Introducción La Argentina Este volumen de la Biblioteca Básica de Historia recorta el pasado del país entre dos años clave, 1852 y 1890, y pone el foco en su dimensión política. Pensar ese pasado exige un esfuerzo para dejar de lado nuestra imagen actual en materia de territorio, organización política y estructura social, para descubrir cómo era hacia mediados del siglo XIX y cómo fue cambiando en las cuatro décadas siguientes. A comienzos del período, una confederación de catorce provincias ocupaba una extensión de límites externos difusos que rondaba el millón de kilómetros cuadrados. Cada una tenía su propia organización política y se encontraba ligada a las demás provincias, en diferentes grados de intensidad, por vínculos informales e historias comunes, además de algunos pactos explícitos y una subordinación de hecho a la provincia más poderosa, Buenos Aires, y a su gobernador de dos décadas, don Juan Manuel de Rosas. Cuarenta años después, la silueta territorial y el perfil organizativo resultan más familiares. Los límites externos demarcaban un territorio que llegaba a los 2 800 000 kilómetros cuadrados. La confederación de provincias, por su parte, había dejado paso a una organización política federal, regida por una Constitución que instituyó la República Argentina y fijó su carácter representativo. Funcionaba un gobierno central con sede en la ciudad de Buenos Aires, ahora capital de la nación, y se afirmaba el aparato del estado. Nos engañaríamos si pensáramos en un trayecto lineal entre uno y otro extremo del período elegido. Se trató, por el contrario, de una historia sinuosa y conflictiva, marcada por proyectos contrapuestos y disputas políticas intensas, cuyos resultados fueron tanto producto de las transformaciones estructurales que atravesaba la Argentina como de las fuerzas coyunturales y las contingencias de cada momento. En ese sentido, la frase “treinta años de discordia” acuñada por Tulio 12 Historia de la Argentina, 1852-1890 Halperin Donghi para referir a las décadas de 1850 a 1880 resulta más elocuente que la tradicional fórmula de “los años de la organización nacional” para dar cuenta de las incertidumbres y turbulencias de esa etapa. Al mismo tiempo, también es engañosa la imagen muy difundida de 1880 como exitosa culminación del proyecto de consolidación del estado y de instauración de un orden político estable. Si miramos hacia atrás, en el largo plazo es posible señalar que ese año fue crucial para ambos procesos, pero para los contemporáneos las certezas con que se abrió esa década a poco de andar trocaron en perplejidad y, algo más tarde, en impugnación política y moral frente a la aguda crisis que, a partir de 1889, afectó la vida política, social y económica de la Argentina. La recuperación demoró algunos años e implicó cambios muy importantes en todo nivel; el país de fines de siglo era, en muchos sentidos, bien diferente de aquel cuyo perfil parecía tan claramente definido en 1880. Historia política Este libro atiende a esas décadas de nuestra historia con el foco puesto en su dimensión política. Se pregunta por cómo se organizó y construyó el poder en el marco de procesos más amplios de transformación social, económica y cultural. Está estructurado en torno de dos ejes principales de interrogación, estrechamente imbricados. Por un lado, se exploran los proyectos y ensayos de formación de una nación federal, en la que –tal como lo exigía la Constitución nacional– la soberanía era compartida entre una instancia de poder central y los estados provinciales. Por otro lado, se analizan los sucesivos intentos de construcción y legitimación de la autoridad política en la nueva república. No hubo, en ninguno de los dos planos, recetas únicas o caminos prefijados, más allá del marco normativo establecido por la carta magna. En el primer caso, existieron diferentes maneras de entender, proyectar y construir el estado, que llevaron a confrontaciones frecuentes cuyos desenlaces definieron resultados inestables. Sólo hacia finales del período fue tomando forma un modelo de estado relativamente fuerte, que buscó subordinar las provincias a un orden centralizado. En cuanto a la autoridad política, dentro de los contornos del sistema representativo fijado por la Constitución, se crearon y pusieron a prueba diferentes mecanismos destinados a acceder, ejercer y conva- Introducción 13 lidar el poder político, así como a establecer los nexos entre pueblo y gobierno. Hubo, a lo largo del período, pautas duraderas en las normas y prácticas electorales, la vigencia de una división de poderes sesgada hacia el presidencialismo, la referencia a la “opinión pública” como instancia de control del poder en ejercicio y la recurrencia al derecho de resistencia frente al despotismo, entre otras. En cada momento, sin embargo, esas pautas se articularon de diferentes maneras, a la vez que se gestaron otras, dando lugar a una vida política vigorosa, agitada e inestable. En la década de 1870, el imperativo de alcanzar un orden duradero como preludio necesario del “progreso” se tradujo en la búsqueda, por parte de una renovada dirigencia, de imponer un régimen que garantizara la estabilidad. Ese objetivo pareció cumplirse en 1880, pero una década más tarde sería objeto de una fuerte impugnación, que volvería a incorporar la incertidumbre en la vida política argentina. Este libro El texto se inicia con la caída del régimen rosista, la novedad radical que representó la Constitución nacional y los intentos iniciales por dar forma al nuevo orden republicano federal. Analiza las cuatro décadas siguientes según un recorrido que se apoya en los dos ejes arriba mencionados: el que tiene por centro los conflictos en torno al estado y el que atiende a los mecanismos de acción y legitimación política y a las luchas por el poder. Consta de diez capítulos ordenados cronológicamente según subperíodos definidos por los ritmos de la vida política. Las gestiones presidenciales ocupan, en ese esquema, un lugar destacado pues, debido al carácter presidencialista de los gobiernos nacionales y a la índole precaria del aparato estatal en construcción, cada primer mandatario imprimió su sello a la administración del estado y dio forma a un estilo de gobierno. Al mismo tiempo, las sucesiones presidenciales fueron instancias decisivas de la disputa partidaria y marcaron el compás del cambio político. Elegí terminar el libro en un momento de profunda crisis, que contrasta con las representaciones más habituales de la segunda mitad del siglo XIX como el período de consolidación del estado y el orden político. Lejos de la imagen exitosa que el propio gobierno propalaba a fines de la década de 1880, y que la historiografía ha recogido en clave de culminación de un proceso, el último capítulo aspira a dar cuenta 14 Historia de la Argentina, 1852-1890 de las zozobras de esa hora crítica. En el epílogo, en cambio, se retoma una perspectiva más larga, para señalar brevemente qué pasó después, hacia dónde se orientó la Argentina al salir de esa crisis que contribuyó a dar nuevas direcciones a procesos que parecían ya cristalizados. Agradecimientos Dedico este libro a quienes, desde 1985, me han acompañado en la cátedra de Historia Argentina II de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Mi reinserción en la UBA después de la dictadura me llevó a integrarme, junto con un conjunto de amigos y colegas que habíamos estado forzosamente alejados de la vida universitaria nacional, a la renovada gestión de la facultad y, en particular, del Departamento de Historia. Allí trabajamos intensamente para construir un ámbito de producción y difusión de conocimiento en el campo de la historia que fuera libre, plural e intelectualmente desafiante, a la vez que fomentara la innovación y el rigor en el plano académico. En ese contexto, concursé y quedé a cargo de dictar la materia de Historia Argentina que cubre el período de 1862 a 1916, lugar que seguí ocupando hasta este año, el último en el ejercicio de esa función. El trabajo de cátedra fue, a lo largo de todo este tiempo, una tarea colectiva de la que participaron sucesivos equipos integrados por colegas en diferentes funciones formales, pero igualmente comprometidos en la empresa que nos reunía. Este libro es deudor de la labor intelectual que realizamos en ese productivo espacio de discusión y diálogo, de las clases que preparamos y de los intercambios que establecimos con sucesivas generaciones de estudiantes. Mirta Lobato y Ariel Denkberg forman parte del equipo desde hace más de veinte años, Claudio Belini y Ana Lía Rey desde hace más de diez. Otros colegas lo integraron en diferentes momentos; en la actualidad, completan el grupo Inés Rojkind, Laura Cucchi, Juan Pablo Fasano, Irene Cosoy, Andrés Levinson, Juan Manuel Romero y Leonardo Hirsch. A todos ellos, mi profundo agradecimiento. Tengo otras deudas intelectuales y afectivas vinculadas directamente con la preparación del libro. Luis Alberto Romero me invitó a participar de la colección “Biblioteca básica de historia” de Siglo Veintiuno Editores, me alentó en momentos de desánimo frente al desafío y tuvo paciencia para tolerar mis tiempos. Desde la editorial, Carlos Díaz me transmitió su entusiasmo y Yamila Sevilla brindó todo su profesionalis- Introducción 15 mo y dedicación para mejorar mi texto. Juan José Santos y Leonardo Hirsch colaboraron en la selección y recolección de información y, al igual que Inés Rojkind y Laura Cucchi, leyeron el manuscrito e hicieron útiles aportes. Flavia Macías, María