22, 23, 24, 26, 27, 28 20:00 horas; domingos, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 104 Argumento Der fliegende Holländer (El holandés errante) Fernando Fraga Ópera romántica en tres actos de Richard Wagner. Libreto de Richard Wagner. También conocida como El buque fantasma, su acción transcurre en Noruega en época sin determinar. La obertura recoge en plan poema sinfónico algunos temas que representan al mar y sus tempestades, la figura del Holandés con su barco y tripulación, el amor puro de Senta y la redención del marino maldito por el amor de la muchacha noruega. tiempos, habiendo resultado hasta el momento todos sus intentos fallidos (Monólogo del Holandés: Die Frist ist um). Acto I El velero del marino Daland ha fondeado en una ensenada de la costa noruega donde se ha refugiado de una violenta tempestad que les ha alejado del puerto de destino, Sandwike. Daland invita a su tripulación a recobrar fuerzas retirándose a descansar, dejando únicamente en cubierta al Timonel, el cual para despejarse entona una melancólica balada acerca del deseo del marino de llegar a tierra firme y abrazar a la amada (Canción: Mit Gewitter und Sturm). Poco a poco se va quedando dormido. Al retornar a cubierta Daland descubre la presencia del misterioso navío y regaña al todavía soñoliento Timonel por su indisciplina. Al ver en tierra al Holandés se le aproxima y entabla un largo diálogo con él. El Holandés, a cambio de su hospitalidad, le ofrece un cofre lleno de joyas, despertando la codicia de Daland. Al enterase de que el marino es padre de una hija a la que describe como buena, bella y virtuosa, a cambio de su mano el Holandés le hará dueño de toda su fortuna (Dúo de Daland y el Holandés: Wie? Hör’ich recht?). A lo lejos se vislumbra un barco de mástiles negros y velas rojizas, de aspecto siniestro, que se avecina lentamente a la costa, hasta atracar junto al navío de Daland. Su capitán salta a tierra. Es el Holandés, el condenado por sus injurias a Dios a vagar por los mares. Cada siete años el mar acerca a tierra su barco, oportunidad que ha de aprovechar para lograr su redención que ha de llegarle a través del amor de una mujer que le sea fiel eternamente. Ese es su destino hasta el final de los ) Daland no cabe en sí de satisfacción. Cuando el mar se queda completamente en calma y el viento se pone favorable para la navegación, los dos barcos se encaminan al puerto de destino mientras se escucha la canción del Timonel a la que unen sus voces los demás marineros (Final del acto: Südwind! Südwind!). 105 Senta. Éste que venía feliz con el anuncio del arribo de Daland se queda muy ofendido por la declaración de Senta. Acto II Este acto, completamente masculino, contrasta con el inicio del siguiente, dominado por las mujeres, diferentes climas que se reflejan oportunamente en la música. Nos sitúa en el interior de la casa de Daland en el puerto de Sandwike. Cuando se encuentran a solas, Erik declara de nuevo su pasión. Pese a su pobreza, razón por la que Daland rechazará su petición, confía en los buenos sentimientos de Senta para obtener una respuesta afirmativa por parte de ella. Cundo repara en el cuadro, Erik relata una pesadilla que le atormenta. En ella, vio a Senta huir en un barco con el siniestro personaje reflejado en la pintura. Estas palabras hacen mella en el corazón de Senta (Dúo de Erik y Senta: Bleib, Senta! Bleib nur einen Augenblick!, con el relato de Erik: Auf hohem Felsen). En la habitación de decorado y ambiente marinero destaca la presencia dominadora de un cuadro que representa a un hombre pálido y misterioso. Mary, la vieja ama de Senta la hija de Daland, preside un grupo de muchachas que hilan en sus ruecas al calor de la chimenea. Un poco aparte, en actitud profundamente silenciosa, Senta contempla extasiada el cuadro. Mary la regaña por su pasividad despertando las risas de sus compañeras (Coro: Summ und brumm). Erik acaba por marcharse un tanto decepcionado por las huidizas reacciones de Senta. Cuando la joven tararea ensimismada el estribillo de su canción aparece el Holandés en compañía de Daland. Senta se muestra como hipnotizada. Senta ruega a Mary que cante la balada del Holandés errante, el hombre misterioso que está representado en el cuadro que tanto la seduce. Al negarse la anciana, la canta ella misma. Las muchachas abandonan su tarea y se agrupan rodeando a la joven (Balada de Senta: Johohoe! Johohoe! Traft ihr das Schiff in Meere). Daland hace las oportunas presentaciones animando a Senta a que reciba con cordial acogida a un extranjero tan rico y noble que viene dispuesto a pedirle su mano (Aria de Daland: Mögst du, mein Kind). En su canto refleja detalladamente al Holandés y su trágica historia, condenado por toda la eternidad a vagar sin rumbo hasta que una mujer le redima. La excitación de Senta, a medida que avanza la canción, se hace más y más patente, y cuando llega a su conclusión afirma enérgicamente su madurada decisión de ser ella esa mujer redentora. Un poco perplejo por el mutismo en el que se ha sumido la pareja, Daland deja solos al Holandés y Senta. Como sumergidos en un extraño ensueño el Holandés y Senta expresan la beatitud y poesía del encuentro. Él recuerda las condiciones de la entrega; ella acepta su sagrada obligación. El largo diálogo, verdadero centro neurálgico de la obra, acaba en un tono triunfal y exaltado (Dúo de Senta y el Holandés: Wie aus der Ferne). ) Estas exaltadas palabras, que asustan no poco a la concurrencia, coinciden con la entrada de Erik, un cazador, que está enamorado de 106 La pareja vuelve repentinamente a la realidad con el regreso de Daland invitando al Holandés y a su hija a que se unan a la fiesta que está a punto de celebrarse. a la alegría general a la tripulación del barco del Holandés. Pero del interior del barco sólo obtienen como respuesta un silencio gélido y estremecedor. Por lo que, al no obtener ninguna respuesta, marineros y muchachas continúan por su lado divirtiéndose. Acto III De pronto, se levanta una tormenta marítima. El mar se agita y el viento comienza a ulular. Como si respondiera a este estímulo de la naturaleza, la tripulación del Holandés comienza a dar señales de existencia, entonando una espeluznante canción en la que parecen burlarse del destino de su capitán (Coro: Johohoe! Johohoe! Nach den Land treib der Sturm). Los noruegos, aterrados, aumentan la fuerza de su canto, intentando apagar tan lúgubres sonidos, pero acaban abandonando el En el puerto de Sandwike están anclados el navío de Daland, engalanado para la fiesta, y a su lado, con aspecto espectral y ominoso, el del Holandés. ) La tripulación de Daland bebe y animados por el alcohol luego canta y baila (Coro: Steuermann, lass die Wacht!). Las muchachas de la localidad se unen al festejo, invitando a que se sumen 107 lugar, acompañados por las siniestras burlas de los holandeses. El mar y la tierra, de pronto, recobran su tranquilidad. su fidelidad y asegura que sólo a través de ella el Erik recuerda a Senta la época en que se conocieron e intimaron (Aria de Erik: Willst jenes Tags du nicht), intentando convencerla de que no acate tan fácilmente los deseos paternos de que se case con el Holandés. El Holandés, precisamente, es testigo a lo lejos de la intensidad de este encuentro y, creyendo que se trata de una infidelidad de Senta, ordena a sus marineros que se dispongan a zarpar. Erik, viendo tan alterada a Senta, pide ayuda a los lugareños. a bordo de su barco y éste se pone en marcha. El Holandés, desesperado por ver que sus esperanzan han sido de nuevo defraudadas, revela a Senta las consecuencias de su infidelidad: se condenaría por toda la eternidad. Senta defiende cia el espacio infinito. El tema de la redención Holandés podrá librarse de su castigo. Pero el Holandés ya no escucha más. Sube Senta, pese a los contarios esfuerzos de Daland y Erik, trepa a lo más alto de un promontorio que se eleva sobre la extensión marina y grita: “¡Heme aquí, fiel para ti hasta la muerte!”. Arrojándose al mar, se hunde al mismo tiempo que el barco del Holandés. En la lejanía, emergiendo del mar Senta y el Holandés aparecen abrazados, elevándose haescuchado en la obertura se expande en su máxima significación y esplendor: el Holandés ha sido ) liberado de su carga para siempre. 108 Románticos muertos vivientes El holandés errante: leyenda, autobiografía, mito Mariano Antolín Rato Está escrito que los celtas de ojos grises, allá en siglo XII, sólo se sentían a gusto en el más allá. Hacia un otro lado también sólo localizable imaginativamente una vez cruzado el horizonte de vida y muerte, anhelaba dirigirse el Holandés Errante. La leyenda medieval de su navegación maldita hasta el fin de los tiempos va adquiriendo forma en las voces que la cuentan a través de los siglos, llega a Wagner y con él resplandece trágica hasta ahora mismo. Su ópera romántica, uno de esos dramas que, al decir de Thomas Mann, son “el autorretrato más perfecto que quepa imaginar de la naturaleza humana”, la ofrece con carácter de mito y un final de argumento un tanto precipitado. Y así, la apocalíptica conclusión estética de la trágica aventura del condenado por su propio desafío a surcar mares brumosos nunca en calma para siempre jamás, vendrá unida al músico que instauró la obra de arte total. Mediante ella, el acceso que permite a nuevas formas de conciencia alterada todavía pasma hoy. el atraque en un puerto de refugio donde pueda considerarse en casa. Sus desplazamientos oceánicos, eco según el propio Wagner de los de Ahasvero, el Judío Errante de la tradición apócrifa cristiana, son consecuencia de un acto de rebelión y de desatino. Tentado por el demonio para que continúe más allá, osó enfrentarse al más poderoso, rey también de las aguas, y su buque de tripulación espectral, mástiles negros y velas rojas, tendrá que vagar sin rumbo por tempestuosos espacios intermedios marinos hasta la consumación de los tiempos. En la versión con música y palabras de Wagner existe un atisbo de esperanza para el Holandés. Cada siete años queda en suspenso la pena que le impide tocar en tierra. Si entonces, además una mujer fiel le ama, terminará su vida de eterno desterrado del reino de los vivos y los muertos hasta que la aniquilación total de lo existente le permitía desvanecerse en la nada. El gran cataclismo producto de la imaginación romántica que exigía el progreso humano se habrá producido, y como analiza certeramente Safranski, sus momentos anteriores remiten a las tensiones previas al inconcebible cambio con el que estadísticas y proyecciones de científicos conscientes, ) No, nunca fue el solitario Holandés uno de aquellos auténticos viajeros de Baudelaire que sólo viajan por viajar. Ansía, y desde el mismo momento en que existió por primera vez en la leyenda que algunos remiten al Ulises homérico, 109 terminaron por tener una expresión literaria especialmente destacada en Edgar Allan Poe. Éste, en el emocionante capítulo décimo de su novela de 1838, La narración de Arthur Gordon Pym, introduce al Holandés Errante cuando Pym y su tripulación encuentran un bergantín holandés en los Mares del Sur. Al acercarse, comprueban que lo que desde lejos les pareció un hombre que sonreía, es en realidad un cadáver suya espalda picotea una gaviota. También encuentran otros cadáveres, más de veinte, dispersos por el barco. y con un punto wagneriano, anuncian que se van a enfrentar los seres humanos del siglo XXI. Wagner afirmó en uno de sus escritos –siempre muy inferiores a su asombrosa obra musical– que la idea de El holandés Errante partió de una historia satírica de Heinrich Heine. Recogida en Las memorias del señor Von Schnabelowski, publicadas en 1834 y que él leyó en su juventud, se insertaba a modo de digresión en el capítulo siete donde un personaje asistía a una representación teatral. Precisamente la de El Holandés Errante, una obra imaginaria que para ciertos estudiosos constituye un pastiche de un melodrama inglés que Heine había visto en Londres. Su acción se desarrollaba en el mar del norte de Escocia, y no en el cabo de las Tormentas, después llamado de Buena Esperanza, como en las leyendas sobre el Holandés que circularon entre los marinos europeos en los siglos XV y XVI. Esto es, desde que los portugueses consiguieron doblar uno de los extremos más meridionales del continente africano y descubrieron que, después de imponerse a las terribles tempestades del cabo, podían navegar hasta las Indias. De un año después que la de Poe, 1839, es una novela de aventuras escrita por el Capitán Marryat, que en la versión traducida que leí hace años se titulaba El buque fantasma. Desarrollaba la historia del Holandés en un ambiente marino con piratas, naufragios, combates en tierras lejanas. El mismo, o bastante parecido, al que remite otra muestra popular reciente de la leyenda dentro de la cultura popular: la película que rodó Gore Verninski, en 2006, Piratas del Caribe, en la que aparece marginalmente un Holandés Errante al que sólo se le permite desembarcar en busca de su salvación cada diez años. Y rizando el rizo de las apariciones a escala masiva del mito, me permito mencionar un episodio de la serie televisiva Los Simpson, donde hay un restaurante con ese nombre. O una canción de la década de 1970 grabada por el grupo británico de rock Jethro Tull que se titulaba “The Flying Dutchman”. Y Google me dice que hubo una campaña publicitaria de la compañía aérea holandesa KLM que incluía al legendario personaje. Mientras más recuerdos de más antiguas lecturas, me llevan a la hipnotizante novela de 1931 obra del ilusionista escritor ruso Andréi Bely, Petersburgo. Seguro que se ) Los peligros que suponía arriesgarse a doblar el cabo, dieron lugar a la leyenda del capitán que hizo un pacto con el demonio para que éste le ayudara en su navegación hacia más allá. Eso a cambio de verse condenado a seguir errante por el mar hasta el Día del Juicio Final. Algo que remite a narraciones folklóricas de origen teutón que se refieren a muertos que cruzaban el mar en barcos, y a héroes a los que, en lugar de ser enterrados con su nave en tierra, se los entregaba dentro de ella al mar, donde quedaban a merced de las olas. Transmitidas oralmente durante siglos 110 Y la expiación de los versos finales de la séptima y última parte consiste en aceptar la culpa, con el ininterrumpido errar consiguiente por un crimen totalmente gratuito, pero disfrutando de lo que hasta entonces constituyó su condena. podrían añadir más ejemplos, tanto de la alta cultura, como es el último caso, como de la de consumo popular, donde las referencias a Wagner, dicho sea como adelanto, son muy poco positivas. Bastantes elementos de la leyenda del Holandés Errante marino se recogen en otra tradición medieval, la del Judío Errante, a la que Wagner también se refiere como origen del protagonista barítono de su ópera romántica inicio del despegue hacia su búsqueda de la obra de arte total. Con el nombre, entre otros, de Ahasvero, en la leyenda ofendió a Cristo cuando éste iba camino del Calvario, y por ello fue condenado a errar solo hasta el fin del mundo. Mezcla dos tradiciones separadas, en una la inmortalidad es una bendición y un premio, pero en la otra es una maldición y un castigo. La primera tiene origen cristiano, y la otra, que ejercerá más influencia, surge a partir de mitos romanos. Las dos se funden con varias de la Edad Media en las que resuenan la historia bíblica de Caín y la coránica del samaritano que maldijo Moisés porque ayudó a fundir el Becerro de Oro. Existen, sin duda, y el propio Wagner se refirió extensamente a ellos, elementos carácter autobiográfico en la ópera que compuso sobre el maldito de los mares. Fueron los que permitirían que aflorase el recuerdo de la lectura del libro de Heine a través del cual había conocido la leyenda. Así, en Mi vida, da cuenta de su dura y casi iniciática travesía entre el puerto de Pillau, en el mar Báltico, y Londres. La hizo en 1839 a bordo de un velero de poco tonelaje, el Tetis, no preparado para realizar tan largo viaje. Sólo tenía una tripulación de siete hombres, y se conservan sus documentos de flete que confirman y completan bastantes de los pormenores recogidos por Wagner. Entonces, con 26 años, Wagner pasaba por una época agitada y difícil, y se encontraba en la ruina. Tres años antes se había casado con Minna Planner, una cantante y actriz, que, como su marido no tenía ni dinero ni perspectivas de empleo, le abandonó para irse con un comerciante rico. Cuando aceptaron la solicitud de Wagner y le nombraron director del teatro de Riga, volvió con él, pero siguieron con graves problemas económicos y llenándose cada vez más de deudas. Los acreedores les acosaban y al director del teatro le molestó tanto aquella situación que terminó despidiéndole de modo fulminante. Lo mismo que en el caso de Edgar Allan Poe con el Holandés Errante, ese Judío condenado a no morir tuvo un importante reflejo en la literatura gracias al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge. Su deslumbrante pesadilla, el extenso poema Balada del viejo marinero, escrito en 1797, según Harold Bloom y otros agudos ensayistas procede del mismo tronco que esa leyenda, por mucho que el carácter visionario de la obra de Coleridge tenga bastante poco que ver con el tradicional escarnecedor de Cristo. El castigo que sufre el Viejo Marino se debe a la injustificada muerte del albatros que sirvió de guía a su buque. ) Wagner y Minna, junto con su perro, decidieron escapar de Riga sin que nadie se enterarse. Su intención era llegar a París, pero no 111 podían hacerlo por tierra. Así que una tarde de julio cruzaron clandestinamente la frontera rusoprusiana y, tras varios incidentes, llegaron al puerto de Pillau. Siempre a escondidas, embarcaron en el velero Tetis que zarpaba rumbo a Londres. Ocultos entre la carga, evitaron a los guardacostas y aduaneros daneses. Días después, en el estrecho de Skagerrat, se produjo una gran tempestad. En un momento especialmente peligroso de ella, Wagner creyó distinguir junto al Tetis un buque que pronto se perdió en la oscuridad de la noche y él consideró que era el buque fantasma de la leyenda del Holandés. La tempestad arreció, las olas arrancaron el mascarón de proa del bergantín y los asustados marineros hicieron responsables a los pasajeros clandestinos de la pérdida de aquel símbolo protector. Pero el capitán consiguió refugiar la nave en un fiordo noruego, donde Wagner dijo haber escuchado los cánticos de la tripulación cuyas palabras, aunque no entendió, creaban un ritmo que no olvidaría y llevó, en forma de tres sílabas cortas seguidas de dos largas, a la obertura de lo que fue El Holandés Errante. La música y letra de esta ópera romántica la compuso en 1841, y por primera vez –o eso afirmó– se sintió un poeta y no un mero “fabricantes de libretos”, como se había considerado hasta entonces. un mar embravecido, hasta que al fin consiguieron atracar en Londres casi un mes después de iniciada la travesía. Wagner prometió que nunca volvería a embarcar. Por su parte, el Tetis se perdió para siempre en el mar durante otra tempestad nueve años más tarde. Sin atenerse a su promesa, Wagner cruzó el Canal de la Mancha a los pocos días del desembarco y, llegó a París. De allí, tras una temporada con problemas y múltiples fracasos y privaciones –se cuenta que él y Minna pasaron literalmente hambre–, se trasladó a Dresde, donde dirigió la Novena Sinfonía, de Beethoven. La obra hasta entonces se había tocado mal, pero él la ensayó a fondo con la orquesta hasta conseguir que sonara como nunca lo había hecho desde la muerte su autor década y media antes. Entre el público se encontraba el revolucionario y agitador anarquista Mijail Bakunin con el que Wagner compartió durante años bastantes planteamientos. Revolución y música constituían los pilares del compositor y en aquellos momentos también director de orquesta. A Bakunin le interesaba poco la música, pero cuando asistió al ensayo general de la nueva interpretación de la Novena, exclamó exaltado: “¡Todo se hundirá, no quedará nada! Tampoco la música ni las demás artes. Sólo permanecerá para siempre la Novena Sinfonía de Beethoven.” Cuando el Tetis volvió a hacerse a la mar, tras un avería inicial que le obligó a dar la vuelta, en un principio tuvieron un viento favorable, pero pronto volvió a desencadenarse la tempestad. Richard y Minna Wagner se habían atado uno al otro para “morir juntos”. Volvió la calma a los pocos días y se encontraron cerca de la costa inglesa. Una nueva tempestad –la tercera– obligó al bergantín a realizar arriesgadas maniobras en ) Ya en 1829, con sólo veinte años, Felix Mendelssohn había dirigido en Berlín la Pasión según San Mateo, de Bach, provocando auténtica sensación ante un público que incluía al poeta Heinrich Heine, el filósofo Hegel y el Rey de Prusia. Rompía así la deplorable tradición que 112 ) 113 hacía que cuando moría un compositor, sus contemporáneos dejaban de interpretar su música, que prácticamente desaparecía con él. Desde la muerte de Bach, en 1750, la obra nunca se había tocado, pero el esfuerzo de Mendelssohn inició una época de recuperación, convirtiendo ya hasa el presente al compositor barroco en uno de los genios absolutos de la historia de la música. de las Walkirias”, que atronaba desde los altavoces instalados en unos helicópteros de la caballería norteamericana durante un ataque contra una aldea vietnamita en la pomposa película de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now. Ciertos bienintencionados pretenden de modo peregrino que esa famosa pieza que abre el tercer y último acto de La Walkiria, en la secuencia cinematográfica hace referencia al hecho de que las guapas y jóvenes guerreras se llevan los cadáveres de los muertos en combate. Sin embargo, ese paralelismo apuntado entre los dos compositores y directores sufrió un giro detestable en 1850, cuando Wagner publicó el panfleto El judaísmo en la música donde atacaba a Mendelssohn y otros judíos como dañinos para la cultura alemana. La utilización posterior por parte de los nazis de esas abyectas descalificaciones hizo que Mendelssohn quedara desterrado durante mucho tiempo de las programaciones de música alemanas. Y supuso una barrera más en la consideración pública de Wagner. En su tiempo, muchos consideraron su música errónea e impulsiva. Y a él un personaje oportunista y estafador de carrera poco limpia, en posesión de la frialdad de quien está dispuesto a conseguir la fama y éxito aunque para ello tenga que traicionar a amigos y mecenas. Esa hostilidad se disparó en las dos décadas en que Hitler y sus secuaces, con la complicidad de los herederos de Wagner, lo elevaron a expresión de las características más positivas de lo alemán tal y como era impuesto por el nacionalsocialismo. Y persiste en una gran parte de la consideración popular hacia su persona y su obra. Sirva de ejemplo, la supuestamente ingeniosa frase, repetida hasta el aburrimiento, del cineasta neoyorquino Woody Allen: “Cada vez que oigo a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia.” O sin salir del cine, la utilización de la “Cabalgata Ya en Dresde, al fin Wagner consigue estrenar El holandés errante en 1843. Y con un justificado éxito que nunca ha dejado de tener. La obra, donde por primera vez en el compositor el arte ocupa el lugar de la religión, incidió en la creación de un mito romántico. O más bien, en la elaboración de un material mitológico, ya no animado por ninguna fe, destinado enteramente al disfrute estético, lo que quizá neutraliza su eficacia mítica. Nietzche, entusiasta de Wagner hasta grados excesivos en su juventud, terminó rechazando ostensiblemente esos planteamientos. Para él constituían algo escandaloso, porque bajo su apariencia de buscar la redención, en lugar de un incremento de la vida, rebajaban el arte, ofreciéndolo como mercancía. ) En cualquier caso Wagner continúa siendo un músico incómodo. Vulgar en ocasiones, en el sentir de algunos, y sublime, luminoso y arrebatador para quienes, dejando de lado prejuicios con fundamento histórico, responden a su acumulación de efectos y se dejan ir hacia universos intuidos como un más allá de las limitaciones de la condición humana. La música de Wagner, en palabras de Thomas Mann: “Parece brotar de 114 del sancta sanctorum wagneriano. Al parecer, las dos biznietas del compositor, responsables y directoras del festival tras años de enfrentamientos, van a ofrecer diez representaciones para niños de El Holandés Errante. En ellas se aliviará el dramatismo de la ópera, el Holandés y Senta no mueren al final, y se modifican y resumen música y textos. un geyser de las profundidades precivilizadas del mito (y no sólo ‘parece’, brota de verdad); y al mismo tiempo está cuidadosamente considerada, calculada, es supremamente inteligente, está llena de sagacidad y astucia, y resulta tan literaria en su concepción como los textos son musicales.” Y expresa, sin duda, su anhelo por alcanzar una redención que, en cuanto descastado que se identifica con el Holandés, le está negada. Por eso escribió en una de sus cartas: “Por desgracia, he vivido largo tiempo en tierras extrañas, y muchas veces considero que en mi fabulosa nostalgia por un hogar soy como el Holandés Errante y su tripulación, que están constantemente zarandeados por las olas… Confío que el destino del Holandés Errante no sea el mío.” Seguro que la metafísica musical y la teología dramática originales conseguirán sobrevivir a tales tratamientos castrantes, y sea por mar, o en el espacio exterior –rompedores directores de escena actuales sustituyen las olas por un éter de ciencia ficción–, el navegante maldito no deje de transmitir el desasosiego imprescindible para estar vivos hasta el fin inevitable. Las redenciones rebajadas quedan para los que no aceptan el más allá en los términos impuestos. Wagner creó una arquitectura textual y sonora que sigue provocando el asombro en su intento por hacer partícipe de tales dilemas. Encararla supone dar un gran paso imaginativo camino de la búsqueda de una permanencia, más problemática, sí, pero también con salida estética para adultos musicalmente. ) Hoy, al menos en lo que se refiere a su obra, la navegación cuenta con rumbos bien definidos, y un puerto de refugio seguro: el Festival de Bayreuth, donde su música del porvenir adquiere carácter de rito. Para crear futuros celebrantes en ciertas informaciones se habla de tácticas alejadas del espíritu que animó la creación 115 Primer paso hacia el drama musical Miguel Ángel González Barrio “¡Mucha suerte a El holandés errante! No puedo quitarme de la cabeza al héroe melancólico.(…) Para mí no hay salvación, sólo muerte. Ojalá me encuentre en una tormenta en el mar, no postrado en la cama. Sí, me gustaría perecer en el fuego del Walhall...” (Carta de Wagner a Liszt, 11 de febrerto de 1853) al cambiar, en vísperas del estreno (Dresde, 2 de enero de 1843), el escenario escocés original por el noruego. El tema de El holandés errante se lo proporcionó la lectura, en 1838, de De las memorias del señor von Schnabelewopski3, donde, con su peculiar ironía, Heinrich Heine recogía la vieja leyenda con todos los ingredientes que podían interesar a nuestro compositor: el buque maldito que vaga por los mares desde tiempo inmemorial; el sombrío y desdichado capitán que cada siete años baja a tierra en busca de la liberación de su castigo, que sólo podrá obtener mediante la fidelidad de una mujer (¡ah, la redención por la mujer, tan cara a Wagner!); el encuentro con un comerciante escocés (noruego, en la redacción definitiva), cuya hija adolescente espera con el corazón tembloroso la llegada del personaje representado en el cuadro que la tiene obsesionada, el legendario Holandés errante, ataviado de español de los Países Bajos; el hundimiento del buque fantasma, liberado de la maldición, cuando Catalina (finalmente Senta) se arroja al mar, demostrando su fidelidad al Holandés. ¿Cómo no iba Wagner a sentirse identificado con esta historia, de profundas resonancias míticas, emparentada con el Ulises homérico y con Ahasverus, el judío errante? Ya en el exilio, perseguido, acosado, su matrimonio en crisis, la identificación se hizo más profunda, como puede leerse en Una comunicación a mis amigos4 o en la correspondencia de la época. ) El 9 de julio de 1839, Richard Wagner, su esposa Minna y el fiel terranova Robber huían precipitadamente de Riga esquivando a los acreedores. Con ayuda de su amigo Abraham Möller, el destituido Kapellmeister de la capital báltica y su familia llegaron por tierra a Pillau (Prusia; hoy Baltiysk, Rusia) rodeando Könisberg, donde había dejado también acreedores, y allí, antes de que amaneciera, se embarcaron el 19 de julio en la goleta Tetis, rumbo a Londres cargada de avena y guisantes. El destino final era París, donde esperaba encontrar el éxito. Veinticinco años después, Wagner relató1 pormenorizadamente los avatares del accidentado viaje, la tormenta que les obligó a refugiarse en un fiordo noruego y recalar en la aldea costera de Sandwiken y los rítmicos gritos de la marinería del Tetis2, vivencias intensas que contribuyeron a perfilar el color poético y musical inconfundible de El holandés errante, ópera en la que ya por entonces pensaba. Es posible que en Mi vida, Wagner intentase estrechar retrospectivamente los lazos entre biografía y obra, como hizo 116 Como afirma Martin Gregor-Dellin7, “con la primera entrada de la orquesta la música del Holandés señala un nuevo comienzo”. En las pulsantes quintas abiertas de las trompas sobre el trémolo de semicorcheas en violines y violas del arranque de la Obertura, en la misma tonalidad de Re menor, late el homenaje a la Novena de Beethoven. Llama también la atención la utilización vigorosa de la figuración, con el chirriante viento representado por el trémolo de la cuerda, y el oleaje por las escalas ascendentes y descendentes. Con razón decía Felix Mottl, director del estreno en Bayreuth (1901), que por donde se abriera la partitura te pegaba el viento en la cara. Pese a la convivencia en su música de tradición y ruptura, convenciones empleadas con ingenuidad (Cavatina de Erik) y armonías y modulaciones atrevidas (coro de espectros), El holandés errante es más pionera e indagadora que Tannhäuser y Lohengrin, las siguientes óperas de Wagner: en numerosas ocasiones la orquesta se erige en comentadora de lo que acontece en la escena, iniciando el camino hacia el drama musical. Por otra parte, la atención prestada a las consideraciones dramáticas, la consistencia del color dominante o la caracterización psicológica de los personajes, justifican el aserto de Wagner, en Una comunicación a mis amigos, de que con El holandés errante comenzó su carrera de poeta, finalizando la etapa de “fabricante de libretos”. Hay en el Holandés una anticipación de Tristán e Isolda: como ellos, Senta y el Holandés están dominados por el destino y crean un mundo propio, “interior”, dentro del mundo “exterior” que ha excluido al Holandés y del que Senta se aparta voluntariamente. La redención que busca el Holandés no consiste en ser readmitido, por vía de Senta, en el mundo “solar” que lo ha proscrito por maldito. Lo que le ) En París, adonde llegó el 17 de septiembre de 1839, esperaban a Wagner dos años y medio de penuria y hambre. A mediados de 1840 envió al libretista Eugène Scribe copia del esbozo en prosa de El holandés errante y se confió a la influencia de Giacomo Meyerbeer para que le presentara a Léon Pillet, director de la Gran Ópera, informándole de que tres números estaban listos para ser presentados en una audición, con texto y música5. Eran la balada de Senta, el coro de marineros escoceses, después noruegos, y el coro de la tripulación del holandés. Su intención era escribir una ópera en un acto que sirviera de introducción a un ballet. La audición nunca tuvo lugar. Finalmente, vendió por 500 francos el esbozo en prosa a Pillet, quien encargó el libreto de Le Vaisseau fantôme a Paul Foucher y Bénédict-Henry Révoil, y la composición a Pierre Louis Philippe Dietsch6. Renunciando al éxito en París, con esos 500 francos se retiró a Meudon, en las afueras de la capital, y se puso a trabajar en Der fliegende holländer para Alemania, abandonando a Le Vaisseau fantôme a su suerte francesa. Escribió su propio libreto (poema) en mayo de 1841. Habiendo trabajado en El holandés en paralelo con Rienzi (concluida en noviembre de 1840), por entonces ya había compuesto, además de los tres números mencionados, la canción del timonel y el coro de las hilanderas, estos dos últimos números aún sin transcribir al papel. Poseído por el tema, las ideas fluyeron con rapidez y, como relata el propio Wagner en Mi vida, en siete semanas tuvo listo el bosquejo orquestal. La Obertura, que llevaba completa en su cabeza, la escribió a su regreso a París en noviembre. Desilusionado, regresó a Alemania en abril de 1842, a tiempo para asistir a los preparativos del estreno de Rienzi, en Dresde (20 de octubre). 117 Están presentes los números, recitativos, arias, dúos, coros… Los números están integrados sin pausa en escenas (p. ej. nº4 Escena, dúo y coro). El Holandés no es pues ni una ópera de números ni un drama musical, sino una ópera de escenas, deudora en este sentido del Euryanthe de Carl Maria von Weber. Hasta El oro del Rin hay un estilo declamatorio que puede identificarse con el recitativo, bien secco o acompañado por la orquesta. En el Holandés los recitativos están indicados como tales en la partitura. En Tannhäuser y Lohengrin hay un esfuerzo por esconderlos, y en el Oro ya desaparece la distinción entre recitativo y aria. Wagner da la vuelta a las convenciones de un modo sutil: en la ópera tradicional era el recitativo el que contribuía al avance de la acción, el momento en el que los personajes se desnudan ante el espectador, revelan sus cuitas y resuelven acometer acciones futuras. Por el contrario, en el aria, la acción se detiene; es un momento de efusión lírica, un paréntesis. Sin embargo, en El holandés errante, la acción es desencadenada por factores externos a los protagonistas: el codicioso Daland ofrece a su hija pensando en el tesoro del holandés, el holandés malinterpreta la escena de Erik y Senta y se cree traicionado por ésta. A Daland y Erik, Wagner asocia arias, generalmente banales, con frases de periodo regular (el mundo “exterior”, incapaz de despegarse de los usos operísticos tradicionales, de amenazar el orden establecido). Por el contrario, Senta y el Holandés se mueven en su mundo interior, ajeno a la realidad, siempre con pasajes semideclamados en los que la acción se detiene, musicalmente más avanzados9. En su dúo del segundo acto no hay diálogo, sino duólogo: son dos monólogos superpuestos, el elegante disfraz del silencio que preside los encuentros de dos amantes predestinados. redime es la decisión de Senta de descender a su mundo “nocturno”. Es revelador el hecho de que el motivo de la redención que remata la Obertura en la revisión de 1860 (periodo tristanesco) se base en el final de la balada de Senta: “Ich sei’s, die dich durch ihre Treu’ erlöset!” (Sea yo quien por su fidelidad te redima). El cromatismo tristanesco (¡qué lejos había llegado Wagner en menos de veinte años!) mediante el cual la frase es alterada expresa el anhelo de muerte que permea el deseo de Senta de ser el vehículo de la redención del Holandés. En la balada de Senta8, lo primero que escribió y compuso, antes de escribir el libreto, dijo Wagner que “plantó la semilla temática de toda la música de la ópera” (Una comunicación a mis amigos). “Fue la imagen poética condensada de todo el drama. […] Cuando finalmente comencé la composición, la imagen temática que ya había concebido involuntariamente se esparció por todo el drama en una red completa, ininterrumpida.” Sin duda Wagner teorizaba de acuerdo con sus ideas sobre el drama musical hacia 1850, pues si bien es cierto que elementos de la balada aparecen en otros números (monólogo del Holandés, sueño de Erik, dúo Senta-Holandés, final), estas citas y alusiones periféricas no son en modo alguno comparables al método de organización estructural del Anillo a partir de los Leitmotive o motivos conductores, donde varios motivos son desarrollados e integrados en organizaciones complejas, de las que con más propiedad puede afirmarse que “se esparcen por todo el drama en una red completa, ininterrumpida.” ) A pesar de sus buenas intenciones, Wagner no fue capaz de desprenderse de golpe de las convenciones y accesorios de la ópera convencional. 118 ) 119 Algunos aspectos del Holandés, deudas, vacilaciones estilísticas, situaciones que el Wagner maduro habría resuelto mejor, le preocuparon toda su vida, y le llevaron a realizar algunas modificaciones. Además del mencionado cambio en 1860 en Obertura y final para incorporar el motivo de la redención, en 1846, para una proyectada representación en Leipzig que no tuvo lugar, Wagner retocó la orquestación, suavizando su “metalicidad”, herencia de la Grand Opéra francesa. En 1852, con motivo de representaciones en Zurich y Weimar, Wagner se propuso realizar una profunda revisión, pero al final se contentó con ligeros cambios en la partitura, declarando que la versión de 1846 era la auténtica. Comprendió que Holandés era la obra de juventud compuesta en el momento necesario, que señalaba el buen camino, y la dejó estar. En el dúo entre Senta y Erik que sigue a la balada se suceden los intercambios, pero las voces de ambos no se funden hasta el final, y durante unos pocos e intensos compases. Wagner se ha dado cuenta de la importancia del texto, quiere que cada palabra se escuche con claridad, y evita envolverlas en una mezcla confusa de armonías. No habrá lugar en el drama musical futuro para dúos y tríos al uso, y sólo admitirá coros que estén justificados dramáticamente o estén perfectamente trabados con el tejido musical. En el Holandés subsisten coros tradicionales (no integrados y sin propulsar la acción), como el final del primer acto o el de hilanderas del segundo, pero el extenso coro del tercer acto es más fácil de justificar dramáticamente, y además epitomiza el enfrentamiento entre los mundos “exterior” (Daland, Erik, marinos noruegos, hilanderas) y el “interior” (Senta, Holandés y su tripulación). Notas: 1. Mi vida. Traducción española de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. Ediciones Turner, Madrid 1989. 2. Gritos que Wagner tomó prestados para formar la breve célula rítmica que conforma un grupo temático relacionado con los marineros noruegos y, alterado, la idea de redención que aparece en el Andante de la Obertura y en la balada de Senta (“Doch kann der bleichen Manne Erlösung einstens noch werden”). 3. En Relatos, de Heinrich Heine, edición de Ana Pérez y Carlos Fortea. Ediciones Cátedra, Madrid 1992. 4. Eine Mittheilung an meine Freunde (1851). Hay traducción inglesa de Willian Ashton Ellis disponible en http://users.belgacom.net/ wagnerlibrary. 5. Wagner no había escrito aún el libreto. 6. Contrariamente a lo que se cree, el libreto de Le Vaisseau fantôme debe más al Capitán Marriat (El buque fantasma) y a Walter Scott (El pirata) que al escenario de Wagner-Heine. 7. Richard Wagner. Traducción española de Ángel Fernando Mayo Antoñanzas. 2ª Edición, Alianza Música, Madrid 2001. 8. Originalmente, la tonalidad de la balada era La menor, pero Wagner la bajó de tono, a Sol menor, para complacer a Wilhelmine SchröderDevrient, la Senta del estreno, y así se quedó. De ese modo se pierde la relación tonal de la balada con el intervalo de quinta La-Re del motivo del Holandés que introducen fagotes y trompas ya en el segundo compás de la Obertura. Caso singular es un pasaje del sueño de Erik (“Ein frendes Schiff … dein Vater war”), de carácter ciertamente onírico y métrica irregular, que recibe el tratamiento musical más avanzado, próximo al del drama musical. ) 9. 120 andrea chénier ) Umberto Giordano (1867 - 1948) 121 Andrea Chénier Umberto Giordano (1867 - 1948) DRAMMA STORICO EN CUATRO ACTOS. Libreto de Luigi Illica. Estrenado en Teatro alla Scala de Milán el 28 de marzo de 1896. Producción de la Opéra National de Paris. Director musical: Víctor Pablo Pérez Director de escena: Giancarlo del Monaco Escenógrafo: Carlo Centolavigna* Figurinista: María Filippi* Iluminadora: Wolfgang von Zoubek Director del coro: Peter Burian Andrea Chénier: Marcelo Álvarez (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Fabio Armiliato (18, 21, 27) Carlo Gérard: Marco Vratogna (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Roberto Frontali (18, 21, 27) Maddalena de Coigny: Fiorenza Cedolins (13, 16, 19, 22, 25, 28) / Daniela Dessi (18, 21, 27) Bersi: Marina Rodríguez-Cusí La condesa de Coigny: Stefania Toczyska* Madelon: Larissa Diadkova Roucher: Felipe Bou Pietro Fléville / Fouquier Tinville: Marco Moncloa Un “increíble”: Carlo Bosi* El abate: Ángel Rodríguez Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Febrero: 13, 16, 18, 19, 21, 22, 25, 27, 28 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 122 Argumento Andrea Chénier Fernando Fraga Drama histórico en cuatro actos de Umberto Giordano. Libreto de Luigi Illica. La acción de la ópera transcurre en el periodo inmediato al estallido y luego en plena Revolución Francesa de 1789. La Condesa de Coigny comprueba que todo está a punto y se asombra de que su hija aún no esté vestida para un acontecimiento que se verá adornado por la presencia del novelista Pierre Fléville y del Abate de París. La observación materna produce en la muchacha jocosos comentarios acerca de las torturas que impone la obligación de ponerse bella. Acto I Una breve y rapidísima introducción orquestal, un allegro brillante, refleja los preparativos de una fiesta veraniega en la residencia provinciana de los Condes de Coigny. Carlo Gérard, un servidor de la casa que ejerce también funciones de lacayo, de ideas rabiosamente revolucionarias, ante tan apresurados preparativos, no puede evitar comentarios sarcásticos en contra de la aristocracia (Recitativo: Compiacente a’ colloqui). Su tono cambia de registro al ver entrar a su padre, viejo y decaído, expresando por ello toda su ternura filial (Aria, Son sessant’anni, o vecchio) para acabar lanzando todo su odio contra la podrida nobleza, esa “raza superficial, imagen de un mundo empolvado y vano”, cuya aniquilamiento está próximo (Remate: T’odio, casa dorata!). Van entrando los invitados. Aparte de Fléville y el Abate, llegan el músico Flando Fiorinelli y el joven poeta Andrea Chénier. Se habla de política y el Abate comenta la problemática situación que se vive en París donde, mal aconsejado por el ministro Necker, el Rey ha proclamado el Tercer Estado. La conmoción de los asistentes se atenúa cuando se inicia el espectáculo pastoril ideado por Fléville (Arietta: Passiamo la sera allegramente). La entrada de Maddalena, la hija de la Condesa de Coigny, el discurso de Gérard se suaviza, ya que está enamorado de la dulce y encantadora muchacha, la cual se deja llevar brevemente por la ensoñación que le produce la caída de la tarde. Con ella está su fiel criada Bersi, su sirvienta mulata. ) Tras la distraída exhibición a cargo de pastores y pastorcillas, un andantino grazioso de atmósfera galante, la Condesa se aproxima a Chénier pidiéndole que haga partícipes a la concurrencia de sus dotes poéticas. El poeta, un tanto bruscamente, rehúsa satisfacer dicha proposición, algo 123 que irrita a la dueña de la casa, que se dirige entonces a Fiorinelli quien, más gentil, se pone a tocar el clavicémbalo. orillas del Sena, una multitud abigarrada se mueve en torno a un muy presente altar profano donde se erige una especie de homenaje dedicado a uno de los héroes revolucionarios, Marat, muerto asesinado en su bañera por su amante Charlotte Corday. Mathieu, un sans-culotte –llamado así por tratarse de un revolucionario que había sustituido el culotte (calzón hasta la pantorrilla) por el pantalón–, se encarga de quitarle el polvo al busto. Maddalena, al frente de varias amigas, intenta hacer cambiar de opinión a Chénier, al que todas se dirigen bromistas y un tanto irrespetuosas. El poeta, bastante herido por las alusiones de las muchachas, improvisa un excitante elogio del amor del que aquellas tan superficialmente se quieren burlar (Recitativo: Colpito qui m’avete; Improvviso o Aria: Un dì all’azzurro spazio). Al mismo tiempo, aprovecha el poeta la atención general que su arrebatado e improvisado discurso ha logrado en la concurrencia para atacar al clero, obligando al Abate a abandonar el lugar, y a los nobles a manifestarse indignados ante la inspirada diatriba. Sentado en la terraza del café Hortott, Chénier aguarda su cita con su amigo Roucher. La mulata Bersi, ahora convertida en merveilleuse (“maravillosa”, porque seguía la moda impuesta entonces de ir pomposamente vestida y peinada como en la Antigüedad), está intentando acercarse a Chénier. Primero ha de despistar al Incroyable (Increíble: equivalente masculino de la merveilleuse, debiendo el apelativo a la manera afectada en que se expresaba), quien sospecha que ella sea una auténtica hija de la Revolución. Bersi defiende su autenticidad en un soliloquio Temer?... Perchè? El Incredibile, sin embargo, decide continuar su espionaje, sin tomar muy en serio a la llamativa mulata, porque la ha visto hablar secretamente con una sospechosa y bella mujer rubia. Una orquestita desgrana una gavota, pacificando de momento el ambiente, aunque no por mucho tiempo. De repente hace su entrada Gérard, al frente de un numeroso grupo de campesinos, quienes exponen ante los asombrados presentes su lacerante miseria. La Condesa, ciega de rabia, se enfrenta a su lacayo y Gérard aprovecha la ocasión para renunciar enérgicamente a su puesto arrojando al suelo con desprecio su pesada librea. Una vez despejada la intrusión plebeya, la fiesta interrumpida continúa. Se retoma la gavota, pero ya no todo parece igual. La alegría parece ahora artificial, como si flotaran en el ambiente una agobiante sensación de alarma y peligro. Llega Roucher portando un salvoconducto que permitirá a Chénier, ahora caído en desgracia ante las autoridades revolucionarias, abandonar el país. Más Chénier no está dispuesto a huir de su patria, máxime cuando cree que su destino está unido a una desconocida mujer que le escribe bajo el seudónimo de “Esperanza” (Aria: Credo a una possanza arcana). Pero Roucher, que lee una de esas misivas, le desanima un tanto: el perfume Acto II ) La Revolución ha triunfado. Algunos años después, en el París del mes de junio de 1794, a 124 que impregna el escrito sugiere unos orígenes sospechosos, los asociados a un prostíbulo. Chénier vacila en sus decisiones y acaba por aceptar el pasaporte. entrevista, pero la curiosidad de Chénier es más poderosa. Se hace de noche y comienzan a encenderse las farolas. Mathieu cantando la Carmagnola vuelve a ocuparse del busto de Marat. En la sombra, el Incredibile acecha. La muchedumbre aguarda la salida de los Quinientos (los representantes de la Nación Francesa) entre los que se encuentra Gérard, en la actualidad uno de los cabecillas revolucionarios. Éste ha encargado al Incredibile que localice a su amada Maddalena di Coigny (Concertante: La donna che mi hai chiesto). De pronto, una silueta de mujer se va haciendo poco a poco visible. Se acerca a Chénier y recordando sus palabras de antaño (Non conoscete amor, amor, sublime dono, non lo schernir) se descubre como Maddalena de Coigny. A la sazón una mujer muy distinta a la que ha conocido antaño, atemorizada y huidiza que en cada sombra ve una amenaza de muerte. Se siente vigilada y pide al poeta ayuda, ya que es el único que puede facilitársela. ) Por fin Bersi parece haber evitado a su perseguidor y acercándose a Chénier le da una cita con la mujer que le está escribiendo secretamente. Roucher advierte del peligro de esta 125 Los dos entran en una especie de exaltación que revela el mutuo amor que hasta entonces se mantuvo latente, desde la primera vez en que sus vidas se encontraron. Deciden unirse para siempre, incluso en la muerte (Dúo: Eravate possente). cias, destacando de entre la masa popular, es la aparición de una mujer ciega, la vieja Madelon. Esta humilde mujer, por medio de un patético andante, entrega a la patria lo único que le queda por entregar a la causa popular, su nieto Roger (Aria: Son la vecchia Madelon). Las palabras de la anciana emocionan a la concurrencia y al propio Gérard. Avisado por el Incredible aparece Gérard. Los dos rivales se enfrentan, mientras Roucher se ocupa de poner a salvo a Maddalena. Gérard resulta herido por Chénier mucho más ducho con la espada, pero generosamente le aconseja que huya, ya que su nombre figura en la lista de sospechosos. Tampoco Gérard revela la identidad de su agresor cuando es asistido por el pueblo, convocado por los gritos del Incredibile. Mathieu acaba por achacar el ataque a los enemigos girondinos (partido político enfrentado a los jacobinos), despertando la ira de la multitud. El populacho se dispersa al alegre son de la Carmagnola. El Incredible informa de la detención de Chénier, hecho que facilitará la localización de Maddalena, que por salvarlo será capaz de realizar cualquier heroicidad, incluso la de entregársele (Arietta, Donnina innamorata). Al quedarse sólo Gérard, en un impresionante monólogo ante el acta que acusa de traición a Chénier, reflexiona sobre el cambio que se ha operado en su persona. De los nobles ideales que tenía al principio, de querer redimir el mundo, ha pasado a convertirse en un ser voluptuoso dominado exclusivamente por sus pasiones carnales (Aria: Nemico della patria). Pese a todo acaba firmando la acusación. Acto III Amplia estancia donde se reúne el Tribunal Revolucionario. Mathieu, que en la ópera resulta una especie de símbolo siempre presente de la Revolución, tras los agresivos ocho compases que inicia la orquesta, pide a los allí reunidos ayuda económica y personal ante el repudio de la Revolución por parte del resto de estados europeos. El discurso algo torpe (Dumouriez, traditore e girondine) apenas tiene consecuencias, enfadando a Mathieu que cede la palabra a Gérard, quien llega en ese momento ya casi completamente repuesto de sus heridas..La alocución de Gérard es más efectiva (Lacrime e sangue dà la Francia) y una de sus más directas consecuen- ) De acuerdo a las previsiones del astuto Incredibile, una mujer pide ser atendida por Gérard. Es una Maddalena temblorosa y cohibida que recibe con aprensión la repentina declaración amorosa de su antiguo lacayo. Su reacción inicial de asombrado rechazo, acaba derivando a un terrible pacto que le propone: se le entregará a cambio de la vida de Chénier. Aturdida, al borde de sus fuerzas, Maddalena narra entonces los acontecimientos que últimamente han destrozado su vida (Aria: La mamma morta). Ha perdido a su madre y hogar y sólo ha sobrevivido gracias a 126 la protección de Bersi que no ha dudado, incluso en prostituirse, para aliviar su desesperada situación. En medio de toda esa tragedia, sólo el amor de Chénier le ha servido de consuelo y guía. Tan sincera y desgarradora declaración, debilita la pasión de Gérard. Acto IV De noche, en el antiguo convento de San Vicente de Paúl, ahora siniestra prisión de SaintLazare, Chénier en compañía de Roucher espera enfrentarse a su destino. En un arranque poético, Chénier ha esbozado unos versos con los que se despide de su existencia (Aria, Come un bel dì di maggio). Schmidt, el encargado de la prisión, separa a los dos amigos. Se escucha a Mathieu cantando la Marsellesa. Entra tumultuosa la multitud a la que a duras penas Mathieu intenta calmar. Al frente del acusador público, Antoine Fouquier-Tinville, comienzan los sumarísimos juicios. Cuando le llega el turno a Chénier, el poeta responde valientemente a las acusaciones de traición (Aria: Sì, fui soldato). Por medio de un bonito símil, en el que se compara a una nave con los mástiles al sol, acepta su condena a muerte pero ruega que su honor no quede en entredicho. Los presentes, por unos instantes conmovidos por la apasionada defensa, acaban por exigir justicia. Se enfrenta Gérard al tribunal asegurando la falsedad de su propia denuncia (Concertante: Datemi il paso!). Chénier le agradece tan generoso acto, al mismo tiempo que observa a una angustiada Maddalena intentando pasar desapercibida entre el público. Llegan Gérard y Maddalena. La joven quiere morir al lado del hombre que ama, a lo que Gérard, admirado de la entereza y generosidad de la joven (a quien aún tiene esperanzas de salvar acudiendo al favor de Robespierre) juró no oponerse. Sobornando al carcelero, Maddalena tomará el puesto de Idia Legray, una de las condenadas a muerte junto a Chénier. Reunidos Maddalena y Chénier se dejan llevar por la intensidad de sus sentimientos, felices por enfrentarse juntos a la muerte que los juntará para toda la eternidad en un exultante triunfo del amor humano (Dúo: Vicino a te s’aqueta). Llega el alba. Schmidt pronuncia los nombres de Chénier y Legay y los dos enamorados saludan vibrante y solemnemente a la muerte liberadora de las mezquindades de la vida, mientras la orquesta recuerda un tema musical anterior relacionado con el amor de la pareja. ) Pero nadie quiere aceptar esta contradicción y se acaba por condenar a muerte a Chénier. Dumas, el presidente del tribunal popular, es el encargado de ratificarla. Maddalena grita desesperada. 