DLU ed 62 FINAL baja - De La Urbe

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P E R I O D I S M O U N I V E R S I TA R I O PA R A L A C I U D A D
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AÑO 13
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FAC U LTA D D E C O M U N I C AC I O N E S / U N I V E R S I D A D D E A N T I O Q U I A
MEDELLÍN, DICIEMBRE DE 2012 ISSN16572556
62
2 Semblanza
La página social de los pobres (II)
Desde los estrados
judiciales,
Don UPO narró
tres décadas
de hechos de
sangre en
Medellín
Caricatura de Elkin Obregón. Tomada del libro Don UPO de Francisco Velásquez.
Gonzalo Medina P. [email protected]
S
i bien fue contundente la famosa frase de la revista fotográfica LIFE, “Una
imagen vale más que mil palabras”, también lo es cualquiera de aquellas
que han sido capaces de condensar la sabiduría que se esconde detrás de un
titular concebido con maestría y con la habilidad para interesar al lector más indiferente frente a un texto.
Escritores reconocidos se han destacado por la magia de su titulación, caracterizada por la concisión, la imaginación, cuando no por fundir realidad y ficción en dos
o tres palabras. Gabriel García Márquez es uno de los maestros de esta modalidad periodística y literaria: Un señor muy viejo con unas alas enormes, El otoño del patriarca,
Un día de estos, Me alquilo para soñar y El amor en los tiempos del cólera, entre muchos
otros, son la muestra patente de la maestría de la que puede hacer gala quien sabe
dotar de encanto al titular de un escrito, el mismo que invita a leerlo aunque pueda
no ser la más consagrada de las piezas narrativas.
Y titular textos que dan cuenta de la tragedia del ser humano, sea que hablemos
de aquel que es acuchillado por quitarle un celular, o quien muere atropellado en medio de la oscuridad en la más anónima de las calles de un barrio, mientras su familia
le espera con ansiedad insistente para disfrutar de la comida prometida, no es tarea
fácil por razones obvias, sobre todo porque en ocasiones se conjugan con facilidad el
drama y la comedia. La pregunta que surge es clara: ¿quién es capaz de darle vida, a
través de un titular, a la narración de esos hechos violentos y al mismo tiempo estar
dispuesto a ponerle un toque humorístico, consciente de las fibras sensibles que puede tocar y, en especial, del delicado hilo que puede romper, cayendo en el mal gusto
o en la ramplonería?
A ese permanente reto se enfrentó durante 31 años el protagonista de esta segunda entrega de la serie dedicada a exaltar la obra de tres cronistas de policía
antioqueños. Paisano de Rafael Uribe Uribe, llegó a Medellín en 1927, procedente de
Valparaíso, cuando solo tenía 18 años y se proponía terminar el bachillerato. Como
en una suerte de profecía de lo que iría a ser el oficio que lo consagraría, Alfonso
Upegui Orozco se vinculó al detectivismo como agente secreto, gracias a las intrigas
de una tía suya.
A los tres meses fue trasladado a un juzgado para desempeñarse como secretario,
cargo que le brindó la oportunidad de forjar una vena literaria, al punto de que meses después fundó con otros amigos, en el barrio Campo Valdés, el “Círculo Literario
No. 62 Diciembre de 2012
De La Urbe continúa con la segunda entrega
de la serie dedicada a los cronistas judiciales
en Antioquia. Le llegó el turno a Don UPO,
el “De Los estrados judiciales”, un maestro
en el arte de escribir hechos de sangre y en
atrapar a los lectores con sus títulos.
Epifanio Mejía”, en el cual compartió lecturas con literatos de la talla de León Zafir,
Tartarín Moreira, Juan Roca Lemus -el papá de Juan Manuel- y el propio Belisario Betancur. Al tener acceso a los expedientes de los distintos procesos, Alfonso se propuso
escribir pequeños relatos, cuyo eje narrativo era el drama vivido por el ser humano
en sus diferentes facetas.
Aparece Don UPO
Después de siete años de trabajo juicioso, Upegui Orozco decidió ofrecerle estos
resúmenes al periódico El Colombiano, buscando que los publicara en la página roja
como una sección permanente. Desde 1941 comenzó a aparecer en “De los estrados
judiciales”, espacio que daba cuenta de homicidios pasionales, robos, secuestros, asaltos, riñas, estafas en la Medellín de hace 70 años.
El poeta y director de cine, Víctor Gaviria, al referirse a quien luego llegó a
ser conocido como Don UPO, seudónimo utilizado para firmar su columna en El
Colombiano, dice que “[…] el escritor que era escuchó palabras, frases y entonaciones
que nunca había encontrado en la literatura. Lugares de la ciudad y del campo nunca descritos, circunstancias que se tornan absurdas, diálogos tocados de dolor y de
verdad […], personajes que había visto en las calles de Medellín sin comprenderlos,
y que ahora le hablaban directamente desde el corazón de los hechos. Este acopio
innumerable de relatos ‘objetivos’, atravesados por la dramaturgia única de la vida
diaria de las calles, lo abrumaron y lo llenaron de una emoción por la realidad que
lo hacía reescribirlos con una genuina inspiración”.
En su obra narrativa, que abarca no menos de 6 mil relatos que dan cuenta del
drama del ser humano común y corriente de nuestra región antioqueña, atravesada
por la abundancia en algunas de sus poblaciones, o por la aridez en otras, con los
cruces conflictivos entre quienes poseen hasta el hartazgo y aquellos que no tienen
ni para pensar con esperanza en el otro día, él hace gala de su capacidad para darle
vuelta, desde el humor, a la tragedia cotidiana que aún hoy seguimos padeciendo.
La risa, cuando no la carcajada, es la que irrumpe en el lector cuando descubre la
envolvente magia que caracteriza a Don UPO al poner a dialogar la tragedia con el
humor, síntesis insoslayable de nuestra condición humana.
Upegui Orozco poseía además una notable versatilidad para abordar con propiedad distintos oficios, a la vez que se movía entre el periodismo judicial y el mundo
del deporte. Prueba de ello fue su labor como cronista deportivo, lo mismo que su
papel de fundador del Colegio de Árbitros de Antioquia, a la vez que promovió la
construcción del estadio Atanasio Girardot en 1953. Y no contento con ello, se des-
3
empeñó como profesor de la Escuela Modelo y fue autor de un libro de educación
cívica. Este último esfuerzo literario constituye, si se quiere, una suerte de paradoja
en el caso de alguien que como él se movió durante décadas por las sórdidas páginas
“De los estrados judiciales”.
Su primera aventura literaria ocurrió el 6 de noviembre de 1932, cuando El Heraldo de Antioquia publicó su cuento “La uxoricida”; al mismo tiempo se trataba del
ejercicio de escritura que marcaría el estilo narrativo que pocos años después tendría
su sección “De los estrados judiciales”. El cuento en mención comienza así:
La acusada Martina Fonnegra es culpable de haber dado muerte violenta a su
esposo legítimo Marcos Figueroa, hecho que tuvo lugar en el paraje “El Manzanillo”, de la jurisdicción del municipio de Villa Real, en las primeras horas del 25 de
septiembre de 1926. […] La uxoricida aparentaba una tranquilidad absoluta. Jamás
el banco de los acusados había sentido sobre sí un cuerpo de mujer más escultural. A
través del velo negro que ocultaba su rostro, los ojos le brillaban, como si aún no hubiera extinguido en su corazón la dulce, la bella esperanza de obtener su libertad individual. No obstante los rigores y las privaciones de la cárcel en donde llevaba ocho
meses de detención, Martina Fonnegra conservaba la elegancia de sus ademanes y
a decir verdad, aquel día estaba positivamente hermosa, fascinadora, interesante.
Ese mismo año, pero el 14 de mayo, Don UPO publicó en El Colombiano su
primer cuento, cuyo título fue Un ladrón enamorado. He aquí el párrafo de entrada:
En la desesperante agonía de su delirio inmenso, de su fantástico delirio inescrutable, Adán Cabrera había tomado como último recurso, la más trágica determinación. Rosa, su amada, estaba ya obsesionada de las seducciones, menos indecorosas
que la inicial, y en esa mañanita lluviosa abandonó la casucha en donde vivía con
Adán y se fue en el primer tren con un propagandista para Barrancabermeja, ávida
de nuevos horizontes y de albores nuevos, como si su misión fuera la de arrojarse
mucho más allá de la depravación y la desgracia. […] Hubo un momento de silencio.
Luego golpearon la puerta cerrada.
-¿Quién es?- preguntó Cabrera.
-La policía. Necesitamos practicar una requisa en su habitación. Abra usted.
Por sola contestación los detectives oyeron en el interior de la casucha una detonación. Después…un silencio profundo. […].
¡Y llegó la inspiración!
Las décadas de oro de Alfonso Upegui Orozco como periodista, no obstante
llevar para ese momento 20 años de haber iniciado su columna “De los estrados
judiciales”, -primero de marzo de 1943-, en realidad comenzaron a brillar en 1964,
razón por la cual dejó de firmarse UPO y pasó a llamarse Don UPO, reconociendo
que había adquirido la mayoría de edad intelectual requerida -los 21 años de ley-.
Es a partir de 1964 cuando Don UPO irrumpe con un estilo original de titular,
distinto al frío, directo y objetivo que hasta el momento lo había caracterizado. La
muestra es contundente:
Que él fue a ver esa pelea; ahora va 34 meses a prisión
Lo pilló robando remolacha; y lo mató de 8 cuchilladas
Que no pusieran ese disco; puso la pelea en la calle
Como ella atendía al otro; Deogracias lo mató a filo
La Pérez se fue con otro y el otro dio muerte a Óscar
Le mandó Maltica y tortas revueltas con matarratas
Él de baile no entendía; pero de dar cuchillo sí
“Pare que voy a trasbocar”; y atracaron al conductor
Se empachó de cañón y solomito; y ahora come “ñervo” en La Ladera”
Que solamente eran rasguñitos; pero tres esencialmente mortales
Estos titulares son la oportunidad para evocar a “hombre, Odulfo”, personaje citado con frecuencia por Don UPO en numerosas crónicas, pero sin explicar la causa
de tal mención. Resulta que se trataba de Odulfo Gómez, un cafetero y profesor escolar. Cuando se encontraba al columnista, le decía: “Eso no se dice así”. De allí que
Don UPO mencionara su nombre cuando tenía plena seguridad sobre lo que estaba
escribiendo o de la manera como lo estaba haciendo.
Y con motivo del llamado “Crimen del Edificio Fabricato”, el de la muchacha ascensorista Ana Agudelo Ramírez, delito por el cual fue procesado y condenado Abel
Antonio Saldarriaga Posada, portero del mismo, Don UPO se ocupó del caso en su
sección “De los estrados judiciales”; al igual que lo hizo
el periodista Octavio Vásquez Uribe en su semanario
“Sucesos Sensacionales”, protagonista de la primera
entrega de esta serie sobre cronistas antioqueños de
policía.
Veamos algunos titulares de Don UPO en los cuales daba cuenta del proceso judicial por el asesinato
sucedido en la sede de la empresa textilera, conocida
con el lema “La tela de los hilos perfectos”:
• Sábado 27 de marzo de 1971: Posadita: “soy completamente inocente; el fiscal: “Servíos afirmar la cuestión”
• Martes 30 de marzo: “Sólo Posada fue el asesino,
el descuartizador y el sepulturero de Ana”, dijo Góez Valderrama
• Miércoles 31 de marzo: “Posadita no es responsable, por falta de pruebas”, sostuvo el vocero Giraldo
• Jueves primero de abril: “Los indicios contra Posadita no son más que simples suposiciones”, dijo Durango H
•Viernes dos de abril: Condenado Posadita. Pagará
de 15 a 24 años de presidio
Tiró a rayarle un brazo: y le atravesó
el corazón
Disfrutemos de un buen fragmento del relato que
tiene por título Tiró a rayarle un brazo: y le atravesó el
corazón. Es la oportunidad de conocer la gracia narrativa de Alfonso Upegui Orozco para dar cuenta de la
tragedia de los humildes seres humanos que han habitado nuestra región o que, como en esta oportunidad,
han llegado a ella buscando oportunidades:
Esa muchacha Virginia Córdoba Pino, de veinte
años y originaria de Quibdó, se vino de su tierra, como
millares de compatriotas suyas que han invadido todas
las grandes ciudades de Colombia, y se instaló en un pasaje de “La Bayadera”, por
esos terroríficos lados de “La Calesita” y anexos, en una pieza de su prima Preciosina
Córdoba, y aunque recién llegada estuvo trabajando como doméstica en residencia
de una familia pudiente, como que no se amañaron con ella porque dormía mucho
de día, según ella misma lo confesó de manera que parece picada de nagana, de esa
mosca africana que los científicos llaman con tanta gracia tse-tse (sic), según hemos
leído por allí.
Para la fecha de la ocurrencia del hecho que la hizo homicida, viernes 6 de septiembre de 1968, la prieta (de piel negra y carnes apretadas) Virginia se encontraba
en la pieza de su prima y a eso de las seis de la tarde se levantó a enjuagar una ropa
que había dejado en la poceta, pero fue grande su sorpresa al encontrarla en la
caneca de la basura. Inquirió por la persona que le había hecho esa mala jugada, y
fue entonces cuando la no menos apretada Aurelina (ojo, linotipista, que no es Aureliana) Mosquera, llamada por otros Amelia le dijo que ella era quien había botado
esos chiros (como también llaman en Tutunendo los harapos) asquerosos y que estaba
dispuesta a respaldar con hechos su actitud, lo que dijo armándose de un garrote,
con el cual le dio un golpe a Virginia en la cabeza. Y Virginia penetró en la pieza de
su prima y sacó un cuchillo, con el cual acometió a la Mosquera, clavándoselo repetidas veces. Huyó Aurelina hacia la calle y se fue de bruces sobre la acera, pues tenía
atravesado el corazón.
Señor juez: yo no tiré a matar a Aurelina, pues le tiré apenas a rayarle un brazo,
y no sé cómo es que resultó muerta, dijo la morena oscura ante el Juez 18 Penal municipal instructor del proceso.
El Juzgado 6º Superior, atendido por el doctor Fernando Gómez Gómez, con don
José Gómez Amaya como secretario, le formuló a Virginia Córdoba Pino el cargo de
homicidio simplemente intencional o de propósito, y de él va a responder el próximo
viernes, ante sus jueces de conciencia […].
La riqueza de titulares originales y jocosos de Don UPO es infinita. Veamos otro
listado de creaciones que mueven a la sonrisa, o a la risa, pero sin dejar de registrar
la diversidad de dramas cotidianos que enfrentan el hombre o la mujer para enfrentarse a una sociedad hostil. Muchos de ellos serían calificados de delitos menores,
dada su relativa magnitud, pero su trascendencia depende también de las circunstancias bajo las cuales esas personas tienen que resolver necesidades elementales y
básicas a la vez como el de conseguirse el alimento diario para ellas y su familia. Ese
es el trasfondo que está presente en las historias que contó Don UPO, teniendo sus
titulares como particular puerta de entrada:
Mató al marido y no sabe cómo
Lo besó y le mutiló la lengua
Pidieron tallarines y…les sirvieron dedos humanos
Por celos un anciano mató a su novia
Inesita podía ser de otros; y él la mató por otra cosa
Para quedarse con el marido, le partió el corazón a la esposa
Avaro para morir era el viejo Sebastián Herrera. “Alimentaba su gallo metiéndole la cabeza por el hueco de una tapia en un solar donde pilaban maíz”
Socorro que me asesinaron
Le quemaron El Chuscal a Pepa y los pelos le quedaron negros
Le dieron un tiro en La Orqueta y quedaron siete huérfanos
Todo se acaba…menos la mala intención
Después de 29 años de hacer de la violencia de los pobres, y contra los pobres, la
razón de ser de su oficio de notario de la realidad pero desde la columna “De los estrados judiciales”, Alfonso Upegui Orozco, o Don UPO, llegó al momento inevitable
de escribir su última crónica. Ocurrió el 2 de marzo de 1972; el título de su columna
postrera fue “Daba gritos a lo mejicano; y Darío le pegó un balazo”. A continuación,
el primer párrafo de esta historia:
A las doce del día del primero de marzo de 1969, ese muchacho Francisco Antonio Berrío Rúa, de 38 años, casado, originario de San Jerónimo y agricultor, se encontraba en la “Heladería Cuba”, situada en el cruce de la carrera Cúcuta con la calle
Amador de esta ciudad, en compañía de Lázaro Bedoya, dedicados a la ingestión de
aguardiente, y a escuchar música caliente, especialmente rancheras mejicanas, las
que salían de un aparato musical traganíquel, y que Darío de Jesús coreaba con gran
entusiasmo, aunque con mala voz, pero sí ejecutaba muy bien los escalonados gritos
que son peculiares entre los cantantes manitos, cuando
de hacer tiros y entonar canciones populares se trata.
El relato de Don UPO da cuenta de la presencia
de Darío de Jesús Lopera Hernández, celador del municipio de Medellín, quien estaba “completamente perdido de la rasca”, según sus propias palabras, y que no
se aguantó los berridos de Berrío Rúa. Al preguntar
Darío de Jesús por el atrevido que era capaz de pegar
semejantes chillidos, Francisco Antonio se paró y le
respondió que era él, mientras se golpeaba el pecho en
actitud desafiante. Darío de Jesús le respondió disparándole un tiro de revólver que terminó incrustándose
en el lado izquierdo del cuello, proyectil que le quitó la
vida al frustrado cantante de rancheras.
Así como la ausencia de Manuel Marulanda en la
inauguración de las conversaciones de San Vicente del
Caguán, dio origen a la expresión “la silla vacía”, y
después a la notable página virtual periodística con el
mismo nombre así también hemos de decir que la silla
que como cronista de policía ocupó por décadas Alfonso Upegui sigue sin ocupar porque no encontramos
aún a quien sea capaz de fundir sensibilidad por el
oficio, fino sentido del humor y calidad narrativa para
contar esas historias en apariencia insignificantes, logrando impregnarlas del impacto particular que se desprende del encuentro del drama y la risa.
*Gratitudes: Este trabajo no habría sido posible
sin el apoyo brindado por el colega Francisco
Velásquez Gallego y su libro Don UPO, con
prólogo de Víctor Gaviria y edición de Palabra
Viva. Gracias, querido Pacho.
Don UPO. Fotografía del libro Don UPO de Francisco Velásquez
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
4 Editorial
El mundo no se
acabó, pero casi
I
srael está destruyendo Palestina. Multitudes alrededor del mundo protestan
contra los bancos, la desigualdad social, los gobiernos y las multinacionales, y
los pueblos de Oriente Medio están siendo masacrados porque los dictadores
están enamorados del petróleo y los baños de oro. En 2011, luego de un terremoto de
8,9 grados, en Fukushima, Japón, falló el reactor de una planta nuclear y considerables dosis de plutonio de alto nivel tóxico se filtraron hacia el suelo exterior y el mar.
El Premio Nobel de la Paz se convirtió en un chiste. En 2009 se lo dieron a Barack Obama, tan solo unos meses después de haber asumido la presidencia de Estados Unidos. Debía estar enterándose del estado de las cuentas y entendiendo el complejo entramado de responsabilidades y relaciones de su oficina con el resto del globo
cuando el Comité Nobel Noruego lo distinguió con un galardón destinado “a quien
haya hecho el aporte más sustancial en la cohesión de las naciones, la eliminación de
la esclavitud, la disminución de la cantidad de ejércitos existentes y la contribución a
los tratados de paz.” Este año se lo dieron a la Unión Europea, que, aunque tiene sus
finanzas en crisis, ha hecho considerables aportes económicos y militares para matar
a las gentes de Irak, Afganistán y Libia.
Opinión
Y aquí, en Colombia, en noviembre de este año, un grupo de matones se metió a
una finca en Santa Rosa de Osos, les tiró una granada a diez campesinos y después
los remató a tiros. Por culpa de Los Rastrojos, hijos de la fallida desmovilización de
los paramilitares liderada por Álvaro Uribe Vélez, 200 personas se desplazaron desde
las zonas rurales hacia la cabecera municipal por miedo a que las mataran a ellas
también.
A finales de ese mes, la plenaria del Senado reeligió al Procurador General,
Alejandro Ordoñez, al que no le gustan ni los derechos sexuales y reproductivos, ni
los de las mujeres ni los de los homosexuales, y que dirige su despacho siguiendo la
Biblia y no la Constitución. Y Roberto Gerlein, el que cree que sexo entre mujeres no
es nada y entre hombres es excremental, sigue ejerciendo de senador vitalicio.
Pero nunca a nadie se le ocurrió pensar que estaba presenciando el fin del mundo. Que ciudades caóticas, gobiernos corruptos, premios a la guerra, economías nacionales en quiebra, y montones de humanos que trabajan día y noche para comprar
basura empaquetada y alcohol fueran escenas distintas de un planeta que se suicida.
Mucha gente se asustó porque los Mayas predijeron un cambio en las relaciones
humanas y en la energía de la Tierra, pero muy poca por la manera como estamos
llevando las riendas del mundo.
Ya que el planeta no se acabó, ¿qué iremos a hacer con el Procurador?, ¿llegaran
a buen término los diálogos entre las guerrillas y el Gobierno Nacional?, ¿se acabarán los paramilitares?, ¿seguiremos rellenando el subsuelo de objetos fabricados por
semiesclavos chinos?, ¿le darán el Premio Nobel de la Paz a George Bush?, ¿dejarán
los narcotraficantes de matar campesinos?
En el país del efímero
dolor patrio
Elizabeth Otálvaro Vélez [email protected]
D
efine, de manera clara y concisa, la Real Academia Española al chovinismo
como aquella “exaltación desmesurada de lo nacional sobre lo extranjero”.
Nada muy alejado de lo que parece vivir Colombia -sobre todo por lo desmesurado- después del fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) que, según
cálculos preliminares de la Armada Nacional, conduce a la pérdida de 75.000 kilómetros cuadrados de área marítima. Con esto, se desató un patriotismo oportunista,
encabezado por la alocución del presidente después de conocerse la decisión; seguido
por las opiniones de figuras políticas como el expresidente Álvaro Uribe; pasando
por las redes sociales e incluso atravesado por la información de los medios más
tradicionales y reputados. Esta última oleada chovinista busca en los recovecos de
la historia valores como la identidad cultural para argumentar una indignación que
había sido relegada en la memoria nacional.
No hago referencia a la indignación de los isleños, no. Es apenas natural que haya
dolor en aquellos que tienen un profundo arraigo cultural y económico por una parte
significativa de lo que, según la disposición de la CIJ, ya no les pertenece. En una crónica publicada por la Revista Semana, titulada “Luto en San Andrés”, se narra que en
las aguas cercanas a Quitasueño y Serrana, los dos cayos que quedaron enclavados en
territorio extranjero, se encuentran más de mil personas dedicadas a la pesca artesanal,
además, de esa zona se extraen alrededor de 150 toneladas de langosta al año y 700
toneladas de peces, una importante fuente de sustento para las familias de La Isla. Y
claro, esto tiene que significar un gran dolor.
Sin embargo, aludo a un patriotismo que deviene de una indignación que, entre
otras cosas, pudo evitarse con un poco más de racionalidad. Desde el mes de abril, la
canciller María Ángela Holguín declaraba, en Caracol Radio, que las “decisiones salomónicas” de la Corte podrían entregarle al país centroamericano algo que antes no
tenía, y por supuesto, pertenecía a Colombia. En cambio, los esfuerzos del Gobierno se
concentraron en enfatizar en la soberanía colombiana frente al Archipiélago, omitiendo, bajo un optimismo ciego, la posibilidad de perder mar, aun cuando opiniones de
expertos, como el internacionalista Enrique Serrano, pronosticaban que el criterio de
“equidad”, adoptado por la Corte, desencadenaría en el nuevo trazado marítimo.
En su alocución presidencial inmediatamente posterior a conocerse el fallo del 19
de noviembre, Juan Manuel Santos en un tono, aunque sereno, muy emotivo, prometió
Número 62
Diciembre de 2012
a los sanandresanos buscar estrategias para garantizar sus derechos. Las preguntas que
quedan son: ¿por qué no se pensó antes en vincular a los habitantes en este proceso?,
¿en escucharlos?, ¿en representarlos? Por otro lado, Nicaragua iba asesorada por uno
de los mejores catedráticos en Derecho Internacional Público, Antonio Remiro Brotons,
quien venía siguiendo el caso desde hace más de 10 años. Colombia escatimó esfuerzos
frente a este litigio. No se preparó al país haciendo partícipes del proceso a los colombianos, no se usó esa supuesta identidad nacional que, si existiera, habría reclamado desde
el 2001 una representación a la altura de Brotons.
Es por eso que ese falso dolor de patria no sólo viene del gobierno ni del exgobierno, a quien, por cierto, de los once años del litigio le tocaron ocho; también la opinión
pública está atiborrada de patriotismo oportunista.
En la misma crónica de la edición impresa de Semana del 25 de noviembre, cuentan que en La Isla “solo después, cuando entendieron que les habían cercenado el mar,
lloraron y algunos no han parado de hacerlo. Tampoco comen y en las noches no duermen”. Estas maneras de informar sólo distraen la atención y crean un público aturdido
por lo sensacional, un público activo en sátiras pero pasivo en la búsqueda de soluciones
reales y legales. Ni qué decir de lo que ocurre en las redes; imágenes que reducen el
azul de la bandera y comentarios de adeptos del expresidente que personifican este conflicto, insinuando que con su “verraquera” no habríamos perdido ese pedazo de mar.
