Yo tengo un nombre

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Yo tengo un nombre. Tomado de http://personal.us.es/vmanzano/
Yo tengo un nombre
Había una vez
una niña que no tenía nombre.
Y había una vez una niña que se llamaba Elma.
La niña sin nombre vivía en algún lugar desconocido. Se la
veía por las calles cuando era de día. Y desaparecía con la
noche.
Elma vivía en una casa de color amarillo, en una calle
estrecha que tenía una papelería, un bar, un quiosco, dos
farolas viejas de color verde y una parada de autobús. Todas
las mañanas, a las 8, pasaba un autobús rojo un poco viejo. Los
niños de la calle se subían en él para ir a la escuela. Dentro,
conduciendo, se encontraba Noelia, una mujer muy simpática
que saludaba todas las mañanas diciendo “¡Qué! ¿Cómo estás
hoy? ¿Vamos a comernos el mundo?”. Sí, esto pasaba siempre,
menos los sábados y los domingos, porque esos días no hay
colegio.
La calle también tenía un perro. La mujer de la esquina, la
del pelo rizado y las gafas negras, decía que aquel perro era
suyo y que se llamaba Muso. Pero lo cierto es que nadie veía a
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Muso entrar en la casa de la esquina, ni a la mujer de los rizos
echándole comida o llamándole por su nombre. Así que,
definitivamente, el perro era de la calle.
Muso se pasaba el día tumbado en alguna de las escaleras
de entrada a las casas. Sólo se levantaba para olisquear alguna
bolsa de basura, comer los restos que Elma y otros niños le
echaban y hacer pipí en las dos farolas verdes.
Algunos días, la niña que no tenía nombre aparecía por la
calle, se dirigía a Muso y lo acariciaba.
Elma jugaba mucho con el niño de la familia que vivía al
lado. Ese niño se llamaba Gan y le faltaba una oreja. En su
lugar tenía un agujerito por el que también escuchaba lo que le
decían. Gan afirmaba que la oreja se la arrancó su madre. Fue
el día en que el niño rompió todos los cristales de la casa,
porque había escuchado decir a su madre que estaba harta de
limpiarlos. Pero Elma sabía que no era cierto. El hombre del
quiosco, Arturo, le había contado que Gan ya nació así.
Arturo era un hombre muy listo. Sabía muchas cosas.
Cuando alguien se acercaba al quiosco para comprar, Arturo
le vendía lo que pidiera y, además, le regalaba un conocimiento
nuevo. A Gan, por ejemplo, cada vez que compraba un paquete
de pipas peladas sin sal, le enseñaba un nombre nuevo de
animal y le explicaba en qué parte del mundo vivía y cómo
pasaba el día.
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En una ocasión, Arturo le contó a Elma que el color
verde inspira tranquilidad, que algunas civilizaciones antiguas
pintaban habitaciones de color verde y las personas se metían
en ellas cuando se enojaban o perdían el buen humor. Desde
entonces, Elma, de vez en cuando, se quedaba largos ratos de
pie, junto a una de las farolas de su calle, sin quitarle el ojo de
encima.
Lo que más le gustaba a Elma era organizar una fiesta.
Siempre aparecía alguien del colegio (un amigo o una amiga, o
varios), sus padres, algún vecino y Gan. Pero sólo tenía lugar
una al año, en su cumpleaños. Sin embargo, el verano pasado,
Elma, Gan y otros niños del barrio y de un colegio que hay
cerca, disfrutaron de una fiesta especial. Los padres pidieron
permiso al Ayuntamiento para cortar la calle, es decir, para
impedir que circularan coches por ella. Prepararon algunas
mesas con comida y refrescos. Todo aquello fue maravilloso y
el sitio quedó muy bonito. Entre las dos farolas colgaba una
cuerda fina y en ésta algunas personas habían pillado con
pinzas fotografías de cuando eran pequeños. Elma escuchaba
a algunos riendo y diciendo cosas como “¿Has visto que nariz
tenía?” “¡Fíjate! Ese que me cambia el pañal es mi tío Roberto.
