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WAUGH A PEDAZOS
por
anthony lane
En julio de 1956 Evelyn Waugh dio una fiesta en honor de su
hija Teresa. Unos días antes había escrito a un amigo suyo,
Brian Franks, detallándole el menú para la cena, y había concluido la carta con estas palabras: «Champagne para todos;
gran reserva sólo para mí». Raramente se ha promulgado un
edicto con tan sonoro chasquear de labios, y, sin embargo, nada
podría ser más triste. En Oxford, durante los años veinte,
Waugh había elegido a sus amistades sobre la base de su capacidad para desenvolverse bien —o mal, pero con gracia— bajo
los efectos del alcohol. «El exceso de vino le repugnaba, lo cual
constituía una infranqueable barrera entre nosotros», escribió
de un conocido suyo del college. Treinta años después, Waugh
solía sentarse a solas con un vaso en la mano, optimistamente
orgulloso de no tener a mano a nadie con quien mereciera la
pena compartir unas gotas. La insinuación es poco menos que
diáfana: el único «gran reserva» iba a ser Waugh, y nadie más
que Waugh.
A lo largo de los años transcurridos desde su muerte, en
1966, y especialmente en la última década, ha habido asiduos
intentos de rememorar sus logros. Hemos tenido biografías en
dos tomos (a cargo de Martin Stannard) y en uno (Selina Hastings); más reciente, y más corta aún, es Evelyn Waugh: A Literary Life, de David Wykes, que tuvo la valentía de introducir
un nuevo adjetivo: wavian, término que tal vez sirva a los especialistas, pero que difícilmente ganará muchos adeptos. Pero lo
mejor de todo es esta recopilación de material de primera: los
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Cuentos completos de Evelyn Waugh. El título no deja lugar a
dudas, si bien en el canon de Waugh la brevedad no es cosa
fácil de definir. Por ejemplo, en «Work Suspended», el relato
inacabado, y, sin embargo, rematado con gran elegancia, que
ocupa 105 páginas de esta edición bajo los títulos «La casa de mi
padre» y «Lucy Simmonds», se antoja casi un equivalente de
«Los seres queridos», «Helena», y «La prueba de fuego de Gilbert
Pinfold» el trío de vigorosas, picantes (y salpicadas de muertos)
nouvelles que Waugh escribió durante sus años más prolíficos y
que sólo está disponible en libros sueltos. Él mismo fue un bibliófilo crónico y un gran conocedor de la tipografía, admirado
en su juventud por su capacidad para ilustrar, más que para
componer, un texto; por regla general, no me importa leer ediciones en rústica de cuyas páginas sobresale la pulpa de la madera, pero mi temprana edición de Cuerpos viles, incluida su
cubierta con ese vibrante grabado, la trato como si fuera un
frágil cachorro de una especie en peligro de extinción.
Las ansias de leer a Waugh pueden sobrevenir sin previo
aviso, en especial cuando nos inunde la marea de insensatez general o de sensiblería particular. Uno debería poder desgravar
este libro en tanto que artículo para la cordura profesional, aunque es probable que Hacienda cuestionara el estatus de Waugh
como verdadero y fiable paliativo.
¿Está Waugh empeñado con los desmadres que describe, o
acaso aporta él una calma más apolínea? ¿Es Cuerpos viles, su
crónica anglosajona de los años veinte, el colmo del disparate o
representa tal vez los hallazgos mortíferamente coherentes de un
espectador? Max Beerbohm se colgó una vez la etiqueta de «anarquista tory», un calificativo que a Waugh le cuadraría muy bien;
esa nostalgia de esplendores pasados (en buena parte de su propia invención) sólo estaba a la altura de su gusto por la catástrofe del momento. Por fuerte que sea la tentación, no basta
con mofarse de la época en que a uno le toca vivir: la burla debe
continuar tocando a vuelo, como campanas en la lejanía, mucho después de que los objetos de escarnio hayan recibido cris-
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tiana sepultura. Pensemos en el crucero recreativo; aunque
ahora es poco más que un centro comercial flotante para pensionistas y maníacos del bronceado, antaño fue un decoroso
complemento del Grand Tour de la joven clase alta, adornado
con la vulgaridad y las aspiraciones culturales justas para atraer
a una mente satírica. Waugh produjo un libro entero, Viaje por
el Mediterráneo, sobre su experiencia en un crucero por dicho
mar en 1929 y, cuatro años después, comprimía aquel ambiente de balanceo al borde de la náusea en sólo seis páginas:
[…] y tomamos champán en la cena y nos pusimos muy alegres,
ellos tiraron serpentinas y yo tiré la mía sin desenrollar y le di a la
señorita P. en la nariz. Ja, ja. Tenía el día simpático y le dije al
mozo qué gracia, ¿no? y él respondió sí, sobre todo para los que
no tienen que limpiar después. Dios, qué triste.
