Guerras y Cuerpos:

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Cuerpo(s) de (en) la Guerra.1
Body (ies) of (in) the war
Por Julio César Rubio Gallardo, Lic. Ciencias Sociales, docente catedrático del Departamento
de Geografía Universidad del Valle, Cali- Colombia. Miembro del Grupo de investigación
Interinstitucional Pirka: Cultura, Politicas y Artes de Hacer.
Resumen: Colombia padece un largo conflicto social y armado que se ha ido
transformando en sus repertorios de acción y discursos de justificación y/o
negación durante más de cuarenta años. En dichos discursos y repertorios,
como en toda guerra – sea popular prolongada, de guerrillas, posiciones o
movimientos – se agencia toda una gramática sobre el adversario, que sirve
como enunciación-justificación para el “arte de la guerra”. Enunciaciónjustificación que hace parte de las prácticas de guerra que sobre el cuerpo del
adversario se desarrollan. Este artículo esboza algunas de ellas en el contexto
colombiano.
Palabras claves: guerra, cuerpo, representación.
Abstract: Colombia suffers from a long social and armed conflict has been
transformed into action repertoires and discourses of justification and / or
denial for over forty years. In this discourses and repertories , as in any war be popular, prolonged, of guerrilla, of positions or movements – is agency
whole a grammar on the adversary, which serves as utterance-justification for
the "Art of War". Utterance-justification that is part of the practices of war that
on the opponent's body is developed. This article outlines some of them in the
Colombian context.
Keywords: war, body, representation.
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El texto es una primera aproximación a un proyecto de indagación que se encuentra en proceso de elaboración Guerra,
Corporalidad y Representaciones Sociales.
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“Mejor que formular una definición, más o menos pedante, de la
guerra, será el considerar a ésta como lo que en esencia es: como duelo,
como un duelo a gran escala”
C. Von Clausewitz.
Pensar en los acontecimientos del momento contemporáneo que vivimos, bien podría
resumirse en la idea de que nos encontramos en una paradoja civilizatoria. Paradoja que se
caracteriza por una inversión o contradicción negativa entre los grandes fines humanos
imaginados y creados por la sociedad moderna – libertad, derechos humanos, educación,
ciudad, libertad, entre unos de ellos - y, de la misma manera, su sistemática degradación,
violación o negación; es decir, asistimos a un momento histórico profundamente paradójico
entre civilización y barbarie, para recordar a Walter Benjamin. Momento signado por
democracias mínimas, guerras preventivas sin justificación, racismos contra migrantes para
salvar identidades nacionales y el uso del cuerpo de mujeres para alimentar negocios
trasnacionales de prostitución y drogas. La „grandeza‟ de la sociedad moderna ilustrada, del
bien común, los derechos, la dignidad y la democracia sufre, como contraefecto económico y
político, su desvanecimiento, o mejor, su develamiento concreto, cotidiano y real. Una especie
de consecuencias perversas, no previstas o daños colaterales de la modernidad.
La situación de nuestro país, en este contexto, se enmarca en los desarrollos de la violencia
política y social que ha sido, de alguna manera, diagnosticada, estudiada y analizada en sus
causas estructurales y las consecuencias que esta ha desatado. Sinnúmero de paginas han
historiado sus orígenes, han develado sus actores y han propuesto caminos posibles para
buscarle salidas. Sin embargo, la complejidad y espesura de nuestra violencia política y social
ha estado atravesada, en su transversalidad como acontecimiento y producto social, por la
guerra como manifestación de este conflicto, igualmente social y humano. El valor de las
investigaciones continuas sobre esta situación del país ha estado en intentar desmoralizar la
guerra y, por el contrario, hallarle su lugar como producción social, como condición humana y
como expresión de opciones ideológicas y éticas en disputa. De ahí que resulte sugerente,
incitador y provocador el titulo de un último libro publicado por el IEPRI de la Universidad
Nacional: „Nuestra guerra sin nombre‟. Y mucho más su subtitulo: „Transformaciones del
Conflicto en Colombia‟; ya que de alguna manera señalan no una mirada monolítica el asunto,
sino un mapa de posibles opciones de nominación, que a su vez indica que señalar o nombrar
de algún modo al conflicto (guerra de guerrillas, guerra de posiciones, conflicto interno o
terrorismo) no es una acción neutral y marca los alcances, no solo de la interpretación, sino de
las acciones de guerra políticas, jurídicas y de su resolución, indicando un rumbo posible que
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tiende, según la opción, a una mirada única. De otro lado, la nominación del conflicto supone
una-otra interpretación de aquellos actores que pretenden resolverlo.
