OPINIÓN

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NACIONAL
LUNES 2
DE FEBRERO DE 2015
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OPINIÓN
ARTÍCULO
ENRIQUE KRAUZE
Aniversario
en Ingeniería
E
ste febrero se cumplen 50
años del ingreso de mi generación a la Facultad de
Ingeniería.
Recuerdo la primera
semana, la elección de grupos (había
nueve) y el temido ataque de los verdugos que acosaban a los “Perros”,
práctica inocente pero salvaje que
-como tantas cosas- cambió en 1968.
Comparado con otros compañeros
que caminaron con correa por la explanada, me fue relativamente bien:
una rapada de “carreterita” enfrente
de todo el salón.
El edificio esbelto y espacioso se
ha conservado hasta ahora: la rampa
entre sus dos cuerpos, sus atareadas
escaleras y pisos, los laboratorios
(que tenían máquinas centenarias),
los colorines del jardín, la cafetería y
el auditorio, escenario de las pruebas
finales (donde copiar era práctica común, pero inútil: los buenos maestros
lo descubrían).
Creo recordar a casi todos los profesores. Sobre el matemático Enrique
Rivero Borrell he escrito un perfil: así
de fuerte siento su presencia, su suave imperativo de orden y claridad.
Manuel Chávarri, recién fallecido,
era muy querido por nosotros. Nos
daba una divertida y sustancial clase
de Álgebra.
El temible Daniel Huacuja nos
enseñó los arcanos de la Geometría
Descriptiva. Alfaro Manzanilla impartía Dibujo Constructivo (es un decir,
porque estaba en la luna, enamorado).
Paillés, una buena clase de Física.
Rodrigo Castelazo era un viejo
pintoresco, de quien se contaba esta anécdota: “¿Qué es el infinito?”, le
preguntó alguien. Castelazo tomó un
gis, salió pintando las paredes, y así
regresó, pintando las paredes, un mes
después: “¿Entendió usted, niñito, lo
que es el infinito?”.
Me vienen a la mente muchos
otros: el generoso Odón de Buen, el
caballeroso Manuel Viejo Zubicaray,
los apreciados hermanos Jiménez
Espriú (Enrique y Javier), el dinámico
Mauricio Merikanskas, la interesante
clase de Ingeniería Económica de Manuel Zevada y el deslumbrante curso
de Investigación de Operaciones de
su compañero en Stanford, Benito
Marín Pinillos; mi humanista amigo
Carlos Gómez Figueroa, Juan N. Dyer
de León (Resistencia de Materiales),
el pintoresco ingeniero De la Serna
(Mecánica de Fluidos), don Jacinto
Viqueira Landa (elegante y preciso
decano de la Ingeniería Eléctrica), el
legendario Adolfo Orive Alba (de quien
fui ayudante) y nuestro querido director de tesis: Abraham Mariles.
De Marco Aurelio Torres H. no fui
alumno, pero cuando lo veía en los
“Pumitas” -su cantera de futbol infantil- le decía maestro. Lo mismo a
Heberto Castillo, quien tendió puentes más allá de la ingeniería.
Aunque había maestros “barcos”
(“pase ahora, estudie después”) y
maestros sádicos (recuerdo al menos dos), la planta de profesores era
dedicada, exigente y seria.
Los cursos de Ingeniería Industrial
fueron particularmente útiles: con sus
“teorías de colas”, “tiempos y movimientos” y otros temas, formaban
en el alumno la práctica de ensayar
soluciones, de ver las cosas de otro
modo, de distinguir, fundamentar, du-
DE POLÍTICA
Y COSAS PEORES
LA ESTACIÓN
GERARDO
GALARZA
CATÓN
Desalmados
L
A la memoria del doctor Rafael
Lemus Muñoz Ledo, con un gran
abrazo para su familia.
E
l miércoles 28 de enero,
luego de la relatoría de la
Procuraduría General de
la República (PGR) sobre
los hechos de la noche del
26 de septiembre de 2014 en Iguala,
Guerrero, en entrevista para Grupo
Imagen Multimedia, el reportero Pascal Beltrán del Río, director editorial de
las páginas de Excélsior, le preguntó
a Jesús Murillo Karam, titular de la
PGR, su opinión sobre el desparpajo
en las declaraciones ministeriales de
los presuntos responsables del secuestro, muerte e incineración de los
43 jóvenes estudiantes de la Normal
de Ayotzinapa.
“Hablan con una normalidad impresionante, como si estuvieran hablando de armar un rompecabezas.
No tienes idea de cómo me preocupa
que jóvenes maten a jóvenes con esa
crueldad, con esa insensibilidad brutal, con esa pérdida de humanismo...”,
respondió el procurador.
La pregunta del reportero y la
respuesta del funcionario llevaron
(impusieron) al escribidor a recordar
el origen de Macondo.