Si hubiera que elegir una sola palabra de Waugh —la sílaba que
denota su actitud con la misma fiabilidad que el «Sir» [«señor»] del Dr. Johnson—, ésa sería «so».* Aunque en principio
sirve para establecer una conexión causal, puede asimismo señalar hacia una serie de acontecimientos tan fluida que podríamos encontrar a la pareja Causa y Efecto riéndose debajo de la
mesa. El personaje que arroja la serpentina es un buen ejemplo;
detrás de la jovialidad, su lógica emocional está en las últimas. El
pasaje pertenece a «Crucero: Cartas de una joven de vida ociosa» y retrata un pequeño mundo con la precisión que encontramos en Los caballeros las prefieren rubias; se podría argumentar
que ventrílocuos como Waugh y Anita Loos constan entre los
más briosos descendientes de Joyce —al menos, del Joyce que
hablaba a través de Molly Bloom—. Waugh detestaba Ulysses;
una vez, en una entrevista por televisión, le oí decir que era un
«galimatías» con ínfulas; pero, como ponen en evidencia mu* En el sentido a que alude el pasaje, so puede traducirse en español por
«y», «así», «así pues», cuando no simplemente obviarlo. (N. del T.)
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chos de los relatos, el joven novelista canalla no era reacio a
sisar cualquier técnica modernista que pudiera serle de utilidad.
El cinematográfico clamor de voces en conflicto recuerda un
poco a la charla de pub en «La tierra baldía»; sus ecos resuenan
también en el diálogo entre mustios enamorados de «Incursión
en la realidad», que Waugh escribió en 1932:
—Simon… Oye, ¿he estado muy mal esta noche?
—Fatal.
—Bueno, yo diría que tú también.
—Olvídalo. Ya nos veremos.
—¿No quieres hablar un rato?
—Es que no puedo. Tengo un asunto que resolver.
—Oye, ¿y eso qué quiere decir?
Nótese la ausencia de acotaciones. Nótese, sobre todo, qué poco
las necesitamos. En los diálogos de Waugh uno nunca tiene que
volver sobre sus pasos para ver quién ha dicho qué. Cada tono
está fuertemente ligado al personaje, pero, a la vez, parece elevarse flotando como un canto gregoriano de fatiga.
El milagro de Evelyn Waugh es que, aunque pueda marchitarse, nunca envejece. Cuentos completos comprende más de
seiscientas páginas de hastío, abandono, decepción, inelegancia, carraspeante esnobismo y destellos de ira contenida; lo lógico sería que el libro sumiera al lector en la melancolía, pero,
por el contrario, uno sale con ánimos renovados y la moral
alta, como después de una ducha fría y un buen combinado.
Son treinta y ocho cuentos en total, escritos a lo largo de cincuenta y dos años. Algunos resultarán conocidos, pues formaron parte de una primera recopilación —Work Suspended and
Other Stories—; otros, entre los que se incluye un pequeño tesoro de escritos juveniles, fueron difíciles de desenterrar y es
muy gratificante tenerlos ahora tan a mano. El primer escrito,
fechado en 1910, es nuevo para mí y se titula «La maldición de
la carrera de caballos. Es emoción pura:
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Sigieron cabalgando hasta que estubieron cara cara. el polisia saltó de
su caballo pero Rupert le atrabeso el corazson con su espada y entonces Tom desmontó y le dio un mandoble a Rupet en la megilla.
