Monografía del CESEDEN número 70

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CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL
MONOGRAFÍAS
del
CESEDEN
70
IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR
DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR
(1763-1805). LAS BASES
DE LA POTENCIA HISPANA
MINISTERIO DE DEFENSA
CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL
MONOGRAFÍAS
del
CESEDEN
70
IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR
DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR
(1763-1805). LAS BASES
DE LA POTENCIA HISPANA
Abril, 2004
Edita:
NIPO: 076-04-101-1
ISBN: 84-9781-109-7
Depósito Legal: M-28943-2004
Imprime: Imprenta Ministerio de Defensa
Tirada: 1.250 ejemplares
Fecha de edición: junio, 2004
SUMARIO
Página
PRESENTACIÓN ................................................................................
9
Primera conferencia
LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA..........................
13
Por Julio Albi de la Cuesta
Segunda conferencia
LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII................
27
Por José L. Terrón Ponce
Tercera conferencia
AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO....................................
51
Por Fernando Puell de la Villa
Cuarta conferencia
HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA ..........
67
Por Ramón Marteles López
Quinta conferencia
HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA
GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Por Rafael de Madariaga Fernández
— 7 —
75
Sexta conferencia
Página
LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927)..................................
89
Por Emilio Herrera Alonso
ÍNDICE ................................................................................................ 101
— 8 —
PRESENTACIÓN
La Comisión Española de Historia Militar (CEHISMI) dentro del ciclo «De la
Paz de París a Trafalgar (1763-1805). Las bases de la potencia hispana»,
organizó las conferencias que ahora presentamos y que fueron pronunciadas en el paraninfo del Centro Superior de Estudios de la Defensa
Nacional (CESEDEN) entre los días 24 y 27 de noviembre de 2003.
La jornada inaugural fue presidida por el director general de Relaciones
Institucionales de la Defensa, don Jorge Hevia Sierra, que en su intervención resaltó la importancia de estas actividades y expuso el programa de
investigación histórica que está desarrollando el Ministerio de Defensa.
El teniente general, don Domingo Marcos Miralles, presidente de la
CEHISMI y director del CESEDEN, pronunció un discurso de bienvenida a
los asistentes, presentación de los conferenciantes e introducción al tema.
Se abrieron las Jornadas con una conferencia del embajador de España,
don Julio Albi de la Cuesta, que dio una visión ajustada de los Ejércitos
españoles en las posesiones americanas, trazando un cuadro muy comprensible para imponer al auditorio en las diferencias entre tropas reales,
criollas, virreinales, etc., y terminó enjuiciando las guerras de emancipación.
El segundo conferenciante, el doctor en Historia, don José Luis Terrón
Ponce, explicó las reformas militares del reinado de Carlos III; deteniéndose en aspectos tan importantes como el de la famosa pugna entre militares y golillas. Explicó la gestación de las Ordenanzas de 1768, vulgo de
Carlos III. Se ocupó también de la reforma de la Artillería y de la creación
de la Academia de este Cuerpo. Dio una visión amplia sobre los oficiales
fruto de estas reformas y sobre los cambios de mentalidad habidos en
aquella época.
— 11 —
El coronel don Fernando Puell de la Villa, abundó en el tema americano y
en la visión que sobre la conducción política y militar de los negocios de
nuestras vastas posesiones tenía el conde de Aranda, del cual destacó su
personalidad como militar, como capitán general que fue de los Reales
Ejércitos, como experto estratega y como diplomático.
Finalizaron las Jornadas con una atractiva mesa redonda, en la que el
coronel don Emilio Herrera Alonso y los antiguos oficiales del Ejército del
Aire, don Ramón Marteles López y don Rafael de Madariaga Fernández,
expusieron el devenir histórico de la Aviación española, adentrándose en
una historiografía novedosa y atractiva.
El teniente general don Domingo Marcos Miralles cerró la sesión de clausura con un discurso en el que resaltó los aspectos más interesantes de
las conferencias recibidas.
— 12 —
PRIMERA CONFERENCIA
LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN
DE AMÉRICA
LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA
Por JULIO ALBI
DE LA
CUESTA*
Gracias por esta oportunidad de dedicar unos minutos a un periodo de
nuestra historia militar injustamente olvidado, como tantos otros. Como
saben, se ha dicho que Gran Bretaña adquirió su Imperio en un momento
de distracción. Al repasar la bibliografía española sobre las guerras de
América, uno se siente tentado de decir que perdimos ultramar también
en un momento de distracción, tan escasos son los estudios dedicados a
una etapa, tan brillante, sin embargo, en la historia de nuestro Ejército.
Una vez más, hemos dejado que otros escribieran nuestra historia. Así
como en Iberoamérica se han dedicado bibliotecas enteras a analizar
aquellas campañas, recogiendo, como es natural, su punto de vista, en
España apenas se ha producido nada en la materia, de forma que la perspectiva que se ha impuesto es, pues, la del otro lado del Atlántico, no la
de esta orilla.
Un fenómeno similar se ha producido respecto a nuestra guerra de la
Independencia. La producción española es prácticamente nula, comparada con la británica, con cientos de volúmenes dedicados a las hazañas de
Wellington, de forma que la visión que existe de esa época es la británica
sobre la llamada guerra de la Península, algo muy diferente de la guerra
de la Independencia de España.
Una última digresión, antes de entrar en materia. La dirección de este
curso me ha sugerido que modifique ligeramente el contenido de mi inter* Diplomático.
— 15 —
vención. En efecto, según el título que aparece en el programa, debía ésta
versar sobre las guerras de emancipación. Pero, como se me ha señalado, salía así del marco cronológico fijado para estas Jornadas. La observación es, sin duda, acertada, por lo que propongo adelantar, por así
decirlo, mi exposición al siglo XVIII, lo que puede tener la ventaja añadida
de ofrecer una mejor perspectiva de aquellas campañas ya que, al menos
al principio, el Ejército que participó en ellas era el formado en el mencionado siglo XVIII.
Es un hecho indiscutible, pero a veces olvidado, que la conquista de
América no es obra del Ejército como tal, es decir, de unidades permanentes, con una orgánica determinada y englobadas en una estructura
anterior. Al contrario, la conquista la realizan grupos de hombres que
siguen a un caudillo, que les da una organización ad hoc, que sólo dura
tanto como la empresa a realizar. Culminada ésta, «la hueste indiana»,
como se ha llamado a estas fuerzas, se disuelve. Sus componentes se
asientan como encomenderos, mineros, comerciantes o se alistan en otra
expedición, sin dejar tras de sí una estructura militar estable.
De ahí que, una vez terminada la conquista, en América no exista ninguna organización militar propiamente dicha. Ante los ataques, la población
toma las armas, para luego retornar a sus ocupaciones habituales. Ello da
lugar a situaciones tan peculiares, como las de aquel puerto defendido por
un fraile artillero y su esclavo negro.
Una excepción es el caso de Chile, por ejemplo, donde ante la agresividad de los araucanos, se forman unidades permanentes en la frontera,
pero no es ese el modelo generalizado en las Indias.
Desde luego, esta fórmula se revela totalmente inadecuada, cuando los
ataques enemigos aumentan en intensidad, en frecuencia y en efectivos.
La solución a la que se apela es construir paulatinamente un sistema de
fortificaciones, con mínimas guarniciones, esas sí verdaderamente militares. Pagadas por el Rey y constituidas por soldados, y no ya por aventureros. Al tiempo, su acción se complementa, para casos puntuales, con
contingentes de tropas enviados desde España, que van a ultramar para
una operación concreta (por ejemplo, la expedición de Menéndez de
Avilés a Florida), pero que, terminada ésta, regresan.
El precario sistema se mantiene hasta bien entrado el siglo XVIII, aunque
ligeramente reforzado, ya que a partir del año 1719 se empiezan a crear
unidades tipo batallón en algunos lugares especialmente vulnerables. La
victoriosa defensa de Cartagena en 1741, en la que intervienen, entre
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otras, unidades de refuerzo venidas de España y el fijo de la plaza responde a este modelo.
Pero en el año 1762 se produce el gran aldabonazo que saca a la luz
las enormes limitaciones del mecanismo. Ese año se pierden, simultáneamente, La Habana y Manila, lo que demuestra la imperiosa necesidad de buscar una nueva fórmula, para hacer frente a las crecientes
amenazas.
El sistema al que se llega es lo que en otro lugar he llamado el modelo
defensivo borbónico, que paso a describir ya que, ligeramente modificado, subsiste hasta los primeros años de las guerras de emancipación.
Evidentemente, la solución ideal era, sobre el papel, fácil. Bastaba con
guarnecer las Indias con tropas del Ejército. Pero ello era imposible. Una
característica de la España de los siglos XVI y XIX es que nunca tuvo los
hombres necesarios para defender su Imperio. De ahí, el recurso sistemático a unidades «extranjeras», utilizando esta descripción para designar a
tropas no reclutadas en la península Ibérica.
Así pues, los reformadores del siglo XVIII tienen que partir de la escasez
de unidades regulares, de «la diferencia entre lo conveniente y lo posible», en palabras de un contemporáneo. Estiman, sin embargo, que no
cabe renunciar totalmente a ellas. Optan, por consiguiente, por destinar
un número de ellas, necesariamente limitado, al servicio en América.
Pero en ultramar las unidades sufren un desgaste terrible, por las enfermedades y la deserción, principalmente. Se establece, por consiguiente, un mecanismo de noria. Los batallones que van a las Indias permanecen allí tres o cuatro años, y regresan a España, tras ser relevadas por
otras similares.
Desde luego, en caso de guerra, y como siempre se había hecho, está
previsto el envío de contingentes de estas tropas (en total, se ha calculado que entre los años 1760 y 1800 se enviaron unos 45.000 hombres a
América, la mitad de ellos para operaciones puntuales).
Pero aún el sistema de noria era caro, por el elevado coste en hombres y
tiempo de los viajes entre España y ultramar que suponía.
No obstante, con noria o sin ella, se sabe que nunca se podrán enviar las
suficientes para asegurar por sí solas la defensa de aquellos territorios
inmensos. Como mucho, podrán actuar como lo que los alemanes llamarían en la Segunda Guerra Mundial «ballenas de corsé», es decir, como
elementos que dan solidez al sistema, pero hacía falta más fuerzas.
— 17 —
Se acude entonces a organizar unidades regulares y permanentes americanas, destinadas exclusivamente a la defensa de aquellas tierras. Son las
llamadas unidades fijas que se crean en los distintos territorios. Se acude
para constituirlas a una gran variedad de métodos. Alguna fue levantada
entera en España y mandada a América; otras, se constituyen alrededor
de un núcleo de veteranos de unidades regulares que regresan a Europa.
Incluso se acude al anticuado sistema de la contrata.
Pero, de nuevo, limitaciones del personal disponible y presupuestarias no
permiten que se formen tantas como es preciso (por ejemplo, en toda la
Capitanía General de Guatemala se levanta un solo batallón). Para dar una
idea de la importancia de las mismas, se puede señalar que en el año
1771, por ejemplo, existían en las Indias 16.000 hombres pertenecientes
a unidades fijas y 10.000 a tropas del Ejército regular.
La solución es completarlas con otro tipo de tropas más baratas y abundantes, aunque también menos eficaces: las Milicias. Éstas existían desde
antes, como en España, pero la novedad que se introduce a partir del año
1762 es que se les intenta regularizar, dándoles un cuadro de instructores
(el llamado pie veterano), organizadas de acuerdo a criterios étnicos y
dotándoles de uniformidad, armamento y un mínimo de instrucción
(«asambleas», normalmente los domingos, después de misa; cada dos
meses, «un ejercicio de fuego», con diez cartuchos, una vez al año, «ejercicio de batallón», con dos cartuchos para tirar al blanco y seis por descargas).
El «pie veterano» será esencial: en la plana mayor, el sargento mayor y el
ayudante, en cada compañía, el teniente, un sargento, dos cabos y un
tambor.
Sin embargo, pronto se advierte que ni siquiera habría suficientes instructores. De ahí que aparezcan dos tipos de Milicias: las provinciales (con
«pie») y las urbanas (sin él). Las segundas tendrán un valor puramente teórico, siendo poco más de una especie de Policía Municipal. En cuanto a
las primeras, las existentes en territorios frecuentemente amenazados
(Cuba, por ejemplo), alcanzarán un elevado nivel de eficacia, mientras que
las de zonas más tranquilas (Quito, por ejemplo) serán de inferior calidad.
La enorme ventaja de las Milicias es que dan un número elevado de hombres a muy bajo coste, ya que sólo son pagadas cuando se las moviliza.
Con todas sus obvias limitaciones, éstas cumplieron su papel. En caso de
guerra, relevaban a las tropas regulares en tareas secundarias, ayudaron
— 18 —
a completarlas e incluso combatieron en primera línea. En paz, se ocupaban del traslado de caudales, custodia de presos, etc.
Recapitulando, el sistema (haciendo abstracción ahora del papel fundamental que en él juegan la Armada y las fortalezas), se basa en tres tipos
de tropas de diferente origen y calidad. En un escalón superior, las del
Ejército regular, que van a América con el mecanismo de noria o en caso
de ruptura de hostilidades. Luego, las fijas, a continuación, las Milicias
provinciales y por fin, las urbanas.
A los pocos años de implantarse el modelo, en torno a los ochenta del
XVIII, se modifica, de hecho. Las exigencias de otros teatros de operaciones no permiten el envío de tropas regulares, ni siguiera dentro de la noria,
y la defensa queda en manos, a todos los efectos, de americanos. Aún así,
el sistema funciona, como demuestran, por ejemplo, las derrotas que
sufren los ingleses ante Puerto Rico en 1797 y en Buenos Aires en 1806.
Por cierto, que éste es un hecho único en la Historia: desde, al menos en
el año 1790 hasta 1810, se mantiene el imperio ultramarino sin tropas de
las que posteriormente se llamaran metropolitanas. Parafraseando a una
autoridad española de la época, la soberanía de España se mantenía porque la población quería, por su «libre voluntad y arbitrio».
Porque el sistema funciona no sólo frente a amenazas externas, sino también frente a las pocas alteraciones internas que se producen. Así, sublevaciones como las de Túpac Amaru o la de Túpac Catari son dominadas
gracias a las Milicias, con una mínima participación de tropas regulares
(en la última citada, por ejemplo, un pequeño destacamento de Saboya).
En esta situación se llega al periodo emancipador. Éste se encuentra indisolublemente ligado a la evolución de los acontecimientos en España, por
lo que parece imprescindible hacer una pequeña digresión.
Resulta realmente singular cuando se leen obras escritas en el extranjero sobre la guerra de la Independencia comprobar hasta qué punto se
concede poca importancia a factores que, modestamente, considero
esenciales.
Así, a la hora de valorar la resistencia opuesta por el Ejército español, apenas se tiene en cuenta que éste no tuvo que hacer frente a una invasión
convencional, es decir desde el exterior, sino que cuando el día 2 de mayo
estalla, el enemigo está ya en el interior del país. Controla Madrid, las principales plazas fronterizas, y todas la rutas entre España y Francia.
Además, el Estado ha saltado en pedazos. Una Monarquía absoluta rí— 19 —
gidamente centralizada se encuentra descabezada, sin Rey ni apenas
gobierno.
Ello, y no un atávico impulso hispánico hacia la anarquía, obliga a que proliferen las Juntas locales, como única forma de llenar un vacío de poder.
Lo mismo sucede en América, ante el temor, real o fingido, de que aquellos dominios caigan en manos de José Bonaparte. Es un hecho indiscutible que las primeras Juntas que allí surgen se autoproclaman defensoras
de los derechos de Fernando VII, e incluso crean unidades con su nombre. Puede ser, de nuevo, un pretexto que encubre ambiciones independentistas, pero no deja de ser significativa la constante apelación al Rey,
o el hecho anecdótico de que Hidalgo, cuando se subleva en México, viaje
con un carruaje en el que dice que transporta al soberano.
A partir del año 1810 el movimiento en América empieza a adquirir abiertos tintes a favor de la independencia. Una vez más, se demuestra su
estrecha relación con lo que sucede en España. Porque a fines del año
1809 en la abrumadora derrota de Ocaña, el Ejército español parece definitivamente aniquilado. Es pues el momento ideal para la ruptura, en la
confianza de que la metrópoli no está en condiciones de reaccionar.
Y así era, en efecto, pero había un elemento con el que quizás no se había
contado: el Ejército de América.
Como recordarán, anteriormente he hecho un brevísimo bosquejo del
mismo, aludiendo, en primer lugar, a la absoluta carencia de tropas peninsulares, en segundo lugar, a su organización en unidades fijas y Milicias.
En las primeras, se puede calcular que más de un 80% de la tropa era
americana. En los mando, el porcentaje de peninsulares estaba en relación inversa con el grado. Los puestos más elevados estaban ocupados
mayoritariamente por originarios de España, y los inferiores por personal
local. En cuanto a las Milicias eran abrumadoramente americanas.
Sorprendentemente estas fuerzas no corren a unirse al movimiento de
independencia, sino que, en variables proporciones, toman partido por
un bando o por otro, de forma que ambos constituyen sus respectivos
Ejércitos en base a ellas.
Durante los primeros tiempos, con España casi totalmente ocupada por
los franceses, serán, pues, sólo americanos los que defiendan el pabellón
real en las Indias.
Las autoridades realistas se enfrentan desde un principio a una situación
dificilísima. En primer lugar, y desde un principio, como hemos visto, el
— 20 —
sistema militar se basaba en unos efectivos de por sí muy escasos. Ahora,
éstos se han reducido aún más, ya que parte de ellos han escogido el
bando independentista. En segundo lugar, el sistema estaba concebido
para hacer frente a una amenaza exterior, y ahora ésta proviene del interior. En tercer lugar, el esquema era defensivo, y se apoyaba en una red de
fortificaciones bajo cuya protección las tropas resistirían los ataque contrarios, hasta que éstos tuvieran que desistir ante la fortaleza de los muros
y los estragos causados por el clima y las enfermedades. Pero ahora
se trataba de una guerra ofensiva, ya que había que aniquilar los focos
independentistas antes de que se consolidaran, y recuperar los territorios
perdidos.
Por otro lado, el carácter defensivo de la estrategia decidida en el siglo
XVIII suponía que existían unas mínimas fuerzas de Caballería, totalmente
insuficientes para abordar el nuevo tipo de guerra que se presentaba.
Finalmente, el sistema se basaba en la llegada de refuerzos peninsulares,
y con España invadida, éstos tardarían años en llegar.
Lamentarse no servía de nada, había que hacer frente a la situación, recurriendo a las fuerzas disponibles. Las primeras, claro, las fijas, a las que
ya he hecho referencia. Pero éstas eran, como también he comentado,
escasísimas.