José Navajas, Roberto Amigo y Roberto Schmit me proveyeron materiales que necesitaba, y conté, como siempre, con la ayuda de Silvia Badoza. Realicé este trabajo en el marco institucional brindado por la Universidad de Buenos Aires y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Frente a las carencias que experimenta la Argentina en materia de bibliotecas, quiero agradecer especialmente la colaboración de la directora de la Biblioteca Central de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Lic. Patricia Sala, y de la Sra. Graciela Barriocanal, así como de la Lic. Violeta Antinarelli (directora) y del profesor Abel Roth, de la Biblioteca del Instituto Ravignani, quienes me brindaron todo su apoyo para aprovechar los recursos bibliográficos disponibles en esas instituciones. Finalmente, he recogido inspiración e ideas en dos ámbitos fundamentales de diálogo sobre la historia en general y la historia argentina en particular: el Programa de Estudios de Historia Política y Social Americana (PEHESA), del Instituto Ravignani, y el grupo reunido en torno al proyecto sobre “Estado, política y ciudadanía en la segunda mitad del siglo XIX. Prácticas y representaciones”. También, en el intercambio que hace años mantengo con otros colegas y amigos con los que comparto la pasión por explorar el pasado y tratar de entender el presente. Mi familia me brindó, una vez más, el entorno afectivo indispensable para llevar adelante la tarea que tenía entre manos. 1. Constituir una república federal En 1852, la derrota de las fuerzas de Juan Manuel de Rosas en Caseros en manos de un ejército comandado por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, produjo el derrumbe del régimen vigente desde la década de 1830 –una confederación de provincias bajo hegemonía porteña–. Se inauguró entonces un conflictivo proceso de rearticulación política e institucional, que desembocó en lo inmediato en la reorganización de la Confederación Argentina bajo influjo de Urquiza y en la secesión de Buenos Aires erigida en estado autónomo del resto. Al mismo tiempo, el gobierno confederado sancionó la Constitución nacional, que instituyó a la Argentina como república federal. Este capítulo analiza los conflictos desatados en ese año bisagra de 1852, así como las novedades radicales que introdujo la carta constitucional. El 2 de febrero de 1852 cayó en Buenos Aires el régimen de Juan Manuel de Rosas, y con él caía también el andamiaje político que hasta entonces había articulado el conjunto de la Confederación Argentina. Justo José de Urquiza, gobernador y hombre fuerte de Entre Ríos, comandó el ejército de más de 28 000 hombres que venció a las tropas rosistas en la batalla de Caseros. Si bien las fuerzas enfrentadas eran de similar envergadura, el triunfo del llamado Ejército Grande fue rápido, de manera que hubo menos bajas (unos 2000 entre muertos y heridos) que prisioneros (unos 7000). El resto de las tropas derrotadas se desbandó; algunos ingresaron a la ciudad y otros se dispersaron por los campos buscando eludir las redadas enemigas y –quizá– volver a sus hogares o a sus pagos. Rosas se refugió en la casa del encargado de Negocios de Gran Bretaña en Buenos Aires, quien lo ayudó a embarcar con su familia en un buque de guerra inglés que lo llevaría al exilio. Así, en pocas horas, se derrumbó un orden. 18 Historia de la Argentina, 1852-1890 En este marco, nuestro propósito es, más que indagar acerca de las causas que llevaron a ese desenlace (analizadas en el volumen Historia de la Argentina, 1806-1852, de Marcela Ternavasio, en esta colección), explorar sus consecuencias, es decir, qué pasó en la vida política argentina a partir de Caseros. Argentina 1852-1861 RI PE IM O REPÚBLICA DEL PERÚ DEL REPÚBLICA DE BOLIVIA Ocupado por el Brasil CHILE RE IL BRAS PÚ BLIC AD PAR EL AG UA Y (1858) Ocupado por el Brasil CONFEDERACIÓN ARGENTINA (1852) REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY AIRES S O EN REPÚBLICA ESTA DO DE DE BU Ocupadas por la fuerza por Gran Bretaña Islas Malvinas Confederación Argentina y Estado de Buenos Aires, 1852-1861, en Elena Chiozza (coord.), El país de los argentinos, tomo I, cuadernillo “Formación del Estado Argentino”, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1977, p. 17. En el momento posterior a la batalla predominó una gran incertidumbre. Si bien la ofensiva contra el régimen había comenzado el año an- Constituir una república federal 19 terior con el llamado “Pronunciamiento” de Urquiza, su rápido éxito militar y político sin duda sorprendió a muchos contemporáneos y despertó confusión, temores y expectativas, sobre todo en Buenos Aires. Las horas que siguieron al combate dieron a algunos la impresión de que se abría un vacío de poder que sólo podía augurar el caos y el descontrol. Sin embargo, muy pronto los dirigentes políticos buscaron tomar las riendas de los acontecimientos para incidir sobre el proceso que se abría. Como se verá a continuación, hubo opciones y acciones muy diferentes, que se desplegaron en distintos escenarios a lo largo de los meses restantes de ese año bisagra de 1852. A poco de andar quedó claro que, además, los cambios que se avecinaban no involucrarían únicamente a los hombres en el poder, sino que implicarían una transformación de las formas más generales de participación y acción políticas, así como afectarían las diversas dimensiones de la vida cotidiana que habían entrado bajo la órbita de regulación y control del régimen caído. Urquiza, el vencedor El jefe indiscutible del movimiento político y militar que derrocó a Rosas fue Justo José de Urquiza, un federal que hasta poco tiempo antes había sido pilar del orden rosista en el nivel nacional. En su levantamiento contra ese orden, Urquiza sumó a la provincia de Corrientes y a los exiliados políticos del régimen, pero los gobernadores de las demás provincias se mantuvieron fieles a Rosas. La mitad de las tropas del Ejército Grande eran entrerrianas y la otra mitad estaba compuesta por fuerzas correntinas y de los aliados del Brasil y la Banda Oriental, alianza sellada en función de las operaciones militares en toda la región del Plata. El éxito de ese ejército en Caseros descabezó el orden vigente y puso a Urquiza en el lugar del vencedor, quien debía hacerse cargo de la difícil situación vigente. Cincuenta mil hombres armados, la mitad de los cuales se hallaban derrotados, sin jefes y sin destino. Una provincia –Buenos Aires– en la que su gobernador, quien había controlado a la población combinando mano férrea y un amplio apoyo, acababa de renunciar y escapar. Un conjunto de provincias, hasta entonces articuladas por medio de un orden centralizado con hegemonía de Buenos Aires, ya no podían contar con él. Y finalmente, en las propias filas triunfantes, un puñado de dirigentes o aspirantes a serlo, a quienes sólo había unido el enemigo común pero que, una vez desaparecido este del horizonte político, rápidamente comenzaron a distanciarse hasta el enfrentamiento. 20 Historia de la Argentina, 1852-1890 Juan Manuel Blanes, Batalla de Caseros: Final del combate, óleo sobre tela, 71,5 x 229 cm, 1856-1857, Colección Palacio San José, Museo y Monumento Histórico Nacional “J. J. de Urquiza”. Urquiza se instaló en Palermo, en la que había sido la residencia de Rosas. Desde allí, buscó controlar la situación inmediata. Corrían noticias y rumores sobre saqueos y actos de violencia por parte de salteadores y ladrones, de soldados que rondaban sin mando y aun de las tropas vencedoras. Sin autoridades reconocidas, la ciudad fue territorio fértil para ese tipo de desmanes. Los representantes diplomáticos y varios personajes de la plaza urgieron a Urquiza a que actuara para evitarlos. Finalmente, luego de un par de días de atropellos y desconcierto, este mandó patrullas del ejército para ayudar a la policía a restablecer el orden y decretó el fusilamiento de quienes fueran encontrados delinquiendo. Aunque la represión intensa duró pocos días, se habló de doscientos fusilados, muchos de ellos colgados en los postes del camino a Palermo para disuadir a los potenciales delincuentes. Hubo, además, algunos ejecutados por su accionar político-militar: varios oficiales que combatieron en el campo rosista y un regimiento entero que, obligado a incorporarse al ejército de Urquiza, luego desertó en masa; sus miembros se pasaron a las filas rosistas, fueron tomados prisioneros y pasados por las armas. La ciudad, sin embargo, no fue ocupada. Urquiza expidió una proclama en la que hablaba del “olvido general de todos los agravios” y de la “confraternidad y la fusión de todos los partidos políticos” para favorecer la tarea de organización nacional, en nombre de la cual había encabezado el levantamiento, y desestimó el ofrecimiento de capitulación de una comisión formada por vecinos notables. En cambio, designó a Vicente López y Planes, prestigioso personaje porteño que había sido Constituir una república federal 21 funcionario del régimen rosista pero gozaba del respeto general, como gobernador provisorio de la provincia, y esperó hasta el 20 de febrero para entrar en Buenos Aires y desfilar con todo su ejército en parada militar por las calles céntricas. La ciudad lo recibió con un despliegue de banderas y público en las calles, en demostraciones que revelaron dosis variables de entusiasmo, desconfianza, temor y rechazo por parte de los habitantes. Entrada del Ejército Grande en Buenos Aires, según versiones de Adolfo Saldías y Domingo Faustino Sarmiento Cuenta Saldías: “Los tres