Para un niño de siete años, no está nada mal. El gusto infantil
por el melodrama victoriano era moneda corriente; una asombrosa revelación de estos Cuentos completos es que el narrador
ya adulto no llegó nunca a desprenderse de esa querencia. Estamos tan habituados a la leyenda de Waugh como paciente artesano —o, en una órbita menos feliz, a las melifluas cavilaciones
en que se atora Retorno a Brideshead—, que tendemos a infravalorar su talento para armar un relato corto. Tal vez no haya
en este libro olvidadas obras maestras, pero el lector no sentirá
la menor tentación de saltarse páginas, y algunas frases iniciales de Waugh lo dejan a uno ávido de saber más: «El casamiento
de Tom Watch con Angela Trench-Troubridge fue, tal vez, uno de
los eventos menos importantes de los que se tenga memoria». O
este otro: «John Verney se había casado con Elizabeth en 1938,
pero no empezó a detestarla con constancia y ahínco hasta el
invierno de 1945».
Las fricciones maritales, o la farsa del conyugal letargo, fueron una de las permanentes obsesiones de Waugh. Él, por su
parte, se casó con una mujer llamada Evelyn Gardner en 1928.
Eran conocidos como «el» Evelyn y «la» Evelyn; la pareja perfecta, al menos hasta un año después de casarse, cuando ella
se enamoró de otro. Waugh pidió el divorcio en septiempre
de 1929, y es muy corriente entre los críticos de Waugh afirmar
que, a partir de entonces, su obra se vio contaminada por la
jugosa vergüenza del cornudo. Tom Watch y Angela TrenchTroubridge no consiguen concluir siquiera la luna de miel sin
que aparezca el fantasma del adulterio. Tom baja del tren en
una parada de su trayecto al campo, el tren arranca sin él, se
encuentra a un viejo compañero de colegio cuyo nombre no
logra recordar, bebe mucho, sale de cacería, se pierde; Angela
llega demasiado tarde para encontrarlo allí, pero se las apaña,
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como le dice en un telegrama. («Aquí todo bien. Tu amigo es
divino. Por qué no vienes tú. Angela.») No se indica claramente, pero de pasada nos enteramos de que la recién casada está
pensando en alquilar una casita.
En 1932, tres años después de su propio descalabro conyugal, Waugh escribió «Amor en plena crisis», esta ladina historia
de infidelidad. Todo se desarrolla con el laconismo de un mensaje telegráfico; bajo la presión de su propia rabia, el entonces
joven escritor había descubierto una variedad de sufrimiento
que no le daba pie a ser gracioso. Pero pasamos al final del libro
y la cronología de la humillación parece toparse con un obstáculo. Encontramos un batiburrillo de material escrito por
Waugh en Oxford, incluido un romance falsamente histórico:
«Antony, buscador de cosas que se perdieron». El título, naturalmente, me cayó simpático, pero la historia no cobra vida hasta el estertor de la última página. El conde Antony está encarcelado junto a su prometida, lady Elizabeth: «E improvisaron un
lecho de paja sobre el escalón y así, entre las infames alimañas,
se consumó su matrimonio». La dama se cansa pronto de su
amado y busca un sustituto, pero el único a tiro es el horrendo
carcelero picado de viruela. Se aman a la vista de Antony, postrado por las fiebres, hasta que éste se incorpora en silencio y la
estrangula. Cinco años después de crear esta animada escena,
Waugh entró a formar parte del gremio de los casados.
No deben interpretarse más de la cuenta los excesos de juventud; parece ser, sin embargo, que el Waugh estudiante se estaba preparando, conscientemente o no, para un concienzudo
examen de la mala fe. La gracia de todo exceso estaba en dejar
constancia del mismo; si uno se los permitía, mejor que mejor,
pero debía saber que quedaba expuesto a la fría pincelada de la
pluma, al meticuloso coloreo de la exageración. Los goces de
Decline and Fall, lo mismo que en los primeros relatos y en la
bárbara sangre fría de las cartas, son los de la embriaguez rememorada a toro pasado; incluso la perpetración de delitos
graves se diría aligerada, cuando no condonada, por la meticu-
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losidad de la prosa. En el relato de 1923 «Edward y su singular
hazaña», un estudiante asesina a su tutor por la sencilla razón
de que le cae gordo. El crimen recae en un compañero, lord
Poxe, el cual es censurado por el rector con estas palabras: «Ha
sido una insensatez, lord Poxe, y además gratuita, pero no quiero ser duro con usted […]. Su tía abuela, lady Emily Crane, se
casó, usted lo recordará, con mi abuelo, el señor Arthur Thorn.
