SACRISTÁN O SACRISTANA (I) “Ministerio” es una palabra latina que significa “servicio”. Y en las celebraciones cristianas hay muchos servicios, muchos ministerios a realizar. Algunos son especialmente decisivos, como signos sacramentales de la presencia de Jesús: el ministerio episcopal, o sacerdotal, o diaconal. Otros tienen también un carácter más público, como el ministerio de lector o de acólito oficialmente instituidos. Y otros, finalmente, se realizan sin ninguna institución pública, pero no por ello dejan de ser importantes y necesarios para la comunidad. Entre estos últimos están por ejemplo los lectores de la mayoría de nuestras celebraciones. O los monaguillos. O el monitor. O los responsables del canto: el que los dirige, el que toca el órgano u otro instrumento, el coro… O los -casi siempre “las”, más que “los”- que se encargan de mantener la iglesia limpia y arreglada. O los que pasan la bandeja, en los lugares en los que es costumbre. O los que preparan un recordatorio de una fiesta importante… Todos estos ministerios, todos estos servicio, posibilitan que nuestras celebraciones funcionen, tengan vida, ayuden a la vivencia cristiana de los que participan de ellas. Todos estos ministerios, de muy distintas formas, hacen posible que la comunidad cristiana pueda reunirse convocada por Jesucristo y pueda vivir conjuntamente la presencia del Espíritu que la guía. Todos estos ministerios continúan, en definitiva, el ministerio de Jesucristo en medio de la comunidad cristiana. Esta reflexión quiere ayudar a vivir y realizar mejor uno de estos ministerios: el de sacristán o sacristana. En sus múltiples variantes: cuando se trata de una sola persona o más de una, cuando lo realizan personas voluntarias o cuando se trata de alguien remunerado… En cualquier caso, lo que diremos, vale para todos los que de un modo u otro realicen esta labor. No es esta una tarea sencilla, ni una tarea sin importancia. Quizá no luzca tanto como otras, pero sin ella sería imposible que nuestras celebraciones pudiesen llevarse a cabo. Y además, según como se realice, las celebraciones podrán ser más significativas o menos, mejor participadas o menos, más agradable o menos… Que la megafonía esté correctamente encendida, que los libros estén a punto, que en la sacristía resulte fácil encontrar las cosas, que la iglesia dé la sensación de limpieza y orden, que en el altar haya flores cuando debe haberlas y no las haya cuando no deba, que la calefacción funcione cuando sea necesario, que a mitad de un bautizo no haya que ir a la sacristía a por los santos óleos… Todo esto, aunque parezcan cosas secundarias, de hecho son fundamentales para que la comunidad pueda celebrar la fe como es debido y pueda sacar el máximo provecho de las celebraciones. Por tanto, el que realiza esta tarea debe vivirla como un servicio valioso a la comunidad. Desde luego, no para darse importancia inútil -en ninguno de los servicios de la comunidad hay que darse importancia, como nos dejó muy claro Jesús-, pero sí para valorar el propio trabajo, sentir la satisfacción de realizarlo, agradecer a Dios y a la comunidad esa oportunidad de servicio, y esforzarse por realizarlo de la mejor manera posible, tanto en los aspectos más prácticos y técnicos, como en las actitudes y motivaciones profundas. Hablaremos, en primer lugar, de las distintas modalidades de realización de esta tarea. Luego, nos fijaremos en las actitudes con las que debe realizarse. Y finalmente, dedicaremos un buen número de páginas a explicar lo más fundamental de los que un sacristán debe conocer y tener en cuenta para poder realizar su servicio. MUY DISTINTAS MODALIDADES El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define así al sacristán: “El que en las iglesias tiene a su cargo ayudar al sacerdote en el servicio del altar y cuidar de los ornamentos y de la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía”. Es una buena definición. Pero que, sin embargo, no da razón de las múltiples variantes que asume actualmente este ministerio. Hace años, lo habitual era que en cada