127 Amor y Revolución José Ramón Fernández ¿Le gusta la ópera? (Andrew se dirige al estéreo. De repente, un aria cantada por María Callas sorprende a Joe con su volumen.) Andrea Chénier, de Giordano. Es Maddalena. Está contando cómo, durante la revolución francesa, una turba incendió su casa. Su madre murió, salvándola a ella. “Miro… ¡El lugar que fue mi cuna estaba ardiendo!” ¿Oye usted el dolor en su voz? Aquí entra la cuerda. Todo cambia. La música se llena de esperanza. Maddalena dice... (Andrew se acerca tambaleándose por la habitación hacia la música. Parece verdaderamente libre y relajado. Continúa recitando.) “¡Fue durante esa pena cuando el amor llegó a mí! Una voz llena de armonía que decía… ¡Vivo aún, soy vida! ¡Soy el dios que desciende de los cielos a la tierra para hacer de la tierra un paraíso! ¡Soy el olvido! ¡Soy Gloria! ¡Soy amor, amor, amor!”. momentos cumbre de esta ópera para llenar de sentido y poesía el momento cumbre de su película, Filadelfia, en la que Tom Hanks encarnaba a un enfermo de SIDA. El guionista no sólo utilizaba la maravillosa música de Giordano y la voz de la Callas para llenar de belleza aquella secuencia. También recuperaba la poesía del brillante libreto de Illica, lo que seguramente agradecería el dramaturgo, que puso en aquella obra lo mejor de su escritura. Luigi Illica (1857-1919) es uno de los mayores escritores con que ha contado este género en su Historia; sobre todo, porque aporta a sus libretos un especial talento para la trama, una gran capacidad de contar la historia sin perderse en lo episódico o en aquello que no haga avanzar la acción. Estamos hablando de un escritor que estrenó casi una treintena de óperas –veintiséis, para ser exactos, en treinta años de actividad como libretista– algunas de ellas celebérrimas, en colaboración con Giuseppe Giacosa, para músicos como Puccini, Giordano, Mascagni… para entendernos, es coautor de libretos como Tosca, Madama Butterfly, La Boheme, o Manon Lescaut. Los libretos de Manon y La Boheme son coetáneos a Andrea Chénier, que Illica había escrito para su amigo el músico Alberto Franchetti, quien ya por entonces había estrenado una ópera con libreto de Illica, Cristóbal Colón, en 1889. Por algún motivo, Franchetti cedió el libreto a Umberto Giordano. Curiosamente, el ) En 1993, el guionista Ron Nyswaner le hizo este regalo a toda una generación de jóvenes y a muchas personas no aficionadas a la ópera. Llamó la atención de millones de personas sobre una de las arias más bellas de la Historia, la célebre “La mamma morta”, que Maddalena canta en el acto III de Andrea Chénier, de Giordano. Descubría un tesoro de belleza a muchos y nos ofrecía una nueva ocasión a los aficionados viejos. Este que escribe acaricia el recuerdo de una tarde arrodillado en el último piso del Liceo, en las navidades del 79, invitado por mi hermano, un melómano de trece años. Ron Nyswaner elegía uno de los 128 ) 129 último libreto de Illica, estrenado años después de su muerte, sería una ópera de Franchetti y Giordano, Giova a Pompei, en 1921. Giordano no había tenido mucha suerte con su tercera ópera, Regina Diaz, de 1894, que había rebajado las esperanzas que sobre él se tenían después de Marina, de 1888, y Mala vita, de 1892. Esta cuarta ópera lo llevó no sólo al éxito, sino a la Historia. Entre los títulos del repertorio universal de la Ópera nunca puede faltar Andrea Chénier. No sólo por la maravillosa música de Giordano, sino por un libreto lleno de altura literaria que parece estar hablando, desde 1896, de buena parte del siglo siguiente. Illica sabe que no necesita explicar más. De hecho, esta ingeniosa nota biográfica aparece en el acto III. Lo poco que sabíamos de Chénier hasta ese momento es que en el primer acto es “uno que hace versos y promete mucho” y, en el segundo acto, que no es afecto al poder de esos días y que el terrorífico acusador público FouquierTinville lo ha puesto en la lista negra. Una lista interminable, por otra parte: Fouquier-Tinville fue el acusador de Charlote Corday, de Maria Antonieta, de los Girondinos, de cientos de personas sin siquiera especificar acusación alguna… fue un tiempo rabioso y en tiempos así aparecen esos tipos que dicen cumplir órdenes. Parece que jugamos a una composición en abismo: un guionista de finales del siglo XX usa las palabras de un libretista de final del XIX que a su vez usa la vida y la poesía de un escritor francés de finales del XVIII, el cual se inspiraba en los clásicos griegos… Se le olvida al acusador Gérard mencionar que Chénier, apenas un año después de sus estudios militares, está en Italia, empapándose de la belleza de la Antigüedad. Roma, Nápoles, Pompeya… forman en 1784 el imaginario de un poeta que en algunos aspectos será considerado un precursor del Romanticismo. Y otro asunto no menor: después de aquel lejano primer acto, André ha vivido unos años en Inglaterra. Entre noviembre de 1787 y abril de 1790 vive en Londres como secretario de M. de la Luzerne –por lo cual, no se encuentra en Francia durante la convocatoria de los estados generales, con tantos representantes del tercer estado como del clero y la aristocracia juntos, ni en el segundo ministerio del honesto banquero Jacques Necker, odiado por la aristocracia, pero Illica, con talento de dramaturgo, desprecia todos aquellos datos que puedan ser un problema para el desarrollo de la trama–. Chénier no es uno de los exilados, de esos pocos miles de aristócratas que quieren hacer la guerra para volver a la vieja situación. Él, como muchos ) Porque André Chénier existió. Fue uno de los más prometedores poetas durante una década del final del siglo XVIII francés. Nacido en Constantinopla, en Turquía (“extranjero”, es una de las acusaciones que contra él firma Gérard) en 1762, su familia regresa a Francia cuando André tiene tres años, para vivir allí la mayor parte de sus treinta y dos años agitados. Una vida corta, vida romántica por su final trágico. Su biografía anterior a ese final la dibuja en tres trazos Illica, en un recurso ágil e inteligente: cada detalle es una acusación. “¿Nacido en Constantinopla? ¡Extranjero! ¿Estudió en Saint-Cyr? ¡Soldado! ¡Traidor! ¡Cómplice de Dumouriez! ¿Y poeta? ¡Pervertidor de corazones y costumbres!” 130 dibuja aquellos días: “¡La revolución devora a sus hijos!” En realidad, en junio de 1794, Chénier llevaba ya un par de meses preso, y aún pasarían casi dos más hasta que fue ejecutado. Muere en París el 25 de julio de 1794. de sus coetáneos, entiende la necesidad de un cambio y aboga por una monarquía constitucional. En 1790 vuelve a París, al Paris de la Revolución donde su hermano pequeño es miembro de la Asamblea. La revolución lleva casi un año en marcha: a lo largo de 1789, se habían producido las reuniones que dieron lugar a la Constitución –y a la Declaración de los Derechos del Hombre de 25 de agosto– y en apenas un par de años se iban a suceder una cantidad tal de novedades que nadie podía imaginar en ese momento. Cuando Chénier regresa a Paris, aún quedan dos años para que el Rey sea depuesto, en agosto de 1791; medio año más hasta que sea guillotinado; pasarán diez meses más hasta la muerte de Maria Antonieta, en octubre de 1793, un mes después de promulgarse la Ley de Sospechosos. Pero todo eso es Historia, eso que reposa en los libros. Para contar todo aquel terrible torbellino con vigor, Illica toma unos cuantos datos, los concentra, los deforma: hace con ellos drama. No se corresponden exactamente a la realidad, pero eso no es lo importante. Illica salta por encima de esos años para buscar el momento más fiero de la revolución. Así, en el segundo acto nos lleva hasta junio de 1794, ya ejecutada Maria Antonieta, los girondinos, los dantonistas, apenas un mes antes de que aquel sueño de la razón terminase con la ejecución del propio Robespierre y la disolución de la Comuna de París. Pero, tres días antes de ser ejecutado, Robespierre se llevaría por delante a Chénier, uno de sus críticos más duros desde la prensa. Chénier, el poeta, era un hombre de convicciones y corrió la misma suerte que muchos otros en aquellos días. En una frase que define con una escalofriante lucidez muchos periodos de nuestro siglo XX, el revolucionario Gérard Como hemos dicho, esos son detalles para los historiadores y lo que escribe Illica es una tragedia. Una gran historia de amor. Mejor dicho: dos. Los amores que unen las vidas de los tres protagonistas de la obra. En la década de 1890, la figura de Chénier estaba siendo puesta en valor por la crítica y por los grandes escritores del momento en toda Europa, al tiempo que se editaba su poesía completa. Es en ese momento cuando Illica ve en Chénier un referente interesante para una historia romántica de amor en un tiempo convulso. Illica no dedica demasiado tiempo a explicar cuál es la posición de Chénier, porque no es importante para el drama. Illica se comporta, en la escritura de este libreto, como un gran dramaturgo, que sacrifica la historia real a la eficacia de la obra dramática. Por ejemplo, no le sirve para nada que Chénier pase casi cinco meses en la prisión de Saint Lazare antes de ser ejecutado, de modo que vivimos su condena y su ejecución como algo que ocurre casi el mismo día. ) Andrea Chénier no es el personaje favorito de Illica en esta obra. Chénier es un héroe, un personaje de una pieza, lo que, para un drama, no es demasiado atractivo. Illica crea dos personajes maravillosos, llenos de fuerza: la joven enamorada Maddalena y el complejo revolucionario Gérard. Pero Illica, sin buscar un desarrollo 131 complejo del personaje, trata a Chénier con un respeto casi religioso, al punto de utilizar la ópera para dar a conocer la obra del poeta francés. En el último acto, en esa noche oscura que es la cárcel antes de la guillotina, Chénier lee sus versos. Se parecen bastante a los originales: « Comme un dernier rayon, comme un dernier zéphyre / Anime la fin d’un beau jour, / Au pied de l’échafaud j’essaye encor ma lyre. / Peut-être est-ce bientôt mon tour; / Peut-être avant que l’heure en cercle promenée / Ait posé sur l’émail brillant, / Dans les soixante pas où sa route est bornée, / Son pied sonore et vigilant, / Le sommeil du tombeau pressera ma paupière ! » Es el homenaje de un poeta a otro poeta. A alguien que ocupó, en una edad temprana, un lugar en el Parnaso de su siglo. que ama. Con este gesto devuelve la cordura a un Gérard cegado por la pasión. El sacrificio final de su vida, al cambiarse por una condenada para morir junto a Chénier, es el rasgo final de un personaje genuinamente romántico. Ni Chénier ni Maddalena dudan sobre su propio comportamiento. Ambos cambian sus respectivas visiones del mundo pero no vemos en escena esos momentos de cambio, que se producen en escenas que no están en la ópera. Por eso nos interesa especialmente Gérard como personaje dramático. Gérard es el más complejo, el gran personaje dramático de la obra. Comienza ofreciéndonos su visión de ese mundo decadente y prescindible de la clase noble; se mira en su padre para tomar conciencia de su propio estado de servidumbre; escucha y entiende las palabras de Chénier en la fiesta; abre las puertas del palacio a los desheredados y se une a ellos. Convertido en un mandatario de la revolución, busca a la mujer que amaba cuando era un siervo y, herido por Chénier, le pide que cuide de ella y que huya. Maddalena es la muchacha que da todo por amor. La pura heroína romántica. La joven de belleza inmaculada que queda prendada por el apasionado discurso de Chénier y que lo convierte en la única meta de su vida tras la tragedia de su familia. Le escribe cartas, llega hasta él y le pide su protección. La reacción de los dos amantes, una vez que han unido sus destinos, es, si me permite el lector esta ironía, muy operística: juntos hasta la muerte. Parece que, una vez lograda la felicidad del encuentro y del amor correspondido, no quedase otro final posible, de modo que lo adelantan. Y así ocurrirá: juntos hasta la muerte. Pero antes, en ese tercer acto lleno de fuerza dramática se desarrolla una escena sobre la que Illica da muchas vueltas –de hecho, a nadie se le escapa la cercanía con la posterior producción de Illica, Tosca–, Maddalena da muestra de la fuerza de su amor en el aria célebre, además de prestarse al sacrificio de su pureza para salvar al hombre ) Al llegar el tercer acto, no puede evitar hacer lo que le pide su pasión por Maddalena: condenar a Chénier con su acusación. Pero aún es capaz de observar con lucidez su propia vileza: la paradoja de que sea el amor, un amor puro, lo que lo ha empujado a un comportamiento indigno y miserable, impropio de él y de la revolución que soñaba. Construir un personaje capaz de pensar “amé torpemente y demasiado”, como el Otelo de Shakespeare, está al alcance de pocos. Gérard nos muestra la lucha feroz de sus pasiones en esas escenas, intentando forzar a Maddalena, a la que 132 no ama así, para después verse en el espejo del amor puro de la joven y arrepentirse de lo que ha cometido. Aún mostrará un gesto heroico, tratando de cambiarse por el reo Chénier. La historia real, con la muerte de Chénier, no permitía otro final, un final menos desdichado, tal vez con un heroico Gérard engañando a Chénier para ocupar su puesto en la guillotina y así permitir a los amantes vivir felices. La historia real y, como antes apuntábamos, la querencia de la ópera de este período por los finales trágicos, románticos hasta el extremo, donde la chica siempre acaba fatal. se limitó a una escritura de encargo, sino que en esta historia había por parte de Illica un interés por aquel momento y por aquel poeta, recuperado con buenas ediciones en aquellos años. La segunda es la mirada de Illica hacia toda aquella sociedad, como un espejo de la sociedad decadente europea cuyas costuras se están rompiendo por todas partes. Es evidente el paralelismo en la confesión de Gérard a Maddalena del tercer acto: “¿Por qué te quería tener aquí? ¡Porque te quiero! ¡Porque está escrito en tu vida! ¡Porque lo quiere mi poderosa voluntad! ¡Era el destino, y mira, se ha cumplido ¡Yo ya te quería cuando tú, pequeña, corrías conmigo alegre por el prado, en medio de aquel aroma de hierbas floridas y de rosas salvajes! ¡Te quise el día en que se me dijo: “Aquí ) Dos cosas más acerca de la escritura de Illica: la primera es el hecho de que el texto tiene por todas partes referencias a la época y a la escritura de Chénier que indican que su autor no 133 está tu librea”, y al atardecer, mientras estudiabas un paso de minueto, yo, engalanado y mudo, abría y cerraba una puerta (...) ¡Y, aunque fuese por una sola vez, yo quiero aquella embriaguez de tus ojos profundos! ¡Yo también, yo quiero hundir mis manos en el mar de tus cabellos rubios!” y el relato de la fascinación infantil que el criado Juan confiesa a la señorita Julia en aquella noche de perdición que en 1888 puso el nombre de August Strindberg en la Historia de la Literatura. la sangre impura”, que menciona el himno francés– y su aparición logra dar una altura prodigiosa a una escena llena de emoción que, en cuanto a la trama principal, apenas sirve para insistir en la calidad personal del personaje de Gérard. Illica plantea un drama en el que la pasión va ocupando un lugar creciente en cada acto, hasta ser en el último pura emoción, sin apenas trama, casi llegando al trance, con los dos enamorados felices por morir juntos. Illica es un dramaturgo sabio que escribe para la música. Para que la música nos envenene con la misma pasión de los personajes. Si el lector ha presenciado alguna vez Andrea Chénier, ya sabe de qué tipo de emoción le estamos hablando. Es posible que su sola evocación le lleve a sentir la misma felicidad de un instante que experimentaba aquel personaje de la película escrita por Ron Nyswaner. Es algo que pasa por la piel. No valen las palabras para describirlo. En medio de todo esto, Illica dirige sus críticas tanto a la nobleza inútil y estúpida, personificada en la madre de Maddalena, que se había hecho confeccionar un “traje de caridad” especial para ir a dar limosna a los pobres, como a la sinrazón que se apoderó de aquel sueño, poblado de personajes como el siniestro Increíble, espía sin escrúpulos. Pero Illica salva siempre a los desheredados: al pobre siervo, padre de Gérard, anciano que arrastra su servidumbre en los últimos días de su vida; y en especial, a las mujeres del pueblo de París, dispuestas a dar a su patria lo que pide Gérard: oro y sangre. En este sentido, un aspecto peculiar de esta ópera es el personaje de Madelon, una anciana que defiende un aria. En esa anciana se encierra la dignidad de un pueblo que se defiende del enemigo –“los estandartes de la tiranía, ) Cuando se alce el telón, entraremos en “el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Adelante. 134 Andrea Chénier: protipo de canto verista Arturo Reverter de esos Payasos había aparecido otra ópera que practicaba los mismos métodos y seguía el mismo camino, escrita por quien entraría a formar parte también del grupo de compositores que dieron alas al movimiento, Umberto Giordano, triunfador con su Mala vita, sobre las escenas populares napolitanas de Salvatore di Giacomo y Goffredo Cognetti, libreto de Nicola Daspuro, estrenada el 21 de febrero en el Teatro Argentina. La obra narra una historia bastante sórdida de un tintorero tísico amante de una mujer casada. Ante un crucifijo jura dejarla y casarse con la primera prostituta que encuentre a fin de redimirla si se cura de su enfermedad. Propone matrimonio a la prostituta Cristina, que acepta. Pero Amalia, la amante, no está dispuesta a perderlo y se enfrenta a su rival violentamente. Al final, el tísico, Vito, que no puede olvidar a su amante, abandona a Cristina, que, derrotada, vuelve a su trabajo en la calle. Como vemos, toda una lindeza. Surge un estilo La eclosión del verismo operístico, heredero de diversos movimientos emanados del naturalismo francés y de sus consecuencias literarias en autores italianos como Giovanni Verga, se produjo, de la mano de una historia de este último, el 17 de mayo de 1890 en el Teatro Costanzi de Roma. Se estrenaba la ópera de Pietro Mascagni Cavalleria rusticana. No era la primera obra escénica que afrontaba desde presupuestos realistas la vida de unos personajes en un medio rural o urbano contemporáneo de manera desgarrada o que ofrecía sus pasiones a flor de piel. Muy poco antes Stanislao Gastaldon, que se haría célebre por canciones como Musica proibita, había presentado Mala pasqua! Pero fue Mascagni, que tuvo la visión afortunada de crear una ópera corta para el concurso convocado por la Editorial Sonzogno en 1888, quien se llevó el gato al agua e hizo que su obra, ya para siempre, quedara como la primera piedra de esa corriente musical imparable a la que se unirían paulatinamente, y a no tardar mucho, numerosos compositores. Giordano tenía el modelo de Cavalleria in mente cuando escribió Mala vita, que fue estrenada por la pareja de la obra de Mascagni, Gemma Bellincioni y Roberto Stagno. El compositor muestra ya una sorprendente madurez, con inclusión de músicas populares. La ópera tuvo gran éxito sobre todo en Alemania y Austria. En Italia el asunto fue considerado demasiado escandaloso. En 1897 el autor hizo una nueva versión, aún más atroz, ) Uno de ellos fue Leoncavallo, que se apuntó inteligentemente al carro con su I Pagliacci, estrenada en el Teatro dal Verme de Milán el 21 de mayo de 1892 y habitualmente emparejada a la obra de Mascagni. Sin embargo, tres meses antes 135 Andrea Chénier, hay que mencionar las directísimas depositadas desde su aula del Conservatorio de Milán por Amilcare Ponchielli, que en su Gioconda, ópera sin duda neorromántica, había fijado ciertas bases del moderno melodrama. Naturalmente, no puede hacerse abstracción en este sendero que culmina con las nuevas expresiones y lenguajes de la labor previa llevada a cabo, y que tanto influiría en el joven Puccini, un eminente compañero de viaje de los veristas puros, del vanguardismo de músicos como Arrigo Boito o Franco Faccio, quienes fundaron en 1864 la llamada Società del Quartetto y su periódico, un movimiento que quedaría acuñado bajo el nombre de La scapigliatura (algo así como El desenfreno, La bohemia). Se unirían a ellos el profesor del Conservatorio de Milán Alberto Mazzucato, el crítico Filippo Filippi y el editor Giulio Ricordi, entre otros. Estaban fijadas así las bases de la Nuova scuola o Giovane scuola, que constituirían al poco, juntos a pesar de sus diferencias estéticas y técnicas, el propio Puccini, Alfredo Catalani y Pietro Mascagni. Pero Catalani, que moriría pronto de tuberculosis y que acabaría enfadado con su paisano Puccini –ambos eran de Lucca–, escribía una música un tanto anémica, melifluamente influida por el romanticismo alemán, que rápidamente pasó de moda, y Mascagni, que compartía aula y habitación con el autor de La bohème, era un artista más caótico e irregular, lleno de genio y con relativa base teórica y técnica, que se lanzó enseguida por su cuenta, sin respetar los pasos académicos previstos, a realizar una carrera por libre, que tuvo ese fulminante y casi único éxito que fue Cavalleria rusticana. Puccini, más cauto y severo, iría por otros derroteros, en algún caso cercanos, pero siempre más refinados. Con él, titulada Il voto, en la que Cristina se suicida. En 1894 Giordano presentó en el Teatro Mercadante de Nápoles Regina Diaz, una historia radicalmente distinta puesta en música ya por Donizetti con el título de Maria di Rohan, un asunto de conjuras y amores secretos con final trágico. El fenómeno verista no apareció, evidentemente, en la ópera por arte de ensalmo y si en lo literario derivaba de las corrientes naturalistas galas, en lo musical es sin duda una consecuencia de óperas precedentes. Etienne Destranges cita entre ellas Carmen de Bizet. En cuanto a buscar antecedentes, tanto de Cavalleria como de las óperas que siguieron, Jürgen Leukel menciona, en el camino del realismo sentimental, además de a Carmen, una figura anterior, Violetta Valery de Verdi, la protagonista de La traviata, la descarriada. Son personajes que viven en el mundo de lo cotidiano, bien que sus peripecias no puede decirse que sean precisamente normales, de esas que suceden todos los días. Apuntaba Leukel que Verdi, con su frase Non mi piace il tipo di donna che tradisce, había puesto el acento sobre la tragedia humana de una mujer que se sale de la recta senda. Claro que los procedimientos de Mascagni, de Leoncavallo o de Giordano son menos complejos, van más por directo y, a la postre, centran, como subrayaba Mario Rinaldi, citado por Manfred Kelkel, casi toda su fuerza en un melodismo arrasador, una factura musical sin especiales complejidades y retornan por tanto a las fuentes puramente vocales de la ópera italiana; y consiguen, además, hacer inteligible el texto. ) Entre los antecedentes del verismo en sazón, del que, con algunos matices, forma parte 136 tereotipada pero enérgica y clara, destacando el valor de la línea vocal pero no en detrimento de la orquesta. Añádase en fin una dosis de música cercana, aunque tampoco demasiado, a lo popular, sin olvidarse de envolver el conjunto con un lirismo a la italiana a veces exacerbado pero capaz de provocar una fuerte emoción y se tendrá la alegría, como la tuvieron Mascagni, Leoncavallo, Giordano y muchos de sus colegas, de haber compuesto una ópera popular. Se recibirán seguramente al mismo tiempo las alabanzas de la crítica, excepto de la francesa, sin duda demasiado chauvinista. Pero sobre todo no se intente repetir la experiencia; este género de milagro no se da dos veces jamás y se corre el riesgo de sufrir un enorme fracaso.” Los tres músicos citados estrenaron otras muchas óperas, pero han llegado a la posteridad por ser los autores de Cavalleria, Pagliacci y Andrea Chénier, aunque algunas de sus otras obras se repongan de vez en cuando. El más favorecido desde este punto de vista fue Giordano, del que se suele representar con alguna frecuencia Fedora. desde presupuestos menos exquisitos, con una pluma algo más gruesa, Giordano. Un gran fresco Bruno Poindefert enunciaba, no sin humor, los requisitos necesarios a la hora de crear una ópera verista. Se trata de buscar “una historia de una extrema simplicidad, más próxima al desenlace que al desarrollo propiamente dicho de un argumento, con algunas escenas de multitud, una dosis de erotismo y dos dosis de celos y de violencia. Escríbase en dos meses (no más, porque si no sería demasiado complicada y perdería espontaneidad) una música más bien es- El libretista Luigi Illica, se inspira para su fresco histórico, en Joseph Méry –el coautor del libreto de Don Carlos–, quien en 1856 había publicado una novela, André Chénier, que ofrece los elementos básicos de la ópera, que trata la figura de este poeta de la revolución, un poeta fundamentalmente político que será guillotinado por aquellos de cuyo levantamiento se hacía lenguas en sus escritos. He aquí un fragmento de uno de sus poemas: ) Esos dramas amorosos, de trágica pasión, que se pintaban frecuentemente en las óperas veristas y que solían tener lugar en un mundo a veces campesino, a veces subproletario, hicieron sin duda estragos durante un tiempo. A ellos se acogieron numerosos compositores, hoy casi todos ilustres desconocidos: Tasca, Samaras, Coronaro, Spinelli, Floridia o Sebastian. Giordano tuvo la inspiración de saber traducir de manera fácil todas las pulsiones latentes en una atmósfera enrarecida en la que los personajes pululan como impelidos por una extraña pasión y obedeciendo a comportamientos más bien primitivos. Algo que, por supuesto, sucedía en Mala vita o, pese al enfoque de época, en Regina Diaz; y también, pero con el revestimiento historicista y con el fondo revolucionario, en Andrea Chénier, a través de un lenguaje directo y agresivo, aunque siempre dentro de los límites de la tonalidad, exponiendo una historia comprensible con un verbo melodramático cargado de auténtica dinamita que causó auténtico furor y fue degustado, aún hoy lo es, ávidamente. 137 el estilo y la manera, sino más bien que se produce una coincidencia. La Bohème, por ejemplo, es casi coetánea de Chénier; no hay ni dos meses entre una y otra. Leclercq señala la buena mano orquestadora y armónica del comienzo de la ópera, muy pucciniano en su agitación y movilidad y bien trazado en arco hasta la cima dramática del Improvviso. Es un interesante trabajo sobre células temáticas que establecen una perfecta coherencia entre acción y música. El preámbulo nos proporciona los elementos de un drama que alcanzará su culmen en los siguientes actos. Escuchamos una música alegre, nerviosa, que se elabora sobre un pequeño motivo, rápidamente descompuesto en dos células organizadas en una frase, dice Leclercq, diseñada a lo Beethoven. Son 14 compases que se persiguen como en movimiento perpetuo sobre un fragmento del motivo repetido hasta la saturación. La aparición del mayordomo produce una inflexión casi eclesiástica. Surge sobre la misma tonalidad base, La mayor, una segunda frase, que impulsa decididamente a la música hasta la aparición de Gérard. Un toque irónico, grotesco, en las voces de flauta y fagot, lleva a la resolución de un acorde abierto de séptima disminuida. Se escucha entonces una danza galante. Se recupera después el material de la introducción. “Y sobre los goznes de hierro súbitamente gritan las puertas. De los jueces tigres nuestros señores el proveedor aparece. ¿Cuál será la presa a la que el hacha llame hoy? Cada uno se estremece, escucha; y cada un con alegría Ve que aún no le toca: Mañana serás tú, insensible imbécil.” La aportación de Illica consistió esencialmente en establecer un vínculo entre los tres personajes principales haciendo de Gérard un criado de la mansión donde se celebra la fiesta en la que Chénier pronuncia su proclama. Se da entrada a multitud de personajes secundarios que pueblan la trama y dan abigarrado colorido a la escena, compuesta por auténticas viñetas. La acción es incesante, bastante efectista y generalmente abocetada, apuntada, sin que se desarrolle verdaderamente ninguno de los caracteres, a no ser el de Gérard, en el que se opera una cierta evolución. No hay, subraya Santiago Salaverri, espesor sinfónico, faltan esos preludios o intermedios orquestales, esos remansos líricos presentes en Cavalleria, Pagliacci, Tosca, Butterfly; las pinceladas ambientales –danzas cortesanas, cantos revolucionarios, rondas nocturnas– son breves, apenas lo indispensable para no estorbar el curso de la trama. Sin embargo, no puede desconocerse la buena factura sinfónica de Giordano, que recoge, sin duda, procedimientos puccinianos y sigue una línea melódica a veces emparentada con Massenet, sin olvidar algunos elementos dramático-musicales de Verdi. El parentesco con Puccini no parece se deba a que Giordano copie, herede ) Podemos decir pues que Giordano sabe emplear una orquesta, que en definitiva aparece concentrada, y esto es lo que interesa al compositor desde un punto de vista dramático o, mejor, melodramático, sobre la narración y el gesto de los personajes, y que tiende fundamentalmente a la ilustración eficaz de la acción escénica antes que a una amplificación sicológica o conceptual de los acontecimientos; una consecuente atención a 138 ) 139 ciones. Puccini, un caso aparte sin duda, se creó su propio mundo, cercano a un lirismo más puro desarrollado por lo general en ambientes menos opresivos y canallescos, lo que otorgaba a su canto una delineación más aireada y elegante; pero no eliminaba el grito o la imprecación si venían a cuento (Tosca). transiciones armónicas que emplean tonalidades alejadas para subrayar tránsitos de humor y de actitud; una solidez arquitectónica y una medida estilística que contrarresta los arrebatos canoros y el grito compulsivo. Las escenas de masas, en donde más se revela la estética verista, con uso más bien tosco de los bajos, de la percusión y de los efectos grandguiñol, son en todo caso bien manejadas, con una mano que pone de manifiesto, en pluma tan joven, una aplastante seguridad y eficacia. Hay incluso efectos de silabeo y de murmullo en las intervenciones del populacho. Se pueden apreciar estos extremos en el final del acto III, cuando el poeta, tras su facilona arenga patriótica, Si, fui soldato, es condenado a muerte pese a la defensa de Gérard –en contra del documento en el que lo había acusado–. El exordio del antiguo criado es interrumpido por un desfile militar. Las cuerdas, en sus registros más desgarradores, en valores largos y apoyados, lo sostienen. La orquesta mantiene el ritmo fúnebre en espera de la sentencia, que finalmente es de muerte. El grito postrero de Maddalena es un adecuado colofón. Es muy interesante la cuestión del uso de la voz en los turbios y sórdidos dramas veristas. Debemos defender la idea de que, por mucha que sea la tensión o el sentido imprecatorio de ciertas frases, la virulencia de algunos pasajes, la línea de canto, la emisión canónica, la proyección ortodoxa del sonido, la dicción nítida, la regulación de intensidades no han de perderse; no son letra muerta. “Mascagni también es belcanto”, decía Alfredo Kraus, por mucho que, históricamente y desde un punto de vista muy estricto, la ópera belcantista feneciera con Rossini. Hay en todo caso unas normas, unas reglas del bien cantar que siempre deben prevalecer. Con la excusa de la expresión, de la necesidad de proyectar el sentimiento a flor de piel, de la conveniencia de mostrar un convincente tono dramático y de tintar y contrastar la gestualidad, no sólo la mímica sino también la vocal, muchos cantantes han llegado a hacer caricatura. Cuidada vocalidad La vocalidad tradicional, la heredada del belcantismo del XVIII y principios del XIX, del neobelcantismo posterior o del romanticismo más encendido de la segunda mitad de esa última centuria, aparentemente se liquidaba con la aparición del nuevo género expresivo. El canto quedaba reforzado por la armonía y el timbre y libre de virtuosismos a favor de “una materialidad expresiva sin vínculos formales” (Renato Chiesa). Todo ello con las debidas e importantes excep- ) Sobre estas premisas hay que observar los planteamientos vocales de Giordano para esta ópera, que estrenaron tres grandes de la época: Giuseppe Borgatti (ante la defección de Alfonso Garulli), Evelina Carrera y Mario Sammarco. Mascagni, Leoncavallo y especialmente Puccini cuidaron mucho las acotaciones expresivas y dinámicas. Giordano entra en la misma parcela, desmintiendo tantos y tan increíbles bulos que 140 Colpito qui m’avete ov’io geloso celo, su construcción bipartita y su alternancia temática, es una página que precisa de aquellas cualidades y que marca ya las exigencias para el tenor, que ha de crecer, por ejemplo, desde el piano al forte, con cierre en un mantenido Sol natural agudo, en los versos que acaban con las palabras e a lei serviva di scrigno il firmamento. Canto emotivo, que pasa enseguida por la gran fase ligada, con ascenso al Si bemol agudo, que concluye en la exclamación T’amo tu che mi baci, en donde se pide un rallentando e, inmediatamente, un piano en E volli pien d’amore pregar. En las palabras e contro agli uomini le lagrime dei figli ha de surgir la fiereza del antiguo tenor verdiano. Los asistentes a la aristocrática reunión en los salones de los señores de Coigny, los religiosos en primer lugar, están para este momento escandalizados. Y el canto remacha en los siguientes compases la denuncia social. Finalmente –Udite! Non conoscete amor– se repite la monumental frase que impele a la voz de nuevo, mediante ancho portamento, al Si bemol 3 como un aldabonazo. Es frecuente que los tenores, Gigli o Pertile eran maestros en esto, plaguen de pequeños golpes de glotis cada una de las exclamaciones finales. han venido extendiéndose desde el estreno de la ópera y que han dado lugar en ocasiones a aquello que Manzini llamaba malcanto. Chénier es, ante todo, una ópera a tres voces, comentaba Capacci: tenor spinto, efectivamente, gran soprano lírica y barítono de extracción verdiana. Instrumentos que han de seguir un itinerario nada fácil que discurre por los territorios de la conversación en música (parlato, quasi parlato) y que precisa sostener la tensión desde el médium alto en donde aparecen de vez en cuando inesperadas escaladas al Si natural agudo. Como Puccini, y antes que él, Giordano es prolijo en indicaciones dinámicas, rítmicas (a piacere, a tempo, rapidamente, affrettando, stringendo…) y expresivas (con voce monotona, commosso, con vero acento di dolore, con estrema dolcezza…) y obliga a conocer la emisión di slancio o el canto sfumato, lleno de matices y reguladores, que llevan a la voz del pp al ff. Es curioso cómo algunas voces de la época moderna como las de Del Monaco o Corelli, de entraña más dramática, se han acoplado a la parte protagonista, el primero, desde su emisión estentórea, aplicándose con gran honradez a la expresión variada y dejando oír, por supuesto, sus tonantes agudos. Posteriormente fueron de alabar las esfuerzos de un joven Carreras, que cantaba con un ímpetu magnífico la arenga del primer acto, con un slancio, una amplitud, un sentido del portamento y del sostenuto que ni Pavarotti, siempre de fraseo más plano, ni Domingo, pese al metal del timbre, pudieron reproducir. Claro que el tenor catalán se salía del terreno en el que su voz, muy lírica de origen, se habría sentido más cómoda. Efectos que sobrecogen a una audiencia que disfruta enormemente con la vibrante y plateal proclama Si fui soldato o con el sabor lírico de Come un bel dì di maggio, un andantino en donde, atención, Giordano pide con sentimento y solicita dolce cantando bene. La música de la primera parte, de signo elegíaco, sin duda lo exige. ¿Cómo servir de otro modo las palabras con bacio di vento e carezza?. La segunda sección, más palpitante y emotiva, culmina en un tono exaltado ) Porque, en efecto, el Improvviso, ese Un di all’azzurro spazio con su recitativo previo 141 que tiene su ápice en el Si bemol agudo de gelido, en el Sol de spiro y en el cierre, sobre unos anchos Re y Do 3, de muore, en los que se sitúa un aprovechable calderón. mente, acelerada por unos instantes. Contrastes rítmicos que explican bien la sutileza, no siempre admitida, del compositor. Es un momento de extraordinaria incandescencia lírica. Si pensamos en las féminas que han destacado en la encarnación de Maddalena localizamos nombres como los de Muzio, Storchio, Calvé, Stehle; más tarde Favero y Olivero, Milanov y Callas, Tebaldi y Stella, Scotto y Marton, Caballé y Kabaivanska. Voces de soprano anchamente lírica o lírico-spinto; o una spinto especialmente matizada –la jugend dramatisch de los alemanes–. Siempre se ha señalado a Claudia Muzio, la primera de las citadas, como el ejemplo a seguir; porque la joven aristócrata tiene mucho de una Tosca y precisa de un arte exquisito para el recitado, la media voz y la messa di voce; para elaborar esas frases largas y esas remontadas. Es un prototipo de este tipo de canto a flor de piel, que sale del alma y que requiere tanta vibración verista como finura en la línea, la célebre La mamma morta, un aria en dos partes en el corazón del tercer acto, que se inicia en un quasi parlando a piacere y va alimentándose de un lirismo intenso, pregnante, que tiene un primer clímax en la fabulosa frase, explicativa de un a alegría inmensa, Fu in quel dolore che a me venne l’amor! Voce piena d’armonia e dice: Vivi ancora! Io son la vita! Al tiempo que se da salida al andantino, que inaugura la segunda mitad, la voz, que ha ascendido, en bello portando, al Fa sostenido, se recoge milagrosamente en un escalofriante piano. Al menos eso es lo que ha de pedirse a la soprano, que sin duda aún tiene una nueva prueba en los compases postreros con esa escalada al Si natural agudo: Ah! Io son l’amore!, adornada con un ritardando y, rápida- Este tono, que engloba tanto el sentimiento recogido como el esplendor radiante del canto a plena voz, se localiza también, hábilmente dosificado, en el conocido dúo final, en donde las voces de los amantes, han de circular, con poder y descaro, por los andurriales del La bemol, La natural, Si bemol y Si natural agudos. Esta última nota es temida con justicia por tenores y sopranos, que en ocasiones, con desvergüenza, cantan medio tono más abajo. La página, en la que los dos intérpretes han de emitir sin tapujos y dar lo mejor de sí mismos, consta de ocho secciones en las que hay de todo. Comienza por un andantino molto calmo, de signo muy lírico, en el que Chénier enuncia un bella melodía lírica, Vicino a te s’acqueta, que expresa su amor por Maddalena. A partir de Per non laciarti ella, più mosso, se va exaltando poco a poco y desemboca, con slancio, en Ah!… Chi la parola estrema, que dibuja ya el gran tema que dominará toda la parte final y que es continuado por el poeta en Tu sei la meta, asimismo anotado con slancio, con la mayor de las pasiones, y que es impulsado todavía más con una inflexión cromática y un sforzando de la orquesta desde Il nostro è amore d’anime, secundado ya por la voz de ella. ) Lo que podríamos calificar de sección nº 5 empieza, a piacere, en una suerte de recitativo, con las palabras Salvo una madre!, que indican el desprendimiento y generosidad de Maddalena y promueven la exaltación de Chénier en un 142 ) 143 allegro vivo agitato, que la besa violentamente y prorrumpe en la exclamación Orgoglio di belleza, fundida con las palabras Amante y E il mondo, lanzadas a los cuatro vientos. Los ritmos sincopados albergan el sonoro si bemol agudo, mientras el tempo se acelera hacia un allegro marcial en la entusiasta frase La nostra morte è il trionfo dell’amor, que abre la sexta sección y que es repetida por la joven y se encadena de nuevo a la idea principal del dúo, pregonada tutta forza. Un corto diálogo conduce a la llamada del carcelero Schmidt, que llevará a los amantes a la guillotina. Ahí parte la octava sección que eleva a las dos voces, col massimo entusiasmo, definitivamente al si natural: Viva la morte insiem! Leclercq, de la pobreza de ideas de Giordano, que en momento como éste no tiene otro recurso que doblar la línea vocal con la orquesta a la octava inferior. Un Mi agudo en e mentre uccido nos devuelve al recitativo. La tercera parte es el aria propiamente dicha, que se abre, con un detalle, en esta ocasión, sí, muy fino: una melodía en Re mayor del clarinete, y que presenta la frase La coscienza nei cuor ridestar de le genti, que se va animando paulatinamente hasta llegar al Fa sostenido agudo en e in un sol bacio. Las armonías inestables expresan la duplicidad, o multiplicidad, del personaje. Sólo barítonos de gran solidez, anchos y oscuros, están en condiciones de servir los tornasoles de este dubitativo revolucionario, que pide matices que algunas de las más grandes voces, como Bastianini, no han sido capaces de otorgar. Hablando de instrumentos de excepción, no hay duda de que un coloso como Titta Ruffo se erige, a la vista de la historia, como el mejor Gérard posible. Aunque un Stracciari, un Viglione-Borghese o un Amato pudieran alcanzar un mayor grado de matización. Granforte, Galeffi o Danise fueron también grandes aquí. En tiempos más recientes han sido destacables Bechi, pese a su inclemente nasalidad, Warren, a despecho de su engolamiento, Guelfi, siempre algo tosco, Protti, más bien impávido, y Milnes, valiente y fibroso. Nucci o Pons no han brillado, en épocas más cercanas, ante Cappuccilli y, sobre todo, Zancanaro. ) Es el desafío definitivo para soprano y tenor. Antes, el barítono, el antiguo criado Gérard, habrá tenido sus oportunidades y posibilidades de demostrar un depurado arte de canto solicitado por una escritura que trata de describir con fortuna la compleja personalidad del individuo y mostrar sus cuitas. En este sentido es, como se ha dicho, una criatura más rica y menos lineal que Chénier y Maddalena, que pasa continuamente de la duda a la seguridad y que revela poseer un corazón capaz de sacrificarse. Las reflexiones de Gérard, y sus disquisiciones de índole política, bastante críticas con la Revolución, quedan nítidamente expuestas en la gran aria del tercer acto Nemico della patria?, dividida, esquemáticamente, en tres grandes segmentos, el primero en forma de recitativo dramático, el segundo con servicio a una meditativa y evocadora melodía que ha de enunciar la frase Un dì m’era di gioia con tristezza, que mantiene una simplicidad casi verdiana, pero que da cuenta también, como señala 144 l'arbore di diana ) Vicente Martín y Soler (1867 - 1948) 145 L’arbore di Diana (El árbol de Diana) Vicente Martín y Soler (1867 - 1948) DRAMMA GIOCOSO EN DOS ACTOS. Libreto de Lorenzo Da Ponte. Estrenado en el Burgtheater de Viena el 1 de octubre de 1787. Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Gran Teatro del Liceo de Barcelona. Director musical: Ottavio Dantone Director de escena: Francisco Negrín* Escenógrafos: Rifail Ajdarpasic* / Ariane Unfried Figurinista: Louis Dèsiré* Iluminadora: Bruno Poet* Diana: Lyubov Petrova (17, 19, 22, 24, 26) / Ekaterina Lekhina* (18, 20, 25) Amore: Marina Comparato (17, 19, 22, 24, 26) / Ketevan Kemoklidze (18, 20, 25) Britomante: Ainhoa Garmendia Clizia: Marisa Martins Cloe: Jossie Pérez* Silvio: Pavel Breslik (17, 19, 22, 26) / José Luis Sola* (18, 20, 24, 25) Endimione: Dmitry Korchak* (17, 19, 22, 26) / Por determinar (18, 20, 24, 25) Dorsito: Marco Vinco (17, 19, 22, 26) / Simón Orfila (18, 20, 24, 25) Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Marzo: 17, 18, 19, 20, 22, 24, 25, 26 20:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 146 Argumento L’arbore di Diana (El árbol de Diana) Fernando Fraga Dramma giocoso en dos actos de Vicente Martín y Soler. Libreto de Lorenzo da Ponte. El árbol a que se refiere el título es el que poseía Diana, versión romana de la diosa griega de la caza y de la castidad de nombre Artemisa, y que le permitía descubrir el comportamiento de las ninfas que bajo sus ramas se colocaban. Si éstas eran culpables de no practicar aquella preceptiva castidad, el propio árbol dejando caer sus manzanas las castigaban, en ocasiones hasta con la muerte. de cómplice para humillar el orgullo de Diana (N.º 2. Recitativo acompañado de Doristo y El Amor. Aria de El Amor: Se il vuoi saper). Acto I Tras la obertura (allegro assai, andante sostenuto), el telón se alza sobre un ameno lugar junto a un bosque, una gruta, un lago y un templo. Destaca sobremanera el árbol con las manzanas doradas, bajo el cual dormita Doristo. El Amor desaparece y Doristo finge dormir al ver que se acercan Diana y las ninfas surcando el lago en barcas cubiertas de flores. La diosa alaba la tranquilidad de un jardín en el que se puede ser libre, lejos de los peligros que acarrea El Amor. A su canto se suman las tres ninfas. Clizia rocía con sus gotas celestiales a Doristo para que cambien sus afectos y costumbres (N.º 3. Aria de Diana: Tranquilli soggiorni, y terceto de las ninfas: Intreciamo, sorelle vezzose). La tres ninfas, Britomarte, Clizia y Cloe, desatan al pastorcillo Doristo antes de acudir al templo donde les espera la diosa Diana (N.º 1. Introducción. Las tres ninfas: Zitto, zitto, non parlate). Doristo es despertado por El Amor, asombrándose de la belleza del lugar donde se encuentra, en especial de un árbol que exhibe un tan apetitoso fruto. Es detenido por El Amor al intentar apoderarse de alguna de las manzanas. El dios aclara la situación de Doristo. El joven, vulgar y primitivo, ha conducido a la isla de Cintia –nombre con el que a menudo, en la texto del libreto los personajes, se dirigen a Diana– para que custodie ese árbol, el encargado de vigilar a diario la virtud de las ninfas. El Amor quiere tomarle ) Doristo deja de fingir y, extasiado por la belleza de las mujeres que le rodean, no duda en dedicarles palabras galantes, despertando con ello el furor de la castísima diosa, enemiga del Amor. Doristo no se echa atrás y expone muchas de las razones por las que, él siendo hombre y ellas mujeres, no pueda poseer el serrallo con el que viene soñando desde hace tiempo (N.º 4. Aria de Doristo: Da parte gli scherzi). 147 Por esa osadía, Diana convierte a Doristo en un arbusto. Todas se van en las barcas, al son del canto de las ninfas (N.º 5. Repetición del terceto de las ninfas: Intreciamo, sorelle vezzose). olvidándose del peligro que supone para ellas olvidar las órdenes de Diana. Las ninfas invitan a los tres hombres a seguirlas, ya que no tendrán ningún problema de alejarlos de la vista de Diana, pues a las mujeres no les faltan lugares donde poder esconder a sus amantes. Del bosque sale Endimión que huye perseguido por Silvio. El Amor, vestido de pastorcilla consigue que Silvio deponga sus armas (N.º 6. Terceto de Endimión, Silvio y El Amor: Dove vado, dove fuggo?). Los dos jóvenes explican el motivo del enfrentamiento: Endimión acabó con el lebrel de Silvio porque el perro atacaba a sus ovejas. El Amor le dice a Silvio que corte una rama del árbol que le va a indicar y al día siguiente le devolverá a su can vivo. Silvio ejecuta lo ordenado y el arbusto, que no es otro que Doristo, al ser herido se queja. Britomarte, como la principal de las tres ninfas, se arroga el derecho de elegir ella a su amante. Y se decanta por el morenito Silvio (N.º 10. Aria de Britomarte: Di Cintia seguace). El Amor da entonces la señal de alarma: Diana se acerca. Todos, salvo El Amor, se ocultan en la gruta. El Amor como mensajero de sí mismo, le pide a Diana de que se someta al yugo de su amo, que destruya el maldito árbol y que devuelva a las ninfas la posibilidad de enamorarse. Diana se niega, achacándole al Amor su naturaleza pérfida y maligna. Pero El Amor muy sensatamente le pregunta el por qué de esta opinión si ella nunca ha estado enamorada. Seguidamente hace un ardiente elogio de sus virtudes. El amor es algo bueno y bello y da la felicidad (N.º 11. Aria de El Amor: Si dice qua e là). A la insinuación de que sus ninfas no están tan inmunes a ese sentimiento, como Diana desea o da a entender, El Amor hace que salgan de su escondite los tres jóvenes. Como explicación ante el asombro de los pastores, el arbusto da cuenta de su estado. Por causa de las mujeres en esa situación se halla (N.º 7. Cavatina de Doristo: Un galant’uom son io). El Amor devuelve su aspecto a Doristo. Endimión y Silvio no acaban de salir de su asombro. Endimión describe a Doristo, siempre interesado por todo lo que tenga que ver con las mujeres, el aspecto de la moza que le devolvió su identidad (N.º 8. Aria de Endimión: Lieti e amorosi i rai). Doristo relata entonces la aventura vivida anteriormente. Los tres pastores se disponen a huir, pero El Amor les disuade de hacerlo, ya que están prisioneros en la isla (N.º 9. Cuarteto de Endimión, Silvio, Doristo y El Amor: Qualche diavol qui s’asconde). Diana sospecha que sus ninfas hayan olvidado sus deberes, El Amor amenaza derrotarla con sus armas y los tres muchachos tiemblan ante el semblante airado de la casta diosa (N.º 12. Quinteto de Diana, Endimión, Silvio, Doristo y El Amor: Che sorpresa è questa mai?). ) Reaparecen las tres ninfas y la presencia de los pastores les resulta sobremanera agradable, 148 suerte de encontrar a Diana y furtivamente le clave el dardo, será correspondido inmediatamente. Diana hace acopio de todo su furor y, evocando su categoría y orgullo divinos, amenaza con hacer temblar cielo y tierra con la eficacia de sus rayos (N.º 13. Recitativo acompañado, Perfidi! In questa guisa i dritti miei, y Aria de Diana: Sento che dea son io). Luego se va con aires de solemnidad e importancia. Doristo pretende seguir a sus compañeros de infortunio, pero El Amor se lo impide, quiere que sea suyo. Doristo se niega porque le parece que esa partorcilla tiene algo como de muchacho. Ella aclara el asunto afirmando que tiene un hermano que se le parece, El Amor, y Doristo, con su humor sencillo y fanfarrón, le considera ya su compañero, su cuñado y a Venus su suegra. “¡Casémonos!”, le dice. Pero hay que esperar: El Amor necesita antes acabar algunos asuntos pendientes con Diana. El Amor pregunta a los tres pastores si Diana les agrada. ¿Quién de ellos querría enamorarla? Silvio se destaca dando una delicada respuesta y enumerando las bellezas que ha observado en la diosa (N.º 14. Aria de Silvio: Qual piacer prova il cor). Más, besando la mano del Amor, Doristo inicia su conquista. El Amor le sigue el juego (Dúo de El Amor y Doristo: Occhietto furbetto). ) Sin más dilación, El Amor da a cada uno de ellos una flecha de su carcaj: el primero que tenga la 149 Pero Diana descubre su traición (N.º 18. Cavatina de Diana: Impudica, indarno fuggi). Doristo, a todas estas, le entra el apetito y con el anillo mágico que le han dado intenta apoderarse de una manzana del árbol dorado. Desde el árbol un Coro de Genios desgrana una delicada melodía donde alaba los honores que procura la diosa que evita el amor (N.º 16. Final I: O saggio giovinetto). La ninfa y los fugitivos, cuya huida es ahora abortada, imploran piedad de la indignada diosa la cual, antes de desaparecer, deja a los cuatro culpables arrojados por tierra y medio adormecidos (N.º 19. Cuarteto de Silvio, Endimión, Doristo y Diana: Pietà, pietà di noi). Aparece Diana de improviso al frente de su ejército de ninfas (Presto, presto, non tardate). Vienen dispuestas a lanzar sus flechas contra todos los enemigos masculinos, los pastores y el impresentable guardián del árbol. El Amor defiende a Doristo con un escudo de rosas. Las ninfas se quedan insólitamente inmóviles (Via brave vibrate). Es El Amor el que les saca, con algo de su habitual sentido del humor, de esa especie de abatimiento.(N.º 20, Cavatina de El Amor: Il bel quadro in verità!). El Amor, que ve cercano el instante de su victoria, ordena al cuarteto que se esconda junto a la fuente de Diana y allí espere acontecimientos. Diana entonces se acerca para dar ella misma el golpe al infeliz Doristo, pero es detenida por Silvio (Ferma, ferma, e pria fa meco). Le toca ahora presentarse a Endimión. Éste clava su flecha en el corazón de Diana (Non si perda el bel momento). La furia de la diosa es terrible y todos se sienten invadidos por un incontrolable terror. El Amor también, pero reacciona enseguida y se dispone a vengar las ofensas recibidas (Dalla smania, dalla rabia). En efecto, cuando Diana regresa con sus otras ninfas, Cloe y Clizia, sólo se encuentra a Endimión que no ha seguido las órdenes de El Amor. Será el chivo expiatorio de Diana, pero el pastor se defiende ofreciéndole una encendida y admirativa declaración sentimental (N.º 21. Aria de Endimión: Ah, quante volte mai). Diana, indecisa, siente nacer en su interior una sensación hasta entonces desconocida, pero quizás latente. Sin hacer caso a tal perturbación, ordena a Clizia que hiera al joven, pero ésta es incapaz de cumplir el mandato, antes volvería el arma contra ella misma (N.º 22. Aria de Clizia: Come farò? Ferir non so). Diana, muy confusa, corre a consultar al sacerdote de Júpiter. El Amor se regocija porque todo está saliendo conforme a lo previsto. Acto II El templo de Diana junto a un pequeño bosque. Saliendo del templo, Britomarte deja libres a los pastores, quienes agradecen su acto, indicándoles el camino que han de tomar (N.º 17. Introducción, con Britomarte, Silvio, Endimión y Doristo: Or ch’ho sciolto i lacci vostri). ) A un lugar cercano, en medio de una pequeña vegetación se han trasladado Cloe, Clizia y Endimión 150 Preocupados por la reacción de Diana, es Cloe la que se hace eco de esta inquietud, aunque confiesa que su manera de actuar fue producida por una fuerza interior, desconocida, que la hizo comportarse de tal modo (N.º 23: Aria de Cloe: Da un nume ignoto). con el sacerdote de Júpiter. Luego, despojada de su manto y su arco entra en la gruta para relajarse bañándose en sus termas. El Amor, con su compañía, aparece y al ver un letrero que dice: “Aquí reina Cintia” lo sustituye por “Aquí reina Amor”. El Amor invita a todos a que canten con ella un himno, desde luego, destinado a ensalzar al sentimiento que él representa (N.º 27. Himno-Septeto de El Amor, los tres pastores y las tres ninfas: Cessate di spargere). Las dos ninfas ven, como única vía para recuperar la confianza de Diana, matar a Endimión. Es Silvio, reapareciendo, quien salva la vida del compañero de aventura. Las ninfas ponen pies en polvorosa. El Amor despeja el lugar, ocultado oportunamente a sus acompañantes, a la espera de la reaparición de Diana. Sólo deja bien a la vista a Endimión, dormido. Así se lo topa Diana cuando sale de la gruta, no pudiendo resistirse ante la belleza del joven. Duda en despertarle, pero Endimión abre poco a poco sus ojos y se deja acariciar por las suaves manos de la diosa. Endimión reconoce a Cintia y la pareja se abraza con frenesí (N.º 28. Recitativo acompañado de Diana, Miseri! Dove son?, y Dúo de Diana y Endimión: Pian, pianino). Los dos pastores quieren huir pero no saben cómo. De nuevo, El Amor continúa con burlas su juego con los muchachos (N.º 24. Terceto de Endimión, Silvio y El Amor: Ah, presto fuggiamo). Al hacerse visible, El Amor, pide paciencia a Endimión y Silvio: no está lejano el feliz momento en que sus tormentos se troquen en placeres (N.º 25. Aria de El Amor: Sereno raggio). En una gruta rodeada de cipreses, encontramos a continuación a Doristo que se halla sentado a la vera de Britomarte. Doristo, con su particular filosofía acerca del amor y de las mujeres, intenta conquistar a la ninfa, que permanece muda (N.º 26. Aria de Doristo: Se un occhiattina tenera). Una vez que la entrelazada pareja se va, llegan a El Amor y Silvio. Éste se le queja, amargado, de haberle hecho testigo del triunfo de su rival (N.º 29. Recitativo Ferma, ferma, ove fuggi? y Aria de Silvio: Dunque vaghezza avesti). Cuando se aproxima a Britomarte con intención de besarla, se lo impide El Amor que acaba de presentarse en compañía de Silvio, Endimión, Clizia y Cloe. El Amor le hace olvidar a Silvio todos sus pesares, transformándole en el sacerdote de Júpiter al que espera Diana. Para ocultarlos a la mirada de Diana, El Amor los convierte a todos en árboles o piedras. Doristo que según ha tenido oportunidad ha ido declarando su amor una por una a las tres ninfas, viene ahora perseguido por ellas que le reclaman el cumplimiento de la respectiva promesa ) Diana, en efecto, sumida en desconocidas e inquietantes turbaciones, espera su encuentro 151 de matrimonio (N.º 30. Cuarteto de Clizia, Cloe, Britomarte y Doristo: Non ti lascio, traditore). Todos acaban reunidos en el jardín de Diana, junto al árbol dorado, con Silvio todavía bajo la apariencia de Alcindo. Además, se puede ver a cuatro sacerdotes que portan una urna. El Amor se apiada de Doristo y le rescata de las furias femeninas, no sin antes haber recibido el culpable algún que otro bien merecido golpe. Para tormento de Diana Silvio-Alcindo tiene la solución (Fra quest’ombre taciturne). El resto de los personajes se arrodillan ante Diana pidiéndole perdón (Pentito, smarrito). Rodeados de flores, Endimión y Diana dan rienda suelta a su pasión. La diosa, incluso, lamenta el tiempo perdido a causa de la intolerancia y odio que ha alimentado hasta entonces frente al amor. De la urna van a ir sacando los nombres en el orden en que irán pasando bajo el árbol para la virtuosa prueba. El Amor saca la primera papeleta y Silvio lee el nombre de Diana. Como eco al estado anímico de la diosa se produce una terrible tempestad con terremoto que hace desaparecer de improviso el jardín. El Amor llama a Diana fingiendo la voz de Silvio. Se deja ver éste, disfrazado de Alcindo, el sacerdote de Júpiter. Diana, confusa y atormentada por sus encontrados sentimientos ordena a Endimión que se aleje (N.º 31. Rondó de Diana: Teco porta, o mia speranza). En su lugar se deja ver El Amor, con su séquito, sobre un carro triunfal y rodeado de otras divinidades (Di temer cessate). Diana narra al sacerdote todos los complicados sucesos ocurridos durante ese día. Acaba confesando que ella misma ha caído en las redes del amor. El sacerdote la convoca ahora bajo el árbol de las pruebas junto al cual él reunirá también a las ninfas. Éste es el dictamen del dios del Amor: Doristo será el guardián de su palacio, en compañía de las tres ninfas, Silvio es nombrado sacerdote custode del templo y Diana se entregará a su pasión. El Amor celebra su triunfo con las ninfas (N.º 32. Final segundo: Venite, amiche belle). Al grupo se van sumando Endimión, desesperado en busca de su amada, y Doristo esperando qué otro contratiempo ahora le va a caer encima.. ) Diana reconoce finalmente el triunfo del Amor (Vieni, oh vieni o bella dea / Vengo, vengo, son già vinta). 152 Voluptuoso sin ser lascivo: Da Ponte en sus Memorias Pedro Víllora a una supuestamente valiosísima colección de libretos que sólo podía consultar bajo la vigilancia de su dueño–. ¡Pobre Italia, qué cosas! Ni enredo, ni caracteres, ni interés, ni disposición de escenas, ni gracia de lengua o de estilo, y, aun cuando estuvieran escritas para hacer reír, cualquiera las habría creído harto más propias para hacer llorar. No había un verso, en aquellas míseras chapucerías, que encerrase un donaire, una rareza, una frase graciosa, que despertase de alguna manera las ganas de reír. Eran amasijos de conceptos insípidos, de necedades, de bufonadas. ¡Éstas eran las joyas del señor Varese y los dramas bufos de Italia! Confiaba en que sería fácil componer otros mejores. Creía al menos que acá y allá se encontraría en los míos algún rasgo agradable, alguna pulla, algún chiste; que la lengua no sería ni bárbara ni sucia; que se habrían podido leer sin disgusto las arietas; y que, si hallaba un tema jovial, capaz de caracteres interesantes y fértil en accidentes, no habría podido, ni queriendo, componer un drama tan malo como eran los que había leído. Mas supe por experiencia que requiérese mucho más para componer un drama que guste, y sobre todo que guste al representarse en escena». Cuando Lorenzo Da Ponte (1749-1838) se presentó en Viena ante el emperador José II para pedirle protección y trabajo, la conversación derivó por terrenos de cultura y arte hasta que, aproximándose ya a su conclusión, el monarca le preguntó cuántos dramas había compuesto. La respuesta del futuro libretista, según como lo cuenta en sus Memorias1, fue: «“Sire, ninguno”. “¡Bien, muy bien!”, replicó sonriendo, “tendremos una musa virgen”». En los primeros años de la década de 1780, cuando Metastasio estaba a punto de fallecer y concluir así un magisterio en el terreno de la literatura operística que abarcaba la práctica totalidad del siglo (además de dejar vacante su puesto como poeta oficial de la corte vienesa), Da Ponte era un abate libertino versado en poesía pero de todavía escasos conocimientos dramatúrgicos. El relato que hace de sus primeras, apresuradas, pero intensas lecturas teatrales, al hilo de la reactivación del teatro italiano en la capital austriaca, señala tanto su ambición profesional como su criterio estético y la exigencia de renovación temática y formal propia de un tiempo en que el teatro ilustrado había abierto en el escenario un lugar para el rigor y la verosimilitud y se aprestaba para engrandecerse con el hálito romántico: «Tuve la paciencia y el valor de recorrer con los ojos dieciocho o veinte de aquellas joyas –dice refiriéndose ) Cuando en 1826 auspiciase en Nueva York la representación de Don Giovanni a cargo de la compañía de Manuel García y María Malibrán, justo después de que padre e hija hubiesen prota153 gonizado El barbero de Sevilla en la misma ciudad, Da Ponte se vio obligado a salir en defensa de Rossini a propósito de alguna crítica periodística que lo situaba muy por debajo de Mozart: «El buen Rossini se repite a veces en sus composiciones; mas eso no ocurre, a mi parecer, por falta de ideas o por pobreza de la fantasía; la culpa es de la avara ignorancia de mal avisados empresarios teatrales, los cuales, creyendo que en el éxito de un drama musical poco o nada cuenta el poeta, por ahorrar unas piastras en el poeta, que de poeta sólo tiene el nombre, entregan a los compositores de música unas palabras que no dicen nada, y dicen siempre lo mismo. Poquísimos son los dramas en los cuales no se oiga repetir una, dos y tres veces: “¡Ay! se me parte el alma...” “Ya no tengo esperanza...” “El seno me traspasas...” “De angustia moriré...” “Mi dicha bienamada...” o frases y palabras por el estilo, que quieras que no deben entrar al comienzo del aria, o en la stretta o sea cierre del dúo, terceto o final; ¡y en eso imagínase el versificador que consiste el principal mérito del drama!». de caracteres, ni mérito de situaciones, ni gracia de lengua, ni imágenes de poesía, hubiera tenido dramas en los que, a más del interés del asunto, hubiera el poeta sabido oportunamente alternar lo dulce y lo feroz, lo alegre y lo patético, lo pastoral y lo heroico, etc., etc., otro, muy otro hubiera sido el efecto de su música, que la veracidad de los metros, los sentimientos y la letra le habrían obligado a variar. La prueba de ello es El barbero de Sevilla, que, siendo una de las obras maestras de Beaumarchais, ha suministrado excelentes materiales al traductor italiano». Tres dicotomías –el tono, el sentimiento, el ambiente–, que emanan del clasicismo pero que lo superan al integrarse: «Esta triple variedad fue mi principal cavilación en todos los dramas escritos por mí, y principalmente en los que tuve la suerte de escribir para Salieri, Martini2 y Mozart, quienes tenían el mérito de saber leer, mérito, en verdad, del que no pueden presumir todos nuestros compositores de música, algunos de los cuales no saben la diferencia que hay entre los versos de Metastasio y los de Bertati o Nunziato Porta. Casi me atrevería a creer que en doce dramas escritos por mí para esos tres maestros, no hay dos arias o dos de los llamados concertantes, que se parezcan, y si en esas óperas ellos se han repetido raramente, en este aspecto concédaseme al menos jactarme de tener parte de la gloria». Habían pasado algo más de cuarenta años, pero su opinión acerca de la importancia del libreto para el éxito de una ópera seguía siendo la misma. Es más, hasta cierto punto parece lamentarse de no haber podido escribir para Rossini como sí lo hiciese para otros maestros, puesto que él podría haberle aportado esa base indispensable para la grandeza de la que carecía el compositor: «Si el inimitable Rossini, en vez de verse condenado a vestir con sus graciosas notas unas letras chapuceras, juntadas para formar cierto número de acentos y de sílabas, a las que se atreven a dar el nombre de verso y en las cuales no hay ni sentimientos del alma ni viveza de afectos, ni verdad ) Esos doce textos, que en realidad son trece, incluyen sus colaboraciones con Salieri –la inaugural Il ricco d’un giorno (1784), Axur, re d’Ormus (1788), Il talismano (1788), Il pastor Fido (1789) y La cifra (1789)–; la célebre trilogía Mozart-Da Ponte –Le nozze di Figaro (1786), Il dissoluto pu154 nito o sia Il Don Giovanni (1787) y Così fan tutte o sia La scuola degli amanti (1790)–, y los trabajos con Vicente Martín y Soler donde destaca más la trilogía vienesa –Il burbero di buon cuore (1786), Una cosa rara, o sia Bellezza ed onestà (1786) y L’Arbore di Diana (1787)– que dos producciones londinenses: La capricciosa corretta –también llamada La scuola dei maritati, La moglie corretta o Gli sposi in contrasto– (1795) y L’isola del piacere o La isola piacevole (1795). bias de buen corazón– se convierte en el primero de sus éxitos, aparte de convertirse en una especie de banco de pruebas para Las bodas de Fígaro: si aquí adapta a Beaumarchais, Il burbero es versión de Le bourrou bienfaisant, la penúltima obra de Carlo Goldoni, si bien la primera de las suyas escrita en francés. La elección de este texto fue criticada por Giambattista Casti, que acababa de triunfar con Il Re Teodoro a Venezia, un libreto para Paisiello que, según Da Ponte, «no carecía de pureza de lengua, belleza de estilo, gracia y armonía de versos, ni de sal, elegancia y brío; las arias eran bellísimas, los concertantes deliciosos, los finales muy poéticos; y sin embargo el drama no era cálido, ni interesante, ni cómico, ni teatral. La acción era ) Si la experiencia de la fracasada Ricco d’un giorno sólo le vale, precisamente, para coger experiencia, Il burbero di buon cuore –se estrenó en Madrid en 1792 con el título de El hombre de mal genio y buen corazón, aunque Waisman3 cree más adecuado traducirlo como El cascarra- 155 lánguida, los caracteres insípidos, la catástrofe inverosímil y casi trágica. Las partes, en resumen, eran excelentes, pero el todo era un monstruo. Me pareció ver a un joyero estropear el efecto de muchas piedras preciosas por no saber unirlas bien ni disponerlas con orden y simetría (...). Conocí que no bastaba ser un gran poeta (pues en verdad Casti lo era) para componer un buen drama; necesarísima cosa era adquirir muchos conocimientos, saber conocer a los actores, saber vestirlos bien, observar en el escenario los fallos ajenos y los propios y, después de dos mil o tres mil pateos, saber corregirlos; las cuales cosas, aunque utilísimas, son empero harto difíciles de lograr, impidiéndolo ora la necesidad, ora la avaricia y ora el amor propio. No me atreví, no obstante, a declarar a nadie mi pensamiento, pues estaba segurísimo de que, de haberlo hecho, me habrían lapidado o tachado de loco, de demente». cas y las pequeñas venganzas por cuestiones sin mayor trascendencia que dan lugar a la crítica de costumbres. Frente al virtuosismo poético, Da Ponte comprende que «en los dramas bufos generalmente las palabras no cuentan sino como el marco de un hermoso cuadro que sostiene el lienzo» y, así, la estructura dramática y la escenificación se ponen al servicio de una creación musical –algo que quedaba tan claro en Il ricco, que tuvo que ser sometida a múltiples reestructuraciones durante el proceso de composición–, sin que la elocución, supuesto patrimonio del poeta, sobresaliese: «Casti se encontró bastante embarazado, y no se atrevió a hablar mal, a las claras, de un drama que todos alababan. Tomó el camino de en medio. Alabó, aunque añadió tantos “pero”, que la propia alabanza venía a parar en censura. “Pero, en el fondo”, decía, “no es más que una traducción... Habrá que ver cómo se desenvuelve con una obra original... Pero es una lástima que descuide tanto la lengua... Talla, por ejemplo, no significa estatura...” (...) ”Señor abate”, le dije entonces, “quien en un drama no puede criticar sino alguna palabra, hace de él grandísimo elogio”». Si bien Da Ponte no expresase su opinión, Casti, «tan empeñado en el designio de conseguir el puesto de poeta cesáreo cuanto en perseguirme a mí, a quien creía único obstáculo, dijo en voz alta y públicamente que aquel no era tema de ópera bufa y que no haría reír». El tema es tal como los padres de la Ilustración habían demandado: una comedia burguesa donde los caracteres son reconocibles y se mueven –no sólo en el doméstico, sino en lo temperamental– en el suave tono medio, con pequeñas contradicciones que se complementan y dan vivacidad al asunto y verosimilitud al comportamiento. Así, la figura del viejo gruñón que, pese a no atender los intereses sentimentales de sus sobrinos, termina aplacando su rabia y perdonando cualquier enredo, es, pese a Casti, bufa, como lo son las intrigas domésti- ) Con Il burbero, el italiano Da Ponte traducía a su idioma –y adaptaba a sus costumbres– la obra que otro italiano había escrito en francés para el público parisino. Sus siguientes textos siguen siendo versiones de obras ajenas. Así, la inmediata Las bodas de Fígaro, según Beaumarchais, en la que se mantiene en un ámbito social cercano al anterior; Gli equivoci (1786), con música de Stephen Storace, que proviene de La 156 asaltos del príncipe, antes y después de las bodas. Titulo, pues, la ópera Una cosa rara, o sea belleza y honestidad, corroborando el título con el famoso verso del satírico:4 Rara est concordia formae atque pudicitiae. Puse manos a la obra y he de confesar que nunca en mi vida escribí unos versos con tanta celeridad ni tanto deleite. Ya fuera por un sentimiento de tierna parcialidad hacia un compositor de quien se me habían derivado los primeros rayos de paz y de gloria teatral, fuese por el deseo de abatir de un golpe mortal a mis injustos perseguidores, o fuera, en fin, por la índole del argumento, en sí poético y deleitoso, acabé en treinta días y el buen maestro acabó al mismo tiempo la música» comedia de las equivocaciones; y Una cosa rara, con Martín y Soler, que se inspira en Vélez de Guevara aunque, equivocándose, en sus Memorias mencione a Calderón: «Dolíase ya Martini de mi excesiva tardanza en darle las letras; recién terminado el Figaro, el hermano de la Storace, que había conocido mejor los talentos de su primer poeta, obtuvo del emperador que yo le diese un libreto y, por complacerlo y aligerar, lo saqué de una comedia de Shakespeare. Como no debía de parecer posible que yo escribiese dos dramas a un mismo tiempo, me pareció el momento oportuno para poner en obra mi plan. Fui a ver a Martini y le hice prometer que nadie en el mundo sabría que tenía que escribir un drama para él. El buen español me secundó excelentemente y, para adobar mejor la cosa, fingió estar encolerizado con mi retraso, y dio a entender a todos que un poeta, que le había hecho otra ópera en Venecia, le había mandado ya un drama al que estaba poniendo música. Entre tanto, por agradar tanto a él como a la embajadora de España, su protectora, pensé en escoger un tema español, lo cual agradó sumamente a Martini y al emperador mismo, a quien confié mi secreto, que aprobó sumamente. Tras haber leído unas comedias españolas, para conocer un poco el carácter de aquella nación, me agradó muchísimo una comedia de Calderón titulada La luna de la Sierra; y tomando de ella la parte histórica y cierta pintura de los caracteres, tracé mi plan, en el cual tuve ocasión de hacer brillar a todos los mejores cantantes de la compañía de aquel teatro. El argumento del drama era sencillísimo. El infante de España se enamora de una bellísima serrana. Ella, enamorada de un serrano y de carácter virtuosísimo, se resiste a todos los Los ensayos no parecen haber sido fáciles: «En cuanto se distribuyeron las partes, se desató el pandemónium. Uno tenía demasiados recitativos, otro no tenía bastantes; para el uno el aria era demasiado grave, para el otro demasiado aguda; éste no entraba en los concertantes, aquel debía cantar demasiados; quien estaba sacrificando a la prima donna, quien al primero, segundo, tercero y cuarto bufo; la indignación era general. Se decía, empero (y eso pensando en moler tanto a Martini como a mí, a quien no creían autor de los versos), que la poesía era bellísima, los caracteres interesantes, el tema del todo nuevo; que el drama, en fin, era una obra maestra, pero la música flojísima y trivial. “Aprenda, señor Da Ponte”, me dijo un día seriamente cierto cantante, “cómo se escribe un libreto bufo”. Es fácil imaginar cómo me reía». ) Los efectos de Una cosa rara redundaron en el prestigio profesional pero también en el 157 rare, quería reducirla al carácter de drama y de música italiana, y me pedía por ende una traducción libre. Mozart y Martini dejaban la elección totalmente en mis manos. Escogí para aquel el Don Juan, tema que le agradó infinitamente, y El árbol de Diana para Martini, a quien quería dar un argumento amable, adaptable a sus dulcísimas melodías, que llegan al alma pero que poquísimos saben imitar. Hallados estos tres temas, fui a ver al emperador, le expuse mi idea y le informé de que mi intención era escribir estas tres obras simultáneamente. “¡No lo conseguirás!”, me respondió. “Quizá no”, repliqué, “pero lo intentaré. Escribiré de noche para Mozart y me figuraré leer el Infierno de Dante. Escribiré por la mañana para Martini y me parecerá estudiar a Petrarca. La tarde para Salieri, que será mi Tasso”. Juzgó asaz bello mi paralelo; y, apenas vuelto a casa, me puse a escribir». magnetismo personal de sus creadores: «Las señoras, principalmente, que no querían sino ver La cosa rara y vestirse a la manera de La cosa rara, nos creían en verdad dos cosas raras tanto a Martini como a mí. Habríamos podido tener más aventuras amorosas de las que tuvieron todos los caballeros andantes de la Tabla Redonda en veinte años. No se hablaba sino de nosotros, no se alababa más que a nosotros; aquella ópera había obrado el prestigio de descubrir gracias, bellezas y rarezas que en nosotros no se habían visto antes y que no se encontraban en los otros hombres. Invitaciones a paseos, comidas, cenas, partidas de campo, a pescar; billetitos almibarados, regalitos con versos enigmáticos, etc., etc, El españolito, a quien divertía muchísimo todo esto, se aprovechó de mil maneras. En cuanto a mí, reí, hice mis reflexiones sobre el corazón humano, y pensé en escribir alguna otra Cosa rara, si era posible, tanto más cuanto que César, tras haberme dado conspicuas señales de su agrado, me aconsejó hacer sin demora otra ópera, “para ese excelente español”. (...) Quise entonces, sin pérdida de tiempo, pensar un tema hermoso pero diferente, sobre el cual escribir otro drama para Martini». Las Memorias abundan en sucesos galantes. Si Da Ponte abandona el oficio religioso para el que se ha educado es, evidentemente, porque sus intereses mundanos requieren su atención. Al contar el proceso de escritura de los libretos lo enriquece con detalles que podrían creerse accesorios pero que casan a la perfección con la sensualidad inherente a estos textos: «Me senté a mi escritorio y me quedé doce horas seguidas. Una botellita de tokay a la derecha, el tintero en el centro, y una caja de tabaco de Sevilla a la izquierda. Una hermosa jovencita de dieciséis años (a quien yo habría querido amar sólo con filial cariño, aunque...) vivía en mi casa con su madre, que tenía a su cargo la familia, y venía a mi cuarto a toque de campanilla, que en verdad yo tocaba con harta frecuencia, y singularmente cuando ) El problema es que no sólo debía complacer a Martín y Soler, sino que también Mozart y Salieri solicitaron los servicios de Da Ponte: «Vinieron los tres a la vez a pedirme un drama. Yo los quería y estimaba a los tres, y de los tres esperaba un remedio de los pasados fracasos5 y algún incremento de mi gloriecilla teatral. Pensé si no sería posible contentarlos a todos y hacer tres óperas de golpe. Salieri no me pedía un drama original. Había escrito en París la música de la ópera Ta158 dos los versos que escribí en el transcurso entero de otros seis años. Al principio yo le permitía muy a menudo tales visitas; debí al final hacerlas menos frecuentes, para no perder demasiado tiempo en amorosas ternuras, en las cuales era perfecta maestra. El primer día, de momento, entre el tokay, el tabaco de Sevilla, el café la campanilla y la joven musa, escribí las dos primeras escenas del Don Juan, otras dos de El árbol de Diana y más de la mitad del primer acto del Tarare, título que cambié en Axur. Llevé por la mañana estas escenas a los tres compositores, que casi no querían creer que fuera posible lo que con sus propios ojos leían, y en sesenta y tres días las dos primeras óperas estaban acabadas del todo, y casi dos tercios de la última». ) me parecía que la inspiración comenzaba a enfriarse; me traía ora una galletita, ora una taza de café, ora nada más que su hermosa cara, siempre alegre, siempre risueña, y hecha cabalmente para inspirar estro poético e ideas ingeniosas. Continué trabajando doce horas diarias, con breves intermedios, durante dos meses seguidos, y en todo ese espacio de tiempo ella permaneció en la habitación contigua, con un libro en la mano o con la aguja y el bordado, presta para acudir a mi lado al primer campanillazo. Se me sentaba a veces cerca, sin moverse, sin despegar los labios ni pestañear, me miraba muy fijo, sonreía suavísimamente, suspiraba y a veces parecía querer llorar; en pocas palabras, esta doncella fue mi Calíope para aquellas tres óperas, y lo fue después para to- 159 vivía conmigo, me fui a un gabinete lateral, y en menos de media hora imaginé y describí todo el plan de la obra, que además de algún mérito de novedad, tenía el de atinar admirablemente con el talante de mi augusto protector y soberano. Había este, por aquel tiempo, abolido totalmente con un santo decreto la bárbara institución monacal de los estados hereditarios». El encargo de José II de escribir para Martín y Soler tiene otra finalidad: celebrar las bodas de María Teresa de Austria con el príncipe Anton Clemens de Sajonia. Lo raro es que se haga con una obra que celebra el triunfo del amor, sí, pero por encima de la castidad y la pureza. Se diría que L’arbore di Diana es el contrapunto de la moralizante Una cosa rara, aparte de una evolución estilística y temática que nace en el ambiente urbano de Il burbero, pasa por el agreste y montaraz de Una cosa rara y desemboca en el mítico y pastoril del jardín delicioso donde habitan las ninfas. Da Ponte señala que la ópera fue la primera en representarse de las tres escritas simultáneamente, y que «tuvo una acogida felicísima, igual al menos a la de La cosa rara. Diré unas cuantas cosas de esta ópera, que quizás mi lector oiga con cierto deleite. El señor de Lerchenheim (...) era grandísimo admirador y amigo de Martini. Dos o tres días antes de dar yo ningún verso al maestro, vino a verme con él y, entre burlas y enojos, dijo “¿Cuándo tendrá nuestro Martini sus versos?”. “Pasado mañana”, respondía. “Entonces, ¿el tema está elegido?”. “Sin duda”, añadí. “¿Y el título de la ópera?” “El árbol de Diana”. “¿Está ya hecho el plan?”, dijo Martini. “No le quepa duda”. Por buena suerte sirvieron entonces la cena, y yo rogué a los dos amigos que cenasen conmigo, asegurándoles que después de la cena les enseñaría el plan que deseaban ver. Aceptaron la invitación y yo, que no sólo no tenía hecho ningún plan, sino que había dicho que el título era El árbol de Diana sin tener la menor idea de lo que ese árbol sería, fingí necesitar algo en otra estancia, y di orden de llamarme al cabo de unos minutos. Dejé a los dos amigos con mi bella musa y con mi hermano, que ) Se refiere Da Ponte a que José II se había planteado el poder de las casas de religiosos y había decidido permitir la existencia de aquellas que tuviesen alguna utilidad, por hallarse a cargo de un hospicio, un hospital o alguna otra labor beneficiosa, y cerrar todas las demás. Y, ciertamente, la imagen de Diana como una madre superiora y de las ninfas como las monjas vigiladas por la anterior, era fácilmente identificable: «Fingí, pues, que Diana, diosa fabulosa de la castidad, tenía un árbol en su jardín, cuyas ramas producían manzanas de un tamaño extraordinario; y cuando las ninfas de la diosa pasaban bajo aquel árbol, si eran castas de obra y pensamiento, las manzanas se volvían brillantísimas y salían de ellas y de todas las ramas sonidos y cantos de celestial y suavísima melodía; si una de ellas había cometido algún delito contra la santidad de aquella virtud, las frutas, poniéndose más negras que el carbón, caíanle sobre la cabeza o la espalda y la castigaban, desfigurándole el rostro o magullándole y rompiéndole algún miembro, en proporción a su delito. Amor, no pudiendo sufrir ley tan ultrajante para su divinidad, entra en el jardín de Diana con apariencias femeninas, enamora al jardinero de la diosa, le enseña la manera de enamorar a todas las ninfas, y, no contento con ello, introduce allí al bello Endimión, 160 de quien al final se enamora la propia Diana. El sacerdote6 de la diosa descubre a la hora de los sacrificios que hay delitos en el virginal recinto, y, con la autoridad sacerdotal conferida por la deidad, ordena que todas las ninfas y la propia Diana se sometan a las pruebas del árbol. Diana, al verse descubierta, manda cortar la planta milagrosa y Amor, apareciendo en una nube de luz, ordena que el jardín de Diana se mude en alcázar de amor». Martín y Soler en Londres, y que, en lo esencial, parecen querer repetir la primera la fórmula de Una cosa rara y de L’arbore di Diana la segunda. Lo que sí hace es dar una opinión que puede sorprender a quienes prefieran sus trabajos para Mozart. Para el propio Da Ponte, no es Così fan tutte su obra favorita, sino L’arbore di Diana: «Este drama, en mi opinión, es el mejor de cuantos he compuesto, tanto por la invención como por la poesía; es voluptuoso sin ser lascivo e interesa, a lo que parece por más de cien representaciones que se han hecho, desde el principio al final.» Da Ponte no dice en sus Memorias nada relevante acerca de las dos óperas escritas para Notas: Lorenzo Da Ponte, Memorias, traducción de Esther Benítez, Siruela, Madrid, 1991. 2. Así es nombrado siempre Martín y Soler en las Memorias. 3. Leonardo J. Waisman, Vicente Martín y Soler, Un músico español en el Clasicismo europeo, ICCMU, Madrid, 2007. 4. Juvenal 5. Se refiere a sendas colaboraciones con Righini y Peticchio 6. Error de Da Ponte en sus Memorias. En realidad se trata del cazador Silvio al que ha disfrazado Amor. ) 1. 161 Las manzanas del pecado: un jardín de músicas de Martín y Soler Enrique Mejías García Lo cierto es que un aroma de irresistible sensualidad e incluso un “tufillo” de procaz descaro recorren el libreto y la partitura de dos genialidades en absoluto sospechosas de ingenuidad como son las de Lorenzo da Ponte y Vicente Martín y Soler. El propio abate –que consideraba la Diana el mejor de sus libretos– confesaría en sus impagable Memorias3 el origen improvisado, apenas trazado en unos minutos, del planteamiento argumental de su regocijante dramma giocoso. Sólo tras los vapores del vino en una cena junto a Martini il Valenziano y el señor de Lerchenheim, secretario de gabinete de José II, Da Ponte pudo imaginar el cuento de las manzanas gigantes que se transforman en rocas de penitencia para las ninfas concupiscentes de la diosa virgen. En esa isla imaginaria, en el “giardin delizioso” que exquisita música y el caricato Doristo describen en el nº2 del primer acto (“Dove diavolo son?”), la fábula se desarrolla con tal naturalidad que mucha gente hoy pudiera pensarse –como sucede con la célebre tradición inventada de la rosa de plata de Hofmannsthal– que ciertamente existe en algún episodio de la mitología grecolatina un árbol traidor y justiciero como el de esta ópera. “¿Qué queréis que os diga para daros una idea justa y verdadera de esta ópera muy mediocre y muy indecente (…)?”