ejércitos, entrerriano-correntino, oriental é imperial brasileño, formaron en la mañana del 20 de Febrero á lo largo del camino de Palermo hasta el Retiro. A medio día, el general Urquiza, montado en un soberbio caballo del general Rosas, con poncho, sombrero de copa alta, adornado con el cintillo punzó y seguido de su estado mayor, cruzó la plata del Retiro (hoy General San Martín), y entró en la calle del Perú (hoy Florida) á la cabeza de la gran columna de infantería y artillería, cuya retaguardia cerraban las divisiones de caballería. Las azoteas y ventanas, adornadas con profusión de banderas de varias naciones, estaban coronadas de gentes. De trecho en trecho los jefes de batallón daban vivas al libertador Urquiza y á los aliados en particular. Estas manifestaciones encontraban ecos más ó menos entusiastas en un público que, si realmente entusiasmo experimentaba, no podía defenderse de cierta curiosidad roedora en presencia de ese espectáculo completamente nuevo para Buenos Aires desde la fundación de esta ciudad, de un ejército extranjero paseándose á banderas desplegadas por las calles de esa ciudad donde tan sólo uno –el Británico– había entrado, pero para rendir sus armas en la plaza principal que por ello se llamó de la Victoria. Cuando la brigada brasilera enfrentaba la bocacalle del Temple (hoy Viamonte), de un grupo de jóvenes partieron agudos silbidos que al momento fueron ahogados. Cuando el general Urquiza acababa de pasar la bocacalle hoy de Corrientes, la ventana de una casa, donde como, en muchas otras, no había ni personas ni banderas, abrióse de súbito… ¡Asesino! ¡Asesino! Gritó una dama extendiendo su brazo hacia Urquiza. Era la señora doña Ventura Matheu, madre del coronel Paz, muerto en Vences. Otras escenas análogas se produjeron en el trayecto del ejército aliado hasta la calle Federación (hoy Rivadavia) 22 Historia de la Argentina, 1852-1890 que entró en la plaza de la Victoria, siguiendo por la antigua Alameda (Paseo de Julio) hasta Palermo […]”. Cuenta Sarmiento: “Buenos Aires se preparaba á recibirnos dignamente, y el general esperaba hacer sentir ese dia el peso de su poder. […] El dia de la grande exhibicion amaneció. Había llovido la noche antes, y principiado el movimiento de las tropas, me reuní al séquito del general Virasoro, pues este era mi puesto. El general me dijo que había recibido indicacion de ir con sombrero redondo, y que recien esa mañana se había dado orden á la caballería de entrar en la ciudad, pues antes se había dispuesto que formase en el bajo solamente. Cuando nos incorporamos al general en jefe uno de sus edecanes me dijo: acaba de hacerle quitar la bandera á un batallon de Buenos Aires, diciendo: esa bandera es la de los salvajes unitarios. Entramos en la calle de la Florida, ambos generales á la cabeza y los edecanes y séquito en seguida. Iba el general en un magnífico caballo, ensillado con recado, cuya carona de puntas tenía pinturas y adornos de mucho gusto, pero de mal género, como son todos estos arreos provincianos. El fiador, manea, pretal, cañas de los estribos, estribos y espuelas eran de plata, recamados de oro con arte exquisito. Llevaba el general una rica espada, vaina dorada de las tomadas á Oribe, casaca con bordado en el cuello, banda roja, sin charreteras y con sombrero de paisano con cinta y un poco inclinado hacia adelante. […] Entramos, pues, en la calle de la Florida, y cuán larga es, á distancia de varas, en los primeros y segundos pisos, estaba decorada de banderas celestes, que las familias habían hecho teñir, por no encontrarse tela en Buenos Aires, despues de veinte años de tiranía. ¿Había designio en esto? No: era la tradicion argentina, la tradicion nacional que se levantaba instintivamente en las madres de familia: era la reaccion contra los caprichos de Rosas; era, en fin, el antiguo símbolo de la libertad y de la gloria. ¿Qué había impuesto Rosas? La cinta. ¿Qué había perseguido? Los colores nacionales. Ahora todo volvía á su antiguo ser, y el pueblo se envanecía y hacía ostentacion de ello. […] La poblacion de toda la ciudad estaba aglomerada sobre las azoteas de las casas, apiñada á las ventanas, y los hombres en las veredas. Las niñas ostentaban chales, corbatas, ó vestidos celestes, con la pasion que nuestras mujeres tienen por este color, y con el deseo despertado por una privacion de veinte años. Cada casa se había vuelto, desde la caída de Rosas, una tintorería, mientras de Montevideo y Rio de Janeiro traían géneros celestes. […] Los millares de ramilletes que sólo al general se Constituir una república federal 23 echaban desde azoteas y ventanas estaban amarrados con cintas celestes y blancas. Ningun hombre tenía cinta colorada en el sombrero, y si algunos la llevaban, era para peor, por la insignificancia de las personas”. En Adolfo Saldías, Un siglo de instituciones. Buenos Aires en el centenario de la Revolución de Mayo, tomo I, La Plata, Imprenta oficiales, 1910, pp. 298-299, y Augusto Belín Sarmiento (ed.), Obras de D. F. Sarmiento, tomo XIV, Buenos Aires, Imprenta Mariano Moreno, 1897, po. 266-273, respectivamente. El primer brote de desorden había sido superado. Urquiza encaró enseguida una cuestión urgente: recomponer el orden a escala nacional, para lo cual debía conseguir la subordinación de los gobernadores de todas las provincias a su persona y a su proyecto de organización institucional. Con excepción de Corrientes y la propia Entre Ríos, las demás provincias habían rechazado los términos del pronunciamiento de 1851, redoblando su apoyo incondicional a Rosas. La derrota definitiva de este cambió el escenario, y Buenos Aires, como se ha visto, se subordinó casi inmediatamente. Para conquistar a las otras provincias, Urquiza comisionó a Bernardo de Irigoyen, un hombre de Buenos Aires, joven de familia federal que había sido funcionario del gobierno rosista, para reclutar adhesiones en el resto del país. No lo acompañaba fuerza alguna, y su única arma era una carta credencial de su mandante. La conversión fue rápida: frente a los hechos consumados, casi todas las provincias se apuraron a rendir tributo al vencedor de Caseros y, salvo algunas excepciones, no hubo mayores cambios en los elencos gobernantes de cada una de ellas. Una a una fueron, además, encargando a Urquiza el manejo de las relaciones exteriores de la Confederación, en un gesto que confirmaba la recomposición de un ordenamiento nacional según los lineamientos formales que habían regido el régimen precedente. Ese paso quedó refrendado el 6 de abril de 1852, en Palermo, a través del protocolo que concluyeron los representantes de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Buenos Aires. Esas mismas provincias habían firmado el Pacto Federal de 1831, por medio del cual, entre otras medidas, se había decidido que estas formaran una comisión representativa e invitaran a las demás a reunirse en federación y a convocar un congreso general para que “arregle la administración general del país bajo el sistema federal”. En el marco de su reclamo de organización institu- 24 Historia de la Argentina, 1852-1890 cional, Urquiza invocaba ese pacto para fundar la legitimidad de sus movimientos políticos no sólo en el hecho de fuerza sino en la tradición del federalismo y de sus hitos legales. Ese 6 de abril en Palermo, entonces, en nombre de aquella base contractual heredada, se sancionó la novedad: a partir de ese momento, se confería a Urquiza el manejo de los asuntos exteriores de la Confederación y la autorización para retirar de la Aduana los fondos necesarios para funcionar en esa calidad, hasta tanto se reuniera el congreso constituyente. A diferencia de Rosas, que había disuelto la comisión representativa creada por el Pacto Federal y nunca había procedido a reunir un congreso constituyente, Urquiza se movió de inmediato en esa dirección. Estaba convencido de la necesidad de dar a la Confederación una organización institucional formal, como también lo estaban la mayoría de los dirigentes políticos que acompañaron inicialmente su proyecto o se sumaron luego a él. Derribado Rosas y debilitada la hegemonía política de Buenos Aires, se abría la oportunidad de recomponer las relaciones entre las provincias para crear un nuevo tipo de unidad, que no dependiera del ejercicio vertical del poder que sobre el conjunto ejercía la más rica de todas ellas. A dos días de firmarse el protocolo de Palermo, Urquiza se consideró autorizado para invitar a los gobernadores a concurrir a una “Convención Nacional” a realizarse en San Nicolás de los Arroyos, para que “propendieran todos de acuerdo a la organización de la República”. Justo José de Urquiza en 1852 Cuando se levantó contra Rosas, Justo José de Urquiza tenía 50 años. Había nacido en 1801 en Entre Ríos en el seno de una familia destacada en el ámbito local. Su padre, oriundo de Vizcaya, se había convertido en un rico comerciante y hacendado del oriente entrerriano. Justo José estudió dos años en el Real Colegio de San Carlos en Buenos Aires, para luego instalarse en Concepción del Uruguay donde inició sus actividades comerciales. A principios de los años 20 inició su carrera política en la provincia, participando de las luchas que agitaron la región. Ejerció cargos representativos y militares, y varias veces tuvo que exiliarse por razones políticas. Su poder se afirmó durante la gobernación de Pascual Echague, aliado de Rosas, cuando se convirtió en destacado comandante de las fuerzas federales. Llegó a la gobernación de Entre Ríos en 1841 y desde ese lugar, diez