Selección de poesía didáctica y lírica latina

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Selección de poesía didáctica y lírica latina
«soportad esta desgracia, no sea que venga otra peor.»
(lib. I)
Poesía didáctica
El perro que llevaba carne en el agua
FEDRO (c. 15 a. C. - c. 50 d. C.)
Las ranas pidieron rey
Cuando Atenas gozaba su plenitud bajo leyes justas,
una libertad desviada turbó a la ciudadanía
y la antigua moderación quedó olvidada ante el capricho.
Entonces, tras aunar las distintas facciones,
se apodera el tirano Pisístrato de la ciudadela.
Al llorar su esclavitud triste los Atenienses
(no por cruel, sino, más bien, porque resultaba
dura por desacostumbrada) y quejarse de su peso,
Esopo, entonces, les contó esta fábula:
«Las ranas, que vivían en charcas libres,
con gran vocerío un rey pidieron a Júpiter,
para que las costumbres disolutas con su poder reprimiera.
El padre de los dioses sonrió y les dio
un madero pequeño que, echado de repente en las aguas,
con su movimiento y ruido aterrorizó a la especie asustadiza.
Pasado algún tiempo desde que flotaba en el fango,
por casualidad sacó una, en silencio, del estanque su cabeza
y, tras explorar a su rey, a todas juntas llama.
Las ranas, ya sin miedo a porfía se acercan nadando
y sobre el leño la descarada turba salta.
Como pudieran vejarlo con todo tipo de agravios,
enviaron quienes pidiesen otro rey a Júpiter,
ya que para nada servía el que les había dado.
Entonces les envió una culebra que, con su afilado diente,
comenzó a devorarlas una a una. En vano a la muerte
huyen indefensas; de la voz les privó el miedo.
Así, a escondidas, dan a Mercurio recados para Júpiter,
que a las desdichadas socorra. Entonces les replicó el dios:
'Ya que no quisisteis gozar de vuestro bien,
sufrid ahora el mal'. Vosotros también, ciudadanos», dijo,
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Pierde, con razón, lo propio quien lo ajeno desea.
Un perro que en un río con un pedazo de carne nadaba,
en el espejo de las aguas vio su reflejo,
y pensando que otro llevaba otra presa,
quitárselo quiso; bien frustrada quedó su codicia,
pues la comida que tenía cayó de su boca
y tampoco pudo alcanzar la que buscaba.
(lib. I)
Sócrates
Muy corriente es el nombre de amigo, pero escasa la fidelidad.
Como se estuviese construyendo una casita Sócrates
(cuya muerte yo no desdeñaría con tal de alcanzar su fama
y aceptaría la envidia, si quedasen libres de ella mis cenizas),
un cualquiera del pueblo, como suele pasar, le preguntó:
«¿Cómo? ¿Tan pequeña vivienda te levantas tú, tan importante?»
« ¡Ojalá», respondió, «pueda llenarla de amigos verdaderos! »
(lib. III)
Esopo y el charlatán
Por ser Esopo el único esclavo de su dueño
se le ordenó preparar, una vez, la cena bien pronto.
Y así, buscando fuego, recorrió algunas casas,
hasta encontrar dónde encender su lámpara.
Entonces, el camino, demasiado prolongado por sus rodeos,
lo hizo a la vuelta más corto y, cruzando derecho el foro,
tomó un atajo. Pero de entre el gentío le dijo un charlatán:
«Esopo, ¿qué haces a pleno sol tú con una luz?»
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«Busco un hombre», le respondió, y marchó rápido a casa.
Si aquel inoportuno rumió estas palabras en su ánimo,
debió comprender, al punto, que no había parecido hombre al viejo,
por bromear, fuera de hora, con quien está trabajando.
(lib. III)
Esopo y el luchador victorioso
En cierta ocasión, el vencedor de un combate de lucha
se vanagloriaba y, al verlo el sabio Frigio,
le preguntó si acaso era su contrincante
de músculos más fuertes. Y él: «Ni lo pienses;
mucho mayores eran mis fuerzas».
«¿Por qué entonces, necio, mereciste el honor», respondió,
«si a uno que valía menos venciste tú, más fuerte?
Habrías sido digno de obtenerlo si dijeras que con tu técnica
y tu valor superaste a quien era mejor por sus fuerzas».