Dichas unidades se tienen que multiplicar. Por mencionar a una de ellas,
el peruano Real de Lima, tan admirado por mi querido amigo Hugo
O’Donnell, tuvo que mantener el orden en el propio virreinato, restablecerlo en Quito y enviar elementos a Alto Perú y Chile. Tan escueta relación
es profundamente injusta. Hay que apelar a la imaginación para hacerse
una idea de lo que ello significaba de marchas de cientos de kilómetros,
Andes arriba, para hombres tan poco acostumbrados a aquellas alturas
vertiginosas como un andaluz o un castellano.
El siguiente recurso eran las Milicias, que también se dividen entre realistas e independentistas. Son movilizadas y, de hecho, en algunos lugares
como el Alto Perú llegan a constituir la mayor parte de los nuevos ejércitos, que se forman, jugando en otros territorios un papel esencial como
fuerzas auxiliares. De hecho, en pocos meses su calidad aumenta de tal
modo que se les confiere consideración de tropas de línea (como, por otra
parte, estaba sucediendo simultáneamente en la propia España).
En algunos casos, ni aún así se pueden allegar los hombres necesarios.
Venezuela es un buen ejemplo de ello. Entonces, se crean ejércitos literal— 21 —
mente de la nada. El más conocido, y el mejor, sería el formado por el terrible Boves, formado casi exclusivamente por americanos, y por caballería
infligirá gravísimas derrotas a los independentistas, incluyendo al propio
Bolívar.
Mientras, en España se hace lo que se puede para acudir en auxilio de
ultramar. La guerra contra Napoleón, sin embargo, limita extraordinariamente las posibilidades. De hecho, entre los años 1811 y 1814 sólo se
envían a zonas de operaciones 9.000 hombres, la mayor parte a Nueva
España y a Montevideo aunque un batallón va a Perú y otro a Venezuela.
Las unidades que se mandan, en contra de la leyenda, no son todas veteranas de la lucha contra los franceses. Un ejemplo es el tercero de
Asturias. Como saben, se trata de un nombre prestigioso en el Ejército.
Pero el Asturias original había sido hecho prisionero en Dinamarca, como
parte de la División de la Romana. Se reconstituyó con tres batallones, a
base de elementos de 20 batallones distintos. Dos de ellos se incorporaron a las tropas combatientes en la propia España. El tercero, el peor, marchó a América. Es evidente que desde ningún punto de vista se le podía
considerar una sólida unidad veterana.
De cómo estaban entonces las cosas en la Península da idea que se
encargara a una asociación de comerciantes, el Consulado de Cádiz, no
a un organismo ministerial, que encauzara y organizara las expediciones
de tropas, a través de una dependencia que se tituló la Comisión de
Reemplazos. Si bien actuó bajo supervisión gubernamental, el peculiar
instrumento escogido demuestra la gravedad de la crisis que atravesaba
España.
Así pues, durante el largo periodo que media entre los años 1810 y 1814
son americanos los que sostienen la lucha, caso sin duda que carece de
precedentes en la Historia. Son los propios súbditos ultramarinos los que
luchan por mantener la soberanía de la metrópoli.
En el año 1815, acabada la guerra de la Independencia la situación cambia, pero sólo parcialmente y por poco tiempo. Entre ese año y 1819 se
envían a América unos 25.000 hombres. El problema no es sólo que son
pocos. Es que, además, se les envía en pequeños contingentes, a veces
de nada más que de un regimiento, que son diezmados antes de que
hayan podido producir ningún cambio sustantivo en el desarrollo de las
operaciones.
La única expedición importante es la que manda Morillo, con 12.200 hombres que desembarcan en Venezuela.
— 22 —
Puede resultar de interés hacer algún comentario a la misma, para dar una
idea de en qué condiciones se hacía esa guerra. De un lado, hay que indicar que se tuvo que mandar inmediatamente a Perú un Batallón de
Infantería y un Escuadrón. De cada Regimiento de Caballería, ya que el
virreinato precisaba urgentes refuerzos. De forma que aún esa expedición,
la mayor como he dicho, se debilitó desde un principio.
Algunos datos bastarán para indicar el estado moral de esas fuerzas. La
tropa estaba formada por hombres que venían de combatir en España, en
su mayoría. Muchos de ellos «cumplidos» o a punto de estarlo y que no
tenían ningún entusiasmo por jugarse la vida en tierras lejanas, inhóspitas
e insalubres.
En cuanto a los mandos, los coroneles de cinco de los siete Batallones de
Infantería pidieron la baja, y tuvieron que ser relevados, como sucedió con
una media de 20 oficiales de cada unidad.
Resulta sorprendente que, a pesar de ello, estas fuerzas se batieran tan
bien como lo hicieron.
Es indiscutible que su llegada en algo cambió la fisonomía de los Ejércitos
que defendían la causa del Rey, pero no bastó para «españolizarlos».
Y ello, por dos causas. La primera, la espantosa atrición que sufrieron en
campaña. Por ejemplo, la expedición Morillo perdió en uno de sus primeros hechos de armas, el asedio y toma de Cartagena de Indias unos 2.000
europeos, en torno al 15% de sus efectivos, la mayoría por enfermedades.
Cinco años después, en el año 1821 se calculaba que de sus 12.000 hombres quedaban en filas 1.700.
La segunda es que ni con esos refuerzos se logró reunir la fuerza necesaria. Hubo, por tanto, que acudir a un acelerado proceso de «americanización». Siguiendo con la expedición Morillo en cuanto llegó, envió uno de
sus batallones a Puerto Rico, a cambio del fijo de esa Isla, mayoritariamente americano. Por otra parte, alguno de sus restantes batallones se
desdobla. Se desprende de parte de su personal europeo, que sirva de
base para formar un nuevo batallón, a base de reclutas locales, mientras
los cuadros que ha entregado se sustituyen por americanos. En cuanto al
Batallón Extremadura y los dos escuadrones que he señalado que envió a
Perú, el primero se desdobló, y el segundo sirvió de esqueleto para crear
sendos Regimientos de Caballería.
Los Ejércitos realistas adquieren así una fisonomía mixta, parte española
y parte americana. La relación entre ambos componentes no fue siempre
— 23 —
buena. A veces, los peninsulares consideraban a los locales como soldados aficionados, despreciaban su frágil apariencia física y les costaba aclimatarse a algunas de sus costumbres (por ejemplo hacerse acompañar
de sus mujeres en campaña). Los americanos, por su parte, estimaban
que muchos españoles eran engreídos, y que se adaptaban mal a las condiciones locales. Al tiempo, las unidades americanas desarrollaron un
notable espíritu de Cuerpo.
Este proceso de «americanización» continuará durante todo el periodo,
acentuándose incluso, debido a la combinación de distintos factores: la
ausencia de refuerzos e incluso de reemplazos españoles del año 1820;
las bajas experimentadas, y la necesidad de crear nuevas unidades.
Daré algunos ejemplos, entre las decenas posibles. Se organiza un Batallón Ligero, llamado Cachirí. Se constituye con americanos, de un lado,
y, de otro, agrupando en las compañías de élite los pocos peninsulares
que había en el fijo de Puerto Rico y los escasos supervivientes del
Regimiento español de Granada.
Otro Batallón, el de Granaderos de la Reserva, estaba formado por
tropa indígena, que apenas hablaba castellano. Toda la oficialidad
era americana, incluyendo a un cacique del Cuzco, y sólo el coronel era
español. Cómo se ve, resulta muy difícil considerarla una unidad
española.
Una unidad que sí que lo era, el Batallón de Talavera sirvió de base para
formar otros dos, con su mismo nombre. De media, pues, podía tener
una tercera parte de peninsulares, aunque oficialmente seguía siendo
español.
Por último, otra unidad peninsular, el Infante don Carlos absorbe al Real
de Lima en cuanto llega a América, perdiendo así desde el primer momento su carácter europeo.
Quizás puedan ser interesantes algunas cifras, referidas al año 1820,
cuando todavía quedaban cuatro años de guerra. Había entonces en las
Indias 23.000 hombres en unidades expedicionarias, 26.000 en tropas
regulares americanas y 25.000 de Milicias.
Ello da una proporción de dos tercios de americanos en el Ejército realista. Pero la afirmación tiene que ser matizada. Datos fiables apuntan a que,
ya entonces, unas dos terceras partes de las unidades oficialmente europeas eran americanas. Habría, pues, que hablar de unos 7.000 españoles en un ejército de más de 70.000 hombres.
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Esta tendencia no se invertiría nunca. En el año 1820, la sublevación de
un Cuerpo Expedicionario en Cabezas de San Juan abre un nuevo periodo en la historia política de España, y pone fin al envío de tropas a
América. Es más que significativo que las tropas se amotinan fundamentalmente para evitar partir para América. Las Memorias de un oficial de
aquel Cuerpo, Santillán, no dejan dudas al respecto.
El Ejército realista, abandonado a sí mismo, seguirá combatiendo de
forma admirable, casi comprensible, hasta los campos de Ayacucho.
Una mención a su composición en esa última batalla permitirá, creo,
confirmar lo que he venido diciendo hasta ahora. Contaba con 14
Batallones de Infantería. De ellos nueve eran, desde su formación, americanos. Pero los cinco teóricamente españoles, habían dejado de serlo
hace tiempo. El de Burgos, por ejemplo, de 540 hombres contaba con
sólo 75 europeos.
En cuanto a los 14 escuadrones, ocho fueron creados como americanos.
Los otros seis, se habían organizado sobre los cinco que en total llegaron
a Perú, años atrás (algunos en 1815). Tras nueve años de combates y
enfermedades pocos peninsulares quedarían en sus filas.
En total, se puede calcular que los españoles del Ejército oscilarían entre
500 y 900, sobre un total de 7.000.
Es conocido que tras la derrota de Ayacucho, y muy a la española, si me
permiten, algunos reductos se defendieron durante años, contra toda lógica y esperanza, sólo por el honor. Uno de ellos fue la fortaleza de El
Callao, que resistió hasta enero del año 1826. La guarnición la componían el Batallón Arequipa, de peruanos; el antiguo de Buenos Aires, de
argentinos, y el segundo del Infante, español. Pero sobre el papel, porque
sólo tenía 23 europeos.
No les puedo ocultar que este último dato, junto a los otros que he venido exponiendo, me dejan perplejo, y perdido en admiración. ¿Cómo es
posible que durante años miles y miles de americanos combatieran en
defensa de la soberanía española? Hay, desde luego, explicaciones poco
nobles, y sin duda en parte ciertas: miedo, apego a rutina, etc. Pero es
igual de evidente que muchos lo hicieron movidos por imperativos más
nobles. Los militares que me escuchan saben que no es posible hacer
luchar y morir a tantos hombres durante tanto tiempo por la simple fuerza. Algo bueno, quizás intuían, en la causa que defendían como para
sacrificarse por ella.
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Desde luego, España ha olvidado minuciosamente sus servicios, como si
no se les debiera nada, como si fuera normal lo que hicieron.
Ha hecho lo mismo con los propios españoles que combatieron en ultramar, en una actitud que no sé si calificar de escandalosa o de lamentable.
Y, sin embargo, aquella gente combatió con una lealtad absoluta en condiciones atroces. De un lado, se incumplió sistemáticamente el compromiso de repatriar a los hombres a los tres años de servicio. Se mantuvo a
las unidades hasta que se extinguieron en el campo de batalla. Por otro
lado, hubo años en los que en total se les pagó la cuarta parte del sueldo
de un mes. Semanas en las que por toda ración recibían un trozo de
carne, sin sal siquiera, días en los que no bebían otra cosa que el agua
que de lluvias pasadas había quedado en las huellas de herraduras, y que
recogían con una cuchara. Cuando enfermaban o eran heridos, no les
quedaba, en palabras de uno de sus generales, sino echarse a morir sobre
un cuero hediondo.
Subieron, y aquí tomo palabras de otro general, más alto que las águilas
para luchar entre las nieves de los Andes, atravesaron desiertos, cruzaron
ríos anchos como mares, fueron diezmados por enfermedades, devorados por caimanes y jaguares. Según un cálculo muy aproximado, del que
soy responsable, tuvieron, por todos los conceptos, entre un 80% y un
90% de bajas y, sin embargo, siguieron combatiendo hasta el final.
¿Y quién se acuerda de ellos? Nadie. ¿En qué unidad actual, heredera
de la que marcharon a América se sabe siquiera lo que hicieron sus antecesores?
En ninguna, seguramente. Por ello, cuando hace años escribí un libro
sobre ellos le titulé: Banderas olvidadas, porque lo siguen estando, y todos
somos responsables de ello.
— 26 —
SEGUNDA CONFERENCIA
LA CASACA Y LA TOGA.
LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA
MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO
DEL SIGLO XVIII
LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA
MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII
Por JOSÉ L. TERRÓN PONCE*
Señoras y señores:
Pretendemos en esta conferencia, hablar de lo que denominaremos «el
hecho militar en la tercera década del siglo XVIII español», como origen y
causa de lo que ocurrirá después en términos castrenses. Y cuando me
refiero al hecho militar, estoy hablando de un fenómeno complejo, que
excede las fronteras de lo que hoy pueda significar tal concepto. Las razones de tal complejidad estriban en que la sociedad estamental (y piramidal) del Setecientos, tenía en su cúspide un grupo de privilegiados, el
estado noble, que era clase militar por excelencia y derecho de cuna.
Este estamento noble y por extensión militar, representaba la parte activa
de la sociedad, la protagonista en los aspectos político-económicos y de
coacción ideológica. Como tal, ofrecía auxilium y consilium a una Monarquía absoluta (nominalmente al menos) en la que todo el mundo, incluida
la nobleza, debía obediencia ciega.
Pero no nos engañemos. En toda sociedad, dinámica por naturaleza y que
sólo llega a ser perfecta en los manuales y en las diversas utopías de los
pensadores, existen fuerzas centrífugas, y el poder absoluto, que nunca lo
es del todo y además teme no serlo, debe permitir algún protagonismo a
los grupos de presión existentes para lograr un cierto equilibrio inestable.
Así, los monarcas absolutos, a la vez que hacían ostentación de su (pre-
* Doctor en Historia por la Universidad de las islas Baleares.
— 29 —
sunto) poder, repartían juego entre los estamentos más poderosos del
reino, con el fin de obtener su colaboración y convertirlos en soporte del
régimen. Nos referimos sobre todo a la nobleza, omnipresente en la Milicia
y en las Magistraturas, dos conceptos que en el siglo XVIII no son excluyentes, puesto que la Monarquía absoluta en lo político es «también» una
Monarquía militar, por razones tanto teóricas (el monarca es noble y por
tanto militar por nacimiento) como prácticas (defensa del sistema en lo
interior y protección del reino en lo exterior).
La Monarquía absoluta es, pues, una Monarquía militar como decimos y
además todos los signos externos avalan esta afirmación. La presencia
constante de lo castrense en todos los aspectos de la sociedad, la ocupación por militares de los puestos más importantes de la política y la
Administración, el título de generalísimo de Mar y Tierra que se reservan
los reyes, que además habían seguido una política de supresión de ejércitos particulares de la nobleza a favor del Ejército Real, fiel al monarca y
a sus intereses, por más que el coronel de un regimiento siguiera denominándose «propietario» y que la bandera del primer batallón (con las
insignias reales en vez de las armas del coronel) siguiera denominándose
«coronela». Por extensión se prohibía, salvo excepciones escasísimas, de
que un noble levantara un regimiento a su costa aunque podía, eso sí,
pagarse los alamares de capitán de Caballería entregando al Ejército 50
caballos.
También dice mucho en favor de esta incorporación a la Corona de las
prerrogativas militares (que pretendía el total sometimiento de la nobleza
al monarca) la estructuración racional de las unidades militares y su sometimiento a un código común (las Ordenanzas) y a las numerosas «instrucciones» que el monarca enviaba a sus generales, los cuales carecían por
completo de iniciativa sin estas directrices reales, que en algunos casos
fueron incluso publicadas como por ejemplo las de Federico II de Prusia.
Por último, otra medida precautoria que tomaban los reyes era evitar las
maniobras de grandes unidades en tiempos convulsos, por si se diera el
caso de que algún general sintiera lo que César denominaba en sus
Comentarios «deseo de novedades», como ocurrió, por ejemplo en España, en el motín contra Esquilache.
Todas estas medidas iban encaminadas sin duda a fortalecer el poder real,
centralizarlo, excluir de él a las fuerzas vivas (fundamentalmente la nobleza) a las que se incorpora a la cadena de mando de manera jerarquizada
y cuyos ascensos dependen siempre de la arbitrariedad del monarca.
Como ya se dijo, el Rey se reservaba el título de generalísimo de Mar y
— 30 —
Tierra y la figura de los capitanes generales de Ejército (no confundir con
capitanes generales de provincia) pasó a ser un grado honorífico y siempre supeditado a la voluntad real, que en un momento determinado y para
una acción concreta podía concederle a uno de ellos el mando de un ejército expedicionario.
Éste sería, en líneas generales, la situación del hecho militar en la
España de 1759, cuando llega Carlos III para ser coronado Rey. Lo militar, pues, es, en ese momento, un concepto muy ligado a la política y
esta ligazón será un inconveniente y origen de contradicciones y paradojas insalvables cuando el nuevo monarca, con el fin de modernizar el
país, trate de separar de la cabeza del mismo a la alta nobleza del reino
(los grandes de España) y la sustituya por una noblesse nouveau, formada fundamentalmente por juristas procedentes de la Administración
y militares procedentes de la baja nobleza. Los casos más evidentes: los
condes de Floridablanca y Campomanes o los generales O’Reilly y
Ricardos.
Las intenciones de Carlos a su llegada a España y aconsejado por asesores napolitanos (como el marqués de Tanucci, por ejemplo) imbuidos del
espíritu ilustrado, eran de reformas y consiguientemente de modernización del país a la europea, que entonces era tanto como decir a la francesa. Reformas que alcanzarán también al Ejército.
Vamos, pues, a lo largo de esta conferencia a intentar valorar la reforma
militar en tiempos de Carlos III. Para ello hemos elegido un hilo conductor: las disensiones entre algunos altos mandos militares y los gobernantes civiles (en su mayoría abogados); lo que se ha denominado la pugna
entre militares y golillas, tan característica de aquel reinado. Hemos tomado este punto de vista, porque dicha perturbación condicionó en gran
medida la puesta a punto del Ejército, provocó algunos retrasos y mediatizó incluso algunas de las operaciones militares, cuando en éstas se vieron implicados elementos políticos y diplomáticos.