años más tarde lanzó la campaña contra Rosas. Para entonces, Urquiza había ampliado notablemente sus negocios que Constituir una república federal 25 incluían el comercio en gran escala y la propiedad de tierras, además de la operación de vapores y la explotación de saladeros y graserías. En los veinte años que siguieron hasta su asesinato en 1870, su fortuna siguió creciendo hasta llegar a ser, en palabras de Roberto Schmit, “una de las […] más importantes del Río de la Plata”. Justo José de Urquiza, detalle del daguerrotipo original, 1852, Colección Museo Histórico Nacional. Así lo vieron sus contemporáneos: Según Sarmiento, en 1852: “Es el general Urquiza un hombre […] alto, gordo, de facciones regulares, de fisonomía más bien interesante, de ojos pardos suavísimos, y de expresión indiferente sin ser vulgar. Nada hay en su aspecto que revele un hombre dotado de cualidades ningunas, ni buenas ni malas, sin elevación moral como sin bajeza. Cuando se encoleriza su voz no se altera, aunque hable con más rapidez, y cortando las palabras; su tez no se enciende, sus ojos no chispean, su ceño no se frunce, y pareciera que se finge más enojado de lo que está […]. Ninguna señal pude observarle de disimulo, si no es ciertos hábitos de expresión que son comunes al paisano […]. Su porte es decente: viste de poncho blanco en campaña y en la ciudad, pero lleva el fraque negro cuando quiere […]. La única cosa que le afea es 26 Historia de la Argentina, 1852-1890 el hábito de estar con el sombrero puesto, sombrero redondo, un poco inclinado hacia adelante […]”. Según Benjamín Victorica: “La mansión campestre del general Urquiza era visitada de diario por numerosas personas de las más diversas clases sociales, sea de la provincia de Entre Ríos, o de las otras o del exterior, con variado objeto, y a todos atendía personalmente. Se levantaba todos los días muy de mañana y dedicaba las primeras horas a despachar su larga clientela de paisanos que venían a consultarle sus dificultades o a solicitarle protección o auxilio. Él conocía a todos, su modo de vivir, sus servicios, sus actitudes. Todos acudían a él para que dirimiera sus cuestiones con sus vecinos de campo, o sus parientes, u otras dificultades, como si fuese un gran juez de paz. Les oía con paciente benevolencia, y luego los arreglaba en justicia y equidad, no sin que muchas veces les costase algún sacrificio de dinero dejar contentan a alguna de las partes; o favorecerle con algunos animales de las estancias del Estado […]. Pero esos arbitrajes […] no solo tenían lugar en San José, a veces ocurrían en el Paraná mismo, en los períodos de sesiones del congreso, en los que el General residía allí; y no solo entre paisanos, sino aun entre gente de pro, que sometía cuestiones valiosas y endurecidas ante los tribunales de la decisión del General, constituido en juez absoluto de equidad.” En Domingo Faustino Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 1997, p. 142, y Beatriz Bosch, Urquiza y su tiempo: La visión de sus contemporáneos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984, pp. 81-82, respectivamente. Tensiones en Buenos Aires Mientras la mayoría de los gobernadores, incluido el de Buenos Aires, manifestaban su adhesión al nuevo liderazgo, en esta última provincia comenzaron a hacerse visibles las resistencias a su influjo. Las consecuencias del derrumbe del aceitado régimen político que Rosas había montado allí eran, sin duda, más radicales que en el resto de la Confederación. Como ha señalado el historiador Tulio Halperin Donghi, ese derrumbe dejó en Buenos Aires un vacío de poder que alimentó disputas entre quienes aspiraban a llenarlo y dio paso a una agitada Constituir una república federal 27 vida política. La confrontación era tanto interna, entre grupos que buscaron diseñar y encabezar el orden provincial, como hacia afuera, con Urquiza y su proyecto de organización nacional sin hegemonía porteña. La caída de Rosas no arrastró consigo sino a unos pocos de sus colaboradores cercanos. Entre el resto de quienes habían pertenecido a su entorno político y a su equipo de gobierno, algunos dieron un paso al costado y unos cuantos fueron desplazados de sus cargos, pero casi todos se adaptaron a la nueva coyuntura; se apuraron a manifestar su adhesión a Urquiza y muy pronto se convirtieron en activos participantes de la escena política porteña. El retorno de los emigrados (Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Valentín Alsina y Juan María Gutiérrez, entre muchos otros) renovó los círculos en los que se movían las elites de la capital, donde los intercambios entre los de adentro y los que volvían del exilio no carecieron de roces y rispideces. Esas tensiones, sin embargo, no desembocaron en la cristalización de bandos opuestos ni en represalias sistemáticas contra los vencidos, y sorprende la relativa rapidez con que se compusieron tramas de relación social y política entre unos y otros. El propio Urquiza, con su ejército estacionado en las afueras de la ciudad, había hecho público su apoyo a la “fusión de partidos” y recibía diariamente en Palermo a porteños de distinto pelaje que venían a saludarlo y agradecerle el haber liberado a Buenos Aires de la opresión. En sus decisiones respecto del gobierno de la provincia, por su parte, impulsó la designación de figuras de diversa filiación política para el recambio de funcionarios del régimen anterior. Así, por ejemplo, aceptó a Valentín Alsina, antirrosista militante, para acompañar a Vicente López y Planes en el puesto clave de ministro de Gobierno, a la vez que favoreció para otros cargos a personajes más afines a la tradición federal y a miembros destacados de la elite local. En poco tiempo, en el seno de ese heterogéneo elenco se gestó una división, pero ya no respondía a las antiguas rivalidades sino a la nueva situación, pues separó a quienes adherían a las políticas de Urquiza de quienes se oponían a ellas de manera creciente. Las razones de la escisión fueron múltiples; no obstante, todas giraban en torno a un motivo central: el proyecto de organización nacional en marcha. Para algunos, la propuesta urquicista representaba la posibilidad cierta de dar forma a una Constitución y crear así un nuevo orden que se ajustara a la legalidad. La figura del general vencedor aparecía como garantía de que ese proceso contaría con la base material, militar y política necesaria para 28 Historia de la Argentina, 1852-1890 tener éxito. Para otros, en cambio, esa misma figura aparecía como el obstáculo principal al tipo de organización a la que aspiraban, en la que a Buenos Aires debía corresponderle un lugar central. Urquiza era visto con desconfianza por su estilo y su pasado, asociados a Rosas. Resultaba cada vez más claro, además, que no subordinaría su proyecto a las pretensiones porteñas. Estas dos posiciones cobraron forma en las semanas que siguieron a Caseros, a medida que, tanto en Palermo como en la capital, se tomaban medidas y se ponían en escena gestos políticos que contribuirían a definir las líneas de ruptura. La controversia en torno al uso del cintillo punzó, un poderoso gesto simbólico que desató la pelea, resume bien esa escalada: Urquiza exigió el uso de la cinta roja a quienes lo visitaran en Palermo. A partir de ese momento, creció la polémica. Ese distintivo había sido obligatorio en tiempos de Rosas, y los porteños lo interpretaron como una reedición de las arbitrariedades del pasado reciente. Para los urquicistas, en cambio, se trataba de una divisa federal adoptada espontáneamente por “los pueblos de la República”. Se sucedió a continuación una andanada de palabras; el gobierno provisional porteño dictó un decreto aclarando que el uso del cintillo era opcional, y Urquiza emitió una proclama al “pueblo de Buenos Aires” en la que, con duros términos, acusaba a su gobierno de blandir el pretexto del cintillo para “sembrar la discordia”. Los sucesivos pasos de esta disputa marcan los grados de crispación creciente entre las dos partes en todos los planos. Tanto en uno como en otro bando se alinearon ex emigrados, rosistas conocidos y federales moderados, lo cual dio lugar a dos grupos –internamente heterogéneos– que competirían públicamente por conquistar el poder gubernamental, la hegemonía en el espacio público y las simpatías de la población. El descabezamiento del gobierno y de la administración rosista había dejado un vacío inmediato, pero también había abierto espacios para la renovación de los elencos dirigentes. El desmantelamiento del aparato represivo y la reinstauración de las libertades de expresión y reunión ofrecieron el marco para que surgiera una activa vida política y pública. Los emigrados, junto con algunos de quienes habían permanecido en la disciplinada Buenos Aires, fueron actores centrales en el nuevo escenario. Y la prensa fue para ellos, sin duda, un instrumento clave de intervención pública: el 1º de abril aparecieron por primera vez Los Debates, dirigido por Bartolomé Mitre, joven y ascendente figura del porteñismo, y El Progreso, portavoz del grupo más cercano a Urquiza. Un mes más tarde, Dalmacio Vélez Sarsfield, Constituir una república federal 29 ex funcionario de Rosas y ahora afín a los porteñistas, creó El Nacional. También comenzaron a circular otros periódicos menores. Este entusiasmo por publicar se vinculaba con el lugar que los diarios ocupaban en la política, ya desde las primeras décadas del siglo XIX, pues se consideraban como órganos de expresión de la opinión pública. En la medida en que la