(Appendix)
VIRGILIO (71 ó 70 -19 a. C.)
La edad de oro
Antes que Jove, nadie cultivaba los campos,
ni se ponían cotos ni linderos en ellos;
la tierra era común: lo daba todo con largueza
y producía frutos por sí misma, abundante.
Fue él quien introdujo el veneno en las sierpes,
quien prescribió a los lobos el pillaje
y al mar el movimiento, quien despojó
a las hojas de su miel y retiró el fuego,
y secó los ríos de vino que por doquier fluían.
Lo hizo a fin de que el ingenio de los hombres
forjase poco a poco las variadas artes,
y buscase en los surcos el trigo, y descubriese
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el fuego oculto entre las venas del pedernal.
Fue entonces cuando, por primera vez,
sintieron los ríos el peso de los huecos
alisos; cuando el marinero dio nombre a las estrellas:
Pléyades, Híades y la Osa brillante de Licaón;
fue entonces cuando se empezó a cazar fieras
con trampas, engañándolas con lazos y con cebos,
y a rodear con perros los dilatados bosques.
(Georgicon I)
Los misterios de la naturaleza
Recíbanme las Musas, criaturas dulcísimas,
cuyos sagrados ritos celebro
y en cuyo gran amor me consumo.
Muéstrenme los caminos del cielo, las estrellas,
los diversos eclipses del sol y de la luna;
por qué tiembla la tierra; con qué fuerza los mares
profundos, sin barreras, se hinchan y se calman;
por qué el sol del invierno se apresura a bañarse
en el Océano; qué detiene a las noches de estío.
Mas si no puedo conocer estos secretos de Naturaleza,
y en torno al corazón se me hiela la sangre,
agrádenme los campos y las aguas que riegan
los valles; que, sin gloria, ame ríos y selvas.
¡Oh campos, y Esperqueo, y Taigeto festivo,
en cuya falda danzan las doncellas Laconias!
¿Dónde estáis? ¡Oh fresquísimas hondonadas del Hemo!
¡Quién pudiera llegarse hasta allí y cobijarse
bajo la sombra protectora de vuestras ramas!
(Georgicon II)
Escena campestre
No hay descanso para él hasta que el año abunde
en frutos, crías y haces de espigas, y cubra
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los surcos de cosecha, y rompa los graneros.
Viene el invierno: la aceituna de Sición
se tritura en las prensas; vuelven los cerdos
inflados de bellota; las selvas dan madroños;
frutos varios ofrece el otoño; allá arriba,
en las rocas, al sol, la vendimia madura.
Entre tanto, sus dulces hijos lo abrazan,
guarda el pudor su casta casa y, llenas
de leche, cuelgan las ubres de sus vacas;
sobre el ameno césped se embisten entre sí
pingües cabritos. Y él celebra los días festivos,
y, tendido en la hierba, donde arde el fuego
ritual y sus amigos enguirnaldan las cráteras,
libando te invoca, Leneo; después propone un juego
de veloz jabalina a los guardianes del rebaño:
el blanco será un olmo; y los robustos cuerpos
muestran su desnudez en la agreste palestra.
(Georgicon II)
Consejos maternales
Yo misma, cuando el sol encienda las hogueras
del mediodía, cuando más sed tengan las hierbas
y resulte la sombra más grata a los rebaños,
te llevaré al refugio del anciano,
allí donde, cansado de las olas, se retira,
para que, mientras duerme, lo asaltes.
Pero cuando tus manos lo hayan encadenado,
tratará de burlarte bajo diversas formas:
tomará, de improviso, la apariencia de horrendo
jabalí, tigre fiero, escamoso dragón, leona
de cerviz rojiza, o bien dejará oír el acre
ruido de la llama, y de ese modo intentará
liberarse de tus vínculos, o pretenderá irse
deslizándose en forma de agua tenue.
Cuanto más él se mude en apariencias varias,
tanto más, hijo, apretarás las fuertes ligaduras,
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hasta que vuelva al cuerpo en que lo viste,
cuando el sueño inicial apagaba sus ojos.