Quiere decirse, pues, que aunque en determinado momento resulte llamativa por su éxito o su fracaso una medida castrense o una operación
militar, tras ella siempre, en esta época, subyacen las luchas por el poder
entre los grupos enfrentados, que representaban, respectivamente, posiciones retrógradas o avanzadas, que en este último caso es tanto como
decir reformistas ilustradas.
Para el análisis en por menor, podemos dividir el periodo en etapas políticas, representadas por los sucesivos gobiernos, que dieron personalidad
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propia a cada una de ellas: el continuismo de los primeros años, el periodo de los ministros italianos y por último el de los españoles, encabezados por la figura política más señera de todo el reinado: José Moñino,
conde de Floridablanca.
Y en la oposición como una constante durante todo el reinado, superando
etapas, la figura inquietante y revoltosa de Pedro Pablo Abarca de Bolea,
conde de Aranda, capitán general de Ejército, y el representante genuino
del pensar castizo y de una personalidad recalcitrante y perturbadora.
Hay desde luego un tema central que da carácter a todas estas reformas
militares. Nos referimos a las importantes Ordenanzas de 1768, porque
serán, de entre las medidas castrenses tomadas durante el reinado del
Tercer Carlos, las que dé mayor proyección hacia el futuro, hasta el punto
que su tratado segundo, verdadero código deontológico militar, ha pervivido hasta nuestros días, inspirando incluso, en cierta medida, a las nuevas Ordenanzas Militares de Juan Carlos I.
Reformas militares, pues, de las que sus éxitos y sus fracasos, «sus luces
y sus sombras» como metafóricamente denominamos en el título de esta
conferencia a los aciertos y a los fallos de sus mentores y fautores, transcurrirán a lo largo del reinado del Tercer Carlos y condicionarán el futuro
de España como potencia en el reinado siguiente.
Las etapas del reinado de Carlos III
Introducción
En el ámbito militar, el reinado de Carlos III se caracterizó por el intento del
monarca y sus colaboradores más directos, de poner al día un Ejército que
llevaba prácticamente inoperativo más de 20 años, tras lo que podríamos
llamar «neutralidad ahorradora» practicada por su hermano y antecesor
Fernando VI.
Pero las reformas militares carlotercistas abordaron también la empresa
más allá de lo puramente castrense y a la par que se trataba de reformar,
desde presupuestos ilustrados, el Estado y aún la sociedad, se intentó
también separar en lo posible lo militar de lo político, demasiado entremezclado según el gusto de los reformadores, en una Monarquía absoluta, que en muchos aspectos y debido al modelo social estamental y el
carácter de la nobleza (estamento militar por excelencia) era, también, una
Monarquía militar.
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Todas estas reformas en lo militar, se llevaron a cabo a la par que las generales abordadas por el monarca, y pueden analizarse dividiendo su progresión en periodos, más o menos significativos.
Primera etapa del reinado (1759-1763)
Carlos III llegó por Barcelona en 1759 a ocupar el trono de las Españas.
El nuevo Rey desembarcó en la Ciudad Condal el 17 de octubre de 1759.
Su primera medida de gobierno fue mantener a la mayoría de los ministros de su hermano para no asustar a las fuerzas vivas, principalmente la
alta nobleza (los grandes), que sospechaban lo que el nuevo monarca traía
en las alforjas, es decir: las reformas pertinentes en clave ilustrada para la
modernización del país, a lo que la mayoría de ellos se oponían, capitaneados por el conde de Aranda, quien a pesar de su fama de volteriano,
no podía desprenderse de su corporativismo nobiliario.
A la par, el monarca colocó en una de las Secretarías vacantes, la de
Hacienda, un homo novus, Leopoldo di Gregorio, marqués de Esquilache,
uno de los consejeros napolitanos que el Rey trajo consigo.
En Guerra, sin embargo, mantuvo el rey Carlos a Ricardo Wall, un irlandés
ministro de su hermano, que hasta que fue sustituido por Grimaldi (otro
italiano) tuvo tiempo de introducir a un personaje, hechura suya, que dará
mucho juego durante la primera etapa del reinado: el general Alejandro
O’Reilly, irlandés como su protector.
Como ya dijimos, Carlos III había desembarcado en Barcelona en el otoño
de 1759. Luego, camino de Madrid, el nuevo monarca tuvo que detenerse en Zaragoza por un mes, a causa de la enfermedad de uno de los infantes. En la ciudad del Ebro y durante la estancia del Rey, ocurrió un hecho
de enorme trascendencia para los años venideros. Nos referimos a la visita de cumplimiento que le hizo un personaje que ocupará páginas y páginas de la historia del reinado del Tercer Carlos: Pedro Pablo Abarca de
Bolea, grande España, conde de Aranda y teniente general de los Reales
Ejércitos.
En efecto, Aranda, que a la sazón contaba 40 años de edad, había metido ya mucho ruido en el reinado anterior; era un verdadero «halcón».
A causa de sus desavenencias con la política fernandina, había sido extrañado de la Corte después de que hiciera dejación de todos sus empleos
y se retirara a sus estados de Aragón, pasando a residir en Épila, lugar
desde donde se desplazó a Zaragoza al encuentro de su nuevo Rey;
— 33 —
«a hacerle la corte». Lo que pasó entonces nadie lo ha contado con precisión, ni quien le aconsejó que sería bien recibido en el séquito real, pero
lo cierto es que Carlos III admitió de nuevo al conde y le restituyó en su
empleo de teniente general. Parece, pues, que el monarca pensaba hacer
uso de un militar (y también un político) tan valioso como el conde aragonés. Pero Aranda, además de hombre de valía, tenía también el genio muy
vivo, enorme ambición y una personalidad demasiado terca y vehemente,
que limitaba sus por otra parte grandes prendas. El duque de Crillon, que
le conoció en el sitio de Almeida, dijo de él:
«[...] no me fío de su orgullo que le impide considerar nada bueno
excepto aquello que provenga de su propia cosecha, de su testarudez, después de haber decidido de una vez si algo está bien o está
mal y sobre todo de su personalidad envidiosa» (1).
Esta es la razón por la que el Rey, aunque le empleara varias veces de
forma ocasional cuando alguna operación militar o política necesitara
de algún «vigor», también le apartaba de la Corte una vez solucionado el
problema. De lo primero disponemos de dos testimonios: el nombramiento de comandante en jefe de la expedición a Portugal (1762) y el encargo
de la represión posterior al motín contra Esquilache (1766), incluida la
expulsión de los jesuitas. Todo lo demás fueron dilatados destierros encubiertos, como la Capitanía General de Valencia o las Embajadas de
Polonia y París.
El encuentro de Aranda con Carlos III en Zaragoza, pues, fue entonces un
hecho relevante en lo político, se trataba, creemos, de una maniobra del
entorno del monarca para ganarse a un personaje que hubiera sido peligroso (y de hecho lo fue) tenerlo enfrente. «Pero también fue relevante en
lo militar», que es aquí lo que más nos interesa. En efecto: el conde aragonés estuvo presente en todo lo relacionado con la Milicia durante el reinado, sea como protagonista (general en jefe en Portugal, presidente de
la Comisión de Ordenanzas, capitán general de Valencia y Castilla la
Nueva y gobernador militar de Madrid) o como acerbo crítico de sus compañeros de armas cuando era postergado en el mando, que supuestamente le correspondía como capitán general efectivo de Ejército, rango
castrense máximo después del Rey y que éste le había concedido en el
año 1763 a la edad de 44 años.
(1) Carta del duque de Crillon al conde de Floridablanca. Mahón, 2 de diciembre de 1781.
Archivo Histórico Nacional. Estado, legajo número 4.230.
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Respecto al Ejército que Carlos III encontró a su llegada, no era éste todo
lo eficiente que se pudiera esperar, dado el descuido en que lo había dejado su hermano y antecesor. La institución castrense se encontraba falta
de oficiales, la tropa en cuadro y necesitada de actualización en doctrina
e instrucción. El nuevo Rey pensaba acometer una auténtica reforma militar para paliar estas deficiencias, como así lo hizo. Pero antes de abordarla en profundidad, había de hacer frente a una serie de necesidades
perentorias, que se le vinieron encima a los escasos tres años de reinado.
Nos referimos a la forzada intervención en la guerra de los Siete Años contra Inglaterra al lado de Francia, obligado por el Tercer Pacto de Familia y
para la que no estaba preparado. Así pues, las operaciones militares que
España llevó a cabo en aquella guerra (invasión de Portugal, defensa de
La Habana) no fueron lo lucidas que se esperaba, tanto por las ya citadas
deficiencias, como por el hecho de que el Ejército español no había participado en una campaña desde los años cuarenta y también, desde luego,
por algo de lo que ya se ha hablado y seguiremos insistiendo: «la excesiva intromisión de la política en el ámbito de lo militar».
Veamos pues, a continuación, el desarrollo de los acontecimientos militares en estos cuatro primeros años de reinado de Carlos III.
El Tercer Pacto de Familia y la guerra de los Siete Años
El rey Carlos, no pudo abordar las reformas que proyectaba para España
de inmediato y no sólo por la prudencia que aconsejaba la fuerte oposición interior que se esperaba virulenta, sino también porque hubo de cumplir los compromisos que con Francia había contraído en el llamado Tercer
Pacto de Familia, por el que hubo de enfrentarse con Inglaterra y sus aliados al final de la guerra de los Siete Años. En efecto: en 1762, España
encontró abiertos dos frentes. En primer lugar el americano, donde los
ingleses tomaron La Habana y en segundo el europeo, en el que tropas
españolas invadieron Portugal, país tradicionalmente aliado de la Gran
Bretaña.
En efecto, en 1762 se inicia la campaña contra el país vecino con un
Ejército poco preparado y al mando de un teniente general anciano y enfermo: el marqués de Sarriá, quien, después de un tiempo hubo de ser sustituido por el conde de Aranda. Ni uno ni otro, no obstante, lograron gran
cosa. Se culpó del escaso éxito de las operaciones a la naturaleza del
terreno y otras circunstancias locales, pero creemos que la causa fundamental del fracaso militar tuvo también connotaciones políticas. Queremos
decir, que resultaba francamente complicado invadir un país en el que la
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reina consorte, Mariana Victoria, era hermana del rey Carlos. Por eso no
podía existir en el real ánimo excesivas energías para invadir Portugal hasta
sus últimas consecuencias. Mala conciencia, que se debió contagiar a los
comandantes de la expedición, que no recibían de la Corte una idea clara
de lo que había de hacerse. De hecho, si observamos el plano de las evoluciones del cuerpo de tropas que invadió el país luso, se ve que nunca llegaron los españoles a penetrar hacia el oeste más allá de un tercio del país,
con escasa voluntad de llegar al Atlántico y mucho menos de entrar en
Lisboa. Las operaciones se limitaron, pues, a la toma de algunas fortalezas
fronterizas con Extremadura (como Almeida) y poco más.
En la guerra de Portugal se vio también una continuidad respeto a épocas
anteriores. El empleo en el mando de las operaciones a los grandes (tanto
Sarriá como Aranda lo eran). También otro grande fue promocionado gracias a esta campaña, el conde de Fernán Núñez, que obtuvo el grado de
capitán de Guardias Españolas (equivalente a coronel en las tropas
de línea) por llevar a la Corte la noticia de la toma de Almeida. También es
cierto que otros menos «grandes» comenzaron a hacer carrera de manera subrepticia en esta campaña como Alejandro O’Reilly que con el grado
de mariscal de campo se lució en el mando de las tropas ligeras y eso le
valió el ascenso a teniente general. Su irresistible ascenso había comenzado. Pronto daría mucho que hablar.
En síntesis, la campaña de Portugal fue el primer acto militar del reinado
en el que ya vemos enormes condicionantes políticos que lo mediatizaron.
La etapa de los ministros italianos:
Esquilache y Grimaldi (1763-1776)
Tras la Paz de París de 1763, Carlos III decidió imprimir mayor ritmo a su
proyecto reformista. Desde ese momento y de forma inequívoca, sustituyó
ministros y colocó en puestos clave a los que en esta segunda etapa del
reinado fueron los artífices del cambio: los italianos Esquilache y Grimaldi.
Así pues, aprendida la lección de Portugal, Carlos III y sus consejeros
napolitanos decidieron acometer, entre otras, la reforma militar. Antes se
produjo el cambio de Gabinete. En efecto: cesaron los ministros antiguos
y los reformadores tomaron el relevo. Uno ya estaba dentro: Esquilache,
que ocupó ahora la Secretaría de Estado en sustitución de Wall, que también perdió la de Guerra en favor de otro italiano, Jerónimo Grimaldi, que
fue el gran protagonista de la siguiente década en el ramo militar.
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La reorganización militar de los territorios americanos
La toma de La Habana por los británicos en 1762 (restituida a España por
el Tratado de París al año siguiente) fue un toque de atención para que
Carlos III abordara inmediatamente la reorganización de la defensa americana. En este sentido, se construyeron o reformaron numerosas fortificaciones y se dio nueva planta a las tropas de guarnición, creando algunos
regimientos de línea y equiparando las Milicias a la normativa de las existentes en la metrópoli.
La reforma de la Artillería
También y a la par que las medidas anteriores, se acometió la reforma del
Cuerpo más técnico del Ejército: la Artillería, presidida nuevamente por un
italiano: el conde de Gazzola y llevada a cabo por el ingeniero francés
Vallière, culminó con la creación de la Academia de Artillería de Segovia.
En efecto: el ingeniero francés Joseph Vallière hijo de otro del mismo
empleo, Jean Florence Vallière que había dotado a Francia de su sistema
artillero consistente en normalizar los calibres y dividir la Artillería en costa,
campaña y sitio, fue el encargado de implantar en España el sistema de
su padre. Por su labor Carlos III le concedió el título español de marqués
de su apellido.
Pero quizás lo más representativo de esta reforma artillera fue la creación
de la Academia de Artillería de Segovia, la cual, además de por razones
prácticas, fue erigida como símbolo palpable de la introducción de la ciencia moderna en España, de ahí la propaganda que se hizo de sus actividades en la Gaceta, normalmente huérfana en tiempos de paz de acontecimientos que no fueran la rutina habitual de la Corte.
Las Ordenanzas de 1768
La necesidad de reformar las Ordenanzas Militares vigentes (las de 1728) se
había hecho sentir ya en el reinado de Fernando VI, durante el cual se había
nombrado una comisión ad hoc, que en 1762 había terminado sus trabajos.
Ese mismo año se publicaron los dos primeros tomos de las nuevas
Ordenanzas, pero al poco se produjo un revuelo y fueron retiradas. ¿Qué
había pasado? Pues nada menos que el conde de Aranda con un grupo de
generales se había opuesto a su promulgación. El malestar de los mandos
militares, al parecer, provenía de dos artículos polémicos relacionados con
la cadena de mando. En efecto: en dichos artículos, además de especificar
muy claramente las funciones del coronel de un regimiento, se le subordi-
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naba directamente a su inspector y a la Secretaría de Guerra, sin que el
Supremo Consejo de Guerra tuviera arte ni parte en la fiscalización de sus
acciones u omisiones. Para los arandistas (que es tanto como decir los
grandes) aquello era casi un golpe de Estado, contra una institución, el
Consejo de Guerra, que controlaba hasta entonces la máquina militar,
habiendo sido hasta entonces la Secretaría un mero órgano de gestión.
Ahora Carlos III pretendía dar preeminencia, no sólo a la Secretaría de
Guerra sino a todas las demás, que era donde se encontraban las personas
clave que iban a decidir pronto los destinos del país, siendo los Consejos,
por el contrario, refugio de los grupos de presión más reaccionarios.
Por tanto este parón a las Ordenanzas lo circunscribimos a la ya bien
conocida lucha por el poder entre Secretarías y Consejos, que ya venía de
lejos, incluso de mucho antes de que Carlos III subiera al trono. De hecho,
Aranda trató durante todo el reinado de restablecer el poder del Consejo,
despreciando al secretario del ramo, pero la única victoria que obtuvo fue
ésta del año 1762. Y encima fue una victoria pírrica.
En vista del revuelo y en este momento de debilidad de la Monarquía,
Carlos III cedió y se nombró una nueva Comisión de Ordenanzas y a la par,
significativamente, se mandó a Aranda fuera de la Corte, a la Capitanía
General de Valencia y Murcia. Su primer exilio dorado. Y no sería el último.
La Comisión terminó sus trabajos en 1768, promulgándose ese año las
que los historiadores han denominado Ordenanzas de Carlos III, que fueron el resultado de una transacción entre los vocales de la Junta nombrada para su redacción, puesto que los había de todas las tendencias del
espectro político de entonces, desde los más reaccionarios hasta los más
innovadores. Estos últimos rozaban los presupuestos de lo que luego
sería el «Ejército nacional», acuñado en la Revolución Francesa que preconizaba como modelo militar a le soldat citoyen.
Esta solución de compromiso no contentó a nadie entonces y debido a la
resistencia al cambio de muchos mandos militares, resultó de difícil aplicación. Algunos de sus artículos eran tan modernos que resistieron el
paso de los siglos. Sobre todo el tratado segundo, verdadero código de
contenido ético atemporal.
El perfil del nuevo oficial: el llamado «oficial de mérito»
A la muerte de Fernando VI, el nuevo reinado se esperaba ilustrado. Esto
para algunos (pocos) representaba una esperanza, para otros, por el contrario, una amenaza. Quiere esto decir, que las tensiones iban a poner a
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prueba el experimento y debía contarse con el Ejército para contenerlas,
al margen de adaptar a la oficialidad a los nuevos tiempos y a los nuevos
modos de pensar, que inexorablemente iban a implantarse, si tenemos en
cuenta que la dinámica histórica sigue siempre inexorablemente su curso.
En consecuencia, debía llevarse a cabo una labor concienzuda para cambiar el perfil del oficial militar. Sobre todo por la desmoralización y el estancamiento profesional y mental que, al principio del reinado del Tercer
Carlos, se encontraban sumidos los cuadros de mando de Tierra, tanto
por su postergación a favor de la Marina, según la política del antiguo
ministro de Fernando VI, el marqués de la Ensenada, como por el hecho
de llevar más de 20 años sin intervenir en campaña, debido a la política
de neutralidad ahorradora del difunto soberano.
El oficial de principios del reinado de Carlos III, salvo las excepciones reservadas a los grandes, era de edad avanzada, porque por entonces los
empleos no se cubrían al generarse una vacante. Por otra parte, la preparación teórica era, no sólo baja sino descuidada, por una oficialidad que basaba su espíritu y honor en la cuna y en el valor probado en combate, del que
hacía ostentación, presumiendo de las heridas recibidas en el campo de
batalla, que además rechazaba cualquier tipo de disciplina formal, basada
en el cuidado del aspecto externo, que atribuían a afeminamiento. Esta oficialidad antigua era también xenófoba, y por tanto enemiga de cualquier
innovación castrense que viniera de fuera. Sobre todo de Francia, cuya
influencia, era evidente debido a su predominio en Europa y a la alianza
dinástica, desde que los Borbones comenzaron a reinar en España.