En consideración a su posición, lord Poxe, creo que el College
debe tratar este asunto con la mayor discreción posible». A
Poxe se le impone una multa de trece chelines.
Todo Waugh está ahí en embrión: los nombres malsonantes,
la errónea acusación, el eterno conflicto entre buena conducta
y mala acción, y el descabellado convencimiento de que la valía
humana se puede medir según el árbol genealógico. (Hay momentos de Brideshead en que Waugh, devotamente enamorado
del ilustre y añejo apellido católico Marchmain, casi se pasa al
bando del rector.) Como lord Poxe, el autor tampoco mató
nunca a nadie, si bien una vez hizo un chapucero intento de atentar contra su vida nadando mar adentro desde un punto de la
costa galesa. Según él mismo recuerda en su autobiografía, se
topó con un banco de medusas y dio media vuelta. (Es un excelente chiste contra sí mismo; el fofo, el débil de carácter, sólo
podía ser disuadido por una cosa más fofa todavía.) «No hay
destino que no sea “peor que la muerte”», anotaba Waugh en
su diario en 1963, y se complacía en someter a sus personajes a
un fantástico muestrario de desenlaces fatales. En «La balanza» (1926) imagina a su héroe zampándose un frasquito de
veneno; la avejentada anfitriona irlandesa de «La fiesta que dio
Bella Fleace» (1932) expira un día después de organizar un extravagante baile al que nadie acude, habiéndose olvidado de
echar las invitaciones al buzón; la heroína de «Montando guardia» (1934) es condenada a la soltería cuando su celoso perro
faldero, Hector, en un intento de repeler a todos sus pretendientes, casi le arranca de un mordisco su cautivadora nariz.
Luego está McMaster, alias «El hombre al que le gustaba
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Dickens». Este cuento lo escribió en 1933, pero nació el año
anterior, cuando Waugh, que a lo largo de los años treinta llevó
a cabo muchas y agotadoras exploraciones, descubrió al señor
Christie en un rancho perdido en la inmensidad de Brasil. Christie, con una desperdigada familia numerosa, curiosas teorías
sobre la doctrina de la Santísima Trinidad y una mano de santo
para el ron y la lima, fue todo un regalo. Y, tras cocerse a fuego
lento durante un largo período, emergió de la pluma de Waugh
convertido en McMaster, el hombre que droga a un visitante
inglés, Paul Henry, con fuertes brebajes y no le deja marchar. En
realidad, Waugh partió tranquilamente tras una larga velada en
compañía de Christie, pero para el gusto del escritor la realidad
siempre fue demasiado precaria, de modo que su ficción se
aventura por caminos no explorados para preguntarse hasta
qué punto la vida podría haber sido infernal, con la ayudita de
algún que otro infortunio y un toque de maldad propiciada por
un exceso de calor. Finalmente «El hombre al que le gustaba
Dickens», debidamente fermentado, se convertiría en el último
capítulo de Un puñado de polvo, en el que Henry se convierte
en Tony Last —otro cornudo en fuga— y McMaster, a su vez,
en el señor Todd, que no deja de insistir para que su pobre invitado le recite otro capítulo de La pequeña Dorrit.
Es un retrato de la condenación tan plausible como uno
pueda desear, pero ni siquiera ahí estamos al cabo de la calle.
Los Cuentos completos de Evelyn Waugh tienen una creación de
nueve páginas, «Por petición especial», que se utilizaría a modo
de clímax sobrio en la versión por entregas de Un puñado de
polvo. Esta vez no hay Brasil, ni tampoco Christie, McMaster
o Todd; simplemente la triste perspectiva de Tony volviendo
junto a su infiel esposa y la reanudación de su gélida vida en
común. «Las caras de siempre», comenta ella en un restaurante
recién inaugurado, entre la ferocidad tribal de un almuerzo londinense. El relato termina con Tony tomando posesión del
apartamento que tan útil le fue a su esposa para sus infidelidades. De nuevo, es el lector quien tiene que completar los deta-
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lles, pero parece garantizado que el ciclo del engaño se pondrá
en marcha una vez más. Al que no halla consuelo, Waugh le da
a elegir entre dos alternativas de muerte en vida: el lodo mefítico o el piso amueblado. Un delicioso cuento de 1932, «Incidente en Azania», expone ese paralelismo de forma rotunda y
aprovecha para reírse de las ventajas de la civilización:
Lejos de allí, en lugares secretos sin sol del interior del país, donde
un tallo retorcido en mitad de un sendero en plena selva, un trapo
ondeando en una rama, un ave de corral sin cabeza y espatarrada
junto a un tocón viejo señalaban la zona tabú donde ningún hombre podía entrar, las mujeres sakuya entonaban sus primigenios
cánticos de iniciación; aquí en la colina, el no menos terrible ritual
se celebró en torno a la mesa de té de la señora Lepperidge.