Estas son formas muy contemporáneas de chovinismo, seguramente una idea muy
fundamentada en la época de las guerras napoleónicas de donde proviene el concepto,
pero que hoy, en Colombia, parece muy esnobista. Y ser esnob con la patria suena muy
extraño, pero no encuentro una manera más apropiada de caracterizar una identidad
nacional carente de esencia, que no sabe de qué valerse para sentir pertenencia. Si en
el dolor nos identificamos, que esa idea de patria vaya un poco más allá de emociones
coyunturales y que, por lo menos, estas crisis nos hagan pensarnos como país, que si va
a estar indignado lo esté de verdad, más no con un dolor efímero que sirve para conseguir adeptos, “retweets” o “likes”. San Andrés merece un país indignado, pero también
merece propuestas racionales.
Director Periódico: Ramón Pineda. Coordinación editorial: Juan David López Morales, Juan David Ortíz Franco. Redacción:
Juan Camilo Portela, Elizabeth Otálvaro, Nataly Mira Londoño, Héctor Javier Barrera, Shirley Muñoz Murillo, Felipe Ramírez Valencia,
Jorge Caraballo Cordovez, Zalma Salcedo Martínez, Johanna Ramírez Gil, Daniela Margarita Ramírez Ozuna, Miriam Fernanda González Velásquez, Valentina Obando, Jorge Ruiz. Diseño: Julieth Duque Hernández. Corrección: Alba Rocío Rojas. Colaboración: Gonzalo Medina, Elvia Elena Acevedo, María Flórez Ramírez. Fotografía: Felipe Ramírez, Francisco Mejía, Marta Vélez. Caricatura: Ricardo Cortázar; Elkin Obregón, tomada de Don Upo, de Francisco Velásquez. Portada: El escritor, Julieth Duque Hernández. Impresión:
La Patria, Manizales. Circulación: 10.000 ejemplares. Director Sistema Informativo: Jorge Ignacio Sánchez. Director TV: Jorge
Alonso Sierra. Director Radio: Luis Carlos Hincapié. Director Digital: Diego Agudelo. Comité editorial: Luis Carlos Hincapié, Patricia
Nieto, Elvia Acevedo, Ramón Pineda, Raúl Osorio, Jorge Ignacio Sánchez, Gonzalo Medina, Ximena Forero Arango. Universidad de
Antioquia, Bloque 15, Museo Universitario, Aula Taller 1.
Universidad de Antioquia. Rector: Alberto Uribe Correa. Decano Facultad de Comunicaciones: Jaime Alberto Vélez.
Jefa Departamento de Comunicación Social: Deisy García Franco.
Las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia.
delaurbe.udea.edu.co, [email protected], [email protected],
www.facebook.com/sistemadelaurbe, www.twitter.com/delaurbe
No. 62 Diciembre de 2012
FACULTAD
DE COMUNICACIONES
Ciudad Universitaria
Calle 67 N° 53-108
Medellín - Colombia
5
Unos hacia adelante y otros hacia atrás
Primero fueron las declaraciones del senador Gerlein sobre el sexo homosexual, luego las de Édgar Espíndola, presidente del PIN, quien tras una extraña
elucubración afirmó que se está abriendo paso a avalar la necrofilia y la pedofilia
con la aprobación del matrimonio contraído por parejas del mismo sexo en la
Comisión Primera del Senado. No obstante lo “excremental” de posiciones que
insisten en meterse en las sábanas del otro, se están abriendo, tímidamente,
algunas puertas para la inclusión. Claro, no le hacen un favor a nadie; es una
deuda que se está saldando.
Adiós a un grande
Opinión
La manera correcta
de gritar: no
haga ningún tipo
de escándalo
Juan Camilo Portela García [email protected]
E
ntre las enseñanzas que una madre se esmera por transmitir a sus hijos,
hay una que tiene especial significación: hay maneras correctas de hacer las
cosas. Así sucede en la vida cotidiana: hay que comer con la boca cerrada, en
una animada discusión sabemos que hay que pensar antes de hablar y, si ‘no tenemos
velas’ en una conversación alguien nos dirá que no hay que meter la cucharada. Mejor aún, cuando queremos expresar nuestro desagrado frente a la colorida camiseta
de un amigo, o los nuevos tacones fucsia de nuestra pareja, tenemos claro que hay que
saber decir las cosas. Para todo debemos aprender las “buenas maneras”.
Lo que nuestras queridísimas madres quieren dejar claro es algo así como que uno
puede hacer casi todo lo que quiera desde que sepa cómo hacerlo, es decir, que utilice los
medios, pase por los canales y adopte las formas adecuadas. Parece que en esto mismo
estaba pensando Carlos Lleras Restrepo en 1966 cuando canceló cualquier posibilidad
de dialogo con los estudiante, afirmando que no reconocía “ni la autoridad ni el derecho
de asumir esas posiciones”, dado que los estudiantes tenían el feo defecto de utilizar “un
lenguaje provocador, insolente y salpicado de cierta jerga comunista”.
Después de un par de encerronas en el campus de la Universidad Nacional, Lleras
era consciente de las malas maneras de los universitarios y les recordaba continuamente,
al igual que a los participantes del resto de iniciativas de movilización social, que por
más dignas que sean las reivindicaciones, la protesta social no debe desbordar ciertos los
límites.
No fue el primero ni el último en lanzar tales afirmaciones, al igual que la enseñanza
de nuestras madres, la apreciación según la cual la protesta social tiene sus formas buenas y malas ha sido reproducida por un sinfín de gobernantes, columnistas, periodistas,
jueces, profesores, policías y… hasta madres. Más allá de las censuras corrientes acerca
de los motivos de las movilizaciones, como por ejemplo la que hoy levanta el procurador
Lo que se entiende por “violencia” y por “alteración del público” no es
unívoco, todo lo contrario, se presta a una diversidad tal de interpretaciones
que ni siquiera los tipos penales consagrados en el código penal son claros.
No se le recuerda por costosos comerciales en horario triple A ni por haberse
convertido en la cara de alguna campaña publicitaria. Los más de diez años por
fuera del país y su doble nacionalidad no son impedimento para que hoy, incluso
quienes no participan de la pasión futbolera, sientan por lo menos por un momento un sentimiento de duelo frente a la temprana muerte de Miguel Calero.
Hay ídolos que se construyen como marca de consumo, otros, sencillamente se
hacen grandes, y para varias generaciones, él hace parte de la última camada de
grandes arqueros que vio el fútbol colombiano.
Medellín se arrodilló ante la reina
Las calles se congestionaron, la Universidad de Antioquia despachó temprano a trabajadores y estudiantes (¿Cuánto es que cuesta la Universidad cerrada?),
los políticos le hicieron lobby, los fans se ‘mamaron’ la fila y la mojada. Todo
el mundo quedó feliz, pero el concierto de Madonna no le dejó a la ciudad las
ganancias que se esperarían de la visita de tantos turistas, porque en un acto
de excesivo y empalagoso despliegue institucional, hasta el bus se los pagaron.
Ojalá ‘la reina’ haya tenido por lo menos el gesto de diplomacia artística de decir que Medellín es la mejor ciudad del mundo, para no morir de tristeza por el
hueco que dejó en el erario público.
Fronteras invisibles
¿Qué nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde? A veces ni perdiéndolo.
Los “colombianos continentales” inflaron pecho, izaron la bandera y cantaron
el himno nacional a grito herido y con llanto en los ojos por la porción de mar
“cedida” a Nicaragua. Vale la pena preguntarse qué tiene que pasar para acordarnos de que departamentos como Amazonas, Guainía, Vaupés, Vichada, Putumayo o Caquetá, que son otra Colombia, también hacen parte del país, aunque
no sean potencias turísticas. Los colombianos no sabemos hasta dónde llegan
nuestras fronteras sino hasta que nos las corren.
Ordoñez cuando afirma que “no existen razones para persistir en el paro” por parte de los
funcionarios de la Rama Judicial que aun no lo han levantado y a los que se les abrirá indagación preliminar; hay un constante cuestionamiento de las formas. Así, sobre el mismo
paro, el Consejo de Estado recuerda, de nuevo, que el paro y la protesta “tienen límites”.
Ahora bien, ¿cuáles son los límites? Hace tan sólo un año la ministra de Educación,
María Fernanda Campo, se los explicaba así a los estudiantes: “el gobierno ofrece todas
las garantías para ejercer el derecho legítimo a la protesta y a la movilización con la condición de que se lleven a cabo de manera pacífica y sin perturbación del orden público”.
Es claro: la violencia y el desorden no son formas propias para protestar. Hasta ahí no
hay confusión.
Sin embargo, dicha fórmula es doblemente problemática. El primer problema es su
ambigüedad. Lo que se entiende por “violencia” y por “alteración del público” no es unívoco, todo lo contrario, se presta a una diversidad tal de interpretaciones que ni siquiera los
tipos penales consagrados en el código penal son claros.
Penalistas, defensores de presos políticos, defensores de derechos humanos y activistas sociales han denunciado en múltiples ocasiones la utilización de tales códigos para ir
más allá de la preservación del orden público y criminalizar la protesta. Para no ir muy
lejos, recientemente Carlos Romo, abogado de la Universidad de Antioquia, demandó por
inconstitucionalidad el artículo 44 del la Ley de Seguridad Ciudadana, en virtud del cual
quien “por cualquier medio ilícito imposibilite la circulación o dañe nave, aeronave, vehículo o medio motorizado destinados al transporte público, colectivo o vehículo oficial,
incurrirá en prisión de cuatro a ocho años y multa de trece punto treinta y tres a setenta y
cinco salarios mínimos legales mensuales vigentes”. Más allá de que tal demanda no haya
prosperado, pone de presente la ambigüedad de la normatividad jurídica en estas cuestiones y cómo una ley que pretende garantizar el derecho a la vida y el trabajo, obstaculiza
el derecho a la protesta.
El segundo problema es de contradicción. Si bien hasta la protesta misma debe encauzarse por ciertos caminos para no devenir en violencia, ponerle unos límites muy restringidos (como el de pedir autorización para ocupar una calle) va contra su misma naturaleza.
Me recuerda la historia que me suele contar mi padre de un informe de calificaciones
que leyó alguna vez de un niño de primaria: La profesora escribió que el niño “se destaca
por su quietud y su silencio”. El absurdo consistía en que la quietud y el silencio no son
muestras de aprendizaje. Igual de absurdo es el café descafeinado, gritar correctamente,
enojarse en silencio, correr sin sudar, portarse mal siguiendo las normas y protestar sin
alterar el orden.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
6 Punto de encuentro
Para salir
Fotografías: Album familiar
a juniniar
la pinta
es lo de más
Tal vez no exista en Medellín una calle más
popular que Junín. Así ha sido desde siempre,
desde que se convirtió en una pasarela para
seducir, para ser conquistado, para mostrarse, para
ostentar y lucir lo que estaba de moda en la ciudad.
Marta Vélez caminando por Junín
Jorge Andrés Ruiz Ayala
Valentina Obando Jaramillo
[email protected]@hotmail.com
A
marillo, rojo, azul, dorado, plateado, verde; tacones, chanclas, tenis, baletas;
jeans, vestidos, faldas, pantalones y pantalonetas; se mueven como en un
baile descoordinado por la calle llena de gente que se llama Junín, un nombre que como muchos otros espacios del Centro, viene de la independencia porque
parece que en Colombia no existe otro momento histórico memorable. En Junín le
ganó Simón Bolívar al ejército realista del alto de Perú; después del triunfo, Junín
existe en Bolivia, Venezuela, Perú, Ecuador, Argentina y Colombia.
Medellín brilla, a más de 1400 metros sobre el nivel del mar, en 380 kilómetros
cuadrados de superficie. Mientras la multitud se desliza en el cruce de Junín con La
Playa, una inmóvil aguja, ensartada en las entrañas del concreto, apunta hacia el
azul celeste, como queriendo tejer el aire y vestir a los habitantes de esta ciudad desmemoriada en la que nuestros mayores erigieron una aguja de 140 metros de altura
y nos la dejaron por herencia con el nombre de Coltejer. Y nos olvidamos que así se
destruyó un sueño: el majestuoso Hotel Europa, que en sus bajos tenía el Bazar Junín
de Jaime de Villa, donde se vendían trajes, calzado y sombreros; y el Teatro Junín,
uno de los más grandes de la época, pues “contaba con 100 lunetas, 37 palcos, 800
puestos de preferencia y 2000 entradas de galería”, como explican las páginas del
libro Medellín transformación y memoria.
Y es la modernización exacerbada y el deseo por cambiarlo todo –el nombre de
las calles y de los parques; las fuentes de agua por estatuas; los edificios viejos por
los más nuevos– lo que hace que la ciudad se transforme constantemente y olvide con
rapidez su pasado, su identidad. Y Junín no es ajeno a esas transformaciones
Un recuerdo de antaño
Juniniar era un verbo muy importante, conocido por los habitantes de Medellìn
y de los pueblos. Ese verbo era sinónimo de caminar, de mostrar y de mostrarse. Y
como requisito para ello, había que estar bien vestido, “a la moda”. Hombres y mujeres se preocupaban por llamar la atención, por robarse las miradas; de esto dependía
su suerte, su nueva conquista, su nuevo amor.
Entre finales del Siglo XIX y principios del XX la humanidad tomaría un nuevo
rumbo: la producción de automóviles se masifica; la radio y el cine se inventan; inicia
el “maquillaje moderno”, y los productos cosméticos se imponen; con ello, surge un
nuevo lenguaje y orientación de la belleza, con un mayor carácter sexual; las agencias
de publicidad se profesionalizan estimulando la producción y el consumo masivos en
un ambiente de lógica capitalista. Este ambiente fue propicio para motivar y democratizar el culto al cuerpo, como un elemento que define la identidad del individuo,
y a la moda, determinada por una nueva estética, impuesta por músicos, estrellas de
cine, “mandamientos del maquillaje”, medios de comunicación.
Ya lo decía Tomás Carrasquilla en 1923 en su texto Tonterías que “La moda no es
un capricho ni una arbitrariedad, como tantos lo suponen: obedece a la ley de evolución, de comercio, de trabajo, de variedad; y es casi siempre el carácter de una época
reflejado en las cosas físicas y morales susceptibles de mudanza. Es la vida misma en
determinados momentos del proceso”.
No. 62 Diciembre de 2012
Empezaba un nuevo siglo al que Medellín no tardaría en entrar como ciudad. Le
bastaron 30 años para convertirse en una. En 1900 tenía menos de 60.000 habitantes, en 1930 tenía 120.000. Hubo notorios avances en comunicaciones y transporte,
urbanización residencial y comercial. Y como no solo los edificios cambiaron la gente
desde adentro también lo hizo, arquitectos europeos modernizaron los edificios, las
casas y las calles; diseñadores europeos modernizaron a las señoras y a los señores.
El comienzo del siglo XX significó para Medellín, grandes cambios y de ellos
consecuencias que se harían evidentes hasta en el vestir, por ejemplo de los sistemas
de transporte dice Raúl Domínguez R en el texto Vestido, ostentación y cuerpos en
Medellín 1900-1930 que la introducción del carro hacía que el vestido fuera más ligero
“el hombre de hoy debe tener los brazos y las piernas libres de adornos y perifollos,
debe estar lo más suelto y libre que sea posible, para poder subir fácilmente a los
tranvías…”.
La Sociedad de Mejoras Públicas se encargó de traer progreso a la ciudad, desde
la infraestructura, la educación y capacitación, hasta el ocio y el entretenimiento; lo
que exigía tipos específicos de atuendos para cada ocasión. En 1894 había nacido el
Club Unión en pleno corazón de Junín, llegar hasta el Club consideraba de un desfile
previo por la pasarela de Junín, escenario de la ostentación. El alumbrado público introdujo una nueva necesidad, vestirse para la noche. En 1917 comienza a llegar agua
a las casas lo que permitió pasar de estar diseñada para resistir la lavada en piedras,
a ser confeccionada con telas delicadas y detalles finos para los lavaderos caseros. Ir
al teatro, a un concierto, a una tertulia o a un baile necesitaba tener el vestuario más
apropiado para ello. Medellín, una villa que se quería quitar el ambiente pueblerino,
se quería distinguir, sobretodo porque no perdonaba lo antiguo, lo viejo, lo que estaba out; tenía que estar en la tendencia, en lo moderno, en lo nuevo, en lo in.
La vida de nosotras era juniniar
Eran los 50’s, trabajar no era una consideración fácil para una mujer como Marta Vélez. Ella vivía en el Barrio la América y de allí salía para subirse a la camioneta,
“el bus”, que la llevaba a Medellín, se bajaba en el Centro y con elegancia se sentaba
en la silla de la secretaría de gerencia de la Caja Agraria en Carabobo con Colombia.
Su turno terminaba a las 5:00 pm. Se encontraba con cuatro amigas en el atrio de la
Iglesia de la Candelaria y se iba a juniniar en sus tacones de 8 centímetros que combinaban perfecto con la cartera, los guantes con el sombrero y un vestido copiado de
un figurín confeccionado por la diseñadora española de la Casa Christian.
Ella y sus 4 amigas flotaban por Junín, una pasarela para que los hombres las
vieran. Ellos con traje sastre y sombrero también hacían parte del escenario de ostentación. “Cuando íbamos a juniniar era desde Colombia, íbamos por un lado de la
acera y volvíamos por el otro y siempre terminábamos en el Astor comiendo helado
con morito; eso era todos los días.” Visitaban el Almacén de Ramón Vasco en Colombia con el Palo, luego a Casa Christian, a las joyerías La Perla o La Suiza, en la calle
Colombia, a Calzado Miami, al Salón Chava en Ayacucho con Junín. 140 pesos se
ganaba Marta en la Caja Agraria y se gastaba gran parte de ellos en esos almacenes.
Uno de esos almacenes era Casa Christian. En 1943, Constantino Tirado, un
comerciante, dueño de billares, y su esposa, Blanca Amaya, abrieron en Ayacucho
una miscelánea donde, entre otras cosas, vendían telas. La década de los cuarenta
tuvo años agitados. El 9 de Abril de 1948, cuando mataron al caudillo, Jorge Eliécer
Gaitán, en la villa se desató una gran revuelta, como en muchos lugares de Colombia.
Por este motivo, muchos locales de la familia Tirado fueron destruidos; aunque la
tienda de telas sobrevivió, la familia quedó al borde de la quiebra. No obstante, el
emprendimiento no los abandonaría.
A comienzos de los 60’s, trasladan la tienda a Junín, entre Colombia y Boyacá.
“La Avenida principal, donde estaba la alta alcurnia de la época”, comenta Johan
Guarín Tirado, sobre ese local que sus abuelos en un principio bautizaron como
7
Procesión en Junín, 1932.
Christian Dior –como el diseñador–; pero, por cuestiones
legales, le cambiaron el nombre a Casa Christian –como se
quedó hasta hoy, cuando está por cumplir 70 años–. Ahí
continúa en esa gran casa –de tapetes rojos y escalera circular - en la que antes vivió un teatro llamado Cinelandia.
La tienda es una tradición que ha pasado de generación en generación, una que forjaron los abuelos de Guarín: “Mi abuela trabajaba en el taller, ella era la encargada
de la parte de producción; y mi abuelo, quien tenía don de
gentes y buen gusto porque asesoraba bien a las clientas,
era el encargado de la parte comercial.” Ellos vistieron esas
generaciones antioqueñas que iban a los eventos culturales
y a las procesiones de Semana Santa. Y es que para todo
buen católico era indispensable estar bien presentado para
estar en las procesiones de la Semana Mayor así como las
del Corpus Christi y las de Nuestra Señora de la Candelaria que pasaban sagradamente por Junín.
En la primera mitad del siglo XX Medellín se caracterizó por la importación de textiles, proliferaban entonces
las sastrerías muchas de ellas especialistas en la confección
de trajes con estilos europeos. Fue el auge del paño y la
seda. “Lo que había en las vitrinas era la moda. Fabricato
y Paños Vicuña hacían desfiles en Junín donde las modelos
se tapaban solamente con los paños, eran desfiles de telas
y luego repartían figurines con vestidos confeccionados
con esas mismas telas, para que los mandáramos a hacer a
nuestra medida” recuerda Marta Vélez.
Hubo un día en el que muchas mujeres y hombres elegantemente vestidos se pararon enfrente de la vitrina de
Fabricato, para saber qué estaba de moda. El edificio en
Junín con Boyacá se caracterizó por tener una vitrina donde eran exhibidas las últimas innovaciones en textiles; ahora, carteles y posters adornan la vitrina, que entre tanta
gente y tantos grandes avisos, pasa desapercibida.
Terminada la II Guerra Mundial, las importaciones se
reducirían y se daría inicio a la compra de vestidos Pret a
Porter -listos para vestir-. Eran traídos de Estados Unidos,
lo que introdujo la producción en masa que sustituiría a los
sastres y las modistas. Surgen así grandes almacenes como
Everfit que nace en 1961. Marta recuerda que “empezamos a comprar vestidos hechos, primero los de Estados
Unidos y después de los de aquí, aparecieron los centros
comerciales con almacenes de vestidos listos y no volvimos
a juniniar”.
Y llegaron los sesenta
Un poncherazo.
Teatro Junín, 1928.
Marta Vélez juniniando.
Blanco, negro, gris, verde militar, azul naval, rosa pastel, azul pastel, amarillo pastel, cuadros y círculos; tacones
altos y tacones bajos, plataformas y cocacolos; vestidos por
encima de la rodilla, vestidos entallados a la silueta, minifaldas, guantes. La gente se mueve como desfilando, se
tongonea sobre la cuenca del río Junín. Corrían los 60s.
Medellín era una ciudad de escasos 500 mil habitantes.
Relata María Eugenia Gaviria en la revista La Hoja
que Junín era la “zona comercial más elegante”, un club
democrático, decorado por cafés y heladerías, visitado por
ricos y pobres, “abierto, con un gran grupo de gente ubicada siempre en los mismos sitios”.
Tres mujeres cruzan por la calle europeizada, sobre
sus altos tacones negros; no llevan medias; traen vestidos,
desmangados, no muy ceñidos, el uno a cuadros, los otros
son blancos; una lleva un chaleco sobre los hombros; dos
de ellas tienen cubiertas las manos con guantes; otra, los
lleva en la mano derecha, con elegancia. Todas traen carteras grandes, pequeñas, dos blancas y una negra. El cabello
es oscuro, suelto; una usa una balaca blanca. Otra mujer
cruza con el peinado de “Mafalda”: en forma de campana;
lleva pendientes blancos y un collar de enormes y brillantes
cuentas sobre la blusa negra de enormes botones. Lindas
mujeres, con un aire importado, con un aire francés y estadounidense –pero “más paisas que la arepa”–; caminan
majestuosas, sonrientes; miran a un lado y al otro con una
gracia natural, que no se asusta por el “poncherazo” que
les tomaron de sorpresa.
Dos hombres jóvenes pasan, con saco negro; uno con
camisa a cuadros; el otro, blanca; cabello corto y engominado –como salidos de una musical hollywoodense–. Parecen
seguir la línea de los “muchachos maniquíes que van impecablemente vestidos sin una arruga en el pantalón, sin
una pelusita en el saco, la camisa como un pétalo de lirio
(…), brillantes los zapatos y el cabello, nacaradas las uñas,
depilado el bigote, perfumados, impecables, perfectos, pero
legítimos, auténticos Coca-Colos”, como los describía Migdonia Barón Restrepo en 1955, en la edición 84 de la revista La ciudad.
Quizás, esos Coca-Colos, se dirigían al Miami, en
Junín con Caracas, donde iban “los más pispos”; o al Metropol, los billares para hombres, diagonales a la heladería
y pastelería Versalles; la del argentino, quien les permitió
tomarse el lugar a los nadaístas, esos “subversivos” de pelo
largo, capas negras y sombreros.
En el ‘tocador’ del Astor, “a los 14 años nos traíamos
las amigas la ropa de las hermanas mayores y allí nos cambiábamos los zapatos planchos, los calcetines, la faldita de
lazo y las enaguas por una falda estrecha y unos tacones
altos, la cola de caballo era reemplazada por un lindo pelo
suelto, nos pintábamos los labios un poquito –rememora
Gaviria– y nos íbamos para el teatro Avenida o el Ópera
a la película de mayores de 21 y después milagrosamente
transformadas nos íbamos a juniniar y a lucir como ‘mujeres grandes’”
Atravesaban la vía varias veces, entre las 5 y las 7 p.m,
pero sin exagerar, porque “pasar por Junín más de tres
veces era horriblemente mal visto, era mostrarse demasiado”, escribe María Eugenia. Y así pasaban los días de un
Junín joven y dorado, en los 60’s, entre el nadaísmo y la
moda; el teatro y la heladería, el rock’n’roll, el “go gó” y el
“ye yé” de Los Yetis -los Beatles criollos-.
La pasarela de hoy
Como si Junín se revelara a la estructura de la ciudad, de sur a norte sube de estrato en cada cuadra; y tal
como lo hace la gastronomía de restaurantes sin nombre
donde venden pescado frito, en la cuadra vecina al parque
San Antonio, pasando por un par de tragaderos, se llega
al Astor, café de estilo parisino en Junín con la Playa; lo
hacen los almacenes de ropa y accesorios, que pasan de ser
almacenes únicos con nombre desconocido, a almacenes de
grandes marcas.