Ahora bien, ¿lo que padecemos es una guerra o un conflicto?, ¿acaso ambas cosas?. Pero
nuevamente los autores nos incitan y quizás nos dan la razón sobre la trascendencia de la
nominación, interpretación y/o representación de la realidad que vivimos, cuando en el
prologo nos dicen:
Este prologo trata de una guerra innombrable, en dos acepciones. En primer lugar, la
colombiana, como todas las guerras, ha producido atrocidades sin nombre. Pero,
segundo, al contrario de muchas otras, ha resultado inasible hasta para la barroca
obsesión tipológica de los analistas sociales. Primera pregunta: ¿guerra o no guerra?.
Fuera del calor de las luchas políticas, ésta no tiene un gran interés, puesto que tanto a la
luz de las cifras como de las dinámicas sociales, la respuesta afirmativa parece obvia.
Pero sí que la tienen: ¿es una „nueva guerra‟ kaldoriana, en la que tendencias localistas
se enfrentan a criterios universalistas de la comunidad global (Kaldor, 2001)?, ¿Es una
guerra civil?, ¿Criminal?, ¿Cada vez más ideológica y apolítica?, ¿Simplemente trivial?
¿Todas las anteriores?, ¿Ninguna? O ¿según el cajón del cuestionario que seguramente
por el momento sea más sabio y prudente llenar: no se – no responde?(Gutiérrez,
Sánchez, 2006: 20)
El comprender la guerra desde esta óptica ha de permitir, por un lado, condenar su
degradación inhumana y, de otro lado, exigir que se cualifique, desde la política, las
propuestas y las normas que ella contiene como acontecimiento social. Es decir, la idea de una
mirada sociohistórica, antropológica y psicológica de la guerra pasa por descifrar sus orígenes
y consecuencias, y de igual manera por una crítica ante su negación de unas máximas éticas y
humanas. En este contexto, la inquietud se ha extendido por indagar las mentalidades, las
prácticas de guerra y los usos sociales que los actores armados poseen y llevan a cabo en su
accionar, reconociendo que dichas tácticas y estrategias no se agencian exclusivamente como
un acto de guerra instrumental, sino que contienen en su acción, todo un trabajo de
representación (Bourdieu, 2002) o régimen de representación (Ochoa, 2005) del otro, del
adversario. Por tanto, esa representación del otro indica ciertas justificaciones (Barhó, 1990)
de la acción de guerra que terminan por construir una versión – distorsionada en muchos casos
– del otro.
El interrogante, en tal sentido, es sobre las tácticas y estrategias cotidianas que se desarrollan
en un ambiente de confrontación, más específicamente la importancia del cuerpo del
adversario como materialidad y representación del „enemigo‟, contrincante‟ o „amenaza‟ en
4
los actores armados2. El cuerpo, en tal sentido, es la encarnación y representación del otro en
tanto otredad radical (Montero, 2000) que en la confrontación expresa aquello que Paul
Zumthor ha señalado: "El cuerpo no es, o no es únicamente, fuente de metáforas. Es
instrumento de medición; más aún, procura los elementos de un lenguaje. Un conjunto de
símbolos... El cuerpo es manifestación. Exterioriza lo invisible, se lo ofrece a la percepción
sensorial, integrándolo así en la experiencia colectiva” (1994: 45). De esta manera, el cuerpo o
la corporalidad en la guerra es una dimensión central porque en ella se „escriben‟
justificaciones ideológicas y prácticas de la confrontación. Cuerpo que se ubica en los límites
o intersticios de la guerra, de la confrontación, de los actos violentos que la sustentan. MatínBarhó ha señalado que una perspectiva de análisis posible es aquella “que consiste en analizar
la violencia en cuanto surge y se configura en los goznes entre persona y sociedad, en ese
momento constitutivo de lo humano en que las fuerzas sociales se materializan a través de los
individuos y los grupos”(1990); pero es en el centro , en la frontera entre los sujetos y la
sociedad, donde se ubica el cuerpo como objetivación de las prácticas y representaciones de
la guerra.