. Con palabras tan afiladas comenzaba a opinar sobre L’arbore di Diana un misterioso “habitante de Viena” que en una carta anónima1, conservada hoy en el Archivo Estatal de Austria, describía el último éxito de Martín y Soler a un amigo de Praga. La inflamada misiva continuaba con lindezas como: “El drama, desde el comienzo al fin no es más que una abominable rapsodia de equívocos, de suciedad y de horrores, que en cualquier otro país que no fuera el nuestro, no sería tolerado ni en los teatruchos más infames”. El testimonio hacía referencia, a la política de no censura del emperador, tan déspota como ilustrado, José II, y al que, de algún modo, Lorenzo da Ponte rendía homenaje con este Arbore di Diana en el que triunfa la luz sobre la oscuridad y toda razón de amor sobre concepto de vanidosa castidad. Lógicamente, hoy no podemos menos que sonreírnos ante acusaciones de estentórea pornografía hacia una ópera que si bien es, en palabras de Leonardo J. Waisman, una “pastoral sin inocencia”2, sus moldes no superan los de la ópera de magia de ribetes mitológicos y pastorales a la medida del gusto –más bueno o menos malo– del público vienés. ) A lo largo de sus dos actos, especialmente en el segundo de ellos, L’arbore di Diana presenta el trance por el que debe transitar una inteli162 gencia femenina que se considera pura y honesta hasta postrarse en total adoración y sumisión ante el dios Eros. Si en el acto primero Diana entra en escena cantando que “del perfido Amore / disprezza il poter”, concluirá la ópera con el fascinante “Son già vinta. / Dio possente, è tua la palma; / a te resa è serva ogni alma, / a te suddito ogni cor”4. El paralelismo con otra heroína dapontiana, la Fiordiligi del Così fan tutte y su memorable “Fa´ di me quel che ti par” en su dúo del segundo acto con Ferrando, no es del todo descabellado, al fin y al cabo la suprema creación mozartiana es de enero de 1790 y L’arbore di Diana se había estrenado el 1 octubre de 1787. Ambas feminidades, cuando se ven inmersas en una situación que puede llegar a desbordarlas recurren al canto dignísimo de la ópera seria con sus arias da cappo de agilidad y bravura precisamente pocas escenas antes del final del primer y embrolloso acto, nos referimos a las fascinantes “Sento che dea son io” (I/nº 13) de Diana y “Come scoglio” de Fiordigli. En cualquier caso, tiene nuestra diosa virgen un algo de pronta debilidad en sus maneras (recitativo “Numi! Che nuova è questa”) o de plácida picardía en su escena de amor con Endimione (II/nº 12, “Pianin pianino”) que, a medida que se complica la trama, la alejan de la inconmensurable dignidad –en este caso sí que de auténtica diosa– de la napolitana. El siguiente paso que le restaría a nuestra Diana al finalizar su ópera y con el paso de los años, sería el de la “hiperestimulada” Diane del Orphée aux enfers de Offenbach, que nunca querría terminar de llorar en sus couplets la metamorfosis en ciervo de su adorado Acteón. tricas parejas de amantes (de nuevo en un posible punto de encuentro con el venidero Così) es el dios niño Amore. Sin embargo, su malicia cuasi infantil y sus trapicheos con la magia blanca poco tienen que ver con las tretas de sombra maquiavélica de un Don Alfonso o de una confabulada Despina5. A Amore van dirigidas algunas de las arias y cavatinas más deliciosas y juguetonas de toda la partitura, escritas a la medida de la prima buffa Luisa LaschiMombelli, primera Contessa d’Almaviva de Le nozze di Figaro y la Zerlina del estreno vienés de Don Giovanni. No sería por tanto Così fan tutte, sino en algunos rasgos La flauta mágica, el título mozartiano que podríamos considerar en primera instancia si deseásemos buscar referencias para ubicar esta obra casi desconocida por el público madrileño. L’arbore di Diana se estrena en el Burgtheater de Viena casi cuatro años antes que el singspiel de Schikaneder y el genial salzburgués. Ambos libretos participan de la tradición más o menos evidente de la ópera de magia, con estrafalarias puestas en escena y deslumbrantes juegos de máquina. Sin embargo, mientras que los mimbres de La flauta mágica son los más populistas del singspiel vienés, nuestra ópera se inscribe, por su definición de caracteres dramáticos, en la tradición goldoniana del dramma giocosso aunque con evidentes toques de pastoral por localizarse en una isla utópica poblada por ninfas y zagales. El séquito de la “malvada” Diana lo constituyen tres ninfas chismosas que intervienen en el primer número de la obra (“Zitto, zitto”), precisamente como las tres damas que acompañan a la Reina de la Noche, tan dispuestas como aquéllas a olvidarse de las normas a obedecer ante la llegada de cualquier forastero. Sin embargo, Diana no es ) En L’arbore di Diana el agente turbador, el que enreda y desenreda con sus intrigas a las simé163 esa malvada inflexible y algo arpía que nos pintan Mozart y Schikaneder, sino una Fiordiligi que termina cayendo en sus propias trampas y asumiendo con cierto pasmo su derrota. El carácter de Diana es más complejo y humano, no tan monolítico y barroco como el de la antagonista de Sarastro, y aunque su momento más brillante en escena sea su “Sento che dea son io” de endiablada coloratura a la medida de Anna Moricelli (la referencia aquí al “Der Hölle Rache” es inevitable), también Martín y Soler le brinda momentos de delicadeza innegable, como su memorable rondó hacia el final del segundo acto “Teco porta” (nº 15). Hay también en La flauta mágica, como en L’arbore di Diana, un personaje mudo por arte de magia (aquí Britomarte, allá Papageno) y un asalto a una fortaleza. Un honor al que sólo podían aspirar las óperas más celebradas de cada temporada era el de la reconversión en singspiel con su traducción al alemán y sustitución de los recitativos por hablados. De esta manera, la difusión de la música de estas óperas a las capas más populares de la sociedad quedaba asegurada como ocurrió con el caso de L’arbore di Diana. En Der Baum der Diana –tal fue su título– se añadió un terceto de geniecillos interpretados por tres niños que tocaban músicas maravillosas al salir de unas manzanas encantadas, y precisamente en La flauta mágica encontraremos en 1791 tres muchachos con sus buenos consejos a Tamino que cantan una música que hoy nos parece bajada del cielo6. nes escénicas y nadie hoy se llevará las manos a la cabeza si adivinamos en melodías como “Pace pace mio dolce tesoro” de Le nozze di Figaro el sutil encanto de un Martín y Soler o de un Paisiello. Otra cosa muy distinta es que Mozart sea de capaz de integrar con absoluta naturalidad dichas “maneras de cantar” de la ópera bufa de su época en complejos mucho más abstractos en los que el juego polifónico y la arquitectura tonal a gran escala condicionan cada parámetro de la composición. El caudal melódico sinfín de Martín y Soler contagió durante su estancia cada rincón de Viena, así pues era inevitable que Mozart le mencionase para caracterizar una estampa de lo cotidiano en la cena del acto tercero de Don Giovanni con la tan comentada cita al “O quanto un sì bel giubilo” de Una cosa rara. Cuando hoy se habla de la popularidad en vida de un autor como Martín y Soler puede parecernos que se hace un poco a la ligera o por pura inercia de trasfondo más o menos nacionalista. Pero no es verdad. L’arbore di Diana fue la ópera más popular en la Viena de José II y, de manera específica, la más representada en el fabuloso Burgtheater de aquellos últimos años del siglo XVIII. Un total de 65 representaciones, seguida muy de cerca por las 62 del Barbiere di Siviglia de Paisiello, las 58 de Fra i due litiganti il terzo gode de Sarti y, cómo no, las 55 de Una cosa rara. Mucho más lejos quedaron las 38 de Le nozze di Figaro y las muy discretas 15 de Don Giovanni ó 10 de Così fan tutte7. Más espectacular fue, incluso, su difusión posterior por todo el continente. Al año siguiente de su estreno, en 1788, se interpretaría en Praga, Leipzig, Baden bei Wien, Hamburgo, Potsdam, Pressburgo, Trieste, Venecia y la Scala de Milán. En 1789 llegaría a Bonn, Passau, Berlín, Budapest, San Petersburgo, ) Pero no se trata aquí de comparar a Mozart con Martín y Soler o viceversa, sino de señalar cómo, en un mismo espacio de trabajo, aunque con soluciones tan diferentes, se producen inevitables puntos de referencia comunes. Al fin y al cabo el mundo de la ópera es el mundo de las convencio164 ) 165 Dresde, Bronsvic, Esterháza (dirigida por Haydn) y, por supuesto, al teatro de los Caños del Peral de Madrid el 4 de noviembre de ese mismo año. Podríamos citar otras señaladas representaciones de L’arbore di Diana, como las parisinas y varsovianas de 1790 o las dadas en Barcelona al año siguiente8. Hasta 1819 L’arbore se mantuvo en el repertorio normalizado de muchas compañías europeas de ópera e incluso en 1813 recibiría la distinción de la parodia en Viena, con una Diana nacida en un suburbio de la capital austríaca. A todo esto debemos añadir una cantidad muy considerable de arreglos para cuarteto, banda de vientos, contrafacta con textos nuevos religiosos, pastiches, así como de ediciones comerciales, manuscritas e impresas, de sus más populares números. Seguramente muchos recuerden la música de Il burbero di buen cuore, primera de las óperas que Martín y Soler escribió junto a Lorenzo da Ponte y que se recuperó hace ya dos temporadas en el Teatro Real. En aquel caso estábamos ante una ejemplar ópera bufa que partía directamente de la tradición goldoniana; una comedia burguesa en dos actos que transcurría en un espacio a la vez urbano y doméstico y que se desenvolvía dramatúrgicamente en base a una sucesión de arias y recitativos, escasos conjuntos y un finale cuanto menos ruidoso en cada acto. Este modelo, establecido desde la década de los 60 del XVIII con la exitosa ópera de Piccinni y Goldoni La buona figliuola, se mantendría en vigor hasta la llegada de Rossini que, de manera irremediable, lo haría derivar hacia un estilo completamente nuevo. Sin embargo, hacia los años 80, compositores como Martín y Soler, Mozart o Paisiello ya acometieron reformas en la estructura básica de este armazón de manera más o menos declarada y de acuerdo a los gustos locales de cada público. En Viena es cierto que Il burbero di buen cuore recibió el aplauso del respetable, pero eso nada en comparación con el de Una cosa rara o L’arbore di Diana, dos obras que proponían un modelo que, aún respetando las hormas básicas del género, las trastocaban con un resultado francamente novedoso y de evidente éxito comercial. Se trata de un subtipo de ópera bufa patentemente alotópica (como tal la denomina Leonardo J. Waisman) y que se caracteriza por: ¿Cuáles pudieron ser las causas de tan irresistible atracción hacia una ópera como L’arbore di Diana en aquella Viena de 1787? ¿Qué la hizo tan singular para que a lo largo de sucesivas temporadas el público europeo desease acudir al teatro para escucharla una y otra vez? Lo primero que nos llama la atención es que tanto Martín y Soler como Lorenzo da Ponte consiguieron superar el complejo de secuela que pudiera llevar pareja cualquier ópera escrita entre ambos después del éxito rotundo de Una cosa rara. El libretista huyó ex profeso de volver a referir una historia con personajes rústicos y bondadosos en la que se ensalzase la castidad de su protagonista, y presentó una trama tan disparatada como bien construida, plena de equívocos y contradicciones de cuño innegablemente erótico. Martín y Soler jugó una baza, si cabe, aún más audaz, y es que decidió superarse a sí mismo componiendo una partitura más sugerente y atractiva que la, de por sí deliciosa, de Una cosa rara. ) 1) Constar cada vez de más números. 2) Estar dotada de números cada vez más breves. 3) Contar con una cifra de arias relativamente estable –la media de un aria por acto para cada 166 personaje, exceptuando a la prima donna–, y aumentar la cantidad de los conjuntos9. Il barbero di buen cuore. De estos números diecinueve son arias y once conjuntos, en una relación bastante equilibrada que nada tiene que ver con la de diecisiete arias contra cinco conjuntos de Il burbero. Precisamente cuando Martín y Soler marchase a Londres escribiría para el público londinense, de nuevo con Da Ponte, La capricciosa corretta, una ópera bufa burguesa y con proporciones, por tanto, mucho más afines a las de Il burbero que a las de sus antecedentes de L’arbore o de Una cosa rara. En el caso del recitativo secco, y como es tendencia en su época, cada vez son más escasos y breves; en un momento en el que el espectáculo operístico se ha internacionalizado bajo el signo italiano ya no tiene sentido para el público (pongamos por ejemplo el checo o el español) soportar largos sermones o diálogos en un idioma que entienden poco o nada. El resultado, como cabría esperar, es que a diferencia de la simétrica ordenación de Il burbero hoy para nosotros algo tediosa, L’arbore di Diana, como su hermana mayor Una cosa rara, plantea una sintonía de ritmos francamente considerable entre lo teatral y lo musical, alcanzando unas cotas de veracidad escénica hasta entonces inimaginables. En este sentido, Martín y Soler es capaz de resolver musicalmente situaciones escénicas que pocas décadas antes ningún otro compositor hubiera podido plantear, adelantándose, en muchos sentidos, a los ingenios de Rossini (caso del terceto del eco, II/nº 8, entre Amore, Endimione y Silvio). Si la razón de estas reformas vino de un gusto particular de los vieneses por los conjuntos, en detrimento de las arias a solo, no lo podemos afirmar taxativamente. Estamos en una época en que la capital del Danubio es la capital de un Imperio que acrisola culturas de muy distinto signo y donde no podríamos dejar de mencionar la creciente influencia de la afectiva y creíble opéra-comique de los Dalayrac, Dezède y muy poco después Grétry. No sería descabellado, asimismo, recordar el poso que pudieron dejar en la intuición escénica de Martín y Soler las maneras de hacer del teatro musical de zarzuela, como en el caso de La madrileña, vista también en este Teatro Real no hace demasiadas temporadas en su versión italiana original, Il tutore burlato. De lo que se trata en L’arbore di Diana es de teatro musical, de una vía de la opera que se pretende ante todo efectiva en la escena, pero también efectista, que enganche al espectador y que le haga sonreír desde que se levanta el telón hasta que cae al final del segundo acto. Para sus óperas vienesas, como es lógico, Martín y Soler desarrolló al máximo su capacidad inigualable de melodista y nos brindó algunos de los momentos más felices de su inspiración cantabile. Las numerosas cavatinas y arias de L’arbore di Diana, por breves que sean –algunas de una veintena de compases– nos hacen comprender porqué pudo ser Martín y Soler y no Mozart el compositor favorito durante varias temporadas de los vieneses. Su música no nos desafía, sino que apela a nuestra sensibilidad más hedonista. Era, como el propio Da Ponte describiera con el paso de los años: “Dulce en la cantinela, gentil en ) En esta fascinante encrucijada de caminos y posibilidades10 se encuentra L’arbore di Diana, un título en el que, excluyendo la obertura, podemos disfrutar de un total de treinta y dos números, tres más de los que tiene Una cosa rara y ocho más que 167 Se equivocaba aquel ciudadano anónimo el fraseo, auténtico en la expresión, lleno de inspiración, de fuego, de gallardía (…) de un estilo muy diferente al de todos los demás. Su Cosa rara y su Arbore di Diana marcaron una época en la República musical”11. Sus dúos amorosos, como el “Occhietto furbetto” (I/nº 15) entre Amore y Doristo, marcaron una época en que una espontánea cantinela en seis por ocho podía hacer brotar lágrimas a sus espectadores. Un canon tan sencillo como el inserto en el finale del primer acto, cuando penetra la flecha de Endimione en el corazón de Diana, creemos que todavía hoy puede enternecer a aquel espectador que sepa disfrutar del exquisito placer de las pequeñas cosas. de Viena que creyó ver en L’arbore di Diana una ópera “muy mediocre y muy indecente”. Con su recuperación se abre una nueva ventana desde la que asomarnos a una Viena que, poco a poco, vamos atisbando más plural aunque menos sofisticada que la de Così fan tutte. Una Viena que hoy podríamos ver como un enorme árbol cargado de manzanas tentadoras dispuestas a que las demos un primer mordisco. Manzanas plenas de pecado y suculencias, en el caso muy particular de las compuestas por Vicente Martín y Soler. Notas: 1. “Lettre d´un habitant de Vienne à son ami à Prague, que lui avait demandé ses reflexions sur l´opéra intitulé L´arbore de [sic] Diana”, Österreichsche Staatsarchiv, HHStA, Vertrauliche Akten, Karton 40; citada en Otto Michtner: Das alte Burgtheater als Opernbühne, von der Einfuhrung des deutschen Singspiels (1778) bis zum Tod Kaiser Leopolds II (1792), Theatergeschichte Österreichs, Viena, Hermann Böhlaus Nachfolger, 1970, pp. 435-439. 2. Leonardo J. Waisman: Vicente Martín y Soler, Madrid, ICCMU, 2007. Referencia actual en los estudios sobre Martín y Soler de la que nos confesamos continuamente deudores a lo largo de estas páginas. 3. Lorenzo da Ponte: Memorias, Esther Benítez (trad.), Madrid, Ediciones Siruela, 1991. 4. En castellano: “del pérfido Amor / desprecia el poder” y “Ya estoy vencida. / Dios poderoso, tuya es la palma; / todas las almas han quedado como tus siervas, / todo corazón como tu súbdito”. 5. Sobre esta posible reutilización de un tema y algunos de sus caracteres por Lorenzo da Ponte véase el sugerente trabajo de Dorothea Link: “L´arbore di Diana: a model for Così fan tutte”, en Wolfgang Amadè Mozart: Essays on his Life and Music, Stanley Sadie (ed.), Oxford, Clarendon Press, 1996. 6. Schikaneder conocía bien, con seguridad, la música y el estilo de Martín y Soler, ya que muy poco antes había escrito una parodia de la adaptación singspiel de la tan aplaudida Una cosa rara (Der seltne Fall), a saber: La cosa es aún más rara (Der Fall ist noch weit seltner). 7. Para el interesado en aspectos socioeconómicos de este tipo de espectáculos de ópera, volvemos a recomendar la lectura de Dorothea Link: The National Court Theatre in Mozart´s Vienna, Oxford, Clarendon Press, 1998, de donde hemos extraído los datos de representación de L’arbore di Diana y sus contemporáneas. 8. La relación de estrenos ha sido tomada de la tesis de Dorothea Link: The Da Ponte operas of Vicente Martín y Soler, Universidad de Toronto, 1991 (sin publicar). Sobre estas cuestiones resulta imprescindible la lectura de L. J. Waisman: Vicente Martín y Soler… p. 290 y ss. 10. Podríamos añadir a éstos las vías ensayadas en Italia con la ópera seria o el ballet antes de la llegada de Martín y Soler a Viena. 11. Citado en L. J. Waisman: Vicente Martín y Soler… p. 398. ) 9. 168 salome ) Richard Strauss (1864 - 1949) 169 Salome Richard Strauss (1864 - 1949) DRAMA LÍRICO EN UN ACTO. Libreto de Hedwig Lachmann basado en la obra homónima de Oscar Wilde. Estrenado en la Königliches Opernhaus de Dresde el 9 de diciembre de 1905. Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro Regio de Turín y el Maggio Musicale Fiorentino. Director musical: Jesús López Cobos Director de escena: Robert Carsen Escenógrafo: Radu Boruzescu* Figurinista: Miruna Boruzescu* Iluminador: Manfred Voss Coreógrafo: Philippe Giraudeau Salome: Nina Stemme (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Annalena Persson* (13. 16. 19. 22. 25. 28) Herodes: Gerhard Siegel (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Peter Bronder* (13. 16. 19. 22. 25. 28) Herodias: Doris Soffel* (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Irina Mistura (13. 16. 19. 22. 25. 28) Jochanaan: Wolfgang Koch* (11, 14, 17, 20, 23, 26) / Mark S. Doss* (13. 16. 19. 22. 25. 28) Narraboth: Tomislav Muzek El paje de Herodias: Jennifer Holloway Cinco Judíos: Niklas Björling Rygert* / Jon Plazaola / Ángel Rodríguez / Eduardo Santamaría / Joseph Ribot Dos Nazarenos: James Creswell* / Károly Szemerédy Dos soldados: Por determinar / Kurt Gysen Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Abril: 11, 13, 14, 16, 17, 19, 20, 22, 23, 25, 26, 28 20:00 horas; domingos, 18.00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 170 Argumento Salome (Salomé) Fernando Fraga Ópera en un acto de Richard Strauss. Libreto de Hedwig Lachmann sobre Oscar Wilde. La acción se desarrolla en el palacio de Herodes en Tiberia hacia el año 30 de la era cristiana. Es de noche y la luna brilla en todo su pálido esplendor. Un clarinete, en un sinuoso diseño ascendente que enlaza con el tema asociado a la protagonista titular, inicia rápidamente la acción. Escena segunda: Ich will nicht bleiben. Salomé se escapa del festín, tan aburrida como confusa por las miradas insistentes y continuas que sobre ella está posando su padrastro Herodes. Las incesantes disputas de los invitados tampoco pueden despertar su atención. En la terraza, bajo el brillo protector de la luna plateada y el aire dulce de la noche se siente infinitamente mejor. El Paje, asustado por inquietantes presentimientos, le dice a Narraboth que algo trágico está a punto de ocurrir. Acto Único Escena primera: Wie schön ist die Prinzessin Salome heute Nacht! El joven sirio Narraboth, jefe de la guardia de Herodes, admira la belleza de Salomé, hija del primer matrimonio de Herodías, actual esposa de Herodes el tetrarca. La joven se halla ausente, incapaz de ocultar su hastío en medio de un banquete que se celebra en una sala interior. El paje de Herodías advierte al sirio del peligro que supone tanta atención a la hermosa princesa, pero Narraboth no puede controlar su admiración. En el silencio momentáneo de la noche irrumpe de nuevo la autoritaria voz de Yokanaan sacando a Salomé de su ensimismamiento. Con mucha curiosidad, la princesa pregunta a los soldados acerca de la identidad del prisionero. Al comprender que se trata de ese profeta a quien tanto teme Herodes y que tantas atrocidades proclama sobre su madre, se apodera de Salomé un incontrolable deseo de verlo. Los soldados le responden que el tetrarca ha prohibido cualquier contacto con el encarcelado. Salomé sabe entonces cómo conseguir sus propósitos: a través de Narraboth cuya silenciosa y humilde admiración Unos soldados que vigilan el aljibe donde se halla encerrado el profeta Yokanaan (en realidad, Juan el Bautista), observan el aspecto tan sombrío que refleja el rostro de Herodes. ) Como surgida de la profundidad de la tierra se eleva de pronto una voz con un mensaje de esperanza, pero que despierta en los presentes distintas reacciones. Es Yokanaan, encerrado en lo más recóndito del aljibe. Sólo Narraboth está ajeno a su discurso, pendiente de la princesa a que ve muy excitada abandonar el banquete y encaminarse a la terraza. 171 terrible y tras maldecirla, solemne y despreciativo retorna al fondo de la cisterna. no se le ha escapado a la princesa. La labor de seducción de la princesa consigue enseguida su propósito: Narraboth, ordena a los soldados que obliguen a Yokanaan a salir de su prisión. Un tenso interludio orquestal describe magníficamente la expectante espera de la princesa, en un crescendo que culmina en un relajado y sereno clima que refleja, por un lado la personalidad del profeta; por otro, la decepción de la princesa, que espera encontrase a un hombre guapo en lugar de un ser sucio y famélico, de mirada profunda y de gestos agresivos. Otro impresionante interludio orquestal donde al principio se exponen, como enfrentándose, los temas que caracterizan al profeta a y Salomé, deriva luego a otros que definen las diversas reacciones y deseos de la princesa, culminando con uno nuevo que más tarde le servirá a Salomé para exponerle a Herodes su deseo de que se le entregue la cabeza de Yokanaan. Escena cuarta: Wo ist Salome? Wo ist die Prinzessin? Herodes abandona la sala del banquete en busca de Salomé. Tras él viene Herodías y los demás invitados. Contemplando el lúgubre brillo de la luna, Herodes se topa con el cadáver de Narraboth que hace retirar de inmediato, asustado por ominosos presentimientos. Escena tercera: Wo ist er, dessen Sündenbecher jetzt voll ist? Yokanaan sale de la cisterna profiriendo amenazas contra Herodes y Herodías, poniendo en claro de cada uno de ellos varias de sus fechorías. Tras la sorpresa y decepción anteriores, comienza a despertarse en Salomé un deseo incontrolable hacia Yokanaan, fascinada por la ruda castidad que siente se desprende de la figura del profeta. Se le acerca y se presenta como Salomé, la hija de Herodías. Yokanaan la rechaza con asco y desprecio y esto enciende aún más el deseo de la princesa. Sorda a los consejos de Narraboth que la conmina a que abandone su actitud, Salomé se enfrenta a Yokanaan, primero con toda la seducción que es capaz, luego exponiendo con toda crudeza el deseo que en ella despierta el cuerpo del profeta, blanco como el lirio, sus cabellos como racimos de uvas negras, la boca más roja que el lagar donde se pisa el fruto de la vid. Narraboth no puede soportar más la situación y, desesperado, se apuñala. Salomé rechaza todos los ofrecimientos hechos por Herodes, secundada por su madre que ve cada vez con mayor enfado la actitud de su marido hacia su hija. La voz de Yokanaan llega de nuevo, elevándose imperiosa y acusadora desde el interior de la cisterna. Herodías exige al marido que se deshaga de tan molesto personaje entregándoselo a los judíos tal como estos le reclaman insistentemente. Herodes se niega, ya que siente hacia el profeta una especie de respeto mezclado con cierta dosis de superstición, pues le considera un hombre santo, cercano a Dios. Esto despierta una tediosa y vociferante discusión entre cinco judíos presentes, interrumpida otra vez por la perorata de Yokanaan anunciando la próxima llegada del Mesías. Ahora son dos nazarenos los que toman ) La reacción del profeta a estas palabras de una lujuria impropia de una adolescente es 172 ) 173 ante el escándalo de los judíos, el velo sagrado del templo. la palabra para asegurar que el Mesías ya ha llegado y su presencia está jalonada de milagros como curar leprosos, convertir el agua en vino y resucitar a los muertos. Finalmente, exhausto, resignado, Herodes ordena que se cumpla el deseo de su hijastra. Herodías colabora en el acto arrancando de la mano de Herodes el anillo de la muerte que hace se entregue al verdugo. Herodes, harto de los discursos teológicos y religiosos y de las fastidiosas protestas de Herodías, se vuelve a Salomé pidiéndole que baile para él. Herodías se opone violentamente a ello. Herodes insiste, prometiendo a Salomé que a cambio de su danza le dará lo que ella quiera, incluso la mitad de su reino. Salomé sale entonces de su extraño mutismo y acepta la proposición de Herodes, no sin antes hacerle jurar ante todos que, tras la danza, le dará lo que ella le pida. Se produce un momento de penetrante tensión, el que corresponde a la bajada del verdugo al aljibe y a la ejecución del profeta. La orquesta y la propia Salomé, ansiosa, angustiada, se hacen eco de tan sobrecogedor momento. De la cisterna surge de pronto un brazo en cuya mano una bandeja de plata muestra la cabeza ensangrentada del profeta. Salomé se apodera ávidamente de ella y comienza a hablarle como si se dirigiera a un ser vivo. Le reprocha a Yokanaan el que no quisiera besarla y de los insultos con que atacó a su madre y a ella. Sigue luego una extensa declaración de sentimientos, acabando con una expresiva y explosiva declaración: “el misterio del amor es más grande que el misterio de la muerte”. Entonces con pasión, con ansiedad, profundamente, Salomé besa por fin la boca de Yokanaan. Comienza la danza de los siete velos, al principio de manera ruda y furiosa, luego dulce y sinuosa. La página mezcla exotismo con voluptuosidad, lirismo con frenesí, acabando de manera cortante cuando Salomé se acerca al aljibe. Luego, desnuda, cae a los pies de Herodes. Extasiado, el tetrarca le pregunta qué es lo que la joven desea. Ésta, tomándose su tiempo para que sus palabras sean escuchadas en toda su significación, responde que quiere recibir en una bandeja de plata... la cabeza de Yokanaan. La reacción de Herodes es de terror, la de Herodías de satisfacción y la del resto de los presentes de sorpresa o indignación. Herodes ha presenciado la escena con asco y terror. Entonces, volviéndose a sus soldados, mientras abandona el patio, les ordena: “¡Matad a esa mujer!”. Los soldados se acercan a la alucinada Salomé y la aplastan con sus escudos. ) Salomé se muestra implacable: sólo quiere la cabeza de Yokanaan y rechaza con desprecio cualquier súplica en contrario, cualquier otra satisfacción material propuesta por Herodes. Ni sus joyas, perlas, topacios, rubíes u ópalos, ni sus hermosos y blancos pavos reales, ni tampoco, 174 La pérdida de la inocencia Pablo Meléndez-Haddad Vanguardias. La audiencia no estaba preparada, pese a la herencia wagneriana, para acceder a un mundo de sonoridades fragmentadas, armonías violentamente densas y disonancias no resueltas; (“media orquesta tocó Salome y la otra media interpretó Elektra sin que el público notase nada”, ironizaba un crítico tras el estreno de esta última). La partitura straussiana despertó recelos desde sus inicios, e incluso la protagonista del estreno, Marie Wittich, inicialmente había rehusado la proposición: “No lo haré, soy una mujer decente”, declaró. Finalmente accedió y el 9 de diciembre de 1905, en Dresde, Salome nació rodeada de polémica pero alabada por Mahler, Debussy, Dukas, Bartok y Milhaud. “El deseo de llevar las obras de arte más allá del dominio del arte significa, sencillamente, que se las empuja hacia el dominio de la locura. Richard Strauss está preparándose para mostrarnos el camino”. Si esta fue la impresión que la ópera Salome causara en un conservador declarado como fue Saint-Saëns, el sector más reaccionario de la crítica contemporánea respondió con mucha más dureza: “ópera repugnante” o “moralmente hedionda” son calificativos que hoy no asombrarían a nadie, pero que en 1905 personificaron ruidosos escándalos internacionales, incluida la prohibición y la censura, como esa retirada del cartel tras una única representación en el Metropolitan Opera House de Nueva York –por ser “un espectáculo indecente al que nunca podría asistir una verdadera señora”– o la desaprobación del príncipe Guillermo II de Alemania y el arzobispo de Viena, ciudad en la que, con gran disgusto por parte del acérrimo defensor straussiano Gustav Mahler, Salome fue vetada. Strauss seguro que lo pasó mal con estas reacciones, pero incluso frivolizó sobre ello: “El perjuicio sobre mi Salome me permitió construirme una villa en Garmisch”. La Salome de Strauss es el resultado musical de la fascinación que la escandalosa obra teatral homónima de Oscar Wilde ejerció sobre el compositor al verla en Berlín (1903). La ola de mojigatería que invadía Europa no afectaba a la Alemania de entonces, y es por ello que Strauss pudo acceder al fascinante universo de sentimientos violentos y contradictorios que Wilde retrató en su Salome. Entre 1891 y 1892, Wilde, previendo la censura que la puritana sociedad victoriana imprimiría a su obra, decidió escribir Salome en francés con la esperanza de verla representada en París. En ella, la joven bailarina reclama la decapitación de Jochanaan por despecho al verse rechazada por el Profeta, y no a instancias de su madre, Herodias. Dos años más tarde apareció la ) Sin lugar a dudas, Strauss se adelantaba a su tiempo con esta Salome telúrica, y el público no entendió una música futurista que, agotados los recursos compositivos finiseculares decimonónicos, recogía el relevo de Liszt y Wagner con ímpetu y descaro, estableciendo un puente entre los estertores del Romanticismo y el inicio de las 175 traducción inglesa, y en 1896, tras la controversia inicial provocada por las licencias de Wilde al reinterpretar el tema bíblico, Salome pudo estrenarse en París sin que el autor, entonces detenido en la cárcel de Reading, pudiese verla jamás en escena. psicológico, en el que un mundo de decadencia y depravación social se oponía a la incorruptible pureza del profeta Jochanaan. La Salome que mayor impresión causó en Wilde, no fue una representación literaria, sino pictórica. La mujer encarnación de la sensualidad, la crueldad, la agresividad y la morbosidad que Wilde había imaginado, se correspondía perfectamente con la que el pintor simbolista Gustave Moreau había exhibido en 1876 en París en diferentes versiones pictóricas, siendo las más famosas Salomé danzando ante Herodes y La aparición. El catálogo pictórico dedicado a Salomé contaba entonces con precedentes de los más variados estilos; Jakob Cornelisz –1524– pintó una Salomé que llevaba la cabeza seccionada de San Juan Bautista y, aun no estando en el cuadro, miraba recelosa a la instigadora de su crimen; la hermosa versión de Tiziano –hacia 1550– reproduce una joven que alza la bandeja y lanza una melancólica mirada al espectador. En el mismo siglo, Bernardo Luini dibuja una Salomé que intenta librarse de toda culpa evitando mirar la cabeza cortada, mientras un personaje masculino la observa inquisitivamente mostrándole el resultado de su perverso capricho, eso sin contar con la célebre Salomé con la cabeza del Bautista de Caravaggio. Léon Herbo, ya en el XIX, reprodujo una chica semidesnuda de acusada sensualidad quien, con mirada desafiante, reta al espectador mientras exhibe orgullosa su trofeo. Antecedentes La provocación estaba servida y las representaciones de Salome tuvieron que pasar por el cedazo de la censura, pero la obra se adaptó y se hizo cada vez más popular, incluso en España: en 1910 Margarita Xirgu causó un gran escándalo por exhibir el vientre desnudo en la Salome que recreó en el Teatro Principal de Barcelona. Si la primera fuente literaria de la historia de Salomé fueron los evangelios de San Marcos (6, 12) y San Mateo (14, 1), se sabe que Wilde también recurrió a diversos precedentes literarios y pictóricos para gestar su drama en un acto. Heinrich Heine ya había escrito Atta Troll en 1841, poema que narraba el amor no correspondido entre Herodías y Jochanaan, siendo aquélla la que finalmente besaría la cabeza seccionada del profeta. También Herodias del simbolista Stephan Mallarmé –1869– y Herodias de Gustave Flaubert –escrito en 1877 e inspirador, a su vez, de la ópera de igual nombre que Jules Massenet estrenara en 1881– causaron una fuerte impresión en el autor de El retrato de Dorian Gray, ávido de temas que le permitieran reproducir las hipocresías, deseos y bajezas de una sociedad que se escondía bajo una máscara permanente. Wilde tenía el argumento idóneo para retratar una atmósfera de brutal violencia, con un fuerte componente sexual y ) Pero sería el citado Moreau quien más se acercaría al ideal imaginado por Wilde. “La mujer, en su esencia primera, es el ser inconsciente, loco por lo desconocido, por el misterio, enamo176 presentaban también el miedo del hombre ante el creciente avance intelectual y social de la mujer. Helena, Cleopatra, Dalila, Betsabé o las peligrosas sirenas se inscriben en un corpus artístico en el que se funden virtudes contradictorias: seducción y rechazo, ilusión y realidad, belleza y fealdad. La diferencia entre la Salomé de Moreau y sus antecesoras reside en la capacidad del pintor francés para retratar no sólo el poder de seducción de la bailarina, sino también su capacidad destructora, su depravación, su frialdad y ambición desmesuradas. La imagen de lujo, perversión y decadencia que consigue Moreau retrata el declive de una sociedad que llega al fin du siècle contaminada por la industrialización y la incomunicación; en ella el individuo, desencantado y ávido de naturaleza, ) rado del mal, bajo la forma de seducción perversa y diabólica”, escribirá el pintor a propósito de sus lienzos sobre este apasionante personaje. La ola de exotismo que invadió la Europa decimonónica se extendió a la corriente simbolista, que vio en el inexplorado Oriente una fuente inspiradora plagada de misterio y sensualidad: una excusa ideal para fantasear sin temor a ser moralmente cuestionado. Salomé formaba parte de ese imaginario histórico y psicológico, y así lo entendió Moreau en su taller de pintura; la femme fatale es una constante en la obra del pintor, y es por ello que, no sin cierto tinte de misoginia, convierte a la mujer en protagonista de su legado a través de heroínas fantasmagóricas, perversas, seductoras, malditas y castradoras que, dicho sea de paso, re- 177 En su Salome Strauss consigue una auténtica fusión entre la voz y la orquesta, simbiosis que resulta un todo integrado en una compleja trama sonora en la que los instrumentos –mediante el uso del leitmotiv como expresión del subconsciente– dirigen la intriga. Protagonizan la historia personajes cuyo individualismo exasperado define Strauss con un lenguaje libre de expresividad desgarrada, accediendo al mundo del subconsciente y traduciendo magistralmente una atmósfera de angustioso sentimiento vital. Strauss utiliza una vocalidad de violento estilo declamado con un apoyo orquestal monumental, que incluye instrumentos poco tradicionales como el armonio, el heckelphone –una suerte de oboe barítono–, el xilófono, el glockenspiel o la celesta. Las formas utilizadas son voluptuosamente abiertas, sin estrofas cerradas que creen secciones –con la única excepción de la famosa Danza de los siete velos– y que sirven para sostener la tensión argumental centrada en el personaje de Salome: esta tensión amorosa, sólo resuelta con la muerte de Jochanaan –y, consecuentemente, de Salome–, remite a la transfiguración de Isolde y a la identificación entre el amor y la muerte que tanto había fascinado a los románticos como culminación y resolución de un amor trágicamente predestinado. siente más que nunca la soledad y la frustración, teniendo como único refugio el poder de la imaginación y el subjetivismo como vía para la libertad de acción. La puerta del expresionismo Strauss encontró en la desgarradora historia de Wilde la ocasión ideal para llevar su música al límite de la investigación sonora. Aunque el autor alemán ya se había estrenado en el repertorio operístico con Guntram (1894) y Feuersnot (1901), con Salome y, después, Elektra (1908) el compositor entra en un nuevo periodo alejado del academicismo que marca nuevos caminos en la experimentación musical y que violenta las bases de la tonalidad. La intensidad y agresividad del argumento de Salome sólo podía convertirse en sonido experimentando con el colorido instrumental, manipulando la orquesta hasta niveles de densidad y voluptuosidad extrema, llevando la tonalidad a la distorsión y utilizando el cromatismo desequilibrando en los cimientos armónicos. Ello ayudó a llevar al antiguo sistema tonal a un callejón sin salida, y condujo la música hacia un nuevo camino en el que ya no se podía mirar atrás, anticipando las desgarradoras violencias del expresionismo. Colores violentos, juego cromático, rotura y confusión de líneas y ritmos vertiginosos, siempre ondulantes, son algunos de los recursos empleados por Strauss en su Salome que, trasladados a la pintura, ya había anticipado Edvard Munch en su conmovedor lienzo El grito (1893), retrato de la angustia vital, el aislamiento, la presión psicológica y el dramático sentimiento de soledad anunciado por los últimos románticos. ) El drama straussiano está articulado en tres tiempos; el primero, desde la entrada de Narraboth alabando la belleza de Salome –que le llevará a la perdición– hasta la aparición de Herodes y Herodías, que inicia el segundo tiempo. El último va desde la danza hasta el final de la ópera. No se podría pensar en un pórtico más extraordinario para esta partitura que la serpenteante ascensión 178 del clarinete surgida de la nada y símbolo del deseo y la fascinación entre los diversos personajes y, obviamente, de la perversidad de la protagonista. Piedra angular de todo el conjunto, esta voluptuosa ascensión de trazos exóticos muestra la original orquestación de Strauss –acompañan al clarinete flautas, trompetas, oboes y violines– y resulta en sí misma un microcosmos argumental acabado: sin obertura alguna, Strauss condensa musicalmente la historia anunciando en esta escalada sonora el deseo de posesión de la protagonista y su delirio pasional al besar la cabeza seccionada, y evidencia, en el descenso melódico que culmina esta primera frase, la irremediable muerte de la princesa. violencia del drama de Wilde. Esta unidad resulta admirablemente sostenida gracias a la herencia wagneriana mediante la utilización de motivos en la escritura orquestal que definen a cada uno de los personajes. Wagner también está presente en el color instrumental, especialmente intenso por la gran cantidad de instrumentos utilizados y por el uso desmesurado del cromatismo como elemento para recrear el exotismo y la pasión. En cuanto al lenguaje armónico, conviven en Salome, aparte del uso del cromatismo como vía expresiva, la politonalidad –en el quinteto de los judíos, para acentuar la confusión de la escena–, la yuxtaposición de tonalidades para contrastar colores –como en la Danza de los siete velos–, y la atonalidad, en la escena final, método ideal para pasar a la grafía musical el dramático delirio amoroso de la protagonista. Estos son algunos de los elementos que convierten a Salome en una de las obras capitales de la historia de la ópera. ) En un único acto brillante por su fuerza y unidad, Strauss no da respiro al oyente, consiguiendo mantener la tensión dramática de principio a fin y trasladando a la partitura la magnífica 179 Salome Rosa Navarro Durán Salomé es la danza, el movimiento de un cuerpo bellísimo, la tentación que seduce sin posible resistencia. Es como el canto de las sirenas; si no nos atan al mástil de la nave, nos lanzaremos al mar sin que exista voluntad alguna que pueda luchar contra el imán de la seducción absoluta. Cuando uno a uno vayan cayendo los siete velos, estaremos dispuestos a cortar las cabezas que sean, la del profeta que recuerda horribles transgresiones y que anuncia desgracias, o la de nuestro futuro; el gozo que nos da la armonía del bello cuerpo en movimiento, el deseo de esa belleza inalcanzable, bastan para anular cualquier sensatez cuadrada y evidente. ría Flavio Josefo quien lo haría. Dice San Mateo: “Es de saber que Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de Filipo, su hermano; pues Juan le decía: “No te es lícito tenerla”. Quiso matarle, pero tuvo miedo de la muchedumbre, que le tenía por profeta. Al llegar el cumpleaños de Herodes, bailó la hija de Herodías ante todos, y tanto gustó a Herodes que con juramento le prometió darle cuanto le pidiera; y ella, inducida por su madre: “Dame –le dijo–, aquí, en la bandeja, la cabeza de Juan el Bautista”. El rey se entristeció; mas por el juramento hecho y por la presencia de los convidados ordenó dársela, y mandó degollar en la cárcel a Juan el Bautista, cuya cabeza fue traída en una bandeja y dada a la joven, que se la llevó a su madre”. San Marcos precisa más el juramento de Herodes: “Cualquier cosa que me pidas te la daré, aunque sea la mitad de mi reino”; la bandeja sigue muy presente en su relato: “Quiero que al instante me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista”; y así lo hace el verdugo. Una bandeja de plata con una cabeza cortada de largos cabellos negros va a llenar luego todos nuestros oscuros sueños, porque todo se paga; no se puede acallar de un tajo una voz porque quien en vano quería borrar sus palabras nos sedujo irremisiblemente y accedimos a hacerlo. Sabíamos que podíamos regalar la mitad de nuestro reino, pero nunca silenciar la voz de la verdad, ¡y lo hicimos! Es cierto que prometimos un cheque en blanco, pero teníamos que haber sospechado los renglones torcidos que se iban a escribir en él. Primero fue, por tanto, el baile y la cabeza en la bandeja; luego, el nombre. Es Herodías quien manda, quien pone en la boca de su hija las palabras; ésta es sólo su instrumento, es sólo su otro yo en la plenitud de su juventud y belleza. Flaubert nos cuenta en su Hérodias, uno de sus Trois contes, la obra maestra de esta terrible mujer: “Había hecho instruir, lejos de Maqueronte, a Salomé, su La hija de Herodías ) Ni San Mateo (14, 1-12) ni San Marcos (6, 14-29) dan el nombre de la hija de Herodías; se180 hija, porque sabía que el Tetrarca la amaría; y la idea era buena. ¡Ahora estaba segura de ello!”. La cabeza sobre la bandeja de plata En el relato bíblico, coinciden los dos evangelistas en una circunstancia que da al baile de la hija de Herodías un público amplio: es el cumpleaños de Herodes. Sólo así el juramento es trascendente porque lo oyen todos, y esa publicidad sanciona su validez, ¡no podrá volverse atrás el Tetrarca! Pero, como en todo buen relato, esta circunstancia justifica un detalle que va a ser esencial para la transmisión de la historia: la bandeja. En pleno convite es lógico que la bella joven pida que le sirvan la cabeza del Bautista en una bandeja, como dicen San Mateos y San Marcos. Y es ese soporte el que permite reconocerla en cualquier representación, en el tímpano del portal izquierdo de la catedral de Rouen o en el maravilloso cuadro de Tiziano. La Salomé de Flaubert habla ceceando un poco, y pide a Herodes con un aire infantil: “Quiero que me des en una bandeja la cabeza…”, y calla porque se ha olvidado del nombre, pero enseguida puede, sonriendo, continuar: “¡La cabeza de Iaokanann!”. El verdugo, Mannaei, sale de la fosa, la prisión de Juan, sosteniendo su cabeza por los cabellos. Sólo cuando la pone en una bandeja, se la ofrece a Salomé. Pero Salomé no podía seguir en su papel anónimo, en su sola condición de arma de su madre, en su retrato de cuando ella era joven para seducir de nuevo a Herodes. Si así hubiera sido, las dos figuras, la de la madre y la de la hija se hubieran fundido en un solo baile. En el entremés El retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes, la Chirinos lo incluye entre las maravillosas ficciones que inventan ella y Chanfalla, y que todos ven para no ser bastardos o conversos. No hay más que oírle: “Esa doncella, que agora se muestra tan galana y tan compuesta, es la llamada Herodías, cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida. Si hay quien la ayude a bailar, verán maravillas”. Y el alcalde, Benito Repollo, expresa su rendida admiración a la joven y a su baile, que imagina, para no ser lo que está sospechando ya: “¡Esta sí –¡cuerpo del mundo!– que es figura hermosa, apacible y reluciente! ¡Hi de puta, y cómo que se vuelve la muchacha!”. Precisamente será el baile de esta imaginada Herodías el que inicie el final del entremés, porque el furrier no verá sus vueltas y más vueltas. Capacho hará la pregunta decisiva: “¿Luego no ve la doncella Herodiana el señor Furrier?”, y ante el “¿Qué diablos de doncella tengo de ver?” del oficial, todos corean el grito fatídico: “Ex illis es”. No hay duda de que es converso…ya que no ve a Herodías. ¡Hay que verla, hay que verla! Y si es necesario, acompañar sus vueltas y revueltas, su baile. Se apagan las antorchas, se marchan los invitados. Se queda solo Herodes Antipas, con las manos en las sienes, sin poder dejar de mirar la cabeza cortada. Cuando amanece, sólo se ve ya el objeto lúgubre, sobre la bandeja, entre los restos del festín. En uno de los más bellos relatos vanguardistas de Francisco Ayala, Susana saliendo del baño, vemos sobresaliendo del agua de la bañera una cabeza, que lentamente se unirá a un bello ) Ella, la hija de Herodías o la propia Herodías, es la danza, el baile lleno de movimiento, de ritmo frenético, de seducción. 181 tad, esa curiosa Psyque, esa mariposa, un alma vagabunda –todo ello es la Salomé de Flaubert bailando–; sus brazos llamaban a alguien que siempre le huía mientras iba trenzando sin descanso sus pies; y luego, sin esperanza ya, era expresión de suspiros, y no se sabía si la total languidez de su persona lloraba a un dios o se moría de placer al sentir su caricia. El baile que encendió a Herodes, y que le llevó a pronunciar, con bronca voz entrecortada por sus sollozos de deseo, su “¡Ven! ¡Ven!”, es el que Salomé hubiera querido que contemplaran esos ojos sin vida que serían su botín. cuerpo de mujer cuando vaya saliendo del baño y sea admirada no de dos viejos, sino del espejo, del lavabo y del taburete del baño. Esa “cabeza de algas verdirrojas que flotaban huyendo en la concavidad de porcelana”, la vamos a ver con los ojos cerrados,“muertos los ojos en un sueño marítimo”, y de pronto cobra sentido porque está “muerta sobre bandeja de cristal”; no es plata, sino cristal, la superficie del agua; pero la asociación es inmediata: adquiere un pasado bíblico en ese ingenioso juego estético que está llevando a cabo el escritor. Cuando Susana se levante y cubra su cuerpo con largos pliegues blancos, quedará otra vez cortada su cabeza, pero será entonces “mojada y trágica medusa”. La cabeza de Medusa es la antítesis de la de san Juan Bautista: sus cabellos son serpientes, su mirada petrifica, y siempre la vemos de frente, porque acabará en la égida, en el escudo de Palas Atenea. Perseo, que también la sostendrá por los cabellos, es su verdugo; pudo serlo mirando su reflejo en el espejo de su escudo. El 3 de febrero de 1877, quedaba bailando así, para siempre, en el bellísimo relato de Flaubert; pero para llegar a ser una Salomé de carne tendría que necesitar a otro escritor, a Óscar Wilde, que siguió sus pasos en francés (Alfred Douglas los llevó a su lengua inglesa) y le dio, catorce años más tarde, el protagonismo dramático que ella venía reclamando desde siempre. Para ello eligió a la mejor, a la única, a Sara Bernhardt, a quien le ofreció suplicante el texto para que le diera carne y sangre, para que, por fin, la princesa judía fuera, además de la tentación irresistible, la pasión sin medida. Salomé cobra vida No bastaba a Salomé tener nombre ni bailar maravillosamente para unir con vínculo inolvidable literatura y música; tenía que conocer a Iokanaan y enamorarse de él. En ese momento mágico, Herodías pasaba ya a la historia y le dejaba definitivamente a ella el terreno a la que la había empujado para lograr su propósito, acallar la voz que le recordaba lo que nunca debió hacer. Nacía Salomé; atrás quedaban las contorsiones de la bailarina de piedra en la catedral de Rouen. Cobraba sentido esa flor agitada por la tempes- ) Un claro de luna ilumina la figura de Salomé, y ambas –la doncella y la luna– son admiradas por dos jóvenes: el joven sirio da comienzo a la pieza trágica en un solo acto con la exclamación que sitúa a Salomé en el centro del drama: “¡Qué hermosa está esta noche la princesa Salomé!” –Pere Gimferrer vierte al español sus palabras–. El paje de Herodías mira, en cambio, a la luna: “Contemplad la luna. ¡Qué extraña, esta noche! 