Inter, Milán, Barcelona; Holanda, Brasil, Uruguay,
Manchester, Medellín y Nacional; todos los colores del
mundo combinados para distinguirse; camisetas de estos y
otros equipo de futbol, uniformes de baloncesto, trajes deportivos para hacer jogging; zapatos deportivos de marca y
piratas. Deportes Junín, Deportes Memos, Paisa Deportes,
Wily Deportes, Sports y Plays, Deportes Regol Sport fitness, Tienda Mundialista y Maya Mass; son nombres hechos en letreros que alumbran y resaltan como compitiendo por ser el más grande, el más llamativo. Es la primera
calle que mira de frente al parque San Antonio.
La acera vecina la que tiene locales incrustados en el
cuerpo del Parque, donde comparten los de comida con los
de vestuario. Comida y vestuario del Pacífico y del Caribe,
mucho color en Calzado Arte y Piel. Muchas más tiendas
deportivas comparten la calle entre Maturín y Pichincha;
Tendencias Sport, Liverpool, La cancha y Deportes Alejo;
estos conservan la izquierda de sur a norte como si fuera
norma de tránsito.
Aparece también el primero de varios almacenes de
ventas a crédito de productos que le compran al proveedor a $40.000 y los venden al triple, almacenes que tienen
desde calzoncillos hasta olla arrocera, para que cuando un
cliente compre algo nunca los abandone y pague para siempre créditos eternos. Hogar y Moda, con su tradicional
logo en verde y azul sobre letras blancas.
El mercadeo lo ha dicho y estar cerca para ofrecer
productos similares atrae mayor clientela y es una conveniencia comunitaria; desde Pichincha y hasta Colombia
predominan los almacenes de calzado, principalmente sobre el lado izquierdo de la calle en dirección sur a norte;
Zaluza sport, Calzado Italy en la primera cuadra, y en la
de Ayacucho a Colombia; Zapatos Delicia, Vedetta, Vago’s,
Calzado Virrey.
Y para romper la rutina de tantos zapatos en vitrinas,
hay también un par de joyerías, La Italiana por ejemplo lleva más de 40 años sembrada en el lugar; así mismo con un
letrero amarillo más grande que la puerta de entrada, con
letras negras y un punto rojo, anuncia el Éxito la muerte
del Súper Ley.
Al lado derecho de Junín entre Ayacucho y Colombia,
con un par de bancos de vecinos, los tenis, jeans, blusas,
vestidos y shorts son casi tan asequibles como los de las
chazas; en Papillon Street Fashion existen blusas desde
$10.000, en Deja Vu, tenis desde $30.000, almacén sin
nombre de tenis a $20.000; ahí con ellos Totto y luego
nuevamente Hogar y Moda.
Lo antiguo y lo nuevo, lo elegante y lo Kitsch. Entre
Colombia y Boyacá; la Casa Christian, se reúsa a ser desplazada por Look Ejecutivas y Ragged -que desde esa cuadra y hasta el Parque Bolívar ajusta cuatro almacenes-. En
Fernando Posada abundan los combos de pantalón y blusa por $40.000 y Pijamas a $10.000. Vamos, Spring Step,
Bata y Alpie continúan la marcada oferta de calzado en la
calle Junín.
En la Playa comienza el Junín de juniniar actual, el
peatonal de chazas de flores en el centro y pasajes comerciales parisinos y belgas. Almacén, restaurante, discoteca;
almacén, restaurante, librería; almacén pasaje, almacén;
tragadero, almacén, pasaje; almacén, pasaje, restaurante;
frutería, almacén, almacén, pasaje. El Astoria, el Orquídea
Plaza y el Unión y son pasajes que intentan sostener ese
aire europeo que caracterizó a Junín por mucho tiempo y
que como símbolo mayor tiene la Repostería Astor.
Diría Fernando Vallejo que esta es la calle de sus placeres y sus amores, de sardinas y bellezas, del Miami y del
Metropol. Ahora, entre Maracaibo y Caracas podría aun
el escritor homosocializar en Friends o en Candilejas que
es para señores que gustan de otros señores, o almorzar en
Versalles o comprar artesanías en Mi Viejo Pueblo.
Junín fue el “centro comercial” de Medellín a cielo
abierto más importante hasta que aparecen los primeros
centros comerciales, como Sandiego, y el polo empieza a
ser el sur. Y aunque ya no es el escenario protagonista de
la ostentación, sigue siendo un espacio “multisocial y democrático” para todos los estratos que quieren comprar,
vitriniar, tertuliar, ver y mostrarse.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
8 De grado
Historias
que
viajan
en una
mochila
Elvia Elena Acevedo [email protected]
El horizonte
es el lugar de donde
siempre fueron.
Y al él retornan
E
l trabajo de grado es “un esperpento mandado a
recoger”. Así lo afirmó hace ya varios meses Bernardo Recamán, profesor de la Pontificia Universidad Javeriana, en un boletín de dicha institución. Digamos que todo depende.
Un grupo de tres profesores y tres estudiantes de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia
venimos entrevistando desde el mes de mayo a profesores,
estudiantes y egresados de 10 carreras de la Universidad para
tratar de entender cómo funciona por aquí el tema de los
trabajos de grado y si en verdad la cosa es tan monstruosa.
Hemos detectado que la gran mayoría coincide en que
es necesario que todos los estudiantes hagan un trabajo
de grado. Unos y otros, en general, lo ven como la posibilidad de poner a prueba lo que se aprendió a lo largo
de la carrera, de explorar una temática un poco más a
fondo y de hacer un aporte a la academia o a la sociedad.
Más allá, decimos nosotros, el trabajo de grado puede ser
considerado como el momento de la verdad, es decir, aquel
en que el estudiante demuestra su autonomía, creatividad,
responsabilidad, y capacidad de concentración para poner
a marchar una idea y llevarla a feliz término.
Desde luego, el camino no es exactamente uno de rosas. Por eso aquello del “todo depende”. El trabajo de grado, podemos decir, es el resultado de lo que siembran estudiantes, profesores e instancias administrativas a lo largo
de la carrera. Así, el proceso se facilita bajo circunstancias
favorables como: que en la respectiva carrera estimulemos
a los estudiantes a participar en grupos y semilleros de
investigación; que en las materias de metodología de investigación apoyemos al estudiante de forma efectiva en
el crítico momento de definir y delimitar el tema; que diseñemos estrategias para recuperar el arte de escribir; que
existan parámetros claros que señalen en qué consiste un
trabajo de grado en cada carrera; que haya un acompañamiento permanente por parte de asesores y coordinadores.
Hacer públicos los resultados de los trabajos de grado
es otra de esas circunstancias favorables: los estudiantes
observan que es posible compartir con la academia y la
sociedad sus hallazgos, y se activa el sentido de la responsabilidad y compromiso entre sus compañeros de facultad.
Justamente, cada año el periódico De la Urbe presenta
una selección de los trabajos de grado de corte periodístico
recientemente concluidos en la Facultad de Comunicaciones. Se trata de adaptaciones de alguno de los capítulos
que forman parte del trabajo y que cuentan historias tan
diversas como las que traemos en esta ocasión: la violencia que padecen los sindicalistas en Colombia, los juglares
del porro en Sucre, la vida después de salir de la cárcel,
la mujeres desplazadas del Oriente antioqueño, los que
retornan a su hogar luego de vivir años como parias, la
mendicidad infantil en Caucasia, las verdes y las maduras
de una mujer que decide ser árbitro de fútbol, y hasta los
ires y venires de un joven mariguanero en Marinilla.
En estas historias están plasmados los esfuerzos de los
estudiantes por acercarse a diferentes temáticas sociales y
culturales. Para ello, han usado las herramientas que ofrece el Periodismo y que buscan, en últimas, que el gran público las conozca y entienda mejor. Resultados como estos
demuestran que es posible realizar con éxito un trabajo de
grado de modo que, en vez de “esperpento”, se pueda considerar como una real oportunidad para cerrar la carrera
con broche de oro.
No. 62 Diciembre de 2012
Nataly Mira Londoño [email protected]
I. La tercera es la vencida
Con varias de las casas marcadas, la zozobra paseándose por el aire y las pisadas que en las noches
irrumpían por sus caminos, todos se fueron llenando de malos presentimientos. Hasta cuando una tarde
el cielo con voz de trueno volvió realidad sus temores: “Entraron como a las 2:30 p.m. Nosotros estábamos
arrancando una yuquita y sembrando un cafecito, cuando vimos pasar un halicoptero (sic) bajitico, bajitico.
Cuando escuché un pisoteadero en el camino y le dije a Alberto: ‘¡Ay, jueputa!, ¿qué pasa por aquí?’. ‘Hermano, se entró la guerrilla o ¿serán paracos?’, se preguntó Ricardo, quien junto con su esposa Reina tuvo que
escuchar, de la boca de miembros de las AUC, la orden que aún hoy le pesa en el alma.
La aparición de un helicóptero que surca el cielo de diferentes regiones es una imagen que han visto la
mayoría de los desplazados en Colombia: “En otras zonas del país, como los departamentos de Antioquia,
Bolívar y los Llanos Orientales, aseguran algunos propietarios, que los paramilitares llegan en helicóptero
con un mensaje perentorio…”, se cuenta en el artículo Los señores de las Tierras de la revista Semana.
Las 6:00 a.m. del día siguiente fue el plazo que los paracos -nombre común para hacer referencia a los
paramilitares- le dieron a la comunidad para abandonar una zona que, según ellos, era “guerrillera” y que,
por tanto, era su deber “limpiarla”. No obstante, Ricardo asegura que “ellos nos dijeron que iban a sacar
a esos hijuetantas (sic) pero nos sacaron fue a nosotros porque aquí no había nadie, solo ellos que venían
vestidos con camuflados que decían AUC. A mí no me tembló la voz para decirles que, si nosotros éramos
trabajadores, ¿por qué nos tenían que sacar? Y ellos me respondieron: “¡Sí, ustedes son trabajadores. Vayan
a pedirle ayuda al alcalde de Angelópolis!”.
El patriarca Correa no fue el único que se enfrentó a ellos; su hermana Magnolia también lo hizo con
esa convicción que solo da el sentimiento de arraigo.
“Yo estaba en mi huerta trabajando cuando de pronto llegaron allá y nos dijeron que nosotros no podíamos quedarnos trabajando esa tierra. Entonces, yo le dije a ese comandante: ‘Vea, señor, si usted tiene hijos,
su finquita, y llegan a que la desocupen viendo que con eso ustedes viven, ¿ustedes piensan que esto es muy
fácil uno salir y dejarlo todo? Porque yo tenía un sembrado muy lindo. Como no me respondía, entonces yo
de terca le seguí diciendo cosas: “Vea que hasta pa’ ustedes mismos que de pronto pasen y pidan un plato de
frisoles (sic) o mazorcas pa’ comer asadas o en fin, todo esto sirve para el que tenga hambre’”.
Entonces ahí sí me contestó, ¡como que le di donde era!: “¡Ah!!! Es que ustedes trabajan para la guerrilla”.
Eso me sonó tan ofensivo que le contesté: “Yo no sé quién es esa gente. No conozco a nadie. Y ni sé
quiénes son ustedes porque no me digan que ustedes son del Gobierno… Yo no creo que el Gobierno mande
a desocupar a unos pobres campesinos que viven en unas veredas bien alejadas de los pueblos y que trabajan
para sobrevivir”.
Y entonces fue diciendo: “No, esto es una parte del Gobierno y otra parte de nosotros. Y así como ustedes
dicen que viven a la mención de la tierra y el aire, nosotros vivimos a la mención del que nos manda”.
¡Dizque comparándose con uno! Pero a mí no me dio miedo decirle: “De todas formas, ustedes reciben
su sueldo y nosotros nos lo tenemos que sudar llenos de tierra y cansancio”.
Yo creí que se iba a enojar pero ese comandante todo tranquilo me dijo:
“Vea, señora. Usted tiene toda la razón pero nosotros tenemos esa orden. ¿A usted le parecería muy
bueno que lleguen los guerrilleros y que nos enfrentemos y matemos a sus niños por tirarles a ellos? Por eso
les estamos diciendo que desocupen. Vea, cuando las plantas estén de coger ustedes puede venir a cogerlas,
pero no a quedarse”.
Y ahí paró la discusión porque, después de eso, ellos salieron y se fueron. Y al rato, claro, se escucharon
unos disparos. Y ahí fue donde cayeron los Rodas, y cuentan que por allá al otro lado del monte mataron
a otros dos. Entonces le dijimos al dueño de La Susana que nos prestara las bestias para sacar al otro día
algunas cosas porque ¡ellos lo que no queman, se lo llevan!
Mientras que la mayoría empacaba algunas de sus pertenencias y veía cómo se agotaban sus horas en
esa finca donde habían crecido y veían crecer a sus hijos. Beto huía entre los matorrales y se convertía así en
‘el salvado’, tanto de la humillación como de la muerte: “Ellos entraron como entre las 2:30 y las 2:45 y yo
había salido a las 2:15 de allá porque vi el helicóptero. Eso fue un jueves. Si me los hubiera encontrado, me
hubieran detenido o matado. Solo alcancé a decirle a mi hermano: ‘Vea, eso no me parece cosa buena. Aquí
va a pasar algo… ¡Ya usted verá si se queda!’. Y arranqué (sic)”.
9
Forzados al
destierro,
la historia
de muchos
campesinos en
Colombia es
la de la lucha
por volver
a su tierra
y recuperar
todo lo que
ella encierra:
la familia, las
rutinas, la
tranquilidad.
Horizontes, Francisco Antonio Cano 1913.
Armenia Mantequilla fue el destino que eligió Beto. Allí se encontró con un amigo oriundo de Heliconia que le propuso un trabajo: “Como yo he sabido de electrónica, él me convidó y, pues, yo acepté para ganarme la platica. Me quedé allá viernes,
sábado y domingo”.
En medio de la premura y rogándole a Dios que amaneciera para salir de la vereda y así salvar sus vidas, nadie -excepto su hermano con quien horas antes se había
encontrado- notó la ausencia de Beto. De resto, todos tenían su angustia puesta en
el destino de los trabajadores que aún no habían terminado el jornal en La Susana,
una finca cafetera ubicada a hora y media de Promisión que, durante más de 10 años,
ha sido la principal fuente de empleo de los campesinos de la región (incluidos los
habitantes de la vereda La Cascajala).
“A las 6:00 p.m. no queremos ver a nadie fuera de sus casas”, fue la sentencia
que obligó a todas las familias a encerrarse: “Nos preocupamos y pensamos que ojalá
no se fueran a encontrar a esa gente. Esperar era lo único que podíamos hacer: la mayoría invirtió el tiempo matando los animalitos de engorde para hacer sancocho, tanto que sobró y al otro día ese fue nuestro fiambre para el camino”, describe Azucena.
Sobre esa noche, el patriarca rememora que nadie se movió de sus casas porque
sabían que estaban vigilados. Y tras escuchar varios disparos en la parte de arriba
de la vereda, comprendieron que esta vez las amenazas sí iban en serio: “¿Quién
no sintió miedo esa noche? Pero ya solo podíamos esperar que amaneciera para ver
cómo salíamos con algunas cositas. Y así fue. A las 6:00 a.m. en punto cogimos unas
bestias y salimos más de 60 personas por el camino de Pueblito porque alguien nos
dijo que allá nos estaba esperando una volqueta del municipio”.
II. “Volvemos hoy
o no es nunca”
Dijo Reina Ruiz (q.e.p.d) con voz recia y una convicción que dejó sorprendidas
a las más de 20 personas que se encontraban en la sede de la ACA (Asociación de
Campesinos de Antioquia) el viernes 7 de septiembre del 2007, a las 7:00 a.m., llenas
de corotos, sueños y dudas para retornar por tercera vez a esa ‘tierra prometida’
llamada Promisión.
Ante la respuesta negativa de las autoridades y entidades sobre su regreso, “se
plantea que el concepto de seguridad es ambiguo y que éste deja un espacio de riesgo
muy alto, pues esta zona fue corredor de grupos armados.” Cansados de más de dos
años de reuniones con decisiones evasivas, un grupo de campesinos decidió que, así
fuera sin ayuda, entraría a la vereda.
El abandono del corregimiento, vereda o pueblo, representa para los campesinos
desarraigados forzosamente una experiencia denigrante que traspasa su estabilidad
económica, y se instala como una pérdida adyacente a su identidad, a sus costumbres
y deseos. Más aún porque ellos no eligen marcharse, sino que son obligados a hacerlo
en medio del temor a perder la vida, sin tiempo para elaborar el duelo ni para abstraer lo que más puedan de ese espacio rural apropiado.
En diversas investigaciones, así como en la visión que el Estado ha instaurado
sobre el retorno, se alude a que éste es un proceso vinculado solamente al interés
económico de las víctimas por recuperar sus propiedades perdidas. Y aunque éste
es un aspecto fundamental en aras de su reparación, también es importante mencionar que existen casos donde los desplazados retornan con el objeto de rescatar
su identidad cultural, para resignificar y volver a disfrutar sus prácticas agrícolas
y culturales; retornan para recobrar las significaciones cotidianas que les brinda su
patrimonio cultural inmaterial.
Es por esto que para el desplazado el espacio rural siempre es motivo de añoranza, pues además de ser un referente de su identidad es un vínculo directo con
su pasado y, en algunos casos, la mayor motivación para retornar y reconstruir su
presente, pues solo allí pueden ver, oler y sentir los amaneceres, emplear el día en sus
huertas y corrales, dedicar las tardes a rememorar lo vivido y soñar en las noches con
el esplendor de sus cosechas.
La mayoría de los labriegos de Promisión estaban radicados en el barrio Caicedo
de Medellín y los demás en municipios de Antioquia. Y aunque sus condiciones de
vida no eran las más favorables, tampoco fue fácil dejar lo poco que habían obtenido
para embarcarse hacia lo desconocido, pues en más de 10 años es mucho lo que crece
el monte.
Pero así como la sangre, la tierra llama. Por eso no les importó bajar las laderas
con gallinas y enseres al hombro, subirse nuevamente a buses con costales y ollas
sometiéndose a la mirada implacable de aquellos que, en voz baja, los señalaron como
“desplazados problemáticos”.
Sin embargo, las horas fueron pasando y entre opiniones a favor -“recuperemos
la tierra porque es nuestra”- y otras en contra -“¿quién nos asegura que vamos a tener comida?”-, los ánimos se apaciguaron. Aunque el arrepentimiento se asomó a la
puerta, pero Reina les sentenció el camino correcto. Entonces, todos aplaudieron y,
al unísono, exclamaron: “¡Nos vamos pa’ La Mica!”.
Sorprendidos, a los funcionarios de la Asociación no les quedó de otra que apoyarlos una vez más, pues desde que la comunidad mostró el deseo de recuperar su
vida en el campo, ellos iniciaron una cruzada legal y mediática para que les garantizaran las condiciones necesarias para un retorno integral.
De nuevo la algarabía llenó el espacio por la premura de las familias para tomar
a sus hijos, acomodar conejos, gallinas y pollos, y amarrar costales y cajas con algunas pertenencias para emprender el viaje. A las 10:00 a.m., funcionarios y campesinos salieron de Medellín con destino a la ‘Ciudad de Ángeles’.
Al mediodía llegaron al municipio. Y, aunque la Alcaldía ya estaba sobre aviso,
los pobladores ignoraban el regreso de los denominados “guerrilleros”, pues desde
que ocurrió el primer desplazamiento desconocieron su identidad campesina y los
incriminaron en los hechos de violencia ocurridos.
A la 1:00 p.m., al dejar atrás el casco urbano del pueblo, sintieron que ya nada los
podía detener y, entonces, como en aquellos tiempos donde salían a comprar víveres
o asistían a las Fiestas del Campesino, contaron anécdotas, rieron y expresaron sus
expectativas sobre la finca.
El paso del tiempo hizo que el bosque adquiriera un aspecto de selva que los
hombres tuvieron que ir desmontando con sus machetes para reabrir los caminos
de antaño y evitar que algún niño o anciano se cayera. Justamente, la presencia de
estos últimos en el grupo ocasionó que el recorrido durara más de lo habitual. Por
eso llegaron en pleno apogeo de la penumbra que cubre con su manto a las montañas
después de las 6:00 p.m. de la tarde.
Si bien eran conscientes de que habían pasado muchas lunas, algunos no pudieron evitar sus lágrimas al observar las ruinas de las que alguna vez fueron sus casas,
los escombros de los corrales, los fantasmas de los animales que cuidaban, la sombra
de sus cultivos perdidos entre la maleza. Los demás se concentraron en encender
velas para ubicar a sus semejantes y sus respectivos equipajes en las tres casas que
aún estaban en pie.
Las remembranzas de los viejos, el llanto de los niños, las febriles discusiones
entre las mujeres y los comentarios estrepitosos de los hombres, fueron llenando de
vida a Promisión, ‘la tierra prometida’.
*Retornando a Promisión. Las vidas de un grupo de campesinos forzados al
destierro que, con arraigo y valentía, han luchado para recuperar sus labores
y tradiciones en la tierra prometida que les arrebató la violencia. Asesores:
Jaime Agudelo Figueroa y Gonzalo Medina Pérez.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
10 De grado
Esta es la historia de un exrecluso
que antes empleaba las manos
para matar y ahora lo hace
para orar
Si su familia hubiese sabido que caer en
prisión era la clave para que Edier dejara la
obsesión por las armas, o que al salir de allí los
únicos combos que iba a liderar son los que se
arrodillan a rezar, quizás lo habrían entregado
antes al comando de policía más cercano.
Este es Edier. Archivo personal.
Héctor Javier Barrera Palacio [email protected]
D
urante doce años lideró guerras. A sus amigos los herían o los mataban,
pero a él no le tocaban un pelo. Una bruja le había “cerrado su cuerpo”
contra las balas, “porque el diablo protege a sus hijos en sus fechorías”.
Edier Osbaldo Ruiz Carvajal luce una leve barba. Compensa su baja estatura, con su
don de mando.
Cuando tenía 10 años su padre abandonó el hogar por otra mujer. Tres años
después terminó la primaria y no quiso estudiar más. Vivió en un rancho de madera
junto al basurero de Moravia hasta que, en mayo de 1985, Pablo Escobar le regaló a
Margarita, su mamá, una de las 470 casas que construyó en la parte alta del barrio
La Milagrosa con su organización Medellín sin Tugurios.
Entre 1985 y 1987, Ruiz se destacó en el barrio por recoger dineros para los
pobres, promover el deporte y realizar campañas de aseo. Fue un líder comunitario
hasta que Pedro ‘El Pecoso’, presidente de la Junta de Acción Comunal, le propuso
camellar para Escobar. “Me atraía la vida de vaqueros. Cuando me hicieron el ofrecimiento ni corto ni perezoso, para mí era un honor”. Dos semanas después le llegó
un regalo. Tenía pegado un papel que decía:
“Edier, ahí le mando los juguetes para que jueguen en el barrio. Pablo”.
Eran seis fierros, calibre 38 corto, cada uno con su munición. Luego reclutó a 17
jóvenes analfabetos entre los 12 y 15 años...
En ese tiempo los sueños de un niño, más que ser un médico, un periodista, un
abogado, eran ser un sicario. La sociedad no ofrecía nada más. Me llegaban 100 dólares
mensuales. Con eso pagaba mi trabajo y el de cinco parceros. Robábamos en las bombas
de gasolina, en los bares y en los supermercados para remunerar al resto. Hacíamos Festivales de la Cerveza y bingos bailables cada mes. Trataba de preocuparme por las necesidades de cada integrante, que no les faltara nada. Así me ganaba su respeto y confianza.
No. 62 Diciembre de 2012
Uno de esos días, Edier estaba a punto de dispararle a dos tipos que habían apuñalado a uno de sus amigos. Pero su mamá estaba cerca y por eso ‘Nené’, uno de sus
pillos, metió el dedo índice en el gatillo, impidiendo los disparos. No quería que una
madre presenciara esa masacre.
-¡Mijo, mijo! ¿Qué va a hacer? No lo haga.
-Madre, son unos tipos que apuñalaron a mi amigo, pero no se preocupe.
-¡Te estás convirtiendo en un animal! ¡Por Dios!
Ya varios vecinos le habían dicho que su hijo era el jefe de la ‘banda’. No les creía,
pero ahora sus ojos eran testigos. Sin poder contener las lágrimas, ella y los hermanos de Edier le rogaban para que se alejara del bajo mundo. No había nada que hacer.
Para él matar se había vuelto un placer, tan adictivo como la marihuana, el perico o
el alcohol que consumía antes de perpetrar cada crimen:
Cada que asesinaba a alguien sentía satisfacción, sensación de poder, de autoridad.
No vacilaba ni me arrepentía de mis actos. Llegaban momentos en los que no era capaz
de dormir. Desesperado, a las diez de la noche me picaba el dedo, necesitaba matar a alguien para estar tranquilo. Llamaba a dos o tres parceros y les decía que nos metiéramos
donde los enemigos. Teníamos que darle a dos o tres.
Resignados, en su casa esperaban en cualquier momento la noticia de su muerte.
No imaginaban siquiera que llegaría a una cárcel.
De cacería
Desde el día que la conoció, el 31 de diciembre de 1987, Nury fue testigo de sus
fechorías. Cuando bailaban en una de las esquinas del Pablo, azarado por los gritos
de los vecinos, él la soltó. Caminó dos cuadras y vio a cinco de sus ‘parceros’ heridos.