iglesia hubiera una persona fija, contratada, que a menudo vivía en los edificios parroquiales, y que tenía a su cargo todo lo referente al mantenimiento de la iglesia y a la organización de las celebraciones. Ahora, en cambio, si bien en determinados lugares se sigue conservando esta figura del sacristán totalmente dedicados a este trabajo, en muchos otros las funciones se han diversificado. Y así, vemos lugares en los que hay distintos responsables de las distintas funciones de mantenimiento de la iglesia y de organización de las celebraciones, sin que ninguno de ellos tenga la responsabilidad global de todo, sino que es el sacerdote el que se encarga de coordinar y distribuir lo que deben hacerse. Por el contrario, en otros lugares sí hay un responsable último de la sacristía y la iglesia, pero al mismo tiempo hay distintas personas encargadas de distintas tareas. En otros, hay una persona muy plenamente dedicada a la función de sacristán o sacristana, con o sin ayudas concretas de otras personas. Y aún, a veces, este sacristán único tiene que asumir otras funciones que quizá estrictamente no le corresponderían. Porque no hay nadie más que pueda hacerlo. También, especialmente en el caso del sacristán o sacristana único, se dan distintas situaciones respecto a la economía: algunos lo hacen de forma remunerada, dedicando a su función la jornada completa o sólo unas horas; otros, en cambio, lo hacen voluntarios, como forma personal de ayuda a la iglesia. También se dan diferencias según el tipo de iglesia de que se trate: una iglesia muy grande o con mucho movimiento exigirá personas que le dediquen mucho tiempo y que además estén bien coordinadas; una iglesia más pequeña y con menos movimiento, exigirá menos dedicación; y una iglesia de un lugar en el que no hay sacerdote residente, necesitará un sacristán o sacristana que esté atento a mantenerlo todo dispuesto para cuando sea necesario, y quizá también pedirá una dedicación especial para tener la iglesia algunas horas abierta, aunque no haya culto. Y también será distinta la situación, por ejemplo, en una iglesia parroquial en la que entra y participa todo tipo de personas, lo que implica una variedad mayor de tareas y un mayor control de todo, que en una comunidad religiosa con celebraciones propias y en la que el reto principal será más bien sacarle todo el jugo de expresividad y de contenido litúrgico que allí es posible lograr… Podríamos ir continuando el repaso de las distintas posibilidades de la tarea de sacristán. Pero con lo que llevamos dicho ya es suficiente. Lo importante será, en cada lugar, haberlo hablado, y tener claro cuáles son las funciones concretas que le corresponden al sacristán en aquella comunidad concreta, y cuáles están a cargo de otras personas, y si al sacristán le corresponde ocuparse también de coordinar el trabajo de todos o si eso lo hace el sacerdote… Puesto que no hay nada escrito ni determinado sobre esas distintas posibilidades, lo importante es que quede claro lo que le corresponde a cada uno, para evitar conflictos inútiles. Por ejemplo, un caso muy sencillo: habrá lugares en los que el sacristán se encargue de comprar las flores y ponerlas en el altar; en otros, el sacristán las compra y otra persona las prepara y las pone; y en otros, lo hace todo un encargado especial de este menester. Todo es válido, y ningún método es mejor que otro. Lo importante, eso sí, es que cada uno tenga claras cuáles son sus competencias. Otro ejemplo. En algunos lugares, la preparación de los libros litúrgicos, tanto el misal como los leccionarios, prefiere hacerla el propio sacerdote, para así cuidar más directamente todos los elementos de la celebración que va a presidir; en cambio en otros casos, esta preparación la lleva a cabo el sacristán, teniendo en cuenta, cuando es posible escoger entre distintas posibilidades, lo que el sacerdote desea para aquel día. Ambas opciones son igualmente correctas. Incluso puede ocurrir que en una misma iglesia haya un sacerdote que prefiera prepararlo él y otro que prefiere que lo haga el