interior - Obrapropia

Anuncio
Prólogo
No es mi intención en este pequeño introito, en esta imitación moderna de la periocha
terenciana, justificar en profundidad las intenciones o motivos que amalgamaron en mi
interior los deseos de plasmar por escrito una historia sencilla, por momentos dulce e
ingenua y en otras instancias terriblemente cruel e irónica. Simplemente he sentido la
necesidad de hacerlo, me he dejado arrastrar por el vórtice creativo que me permitiera
encontrar en la escritura las mismas mieles y delicias que la lectura hipnótica genera en los
que andamos por estos lados-y que por suerte somos varios. No me impulsa la fama, la
gloria, como tampoco me asusta la calumnia, el desdén o la soledad de Wilde. Sentí la
pulsión irrefrenable de narrar, de encontrar la veta, el manantial escondido que reflejase de
buenas a primeras dónde estoy parado y quién soy en relación a la literatura. Sólo quise
escribir, brindarle al otro la posibilidad de disfrutar la dulce breva que coseché, sembré y
antaño degusté, nada más. Espero que mis objetivos se hayan cumplido, pero para eso es
necesario que el lector indague estas páginas noveles y al finalizar las mismas, saque sus
propias conclusiones.
Pablo Medaglia
3
Dedicatorias (dedicatio)
A mi hijo Nicolás,
A mis tres musas y jueces: mamá, abuela y esposa.
A los amigos de siempre.
4
“La moneda cayó por el lado de la soledad, y el dolor…”
Andrés Calamaro, Crímenes perfectos.
“Los espíritus vulgares carecen de destino”
Platón
5
I____________________________________________
“Pondré flores en mi tumba
¿Quién las pondrá sino?
Sólo flores en mi tumba
y nada mas…”
Los traidores
L
a multitud se agrupaba anhelante, nerviosa. No era para menos: el cortejo
lúgubre destruyó sin previa antelación, como un huracán imprevisto, la rutina
de la siesta. No me extrañó en absoluto la aparición subrepticia de las cámaras
televisivas: su misión imprescindible consistía en retratar de forma pintoresca a los extras de la
vida, aquéllos entes desprovistos de brújula, presentes en la desgracia, paracaidistas en la
fortuna y representantes frívolos de todo acontecer humano. Su fama de papel regocijaba el
alma de propios y ajenos que apoyaban implícitamente el salto mediático producto del
desparpajo y la provocación. Hacían leña del árbol caído con la facilidad mecánica del respiro y
se deshacían de sus sentencias con la rapidez de un fino crepitar. La carencia de talento podía
en estos tiempos ser un hado bienhechor, una posibilidad- la única-, de salvarlos del ejercicio
destructivo de la mediocridad y el anonimato. No fui. Hasta el día de hoy, este presente, no me
arrepiento. Intenté formar parte homogénea de la masa; yo soy parte de ella, me camuflo
siempre y cuando sirva para fines altruistas. No acepto el postulado del hombre solitario,
huérfano de amigos y alegrías. En las afueras de aquel circo que rendía tributo a nuestra finitud,
deambulé, observé, critiqué con soliloquios de loco aquella sociedad que por capricho ponía
fecha y hora a la muerte, que contemplaba el dolor y de igual forma lo fingía, sólo para formar
parte de la historia retratada en el diarito local. Alma de pueblo. Él siempre me explicaba,
entre sorbos espaciados de amargo café, que la llegada de la muerte no debe redimirnos de
6
nada y aunque aquella sentencia
del más cruel existencialismo de principiante me disgustara
un poco, no dejaba de reflejar una excelsa verdad. La niebla repentina de aquella tarde
invadió el funeral ennegreciendo mucho más el carácter y el ánimo de los concurrentes. El frío
(rara semejanza con la muerte) y la basura amontonada en las esquinas, barnizaban la ciudad
con la prestancia del famélico y la arrogancia del desgraciado. Intuyo que aquel peregrino
circunstancial,
paseante de transbordo, podría darse cuenta de que la
bruma de nieblas
mortíferas que cubre a este pueblo constituye la característica primordial que le otorga, para
sorpresa de muchos, esa campechanía tan sincera e imprescindible. Ese vapor denso y gaseoso
de las fábricas impunes, tornaba más oscuro el cielo, sumamente irrespirable. Es y será
característico de esta ciudad el olor a azufre y amoniaco, formando en el aire figuras difusas y
malignas, seres casi apocalípticos que se desvanecen con una sonrisa de triunfo sobre el capó,
el parabrisas de los autos y sobre calvicies prematuras “Día de mierda” dije en un tono
repulsivo y violento. Todo era de mierda, porque donde la muerte pulula, ronda, y te vigila, el
hombre irremediablemente reflexiona sobre esa supuesta ventaja que nuestra existencia
mantiene con la señora de la hoz .El frío, la niebla, las porquerías ciudadanas y el smog son
aliados lúgubres, los sicarios a sueldo, los iconos de un único camino al que tarde o temprano
hemos de acercarnos.