Desde el momento pues, que Carlos III y sus ministros intentaron modernizar el Ejército y, con él, el Cuerpo de Oficiales, los mandos más conservadores pasaron a una sorda oposición. Al modelo de militar ilustrado,
ellos opondrán «el modelo castizo», representado por el combatiente de
las campañas de Italia, guerra en la que la mayoría de ellos habían obtenido sus méritos; un oficial individualista, poco preparado intelectualmente pero aguerrido y cargado de honrosas heridas; poco reflexivo pero
valiente, dando más rienda suelta al sentimiento patriótico que a la razón
de Estado; descuidado en el vestir pero viril y, finalmente, respondiendo a
todo lo que se le mandare con su honor, medio innato y medio adquirido
por su educación nobiliaria, nunca puesto en duda a priori, impulsor,
intrínsecamente, del deseo de gloria y cuna de virtudes militares.
En el otro extremo del espectro y en consonancia con los nuevos tiempos, los políticos más innovadores de entonces, auxiliados por oficia— 39 —
les de alta graduación afectos también al movimiento ilustrado, trataron
de contraponer, frente al barroquismo de la vieja escuela, la figura de
un nuevo oficial militar, dándole un perfil, digamos, más «neoclásico».
Lo que en los escritos de la época se denominaba «el oficial de mérito,
a la vez especulativo y experimentado» del que nos habla Peñalosa y
Zúñiga (2).
Para entender lo que se esperaba de este nuevo oficial, conviene señalar
sobre qué principios nuevos debía dibujarse su perfil. En primer lugar, la
figura del nuevo oficial se basaba en el modelo imperante en la época, que
entendía el Ejército como una máquina articulada en la que sus miembros
eran eslabones del engranaje y que debían actuar como tales, para lo que
se exigía una verdadera coordinación y unificación de criterios, una «doctrina» en suma. En un artículo salido en el periódico madrileño Correo de
Madrid en 1787, titulado «Instrucción Militar» se dice que «la gran máquina militar y los resortes de toda ella» se fundamentan en el constante uso
de los nuevos valores espirituales y técnicos «seguidos perennemente por
los oficiales subalternos y generales» (3). El mismo artículo (que es un
magnífico testimonio del ideal de militar de la época), nos ilustra como, en
la nueva visión del oficial, se antepone la gloria del Estado por encima de la
gloria personal, en aras de otro principio muy en boga entonces: «la utilidad pública», basada en la filosofía utilitarista de que «lo útil es lo bueno
y no al revés». Lo cual significará a partir de ahora, que la gloria y con ella
el prestigio, no se adquiere para revalidar la casta ante los iguales, sino en
beneficio del Estado primero, y después en el del individuo, pero, respecto a este último, sólo subsidiariamente y de forma accesoria. La reputación es, además, fruto, no del arrojo y valor individuales, sino de la disciplina férrea, practicada como parte del conjunto; como un eslabón de la
cadena de mando.
Otro principio rector del comportamiento ético del nuevo oficial, estribaba
en «el humanismo filantrópico», tan en boga también entre los ilustrados.
El oficial de mérito, pues, debía practicar el amor a la humanidad, el cual
se demostraba con su afabilidad, rectitud en el juzgar y rigor en el castigo, aunque evitando la arbitrariedad, para lograr así el amor y confianza
de los soldados y practicando la guerra defensiva, ahorradora de sangre,
(2) PEÑALOSA Y ZÚÑIGA, Clemente de: El honor militar. Causas de su origen, progresos y decadencia, o correspondencia de dos hermanos desde el exército de Navarra de Su Magestad
Católica. Benito Cano. Madrid, 1795.
(3) «Instrucción Militar», Correo de Madrid, 15 de septiembre de 1787, número 95 pp. 421 y
siguientes. Apéndice documental, documento número 2.
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típica de la época, basándose en el principio de «hacer la guerra para conseguir la paz», cuando llegara a los más altos rangos de la Milicia.
Este espíritu nuevo debía ir acompañado de una acendrada preparación
técnica basada en los principios de la ciencia moderna, que es tanto
como decir los del método hipotético-deductivo aplicado al arte de la guerra. Como dice al respecto el anónimo autor del provechoso artículo citado: «ejecutando sobre el terreno complicadas operaciones y demostrándolas sobre el papel».
En sentido específico, el oficial (particular y general) debía dominar ciertas materias comunes: táctica, trigonometría (para la medida de terrenos,
plano de un campo de batalla, de una población o fortificación), conocimientos de poliorcética (defensa y ataque de las plazas); mecánica (para
los trabajos de sitio y marchas); hidráulica para la construcción de puentes y diques, geografía para conocimiento general y particular de
los Estados que puedan ser teatro de la guerra y dibujo para el diseño
de planos.
Evidentemente las innovaciones que intentaron actualizar la oficialidad
militar española en la segunda mitad del siglo XVIII, no fueron la panacea.
En primer lugar porque ésta no existe y, en segundo, porque el contexto
sociopolítico no era el adecuado. En efecto: una sociedad nobiliaria terminal, exacerbada por sus contradicciones, necesitaba algo más que las
tenues reformas que se plasmaron en la nueva Ordenanza. Por todo ello,
dichas innovaciones produjeron efectos muy variados. Por un lado el
cambio del sistema de ascensos (basado ahora en la meritocracia) tenía,
como es natural, sus ventajas y sus inconvenientes. En última instancia la
condición humana impone sus vicios y virtudes, que influyen y condicionan cualquier alternativa. Por eso, si bien por un lado la antigüedad no
aseguraba eficacia si no iba acompañada de concurso de méritos, por el
otro el método electivo, podía inclinar, no sólo al favoritismo sino, con
posterioridad, a la insolencia de los favoritos. En efecto: en una época en
que los nombramientos militares tenían una naturaleza esencialmente
política, se ascendió a legiones de oficiales por el simple motivo de templar los ánimos. El fenómeno de las «promociones», siguió vigente y en los
aproximadamente 30 años que median entre la promulgación de las
Ordenanzas Militares de Carlos III y el fin de siglo, la plantilla de oficiales
generales se infló considerablemente y todo para acallar protestas en los
momentos más críticos, como en el fracaso de Argel o la guerra de la
Convención, y también para eliminar disidencias aprovechando una victoria, como por ejemplo la toma de Menorca en 1782.
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Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que este uso prolijo de la magnanimidad real, produjo también buenos resultados, permitiendo el encumbramiento de buenos generales que darían mucho juego. Ejemplos de
ello fueron el napolitano Pablo Sangro (príncipe de Castelfranco) y el
valenciano Ventura Caro que se distinguieron en Mahón, Gibraltar y la
Convención; Francisco Javier Castaños, el héroe de Bailén, José de
Urrutia, Antonio Ricardos, Manuel de Aguirre. ¿Y qué decir de los ilustrados marinos, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Vargas Ponce, Tofiño, Mazarredo, Escaño, Alcalá Galiano, Gravina o Churruca?
El motín de Esquilache
En el año 1766 el conocido motín de las capas y sombreros, que acabó con
la privanza del marqués de Esquilache, produjo en la Corte un miedo cerval
a un golpe de Estado. En el terreno militar se notó también la impronta del
motín. Es evidente que el susto iba a afectar a reforma de las Fuerzas
Armadas, sobre todo en su papel de garantes del orden interno. Se hizo
necesario intervenir para asegurar la fidelidad del Ejército al Régimen y a su
política de reformas. A partir del año 1766 se trabajó en este sentido, mejorando las condiciones de vida del soldado, (aumento del prestigio, mejora de
las instalaciones de los acuartelamientos) y desde luego eligiendo oficiales
«ilustrados» afectos a la política modernizadora del Régimen. En este último
sentido, cobra significación el nombramiento de extranjeros en puestos clave
en el ámbito castrense, como por ejemplo el irlandés conde de O’Reilly de
inspector de Infantería, al que se dieron plenos poderes e incluso se le permitió acceder a la Real Persona al margen del secretario de Guerra, que
desde 1766 era el teniente general Gregorio Muniáin, quien había sustituido
a Grimaldi, cuando a éste se le encargó la cartera de Estado a la salida de
Esquilache, sacrificado políticamente en aras de la pública tranquilidad.
El teniente general O’Reilly, pues, fue el gran protagonista militar de toda
una década; la que transcurre entre los años 1766 y 1776. El Rey le confió, prácticamente toda la reforma de la Infantería, a la par que en Caballería haría lo propio Antonio Ricardos, otro general de origen irlandés
(Ricardos corresponde a la castellanización del apellido Richards).
Por otra parte, la reforma militar debía circular a la par con la reforma política y aquí debemos señalar que una y otra parcela (la política y la militar)
se encontraban muy unidas al principio del reinado, por la propia esencia
de la Monarquía absoluta, en cuyo seno era protagonista eminente la alta
nobleza, considerada por naturaleza, como el estamento militar por excelencia del reino.
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En esa situación, los ilustrados trataron de darle al Estado una impronta
más civil y lo realizaron en varios campos. En primer lugar llenando las
Secretarías de personas de la carrera jurídica (los llamados despectivamente golillas por la oposición) y procurando encumbrar al político civil y
rodearle de las prerrogativas que antes tuviera la clase militar-política.
En este contexto se sitúa la creación en 1771 de la Real y Distinguida
Orden de Carlos III, todo un símbolo que molestó a la clase militar —que
la creía fundada «contra» las cuatro Órdenes Militares para premiar y por
tanto dar preferencia a los civiles— y que fue origen de tensiones.
Por último, en toda esta complicada dinámica no podemos olvidar la figura
que enlaza el periodo anterior con éste y que incluso lo rebasa: el conde
de Aranda, de quien, no por casualidad, poníamos en candelero a la llegada
del Rey a España. La poderosa figura del conde aragonés se extendió como
una sombra a lo largo de todo el reinado. Aranda fue el elemento perturbador, origen de muchos de los quebraderos de cabeza de ministros, consejeros y del propio Rey. Aranda, en efecto, a quien en este periodo que nos
ocupa ahora, (1763-1776) se le dio al principio gran protagonismo, como presidente de la Junta de Ordenanzas y del Consejo de Castilla, como gobernador militar de Madrid y capitán general de Castilla la Nueva (Capitanía que
se creó específicamente para él) y desde luego como ejecutor de las represalias que siguieron al motín de 1766 con el encargo de buscar los culpables
y de expulsar a los jesuitas a los que se acusó de promoverlo.
Cumplida la misión con su acostumbrada energía, y por tanto digno del
Real Aprecio, Aranda, sin embargo, comenzó a ser un elemento incómodo
en la Corte, enemistándose por muchas y diversas razones con ministros,
consejeros y otros cargos políticos y militares, entre estos últimos con el
propio O’Reilly, que le resultaba insufrible. Y por si fuera poco, encabezó
una especie de cenáculo político (nos resistimos a llamarle partido) al que
se denominó «los aragoneses» en el que militaban altas jerarquías militares, hechuras del conde, que se oponían a la postura oficial y que, con otra
facción opositora, la que Teófanes Egido denomina «el partido español» (4)
adoptaron una clara posición antirreformista y desde luego xenófoba.
A pesar de todo ello, Carlos III optó una vez más por la reforma y el conde
aragonés acabó enviado a la Embajada de París en 1773, su tercer exilio
dorado, después de Varsovia y Valencia.
(4) EGIDO, Teófanes: Opinión pública y oposición al poder en la España en el siglo XVIII.
Valladolid, 1971.
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Así pues, allanado el camino, el general O’Reilly pudo continuar su labor
y en 1774 fundó la Academia Militar de Ávila, mientras Ricardos hacía lo
propio con la de Caballería de Ocaña. Pero la estrella del irlandés se eclipsaría al año siguiente. Demasiado ambicioso, confiado en exceso en su
capacidad, cometió el error de creer que podía conquistar Argel desde
los presupuestos de la táctica prusiana y fracasó. El conde fue otra víctima del racionalismo imperante, que consideraba ponderable cualquier
situación.
El fracaso de Argel acabó con el protagonismo de O’Reilly, aunque no con
su privanza. El Rey, resuelto a seguir protegiéndole, le nombró capitán
general de Andalucía. No obstante y aunque más cercano que el de París,
éste no dejaba de ser otro exilio dorado.
Y con O’Reilly cayó también el ministro Grimaldi. Alejados así los extranjeros del Gobierno, Carlos III, aunque manteniendo el empeño en las reformas, dio un nuevo giro a éstas. A partir de ahora las tratarán de llevar a
término ministros españoles, aunque criados en la escuela de los anteriores. Había sonado la hora de los Floridablancas y Campomanes, con lo
que se iniciará el último periodo del fecundo reinado del Tercer Carlos.
No vamos aquí a contar la campaña de Argel, llevada a cabo en 1775 por
O’Reilly, por resultar demasiado prolija, pero si presentarla como expedición militar tipo del reinado de Carlos III (habrá otras parecidas, como la de
Menorca), en la medida en que en sus entresijos había demasiadas connotaciones políticas, puesto que en el estado mayor del general en jefe
(que era de origen extranjero como sabemos) estaban representados dos
bandos: los arandistas del partido aragonés y lo que éstos denominaban
«los barbilampiños de Ávila», es decir las hechuras del general irlandés (5).
Evidentemente cuando falta la unidad de mando, hay un desacuerdo total
con la Marina (aspecto este también endémico entonces y muy entreverado de política) y se intenta atacar «a la prusiana» a una horda de camelleros que atrajeron a la tropa española a una emboscada en vez de presentar batalla en línea, la certeza del fracaso es casi absoluta.
Total, derrota, enorme impresión en la opinión pública y O’Reilly apartado
de la Corte a la Capitanía, General de Andalucía, de donde no volvió en
todo el reinado. Pero la derrota no sólo le costó la privanza al general irlandés. También cayó Grimaldi, arrastrado por la crisis.
(5) Entre ellos se encontraba Bernardo de Gálvez, que luego en 1781 realizaría con éxito la
toma de Pensacola.
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La etapa final del reinado (1776-1788)
La caída en desgracia del marqués de Grimaldi en 1776, supuso el fin de
lo que podríamos denominar la etapa «italiana» del reinado de Carlos III.
Desde este momento, tomará el relevo una generación de políticos nacidos en España y generalmente juristas. Entre ellos destaca, sobre todo, la
señera figura de José Moñino, conde de Floridablanca que, como secretario de Estado, dará su impronta al periodo.
En efecto, el conde murciano, no sólo abordó los problemas que correspondían a su Secretaría sino que, con una óptica global de gran estadista, intentó promover un verdadero Consejo de Ministros (la Junta Suprema
de Estado) que coordinara los esfuerzos de los distintos ramos de la
Administración (a la sazón prácticamente independientes unos de otros).
En esta línea aglutinadora el conde fue incorporando poco a poco a su
persona, atribuciones que no le correspondían y con ello provocó la animadversión de sus compañeros de Gabinete y desde luego de la oposición política de entonces, representada por los grupos «castizo y aragonés»¸ de los que ya se ha hablado.
En este proceso integrador, el conde de Floridablanca se ocupó del ámbito castrense, tanto en lo relativo a la estrategia que a España le interesaba plantear en el contexto de las potencias de entonces, como en la
dirección de las operaciones militares cuando las hubo.
Al mismo tiempo, no descuidó lo que podríamos denominar «la cuestión
político-militar», es decir: conseguir desde presupuestos ilustrados, disminuir la impronta castrense en la gobernación de una Monarquía, que
aunque de base aristocrática, deseaba adaptarse a los nuevos tiempos y
ello pasaba por alejar a los mandos militares de las altas instancias del
poder político, sustituyéndolos por civiles, normalmente de la carrera jurídica. Incluso en la Secretaría de Guerra, donde por primera vez se nombró un civil (Miguel de Muzquiz) a la muerte del teniente general conde de
Ricla en 1780.
Evidentemente esta posición digamos, «civilista», no gustó a ciertas jerarquías militares que no estaban dispuestas a tolerar el cambio. A su frente
se puso el capitán general conde de Aranda, a quien otra vez más veremos en primer plano. La oposición a Moñino vendrá fundamentalmente
del conde aragonés y sus partidarios. Es la nueva faz de este periodo,
una vez más, del enfrentamiento entre la casaca y la toga. La crisis estaba
servida.
— 45 —
Este conflicto, larvado durante la etapa anterior y ahora puesto en evidencia por la actividad del conde murciano (y también, entre otros, del
conde de Campomanes desde el Consejo de Castilla) tuvo su punto álgido con la promulgación de un decreto sobre honores militares, que
ampliaba éstos a personalidades civiles en el ámbito político. La medida
provocó las iras de muchos y creó no pocos disgustos al secretario de
Estado.
Entre tanto, la prensa de entonces, más suelta como consecuencia de algunas medidas liberadoras en los años ochenta, se hizo eco del debate político-militar e incluso algunos militares ilustrados estrenaron pluma en algún
periódico madrileño, sacando a la luz los problemas de la profesión y aun
ampliando su ámbito de análisis y mezclándose en los grandes debates de
la sociedad de entonces. En este sentido, destacaron con luz propia dos oficiales del Arma de Caballería: Manuel de Aguirre y José de Cadalso.
En punto a campañas, esta etapa del reinado fue bastante más fructífera
que la anterior. En efecto: a partir de 1779 y una vez más en el contexto
de los pactos familiares, España entró en guerra contra Gran Bretaña. Es
el momento en que Floridablanca, aprovechando la provecta edad de
Miguel de Muzquiz, secretario de Guerra, y saltándose también la autoridad del de Marina, marqués González de Castejón, tomó absolutamente
las riendas del conflicto, incluso las de las propias operaciones militares,
obteniendo algunos éxitos y como mínimo la recuperación de la moral y el
prestigio del Ejército, un tanto mermado por las campañas del periodo
anterior. Así, la toma de Pensacola en América y la recuperación de la isla
de Menorca en el Mediterráneo, seguido por el gran despliegue frente a
Gibraltar, marcó un hito en el reinado y situó de nuevo a la Monarquía en
un plano de mayor equilibrio respecto a sus rivales (6).