En este ensayo nos acercaremos desde tres ejemplos básicos al lugar que ocupa o representa el
cuerpo en la guerra, como materialidad de los individuos y grupos, sobre todo en la idea de (i).
el cuerpo como ausencia en las desapariciones forzadas, (ii). el cuerpo como encarnación del
estigma, y (iii). el cuerpo sexuado como adversario y objeto del acto de guerra. En el primer
ejemplo se recurrirá a un testimonio producto de una investigación en derechos humanos en
Colombia, y desde él se harán algunas aseveraciones; el segundo ejemplo recurre a ciertos
impactos y lógicas del discurso el terrorismo; finalmente, el tercer ejemplo es extraído de un
texto que hace parte de la revisión bibliográfica adelantada y es muy sugerente para la idea
que se quiere señalar.
i. Una voz en algún lugar.
La historia política de América Latina ha estado marcada por fuertes pugnas que han
provocado cismas en los Estados y sus gobiernos; pugnas de oposición ideológica en relación
a las formas de gobernabilidad, a los modelos económicos implementados, a las formas de
participación, y en esa medida, en contra de las exclusiones agenciadas por lo anterior. Una
política implementada en la década de los 80's e inicios de los 90, fueron las jornadas
nocturnas de detenciones-desapariciones en los países del cono sur; la jornada más conocida
fue la denominada Operación Cóndor. En nuestro país la práctica de la detención2
Si bien se hace mención a los actores armados, nuestra guerra ha vuelto objetivo militar no sólo a los adversario
armados, sino a la población civil en general; sobre todo aquellas poblaciones que habitan, por diversas razones, los
territorios estratégicos de la confrontación. Así, el hecho de habitar dichos territorios los ha puesto como objetivo y, por
tanto, como representación de adversario, amenaza y objeto de aniquilación
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desaparición también se convirtió y, se sigue practicando, en una modalidad de agresión para
'solucionar' el 'dilema' de la oposición política. Es decir, una práctica para „resolver‟ las
diferencias de intereses o búsquedas políticas, ha sido desaparecer al opositor o contradictor.
El desaparecer cuerpos de militantes políticos, en la mayoría de las veces, es para lo
victimarios la búsqueda de acallar una voz, de borrar unas ideas, de intimidar colectividades y
sobre todo de mantener la angustia y el dolor de familiares y amigos con la sensación de su
aparición posible. El cuerpo es objeto de la negación de oposición al desaparecerlo o
enterrarlo en lugares inhóspitos con la razón de su ocultamiento; la victoria del victimario es
una desaparición que mantenga el dolor, el terror y la inmovilidad social y política de
familiares y organizaciones sociales. Lo sucedido al cuerpo es, también, señal de lo que les
puede ocurrir a ellos – familiares, amigos, compañeros -. Pero así como el cuerpo con lo que
él encarna como simbología social, se vuelve objeto de desaparición y negación, para los
familiares y organizaciones, en contravía con lo querido por los victimarios, se vuelve
posibilidad de encuentro, razón política para continuar y espacio para recrear la memoria
como fuerza contra el olvido inmóvil, contra el presente absoluto y permite crear futuro. El
cuerpo desaparecido es la carencia hecha valor para encontrarlo y encontrar sus ideas, es
memoria de lo inacabado y que se niega a la ausencia absoluta. El cuerpo se hace lugar y
representación paradójica – olvido y memoria, ausencia y presencia -, en últimas, el cuerpo es
el objeto de la disputa3.