(Georgicon IV)
El asalto a Proteo
Ya el rápido Sirio que tuesta a los Indios sedientos
ardía en el cielo, y el sol de fuego había terminado
la mitad de su curso; resecas estaban las hierbas,
y los ardientes rayos hacían hervir los profundos
ríos de fauces secas, calientes hasta el légamo,
cuando Proteo, desde las olas, se encaminó a la gruta
acostumbrada; en torno a él, el pueblo húmedo del gran mar
saltaba y esparcía a lo lejos un amargo rocío.
Distancíadas, las focas se tienden a dormir en la ribera;
y Proteo, como un pastor silvestre, cuando Véspero
conduce a los becerros desde los pastos al establo,
mientras excitan a los lobos los corderos con. sus balidos,
se sienta en una peña y cuenta su ganado.
Cuando Aristeo vio que el anciano estiraba
sus fatigados miembros, vencido por el sueño,
creyó llegada la ocasión y, lanzando un gran grito,
se arrojó sobre el que yacía, sujetándolo con esposas.
(Georgicon IV)
Fuente de los textos de Fedro y Virgilio:
Antología de la poesía latina. Selección y traducción de Luis Alberto de Cuenca y
Antonio Alvar (Madrid, Alianza, 1981).
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OVIDIO (43 a. C. - 17 d. C.)
ésta la meta a la que han de acercarse sus ligeras ruedas.
El arte de amar
Pues te hallas libre de todo lazo, aprovecha la ocasión y escoge a la que digas: «Tú
sola me places.» No esperes que el cielo te la envíe en las alas del Céfiro; esa dicha
has de buscarla por tus propios ojos. El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de
tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el jabalí feroz. El que acosa
a los pájaros, conoce los árboles en que ponen los nidos, y el pescador de caña, las
aguas abundantes en peces. Así, tú, que corres tras una mujer que te profese cariño
perdurable, dedícate a frecuentar los lugares en que se reúnen las bellas. No pretendo
que en su persecución des las velas al viento o recorras lejanas tierras hasta
encontrarla; deja que Perseo nos traiga su Andrómeda de la India, tostada por el sol,
y el pastor de Frigia robe a Grecia su Helena; pues Roma te proporcionará lindas
mujeres en tanto número, que te obligue a exclamar: «Aquí se hallan reunidas todas
las hermosuras del orbe.» Cuantas mieses doran las faldas del Gárgaro, cuantos
racimos llevan las viñas de Metimno, cuantos peces el mar, cuantas aves los árboles,
cuantas estrellas resplandecen en el cielo, tantas .jóvenes hermosas pululan en
Roma, porque Venus ha fijado su residencia en la ciudad de su hijo Eneas.
LIBRO PRIMERO
Si alguien en la ciudad de Roma ignora el arte de amar, lea mis páginas, y ame
instruido por sus versos. El arte impulsa con las velas y el remo las ligeras naves, el
arte guía los veloces carros, y el amor se debe regir por el arte. Automedonte
sobresalía en la conducción de los carros y el manejo de las flexibles riendas; Tifis
acreditó su maestría en el gobierno de la nave de los Argonautas; Venus me ha
escogido por el confidente de su tierno hijo, y espero ser llamado el Tifis y el
Automedonte del amor. Éste en verdad es cruel, y muchas veces experimenté su
enojo; pero es niño, y apto por su corta edad para ser guiado. La cítara de Quirón
educó al jovenzuelo Aquiles, domando su carácter feroz con la dulzura de la música;
y el que tantas veces intimidó a sus compañeros y aterró a los enemigos, dícese que
temblaba en presencia de un viejo cargado de años, y ofrecía sumiso al castigo del
maestro aquellas manos que habían de ser tan funestas a Héctor. Quirón fué el
maestro de Aquiles, yo lo seré del amor: los dos niños temibles y los dos hijos de
una diosa. No obstante, el toro dobla la cerviz al yugo del arado y el potro generoso
tiene que tascar el freno; yo me someteré al amor, aunque me destroce el pecho con
sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas. Cuanto más riguroso me
flecha y abrasa con sin par violencia, tanto más brío me infunde el anhelo de vengar
mis heridas.