-¿Y?-me preguntó mi esposa al llegar. ¿Qué podía decirle? “Ahí está: muerto”. “Ya sé que está
muerto, no es eso lo que te pregunto y lo sabés”. Decidí no hablar más del tema; deposité
sobre la mesa del living las carpetas, los cuadernos y el maletín. “¿No me vas a decir nada
más?-me preguntó con sumo interés; esa curiosidad punzante, según mi forma de ver y sentir,
es uno de los defectos primordiales que desmerece muchas veces la belleza natural de nuestras
compañeras femeninas. Entonces acercándome, le dije: “Dejemos la muerte a un costado y
7
entronicemos la vida.” Sin disimulo, le hice un gesto ladino con la cabeza en dirección al
cuarto. Se sonrió y comprendió cuánto la amaba.
……………………………………………………………………………………………
Antonio apareció en mi vida como un salvavidas, el último manotazo de ahogado que el
desesperado lanza al aire en pos de un milagro. Erudito por vocación y comerciante multirubro
por necesidad, su vida transitó la profundidad de la filosofía, la veracidad de documentos
históricos y el rigor de certámenes literarios; en paralelo a su vocación artística, manoseaba
mugrosos billetes de supervivencia que le permitían vivir holgadamente. Su casa albergaba la
sabiduría milenaria de Oriente y Occidente, una especie de Asurbanipal americano. Si en la
antigüedad habían existido bibliotecas, la suya tranquilamente podría asemejarse a la más
ciclópea del mundo: la biblioteca de Alejandría. Si el recinto de los Ptolomeos y Alejandros
reflejaba el poder de una época legendaria, Antonio nada tenía que envidiar. Caminar por
aquellas habitaciones rebosantes de libros reflejaba su magnificencia intelectual, como así
mismo, cierto grado de excentricidad misantrópica que lo volvía extraño a la mirada común.
Había nacido pobre y medio infeliz en un pueblo del interior (típico destino de los elegidos).
Sus padres no se respetaban lo suficiente como para consumar el deseo carnal
con la
delicadeza cortesana de los caballeros y las doncellas. El amor físico se presentaba como una
lid feroz de dominación ante los ojos desesperados del pequeño infante que espiaba el sucio
juego por el resquicio de un ropero antiguo y desvencijado que en tiempos de miseria extrema
había servido de medianera entre las habitaciones. Tiempo después, al construir la división
decorosa con materiales, este vetusto de madera y polillas fue a parar a un mugriento galpón
de los recuerdos. Todo ocurrió por casualidad (ese es mi razonamiento, pero él que creía en
fuerzas superiores-no necesariamente Dios-, coincidía en una predestinación macabra de los
8
momentos, las situaciones, la gloria, la fama e incluso el inicio sexual): Antonio, como aclaré
anteriormente, formaba parte de los débiles. Ese día, enclavado a fuego en su memoria, había
escapado de las garras prepotentes de compañeritos de escuela que veían ya en su niñez las
huellas imborrables de una extrañez incómoda. Lo corrieron dos cuadras, escupiéndolo y
tirándole piedras recordando aquel viejo “deporte” azteca de ensartar a los prisioneros con
lanzas, cascotes y demás armas a distancia mientras el sentenciado corría hacia un túnel
oscuro. Desesperado se encerró en el interior de aquel bioma de polillas y arañas tejedoras,
respiró con la boca tan grande como su anatomía le permitió. Sudaba a mares. Y la revelación
se hizo corpórea: a los empujones, el padre hizo apremio de la ley; su madre-aparentemente
asustada-, pedía tiempo, se quejaba de alguna blasfemia contra las Sagradas Escrituras mientras
su atuendo merceril volaba y se enganchaba de los clavos, los ganchos, y algún panel rugoso
de herramientas. El padre no entendía de sentencias mitológicas, sino que la inmanencia de
ardorosas pasiones lo impulsaba a profanar el derecho humano del otro. Y Antonio contempló
el embate, comprendió para siempre la violencia primitiva del amor, sintió en el mismo
momento que su padre los sacudones espasmódicos de la excitación. En su interior abrigó la
culpa, una extraña sensación que nunca había percibido. Tiempo después comprendió su
alienación. Nunca me lo refirió en detalle, pero supongo que aquella respiración convulsiva, el
grito autosilenciado, provenía, no del acto siniestro en sí, sino de las tribulaciones que su
cuerpo emanaba por primera vez. Por favor, no sea esto el motivo de persignaciones
desesperadas. Usted puede establecer como lector activo de este texto un sinfín de hipótesis,