Diez ‘manes’ del combo de El Salvador los habían cogido a machetazos. Edier y sus
otros hombres los persiguieron. Mataron a cinco y otros cinco huyeron.
Así, con la misma rapidez con la que eliminaba a sus enemigos, conquistó a su
mujer. Habían pasado tan solo dos meses y ella, después de muchas evasivas, le dio
el sí, a cambio de que dejará las armas. Pero él seguía enviciado. Coordinaba ‘las
vueltas’ sin que Nury lo supiera. En septiembre de 1990, nació Yeison, el primer hijo
de la pareja.
Por esos días, autorizó la llegada al “Pablo” de dos milicianos del Ejército de
Liberación Nacional (ELN) para que hicieran ‘limpieza social’. Un amigo de una
tienda, 15 días después, le contó que los había escuchado decir que tenían la orden
de asesinarlo. La supuesta ayuda era un señuelo mortal para que Carlos, el jefe de los
guerrilleros, se hiciera al control del barrio.
Un año después, patrocinado por algunos comerciantes, formó un grupo de ‘limpieza social’ en la comuna 6. Entre sus blancos estaban los viciosos, ladrones, pero en
especial planeaba vengarse de los del ELN. Eran 300 bandoleros que controlaban los
barrios Moravia, Los Álamos, Andalucía La Francia, Guayabal y la Plaza Minorista.
La facción de los ‘elenos’ que controlaba Moravia decidió unirse a Edier para
combatir a Carlos. Sentían bronca con él porque les había dado en la cabeza con la
‘tajada’ que les tocaba de una ‘tortica’ que se habían robado. Entre 1992 y 1993 cayeron miembros de ambos bandos en una guerra por el control de las plazas de vicio y
las extorsiones.
A alias ‘Raúl’, como conocían a Ruiz en el bajo mundo, solo le faltaba sacar la
facción del ELN de La Minorista. A punta de plomo los eliminaron y tomaron el
control. Lo que Edier no creía, en medio de su sensación de grandeza, era que allá lo
capturarían junto con sus compinches.
11
2:00 de la tarde, 9 de febrero de 1994. Tranquilo, a sus anchas, almorzaba en
uno de los restaurantes de la Plaza. Oyó pasos fuertes, como si se aproximara una
manada de caballos. Pero no, eran las botas de más de mil uniformados que retumbaban. Iban por él y sus hombres. Todo ocurría tal y como se lo había anticipado la
bruja. La manzana de La Minorista estaba acordonada. Muchos fueron ‘raqueteados’
por encapuchados con brazaletes del CTI, el DAS, la Policía y el Ejército. “A todos
los hombres nos sacaron para el parqueadero trasero de la Plaza. Yo veía un encapuchado señalándome. Ellos (la ley) llevaron manes del combo de Moravia a echar
dedo. ‘¡Hey, vení vos!’, me dijo un tombo. Yo fui. Al rato se me vinieron y de una me
pusieron las esposas y una capucha”.
El Das detiene a 48 milicianos en Medellín es el título con el que el periódico El
Tiempo reportó sobre las capturas. Éste es un fragmento:
En una redada sin precedentes realizada en Medellín, unidades del Departamento
Administrativo de Seguridad (DAS) desarticularon un grupo de las Milicias Populares
del Ejército de Liberación Nacional (Eln). Los 48 detenidos operaban en la Plaza Minorista, José María Villa, en el occidente de la ciudad. Entre los presuntos milicianos se
encuentra el jefe del grupo Edier Osbaldo Ruiz Carvajal, ‘Raúl’, y seis mujeres.
Según Edier, se equivocaron al decir que eran milicianos del ELN porque, en
realidad, eran enemigos de ellos. Más adelante el texto habla de los delitos por los que
la banda fue detenida: “Estas personas, según las autoridades, están comprometidas
en delitos de homicidio, extorsión, boleteo y hurto. Tienen órdenes de captura de la
Dirección Regional de Fiscalías de Antioquia. Algunos de ellos tienen sentencias de
jueces de la República”.
Pagando cuentas pendientes
Su mujer enflaqueció, se refugió en el trago. Se le veía desconcentrada en su trabajo. Olvidadiza. Estaba tan agobiada que hasta pensó en suicidarse con su hijo. La
otra mujer en la vida de Edier, su madre, también parecía prisionera… de la enfermedad. Debieron hospitalizarla un mes.
La incertidumbre por la situación de
su hijo le alteró la presión y los niveles de azúcar.
Era 1996. Edier se hallaba recluido en la cárcel de San Quintín,
en Bello. Cincuenta miembros del
‘combo’ de Pachelly le dieron una paliza y le enviaron un café con veneno
a su celda. Era un ajuste de cuentas.
Sus amigos, recluidos en el Patio 8 de
Bellavista, les habían arrebatado el
poder a los de Pachelly. Al ver que su
vida peligraba, lo devolvieron al Pabellón de Máxima Seguridad de Bellavista. Ni el dinero, ni las conexiones, ni su fama como jefe de sicarios
le ayudaron a cambiar su realidad.
Los barrotes de una celda lo hacían
sentir miserable. Pero no dejó la guerra, y siguió enfrentándose a quienes
intentaron cobrarle cuentas o quitarle el poder de los patios. Desde la
calle, había órdenes para eliminarlo.
“O mataba o me mataban”.
‘Juancho’, un exmiembro de su
‘combo’, lo convenció para que se
acercara a Dios. Él que siempre fue
un incrédulo, que detestaba y sacaba
a plomo a los religiosos que iban por
el barrio predicando, ahora empezaba a acercarse a lo que había odiado. El apego a su familia, el arrepentimiento y las
dificultades del encierro habían precipitado tan sorpresiva, pero firme decisión. “Antes de caer a Bellavista yo era muy malo, también para leer y para escribir. Cuando
quise conocer de la Biblia me metí de lleno y la leí seis veces”.
La oración lo volvió reflexivo, lo alejó de las drogas y de su obsesión por las armas. Fue una súplica que le hizo a Cristo. Se dedicó a proteger y a orientar a los internos ‘primíparos’ que llegaban al Pabellón de Máxima Seguridad. Uno de ellos fue
Pedro, hermano de Juan, un comerciante a quien Edier había asesinado en la Plaza
Minorista por descaderar un perro a patadas. Cuando el asesino reconoció al hermano de la víctima, le pidió excusas. Hubo llanto, abrazos y, por supuesto, perdón. En
libertad, promovería encuentros como ese. Estaba cancelando cuentas pendientes.
Condenado en libertad
5:30 de la tarde, jueves 22 de julio de 2005. Ruiz estaba en la cárcel de La Dorada, Caldas, a donde fue remitido de Bellavista. Esperaba la confirmación de su
libertad. Un guardián gritó: “¡Edier, vístase que va para notificación!” ¡Qué incertidumbre! El camino entre su pasillo y el cubículo del notificador se le hizo eterno.
Pasaron 20, 25, 30 notificados. Él estaba extrañado porque no lo llamaban. ¿Será
que no?, se preguntaba mientras observaba la alegría de sus compañeros que gritaban y se abrazaban porque ya eran libres. Al rato, el hombre llegó con un arrume de
documentos. Él trataba de mirar por encima del vidrio, pero no lograba leer nada.
Entonces, el notificador le dijo:
-Al parecer no eras como una buena joyita.
-Estoy rehabilitado. Soy otra criatura de Dios. Dígame, ¿qué dice?
-Y si sales de aquí, ¿para dónde te irías?
-Pues, para mi ciudad.
-¿A qué dirección?
-Hermano, la verdad, no sé dónde vive mi esposa ahora. Ella se cambió de casa.
-Ah, bueno porque entonces mmm… Se va para su casa, hermano.
-¡Gracias, Dios mío, gracias!
5:30 de la tarde, martes 27 de julio de 2005. Un guardián lo sacaba por los pasillos. Al unísono sonaban miles de tarros que los internos golpeaban contra el piso y
en los barrotes de cada celda por donde Edier caminaba. Se había ganado su aprecio.
“Para adelante, muchachos, que ustedes también van para afuera, ¡suerte, suerte!”
Les decía mientras entrechocaba sus manos.
A las 7:00 de la noche salió. Su familia le movía las manos. Hizo lo mismo. Su
hijo le gritaba: “¡Paaapiiiiii!”. Atrás quedaban los días en que su pequeño dejó de
estudiar, afectado por su ausencia. Se arrodilló, besó el piso, miró al cielo: “¡Gracias,
Señor!” Corrió hacía su familia. Lo esperaban su esposa, sus dos hijos, su madre, un
hermano y dos pastores. “La primera que se me abalanzó fue mi esposa. Me abrazaba y lloraba. Yo cargaba a mis hijos, les daba vueltas: ‘¡Por fin, por fin! vamos a
estar juntos, gracias, papito Dios, por sacar a mi papá’, decía mi niña. Volví a nacer”.
Su esposa le enseñó la nueva casa en el barrio Campo Valdés. Él miraba en silencio. Analizaba como si fuera un extranjero. Después de 11 años de cautiverio el
mundo exterior también volvía a nacer, así como el amor por su hijita de cinco años,
que no se le despegaba. Ella abandonó la guardería por dos meses, solo para estar
junto a él. Cuando se asomó por la ventana sintió un miedo que no se podía explicar.
-Amor, a esta hora estaba con mis compañeros en el ‘bongo’ esperando el almuerzo.
-Papi, olvídese de eso que ya no está allá. Esté tranquilo. Ya no tienes que comer
a la hora que comías, despertarte a la hora que te despertabas. Ahora es diferente.
Se bañó. Su esposa le dio ropa nueva. Le sonaba el celular, sus allegados lo querían saludar. A las 7:00 de la noche festejaron su libertad con un asado. A la 1:00
de la mañana se acostó. Percibió el ambiente distinto. Algo no le cuadraba. Sentía la
cama extraña y se preguntaba: “¿Dónde estoy?”. Dormía. Se despertaba cada hora.
A las 7:00 se levantó muy extrañado. No escuchaba el bullicio mañanero de sus
compañeros de reclusión, tampoco los gritos de los guardianes levantando la gente;
entonces se dijo: “¡Hijuemadre, me cogió el día! ¡Ésta no es mi celda!”
En los tres primeros años de libertad, cada que las autoridades lo requisaban sentía pánico. En su imaginación rondaba la posibilidad de que alguna de sus víctimas
lo hubiera demandado y tuviera que pagar cárcel de nuevo. La serenidad retornaba
cuando los uniformados le devolvían los documentos. Y, para colmo, nada que conseguía trabajo, sus hijos le reclaman ropa, aguinaldos, que le ayudara a la mamá.
Edier se sentía mal, no sabía qué hacer. En su tiempo de delincuente no le faltaba
dinero. Pero no quería retomar esa vida. Como si supieran lo necesitado y vulnerable
que estaba, las tentaciones del bajo mundo regresaron:
Me acuerdo que en ese diciembre, preciso cuando el niño me exigía cosas, me ofrecieron 100 millones de pesos para matar a dos personas. Me ponían las armas, el carro
y la gente. Pero yo lloraba y le oraba a
Dios para que me ayudara. La pensé
ocho días y estuve a punto de arrancar.
Pero Cristo es tan bueno que un amigo
me llamó esa semana y me ofreció trabajo. Era en una empresa de taxis. Me
tocaba comprar repuestos, hacer aseo,
mandados. Sin pensarla, acepté. Llamé
a esa gente y les dije que no contaran
conmigo. Fue una ayuda muy buena.
Ganaba 70 mil pesos semanales. A los
nueve meses el dueño del negocio me
puso a administrar un almacén. Ya me
ganaba 150 mil pesos semanales.
De demonio a pastor
Setenta jóvenes del Patio 8 y
treinta exmiembros de la Fuerza
Pública recluidos en el Patio 11 lo
siguen, pero esta vez no era para
matarlo, darle la pela o capturarlo:
“Tengo un exmayor de la Policía, un
exfiscal, un excapitán, varios exsoldados, un exteniente y varios expatrulleros que han decidido bautizarse
y entregar sus vidas a Cristo”.
Para muchos es difícil creerlo,
pero sí: Edier había pasado de ser un
demonio social a convertirse en un
pastor evangelista. La misma prisión
de Bellavista, en la que estuvo recluido, la venía visitando desde 2009. Allí predicaba y ponía su historia de vida como
ejemplo de que un cambio radical era posible si se entregaban a Dios. Construyó
una iglesia a la que inicialmente iban familiares y amigos; ahora atiende los fines de
semana a más de 200 personas. Hoy lidera un programa de justicia restaurativa con
el que busca el perdón entre víctimas y victimarios. En tres años, ha logrado cuatro
encuentros. También participa del Instituto Bíblico en Bellavista, el único curso de
formación religiosa donde los internos redimen parte de la pena.
En 2012, Edier tiene 43 años. El 14 de julio se graduó como Bachiller en el Instituto Porfirio Barba Jacob. Allí mantuvo un bajo perfil sobre su pasado para evitar
señalamientos. Resultaba contradictorio, pero a la vez un reto para él, que había trasgredido las normas y ahora anhelaba estudiar Derecho. A medida que se iba ocupando y que respondía por sus obligaciones, fue recuperando su autoridad de padre. Los
‘parches’ en las esquinas eran cosas del pasado. No había tiempo de pensar en eso, su
agenda se mantenía copada: en las mañanas laboraba en un negocio de plásticos que
tenía su esposa; por las tardes, asistía a reuniones con la Confraternidad Carcelaria
o evangelizaba en Bellavista.
Cuando miraba de nuevo sus laberintos y sucias paredes, la gente amotinada con
miradas que parecían súplicas, los malos olores de los baños, el pollo putrefacto que
les daban de comer, se le erizaba la piel y sentía terror de pensar en la posibilidad de
regresar a aquel cementerio de vivos en el que estuvo por más de ocho años. “¿Qué
pasaría con mi familia si eso ocurriera?”, se preguntaba.
Cuando siente que anochece, corre a reencontrarse con su familia. Tiene la sensación de que algo malo le puede pasar transitando las calles a esa hora. Los fines de
semana predica el evangelio en su Iglesia. Por momentos, su mente regresa a la cárcel
Bellavista y cree que está conversando con otros presos, a sus intentos de espabilar
en momentos en los que el sueño le gana la pelea por mantenerse activo, a esa sensación de relajarse como lo hacía en la cárcel, olvidando que tenía tareas pendientes, a
esa actitud de “estar mosca” -que lo acompaña en sus recorridos callejeros- y reaccionar si alguna culebra aparece a cobrarle...Siete años atrás había salido de la prisión,
pero aun no se sentía libre.
*Este relato hace parte de “Las penas de la libertad, aventuras
y desventuras de cuatro habitantes de Medellín que siguen
encadenados a su pasado carcelario”, Trabajo de Grado para aspirar
al título de Periodista de la Facultad de Comunicaciones de la
Universidad de Antioquia. Asesor: Ramón Pineda.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
12 De grado
Él es Robin.
Pareciera que es
arrogante,
hipócrita, malcriado,
soez y drogadicto;
pero no lo es
Marinilla es el pueblo en el que transcurren los pasos de Robin. Un retrato
sincero, sin adornos, sin prejuicios de un mariguanero, que puede ser como
cualquier otro o, todo lo contrario, diferente a los demás.
Felipe Ramírez Valencia [email protected]
É
l es Robin. No suele generar buenas primeras impresiones. Pareciera que
es arrogante, hipócrita, malcriado, soez y drogadicto. De todo eso, Robin
solamente es una cosa: drogadicto. O lo fue, ahora solo consume marihuana
dos veces al día.
Se acercan las 3:00 de la tarde. Robin camina por las calles. Yo voy con él. Lleva
protector solar en su rostro, no sé por qué tengo la leve impresión de que hace poco
tiempo lo empezó a usar. Por esa razón creo que él está enamorado o, por lo menos,
está interesado seriamente en alguien. Quiere empezar a cuidar su maltrecha apariencia física.
Está rapado o lo estuvo hace 20 días; ahora le sobresalen unos pelos de no más de
medio centímetro. Su cabello es negro, no sé si lacio o crespo. Su rostro está un tanto
enrojecido y reseco. Tiene algunas manchas. A las chicas no les debe parecer muy
apuesto Robin. Sin embargo, tiene un aire, el aire de Robin. Y él me dice:
—Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues.
Robin es un chico al que le gusta caminar bajo el sol. Caminar bajo el sol y la
metafísica. Caminar bajo el sol, la metafísica y, naturalmente, la marihuana.
—Yo he metido marihuana, alcohol, cigarros, perico, coca, hongos, LSD, sacol,
pepas, cacao sabanero… Para resumirle, lo único que me faltó fue el opio, el basuco
y la heroína.
Solo hace unos días conozco a Robin y ya me cuenta cosas: que estaba en octavo
en el colegio cuando un joven apenas mayor que él, muy radicalista, muy vago, muy
punkero, le enseñó a meter de todo.
—El 28 de febrero yo probé la ganjah.
— ¿Por qué recordás la fecha exacta?
—Porque yo dije así cuando estaba fumando: un 28 de febrero yo probé la ganjah.
Y todavía me acuerdo.
—¿En qué año?
—Cuando yo estaba en octavo. No sé en qué año. ¿En qué año estamos?
—En el 2012.
—Bobo, ¿estamos en el 2012? No, estamos en el 2011.
—No, en el 2012.
Ambos nos reímos. Y él dice:
—Verdad que ya estamos en el 2012. Entonces fue en… déjeme ver —se queda
pensando unos segundos, lo verifica—. El 28 de febrero de 2007 probé la ganjah.
Luego me dice que la marihuana fue el comienzo de todo. Primero probaba los
fines de semana, luego cada tres días, después cada dos, hasta que un día de tantos
se enganchó tanto a ella que nunca más dejó de fumar.
No. 62 Diciembre de 2012
—La vez que más fumé marihuana fueron 19 porros en un día, así, gruesos como
este dedo. Imagínese pues cómo fumaba. En un día se me iba, mínimo, una pasta de
10 mil pesos. Fumábamos un ‘parcero’ y yo; una vez ese ‘man’ vendió los controles
del PlayStation 2 para comprar ganjah. En esa época éramos muy marihuaneros. Ya
no. Al menos yo no.
—En estos momentos, ¿cuánto comprás?
—No. Hace como año y medio que yo no compro.
—Entonces, ¿cómo hacés para fumar?
—Al principio tuve una planta en la casa, me duró unos meses. Desde que se me
acabó, los ‘parceros’ me regalan, Manuel y Sebas son muy amables conmigo, ellos
casi siempre me regalan. Es que uno fumando conoce mucha gente y ellos le regalan
a uno. No tengo necesidad de comprar. Si quiero fumar, solo hay que salir a la calle.
Robin me mira. Sus ojos son pequeños, color café un poco oscuro. Sus pómulos
no son gruesos. Tiene barba únicamente en la parte del mentón, le sienta bien. Los
labios son delgados. Su tez sería pálida si no caminara tantas horas bajo el sol. No
parece demasiado apuesto; sin embargo, tiene un algo: el aire de Robin. Y me dice:
—Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues.
Es lunes y son las 4:00 de la tarde. Camino con Robin por las mismas calles de
la última vez. Sobre nuestras cabezas, el bombazo del sol que anuncia el atardecer y
empieza a manchar de colores las nubes. Robin —como todos los días— debe recoger
a su hermano menor que sale de la escuela a esta hora. Hoy tiene la misma disposición para hablar de él, de su parte buena y mala, así, con total franqueza frente a
un extraño.
Robin se graduó hace poco más de un año, no fue una graduación con honores,
pero aun así lo logró. En estos momentos, estudia tecnología en Administración de
Empresas Agropecuarias los fines de semana. Hoy lleva una camiseta sport de manga
corta, de color rojo y azul desteñidos, tiene cuello bien doblado y un par de botones, él
solo lleva abotonado uno. Viste un pantalón negro, también un poco desgastado, pero
totalmente limpio como la camiseta. Los tenis estuvieron rotos, pero él los reparó con
hilo grueso y ahora lucen casi buenos. Tiene algunas gotas de sudor en la parte derecha de la frente. Aun así, caluroso, cansado, transpirado, Robin no huele mal. Y dice:
—Cuando estoy sobrio, soy muy activo. Pienso en lo que voy a hacer ahora y en
lo que he hecho. Pienso en mis deseos. Cuando estoy ‘colino’ estoy en un plano en
el que no pienso nada de eso. Solo vivo en el presente, sintiéndome relajado, en un
plano medio, neutral. Llego a un estado en el que no soy nada sino parte de todo. Y
pienso: mira la gente con sus pensamientos. ¿Para dónde van? ¿Yo para dónde voy?
Me asombro por todo.
Llegamos a la escuela. Robin mete su boca por entre las rejas y grita: ¡Ángel,
Ángel! Un niño de piel trigueña, cabello lacio, oscuro, cinco años, voltea su cabeza,
reconoce a su hermano y con los pasos torpes de la infancia y el movimiento extraño
13
Fotografía: Felipe Ramírez
del cuerpo de los niños, viene corriendo hacia él, hacia nosotros. Robin le dice que
se despida de la profe. Ángel, con el mismo afán, se devuelve y le da un abrazo a su
profesora. Nos despedimos. Un sujeto abre la reja y Ángel sale. Robin le pregunta a
su hermano que si nos vamos para el Parque Carolina, Ángel no le escucha y Robin
sigue conversando conmigo.
—Yo he metido muchas cosas y a la única que me he apegado es a la ganjah. Ya
ni tomo, ni siquiera fumo cigarrillo. La marihuana es la única que no he sido capaz
de dejar.
—¿Para vos esa es la más difícil de dejar?
—Sí. La marihuana. Yo sé que a todo mundo le da más difícil dejar esa.
—¿Por qué?
—Porque esa no le hace ningún daño a uno. El único daño que hace es a los pulmones cuando se fuma. Pero si uno fumara en un vaporizador…
Nos dirigimos por el andén hacia el Parque Carolina, que no es más que una
cancha de microfútbol, escalas, un pasamanos, dos bancas, tres árboles de mediana
altura, poco césped y mucho excremento de perro. Ángel corre en círculos mirando
hacia el piso. Me siento a la izquierda de Robin. Y él dice:
—La ganjah produce pérdida de la memoria. Pero lo bacano es que es a corto plazo. Usted se olvida de todo mientras usted está trabado. Usted no piensa en el pasado.
Pero tal vez sea mejor así. Hay una canción de Zona Ganjha que dice: “quizás sea
bueno olvidar y despojarte de lo que aprendiste mal. Y olvidar tiene su lado bueno.
Yo cuando fumo olvido las cosas malas”.
—¿Ya fumaste hoy?
—Sí. Vengo de fumar. Me encontré con unos ‘parceros’ y ellos me regalaron.
—¿Cómo te sentís?
—Me siento bien. Muy bien. Hacer las cosas trabado se siente brutal. A mí me
gusta dibujar, relajado. Jugar fútbol, relajado. Tocar música, relajado. Escuchar música, relajado. Todo se siente mejor, relajado.
Ángel le dice a Robin que quiere algo de tomar. Robin se saca un billete del bolsillo y dice que compre un mango donde Nicolás. Un mango no, tres mangos. Es todo
el dinero que tiene Robin y está dispuesto a gastárselo en su pequeño hermano y en
un desconocido.
Robin se quita uno de sus audífonos y me pone una canción. Dice así: “Could
you be loved and be loved”. Me dice que cierre los ojos y escuche los bajos, la batería,
la voz, la guitarra. Yo los escucho. Trato de separar cada uno de los instrumentos.
Percibo la armonía reggae. O eso es lo que me pide que haga Robin. Así mismo le
enseñó a escuchar la música su amigo punkero hace cinco años. Por esos días, Robin
no sentía el llamado pacífico de Bob Marley sino el furioso estruendo de la anarquía.
Y le pregunto a Robin:
—¿Pensás dejar la ganjah?
—Parce, yo la quiero dejar porque quiero llevar un camino espiritual y la ganjah
me lo impide.
—¿La ganjah no es precisamente eso: algo espiritual?
—No. La ganjah abre la mente. Todo el que fuma le abre la mente. Yo he enviciado a mucha gente y a todos se les abre la mente. Yo he enviciado por ahí a diez.
—¿Te arrepentís de eso?
—Yo creo que es por eso que no he sido capaz de dejarla, por el karma.
—¿Por qué no te arriesgás a dejarla?
—Porque no estoy seguro. ¿Ves esa chica que está sentada allá?
—¿Cuál?
—La que está al lado de la de camisa del Nacional.
—Sí. La veo.
—Yo era novio de esa chica. A esa chica le gusta de todo. Era toda sanita y ya se
volvió toda gamina. Culpa mía.
—¿Culpa tuya?
—Sí. En ese tiempo era todo alcohólico. Me mantenía tomando con ella en el
Morro. Le di a probar la ganjah. Ella también fumaba cigarro. Aunque yo le decía
que dejara de fumar esa cochinada, a mí el cigarrillo no me gusta. Hasta que un día
peleamos y ya ni la saludo. Yo estaba muy tragado de ella.
—¿Por qué pelearon?
—Porque la mamá de ella se dio cuenta que yo era muy gamín y todo se complicó.
—¿Todavía sentís cosas?
—No. No siento nada. Eso fue hace mucho. Además me gusta otra chica.