Yo no fingiré, Apolo, que he recibido de ti estas lecciones, ni que me las enseñaron
los cantos de las aves, ni que se me apareció Clío con sus hermanas al apacentar mis
rebaños en los valles de Ascra. La experiencia dicta mi poema; no despreciéis sus
avisos saludables: canto la verdad. ¡Madre del amor, alienta el principio de mi
carrera! ¡Lejos de mí, tenues cintas, insignias del pudor, y largos vestidos que cubrís
la mitad de los pies! Nosotros cantamos placeres fáciles, hurtos perdonables, y los
versos correrán limpios de toda intención criminal.
Si te cautiva la frescura de las muchachas adolescentes, presto se ofrecerá a tu vista
alguna virgen candorosa; si la prefieres en la flor de la juventud, hallarás mil que te
seduzcan con sus gracias, viéndote embarazado en la elección; y si acaso te agrada
la edad juiciosa y madura, créeme, encontrarás de éstas un verdadero enjambre.
Cuando el sol queme las espaldas del león de Hércules, paséate despacio a la sombra
del pórtico de Pompeyo, o por la opulenta fábrica de mármol extranjero que publica
la munificencia de una madre añadida a la de su hijo, y no olvides visitar la galería,
ornada de antiguas pinturas, que levantó Livia, y por eso lleva su nombre. Allí verás
el grupo de las Danaides que osaron matar a los infelices hijos de sus tíos, y a su
feroz padre, con el acero desnudo. No dejes de asistir a las fiestas de Adonis, llorado
por Venus, ni a las del sábado que celebran los judíos de Siria, ni pases de largo por
el templo de Menfis que se alzó a la ternera vendada con franjas de lino; Isis
convierte a muchas en lo que ella fue para Jove.
Joven soldado que te alistas en esta nueva mili- cia, esfuérzate lo primero por
encontrar el objeto digno de tu predilección; en seguida trata de interesar con tus
ruegos a la que te cautiva, y en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva
largo tiempo. Éste es mi propósito, éste el espacio por donde ha de volar mi carro,
Hasta el foro, ¿quién lo creerá?, es un cómplice del amor, cuya llama brota infinitas
veces entre las lides clamorosas. En las cercanías del marmóreo templo consagrado
a Venus surge el raudal de la fuente Appia con dulcísimo murmullo, y allí mil
veces se dejó prender el jurisconsulto en las amorosas redes, y no pudo evitar los
peligros de que defendía a los demás; allí, con frecuencia, el orador elocuente pierde
el don de la palabra: las nuevas impresiones le fuerzan a defender su propia causa;
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y Venus, desde el templo vecino, se ríe del desdichado que siendo patrono poco ha,
desea convertirse en cliente; pero donde has de tender tus lazos sobre todo es en el
teatro, lugar muy favorable a la consecución de tus deseos. Allí encontrarás más de
una a quien dedicarte, con quien entretenerte, a quien puedes tocar, y por último
poseerla. Como las hormigas van y vuelven en largas falanges cargadas con el grano
que les ha de servir de alimento, y las abejas vuelan a los bosques y prados olorosos
para libar el jugo de las flores y el tomillo, así se precipitan en los espectáculos
nuestras mujeres elegantes en tal número, que suelen dejar indecisa la preferencia.
Más que a ver las obras representadas, vienen a ser objeto de la pública expectación,
y el sitio ofrece mil peligros al pudor inocente.
Fuente:
Ovidio Nasón, Los amores. El arte de amar. El remedio de amor. Los cosméticos.
Trad. De Germán Salinas (Madrid, Hernando, 1984).
LUCRECIO (98 - 55 a. C.)
De la naturaleza de las cosas
Libro I
[Invocación a Venus]
Engendradora del romano pueblo,
Placer de hombres y dioses, alma Venus:
Debajo de la bóveda del cielo,
Por do miran los astros resbalando,
Haces poblado el mar, que lleva naves,
Y las tierras fructíferas fecundas;
Por ti todo animal es concebido
Y a la lumbre del sol abre sus ojos;
De ti, diosa, de ti los vientos huyen;
Cuando tú llegas, huyen los nublados;
Te da suaves flores varia tierra;
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Las llanuras del mar contigo ríen,
Y brilla en larga luz el claro cielo.