visiones de la vida que son sumamente respetables, pero todas ellas deben estar sustentadas
por el calibre analítico de la ciencia. Es decir, me parece poco serio que transitando el tercer
milenio desde aquel erróneo juicio, algunos sectores de la humanidad continúen perpetuando
9
sentencias de tipo tribal sobre comportamientos individuales claramente expuestos por la
episteme. No sería agradable estigmatizar en estos tiempos ciertas actitudes de los niños y
adolescentes como un signo inequívoco de locura: lo que intento decir, es que no piensen que
al niño le faltaba una tuerca o era un enfermo sin salvación. La mayoría de los lectores conocen
a Freud, así que creo que está todo explicado1. Yo le pregunté una vez, con el mayor tacto
posible, si odiaba a su padre por aquella situación; inmediatamente una rigidez de maniquí se
apoderó de su persona. Me miró fijo, muy fijo como buscando algo en el interior de mi espíritu
que lo salvara de aquel trance repentino. Me contestó que no, que su padre nunca generó en
él la fuerza de los huracanes, ni el rechazo inmóvil de un lago invernal. Si ese padre plasmó
algo en aquel hijo, ese algo era el desprecio, un descrédito proveniente de la bestialidad ruidosa:
no podía comprender la rudeza de su temple, aislado a cualquier expresión de belleza como si
los destellos de beldad no formaran parte de su realidad. Su llegada del trabajo anticipaba
repetitivos crímenes morales: pisoteaba las flores del jardín maliciosamente mientras de reojo
observaba a su esposa que lloraba en silencio la brutalidad del exterminio floral apoyada en la
1
Es interesante destacar el juego argumentativo en el que el narrador intenta “encerrar” a sus lectores. En primera instancia
solicita a los mismos que por favor borren de sus conciencias cualquier vestigio de moralidad judeo-cristiana, e incluso
podríamos afirmar-si queremos alejarnos de la religión-, que anula toda posibilidad de razonamiento filosófico expuesto
magistralmente por algunas escuelas o doctrinas destacadas: ¿debemos anular la doctrina de Regreso al infinito que establece
un razonamiento sobre la causa de todo y a su vez la causa de esa causa, de esa causa hasta el infinito?¿Es Dios la causa de
todas las causas? Si aceptáramos esta doctrina, podríamos entonces afirmar-contrario a lo expuesto por el narrador-, que las
ciencias carecerían de fundamentación ante la supremacía divina: todo lo que sucede es por voluntad del Señor. Pero además,
el narrador no enfrenta directamente la posibilidad de un contraargumento ya que nombra a Freud sin explicar el contenido
teórico de su doctrina. Esta elipsis posiciona al narrador dentro de un marco reducido de entendidos, pero que a su vez, estos
“entendidos” aceptan lo expuesto sin mediar la duda o la discrepancia sobre lo explicado. El narrador es muy inteligente y
quisiera creer que conoce ampliamente las concepciones que propone el Relativismo epistemológico: se niega la existencia de
criterios absolutos de verdad o falsedad sobre un enunciado o teoría. Los criterios para evaluar verdades o falsedades
doctrinarias depende exclusivamente de los contextos culturales, de una red de creencias concretas. Si analizamos esto con
atención, la imposición del deseo intrafamiliar analizado en el Complejo de Edipo ha tomado la fuerza de una ley
inquebrantable en toda la sociedad occidental que comparte una red de creencias y tabúes con respecto al incesto. Pero,
¿existen otras creencias determinantes en las sociedades occidentales desde las cuales se pueda analizar el mismo
comportamiento sin caer en el Complejo de Edipo? ¿Podríamos analizar ciertas manifestaciones repetitivas y estereotipadas en
los hombres a partir de concepciones como el poder, el dominio, la raza, etc? Es obvio que estos estudios han sido realizados
desde diferentes áreas del saber como la antropología, la sociología, el análisis del discurso, la lingüística y la semiótica, entre
otras, pero lo que se intenta hacer ver es la imposición del narrador sobre un postulado único, una verdad absoluta posible de
refutación . Lo anunciado por él, inmediatamente ante la luz arrojada, se transforma en una tautología, en una paradoja que en
principio intenta anular todo absolutismo divino, pero que aferrándose en un estilo desenfadado impone la verdad
epistemológica –en este caso del Psicoanálisis-, como la única posibilidad de análisis que pueden aceptar las versátiles
conductas humanas.