¡Pobrecillo!” “¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Te he contado alguna vez lo que me
pasó el día que me hicieron esa foto?”.
Durante toda la fiesta, la niña que no tenía nombre estuvo
en la esquina de otra calle, desde donde se veía a Elma y a Gan
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y las mesas de comida y refrescos. Tal vez se fue cuando se
hizo de noche.
Un día, Elma se dirigió al quiosco de Arturo para
comprar un paquete de pipas peladas y sin sal. ¿Qué le
explicaría Arturo esta vez? ¿El último chisme del barrio? ¿Una
costumbre misteriosa de un país lejano? ¿Algún hecho
enigmático que ocurrió hace mucho tiempo y que aún está sin
resolver? Al llegar al quiosco, Elma se dio cuenta de que sólo
quedaba un paquete de pipas peladas y sin sal. Estaba allí,
solo, en la caja de plástico del mostrador, pidiendo que alguien
se lo llevara. Pero justo cuando iba a pedírsela a Arturo,
observó que éste cogía el paquete, lo alargaba y se lo daba a...
¡Gan! Elma no se había dado cuenta de que Gan estaba allí.
Pero no importaba, era su amigo y seguro que le daría algunas
de las pipas. Esto es lo que hacen los amigos: se preocupan
por ti cuanto tienes un problema, te cuidan cuando necesitas
mimos, te escuchan cuando tienes ganas de contar algo y te
dejan comer de su bolsa de pipas.
- ¡Hola, Gan! ¡Qué casualidad! ¡Yo también he venido a
comprar pipas peladas sin sal! ¿No te parece una casualidad?
* Es posible.
- Oye, Gan.
* Qué quieres, Elma.
- ¿Me das unas pocas?
* Si quieres pipas, por qué no te las compras.
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- Es que ese era el último paquete. Anda, Gan, sé bueno
y dame unas pocas ¿vale?
* Mira, Elma, llevo toda la mañana pensando en que venía
aquí y le compraba a Arturo un paquete de pipas peladas sin
sal y me las comía todas-todas. Por fin me han dado dinero para
venir a comprarlas. Eso es lo que he hecho y comérmelas todas
es lo que voy a hacer ahora mismo.
- ¡Eres un egoísta!
* ¡Va!
Da un poco de vergüenza contar esto, pero se llegaron a
enfadar tanto que pelearon. Elma se enojó mucho. Esto les
pasa a casi todas las personas. Cuando quieren algo y no lo
consiguen, tienden a enfadarse con alguien. Las pipas eran de
Gan, pero Elma creía que tenía el derecho de comer también
de su bolsa. Así que se abalanzó sobre el paquete de pipas de
Gan, con la clara intención de quitárselo. “¡Qué se habrá
creído este pequeñajo!” pensaría ella. Pero Gan reaccionó a
tiempo y se echó a un lado. Después, comenzaron a empujarse
los dos y terminaron rodando por el suelo. Mejor no entraremos
en detalles, pero creo recordar que incluso hubo algún bocado.
Muso se encontraba muy cerca, sentado cómodamente,
como si estuviera viendo una película o una obra de teatro. El
perro de la calle miraba a los dos niños con incredulidad ¡Hay
que ver cómo se entretienen los humanos! ¡Cómo es que puede
gustarles hacerse daño!
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Lo cierto es que, en plena batalla, la bolsa de pipas salió
disparada hacia arriba. Gan y Elma pararon de repente y se
quedaron mirando el tesoro. Seguían la trayectoria de la bolsa
por el aire, tal vez con la intención de adivinar dónde caería.
Y cayó.