sacristán. Tampoco es ningún mal esta diferencia. Y sería buena cualidad del sacristán saber adaptarse a estas distintas situaciones, aunque a veces se pueda provocar algún pequeño lío (que habrá que saber tomarse con buen humor que ayuda mucho en la vida parroquial y comunitaria, y es un buen signo de la amabilidad de Dios.) También, finalmente, como ya hemos dicho, dentro de la diversidad de formas de ejercer el ministerio de sacristán, a veces también le toca hacer determinadas tareas que en principio no le corresponderían. Por ejemplo, a veces, sobre todo en las misas de los días laborales, el sacristán debe también leer la lectura, o llevar el pan y el vino al altar en la preparación de las ofrendas. Sin duda sería mejor que no fuese así, y por tanto no es bueno que el sacristán lo haga simplemente porque da pereza buscar a otras personas que lean o que ayuden al altar. No es bueno, porque así se crea una especie de situación de monopolio que impide que la comunidad manifieste toda su riqueza. Pero, si realmente no hay nadie más que sea capaz de hacerlo, será desde luego un buen servicio que el sacristán lo asuma: sería peor que lo hiciera todo el sacerdote que preside. En cualquier caso, de lo que se trata es de asegurar, lo mejor que se pueda, que toda la “infraestructura” que hace posible que la comunidad se reúna, convocada por Jesucristo, y celebre la Eucaristía, los demás sacramentos, y los demás encuentros cristianos, esté adecuadamente preparada para estas funciones. Para que la comunidad pueda recibir la presencia de Jesucristo y del Espíritu en las mejores condiciones. Y una observación final. A pesar de la diversidad de posibilidades y situaciones, en estas páginas hablaremos del sacristán como de una única persona. El lector, por su parte, sabrá entender y aprovechar lo que aquí se dice, en función de la realidad y la práctica concreta de su propia comunidad. EL ESPÍRITU DEL BUEN SACRISTÁN Antes de entrar en lo que debe (o puede) hacer en concreto un sacristán, será conveniente detenerse en un aspecto que puede parecer menos importante, o menos útil, pero que desde luego no lo es. Se trata del espíritu con el que ejerce su ministerio. Ser sacristán o sacristana significa preparar los libros o los ornamentos, y significa abrir y cerrar las puertas a la hora correspondiente. Pero no sólo eso. Significa, en primer lugar, tener un determinado espíritu, actuar de una determinada forma. Porque ese espíritu y esa forma de actuar harán que el trabajo concreto sea verdaderamente un trabajo comunitario, cristiano, o sea simplemente un trabajo mecánico, realizado al margen de la comunidad, que cumpliría muy poco su función básica de contribuir a la vivencia y la celebración de la fe. Algunos elementos de ese “espíritu” del buen sacristán pueden ser los siguientes: 1- Sentido de la responsabilidad. El sacristán tiene que saber que realmente muchas personas dependen de su modo de hacer las cosas, y que por lo tanto tiene que procurar estar muy atento a todo lo que tiene que hacer, y hacerlo con toda su dedicación y capacidad. Por ejemplo: tener a punto todo lo necesario en cada momento, y evitar que las celebraciones, o los ensayos, o cualquier otra actividad, se retrasen por su culpa; ser puntual: por ejemplo, a la hora de abrir la iglesia, o cuando ha quedado con alguien para preparar lo que sea; intentar tenerlo todo ordenado, en su lugar, que resulte agradable de ver; no dejarse llevar por la tentación del “no pasa nada si las flores están un poco marchitas, nadie se da cuenta”… porque no es verdad; tener a la sacristía limpia y ordenada, para que los que han de prepararse en ella para las celebraciones (sacerdotes, diáconos, monaguillos, monitores…) lo puedan hacer de manera cómoda agradable, y para que todo sea fácil de encontrar, tanto cuando el sacristán está como cuando si algún día no puede estar; preocuparse de que la iglesia esté limpia, porque esto ayuda mucho a que todos se sientan bien, y por tanto facilita la vida comunitaria y también la oración y la relación con Dios; y estar dispuesto a escuchar las sugerencias que se le puedan hacer para mejorar su labor, que es, en definitiva, mejorar la vida de la comunidad. 