10
ventana de aluminio: caléndulas, margaritas, malvones, tréboles amigos, y las inofensivas
madreselvas, doblegaban sus piadosos tallos ante el implacable quehacer del verdugo. Parecía
que debajo de sus botines obreros estas preciosuras se transformaran en abrasivas ortigas,
ponzoñosos hongos de sombrerillo siniestro y en un yuyaje selvático, huésped de pulgas y
alimañas. Antonio hacía oídos sordos a las sentencias generacionales, tradicionalistas,
enunciadas por “su viejo” sobre las mujeres, la vida, el hombre, los animales y la tierra con esa
altanería de Viejo Vizcacha, propia de un tiempo olvidable. Recordaba que ya instalados en la
ciudad, el viejo andaba por las calles asfaltadas disfrazado de gaucho, fatigando las formas de la
lengua rural en una especie de apoteosis ridícula y vergonzante: “Ojála que no haiga
tormenta”, “Ahijuna, m´hijo, el calor ta insoportable”, “Déntrele, nomás, déntrele a las
casas”. Y Antonio hervía de indignación y vergüenza. “¿Qué carajo le vio a este viejo mi
madre?” Sus fenómenos de diptongación incorrecta en los verbos, sus cambios de acentuación,
sus eternas epéntesis y metátesis, sus desagradables prefijos preposicionales, daban a la figura
del viejo pasional un aire de Circo Criollo que Antonio rechazaba hasta el vómito.
Estancamiento: en ese solo vocablo podían reunirse el conjunto de arbitrariedades internas que
tanto mortificaban al niño: “Por ser demasiado ignorante y rústico”, murmuraba entre dientes,
como si aquel sentimiento nacido sesenta años atrás, aún siguiese carcomiendo las finas hebras
de su conciencia. Después de la consabida exposición catártica, yo me quedaba mirándolo
sorprendido mientras el vapor humeante del café se escabullía metamorfoseado en gráciles
figuras delante de mi rostro. He reflexionado. El tiempo transcurrido ha congelado todo tipo de
apasionamiento sobre aquel recuerdo narrativo. Considero, sin prejuicios apurados, que el
desprecio y la vergüenza hacia un padre no clarifican demasiado el sendero del futuro. Sino
lean Carta al padre, Kafka: no debe existir vacío más profundo que la orfandad voluntaria del
11
ala masculina. Era un infeliz, para qué negarlo. En el pueblo, las maestras obligadas se reían
de él cuando lo sorprendían en el fondo del salón-en pleno nirvana creativo-, escribiendo
poesías un tanto subidas de tono. En realidad, creo que cuando hablamos de algo “subido de
tono”, estamos refiriéndonos implícitamente al estilo con lo que se dice, se expresa algo. El
estilo, en el caso de la escritura poética, reside en la capacidad, la pericia suficiente en utilizar
recursos propios de un discurso o género que permitan cierta singularidad, una particularidad
enunciativa sobre el resto de voces del mundo. Puedo referirme a mi perro, a mi gato o mi
novia con los matices más descabellados u ordinarios y estar refiriéndome al sexo, la brujería e
incluso la muerte, con el estilo más provocativo del disfraz, la metáfora y el calambur. Estoy
seguro que un aficionado de las letras temblaría de emoción con la magnificencia críptica de lo
poético. ¡Pobre Antonio! Era tanta su infelicidad y su incomprensión que las susodichas
maestras (hábiles en el disciplinamiento, el escarnio, la calumnia y neófitas en lo teóricamente
expuesto) primero lo humillaban riéndose de él y su ingenua potestad de versos descocidos.