Es preciso tener presente ese ecuánime desdén cuando uno penetra en el traicionero territorio gobernado por el Waugh esnob. Una ojeada a sus diarios aporta pruebas suficientes como
para afirmar que era misógino, racista, reaccionario y antisemita; pero el problema de echar sólo una ojeada es ése. Cuanto
más ahonda uno en su personalidad, más se da cuenta de que
Waugh no dejó títere con cabeza. Sus novelas celebran el hecho
de que pecador y objeto de pecado están igualmente expuestos
a la sátira. Waugh, que se habrá convertido al catolicismo en
1930, no veía motivo para ser más blando con los demás de lo
que lo era consigo mismo. El problema del liberalismo, por
ejemplo —y es fácil imaginar lo mucho que se habría divertido
Waugh con las administraciones políticas de la actualidad—,
era que procuraba injustas exenciones al pecado original. Si se
mofó de la burda imitación de costumbres europeas en la coronación de Haile Selassie, como quedó ampliamente plasmado
en Merienda de negros, mucho más se mofó de la incapacidad
de los europeos para relajarse en presencia del «otro». Waugh
deja bien a Youkoumian, el amañador armenio que aparece en
«Incidente en Azania» y posteriormente en las páginas de Me-
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rienda de negros, y, en cambio, reserva todo el veneno para la
comunidad inglesa: «Les favorecía encontrar a un extranjero
que se ajustaba a las mil maravillas a su idea de lo que debía ser
un extranjero».
Con el paso de los años, el propio Waugh acabaría convirtiéndose en la clase de inglés que se ajustaba a la idea que un extranjero tiene de lo que un inglés —si se lo deja a su aire y sin
cuidar— puede acabar siendo. Su aspecto (probablemente, adrede) tuvo que causar perplejidad en los años cincuenta: sonrosado, apoplético, armado de puro y trompetilla, Waugh arremetió contra el declinar de la buena educación con desprecio y con
absoluta mala educación. Nadie que afirma preferir sus libros
a sus hijos («A un niño lo puedes reponer fácilmente») debe de
haber sido persona fácil de querer, y su diario no hace sino
ahondar en la herida al describir a su progenie —tuvo seis hijos
con Laura, su segunda mujer— como «seres irresponsables,
destructivos, frívolos, sensuales, sin sentido del humor». En general, el privilegio de leer a Waugh sólo es comparable al alivio
de no haber tenido que encontrarse cara a cara con semejante
ogro; un privilegio tanto mayor cuanto que, con la edad, su
narrativa va adquiriendo una pátina de timidez —una avivada
vergüenza falstaffiana, incomprensible para el típico pelmazo
de club— por la monstruosa pinta que es consciente de ofrecer
a la vista ajena. De ahí que este libro no contenga «escritos de
senectud». El relato «Basil Seal cabalga de nuevo», que Waugh
escribió tres años antes de morir, rebosa picardía y está bañado
de glacial arrepentimiento:
Su voz no era el mismo instrumento de antaño. La había adoptado
primero como una impostura consciente; se había convertido en
algo habitual en él; las anticuadas y supestamente sabias máximas
que, utilizando aquella voz, se había visto en la obligación de pronunciar, se habían convertido en opiniones establecidas.