2-Conocimientos técnicos. Cada uno sabe lo que es capaz de hacer, y conoce sus propias posibilidades. También, cada uno sabe que hay cosas que, si se lo propone, puede aprenderlas. O que, si no, hay cosas que las puede preguntar, o que puede pedir a otros que le ayuden a hacerlas, o encontrar a alguien que sepa hacer bien algo que el sacristán no sabe o le cuesta hacer. De todos modos, sí hay una seria de conocimientos técnicos que el sacristán será conveniente que tenga, o que por lo menos conozca a alguien cercano que los tenga. Por ejemplo: utilizar correctamente los aparatos de megafonía, tanto para que los micrófonos se oigan bien, como para se pueda poner música ambiental allí donde sea costumbre, como para cualquier uso conveniente; utilizar correctamente la iluminación, y conocer sus distintas posibilidades (más o menos luz, más luz en este punto y menos en aquel…) para poderlas utilizar en función de las necesidades de cada celebración y de cada momento; utilizar correctamente la calefacción, la ventilación, etc.; tocar campanas; tener algunas nociones básicas para las actuaciones de mantenimiento de la iglesia y también, conocer a qué profesionales (albañil, lampista, carpintero…) hay que recurrir cuando sea necesario; tener buen gusto artístico para escoger y poner las flores, los cirios, los manteles; teniendo en cuenta que, así como la megafonía o la calefacción son cosas que funcionan simplemente apretando botones, aquí en cambio juegan ya otros elementos, como los distintos gustos personales: habrá que ser, por tanto en este caso, muy capaz de compartir opiniones y gustos, y también de tener especialmente en cuenta las necesidades y conveniencias litúrgicas de cada caso. 3- Formación litúrgica. Para realizar su tarea adecuadamente el sacristán debería conocer un cierto número de cuestiones básicas de la liturgia. Y debería procurar ir aumentando esos conocimientos, porque así realizará su labor con mayor convencimiento y sentido. Sabrá más y mejor los porqués de cada cosa y por tanto le resultará más fácil realizar con mayor acierto todo lo que hace. Por ejemplo: los momentos principales de la celebración, lo que es más importante y lo que lo es menos; los distintos tiempos del año litúrgico, lo que cada tiempo significa, y la forma como se celebra, y lo mismo con las fiestas; los libros litúrgicos, lo que contiene cada uno de ellos, cuándo se utilizan; el sentido de la disposición de los distintos lugares para la celebración, y la función de cada uno de ellos: el altar, el ambón de la Palabra, la sede del presidente, la credencia, el micrófono del monitor… el sentido de detalles importantes para la vivencia de los tiempos litúrgicos, como el que haya o no flores en el altar y en la iglesia… No se trata sólo de saber qué hay que hacer (qué está mandado, qué es costumbre en aquel lugar, etc.), sino que además es conveniente saber el sentido de lo que se hace: por qué se hace de una determinada manera y no de otra. Con estos conocimientos litúrgicos, por otra parte, el sacristán podrá colaborar mejor con los sacerdotes y con los responsables de la liturgia, en los cambios y mejoras que de vez en cuando sin duda habrá que hacer. 4- Capacidad para crear un buen clima. Este es un aspecto del espíritu del buen sacristán que habría que prestarle una especial atención, porque el sacristán es, de hecho, un punto de referencia fundamental de la parroquia o iglesia, porque trata con mucha gente y mucha ve su modo de actuar. Y el clima que sea capaz de crear será fundamental para que la gente más habitual de la parroquia se sienta bien en ella, y los que vienen sólo alguna vez por algún motivo concreto se vayan con una buena o mala impresión. Realmente, el sacristán es muy importante, no sólo por el trabajo que hace, sino también por el tono comunitario que da. Ejemplos de esta creación de buen clima pueden ser: capacidad de trabajar en equipo con los sacerdotes, y los