Se estrelló en la acera, a pocos metros de ellos, justo en la
esquina por donde todas las mañanas aparecía el autobús rojo
y viejo, con la simpática Noelia al volante. ¿Qué diría la
conductora si hubiera visto la pelea? Pero ahora los niños no
pensaban en eso. Seguían mirando la acera, donde hacía un
momento se había estrellado el preciado tesoro. ¡Oh! ¡Qué
pena! ¡La bolsa se rompió al estrellarse contra el suelo y un
montón de pipas peladas sin sal quedaron desperdigadas por la
acera!. “¡Ooooh! ¡Nooo!” exclamaron los dos niños al mismo
tiempo.
Elma y Gan se miraron con la misma cara que tiene la
gente cuando despierta de un extraño sueño. Hacía unos
instantes estaban los dos peleándose, dos buenos amigos que
compartían muchas cosas. Se habían peleado ¡por una bolsa de
pipas! Los dos tenían una sensación a medio camino entre la
decepción y la vergüenza.
Los dos niños se habían quedado mirando las pipas en el
suelo, totalmente quietos. Estaban tan inmóviles que parecían
una pintura en el aire. Vieron pasar a Muso. ¡Qué festín para el
animal! Gan estuvo a punto de impedir que el perro de la calle
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se comiera aquello por lo que Elma y él se habían dado hasta
incluso bocados. Pero era una tontería ¿Quién se comería eso
si no es Muso u otro bicho?
Y así fue.
Con cara de pena y algo de asco, Elma vio cómo el perro
de todos se comía las pipas, llevándoselas con la lengua y
dejando una marca de humedad en la acera. Como estaban tan
desperdigadas, Muso tenía que ir caminando de un sitio a otro
de la acera para no dejar ni uno solo de esos pequeños
bocados sabrosos. Mientras, movía el rabo muy feliz.
Y entonces fue cuando apareció la niña sin nombre. Se
inclinó en el suelo y cogió también pipas. Se las iba comiendo
desesperadamente, como si compitiera con Muso para ver
quién era capaz de capturar más. El perro se dio cuenta de que
había llegado su amiga, la única niña que se le acercaba para
acariciarlo. Paró. Se quedó sentado y dejó que la niña sin
nombre terminara con las pipas que aún quedaban en la acera.
Los animales no son seres tontos, como piensa mucha gente,
puesto que ellos se dan cuenta de muchas cosas que a las
personas nos pasan desapercibidas. Y Muso sabía que su
amiga necesitaba las pipas más que él.
Elma había visto a aquella niña muchas veces. Vestida con
la misma ropa siempre. Venía y se iba. Nadie le echaba mucha
cuenta. Era como una de esas hojas marrones de Otoño, que
el viento arranca de los árboles y que se lleva de un sitio para
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otro. Hasta ahora Elma no se había percatado de que la niña
tenía unos bonitos ojos marrones, perdidos entre manchas de
lágrimas y polvo; no se había dado cuenta de que los zapatos le
venían ya muy chicos y que parecían explotar desde dentro,
llenos de pie; no había visto sus manitas, con dedos cortitos y
rechonchos, de uñas astilladas.
La niña que no tenía nombre se fue, igual como vino, de
golpe. Pero Elma se quedó un largo rato mirando hacia el mismo
punto en la acera. Se le escapó una lágrima y le pareció que
todos los problemas que había tenido hasta entonces eran una
tontería.
Muy despacio, Elma se dio la vuelta y caminó hacia su
casa. Mientras subía las escaleras pensaba si su padre le
explicaría lo que estaba ocurriendo. “Papá”, le diría, “¿Por qué
yo tengo una casa, juguetes, un colegio y unos amigos? ¿Por
qué hay gente que no tiene nada de eso y tiene que comer lo
que encuentra en el suelo?”.
Ya ha pasado mucho tiempo de aquello. Elma es ahora
una mujer mayor. No volvió a ver a la niña sin nombre. No
apareció más por la calle. Tal vez buscó otro sitio. Pero Elma
siempre ha pensado que quizá encontró una familia y una casa y
unos amigos y un colegio y juguetes.
Vicente Manzano-Arrondo
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