Como saben los lectores de Gabriel
García Márquez, Macondo fue fundado cuando “el mundo era tan reciente,
que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que
señalarlas con el dedo”. Saben también que Macondo fue fundado por
unos, digamos, colonos encabezados
por el gallero José Arcadio Buendía,
quien la tarde de un domingo mató
de una lanzada en plena garganta a
Prudencio Aguilar, su rival en peleas
de gallos, quien al perder lo insultó
con una “felicitación” en la que le deseó que el gallo ganador le hiciera el
favor a su mujer Úrsula Iguarán, en
un hecho que fue considerado como
asunto de honor.
Pese a esa atenuante, el fantasma
de Prudencio Aguilar no dejó en paz a
José Arcadio Buendía y a su mujer, y
vagaba a toda hora por su casa, hasta que quien le quitó la vida decidió
irse lo más lejos posible de su pueblo
para evitarlo. Así fue como, acompañado de otros jóvenes aventureros,
José Arcadio Buendía fundó Macondo,
hasta donde lo siguió su rival.
Los expertos en la obra de García
Márquez aseguran que el más remoto
dar, demostrar: la práctica de pensar.
El 68 nos cambió la vida. La “apolítica” facultad se politizó. Heberto Castillo habló en el auditorio. Lo
acompañaba Salvador Ruiz Villegas, el
fuerte y fogoso líder del movimiento.
¡Qué orgullo fue marchar junto al
Rector Javier Barros Sierra y el secretario Fernando Solana por Insurgentes, gritar “Únete, pueblo”, corear el
“¡Goya!” en el cruce de Félix Cuevas,
regresar a la explanada, con la Bandera nacional a media asta! El 15 de
septiembre por la tarde escuchamos
a Heberto Castillo dar “el grito” frente
a Rectoría.
Fui consejero universitario por
la Facultad. Fueron tiempos duros,
porque Díaz Ordaz quería matar de
inanición a la Universidad. Pero Barros Sierra supo guiar el barco a buen
puerto, si bien le fue la vida en ello.
La sentida ceremonia luctuosa fue
en el auditorio. El nuevo rector, Pablo
González Casanova, me encomendó la oración fúnebre. Eduardo Mata
dirigió la Orquesta Filarmónica de la
UNAM con la “Serenata para Cuerdas”
de Tchaikovsky.
origen de “Cien años de soledad” está en la frase que el entonces Gabito
escuchó de labios de su abuelo: “Tú no
sabes, mijo, lo que pesa un muerto”. La
leyenda cuenta que el abuelo del Nobel colombiano mató a un hombre en
un duelo, lo cual, además del remordimiento, lo llevó a huir del recuerdo y
refugiarse en Aracataca.
México, Guerrero, Iguala y todos
los lugares de este país están muy
lejos de Macondo. El caso es que hoy
en México ningún asesinato pesa nada en la conciencia de ningún asesino.
Es algo común a la vida; una anécdota
más, que se cuenta con menos emoción que la del relato de un gol en el
partido contra el equipo de barrio contrario; un hecho que “pos ya ni modo”,
al parecer ni siquiera para presumir a
la banda rival o, como en el viejo oeste estadunidense, ni para poner una
muesca en la cacha de la pistola.
El dolor de los padres de los muchachos asesinados y calcinados de
Ayotzinapa es inconmensurable. Ningún padre está preparado para saber
de la muerte de un hijo. Vamos, en español ni siquiera existe la palabra para
describir ese hecho. Apenas si existen
viudos, huérfanos y, cuando más, dolientes; a nadie se le ocurrió pensar
en que los padres podrían enfrentar
la muerte de un hijo y cómo nombrar
ese hecho. El dolor, el desconsuelo, la
rabia son inimaginables, irreparables.
No hay ni habrá consuelo alguno. Aquí
no hay fantasmas, habrán certezas.
Pero también existen los padres,
los hermanos, las familias de los
asesinos. Aquéllos que saben que
el actuar de sus consanguíneos no
fue un acto de honor. ¿Alguien habrá
imaginado el pensar de los padres,
los hermanos, la esposa, los hijos de
un asesino? Y no se llama a la compasión por quienes cometieron un hecho
atroz.
A víctimas y victimarios de Iguala, Cocula, Ayotzinapa y cualesquiera
otros lugares del país los unifica el
hecho de ser mexicanos, productos de
una misma sociedad. Jóvenes mexicanos hechuras del mismo sistema
político-económico-social.
Ellos, víctimas y victimarios, todos, son jóvenes en edad productiva,
como la actual mayoría de los habitantes del país. La mayoría nacieron
en un hospital público, recibieron las
vacunas necesarias, asistieron a escuelas públicas o privadas; la mayoría
recibieron los beneficios de algún programa social gubernamental contra
la pobreza; seguramente cumplieron
con su servicio militar, algunos trabajaron en el sector público o privado y
pagaron impuestos; muchos pertenecieron a alguna iglesia o se dijeron
creyentes de alguna fe o cuando menos celebraron o asistieron a algún rito religioso. Son mexicanos casi como
cualquier otro. ¿El futuro de los niños
de ayer y hoy es ser sicarios?