Después lo zamarreaban ferozmente por la insolencia de plasmar verdades a la vagina, la
entrepierna y las delicias bucales. Él las odiaba. Toda la vida lo hizo. Ellas fermentaban en su
interior el encarnizamiento de luchas milenarias, el azufre y el hierro se mezclaban haciendo
explotar negritudes abismales. El odio y el asco hacían gala de obsesión. Despreciaba, como
en su padre, el falso candor de lo ingenuo, la blanca toga de los castigos. Ya adulto y asentado
definitivamente en su nueva ciudad, uno de sus pasatiempos preferidos consistía en recorrer
bibliotecas de oscura procedencia que le hiciesen olvidar la rusticidad de aquellas funcionarias
que, dueñas de un título, en nada se diferenciaban de su progenitor. Allí las horas respondían a
otras leyes físicas que les permitían discurrir con la lentitud del caracol, y esas horas
desgastadas lo adormecían sobre escritorios de cedro, escondiéndose en fondos olvidados,
12
protegido por el silencio y la negrura. Forzaba relojes
enfrascado en la lectura y la
introspección, ejercitando su cerebro en las rutinas comprensivas, en las interpretaciones
subjetivamente arbitrarias de textos selectos. En los círculos literarios hacía gala de erudición
consumada, ganándose el odio suspicaz y silencioso de escritores cofrades amigos de la
acrimonia. Destruía desde los cimientos el anquilosamiento oficial de análisis literarios
hegemónicos: “¿Qué Don Quijote está loco?, por favor, deben leer con más atención a
Giovanni Papini, a Vladimir Nabokov. ¿No me van a decir que en el capítulo veintitrés, el de
Sierra Morena, nadie se dio cuenta que el hidalgo miente descaradamente?¿Qué Edipo intenta
escapar de su destino? Jajajaja, señores, en el inconsciente de Edipo está la búsqueda
desesperada de un choque, un enfrentamiento directo con su destino. Edipo es la
representación simbólica de los postulados cristianos: dolor, angustia, sumisión, pena. Es allí
donde reside su felicidad o la mortificación eterna”. Los puños cerrados, el cigarrillo de
costado muriéndose en cada pitada, la sonrisa de porcelana dibujada en aquellos rostros
femeninos de la High society (traducido a lengua estándar algunos le dicen la crema de la
crema, no sin cierta animadversión) mostraban a las claras la incomodidad que les producían
aquellas sentencias facciosas. Sabía que en esos antros los referentes del saber no mostraban sus
uñas. Cuando no leía un libro prestado o alquilado en una biblioteca o cuando no expresaba sus
desvinculados pensamientos hacia un público cortante, recorría las librerías más prestigiosas
con el ansia del predador buscando todo lo último en vanguardias literarias y descubrimientos
científicos. Leía agazapado bajo la luz mortecina de una lamparita de bajo consumo, “oh,
increíble”, afirmaba ante el descubrimiento de un nuevo gen, planeta o isla perdida en el
Océano Ártico, “Pero mirálo al señor Capote…jijiji” y la risa lo ahogaba. Apuntaba su fusil a
las más débiles presas de caza. Un día gris, de esos que anulan el humor y encienden la ironía,
13
se dirigió hasta la librería más grande de la ciudad a comprar un libro de Jan Potocki. Creo que
el susodicho ejemplar era, si mal no recuerdo, Manuscrito encontrado en Zaragoza. Cuenta la
leyenda de esta sutil venganza, que mientras Antonio esperaba a Camila- la empleada estrella-,
una maestra de los primeros años, ataviada con un mechón amarillo símil papagayo amazónico
que le caía desabrido sobre su frente vacía, consultó al dueño. Éste, arrancaba con articulados
movimientos de su mano peluda unos tickets de la máquina registradora. Antonio, a todo esto,
desfrutaba inquieto la crueldad del futuro embeleco. La mujer preguntó al robot de los tickets si
tenía el libro de Dumas. Antonio, agradeciendo a los dioses la elipsis que la mujer había dejado
en el aire, aprovechó el momento, se acercó sumiso, y le preguntó:
-Disculpe la molestia y mi ignorancia, ¿Cuál Dumas busca usted?-dijo irónico.
- El de Los tres mosqueteros…-contestó meditabunda la maestra.