Con todo y a pesar de que de esta campaña que terminó en 1783, el
Ejército y la Armada españoles salieron prácticamente indemnes, los
cuantiosos gastos que supuso la misma, dejaron exhaustas las arcas del
Estado y ello condicionó las reformas militares en curso, que no pudieron
avanzar por esta causa. En efecto: a partir de 1783, el Archivo de la
Secretaría de Estado se llenó de unos denominados «proyectos alambicados para el Ejército». Es decir, planes para reducir a lo indispensable los
gastos militares.
(6) Sobre las campañas de Menorca y Gibraltar, véase, TERRÓN: Ejército y política... opus citada especialmente la segunda parte y El gran ataque a Gibraltar de 1782. Análisis militar,
político y diplomático. Ministerio de Defensa. Madrid, 2000.
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Colofón: las Capitanías Generales
De la misma forma que el Ejército en sí, fue colocado en el punto de mira
de las reformas carlotercistas, no podía ocurrir menos con los organismos
más políticos de la «Institución Militar», es decir, las llamadas Capitanías
Generales, órganos de gobierno de las provincias de la Monarquía y
desde luego el Consejo y Secretaría de Guerra, que había que adaptar a
los nuevos tiempos, a la par que superar rivalidades y conflictos de competencias entre uno y otro Departamento, que al igual que en otros ramos
de la Administración Central, se encontraban enfrentados desde principios de siglo en una lucha por la preeminencia política.
Tras la publicación de los Decretos de Nueva Planta para Aragón y
Valencia (1716) para Mallorca (1715) y para Cataluña (1716), se estableció
la gobernación centralizada de estos antiguos reinos periféricos de la
península Ibérica a la manera de Castilla, es decir, mediante las Audiencias, formadas por letrados y militares en Junta de Gobierno y cuyo presidente será en adelante el capitán general.
La máxima autoridad castrense de la región será desde entonces el sustituto en la nueva Administración, basada en el centralismo absolutista de
cuño francés, de los antiguos virreyes de la época de los Austrias (salvo
en Navarra). Las decisiones (relativas) que tome la Junta de GobiernoAudiencia se ejecutarán con el voto mayoritario de sus miembros. A eso,
a esa manera de gobernar las provincias, es lo que se denominó «el Real
Acuerdo». El Decreto de Nueva Planta para Cataluña fue el paradigma de
la nueva Administración y refleja claramente el carácter político-militar de
la autoridad del capitán general:
«[...] he resuelto que en el referido Principado se forme una
Audiencia, en la cual presida el Capitán General o Comandante
General de mis Armas, de manera que los despachos, después de
empezar con su dictado, prosigan en su nombre» (7).
Los citados Decretos de Nueva Planta adolecían de numerosas ambigüedades, por ejemplo no detallaban las facultades del capitán general, con
lo que resultaba a veces poco reglados, tanto el voto como la composición de la Junta de Gobierno, dando lugar a lo largo del siglo, a numerosos conflictos de competencias entre éste y los magistrados civiles de la
Audiencia, tras lo cual, en realidad, se escondía larvado el conflicto entre
(7) Novísima Recopilación, ley I título IX libro V.
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la preponderancia militar y la civil en cuestiones de gobierno político; entre
militares y togados o militares y golillas, en el decir de la época.
De hecho, todo el siglo estuvo salpicado de incidentes relacionados con
esta cuestión. En esta tesitura, la Audiencia cuestionará la autoridad del
capitán general al menor síntoma de debilidad y éste tratará de imponerse
y recuperar lo perdido cuando las circunstancias (en Madrid) le sean favorables. Por su parte, la Administración Central actuará unas veces de
moderadora y otras como simple beligerante en uno u otro sentido.
El problema perfilará los avatares de la política interior española en la primera mitad del siglo, acompañando casi siempre a las —más o menos—
periódicas crisis de los reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV.
La Audiencia aspirará, general y machaconamente, a librarse del capitán
general, al que tratará de arrinconar en sus funciones específicamente
militares y a despachar directamente con el Rey a través de la Cámara de
Castilla, en cuestiones de índole política. Para ello boicoteará siempre que
pueda la actuación de la máxima autoridad castrense y arrancará del
Gobierno de Madrid (cuando la coyuntura le sea favorable para ello) algún
Decreto aclaratorio de la Nueva Planta a favor suyo.
Por otra parte, no solamente los Decretos de Nueva Planta eran ambiguos. Lo era también toda la estructura político-territorial, en el sentido
que había sido creada con el cambio de dinastía y en el contexto de una
guerra civil, con todas las tensiones inherentes a un acontecimiento de
este tipo y la necesidad posterior de pactos y transacciones para mantener la quietud social y política.
En una atmósfera así, era prácticamente imposible que no se produjeran
contradicciones suficientes como para que cada cual, con intereses partidistas o corporativos, no arrimara el ascua a su sardina. A esta situación,
habría que añadir lo poco proclive a las declaraciones positivas en una
sociedad acostumbrada al Derecho Consuetudinario y al hecho de que a
un noble nadie tenía que recordarle sus deberes, que suponía tener en
grado eminente por razón de la cuna. Un noble, que también por naturaleza, pertenecía a la clase militar.
Así pues, el centralismo absolutista se daba por hecho y Felipe V lo
implantó, desde Castilla y al modo de Castilla, a los reinos periféricos de
la Monarquía Hispánica y además con una específica impronta militar en la
medida que se hacía por derecho de conquista y por la necesidad de ejercer sobre los derrotados lo que el marqués de Risbourg, capitán general
de Cataluña entre 1722 y 1736, denominaba «un vigilantísimo gobierno»,
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sobre todo —añadía— «por el genio belicoso e inquieto de los catalanes»
(8). Quería esto decir, que el motivo de la implantación fue consecuencia
de la contienda civil y por tanto el Real Acuerdo no afectó a los territorios
castellanos, salvo a Murcia, que pasó a formar parte de la Capitanía
General de Valencia.
Después de estas regulaciones y a la altura del año 1717, las Capitanías
quedaron establecidas de la siguiente forma: Aragón, Cataluña, Valencia y
Murcia sujetos al Real Acuerdo al que se incorporarían paulatinamente
Andalucía, costa de Granada, Extremadura y Galicia. Paradójicamente y
desde el punto de vista territorial, Castilla quedó al margen, gobernada en
nombre del Rey exclusivamente por la Chancillería de Valladolid e incluso
sin Capitanía General expresa, hasta que, con ocasión de los motines de
1766, se creó ésta en la persona del conde de Aranda.
Por otra parte y al margen de los condicionamientos externos, derivados
del origen bélico de la organización territorial, que condicionó su desarrollo y generó contradicciones, también su ambigüedad se vio favorecida
por la actitud personalista de los que la toleraron y aun favorecieron en
función de sus intereses personales. De hecho, da la impresión de que
nadie tuvo nunca intención de abordar el problema sino de parchearlo. En
todo caso lo único que se hizo fue colocar en el lugar preciso a personas
afectas que de momento soslayaran el dilema sin resolverlo, cerrando en
falso las crisis y limitándose a paliar sus efectos con medidas coyunturales, lo cual provocaba que los problemas resurgieran.
En este sentido, la fuerte impronta militar de la gobernación provincial
—y también la pugna entre la casaca y la toga— se mantuvo toda la primera mitad del siglo. Pero al llegar Carlos III y debido a la tendencia más
civilista de este reinado ilustrado, parece que se tomaron algunas medidas para suavizar las tensiones. Así, cuenta Molas Ribalta que en el año
1766, en la toma de posesión del conde de Sayve como capitán general
de Valencia, se observó, que aunque tenía el real despacho de la
Secretaría de Guerra que le facultaba como titular de la Capitanía, carecía
de la cédula de la Cámara de Castilla con la que los capitanes generales
se habilitaban para la posesión del cargo de gobernador político y presidente de la Audiencia. No obstante la cosa no pasó a mayores y Sayve fue
(8) Risbourg al arzobispo de Valencia, gobernador del Consejo de Castilla, Barcelona 18 de
octubre de 1727 Archivo Histórico Nacional. Estado, legajo número 2.939, expediente
número 68.
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investido (9). En todo caso, esta omisión parece indicar algún tipo de cambio de actitud, que sin embargo no prosperó. Quizás los motines del año
1773 en Barcelona contra las quintas tuvieron algo que ver en ello.
Al mismo tiempo que ocurría lo de Valencia, y como ya se ha mencionado antes, ese mismo año y forzado por los acontecimientos del motín de
Esquilache, Carlos III creó la Capitanía General de Castilla la Nueva en la
persona del conde de Aranda, nombrándole además gobernador de
Madrid. En realidad esta Capitanía no tenía sentido, siendo Madrid la
Corte y por tanto la capital del reino. Se creó más por motivos de seguridad. La prueba de ello es que a dicha Capitanía no se le extendió el Real
Acuerdo, es decir: nombrando presidente de la Chancillería de Valladolid
al capitán general. Hubo que esperar a finales de siglo, en 1800, en pleno
reinado de Carlos IV, para que se le concediera, completando así la
estructura provincial creada a principios de siglo y que, con esta medida,
a las postrimerías de la centuria, se zanjaba con una clarísima preeminencia de la autoridad militar sobre la civil en términos políticos, a pesar de
los esfuerzos en contrario que había hecho Carlos III.
Otra cuestión a señalar es, que durante el reinado de los primeros
Borbones, se observa la presencia permanente de extranjeros en las
Capitanías. Hecho que reafirma la idea de que se procuraba beneficiar a
éstos en ciertos cargos, para evitar el exceso de poder en manos de personajes nacionales, algunos de los cuales militaban en grupos de oposición al régimen, sobre todo en el reinado de Carlos III, en el que se intentó una reforma en profundad de las estructuras del Estado, de la sociedad
y aun de la Milicia que fue contestada desde varios ángulos.
El fenómeno de los extranjeros en el ámbito de las Capitanías puede
seguirse claramente en Cataluña donde, por ejemplo, fueron capitanes
generales Sterclaes-Tilly y Risbourg; el marqués de Croix que lo fue de
Galicia; el conde de O’Reilly en Andalucía y Caylus, Sayve, Vanmark, Croix
y Crillon en Valencia (10).
(9) MOLAS RIBALTA, Pedro: Militares y togados en la Valencia borbónica. Actes du premier
colloque sur le Pays Valencien a l'Epoque Moderne, pp. 171-186. Valencia, 1980.
(10) MOLAS RIBALTA, Pedro: opus citada, p. 178.
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TERCERA CONFERENCIA
AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO
AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO
Por FERNANDO PUELL
DE LA
VILLA*
Sean mis primeras palabras, como decían los oradores decimonónicos,
para dar las gracias al presidente y vocales de la Comisión Española de
Historia Militar (CEHISMI) por su amable invitación a participar en este
ciclo de conferencias.
Voy a tratar un tema inexplorado que sacará a la luz una de las facetas
menos conocidas de uno de los personajes más ilustres formados en las
filas del Ejército español, hoy muy olvidado por sus compañeros de armas
y también por la mayor parte de los historiadores.
Me refiero al capitán general del Ejército don Pedro Pablo Abarca de Bolea
y Ximénez de Urrea, décimo conde de Aranda, y a sus aportaciones al arte
militar y a la política de defensa del último tercio del siglo XVIII, que para
él debía de tender básicamente a preservar intacto el legado americano
de la Corona española.
Desgraciadamente, no creo que muchos españoles sepan quién fue
exactamente el conde de Aranda, y estoy convencido de que de esta
minoría sólo unos pocos tendrán conciencia de su condición de militar
de carrera. Y el panorama, desde el punto de vista historiográfico, es
desolador.
El único estudio que he podido consultar sobre su faceta militar se remonta a 1931, y consiste en un folleto de 22 páginas, prácticamente desco-
* Coronel de Infantería (reserva).
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nocido, titulado: Una reforma militar del siglo XVIII. Breve nota y comentario sobre algunos tropiezos mal conocidos de D. Pedro P. Abarca de
Bolea, décimo Conde de Aranda.
No obstante, si algo caracterizó al conde de Aranda, y en ello se muestran
conformes cuantos autores se han aproximado al personaje, fue su dedicación a la Milicia, vocación y afición a las que supeditó cualesquiera
otras de las que desempeñó a lo largo de su dilatada biografía.
En su caso, además, no hay pretexto que justifique esta lamentable
postergación. Pocos militares habrá, por no decir ninguno, que hayan
dejado tras sí un fondo documental tan copioso como el del general
Abarca, fondo procedente de la exhaustiva requisa que Godoy ordenó
realizar en sus casas de Madrid y Aranjuez en el momento de enviarle
a prisión.
En esta documentación, hoy desperdigada en más de 50 legajos de la
Sección de Estado del Archivo Histórico Nacional, señorea lo castrense e
incluye cientos de análisis, propuestas, planes y dictámenes relacionados
con asuntos militares, dictados e incluso manuscritos por él a lo largo de
su vida pública.
También conserva decenas de estudios referentes a otros Ejércitos y
Armadas europeas recopilados por él, especialmente durante los 14 años
que ocupó el puesto de embajador en París, que ponen de manifiesto su
gran interés y dedicación profesional.
Por si ello fuera poco, a principios del siglo XIX, se publicaron, bajo el título: Reflexiones sobre la Paz y la Guerra, que escribía el Excmo. Sr. Conde
de Aranda, algunos extractos del tratado militar con el que, como postrera contribución a su oficio de soldado, intentaba mitigar los rigores y sinsabores del exilio aragonés.
Este ingente fondo documental permite conocer en profundidad el pensamiento de Aranda en relación a lo que hoy denominamos política de
defensa, y también sus planes y proyectos de política militar.
Como es lógico, su preocupación por estos temas no se materializó hasta
el año 1762, cuando Carlos III le puso al frente del Ejército de operaciones
de Portugal. A partir de esa fecha y hasta la de su proceso en 1794, los
problemas de la defensa y seguridad del reino ocuparán lugar preferente
en cuantas comunicaciones, públicas y privadas, presente al monarca, a
los ministros, a sus compañeros de armas y a sus colegas del mundo
diplomático.
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En política de defensa, desde los primeros escritos y hasta su muerte,
mantuvo obsesivamente el criterio de que España debía afrontar un único
riesgo: América, y que la amenaza procedía prioritariamente de Gran
Bretaña.
En política militar, sin embargo, mantuvo criterios poco plausibles para
su tiempo, y procuró acomodar su pensamiento al acelerado proceso
de cambio que le tocó vivir, con singular lucidez, pero escaso poder de
convicción.
El conde, inicialmente, planteó sus proyectos militares en términos muy
agresivos, haciendo valer el dicho de que no hay mejor defensa que un
ataque. A partir de la independencia de Estados Unidos, y más acusadamente desde que el estallido revolucionario francés desbarató el Pacto de
Familia, la belicosidad que le había caracterizado se templó y pareció convencerse que sólo por la vía del neutralismo armado sería viable contrarrestar las dos amenazas, esta vez ideológicas, que se cernían sobre
la Monarquía Hispana: la norteamericana en las Indias y la ultrapirenaica
en la Península.
Dado el objeto de estas Jornadas, esbozaré en primer lugar cómo concebía el conde de Aranda lo que hoy denominamos política de defensa y
política militar. A continuación, analizaré sus planteamientos con respecto
a la América Hispana, y su postura ante el proceso de independencia de
Estados Unidos, y por último hablaré brevemente del dramático final de su
carrera política.
Política de defensa y política militar
Como es bien sabido, ayer y hoy, la política de defensa viene condicionada por los objetivos que marca la política exterior. Cuando un Estado carece de política exterior, o los objetivos son ambiguos, la política de defensa
se resiente y con ella todo el sistema militar. Buen ejemplo de ello es el
caso de España, desde el final de la guerra de la Independencia hasta que
los gobiernos de la transición decidieron que el eje de nuestra acción exterior pasaba por Bruselas, en lo político, en lo económico y en lo militar.
No era éste el caso en tiempos de Carlos III. La política exterior fue clara
y estable durante su reinado. Claridad y estabilidad palpables en que las
Instrucciones preparadas por Grimaldi para Aranda, en 1773, cuando se
le nombró embajador en París, apenas se diferenciaron de las dirigidas
por Floridablanca a su sucesor, el conde de Fernán Núñez en 1787.
— 55 —
En ambos documentos, lo sustancial era la importancia atribuida a la
alianza francesa y la desconfianza y recelo hacia las intenciones de Gran
Bretaña. Al resto de países europeos apenas se les prestaba atención, y
sólo en función de la posible incidencia que sus disputas tuvieran sobre la
conflictividad hispano-británica. La única novedad de la Instrucción de
1787 era una referencia a Estados Unidos, a propósito de su «conducta
con nosotros» en el Pacífico.
Sorprende, en este segundo documento la total falta de referencias a la
situación interna de Francia, donde ya se había iniciado el proceso revolucionario. Proceso que hará tambalearse toda nuestra política exterior,
desorientará a los encargados de dirigirla y acarreará la destrucción de la
Flota, del Ejército, del Erario y, por último, del Imperio americano.
Durante el reinado de Carlos III, aun siendo semejantes los mimbres con
los que Grimaldi y Floridablanca hubieron de tejer su política de defensa,
se advierten diferencias entre la guerra de objetivos limitados que ambos
planteaban, y lo que opinaba Aranda al respecto. Para un hombre, que
intuía con medio siglo de antelación los principios enunciados por Clausewitz en 1830, la guerra debía ser total y orientada a la destrucción de las
fuentes de riqueza del adversario.
Aranda no pareció entender nunca la mentalidad de Carlos III y sus ministros. Hombres de su tiempo, tal como diagnosticó el general Díez-Alegría
en el magnífico artículo que escribió para la CEHISMI en 1984, se sentían
muy satisfechos de haber «encorsetado» la guerra, y actuaban convencidos de que su racionalización era consecuencia directa de las virtudes de
la Ilustración y el mejor símbolo de los avances del Siglo de las Luces.
¿Podríamos sostener entonces que el conde de Aranda había concebido
una política de defensa original y distinta a la definida por la Secretaría
de Estado? La reciente historiografía española, a excepción de la escuela
de Rafael Olaechea y Ferrer Benimeli, apenas ha prestado atención a sus
ideas políticas, y menos a la vertiente castrense de las mismas, ante la
fascinación provocada por la figura de Floridablanca.
Los hispanistas no emiten juicios de valor sobre su faceta pública, salvo
en relación a su supuesto enciclopedismo, y algún historiador británico
incluso ha llegado a afirmar que careció de ideas propias y que su única
preocupación fue «restaurar el orden y la confianza» durante los años que
presidió el Consejo de Castilla.