soberanía popular constituyó el principio sobre el que se fundaba la legitimidad del poder político, la opinión del pueblo se convirtió en un dato ineludible para la legitimación de ese poder. La prensa se erigió en representación de esa voz, que pronto estalló en diversas voces. Desde la década de 1810, hubo prensa oficial, paraoficial y opositora, siempre muy ligadas a las elites políticas y letradas en sus diversas manifestaciones. El régimen rosista puso particular énfasis en desarrollar su propia prensa, mientras censuraba toda expresión de oposición. Al caer Rosas, cayó también la censura previa, y los diferentes grupos políticos crearon, muy rápidamente, sus propios medios de difusión. Cada uno de esos órganos sirvió tanto para poner en circulación las ideas del sector respectivo como para intervenir en el debate público y actuar en las disputas políticas. Eran los mismos dirigentes quienes escribían muchas de las notas y los que supervisaban la orientación del periódico que los representaba. Cuando Urquiza autorizó el llamado a elecciones –fijadas para el 11 de abril de 1852– para la Legislatura de Buenos Aires, que había sido disuelta luego de Caseros, los diarios actuaron como instrumento fundamental de la confrontación previa a los comicios. Comenzaron a circular nombres de candidatos, pues ya no funcionaba más la imposición oficial de la lista única que había sido característica en los tiempos de Rosas. Ahora, las candidaturas surgían desde diferentes círculos, y los diarios batían el parche en una u otra dirección. Hubo, asimismo, intentos de armar una lista “de fusión”, pero finalmente se definieron dos que, si bien compartían un buen número de nombres, marcaban sus diferencias mediante la inclusión de candidatos identificados con cada uno de los dos sectores políticos enfrentados. Ambas partes movilizaron sus recursos: movieron a “sus” jueces de paz y hombres de policía, que tenían un lugar clave en la organización y el control del acto electoral; Urquiza mandó tropas a custodiar los comicios que a la vez actuaron como fuerza de intimidación; todos operaron a través de sus redes sociales y políticas, puestas en marcha por primera vez después de Caseros. La lista blanca, conocida como “ministerial”, por responder al ministro de Gobierno Alsina, triunfó sobre la “amarilla”, respaldada por el gobernador y por el propio Urquiza. 30 Historia de la Argentina, 1852-1890 Con la oposición firme en la Legislatura, esta pronto se convirtió en un espacio de confrontación política. De acuerdo con las disposiciones vigentes, correspondía a los legisladores designar al gobernador efectivo y regularizar así la situación institucional de la provincia. En esta cuestión, sin embargo, los opositores a Urquiza se mostraron flexibles y, por recomendación de este, confirmaron a Vicente López y Planes en el cargo. Pero el entendimiento no fue más allá de ese acto singular, y el gobierno pronto quedó debilitado ante la renuncia del hasta entonces ministro de Gobierno y destacado dirigente del grupo ahora mayoritario, Valentín Alsina. López recurrió entonces a otro de los emigrados, Juan María Gutiérrez, una figura importante que rechazaba la virulencia antiurquicista de algunos de sus viejos compañeros de exilio. A los pocos días de asumir, el gobernador viajó a San Nicolás de los Arroyos para participar de la Convención Nacional convocada poco antes por Urquiza. El Acuerdo de San Nicolás Todas las provincias, con la excepción de Salta, Jujuy y Córdoba, se hicieron presentes en San Nicolás. Allí estaban los gobernadores y algunos de sus ministros o delegados para poner en vigencia el Pacto Federal de 1831 y considerar la posibilidad de organizar la república. Urquiza había concertado reuniones preliminares en Palermo, con figuras representativas de los diferentes sectores, en las que pudo comprobar que no sería fácil la negociación con los porteños de la oposición. Algunas de esas figuras, presentes en San Nicolás, pusieron a consideración sus propuestas y, para acercar posiciones, se designó una comisión de cuatro miembros, que elaboraron el proyecto definitivo, finalmente aprobado por unanimidad. Sus puntos esenciales fueron la convocatoria a un Congreso Constituyente y la designación de un gobierno provisional hasta la sanción de una Constitución. Luego de establecer la vigencia del Pacto de 1831 como ley fundamental de la república, el acuerdo incluyó doce artículos con instrucciones referidas al Congreso y cinco sobre el gobierno temporario. Así, se dispuso que el Congreso se instalara en Santa Fe y que cada provincia fuera representada por dos diputados, que debían ser elegidos con la mayor libertad y sin atarse a localismo alguno. En cuanto al gobierno, se nombró a Urquiza director provisorio de la Confederación Argentina, encargado de las relaciones exteriores y de mantener la paz Constituir una república federal 31 interior, y se le otorgó el mando efectivo de las fuerzas armadas de todas las provincias y la potestad de reglamentar la navegación de los ríos interiores. Las provincias debían contribuir a los gastos que demandara el funcionamiento de ese gobierno con el producto de sus aduanas exteriores, la más importante de las cuales era, por lejos, la de Buenos Aires. El Acuerdo de San Nicolás introdujo una novedad fundamental en el paisaje institucional vigente: fue un pacto entre entidades soberanas hasta entonces unidas apenas por lazos de confederación para darse una “administración general [...] bajo el sistema federal”. Constituía un acto de fuerte voluntad política por parte de quien aparecía como el dirigente más poderoso del país, Justo José de Urquiza, que encontró un terreno fértil entre las elites locales que habían experimentado por décadas un sistema que teóricamente aseguraba a sus provincias la autonomía pero que en la práctica las subordinaba al poder de la más fuerte. Por ello, el pacto encontró eco favorable en la mayor parte del territorio. Para entonces, el panorama interior mostraba algunos síntomas de intranquilidad política que Urquiza se ocupó de aplacar a través de negociaciones y presiones que buscaron asegurar la calma necesaria para avanzar en el proyecto de organización. Uno tras otro, los gobiernos provinciales adhirieron explícitamente al acuerdo que habían firmado sus representantes en San Nicolás. A ellos pronto se sumaron los de Córdoba, Salta y Jujuy. Buenos Aires, en cambio, elegiría otro camino, con consecuencias apenas sospechadas. Ese camino tuvo cuatro momentos clave: los debates de junio de 1852, la revolución del 11 de septiembre del mismo año, el sitio de Buenos Aires y el triunfo de las fuerzas porteñistas, que desembocó en la secesión de la provincia durante varios años. De las palabras a las armas Mientras el gobernador de Buenos Aires viajaba a la Convención de San Nicolás, en la capital provincial comenzó el debate público en torno a sus posibles resultados. Los opositores a Urquiza agitaban el ambiente a través de la prensa y en la Legislatura. La situación se agravó cuando llegaron las primeras noticias de la firma del Acuerdo: las potestades otorgadas al gobierno provisorio en la persona de Urquiza fueron el motivo que esgrimió el porteñismo (y los voceros más notorios del que 32 Historia de la Argentina, 1852-1890 algunos llamaban “partido Unitario”) para desatar el conflicto. La cláusula que establecía que todas las provincias tendrían el mismo número de representantes ante el Congreso Constituyente tampoco satisfacía a este grupo, aunque ese tema no fue objeto inmediato de discusión. Los diarios y la Sala de Representantes provincial fueron los escenarios en los que se desplegó el conflicto, que tuvo repercusiones más amplias entre la población de la ciudad. Las nuevas figuras, que como Bartolomé Mitre buscaban ocupar un lugar en la renovada constelación de dirigentes de la Buenos Aires posrosista, apelaron con éxito a un público que trascendía las clientelas de las tradicionales redes políticas. Fue generándose así una movilización que serviría de apoyo y legitimación para el porteñismo en las jornadas que siguieron. La escalada comenzó unos días antes del regreso del gobernador, pero cuando este arribó a la ciudad y envió el Acuerdo a la Legislatura proponiendo su aprobación, la confrontación política estalló con virulencia. Arreciaron los ataques contra el pacto en las columnas de Los Debates y El Nacional, mientras desde la Casa de Gobierno se repartían volantes y pegaban carteles en defensa de sus disposiciones. El 21 de junio comenzó el debate legislativo. La Sala estaba colmada; además de los representantes y funcionarios del gobierno, el público poblaba las galerías (la “barra”) y las calles aledañas. Buenos Aires en ocasión del debate del Acuerdo de San Nicolás Según informaba Robert Gore, representante inglés ante el gobierno de Buenos Aires, a Malmesbury, su superior en el Foreign Office: “El interés que mostraba el pueblo era tan grande, que la Ciudad apareció como en día de fiesta. Casi todas las tiendas estaban cerradas, y en hora muy temprana no sólo la Galería de la Sala, sino todas las calles colindantes, estaban llenas de gente. Provocaba este interés la creencia de que esta Convención iba a otorgar un Poder como el que detentaba el General Rosas antes, lo cual no deseaba el pueblo”. En James R. Scobie, La lucha por la consolidación de la nacionalidad argentina (1852-1862), Buenos Aires, Librería Hachette S.A., 1964, p. 44. A la presentación y defensa del Acuerdo por parte de dos ministros