8- La intimidad de una bomba-2

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Bochorno
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de
Pedro López Relatos de Pedro López: Bochorno
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Bochorno
En el salón hay cuatro marcos del mismo tamaño. En ellos se ven cuatro fotografías
recortadas de una revista para profesionales de la joyería, semestral, de los números de primavera y
otoño de 1984 y 1985. Cuatro mujeres miran directamente a la cámara y sujetan un elemento en
primer plano: una copa de Martini, un cigarrillo, un guante negro. Por encima de las uñas pintadas o
los labios rojos, destacan los anillos: rubíes, esmeraldas, zafiros, y un enorme brillante en la foto de
la derecha. Los cuatro marcos conviven, anacrónicos, con un enjambre de cuadros al óleo de mejor
o peor factura y sus primas pequeñas, las acuarelas. Si te paras a mirar bien, ves algunas firmas
conocidas: Regoyos, Benito Rementería. Los cuadros con los marcos más modernos son de punto
de cruz. Pero volvamos a las modelos, a los ochenta. A las manos.
Imagina un encuentro casual, un bar cualquiera, un joyero de provincias y su hijo, tomando
café con un comercial (viajante, se les llamaba, estamos en los ochenta). Hace calor. El chico ronda
los once años. De hecho no ronda, tiene exactamente once años y once meses, cumple años en
septiembre. Intenta prestar atención a la conversación de sus mayores, pero la cabeza le puede, se
va a otras cosas. Las luces de la máquina de millón. El botón desabrochado de la camisa del
camarero, que deja entrever un torrente de pelo negro. El olor a tabaco. No toma nada, los niños no
toman nada cuando los mayores toman café. Si va con su hermano a lo mejor una coca cola en dos
vasos para que no molesten. Entra otra persona. El viajante y el desconocido se saludan, se abrazan
durante un segundo más de lo necesario, un segundo de más que hace que lo convencional se
convierta en incómodo. Desde su escasa altura el niño se fija en las manchas de sudor de las dos
camisas blancas.
- ¿Y este chavalote quién es? – pregunta el recién llegado
- Es mi hijo – responde el Joyero. - El verano, ya sabes, no tienen clase y los tengo en casa
muertos de aburrimiento, así que me le traigo a la tienda a ver si se interesa por el negocio. Pero
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vamos, que poco interés demuestra. Solo piensa en leer, leer y leer. Me va a salir cura a este paso,
todo el día entre libros.
- ¡Hombre, eso no está mal, a lo mejor tienes suerte y te sale abogado! – dice el viajante
- Con la suerte que tenemos, cura fijo. No tiene sangre en las venas para ser abogado.
Carcajadas.
- Coño que calor hace ¿No? - dice el desconocido pasándose un pañuelo por la frente – ¿Es
demasiado pronto para una cervecita?
- Yo por mi sí – dice el joyero.
- Pues venga, tres cervecitas – el viajante chasquea los dedos para llamar al camarero ¡Niño, ponme tres cañas y una fanta para el crío! ¿Chaval, la quieres de naranja o de limón?
- De naranja, por favor.
- ¡Tres cañas y una fanta de naranja, niño!
- ¡Marchando, y unas cortecitas de tapa para los señores!
El niño se bebe la fanta a pequeños sorbos, esperando a que se escape el gas y se deshagan
los hielos. Le gustaría ir a jugar una partida a la máquina, pero ni siquiera se le pasa por la
imaginación preguntar si puede ir. El padre le ha dicho bien claro está allí para aprender el negocio,
y eso es negocio también. Hablar con los viajantes, conseguirles el mejor precio. Como dice su
madre “tú oír, ver y callar, como la ratita”. Así que el niño oye, ve, y calla. Sobre todo calla, pero
intenta estar lo más atento que puede a las conversaciones. Pero no puede. Los chismorreos de
conocidos comunes, lo mal que está todo, lo bien que se vivía antes, con más orden, no como ahora
con estos, que cualquier día las familias de bien no van a poder salir a la calle, todo eso no le
interesa nada. Se concentra en su fanta.
- ¡Ostia, vaya manos que tiene tu hijo, pepe! – dice de repente el viajante
- ¿Qué les pasa? – pregunta el joyero, desconcertado.
- Que tiene manos de mujer – dice el desconocido. – Fíjate lo finas que son.
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El niño se azora. De repente se ha convertido en el centro de atención. El desconocido le
coge las manos con rudeza. Nota que son más grandes que las suyas, dedos gordos acostumbrados
al trabajo. No recuerda que nadie, aparte de su madre, le haya cogido las manos antes. Es
incómodo.
- Fíjate en las palas, son todas perfectas – los tres hombres se acercan a mirar las manos – ni
una mancha, ni una cutícula, ni una cicatriz. Tú no haces mucho deporte, ¿no?
- No me gusta – dice el niño. No habla de las clases de gimnasia, de las burlas por su
torpeza, de las puyas del profesor. Simplemente dice “no me gusta”
- Pues tienes unas manos perfectas, chaval.
- Dejad en paz las manos del crío, y vamos a ver el muestrario, que desde los bares no se
llevan los negocios – Dice el padre, irritado. – ¡Tira pa´lante! – empuja al niño en el hombro. La
fanta queda a medio consumir.
Unos días más tarde, el joyero recibe una llamada.
Tres días más tarde, el joyero, su mujer y el niño van para Madrid. Su hermano y la pequeña
se quedan en el pueblo, con los abuelos. Aparcan en la plaza del Carmen y van andando a una
oficina en Gran Vía. En un despacho, una mujer desconocida le vuelve a coger las manos. Esta vez
es sutileza, es exploración, es análisis.
- ¿Cómo te llamas, cariño?
- Pedro
- Yo me llamo Isabel, cariño. Tienes unas manos preciosas. ¿Te parece que hagamos unas
fotos?
- Vale.
Se hacen fotos, se revelan, se firman contratos, se entregan cheques al portador.
- Ya sabes que nada de deporte, chaval.
- Maricón
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- Si quieres leer, con guantes de algodón, las cortadas del papel no se pueden ocultar con
maquillaje.
- Deja de leer que te vas a joder las manos
- Señora, si puede, que se deje las uñas un poquito largas, no mucho, pero un poco.
- Mira el sarasa, que uñas lleva
- Principalmente serán anuncios de joyería, pero puede que caiga algún otro. Se pagan bien,
a veinte mil cada sesión.
- Te vas a Madrid con tu padre, que tienes fotos ¿te has echado crema? Pues si no llegas al
cumpleaños de Francisco que se le va a hacer. Ya sabes.
- Va a haber que depilarle. Antebrazos y manos, sí.
- ¡El marica no viene de excursión porque se puede estropear las manos, manda cojones!
- ¡Pero qué haces! ¡Que te vas a cortar! Si quieres un bocadillo me lo pides y punto.
- ¡Defiendete, puto bujarrón!
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La salvación viene de un perro. Un mordisco, una cicatriz. La foto del guante es la última.
Treinta años más tarde la historia es nada más que una anécdota. Pero las costumbres quedan. La
manía de llevar las uñas un poquito demasiado largas. El cuidado al coger los cuchillos. Los cinco
minutos diarios de crema de manos, ordenada y compulsiva, la crema en el dorso de la izquierda,
juntas los dos dorsos y masajeas una contra otra, después el dorso izquierdo con la palma derecha y
viceversa, y por último los dedos, del meñique izquierdo al meñique derecho, uno por uno, de
dentro a fuera. Todos los días.
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