La realidad, al menos en materia de defensa, apunta a lo contrario. Hasta
el momento, los contados estudios dedicados al Ejército de la Ilustración
— 56 —
sólo han destacado la importancia y trascendencia de su labor con respecto a las Ordenanzas de 1768. Sin embargo, Aranda podría en justicia
formar parte del escaso elenco de tratadistas militares que ha producido
nuestra nación. Redunda en perjuicio suyo que no llegara a publicar su
pensamiento, salvo en el opúsculo del que se habló al inicio del artículo,
y sea necesario rastrear en manuscritos dispersos para encontrarlo.
Entre éstos, he seleccionado tres que permiten contemplar la evolución de
su pensamiento.
En el primero, fechado en el año 1768, se mostraba partidario de elaborar
una política de defensa basada en el actual concepto de disuasión armada. En el segundo, suscrito en el año 1770, Aranda formulaba la revolucionaria teoría de que la guerra no debía limitarse a destruir el ejército contrario, sino sobre todo las bases de su economía. Y en el tercero,
elaborado en 1776, contemplaba la guerra subversiva como un procedimiento muy eficaz para minar la fortaleza del adversario.
El primer documento, el fechado en el año 1768, lo escribió cuando todavía gozaba de la confianza y aprecio de Carlos III y un par de meses antes
de hacerle entrega de su obra más trascendental: el tratado segundo de
las Ordenanzas, publicadas pocas semanas después. Se trataba de rebatir el proyecto presentado por José Gregorio Muniáin, secretario del
Despacho de Guerra, para aumentar la plantilla de los regimientos de la
Milicia Provincial, a costa de reducir los efectivos de la Infantería de Línea.
Aranda, en su papel de presidente del Consejo de Castilla, recibió el
encargo de dictaminar el proyecto, y en lugar de limitarse a ello, elaboró
una contrapropuesta que analizaba en detalle la política exterior de la
Monarquía y las líneas generales de política de defensa que se derivaban
de ella. Además, establecía principios generales de doctrina militar y precisaba los medios necesarios para la consecución de los objetivos enunciados. Obviando las propuestas orgánicas, la parte doctrinal del documento puede considerarse como un claro precedente de lo que hoy
llamamos «disuasión armada».
En el documento del año 1768 aún no aparecía reflejada la más revolucionaria de sus propuestas: la de sustituir la guerra de objetivos limitados,
característica del Antiguo Régimen, por la guerra global, tal como la concibió Clausewitz en 1830 y practicaron todos los países desde 1870 a 1945.
Sin embargo, casi un siglo antes, en el año 1770, Aranda ya defendía que
para derrotar al enemigo era imprescindible destruir su potencial militar,
— 57 —
económico y moral. En este sentido, al plantearse la crisis de las Malvinas, instó a Carlos III a socavar la moral del pueblo inglés: «aturdirlo
y debilitarlo con todos los registros conducentes a su destrucción»,
mediante lo que denominó «guerra de armadores», consistente en bloquear sus puertos, dificultar y hostigar sus comunicaciones marítimas, e
impedir el acceso y aprovisionamiento en los puertos borbónicos a sus
mercantes.
Por último, en un escrito remitido a la Corte de Versalles en 1776, con ciertas reservas mentales por parte de Carlos III, solicitó la colaboración francesa para abordar un plan conducente a la independencia de Irlanda. No
se trataba de hacer desembarcar allí un ejército, sino de inducir a los irlandeses a emanciparse de la tutela británica, prestándoles el necesario
apoyo político y económico. Haciendo abstracción de la parte operativa
del documento, su introducción es una pieza básica para conocer su revolucionario concepto de la guerra, al volver a formular ideas cuya paternidad se atribuía con exclusividad a Clausewitz.
Identificada Gran Bretaña como el enemigo natural de España, «con todos
los requisitos de tal», Aranda sentaba el criterio, núcleo central de su concepto de política militar, de considerar justificado el uso de «cuanto
contribuya a disminuirle su vigor, y a moderar la altanería genial, privándola de las fuerzas suficientes para sostenerla».
En el documento de 1768, se daba por satisfecho con disuadir. En el de
1770, con actuar contra los intereses económicos del adversario. Y en el
del año 1776, ascenderá otro peldaño más y se inclinará por emprender
lo que, dos siglos después, se denominará «guerra subversiva», con el
objetivo de distraer tropas enemigas de otros escenarios.
América y el Pacto de Familia
Durante buena parte del siglo XVIII, España se convirtió en el satélite de
Francia, o con mayor precisión, los monarcas madrileños se conformaron
con el papel dependiente que consideraban inherente a la jefatura de la
Casa de Borbón.
Aun reforzado el vínculo dinástico tras la firma del Pacto de Familia entre
Carlos III y Luis XV, la Corte de Versalles mantuvo su estilo prepotente,
eludió las obligaciones defensivas derivadas del tratado, cuando interferían sus designios políticos, y exigió contrapartidas militares, sin tomar en
consideración el interés de su aliada.
— 58 —
La situación descrita se corresponde exactamente con la realidad durante los 15 años que Grimaldi estuvo al frente de la Secretaría de Estado.
A partir del año 1777, cuando Floridablanca se hizo cargo de nuestra
acción exterior, algunos autores aprecian una actitud de mayor independencia en la relación bilateral, concretada en la resistencia a la sugerencia francesa del reconocimiento y firma de un tratado con Estados
Unidos.
Sin embargo, repasando la documentación disponible, no es posible compartir dicho criterio. Muy probablemente debido a que el Rey no le dio otra
alternativa, Moñino se comportó de forma similar a su antecesor, salvo en
la cuestión reseñada. Así se desprende de la lectura de los párrafos referidos a la relación con Francia, correspondientes a la instrucción preparada en el año 1787 para el embajador Fernán Núñez, fiel reproducción de
los dictados por Grimaldi para Aranda en 1763.
Reinando ya Carlos IV, volvió a actuar de igual forma en la rígida interpretación del Pacto de Familia, con ocasión del conflicto de San Lorenzo de
Nootka, y no dudó en anteponer la defensa de los intereses dinásticos a
la de los nacionales.
El conde de Aranda, en los primeros años de su carrera política, es decir,
antes de tener la oportunidad de evaluar en directo el comportamiento francés, aceptaba y respetaba esta situación de dependencia. Lo único que le
diferenciaba de Grimaldi y Floridablanca era su mayor preocupación por los
aspectos defensivos del pacto suscrito, y la firme creencia en que éste
implicaba ineludibles obligaciones y contraprestaciones militares que obligaban por igual a las dos potencias.
Además, para Aranda, sobre cualquier otro aspecto de la cuestión, la
alianza hispano-francesa era considerada vital para España, porque proporcionaba la necesaria superioridad de medios para proteger nuestros
intereses en América, amenazados por la acción conjunta de Inglaterra y
Portugal.
A raíz de la pérdida de La Habana en 1762, las mentes más clarividentes
percibieron que el escenario estratégico se había desplazado del continente europeo al americano. En efecto, las Paces de Westfalia, de los
Pirineos y de Utrecht habían logrado estabilizar las fronteras en Europa
Occidental. Las principales potencias del entorno —Francia, Gran
Bretaña, Portugal y España— no pretendían ampliar sus áreas de influencia y los únicos litigios remanentes, en este ámbito, se localizaban en
Dunkerque, Mahón y Gibraltar.
— 59 —
La situación era muy diferente en ultramar. La competencia comercial,
la apertura de nuevas rutas y mercados, enfrentaba a unos y a otros.
Haciendo abstracción de los latentes conflictos en Asia y África, el continente americano, caracterizado por su anterior estabilidad, fue objeto
de constantes reivindicaciones territoriales y mercantiles durante el
siglo XVIII.
España, más vinculada y mucho más dependiente económicamente de
las colonias que su aliado francés, se sentía amenazada por las ambiciones británicas y portuguesas. Como ha destacado Julio Albi, aunque
nuestro país fue la única potencia europea que no vio mermados sus
dominios ultramarinos en el transcurso del siglo, fueron constantes y
revistieron sumo peligro las agresiones, externas e internas, que se cernieron sobre los mismos, y más en particular durante su segunda mitad.
En la Corte española, existía conciencia del potencial militar de la Monarquía y de nuestra inferioridad naval. También de que, de cara a un posible enfrentamiento con Inglaterra, o con su aliado lusitano, la supremacía
de la Casa de Borbón era incuestionable en tierra, pero que la flota británica aventajaba a la española y a la francesa por separado, y que sólo reunidas tenían alguna posibilidad de equilibrar la situación.
En número de unidades navales, tonelaje y armamento, españoles y franceses incluso superaban al potencial adversario. Los ingleses, por el contrario, se desenvolvían mejor en el campo de la táctica naval, las tripulaciones estaban más profesionalizadas y los navíos, al llevar el casco
forrado de cobre, maniobraban con mayor facilidad y eran más veloces.
Contemplada la situación en su conjunto, con óptica muy simplista, se
podría afirmar que la flota española contaba con dos magníficas escuadras: la de transporte de tropas y la de escolta de convoyes; en tanto que
la británica, y en menor medida la francesa, descollaban por el número y
calidad de sus unidades de combate y de descubierta.
Uno de los primeros en advertir esta nueva realidad, o al menos en manifestar abiertamente que la situación había cambiado, fue el conde de
Aranda, quien, en 1766, cuando estaba en la cumbre de su carrera política, alertó a Carlos III de que los riesgos y amenazas para la supervivencia
de la Monarquía se habían trasladado al otro lado del Atlántico, y que, en
consecuencia, el principal objetivo de nuestra política de defensa habría
de ser proteger eficazmente las posesiones ultramarinas, cuyo comercio y
remesas de metales preciosos eran vitales para que España continuara
siendo una potencia de primer orden.
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Durante bastantes años, Aranda estimaría que, para defender aquel espacio
y debilitar la hegemonía naval británica, convenía realizar un desembarco
terrestre en la propia Gran Bretaña. Y también que, para contrarrestar las
ansias expansionistas de Portugal en América, era preciso asestar el golpe
en la península Ibérica, mediante la ocupación de su territorio metropolitano.
Grimaldi, como antes se apuntó, mantuvo la postura invariable de que el
conde era excesivamente alarmista y que hacer uso de las armas para
impedir la merma de pequeñas porciones de tan inmenso Imperio, como
las Malvinas o el Sacramento, suponía correr el riesgo de un enfrentamiento generalizado con Inglaterra.
Cuando Carlos III, al parecer bastante incómodo con el agrio carácter de
Aranda, decidió alejarlo de la Corte y le nombró embajador en París,
Grimaldi le dio instrucciones de que utilizara sus dotes de persuasión para
inducir, «mañosamente», al Gobierno francés a reforzar sus efectivos
navales, «porque de ello penderá el sostener con honor una guerra que
pueda sobrevenir, o acaso precaverla».
Diligentemente, si bien con menos sutileza de la recomendada, sondeó a
los ministros franceses de Asuntos Exteriores y de Marina. La infructuosa
gestión le convenció del desinterés de Francia en coadyuvar al esfuerzo
marítimo español, y su renuencia a implicarse en aventuras bélicas patrocinadas por la Corte de Madrid.
Poco después, en el año 1774, recién iniciado el litigio brasileño, Grimaldi
le instó a que calibrara la incidencia del cambio de ministros, acaecido
tras la muerte de Luis XV, sobre la alianza hispano-francesa. El informe del
embajador, que llevaba más de un año en París y ya conocía mejor los
entresijos de Versalles, fue desesperanzador.
Con su habitual contundencia, respondió que Francia nunca se implicaría
militarmente en apoyo de los intereses españoles en América: «Las potencias se gobiernan regularmente más por los intereses, que por su sangre
y cordialidad», escribió al trasladar a Grimaldi la oposición francesa a
prestar ayuda, y le recomendó que España actuara por propia iniciativa,
sin consulta previa a París, ni expectativa de colaboración francesa, y que
se apresurara a enviar una expedición armada al Río de la Plata contando
sólo con nuestros medios.
Sentado lo anterior, admitió, con cierto escepticismo, que Francia no tendría «cara para negarse» a intervenir si Inglaterra contraatacaba en Europa
o en las Antillas. Grimaldi desestimó la opinión de su embajador y, tras
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frustrarse los intentos para llegar a un acuerdo con Lisboa, le ordenó
someter a la consideración de Versalles un plan de invasión conjunta de
Portugal. La negativa francesa fue aún más terminante.
Aranda le volvió a urgir el envío de una fuerza marítimo-terrestre a Buenos
Aires, para recuperar los territorios ocupados por Portugal al sur de Sao
Paulo, aprovechando que el Ejército británico estaba empeñado en Norteamérica. Grimaldi se opuso de nuevo, alegando que ello sería exponerse a provocar «un fundado resentimiento» de Inglaterra.
Probablemente, esta serie de fracasos influyeron en la posterior evolución
ideológica de Aranda, patente tras la independencia de Estados Unidos.
Aunque no fuera así, sí debe identificarse como el punto de partida de la
línea de pensamiento que le acompañará hasta su muerte: «Una nación no
ama jamás a otra, sino en cuanto lo exige su interés particular», escribió,
20 años después, en su destierro de Épila.
Incidencia del proceso revolucionario
Al entrar en escena Estados Unidos, como embrión de nación independiente, Aranda intuyó, nada más iniciarse el proceso de emancipación,
que su mera existencia conllevaba un riesgo potencial para la América
española, incluso superior al británico. Y el día 24 de julio de 1775, sólo
un mes después de producirse el primer escarceo entre las milicias del
general Washington y las tropas regulares británicas, en los alrededores
de Boston, alertó a Grimaldi sobre su inevitable repercusión.
Ante la falta de reacción del ministro, reiteró las llamadas de atención e
insistió en la conveniencia de granjearse, desde el primer momento, la
simpatía de los rebeldes, como habían hecho los franceses. Opinaba que,
a corto plazo, una victoria inglesa fortalecería su posición ultramarina, lo
que debilitaría la española, pero su previsible derrota supondría la aparición de un nuevo vecino, menos temible como amigo que como enemigo.
Es patente que Aranda había percibido la potencial amenaza del futuro
coloso americano, diez meses antes de que el Congreso de Filadelfia
redactara la Declaración de Independencia.
Asimismo, las ideas vertidas en el famoso Dictamen reservado de 1783
rondaban por su mente bastantes años antes de la firma del Tratado de
Versalles. El dictamen sólo se conoce gracias a una copia tardía, aunque
ha sido hasta ahora la fuente más utilizada para demostrar la clarividencia
de Aranda sobre esta cuestión.
— 62 —
Sin embargo, seis años antes, al trasladar a Madrid la petición de ayuda
cursada por los delegados del Congreso estadounidense, elaboró un
despacho donde ya exponía su pensamiento al respecto, con la ventaja
añadida de que nadie puede poner en duda su autoría, como ocurre con
el anterior.
Además, el despacho del año 1777 es imprescindible para conocer lo que
opinaba sobre el proceso de independencia de Estados Unidos, por lo
que me permitirán leer un breve pasaje del mismo:
«Cuatro Potencias europeas dominaban América: España, Francia,
Portugal e Inglaterra. Mientras durase esta división, las miras de la
España se debían dirigir a la conservación de lo suyo. La España va
a quedar mano a mano con otra Potencia sola en todo lo que es tierra firme de la América Septentrional. ¿Y qué Potencia? una estable
y territorial que ya ha invocado el nombre patricio de América, con
dos millones y medio de habitantes descendientes de europeos (con
pretensión de llegar a 10 en 50 años). Importa a la España el asegurarse de aquel nuevo dominio por medio de un tratado solemne, y
cogiéndolo en el momento de sus urgencias con el mérito de sacarlo de ellas.»
Aranda no logró convencer a Grimaldi, y tampoco a su sucesor, Floridablanca, de la conveniencia de apoyar a los independentistas, y tuvo
que contentarse con trasladar su frustración a sus compañeros de armas.
Por carta les comentó que tarde o temprano Floridablanca decidiría prestar apoyo a los independentistas, pero que la demora nos haría perder
puntos políticos con Estados Unidos y bazas militares frente a Inglaterra:
«habiéndolos podido coger con los brazos atados, los hallaremos con
ellos sueltos».
Dos años después su vaticinio se hizo realidad. Floridablanca ordenó apoyar a los rebeldes y declaró la guerra a Gran Bretaña. Pero entonces el
proceso estaba ya tan avanzado que la intervención española era irrelevante. Por ello, muy pocos estadounidenses reconocen hoy la ayuda prestada por España y sólo recuerdan su débito con los franceses.
Finalizadas las hostilidades, Floridablanca confió a Aranda la dirección de
las negociaciones a tres bandas que culminaron en la firma del Tratado
de Versalles del año 1783, lo dio pie a una abundante correspondencia en
la que volvió a insistir sobre el riesgo que se cernía para el futuro de la
América española, si no se atendía y cuidaba la relación con Estados
Unidos:
— 63 —
«Aquel nuevo dominio, por su nueva legislación, por el carácter de
sus Pobladores, por irse a constituir una Nación cultivadora, lleva los
visos de ser tranquilo en su Establecimiento, que es cuanto podemos desear; y por lo mismo, parece ser nuestro interés el que empiece a vivir con semejante disposición, sin quedarle espina inmediata
que mire con resentimiento, para que, ni en los actuales vivientes, ni
en la tradición de sus sucesores, se engendre un encono de vecinos.
Ellos estarán en su Casa y nosotros muy distantes; ellos, a poco
coste insultándonos, y nosotros, a mucho, aventurando el resistirles;
ellos, pudiendo con influencias, y el ejemplo de su libertad, exaltar
los espíritus de nuestros habitadores, y nosotros, que tal vez los
tenemos displicentes, muy fuera de mano para apaciguarlos.»
Como evidencia el texto anterior, el conde, evidentemente afectado por la
derrota colonial de Inglaterra, parecía haber olvidado su belicosidad y
prestaba mayor atención a la amenaza ideológica, derivada de la victoria
de los colonos, que al riesgo que pudieran desencadenar las ambiciones
territoriales de la nueva nación.
La amenaza ideológica que, en opinión de Aranda, suponía la entrada en
escena de Estados Unidos se trasladó, agudizándose, a este lado del
Atlántico a partir del inicio del proceso revolucionario francés, de cuyos
prolegómenos fue testigo de excepción. Además, tras 14 años de estancia en París conocía en profundidad tanto las miserias de la Corte, como
la vitalidad y patriotismo de los franceses y la potencialidad y riqueza del
país.
Así, cuando, en el año 1787, Inglaterra contempló la posibilidad de recuperar los puntos cedidos a Francia en Versalles, alentada por el incierto
desenlace de la convocatoria de los Estados generales, Aranda expuso al
embajador español en Londres que era muy arriesgado equiparar síntomas de malestar socioeconómico con deterioro de la capacidad de respuesta de la nación francesa. Dicha exposición aporta alguna clave para
interpretar, con cinco años de anticipación, la insistente prudencia que
ocasionó su ruina definitiva.