—Robin, ¿qué dice tu mamá? ¿Ella sabe que vos fumás?
—Al principio, ella lloraba, se me arrodillaba, me pedía que la dejara. Ya después
ella me dijo que era mejor que yo llegara fumado a la casa en vez de borracho. Por
eso yo empecé a fumar más.
—Claro, se la aceptaron en la casa.
—Ella me dice: “Usted fuma marihuana pero al menos usted no llega acá a joder
la vida, no llega tarde”. Porque antes yo era así, antes yo llegaba por ahí a las 4:00 de
la mañana, todo borracho, y uno se ve muy basura borracho.
Pasa gente, pasan carros, se deshacen las nubes y las horas. Comienza a hacer
frío. Robin y yo seguimos hablando. Él dice:
—Una vez la policía me cogió con marihuana y yo tenía el uniforme. Me preguntaron el nombre y el grado. Yo como soy honesto se los dije. La policía llamó al
colegio. Al otro día una profesora me recibió en la entrada, me regañó y me dijo: “Si
se va ir a fumar, póngase un saco que no sea del uniforme”. Solamente me dijo eso.
Robin tiene uno de sus audífonos puestos, se ríe mientras me habla. A veces se
queda callado, deja que el silencio haga su trabajo. Luego me dice:
—Odio el consumismo. El consumismo le crea deseos a la gente y usted desear
algo y no poderlo tener es muy frustrante. En ese estilo de vida uno nunca va a estar
lleno. El consumismo es egoísmo. Uno cuando es un bebé se siente pleno, feliz, todo
porque uno no tiene conciencia, pero cuando uno desea la primera cosa ya se ‘caga’
la vida.
Robin mira sus zapatos, las diminutas rocas sobre el andén en el que estamos
sentados, suspira, se soba las manos y me dice:
—En estos momentos solo quiero hacerle el bien a la gente.
—¿Empezando por la chica que le gusta?
Nos reímos, pero luego me dice:
—Ella me parce muy bonita y tiene una forma de ser muy bacana, pero yo no
voy a llegar allá a decirle que ella me gusta, que quiero ser el novio, porque yo la
desilusiono.
—¿Y por qué la vas a desilusionar?
—Porque yo no me conozco bien. Además, yo me enamoro mucho, soy muy sensible, me enamoro muy fácil; en el fondo, también me da miedo.
Robin toca el bajo, la batería y la guitarra, en ese respectivo orden de talento,
aunque el talento no sea mucho. Tiene una banda con Manuel que se llama En Vía
de Extinción. La banda, que pretende tocar música reggae, solo tiene tres meses y ya
está a punto de condenarse, ya está en vía de extinción.
Hoy es un día de febrero, puede ser lunes. No hay problema, todos los días parecen exactamente iguales cuando se fuma marihuana. El lunes pierde el sentido
de lunes, el martes pierde el sentido de martes. Hay días felices y noches con aire
suicida, no hay memoria de ninguno de ellos. Es como un tiempo en el olvido entre
explosiones y opresiones en el pecho o en el lugar donde surgen las emociones.
La banda, de cinco integrantes, ensaya tres tardes a la semana en una habitación
de tres metros cuadrados en la casa de Manuel. Y allí están hoy, hace un calor recalcitrante, seco, intratable. No hay brisas, el sol lanza bombardeos continuos de sofoco
sobre las tejas de Eternit. El aire ha sido respirado varias veces, está totalmente viciado. Sin embargo, ahí está Robin, su gorro de lana, su baile, la boca seca, los labios
rotos, las manos sudorosas deslizándolas por las cuerdas de su bajo.
De nuevo hace sol, es extraño que en Marinilla fustigue el calor tantos días seguidos. Suena el timbre de mi casa, me asomo al balcón y ahí está Robin. Caminamos
hacia una colina. Allí están sentados tres jóvenes que beben cerveza de la lata bajo la
sombra de tres pinos. También está sentado Gabriel. De su bolsillo saca una bolsa de
hierba hidropónica, la mejor marihuana de todas. A él le costaron 12 mil pesos esos
diez gramos; ese precio puede ascender fácilmente hasta 20 mil o más. Le ofrece a
Robin y él le dice que no, que en este preciso instante está de vuelo.
Nos quedamos ahí, en el medio de la pelea del viento con las hojas de los árboles.
Gabriel termina de fumar, nos ofrece de nuevo, le decimos que no. Se pone de pie y
nos da la mano.
Le pregunto a Robin:
—Cuando no tenés marihuana, ¿qué?
—No fumo. Pero casi siempre hay. La marihuana es la droga que más se consume
en el planeta Tierra y es la que más se regala.
Robin tiene razón, la cannabis es la droga más popular en la mayor parte del
mundo. Solo China, algunos países de África, del Medio Oriente y del Este de Europa prefieren otra droga ilegal. Robin se queda mirando hacia ninguna parte, está perdido en sus pensamientos, piensa en el lado oscuro de la luna a las 3:35 de la tarde.
Robin y su rutina: abrir los ojos justo después de 7:00 de la mañana. Mirar al
cielo, que no es más que el techo de su casa. Tomar un desayuno vegetariano, que
regularmente consiste en arepa, queso, leche, tomate y chocolate. Darse un baño de
agua fría. Si hay marihuana del día anterior, fumar; si no, aguantarse las ganas.
Tareas domésticas: motilar el césped, enterrar los excrementos de su perro, barrer,
trapear. En las horas de la tarde, todo es opcional, excepto llevar a Ángel —su medio
hermano— a la escuela. Puede ir a ensayar en la casa de Manuel y fumar marihuana,
o montar patineta y fumar marihuana, o puede saludar a la chica que le gusta y luego
fumar, puede visitar a su padre que tiene casa por cárcel y fumar después o, simplemente, salir a caminar solo bajo el sol y encontrarse a alguien con quien pueda volar.
A las 4:00 debe ir por Ángel y llevarlo a la casa. La noche la tiene libre para mirar
las estrellas y pensar en por qué existe algo en vez de que no exista nada.
Robin dice:
—Lo de mi papá pasó así: hace un mes lo llamaron para que fuera a hacer un
viaje. Fue a Cuatro Esquinas, que es un barrio de Rionegro; ahí, un hombre le dio
un bolso con una libra de marihuana. Mi papá no sabía, simplemente la recibió; él
estaba trabajando. Cuando llegó acá a Marinilla, lo detuvieron unos agentes de la
Sijín. Como mi papá es independiente, recibió todos los cargos.
Robin quiere montar su patineta pero no puede, hace unas semanas un carro se
la partió; no tiene los 89 mil pesos que le cuesta una nueva. Sale a trotar y quiere
fumar. Recuerda que dos años atrás, por esa misma trocha, un par de policías lo atraparon con una pasta de hierba de 10 mil pesos, se la quitaron y le ordenaron que se
largara de ese lugar. Robin estuvo seguro de que ellos, el par de policías, se quedaron
fumando su marihuana. Por esa razón, al ver que dejaron la moto sola, agarró uno
de los cascos y lo estalló contra una piedra de la carretera empolvada. Luego se fugó
trotando.
Él es Robin. No suele generar buenas primeras impresiones. Pareciera que es
arrogante, hipócrita, malcriado, soez y drogadicto; pero no lo es. Robin es un joven
de 18 años que parece como cualquiera, pero es como ninguno. Es humilde, inteligente, sencillo, sincero y directo. Él y yo estamos sentados en una colina y las 9:00 de la
noche se acercan. Y me dice:
—Oe, ¿usted no me va a hacer preguntas? Hágamelas, pues.
Él es un chico al que le gusta caminar bajo el sol. Caminar bajo el sol y la metafísica. Caminar bajo el sol, la metafísica y, naturalmente, la marihuana. Él es Robin.
Él es Robin –editado- hace parte del Trabajo de Grado Humo de media
noche, para aspirar el título de Comunicador Social-Periodista de la
Seccional Oriente de la Universidad de Antioquia. Asesor: César Alzate.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
14 De grado
Aquí
hay un poeta
bailando
Esta es la historia de un poeta
caribeño que escribe para asentar su
alma, que toda la vida ha buscado
la fijeza, la calma, el sosiego. Esta
es la historia de un poeta que baila
para quedarse quieto.
Rómulo Bustos baila cada ez que puede en los picó de Cartagena
Jorge Caraballo-Cordovez [email protected]
L
a amenaza de un animal ha rondado siempre la mirada de Rómulo Bustos.
Un mediodía en Santa Catalina de Alejandría, a los pocos meses de nacido,
su madre lo acostó en el catre de tijera y salió al patio a lavar la ropa de
su esposo y sus otros seis hijos. En medio del espeso calor caribeño, Blanca Aguirre
acercó la pila al lavadero, hundió la totuma en el agua y empezó a restregar, sin darse
cuenta de que algo entró en la casa. De pronto advirtió un silencio extraño, como si
ya el viento no moviera las hojas gruesas de los once palos de mango, o como si la
algarabía del colegio próximo hubiera desaparecido. Con un mal presentimiento se
secó las manos en el vestido y volvió apresurada a la habitación: allí encontró un pavo
grande y negro parado sobre el catre, apuntando con el pico hacia los ojos abiertos
de Rómulo, siguiendo con atención sus movimientos, esperando el momento preciso
para atacarlos. La madre lo ahuyentó con un grito y, nerviosa por lo que pudo haber
sucedido, tomó en brazos al hijo que salvó de la ceguera.
Era el año 1954 y la familia Bustos Aguirre había acabado de llegar al pueblo.
Luego de que quebraran los negocios de libros y cristales que tenía el padre en Cartagena y Barranquilla, se vieron obligados a trasladarse a Santa Catalina, donde él había
heredado una tierra de sus abuelos. Con la intención de radicarse definitivamente,
Alberto Bustos adecuó el terreno y construyó una casa en cemento que bautizó con un
nombre de otra lengua: Santiniketan, que en hindi traduce “Morada de paz”. Además
de esa palabra, Bustos, lector apasionado, llevó su colección de libros, la organizó en un
estante en la sala, y la puso a disposición de aquellos vecinos que la quisieran utilizar.
Con el paso del tiempo, y al ser la única que había en el pueblo, los habitantes colgaron
un letrero sobre la puerta principal de la casa. En él se leía: Biblioteca.
Fue en esa sala con libros donde Rómulo vivió sus primeros años. Su madre lo
recuerda como un niño silencioso, solitario, de todos los hermanos el más consentido y
apegado a ella. Prefería sentarse y observar las imágenes de una enciclopedia antes que
subirse a los árboles, molestar a los animales, o jugar con los niños de su edad. Gracias
a ella, que le salvó la vista, y a su padre, que lo rodeó de libros, Rómulo se pasaba las
tardes imaginando los lugares y cosas que mostraba, por ejemplo, alguno de los tomos
de El tesoro de la juventud, o esperando que llegara su hermana mayor del colegio para
que le enseñara los cuadernos de caligrafía.
Sin embargo, cuando aprendió a leer, hizo consciente una carencia: los libros enseñaban un mundo distinto al suyo. Él quería ver lagos y en el pueblo sólo conocía pozas;
los libros hablaban de avenidas, pero alrededor de la casa apenas había caminos de tierra; existía la palabra nieve, y él no conocía más que la lluvia o el salitre; ante el fulgor
tenue de la lámpara de aceite que encendían en la sala al caer la noche, él pensaba en
las bombillas eléctricas que aparecían ilustradas en el papel. Esa diferencia entre las
imágenes de las páginas y las de su contexto fue su origen como poeta. Por ella aprendió a tornar sus ojos a la imaginación: las palabras se convirtieron en la posibilidad de
habitar el mundo deseado.
La vida en la morada de paz sólo duró seis años. Alberto Bustos convenció a su mujer de vender la casa y comprar otra en Cartagena para que los hijos pudieran cursar
bachillerato, pues en Santa Catalina solo había primaria. Blanca aceptó con temores,
y así partieron del pueblo. No obstante, las verdaderas razones que tenía Alberto se
descubrieron cuando abandonó a su familia sin aviso y sin dinero apenas arrendaron
una casa en el callejón Berlín, lejos del centro de la ciudad.
Las dificultades de la familia aumentaron con la imprevista partida del padre.
Pero a pesar de la inestabilidad económica, de las constantes mudanzas de casa y de
barrio, o de las austeras condiciones en que vivían, todos los hijos asistieron al colegio,
No. 62 Diciembre de 2012
y Blanca Aguirre nunca dejó de cantar
tangos y boleros mientras lavaba.
A comienzos de los años 70, cuando terminó el bachillerato en el Liceo e
ingresó a estudiar Derecho en la Universidad de Cartagena, Rómulo había
vivido con su madre y hermanos en
más de una docena de barrios de la
ciudad. Cada vez participaba más de la
vida urbana, y aunque ésta era mucho
más rica y variada que en Santa Catalina, nunca dejó los libros. Trataba de
amainar con lecturas la ansiedad por
su incapacidad para sentirse completo
en ninguna parte. Los cambios de su
cuerpo en la juventud, el ardor de los
deseos, la pérdida de la inocencia, la
conciencia de la propia animalidad, la
falta de un centro y de alguien que lo
protegiera de sus miedos, todo eso lo
arrojó aún con más fuerza al silencio
solitario donde se gestan las palabras.
Sin embargo, a los pocos meses de
ingresar a la universidad, se vinculó a
varios proyectos que suspenderían por
un tiempo el vértigo de su espíritu. Alfonso Múnera, un compañero de clase,
reconocido en la ciudad por su activismo político y cultural, lo invitó a ser miembro de
un cineclub que coordinaba, y también a participar en el MOIR (Movimiento Obrero
Independiente Revolucionario), una incipiente organización política de izquierda. Múnera, líder y aglutinador por naturaleza, lo relacionó con otros jóvenes intelectuales y
artistas de Cartagena. La naturaleza introvertida de Bustos no impidió que cayera bien
en los grupos a los que comenzó a asistir, y pronto encontró en esos amigos una forma
de vida que desconocía y le gustaba. En los proyectos que emprendió con ellos fundó
la ilusión de construir un mundo que pudiera comprender y explicar, que tuviera un
orden inteligible, que no desbordara las palabras, que bastara con verlo para sentirse
completo: en ellos creyó encontrar el centro, la estabilidad que hasta entonces sólo
había sentido en los años de Santa Catalina.
Escribió en periódicos, realizó programas de radio, coeditó una revista cultural,
participó activamente en política. Pero una vez se graduó de abogado, perdió paulatinamente el interés por esas actividades. El furor de aquellos años universitarios no
había logrado silenciar su extrañeza ante sí mismo y ante el mundo. Había asumido su
afiliación política como una posible solución a las carencias e injusticias de su entorno,
pero cuando se concentró en su arte y su silencio, intuyó que podía responderse más
de esa manera que asociándose con otros en torno a una ideología. Escogió el silencio
como el lugar para encontrar las imágenes, y la década de los 70 fue de mucho ruido.
Los poemas de su libro inaugural, El oscuro sello de dios, retratan el espíritu de
Rómulo cuando decidió dedicarse a la poesía. Son de voz templada, serena, grave,
resignada. Se preguntan por el sentido de la existencia y no reciben sino respuestas
provisionales, efímeras, a fin de cuentas inútiles. Ese libro, con su influencia borgiana
(espejos, ajedreces, espadas, tigres, griegos), busca la ruta que lleva a un lugar donde el
tiempo no arrastra, donde todo está inmóvil, en equilibrio y armonía. Sin ningún pro-
15
yecto político en qué creer, sin ninguna religión que respondiera a sus dudas, Bustos
empezó a escribir poesía para encontrar algo que justificara su existencia, que trascendiera lo mundano. Desde ese primer libro se siente una sutil lucha contra el tiempo, que lo
transforma todo y mortifica a un poeta que querría el equilibrio perfecto de la eternidad.
El carácter metafísico de El oscuro sello de dios se compensó cinco años más tarde
con En el traspatio del cielo, el libro que hizo conocer a Rómulo a nivel nacional. Su
escritura comenzó en 1989, cuando se separó por primera vez de su madre y su ciudad.
Viajó a Bogotá a cursar una maestría en Literatura en el Instituto Caro y Cuervo, y fue
en la fría capital donde lo alcanzó la nostalgia y brotó la necesidad de recrear su infancia en Santa Catalina. En el traspatio del cielo quiso ser un camino de vuelta a casa a
través de la añoranza. En sus versos aparecen las imágenes de Santiniketan; su madre
despertándose a “atizar el día”; el regreso de la hermana mayor anunciado por la brisa
de las cuatro; el inmenso árbol camajorú sembrado en el traspatio, “rodeado de sed,
hechizado en el tajo de luz”; el ángel que visitaba al niño solitario, le pedía dulce de tamarindo y le enseñaba los juegos del cielo; el alto vuelo del caballo tallado en una rama
de matarratón; el llanto de la madre viendo las espaldas del padre diciendo adiós.
El tono general del libro es de una tristeza muda ante los recuerdos más hermosos,
como si pasara ante sus ojos algo cuya pérdida apenas empieza a aceptar. En el traspatio del cielo es una despedida, un punto de inflexión, el puente entre la juventud y la
madurez en su poesía. Después de él, Bustos dejaría de esforzarse por recrear el mundo
y asumiría los rasgos de la realidad que tenía ante los ojos.
Luego de terminar su maestría y de escribir En el traspatio del cielo -libro que ganó
en 1993 el Premio Nacional de Poesía de Colcultura- Rómulo regresó a Cartagena para
hacer parte del grupo de docentes que fundó el programa de Lingüística y Literatura
en la Universidad de Cartagena. Como muchos de su generación, encontró en la academia la oportunidad laboral más afín a sus convicciones. Rómulo dice que la docencia
es “la profesión más ética que permite el mundo contemporáneo”, y que hubiera sido
incapaz de dedicarse a algo distinto, por ejemplo ejerciendo su título de abogado.
En 1995 ocurrieron dos episodios importantes en la vida de Rómulo: dejó de dormir y escribió el libro que más quiere.
El insomnio es un regalo que me ha dado la vida. Se lo he preguntado muchas
veces y no me ha dicho por qué. Apareció y se adecuó a mi ser, de alguna manera,
sin yo quererlo. Al principio me incomodaba tremendamente, después me dije que la
mejor manera de sobrellevarlo era haciendo amistad con él. Hay momentos en los que
se recrudece y otros en los que se amaina, puede desaparecer por semanas, tiene sus
ciclos. No tiene explicación racional ni médica, no hay diagnóstico claro. Tuve que
comprender que iba a estar ahí quizás para siempre. El insomnio, sin embargo, no ha
determinado nada de mi poesía.
Por la misma época en que dejó de soñar (y aceptó ese cambio), Rómulo escribió
los poemas que conformarían La estación de la sed, libro con el que también aceptó algo
que su espíritu negaba: todo está en fuga hacia la nada. Su manera de reconciliarse con
esa realidad fue sonriéndole. En su alma nunca dejó de desear la quietud, pero ya no
rechazó el cambio permanente de todo. Con ese poemario Bustos encontró el rasgo que
ahora distingue su escritura: la ironía. Al ser la inmovilidad su deseo más profundo,
no puede más que sonreír al comprobar cómo el mundo dista de lo que él quiere. Su
imaginación, uno de las particularidades que hacen hermosa y singular su poesía, ya
no era una manera de negar lo que veía, sino de aceptarlo de manera contradictoria:
siempre en la frontera entre el asombro y el desencanto.
Uno es un continuo hacerse. Mi poesía se mantiene en una tensión: mi vocación es
el no movimiento, la plenitud del estatismo; pero todo el universo está en un cambio
permanente. El cosmos me dice “mírame, no estoy quieto nunca, y tienes que asumir
eso”. Ese universo metamórfico y cambiante es exigente. Yo asumo la poesía como el
encontrarme y el desencontrarme cada día. Por ella me asumo ahora como fuga del ser,
y eso me ha costado muchísimo trabajo.
El poeta Bustos junto con su colega Pedro Blas en los 70 cuando era
estudiante de la Universidad de Cartagena.
Paradójicamente, a pesar de su anhelo de estatismo, la alegría de Rómulo está en
el movimiento; y su angustia y dolor, en la quietud. Su plenitud está en la danza: pocas
cosas disfruta más que escuchar y bailar salsa. Y, por otro lado, sus miedos lo muerden
en los momentos de reposo: cuando se recuesta e intenta dormir, o cuando se sienta a
escribir poesía.
Bustos tiene sus “fantasmas”. Son los miedos y las obsesiones que lo angustian. El
primero de ellos está relacionado con su cuerpo, o con su condición animal. La segunda obsesión tiene que ver con la soledad, pero no la de estar solo durante un tiempo,
sino la ontológica, la de las cosas y seres en el universo, todos terriblemente distantes,
rozándose fugazmente en caminos que al final no se encuentran.
Yo creo que el movimiento más natural de todo ser humano es huir de las obsesiones, que todos las tienen, siempre acechados por algún temor. Lo que le sucede al artista -y esto no es motivo de orgullo- es que por su sensibilidad no puede evitar hacerle
frente a eso, y entonces, sin quererlo, se mueve en una dirección contraria a la que se
mueve la mayoría de la gente, le toca confrontar esos llamados que le resultan hostiles
pero que paradójicamente lo atraen y que lo constituyen. Es algo social: el poeta hace
lo que los otros no quieren hacer. O que lo hacen vicariamente leyendo el poema.
Para mí la poesía no es el silencio. A la poesía le tengo mucha prevención, no es
mi amante favorita, porque me obliga a enfrentar mis fantasmas. De alguna manera
le rehúyo, pero tengo que volver a ella.
Si yo pudiera no escribir, no escribiría nunca. Como dice Pessoa, “la poesía es el
fracaso de la poesía”: ella tendría que no existir, debería no hacerlo. Porque su no existencia podría ser una prueba de un estado más pleno, en el cual ni siquiera se requiera
la palabra. El hombre ve la necesidad de hablar para dar vueltas en torno al silencio.
En ese sentido la palabra es comunicativa por defecto, no por virtud. Se ve obligada a
comunicar lo que no puede comunicar. El silencio es la mejor forma de comunicación,
la palabra es una entrometida. Por eso mi aspiración poética es crear imágenes y poemas concretos. Hay mucha poesía etérea o excesivamente hermética que no me interesa; mi deseo más íntimo es que alguien me diga “oye, me gustó el poema que habla de
tal cosa”, que me hable de ese poema que le quedó en la retina, que no es difuso, que
recibió como una pedrada. Pero escribir pedradas es muy difícil.
Desde 2008 Bustos hace un doctorado en Madrid. En julio de 2011 vino a Cartagena a visitar a su madre, que tiene 93 años y está tan bien de salud que se enorgullece de
no haber ido nunca al médico. En el viaje aprovechó para pasar unos días con sus amigos y colegas de la universidad. Estuvo casi un mes en la ciudad, y fue feliz. Quienes
mejor lo conocen -Alfonso Múnera, Amaury Arteaga, Lázaro Valdelamar- coincidieron
en que lo notaban más alegre, sonriente, expresivo, ligero.
Fue recibido con calidez por los estudiantes del pregrado en Lingüística y Literatura, quienes lo invitaron a participar de varios eventos alrededor de su poesía. A muchos
no los había visto, pues estaban apenas iniciando su carrera cuando él se fue, pero ellos
sí lo conocían y lo habían leído. Llenaron todos los auditorios en los que se presentó.
Aparte de los compromisos académicos, Rómulo hizo lo que no puede hacer en
España: salir a bailar salsa en un picó, como en los años de juventud. Uno de los que
más frecuentaban en esa época de universitarios era “El Safari”, y es de los pocos que
todavía existen. Antes estaba ubicado en la Avenida Pedro de Heredia, pero ahora fue
trasladado a una calle paralela: Camino del Medio. Allá, en el patio iluminado de una
casa donde el sonido de la música obliga a gritar al otro para escucharlo, lo vi gozar de
la danza. Vi su rostro pleno. Al principio se limitó a escuchar las canciones y ver bailar
a los otros, pero a la medianoche, cuando empezaron a sonar los clásicos de salsa con los
que creció (Descarga chihuahua, Isla del encanto, Aquí hay un hombre gozando, La cartera, etc.) se levantó animado y sacó a bailar a una joven amiga que fue estudiante suya.
Baila muy bien. Es sobrio, sencillo, nunca pierde el ritmo ni vacila en ningún paso.
Baila con los ojos cerrados, serio. Mueve mucho los hombros, y lentamente los pies.
Detrás de la concentración de su rostro hay una sonrisa. Sonrisa que le regalaba a ella
cada vez que encontraban sus miradas, y que volvía a recogerse cuando se concentraba
tanto en la música que desaparecían los rasgos de su rostro.
En una de las canciones que no bailó, se inclinó hacia uno de los que estaban en
su mesa y le dijo: A mí me encanta ver bailar. Me parece el acto más extraño y más
maravilloso. El cuerpo responde a los sonidos y se abandona a la verdad de su silencio.
Míralos: todos son inocentes cuando bailan.
Eran casi las cuatro de la mañana cuando decidimos irnos. Antes de salir estaba
sonando una canción de champeta. Rómulo detuvo su camino hacia la salida, señaló
una pareja abrazada, que bailaba con movimientos de cadera sutiles, casi imperceptibles, y nos dijo: Así es como se baila champeta: casi ni se mueven, están tan compenetrados que el baile no se nota para los que miramos, llega un momento en que el baile
es la quietud. Un movimiento quieto: ese es el clímax.