provinciales, Juan María Gutiérrez y Vicente Fidel López (hijo del goberna- Constituir una república federal 33 dor), siguió la impugnación de los porteñistas. Para ellos, las facultades otorgadas a Urquiza eran inaceptables y convertían a su figura en despótica, más allá incluso de sus propias intenciones. Joven y ardiente orador, Mitre despertó el entusiasmo de los seguidores en la barra y en la calle. En ese clima, los partidarios de Urquiza buscaron convencer a la Legislatura de la necesidad del Acuerdo para alcanzar la organización nacional y la conveniencia de dotar al ejecutivo provisional de suficiente poder para llevar adelante la empresa. Los ánimos se fueron caldeando y los discursos subieron de tono, hasta que, al día siguiente, la sesión se levantó en medio de la agitación general y los ministros se retiraron. Debate legislativo sobre el Acuerdo de San Nicolás Bartolomé Mitre sostuvo, en su discurso en la legislatura, que “la autoridad creada por el Acuerdo de San Nicolás no se funda sobre el derecho natural […]. No se funda tampoco sobre el derecho escrito, porque el tratado de 4 de Enero de 1831 invocado por al Acuerdo como ley fundamental de la República, y que lo es, en efecto, ha sido violado en su letra y en su espíritu, por el hecho de crear una autoridad que él no reconoce ni acepta, y que inviste mayores facultades que las que por ese Pacto deben depositarse en la Comisión Representativa de los Gobiernos”. Vicente Fidel López, a su vez, afirmaba en esa ocasión: “Y aquí señores, me honro con la declaración que hago: que amo como el que más al pueblo de Buenos Aires en donde he nacido! ¡Pero alzo mi voz para decir que mi patria es la República Argentina y no Buenos Aires! El provincialismo, señores, es hoy absurdo. No hace mucho que la Provincia de Buenos Aires, había renunciado al honor y a la fama; y se había entregado a un tirano dándole sus rentas y sus soldados […]. Muchas leyes hay votadas en este mismo lugar que comprueban lo que he dicho, renunciando Buenos Aires a su honor, a su libertad y a su fama”. En Adolfo Saldías, Un siglo de instituciones. Buenos Aires en el centenario de la Revolución de Mayo, tomo I, La Plata, Imprenta oficiales, 1910, pp. 310-311, y James R. Scobie, La lucha por la consolidación de la nacionalidad argentina (1852-1862), Buenos Aires, Librería Hachette S.A., 1964, pp. 47-48, respectivamente. Lo que siguió en rápida sucesión fueron, en primer lugar, las renuncias del gobernador y sus ministros, aceptadas por la Legislatura; la desig- 34 Historia de la Argentina, 1852-1890 nación por parte de esta de uno de sus miembros para hacerse cargo provisoriamente del poder, y la reacción de Urquiza, instalado de vuelta en Palermo. Ante el peligro de que su proyecto de organización nacional peligrara por la deserción de Buenos Aires, provocada por una dirigencia que se oponía a su liderazgo, decidió intervenir y hacer uso de su principal recurso: la fuerza militar. Envió parte de las tropas a la ciudad, dio órdenes de disolver la Legislatura y repuso a López en la gobernación. A continuación, cerró los periódicos opositores y expulsó de la provincia a varios diputados de las filas opositoras, como Bartolomé Mitre y Dalmacio Vélez Sarsfield, entre otros. Una vez controlada la situación, los diferentes grupos políticos volvieron al ruedo. Debilitados los porteñistas, Urquiza intentó recomponer un sistema de alianzas en el que ocuparan un lugar prominente hombres del viejo tronco rosista, que eran, a su vez, conocidas figuras de la elite social. Ese giro tuvo sus costos. La presión ejercida sobre López para que anulara el decreto de confiscación de los bienes de Rosas, dictado en febrero, terminó en una nueva y definitiva renuncia del gobernador. Al mismo tiempo, si el Restaurador había tenido un importante apoyo en distintos sectores de la sociedad porteña, tanto en las clases propietarias como en las populares, Caseros había inducido revisiones y cambios de frente, así como había puesto en escena un discurso muy crítico de su figura. La incorporación de los llamados “rosines” en distintas instancias de la administración confirmó para muchos los paralelos entre Urquiza y Rosas denunciados desde las filas porteñistas. En suma, la solución buscada por Urquiza fue frágil. Si bien puso en marcha algunos proyectos de gobierno bien vistos localmente, y se mostró proclive a participar en bailes y recepciones ofrecidos por la gente “de bien” de Buenos Aires, no logró disipar el malestar generado por medidas como el control de las aduanas, el uso del dinero de la tesorería porteña para mantener y premiar al ejército y, por sobre todo, el ejercicio de su autoridad sobre la orgullosa provincia. Los dirigentes de la oposición no se replegaron, pues, aunque tenían limitada su intervención pública, podían operar en otros terrenos, y así lo hicieron, rearmando un frente contra Urquiza. En función de un posible golpe de timón, buscaron y sumaron apoyo entre los militares de la provincia y de las propias filas del Ejército Grande y, en septiembre, cuando el director supremo viajó a Santa Fe para inaugurar las sesiones del Congreso Constituyente, pasaron a la ofensiva. El día 11 de madrugada, fuerzas militares ocuparon la plaza central (actual Plaza de Mayo) y controlaron la ciudad, lo que provocó la huida del gobernador Constituir una república federal 35 a cargo y la inmovilización del resto de las tropas del ejército que no habían salido de Palermo. Más tarde, el sonar de las campanas del Cabildo convocó a la población a reunirse para festejar la caída del gobierno. Mientras los jóvenes dirigentes movilizaban a sus seguidores y la gente respondía quizás espontáneamente al tradicional llamado cívico de las campanas, miembros de la Legislatura cerrada se reunieron y designaron a las nuevas autoridades de la provincia. Así concluía la revolución del 11 de septiembre, un hecho que pronto adquirió dimensiones míticas para el porteñismo (como se verá en el próximo capítulo) y que la historia ha considerado, en palabras de Tulio Halperin Donghi, “un importante punto de inflexión en la historia política del país”. Buenos Aires sitiada Un conjunto heterogéneo de fuerzas había concurrido a formar el frente que se impuso en Buenos Aires. A la cabeza, se encontraban dirigentes de distintas generaciones; emigrados de militancia antirrosista junto con algunas figuras del régimen caído en Caseros; hombres con trayectoria militar, tanto del antiguo aparato como del ejército de Urquiza; personajes expectables de la vida social porteña –propietarios rurales, comerciantes, profesionales–. La consigna aglutinante era “la fusión de partidos” y el jefe del porteñismo más radicalizado, Valentín Alsina, se estrechó en un abrazo público con el conspicuo ex rosista Lorenzo Torres. Más difícil es identificar quiénes componían las bases de este movimiento y qué opinaba la gente de diferentes orígenes sociales y filiación política que adhirió con mayor o menor fervor a esa “revolución”. De todas formas, el clima general fue suficientemente favorable como para inducir a Urquiza, que había decidido volver a Buenos Aires para doblegar a los rebeldes, a retirarse con las tropas y dejar la provincia. De esta manera, y tras el rechazo de la Legislatura del Acuerdo de San Nicolás, la provincia quedó separada del resto de la Confederación. Comenzó entonces una etapa de reafirmación de la autonomía porteña, con medidas tales como el retiro de los diputados por Buenos Aires de la Convención Constituyente y la reasunción del manejo de las relaciones exteriores que ejercía Urquiza, así como la producción y difusión de discursos y símbolos destinados a glorificar a la provincia y denostar la figura del director supremo. También se decidió enviar al general José María Paz en misión a las provincias, con el objetivo apenas encubierto de levantarlas contra el proyecto y el poder de Ur- 36 Historia de la Argentina, 1852-1890 quiza; y empezaron las negociaciones con grupos que en la provincia de Corrientes podían sumarse a la ofensiva antiurquicista. Asimismo, el nombramiento de Alsina al frente de la gobernación y de Mitre como ministro de Gobierno afianzó al sector más radicalizado. Buenos Aires comenzó a armarse. Se decretó una leva para integrar las fuerzas regulares, a la vez que se puso en marcha la Guardia Nacional. Sobre la base tradicional de las milicias, durante la gobernación de López se había fundado esa institución como reserva del ejército, bajo dependencia directa del gobierno provincial. Integrada por todos los adultos nativos, que debían enrolarse y participar de los ejercicios periódicos de la fuerza, la Guardia pronto se convirtió en una fuerza militar importante y en un espacio clave de construcción y militancia política, como se verá más adelante. Con la leva y la convocatoria a la Guardia, más la adquisición de armamento, Buenos Aires avanzó en los preparativos de guerra. No obstante, sus planes de sumar a otras provincias fracasaron, así como la invasión a Corrientes y Entre Ríos, frustrada por las fuerzas de Urquiza. La actitud crecientemente confrontativa del gobierno porteño junto con la perspectiva de nuevos enfrentamientos despertaron la oposición de los jefes militares de la campaña heredados del rosismo y, en particular, del coronel Hilario Lagos, de destacada trayectoria bajo ese régimen, que había sido designado comandante en jefe del Departamento del Centro de la provincia por el gobierno de Alsina. El 1º de diciembre este se alzó en armas contra el gobierno local, en