182 ) 183 luna buscaba a un muerto; y el paje de Herodías, que amaba al joven, no imaginó que iba a ser éste el elegido. Pero no será el último. Salomé le pedirá a Herodes la cabeza de Iokanaan en una bandeja de plata, pero no por escuchar el ruego de su madre, sino por su propio placer. Como una mujer salida de la tumba. Como una mujer muerta. Como si buscara muertos”. Los dos proseguirán ese inicio de canto amebeo; el joven sirio contemplará a Salomé la de los pies de plata, “como una princesa cuyos pies fueran palomas blancas…como si bailara”, y el paje verá avanzar a la luna, lentamente, “como una muerta”. Salomé se parecerá “a los reflejos de una rosa blanca en un espejo de plata”; y la blancura funde las dos figuras, la de la luna, que busca muertos, y la de la bailarina, que lo va a conseguir para apoderarse de los labios que se le negarán. “De la cisterna sale el brazo negro del verdugo sosteniendo sobre un escudo de plata la cabeza de Iokanaan”. Y Salomé habla largamente de su pasión a esa cabeza sin vida, cuya lengua, serpiente que destilara veneno, está muda. Ya no puede amenazar ni maldecir a la bella princesa casta enloquecida de amor; y mientras una gran nube negra oculta a la luna, ella tiene, por fin, para sí esta boca siempre negada, pero muerta. La voz de Salomé existe aún para cantar su victoria: “He besado tu boca, Iokanaan, he besado tu boca. Tus labios tenían un amargo sabor. ¿Era el sabor de la sangre?... Tal vez era el sabor del amor”. Un rayo de luna ilumina a Salomé, hija de Herodías, princesa de Judea, antes de caer aplastada por los escudos de los soldados de Herodes, que obedecen su orden. La bandeja es ya escudo: las dos cabezas trágicas esenciales de la literatura forman ya un díptico antitético. Salomé a la luz de la luna oye por primera vez la voz del profeta y querrá verlo; conseguirá que, a pesar de la prohibición de Herodes, lo saquen de la cisterna en donde está prisionero. Verá sus ojos, “como negros agujeros abiertos por antorchas en un tapiz de Tiro”; su cuerpo, y le parecerá “un rayo de luna, un rayo de plata”. Querrá tocar su cuerpo, “blanco como el lirio de un prado que nunca fue segado”, hasta descubrir sus cabellos, más negros que las largas noches negras, las noches sin luna; pero la voz del rechazo del profeta le llevará al suyo, hasta descubrir, por último, su boca, “como una granada cortada por un cuchillo de marfil”. Surge entonces, enloquecido y ronco, el ruego del pozo de su alma: “Déjame besar tu boca, Iokanaan”; y ante el “jamás” gritado por esa voz hecha de tigres y azucenas, expresa con firmeza su único deseo, su único propósito: “Besaré tu boca, Iokanaan”. “Si la beauté n´était la mort” –si la belleza no fuera la muerte– le dirá a su nodriza la Hérodiade a quien Mallarmé nunca logró acabar de darle vida. “He besado tu boca, Yokanaan” diría también la Sara de Esther Tusquets cuando fue la princesa Salomé, ella –a pesar de su nombre que evocaba el de la Bernhardt– no llegaría nunca a ser actriz; pero aquella noche que pudo serlo, “parecía una paloma extraviada… parecía un narciso agitado por el viento… parecía una flor de plata”. ) Salomé bailará descalza la danza de los siete velos sobre la sangre del joven sirio, que se ha suicidado por su amor, al no soportar oír una y otra vez su “Déjame besar tu boca, Iokanaan”. La 184 ) 185 Federico García Lorca decía que su Romancero gitano comenzaba “con dos mitos inventados: la luna como bailarina mortal y el viento como sátiro”. En el “Romance de la luna, luna”, ella, bailando, seduce al niño y se lo lleva por el cielo de la mano mientras los gitanos lo descubren en la fragua con los ojos cerrados. Esa luna, “con su polisón de nardos”, cuyo blancor almidonado pisa el niño, mueve sus brazos “en el aire conmovido”, en busca también de un muerto: el niño. Es el mismo baile mortal de Salomé; pero en el texto de nuestro poeta quien baila es esa figura, la luna, que se funde con la princesa en la mirada del paje de Herodías. transgresiones y anunciaba catástrofes, ya no era la juventud y la belleza utilizadas por la reina que sabía que había perdido el poder seductor que la había alzado hasta donde estaba. Salomé vivía por sí misma, era belleza viva deseando lo imposible. No se conformó con desearlo, quiso tocarlo, y lo intangible sólo se toca cuando ha desaparecido, cuando se ha muerto. La desmesura de Salomé, como la de todo héroe trágico, la llevó a gustar esos labios de amargo sabor, y así se convirtió en la última presa de la luna, que estaba buscando muertos. La bellísima princesa de Judea bailó sobre la sangre para conseguir lo que quería, para ahondar en el misterio del amor, más profundo que el de la muerte. Desde entonces sus pies de plata, las blancas palomas, pisarán con su armonía irresistible muchas páginas de creadores atraídos por su hermosura fatal. Salomé se apoderó del primer plano de la historia para desear locamente al inalcanzable profeta, que había nacido para un destino inmenso. Lo había dicho en las páginas del Evangelio de San Juan, 3, 30: “Es preciso que Él crezca y yo mengüe”. Pero esas palabras las oyó el Phanuel de Flaubert, no la apasionada Salomé de Wilde, que deseaba la boca, no escuchaba sus palabras. Quiso tocarla y para ello tuvo que privarle de la vida. Uno de ellos, Richard Strauss, le hizo un regalo único un 9 de diciembre de 1905: su ópera, la música para su drama lírico. Salomé ya no tiene que esperar a oír la melodía para dar comienzo a su baile; es ella misma la música. ) Salomé ya no era la persona interpuesta entre su madre Herodías y la cabeza que denunciaba 186 il viaggio a reims ) Gioachino Rossini (1792 - 1868) 187 Il viaggio a Reims (El viaje a Reims) Gioachino Rossini (1792 - 1868) DRAMMA GIOCOSO (CANTATA SCENICA) EN UN ACTO. Libreto de Luigi Balocchi. Estrenado en el Théâtre Italien de París el 19 de junio de 1825. Producción del Teatro Real (2004). Director musical: Eun Sun Kim* Director de escena y elementos escénicos: Emilio Sagi Figurinista: Pepa Ojanguren Maestro de canto: Raúl Giménez Proyecto de Ópera Estudio con jóvenes cantantes Orquesta-Escuela de la Sinfónica de Madrid Abril: 18, 18.00 horas Abril: 21, 20:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 188 Argumento Il Viaggio a Reims ossia L’albergo del Giglio d’oro (El viaje a Reims o El hotel del Lirio Dorado) Fernando Fraga Dramma giocoso en dos actos de Gioachino Rossini. Libreto de Luigi Balocchi. La acción tiene lugar en el hotel que lleva el nombre de El Lirio Dorado en la estación termal de Plombières-les-Bains, en el departamento francés de los Vosgos, durante la jornada previa a la coronación en Reims de Carlos X. Año de 1825. acompañarles y ser testigo también del regio evento. (N.º 1. Introducción: Presto, presto... su coraggio!Aria de madame Cortese: Di vaghi raggi adorno). Acto Único En una sala flanqueada por varias habitaciones del establecimiento termal, Maddalena, la gobernanta (nativa de la localidad de Caux), da prisa a los criados para que ultimen todo lo necesario en relación con el viaje que los ilustres huéspedes del local van a emprender hacia Reims. En la catedral gótica de esta ciudad va a ser coronado como rey de Francia el conde de Artois, nieto de Luis XV, hermano menor de Luis XVI y Luis XVIII, quien ascenderá al trono como Carlos X. La agitación por tal acontecimiento domina el ambiente. La condesa de Folleville, parisina, una viuda adicta a la moda, pregunta a su criada Modestina, siempre tímida y distraída, si se tienen noticias de su primo Don Luigino. El propio Don Luigino responde a la pregunta. Viene desolado ya que todo el lujoso equipaje de la condesa se ha perdido al volcar la diligencia que lo portaba a Plombières. La desolación de Folleville es manifiesta y como consecuencia de la misma se desmaya. Don Prudenzio, el médico del establecimiento, una vez suspendidas las actividades curativas por esos motivos, vigila con Antonio, el encargado del establecimiento, si el desayuno de los huéspedes es conforme a sus indicaciones. Acuden Maddalena, Antonio y otros criados a asistirla, así como Don Prudenzio y el barón de Trombonok, un militar alemán muy aficionado a la música. El doctor, como parece ser su costumbre, se equivoca completamente en el diagnóstico y la condesa ya recuperada lo hace alejar como si fuera ave de mal agüero. Luego, se lamenta de una pérdida cuya magnitud sólo las mujeres saben comprender. Sin embargo, se evidencia un consuelo a ) Madame Cortese, tirolesa, esposa de un hombre de negocios francés y la propietaria del hotel, completa las instrucciones de Maddalena y del doctor. Siempre pendiente del bienestar y confort de sus clientes, envidia su suerte pues desearía 189 cabezando a un grupo de aldeanos con ramos de flores que colocan a la entrada de la habitación de la poetisa improvisadora. El militar inglés da rienda suelta a su pasión en una ardorosa declaración de sentimientos que viene acompañado por la flauta y luego por un grupo de muchachas de la localidad (N.º 4. Recitativo y aria de Lord Sidney: Ah perchè la conobbi? Invan strappar dal core). Don Profondo, obseso por sus manías, interroga a Lord Sidney sobre ciertos objetos ingleses que le gustaría incluir en su colección, despertando con ello la ironía del inglés. tanta desesperación cuando Modestina entra con un aparatoso pero bonito sombrero que se salvado del naufragio (N.º 2 Recitativo y Aria de la condesa de Folleville: Partir, oh ciel, desio). Trombonok, encargado de las finanzas de la expedición a Reims, da indicaciones a Antonio en relación con el viaje y va recibiendo las cuotas de los demás huéspedes. Aparecen Don Profondo, literato miembro de diversas academias y coleccionista fanático de objetos antiguos; Don Alvaro, almirante y grande de España, enamorado de la marquesa Melibea a la que acompaña. Melibea es una polaca que vio como su esposo, un general italiano, moría su misma noche de bodas. Al grupo se suman también el conde de Libenskof, general ruso, asimismo enamorado muy celoso de Melibea y, finalmente, madame Cortese (N.º 3. Sexteto con el barón Trombonok, Don Profondo, Don Alvaro, la marquesa Melibea, el conde de Libenskof y madame Cortese: Sí, di matti una gran gabbia). Corinna, en compañía de la huérfana Delia, una joven griega su protegida y compañera de viaje, se queda muy complacida con el homenaje floral de Lord Sidney. De pronto, el sonido del arpa les distrae de sus problemas. Es Corinna, célebre improvisadora romana, personaje que aparece en la obra de Madame de Staël (Corinna ou de l’Italie). Todos olvidan sus preocupaciones y querellas, extasiados por el canto de la conciliadora poetisa (Aria de Corinna: Arpa gentil, che fida). Don Profondo, testigo involuntario de este fracaso sentimental de Belfiore, ante la inminente partida, se pone a hacer balance de los objetos pertenecientes a los viajeros, en el siguiente orden de nacionalidades, el español, la polaca, la francesa, el alemán, el inglés, el francés y el ruso (N.º 6 Aria de Don Profondo: Medaglie incomparabili). Lord Sidney, un coronel inglés secretamente enamorado de Corinna, hace su entrada en- Pero el plan se viene de repente abajo. En medio de la conmoción general, Zefirino viene ) Libenskof también está enamorado de Melibea y entre él y Don Alvaro se pone en evidencia enseguida su rivalidad. Madame Cortese, muy en dueña de la situación, intenta calmar a los enamorados y a todos los demás impacientes por el viaje. De momento la poetisa italiana debe quitarse de encima al caballero Belfiore, joven oficial francés, aficionado a la pintura y un galanteador impenitente, quien intenta seducir a mujer que se le ponga a tiro, incluida la Folleville, y que ahora emplea todas sus armas de seducción, sin aparente éxito, con Corinna (N.º 5. Recitativo y Dúo del caballero Belfiore y Corinna: Sola ritrovo alfin la bella Dea. Nel suo divin sembiante). 190 ) 191 festejo, todos reunidos en franca convivencia. Un grupo ambulante de músicos y bailarines entretienen a la concurrencia. con esta fatal noticia: dada la enorme demanda, es imposible encontrar caballos que les conduzcan a Reims y la expedición, sin remedio, ha de ser anulada. Más, pese a la gran tragedia que supone esta noticia, madame Cortese aporta una pequeña satisfacción. Tras la coronación en Reims, se preparan grandes celebraciones en París y allí podrán acudir los interesados en la diligencia que a diario sale para la capital donde la Folleville les facilitará, además, el alojamiento (N.º 7. Gran conjunto para catorce voces: madame Cortese, condesa de Folleville, Corinna, marquesa Melibea, Delia, Modestina, conde de Libenskof, caballero Belfiore, Zefirino, barón de Trombonok, Don Alvaro, Lord Sidney, Don Profondo y Don Prudenzio: Ah! A tal colpo inaspetato). Trombonok, como de costumbre, es el que tiene la iniciativa de proponer que cada invitado, según su nacionalidad, ofrezca un brindis en honor del nuevo rey de Francia. Uno a uno van, pues, desfilando dichos personajes: el propio Trombonok con el himno alemán (Or che regna fra le genti), Melibea con una polonesa (Ai pordi guerrieri), Libenskof con el himno ruso (Onore, gloria ed alto omaggio), Don Alvaro con un fandango español (Omaggio all’Augusto Duce), Lord Sidney con el himno inglés (Dell’aurea pianta), Belfiore y Folleville con una canción francesa (Madre del nuovo Enrico) y madame Cortese y Don Profondo con una tirolesa (Più vivace e più fecondo). Entretanto, con el dinero reunido para el viaje fallido, se hará una fiesta en Plombières. De los preparativos, claro está, se encargará madame Cortese. Queda la participación de Corinna. Por sorteo entre los presentes que proponen cada uno su tema de elección, la poetisa improvisa sobre el que oportunamente sale en el sorteo: el de Carlos X Rey de Francia. Tras una breve meditación comienza el homenaje laudatorio al nuevo soberano (Improvisación: A l’ombre amène). En este instante justo, tiene lugar un encuentro entre Melibea y Libenskof donde, a pesar de la inicial desavenencia, acaban por poner en claro su relación sentimental, con boda a la vista (N.º 8. Escena y dúo del conde de Libenskof y la marquesa Melibea: Di che son reo? D’alma celeste, oh Dio!). Aparecen los retratos de la familia real y de los más famosos reyes de Francia y el drama giocoso en un acto acaba en apoteosis (Viva il diletto Augusto Regnator). En el jardín del Lirio Dorado, convenientemente engalanado para la ocasión, tiene lugar el ) El artículo común a esta ópera y a La italiana en Argel se puede leer en la pág 71 192 i puritani ) Vincenzo Bellini (1801 - 1835) 193 I puritani (Los puritanos) Vincenzo Bellini (1801 - 1835) MELODRAMMA SERIO EN TRES ACTOS. Libreto de Carlo Pepoli, basado en Têtes rondes et cavalier de Jacques-François Ancelot y Xavier Boniface Saintine. Estrenada en el Téâtre Italien de París el 24 de enero de 1835. Versión de concierto. Director musical: Karel Mark Chichon* Director del coro: Peter Burian Lord Gualtiero Valton: Roberto Tagliavini* Sir Giorgio: Nicola Ulivieri* Lord Arturo Talbo: Juan Diego Flórez Sir Ricardo Forth: Fabio Maria Capitanucci Sir Bruno Roberson: Mikeldi Atxalandabaso Enrichetta di Francia: Gabriella Colecchia* Elvira: Eglise Gutiérrez* Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Abril: 29 20:00 horas Mayo: 2 Domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 194 Argumento I puritani (Los puritanos) Fernando Fraga Melodrama serio en tres partes o actos de Vincenzo Bellini. Libreto de Carlo Pepoli. La acción de la obra tiene lugar en Inglaterra, hacia 1650 y cerca de Plymouth, en el Condado de Devon, puerto militar frente al Canal de la Mancha. a ser ofrecida a un rival que es, además, enemigo político, un partidario de los realistas. A su decepción (Recitativo: Or dove fuggo io mai?) sigue una lamentable exposición de sentimientos defraudados (Aria: Ah, per sempre io ti perdei) y de ilusiones perdidas (Cabaletta: Bel sogno beato). En sus apartamentos privados Elvira, en el cuadro segundo, recibe la visita de su tío Sir Giorgio, a quien ella considera como su segundo padre. La joven recibe con enorme alegría la noticia de que, gracias a su intervención, está destinada al esposo que ella siempre deseó, a Lord Arturo Talbot. Elvira no puede contener su entusiasmo (Escena: O amato zio, o mio secondo padre), que se acrecienta al escuchar los sonidos que llegan del exterior acompañando la llegada a la fortaleza del prometido (Dúo: Piangi, piangi, sul mio seno). Acto I En el cuadro primero, amanece en la fortaleza de Plymouth que está al mando del gobernador Lord Gualtiero Valton, un partidario puritano de Cromwell en feroz lucha con la oposición realista de los Estuardos. El rey Carlos I, derrotado en sus diferencias con el Parlamento, acaba de ser ejecutado en White Hall en 1649. Sir Bruno Robertson, oficial puritano, y sus hombres preparan sus armas ante el próximo asalto al campamento realista. Se escuchan desde el interior de la fortaleza un canto religioso, al que acaban entremezclándose las de los soldados (Introducción: All’erta, all’erta! L’alba apparì). Está próxima la boda de Elvira, la hija de Lord Valton, y los residentes de la fortaleza se muestran alegres ante dicho acontecimiento (Coro: A festa! A tutti rida il cor). En el cuadro tercero, en la sala de armas del castillo, se espera la entrada de Arturo (Coro: Ad Arturo onore, ad Elvira onore), quien, nada más hacer acto de presencia, hace una declaración a Elvira de toda la sinceridad y ardor de sus sentimientos (Aria con pertichini: A te, o cara). No todos participan de esta satisfacción. El coronel Sir Riccardo Forth, a quien en principio se le había otorgado la mano de Elvira, se ha encontrado al regresar valeroso de su lucha contra los partidarios de Cromwell que la muchacha va ) Lord Valton encarga a su hermano Sir Giorgio que se ponga al frente de la ceremo195 nia ya que él debe de acompañar con urgencia ante el Parlamento a una prisionera velada que oculta su identidad (Final I: Il rito augusto si compia senza me). El hecho intriga a Arturo a quien se informa de que la dama en cuestión es una partidaria de los Estuardos. Aprovechando una pequeña oportunidad, Arturo puede hablar con la misteriosa dama, descubriendo finalmente que se trata de Enriqueta de Francia, la viuda del ejecutado Carlos I. Arturo, pese a lo complicado de su situación, por fidelidad a sus ideales realista promete salvarla cueste lo que le cueste. Acto II Tras un triste preludio que adelanta el clima en que va a moverse el acto, en una sala de la fortaleza desde la que se divisa la campiña inglesa, castellanos y castellanas puritanos comentan el delicado estado de salud mental en que se encuentra postrada Elvira (Coro: Ah dolor! Ah terror!). Sir Giorgio acaba por completar el retrato de la infeliz enamorada: cubierta de flores y los cabellos desordenados la joven pasa de sala en sala preguntando dónde encontrar a su amado (Aria: Cinta di fiori e col bel crin disciolto). En efecto, Elvira hace su aparición, inmersa en el más sofocante de los delirios, implorante, alucinada y patética (Escena: O rendetemi la speme o lasciatemi morir), ante la compadecida mirada de Sir Giorgio y Sir Riccardo. Antes de emprender la retirada expresa su acuciante anhelo de que regrese el amado (Cabaletta: Vien diletto è in ciel la luna). Aparece en este momento Elvira portando el velo nupcial y cantando una polonesa (Son vergin vezzosa). Ingenuamente la joven hace que la prisionera se pruebe el velo, dando con ello a Arturo la idea de cómo podrá salvar a su reina. Su proyecto de sacar del castillo a Enriqueta como si tratara de su esposa Elvira está a punto de malograrse con la aparición de Sir Riccardo quien provoca a duelo a su rival (Ferma. Invan rapir pretendi). En el acto de impedirlo, Enriqueta descubre su rostro. Entonces Sir Riccardo cambia de opinión y no sólo permite sino que promueve la inmediata huida de la prisionera, asegurando que no dará la alarma hasta que la pareja haya franqueado las murallas. Cuando se encuentran cara a cara, Sir Giorgio intenta convencer a Sir Riccardo de que únicamente él puede dar solución al conflicto de Elvira, salvando la vida y el honor de Arturo. Primero reticente, el generoso caballero acaba por acceder a la petición (Final II con Dúo: Il rival salvar tu dei). Los dos nobles puritanos acaban fundiendo sus voces en un ardoroso canto patriótico donde exaltan la sangre derramada en pro de la libertad (Cabaletta: Suoni la trompa e intrepido). Retorna Elvira justamente a tiempo de ver como Arturo, en compañía de la extraña mujer cubierta con su velo nupcial, se aleja de la fortaleza. Mientras todos maldicen a Arturo, Elvira cae en un preocupante delirio (Oh, vieni al tempio, fedele Arturo). Acto III ) El acto comienza escuchándose una tempestad que de alguna manera es, conforme a la 196 ) 197 estética romántica, una forma de hacer cómplice a la naturaleza de las situaciones que viven los seres humanos. Al jardín de la casa de Elvira llega Arturo quien da cuenta de su felicidad por hallarse de retorno al suelo natal (Recitativo: Son salvo, alfin son salvo). A lo lejos escucha la voz de Elvira, un estímulo para renovar su entusiasmo (Romanza: A una fonte aflitto e solo). sus actos. Elvira recupera rápidamente su perdida razón (Dúo: Ah, mi Arturo, ove sei?). Sin embargo, el efusivo momento se interrumpe por la llegada de los soldados que rodean amenazadores a la pareja (Final III: Ascolta ancora questo suon molesto). Uno de ellos exhibe la sentencia de muerte que pesa sobre Arturo. Arturo es capaz de enfrentarse a su destino con valentía y sólo le preocupa la reacción de Elvira (Aria: Credeasi misera, da me tradita). Tras ocultarse momentáneamente ante la llegada de unos soldados que inspeccionan los alrededores, Arturo vuelve a entonar su canto nocturno con la esperanza de ser escuchado por Elvira (Corre a valle, corre a monte). Cuando todo parece perdido, hace su aparición un mensajero con la noticia de la derrota definitiva de los Estuardos. Como consecuencia, se produce una amnistía general. Arturo está perdonado. Ya nada ni nadie será impedimento para que Elvira y Arturo sean felices. ) Ella aparece finalmente acuciada por el sonido de la voz que puede ser del amado y Arturo ofrece a Elvira las convincentes explicaciones de 198 I Puritani: El canto del cisne de Catania Rafael Banús Irusta En pocas ocasiones podemos asistir a una fiesta vocal tan esplendorosa como la que nos propone Vincenzo Bellini en su última ópera, I Puritani, inspirada en un relato de Walter Scott y estrenada en el Teatro Italiano de París el 24 de enero de 1835. Su enrevesado argumento, situado en la guerra civil entre Cromwell y los Estuardo, en la Inglaterra del siglo XVII, sirve como magnífico telón de fondo para la exhibición del “bel canto” en su estado más puro. afirmación plena de su estilo. En su breve catalogo de tan solo diez títulos, se afirmó junto con Donizetti como el autentico sucesor de Rossini, sustituyendo el elemento rítmico utilizado por el de Pesaro como base estructural de sus operas por el predominio de la melodía. Un lirismo en estado puro, que incluso habría de merecer abiertos elogios de todo un Richard Wagner. La forma de componer de Bellini resultaba una excepción dentro de las costumbres de su tiempo. La mayor parte de los autores trataban de imponerse en los escenarios o de atender a los múltiples compromisos escribiendo un titulo tras otro, muchas veces sin tiempo siquiera de revisar sus propias obras. Pero él se propuso desde el principio, sin embargo, limitarse a un título por año. Y así nacieron, a lo largo de tan solo una década, Adelson e Salvini, Bianca e Gernando (denominada posteriormente, por razones politicas, Bianca e Fernando), Il Pirata, La Straniera, Zaira (con la que fracasa en Parma, pero posteriormente triunfará en Venecia cuando se reconvierta en I Capuleti e i Montecchi), hasta llegar a las ya mencionadas y apoteósicas La Sonnambula y Norma. La grandeza del compositor siciliano está hoy unánimemente reconocida. Si alrededor de mediados del siglo XIX se asistió a una época de culto hacia su obra y su persona de forma acrítica y exagerada, y a principios del sigo XX a un periodo caracterizado por una cierta subvaloración de su obra, después de la segunda guerra mundial se inició un periodo de admiración más equilibrada y conocedora hacia la música del genio de Catania, a lo que contribuyeron artistas como Maria Callas, Joan Sutherland, Montserrat Caballé, Luciano Pavarotti o Alfredo Kraus, que dieron una nueva visión a sus grandes papeles, descubriendo en ellos nuevas posibilidades vocales e interpretativas. Con ellas, Bellini consigue ser el artista mimado de la sociedad milanesa. Pero para un músico de su tiempo, la verdadera consagración consiste en triunfar en París. Y así, después de presentar Beatrice di Tenda en La Fenice, en agos- ) Centrándonos en I Puritani, podemos decir que esta ópera constituye la culminación de la trayectoria artística de Bellini, así como –junto con Norma y La Sonnambula– el compendio y 199 to de 1833 viajó a la capital francesa. Al principio negoció sin éxito con la dirección de la Ópera; mucho más fructíferos fueron sus contactos con el Teatro Italiano, donde, en el otoño de aquel año, subieron felizmente a escena Il Pirata e I Capuleti e i Montecchi. Pero los intentos para una nueva ópera iban para largo (parece que Bellini no consiguió el contrato definitivo hasta enero de 1834), y por ello sintió la necesidad de dedicarse a la vida social. Entró en estrecha relación con Rossini y también con Chopin, Carafa, Paër y otros músicos, y en el salón de la Princesa de Belgioioso conoció a Heinrich Heine. De todas las impresiones musicales, fue especialmente profunda la despertada por las sinfonías de Beethoven, interpretadas por la orquesta del Conservatorio. puesto al que desde siempre había aspirado, “es decir, ser el primero después de Rossini”, como él mismo escribe en una carta de aquella época. El músico decidió quedarse en París e hizo nuevas tentativas con la Ópera, y después también con la Opéra-Comique, que sin embargo se iban demorando. Ninguno de los muchos planes de Bellini fue realizado: a finales de agosto enfermó, y el 23 de septiembre murió, solo, en una casa de campo en Puteaux, en la periferia de París. El 2 de octubre tuvo lugar la misa fúnebre en los Inválidos. “Paër, Cherubini, Carafa, Rossini llevaban cada uno de ellos un extremo del paño fúnebre”, como rezaba una descripción de la ceremonia. La partitura de I Puritani contiene sorprendentes novedades, en parte debidas a las exigencias parisinas. La instrumentación se distingue de casi todas las óperas precedentes (a excepción de Norma) por su mayor color y adecuación dramática. Más variada es también la armonía (como por ejemplo en la plegaria de la introducción, o en la romanza de Arturo del acto III). La propia melodía alcanza una gama más rica de sfumature en unas modulaciones al mismo tiempo elegantes y llenas de sentimiento. También algunas particularidades formales son nuevas: la repetición de algunos motivos pone en relación escenas individuales y directamente el principio y el final de la ópera. Recitativo y aria, concertante y coro se entrelazan con notable soltura. Estos procedimientos formales muestran a Bellini en un camino que Verdi proseguirá. Finalmente, en abril de 1834, Bellini inició la composición de I Puritani, sobre un texto del exiliado italiano Carlo Pepoli. Al mismo tiempo que el contrato para el Teatro Italiano había recibido de Nápoles la invitación para escribir una nueva ópera. El fruto de numerosas propuestas y contrapropuestas fue la segunda versión de la obra, concebida para las voces de María Malibrán, de Gilbert Duprez y de Porto, pero que no fue estrenada porque la partitura llegó a Nápoles después de la fecha estipulada. La versión parisina de I Puritani, pocos meses después del gran éxito de La Sonnambula en el mismo teatro, con un cuarteto vocal de lujo –integrado por la soprano Giulia Grisi, el tenor Giovanni Rubini, el barítono Antonio Tamburini y el bajo Luigi Lablache, que pronto fueron conocidos como “el cuarteto de I Puritani”– constituyó un verdadero triunfo. La casa reinante lo nombró “Caballero de la Legión de Honor”. Bellini había alcanzado así el ) Una brillante ligereza, nueva para el compositor de Catania (como por ejemplo en la po200 ) 201 lacca de Elvira en el acto I, “Son vergin vezzosa”), figura junto a la interioridad y el énfasis expresivo, como testimonian sobre todo los dos grandes concertantes, introducidos ambos por un solo de Arturo, “A te o cara”, en el final primero, y “Credeasi, misera” en el tercer final, dos de las más bellas páginas de toda la producción belliniana. Como lo son también el célebre dúo para barítono y bajo que cierra el acto II, “Suoni la tromba”, o la gran escena de la protagonista en el acto II, una de las más espléndidas intervenciones femeninas del repertorio de todos los tiempos, que se abre con las palabras “O rendetemi la speme”, y que pone a prueba todas las capacidades técnicas y expresivas de una cantante de primerísima clase. ) I Puritani puede considerarse como el canto del cisne de su autor, que, al igual que éste, exhaló sus más bellas notas antes de morir. 202 l'incoronazione di poppea ) Claudio Monteverdi (1567-1643) 203 L’incoronazione di Poppea (La coronación de Popea) Claudio Monteverdi (1567 - 1643) ÓPERA SERIA EN TRES ACTOS. Libreto de Giovanni Francesco Busenello. Estrenada en el Carnaval de 1643 en el Teatro dei Santi Giovanni e Paolo de Venecia. Nueva producción del Teatro Real en coproducción con el Teatro La Fenice de Venecia. Director musical: William Christie Director de escena, escenógrafo y figurinista: Pier Luigi Pizzi Iluminador: Sergio Rossi Poppea: Danielle de Niese* Nerone: Philippe Jaroussky Ottavia: Anna Bonitatibus Ottone: Max Emanuel Cencic* Seneca: Antonio Abete Drusilla: Ana Quintans* Damisela: Katherine Watson La nodriza de Ottavia: José Lemos* Arnalta: Robert Burt Lucano: Terry Wey Mercurio / Littore: Damian Whiteley* Les Arts Florissants Mayo: 16, 18, 19, 21, 22, 24, 25, 27, 28 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 204 Argumento L’incoronazione di Poppea (La coronación de Popea) Fernando Fraga Ópera en un prólogo y tres actos de Claudio Monteverdi. Libreto de Giovanni Francesco Busenello. La acción de la obra transcurre, obviamente, en la Roma de tiempos de Nerón, probablemente entre los años 54 y 68 del siglo primero después de Cristo. En el Prólogo, hacen acto de presencia tres personajes simbólicos, que discuten acerca de su influencia sobre los seres humanos, adelantando de alguna manera las vicisitudes de la obra y sus consecuencias: La Fortuna (Deh, nasconditi, o virtù), La Virtud (Deh, sommergiti, mal nata) y El Amor (Che vi credete, o Dee). Como a continuación se desarrollarán los acontecimientos, será El Amor quien vencerá a las otras dos, ya que él es el que dirige a la virtud y domina a la fortuna. Una vez alejado Nerón, Arnalta, la nodriza de Popea pone en guardia a su señora contra la venganza de Octavia (Ah, figlia, voglia il cielo). Acto I El pretor Otón regresa de una campaña en provincias, ansioso por encontrase con su esposa En sus aposentos, Octavia espera la llegada del filósofo Séneca (Disprezzata regina), mientras su nodriza intenta consolarla y también aconsejarla (Ottavia, o tu dell’universe genti). Popea (Sogni, portate a volo). Intrigado, comprueba que la mansión de la amada esta custodiada por dos soldados (Chi parla, chi va lè?), a través de cuya conversación se entera de los últimos acontecimientos que han tenido lugar Séneca invita a Octavia a que encarrile su vida hacia la virtud, aceptando estoicamente su suerte (Ecco la sconsolata donna) pero, sin atender a esta resignada lección de moral, la emperatriz ruega al filósofo que interceda por ella ante el Senado. Un paje de la emperatriz es testigo del diálogo, además de defensor ardiente del honor y la seguridad de su señora (Madama, con tua pace). en Roma. Entre ellos, la situación personal de Octavia, ya que su esposo Nerón abandona cada noche su lecho conyugal para caer en brazos de su amante Popea. Los soldados se callan cuando perciben la presencia de Nerón que se despide, al alba, de su amante (Signor, deh, no partite). La separación es tierna y ardiente (Adorati miei rai) y Popea recibe todas las garantías por parte Cuando Séneca, a solas, reflexiona acerca de la situación, de las gracias y miserias del poder y de la fugacidad de las glorias mundanas (Le porpore regali e imperatrici) recibe una visita, la de de su enamorado de que repudiará a Octavia, aunque de momento sea necesario guardar las ) apariencias. 205 comando tiranno). Séneca se despide de sus familiares y amigos quienes intentan en vano disuadirle de su decisión (Amici, è giunta l’ora). la diosa Palas Atenea que le anuncia su próxima muerte (Seneca, io miro in cielo infausti rai). Nerón informa a su preceptor Séneca de la intención irrevocable de repudiar a Octavia (Son risoluto insomma). Séneca le echa en cara su decisión, totalmente inmoral, irracional y políticamente incorrecta, despertando la ira del emperador. Como contraste a la situación anterior, y para relajar la acción, una escena festiva tiene lugar ahora en el palacio imperial. El paje y la dama de honor intercambian, entre bromas, palabras de amor y de seducción (Sento un certo non so che). Reunidos de nuevo, Nerón no puede resistirse a los encantos de Popea y le asegura que repudiará a su esposa convirtiéndola en emperatriz (Quell’eccelso diadema ond’io sovrasto). Dueña de la situación, la astuta mujer no duda en insinuar al enamorado que ordene a Séneca que se aparte de su camino, quitándose la vida (A speranze sublimi il cor inalzò). Enterado de la muerte de Séneca, Nerón se deja llevar por sus ensoñaciones ahora que ya podrá, sin molestos inconvenientes, repudiar a Octavia y casarse con Popea (Hor che Seneca è morto). En compañía del poeta Lucano canta las alabanzas de su amada (Di quel viso ridente). Otón no está de acuerdo con los acontecimientos y en la soledad de su amargura rumia vengarse de Popea (I mei subiti sdegni). Octavia tampoco se muestra pasiva a la espera de acontecimientos y, habiendo hecho llamar a Otón, le pide que dé muerte a la causante de su común desgracia, Popea (Tu che dagli Avi miei). Aunque muy abatido Otón se dispone a cumplir lo ordenado. Par ello, evitando sospechas, se disfrazará de mujer. Otón, sin éxito, pretende recuperar el favor de su esposa (Ad altri tocca in sorte). Popea lo rechaza olímpicamente, ante la mirada compadecida de Arnalta. Más Otón no se desanima y se acerca ahora a Drusila, una cortesana, con la que había tenido anteriormente relaciones rotas en favor de Popea (A te di quanto son). Aunque duda en principio de la veracidad de este cambió de actitud, Drusila acaba por aceptar complacida los avances de su antiguo pretendiente. El paje se burla de la vieja nodriza, entusiasmada por el ardor amoroso que refleja Drusila enamorada sin condiciones de Otón (Nutrice, quanto pagheresti un giorno). Acto II Esta pasión de Drusila la aprovecha Otón para pedirle que le facilite los ropajes femeninos necesarios para ocultar su identidad y realizar más eficazmente el asesinato previsto (Senti, io devo hor ora), ya que disfrazado de tal guisa puede penetrar con mayor comodidad en los apartamentos de Popea. ) Séneca en su estudio (Solitudine amata) recibe la visita de Mercurio, el mensajero de los dioses, que le anuncia su muerte (Vero amico del cielo). En efecto, de inmediato, Liberto el capitán pretoriano es portador de un mensaje de Nerón en el que obliga al filósofo a acabar con su vida (Il 206 ) 207 fiesa que fue él en realidad el que intentó agredir a Popea, aleccionado por el rencor de Octavia (No, no, questa sentenza cada sopra di me). Popea, precisamente, al llegarle la noticia de la muerte de Séneca, ve más cerca su ascensión al trono romano, regocijándose con Arnalta de tal expectativa (Hor che Seneca è morto). Un poco agobiada por los últimos y rápidos acontecimientos, se deja acunar por el canto de la nodriza (Adagiati Poppea) quedándose plácidamente dormida. Nerón ve el cielo abierto con esta declaración que la permite tomar las decisiones más acordes con sus deseos. Condena únicamente al exilio a Otón, confiscando de paso sus posesiones, y permitiendo a Drusila, si así lo desea, acompañarle (Vivi, ma va ne’ più remoti deserti). Los dos, Otón y Drusila, parten satisfechos de su destino. Es la ocasión deseada por Otón (Eccomi trasformato) para cumplir su proyecto, pero El Amor que estaba velando el dulce sueño de Popea (Dorme, l’incauta dorme) interviene justamente a tiempo para impedirlo. Popea cree reconocer en quien huye tras la frustrada agresión a Drusila, a quien persiguen Arnalta y los demás criados. A continuación, Nerón repudia solemnemente a Octavia, que será abandonada a su suerte en un barco en medio del mar (Delibero e risolvo). Aclarado luego el percance con su amada Popea, Nerón promete hacerla ese mismo día su esposa y emperatriz (Hoggi come promisi). El Amor cierra el acto asegurando que ese mismo día Popea se convertirá en la emperatriz de Roma (Ho difesa Poppea). Octavia se despide tristemente de Roma y de los suyos (Addio, Roma, addio, patria, amici addio). Arnalta está feliz por el triunfo de su ama (Hoggi sarà Poppea), celebrando también su alta posición ahora en la corte. Acto III Drusila, ignorante de todo lo ocurrido, espera ansiosa la llegada de Otón (O felice Drusilla, o che sper’io?). En lugar del amado quien se presenta es un Lictor. Acompañado por la acusadora Arnalta (Ecco la scelerata) viene con una orden de detención. A pesar de las protestas de inocencia de la infeliz muchacha, Drusila es llevada ante la presencia de Nerón (Signor, ecco la rea). Ante los cónsules y los tribunos romanos, en nombre del senado y el pueblo romanos, Nerón corona a Popea (Ascendi, o mia diletta). Ha triunfado, como estaba anunciado en el prólogo el amor, y la pareja, en pleno éxtasis sentimental, intercambia dulces y sensuales palabras de cariño (Pur ti miro, pur ti godo). ) Para proteger a Otón, Drusila acaba confesándose culpable, sometiéndose con gusto a las horribles torturas que la aguardan (Misera me, più tosto). Entonces Nerón la condena a muerte (Conducete costei). Pero Otón se interpone y con208 Busenello, Poppea y Lope Jacobo Cortines anteriores eran más bien guiones que servían de apoyatura para la parte musical. Con él los textos adquirieron una complejidad ideológica y una riqueza poética antes desconocidas. El primero, Gli Amori di Apollo e di Dafne (1640), al que puso música el más aventajado discípulo de Monteverdi, Francesco Cavalli, era una fábula pastoral inspirada en las Metamorfosis de Ovidio, pero con una evidente intención desacralizadora. La Didone (1641), basada en La Eneida y con música también de Cavalli, estaba elaborada contraviniendo la encorsetada preceptiva de los comentaristas italianos de Aristóteles. Igualmente saltaba por los aires esa normativa en L’Incoronazione di Poppea, escrita para la temporada del Carnaval de 1642-43, cuya música ha sido tradicionalmente atribuida a Monteverdi, aunque no toda. Del cuarto libreto, La prosperità infelice di Giulio Cesare dittatore (1646), primera ópera sobre tal figura histórica de tanta fortuna en creaciones posteriores, no se ha conservado o todavía no ha aparecido la partitura de Cavalli. Obra ambiciosa en cuanto al número de personajes y a la compleja trama en cinco actos que se desarrolla en diferentes lugares y épocas. La última pieza compilada, La Statira, principessa di Persia (1655), era una incursión en el mundo exótico de los persas en lucha contra los armenios, teniendo como protagonista a la ingenua y apasionada hija de Darío. Una vez más la música era de Cavalli. A estos cinco textos para el teatro musical habría que añadir Il viaggio d’Enea La elección por parte de Gian Francesco Busenello de un sujeto histórico, la boda de Nerón y Popea, frente a los tradicionales mitológicos, pastoriles y épicos, para la elaboración de un nuevo libreto de ópera, era algo que no podía hacerse esperar más y que surgía en perfecta consonancia con el ambiente ideológico y cultural de la Academia de los Incógnitos, la más activa y poderosa de cuantas existían en la Venecia de las primeras décadas del siglo XVII. Nacido en el seno de una familia de altos patricios venecianos, en 1598, Busenello estudió derecho y filosofía en la Universidad de Padua, abierta entonces a las ideas más avanzadas, y de allí pasó ya como letrado a instalarse en su propia ciudad, donde ejerció como brillante abogado, pudiendo al mismo tiempo, libre de preocupaciones económicas, dedicarse a su gran pasión: la creación literaria. Compuso odas patrióticas, laudatorias a célebres cantantes, poemas en dialecto veneciano no exentos de obscenidades, esbozó algunas novelas y abordó el género dialogístico como el irreverente Dialogo tra Caronte e un gesuita. Pero lo que más fama le proporcionó fue la compilación de cinco melodramas, bajo el título de Delle Hore Ociose, publicada en Venecia, en 1656, tres años antes de su muerte, quedando buena parte de su ingente producción en manuscritos aún inéditos. ) En cierta manera podría afirmarse que Busenello fue el verdadero creador del libreto operístico como género literario, pues los textos 209 all’inferno, cuyo manuscrito permanece inédito. Allí, como en los libretos anteriores, se mezclaban las burlas con las veras, proporcionando una variedad de situaciones y de afectos de inusual riqueza para un compositor, pero al parecer nunca se le puso música. de por la belleza de su música, por lo inquietante de su temática con su descarado triumphus cupidinis, sobre lo que ya escribí algo (Teatro de la Zarzuela, Temporada 98-99) y no voy a insistir ahora. Lo que sí quisiera resaltar en esta ocasión es que la novedosa dramaturgia de Busenello es en parte deudora del culto que los Incógnitos, abiertos como pocos a las novedades estéticas de su tiempo, tributaron a un dramaturgo que había traspasado las fronteras de su patria, España, para erigirse como nueva auctoritas en otros territorios europeos, especialmente en Italia por vínculos políticos y culturales. Ese autor no era otro que Lope de Vega, que tanto había aprendido en su juventud de los cómicos italianos del arte en sus giras españolas. Pero ahora los papeles se invertían: si durante el siglo XVI las compañías italianas condicionaban la organización teatral en España, en el XVII eran las compañías españolas las que difundían la nueva manera en Italia. Los Incógnitos participaron en un “misterioso” homenaje, las Essequie poetiche, impresas en Venecia en 1636, tras la muerte del poeta madrileño. Ellos, tan iconoclastas, alababan a Lope porque éste representaba la libertad en el Arte, y aplicaban esa libertad a sus propias creaciones para justificarse ante sus detractores. En todos estos textos se ha querido ver una serie de invariantes temático-estilísticas, destacando entre ellas la obsesión por la muerte, tan típica del Barroco y explicable por las pestes y guerras continuas a las que se vio sometida aquella época de hierro. La condición efímera de la existencia humana, la vanidad y miseria de las glorias terrenales, los abusos del poder, la denuncia del fraude y del engaño, los ataques anticortesanos, todo aquello que conforma el discurso pesimista del hombre barroco, y los Incógnitos eran unos lúcidos portavoces, está muy presente en los dramas de Busenello como intromisión de la realidad de su época, pero todo ello compensado al mismo tiempo con un cáustico sentido del humor, un desafiante inconformismo, una exultante sensualidad y una gozosa invitación a disfrutar de la belleza; de ahí, el entusiasmo de los miembros de la Academia por un género que estaba experimentando en su ciudad un desarrollo lleno de posibilidades: la ópera, que abandonaba el restringido ámbito cortesano para convertirse, gracias a la apertura de teatros públicos y al impulso que los propios Incógnitos propiciaron, en un espectáculo que atraía por igual a los estamentos cultos y populares. La teoría dramática de Lope era conocida en ciertos círculos de Italia desde mucho antes, pues ya en 1611 se habían impreso en Milán las Rimas, que contenían el irónico discurso académico del Arte Nuevo, publicado sólo dos años antes en Madrid. Para un buen número de “ingenios italianos” la lengua española le resultaba familiar, como lo prueba además la publicación en el Milanesado de la Primera Parte de las comedias ) De entre todos los textos de Busenello el que hasta ahora ha tenido más fortuna ha sido sin duda L’Incoronazione di Poppea, tal vez, aparte 210 ) 211 del Fénix en 1619, pero mucho más importante fue la amplia recepción que tuvieron las obras de Lope y sus seguidores entre el público italiano, y las posteriores adaptaciones de esos textos, muchos de ellos como libretti de óperas. El primer autor italiano que reconocía su deuda para con Lope fue el mesinés Scipione Errico, futuro componente de los Incógnitos, que en su comedia Le rivolte di Parnaso (1626) decía por boca de Apolo que “vino Lope de Vega a calentarme la cabeza con una multitud de españoles, pidiendo que sus tragedias fueran dignas de inmortalidad, aunque no fueran conformes a los preceptos de Aristóteles…”. Le siguió luego Jacopo Cicognini, que en su Trionfo de David (1628) reivindicaba “el uso moderno fundado en la complacencia de quien escucha”, y hay quien afirma que el mismo Lope le había aconsejado en una carta que se atreviese a romper con las unidades de tiempo y lugar. Numerosos son los testimonios de otros en este reconocimiento del influjo lopesco, y entre ellos no podía faltar el de Busenello que en el argomento de su Didone afirmaba que “Esta ópera sigue las opiniones modernas. No está hecha como prescriben las antiguas reglas, sino que a la usanza española representa los años y no las horas”. riosamente se respeten las unidades de tiempo y lugar, no puede entenderse sin el refrendo de una práctica teatral sustentada en el gusto del público, a lo que tanto había contribuido en la propia Italia la difusión de la comedia española del Siglo de Oro. Los temas históricos, por otra parte, eran un filón para los argumentos de la producción de Lope y sus seguidores. El mismo Lope había llevado a las tablas muchos años antes, entre 1594 y 1603, aquel mundo en su tragedia Roma abrasada y crueldades de Nerón, que no tuvo por qué conocerla Busenello, pues sus planteamientos son radicalmente distintos. Bastante más cerca tenía el ejemplo de otros Incógnitos que en ese mismo año de 1642 habían publicado en Venecia narraciones con temática parecida: L’imperatrice ambiziosa de Federico Malipiero, y Le due Agrippina de Ferrante Pallavicino. También el que fundara en 1630 la famosa Academia, Giovan Francesco Loredano, trató aquel turbulento reinado en sus Scherzi geniali, concretamente en Poppea supplichevole, y Francesco Pona, amigo personal de Busenello, le envió I dodici Cesari. El asunto, pues, estaba en el ambiente de aquellos inquietos intelectuales que proyectaban sus preocupaciones filosóficas y políticas en un pasado caracterizado por la corrupción y la violencia, haciendo de aquel periodo unas lecturas muy personales. El propio Busenello, que se había servido de los Anales de Tácito, aparte de la tragedia Octavia del pseudo Séneca y otros textos, reconocía, sin embargo, que en su libreto las cosas se contaban de manera distinta, y conocida es la manipulación a la que somete los hechos históricos, sin importarle los anacronismos o inventarse lo que le interesase para sus fines artísticos. Esas diferencias entre la verdad de los hechos y la ficción nunca ) Si en Gli Amori d’Apollo e di Dafne Busenello esgrimía la autoridad de Guarino para justificar sus libertades en la unidad de la fábula, en La Didone era claramente el modo de hacer de los españoles. Nada sin embargo dice en la Poppea al respecto, pero este texto, donde tanto se mezcla lo trágico con lo cómico, los reyes con los plebeyos, el lenguaje áulico con el vulgar, y que se toma tantas otras libertades rigurosamente condenadas por los pedantes teóricos de la época, aunque cu212 fueron producto de la ignorancia o la incultura, sino de una sabia explotación de la Historia a la que intencionadamente se la actualizaba en la problemática de su momento. ¿Era, como se ha sugerido, la Roma imperial el “deformado” espejo de la Roma papal? ¿Era una manera de afirmar la superioridad de la Serenísima frente a la decadencia del poder pontificio? ¿Era la Poppea una ópera política bajo el escandaloso disfraz de una comedia de enredo? Pudiera ser. En una mentalidad tan poliédrica como la del Incógnito Busenello el texto tiene muchas lecturas. Supo ser original al tratar aquel monstruoso reinado como una comedia de enredo, all’usanza spagnola una vez más. La reducción a tres actos, frente a los cinco de la preceptiva clasicista, la intriga amorosa en un escenario doméstico, el papel de los criados, especialmente el de la “graciosa” Arnalta, el recurso al cambio de vestido y otros pormenores eran procedimientos que había codificado la comedia lopesca, de la que Busenello pudo muy bien servirse. Pero si desde ese punto de vista el libreto del abogado veneciano mostraba ciertas afinidades con la comedia áurea, desde otras perspectivas, como la ideológica, existen abismos insalvables. El dogmatismo del teatro español en materias como la religión, la honra o la monarquía, estaba en las antípodas del amoralismo epicúreo que exhibe un texto como el de Poppea. ) Y a propósito de esto último, ¿es la “coronación” de la sensualidad el testamento espiritual de un venerable sacerdote, como era Monteverdi, en los umbrales de su muerte? ¿No resulta un tanto sospechoso que Busenello prescindiera de su habitual colaborador, su amigo Francesco Cavalli, casi de su misma edad, y encargase la música a un anciano de 75 años? Parece que cada vez que alguien últimamente se ha acercado a la partitura se ha puesto más en cuestión la autoría completa del maestro de Cremona. Ya hay partes que se descartan que sean de su mano. Tal vez haya que ir más al fondo de la cuestión y resolver un problema que dista de haberlo sido satisfactoriamente. La no paternidad monteverdiana no ensombrecería en absoluto los fulgores de esta Coronación. 