Ese movimiento quieto, ese clímax, es el que busca Bustos en cada uno de sus
poemas. Su poesía aprendió a moverse al ritmo de la danza: detrás de cada palabra,
de cada paso, hay un silencio inocente, un fugaz lugar de plenitud donde él descansa
del vértigo de ser.
*Este perfil hace parte del trabajo de grado Tres poetas colombianos
contemporáneos, perfiles periodísticos para aspirar al título de Periodista de la
Universidad de Antioquia. Asesor: Pablo Montoya.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
16 De grado
Las mujeres que son árbitros
de fútbol están acostumbradas y
preparadas para lidiar con el
machismo
Andrea Patricia Chavarría
Guerra se viste de negro
para cumplir su sueño de ser
árbitro, una profesión casi
destinada solo a los hombres.
Y quién creyera… son las
mismas mujeres las que
más la chiflan cuando está
pitando algún partido.
Andrea Patricia Chavarría Guerra, la mujer que decidió ser árbitro.
Johanna Ramírez Gil. [email protected]
M
ientras los niños dormían, don Miguel, cubierto por algunas cobijas, prendió una fogata en el patio de la casona para que su esposa María de
Jesús y sus hijos se calentaran ante la inclemencia de la noche. Utilizó la
madera que había cargado el día anterior, desde una finca cercana, y con la que iba
a cocinar unos fríjoles con garra que tanto le gustaban a Andrea, una de sus hijas
menores. Afuera, en el parque del corregimiento La Granja, en Ituango, un batallón
de hombres perpetraba una carnicería humana contra algunos habitantes del pueblo:
atacaron la estación de Policía y hasta el dueño de la tienda fue acribillado.
Con horror, don Miguel observa por las rendijas de la ventana, mientras intenta
mantener en calma a su esposa. Andrea continúa dormida al lado de sus hermanos,
es muy pequeña para dimensionar el peligro que está latente y la atrocidad que se
vive en el pueblo donde nació hace 8 años. Como endemoniados, los hombres empezaron a tumbar, una a una, las puertas de los almacenes y de las casas vecinas. La
cercanía de los disparos presagia que están a metros de la familia. Cuando, de repente, un golpe seco aturde a don Miguel. Llegaron a su puerta. “¡Mija, se nos entró la
‘chusma Liberal’! ¿Qué hacemos?”.
La niña que salta bruscamente de su cama y se aferra a sus padres, angustiada
por el desenlace de la incursión armada, es la misma que ahora, vestida completamente de negro, está de fiesta por ser la primera mujer árbitro en dirigir la final del
Festival de Ponyfútbol masculino. Mantiene su rostro rudo que invita al respeto, es
un témpano de hielo, aunque por dentro está que se derrite de la emoción. Muy pocos
se preocupan por el árbitro, a menos que sea por su equivocación. Ni mucho menos se
preguntan de dónde viene Andrea Patricia Chavarría Guerra, la mujer que le sigue
los pasos a María Edilma García, la única árbitro FIFA de Antioquia.
Inició en el arbitraje gracias a Gustavo Wbeimar Madrid Vásquez, más conocido
como Memo, un hombre de 46 años que desde muy joven se ha dedicado a las confecciones. Hasta su taller, ubicado en el centro de Medellín, Andrea llegó pidiendo
trabajo por recomendación de una amiga. Al verla, Gustavo supo que tenía al frente
a una adolescente que traía consigo un pasado marcado por el conflicto y la miseria.
“Llegó literalmente, con hambre y necesidades. Así como lo hacen quienes salen de
sus pueblos por la violencia. Quería ayudarla, así que le di trabajo y le empecé a
tomar mucho aprecio, hasta que nos convertimos en novios y rapidito nos fuimos a
vivir juntos en 1998”.
Huyendo de la violencia armada que azotaba los municipios antioqueños, Andrea no tuvo tiempo ni de estudiar, cursó hasta cuarto de primaria y pasó su niñez
y parte de su adolescencia recogiendo café junto a sus demás hermanos. Ya en
Medellín, con la ayuda de Memo, terminó su bachillerato y emprendió el camino de
la superación: “Me hizo salir adelante porque si no hubiera sido por él, yo no sería
nada. Yo aguantaba hambre, mucha hambre, hasta que lo conocí”.
No. 62 Diciembre de 2012
A Andrea le gustaba el fútbol, lo tenía como una pasión, pero todavía no había
definido en qué campo quería desempeñarse o si lo consideraría como una opción
de vida. Es una enamorada de su trabajo en las confecciones. Su contacto con la pelotita, hasta ese momento, se limitaba a jugar los domingos con sus amigos y amigas
integrando los equipos barriales y ver cuanto partido transmitieran por televisión,
especialmente los del Deportivo Independiente Medellín. Sin embargo, el arbitraje
no estaba considerado en sus planes futuros. Fue algo que se dio con el tiempo.
Pronto quedó embarazada de una niña a quien llamaron Saray. El nuevo rol de
madre que asumió Andrea le trajo alegría pero a la vez mucha frustración porque
ya no podía jugar fútbol, al menos, mientras estaba embarazada y cumplía la maternidad. Su cuerpo atlético sufrió cambios y tendría que entrenar arduamente para
recuperar su estado físico. “En la casa yo veía a Andrea como minimizada, pero yo
le dije que teníamos una hija que necesitaba más tiempo de la madre, así que el arbitraje fue la solución que yo le sugerí”, recuerda Memo, quien la apoyó en la nueva
faceta de su esposa.
El arbitraje llegó como una necesidad de estar en contacto con este deporte, sin
descuidar a su familia. Tenía que sacarle provecho a su temperamento fuerte, que a
veces molesta a muchos, pero que es fundamental para trabajar en uno de los oficios
más desagradecidos del mundo. Los insultos, los gritos y las presiones son constantes
en el arbitraje porque se está al filo de un error que puede ser trascendental para la
definición de un partido o de un título. Es de humanos equivocarse, pero en el fútbol
es muy complejo que así lo entiendan los técnicos y los jugadores acalorados dentro
de un campo de juego.
En 2004 ingresó a la Corporación Colegio de Árbitros de Fútbol de Antioquia
(Arbiatioquia), tras los pasos de María Edilma García, la única jueza paisa que
tiene escarapela FIFA. Era una mujer muy disciplinada, que desde el primer día
que empezó a pitar, mantuvo una rutina de entrenamientos y recibió muy buenas
calificaciones en los partidos que pitaba en la Liga. Tanta dedicación, tuvo su primer
reconocimiento el 28 de abril de 2007 cuando pasó las pruebas nacionales realizadas
por la Comisión Nacional Arbitral en Armenia: ascendió a la categoría B del fútbol
profesional colombiano, es decir, estaba a un pasito de llegar a la máxima categoría”
cuenta en el artículo Andrea Chavarría: una tarjeta roja al machismo” de Roosevelt
Castro Bohórquez en el periódico El Mundo.
“Ha sido uno de mis logros más importantes, estar en un torneo tan competitivo
como el de Ascenso, es una responsabilidad mayor porque se define el equipo que
llega a la máxima categoría”.
Alcanzó a ser asistente en cuatro partidos del torneo de ascenso hasta que una
lesión que sufrió mientras jugaba fútbol impidió que mantuviera su categoría en las
pruebas físicas. Nunca llora por los insultos que escucha durante los 90 minutos que
pita un partido. Sí lo hizo cuando perdió la categoría luego de varios años de preparación. Sus lágrimas reflejan las espinas que componen el arbitraje, un trabajo vital
para el fútbol pero que en Colombia todavía no es valorado como tal.
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Es una mujer emprendedora que, ante la falta de garantías en el arbitraje, creó
una microempresa de confecciones en su casa en el barrio Castilla para suplir el pésimo
sueldo que recibe como juez. Y aunque hace varios años se separó de Memo, a quien
sigue considerado su ángel de la guarda, ambos mantienen una amigable relación; él
vive con Saray, quien cumplió 12 años, y es socio de Andrea en las confecciones.
Ella necesita mantener un cuerpo atlético que resista correr un partido completo,
así que en las mañanas entrena en la Unidad Deportiva Juanes de La Paz, a tan solo
unas cuadras de su casa. Lo hace sola. También se ve la mayoría de los partidos que
transmiten por televisión, analiza los movimientos y las decisiones tomadas por el
árbitro. Y sagradamente, recoge en la Liga Antioqueña de Árbitros, los videos de los
encuentros que arbitró y los ve en la tranquilidad de su hogar para hacer una autocrítica de su desempeño en el campo de juego.
A mí me ha tocado perder mucha plata porque cuando nos mandan a viajar, por
ejemplo a un torneo que hay en Urabá, no nos reconocen ni los pasajes; nos toca pagar
la comida y si nos coge la noche por allá, también tenemos que pagar el hotel. Tan solo
10 mil pesos, eso nos pagan algunos torneos por pitar un partido. Y de ahí tenemos que
costear los pasajes y el fresco que nos tomemos. No queda es nada. La Copa Internacional
de Fútbol Femenino de Formas Íntimas es uno de los que más paga, cerca de 65 mil pesos
por partido. Es por eso que me dio muy duro perder la categoría, estaba cerquita de la A,
donde un central gana 1 millón y medio por encuentro; los asistentes, 500 mil pesos; y el
cuarto árbitro, 250 mil, aproximadamente.
La falta de dinero nunca ha sido un motivo para rendirse. Ella rompió la tradición patriarcal de su familia, es la excepción de sus siete hermanas, que son campesinas o amas de casa y que dependen económicamente de sus esposos. Tampoco
cumplió con el paradigma de las mujeres de su familia que, cuando eran niñas,
jugaban con las muñecas y la cocineta de plástico; Andrea compartía con sus hermanos hombres la afición por el fútbol, por correr, gritar y saltar en el pueblo, por esas
mismas calles que luego se fueron tiñendo de sangre.
Ella recuerda aquella masacre que le cambio la vida, cuando medio dormida y
medio despierta, corrió con sus hermanitos y sus padres hasta el fondo de la casona
y esperaron. “Todos temblábamos de miedo, abrazados, hasta que se fueron, ellos
iban por el dinero de los almacenes, no les interesaba mucho las viviendas, pensamos
que nos matarían.
A las 6 de la mañana, al salir el sol, los hombres armados huyeron por las
montañas cuesta arriba. Según don Miguel, eran integrantes de la guerrilla porque
también atacaron la estación de Policía y murió el Comandante del pueblo, junto
a algunos uniformados. La masacre fue contemporánea a la ocurrida en Segovia,
Antioquia, en noviembre de 1988, a manos de los paramilitares, en medio de una
guerra sangrienta entre los grupos armados”. Los días nunca volvieron a ser los mismos para Andrea y su familia. “Había mucha desazón, esos tipos se acostumbraron
a estar en el pueblo, no había ni ley, ellos mandaban. El cultivo de tomate de árbol
que era tan rentable, ya no valía nada, así que salimos del pueblo junto a mi esposa
y los niños”.
Se radicaron en Andes por algún tiempo, hasta que dos hermanos de Andrea,
Martín y Miguel, fueron asesinados por grupos armados que les arrebataron la poca
tranquilidad que habían encontrado en el municipio. Esos recuerdos de Martín, el
hermano que más quiso, están acompañados de melancolía y lágrimas. Él la defendía
de los niños del pueblo cuando estaban jugando fútbol o a escondidas. Era como su
protector. Nunca le reprochó su afición por el fútbol, ni mucho menos se imaginó
que su hermana llegaría a ser árbitro. Esa complicidad que tuvieran en la niñez y
en la adolescencia hace que Andrea lo extrañe cada vez que juega el Independiente
Medellín porque hasta eran hinchas del mismo equipo.
Deambulando por Antioquia, llegaron nuevamente a La Granja, a sus raíces,
pero ni Andrea ni sus hermanos querían saber algo de ese corregimiento. Édgar, uno
de ellos, se fue a Cali en busca de trabajo, pero nunca más llamó ni volvió; hace 21
años envió la última carta. Se tuvieron que radicar en Medellín, llevando a cuestas
un pasado doloroso y enfrentándose a la inclemencia de una ciudad que le brinda
muy pocas oportunidades a los desplazados. Así fue como Andrea comenzó una nueva vida gracias a la ayuda de Memo.
Ella es una de las árbitros que más ordenado mantiene el camerino, recoge la
toalla que está en el suelo, guarda la ropa que está fuera de la maleta y no soporta
pisar algún reguero. El uniforme negro está finamente aplanchado y sus zapatillas
muy limpias. Sandra, que en tantos partidos ha sido su asistente, respeta el momento
de concentración que tiene Andrea en el camerino. “Antes de saltar a la cancha, ella
nos da una charla y siempre me dice que me apoya en las decisiones que tome como
asistente. Está a la expectativa de cómo se irá a desarrollar el partido”.
Andrea considera que ser una mujer árbitro no le da desventajas, todo depende
de la actitud que se tenga antes de entrar a la cancha. “Los árbitros hombres llegan
los viernes a la Liga y se dan cuenta de que van a pitar un partido femenino y hacen mala cara, están desanimados y reniegan; eso se nota al momento de tomar las
decisiones. En cambio, a mí me da igual pitarle a hombres o a mujeres. Llego con el
mismo entusiasmo y ganas de dirigir porque todo está en mi actitud, no puedo llegar
prevenida”.
Andrea también es mamá.
Por mucha concentración que tenga Andrea antes de un partido, por muy buena
actitud con la que entre al campo, por mucho que estudie el reglamento y por más
que tenga una década de experiencia en el arbitraje, siempre habrá partidos para el
olvido, donde el espectáculo del fútbol queda relegado a un segundo plano y en donde
sus decisiones arbitrales sean las protagonistas: situaciones incómodas a la que ella
se expone por simple valía y amor al arbitraje.
Es una utopía pensar que existe la solidaridad femenina en el fútbol, o al menos
eso nunca lo ha sentido Andrea. “Estamos acostumbradas a que nos chiflen, pero
me da rabia que las mujeres sean quienes más nos digan cosas. Son muy cansonas y
deberían apoyarnos, entender que somos humanos, que nos equivocamos pero que
nunca lo hacemos con mala intención. Como casi no saben el reglamento, ellas se
ponen a gritar por cualquier decisión, algunas son las mamás de los niños o niñas
que juegan; entonces, si les tocan al hijo, se enojan, no entienden que el fútbol es de
choque y roce. Son muy groseras, me han mandado dizque a cocinar y lavar”.
En el comedor de su casa exhibe una galería de fotografías en las que se ve a
Andrea, con su tradicional indumentaria de jueza, cuando corre en el campo de
juego para impartir justicia, cuando muestra una tarjeta amarilla y cuando cobra
una pena máxima. Es una mini–exposición que resume en imágenes sus más de 10
años de carrera arbitral. También están los diplomas de sus grados, del curso en el
Colegio de Árbitros y algunas distinciones. Hay unas cuantas medallas y un trofeo
imponente de color café que tiene forma de balón de fútbol y de silbato. “Me lo dieron en el Ponyfútbol por haber pitado la final de 2009. Ha sido lo mejor que me ha
pasado en el arbitraje”.
Juan Pablo Miranda y Andrea Chavarría eran los árbitros que estaban en la
baraja para pitar la final. El comité analizó el desempeñó que tuvo cada uno en los
zonales y en los partidos claves de la fase definitiva. No tuvieron que debatir mucho.
Por unanimidad, la mujer le ganó el duelo al hombre, y no tuvo nada qué ver su género, fueron sus condiciones arbitrales las determinantes. Según Carlos Chavarría,
presidente de la Comisión Técnica de la Corporación Deportiva Los Paisitas: “En
2009, el Festival cumplía sus Bodas de Plata y qué mejor manera de celebrarlo que
entregándole esa responsabilidad a una mujer, rompiendo 25 años de supremacía
de los hombres. Andrea hizo muy buen partido, estaba bien preparada, escuché los
mejores comentarios de su arbitraje. La felicitaciones, porque dejó el listón muy alto
para los otros árbitros”.
Ya cuando iba a visitar a su papá y a su hermana Liliana en el barrio Juan
XXIII, los vecinos murmuraban, se quedaban observándola cuando se bajaba de
su motocicleta y, cuando salía del barrio, los comentarios no se hacían esperar. La
reconocen como la árbitro de fútbol que un día salió en la televisión. Su hermana
Liliana está acostumbrada y hasta los vecinos también, a verla por las calles. “En la
tienda me decían que ahí llegó la árbitro y yo me reía. Nosotros en casa también la
vemos cuando pita, eso es muy bonito porque logró lo que quiso”. Lastimosamente,
su madre, María de Jesús, murió hace algunos años; se fue con la satisfacción de
saber que Andrea lo logró.
Es una lucha constante dentro del campo de juego con los futbolistas y técnicos.
Andrea no le tiene medio a la soledad, es una mujer independiente y muy trabajadora. Está enamorada profundamente de su hija Saray y es amiga incondicional de su
exesposo Gustavo. Es una luchadora que espera encontrar algún día el amor de su
vida. El fútbol le quitó al conflicto armado a una de las mejores árbitros del departamento. Quizá, de no ser por la violencia que azotó a Ituango, Andrea hubiera crecido
en el pueblo, rodeada de montañas, desempeñando labores propias del campo; nunca
hubiera llegado a Medellín donde sus sueños los vistió de negro.
Este relato hace parte de Las mujeres del fútbol, trabajo de grado
para aspirar al título de Periodista que otorga la Universidad de
Antioquia. Asesor: Gonzalo Medina.
El Ponyfútbol le permitió mostrar sus habilidades en el arbitraje.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
18 De grado
A mí no me
gustaría ir por allá,
ni ir a mi casa.
Verónica vivió la violencia del Oriente
antioqueño. Desde Argelia partió a Medellín
para poder sobrevivir. La limosna fue su
sustento durante cinco años. Su recorrido
revela las agrietadas secuelas de la guerra.
Uno por ir, pero
tengo muchos
malos
recuerdos
Miriam Fernanda González Velásquez [email protected]
E
mprendió un viaje a Argelia para compartir con su hijo y sus padres el dinero de la primera ayuda humanitaria. Notó las calles averiadas, a sus padres
más ancianos y los recuerdos de la huida. El día de su desplazamiento, a
inicios del 2000, había pagado el bus con la improvisada venta de un televisor. La
acompañó un bolso solo con su ropa. Días antes, sus vecinos caminaron trochas y
escalaron lomas para subir a un carro en Nariño que los llevara a Medellín; no había
otra opción ante la ausencia de Fuerza Pública. Verónica* sabía que su columna no
resistiría esa ruta, “esperé que se compusiera un poquito el pueblo”. En su regreso,
tampoco olvidó la voz beligerante que interrumpió ese día su anonimato: “¿Pa’ dónde
va?”, le preguntaron. “Pa’ Medellín”, respondió sin asombro.
No había superado el miedo de las amenazas cuando le sobrevino otro, el de una
ciudad inmensa y desconocida. Como siguiendo el rastro de un linaje llegó a Villatina, barrio de Medellín habitado por desterrados igual que ella, muchos de su pueblo,
Argelia, Antioquia. Atrás había dejado a sus padres y a su hijo discapacitado. Ahora
estaba a merced de la ‘solidaridad pueblerina’ que le pudieran ofrecer sus nuevos y
viejos conocidos. Así consiguió un humilde rancho por la diligencia de un “señor”.
Con su aspecto recogido por la escoliosis que padece, sus ojos desesperanzados y
sus 1.45 m de estatura, recorría el barrio clamando alguna moneda. Con el tiempo,
fue ampliando su ruta hacia sectores aledaños. Nunca al Centro, le daba pena y miedo. En contadas ocasiones fue a la Minorista, tenía que estar en fila desde las tres de
la madrugada y solo hasta finalizar la mañana empezaba la repartición de alimentos.
Igual en Tejelo, filas interminables. Por eso prefería los barrios.
El dolor en la columna le impedía buscar trabajo en la ciudad; ni el aseo de su
hogar era una labor cómoda. Por esto, la colaboración que le daban le servía para subsistir, aunque no era feliz. La soledad la llevó al aburrimiento y luego a la depresión.
Pasó sus primeros cuatro años en Medellín en medio del sonido de las monedas, la
oscuridad de su rancho y las interminables cavilaciones nocturnas: “¿Yo pa´ dónde
cojo?”, “¿a quién le pido ayuda?”, “¿yo qué hago acá sola?”. Sollozar era su única
respuesta sonora.
“Y que cada tres meses, pero eso es más demorado. Dizque nos van a indemnizar pa’ que no jodamos más”.
Quienes le regalaban monedas le decían que podía recibir ayudas del Gobierno.
Desistía de ir a alguna Unidad de Atención y Orientación (UAO) a desplazados,
cuando pensaba en la madrugada, filas, las numeraciones e interrogatorios. Sin embargo, en uno de los tantos desplazamientos en Argelia, llegó a Medellín una de sus
amigas con la convicción de tramitar la denuncia en la UAO de Cauces. Ella la persuadió para que la acompañara y también para que diligenciara su denuncia.
Vio la fila que tanto temía, a los funcionarios y a un sinnúmero de personas en
condiciones similares a la suya. Su ánimo decayó con los trámites que prefirió evitar.
Algunos incomprensibles, como modificar el tipo de declaración: “Yo me vine sola,
pero en el computador aparecía con un mundo de gente que no conozco”. Con lista
en mano de lo que necesitaba, Verónica volvió a deambular por las calles 20 días más
por la desidia de reunir lo que requería.
La funcionaria que la atendió le dijo: “Vaya y vuelve dentro de ocho días que
yo le voy a colaborar”. El primer trámite de muchos fue obtener cédula nueva. Se
entusiasmó con los 20 mil pesos que le facilitaron para diligenciar la contraseña. Al
día siguiente, le consignaron 540 mil pesos que llegaban después de un lustro de su
desplazamiento.
No. 62 Diciembre de 2012
Verónica suele reunirse con otras víctimas del conflicto en la
Unidad de Desplazamienro Forzado.
No me dieron ningún apoyo sicológico
Cada vez que visita Argelia, los problemas del pasado y del presente se mezclan
en una maraña de neurosis. Evoca a sus sobrinas desaparecidas; sus cortas y afligidas
vidas. La muerte de su madre cuando aún eran niñas, el acoso sexual de su padre y
las escasas oportunidades que las llevaron a la subversión. No ocultó malestar por
el destino de sus sobrinas. Los guerrilleros conocían de sus reproches; esta sería la
primera posible causa de su desplazamiento. Una se internó en el monte, falleció
al parecer en un combate, y otra terminó desaparecida en el casco urbano. Ambas
afectaron la vida de Verónica. Hoy no quiere recordarlas ni revivir los momentos de
angustia y temor que la llevan al llanto.
Verónica conocía al militar que arrastraba a su sobrina, en embarazo, desde la
cama donde dormían hasta la salida de la casa. Su sobrina había hablado varias veces
con el soldado. Él mismo le había advertido que la sacara del municipio porque estaba “llevando información a la guerrilla”. Aparte del enojo o la decepción, no podía
hacer nada, no tenía autoridad.
Después de esa noche, su sobrina desapareció. La agonía de la familia tuvo un
ligero descanso cuando después de buscarla, mes tras mes, alguien en una vereda
cercana señaló el lugar donde había visto “cómo la tiraban ahí” un año atrás. Con
la ubicación, Verónica viajó a Medellín y en la Fiscalía “le colaboraron mucho” para
la exhumación.
Una vez en el pueblo le dieron cita a las cinco de la mañana para ir con miembros
del CTI de la Fiscalía y del Ejército a la vereda donde se encontraba sepultada su
sobrina. La imagen de la “ropita vieja” pegada a sus restos es la cinta de un recuerdo
triste en la Argelia de ese entonces y en la Argelia venidera.
La búsqueda y diligencia ante las autoridades estuvieron a su cargo, “no me
dieron ningún apoyo psicológico”. El descanso llegó envuelto en duelo el día de la sepultura. Acongojada, continuó su rutina laboral. Estos hechos se sumaron al historial
de las posibles causas de su posterior desplazamiento.
El pueblito se dañó de un todo por todo
En el último viaje a Argelia, la nostalgia retornó, no solo por la violencia reconstruida en cada calle, sino por la descomposición social en la que se ha sumido el
pueblo en los últimos años, “¡qué pesar del pueblito, como era de bueno!”
Su hijo es sordomudo. El amor filial los hace entenderse entre sí. Lo que no logra
comprender es cómo llegó a sus manos la marihuana, “tengo mucho pesar y desconsuelo porque se está entregando al vicio”. El desánimo la ha llevado a contemplar la
idea de regresar al municipio para cuidar de su hijo, pero la abandona cuando piensa
en su seguridad. Sus visitas no pasan de un par de días aunque el temor dure más.
En su último viaje, la preocupación superó al miedo. Los amigos, un pueblo
“corrompido” y la ausencia de los padres han llevado a su hijo discapacitado a consumir drogas. Las señoras mayores de 40, como Verónica, se niegan a aceptar estos
conflictos cada vez más urbanos. Sentadas en las bancas, en las puertas de sus casas,
contemplan con asombro la oleada de “viciosos”, la “manada de maricones” y los
matrimonios resquebrajados. Entre sonrisas de resignación, Verónica lamenta que
los odie, “al que no quiere caldo le dan doble”.
Aquí vive el que puede, no el que quiere
Mientras el retorno definitivo a su pueblo sea una ruta enrevesada, la ciudad la
espera en la agitada comuna 8. La necesidad la llevó al lugar en el que permanece.