nombre de la unidad con los “pueblos hermanos” y de la paz “reparadora”, para pedir la renuncia de Alsina y la concurrencia al Congreso de Santa Fe, si bien manifestó a su vez que no aceptaría agresión alguna por parte de las demás provincias. Tuvo éxito en levantar parte de la campaña y con sus tropas llegó hasta la propia ciudad, donde un encuentro con los flamantes guardias nacionales comandados por Mitre frenó su avance, aunque algunos barrios quedaron bajo su control. Buenos Aires se pertrechaba y se preparaba para defenderse de lo que pronto fue el sitio declarado por Lagos y, algo más tarde, el bloqueo de su puerto. Proclama de Hilario Lagos leída en la plaza de la Guardia de Luján y enviada a los demás pueblos de Buenos Aires Habitantes de la Capital: tenéis enfrente de vuestras calles un ejército de compatriotas que solo quiere la paz y la gloria de vuestro país. Son vues- Constituir una república federal 37 tros hermanos y no dirijáis contra ellos el plomo destructor. No enlutéis vuestras propias familias. Venimos a dar a nuestra querida Buenos Aires la gloria y tranquilidad que le habían arrebatado unos pocos de sus malos hijos. Nada temais de los patriotas que me rodean: el ejército de valientes que tengo el honor de mandar, no desea laureles enrojecidos con la sangre de sus hermanos. Solo quiere paz y libertad. El glorioso pabellón de mayo es nuestra divisa, y nuestros estandartes serán siempre emblemas venturosos de fraternidad, y de unión sincera de todos los partidos. Basta de males y desgracias para los hijos de una misma tierra. Patria y libertad sea nuestro Norte. ¡La gloria de un abrazo fraternal nuestro premio! En María Fernanda Barcos, “Expresiones políticas y movilización popular en los pueblos de la campaña de Buenos Aires. La Guardia de Luján y el sitio de Lagos (1852-1854)”, en Nuevo Mundo. Mundos Nuevos, 2012. La situación era difícil para Alsina –los sitiadores exigían su alejamiento y sus aliados porteños le retaceaban apoyo–, quien a los pocos días de iniciado el sitio presentó su renuncia. A partir de ese momento, los diferentes grupos políticos sellaron una férrea alianza para resistir. El sitio duró más de seis meses, durante los cuales hubo negociaciones entre las partes y hasta un proyecto de tratado de paz con la Confederación; avances y retrocesos de las fuerzas de Lagos, así como algunos combates terrestres y en el río, y una intensa actividad en Buenos Aires destinada a sobrellevar el sitio y a desgastar al enemigo. La ciudad tuvo serios problemas de abastecimiento, que se agravaron cuando Urquiza ordenó a sus fuerzas navales bloquear el puerto. Pero contaba con recursos financieros suficientes, a través de los ingresos de la Aduana y de las emisiones del Banco Provincia de Buenos Aires, tanto para comprar armas y alimentos como para sobornar a jefes y soldados enemigos. La población, además, se sintió convocada por la dirigencia y en un clima colectivo de euforia localista estuvo dispuesta a soportar las privaciones y a contribuir a la defensa. Los encuentros ocasionales con las fuerzas enemigas, a las que lograron detener, contribuyeron a levantar los ánimos de los sitiados. Muchos porteños –de distintas clases sociales– se sumaban a las tropas, que pronto superaron los 8000 hombres, bien pertrechados. En la campaña, mientras tanto, Lagos había logrado el amplio apoyo de otros jefes militares y de civiles a quienes reclutó para administrar la provincia, que contaban, además, con bases populares propias. Urquiza 38 Historia de la Argentina, 1852-1890 había brindado su protección, se había instalado en San José de Flores con algunos regimientos de entrerrianos y había asignado a su escuadra para cerrar el bloqueo. Sin embargo, no todo era acción militar en la provincia, ya que Lagos procedió también a organizar política y judicialmente todos los departamentos, con excepción de algunos de la zona sur que se mantuvieron fieles al gobierno porteño. En mayo, cuando la Constitución ya había sido aprobada en Santa Fe, Lagos convocó a elecciones de representantes para celebrar una convención provincial, a la que sometería el documento, aprobado poco después. La provincia se institucionalizaba pero, a diferencia de la ciudad, su situación financiera era complicada. Durante varios meses, todo ese movimiento en uno y otro campo no alcanzó para llegar a un desenlace; se había alcanzado un punto de equilibrio inestable, y nadie estaba en condiciones de ganar la partida. Hacia junio, la política porteña de cooptar fuerzas enemigas a través del dinero había dado algunos frutos entre las fuerzas de la campaña, pero el golpe decisivo fue la deserción del comandante de la escuadra de Urquiza, el norteamericano John Coe. A cambio de cubrir los sueldos atrasados de todo su personal y de una recompensa personal de 5000 onzas de oro, este oficial entregó sus navíos al gobierno de la provincia, y así concluyó el bloqueo. La balanza en adelante se inclinaría para el lado de Buenos Aires y, mientras en la ciudad se celebraba el fin del asedio por agua, en la provincia el ejército federal de Lagos sufría la deserción de varios regimientos, a los que se debía varios meses de sueldo y que, cansados y desmoralizados, optaron por las recompensas que ofrecían los porteños. Unos días más tarde, con mediación diplomática extranjera, se firmó el armisticio que definió los términos de la paz entre las partes. Las tropas sitiadoras debían someterse y entregar sus armas a cambio de una amnistía general y del pago de una indemnización para cubrir las deudas que el ejército federal tenía con ellas. Se estipulaba que Urquiza debía abandonar la provincia y que Lagos y los demás jefes podían elegir quedarse o irse, según su propia voluntad. Así concluyó el sitio de Buenos Aires, pero la paz no sería duradera, y, en los años siguientes de separación entre la provincia y la Confederación, se producirían nuevos enfrentamientos. La sanción de la Constitución El período central del sitio coincidió, en buena medida, con el de la reunión del Congreso Constituyente. En un escenario completamente Constituir una república federal 39 distinto del de Buenos Aires, en la ciudad de Santa Fe se discutió y aprobó la Constitución Nacional en un clima tranquilo, con pocos debates sustantivos y una celeridad sorprendente. De acuerdo con lo estipulado por el Acuerdo de San Nicolás, cada provincia había procedido a designar dos congresistas, varios de los cuales no eran residentes de los distritos que teóricamente representaban. La nómina resultante surgió de negociaciones previas entre las dirigencias provinciales y el entorno de Urquiza, corroborada luego en las urnas, e incluyó una lista heterogénea de hombres de distintas generaciones y profesiones. Algunos de ellos –como Juan María Gutiérrez, porteño diputado por Entre Ríos; José Benjamín Gorostiaga, por Santiago del Estero; y Facundo Zuviría, diputado por Salta y presidente del Congreso– se destacaron rápidamente y llevaron la voz cantante en los meses que siguieron. Juan Manuel Blanes, Sanción de la Constitución Argentina en Santa Fe en 1853, óleo sobre madera, 29,1 x 37,6 cm, 1853, Colección Museo Histórico Nacional. Representantes designados para integrar el Congreso Constituyente de 1853 Juan del Campillo, abogado de Córdoba, por su provincia; Salvador María del Carril, de San Juan, por su provincia; 40 Historia de la Argentina, 1852-1890 José de la Quintana, de Jujuy, por su provincia; Agustín Delgado, de Mendoza, por su provincia; Santiago Derqui, abogado de Córdoba, por su provincia; Pedro Díaz Colodrero, de Corrientes, por su provincia; Pedro Ferré, brigadier general de Corrientes, por Catamarca; Ruperto Godoy, de San Juan, por su provincia; José Benjamín Gorostiaga, abogado de Santiago del Estero, por su provincia; Juan María Gutiérrez, de Buenos Aires, por Entre Ríos; Delfín B. Huergo, abogado de Salta, por San Luis; Benjamín Lavaisse, sacerdote de Santiago del Estero, por su provincia; Manuel Leiva, de Santa Fe, por su provincia; Juan Llerena, abogado de San Luis, por su provincia; Regis Martínez, abogado de Córdoba, por La Rioja; Manuel Padilla, abogado de Jujuy, por su provincia; José Manuel Pérez, fraile dominico de Tucumán, por su provincia; José Ruperto Pérez, de Entre Ríos, por su provincia; Juan Francisco Seguí, abogado de Santa Fe, por su provincia; Luciano Torrent, abogado y médico de Corrientes, por su provincia; Martín Zapata, abogado de Mendoza, por su provincia; Pedro Alejandrino Zenteno, sacerdote de Catamarca, por su provincia; Salustiano Zavalía, abogado de Tucumán, por su provincia; Facundo Zuviría, doctor en derecho de Salta, por su provincia. El Congreso fue inaugurado el 20 de noviembre de 1852, pero sólo un mes más tarde quedó constituida la comisión de negocios constitucionales –de cinco miembros, luego ampliados–, encargada de redactar el proyecto para presentar al resto. De ahí en más, el trabajo quedó en manos de ese grupo, en el seno del cual se produjeron debates que luego tendrían algún eco en las sesiones generales. Aunque la tarea estaba prácticamente lista para marzo, la búsqueda de un acuerdo con Buenos Aires para que se sumara al Congreso demoró la presentación del proyecto hasta mediados de abril de 1853. A partir del 18, las sesiones plenarias se celebraron a diario a fin de concluir en la fecha sugerida por Urquiza, el 1º de mayo. Hubo pocos escollos en el debate; no obstante, el presidente Zuviría propuso postergar todo el trámite, pues consideraba que la situación nacional no estaba