213 Tanti affetti in tal momento (Tantos sentimientos en este momento) Marcelo Cervelló Peri, pugnaban ya por hallar la fórmula que, con el propósito más o menos teórico de resucitar los fastos de la tragedia griega, acabaría cuajando en la invención del canto monódico en el seno de la Camerata fiorentina que el Conde Giovanni de’ Bardi supo reunir en su palacio florentino y de la que formaban parte, además del Zazzerino y de Giulio Romano, Vincenzo Galilei, padre del que seria famoso astrónomo Galileo Galilei, el poeta Ottavio Rinuccini y los músicos Marco da Gagliano y Emilio del Cavaliere. El segundo fruto de esta nueva concepción del teatro musical, la Euridice de Jacopo Peri con la más que probable colaboración de Giulio Caccini –que propondría su propia versión dos años más tarde–, sirvió de entretenimiento en las festividades inherentes al enlace de Enrique IV de Francia con Maria de Médicis en 1600, y entre los invitados no faltó el Duque Vincenzo Gonzaga, en cuyo séquito pudo perfectamente figurar Claudio Monteverdi, a la sazón, y desde 1590, cantore e suonatore di viola en su corte mantuana. El préstamo que del texto del rondó final de La donna del lago rossiniana se hace en el título tiene su razón de ser. L’incoronazione di Poppea, en efecto, representa un momento trascendental en la evolución del género operístico: Por primera vez los personajes mitológicos pasan a tener una presencia prácticamente anecdótica y los affetti que de manera incesante trató de plasmar el compositor cremonés a lo largo de toda su obra hallan, al fin, su máxima expresión en los personajes de su última ópera, no por históricos menos esencialmente intemporales, en quienes definitivamente cristaliza su ideal de traducir al lenguaje de los sonidos las pasiones humanas, sin menospreciar, por cierto, el lenguaje popular de los personajes cómicos heredados de la literatura madrigalesca en que brillaría Alessandro Striggio, padre precisamente del autor del libreto del monteverdiano Orfeo. El siempre problemático maridaje entre palabra y música tenía ya, en efecto, antecedentes ilustres cuando acabó cuajando en la fórmula del recitar cantando de Peri y Caccini. Intermedi, mascherate, favole boscherecce o intentos pioneros como L’Amfiparnaso de Orazio Vecchi, representado en el Teatro Ducal de Modena en 1594, apenas unos años anterior a la pionera representación de la Dafne de Jacopo ) Sea o no averiguada su presencia en la ocasión florentina, lo cierto es que el impacto del nuevo sistema del recitar cantando fue decisivo para el proceso creativo del cremonés, que ya en 1603 introduciría en su obra lo que denominaría seconda pratica, que en síntesis consistía en inser214 ) 215 fallecería su autor, a los 76 años de su edad. La posteridad se quedaría sin poder aquilatar los méritos de su penúltima obra para la escena, la tragedia di lieto fine titulada Le noze di Enea in Lavinia, estrenada también en el teatro de Grimani en 1641. Su música se ha perdido. tar en la construcción musical madrigalesca, en que la voz participaba como mero instrumento dentro de la polifonía clásica, los principios del canto monódico instaurados por los músicos de la Camerata. La eclosión del nuevo estilo tuvo lugar con el solemne estreno de L’Orfeo, favola in musica con libreto de Alessandro Striggio, representada en el palacio ducal de Mantua el 24 de febrero de 1607 bajo los auspicios de la Accademia degli Invaghiti. Los problemas musicológicos se acumulan en el caso de una obra como L’Incoronazione di Poppea. En primer lugar no existe de la misma partitura impresa ni manuscrito completo alguno que sea fiel reflejo de lo efectivamente oído pòr los espectadores asistentes al estreno. Los materiales contemporáneos que hubieran podido acreditarlo desaparecieron con toda seguridad con ocasión de alguno de los incendios o demoliciones que afectarían a los teatros públicos venecianos del siglo XVII. Las únicas fuentes que han servido de base a las reconstrucciones modernas son los llamados manuscritos de Venecia y de Nápoles, relacionado éste último, según todas las apariencias, con la reposición de la obra en la ciudad partenopea en 1651, ya fallecido el autor. El manuscrito veneciano, publicado en edición facsímil por Giacomo Benvenuti en Milán en 1938, parece corresponder a una especie de prontuario preparatorio de la representación y revela la intervención de varias manos, aunque las anotaciones de puño y letra atribuídas al compositor podrían darle una indiscutible autoridad. El manuscrito, en cualquier caso, puede dar fe de la estructura aproximada de la ópera en la fecha del estreno, si bien las indicaciones musicales se limitan a la anotación de la línea vocal y unas escasísimas alusiones a la distribución instrumental, limitada prácticamente a los ritornelli encomendados a la cuerda. El nuevo Monteverdi, que en su época mantuana produciría aún Arianna e Il ballo delle ingrate, ambas con texto del poeta florentino Ottavio Rinuccini, dejaría el servicio del Duque de Mantua, ahora Francesco Gonzaga, en 1612 para pasar el año siguiente a Venecia como maestro de coro de la Basílica de San Marco. La ciudad bañada por el Adriático asistiría unos años después al nacimiento de una nueva forma de ofrecer su obra al público por parte de los compositores, al generalizarse el sistema de abrir los teatros a todo aquél que quisiera pagar el precio de la entrtada. Fue, en efecto, la Andromeda del discípulo de Monteverdi Francesco Manelli, la que ) inauguró el nuevo orden, histórica ocasión que tuvo lugar en el Teatro San Cassiano en 1637. El camino para las últimas y decisivas óperas de Monteverdi había sido abierto: Su versión revisada de la Arianna aparecería en el Teatro San Moisè en 1640, Il ritorno d’Ulisse in patria lo haría el propio año en el Teatro dei Santi Giovanni e Paolo propiedad de Giovanni Grimani y L’Incoronazione di Poppea subiría, en fin, al mismo escenario en 1643. Pocos meses más tarde 216 rrari, que también podría haber sido el autor de la música, aunque otras opiniones apuntan a la figura de Francesco Sacrati, otro compositor que pudo intervenir en la confección del producto final como lo fuera Francesco Cavalli, casi con toda seguridad autor de la Sinfonia de la ópera en alguna de las redacciones de la misma. Dígase, entre paréntesis, que este tipo de trabajo en comandita no era infrecuente en los teatros venecianos de la época, pues en La finta savia, dada a conocer en aquella misma temporada de Carnaval con libreto de Giulio Strozzi intervinieron hasta cuatro compositores además de Filiberto Laurenzi, que figuraba como principal autor de la música. Existen, en cambio, varias copias manuscritas del libreto, incluída una versión impresa en la recopilación de obras de Busenello aparecida en 1656 con el título de Le hore oziose. Las diferencias entre ellos son notables y no es de descartar que el autor del texto revisara drásticamente el mismo para su inclusión en la colección citada. En cualquier caso, parece evidente que nunca entró en los designios del poeta el terminar la obra con el dúo, hoy famoso, “Pur ti miro” entre Nerone y Poppea, ya que el plan original terminaba con la apoteosis, un tanto convencional, de la coronación y el triunfo de la nueva emperatriz. De hecho, el dúo en cuestión fue añadido a la obra en un momento posterior, probablemente con el texto tomado de Il pastor fido de Benedetto Fe- ) La precariedad de las fuentes, tanto en materia de instrumentación como de distribución 217 se dan al problema por cada director o adaptador en particular distan mucho, por supuesto, de clarificar el panorama. de las partes vocales, ha dado lugar a todo tipo de soluciones cuando de preparar una edición a efectos de representar la obra se ha tratado, y desde Hugo Goldschmidt a Alan Curtis (Novello, 1989), han sido muchos los intentos de ofrecer una performing edition razonable, contándose entre ellos los de Vincent D’Indy, Federico Ghedini y Raymond Leppard, siendo la propuesta más heterodoxa –y no por ello menos utilizada– la de Gian Francesco Malipiero para Ricordi en 1931. La textura musical de las obras de madurez de Monteverdi revela, y en el caso de L’Incoronazione di Poppea de modo más evidente, la perfecta síntesis de los elementos procedentes de la tradición madrigalesca con la vocación textual de la monodia de Peri y Caccini, con recursos de carácter festivo en el primer caso, limitados a los familiares de Séneca y a los personajes de Valletto y Damigella, y con la severa aplicación, en el segundo, de las leyes del recitar cantando a los recitativos y ariosi de los personajes psicológicamente más densos, con algún guiño a los modos griegos arcaicos en el caso de la configuración musical del discurso del filósofo cordobés. En la cuestión relativa a la distribución de los cometidos vocales los problemas se multiplican, y no ya sólo por la muy enquistada polémica acerca de la asignación de los papeles originariamente cantados por castrati a contratenores o mezzosopranos, sino por la dificultad añadida de desconocerse quiénes eran los intérpretes de Monteverdi, de los que únicamente parece razonablemente identificada la soprano Anna Renzi, a cuyo cargo iba el rol de Ottavia y que había participado también como Aretusa en la citada Finta savia de Laurenzi. Por la proximidad en el tiempo de los respectivos estrenos de ambos títulos se ha aventurado la hipótesis de que participaron también en el estreno de Poppea otros miembros de la compañía como el castrato Stefano Costa o la soprano Anna Valerio, posible Poppea. Parece seguro, en cualquier caso, que los papeles de Nerone y Ottone correspondían a otros tantos evirati cantori, siendo menos claro el caso de las dos nodrizas, pues aunque era práctica corriente en la época atribuir tales cometidos a sopranistas andróginos de perfil cómico, en el caso de Arnalta la tesitura parece convenir mejor a una voz de contralto femenina. Séneca, y aquí no hay discusión, es un bajo servido. Las soluciones que hoy ) Con L’Incoronazione di Poppea Monteverdi culmina, ya en el ocaso de su vida, su ideal de conseguir “la mayor imitación posible de la naturaleza” y alcanza un lenguaje tonal que profundiza en las raíces de la substancia humana y de la motivación dramática de los personajes. El compositor de ópera más antiguo de cuantos hoy se representan podría –¿por qué no?– ser también uno de los más modernos. Su recepción por parte del público actual habrá, sin duda, de ratificarlo. 218 norma ) Vincenzo Bellini (1801 - 1835) 219 Norma Vicenzo Bellini (1801 - 1835) TRAGEDIA LÍRICA EN DOS ACTOS. Libreto de Felice Romani, Basado en Norma ou L’infanticide de Louis Alexandre Soumet. Estrenada en el Teatro alla Scala de Milán el 26 de diciembre de 1831. Versión de concierto. Director musical: Massimo Zanetti* Director del coro: Peter Burian Oroveso: Carlo Colombara Pollione: Roberto Aronica Norma: Violeta Urmana Adalgisa: Sonia Ganassi Clotilde: Sandra Fernández Flavio: Francisco Corujo Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Mayo: 20, 23, 26 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 220 Argumento Norma Fernando Fraga Tragedia lírica en dos actos de Vincenzo Bellini. Libreto de Felice Romani. La obra se sitúa en las Galias, por entonces bajo dominación romana, hacia el año 50 antes de Cristo. Antes de levantarse el telón, traicionando sus deberes religiosos, la suma sacerdotisa del dios Irminsul, Norma, hija de Oroveso, jefe del pueblo druida, ha tenido en secreto dos hijos fruto de su sacrílega relación con Pollione, procónsul romano. Clotilde, la confidente de Norma, es la única persona que conoce y ampara esta secreto. En la obertura, la más ambiciosa del compositor, se prepara el ambiente en que se desarrollará la obra. De corte solemne dada la estatura clásica de la tragedia a desarrollar, en ella se anuncian algunos temas que luego aparecerán en el resto de la partitura, resultando muy dominante aquél que sostiene la furia de Norma y que se expandirá en todo su esplendor en el dúo con Pollione. En general, parece que en esta página instrumental se oponen los dos mundos que se encuentran en conflicto en el drama, el guerrero y el religioso. que la sacerdotisa les anuncie por fin el levantamiento en armas, la hora de la venganza (Coro de introducción Dell’aura tua profetica, y cavatina con coro de Oroveso: Sì, parlerà terribile). Acto I Al escuchar el escudo sagrado de Irminsul, convocando a los druidas para sus ritos, Pollione desprecia a tan bárbaro pueblo cuyo altar echaría con gusto por tierra amparado en su amor hacia Adalgisa (Escena de Pollione y Flavio, Svanir le voci, y cavatina de Pollione con coro y Flavio: Meco all’altar di Venere). Ante la inmediata llegada de los druidas, los dos romanos abandonan el bosque. Cuando los druidas abandonan poco a poco el sagrado lugar, aparecen Pollione, el procónsul romano, y el centurión Flavio. Pollione confiesa al amigo que su pasión por Norma se ha extinguido en favor de una joven sacerdotisa de nombre Adalgisa. En un sueño, en el que en Roma ante el altar de Venus se unía en matrimonio con la sacerdotisa gala, ha visto aparecer a Norma sedienta de venganza. ) El Cuadro Primero se desarrolla en el bosque sagrado de los druidas, donde se levanta la encina sagrada en cuya base se erige el altar dedicado a Irminsul. Oroveso invita a los druidas, ansiosos por enfrentarse a los invasores romanos, a que acudan ante Norma cuanto salga la luna. A Oroveso y al resto de los druidas les mueve la esperanza de 221 vuelto exponiéndose al peligro de ser descubierto. Adalgisa intenta en vano rechazar al hombre que ama, pero las ardientes declaraciones de Pollione acaban fácilmente con su tímida resistencia. El procónsul la invita a huir con él a Roma y la joven acaba, incapaz de resistirse a tanta seducción varonil, aceptando la proposición (Dúo de Adalgisa y Pollione: Va, crudele, al Dio spietato... Vieni in Roma, ah, vieni, oh cara). Se escucha una solemne marcha mientras el pueblo druida se reúne con los sacerdotes, sacerdotisas y guerreros (Coro: Norma viene, le cinge la chioma). En medio del gentío, aparece finalmente Norma, coronada por una diadema de verbena y portando en mano la hoz de oro. Reprende a los que desean entrar en guerra con Roma, ya que en estos momentos la sublevación sería rápidamente abortada. Aún no es tiempo de venganza y Roma será aniquilada por su propia depravación. Les sigue pidiendo paz mientras siega el muérdago sacro (Escena de Norma y coro: Sediziose voci, voci di guerra). El Cuadro Segundo traslada la acción a las habitaciones secretas de Norma, en medio del bosque. La presencia de sus hijos, que cuida fielmente Clotilde, despierta en la madre contrastados afectos. Poseída por la culpa, ama y al mismo tiempo odia a los niños. Además, teme que algún día Pollione la abandone, marchándose a Roma. Al escuchar que alguien se aproxima, Norma ordena a Clotilde que esconda a sus vástagos (Escena de Norma y Clotilde: Vanne e li cela entrambi). Aparece la luna y Norma invoca su semblante en una mística plegaria (Cavatina de Norma: Casta diva). Finalizado el rito, tranquiliza Norma a los suyos: en el momento justo en que Irminsul pida que corra la sangre romana, ella hará oír claramente su voz. Interiormente la sacerdotisa evoca el recuerdo de los primeros instantes en que se sintió enamorada de Pollione (Cabaletta: Ah bello, a me ritorna). La asamblea se disuelve, todos parten alentados con la pronta esperanza reivindicativa. Es Adalgisa, consumida por la duda, agobiada por los remordimientos, que viene a pedir consejo a la mujer más madura, a la sacerdotisa más experimentada. Norma acoge con cariño a Adalgisa, invitándola a que exponga las razones de su turbación. La joven comienza el relato de cómo conoció a un hombre, cuando se hallaba sola en el templo. La narración se asemeja mucho a la situación vivida también por Norma, la cual, finalmente, conmovida por las apasionadas y tiernas palabras de Adalgisa, la perdona, eximiéndola de sus votos. Adalgisa se siente feliz y agradecida (Recitativo, Adalgisa! Alma costanza!, y Dúo de Norma y Adalgisa: Oh, rimembranza! Io fui così rapita... ripeti, o ciel, ripetimi si lusinghieri accenti). Al quedarse vacío el espacio, aparece vacilante Adalgisa. La joven sacerdotisa duda entre su amor por el procónsul y sus obligaciones religiosas (Recitativo de Adalgisa: Sgombra è la sacra selva). Un tanto aturdida por la complicada situación que está viviendo, postrándose ante el altar de Irminsul, eleva sus oraciones (Plegaria: Deh! proteggimi, o Dio). ) En tal postración es descubierta por Pollione quien, no atendiendo las razones de Flavio, ha 222 ) 223 samente, anda merodeando por el lugar, sola, llorosa e implorante. Norma interroga a la muchacha sobre la identidad del hombre que ama. La alarmas se levantan cuando Adalgisa dice que es un romano, un romano que en ese preciso momento llega: Pollione. A la sorpresa inicial de Norma sucede enseguida una letanía de recriminaciones al procónsul. Adalgisa, al comprender la situación, se siente terriblemente desdichada. Pollione quiere llevarse consigo a Adalgisa, pero ésta se niega, tachándole de infiel esposo. Norma grita su venganza. Se escucha a lo lejos el bronce druídico que convoca el rito. Norma dice que son sonidos de muerte y Pollione desprecia la amenaza. Norma necesita la ayuda de Adalgisa. Está dispuesta a renunciar a Pollione quien debe marcharse con Adalgisa de la Galia, camino de Roma, donde se llevarán a los niños. Adalgisa deberá cuidar de sus hijos y espera que Pollione se porte con ella mejor que lo hizo con Norma. Adalgisa rechaza este heroico gesto de renuncia. Será ella, Adalgisa, la que convenza a Pollione de que vuelva a ser el esposo que ha sido de Norma. Ésta acaba por aceptar la generosa oferta de Adalgisa y las dos mujeres se unen en un profundo abrazo de complicidad y cariño (Dúo de Norma y Adalgisa: Deh! con te, con te li prendi... Mira, oh Norma a’ tuoi ginocchi... Sì, fino all’ore estreme). Pollione acaba abandonando el lugar dejando a las dos mujeres sumidas en la mayor desesperanza (Terceto de Norma, Adalgisa y Pollione: Oh, non tremare, o perfido... Oh, di qual sei tu vittima... Vanne, sì, mi lascia, indegno). El Cuadro Segundo se desarrolla en un lugar solitario cercano al bosque sagrado de los druidas. Un grupo numeroso de guerreros vuelve a manifestarse a favor de una pronta sublevación, ahora que Pollione debe abandonar su puesto. Oroveso les advierte que su sucesor es aún más despiadado que Pollione, pero les recuerda que para levantarse en armas habrá que esperar la señal divina que Norma hará saber. De momento, habrá que mantener el odio hacia los romanos dentro de ellos mismos (Coro Non partì?. Finora è al campo, recitativo Guerrieri! A voi venirne credea y aria con coro de Oroveso: Ah, del Tebro al giogo indegno). Acto II Cuadro Primero. En la morada de Norma, sus hijos duermen plácidamente. Un breve pero intenso preludio instrumental informa del estado interior de Norma. Ésta, con un puñal en la mano, observa cómo duermen los niños. Duda entre el odio hacia Pollione y el amor materno. Matar a sus hijos, como hizo Medea con los suyos con Giasone, sería el mejor medio de vengarse del voluble procónsul. Pero su instinto de madre puede más que su rabia como esposa ultrajada y el puñal cae finalmente de sus manos (Escena con recitativo acompañado: Dormono entrambi). Luego, ordena a Clotilde que salga en busca de Adalgisa, la cual, preci- ) El bosque sagrado es el escenario donde tiene lugar el Cuadro Tercero. Norma confía en que Clotilde logre su objetivo y retorne con un 224 sacerdotisa continúa amenazando: morirá no sólo Pollione sino todos los romanos. Y Adalgisa será condenada a la hoguera. Norma se regocija salvajemente: el dolor de Pollione es ahora similar al que ella padece (Dúo de Norma y Pollione: In mia man alfin tu sei... Già mi pasco ne’ tuoi sguardi). Pollione arrepentido cayendo en sus brazos. No es así. Clotilde trae noticias contrarias. No sólo la joven ha fracasado en su misión, sino que Pollione jura que raptará a Adalgisa aunque ésta halle refugio en lo más recóndito de su maldito templo. Norma jura definitiva venganza sobre los romanos. Se acerca furiosa hacia el escudo sagrado broncíneo y lo golpea tres veces frenéticamente. Es la señal esperada para el alzamiento druida contra los invasores (Escena: Ei tornerà, sì. Mia fidanza è posta in Adalgisa). Se escucha un vibrante himno de guerra (Guerra! Guerra!Le galliche selve). Norma convoca de nuevo a la asamblea. Solemnemente anuncia que ya ha sido elegida la víctima, una sacerdotisa que ha quebrantado sus votos pecando contra dios y la patria: ella misma (Escena: All’ira vostra una vittima io svelo). Asombro general. Mientras se prepara el sacrificio, Norma se vuelve a Pollione afirmando que hay un poder superior que los ha unido en la vida y ahora en la muerte. El procónsul, finalmente, ha comprendido la estatura personal y moral de Norma y siente que recupera su amor por ella. Mientras, Oroveso y el resto de los druidas confían en que la revelación de Norma no sea verdad (Aria a dos voces de Norma y Pollione con Oroveso y coro: Qual cor tradisti, qual cor perdesti). El rito exige una víctima humana que, según Norma, no habrá de faltar. En esto se escucha un tumulto y Clotilde se apresura a explicar sus motivos: un romano ha sido apresado cuando intentaba profanar el recinto destinado a las jóvenes vírgenes. Se trata, como Norma intuye de inmediato, de Pollione, el cual aparece custodiado por varios soldados. Ésa será la víctima, pero Norma deja caer el puñal incapaz de asestar el mortal golpe. Haciendo un enorme esfuerzo, Norma se recupera y aleja a todos con la disculpa de averiguar a solas los motivos que han movido a Pollione para profanar el recinto sagrado (Escena: Ne compi il rito, o Norma?... Sacrilego nemico). Pero la realidad se impone. Norma es culpable ante su pueblo y el delito se agrava cuando descubre que es madre de dos niños. Emocionada logra convencer a Oroveso de que se ocupe de sus nietos y feliz por morir con el hombre que ama se encamina a la hoguera. Norma se despide de un muy conmovido Oroveso y la pareja se une en amor por toda la eternidad (Concertante con Norma, Pollione, Oroveso y coro: Deh, non volermi vittima). ) Norma y Pollione frente a frente. Ella, aún enamorada del romano, promete salvarle la vida si renuncia para siempre a Adalgisa. Pollione prefiere morir antes que aceptar esta oferta. Norma asegura que se vengará matando a sus hijos y él implora entonces piedad por los niños La airada 225 Norma: la apoteosis de la melodía Andrés Moreno Mengíbar espiritual de su pueblo en la resistencia frente al invasor romano, ha mantenido una secreta relación con Pollione, jefe del ejército romano, fruto de la cual son dos hijos; el tiempo ha pasado y el romano ha dirigido su corazón hacia otra sacerdotisa más joven, Adalgisa, a la que quiere llevarse a Roma. Norma amenaza a su antiguo amante con matar a sus hijos y con denunciar la violación de sus votos por Adalgisa, pero finalmente opta por autodenunciarse y marchar a la pira expiatoria junto a su antiguo amante. En la trama, extraída de la tragedia Norma, ou L’infanticide, de Alexandre Soumet y elaborada en forma de libreto por el gran Felice Romani, se reúnen algunos de los tópicos icónicos y simbólicos esenciales del Romanticismo: el amor más allá de todo sacrificio, el desgarro afectivo, el dilema entre sentimientos, la lucha contra la opresión (aún sonaban los ecos de las revoluciones de 1830 cuando la ópera se estrenó en Milán el 26 de diciembre de 1831), la noche y sus misterios a la luz de la Luna, la “casta diva” que rige los destinos de los sueños y de la magia. Todo ello aparece acentuado en el magnífico texto de Romani, en el que abundan esos números concertantes de tan seguro efecto dramático y musical, junto a escenas de gran sabiduría dramática, como el recitativo “Dormono entrambi” en el que Norma se debate entre cumplir su venganza y matar a sus propios hijos o sucumbir al sentimiento maternal y renunciar al En Miau, esa disección de la grisácea mediocridad vital de las clases medias madrileñas, Benito Pérez Galdós describe cómo las dos hermanas “se pusieron a cantar, una en la cocina, la otra desde su cuarto, el dúo de Norma: in mia mano al fin tu sei”. En otro momento, Milagros cocina “entonando a media voz, por añeja costumbre y con afinación perfecta, algún tiernísimo fragmento, como moriamo insieme, ah! si, moriamo...” Unas décadas más atrás, en 1855 concretamente, Pedro Antonio de Alarcón alcanzaba su primer triunfo literario con la publicación de su novela El final de Norma, un folletín de aventuras en el que toda la trama gira alrededor de una cantante que ha hecho de Norma su papel estelar. Estos datos pueden servir de introducción sobre cómo, aquí, en nuestro país, como en toda Europa, Norma ha sido uno de los títulos que han gozado de mayor popularidad y presencia en los escenarios. En el Teatro Real, desde su inauguración en 1850 y hasta 1878, se representó ciento una veces (casi cuatro veces al año de media). En Sevilla, desde donde escribo estas líneas, fueron setenta y nueve la representaciones de Norma entre 1834 y 1853 (también a cuatro por año de media). ) ¿Qué hace de esta ópera una de las más populares del repertorio? En buena parte, su trama sensible y fácil de ser interiorizada por todo tipo de público: la sacerdotisa gala de Irminsul, guía 226 ) donne de calidad insuperable (sólo la Malibran podría haberles hecho sombra en aquellos años). Era la Pasta una soprano dramática de agilidad, de amplio registro y facilidad pasmosa para las coloraturas, mientras que la Grisi se caracterizaba por una tesitura más ligera y aflautada y con reconocida maestría asimismo para las agilidades más intrincadas. Esto nos hace plantear la transformación que la naturaleza vocal de estos dos personajes ha sufrido con los tiempos. Las partes de ambas mujeres son esencialmente idénticas en sus rangos sonoros (del Si bemol2 al Do5 para Norma y del Si2 al Do5 para Adalgisa) y, si acaso, el papel de Norma (no olvidemos, una mujer madura frente a la juventud de Adalgisa) exige una voz más cuajada y densa en comparación con la ligereza de la joven Adalgisa. Y, sin embargo, conforme las sopranos ligeras y pirotécnicas se apropiaban del personaje de la sacerdotisa, hubo que desviar a Adalgisa hacia las mezzosopranos en aras de conservar el contraste tímbrico, pero dando lugar a la paradoja de que el personaje más joven fuese el de voz más madura y densa. Aunque suele ser habitual en los teatros actuales la alternancia soprano-mezzo, no cabría olvidar que en origen la ópera fue pensada para la exhibición de dos sopranos de cuyo enfrentamiento vocal pueden surgir chispas si se encuentra a las intérpretes adecuadas. Era lo esperable en una época en la que se cultivaba especialmente el gusto por las voces agudas y por sus exhibiciones en la zona superior del registro. Entre las parejas femeninas que más sobresalieron en los primeros años, tras el enfrentamiento Pasta-Grisi, cabría señalar los emparejamientos varios de María Malibrán, especialmente el que le permitía cantar junto a una Josefina Ruiz que no era sino su her- antiguo amor; o como en la escena final, en la que Norma se autoinculpa y pide la muerte. Pero, por otro lado, y ante todo, está la música de Bellini. Quizá no sea su partitura más completa, más redonda; quizá La sonnambula sea más refinada e I Puritani tenga una orquestación más elaborada, pero Norma es ciertamente la mayor explosión de bel canto que existe. Es, sin lugar a dudas, un monumento al arte de cantar, la apoteosis de la voz. Todo lo demás está al servicio del mayor espectáculo canoro posible, siempre y cuando, claro, se encuentren intérpretes apropiados, lo que no es tan fácil de unas décadas a esta parte. Las espectaculares intervenciones del coro, especialmente la llamada al combate de “Guerra, guerra”, colaboran también a hacer de esta ópera un referente inexcusable en las preferencias de todo tipo de aficionados. Junto a Lucia di Lammermoore, de su rival y sin embargo amigo Donizetti, Norma es la máxima expresión de eso que (aunque sea históricamente erróneo) llamamos belcantismo: melodismo de largo aliento, contrastes entre cavatinas y cabaletas, alternancia entre lo íntimo y lo heroico, entre lo sensible y lo espectacular, duelos vocales entre antagonistas, situaciones dramáticas límites y finales trágicos de gran efecto. ) Buena parte de la responsabilidad de que Norma haya sido denominada por Gonzalo Badenes “la catedral del bel canto” reside en la calidad de los cantantes que Bellini tuvo a su disposición para el estreno. Para los dos papeles femeninos principales, el Teatro alla Scala había contratado nada menos que a Giuditta Pasta (Norma) y a Giulia Grisi (Adalgisa), dos prime 228 vías de extinción como es el basso cantante: una voz de bajo, no especialmente profunda, pero sí dotada del suficiente volumen y, sobre todo, de capacidad para la coloratura en la zona superior. manastra, hija de su padre Manuel García con su primera esposa Manuela Morales. Para el caso de Pollione, Bellini pudo contar con Domenico Donzelli, uno de los tenores míticos en toda la Historia de la Ópera. Sobre su voz, nada mejor que sus propias palabras en carta dirigida al propio Bellini cuando éste preparaba la partitura. “La extensión de mi voz es de casi dos octavas, esto es, del Re grave al Do agudo. De pecho, hasta el Sol... Del Sol agudo al Do sobreagudo puedo usar un falsete que, empleado con arte y con fuerza, constituye un recurso ornamental. Dispongo de la suficiente agilidad, aunque me resulta más fácil emplearla descendiendo que subiendo”. Finalmente, para el personaje de Oroveso es necesario contar con una especie hoy en ) Con tales mimbres era esperable que Bellini desarrollara al máximo su capacidad expresiva, tanto en su característica morbidez (esas largas melodías sostenidas por suaves ritmos de ondulantes andantes) como en la panoplia de recursos vocales y ornamentales, especialmente presentes en los dúos. A veces se le ha achacado a Bellini el disponer para esta ópera una orquestación demasiado simple y esquemática. Nadie mejor para responder a esta acusación que el propio Bellini, quien en carta a su confidente Florimo (15 de agosto de 1835) afirmaba que Norma, con sus 229 largas y lánguidas melodías, no precisaba de una orquestación densa ni compleja, a diferencia de lo que por entonces estaba escribiendo para I Puritani. Y hay que reconocer que tenía razón, que la orquesta arropa de manera sutil y delicada a la voz en este título como en ningún otro del repertorio. En cambio, donde Bellini sí que se adentra en los terrenos de la innovación y va más allá de sus contemporáneos es en lo referente a los recitativos. Siempre con el soporte orquestal tras ellos, los recitativos de Norma se mueven con una enorme libertad métrica y con gran flexibilidad expresiva, adaptándose como un guante sonoro a las inflexiones de la palabra. Ejemplos paradigmáticos de ello son los diálogos entre Pollione y Adalgisa o los que mantienen los dos personajes femeninos. Son recitativos que a menudo se abren a efusiones melódicas en ariosos de enorme belleza melódica, como esa tremendamente bella y emocionante escena (“Dormono entrambi”) en que Norma se dispone a acabar con la vida de sus hijos para luego arrepentirse de ello. Es el momento más dramático de toda la ópera, el que más emociones y pasiones pone en juego en unos breves minutos, el que mejor representa esa libertad formal de la que Bellini hace gala en esta ópera. Y, para colmo, la escena desemboca en una de las más impresionantes efusiones melódicas de toda la Historia de la Ópera, la cavatina “Teneri figli”. ma-Adalgisa-Pollione del primer acto; si con la fuerza emotiva de la súplica de Norma a su padre en “Deh, non volerli vittime”; o si con el maravilloso crescendo de la inmolación final. A pesar de todo esto, el estreno fue descrito por el propio Bellini como “Fiasco!!! Fiasquísimo!!! Solemne fiasco!!!”, lo que le dolió aún más porque la consideraba la mejor de sus óperas. En este fracaso inicial, inmediatamente superado en las representaciones siguientes, la responsabilidad no hay que buscarla ni en la composición ni en sus intérpretes, sino en las rivalidades artísticas tan propias de la época. El teatro estaba lleno aquella noche de partidarios de la Malibran (rival de la Pasta) y de Paccini, compositor rival del propio Bellini. Sin embargo, unas semanas más tarde la nueva ópera era ya un completo éxito que muy pronto saldría de las fronteras italianas y sería llevada en los baúles de las más afamadas divas por todo el mundo, hasta hoy día. ) La verdad es que no hay ninguna ópera en el repertorio que ofrezca tal riqueza de melodías para el recuerdo ni tantos pasajes de tal brillantez vocal. No sabe uno con qué quedarse, si con los pasajes en terceras paralelas de “Mira, o Norma”; si con el hipnótico ritmo de vals del terceto Nor230 die tote stadt (la ciudad muerta) ) Erich Wolfgang Korngold (1897 - 1957) 231 Die tote Stadt (La ciudad muerta) Erich Wolfgang Korngold (1897 - 1957) ÓPERA EN TRES ACTOS. Libreto de Paul Schoott, basado en la novela Bruges-la-Morte, de Georges Rodenbach. Estrenada simultáneamente en los Stadttheater de Hamburgo y Colonia el 4 de diciembre de 1920. Producción del Festival de Salzburgo, en coproducción con la Staatsoper de Viena. Director musical: Pinchas Steinberg Director de escena: Willy Decker Escenógrafo y figurinista: Wolfgang Gussmann Iluminador: Wolfgang Göbbel Director del coro: Peter Burian Paul: Klaus Florian Vogt (14, 17, 21, 24, 37, 30) / Burkhard Fritz* (15, 18, 28) Marietta / Marie: Catherine Naglestad* (14, 17, 21, 24, 37, 30) / Solveig Kringelborn* (15, 18, 28) Frank / Fritz: Lucas Meachem Brigitta: Nadine Weissmann* Juliette: Susana Cordón Lucienne: Anna Tobella* Gaston / Victorin: Roger Padullés El conde Albert: José Ferrero Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Junio: 14, 15, 17, 18, 21, 24, 27, 28, 30 20:00 horas; domingo, 18:00 horas ) * Por primera vez en el Teatro Real 232 Argumento Die tote Stadt (La ciudad muerta) Fernando Fraga Ópera en tres actos o cuadros de Erich Wolfgang Korngold. Libreto de Paul Schrott (Julius y E.W.Korngold) sobre el drama Le Mirage y la novela Bruges, la morte de Charles Rodenbach. La acción tiene lugar en la ciudad belga de Brujas a finales del siglo XIX. Frank, antes de marcharse, aconseja al amigo que tenga cuidado por esa nueva exaltación que le embarga. Brigitta, con las rosas pedidas por Paul para adornar el cuadro de Marie, anuncia la visita de una mujer desconocida. Acto I En la casa de Paul. En una habitación profusamente amueblada y con síntomas de estar inutilizada desde hace tiempo, Brigitta, el ama de llaves, explica a Frank, amigo del dueño de la casa, la conducta de Paul. Desde que murió su esposa Marie vive como un ermitaño y, reuniendo todos los objetos que le han pertenecido (su cuadro, un mechón de su cabellera y otras reliquias) ha levantado con ellos una especie de tempo dedicado “a la que ha sido”. Sin embargo, ayer mismo, volvió a casa poseído de un vigor y una alegría extrañas, obligándola a abrir todas las ventanas para que entrara en ellas la luz de la ciudad (Behutsam! Hier ist alles alt). Ligera y seductora, bella y sonriente, con una enorme confianza en sí misma, entra Marietta y Paul vuelve a asombrarse del extraño parecido que la joven tiene con su esposa Marie. Marietta, llena de vida y sedienta de disfrutar, repara en un viejo laúd que yace en un rincón y con su acompañamiento, a petición de Paul, interpreta una canción que habla sobre el amor fiel. Paul se une a su canto en la estrofa final cuyos versos tanto disfrutaba su esposa (Glück, das mir verblieb). Frank observa la belleza de Marie en el cuadro donde está pintada con su vestido predilecto. Brigitta afirma que, pese a todo el misterio que rodea a la mansión, está feliz por servir en una casa donde hay tanto amor. De la calle llega el sonido de una canción mucho más alegre, menos nostálgica. Se trata de Gaston, Lucienne y Juliette, compañeros de teatro de Marietta. Marietta es una bailarina que representa el personaje de Elena en la escena de las monjas libidinosas en la ópera Roberto, el diablo de Meyerbeer. Marietta baila y poco a poco Paul va sucumbiendo a su baile voluptuoso (O Tanz, o Rausch). ) Llega Paul y los dos amigos se abrazan. Paul cuenta que, durante sus paseos por la ciudad, se ha encontrado con una muchacha, cuya identidad ignora, que es el vivo retrato de su mujer muerta (Nein, nein, sie lebt!). 233 Aunque el sonido de las campanas le recuerdan a su mujer muerta, Paul arde en deseos de encontrarse con Marietta. En medio de su frenética danza, Marietta quita el velo que cubre el retrato de Marie quedando asombrada de su parecido con la mujer allí pintada. Al escuchar otra vez en la calle las voces de sus compañeros, Marietta abandona la casa. Una procesión de monjas pasa camino de la iglesia. En último término Paul se sorprende al ver a Brigitta, con hábito de novicia, quien pronto, no sin antes de manifestar su fidelidad a su ama muerta, sigue los pasos del cortejo monjil. Paul, sumido en un contradictorio estado emocional, es asaltado por la visión de su esposa que avanza, emergiendo del cuadro y acercándose a él como si no pisara la tierra, mirándole fijamente (Paul... Paul / Du bist du ja, Marie). Una silueta se deja ver. Al hacerse más clara la figura, Paul descubre que es Frank acercándose a la casa de Marietta (Wohin!? Frank, du!). Paul dice a la esposa que le sigue siendo fiel, que siente su presencia unida a esta ciudad muerta donde vive, mezclada con el sonido de las campanas y emergiendo de las aguas profundas de sus canales. Marie le recuerda el amor “que ha sido, es y será para siempre”, antes de desaparecer lentamente. Frank tiene una cita con Marietta que le ha dado la llave de su casa. Los dos amigos discuten. Paul se hace con la llave y Frank se marcha rompiendo con Paul su amistad. Una embarcación avanza por el cercano canal. En ella se vislumbran, a la luz de sus lámparas, al director de escena Victorin, a Fritz vestido de Pierrot con su laúd, a las bailarinas Lucienne y Juliette (Schäume, schäume Tolles Tänzerblut). Entre los recién llegados también se halla el conde Albert, el organizador de la fiesta, que participa igualmente en la algarabía general (Höre, Reizende du). La visión se esfuma y en su lugar Paul creer ver a Marietta vestida para actuar, ricamente enjoyada, que ejecuta una danza orgiástica. Paul, exaltado, grita “¡Marietta!”. Acto II Desde el fondo de la calle aparece ahora Marietta del brazo de Gaston, un bailarín, que acaban de llegar de una excursión al campo. Se unen al grupo. Este acto, igual que la primera parte del siguiente, siguen reflejando algo que solamente ocurre en la mente de Paul, que vive una extraña visión fuera de la realidad, una ensoñación iniciada en el acto anterior. Comienzan a beber y Fritz canta una serenata (Mein Sehnen, mein Wächanen). Un pasaje instrumental se hace eco del efecto que la ciudad de Brujas produce en Paul. La comitiva de las monjas sale de la iglesia, una vez terminado el oficio religioso, y Victorin en plan de burla silba un tema de Roberto, el diablo, el relacionado con Bertram en la tumba de Santa Rosalía de Palermo. ) Es de noche. En una calle solitaria de la ciudad, Paul se pasea agitado alrededor de la casa de Marietta (Was ward aus mir?). 234 Paul reaparece y aferrando entre sus manos Acto III a Marietta la obliga a que deje de coquetear es- El mismo decorado del acto I, en una mañana macilenta. candalosamente con Gaston. Los amigos protestan por la interrupción, pero Marietta los aleja, dando por terminada la fiesta. Marietta, tras una noche de amor, delante del cuadro que representa la figura de Marie, se dirige a él exigiéndole que le deje en paz vivir la pasión que disfruta con Paul, que la muerta respete la dicha de los que están vivos (Dich such ich, Bild). En un largo y apasionado coloquio, Paul y Marietta (Du machst mir eine Seize) tienen la oportunidad de pasar de los reproches, a las explicaciones y, finalmente, a una especie de débil reconciliación. Paul, ardiente de deseo, le pide a Cuando se dispone a destrozarlo, unas voces infantiles que ascienden del exterior detienen su gesto (O süβer Heiland mein). Marietta que vaya a su casa. “No, en mi casa no, dice ella, en la tuya, en la casa de los muertos, así de una vez para siempre echaremos de ella a los fantasmas”. Paul regresa después de haber salido a tomar el aire. Marietta le reprocha este abandono y ) Se van los dos estrechamente enlazados. 235 el hombre, torturado por los remordimientos de ver el santuario de Marie profanado por su presencia, quiere que abandone la casa. Ella se niega pues desea ver la procesión desde las ventanas. Paul abre poco a poco sus ojos y pasa sus manos por la frente como si quisiera borrar las últimas imágenes de su visión (Die Tote, wo, lag sie nicht hier). Se escucha el sonido de la procesión que avanza por las calles. Marietta se pone a cantar, seductora y desafiante (Mein Sehnen, mein Währen). El cortejo se acerca y atrae la atención de Paul quien parece olvidarse de la presencia de Marietta. Se escucha un coro de alabanzas (Pange lingua gloriosi) y Paul cae de rodillas en tierra. La procesión parece que ha entrado en la estancia llenándola por completo con su presencia y sus cantos. Entra Brigitta quedamente, anunciando la visita de una dama. Se introduce en la habitación Marietta, tal como se la recuerda en el momento que abandonó esa estancia en el acto primero. En la calle, dice, se ha olvidado de que había dejado en algún lugar su sombrilla y viene a por ella (Da bich ich wieder). Paul alza sus espaldas en un gesto expresivo y sonríe con ironía. Al llegar a la puerta, Marietta se encuentra con Frank y le saluda con amabilidad. “Es éste el milagro del que hablabas”, le pregunta Frank. La respuesta afirmativa de Paul es seguida por otra declaración: “Un sueño ha destruido a otro sueño. No volveré a verla nunca más”. Marietta se burla de la devoción de Paul, vanagloriándose de su sed de vida, insultándole con su vulgaridad, provocándole con su sensualidad (Ich gab mich frei, dir). Tras insultar el retrato de la muerta, del cofre donde se custodiaba, saca su cabellera y rodea su cuello con ella, bailando furiosamente. Paul la arroja a tierra y, enloquecido, la estrangula con la cabellera de Marie. Frank invita a su amigo a que le acompaña en un viaje, a que abandone la ciudad muerta. Paul acepta la proposición, cierra la habitación de Marie, cubre su retrato con el velo y camina luego hasta la puerta. Allí se vuelve como dando el último adiós a lo que ha sido su vida hasta entonces y desaparece (Glück, das mir verbleib). ) Oscuridad total. Poco a poco, mientras suena un intermedio orquestal, se va perfilando la figura de Paul que aparece tal como se vio al final del primer acto. La habitación, igualmente, mantiene el mismo estado de entonces. 