músicos, y los responsables de las celebraciones, y los encargados de la limpieza, y todos los que colaboran en la actividad litúrgica; capacidad de suavizar las tensiones que a veces -o a menudo- aparecen entre los responsables de las distintas tareas: ¡cuán importante es que un sacristán sepa poner paz en los conflictos!; capacidad de tener paciencia con todo el mundo: con los monaguillos, con las personas que vienen a preguntar o a pedir algo; con los sacerdotes que no siempre dejan las cosas como él quisiera; con los jóvenes que vienen un día para un encuentro de oración y lo complican todo… un sacristán necesita mucho amor y mucho humor; en el caso de los monaguillos, esta “paciencia” tiene una vertiente especial e importante: la capacidad de educarlos, de ayudarles a aprender su función de servicio a la celebración, tanto en las cosas concretas que tienen que hacer como en el espíritu con que deben hacerlas; capacidad de adaptación, de cambiar rutinas y costumbres cuando sea necesario; y capacidad de explicar convenientemente los motivos por los que él cree que determinadas cosas es mejor no tocarlas; porque, ciertamente, no es él quien debe tomar las decisiones respecto a la organización de las celebraciones y de la vida litúrgica, pero eso no quita que también pueda decir, si lo cree oportuno, su opinión; capacidad de estimular el trabajo de los demás, de animar a ese o aquel colaborador en determinado momento, de dar responsabilidades aunque eso implique que no todo se haga como él lo haría; en definitiva, pues, conciencia de que la función de sacristán es un “ministerio”, es decir, un servicio, y que todo lo que hace debe tener como objetivo facilitar unas mejores celebraciones en la comunidad. 5- Mostrar, también externamente, su vivencia de fe. Toda la labor del sacristán tiene como objeto hacer que la comunidad celebre su fe de la mejor manera posible. Para ello no basta con tener a punto lo necesario en cada momento. Sino que, precisamente porque todo el mundo le ve como una persona muy dedicada a la iglesia, será necesario que todo lo que haga, su forma de actuar, ayude también a esa vivencia de la fe de la comunidad. Por ello, el sacristán debe participar en las celebraciones, consciente de ser, de algún modo, un “ejemplo”. Desde luego que si se pasa del domingo en la iglesia, ello no implica que deba participar de todas las misas. Pero sí que debería participar, como un fiel más, en una (lo que no quita que, en determinados momentos de aquella misa, tenga que realizar alguna función). Durante las demás misas, debe evitar moverse por la iglesia como si lo que se está haciendo en aquel momento en el altar no tuviera para él importancia; hará, evidentemente, los trabajos que tenga que hacer, pero procurando no distraer a los que participan de la celebración. Y en esto el sacristán debe tener en cuenta que él, por el hecho de pasar mucho tiempo en la iglesia haciendo tareas quizá muy mecánicas, puede olvidar a veces los signos externos de respeto con los que los cristianos acostumbramos a manifestar nuestra fe. Para él, esto no significará poca fe o poca vivencia cristiana, puesto que tiene ya otros momentos en los que la vive y la expresa. Pero para los demás que van a la iglesia, esto les puede hacer daño puede ser para ellos como un mal ejemplo: ver a un sacristán que pasa una y otra vez por delante del sagrario como si nada, mientras hay allí personas rezando, o que en el momento de la plegaria eucarística está tranquilamente sentado en un banco porque en aquel momento no tiene nada concreto que hacer, no significaría necesariamente que él tuviera poca fe, pero sí sería una forma de actuar que ayudaría muy poco a la fe de los demás cristianos. En definitiva, de lo que se trata es de vivir la tarea de sacristán como la propia y particular forma de vivir la relación con Dios y el servicio a la comunidad cristiana. Y poner ahí todo el corazón, y pedir a Dios gracia para hacerla bien, y rezar a menudo por todos los hermanos y hermanas cristianos a cuyo servicio el sacristán realiza sus funciones.