Esta disputa o lucha tiene centro de esperanza política y expresión organizativa la ausencia y
anhelo de encuentro de los cuerpos de las personas, no importa en que condiciones esten, lo
importante es saber dónde se hallan y hallarlos. Esta ausencia los ha unido y la búsqueda
incansable del cuerpo es la razón o motivo, el cuerpo como materialidad física y como
significación social que pervive en la memoria. Pero esta búsqueda de la corporeidad guarda
un drama intenso entre dolor y alegría, aquel que en palabras de Jacques Derrida sería: “Hay
algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido”(1995: 20).
Esta frase resume la carencia o herida abierta que no cicatriza aún encontrado el cuerpo; aquí
el cuerpo cobra toda su fuerza como espacio social, como enunciación y significado político.
El cuerpo desaparecido y encontrado es un proyecto inconcluso que no cesa de reclamar lo
truncado, porque luego de cada aviso de la aparición, la mezcla de dolor y alegría renueva el
recuerdo del duelo. Un segundo drama, ligado a lo anterior, para familiares y amigos son los
continuos encuentros y desapariciones que acaecen. Cada nueva noticia de hallado el cuerpo
3
Ejemplos de estas experiencias organizativas y políticas en América Latina se extiende, desde las Abuelas de la Plaza
de Mayo, los Familiares de desaparecidos en Chile y en Colombia la Asociación de Familiares de DetenidosDesaparecidos - asfades - en entre otras – que han desarrollado toda una lucha por la memoria de sus compañeros y
familiares en contra del olvido, la impunidad y por la exigencia de justicia
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es un encuentro, y cada reconocimiento necrofilico falso otra desaparición; no hay
desaparición, lo que existe es una pluralidad de ellas.
Reinaldo le metió el alma y el personero de aquí, Hernando, los dos recibimos diferentes
llamadas: que a mi hermano lo tenían en carabineros, que lo tenían colgado en
carabineros. El doctor Sandoval y Reinaldo organizaron un allanamiento a
carabineros........... que lo tenían en una finca de Lloreda, que se llama La Manuela y La
Argelia, y fueron al allanamiento allá y tampoco encontraron nada. Luego se hicieron
unas exhumaciones en Jamundi. Participamos en una exhumación en Jamundi.
Impresionante. Fue horrible. Ya habían pasado 6 meses de la desaparición de mi hermano,
no sabíamos nada y, de pronto pasan por la televisión de aquí del Valle, que hay una
persona que fue quemada con gasolina y que lleva varios meses sin reconocer, entonces,
empezamos a hacer cuentas, ya lo habían enterrado y podía ser mi hermano. Recuerdo un
día que la noticia llego a la casa, a pesar de saber que mi hermano estaba desaparecido,
ese día lo volvimos a matar, entonces, como lo matamos, lo lloramos.
Fue un día de locura en la casa. Yo, me vine para acá a Jamundi con mi papá y.... tan
rápido y tan bien que la Defensoría nos acompaño, la fiscalía desde Bogotá vinieron....
entonces era una competencia entre la fiscalía regional y la fiscalía nacional porque
Valdivieso había intervenido por los contactos que teníamos en Bogotá. Y habíamos
hablado con Valdivieso, que era el fiscal general. Y nos permitieron, fue una exhumación
como nunca, así, ya exhumar y punto. Y se hizo la exhumación y todavía recuerdo cuando
sacaron el cadáver de la fosa porque era tan impresionante. Yo ví las fotos antes de que
hicieran la exhumación y todo mundo me decía: Sandra es Richard y yo miraba las fotos,
y decía que no era, es que no lo podía reconocer... pero yo sabía que no era..., entonces yo
leía lo que decía el médico. El médico decía que pesaba yo no se cuantos kilos, y yo,
decía no, mi hermano no puede pesar nunca eso, aunque yo sé que un muerto pesa más
pero además sé que no puede ser mi hermano.