236 Yo soy mi propia frontera Korngold y La ciudad muerta Santiago Martín Bermúdez Hace casi dos décadas escribí en la revista Scherzo, en su sección de ópera del siglo XX, un acercamiento a Die tote Stadt. Muchas de las cosas que allí escribí quisiera ampliarlas ahora. Otras, corregirlas. Por ejemplo, ahora valoro aún más este título. Hace unos años tuve que dar charlas sobre las óperas más importantes del siglo XX. Me vi obligado a atenerme a nueve títulos, de manera que hube de perpetrar dolorosas ausencias y dejar fuera las tres décadas últimas del siglo, con la disculpa de la falta de perspectiva. Pero entre esas nueve no estaba ausente este título de Korngold estrenado en 1920. ¡Entre sólo nueve! Esta valoración hubiera sido imposible antes de la segunda mitad de los años setenta del pasado siglo, porque hasta entonces prácticamente había dejado de existir esta ópera, poco menos. Se la había tragado el olvido. La posteridad, siempre arrogante, la había dejado de lado, había ejercido su “justicia”. Por la época en que se recuperó la memoria de los compositores degenerados (ahora veremos ese concepto-insulto), que fue una década y pico después, este compositor y esta obra ya habían regresado del purgatorio que unos y otros le habían pronosticado y también pretendido infierno. sorprendernos que un flamenco tenga una vocación francesa tan clara. ¿Acaso no fue Jacques Brel el último? Probablemente, no. Pero lo cierto es que la cultura francesa gozaba entonces de un prestigio muy superior, y su lengua era la lengua de la cultura. Rodenbach es un nombre en cierta medida olvidado de aquel movimiento en el que él militó desde muy pronto, el Simbolismo, que en su país tendría una vida más amplia que en la Francia que lo inventó. El Simbolismo se oponía al naturalismo y al Impresionismo (éste, según los simbolistas, no era sino realismo y naturalismo por otros medios). El Simbolismo propone un viaje al interior, una permanente introspección, volver a usar las palabras de manera que desprendan evocaciones inauditas, enfrentarse a los mitos clásicos en tanto que símbolos; y, en fin, una renovación total de la escritura poética y de la dramática. Algo hará Rodenbach en el teatro, pero no es memorable por ello. Más lo será Materlinck, pero hoy se le recuerda sobre todo gracias a Debussy y a otros compositores que escribieron a partir de alguna de sus obras. Este movimiento tiene fortuna en lo literario, pero sobre todo lo tiene en las artes plásticas. Mencionemos tan sólo dos nombres, Pierre Puvis de Chavannes y Gustave Moreau, ambos fallecidos en 1898, el mismo año que Rodenbach, con sesenta y tantos años cada uno, mientras que el escritor belga apenas había pasado de los cuarenta. Georges Rodenbach y el símbolo ) El poeta belga flamenco Georges Rodenbach vivió tan sólo entre 1855 y 1898. Hoy puede 237 Rodenbach no florece en la Bélgica que, dicho sea entre paréntesis, por entonces se dedica al genocidio en el Congo, sino en la Francia colonial, y concretamente en el París cosmopolita que está a punto de darle la puntilla a los restos del pasado prerrevolucionario y contrarrevolucionario. El París del joven Rodenbach es el París de Mallarmé. ¿Es Mallarmé simbolista? En el saco excesivamente amplio de ismos como el del Símbolo y el de la Expresión cabría introducir a Mallarmé junto a esa pareja de descarriados que fueron Verlaine y Rimbaud, unos genios poco respetables. Pero no aportaría gran cosa su obra compleja y gongoriana a la francesa para que consiguiéramos una definición de Simbolismo. Al contrario, nos confundiríamos más aún. La obra de Mallarmé acaso permita que exista el Simbolismo, pero no creemos que forme parte de él. su toque fantástico. El teatro es un medio poco adecuado para plasmar lo subjetivo, pero ahí lo tenemos: un intento interesante en Le mirage y un logro total en Die tote Stadt. Aunque también sabemos algo muy importante: el acierto o el error de un drama pueden ser “mejorados” por ese entrometido, en ocasiones creativo y artista, que es el director de escena. La novela sugiere de manera permanente el ensueño, la ilusión, la creación de la realidad a partir de la bruma interior del protagonista; y el marco, la ciudad, Brujas, es como un pretexto, o mejor, un paisaje enfermo sobre el que desarrollar la acción desde el punto de vista del protagonista. Si en la novela hay ambigüedad, porque la narrativa lo permite, en Le mirage el sueño es un sueño, y no otra cosa. A partir de ahí desarrollan su libreto el Dr. Julius Korngold y su hijo, el muy joven Erich Wolfgang. Ahora bien, desde la aparición de la novela en 1892 y el estreno de la pieza en 1904, hasta el estreno de la ópera en 1920, han pasado unos cuantos años demasiado importantes, y ha habido una guerra mundial por medio, toda una carnicería que ha desmoralizado a Europa. Die tote Stadt se estrena a finales de 1920, cuando apenas quedan rastros del Simbolismo. Y en ópera se ha producido el auge y el retroceso del verismo. El verismo es un imposible, y no hace falta seguir las teorías de Busoni para ello. La ópera es convención, como cualquier arte escénica; pero más todavía que el teatro dramático, y acaso menos que el ballet. El realismo, el verismo es una utopía, y estaba condenado a ser una continuación del Romanticismo con medios muy similares. En cualquier caso, el verismo y su vocación realista tiene muy poca relación con las ensoñadoras vi- ) La poesía de Rodenbach es sugerente, no oscura. Es refinada, no gongoriana, tiene gran sentido de la medida, es introspectiva, a veces demasiado, hasta lo enfermizo, es una recreación de la actitud nostálgica, esa parálisis momentánea que pone en juego el mecanismo de la memoria o el de la ensoñación disfrazada de recuerdo. El ensueño: ahí está su novela Brujas, la muerta, de 1892, la que se convertirá en la ópera Die tote Stadt, de Korngold. No olvidemos apuntar que en esa década de los noventa escribe Rodenbach sus obras más importantes. Entre ellas una pieza teatral, Le mirage, que no se estrena hasta después de su muerte, ya en el siglo siguiente. Le mirage (Espejismo) es una adaptación de la novela Brujas, la muerta, que ha tenido éxito, y que contiene una historia que puede interesar al público, una historia mórbida y sugerente, con su misterio y 238 trata de adornarse con la larga trenza de la muerta, que Viane cortó a su esposa después de su fallecimiento y que él conserva en su mausoleo, él no puede soportarlo más y asfixia a Jane con esa misma trenza. La acción del relato, centrada en la enfermiza obsesión de Viane, tiene como fondo permanente la ciudad de Brujas, sus canales, campanarios, iglesias, su carga de pasado, de misterio incluso; y, sobre todo, de pretérito embalsamado. En el drama, el desengaño se produce pronto. En la novela, la ambigüedad del relato permite una duración más amplia a la ilusión que se forja el protagonista ante Jane. En la ópera, la innominada esposa será Marie; y la muchacha repentina, intrusa, revulsiva es Marietta, bailarina y contrafigura. siones simbolistas. Precisamente, el Simbolismo surgió, como decíamos, contra las limitaciones del realismo emergente. ) Hugues Viane (al que los Korngold llaman Paul por razones fonéticas) ha perdido a su mujer hace años. No la puede olvidar. Y mantiene su memoria en una especie de santuario, de altar dedicado a ella en su propia casa, lejos de su ciudad, aquí, en la fantasmal ciudad de Brujas. Pero conoce a otra mujer, Jane, que según él es exactamente igual a su esposa fallecida. Lo que le lleva a romper su clausura y su fidelidad. Se producirá el desengaño por la muy distinta índole de esta otra mujer, la doble. El carácter frívolo, ligero, alegre, provocador de Jane será para Viane cada vez más insoportable. Cuando Jane 239 irreal, inverosímil y ajeno a cualquier verdad teatral. Tres años después, en 1905, Richard Strauss estrena su violentísima Salome, y después su todavía más violenta Elektra. Mientras, Zemlinsky, Schreker y otros, junto con Strauss, desarrollan (cada uno a su manera) un tipo de ópera alemana en la que triunfa un recitativo cantabile que unas veces es más cantabile que recitativo; una presencia orquestal en el foso que proviene de Wagner; una corrección de la herencia wagneriana, imposible sin la propia herencia, claro está; unas tramas con conflictividades inflamadas, que dan lugar a un chorro de elocuencia orquestal en medio del cual las voces parecen ser una familia más entre los instrumentos. El sonido: Simbolismo, verismo, tradición alemana ¿Cómo traducir en música esta trama? En primer lugar: ¿qué tipo de ópera está vigente en ese momento, qué componen los nuevos operistas? Todavía vive Puccini, que no ahorra elogios para el joven austriaco. Y ahí está, en pleno éxito y plena madurez, Richard Strauss, que ya era Richard Strauss cuando nacía Korngold en 1897, y que al estrenarse Die tote Stadt es ya el autor de La mujer sin sombra (1919). El maestro de Erich Wolfgang, Alexander von Zemlinsky, se va por entonces a Praga, a ocupar el puesto de director de Teatro Alemán de Praga. Las fronteras dividen ahora lo que antes era una continuidad, Austria-Hungría, pero lo alemán sigue presente en el nuevo país, Checoslovaquia, sobre todo en Bohemia, como siempre fue, como será hasta la aplicación de lo dispuesto en la Conferencia de Postdam (1945). El lenguaje para traducir en ópera el enfermizo mundo de Viane y Brujas podría haber sido, pues, más semejante al que Debussy utilizó para retratar el también enfermizo mundo de la corte de Arkel y sus aledaños poblados por hambrientos y moribundos, y sus bodegas mefíticas. El gesto mórbido y cansino de la corte de Arkel, animado tan sólo por la vida de esa desconocida y su misterio nunca resuelto, animado por la historia de amor entre ese pedazo de vida que es la desconocida y ese fugitivo de la muerte que es el joven… ¿Podría ese gesto haber traducido a Rodenbach? Quién sabe. Enfrente teníamos la crispación de los personajes straussianos antes de que éste se pasara a la comedia, y continuara su vocación de dramaturgo con medios muy semejantes y planteamientos muy distintos (pero, después de todo, Hofmansthal escribió los textos, tanto el de Elektra como el de El caballero de la rosa). Enfrente, tenemos el gesto exagerado y algo dado a la falsificación del romanticismo tardío que se ) También estaba en plena actividad operística Franz Schreker. Puccini y el verismo, por una parte. Strauss y los contemporáneos, por otra. Estos son los referentes lírico-dramáticos para entender la inspiración teatral de E. W. Korngold, en especial en Die tote Stadt. Lo que supone un rechazo: el rechazo a la solución de Debussy en Pelléas et Mélisande, acaso más adecuada para una obra simbolista. A principios de siglo, Debussy estrena esta ópera y afirma en ella un recitativo lírico-dramático sin énfasis, sin especiales tensiones exteriores. Debussy descree de la tensión permanente en el discurso musical operístico, porque según él sería del todo irreal mantener un discurso así durante toda una acción dramática; 240 pretende verismo. Entre ambos, Korngold elegirá una especie de síntesis entre el legado pucciniano y el ejemplo straussiano. Ya ha hecho algo por el estilo en Violanta, obra en un acto con ambiente renacentista, como el de Zemlinsky en Una tragedia florentina (Oscar Wilde), que se estrena más o menos al mismo tiempo; o como el de Los estigmatizados, de Schreker, inmediatamente anterior, de 1915. Esa síntesis hace que los gestos cansinos de la novela se conviertan en gestos tensos, que el discurso vocal esté siempre camino de la cúspide o sencillamente arriba, tenso siempre, encendido siempre. Y que ese discurso vocal sea casi siempre cantabile, que pase rozando el recitativo para ir a parar al canto, milagro que se produce a pesar de la prosa del texto, canto que desborda hasta el punto de que hay momentos culminantes que han pasado a la historia como Lieder independientes: el Lied del laúd (primer acto), el Lied de Pierrot (acto segundo). Si Strauss se aleja del ejemplo debussyano en Salome mediante un recitativo cantabile siempre tenso, Korngold se aleja doblemente: porque elige un tema simbolista, mientras que Salome no lo es, porque lo es sólo el icono originario (Moreau, y no sólo Moreau), y lo trata como Strauss y más sesgado que eso, como Puccini, de manera que la vocación de canto y la electricidad permanente resultan una solución contraria y ajena a Debussy. él no hubiera estado allí para imponer un tipo de música. Los demás provienen de él, por lo menos hasta finales de los años 50 y el surgimiento de compositores como Henry Mancini, y no digamos pautas ya europeas, como la del insuperable Nino Rota. Pero la posteridad vuelve a él, y ahí está John Williams, en la década de los ochenta, acaso ejemplo de que los fantasmas no siempre provienen de cadáveres. El asombroso Erich Erich nació en 1897 en Brünn, en Moravia. Esto es, en Brno, la ciudad en la que reinaba a su manera Leoś Janác̆ek. Aquello era el Imperio Austro-Húngaro, y Brünn, ciudad bilingüe o trilingüe, capital de Moravia, formaba parte del área austriaca; mientras que la inmediata y más atrasada Eslovaquia pertenecía a la corona de San Esteban, a Hungría. Nadie podía imaginar que unos veinte años después del nacimiento de este bebé, hijo del músico y crítico Julius Korngold, los checos y los eslovacos iban a estar unidos en un solo estado-nación. Erich es de los muchos austriacos que nacen en tierras hoy sólo eslavas: Mahler, Kafka, Rilke, Werfel. El chico empieza tocar y a componer muy pronto, demasiado pronto. En seguida se advierte que es un niño prodigio. El padre es crítico influyente, cada vez más influyente, y cada vez más parcial a favor de su hijo. Favorecerá la carrera del chico, pero a la larga será responsable de un parón y de un fracaso inesperados en el itinerario artístico y público de alguien que sólo conoce el éxito… hasta determinado momento de su vida. ) ¿Es la de Korngold una estética antigua, retardataria? Quién sabe. Desde luego, Korngold nunca fue ni quiso ser un vanguardista. Amaba y respetaba demasiado el legado aprendido desde muy pequeño como para querer saltárselo. Aun así, resultó renovador. No quiero ni pensar que hubiera sucedido con la música de Hollywood si 241 No podemos detenernos en la vida y milagros de Julius Korngold, crítico feroz contra toda novedad que pudiera hacerle sombra a su hijo, que en 1927 fue capaz de aliarse con los nazis (él, un judío) sólo para que fracasara Jonny spielt auf!, de Ernst Krenek. Sólo consiguió que fracasara El milagro de Heliane, ópera de su hijo de ese mismo año. Veremos. el doctor Julius Korngold defraudó, traicionó o, sencillamente, rompió. Todos venían de Mahler, todos pasaron por Zemlinsky. ¿Por qué se produce tan pronto una fisura, y pronto una ruptura, entre Schönberg, Webern y Berg, y el bueno de Erich W. Korngold? Por la traición del padre, por su perjurio. Por atacar la obra de los demás sólo para defender la de su hijo. A los 10 años, en 1907, la Ópera de Viena estrena un ballet de Erich, Schneemann. En 1916, en plena guerra, Bruno Walter estrena en Viena un díptico con dos óperas cortas del jovencísimo compositor. La primera es una comedia llena de esprit, El anillo de Polícrates; la segunda es Violanta, que explosiva, sensual, sexual incluso: y no importa lo que se dice a menudo, que Erich carecía de experiencia sexual (acaso no sólo porque Julius le ataba muy corto en todo, pero desde luego esta era una buena razón), porque un artista sabe dar lo que desconoce de primera mano mediante la transmutación en vida de su arte combinada con la imaginación. Después de todo, el sexo en Viena (y no sólo en Viena) era algo demasiado evidente, palmario, inmediato. Así lo deducimos de lo que nos cuenta Schnitzler, de las intuiciones de Freud y ciertos detalles de vidas privadas muy concretas de la época, alguna de ellas de músico. Erich, llamado también Wolfgang en honor de un tal Mozart, era un “hombre encendido”, como diría Neruda décadas más tarde de cierto buen bandolero. Y ese incendio se propaga a su música con facilidad y enorme intensidad, en especial en Violanta, en Die tote Stadt y en Heliane. ¿Por qué Julius teme tanto a Krenek, marido de Anna Mahler, amigo de Zemlinsky y de Alma y de Werfel…? ¿Por qué teme tanto la modernidad de su Jonny? En esos años Erich compone El milagro de Heliane, que es el colmo de lo postwgnerianostraussiano-schrekiano-pucciniano, con hontanares inagotables y chorros abundantes de música en el foso, en la escena y hasta entre bastidores. Y son los años de su Primer Cuarteto de cuerda, del Concerto para la mano izquierda que le pide el muy exigente Wittgenstein, que ha perdido el brazo derecho en la guerra, que encarga obras a muchos compositores y que no acepta la de muchos de ellos. Los nazis toman el poder a principios de 1933 en Alemania. Todavía no se sabe que aquello va a ser un desastre para la humanidad. Parece que van a poner orden y que se van a enterar los judíos y los comunistas, o acaso la izquierda en general. Los demás pueden dormir tranquilos. En 1934 se producen en Austria unos desórdenes que son una auténtica guerra civil. El canciller Dollfuss aplasta a los socialistas en primavera. Con lo que allana el terreno a los nazis. Éstos lo asesinan ese mismo verano, el 25 de julio. Es cuestión de tiempo que se produzca la anexión de Austria, que después de la guerra era algo deseado por casi todos los grupos, pero que ahora supondría la unión con la Alemania nazi. ) Korngold también fue enseñante, en Viena. Hay toda una promiscuidad entre los músicos de entonces. Y eso suponía una lealtad, que 242 ver (1946), pasando por Robin Hood (1938) o The Sea Kawk (1940). Sólo volvería al cine en 1954, tres años antes de su muerte, para unos arreglos wagnerianos destinados a un film biográfico sobre Wagner, Magic fire. Korngold ganó un par de oscar por su dedicación a la música de cine. Qué curioso es el mundo, y perdonen tan obvia reflexión: en tu patria te buscan para quitártelo todo y asesinarte en un campo de concentración; en América admiran tu talento, te pagan por tu talento, te premian por tu talento. Fin de la profundísima reflexión. Ese año acude Korngold a Hollywood, porque su amigo Max Reinhardt le hace un encargo musical. Es el momento en que eclosiona el cine sonoro, inventado poco antes; pero es ahora cuando se comprenden las posibilidades del cinematógrafo para utilizar en las películas algo equivalente a la música incidental de las piezas teatrales de antaño, e incluso hogaño. Erich recibe el encargo de adaptar la música de Mendelssohn el El sueño de la noche de verano. La película la dirigen en propio Reinhardt y William Dieterle, y el reparto es de ensueño: James Cagney, Jean Muir, Olivia de Havilland, Dick Powell, Mickey Rooney y muchos otros nombres que entonces eran de primera fila. Erich no lo sabe, pero es el principio de una carrera impresionante como músico de películas. Se va a América con su esposa, Luzi, y sus dos hijos. Esa esposa que él adora y que sus padres se negaban a tener como nuera. Algo de eso trasparece en Heliane. Bueno, digamos que esos últimos años los dedicó Erich a componer música “seria”. Su propio padre se lo recomendaba así. Korngold tenía un contrato con la Warner que le permitía volver a usar su música en la sala de conciertos. Al final de su vida dio obras como un Concerto para violín, un Concerto para cello, la Sinfonía en fa mayor y un Tercer cuarteto de cuerda. Va y viene a Austria, y por poco no le sorprende allí el Anschluss, en marzo de 1938. De manera que se salvó por quedarse en América. Mientras sobre Europa caían las sombras de las tiranías mortíferas, en América reinaban la libertad y la competencia. En eso de la música, este talento natural, este olfato perfecto, ese oído total, no tenían demasiada competencia. Pero ya sabemos que a menudo tener competencia es otra cosa: alguien que lo hace más barato, que trata de ningunearte o que es de la familia. Nunca prolífico, como su rival Max Steiner (músico menor, músico eficaz, músico que acaso no existiría de no haber existido Korngold), siempre cuidadoso, detallista, puntillista, musicazo hasta la médula, Korngold compuso en once años música original para diecinueve películas, entre Captain Blood (1935) y Escape me ne- Olvidaba decirles que papá y mamá estaban allí, en California, con su hijo y su nuera y sus nietos, y aguantaban como podían los festejos de campeonato que organizaban Erich y Luzi. Julius y señora tuvieron que buscar refugio en casa de su antaño aborrecida nuera, Luzi, porque los nazis no supieron agradecer a Julius que les pusiera sobre la pista del gran degenerado, Jonny, el de Krenek. Lo de los degenerados, ya decíamos al principio, requiere una explicación. Véase más abajo. ) A estas alturas nadie duda de que Korngold cumpliera un papel decisivo en el mundo del cine. Su aportación fue decisiva para crear no sólo un estilo, sino una manera de composición cinematográfica, un mundo sonoro que hoy reconocemos como propio del cine. Esa fórmula fue él quien 243 la creó, probablemente sin pretender originalidad especial ni tener clara conciencia, al principio, de que hacía algo por el estilo; y otros muchos la siguieron. Era la inspiración y el sonido postromántico, filtrado y potenciado por todo tipo de dramatismos veristas en lo orquestal, lo que Korngold convirtió en pauta fundamental de este nuevo tipo de música incidental. Aunque, a diferencia de la música incidental de las piezas teatrales hasta comienzos del siglo XX, ahora se trataba de piezas tan intensas como breves para filmes que casi siempre tenían una duración limitada, puesto que los productos de la fábrica de los sueños se dirigían a un público cada vez más amplio, de países de muy diferentes sensibilidades y que no siempre podían soportar dos horas enteras en la butaca. Degenerados En 1938, Goebels y Hitler inauguran en Dusseldorf una exposición de Música degenerada (Entartete Musik), a ejemplo de la de Arte degenerado que había tenido lugar en Munich el año anterior. En la exposición de Dusseldorf estaban todos, desde el ya fallecido Schreker hasta Schoenberg, Hindemith, Krenek (protagonista especial con su negro Jonny como estandarte de la “degeneración”) y, desde luego, Korngold. No iban los nazis contra la vanguardia, iban sobre todo contra los artistas judíos. De todas maneras, el concepto de vanguardia todavía era prematuro en música. Ahora bien, una acumulación de circunstancias llevó a que el ostracismo de los degenerados se dilatara en el tiempo. En esa profesión, ya lo hemos visto, Korngold no fue prolífico, a diferencia de otros colegas que le siguieron, imitaron o sencillamente crearon a partir de las pautas establecidas entonces por él. Producir mucho era algo que parecía inevitable y obligado, y ahí están compositores muy estimables como Alfred Newman, Dimitri Tiomkin o Victor Young para demostrarlo. Ahora bien, el propio Korngold menospreciaba aquella tarea, de enorme dificultad, un trabajo ímprobo siempre en lucha contra el tiempo, contra los plazos imposibles, siempre dejando en manos de otros la orquestación final. A pesar de los dos Oscar que ganó. Hasta el punto de que en las primeras películas suyas no aparece como compositor original en los títulos de crédito (Captain Blood, Rose of the Rancho, 1935-1936). Por eso deja de componer pronto para el cine, y después de la guerra trata de recuperar la respetabilidad con obras sinfónicas, concertantes y de cámara. ) Los nazis empezaron: ¡fuera degenerados! La guerra hizo mucho por borrar a estos artistas. América se beneficiaba de ellos, y puede decirse que los nazis convirtieron a Estados Unidos, sin pretenderlo, en un país puntero en artes plásticas y musicales. En Estados Unidos estaban Schönberg y Stravinski, Hindemith y Korngold, Bartók y Krenek. En Europa se había quedado Webern, que tenía un yerno nazi y llegó a creerse la gran mentira del Reich, pobre Anton. En Europa se había quedado Zoltan Kodály, que tenía mucho que hacer en la construcción de una escuela pedagógica húngara. Bartók se había marchado por unos meses, pero las cosas le impidieron volver. Y, en 1945, a punto de terminar todo, Bartók muere. Tiene Kodály que hacerlo todo él solo. Entre otras cosas, soportar la agonía del régimen de Horthy, la guerra en pleno corazón del continente, la tardía toma del poder por parte de los verdaderos 244 nazis húngaros, la destrucción de Hungría… y aguantar al nuevo régimen comunista. no sabe que se va a utilizar su nombre y el de su escuela (aunque al principio casi todos los nuevos valores, e incluso Stravinski, parecen decididos a sepultar el nombre de Alban Berg) para aplastar a los postrománticos, para conseguir que se olvide a Korngold, que se minimice la aportación de Krenek (que sin embargo tiene la ventaja de la longevidad, y eso ayuda mucho), que se aplaste cualquier título de Schreker. Korngold y Krenek, después de todo, tienen suerte. Coinciden allá, en América, como el doctor Julius Korngold coincide con su antaño odiado Schoenberg, en Hollywood. Julius fallece en 1945 y no regresa nunca a Europa. Pero, en fin, ninguno de ellos sufre de manera inmediata la destrucción de Europa. Schönberg no vive lo suficiente como para ver cómo se le reivindica como un profeta, cómo se eleva a los altares a su discípulo Webern, que además acabó considerado como un mártir tardío de la guerra, muerto a tiros al final del conflicto, cuando unos soldados americanos hicieron un registro a unos nazis austriacos, al mando de los cuales está el yerno en cuestión. Schoenberg ) La inmediata posteridad, por los empeños de la generación de la vanguardia, subvencionada y apoyada por radios públicas sobre todo alemanas e italianas (los viejos países fascistas recuperan el tiempo y la moral perdidos), consigue que estos compositores desaparezcan de las conciencias melómanas. También para la vanguardia son unos 245 degenerados. No lo son los tres vieneses, pero sí el cuarto vienés, en rigor el primero, Zemlinsky, el cuñado, maestro y amigo, muerto en 1942. Nada o casi nada se sabrá de Zemlinsky hasta muy avanzados los años setenta. Y Mahler no será al principio santo de la devoción de estos chicos enrabietados, esos que como Stockhausen miran con desdén las partituras de sus colegas y dicen delante de los amos de la subvención: “¿pero cómo se puede seguir componiendo así hoy día?” Podemos decir, en resumen, que Korngold fue uno de esos artistas a los que el nazismo y la guerra arruinaron una carrera ascendente. Y que las ideas, creencias e ideologías estéticas vigentes en las tres décadas posteriores a la segunda guerra, lo marginaron durante mucho tiempo. Felizmente, el tiempo ha hecho un poco de justicia a los para unos degenerados y reaccionarios para otros. La plena recuperación de Die tote Stadt así parece demostrarlo. Los vanguardistas tratan de conseguir algo semejante con al menos un compositor vivo (entre otros), Hans Werner Henze, al que tratan como a un traidor; pero no lo consiguen. Henze compone, estrena, vive y refulge. En fin, sorprende esta identidad o al menos semejanza de propósitos entre la exposición de Dusseldorf y los objetivos de la vanguardia de posguerra. ¿Cuántas veces no hemos tenido que oír que tal o cual compositor, considerado atrevido en su día, en realidad no lo era porque no había intuido la buena nueva vienesa o no la había seguido una vez conocida? ¿Qué hubiera dicho Schönberg de la música que se componía en su nombre? ¿Qué habría dicho de la teoría y la práctica del serialismo integral? ¿No se tomaba el nombre de Schönberg en vano? Acaso no, ahí estaba el enfant errible y con el tiempo insuperable músico Pierre Boulez para decir que Schönberg había muerto y que para ser de veras schoenbergiano había que librarse de Schönberg. No hay que sorprenderse, hubo quien creyó que Karl Marx fue un impedimento para que surgiera un Marx auténtico y verdaderamente marxista. O eso tengo entendido. Dramaturgias ) Die tote Stadt se divide en tres actos. Sólo uno de ellos es acción real, el primero, aunque no se averigua hasta el final de la ópera. El contenido de los actos segundo y tercero, excepto los últimos minutos de éste, lo constituye el ensueño, sueño o alucinación del protagonista. La proyección de su fantasía mórbida. Y ahí está el elemento vienés que procede de este texto franco-flamenco. Ahí está la patología y la ambigüedad, recuperada de la novela y que se perdía en lo demasiado concreto del teatro en Le mirage. Pero ahora ha pasado el tiempo, ha pasado la belle époque, ha perecido (por decirlo así) el Simbolismo, y ha florecido el psicoanálisis, o al menos su ambiente. Proyección: concepto imposible antes de Freud. En el caso de Paul, proyección no tiene el sentido de mecanismo de defensa que estudiará Anna Freud (atribuir a otro lo negativo o desagradable de uno mismo), sino el de exteriorización de algo interno, el de visión de apariencia objetiva (acción, situación, personajes, teatralidad del sueño o ensueño) de una subjetiva secuencia de fantasmas. 246 El ensueño resulta desmentido de nuevo por la acción real: tras la muerte de Marietta, Paul queda tendido en el suelo, pero al despertar ve que la trenza sigue en su sitio, que no hay cadáver alguno por allí. Todo ha sido imaginado, y ahí está la personita que le ha inspirado el episodio, porque regresa, algo se le ha olvidado. Estamos en la estricta continuación del acto primero. Sólo el segundo acto tiene lugar en un exterior. Y ese exterior es la ciudad a la que alude el título, Brujas, la ciudad muerta y fantasmagórica en su realidad, y en la creación subjetiva que es el desarrollo de la acción. Hay que insistir en la dificultad de traspaso de lo subjetivo de la narrativa a cualquier de los medios dramáticos. La objetividad de la presencia humana o de la imagen fílmica es algo esencial por lo tangible, por lo explícito y evidente, y no es grano de anís jugar con las ambigüedades que permite el texto narrativo. Por eso, al pasar de la novela al drama se ha producido un cambio decisivo en la trama: en la novela, Hugues Viane mantenía el punto de vista, a pesar de que la historia estaba narrada en tercera persona; en la pieza teatral, hay una corporeidad objetiva insoslayable, y también en la ópera. Pero a partir del mismo inicio del segundo acto se configura lo real como aparente, lo físico como imaginado, lo circundante como percibido. Para ello se produce una transición dramática y sonora que pretende trasladarnos del mundo de la acción real al mundo del ensueño. Paul se marchará de Brujas, se dejará de fantasmagorías, de su museo de los horrores, o de los recuerdos, del altar erigido a Marie, lejos de la morbidez, las sombras, los recuerdos estancados como las aguas de los canales de la ciudad. Lejos de la pulsión de muerte, concepto freudiano que alude al deseo del ser vivo de huir de las tensiones y regresar al estado de lo inorgánico: Paul pasa a la pulsión de destruir desde su anterior postura autodestructiva. Acaso el final de la ópera sea feliz: sería la renuncia de Paul a las dos dimensiones de la misma pulsión. Un “adiós a todo esto”. El ensueño ha sido, podríamos decir, la gran terapia para la neurosis de Paul. Disculpen si les parece libérrima esta conclusión, que tengo por provisional desde hace veinte años, pero no es desdeñable, puesto que la infinita polisemia de las obras de arte lo permite, o eso creemos. No es una conclusión muy simbolista, esa es la verdad. Salvo que caigamos, como contraataque, en diagnosticar que el Simbolismo (o el Romanticismo) es una patología. Si empezamos así, llegaríamos demasiado lejos. Acabaríamos hospitalizando o encerrando a la mayoría de los poetas. Muchos directores de escena así lo han hecho con todo tipo de héroes y heroínas de la ópera, sobre todo la del XIX: diván, asilo, residencia, manicomio. Inocuos facultativos, inicuos artistas. ) Acción real, primer acto: Paul ha conocido una mujer, Marietta, que ve como doble de su mujer, Marie, y se diría que pretende recomponer el presente a la manera del pasado. Ensueño: aparece ante Paul la imagen de Marie, la esposa muerta, que le insta a que continúe adelante con aquella mujer, para probar y comprobar las consecuencias de todo ello. Tercer acto: tras la tremenda escena de la profesión, traspasada de la novela al teatro y de ésta a la ópera con aparato y considerable chirrido, tiene lugar la escena de la trenza y la muerte de Marietta estrangulada por Paul con los cabellos conservados de la dama fallecida. 247 llamado el “ensueño”; es decir, en el desarrollo de lo que podría ser una consecuencia de su intento de resucitar a Marie a través de Marietta. Las segundas, las líricas, se dan cuando el espectro, la imagen, la contrafigura de Marie sale del cuadro en que está retratada para siempre y se dirige a Paul. Aunque toda la obra sea una ensoñación, el paisaje sonoro es sobre todo una crispación constante, una especie de compromiso entre los mundos dispares, pero hijos ambos del mismo padre, de Elektra y de El caballero de la rosa. Y, como se ha hecho notar, Die tote Stadt la orquesta Korngold, en 1919, sin duda bajo la influencia de otra ópera de Strauss que se estrena ese año, La mujer sin sombra, con sus especiales sonoridades masivas y su refinamiento colorista. Franceses y alemanes-austriacos rivalizaban todavía en el despliegue de la escritura para orquesta. Voces, sonidos: la novedad y lo tardío Es Die tote Stadt una ópera para dos personajes, para dos cantantes. Los personajes, en realidad, serían tres, puesto que la soprano que hace de Marietta, la bailarina de Lille que irrumpe en la vida del protagonista, también hace de Marie como aparición. A la soprano le corresponde el tenor, Paul. El peso de canto y situaciones en ambos es abrumador, exclusivo o poco menos. Hay una escena inicial entre Franck, amigo íntimo de Paul, y Brigitta, el ama de llaves de Paul, una mezzo con espesuras, un barítono con claridades. Es la clásica escena de considerable ingenuidad teatral en que se nos pone en antecedentes de algo, el planteamiento. Estos dos personajes ya no aparecerán más que episódicamente, ya han cumplido su función de verbalizar lo que sucede. En cuanto a los amigos de Marietta, las gentes de la farándula al comienzo del acto segundo, juegan un cometido, importante pero limitado, en una escena, la visión de Paul ante un muelle de Brujas, cuando miman junto con Marietta la escena de la resurrección de las monjas de la ópera Robert le diable, de Meyerbeer, con el propio tema silbado por Victorin. “Detente –canta Paul, que interrumpe bruscamente la pantomima, indignado ante la burla de algo tan sublime como la resurrección–. ¿Eres una muerta resucitada? ¡Nunca!” En fin, un aspecto esencial de Die tote Stadt es que no existiría si no existiera antes Richard Strauss. Es evidente que el joven Korngold se inspira en Strauss y en Puccini, ya lo hemos visto. La línea de la soprano es de una inspiración pucciniana que va más allá del chico aplicado y que se convierte en el gran creador. Todavía es pronto para saber que en el siglo XX habrá una notable secuela de puccinianos más o menos matizados, en especial en Estados Unidos, donde Menotti lleva este tipo de composición y la mantiene viva en sus óperas; y en otras, como Vanessa de Samuel Barber, con libretto suyo. A esta dramaturgia le corresponde una puesta en música realmente encendida, de una constante tensión en lo sonoro con numerosas escenas turbulentas y unas cuantas, pocas, situaciones líricas. Las primeras corresponden a la relación de Paul con Marietta durante lo que hemos ) Korngold juega con la armonía, más allá de lo orquestal puro, de la verticalidad de las líneas. El cromatismo es ocasional, incluso habitual, pero limitado, porque esta ópera es sobre todo diatónica. La disonancia como elemento de expresión; 248 hecho Debussy, que descreía de la insistencia de tales crispaciones, de la obstinación de las tensiones. Korngold saca de dentro de sus personajes un lado violento; y la danza de Marietta, que sería burlona y que trataría de desmitificar a la muerta, se convierte en algo parecido al baile de una bacante, y así nos prepara Korngold-dramaturgo para la catástrofe (por mucho que esta catástrofe sea un ensueño). Pero ¿y la procesión? No la hubiera inventado mejor ni Rubén Darío con sus marchas triunfales ni sus claros clarines. Ni Verdi, en La forza. Es un chirrido amplio y tenso que forzosamente tiene que resolverse en un descanso tonal, en fermatas, en lirismos, en una caída. Por lo demás, ¿no es todo esto soñado, ensoñado, creído, no cierto, no real? disonancia sometida, pues, a la jerarquía tonal, que Korngold no se plantea traspasar (ni ahora, que es demasiado pronto, ni nunca, por eso se le supondrá “retardatario”). Los preludios orquestales son espectaculares (en el interior del acto segundo, o antes del tercero, o en la procesión de este acto final), con un color, una tímbrica lujuriosa y una orquestación riquísima. La orquesta es un personaje más, dentro de la tradición wagneriana. Es importante el cometido evocador de tubas y trombones, el uso del piano dentro de la orquesta, el punteo de las maderas, toda una serie de pautas que son antecedentes de lo habrá de resultar habitual en la mejor música para el cine. Como ópera que procede de la tradición post-wagneriana (con todos los matices que se quieran), como ópera de su tiempo, el tiempo de Zemlinsky, Schreker, Strauss (insistamos), Die tote Stadt contiene numerosos leit-motivs, que se han identificado como es habitual en estas óperas: el destino, el regreso a la vida, el tema de Marie, el tema de la cabellera de Marie, el tema de la vida, el tema asociado a Marietta... Sería prolijo señalarlos, enumerarlos. O excesivo para estas líneas. Korngold de lo que descree es del símbolo y aplica la lección aprendida en el realismo de Strauss (y la línea de Puccini, ya lo hemos dicho). Strauss había tomado como libretista a un supuesto simbolista, Hofmannsthal, que en realidad resultó ser un neoclásico refinado. Korngold se mantiene en el realismo (dentro de lo que cabe en ópera, ya sabemos), a pesar de mantener el ensueño y el punto de vista. Hace años señalé un desajuste entre acción y música, entre palabras y acompañamiento, entre el sentido de la situación y su traducción sonora. Hoy lo veo de otro modo. Es como cuando Puccini convierte en sublime el dúo banal entre Mimí y Rodolfo, unos jovenzuelos que presumen el uno delante del otro: soy un poeta, ya lo ve usted. Así, si el tercer acto es sobre todo un largo enfrentamiento entre Marietta y Paul, ese enfrentamiento llega a la crispación de las líneas y de la orquesta. Podemos conjeturar lo que hubiera ) “Entre las dos fronteras del tiempo”, decíamos hace años de esta obra y este repertorio. No hay que desdecirse por completo. Después de todo, las fronteras son territorios llenos de vida, de intercambio, de comercio, de violencia y de todo tipo de influencias. Korngold habitó ese condado amplio de la frontera, y él fue frontera. De él mismo. 249 Korngold: el retorno del último romántico Blas Matamoro Curiosa es la vida de La ciudad muerta, si vale la figura que los retóricos llaman oxímoron. Estrenada, a la vez, en dos teatros el 4 de diciembre de 1920 – en Hamburgo por Egon Pollak y en Colonia, por Otto Klemperer – pronto circuló en las voces de rutilantes repartos: en 1921, en Viena, con Maria Jeritza y Karl Oestvig y en 1924, en Berlín, con Lotte Lehmann y Richard Tauber. En el mismo 1921, el glamour de la Jeritza la instaló por dos temporadas consecutivas en Nueva York. Luego, incesantes reposiciones se fechan hasta 1932. Al año siguiente, el nazismo prohibió a Korngold por su condición judía y la obra entró en un cono de sombra hasta ser repuesta en 1955, en Munich, por Robert Heger. Desde entonces, teatros y estudios de grabación, en ocasiones coincidiendo, la han instalado en la regularidad. Como peregrina excepción a lo antedicho cabe citar una captación de la Radio Bávara de 1952, dirigida por Fritz Lehmann con Maud Kunitz en la protagónica Marietta-María. Neblett (1975), Leif Segerstam y Katarina Dalayman (1996), Donald Runnikles y Angela Denoke (2004); en DVD: Heinrich Hollreiser y Karan Armstrong (1983), Jan Latham-Koenig y Angela Denoke (2001). La suerte de esta obra, que es la más notoria y seguramente la mejor de su producción operística, es similar a la parábola personal del compositor, Erich Wolfgang Korngold (1897-1957). Niño prodigio que ya escribía música a los cinco años, pianista desenvuelto y aupado por Mahler, Zemlinsky, Strauss, D’Albert y Reger, entre otros, pronto hizo carrera en diversos registros de su arte: cámara, sinfónico, teatral. Bruno Walter llegó a presentarlo en las tablas líricas con un doble programa muniqués: El anillo de Polícrates y Violanta (1916). Desde entonces dispuso Korngold de los más altos intérpretes y baste recordar a Paul Wittgenstein, quien le comisionó un concierto para la mano izquierda, al tiempo que lo hacía con Ravel, Prokofiev y Strauss, a causa de haber perdido la derecha en la guerra de 1914. Si bien las dos canciones que han resultado los reclamos favoritos de la obra –las de Marietta y Fritz el Pierrot– merecieron incontables registros, a partir de Jeritza en 1922 y con una viñeta memorable de Lehmann-Tauber en 1924, las grabaciones completas requieren fechas más recientes. Cito al director de orquesta y a la soprano principal: en CD: Erich Leinsdorf y Carol ) Hitler puso fin a su carrera germánica y emigró a los Estados Unidos, donde siguió trabajando, con especial notoriedad para el cine. Filmes tan conocidos en su momento como El sueño de una noche de verano dirigido por Max Reinhardt que lleva un fondo reelaborado por Korngold sobre Mendelssohn, Robin Hood, La 250 Incluso más: su constante indefinición tonal, sus cadencias insinuadas y no resueltas, los tonos superpuestos, sumado todo ello a la complejidad de sus planos sonoros, en especial en óperas como El milagro de Heliane, documentan un trabajo de minucia y refinamiento armónico notable. No prescinde de los maestros franceses, sus acordes paralelos, sus combinaciones de cuarta y sexta, el uso de tonalidades minoritarias (amaba la de Fa sostenido mayor, cargada de alteraciones desde el arranque), nos llevan cerca del impresionismo. Esquivar la resolución promoviendo atmósferas de ensueño y delicuescencia, paga el peaje a Wagner de Tristán. Pero, al tiempo, el gusto por la línea melódica amplia, desplegada, investigada hasta el último rincón, a menudo con algún ornamento que la subraya, nos lo acerca a dos coetáneos –más parecidos entre sí de lo que parece, valga el eco–, Strauss y Puccini. No casualmente, al escuchar atentamente al autor en la reducción para voz y piano de La ciudad muerta, el maestro de Lucca lo consideró el principal de su generación. Si straussianas son sus disonancias más ásperas, las blandas resultan de sesgo pucciniano. Nada digamos de la seducción, si se prefiere vienesa o latina, de su vena melódica, que es algo que se posee o de lo que se carece. En cualquier caso, Korngold es magistral en la exploración misma de la disonancia como perno de la tonalidad, a veces sugerida o evitada, pero siempre idealmente referente. Esto lo provee de otro vínculo, igualmente de raíz sonidomántica, el expresionismo de Hindemith (Cardillac), Schreker (El sonido lejano, Los estigmatizados), Berg y su obvia obra maestra Wozzek, sin olvidarnos del primer Strauss, especialmente por su Electra. ninfa constante, Vínculos humanos y El halcón del mar, merecieron partituras suyas que han sido recuperadas, como gran parte de su catálogo, en registros relativamente recientes. Al volver por su tierra tras la derrota nazi, advirtió que la atención del mundo musical lo había pospuesto a favor de la joven vanguardia. Algo parecido, en otro orden estético, al caso de Paul Hindemith. En su retiro de Los Ángeles, enfermo crónico y apenas activo, pasó unas décadas finales de olvido y baja consideración. Llegaron años eclécticos, los del fin de siglo, y Korngold recobró vigencia, en especial por algunos trabajos sinfónicos, música de cámara, canciones y un concierto para violín y orquesta que había compuesto a pedido de Jascha Heifetz en 1945 con motivos extraídos de varias películas. En lo operático, según queda dicho, La ciudad muerta lo reubicó en las carteleras a partir de 1967. Anótense las europeas, Los Ángeles, Nueva York y Buenos Aires. La estética de Korngold puede considerarse ecléctica si por tal entendemos la aceptación de variadas fuentes; tardorromántica si le buscamos parecidos de familia con el poswagnerismo de la Europa Central; por fin, personalísima si se la escucha con gusto y sin reticencias ni deberes de lo que suponemos contemporáneo. Por eso se lo aplaudió, se lo olvidó y se lo rememora. ) A pesar de su dedicación al arte de masas que es –¿fue?– el cine, la música de Korngold huye de facilidades y latiguillos. Su relación con la tonalidad, por ejemplo, si bien elude comprometerse con los duros principios del serialismo, tampoco se somete a regulaciones tradicionales. 251 De similar importancia es su eficacia como orquestador. En este orden, La ciudad muerta puede tomarse como ejemplo privilegiado. Y aquí vuelven a presentarse los modelos: Puccini al lado de los impresionistas franceses y, peculiarmente en esta obra, la robustez de la masa orquestal digna de un Strauss. El reparto instrumental es, por así decirlo, estereofónico, pues hay instrumentos en el foso, entre bambalinas (máquina de viento, campanas, banda, tamborín, címbalo, triángulo, cajas grande y pequeña) y hasta en un palco, el primero a la derecha (dos trompetas y dos trombones). En cuanto a la columna principal, aparte de los consabidos vientos y cuerdas, hay elementos inusuales que sirven para colorear timbres y facilitar climas: tam-tam, matraca, látigo, órgano, piano, xilófono y nada menos que cuatro timbales a cargo de un solo y atareado ejecutante. ja, en efecto, es siempre equívoco. Dicho de otra manera: estético. Equivalente es la compleja demanda vocal de nuestra partitura. El principal personaje, Marietta-Marie, propone todas las exigencias posibles para una soprano-actriz y hasta levemente bailarina. Debe cantar melodías –la célebre canción del laúd “Dicha que en mí permanece”– que han registrado muchas intérpretes sin atreverse a encarnar al personaje doble en los teatros. En este orden, ha de ser lírica y encantadora, capaz de aligerar la emisión en el agudo hasta obtener el hilo mágico, desplegar la línea y pulir los adornos. Pero luego ha de sostener escenas de violenta propuesta sexual, una agonía verista digna de Georgetta, Fedora o Butterfly, apariciones fantasmales en que la vocalidad debe alterarse totalmente para sonar desde ultratumba, pantomimas y juergas y hasta danzas procaces. Marietta-Marie es un papel más que sabroso pero, a la vez, un alimento tóxico: se triunfa o se fracasa, sin matices. Se tiene una voz capaz de recorrer toda la tesitura, desde lo lírico a lo dramático, una figura verosímil y un arte de actriz-mima-danzarina, o quédese usted en casa, amiga mía. El discurso orquestal de esta ópera es decisivo y denso. Acompaña, contrapuntea, acolcha, se adelanta y rememora cuanto dicen las voces, canta con ellas y también a solas. La trama –o mejor dicho: las tramas– instrumentales varían según las exigencias expresivas de cada escena, aparte de los momentos de protagonismo orquestal: interludios, danzas, desfile de beatas, procesiones entre cajas, apariciones fantasmales. La ciudad muerta es, sumadas otras cosas, una ópera de atmósferas, entre lo inmediato y cotidiano, por una parte y, por otra, lo extraordinario, fantástico, delirante y espectral. Los límites, como se verá, pertenecen a la finura ambigua de Korngold, al tiempo que sitúan a la música en ese espacio incierto que tiene su propia realidad sensible pero no define claramente otra realidad previa de la que puede resultar mero reflejo. Si algo se refle- ) Al respecto, las memorias de su mujer Luzi guardan el trámite del estreno vienés. La protagonista era Jeritza, una diva que no sólo poseía unos medios suntuosos –Puccini pensó en ella para su temible Turandot– sino que era perfectamente bella, con un tipazo insinuante y una fogosidad escénica digna, por lo que dicen las crónicas, de las más fatales entre las mujeres fatales en el cine mudo. A tal punto resultaba popular su imagen que se la imprimía en las cajas de cerillas, tal si 252 ) 253 “realmente” en Brujas –ciudad que, según corresponde, Korngold sólo conocía por fotos al trabajarla– y otra parte, en el mundo de la alucinación de Paul, ¿dónde están los límites entre ambos? Musicalmente todo está claramente dicho, dada la alternancia de atmósferas, pero la música nunca dice claramente nada. En el primer acto, Marietta se presenta en casa de Paul, que tiene elevado un altar lleno de fetiches a la memoria de su esposa muerta. Marietta se le parece inquietantemente, canta como ella y se marcha con sus compañeros de juerga. Al final, vuelve a la mañana siguiente a recoger una sombrilla y unas rosas que ha olvidado. Se va con cierta parsimonia, Paul se queda con su amigo Frantz quien se lo lleva lejos de Brujas, ciudad del ensueño y la muerte, se supone que hacia otro lugar donde reinan la realidad de la vigilia y de la vida. Bien, pero entre tanto Paul ha asistido a la juerga de los saltimbamnquis donde aparece una Marietta descocada, han pasado la noche juntos y, al despertar, tras una escena de misticismo y pelotera, Paul la estrangula con la cabellera de su difunta. Enseguida un interludio nos trata de explicar que ha sido una mera alucinación. fuera una star de películas. Jeritza, por ejemplo, no trepidaba en cantar “Vissi d’arte” de Tosca, de bruces sobre el tablado o revolver la cola de su princesa china en la escena de los enigmas para que se observara su revés rojo, de varios metros, al oír la palabra sangue (sangre). Etcétera. Korngold se las tuvo que ver con esta diva, que era “la Jeritza” antes que nada. El ensayo general fue a medias calamitoso. El estreno tuvo un primer acto hundido en la tibieza pero, a partir de la canción del Pierrot –lo encarnaba un glorioso Richard Mayr, bien que con una voz demasiado oscura y grave para el papel– el público cobró calor y el final resultó apoteósico. Jeritza llevó la obra a Nueva York y fue la primera ópera en alemán que allí se dio tras la guerra. Mucho mejor lo pasó el maestro en aquella novedad vienesa con el tenor Oestvig, otro guapo y sensible artista, nervioso, alucinado, capaz de melancolía voluptuosa y triste patetismo, en fin un Paul de libro. Sin duda, Korngold pensó en un tenor lírico con talento dramático para el papel, pues propició a Tauber para Berlín y, años más tarde, aprobó a Anton Dermota en una selección de la obra. Ambos eran tenores mozartianos, capaces de administrar estrictamente sus volúmenes, estremecerse con elegancia o guardar el estático ademán del delirio visionario. Más “normales” son los otros papeles: Brigitta es una mezzo capaz de llegar alto y secundar el melodismo de sus compañeros, y los restantes responden a un canon de registros consabidos. ¿Dónde empieza la alucinación? ¿En la mañana que sigue a la noche promiscua o antes, cuando Paul cree haber estado en la juerga de los saltimbanquis porque allí pasa una procesión de beatas con Brigitta de novicia, en tanto en el tercer acto Brigitta sigue siendo su ama de llaves. Mi parecer es que todo el segundo acto y el tercero, hasta el estrangulamiento de Marietta, sucede en la mente de Paul. La cosa se complica cuando examinamos el aspecto dramático y psicológico de la obra. Dado que una parte de ella se supone que ocurre ) Aceptado lo anterior, me permito una insidia adjunta. ¿Por qué Paul ha hecho de Marie, 254 jas la muerta (1892) y del drama El Espejismo, extraído con notorias variantes de aquélla y, a su vez, base, también modificada en parte, del libreto korngoldiano. Anótese que resultó atractivo como materia operística ya antes que a nuestro hombre, pues pensaron en utilizarlo Puccini y el compositor de operetas Leo Fall. su finada cónyuge, una santa, un fantasma, un culto fetichista, la negación de su muerte a tal punto que ella se le aparece y le da consejos para bien vivir? Cuando Paul mata a Marietta comprueba que ya las dos son una. ¿Y si Paul hubiese liquidado a Marie porque no era ninguna santa sino una primera Marietta y luego la hubiera santificado para eludir una culpa que, sin embargo, se renueva en la escena del homicidio? Al lector o a la lectora queda la respuesta al enigma que, según se comprueba, es una astucia más de la obra de los Korngold, ya que el libreto fue redactado en colaboración por el músico y su padre Julius, bajo el pseudónimo conjunto de Paul Schott. Rodenbach también fue, como su personaje, un hombre de confines. En su patria, Bélgica, le tocó decidirse por un lado u otro de la frontera lingüística, el flamenco o el francés. Adoptó éste último y participó del movimiento estético que intentó fundar una moderna identidad cultural belga en lengua francesa, con publicaciones como La jeune Belgique y L’art moderne. Rodenbach, por su parte, participó