Su rancho es un resguardo húmedo para la balacera. El crujir de las balas la traslada
a la Argelia sin Fuerza Pública de alias ‘Karina’. Siente el desgano de un pecho que
19
se desmaya, la palidez es el síntoma más visible, el temblor de sus piernas apenas
pasa como un viento frío. Toma aire y acude a su humilde cocina en busca de una
aromática.
Los “combos” o “muchachos” controlan el barrio y sus habitantes. A menudo
cambian los itinerarios, unas veces con aviso previo. Después de las siete “no puede
haber ni un alma en la calle”. Otras veces, las balas los empujan a la cocina de sus
casas para que la música y la aromática amortigüen sus cuerpos. Cuando disparan a
los transformadores, solo queda la opción de la aromática.
En la última visita del alcalde de Medellín, Aníbal Gaviria, se recrea el mismo
escenario: un cúmulo de vecinos reunidos alrededor de una caravana de delegados y
autoridades que se elevan con promesas e invitaciones a la denuncia. A pocos minutos de su partida, y cuando la gente está comentando las palabras y la ropa del señor
Alcalde, las ráfagas vuelven a caer con el mensaje plomizo que recuerda la verdadera
autoridad en la zona.
Aquí yo estoy volviendo a ese estrés
Verónica se sintió segura por el tumulto de gente y el Ejército que resguardaban
al Alcalde de cualquier ataque. Con suerte, pudo llegar a su rancho antes de que la
balacera la encontrara en la calle y el refugio fuese cualquier local aledaño. Mientras
se encierra, repasa las similitudes con el conflicto en Argelia: los jóvenes actores, el
sonido del arma, los encierros temblorosos, la desprotección institucional, los inocentes caídos.
La mujer lee los cuatro años que vivieron con la guerrilla en Argelia y el regreso
del Ejército en el 2000 con la intención de “rescatar” al pueblo. En los dos tiempos
hubo situaciones difíciles y tristes, el secuestro fallido, la desaparición de sus sobrinas, la muerte de vecinos, el desplazamiento. En la inopia quedaron los habitantes
sin luz, comida y mucho menos transporte, “no había nada, nada, nada”. La sal de
ganado sazonaba algunos alimentos, “eso tan maluco”, los adultos se aferraban a
Dios mientras los niños al lloriqueo.
Hasta que me aburrí y me fui; ese día no tenía ni un peso
Al enclaustramiento, le siguió el éxodo para sobrevivir por más tiempo. Muchos,
como Verónica, no entendían la guerra ni sus amenazas. El trabajo en el pueblo y las
labores del campo eran sus rutinas; por eso cuando la guerra los hizo huir no sabían
exactamente porqué. “Me mandaron dos boletas y a la tercera sí tocó irme”.
La inocencia en una guerra ajena ha llevado a muchos al secuestro o a la muerte.
Todos los trabajadores del pueblo fueron citados por ‘Karina’ en un municipio cercano, Nariño. Personal de la Alcaldía, del Hospital y del Centro de Comunicaciones
iban al lugar del encuentro. El Ejército en una aparición esporádica les ordenó devolverse, estaban en un enfrentamiento con la guerrilla y eso los había salvado, por lo
pronto, de un secuestro o de la muerte. Pero el juez “don Alejandro se puso a hablar
bobadas borracho” y en menos de un día fue uno más en el historial de muertos.
En dos de las tres boletas amenazantes que le enviaron a su casa, Verónica
respondía que ella no se metía con nadie, que no robaba, no debía y que solo hacía
su trabajo. ‘Es que usted atiende a todos’; esta sería la posible tercera causa de su
desplazamiento.
En el pueblo se desempeñó en varios cargos de la Agencia de Servicios Edatel.
Su trabajo fue una de las actividades que extrañó en la ciudad; aunque después del
desplazamiento la empresa no reconoció ninguno de los 18 años laborados. Así como
ella desapareció del Municipio, desaparecieron los papeles que respaldaban sus cargos.
Por él dejé de pedir
La soledad, el llanto, las caminatas y la falta de dinero hacían que durante períodos su peso no excediera los 35 kilos. “Yo era flacuchenta”. Apenas se asomaba carne
en sus piernas. Se acomplejó y dejó las faldas.
Cuando llegaba a las 11 de la noche, de pedir limosna, era poco lo que dormía.
Pensaba, lloraba y rezaba; a veces el hambre la levantaba en la madrugada. En la
mañana, agradecía a Dios por la vida pero le pedía una compañía, al menos “alguien
con quien hablar”.
En su rutina de subsistencia, llegó a la comuna de Buenos Aires donde le dijo
tímidamente a un vigilante: “Señor, me hace un favor y me regala una monedita”. El
celador la miró, se llevó la mano al bolsillo y le regaló mil pesos.
A los ocho días, Verónica volvió al sector y el vigilante la llamó. Le preguntó si
era de Argelia, él también era de allá, pero Verónica no lo recordaba. Ese día fueron
a un restaurante a almorzar. Llegó al lugar con una sonrisa tímida y un bolso lleno de
limosna que no le permitió levantar la mirada. Hablaron. Se hicieron amigos. Luego
empezó a visitarlo en su apartamento porque su esposa lo había abandonado después
de que “tocara” a su hija. Con el tiempo, él empezó a frecuentar su rancho con la
advertencia de Verónica de no visitar otra mujer distinta a su exesposa.
Cuando se acerca la fecha de pago, su exesposa lo llama, acuerdan una cita en
un lugar central y después de una corta charla y un par de caricias pide dinero para
sus hijas. Aunque Verónica se asegura de que una parte del pago se destine para ella,
el día en que vio ese encuentro, ocultándose entre las puertas de un local, la rabia la
consumió. Lo esperó en su casa y lo amenazó con buscarla para contarle de su relación con ella, pero la compañía y el afecto no la han dejado pasar del amago.
Usted tiene que ser verraquita
Después de ocho años, aún conserva el miedo a enfrentarse a la ciudad. Su actual
pareja la ayudó a romper la barrera que representaba la Estación San Antonio del
Metro, porque de ahí “no pasaba”. “Si se ve perdida, pregunte”, y eso hace. En la
multitud atrapa miradas que detallan su defecto lumbar.
Solo los robos de los que ha sido víctima superan el temor a perderse. Un sábado
salió a comprar un bulto de papas y, mientras procuraba el equilibrio para subir al
bus, una señora arrebató su compra. “Lléveselas si las necesita” fue lo único que
pudo decir. La segunda vez estaba esperando un bus para ir a la UAO de Belencito.
Cuando se inclinaba con billete en mano para ubicar el bus que debía abordar, un
habitante de la calle aprovechó su descuido y le arrebató el dinero. Impresionada por
el hecho, le pidió al conductor el permiso para subirse sin pagar.
Yo me animé a ir
“El pueblo era muy bueno pero desgraciadamente la violencia acabó con todo…”.
Un público inquietante traga en seco tras escuchar de las voces de las víctimas las
atrocidades de la guerra. Llegó a ese grupo de teatro por el entusiasmo de las clases
de sombreros y sandalias, también por el refrigerio.
Verónica siente que hasta esa actuación “da tristeza”. Contar por lo que ha pasado conmueve porque no es un libreto, sino la representación de su vida y la de otras
desplazadas. En el escenario detiene las lágrimas.
Seis meses después de la inauguración de un grupo de teatro que surgió como
estrategia psicosocial en la UAO, se presentaron ante el presidente de la República,
Juan Manuel Santos. El mandatario demostró su gusto por el grupo a través de unas
felicitaciones, “pero eso sí no sacó un peso, en vez de haber dicho: ‘a esas señoras
deles tanto’”.
Es un milagro, yo era tullida, arruinada
Con los ensayos, las obras, el grupo de compañeras y su novio ha logrado aliviar
sus tristezas. Aunque no han desaparecido, le gana el dolor de columna que la aqueja.
Los médicos no se explican cómo pudo arriesgarse a tener un hijo y, por poco, un
segundo que perdió en un aborto.
Varios fueron los problemas durante su primer embarazo con el padre del bebé.
“Uno en embarazo y que le peguen”; vivieron juntos solo un mes. Le dio preeclampsia y el bebé nació seismesino. Por su embarazo de alto riesgo, dio a luz en el Hospital
San Vicente de Paúl; el bebé pasó varios días en la incubadora. Fue ahí cuando, por
primera vez, Verónica pidió limosna, “pa’ poder irlo a ver”.
Ella empezó a caminar a los once años, cree que por eso se le “dañó” la espalda;
“me arrastraba con las manos”. Cuando vio cerca la embestida de una vaca, levantó
sus 20 kilos del suelo y lentamente dio sus primeros pasos.
Aprendió a caminar, pero un accidente en un mataculín la mantuvo hospitalizada en Rionegro, Antioquia. Los médicos estaban dispuestos a operarla, pero le advirtieron a su madre que quedaría en silla de ruedas de por vida. “Entonces, me volé”.
La cirugía nunca se dio; como pudo continuó caminando y desafiando a la ciencia.
El dolor de espalda la angustia. Lava todos los días para no arrumar ropa. Le
teme a la cirugía. Así la sienten en una camilla para practicársela se ‘volaría’, como lo
hizo alguna vez. Los exámenes no han dado buenos resultados. No quiere depender
de nadie, estar “arruinada” en una silla de ruedas y perder todo el camino que ha
recorrido con sus pies.
Intenta no pensar en esa otra gran preocupación. Sueña, en cambio, con salir
del barrio, dejar atrás las balas y refugiarse, junto a su compañero, en un pueblito
distinto a Argelia en el que, aunque no tenga dinero, pueda disfrutar de un paseo
en él, olvidarse del pánico a los atracos y distraerse para no sentir angustias. Y por
supuesto, seguir en pie y caminar. Sus pasos le han permitido huir y sobrevivir.
*Nombre cambiado
El relato de Verónica hace parte de La depresión en tres mujeres desplazadas,
jefas de hogar y oriundas del Oriente antioqueño asentadas en Medellín,
para aspirar al título de Periodista que otorga la Universidad de Antioquia.
Asesor: Glemis Mogollón.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
20 De grado
Cuando una voz
intenta acallar
el sonido de las balas
La historia de Gabriel Velásquez es también la de otros, la de los sindicalistas que, por no
quedarse callados, por denunciar, por decir, se han convertido en víctimas de amenazas,
intimidaciones, persecuciones, de violencia selectiva..
Shirley Muñoz Murillo [email protected]
E
sa tarde del 2005 cuando Gabriel Velásquez regresó a su finca en el corregimiento de Altavista después de una jornada de trabajo, apenas tuvo tiempo
de descansar al lado de su esposa antes de que comenzara a retumbar en el
aire el sonido de las balas. En medio del silencio, los disparos se hicieron más recurrentes. Adentro, sólo una sensación: miedo; afuera una tras otra las balas caían en
intentos fallidos por alcanzar la casa.
La monotonía del sonido de las armas que los hombres disparaban fue interrumpida por la respuesta de otras balas. La atmosfera entró en una dinámica diferente y,
adentro, el aturdimiento sufrió una ruptura que le permitió a Gabriel y a su esposa
hacer el temor a un lado para mirar a través de la ventana y descubrir al fondo la
presencia de la policía.
Los tres hombres que antes disparaban, huyeron entre la montaña para cruzar
un cañón y esconderse en una finca vecina. En un intento por atraparlos, los policías
abordaron un vehículo y tomaron la carretera para comenzar la persecución y tratar
de capturarlos.
Eran las 6:30 de la tarde cuando Gabriel decidió salir de la casa para comprender
lo que había ocurrido. Afuera lo recibió un silencio pesado, cargado aún de los rastros
dejados por la estridencia de las balas y por las miradas alarmadas de sus hermanos y de
vecinos que, desde las fincas cercanas, intentaban descubrir la magnitud de la situación.
En medio de su turbación, Gabriel estaba seguro de algo: los hombres, los disparos y el miedo, no eran más que la materialización de una sombra presente en su
vida y en la de su familia durante años. Una manifestación del temor de otros que
decidieron encajar su día a día en un esquema de intimidación y amenaza, para contener su voz y evitar que su palabra se escuche.
Contra el miedo una palabra
La lucha de Gabriel como presidente de Sintrabecolicas, sindicato de la Fábrica
de Licores de Antioquia, comenzó en 2002. Mientras hacía la veeduría de la Fábrica,
se enfrentó a una difícil situación después de que el Gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria, decidiera despedir 250 trabajadores con la excusa de estar respaldado en
la Ley 617 del año 2000. En ésta se dictan normas para la racionalización del gasto
público nacional, pero se convirtió, en realidad, en un pretexto para apoyar a unas
personas que crearon cooperativas de trabajo asociado y vincular por este medio a
los obreros que despidió la Fábrica de Licores. De esta manera, apareció una nómina
paralela, con trabajadores que no recibían ningún tipo de reconocimiento por parte
de la empresa y a los que les eran recortados sus derechos y sus sueldos.
Su trabajo se enfocó en denunciar este problema, y también en demostrar una
situación de robo continuo de alcoholes de la empresa, bajo la mirada cómplice de la
No. 62 Diciembre de 2012
administración. En ese momento, quedó en sus manos una cantidad de irregularidades descubiertas; decidió hacer las denuncias respectivas ante la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría, que sacudieron a los directivos de la empresa y llevaron
incluso a la detención carcelaria de algunos.
Tiempo después comenzaron a llegar las amenazas; llamadas intimidantes y
panfletos fueron las primeras respuestas a las manifestaciones del Sindicato y, principalmente, a las iniciativas de Gabriel.
Ante la insistencia de las intimidaciones, Gabriel denunció esta situación ante la
Fiscalía; se le asignó protección por parte de la policía a través de visitas periódicas
tanto a su casa como a la oficina. Todos los días a determinadas horas del día la policía llega a su lugar de trabajo y a su casa para verificar que tanto él como su familia
estén bien; unas visitas que, aunque incómodas, comenzaron a incorporarse en la
cotidianidad de su vida y en la de su esposa y su hija.
A pesar de las precauciones, las medidas adoptadas por la policía no lo hacían
inmune a la persistencia de sus enemigos que buscaban, por todos los medios, amedrentarlo para tratar de frenar sus acciones. Poco tiempo pasó antes de que las voces
intimidantes tomaran forma y para que él experimentara, por primera vez, las verdaderas dimensiones de la situación en la que se había circunscrito su vida.
Una tarde, minutos después de que Gabriel regresara a su casa, una visita inesperada llegó a la puerta. A las 5:30 de la tarde lo llamaron a la portería, y pudo ver
cómo cinco hombres de civil y armados con fusiles descendían de una camioneta Toyota. Algo no estaba bien en la escena que presenciaba. La sensación empeoró cuando
los hombres se presentaron como miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia.
Ellos fueron claros en el motivo de su visita. Llegaron a su casa para exigirle una
renuncia inmediata a la organización sindical y para advertirle que debería desistir
de las denuncias que estaba instaurando en contra de Juan Fernando Mesa Piedrahita, gerente de la Fábrica de Licores de Antioquia en esa época. La exigencia fue contundente: si él no lo hacía, su vida y la de su familia correría riesgo. Se marcharon
no sin antes advertirle que al día siguiente regresarían para recoger una copia de la
renuncia al Sindicato.
El día siguiente llegó y Gabriel estuvo a la expectativa, atento a que en cualquier
momento aparecieran los hombres para pedir la copia de su renuncia. Pero ese momento nunca llegó. Ese día no tuvo noticias de los paramilitares, tampoco los días
siguientes. Sin embargo continuó esperando. Entendía que ya no tenía el control sobre las cosas, pues desde el inicio de las amenazas las situaciones eran impredecibles
como nunca antes.
Él guardó la renuncia en el bolsillo de su camisa y la llevó con él todos los días,
como una especie de contra con la que trataba de alejar el temor y salvaguardar
su vida. Nunca necesitó utilizar el papel, pero en cambio comenzó a necesitar una
protección para las llamadas y los panfletos que aparecieron en los días posteriores,
amenazas que llegaban de parte de las Autodefensas Unidas de Colombia.
21
A pesar de que Gabriel, después de esta experiencia, decidió quedarse al margen
de los asuntos de la organización, y de que el temor lo llevó a tratar de pasar de bajo
perfil e incluso a esconderse, las amenazas continuaron. Cada vez se hicieron más
frecuentes las llamadas a su oficina y a su casa, en las que le advertían que por ‘sapo’
y por sindicalista lo asesinarían junto con su familia.
Cada una de las manifestaciones que surgieron en su contra durante esa época,
se unieron para formar un ambiente de intimidación que era más fuerte de lo que
Gabriel podía lidiar. Había presentado su renuncia a la organización y estaba a la
espera de la decisión; sin embargo, luchando contra sus temores, seguía al frente del
Sindicato.
La renuncia a la organización no fue aceptada. Y en medio del panorama complejo en el que se ubicaba su vida, la de su familia y su deseo por reivindicar los derechos
de los trabajadores, fue inevitable para él caer en una lucha interna en la que muchos
sentimientos comenzaron a reñir, tenía que decidir si debería sobreponer su voz a su
instinto de sobrevivencia. Finalmente, el deseo fue más fuerte que el miedo; seis meses después decidió que no se dejaría amedrentar por la intimidación de las armas.
La voz, un escudo para las balas
Desde la noche del 2005, cuando los disparos se escucharon en la casa de Gabriel,
los cambios más trascendentales comenzaron a aparecer. Desde meses anteriores
todo había girado alrededor del miedo, de las amenazas, y de aprender a convivir con
la presencia intermitente de la policía; pero a partir del día del hostigamiento todo
cambió. El temor persistía pero ya no era el mismo, el poder de las palabras dio paso
a los hechos: su vida se convirtió en blanco de los paramilitares.
Debido al peligro que corría, el Ministerio del Interior decidió asignarle un esquema de protección, que constaba de un vehículo y dos escoltas para velar por
su seguridad. Pero la tranquilidad estaba lejos de llegar, esta decisión sólo generó
preocupación en su familia, su esposa estaba angustiada. Desde unos años atrás eran
evidentes los peligros a los que Gabriel estaba expuesto por ser sindicalista; pero el
esquema se había convertido en la materialización de esos riesgos, en una realidad
que obligaba a todos a ver de frente el miedo y a sentirlo aún más presente.
Cada elemento cambió de lugar: las rutinas, las relaciones de Gabriel con su
familia y sus amigos, y sobre todo su tranquilidad se vio afectada con todo lo que
ocurría. Fue casi imposible acostumbrarse a tener un esquema de seguridad. La
relación con su familia se había determinado por las medidas que debía tomar para
no correr riesgos, y por la presencia constante de los dos escoltas quienes, al fin y al
cabo, eran hombres extraños que entraban a acoplarse a las dinámicas de la familia.
Nunca entendió muy bien cómo adaptarse, hasta el día de hoy lo desconoce; no pudo
encontrar la forma correcta de dejar su vida en manos de desconocidos.
El primer indicio del giro que darían las cosas fue el desplazamiento. Él, su esposa y su hija de 3 años empacaron sus pertenencias y decidieron trasladarse de su
casa en el corregimiento de Altavista, ponerla en venta y despedirse de su pasado en
ese lugar.
Se trasladaron a una casa en el sur de Medellín; sin embargo, no fue garantía
para ahuyentar las amenazas. Al poco tiempo, Gabriel sintió que lo estaban siguiendo; las llamadas intimidantes no se hicieron esperar y el asedio se hizo más constante. Cada vez eran más las presencias a su alrededor, el miedo crecía a la par de
los seguimientos y, de nuevo, no quedó otra opción que hacer maletas y buscar otro
hogar. Para desgracia de Gabriel, las amenazas ya estaban tan ligadas a su vida que
huir de ellas era casi imposible. Más aún cuando no se trataba de intimidaciones
aisladas, sino de una persecución selectiva que, al parecer, no terminaría sino hasta
que su voz se silenciara por completo.
A pesar de las intenciones, fue imposible huir al asedio; durante los meses siguientes mudarse de casa se convirtió en una constante. En cada lugar, el alivio era
momentáneo; pero la determinación de las personas que trataban de amedrentarlo
era más fuerte, y el miedo siempre regresaba. Desde hacía algunos años había comenzado su trabajo de defensa de los derechos de los trabajadores y de denuncia en
la Fábrica de Licores de Antioquia. La solución para terminar con el asedio se daba
en las propias amenazas: una renuncia a todas las iniciativas que había emprendido;
pero a pesar del peso que llevaba encima con la persecución, para Gabriel esa opción
era la menos viable.
Han pasado 7 años desde que se le asignó el esquema y, sin embargo, a Gabriel
todo le resulta tan ajeno y extraño como el primer día. En este corto tiempo, alrededor de 16 escoltas han pasado por su esquema de seguridad, y dice preocuparse
cuando se entera de que muchos de ellos han tenido problemas con la justicia. Sin
embargo, él sabe que es una situación con la que necesariamente debe lidiar, pues
por el uso de la voz, su vida y la de su familia corren riesgo. A cualquier precio debe
cuidar de su esposa y de su hija sin guardar silencio, aunque las medidas impliquen
tener todo el tiempo sobre su pecho un chaleco antibalas, como esperando que en
cualquier momento puedan llegar los disparos tan anunciados en las llamadas.
Y después de todo, algo se ha fracturado
Detrás de las amenazas de Gabriel no sólo se han ocultado grupos paramilitares.
Ellos son responsables de gran parte de las amenazas y atentados que han ocurrido
contra su vida desde que comenzó la persecución en 2002; pero de manera paradójica diferentes administraciones de la Fábrica de Licores de Antioquia también han
tenido parte de responsabilidad en las intimidaciones de las que ha sido víctima.
Gabriel se convirtió en la piedra en el zapato para diferentes personas que han
estado cercanas a la infiltración de grupos paramilitares al interior de la Fábrica
y a la generación de desfalcos, al utilizar el licor como dinero para pagar favores
o, en algunos casos, para sobornar a la justicia y evadir procesos judiciales. Cada
descubrimiento de este tipo Gabriel lo ha denunciado porque sabe que es necesario
emprender una lucha para acabar con la corrupción al interior de la Fábrica, aunque
esto implique trazar su cotidianidad sobre un camino de temor.
Gabriel comprende las dimensiones del miedo que, desde hace años, envuelve la
vida de sus hijos y de su esposa; además sabe que de él depende que esta situación
pueda terminar. Sin embargo, afirma que es una de las decisiones más difíciles de
tomar: por un lado, su familia insiste constantemente en que deje de lado su actividad sindical para retomar sus vidas y volver a vivir otra vez sin miedo, sin llamadas,
sin estar a la espera de que un disparo llegue desde cualquier lugar; y de otro, sus
convicciones no le permiten ceder, sabe que es imposible para él guardar silencio.
Algunas veces, cuando las amenazas contra su vida y contra su familia se incrementan, a Gabriel no le queda otra opción: deja de lado la representación de la organización esperando que las cosas se calmen. Pero la situación permanece y siempre,
al final, ocurre lo mismo: regresa para retomar la presidencia del Sindicato y para
continuar con los procesos, postergando continuamente una decisión definitiva.
Los hijos de Gabriel han experimentado por igual los contratiempos de las amenazas, pero un peso mayor ha recaído sobre su hija menor. Gabriel y su esposa
siempre han tratado de mantenerla al margen de todas las situaciones en las que ha
estado inmerso, pero es imposible pretender que se pueda omitir el miedo, los seguimientos, la persecución, cuando todo esto ha hecho parte de la vida de la pequeña
desde que nació. Crecer con la presencia de la policía en su casa, los traslados en patrullas para ir a la escuela, ver a su papá con escoltas, y conocer las armas y el miedo,
la ubicaron en una realidad que la sorprende pero que a su vez, a sus pocos años de
vida, le ha resultado incomprensible.
Estas situaciones han colocado a la niña frente a un panorama difícil, en el que
no ser consciente de lo que ocurre a su alrededor y no tener la capacidad para manejar las situaciones, la han expuesto a un ambiente de tensión por el cual ha sido necesario recurrir a tratamiento psicológico. El ambiente de su casa con la intervención
diaria de los escoltas del esquema de seguridad, y la imprudencia algunas veces con
el manejo de las armas, lograron que la niña se sintiera extraña y que muchas de las
situaciones cotidianas, hasta la presencia de su propia familia, le resultaran ajenas.
Gabriel trata de explicarle todo lo que ocurre, y se ha percatado en las preguntas
que la acosan del interés por sus problemas: “¿Papi, a usted también lo van a echar?
¿Lo van a suspender? ¿Lo van a meter a la cárcel? ¿A usted lo van a matar?” Una
cantidad considerable de cuestionamientos ronda en su cabeza todo el tiempo, más a
la espera de una comprensión de las situaciones que a una respuesta exacta.
Después de todo, las convicciones siguen intactas. Inevitablemente el tiempo ha
dejado en la vida de Gabriel y en la de su familia un peso insondable marcado por
la intimidación y el temor. Han pasado 12 años desde que asumió la presidencia del
Sindicato; Gabriel cree que ha llegado el momento de dar un paso a un lado y dejar
el cargo. Más que una decisión basada en la prudencia es un deseo en el que tiene
puestas todas las expectativas. Quiere que esta decisión se convierta en la llave con
la que puede retroceder el tiempo y regresar a su antigua vida: estar de nuevo con
su familia, salir al parque con su hija y su esposa; pero, sobre todo, dejar de temer.