-Ah…pensé que el de los espárragos y tortas.-dijo gracioso ante la mirada furibunda del
docente. El comerciante monótono, de gestos desgraciados, le gritó a la empleada Camila:
“¡Trae el de Potocki y ése que habla de las espadas y los valientes, el que tiene un personaje
francés!”. El dueño de la librería observó con gesto hosco y huraño el atrevimiento desmedido
de Antonio con la maestra. En realidad, la maestra le importaba un rábano, pero la supuesta
descortesía le sirvió de excusa perfecta para avivar más en su interior el fuego que lo quemaba:
lo odiaba desde un tiempo remoto en que reconoció, una noche de soledad, su incapacidad para
el anagrama y la metonimia, recursos que Antonio manejaba con cierta pericia. Vanidad de
escritores. Camila entonces, subida a una escalera, concentró la vista en los libros acomodados
por orden alfabético y
buscó
un libro grande, pesado, de caballeros que se ayudaban
mutuamente en las buenas y las malas: “Como en el amor, todo se comparte” pensó
melancólica la empleada. Esta Camila había resultado ser una pobrecita ingenua según la visión
14
benévola de algunos clientes, para otros, sencillamente se vestía de camaleón zigzagueando de
acá para allá, escuchando confesiones, observando intenciones de Don Juan que utilizaba en su
favor coaccionando a víctimas, parientes y amigos de los desgraciados. Otras lenguas más
ruines, afirmaban que era hija de Antonio y una empleada doméstica que lo acaballó durante
media hora encima de un sillón de cuero negro. En toda crónica barrial siempre existen, como
mínimo, dos o tres hipótesis: la primera y más trillada resultaba producto de un claro abuso de
autoridad por parte de Antonio sobre la sirvienta, valiéndose de las diferencias económicas y
culturales que separaban a ambos. Nadie certificó nunca este supuesto atropello, pero lo que
toda la ciudad sabía era que la mujer de buenas a primeras había renunciado al empleo (incluso
algunos rumores afirman que la relación con Antonio finalizó de excelente manera) para
dirigirse con una pareja boliviana a recorrer el país. Embarazada, nunca se la vio. La segunda
hipótesis, relacionada enteramente con el Poder, afirmaba que esta empleada había entrado al
caserón de Antonio disfrazada bajo el imperio de la desolación, el desamparo y la desprotección
social: no tenía a nadie. Antonio la contrató con cama adentro prometiéndole la “libertad” a
partir del sábado a la tarde y todo el domingo hasta las ocho de la noche, momento en que debía
regresar y poner en orden todas las pertenencias laborales de Antonio: ropa planchada, zapatos
lustrados, corbata, maletín y preparar la cena. Cuando hubo ganado la confianza del hombre,
perfeccionó muy bien su lengua bífida en el arte de Hermes, ya que le llevaba informes
detallados a un Concejal de la ciudad que odiaba a Antonio por una antigua rencilla ideológica
en tiempos de muerte: el concejal amaba la disciplina militar, sus tácticas y métodos. Antonio,
socialista recalcitrante, opinaba fervientemente lo contrario. Fueron años de tensión, insultos
solapados, trampas fallidas y desplantes públicos. Por boca de Antonio he sabido que este
hombre-paralítico hace unos meses-, había contratado unos sicarios para que lo siguieran y le
15
dieran muerte como a un perro, arrojando su cuerpo en una cantera abandonada en las afueras
del pueblo. Aquella noche no difería de todas las noches lánguidas que regalaba la ciudad, pero
el anochecer castrense estaba inundado de gritos y llantos desgarradores emanados por la
gracia de verdugos y cómplices civiles. Tronaban en el aire, audibles a varios kilómetros de
distancia. Diez y media, caminata silenciosa, carpetas mercantiles bajo el brazo flaco, anteojos
de carcasa negra, ancha y antiestética. Un cuerpo vulnerable. Ese era Antonio a los veintiocho
años: un empleado de fábrica que dejaba sus últimos suspiros en largas horas de turnos
rotativos con la obsesión de trazas literarias e inmortalidades de tinta añeja. Y aquella luz
inesperada que ahuyentaba la negrura no traía en sus designios la paz de los ángeles, esta luz de
faroles móviles lo apuntaba bien de cerca, se acercaba a advertirle que aquel territorio era
infranqueable y de su propiedad, que él era un intruso. El auto de enormes dimensiones se
colocó a su lado: cuatro “personas” vestidas de negro empuñaban armas de largo calibre
mientras las apoyaban sobre el regazo como a un bebé recién nacido que necesita del calor
humano. Antonio seguía caminando sin prestar atención a la amenaza, pero el sudor empapó su
cuerpo llegándole hasta las uñas de sus pies. Sentía cómo el resabio glacial le corría desde la