en los comienzos del Partido Obrero Belga (1885), inscrito en la tendencia socialista. Aquí también habitó el límite entre el artista comprometido con causas sociales y políticas de su momento y su lugar, y la adopción de una estética de la autonomía del arte, o l´art pour l´art, cercana a los movimientos franceses del Simbolismo, el Parnasianismo y el Decadentismo. En todo caso, ésta es una obra atravesada por fronteras. Brujas, la ciudad de fondo, está en el límite que separa y a la vez une la vida y la muerte. La mujer es, para Paul, cuerpo sin alma y pecaminoso o alma sin cuerpo y virtuosa, santa o cortesana, señora de su casa o comicastra de la legua. Su programa de vida es la de un burgués piadoso y beatorro, que ama las procesiones, las misas y las novenas, o un rentista aficionado a juergas con polichinelas y colombinas de las que tú me sabes. Nada puede decidir por sí mismo y sólo actúa sometido a voces magistrales: su amigo, el espectro de su esposa, la asistenta-beata, la hembra fatal, fascinante y terrible. Toda estas tensiones le hicieron marchar a París en 1888, donde ingresó de lleno en los ambientes literarios de Francia a partir del cenáculo de Stéphane Mallarmé, jefe del Simbolismo. Un arte de lo indefinido, cultor del misterio y la infinitud, el ensueño y la sugestión musical de las palabras, vocado al nihilismo o a cierta mística de inspiración oriental y que fraguaba, en todo caso, en obra de arte para una comunidad de artistas. Seguramente, Rodenbach heredaba al romanticismo de cuño germánico, la distancia entre el artista y el filisteo que llevaba, a través de la bohe- ) La duplicidad de lo femenino y la imposibilidad de conciliar sus dos mitades en una sola mujer, es propia de la literatura decadente, modernista, simbolista o como quiera llamarse. No son lo mismo pero hoy no toca detenerse en estos matices. En esto cabe hacer un espacio a Georges Rodenbach (1855-1898), autor de la novela Bru255 ta lejana. Ella se ríe porque los atavíos le parecen anticuados y la envejecen. El día en que toda Brujas desfila en la procesión del Santo Sangre, Hugo lleva a su casa a almorzar a Jane, quien descubre la cabellera de la extinta, se la pone al cuello y la toma en broma. No soportando la profanación, Hugo se arroja sobre ella y la estrangula. Y aquí se plantea el espacio de la ambigüedad que sí pasará a la ópera: “Hugo permanecía en plena inconsciencia, como si ignorara lo sucedido. Para él las dos mujeres fundíanse en una sola. Si en vida se parecían, más semejantes eran aún en la muerte, que las había marcado con la misma lívida palidez. No diferenciaba una de la otra, constituyendo el rostro de ambas el único rostro que había amado.” (cito por una traducción anónima, edición La Novela Selecta, Madrid s/f) mia o del cenáculo estetizante, a la cercanía con las masas miserables y sufrientes. El culto a la belleza podía unirse al culto a la justicia y, en ambos extremos, en una distancia libertaria y aristocrática ante el mundo de lo cotidiano, la vida tal cual es, la novela realista y naturalista, el reino de la vulgaridad burguesa. En París lo aguardaba otro confín: el de la capital con la provincia. Él venía de la Wallonia, de la Bélgica francófona, que era como arribar desde una comarca francesa. No obstante ello, el triunfo también alcanzó a escritores similares, tales Verhaeren y Maeterlinck. Finalmente, toda capital abunda en provincianos. La novela de marras acusa notables diferencias con su indirecta versión, la ópera. El protagonista se llama Hugo, su difunta no tiene nombre, el ama de llaves es una vieja campesina muy devota, de nombre Bárbara, y la mujer fatal es una bailarina llamada Jane Scott. Su parecido con la fallecida es completo, tanto en rostro como en cuerpo y voz. Para subrayar la analogía, Hugo la ve interpretar a la resucitada Helena en la ópera de Meyerbeer Robert le Diable. En efecto, poco antes Hugo ha asistido a un sermón catedralicio sobre la muerte, en el cual el predicador ha hecho el elogio de ella como término de la vida terrenal y acceso a la inmortalidad. La ciudad, llena de imágenes sagradas, sofocada de niebla y llovizna, de calles despobladas y visillos entreabiertos a la maledicencia, atravesada por lúgubres campanas, es una constante incitación a morir, un perpetuo memento mori que convierte su arquitectura de laberínticos callejones, puentes de piedra y aguas quietas, en un esbozo de sepulcro. Dominado por una pasión febril, la retira del teatro y le pone piso. La ciudad, gazmoña, ociosa y cotilla, ve con malos ojos la historia, a pesar de que los amantes disimulan, evitando verse a la luz del día. Jane tampoco pisa la casa de su admirador. Bárbara, en tanto, ruega por él y consulta con la superiora de las beatas, mientras revisa alarmada las facturas de las compras de lujo efectuadas por la antigua danzatriz. Vista con rapidez, la fábula es lineal: un viudo virtuoso, corrompido por una fulana farandulera, es llevado al crimen tras gastar fortunas en trajes y joyas, y descubrir que ella no sólo lo esquilma sino que también lo engaña. Pero buscándole las cosquillas, se advierte que esa Brujas ) La pasión languidece y está a punto de extinguirse cuando Hugo hace vestir a Jane con ropas de la muerta, diciendo que son de una parien256 ) 257 piadosa y litúrgica es la instigadora del homicidio, a la vez que, viendo muerta a la pecadora, Hugo la confunde con la santa. ¿No era tan santa? ¿La ha querido matar porque lo merecía? ¿La quiso matar cuando estaban felizmente casados? Afilando todavía un poco más la curiosidad: ¿a quién mata cuando mata a Jane con el pelo de la otra? enamora a Don José y le descubre su lado asesino; hasta la casta Desdémona, con su insistencia a favor de Cassio, enardece en Otelo sus sentimientos de inferioridad social y racial, y asimismo lo anima al uxoricidio. Y suma y sigue. No tan frecuente es, sin embargo, en el género, el amor de un hombre por una mujer que no sabe bien si está viva, reencarna a una muerta o es el espectro de la difunta misma. En cambio, en el cine, Alfred Hitchcock le ha dedicado dos de sus títulos más emblemáticos: Rebeca –basada en la admirable novela de Daphne Du Maurier– y Vértigo –sobre el relato De entre los muertos de Boileau-Narcejac–. Pero la obra de Rodenbach, por lo que se me alcanza, sólo ha merecido una adaptación al filme, al menos en la época sonora: Más allá del olvido, dirigida y actuada en la Argentina, en 1956, por Hugo del Carril, sobre un guión del dramaturgo español Eduardo Borrás y con la actriz Laura Hidalgo. Es muy probable que quien lea estas líneas recuerde a del Carril como cantor de tangos y haciendo el protagonista del filme El negro que tenía el alma blanca basado en la novela de Alberto Insúa. Como director hizo señaladas incursiones en el realismo social: Surcos de sangre, Las aguas bajan turbias. Pasada por el drama que el propio Rodenbach extrajo de su novela, dotándola de diálogos y monólogos de los cuales carece la narración, e introduciendo el personaje del amigo que quiere ayudar a Paul a despojarse de espectros y cementerios, la ópera de Korngold mete la cuña del delirio, que altera sustancialmente la fábula y que permite un final “feliz”. La mujer fatal no es tan fatal y se salva el pellejo. Los amigos se marchan de Brujas y podrán zafarse de torturas ultramundanas. ) Por una parte, la relación entre un hombre de tamaño estándar y una mujer que le descubre su lado siniestro y lo arrastra hacia la verdad de sus partes denegadas, ha sido una auténtica fortuna para algunas de las óperas más canónicas. Manon, con su ansiedad juvenil de no envejecer y no morir, lleva al incauto Des Grieux al vicio y a la ruina; Carmen, en nombre de la fatalidad, 258 simon boccanegra ) Giuseppe Verdi (1813 - 1901) 259 Simon Boccanegra Giuseppe Verdi (1813 - 1901) ÓPERA EN UN PRÓLOGO Y TRES ACTOS. Libreto de Francesco Maria Piave y Arrigo Boito (revisión 1881), basado en Simón Bocanegra, de Antonio García Gutiérrez. Estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia el 12 de marzo de 1857. Estreno de la versión revisada en el Teatro alla Scala de Milán el 24 de marzo de 1881. Producción del Teatro Real (2002). Director musical: Jesús López Cobos Director de escena: Giancarlo del Monaco Escenógrafo y figurinista: Michael Scott Iluminador: Wolfgang von Zoubek Director del coro: Peter Burian Simon Boccanegra: Carlos Álvarez (17, 20, 23, 26, 29) / Plácido Domingo (22, 25, 28) Amelia Grimaldi: Inva Mula (17, 20, 23, 26, 29) / Angela Gheorgiu (22, 25, 28) Japoco Fiesco: Giacomo Prestia (17, 20, 23, 26, 29) / Ferruccio Furlanetto* (22, 25, 28) Gabriele Adorno: Roberto Aronica (17, 20, 23, 26, 29) / Marcello Giordani (22, 25, 28) Paolo Albiani: Ángel Ódena Pietro: Miguel Ángel Zapater Coro Titular del Teatro Real Orquesta Titular del Teatro Real Orquesta Sinfónica de Madrid Julio: 17, 20, 22, 23, 25, 26, 28, 29 20:00 horas Venta preferencial para abonados: 19 al 31 de octubre de 2009 ) * Por primera vez en el Teatro Real 260 Argumento Simon Boccanegra Fernando Fraga Ópera en un prólogo y tres actos de Giuseppe Verdi. Libreto de Francesco Maria Piave, con añadidos de Arrigo Boito, sobre Antonio García Gutiérrez. sentimientos (Recitativo, A te l’estremo addio, y Aria de Fiesco: Il lacerato spirto). Prólogo De noche, ante el atrio de la iglesia de San Lorenzo en Génova, Paolo Albiani y Pietro, dos marineros, hablan de la inminente elección del nuevo dux. Paolo sugiere el nombre de Simon Boccanegra, un corsario, con cuya elección su estatus social mejoraría sensiblemente. Su encuentro con Boccanegra es tumultuoso. Entre ellos dos nunca habrá paz, salvo con la muerte de alguno de ellos dos. Sin embargo, Fiesco vería con buenos ojos que Boccanegra le entregara la niña que ha tenido con Maria. Pero Boccanegra confiesa tristemente que se ha perdido la pista de su hija, al morir la anciana que cuidaba de ella. Fiesco le vuelve con sumo desprecio la espalda. Entre ellos, ya no hay más palabra que entrecruzar (Dúo de Fiesco y Boccanegra: Simon?... Tu!). Cuando, un poco más tarde, le propone a Boccanegra al que ha llamado a Savona, la posibilidad de acceder al gobierno de la república, el corsario acepta sólo porque una vez elevado de rango podría conseguir a Maria, la hija del orgulloso patricio Jacopo Fiesco, con la que ha tenido una relación fruto de la cual ha nacido una niña. Boccanegra entra en el palacio de los Fiesco y, horrorizado, se topa con el cadáver de Maria, ante la sádica satisfacción de Fiesco que desde la calle observa sus reacciones. Su dolor apenas es mitigado con la aparición de Paolo comunicándole que ha sido elegido dux de Génova. Fiesco no puede ocultar su decepción y furia (Final del prólogo: Doge il popol t’acclama). Con esta perspectiva, Boccanegra acepta y Paolo se marcha a anunciar a sus partidarios la candidatura (Introducción, Che diceste?, relato de Paolo, L’atra magion vedete? y coro: Già volgono più lune). Una vez la plaza vacía, del palacio vecino sale majestuoso, pero lleno de amargura y rencor, Fiesco. En una de las habitaciones de su morada yace muerta su hija Maria, víctima de la lujuria de Boccanegra. Maldice a Boccanegra, pero el recuerdo de la hija muerta acaba por dulcificar sus Acto I ) Han pasado veinticinco años. El preludio instrumental con el que se inicia el acto describe el amanecer en el jardín de la residencia de los 261 Cuando el dux se encuentra a solas con la joven Grimaldi, ésta agradece el perdón otorgado a sus enemigos, entre los que se hallan la mayoría de sus parientes. Aunque ella, animada por el buen carácter y la solicitud que le demuestra el dux, acaba por confesarle que no pertenece a esa noble familia, sino que fue una huérfana acogida tras la muerte de la anciana que hasta entonces la había cuidado. Boccanegra siente dentro de sí que se eleva un rayo de esperanza. En efecto, Amelia vivió en Pisa, el nombre de al anciana era el de Giovanna y su rostro coincide con el retrato que el dux le enseña. Ya no existe ninguna duda: Amelia es la hija perdida de Boccanegra y Maria Fiesco. Padre e hija se abrazan tiernamente (Dúo: Dinne, perché in quest’eremo). Grimaldi a las afueras de Génova. En ese periodo de tiempo, Boccanegra como dux ha logrado imponer cierta tranquila convivencia entre patricios y plebeyos, creando un consejo en el que están representados en igualdad de miembros de una y otra facción. En la actualidad Fiesco oculta su identidad bajo el nombre de Andrea. Amelia, considerada la hija del dueño del palacio, Andrea-Fiesco, contempla la belleza del cielo y del mar que parecen unirse en un abrazo de amantes, esperando la llegada de su enamorado Gabriele Adorno (Aria de Amelia: Come in quest’ora bruna). Adorno es un güelfo, enemigo acérrimo de Boccanegra, conjurado contra él en compañía Fiesco y de otros patricios. Al encontrarse, los dos jóvenes, una vez más, se declaran su mutuo amor, que se mantiene firme en medio de tanta adversidad, traición e intrigas (Dúo de Amelia y Adorno: Vieni a mirar la cerula). Boccanegra comunica a Paolo que olvide cualquier esperanza de conseguir la mano de Amelia. Paolo, indignado, ordena a Pietro a que la rapte a la joven y la oculte en casa de Lorenzino, el usurero. Pero Amelia está intranquila y trasmite al amado sus inquietudes. El dux quiere pedir su mano para entregarla a su favorito, Paolo Albiani. Por ello incita a que sin tardanza haga él lo mismo ante Fiesco, apresurando así su enlace. En la sala del consejo Boccanegra preside el gobierno de la república genovesa. El dux ha recibido un mensaje de Francesco Petrarca donde pide a los genoveses que firmen la paz con la otra república con la que rivalizan en la expansión marítima, la de Venecia. Patricios y plebeyos se niegan orgullosamente y Paolo comenta sarcásticamente el asunto (Final I: Messeri, il re di Tartaria). Fiesco y Adorno se encuentran. Fiesco revela que Amelia no es en realidad una hija suya sino una joven de origen desconocido que ha sido adoptada para evitar que Boccanegra confiscara los bienes de los Grimaldi. Adorno declara que su amor por la muchacha es incondicional. Fiesco bendice la unión (Dúo de Fiesco y Adorno: Viene a me , ti benedico). Del exterior llegan gritos de revuelta(Final I: Qual clamor! D’onde tal grida?). Desde el ventanal Boccanegra contempla el alboroto y, al escuchar que la plebe grita “¡Muerte al dux!” envía a un heraldo a decir a los insurrectos que lo que tengan que exigir lo hagan ante él, cara a cara. ) Llega Boccanegra en compañía de su cortejo y Paolo vuelve a admirar la belleza de Amelia. 262 ) 263 sacado de la prisión a Fiesco, proponiéndole que asesine a Boccanegra dormido. Fiesco rechaza con aprehensión tal villanía, despreciando a Paolo al enterarse de que él ha sido efectivamente el inductor del rapto de Amelia (Duetto de Fiesco y Paolo: Prigioniero in qual loco m’adduci?). Al mismo tiempo impide que nadie salga de la estancia. Irrumpe la masa, que trae prisioneros a Fiesco y Adorno. Éste confiesa que mató a Lorenzino porque había raptado a Amelia. Del moribundo supo que cumplía órdenes de un ser poderoso. Adorno sospecha del dux y cuando saca la espada para herirle, aparece de improviso Amelia colocándose entre Boccanegra y el agresor. Paolo guarda otra alternativa: Adorno. Le hace creer que Amelia vive en palacio como amante del dux. El joven, siempre dudando de que esta insinuación sea verdadera, estalla en una ira pronto convertida en plegaria, en la que ruega al cielo que Amelia siga siendo tan pura como los ángeles (Escena y Aria de Adorno: Sento avvampar nell’anima). Amelia narra los acontecimientos vividos últimamente y del relato se desprende que el causante de lo ocurrido es Paolo (Final I. Racconto de Amelia: nell’ora soave che all’estasi invita). Patricios y plebeyos se acusan mutuamente y el dux ha de imponer tranquilidad en el consejo. Primero con energía, luego con tierno paternalismo Adorno convencido por las palabras de Amelia depone su espada (Final I. Concertante: Fraticidi! Plebe! Patrizi! Popolo dalla feroce storia). Queda la sala vacía. Boccanegra aparece cansado, quejándose de la carga que supone gobernar y añorando sus años de juventud cuando surcaba el mar al servicio de la república que ahora dirige. Boccanegra se dirige a Paolo y le obliga a maldecir al culpable, maldición que repiten con rabia apenas contenida todos los presentes. Paolo queda conmocionado (Final I. Maldición: Paolo/ Mio Duce). Se reúne con él Amelia, la cual, interrogada por el padre acaba de confesar su amor por Adorno, su acérrimo enemigo. Boccanegra manifiesta su descontento, pero Amelia pide que le perdone. Antes de echarse a descansar, el dux bebe de la copa envenenada. Cuando parece del todo adormecido, regresa Adorno empuñando un puñal y, de nuevo, su mano es detenida por la aparición de Amelia. Ésta no aclara lo que está pasando entre ella y el dux, aumentando con ello las sospechas y el furor de Adorno (Escena y Dúo de Amelia y Adorno: Parla, in tuo cor virgineo). Acto II Una estancia reservada al dux en el palacio ducal de Génova. En estos momentos para Paolo sólo existe una idea fija: vengarse de Boccanegra. En una copa que es usada por el dux echa unas gotas de veneno (Escena y Arioso de Paolo: Me stesso maledetto). Pero su venganza sería más efectiva si se llevara a cabo por otra vía y para tal fin ha ) El dux se despierta y comprende rápidamente lo que está sucediendo. Por un comentario 264 Un capitán ordena que por respecto a los vencidos no se haga celebraciones de victoria (Recitativo: Cittadini, per ordine del Doge). de Boccanegra, Adorno se entera de que Amelia no puede ser su amante ya que es su hija. Arrepentido por sus injustas sospechas y celos, pide perdón (Escena y terceto de Amelia, Adorno y Boccanegra: Perdon, perdon, Amelia). Bajo los efectos del veneno, aparece Boccanegra. Andrea se le enfrenta descubriendo su auténtica personalidad: es Fiesco que vuelve como un fantasma del pasado a exigir responsabilidades. Boccanegra se siente feliz por esta aparición, ya que ahora sí puede satisfacer lo que antaño le fue imposible realizar: entregarle a aquella niña perdida. Porque Amelia no es otra que Maria su nieta. Conmovido Fiesco, sella definitivamente la paz con Boccanegra. Es la última alegría que le queda al dux antes de morir (Dúo de Fiesco y Boccanegra: Delle faci festanti al barlume). Provenientes del exterior se escuchan ruidos de combate. Son los enemigos del dux que se han levantado en armas. Adorno, ahora completamente aliado de Boccanegra, se ofrece como mensajero de perdón y paz ante los rebeldes. Su premio será la mano de Amelia (Coro y final: All’armi, all’armi, Liguri). Acto III Moribundo, Boccanegra da la bendición a Amelia y Adorno, a quien también nombra su sucesor. Luego muere plácidamente (Cuarteto de Amelia, Adorno, Boccanegra y Fiesco con coro: Gran Dio li benedici). Otra sala en el palacio ducal, con vistas al mar. La revuelta güelfa contra Boccanegra ha sido sofocada. Paolo, por su participación activa en ella, es condenado a muerte. Antes de subir al cadalso, desesperado al escuchar los cánticos de la boda entre Amelia y Adorno, tiene tiempo de confesar a Fiesco, oculto en palacio, que ha envenenado al dux (Preludio y coro: Evviva il Doge!). ) Fiesco, en el ventanal, anuncia la muerte de Boccanegra y quien será su sucesor al frente de la república genovesa: Gabriele Adorno. 265 De Simón Bocanegra a Simon Boccanegra Luis Sunén lo en Simon Boccanegra es precedente indudable del Iago de Otello. La importancia de esa versión definitiva es tal que ha conseguido arramblar definitivamente la primera, de 1857, por más que haya habido intentos por reivindicarla, como el de Roger Parker en sus notas a la que, si no nos equivocamos, es la única edición discográfica de la obra2. Antonio Garcí a Gutiérrez (Chiclana, 1813Madrid, 1884) publicó la primera edición de su Simón Bocanegra en 1843 –Madrid, Imprenta de Yenes–. Hubo una segunda en 1856 –Madrid, Imprenta de Cipriano López– y una tercera aparecería en sus Obras escogidas en 1866 –Madrid, Rivadeneyra–, con prólogo, aunque este figure sin firma, de Juan Eugenio Hartzenbusch. Verdi ya se había servido de El trovador (1836) del propio autor chiclanero, atraído por la imbricación del drama personal en el contexto social: renuncia, pretendidos derechos de clase, enemistad política, crisis colectiva, como muy bien señala Luis F. Díaz Larios.1 Con Simón Bocanegra nos encontramos en un entorno anímico parecido que, además, permitirá a Verdi recapitular sobre lo hecho, ahondar en el universo dramático de Macbeth y Rigoletto y tratar de responderse a sí mismo acerca del camino abierto con Don Carlo, Aida y –no lo dejemos de lado– con el Réquiem. Ya sabemos, además, que la versión definitiva, la de 1881, será también fuente para Otello. Es interesante esta intertextualidad o esta relación que va desarrollándose a lo largo del tiempo en la obra de Verdi y de la que Simon Boccanegra es ejemplo evidente. Ahí están Samuel y Tom en la Escena V del Acto II de Un ballo in maschera prefigurando a Bardolfo y Pistola de Falstaff –por no hablar de la muerte de Riccardo en esta misma ópera, tan interesante de comparar con la del Dux–. Y, naturalmente, Pao- ) El drama de García Gutiérrez le ofrece a Verdi, además, una trama amorosa hasta cierto punto poco convencional por lo que tiene de equívoca en su desarrollo, con antagonistas directos, como Paolo y Gabriel Adorno, o que siéndolo en principio deberán rectificar, como el propio Gabriel y el protagonista de la pieza. La acción tiene lugar en la Génova del siglo XIV, lugar lo suficientemente atractivo como para otorgar el hálito romántico necesario al clima que se supone y que llega por la doble vía de la ejemplaridad política y el asunto amoroso. La primera nos lleva de la lucha por el poder a la servidumbre que puede conllevar su logro pasando por la importancia del pueblo como anhelante de justicia. Simón Bocanegra es una obra con su parte política bien armada, que revela la personalidad del que supera la sucesión de la nobleza en el poder, de quien pasa de corsario a primer Dux de la República de Génova mientras afronta su propia tragedia personal3. De lo que conocemos por la historia, García Gutiérrez ob266 via –y dulcifica por ello– rasgos de autoridad que seguramente marcaron lo que hoy llamaríamos la gestión política de Bocanegra4 pero al introducir el asunto de su hija perdida y hallada pone ante nuestros ojos la figura de un desgraciado en su vida privada que al fin se encuentra, ya preso del veneno que le lleva a la muerte, con su doble destino en el espejo de su viejo enemigo Fiesco, un personaje a quien dejará moralmente desnudo su encuentro con la verdad. Esa versión del caudillo que desde abajo pacta con el poder establecido correspondería, para García Gutiérrez, al anhelo de una sociedad en cambio como la española del día de su estreno, con su burguesía rampante bajo un gobierno moderado. un Gabriel que, a la postre, y en razón de ello, no podrá ser enemigo sino yerno. Todo ello muestra una acción, por así decir, interna, extraordinariamente rica, una suerte de entramado de los sentimientos que se inserta en la composición con toda naturalidad. Al espectador –bien lejos de un esquema más tradicional ligado a la sucesión de arias, coros, dúos y el imprescindible concertante al final de cada acto– se le introduce en el núcleo de un drama y no en la manifestación de su cáscara. Ahí está, como ejemplo entre otros muchos, cómo a la conclusión de la escena en la que Simon reconoce a su hija le sigue prácticamente sin transición la intervención del malvado Paolo y su diálogo con Pietro. O el subrayado, en el mismo diálogo con su hija, en ese momento crucial para desvelar la personalidad del protagonista, de unas palabras reveladoras –“E vo gridando: pace! E vo gridando: amor!”– que ennoblecen a quien las pronuncia. El encuentro de Gabriele con el Dux dormido, la tentación de asesinarle, la mezcla de respeto y perplejidad del momento es otro de esos episodios que muestran en plenitud el genio verdiano a través del manejo de la orquesta con mano maestra para que el espectador quede subyugado por la escena. Por cierto, no extraña demasiado que la Paráfrasis sobre Simon Boccanegra de Franz Liszt, escrita en 1882 –un año, pues, después del estreno en La Scala de la versión definitiva y encargo del editor Ricordi– sea la última de las que compuso, y la menos virtuosística –también, quizá, la más profunda–, ni, desde luego, la presencia que tienen en ella el Prólogo y la escena de la bendición del matrimonio de su hija por parte del Dux moribundo –aquí con una posible interpretación psicológica de la intervención lisztiana que nos llevaría, quizá, demasiado lejos–. ) La falsilla histórica de la obra de García Gutiérrez –y de su trasposición operística– sirve a unas cuantas direcciones dramáticas por más que el amor sea la trama interna que sostiene su tejido. Amor entre Susana/María –Amelia/Maria en la ópera– y Adorno; amor de Paolo –el único personaje, entre todos, verdaderamente malvado– por la mujer que nunca podrá alcanzar; amor, en definitiva, y una vez más, entre padre e hija, ese dato tan verdiano sobre el que tanto se ha escrito. Y amor que termina en doble dirección: la muerte para Simon y el poder para un Gabriele -que, al encontrarse con Amelia, manifestará que, si un corazón no ama, ni “gemme, possanza, onor” podrán satisfacer su anhelo. Amelia alcanzará el logro de ese amor mientras es testigo de su propia desgracia, resuelta al fin y no sin dolor. El equívoco y su resolución juegan un papel enormemente práctico en lo teatral, con un Dux que no puede ser amante pues es padre –y Verdi evitará toda truculencia en la anagnórisis–, o la perplejidad de 267 ese instante crucial una grandeza que no tenía en la versión original mientras, al mismo tiempo, entrecruza hasta el límite todas las tramas interiores que se mueven por la escena. Y notemos que esa grandeza de Simon –que no necesita de aria alguna para manifestarse10– sirve para centrar al personaje, para no reducirlo a alguien que lleva demasiado tiempo en el poder sino para manifestar la realidad íntima de alguien a quien la tragedia le ronda como el águila a un conejillo asustado. Simon ha sido un “corsaro al servizio della Reppublica Genovese” pero ahora es el Dux de Génova y su dignidad se impone frente a todos, aunque algunos le odien. Sea lo que fuere, el caso es que el autor –o los autores, ya claramente, si nos referimos a la versión de 1881– del libreto adaptan con pericia suficiente el trabajo de García Gutiérrez que, al fin, queda para la ópera más diáfano que el de Il trovatore, no precisamente un ejemplo de claridad expositiva aunque tampoco el que nos ocupa se desarrolle sin obstáculos, cuestión esta que tantas veces puede lastrar los resultados de una partitura pero que aquí, a la vista del logro musical, y a estas alturas de la historia, nos acaba pareciendo asunto menor. No hay motivo para pensar que el éxito de la pieza teatral de García Gutiérrez se debiera sólo a la predisposición de la audiencia frente a lo que más o menos claramente se revelaba como un reflejo del cambio social sino –y no lo menos importante entre otras cosas– también a que el público entendió su trama. Sin embargo una de las críticas que se hicieron al estreno de la primera versión de Simon Boccanegra en Venecia, el 12 de marzo de 1857, fue lo incomprensible del libreto, cosa que hoy nos parece bastante más predicable de Il trovatore que de la historia genovesa. Un libreto que es obra de Francesco Maria Piave aunque con algunas reservas que han generado la correspondiente literatura crítica. Verdi encargará a Piave trabajar sobre la obra de García Gutiérrez pero, al parecer, mientras componía a partir de los primeros envíos de su libretista, se encuentra en París con Antonio Somma –que más tarde se encargaría de Un ballo in maschera en rocambolescas circunstancias– y le pide algún retoque en el texto. Charles Osborne5 y Frank Walker6 –apoyado este luego por Vincent Godefroy7– aseguran que Giuseppe Montanelli intervino en el trabajo de Piave, cosa que Massimo Mila –que no puede ocultar que Simon Boccanegra no es una de las obras de Verdi que prefiere– niega con vehemencia8. Boito será quien pula el original pero no querrá que su nombre aparezca en la edición de una partitura cuya revisión, al fin, no será tan amplia como estaba previsto pero sí lo suficientemente intensa. Lo que parece claro –pues está bien documentado en la correspondencia entre Verdi y Boito9– es que la idea del cambio en la Escena II del Acto I pertenece al propio Verdi, quien, en uno más de esos golpes de genio que caracterizan su última etapa creadora, se da cuenta de la necesidad de otorgar a ) La verdad es que hay momentos de la obra de García Gutiérrez, por lo demás más que estimable, en las que el ripio aflora incontinente. Así, en el diálogo entre Simón y Susana en la Escena VII del Acto III, esta llega a decir: “Hasta lograr su perdón / opondré mi intercesión”. Pero la misma escena se resuelve con una cierta grandeza, no exenta de retórica pero tampoco de eficacia: “En blando o funesto yugo / nuestra suerte han de igualar, / o tu mano en el altar, / o el hacha de tu verdugo”. O cuando, en el mismo episodio, Si268 ) 269 món define su amor de padre como “hoy gigante, si ayer niño”. Tengamos en cuenta que el tiempo ha pasado por el romanticismo español –con la salvedad imperecedera de esa obra maestra que es Don Juan Tenorio de Zorrilla– mucho más deprisa que sobre el verso del Siglo de Oro, tan cualitativamente superior como si hubiera sido escrito en otra galaxia. Y, sin embargo, es la misma tradición a la que le importan menos que a otras –el teatro francés, por ejemplo, tan sometido a las reglas– cuestiones como el tiempo o el espacio escénicos. No plantea, por cierto, Simón Bocanegra este problema salvo, naturalmente, si tenemos en cuenta que el Prólogo se desarrolla veinticinco años antes que el resto de la obra, sin que el espectador sufra después sobresalto alguno, más bien lo contrario al dársele la clave que contextualiza el resto. pregunta directa fruto de la perplejidad de la propuesta de un usurero, por más que noble, como primer mandatario de la República. En el original teatral, sin embargo, la acción se inicia con una pregunta y una respuesta bien palmarias –“¿Paolo Albiani?”, pregunta Piettro (sic); “¿Quién me llama?”, responde Paolo–. Bien es verdad que, de esa forma, ya sabremos en la tercera línea de la pieza de García Gutiérrez los nombres de quienes hablan mientras en la ópera necesitaremos recurrir a la sinopsis de las notas al programa, cosa que, por otra parte, suele suceder. Pero esto es una nimiedad, una curiosidad si se quiere frente a la enorme pertinencia de un Prólogo que funciona magníficamente, que en la obra teatral nos sitúa en el ambiente opresivo –esa oscuridad, esa tristeza, esa desolación que el propio Verdi admite y asume convencido de que es uno de los rasgos fundamentales de la partitura– que reinará en la ópera, con el contrapunto siempre recurrente del mar como fondo. Otro elemento magníficamente resuelto por García Gutiérrez en sus acotaciones es el declinar de las luces de Génova paralelamente al irse la vida del cuerpo de Simón, y Verdi lo traslada seguramente de mil amores y lo incluye igualmente en sus indicaciones, siempre precisas en lo escénico y absolutamente escrupulosas en lo que toca a la expresión de los cantantes y la orquesta. A veces hasta reiterando la indicación a aquellos: “misteriosamente, sempre sottovoce, con mistero”, le marca en un momento dado a Paolo mientras a Simon llega a pedirle que cante “con tremenda maestà e con violenza sempre più formidable”, precisamente dirigiéndose a Paolo. No hay espacio para comparar ce por be la pieza teatral y el libreto de la ópera, pero podemos traer a colación un par de muestras interesantes. Quizá el mejor ejemplo de la sabiduría teatral de García Gutiérrez esté en el Prólogo –también lo tiene El trovador, pues ello es la escena primera de la Jornada inicial a cargo de Guzmán, Jimeno y Ferrando– que será, igualmente, lo mejor de una obra tan cumplida. La lectura del Prólogo nos introduce en un universo en el que el conocedor de la partitura verdiana se encontrará como en casa y pensará, seguramente, en las sombras que rodean a Macbeth. El diálogo fluye con la naturalidad con que puede hacerlo entre conspiradores. Los libretistas de Verdi dan un paso más en el arranque de la ópera que, con ellos, se abre con mayor audacia –“Che dicesti? All’onor di primo abate Lorenzin, l’usuriere”, entona Paolo11– a través de una ) El crítico Joseph Kerman, refiriéndose a Tristán e Isolda de Wagner hablaba de la ópera 270 como “poema sinfónico”12. Mutatis mutandis, dentro de la producción de Verdi, podría decirse algo parecido de Simon Boccanegra por lo que la orquesta –“motor del drama”, como señala, refiriéndose a Il trovatore, Alessandro Zignani13– aporta de elemento decididamente esencial. Nobleza, compasión, amor, intriga política y equívocos resueltos desembocan en una tragedia que el espectador intuye desde el principio gracias al genio que escribe ese Prólogo que el autor de estas líneas –ya lo ha visto su lector sobradamente– admira sin reserva alguna. La ópera es aquí –como sucede en Macbeth o en Rigoletto o en Don Carlo– una continua experiencia de la emo- ción o, si se prefiere, una muestra de la capacidad emocional a que nos conduce la superación del melodrama tradicional a partir de una tensión también armónica. Y ello, además, por medio del equilibrio entre los sucesivos elementos del drama, no el menor, desde luego, los movimientos internos que se producen en la acción general, lo que revela, igualmente, una plena sabiduría acerca de los recursos de la ópera lograda por Verdi a lo largo de su propia experiencia, de los más de cuarenta años que van de Un giorno di regno a la segunda versión de Simon Boccanegra, una obra que el tiempo ha acabado por situar entre sus logros mayores. Notas: 1. Antonio García Gutiérrez, El trovador y Simón Bocanegra. Edición de Luis F. Díaz Larios, Planeta, Barcelona, 1989. A lo largo del artículo se alternan los títulos de las obras –teatral y operística- y los nombres de sus protagonistas según nos refiramos a una u otra. 2. Publicada en 2004 por la firma británica Opera Rara con la referencia ORCV302. 3. La institución del dux durará hasta la conquista de Génova por Napoleón en 1797 y lo mismo le sucederá a Venecia. 4. Tanto García Gutiérrez como Piave incurren en el error de hacer posible el traspaso del poder de Bocanegra a Gabriele Adorno, lo que no se corresponde con el complejo sistema que se usaba en Génova y cuya trasposición a la resolución del drama hubiera sido poco factible. No cabía una “escena de la coronación” de Adorno pues hubiera supuesto una suerte de corolario ineficaz a lo que termina de forma tan clara. 5. Charles Osborne, The Complete Operas of Verdi. An Interpretative Study of the Librettos and Music and their relation to the Composer’ Life, Gollancz, Londres, 1969. 6. Frank Walker, Giuseppe Montanelli e il libretto de Simon Boccanegra, Bolletino quadrimestrale dell’ Istituto di Studi Verdiani, nº 3, Parma, diciembre de 1960. 7. 8. Vincent Godefroy, The Dramatic Genius of Verdi, Vol. II, St. Martin Press, Nueva York, 1978 Masimo Mila, El arte de Verdi, traducción de Carlos Guillermo Pérez de Aranda y Cristina Smeyers Tamargo, Alianza Editorial, Madrid, 1992. 9. Charles Osborne, Letters of Giuseppe Verdi, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1972 10. Sólo hay una en toda la ópera que pueda definirse como tal: Il lacerato spirito, a cargo de Fiesco. 11. El comienzo del diálogo sobre la música hace pensar inevitablemente en otro momento prodigioso, del mismo cariz, escrito sesenta años después: ese en el que Flamand, en Capriccio de Richard Strauss, pronuncia sobre las notas del Sexteto de introducción la frase “Bezaubernd ist sie heute wieder!”. 13. Joseph Kerman, Opera as Drama, Vintage Books, Nueva York, 1956 Alessandro Zignani, Carlo Maria Giulini. Una demonica umiltà, Zecchini Editori, Varese, 2009 ) 12. 271 Simon Boccanegra o el paso a la modernidad José Alberto Pérez Díez fuerzas para extraer nada más de su «viejo puchero de colores». Con la recomposición de su Boccanegra, Giuseppe Verdi logró cumplir, en este sentido, lo que Richard Wagner sólo alcanzó a desear. El caso de Simon Boccanegra es, en cierto modo, análogo al del Tannhäuser wagneriano: una ópera de corte tradicional estrenada en una etapa relativamente temprana en la evolución de su compositor, sobre la que se vuelve muchos años después, tras haber recorrido un largo camino, para recrearla desde una estética transformada por una profunda maduración. Si Wagner, en la que fue su segunda gran ópera romántica tras El holandés errante, se adecuó en gran medida a las convenciones del género operístico alemán, al estilo de Weber o Marschner, Verdi propuso en 1857 un Simon Boccanegra atomizado en números cerrados, con sus arias y dúos acabados en resultonas cabalette según el gusto del bel canto. Pero la revisión profunda que efectuó en colaboración con Arrigo Boito para su reestreno en 1881 –un año antes de que viera la luz Parsifal–, permite hablar de una ópera completamente nueva. En esto Verdi fue un paso más allá que su coetáneo alemán: las alteraciones y adiciones que Wagner fue haciendo a la partitura de Tannhäuser, tan distintas en estilo a la versión original dresdense, mucho más seca y convencional, se pueden considerar meros «parches» –eso sí, gloriosos– que no eran suficientes para desarrollar la plena potencia de la historia del cantor del Wartburg. Consciente de ello, y sólo tres semanas antes de morir, llegó a afirmar que «aún le debía al mundo un Tannhäuser». Pero exhausto por la composición del Festival escénico sacro, Wagner no tenía ya ) La historia comienza en la primavera de 1856, cuando Verdi aceptó la oferta, propiciada por Francesco Maria Piave, de escribir una nueva ópera para La Fenice de Venecia, donde tres años antes había estrenado La traviata. Piave había colaborado con Verdi en la redacción de los libretos de algunas de sus mejores óperas hasta la fecha, entre ellas los de Ernani, Macbeth, Rigoletto y La traviata, y lo volvería hacer una vez más tras Simon Boccanegra con La forza del destino. El tema de la nueva ópera lo había decidido Verdi personalmente ya a mitad del verano, informando por carta al libretista el 31 de julio: «Creo que he encontrado el tema para Venecia.» Quizá queriendo repetir el éxito de Il trovatore, Verdi volvió la vista hacia otro drama histórico de Antonio García Gutiérrez, Simón Bocanegra, que no se había publicado en italiano y que, podemos suponer, fue traducido para el compositor por su segunda esposa, Giuseppina Strepponi. La historia del corsario genovés alzado al trono ducal debió de tener un interés añadido para Verdi, que había pasado largas temporadas estivales en una villa en Génova a la orilla del mar. La génesis del libreto estuvo salpicada de impedimentos y dificultades, incluyendo un enfado entre 272 maschera, quien fue un barítono agudo bastante dado a indisposiciones de naturaleza nerviosa. Piave y Verdi, y los peros del crítico y compositor Abramo Basevi, quien declaró haber tenido que leer el texto seis veces antes de encontrarle sentido a la intrincada historia. Sea como fuere, la composición de la ópera siguió adelante, y su autor abrigaba grandes esperanzas para el estreno. Verdi planeaba ya el reparto, adaptando las líneas de canto a los solistas que habrían de crear los personajes: en la revisión de 1881 tuvo que subir la línea del tenor para adaptarla al brillante instrumento de Francesco Tamagno, el primer Otello, más agudo que el de Carlo Negrini, y tuvo que bajar la de Simon para adecuarla a la voz de Victor Maurel, pronto el primer Iago y el primer Falstaff, cuando el papel fue originalmente escrito para el gran Leone Giraldone, creador también del Renato de Un ballo in ) El estreno de la obra, el 12 de marzo de 1857, no fue precisamente un éxito. Verdi escribía a la condesa Maffei: «He sufrido un fiasco en Venecia casi tan grande como el de La traviata. Creí haber compuesto algo pasable, pero parece que estaba equivocado.» La reposición de la obra en Nápoles y en Roma fue recibida con cierto agrado, pero en La Scala de Milán –en 1859– fue un desastre, y en Florencia la función terminó, directamente, entre las carcajadas del público. Basevi escribió lo siguiente en su Studio sulle opere di Giuseppe Verdi en aquel mismo 1859: «A juzgar por el prólogo, no puedo por menos de afirmar que Verdi quería seguir, aunque desde cierta distancia, los pasos de Wagner, el 273 en su inicio– de toda la ópera, quedó sustituido por una noble y reposada introducción que, in medias res, da paso a la primera escena del prólogo entre Paolo Albiani y Pietro, que se encuentran ya en escena en vez de entrar tras la subida del telón. El número de adiciones, retoques y alteraciones es tan grande que, efectivamente, no erramos en hablar de una obra enteramente nueva. Sirva de ejemplo la citada escena inicial del prólogo: un breve vistazo a ambas partituras revela que Pietro, barítono en el original, pasa a ser un bajo, y que la línea de canto de Paolo también desciende sustancialmente. La conversación se torna más queda, y la orquestación parece más continua, mejor trabada. Verdi, en su madurez como autor operístico, opta por engarzar los números individuales en un discurso musical fluido y unitario: la influencia de la «melodía infinita» de Wagner es manifiesta. Verdi hace que sus personajes parlamenten de forma natural sin apenas detener la acción para lucimiento del cantante, eliminando además todas las cabalette de la primera versión. Las arias que resultan del nuevo trabajo, mejor integradas en el continuo musical, no son tan conocidas como las páginas de relumbrón que se asocian con otras óperas de Verdi –no hay un «La donna è mobile» o un «Celeste Aida»–, y quizá esto puede explicar, junto con lo extraño de la trama, la relativa impopularidad histórica de una ópera que supone un paso fundamental del Verdi maduro hacia sus dos últimas e inmensas creaciones de inspiración shakespeariana: Otello y Falstaff. Y es que la música de Simon Boccanegra, concentrada y tensa, quizá hasta áspera en ciertos momentos, y de una considerable sobriedad en muchos otros, está llena de melodías magníficas, de páginas de una belleza arrebatadora ante la omnipresencia musical del mar. conocido subversor del estado actual de la música.» Este era el sentir de los tiempos: Verdi comenzaba a flirtear con los modos de los teutones. ) Habría de pasar una década hasta que, ya en 1868, Giulio Ricordi propusiera una revisión de la obra que no se materializaría hasta muchos años después, a comienzos de 1879. Para entonces había logrado interesar a Verdi en una colaboración con Boito, como compositor y libretista, para Otello, y sugirió que quizá la revisión de Boccanegra sería un buen momento para que ambos trabajaran juntos antes de acometer una empresa de mayores dimensiones. «La partitura es demasiado triste, demasiado depresiva», decía un Verdi que en principio pensó dejarla casi intacta y recomponer fundamentalmente el acto primero para «darle más variedad». ¿Cómo hacer esto? En un mensaje a Ricordi a finales de 1880 Verdi afirmaba haber encontrado la solución: recordaba dos cartas enviadas por Francesco Petrarca a los dux de Venecia y Génova –el mismísimo Boccanegra– instándoles a detener la lucha entre ambas repúblicas. La aparición de la misiva en escena, a la que Paolo contesta jocosamente con aquello de «Atienda a sus rimas el cantor de la bella aviñonesa», constituyó la idea embrionaria de la principal innovación de la obra revisada respecto a la original: la gran escena del Consejo sobre la que pivotaría el resto del drama, constituyendo su verdadero núcleo temático. Se hizo evidente que los cambios respecto a la versión de 1857 no serían sólo superficiales, sino que afectarían a lo fundamental de la estructura dramática de la obra. Los pequeños retoques musicales se convertirían en docenas de pequeños y grandes cambios en la orquestación y en las líneas de canto. El breve preludio original, una suerte de amalgama temática –bastante deslavazada y algo populachera 274 dúo con Amelia en el jardín y, decisivamente, en la El reparto viene encabezado por el «primo baritono», como en Rigoletto, que pasa de encarnar al habitual personaje de reparto a protagonizar la función. Como ya se ha comentado, en 1881 la línea de canto de Boccanegra fue ajustada a la voz de Maurel, descendiendo para apoyarse en el grave hasta el Do 2, si bien el cantante ha de poseer los agudos sólidos que Verdi habitualmente requiere, hasta el Fa 3 sostenido. El papel exige además un consumado cantante-actor que esté a la altura de los desafíos dramáticos que presenta un personaje que debe alternar el ejercicio de la autoridad política con las escenas humanísimas con su hija recobrada y con Fiesco, y que ha de mostrar con convicción el tránsito de los 25 años que tiene en el prólogo a los 50 del resto de la obra. Su gran escena es, por supuesto, la del Consejo (acto I, cuadro II), donde ha de brillar su imponente llamada a la concordia («Plebe! Patrizi! Popolo dalla feroce storia!») y su majestuosa admonición a Paolo («In te risiede l’austero dritto popolar»), que concluye con la maldición al traidor. El lamento por la amada muerta en el prólogo, el reencuentro con la hija que creía perdida y la conmovedora escena mortuoria (que concluye con el sobrecogedor «Gran Dio, li benedici») son otros de sus grandes momentos. El encargado del papel de Jacopo Fiesco, «il primo basso profondo», ha de poseer una voz rocosa y amplia –dos octavas completas, del Fa 1 al Fa 3–, y es el otro pilar vocal que sustenta la ópera. Aparece en el escenario como testigo de casi toda la acción, aunque sólo se le concede una gran escena en solitario al comienzo del prólogo con su única aria («Il lacerato spirito»). Gabriele Adorno, el papel del «primo tenore» con extremo superior en el Si bemol 3, tiene su mejor página en la escena quinta del segundo acto («O inferno!») con la bellísima aria «Cielo pietoso, rendila», y debe intervenir en su tortuosa intriga que lleva al envenenamiento de Simon durante el segundo acto. La réplica amorosa se la ha de dar Amelia Grimaldi (o sea, Maria, hija de Boccanegra y nieta de Fiesco), papel cuya tesitura oscila entre el Do bemol 3 y el Do 5, escrito para una típica soprano lírica verdiana. La cantante debe afrontar en frío su aria de salida («Come in quest’ora bruna sorridon gli astri e il mare!») a comienzo del acto primero, más el encendido dúo con Gabriele a continuación, y la espléndida escena del reencuentro con su padre (acto I, escena VII), y junto con Gabriele habrá de cantar con expresividad la bellísima exclamación «Padre, padre!», en piano, a la muerte del Dux. Por último, el de Paolo Albiani es uno de esos casos en que un personaje comprimario puede arruinar una estupenda representación si se elige un mal cantante: es él el que mueve los hilos de la trama, entronizando al comienzo al nuevo Dux, viendo después traicionadas sus expectativas de casarse con Amelia y ejerciendo, por ello, su venganza contra quien considera su propia criatura. Su horror al pronunciar la maldición contra sí mismo al final de la escena del Consejo ha de ser uno de los momentos más sobrecogedores de la velada. Y, con todo lo dicho, creo que cabe poca duda de que el espectador de la versión revisada de Simon Boccanegra se encontrará ante una de las obras cumbre del arte lírico de Giuseppe Verdi, una obra quizá de asimilación menos directa o sencilla que otros títulos de su extensa producción operística, pero que sin duda supone la transición definitiva del arte verdiano a la plena ) modernidad musical y dramática. 275 ) Amigos de la Ópera 276