Esta reflexión induce a revisar determinados juicios historiográficos y
comprender por qué un hombre que se había pasado la vida trazando
y proponiendo planes y proyectos bélicos, hasta el extremo de hacer perder la paciencia a Carlos III, cuando se le presentó la ocasión de poner en
práctica sus ideas decidió adoptar actitudes mucho más comedidas que
las de sus antecesores.
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Cuando en febrero del año 1792, Carlos IV decidió el cese de Floridablanca y puso a Aranda al frente del poder Ejecutivo, el panorama internacional, expuesto por Moñino con todo lujo de detalles a su sucesor, era
desconcertante.
Oficialmente, España mantenía una alianza defensiva con el titular de la
Monarquía francesa, y por si fuera poco, dos años antes, la Asamblea
Constituyente había asumido las obligaciones militares derivadas del
Pacto de Familia, interpretándolo como un tratado defensivo firmado entre
naciones soberanas.
Era la primera vez que Francia asumía esta obligación desde que se firmó
el Pacto en el año 1761, y el motivo aducido para solicitar el auxilio francés era muy similar a los invocados en el año 1770, cuando Luis XV se
negó a ayudar a Carlos III con ocasión del incidente de las Malvinas, y
en 1775, cuando Luis XVI hizo lo propio con respecto a la intervención en
Sacramento.
En esta ocasión, agosto de 1790, los ingleses se habían apoderado del
puerto de San Lorenzo de Nootka, situado cerca de la actual ciudad de
Vancouver, y los constituyentes franceses, al requerir Carlos IV el respaldo de Luis XVI, se prestaron a movilizar 45 navíos.
Floridablanca, sin embargo, interpretó que la resolución de la Asamblea
viciaba el espíritu de la alianza borbónica, declinó la oferta de ayuda,
cedió el puerto de Nootka a Gran Bretaña y suspendió el Pacto de Familia.
Aranda, que seguía sin perder de vista que el eje de la política de defensa continuaba siendo América, pretendió convencer a Carlos IV de la conveniencia de descartar el inoperante Pacto de Familia, aceptar la situación
impuesta por los acontecimientos y, «con decente suavidad», conservar la
alianza militar con Francia.
Con su aspereza habitual, perfiló fríamente el estado de la cuestión y, el
30 de abril de 1792, exigió al Consejo de Estado optar con urgencia por
aliarse con Francia o con Inglaterra, «porque sin apoyo de uno de los dos
arriesgamos todo lo ultramarino». Un mes después, descartada la opción
británica, presentó a la firma del Rey una carta, dirigida al monarca napolitano, que alegaba motivos defensivos para justificar el estrechamiento de
lazos con los revolucionarios.
El asalto a las Tullerías y la prisión y ejecución de Luis XVI impidieron llevar a buen término aquel designio. Sin embargo, pocos días antes de la
declaración formal de guerra, el 27 de febrero de 1793, amparado en su
— 65 —
condición de presidente del Consejo de Estado, puesto que conservaba
tras hacerse cargo Godoy del poder Ejecutivo, presentó un largo documento, lo que en lenguaje militar denominaríamos un Estudio de los factores de la decisión, tras cuya lectura cualquier general habría anulado las
operaciones previstas en la frontera pirenaica o las hubiera pospuesto
hasta concentrar mayores efectivos y mejorar el apoyo logístico.
Como Godoy ignoró sus recomendaciones, urdió una segunda estratagema para impedirle que declarara la guerra. El día 25 de abril, remitió al
monarca una «idea de operaciones» de excelente factura, detallada ejecución y carente del tremendismo que caracterizaba al documento anterior, sugiriendo que se la sometiera al dictamen de los generales en jefe de
los ejércitos de Cataluña, Aragón y Navarra, sin informarles de la autoría
del documento. Esperaba, sin duda, que su lectura les haría sacar conclusiones semejantes a las expresadas más crudamente en el anterior.
Después, los progresos de Ricardos, y sobre todo la ocupación de Tolón
por la escuadra anglo-española, le indujeron a insistir en la conveniencia
de aprovechar la ventajosa situación alcanzada para negociar y recuperar
el apoyo del antiguo aliado. Al conocer el abandono de Tolón, originado
por la falta de entendimiento entre los marinos españoles y británicos,
redactó un escrito con duras invectivas sobre la forma de manejar el conflicto, que Godoy le impidió leer en la sesión del Consejo de Estado del 14
de marzo de 1794, de la que salió arrestado.
El documento identificaba, por enésima vez, al tradicional enemigo inglés,
pero la amenaza británica era contemplada bajo una óptica diferente.
El anciano militar, dotado una vez más de singular don de profecía, anticipaba que el proceso revolucionario francés beneficiaría en última instancia a los ingleses y les llevaría, en plazo más o menos largo, a convertirse
en primera potencia mundial, pasando Francia a ocupar una posición
secundaria. Vaticinaba, además, que la alianza hispano-británica ocasionaría la ruina de España.
El documento también auguraba los letales efectos de una movilización
masiva, prevista por Godoy si se confirmaba el riesgo de invasión, sobre
el espíritu y forma de pensar de la sociedad española. La medida no se
llegó a adoptar en aquella ocasión; sin embargo, el vaticinio se hizo realidad cuando el pueblo español se alzó en masa en el año 1808 y socavó
los cimientos que sustentaban el Antiguo Régimen, por cuya pervivencia
tanto había combatido el conde de Aranda.
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CUARTA CONFERENCIA
HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN
MILITAR ESPAÑOLA
HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA
Por RAMÓN MARTELES LÓPEZ*
Norma seminal: Real Decreto 15 de diciembre de 1884 (Nueva Organización
de Tropas de Ingenieros). Se crea la IV Compañía del Batallón de Guadalajara, entre cuyas misiones figura el desarrollo de globos aerostáticos.
1896 (Real Decreto de 17 de diciembre)
Se inicia la Aerostación militar, cuando el comandante Vives, responsable
de la Compañía de Aerostación y Telegrafía Alada, recibe la consideración de
jefe de Cuerpo, en la Central de Ingenieros de Guadalajara. Por Real Orden
de 9 de agosto de 1898 se fija la plantilla: 5 oficiales y 53 individuos de
tropa. Su bautismo de guerra: campañas de Marruecos 1908 y 1912-1913.
En 1900 (11 de diciembre) el comandante Vives y el capitán Jiménez protagonizaron la primera ascensión en esférico libre Guadalajara-Alcalá.
En la primera década del siglo tienen lugar innumerables éxitos y estudios
aerosteros (globos y dirigibles). A nuestros efectos, cabe destacar la comisión desempeñada por Vives y Kindelán en viaje de estudios y adquisiciones por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia en el año 1909. Repercusión
de la misma: creación, en terrenos de Cuatro Vientos, del Centro de
Experimentación de Aviones (1911), reglamentándose las pruebas para la
obtención del título de piloto (Real Orden de 27 de marzo y 7 de octubre).
Ese mismo año, con el Farman y con instructores franceses (que no se
* Oficial del Ejército del Aire.
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atrevían a practicar los «ochos») lograron el título los oficiales de
Ingenieros que podemos considerar la I Promoción de Pilotos Militares:
capitán Kindelán, teniente Barrón, teniente Ortiz Echagüe, capitán Herrera
y capitán Arrillaga. Fueron los carnés militares números 1, 2, 3, 4 y 5. Notar
que con anterioridad, 1910, el señor Loygorri y el Infante de Orleans habían
obtenido, por su cuenta, en Mourmelon, los Brevets números 1 y 2 de la
Federación Aeronáutica Internacional y Kindelán y Barrón fueron también
los números 3 y 4 de la misma.
1913 (Real Decreto de 16 de abril)
Nace la Aeronáutica militar, con la publicación del Reglamento del Servicio.
Bajo el mando del ya coronel Vives, se establecen las ramas de Aerostación (Guadalajara, comandante Cue) y de Aviación (Cuatro Vientos, capitán Kindelán). La primera cuenta con pilotos de esférico y pilotos-mecánicos de dirigible; la segunda, pilotos y observadores de aeroplano.
La Sección de Aviación depende del Ministerio de la Guerra, donde el
coronel Rodríguez Mourelo sustituyó a Vives en 1916 y 1918, ya general
(con posterioridad fueron responsables del Servicio los generales
Echagüe, Soriano, Kindelán, Balmes y Lombarte hasta 1931).
El 2 de noviembre de 1913 se situó en Tetuán la primera escuadrilla expedicionaria, dirigida por Kindelán, con 12 aparatos Farman, Lhoner y
Nieuport. A Sania Ramel, le seguirían los aerodromos de Arcila y Zeluán,
iniciándose la gloriosa cooperación aeroterrestre en la campaña del general Marina contra la insurgencia de Raisuni.
1917 (Real Decreto de 17 de julio)
Se crea la Aeronáutica naval bajo el mando del contralmirante Magaz, en
Prat de Llobregat. Las cuatro primeras promociones propias fueron de
Aerostación y Aviación y con la quinta (1925) se extinguió la especialidad
aerostática. (La evolución y dependencia orgánica de la Aviación de la
Armada tuvo vida propia hasta 1936).
1920 (Real Decreto de 17 de marzo)
Sobre organización y distribución territorial de las fuerzas y Servicios de la
Aeronáutica militar. Se crean cuatro bases aéreas: Madrid, Zaragoza,
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Sevilla y León. (El aeródromo principal de cada base debería tener capacidad para cuatro escuadrillas tres de reconocimiento y una de combate
y «cobertizos» para 60 aviones. Se desistió de Zaragoza por meteorología). El personal se clasifica como pilotos aviadores oficiales, oficiales
observadores y pilotos de tropa, organizándose también las Escuelas:
Elemental, de Transformación-Clasificación y de Aplicación.
El año 1920 fue muy prolífico en otras disposiciones aeronáuticas, desde
la proclamación de la Virgen de Loreto como Patrona de la Aviación (Real
Orden de 7 de diciembre) hasta el establecimiento de la oficialidad de
complemento al que pueden acceder también todos los Cuerpos (Real
Orden de 8 de noviembre) pues antes estaba limitada a las Armas combatientes y Estado Mayor.
1922 (Real Decreto de 15 de febrero)
Primera reorganización integral del Servicio con referencia al Real Decreto
de 1913. Se crea la Escala del Aire en la que causa alta el personal navegante de las diferentes Armas, pasando a supernumerarios en las de origen donde debían ascender cuando correspondiese. Se crean categorías,
con divisas propias: oficial aviador (teniente), capitán de escuadrilla (capitán), comandante de grupo (comandante) y jefe de escuadra (coronel). Las
unidades tácticas serán escuadrillas (reconocimiento-combate-bombardeo) grupos y escuadras.
De gran trascendencia para los futuros mandos fue el Curso de Jefes realizado en Cuatro Vientos en 1923, dada la poca antigüedad de los componentes iniciales.
1926 (Real Decreto de 23 de marzo)
Nueva y profunda reorganización del Servicio de Aviación, con el
Reglamento Orgánico de Aeronáutica Militar, Aviación y Aerostación
(Real Decreto de 13 de julio) por el que se introduce uniforme (verde),
divisas y recompensas propias. Las escuadras dispondrán de Aviación
afecta a unidades de Ejército y de Aviación independiente. Los oficiales
se reclutarían por concurso (menores de 27 años) entre los de Estado
Mayor, Caballería, Infantería, Artillería e Ingenieros. La plantilla contemplaba tres jefes de escuadra, 30 de grupo, 60 de escuadrilla y 140 oficiales aviadores.
— 71 —
Kindelán, jefe de Base, fue nombrado «jefe Superior del Aire» (Bayo y
Herrera, jefes de Escuadra) y tras ascender a general (1929) se le confirma como «jefe Superior de Aeronáutica». (Al caer Primo de Rivera fue
cesado por Berenguer y sustituido por Balmes).
No podemos dejar de reseñar en esta época la creación del Consejo Superior
(1927) y las Escuela Superior de Aeronáutica (Real Decreto de 3 de septiembre de 1928) y de Aerotecnia (Real Decreto de 29 de septiembre de 1928).
1931 (Real Decreto de 8 de enero)
Se produce otra «reorganización de la Aeronáutica», que es, prácticamente, su desmantelamiento: se suprime la Jefatura Superior y la Escala del
Aire, pudiendo regresar a las unidades de origen (opción, 14 días). Las unidades tácticas pasan a ser batallones y desaparece el uniforme verde.
No obstante, en mayo, se vuelve a la organización de 1926. Recordemos
que en esta época turbulenta y de cambio de régimen, las purgas, reingresos y baile de mandos y jefaturas fue especialmente notorio en Aviación.
(Sublevación de Cuatro Vientos, mando efímero de Ramón Franco, etc.).
Por Decreto de 26 de junio de 1931 ve la luz el Cuerpo General de Aviación
por el cual se vuelve a las categorías de 1922, a las que se añade las de
alumno aviador (guardiamarina-alumno) y jefe de Base (contralmirantegeneral de brigada). Se diseña un uniforme azul, una Academia de Aviación
y un inspector general dependiente del Ministerio de la Guerra. Por Orden
Circular de 14 de noviembre, tres escuadras y un grupo independiente de
hidros. Las dos especialidades tradicionales pasan a denominarse Aviación
independiente y Aviación divisionaria o de cooperación. Plantilla: 2.687.
1932 (Ley de 12 de diciembre)
Reseñamos esta disposición «sobre reclutamiento de la oficialidad» porque por primera vez aparece mencionada el Arma de Aviación en su artículo segundo, a continuación de las cuatro tradicionales.
1933 (Decreto de 6 de abril)
Se crea la Dirección General de Aeronáutica, de farragoso y demorado
desarrollo administrativo y en la que hizo una gran labor el capitán de
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Artillería, Ismael Warletta, nombrado para el cargo. (Le sucedieron, con
diferentes títulos y atribuciones los generales Goded y Núñez de Prado. Ya
en el año 1936, por Decreto de 11 de enero, se fijaron los empleos requeridos para cada una de las Jefaturas de la Aviación militar, naval y civil que
dependían de la Dirección General).
El Decreto establecía una Armada aérea y la Aviación de defensa aérea
(que fueron postergadas) más la Aviación de cooperación con Ejército y
Marina (que se asignó a las Divisiones orgánicas).
1937 (Decreto de 30 de marzo)
El Gobierno de la República da consistencia operativa a la ya reconocida
como tal Arma de Aviación. Se designan siete Regiones Aéreas y once
Grupos de Caza, Bombardeo y Reconocimiento, conservándose como
unidades la escuadra, grupo, escuadrilla y patrulla tradicionales
1939 (Ley de 8 de agosto)
Sobre la reorganización de la Administración Central del Estado. Al
Ministerio de Defensa lo sustituyen los de Ejército, Marina y Aire.
Al desaparecer el Cuartel General (21 de agosto) nace el Ejército del Aire
con un general en la reserva y cuatro coroneles. El general. Yagüe fue
nombrado ministro, sorpresivamente, dada la trayectoria histórica y personal de Kindelán.
Sobre este cañamazo, con los bordados de las Campañas de África y la
guerra civil que ilustran mis compañeros Herrera y Madariaga, quedo a
disposición de ustedes en esta mesa redonda.
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QUINTA CONFERENCIA
HALLAZGOS AERONÁUTICOS
EN LA GUERRA DE ESPAÑA.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO
DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN
EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN
PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Por RAFAEL
DE
MADARIAGA FERNÁNDEZ*
El final de la Primera Guerra Mundial deja todos los fenómenos que rodean el emergente mundo de la Aviación en plena ebullición, aunque naturalmente escorados hacia el lado bélico de su utilización. Es todo un enorme e imaginativo sector de la técnica moderna desarrollada por los
diferentes hombres curiosos y creativos en cada país y cuyos hallazgos se
suceden unos a otros de forma más veloz —quizás como la velocidad de
los propios vehículos aéreos que ellos están descubriendo y creando—
que el progreso habido en otras técnicas en igual número de años. Así la
Aviación mundial progresa de forma geométrica o exponencial en lugar de
ir ascendiendo de una manera más pausada.
La guerra en el aire comienza con los pequeños biplanos monoplazas y
más a menudo biplazas de observación dedicados al reconocimiento del
frente próximo a los batallones en presencia y la vigilancia y corrección
del tiro de la artillería, tal como había nacido la Aerostación militar hacía
ya muchos años. Estos aviones de ambos bandos se atacan y se ven atacados, por lo cual tienen que defenderse y proteger su valiosa información, con lo cual nace el monoplaza armado o Scout, el explorador que
sólo o en formaciones protege a los biplazas propios, ataca unidades
móviles o fijas en el suelo, incendia dirigibles y poco a poco derriba aviones enemigos: nace el avión de caza puro y comienza la evolución del
* Miembro del Instituto de Historia y Cultura Aeronáutica.
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arte del combate aéreo, una de las técnicas más apasionantes de la guerra en el aire.
Los primeros ases
Así a lo largo de los años de guerra se irán sucediendo los progresos en
la Aviación militar, surgiendo los nombres de los nuevos centauros de la
lucha armada, los «ases» del combate aéreo, que se distinguen por el
número creciente de victorias o derribos conseguidos sobre sus oponentes. Todos ellos respetaban a sus contrarios y habitualmente practicaban
unos códigos no escritos de caballerosidad, que los remitían en sus conductas a los antiguos libros de gestas. No atacar a un contrario con una
avería o que ha terminado sus municiones, levantar la mano en señal de
saludo al comprobar que las armas del contrario están agarrotadas o
acompañar a un aeroplano tocado hasta tierra. Todo eso era practicado por los primeros ases, como los alemanes Oswald Boelcke o Inmelman.
Al término de la guerra, ases aliados como Albert Ball, muerto en combate solitario con 21 años o maestros como el canadiense Billy Bishop, 72
victorias a su cargo, Mike Mannock o James MacCuden con 57, se habían convertido en los héroes de la Aviación de su tiempo. Oswald Boelcke
había creado los rudimentos en las técnicas del incipiente combate aéreo
y sus últimos compañeros como el barón Manfred von Richthofen, su hermano Lothar y Herman Göering las habían perfeccionado.