Con su decisión, él no busca alejarse del sindicalismo. Lo que pretende es continuar como afiliado a la organización, pero dejar el lugar de la presidencia a otra
persona que pueda continuar con el trabajo realizado durante sus años como Presidente. Sabe bien que hay temor entre sus compañeros para decidir quién asumirá
el cargo cuando él lo deje. El Sindicato ha comenzado a afrontar asuntos delicados
y continuar con los procesos es una responsabilidad que pocos estarían dispuestos
a asumir, menos aún después de ser espectadores de cómo transformó la vida de
Gabriel el tomar la vocería.
Él no desea abandonar la lucha que durante tanto tiempo ha sostenido, sólo quiere que, después de tantas situaciones, finalmente llegue algo de tranquilidad a su
vida y a la de su familia. Ya tiene todo planeado: se mudará de casa, botará sus celulares y ya no tendrá escoltas, sus días volverán a ser normales. Su hija y su esposa ya
no tendrán miedo, él tampoco lo tendrá. El temor que se aferró a él desde la primera
vez que escuchó del otro lado de la línea cómo una voz extraña decidía jugar con su
vida dejará de habitar en sus espacios. Ya no existirán los vacíos, esos tiempos muertos dominantes entre la inminencia de un disparo y saberse vivo.
La manifestaciones por asesinatos de sindicalistas han sido una constante en la historia de las luchas laborales en Colombia
* Esta historia hace parte de Acallar las voces: relatos de vida de
sindicalistas víctimas de violencia selectiva, para optar al título de
Periodista de la Universidad de Antioquia. Asesor: Ricardo Aricapa
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
22 De grado
Se murió El Balay
en tierra cordobesa
y quedó su
cuerpo
tendido en la arena…
Este es Miguel Fontalvo, el del toro Balay
El porro es uno de los ritmos que más se bailan en Colombia, pero poco se sabe de
sus cantantes y compositores. Miguel Fontalvo, uno de ellos, es de esos juglares de la
sabana costeña que para ser maestros no necesitaron ir a la escuela. Esta es su historia.
Daniela Margarita Ramírez Ozuna [email protected]
“
Aquí te tengo esto”, fue lo primero que dijo Miguel Fontalvo. Se refería a dos
portadas de elepés que conserva desde hace años. Una, la del primer disco
en acetato grabado en 1977 por su padre Julio Abel Fontalvo Caro, titulado
Corazón, corazoncito. Ambos están sentados en la sala de su casa, en el barrio Las
Margaritas, de Sincelejo, capital del departamento de Sucre. Las manos del maestro
ahora son temblorosas y frágiles. Su hablar es lento y pronuncia las palabras con esfuerzo. Mantiene la mirada hacia el suelo, pero su semblante cambia cuando escucha
una de sus canciones.
-Tú fuiste la que vino la otra vez, ¿cierto?”
-Sí, maestro, fui yo.
Su memoria no lo defrauda. Es de piel blanca, ojos oscuros, dedos largos y un
bigote no tan tupido como el de sus años mozos. Entre cada palabra deja salir una
bocanada de aire que interrumpe el ritmo de su narración. Recuerda muchas cosas
y corrige a su interlocutor cuando se equivoca, pero los años y la enfermedad de
Parkinson que sufre dificultan su hablar. Está sentado en una silla Rimax frente al
televisor. Por lo general, permanece en ese lugar varias horas del día y se entretiene
escuchando y viendo la franja de programas de los dos canales más populares de la
televisión nacional.
El próximo 10 de diciembre cumple 83 años de haber nacido en Las Palmas,
corregimiento a 15 kilómetros de San Jacinto, en el departamento de Bolívar, como
él mismo lo relata en una de sus canciones. Su infancia transcurrió junto a sus padres, Miguel Fontalvo y Bertha Caro, y a sus cinco hermanos. Las Palmas, cuentan
quienes lo conocen, siempre fue un pueblo de gente trabajadora, dedicada al campo,
a sembrar tabaco, maíz, ñame y yuca harinosa. Pero iba más adelantado que los demás vecinos. Sus habitantes crecieron entre el sol caliente, los partidos de fútbol en
plena cancha polvorienta, la cría de animales y los sonidos de pitos, gaitas y tambores
que, interpretados por los más experimentados músicos populares, dejaban escuchar
cumbias, porros y fandangos.
No. 62 Diciembre de 2012
Alfonso Hamburguer conoce a Fontalvo desde hace más de 10 años. Él es oriundo de San Jacinto y asegura que en éste había menos médicos que en Las Palmas,
siendo el último más pequeño. La historia musical del maestro comenzó entre el
tabaco, la guacharaca, la caja y el acordeón. “Yo trabajaba cultivando tabaco”, apunta
Fontalvo. Y esas jornadas de cultivo le sirvieron para ahorrar el dinero con el que
compró su primer instrumento. En el municipio de Plato, y en el corregimiento El
Difícil, cabecera municipal de Ariguaní, departamento de Magdalena, siguiendo la
pista de Francisco “Pacho” Rada y de otros juglares de la época, aprendió a tocar el
acordeón.
Salió a vagabundear desde niño
Mucho antes de todo eso, cuando apenas contaba 12 años, empezó a descubrir
su amor por la música y sacó a flote la vena artística de la familia y del pueblo. Un
tío lo invitaba a las parrandas y fue ahí donde encontró ese espíritu aventurero que
lo llevaría a trasegar de por vida. Al menos hasta que algo se lo impidiera, como lo
ha hecho su enfermedad. Todo parece indicar que, a estas alturas, ya no es necesario
aventurar porque el maestro ha hecho, aparentemente, lo que ha querido. Como
muchos de los juglares de su época, asistir a una escuela nunca fue una preocupación
fundamental. Alcanzó a cursar hasta tercero de primaria “porque salió a vagabundear desde niño”.
La primera versión del Festival Sabanero que se realizó en 1974, como respuesta
a las decisiones tomadas en el Festival Vallenato, hizo que Fontalvo fuera invitado
a Sincelejo para ser jurado. Y en 1978 su amor por la sabana y la ilusión de tener
una casa propia lo impulsaron a tomar la decisión de quedarse en esas tierras para
siempre. Así llegó con toda su familia a la capital de Sucre después de vivir cerca de
20 años en Bogotá donde laboró en el Ministerio del Trabajo. Según Hamburguer, su
relación con Crispín Villazón de Armas, padre del cantante vallenato Iván Villazón,
le permitió hacer parte de esta cartera, “pero en realidad, su puesto estaba en la
parranda porque Julio era un gran animador”.
Por salir del pueblo tan joven, no le tocó vivir en carne propia la época brutal
de violencia en los Montes de María. No le tocaron los desplazamientos forzados de
23
Los arreglos de Pello Torres y su célebre trompeta le dieron a la
canción un sabor al polvo que se levanta de la rueda de fandango,
un olor a ron y a corral y un calor como el del manojo de velas que
Ya no le es necesario
acompaña el baile y hace sudar los cuerpos en una noche de fiesta
aventurar porque el
sabanera. Por eso, Dairo Meza, director de la Banda Departamental
maestro Fontalvo ha hecho, de Sucre, dice que en El Balay se conjugan varios elementos como
una linda melodía, una buena historia y la utilización del ritmo más
aparentemente, lo que ha
autóctono: “es un lamento por una pérdida y está grabado en ritmo
de porro, que es el ritmo original de las fiestas de corraleja”.
querido. Como muchos de
Fontalvo es simple a la hora de responder cualquier pregunta,
los juglares de su época,
lo que no significa, necesariamente, que su interés sea poco. Es un
asistir a una escuela nunca hombre espontáneo.
-¿Por qué le gusta El Balay, maestro?
fue una preocupación
- Porque es bonito-, responde sencillamente y le insiste a su hijo
que muestre Río crecido y Río seco, las dos producciones que más lo
fundamental. Alcanzó a
llenan de orgullo.
cursar hasta tercero de
Permanece sentado en su silla y, pese a sus manos temblorosas,
saluda
y se despide con un fuerte apretón. Hace siete años murió su
primaria “porque salió a
esposa, luego de padecer un cáncer. Miguel, quien vive en la misvagabundear desde niño”.
ma casa con su familia, se encarga de cuidarlo pues sus hermanos
están fuera de Sincelejo. Él espera que
su padre disfrute los últimos años que
le quedan. Por eso prefiere no “acosarlo” con tratamientos ni medicamentos
que lo hagan sufrir. “Papi ya está en
sus últimos años y quiero que los viva
bien. Él es malo porque sabe que yo lo
complazco mucho y por eso hace cosas
para llamar la atención”, afirma.
En el rostro del maestro se reflejan
los años: el bigote negro ahora es blanco
como su cabello; sus ojos son más pequeños de lo que eran hace una década;
su postura corporal es menos erguida
y por eso ha perdido algunos centímetros de estatura; y su caminar, ese que
lo condujo sin temor a tantos lugares, se
transformó en pasos lentos y cansados.
Miguel está orgulloso de su padre
Las aventuras del Toro Balay
como el maestro de sus canciones. Una
Más adelante, Los Graduados le
de ellas consiguió que el Toro Balay,
grabaron Capullo de rosa blanca; Julio
uno de los símbolos de la tradición sabaJaramillo grabó el bolero Corazón coranera, quedara inmortalizado. Ese toro
zoncito; Los Cañaguateros, El Bolivarende raza criolla, tan sabanero como el
se; y así muchas canciones del maestro
Miguel Fontalvo tuvo su cuarto de hora en la música
mote de queso, recorrió las corralejas
salieron a la luz pública. Sin embargo,
de Turbaco en Bolívar, Sincé en Sucre,
un encuentro con uno de los ganaderos
Cereté en Córdoba y se lució en su pamás renombrados de la zona marcó el
tio, el 20 de enero en Sincelejo. Pero un
nacimiento de una leyenda de las corralamento quedará por siempre porque el Balay murió en tierra cordobesa. Y como él,
lejas; uno de los mayores aportes de Fontalvo. Así nació el porro El Toro Balay, en
también permanecerá en sus canciones la memoria del maestro.
honor a un toro rejugao, ligero como un rayo, criollo y de color bayo, de propiedad de
don Arturo Cumplido Sierra.
La portada del elepé, que muestra con mucho orgullo Miguel, y que conserva
como una reliquia, tiene la fotografía de su padre quien, sonriente, señala hacia un
extenso campo en el que se ven pastar toros y vacas. “Con este LP se conoció por
*Esta crónica hace parte de la serie radial El Alma del Porro. Por los caminos
primera vez la canción”, dice Miguel mientras suena en una pequeña grabadora un
de la tradición presentada como trabajo de grado para aspirar al título de
CD en el que se conserva la primera versión del porro.
Periodista, en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia.
César Cumplido, hijo de Arturo Cumplido Sierra, afirma que el compositor fue
Asesor: Marina Quintero.
a la oficina de su padre para ofrecerle una canción. Don Arturo le dijo que en vez de
homenajearlo a él, cosa que ya habían hecho varios músicos, prefería que le cantara a
un toro muy querido de su ganadería que había muerto hacía algún tiempo. Se trataba de El Balay, un toro arriesgado, bravo pero noble, que murió en el corregimiento
de Carrillo, jurisdicción del municipio de San Pelayo, Córdoba. Por su renombre y
coraje, recorrió varios pueblos. Fue bautizado así por la forma de sus cachos que
recreaban la figura del balay, un cedazo formado por un aro de bejuco y un tejido de
tiras de hoja de palma o de mimbre que usan los campesinos para cernir maíz, trigo
o arroz.
Cuentan quienes lo conocieron que, en una ocasión, el toro hirió a un arriesgado manteador quien murió días después. Por venganza, su hermano decidió poner
veneno en una banderilla y se fue a Carrillo a terminar con la vida de El Balay. El
toro recibió en su cuerpo una cantidad del tóxico que lo dejó tendido sobre la arena
y, pese a los esfuerzos, murió en tierra cordobesa, como lo relata Fontalvo en el porro.
El Balay había nacido en la hacienda Iberia, pero se crio en la hacienda Santa Teresa,
corregimiento de Puerto Viejo, en Santiago de Tolú.
Se murió El Balay en tierra cordobesa
y quedó su cuerpo tendido en la arena, compa,
él nació en la hacienda de Santa Teresa,
dice Arturo Cumplido, de una raza buena, compa…
“A Julio se le vino la melodía de El Balay en un bus de Sincelejo a Medellín mientras viajaba a cumplir con compromisos musicales. Ahí nació ese porro, en el puesto
de los músicos”, cuenta Cumplido.
Ni Miguel ni su padre recuerdan a ciencia cierta en qué año fue grabada la canción por primera vez. Pero sí saben que fue con la voz y el acordeón de Rodrigo Rodríguez y con los arreglos y la trompeta del maestro Pello Torres. Pronto, el porro se
convirtió en un clásico de la música sabanera. Rodrigo Rodríguez, desde la distancia,
hace memoria sobre aquellos días en el estudio de grabación en los que las notas de
su acordeón y su voz acompañaban la popular letra del maestro Fontalvo.
La grabación se hizo en Unisón, propiedad de Calixto Récord, gerente de Discolombia. Para la época, el estudio estaba copado por muchos grupos y Conrado
Marrugo, director artístico de la CBS, separó los turnos de grabación.
“Recuerdo que se hizo en bloques, no como ahora que se graba por canales.
Los arreglos estaban escritos en las partituras, pero el maestro Pello Torres, muy
sabiamente, los hizo todos con la boca. Cantaba las figuras y cuando ya estaba todo
grabado, los músicos que interpretaban los instrumentos doblaban los sonidos hechos
por la voz. La grandeza también hay que abonársela al maestro Julio Fontalvo porque
él recogió unas vivencias de la región. Inclusive parte de los arreglos se los dictaba al
maestro Pello Torres y él los escribía. Además, ayudó a que se conservaran las raíces
de nuestra música sabanera”, relata Rodríguez.
sus familiares y amigos; tampoco las masacres de sus coterráneos
ni ver que en Las Palmas ya no se morían de viejos, sino porque a
los grupos armados se les ocurría que alguno era colaborador del
enemigo o que, definitivamente, su presencia en ese punto estratégico de la región obstruía el tráfico fluido de droga. No vio cómo el
corregimiento se convirtió en uno más de los tantos pueblos del país
agobiados por la guerra y condenados a la soledad y al olvido. La
finca en la que vivían sus familiares aún les pertenece, pero a raíz
del desplazamiento de que fueron víctimas no volvieron nunca más.
Como tampoco lo hizo el maestro.
La casa a la que llegó en Sincelejo es la misma en la que vive
hoy. “En Las Margaritas había un programa de vivienda, y así fue
como la adquirió. Hay algo que recuerdo y es que Julio siempre llegaba adonde quería. Él salía de Bogotá para la Costa y solo llevaba
el pasaje hasta Medellín. Ahí encontraba a alguien que lo ayudaba”,
cuenta Gilberto Torres, músico y amigo. Lo mismo ocurría si iba
de Sincelejo a Venezuela. El pasaje le alcanzaba hasta Maicao; allá
conseguía el resto.
Pero su éxito como músico y compositor se inició en 1974 cuando Emiliano Zuleta y su conjunto, en la voz de Poncho Zuleta, grabaron Río Crecido y Río Seco, dos de las
canciones más conocidas del maestro.
Ambas, compuestas en aire de paseo,
elevaron el nombre de Fontalvo y permitieron que fuera reconocido por toda
la región. Recientemente, Río Crecido
también fue grabada en ritmo de porro por el cantante de música vallenata
Jean Carlos Centeno.
Cuando el río está crecido es porque
está lloviendo
y si se le nota horrible, es porque
arrastra piedras.
Y si me ven afligido, es porque estoy
sufriendo;
no me mates corazón, no dejes que
yo muera.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia
24 De grado
Esos niños
parecen gatos,
salen por las noches
y duermen todo el día
Caucasia es algo así como la capital del Bajo Cauca. A sus problemas con la
minería, con la presencia de grupos y bandas ilegales, se le suma el de la
mendicidad. A medida que las cifras de deserción escolar crecen en Caucasia,
se abren mayores posibilidades de vagancia y exposición a las drogas y el delito.
Zalma Salcedo Martínez
[email protected]
S
on las 4:30 de la mañana y Amanda Mendoza está desvelada; como todas las
noches, se pone en manos de Dios y llora de preocupación. Amanda se resigna y espera una mala noticia. Pero aún tiene la esperanza de volver a ver a
su hijo, aunque sea otro día. Al igual que Amanda, Nelly y Cristina viven a diario ese
constante temor.
Gustavo, Pedro, Carlos y Luis* pasan toda la noche, e incluso parte de la tarde, fuera de sus casas. “Parece un gato, sale por las noches y duerme por el día”, dice Cristina.
Llegan de 5 a 6 de la mañana, duermen hasta el mediodía, almuerzan, siguen descansando o, si deciden, vuelven nuevamente a la calle.
¿Qué hace un niño de apenas 10 o 12 años en la Zona Rosa de Caucasia? No es
bailar o embriagarse. Mendiga para soportar la noche, hace maldades (como rayar una
moto, arrebatarle comida por ociosidad a alguien, golpear a niños menores…), y vende
chicles para tener con qué jugar maquinitas, play o comprar mecato.
Pedro de 10 años y Gustavo de 11, son hermanos. El mayor, algo más juicioso, a
la hora de mendigar prefiere andar solo. Pues no le gustan las hazañas de Carlos, Luis
y Pedro. “Ellos ya los tienen en la mira porque hacen maldades, cogen cosas ajenas y
meten sacol, y así no les dan plata”, dice Gustavo. Pero en realidad, son los que más
dinero recogen en una noche.
Pedro puede sacarse desde unos 5 mil a 20 mil pesos por noche; “Luis y Carlos ya
para las 12 de la madrugada deben tener su montón de plata”, comenta Pedro. Probablemente es mucho más de lo que él recoge. De algunos bolsos que serán extraviados,
celulares de algunas chicas desatentas o dinero de algún borracho, se ganan su ‘lotería’
de la noche.
Dice Pedro que en ‘La Y’, otra zona de bares de Caucasia, se encontraron un bolso
con gran cantidad de dinero, de la cual no tiene idea cuánto fue ni qué hicieron con
ella. El caso llegó a manos de la Policía; pero como no hubo denuncia, la ‘lotería’ de
los niños no les fue decomisada.
En medio de otros chicos, Pedro jugaba en el Parque de las Ceibas; Carlos y Luis
planeaban ofrecerle un poquito de su diversión. Lo que ignoraban es que éste se volvería igual o más adicto que ellos a tal juego. Carlos le ofreció un tarrito de bóxer para
entretenerse y le dijo: “Si no metes, te casco”. Pedro no quiso y se fue corriendo, pero
aquel lo alcanzó y le dio un puño en el pecho. Ésa y muchas otras veces Pedro lo hizo.
Cuando él se droga, se pone rebelde, le dan ganas de pelear e inclusive se siente tan
prepotente que hasta a niños mayores los insulta y empuja. “Me da mareo, pienso cosas
malas y me tiro al piso en la calle; yo apenas lo hice una sola vez”.
Pero Gustavo el chacero (que vende chicles y dulces), que es compañero de calle de
Pedro, desmiente la versión de su amigo: “Ese pela’o está envicia’o, yo lo paso viendo
que mete cada rato”. Éste con 14 años y toda rudeza, amenaza a los niños con ‘cascarlos’ si le ofrecen droga o incluso si la ingieren delante de él. Al igual que el sacol, otras
manías aprendió Pedro: coger dinero, bolsos y celulares táctiles o Blackberry; y lo que
roba, venderlo por 50 mil en el centro o en la Terminal de Transportes.
“Una vieja me pegó porque le robé, pero un celular todo ‘maluquito’ -dice como si
su falta no fuera grave-. Ella sabe dónde vivo. Entonces escondí el celular en otro lado y
después me vine para la casa; mi mamá me llamó y me maltrató porque ella le puso las
quejas”. Él y los demás nunca llevan esos objetos a sus casas.
Cristina y Amanda sólo escuchan lo que la gente les dice, pero prácticamente ni
creen en ello. “A mí me dicen que él roba, pero a mi casa no ha traído nada”, asegura
Cristina algo indignada por la pregunta. Nelly, en cambio, lo sabe todo; pero ella no
cree que pueda hacer algo más que darle consejos.
Entre luces, el retumbe de los equipos de sonido, el vallenato que suena, la gente
bailando y en medio del montón, está un niño. Con rostro de lástima, picardía o aquella
cara de chévere, saca la mano y sin decir nada todos entienden lo que quiere. Algunos
pasan por alto sus caras, otros creen que son viciosos y algunos “bondadosos” les dan
algunas moneditas. La alegría se apodera del pequeño y sigue mendigando.
A Pedro alguien lo insultó, pero él como perro regañado bajó su cabeza y se fue
callado. A medianoche, pasa una moto con dos policías. Los niños se alertan. Se dispersan en distintas direcciones y huyen del enemigo. Sin poder evitarlo, uno de ellos es
retenido. Pedro pone resistencia, se rebela y trata de huir. El policía, en su lucha, le pega
un manotón en su barriga. Pedro se resiente y le duele la marca roja que le dejó el golpe.
De viaje por Colombia
Son las 5:30 de la mañana. A Carlos y Luis, junto con Gustavo el chacero, les da
por ir de aventuras. Se dirigen a la Troncal de Caucasia y se suben a la primera ‘mula’
que pasa; el conductor nunca se da cuenta. Las beneficiosas curvas o resaltos son la
oportunidad para abalanzarse por la parte de atrás del camión. Sus preferencias: los
que cargan tubos. Esos harán de colchón para brindarles la comodidad que un niño
aventurero necesita.
Con algunos ‘chiros’, con o sin zapatos o plata se van de viaje para unas cortas
vacaciones. De acuerdo, el destino: Cartagena, Santa Marta, Medellín o municipios
cercanos a Caucasia; sus vacaciones son 5 u 8 días usualmente. Para Bogotá tardan 5
días en llegar y aproximadamente 10 o más ‘mulas’ que subir para llegar a su destino.
Se bañan en algunas cascadas que encuentran en el camino y “retacan” o piden comida
en los restaurantes. Algunas veces les toca caminar kilómetros para encontrar el camino
correcto, por lo que a veces se desvían de su destino. Carlos es el guía, pues ha viajado
en esas condiciones hasta Venezuela. Su abuela desconoce eso, igual que casi todo lo
referente a su vida callejera: “Lo único que sé es que cuando regresa huele a feo y está
todo sucio”.
Cuenta Amanda que hace varios meses a su nieto y a Carlos, en uno de sus viajes
a Medellín, la policía los sorprendió; pero gracias a la astucia de Luis evitó que fueran
llevados al ICBF: respondió con toda la seguridad del caso que iban para cierta dirección. Se refería a la señora donde varias veces su abuela y él se quedaban para atender
su tratamiento mental en esa ciudad. Estando allá, apenas pudieron se escaparon de la
mirada de aquella señora. No había alcanzado a enterarse Amanda de la situación cuando ya Luis estaba de vuelta a casa. Lo único que le dijo fue “saludos te mandó doña…”.
Ella de repente lo entendió todo.
No era la primera vez que ellos se habían escapado de la policía. En Cartagena y en
Bogotá, al igual que en Caucasia, burlaron la seguridad tanto de ésta como del ICBF.
A dónde van los niños
Pedro aún sigue en la calle, ahora solo. Sin creer que aquel jueguito iba a llegar a
tanto, él se está volviendo adicto al sacol, aunque lo niegue. Pero su hermano y Gustavo el
chacero siguen viendo las actitudes groseras y poco normales de Pedro cuando “mete ese
vicio”. Su compañía de guerra: un perro callejero que adoptó y lo defiende como dueño.
Aunque Gustavo afirmaba que sería un alma mejor y era consciente de los problemas de la calle, volvió a caer en ella. El sueño lo venció y no quiso volver a levantarse a
las siete y media de la mañana para ir a trabajar al taller con uno de sus hermanos. Por
ahora tiene la chacita que quería, y de vez en cuando se le ve en brazos de su hermano.
Sus amigos Luis y Carlos, desde un domingo 20 de mayo que iban para uno de sus
viajes a Santa Marta –adonde supuestamente se dirigían- no han vuelto a Caucasia. Sus
abuelas viven la angustia de perderlos. Nunca antes un viaje había sido tan largo. El
mayor consuelo que pueden tener son las palabras que le decía Luis a su abuela: “No
te preocupes que seguramente me habrá cogido la policía”. Y efectivamente, a Luis lo
aprehendió la Policía. Fue dejado cerca de Bogotá en un instituto para tratar a menores
callejeros y gracias a la denuncia de Amanda ante la Policía, ha podido comunicarse
con él dos veces.
En este momento, su abuela está gestionando con la Fiscalía para trasladar a su
nieto a un instituto más cercano de Caucasia. A diferencia de él, Carlos sigue preocupando a su abuela y sin dar señal alguna. Ni siquiera Luis sabe dónde se encuentra.
*Este relato sobre la mendicidad infantil en la Avenida El Pajonal de Caucasia
hace parte del trabajo de grado “Niños de la calle: detrás de la fachada” para
aspirar al título de Comunicador Social-Periodista otorgado por la Facultad de
Comunicaciones en la Regional del Bajo Cauca. Asesor temático: Juan Diego
Restrepo; y el metodológico: Luis David Obando.
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