Cuando lo sacaron de la fosa todo el mundo - porque fueron varios amigos de mi
hermano, compañeros, porque inicialmente quienes trataron de identificarlo fueron los
compañeros – dijeron que era mi hermano y yo era la única que decía que no era mi
hermano, entonces, mi papá se fue al muerto y le coge los pies y le mira los dedos de los
pies, y dice que es mi hermano.... mi papá estaba convencido que era mi hermano, fue
horrible. Y yo, seguía convencida que no era mi hermano pero igual volvieron y lo
enterraron. Nos fuimos con la duda... entonces se hizo una recuperación de la huella, le
cortaron las falanges, todo el rollo. Teníamos contacto con medicina legal. La directora de
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medicina legal era amiga de la familia y, entonces, se movilizó mucho esto y finalmente
el dictamen, dijo que no era mi hermano.4
Con esta práctica de las detenciones-desapariciones se ha pretendido el terror como política de
exclusión, desaparecer el cuerpo “como voluntad de atemorizar no por medio de relatos, sino
por el ejercicio de la violencia física” (Baroja,1989: 32); además ella busca no solo borrar las
huellas y señales de los victimarios, sino impedir que se haga justicia. Aquí el cuerpo es
ausencia presente, una paradoja donde el victimario pretende prolongar el drama sociofamiliar
y político a través de la explotación de la esperanza de encontrar el cuerpo por parte de
familiares, lo cual prologa en el tiempo el duelo y el drama, que es renovado con cada nueva
noticia de una fosa común o de un „desenterrado‟ con similares características fenotípicas o
cerca de la zona, lugar donde la persona desapareció o se dice fue llevada. Es este juego
paradójico de “reaparición de lo desaparecido” la tensión psicológica y social que hace
efectiva la desaparición forzada.
Pero otro asunto paradójico de la representación del cuerpo desaparecido, del cuerpo ausente
que se quiere negar, es la posibilidad que él mismo ha agenciado como espacio, pretexto o
motivo de encuentro de sus familiares y organizaciones sociales. La insistencia social y
política por encontrar el cuerpo – vivo o muerto – se trasfigura en un ritual donde la esperanza
de hallarlo es nexo y acción para tramitar el duelo; un duelo muchas veces trucado por la
ausencia, pero muchas veces tramitado al no abandonar la búsqueda de lo desaparecido. Y ello
porque el cuerpo ausente se enviste de una representación social y política que lo reifica como
portador de una serie de valores, símbolos, señales o marcas que agrupan a sus familiares,
amigos y compañeros. Esa reificación simbólica es mucho más evidente cuando la persona ha
sido militante o ha participado de ciertas organizaciones sociales y, luego de su desaparición,
él termina siendo la representación de un proyecto colectivo. Así, el cuerpo representado y
dotado de pertenencias sociales y políticas es motivador de nuevas o viejas acciones que en su
honor no se deben abandonar.
Volviendo a Zumthor “El cuerpo es manifestación. Exterioriza lo invisible, se lo ofrece a la
percepción sensorial, integrándolo así en la experiencia colectiva”. En este sentido, el cuerpo
desaparecido juega una doble acción y es germen de la disputa por el régimen de
representación social e histórica: de un lado, el victimario que hace de la desaparición forzada
su táctica guerrera para eliminar su contradictor o contrincante y expandir el miedo o
„sanción‟ al resto de sus contrincantes, so pena de acallarlos a todos si no entienden su
mensaje de guerra. De otro lado, ese mismo cuerpo desaparecido produce una acción contraria
4
Testimonio No. 6. Base de datos Proyecto Nunca Más-Valle. Investigación sobre Crímenes de Lesa Humanidad en
Colombia, 1966-1998.
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a la buscada por el victimario: ese cuerpo es motivo y continuación de la disputa por la
representación social, dejar que desaparezca la posibilidad de encontrarlo o dejar de llenar de
contenido histórico y político lo que él representa, es dar por sentada la voz y acción de quien
lo despareció.
ii. Estigma y corporalidad5.
La guerra a la par de sus combates armados es una maquina de producción de significados y
representaciones de los actores comprometidos en ellas. Inventar al otro es una táctica
impostergable de su funcionamiento que emerge como norma social para los adversarios –
autonombrarse y nombrar al otro -. Judith Butler, comentado a Althusser y su concepto de
interpelación, nos dice que esta es – la interpelación – “es un acto unilateral, es el poder y la
fuerza que tiene la ley de imponer el temor al mismo tiempo que ofrece, a ese precio, el
reconocimiento. Mediante la reprimenda el sujeto no solo recibe el reconocimiento, sino que
además alcaza cierto oren de existencia social, al ser trasferido de una región de seres
indiferentes, cuestionables e imposibles al terreno discursivo o social del sujeto” (2002). Es
decir, ser nombrado supone un reconocimiento así dicha enunciación sea agresiva, degradante
o negadora, lo cual puede producir un estigma social: tú existes pero inferior, anormal o
peligroso para mi lugar de enunciación y, por tanto, reconozco tu peligrosidad y mi posibles
defensas ante ella.