nuca, atravesaba las llanuras de su angosta espalda, se bifurcaba juguetón por ambas nalgas y
algunas gotas atrevidas penetraban la intimidad virgen. El ronroneo del motor bestial había
sofocado el eco de gritos lejanos. Sólo un motor, gases, armas y el azar de morir o vivir. Nadie
en la ciudad. La tensión entre verdugos y víctima se extendió durante casi dos kilómetros. De
repente, sintió el chasquido del martillo o percutor, el deslizamiento de la corredera preparando
el arma a “punto caramelo” para su labor higiénica. Una voz femenina, gritó: “¡Dame! Se la
doy en la chota, total éste para qué la quiere…”, “el trabajo se hace bien o no se hace. No hay
que dejar rastros”, afirmó otro, con voz bien de macho. Antonio sintió la muerte tan de cerca
16
que su labio inferior empezó a temblar, sus ojos derramaban lágrimas heladas; pero bastante
había sufrido, muy obediente había sido siempre como para volver, retroceder al mismo
comportamiento. Hay momentos en los que todo hombre debe ser dueño absoluto de su tiempo,
de su propio periodo histórico. Pero apoderarse de ese instante implicaba el conocimiento de
ciertos sacrificios. Antonio decidió vivir, manipular y moldear el presente a su antojo, un
presente de rebeldía y disconformidad que lo obligaba a morir en su ley. Si moría suplicando
perdón por crímenes no cometidos, su cuerpo soportaría eternamente el peso de la lápida gris
que lo apretaba al mundo de la pudrición, la voracidad de los gusarapos, más el fardo de la
mentira y la traición a sí mismo. No pensaba ofrendarles a esos engendros la dádiva del dolor;
ni un grito, ni una exhalación. Sólo un cerrar repentino de párpados. Giró su cuello dolorido por
la tensión y los miró a la cara. La mujer, una petisa de anteojos y feúcha como un rizópodo,
inmediatamente desvió la mirada ante la clara evaluación descubierta en Antonio. ¿Qué era
verdaderamente una mujer? Algunas respuestas afirmaban que eran por disposición natural el
género débil, las explotadas sexualmente por madamas inescrupulosas, las víctimas históricas
de las relaciones de poder masculino, la cornucopia en la que se alberga y moldea la vida
futura, la golpeada y humillada por maridos y amantes enceguecidos por los fuegos de la
pasión no siempre correspondida. Sin embargo, ese representante genérico, el que abrazaba una
pistola como meciendo a una criatura, esa figura maltrecha y desalmada, ansiosa por castrar a
un hombre desconocido que en nada la había ofendido, no concordaba con las descripciones
celestiales anteriormente citadas. Antonio pudo resumir
milenios de historia y evolución,
bosquejar en segundos la verdadera esencia de la otra mitad cristiana, tan pecadora e impía
como su hermano de barro. Las miradas volvieron a enfrentarse y el hombre venido del interior
construyó para siempre su respuesta ante la pregunta existencial sobre las féminas: la mujer no
17
es el sexo débil, la mujer no establece un instinto materno natural, sino que lo construye a
voluntad, por eso tantas mujeres abandonan a niños en basurales y descampados. Vio en aquel
ser amorfo la crueldad más inhumana y sus recuerdos se remontaban a la guerra de Vietnam y
Corea, cuando sorprendido miraba fotos en blanco y negro en las que aparecían mujeres
soldados quemando con cigarrillos el pene de los prisioneros,
celadoras que disfrutaban
mientras el bestial compañero violaba a niñas campesinas riéndose de esa sangre prematura
que empapaba sus piernas. Mujeres policías golpeando con sus bastones a excluidos sociales
en plazas y subtes, gordas con placa que revoleaban de los pelos a niños sentenciados
socialmente por dormir y “ensuciar” los bancos de una plaza “bien”; mujeres como las
enfermas alemanas de Eva Braun que envalentonadas por el alcohol, las drogas y sus
desequilibrios emocionales apoyaban teorías obsoletas sobre perfeccionamiento racial,
purificación y otras basuras por el estilo. Es sobrado aclarar que las figuras femeninas de
guardapolvo blanco, adláteres de toda tiranía, se le presentaban nuevamente como harpías de
alas pegajosas. Allí todo tuvo sentido para él: supo a ciencia cierta la verdadera naturaleza de
la mujer, recordó que escondido en al placar no había sentido piedad ni lástima por su madre, y
esa revelación determinaría su futuro sentimental: nunca se casaría. No sería cómplice de
relatos hegemónicos mentirosos útiles para el hombre y la mujer. No. “¡Dale, acelerá, este
infeliz no vale la pena!”, gritó la mujer asesina al chofer. Antonio supo que había ganado una
batalla contra el régimen, contra las mujeres, contra su enemigo concejal enfrentándose de la
manera más radical con sus miedos y miserias.