Al punto que galana primavera
La faz descubre, y su fecundo aliento
Robustece Favonio desatado,
Primero las ligeras aves cantan
Tu bienvenida, diosa, porque al punto
Con el amor sus pechos traspasaste:
En el momento por alegres prados
Retozan los ganados encendidos,
Y atraviesan la rápida corriente:
Prendidos del hechizo de tus gracias
Mueren todos los seres por seguirte
Hacia do quieres, diosa, conducirlos;
Por último, en los mares y en las sierras,
Y en los bosques frondosos de las aves,
Y en medio de los ríos desbordados,
Y en medio de los campos que verdecen,
El blando amor metiendo por sus pechos,
Haces que las especies se propaguen.
Pues como seas tú la soberana
De la naturaleza, y por ti sola
Todos los seres ven la luz del día,
Y no hay sin ti contento ni belleza,
Vivamente deseo me acompañes
En el poema que escribir intento
De la naturaleza de las cosas,
Y dedicarle a mi querido Memmio,
A quien tú, diosa, engalanar quisiste
En todo tiempo con sublimes prendas:
Da gracia eterna, diosa, a mis acentos.
Haz que entretanto el bélico tumulto
Y las fatigas de espantosa guerra
Se suspendan por tierras y por mares;
Porque puedes tú sola a los humanos
Hacer que gusten de la paz tranquila;
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Puesto que las batallas y combates
Dirige Marte, poderoso en armas,
Que arrojado en tu seno placentero,
Consumido con llaga perdurable,
La vista en ti clavada, se reclina,
Con la boca entreabierta, recreando
Sus ojos de amor ciegos en ti, diosa,
Sin respirar, colgado de tus labios.
Ya que descansa en tu sagrado cuerpo,
Inclinándote un poco hacia su boca,
Infúndele tú, diosa, blando acento:
Ínclita medianera de las paces,
Pídesela en favor de los romanos;
Porque no puedo consagrarme al canto
Entre las guerras de la patria mía,
ni puedo yo sufrir que el noble Memmio
Su defensa abandone por oírme.
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[Victoria de Epicuro sobre la religión]
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[Objeto del poema]
Óyeme, Memmio, tú con libre oído,
Y sin cuidados al saber te entrega:
No desprecies mis dones, trabajados
En honra tuya con sincero afecto,
Sin penetrar primero en lo que digo:
Porque serán materia de mi canto
La mansión celestial, sus moradores;
De qué principios la naturaleza
Forma todos los seres, cómo crecen,
Cómo los alimenta y los deshace
Después de haber perdido su existencia:
Los elementos que en mi obra llamo
La materia y los cuerpos genitales,
Y las semillas, los primeros cuerpos,
Porque todas las cosas nacen de ellas.
Pues la naturaleza de los dioses
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Debe gozar por sí con paz profunda
De la inmortalidad: muy apartados
De los tumultos de la vida humana,
Sin dolor, sin peligro, enriquecidos
Por sí mismos, en nada dependientes
De nosotros; ni acciones virtuosas
Ni el enojo y la cólera les mueven.
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Cuando la humana vida a nuestros ojos
Oprimida yacía con infamia
En la tierra por grave fanatismo,
Que desde las mansiones celestiales
Alzaba la cabeza amenazando
A los mortales con horrible aspecto,
Al punto un varón griego osó el primero
Levantar hacia él mortales ojos
Y abiertamente declararle guerra:
No intimidó a este hombre señalado
La fama de los dioses, ni sus rayos,
Ni del cielo el colérico murmullo.
El valor extremado de su alma
Se irrita más y más con la codicia
De romper el primero los recintos
Y de Natura las ferradas puertas.
La fuerza vigorosa de su ingenio
Triunfa y se lanza más allá los muros
Inflamados del mundo, y con su mente
Corrió la inmensidad, pues victorioso
Nos dice cuáles cosas nacer pueden,
Cuáles no pueden, cómo cada cuerpo
Es limitado por su misma esencia:
Por lo que el fanatismo envilecido
A su voz es hallado con desprecio;
¡Nos iguala a los dioses la victoria!
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Poesía lírica
HORACIO (65 - 8
a. C.)
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CATULO (85 - 57 a. C.)
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TIBULO (50 - 19 a. C.)
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PROPERCIO (45 - 15 a. C.)
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MARCIAL (43 - 102 d. C.)
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Fuente de los textos de poesía lírica: Antología de la Poesía Latina.
Selección, versión rítmica, prólogo y notas de Amparo Gaos y Rubén
Bonifaz Nuño (México, UNAM, 1983).
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