En ese marco podemos inscribir los hechos sucedidos luego del atentado a la torres gemelas,
porque luego de construyo un estigma social global amparado en esa idea, discurso o imagen
terrorista. Esa palabra – estigma - creada por los griegos para nombrar la exhibición de algo
desagradable y poco habitual, en la actualidad se usa para nombrar al mal en sí mismo.
Siguiendo a Erwing Goffman y su caracterización de tipos de estigmas, este sería un estigma
“tribal donde la referencia es la raza, la nación o la religión, susceptible de ser trasmitido por
herencia y contaminar por igual a todos los miembros de una familia”(Goffman, 1995). Donde
aquellos atributos determinados y clasificados para nombrar el estigma – terrorismo - se
vuelven extensivos a todo aquello que el ojo escrutador nombre como semejante, próximo o
parecido al terror. “De ese modo dejamos de verlos como personas total y corriente para
reducirlos a un ser inficionado y menospreciado. Un atributo de esa naturaleza es un estigma,
en especial cuando él produce en los demás, a modo de efecto, un descrédito amplio”; como lo
sucedido con el mundo musulmán y otros países no orientales donde se dice existen terroristas
- por ejemplo Colombia -. Pero a la par de la ubicación del estigma en tanto amenaza, ello
conlleva implícita o explícitamente la relación entre terror y miedo.
5
Parte de la reflexión de este punto la he desarrollado en El Rostro Ilegible: geografías de terror y miedos, en: Revista
Entorno Geografico, No 5, 2009.
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Este juego de inventar al otro, desarrollado por ambas partes, pero llevado al extremo por los
aliados occidentales y con los rasgos políticos propios de una época de expansión de poder
norteamericano, termino por hacer del terrorismo, sus actores, territorios y de los miedos
ligados a él, una política de seguridad global. Es decir, la instauración de la lucha contra el
terrorismo a nivel global logró y es expresión de la imposición-apropiación de un discurso
hegemónico que pretende plegar a todo el mundo a sus intereses y búsquedas, convirtiendo en
verdad social, jurídica y política su invención: el estigma social global del terrorismo. Y diré
que ahí yace su fuerza expansiva: en la capacidad de hacer de la otredad, del diferente, del
otro, una amenaza que produce miedo colectivo y, de manera importante, que esa amenaza ya
no solo obedece a un hombre de barbas largas llamado Osama Ben Laden o Sadam Hussein,
sino a la cultura o forma de vida que ellos encarnan. El oriente medio, el eje de mal, la religión
musulmana, terminan por englobar, clasificar y portar la amenaza y el origen del miedo, y a su
vez, el blanco de ataque en este caso. Baste recordar los discursos y acciones de guerra
emprendidas en el llamado „eje del mal‟, guerra que soportada en el agenciamiento del miedo,
hace recordar la sentencia del escritor libano-frances Amin Maalouf: “sé perfectamente que el
miedo puede llevar al crimen a cualquiera” (Maalouf, 2001).