Leyendo esto uno se pregunta qué temores o qué incertidumbres
podrían llevar a alguien —más aún en el caso del joven Waugh,
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tan ágil y desenvuelto en sociedad— a parapetarse contra los
ataques, reales e imaginarios, de un mundo hostil. Martin Stannard, biógrafo de Waugh, es particularmente duro al decir: «Su
arte era un teatro de crueldad; su temperamento, despiadado
por instinto». Contundente, desde luego, pero lleva a Waugh al
terreno de Artaud y Genet, al que sin duda no pertenece. Para
empezar, su ausencia de bondad resulta persuasiva por el tono
y la frecuencia de sus chistes, poco señalados por Spannard,
cuyo propio trabajo no destaca precisamente por el humor. Picoteando al azar en las cartas, algunas de las cuales están a la
altura del despliegue de ingenio de un Horace Walpole o un
Sydney Smith, uno se tropieza de inmediato con hechos sencillos que adquieren tintes surrealistas. Cuando lady Mary Lygon
fue elegida para presidir la Biblioteca de Londres en 1946,
Waugh escribió dándole la enhorabuena:
Confío en que no olvide usted conducirse con el adecuado decoro
en tan serio edificio. Vaya siempre al lugar destinado a tal efecto si
desea hacer aguas menores. Últimamente demasiados miembros
femeninos de la institución han tomado por costumbre acuclillarse
detrás de la sección de Genealogía. No escriba nunca «chorradas»
con lápiz indeleble en los márgenes de los libros. Y no aborde a las
bibliotecarias para fines considerados contra natura.
¿Esto es ser «despiadado por instinto»? Yo creo adivinar más
bien la savia de la bondad humana: un tanto espesa, no lo niego, pero rica en licencioso regocijo. Durante la Segunda Guerra
mundial el novelista fue tildado de «inservible, por lo mal que
cae a la gente» por su comandante; sin embargo, fue también
ejemplo de arrojo, y, en años posteriores, su crueldad se vio
imbuida, si no por sentimientos piadosos, sí al menos por una
persistente sensación de que algunas veces la bondad y la compasión no son cosas desdeñables. La trilogía «Sword of Honour», publicada entre 1952 y 1961, es una obra maestra del
desconsuelo; ¿quién si no Waugh podría haber introducido la
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rendición de toda esperanza espiritual en el relato de la victoria
de un combate global? Los relatos de esa época están teñidos de
una desilusión similar: «La Europa moderna de Scott-King», sobre un profesor inglés en un ficticio estado totalitario, tiene ese
punto de encumbrada grandilocuencia que Waugh podía adoptar en momentos de máxima ironía; el falso heroísmo dominante puede hacer que el lector susceptible llegue a emocionarse con su rancia grandeur. «Ningún voluptuoso saciado de
conquistas, ningún coloso teatral magullado y destrozado por
sus adoradoras adolescentes, ningún Alejandro, ningún Talleyrand, podía ser más desganado que Scott-King.» Menos hombre que ratón, Scott-King viene a sumarse a la resignada colección de protagonistas de Waugh: Paul Pennyfeather en Decline
and Fall; Adam Symes en Cuerpos viles; William Boot en ¡Noticia bomba!; Guy Crouchback en «Sword of Honour»; todos
ellos falsos héroes, mezcla de mojigatos y chivos expiatorios.
En los Cuentos completos hay una larga lista de especímenes
similares: el narrador de «Trabajo pendiente», por ejemplo, un
autor de novela policíaca que se encierra en un hotel de Marruecos; o el comandante Gordon, el flemático escocés que protagoniza «Compasión».
Este último relato justifica por sí solo comprar los Cuentos
completos de Evelyn Waugh. A diferencia de «Trabajo pendiente», «La Europa moderna de Scott-King» y otra decena más,
ese relato resultaba difícil de encontrar antes de la publicación
de este volumen. Se podía leer, más o menos, en The end of the
battle, última entrega de la trilogía «Sword of Honour», donde
aparece partido y desperdigado entre otros hilos de la trama.