Esta mujer,(la sirvienta, no la policía), según los defensores de la segunda hipótesis, resultaba
ser la hermana del funcionario, quien buscaba en lo ceniciento de sus años, la posibilidad de
invadir terreno enemigo y destruir para siempre al amante democrático. El supuesto abuso y la
18
posterior concepción de la neófita empleada resultó desde un principio el resultado desleal,
forjado en la fragua de la traición y moldeado en las matrices de la mentira. Una noche,
aquellas en las que el conato de la enfermedad empezaba a vislumbrar sus vestigios
destructivos, Antonio pidió que le trajera la medicación antes de dormir. Esta Medea sin
Jasones ni gloria,
esperó dos horas sentada frente al televisor aguardando el momento
oportuno. Cuando el primer ronquido se elevó irrespetuoso desafiando al silencio profundo, la
señorita empleada le abrió lentamente la boca y le introdujo dos pastillas de colores brillantes.
Esperó. De pronto, observó que el sexo de su víctima adquiría independencia de cualquier
orden cerebral. Lo amó sin devoción, lo golpeó con el ardor del resentimiento, lo insultó con la
irracionalidad de la bestia encadenada, lo escupió creyéndolo un enemigo de poca monta para
su sangre, y lo abandonó en la noche como un maltrecho espartano que lucha por su suerte.
Como toda leyenda urbana nadie pudo comprobar el origen bastardo de aquella chiquilla.
Pero lo que nadie dudaba, es que la “idónea” empleada de libros lo único que conocía de
aquéllos era su forma y su peso. Creo que esta falencia intelectual tan contraria a su supuesto
padre fue un argumento claro que destruyó para siempre toda posibilidad de paternidad con
respecto a Antonio. Era tanta su ineptitud en la materia, que se reía de aquellos clientes de
fáciles lecturas y hábitos compactados que le pedían las novelas de George Simenón para libros
de bolsillo. Establecía juicios valorativos envalentonada por la confianza que le merecían los
años detrás del mostrador, pero que alguien se la pase leyendo los catálogos o aprenda de
memoria epílogos argumentales y biográficos para salir del paso, no representa de ninguna
manera el verdadero esfuerzo intelectual. Al llegar al mostrador, Camila trajo en sus manos
tres ejemplares: Potocki, una adaptación y un original de Los tres mosqueteros. Era ignorante,
mas no tonta. Poniéndose nervioso ante la cercana venganza y segura victoria, Antonio le
19
ofreció en el espejismo de un consejo desinteresado que comprase los dos. Se relamía las
manos de ansiedad observando a la maestra que, confundida, no sabía cuál elegir.
-Yo le recomendaría la adaptación hecha por la editorial Tarso, ya que erradica casi por
completo cualquier vestigio histórico francés, irrelevante para un alumno de nuestra época… y
una docente de quinto grado. Es más, tiene actividades muy fáciles de resolver que no necesitan
del tiempo ni el silencio, tan necesario para los sabios. Incluso, si usted no lo leyó (estaba
seguro de eso) puede
hacerlo rápidamente en una hora, hora y media dependiendo qué
programa televisivo se interponga entre usted y la lectura.-dijo solemne y sin que se le moviera
un músculo de la cara. La maestra adoptó el matiz tornasolado de los caleidoscopios, y su
rostro comenzó a cambiar de colores a una velocidad vertiginosa; las manos que sostenían los
libros quedaron duras, petrificadas por el odio y la vergüenza. Las tapas, que protegían al joven
francés de afamadas aventuras, se arrugaron como un papel crepé. No lo culpemos: el hombre
es lo que la sociedad ha hecho de él.
Ahora un poco de historia: cuando niño la soledad de Antonio era tan exasperante que jugaba
a los pistoleros escondido en el acoplado metálico de camiones que transportaban cereales a la
capital provincial. El problema de estos divertimentos radicaba en que debía oficiar de ladrón y
policía al mismo tiempo, debía matar y matarse, cosa física y filosóficamente imposible. Jugaba
solo. Cuando se aburría de los sheriff justicieros, de los Billy The Kid, de los Vairoletos, y
demás figuras del cine, se refugiaba en las riveras de un rio fangoso y turbulento para llorar a
mares las miserias de su desolación. Las ideas de un futuro de proscripción se agrupaban en su
alma como una gran danza
de mariposas de estación. Comprendía que sus juegos
irracionalmente ridículos, no se asemejaban en nada a las historias leídas en páginas infantiles y
esa desafiliación, esa ruptura con el mundo de las aventuras, lo separaban aún más del vínculo
20
Descargar