Pero si bien los efectos del 11-S desplegaron la guerra por la „justicia infinita‟ en medio
oriente, no se debe olvidar que esta lógica de inventar al otro como amenaza también ha
funcionado para otras poblaciones y países considerados, en lenguaje gringo, peligros para su
seguridad y, en palabras de Samuel Huntington (2004), peligros para la identidad
estadounidense. Así esta expresado en el último libro de este autor conservador, quien
haciendo uso de un supuesto rigor académico construye argumentos que inventan la imagen,
especialmente de los mexicanos migrantes, como el peligro a los valores de la gran cultura e
identidad norteamericana, por ser estas personas poco compatibles con una identidad,
igualmente inventada, y llena supuestos esencialistas, que terminan por dar la imagen de
perfección de vida amenazada por los tacos, la música grupera, el chavo del ocho, la virgen de
Guadalupe y el acento propio heredado de los Incas. Eso, dice, amenaza a los
norteamericanos, esa migración cada vez más insistente legal o ilegal, que como en la película
ganadora del Oscar [Crash] deja ver la complejidad y heterogeneidad de un país
históricamente „mestizado‟6 en su configuración histórica. Pero como la historia también es un
ejercicio de representación e invención, Huntington hace gala de ella justificando un racismo
evidente y vivido por las diversas poblaciones que en su país habitan.
6
Uso la palabra mestizado y no mestizo en el sentido de los cruces y simultaneidades históricas y culturales conflictivas
que han conformado la „identidad‟ estadounidense.
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Inventar la amenaza, llenarla y dotarla de pertenencias y atributos deslegitimadores que sirvan
de „chivo expiatorio‟ y justificador para una posible o evidente agresión física o simbólica, es
la operación sutil y eficaz soportada, incluso, en discursos académicos que se juegan luego del
11-S como nunca antes. Una operación de representación e invención que supone que es “más
sencillo señalarlos a ellos, reducirlos a un estereotipo, que definirnos a nosotros”; eliminar el
espejo que nos devuelve una imagen distorsionada de lo que en verdad somos, obliga a un
acto de sutura para con esa distorsión. Una sutura que funciona como una denegación, tal
como lo comenta Fernando Escalante Gonzalbo a propósito de la idea de choque de
civilizaciones propuesta por Huntington y que sirve de soporte de su último libro: Él
(Huntington) “propone llevar a casa el choque de civilizaciones, para que nadie se quede sin
su cuota de heroísmo y sin que eso tengo mayores consecuencias. En la cafetería de la
universidad, mientras tanto, seguirá habiendo mexicanos para servir la comida y recoger los
platos”[Escalante, 2006].
iii. El sexo vengado y vengativo.
El cuerpo importa vivo y muerto. Vivo como adversario y como referente al cual eliminar
provocándole el mayor dolor posible; y muerto - algo por profundizar - como burla y goce de
ese estado, que se juega con él – cuerpo - como en el sur de Bolívar donde paramilitares
jugaban fútbol con la cabeza de sus víctimas. En la narración realizada por Cathterine
Mackinnon desde una mirada de género y hablando sobre una parte de Europa se recoge esa
importancia del cuerpo, vivo o muerto, pero donde el sexo de la víctima es central:
“Mujeres y niñas musulmanas y croatas son violadas y luego asesinadas por militares
serbios, regulares e irregulares, en sus hogares, en campos de violación y de muerte, en
las colinas, en todas partes. Sus cadáveres son también frecuentemente violados ... se
trata de violación étnica como política oficial de guerra: no sólo como política del
placer masculino desenfrenado; no sólo como una política para envilecer, torturar,
humillar, degradar y desmoralizar a la otra parte; no sólo como una política de hombres
que intentan ganar ventajas y espacio frente a otros hombres. Se trata de violación por
orden superior: no fuera de control, sino bajo control. Se trata de violación hasta la
muerte y la masacre para matar o hacer que las víctimas prefieran estar muertas... Se
trata de que la violación sea vista y oída por otros, y se convierta en un espectáculo. Se
trata de la violación para sacudir a un pueblo, para introducir una cuña en una
comunidad” (1993: 92-94).
Estas tres ideas se conjugan dándole sentido a una política del lugar del cuerpo en la guerra,
no sólo como maquina o herramienta para pelear, sino como comunicación y estrategia del
lenguaje de la guerra para proseguir, para continuar la guerra cuando se es capturado o
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invadido hecho prisionero. Pero como bien lo manifiesta la cita, la violación no es un acto de
satisfacción sexual masculino y patriarcal, sino el acto a través el cual se prologa la guerra
hacia un otro que es representado como otredad radical; como ese alguien absolutamente
diferente que llega a ser nada, siendo así objeto de la máquina de guerra que busca
desparecerlo desde su degradación, humillación y escaligrafías corporales que lo marquen
como distinto.