Aquí tenemos la historia concentrada, y en ella reina una tensa
estupefacción ética. Al igual que Waugh, el comandante Gordon es enviado a Yugoslavia, concretamente al norte de Croacia, donde los partisanos de Tito están llenando el vacío dejado
por los nazis en retirada. Gordon, como todo el mundo, se ve
enredado en la madeja política, pero hay un asunto que quiere
resolver a toda costa: se trata de un numeroso grupo de refugia-
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dos judíos —«con sus vestigios de urbanidad burguesa»— que
buscan desesperadamente un hogar. Nadie los quiere, y la primera reacción de Gordon es lavarse las manos. Luego, paulatinamente, y contra todo pronóstico, este hombre carente de
imaginación decide ocuparse del asunto y acaba haciendo suya
la causa de los judíos, hasta el punto de que, en el tramo final,
son lo único que le importa de todo aquel deshonroso conflicto. «Había visto algo completamente nuevo, algo que requería
nuevos ojos para ser visto con claridad: personas desesperadas,
miseria a una escala que jamás habría podido imaginar.» Con
todo, y a causa de una de esas puñaladas de mala suerte que
Waugh gusta de infligir, Gordon decepciona a sus pupilos. No
consigue prácticamente nada, y otro tanto se podría decir de
Waugh; ¿acaso es admisible que un solo cuento lo redima del
despreocupado, pero no por ello inocente antisemitismo que
tanto oscurece sus cartas y sus diarios? Me limitaré a señalar el
drama que se desarrolla en la conciencia de Gordon; si él hubiera sido tolerante de entrada, el relato tendría una fácil lectura,
pero hay algo arrollador en la erosión de los prejuicios y el
despertar de un amor imposible:
El comandante Gordon no se olvidaba de los judíos. Su difícil situación le obsesionaba durante el paseo diario por el parque, donde ahora las hojas caían en abundancia y echaban humo en el aire
neblinoso. […] Así de extrañas son las puertas por las que la compasión se cuela a veces, disfrazada, en el corazón humano.
Yo no me precipitaría a reclamar el hallazgo de un nuevo, insospechado y bondadoso Evelyn Waugh. Por cada comandante Gordon hay una docena de fanáticos y cobardicas merodeando en segundo plano; sin ellos nos perderíamos la amplia,
vistosa y colorista colección de pecadores mortales que el lector
ha buscado siempre en el zoológico de Waugh. Si hubiera sentido un profundo respecto por los galeses, no habríamos tenido
Decline and Fall; y sin su descarnada autopsia de la cultura ca-
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liforniana, no existiría Los seres queridos. Waugh era muy consciente del precio que los anatomistas como él tenían que pagar:
La humildad no es una virtud propicia al artista. Suele ser el orgullo, la emulación, la avaricia, la mala intención —todas esas odiosas cualidades— lo que le empuja a uno a completar, elaborar, refinar, destruir, renovar su trabajo hasta conseguir algo que
satisfaga su orgullo, su envidia y su codicia. Así enriquece más el
mundo que los generosos y los buenos, aunque por el camino puede perder su alma. He aquí la paradoja del quehacer artístico.
La publicación de los Cuentos completos da una vuelta de tuerca a esa paradoja. Que Evelyn Waugh nos enriqueció con el brillo de su prosa —un brillo de una pureza que ninguno de sus
plomizos imitadores ha logrado alcanzar— está ya fuera de toda
duda. Waugh podía ser odioso, nadie lo niega, odioso incluso
con aquellos que lo encontraban afable; a muchos amigos les
chocaron los trallazos que administraba en sus diarios. Pero
¿quién puede decir si un alma no tiene ya remedio? En su novela corta Helena, que todos salvo el propio Waugh consideran
menor, la heroína ofrece esta temblorosa plegaria a los Reyes
Magos: «¡Qué raros se os veía por el camino, flanqueados por
esos estrafalarios pajes, cargados con tan ridículos regalos!». A
aquellos que sólo conocen al Waugh de la leyenda —el arisco,
el desdichado, el agresivo— les va a sorprender su gran delicadeza. Sí, puede que a veces sea la delicadeza del puñal, pero,
pese a sus ridículas opiniones, no hay el menor asomo de torpeza en su obra y los personajes que vagan por ella —ya sea dolorosamente engañados, ya sea atontados por el alcohol— seguirán aportándonos consuelo con su compañía. Waugh reconoció
que la lucha entre los seres infames y embrutecidos y lo que él
denominaba «un hambre casi fatídica de permanencia» era a la
vez demasiado solemne y demasiado cómica como para que llegue a resolverse nunca. Waugh murió el domingo de Pascua de
1966, después de misa, en el váter de su casa; no podría haber
soñado un tránsito más apropiado a la otra vida.
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