¿El sistema falló? ¿En dónde estuvo la falla? Esos mexicanos, los victimarios y también las víctimas en
Guerrero, en Tamaulipas, en Coahuila,
en Durango, en Michoacán, en donde se quiera, no son producto de la
casualidad histórica. ¿Dónde perdieron el alma? ¿Dónde se perdió el alma
del país? ¿Qué es México? ¿Cuál es el
México que se quiere? ¿De qué sirve
el pasado? ¿De qué sirve el presente?
¿Hay futuro?
Tratar bien
al Ejército
a recién casada le informó
a su maridito: “Vino a buscarte tu amigo Pitongo”.
“¡Ah! -se alarmó el muchacho-. Ten cuidado con
él. Es tan guapo y tiene tanta labia
que las mujeres terminan siempre
por rogarle que les haga el amor”.
Declaró muy orgullosa la recién casada: “Yo no tuve que rogarle”... Picio
era más feo que el pecado. Que un
pecado feo, digo, porque hay pecados muy bonitos. Cierto día fue
al zoológico. Cuando pasó frente a
la jaula del chimpancé éste le gritó:
“¡Hey tú! ¡Preséntame a tu abogado,
a ver si me saca a mí también!”... Diferencia entre los primeros años de
matrimonio y los que siguen. Primero: “¡No vayas a acabar!”. Después:
“¿No has acabado?”... Una señora le
contó a su amiga: “No consumo ningún alimento que tenga colorantes,
aditivos, saborizantes artificiales o
sustancias preservativas”. Le preguntó la amiga: “Y ¿cómo te sientes?”. Respondió la señora: “Hambrienta”... Don Añilio, señor de edad
madura, les decía a sus nietos que
leía únicamente libros de historia.
Cierto día uno de los muchachos lo
sorprendió leyendo ávidamente un
volumen de sugestivo título: “Tres en
la cama”. Se trataba evidentemente
de una obra pornográfica. “¡Abuelo! -exclamó asombrado-. ¿No nos
has dicho que solamente lees libros
de historia?”. “Y es cierto -repuso el
veterano-. Para mí eso del sexo ya
es historia antigua”… Me preocupa
la forma en que el Ejército ha sido
tratado por el Gobierno últimamente. Espero que la decisión de permitir
la entrada a sus cuarteles a los padres de los jóvenes de Ayotzinapa
haya sido tomada en acuerdo con la
Secretaría de la Defensa y los mandos militares correspondientes. El
Ejército merece el mayor respeto y
la consideración mayor. Su participación en la lucha contra el crimen
le ha ganado el reconocimiento de la
gente. Su institucionalidad está fuera de duda. Aunque su jefe nato es el
Presidente de la República las fuerzas armadas no deben estar sujetas
a los vaivenes políticos que imponen
las coyunturas del momento. Tenga
cuidado entonces la administración
con la forma en que trata al Ejército.
A pesar de algunos excesos y desvíos
cometidos por malos elementos, el
instituto armado se ha mantenido
siempre dentro del cauce de la ley
y el respeto al orden jurídico. Debe
obtener, correspondientemente, el
respeto absoluto de la autoridad civil. Ninguna forma de presión ha de
hacer que se vulnere la integridad de
esa institución que en muchas formas sirve y beneficia a la comunidad
nacional. Con lo anteriormente dicho
queda cumplida por hoy la modesta misión que me he impuesto, de
orientar a la República. Puedo por
tanto dar salida a algunos cuentecillos que aligeren la gravedumbre de
esa admonición… Don Languidio Pitocáido, senescente caballero, sufría
un grave caso de disfunción eréctil. Ninguno de los medicamentos
que su doctor le prescribió surtió el
menor efecto. Su esposa, entonces,
compró una cama de agua. Dijo: “Para ver si así sube la marea”. Tampoco
eso dio buen resultado. ¡Pobre señor
Pitocáido! Con sólo algunas gotas de
las miríficas aguas de Saltillo habría
solucionado su problema, pero seguramente desconocía la existencia de
esas maravillosas linfas, capaces de
convertir al más laso de los hombres
en potente y rijoso semental. Sucedió que don Languidio oyó hablar de
cierto curandero que en un remoto
sitio del país ejercía sus facultades
taumatúrgicas. Haciendo considerable sacrificio -el pasaje del autobús
le salió bastante caro, aunque pidió
tarifa de adulto mayor- el desdichado fue con el famoso ensalmador y
le expuso su problema. El hombre,
después de hacer que don Languidio
le pagara “por Adela” -usó ese vulgarismo que significa ‘por adelantado’-,
lo sometió a un tratamiento hipnótico, terminado el cual le dijo: “Ya está
usted curado”. Dirigió don Languidio
una mirada a su entrepierna y creyó morir de dicha: su parte de varón
estaba en actitud gloriosa, como en
los años de la juventud. “Así la llevará
permanentemente -le anunció el
curandero-. Pero cuide que nadie
silbe jamás cerca de usted, pues eso
le abajará la susodicha parte, que ya
nunca podrá elevarse nuevamente”.
Llegó a su casa el señor Pitocáido y
se mostró, orgulloso ante su esposa,
al natural. Lo vio ella y lanzó un silbido
de admiración: “¡Fiu fiu!”. Y aquí termina esta tristísima historia... FIN.
Ninfa Deándar Martínez
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