En las violaciones como actos de guerra la desaparición adquiere otra representación del
cuerpo, porque aquí el cuerpo es presencia viva que sufre el ritual de su negación y
desaparición haciendo uso del propio cuerpo – el de la víctima -. Mientras en las
desapariciones forzadas la ausencia y el encuentro están en el centro de la disputa, las
violaciones son la conversión del otro en nada ultrajando su sexualidad. Una sexualidad que se
mueve en dos dimensiones de la representación de quien hace la acción de guerra: en primera
instancia atacar la sexualidad es irrumpir en la intimidad del otro, despojarlo del fuero interior
que puede ser su fortaleza u hogar de resistencia. Penetrar no es aquí satisfacción sexual, es
desalojar o herir la identidad étnica, política o social que dicha persona encarna; es romper las
fidelidades de origen que tienen sus soportes no en la evidencia de quienes somos, sino en la
intimidad que resguarda y da fuerza a aquello que somos. La violación, como quedo
demostrado en las cárceles de Irak, trasfigura la intimidad de quien la vive y, de la misma
manera, busca combatir su identidad social.
En este sentido, si consideramos que lo más cercano a nosotros es el propio cuerpo, ese
espacio próximo donde queda expresado aquello que somos más allá del lenguaje oral, y que
es la vivencia de la sexualidad un aspecto vital de aquello que somos, su ultraje reconfigura
nuestra identidad. Pero cuando ese cuerpo no solo es la representación u hogar del yo
individual, de lo que quiero ser, sino que de la misma manera es la representación de una
identidad colectiva como la nación o mi elección religiosa, la violación es un hecho social
total (Mauss, 1974); es decir, afecta el entramado social en su configuración y no diferencia
sujeto y sociedad, porque ahí radica su efectividad.
Ideas para pensar.
A través de los tres ejemplos anteriores he querido sugerir la importancia que tiene la
representación del cuerpo en acciones de guerra, no la mera representación cognitiva del otro,
sino aquella que además es práctica social, hecho revelado, fuerza performativa, acción sobre
el mundo, sobre las subjetividades corporizadas. Por ello el tirulo del texto supone que dicha
representación inventa y actúa sobre el otro vuelto otredad radical: el otro es alguien respecto
de cual debe tomarse distancia y apartarse para poder sobrevivir en un país obligado a la
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renuncia de la singularidad, debido al sometimiento de los deseos del Uno sobre el Otro. Para
ello opera una acción que coloca al Otro como “desincorporado de la totalidad,
desincorporado de su propio cuerpo, cuya humanidad es distorsionada por imágenes y
corporales y psicológicas definidas por el Uno” (Montero, 2003), ese Uno que se yergue como
la razón única, como tribunal que designa los cánones de la normalidad o anormalidad que
justifica, en definitiva, cualquier acción violenta sobre el Otro. Por ello es importante indagar
sobre los regímenes de representación que elaboran quienes, marcando o agrediendo el cuerpo
del Otro, autojustifican su lugar.
En un contexto prolijo en desafueros violentos que marcan y hacen del cuerpo el lugar de la
diferenciación, del estigma o anormalidad que se debe „curar‟, „sanar‟ o „eliminar‟, no basta
con interpretar la producción discursiva de la representación, sino, y de manera importante, la
materialización de esa representación como práctica social. Entender al cuerpo como el lugar
donde se cruzan las denotaciones sociales y las agresiones subjetivas, un cuerpo que hace
visible la intencionalidad del acto vengativo y violento como, a su vez y paradójicamente, la
identidad del perpetrador y del sujeto agredido. Así, el cuerpo se hace espejo de la
confrontación y de quienes en ella se debaten asimétricamente; la guerra, en este sentido, es
inventar-representar al Otro como radicalmente Otro, alejado absolutamente de los linderos
que definen cierta „normalidad‟. Una Otredad Radical que en su efecto de extrañamiento hacia
el Uno, queda a merced de la anulación.
Bibliografía.
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edt. Paidós, Buenos, 2002.
Derrida, Jacques, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la
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