madura para dictar la Constitución. Sus argumentos fueron refutados, y se siguió adelante. Constituir una república federal 41 Las discusiones más importantes giraron en torno a la cláusula de la libertad de cultos, resistida por quienes favorecían una definición clara por la religión católica, y al artículo que fijaba la futura capital en Buenos Aires. Finalmente, la mayoría votó el proyecto tal como estaba y, por 14 votos contra 4, el texto constitucional fue aprobado. Presentado a Urquiza, que por esos días se encontraba en San José de Flores, a pocos kilómetros del epicentro del conflicto porteño, este promulgó formalmente la Constitución el 25 de mayo de 1853 y dispuso la jura en la otra gran fecha patria, el 9 de julio. Juramento de la Constitución en Mendoza El acto de juramento se llevó a cabo en muchos pueblos de la Confederación de acuerdo a la fórmula dispuesta por el gobierno. [En Mendoza] […] el poder ejecutivo emitió un decreto que ordenaba detalladamente la forma en la que se cumpliría el acto de juramento […]. Disponía el juramento y promulgación de la Constitución para el 9 de julio, en la capital y en las “villas y fortalezas de la campaña”, convocándose a todos los ciudadanos a concurrir en sus respectivos distritos a los lugares que se designaban. El ejército […] formaría en la plaza a las ocho de la mañana, los representantes del gobierno y los miembros de la cámara de justicia “se personarían” en su sala de sesiones a las 9 del día 9 y desde allí una comisión compuesta por el presidente de la legislatura, el de la cámara de justicia y el ministro general, presidida por el gobernador, “acompañada por los representantes del pueblo” y demás empleados civiles y militares y escoltada por la guardia de honor, conduciría “la carta constitucional hasta el lugar donde debe presentarse al pueblo”. El juramento se haría “en comicios públicos” o sea con participación popular activa, en la plaza de la Independencia en la capital, y en las poblaciones del resto en la de Retamo, Villa de la Paz, Villa de San Carlos y Villa San Rafael. El decreto estipulaba también la fórmula y la forma del juramento […]. Se determinaba que el acto sería precedido de la lectura de la Constitución. […] Al salir la comitiva de la sala de sesiones, una salva de artillería y un repique general de campanas saludarían a la constitución. Concluido el acto de juramento por parte de las autoridades habría “una exclamación simultánea de ‘Viva la constitución’ seguida de una salva general por toda la línea” […]. En la capital se establecerían siete mesas receptoras del juramento […]. En cada villa, cabeza de partido en la campaña se formaría una mesa receptora […]. Cada mesa llevaría un registro con el encabezamiento de 42 Historia de la Argentina, 1852-1890 la fórmula del juramento en el que los ciudadanos inscribirían o harían inscribir sus nombres […]. El registro debía remitirse al ministerio general. El decreto terminaba disponiendo el embanderamiento “e iluminación general desde el día 8 hasta el 10 inclusive” además de la celebración de un oficio religioso con solemne tedeum el último día mencionado. En Manuel E. Macchi, Primera presidencia constitucional argentina, Concepción del Uruguay, Palacio San José, Museo y monumento nacional “Justo J. de Urquiza”, serie III, nº 13, 1979, pp. 40-41. La sanción de una Constitución Nacional representó una novedad radical en el panorama vigente hasta entonces en la Confederación Argentina. El consenso para la organización de una república federal y la definición de un conjunto de principios, normas e instituciones que reflejaban, mucho más que una realidad presente, un proyecto futuro fue una apuesta riesgosa, y nadie podía aventurar cuál sería su destino. Hoy sabemos que la Constitución mantuvo su vigencia durante más de cien años, pero también que la instrumentación efectiva de la república allí definida fue causa de numerosos conflictos que experimentó la Argentina en las décadas siguientes. La Constitución estableció, en primer lugar, una república federal, que creaba un poder nacional a la vez que fijaba que las provincias conservarían “todo el poder no delegado [...] al gobierno federal” (art. 104). De esta manera, cerró el capítulo de la tradición confederada vigente a partir de la década de 1820, así como de las aspiraciones unitarias que habían inspirado los frustrados intentos constitucionales anteriores. En segundo lugar, definió la república como representativa, dando por tierra con cualquier pretensión de sostener el ejercicio directo de la soberanía del pueblo. La Constitución introdujo, en tercer lugar, derechos y libertades civiles, personales y de propiedad, afirmó el principio de igualdad ante la ley para todos los habitantes y fijó garantías referidas a la seguridad de las personas. En este punto, retomó valores liberales plasmados en legislaciones anteriores, a la vez que imprimió un giro en relación con las prácticas restrictivas del régimen rosista. Entre las libertades sancionadas en el artículo 14 figuraba la libertad de cultos, que mereció una intensa discusión entre los congresistas. En materia de derechos políticos, el texto constitucional no hizo directa referencia a ellos, pero desde su sanción se consideró que el sufragio universal masculino estaba implícito, y así lo consideraron las leyes que reglamentaron su ejercicio. Constituir una república federal 43 Finalmente, el grueso del documento estuvo dedicado a la estructura institucional de gobierno, presidida por dos principios fundamentales: la estricta división de poderes y el carácter representativo de todo el sistema. Quedaron establecidos un legislativo bicameral, con una cámara de “diputados de la Nación” y otra de “senadores de las provincias”; un ejecutivo relativamente fuerte, pero que no admitía la reelección de su titular, el presidente, ni las facultades extraordinarias; y un poder judicial encabezado por una Corte Suprema e integrado por tribunales con distintas jurisdicciones. Los diputados serían elegidos por el voto directo de los ciudadanos, mientras que correspondía a las legislaturas provinciales la designación de los senadores respectivos, y a un colegio electoral, la del presidente y el vicepresidente de la república. El nombramiento de los integrantes del poder judicial, por su parte, pasaba a ser una prerrogativa del presidente, con acuerdo del Senado. En cuanto a las provincias, debían dictar sus propias cartas constitucionales, siguiendo los preceptos de la nacional. Como surge de esta brevísima síntesis, la Constitución fue un proyecto muy ambicioso, pues, si bien integró tradiciones y compromisos previos, creó una nueva república. En la presentación del proyecto, el miembro informante de la comisión de negocios constitucionales, Benjamín Gorostiaga, manifestó que estaba “vaciado en el molde de la Constitución de los Estados Unidos” y estudiosos posteriores han señalado las muchas semejanzas, así como también las diferencias con aquel documento del primer país del mundo que ensayó una república a gran escala y de índole federal. En la Argentina, como en gran parte del resto de Hispanoamérica, en aquella época los Estados Unidos constituían uno de los pocos ejemplos de organización republicana sobre principios liberales. Por eso mismo, había formado parte de los antecedentes que tuvo en consideración Juan Bautista Alberdi cuando escribió un texto que sería decisivo para los constituyentes: Bases y puntos de partida para la organización nacional. Ante el triunfo de Urquiza y su llamado a organizar el país, en 1852 Alberdi –que permanecía en Chile– escribió ese folleto, que de inmediato fue acogido por los políticos y letrados de ese país y de la Argentina, y en la segunda edición le incorporó un proyecto de Constitución. El texto abrevaba en el ideario provisto por el legado liberal, en las propuestas que la Generación del 37 (véase el volumen anterior de la colección) venía discutiendo en las últimas décadas y en los ejemplos prácticos provistos por la experiencia de los Estados Unidos y Chile, país este último cuya estabilidad política Alberdi admiraba. En consecuencia, en 44 Historia de la Argentina, 1852-1890 función del diagnóstico que tenía sobre los males argentinos, propuso las bases necesarias para refundar la república, que sirvieron de orientación a los miembros de la comisión de negocios constitucionales, entre los cuales se encontraban dos hombres muy cercanos a Alberdi: Gutiérrez y Gorostiaga. Juan Bautista Alberdi, reproducción de daguerrotipo tomado en Valparaíso (Chile) entre 1850 y 1853, William G. Helsby, Colección Museo Histórico Nacional. La apuesta fue ambiciosa y despertó algunas reacciones inmediatas por parte de quienes, en el propio Congreso, hubieran preferido una Constitución más apegada a la realidad local, más conservadora, que de alguna manera reflejara el estado de cosas vigente y les diera un marco institucional. En cambio, el documento resultante desafió esa realidad y propuso cambios que, aunque sin duda estaban en sintonía con el espíritu de los tiempos, implicaban a futuro una Argentina diferente. Sorprende, por lo tanto, la rapidez con que se lograron los acuerdos para sancionarla y el hecho de que sólo una provincia se negara a jurarla, la rica y siempre conflictiva Buenos Aires, que se erigió en estado independiente. La secesión duraría casi una década, durante la cual coexistieron de hecho dos estados republicanos, Buenos Aires y la Confederación, a cuya historia se dedicarán los próximos dos capítulos.