Los hallazgos de la nueva Arma
Las hostilidades cesan cuando ya se había bombardeado Londres con
masas de dirigibles, continuando con formaciones de bombarderos Gotha
y luego con los más modernos Giant. Grandes agrupaciones de 40 o 50
de estos polimotores atacan ciudades volando en noches con luna, siendo atacados por formaciones de más de ochenta Scouts nocturnos en
una sola misión. En las últimas batallas, la misión de los cazas era ametrallar y bombardear objetivos de tipo táctico en tierra, próximos o relativamente lejanos a las unidades propias en el frente inmediato. Cerca del
final los alemanes empleaban el último Fokker, el D-VII, con una velocidad
de 120 millas por hora y 26.000 pies de techo. Los germanos estaban
empleando ya los paracaídas que junto a una poderosa capacidad de
subida de sus motores, les estaba salvando muchas vidas.
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Los aliados resumían en frases de Mannock —un gran profesor— las
capacidades que necesitaban de un buen piloto de caza: agresividad,
capacidad de luchar en formación, buena puntería, vista para la emboscada y estrategia para tender una trampa. En resumen «siempre por encima, raras veces a nivel, nunca por debajo». Los últimos aviones aliados
como el Sopwich Dolphin y el Snipe con 200 caballo de vapor de potencia, volaban a 120 millas por hora y más de 20.000 pies, aunque la mayoría todavía eran Camels.
Últimas tácticas aéreas en 1919
Cuando la Primera Guerra Mundial termina podemos resumir así los progresos de la naciente Arma aérea:
— Aviones de caza biplanos, ágiles con potencia de fuego limitada.
— Éstos protegen a los que realizan ataques al suelo de tipo táctico,
acompañando a los combatientes en los frentes.
— Bombardeo incipiente de largo alcance, cambiando a nocturno cuando se hace gravoso.
— Bombardeo ligero de tipo táctico contra tropas, artillería y primitivos
carros de combate.
— Vuelo nocturno que surge y dirigibles se muestran muy vulnerables.
La situación de la Aviación militar y de combate a partir de su nacimiento,
adquiere unas características que luego en los demás periodos de entreguerras se repiten sistemáticamente. Los contendientes parece que quieran olvidar por completo todos los postulados y las técnicas que aprendieron de forma costosa durante la confrontación anterior. Así en los años
dorados de la posguerra y la belle époque se piensa que al progresar las
velocidades de los aviones y aumentar las aceleraciones, nunca más
habrá combates aéreos. Las velocidades de los aviones serán vertiginosas con lo cual los sentidos humanos no dejaran combatir. Las nuevas
armas serán terribles y permitirán arrasar grandes masas de combatientes
o de aviones, todos a la vez. Todo ello llevaría al abandono de la experimentación en el terreno de las tácticas aéreas.
Enormes avances de entreguerras
Por el contrario se da un enorme progreso de la Aviación comercial,
deportiva y general entre los años 1919 y 1936 que inmediatamente producen resultados en los modelos militares que se experimentan. Los avio— 79 —
nes más avanzados pasan a ser monoplanos de construcción cantilever y
muchos de ellos son metálicos de construcción ligera en aleaciones de
aluminio con entelados en superficies de mando. Los motores se producen de mayores potencias, en aleaciones ligeras, emergiendo algunos
tipos que serán copiados una y otra vez, como el Wright Cyclone de nueve
cilindros en estrella. Se producen los grandes vuelos de todos las aviaciones mundiales famosas, aprovechando el impulso de tantos aviadores
militares en parte ociosos: americanos, ingleses, franceses, italianos,
españoles y portugueses se lanzan a cruzar de una forma u otra todos los
océanos a su alcance. Se preparan los grandes hidroaviones aptos para
el cruce del Atlántico ya que se creía la solución adecuada.
La Aviación militar española, junto a la recién creada Aeronáutica naval,
producen durante la fase final de la guerra de Marruecos algunos hallazgos que pasan al acervo de los conocimientos aéreos militares del resto
de la Aviación mundial. Después de haber patrocinado los comienzos de
la aplicación táctica del fuego desde los primitivos aeroplanos —el llamado «vuelo a la española»— a las posiciones avanzadas del enemigo, el
abastecimiento a los núcleos aislados propios y la colaboración en los
ataques a campo abierto y bombardeo lejano, ahora en el año 1925 se
produce durante el desembarco de Alhucemas un acontecimiento aeronaval de suma importancia para el futuro del empleo de la nueva Arma.
Más de 160 aviones terrestres, embarcados e hidroaviones se utilizan sistemáticamente desde medios navales y aeródromos de campaña próximos, acompañando la victoriosa fase final de la cruenta guerra en el norte
de Marruecos, con lo cual se produce una ingeniosa aportación de la
Aviación española al futuro del Arma aérea. Es el primer desembarco aéronaval de la Historia en territorio hostil, y según se cuenta, sus textos fueron consultados por el general Eisenhower en vísperas del desembarco de
Normandía.
La Aviación española al comienzo del conflicto
La situación de la Aviación española previa a la declaración abierta de las
hostilidades se puede resumir, en lo tocante a aeronaves válidas para
desarrollar algún tipo de acciones armadas de una forma muy simple: el
material era escaso, anticuado y las dotaciones estaban más próximas a
los proyectos sobre el papel que a un despliegue eficaz y razonable. Si a
esto se une que en los días previos a la guerra ambos bandos habían desplazado cierto número de aviones y pilotos a otros aeródromos y destinos
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en función de sus adscripciones políticas, nos encontramos con unas
carencias muy grandes en ambos bandos. Hubo algunas unidades que
incluso se suprimieron en los días anteriores al 18 de julio de 1936, disolviendo efectivos y ordenando el traslado de los aviones.
Los grupos de bombardeo y reconocimiento estaban dotados con aviones Breguet XIX biplazas sexquiplanos que habían sido construidos bajo
licencia en los años previos. Este tipo de avión estaba muy anticuado ya
para la época y era el que dotaba a las unidades estacionadas en León,
Madrid-Getafe y Sevilla-Tablada. La aviación de caza constaba de un
reducido número de Nieuport 52 biplanos, también obsoletos por esas
fechas. El resto de la Aviación militar y de la Aeronáutica naval contaba
con una colección variadísima de pequeños núcleos diversos de aeronaves, que en su conjunto demostraron servir de muy poco. Los aviones
pesados de transporte modernos estaban en manos de las Líneas Aéreas
Postales Españolas y fueron inmediatamente requisados para su utilización militarizada, continuando con el transporte de carga de alto valor y
personalidades, alternado en los primeros meses con su empleo ineficaz
como improvisados bombarderos. En ambos bandos se contó con una
flota discreta e importante de variados tipos de aviones de entrenamiento
e hidroaviones que se fueron incrementando y destruyendo alternativamente durante la campaña.
Desde todos los países productores de aeronaves se quiso dotar de
medios modernos tanto a la República como a los sublevados, con miras
tanto a la ayuda de los diferentes Ejércitos en presencia como a la sistemática experimentación de todos los hallazgos que se habían producido
durante los años desde el final de la Primera Guerra Mundial. También
hubo grupos e individuos que vieron la ocasión propicia para hacerse
millonarios, recorriendo Europa con enormes cantidades de dinero a su
cargo, encargados de adquirir aviones y armamentos que luego se demostraron inexistentes o un fracaso completo.
Las aportaciones de material aéreo
Los primeros aviones modernos que arribaron a España fueron los franceses que formaron en las filas de la Aviación republicana, entre los meses
de agosto y noviembre de 1936. Entre éstos se encontraban los aviones
de caza Dewoitine D-371 y D-500, así como cierto número escaso de
Loire y Gordou-Lesserre. También hizo acto de presencia el famoso «bombardero multiplaza» Potez 540, que formaría la dotación de la escuadrilla
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Maulraux así como otras unidades de bombardeo. A continuación comenzaron a llegar en octubre y noviembre del mismo año los aviones soviéticos de muy superiores características a todo el resto de aeronaves que
volaban por entonces en la Península: los bombarderos ligeros R-5
Rasantes y R-Z Natachas, los I-15 Chatos, los I-16 Moscas y los bombarderos Tupolev SB-2 Katiuska.
La llegada de los aviones de origen ruso pusieron en evidencia de forma
dramática, sobre todo en los comienzos, cuanto había realmente cambiado la Aviación militar y cuanto tendría que cambiar en los años siguientes.
Tanto la aparición de un rápido avión de caza de tren retráctil, monoplano
de alta velocidad, como las primeras actuaciones de un bombardero,
bimotor, monoplano de tren retráctil y de elevadas características pusieron de manifiesto rápidamente que la guerra en el aire ya era otra cosa
diferente a lo poco experimentado desde el año 1919, terminación de la
Primera Guerra Mundial.
En el bando nacionalista se producen inmediatamente incorporaciones de
algunos aviones emblemáticos, como los Junker 52/3m. La cuota de viejos aviones que le había correspondido a la Aviación nacionalista constaba de números más exiguos que los de sus oponentes de los viejos
Breguet XIX, Nieuport 52, hidroaviones y bimotores de transporte como
los Dragones, o algún trimotor como los Fokker. Por esa y otras razones
el suministro de aviones algo más modernos comenzó inmediatamente
por parte de alemanes e italianos. No obstante los primeros no enviaron
desde el comienzo sus mejores ejemplares y sólo a medida que entendieron cuan importante era lo que se jugaba en la guerra de España, fueron
cada día y cada mes enviando para su experimentación nuevos ejemplares de diferentes tipos de cazas y bombarderos, hasta convertir el cielo
hispano en ese auténtico campo de experimentación. Así a los primeros
Heinkel 46 y 51, siguieron los últimos tipos —entonces produciéndose—
de Mes-serschmitt BF-109 de los modelos B, C y D, o los desafortunados
Heinkel HE-112. Pronto se demostró que los Junkers servían para bombardeo solamente muy protegidos y que el futuro residía en bombarderos
rápidos con escolta o muy rápidos con cierto grado de riesgo, a cuya
necesidad respondieron modelos como el Heinkel HE-111 y el Dornier 17.
Los primeros combates y actuaciones entre los aviones de ambos bandos, se dan con resultados aleatorios y se van perdiendo y retirándose
rápidamente de las operaciones los más obsoletos, e incluso parte de los
llegados como «nuevos». A las pocas semanas de actuaciones continuadas habían desaparecido del mapa aéreo casi todos los Breguet, Nieu— 82 —
port, Fokker y Dragones en las dos Aviaciones en lucha y poco más tarde
lo harían también los Heinkel 46 Pavas, los Rasantes R-5 o los Aero-Praga
Ocas.
La superioridad de la Aviación republicana se establece en octubre y
noviembre de 1936 con la llegada y primeras actuaciones de los aviones
más evolucionados: Moscas, Chatos y Katiuskas. Como respuesta se va
dando un incremento paulatino y continuado de efectivos en la Aviación
nacional, que crece hasta formarse las tres fuerzas aéreas casi independientes: Aviación nacional, Legionaria y Legión Cóndor, con una participación próxima a un tercio del conjunto. En el bando republicano se crean
las Fuerzas Aéreas de la República Española (FARE), las cuales en su interior incorporan en Los Llanos de Albacete un estado mayor soviético dentro del propio Estado Mayor de Aviación, el cual al mando de algún general ruso, actúan como una fuerza aérea dentro de las FARE. Durante toda
la extensión de la guerra en unos casos o parte de ella en otros hubo
numerosas unidades tanto de caza como de bombardeo, reconocimiento
terrestre y marítimo totalmente formadas por aviadores soviéticos, alemanes e italianos, así como cierto número de ellas mixtas en las que participaban algunos españoles en ambos bandos. Algunos Katiuskas durante
toda la guerra estuvieron dotados con radio, cámaras y equipos propios,
efectuando misiones exclusivamente a las órdenes de los jefes rusos.
Paralelamente hubo actuaciones independientes de repercusiones dramáticas planeadas y realizadas por su cuenta, tanto por la Legión Cóndor
como por la Aviación legionaria.
Los grandes hallazgos
El primero de los grandes éxitos de la Aviación en la guerra de España
consiste en lo que después se denominaría «puente aéreo» sobre el
Estrecho y que se anota el increíble transporte —para la época— de cantidades importantísimas de hombres y material bélico desde el norte de
Marruecos hasta los campos y pastizales de Jerez de la Frontera y la provincia de Cádiz. Se habla de cantidades muy dispares pero podríamos
constatar unas 500 toneladas y 30.000 hombres en pocas semanas, utilizando campos sin preparar y los primeros Junkers con que contaban los
sublevados.
Con aviones que inicialmente se emplearon como cazas o como bombarderos ligeros y que pronto se demostraron obsoletos para esa función, al
poco tiempo se comenzó a practicar la técnica de «las cadenas», carrusel
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de elementos de una formación que ametrallaban sucesivamente en «pescadilla», posiciones enemigas, trincheras, nidos de ametralladoras o cualquier enclave táctico en el frente. Al operar muy próximos unos a otros se
aseguraba la protección de un elemento con el fuego del siguiente y la
distracción creada hacia el anterior, ya saliente de la pasada. El perfeccionamiento de esta técnica continuó hasta el final de la guerra y dio lugar
a innovaciones recogidas de inmediato por otras fuerzas aéreas.
A los pocos meses de comenzar las hostilidades se vio claro que el avión
de caza biplano había fenecido. Lo nuevo eran aviones monoplanos de
construcción cantilever, monomotores de altas prestaciones y a ser posible con motores sobrecomprimidos, asientos blindados en la espalda del
piloto, visores de retícula y depósitos autosellables. En los cazas nocturnos se tenían que ocultar las lumbreras de salida de llamas de los escapes y había que situar algunas luces de posición y de aterrizaje.
Los bombarderos rápidos, que inicialmente fueron bimotores, se transforman en Intruders que pueden actuar a gran velocidad sin protección sobre
objetivos estratégicos de largo alcance, sin oposición. Los cazas enemigos no los alcanzan a menos que estén sobre el objetivo esperando, lo
cual no es siempre factible durante horas o durante días. Luego cada vez
van teniendo más problemas de encuentros con la caza enemiga, incluso
de noche. Al final los atentos observadores, como americanos e ingleses,
se dan cuenta de que no pueden actuar, aunque sea a larga distancia sin
apoyo de cazas y con una gran autonomía. De ahí nacen los cuatrimotores de la Segunda Guerra Mundial como los Lancaster o las «fortalezas
volantes», pero con escolta de cazas con seis u ocho horas de autonomía
sobre territorio enemigo. Los alemanes y los rusos curiosamente siguieron
creyendo en la impunibilidad del bombardero rápido en pequeñas formaciones.
Por falta de bombarderos tácticos adecuados, estos citados bombarderos semipesados tienen que actuar como aviones tácticos en el frente en
misiones a baja altura y en condiciones que no son las suyas: sufren bajas
por desprotección, bajan más las alturas de operación y fracasan.
Los recursos tácticos
La falta de protección adecuada antiaérea en los campos de la Aviación
republicana fue casi total y chocaba con la magnifica de la Legión Cóndor
en sus aeródromos o en los compartidos con la Aviación nacional, a costa
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de la extraordinaria pieza Oerlikon de cuatro tubos ocho con ocho. La
Aviación legionaria también contaba con la correspondiente antiaérea en
Mallorca y en sus aeródromos.
Los bombarderos ligeros en misiones tácticas sobre objetivos en el frente
o sus proximidades, siempre tienen que actuar protegidos por cazas u
otros aviones sobre ellos, si es posible en dos escalones distintos. Tal es
el ejemplo recogido en la actuación de los Natachas republicanos o los
Heinkel 46 y 45 y los Romeos nacionales.
Si un avión de caza vuela muy alto, más que los aviones propios, caso de
los BF-109 sobre los Moscas I-16, hay que conseguir otro avión —como
el SuperMosca I-16 con motores Wright Cyclone— que pueda volar a esa
altura.
Todos los ases de la Aviación en España se quejaban de las mismas
carencias: falta de potencia de fuego en los cazas, tanto nacionales como
en los gubernamentales. Y en los aviones de bombardeo, mal armamento con torretas inservibles o lentas, falta de protección blindada y más
potencia en motores.
Conclusiones y experiencias
Cada una de las fuerzas aéreas importantes en presencia en Europa y que
al cabo de tan sólo meses estarían luchando entre ellas, sacaron conclusiones, analizaron experiencias y tomaron medidas, modificaron proyectos o copiaron sistemáticamente. También omitieron algunos ejemplos y
cometieron grandes errores.
Los rusos recibieron una lluvia de aviones, sistemas, piezas de origen alemán e italiano y hasta llegaron a constituir una unidad completa en retaguardia en los Urales, con aviones volados en el año 1941 por los mejores pilotos rusos y algunos españoles que habían volado con ellos y sus
aviones en España hasta 1939. Sus consecuencias fueron a veces chocantes y otras geniales. Por ejemplo:
— Para ellos el bombardero rápido Intruder era inexpugnable. Como
recurso se podía recurrir al bombardeo nocturno.
— El avión ligero táctico de ataque al suelo, tenía que ser indestructible,
bien armado, blindado y pesado como un carro de combate aéreo: de
ahí nace el Stormovick.
— Sus aviones de caza se quedaron obsoletos en pocos meses ante los
alemanes que habían experimentado más deprisa. De todos modos
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hacia 1942 estaban comenzando a producir algunos de los aviones de
caza más modernos de la Segunda Guerra Mundial, sí bien no en cantidades suficientes.
— Descubrieron la necesidad de la caza de defensa nocturna y por
supuesto diurna, sobre lugares estratégicos y se aplicaron a ello con
contumacia eslava.
Los alemanes hicieron sus propios descubrimientos y quizás fueron los
que más datos recopilaron sobre el terreno y en el aire:
— Descubrieron uno de lo mayores hallazgos en la historia del combate
aéreo, la formación de combate Schwarme-Rotte o formación Four
Finger, con sus variantes de defensiva y ofensiva, tanto para una pareja como para cuatro o más aviones de caza.
— Dejaron a todos sus cazas con muy poca autonomía, lo cual constituyó uno de sus más lamentables errores de toda la guerra.
— Creyeron en la invulnerabilidad del Intruder de alta velocidad no protegido y después con protección temporal o escasa.
— El éxito inicial del Stuka los llevó a pensar que esa era una fórmula
duradera. En poco tiempo tuvieron que retirarlo o protegerlo pesadamente y usarlo solamente en presencia de una superioridad local o
temporal decidida.
Los italianos tuvieron también grandes oportunidades, pero no supieron
aprovecharlas:
— Creyeron en el éxito apabullante del biplano de caza porque el CR-32
operó durante casi la mitad de la guerra bien. Fue un craso error que
le hizo comenzar la Segunda Guerra Mundial en muy malas condiciones en ese aspecto. Tan sólo en 1943 estaban empezando a aparecer
sus primeros monoplanos de caza, como el Reggiane 2001 y siguientes, ya tarde para las operaciones.
— También cayeron en el error del bombardero bimotor rápido actuando
a media distancia sin apoyo de caza propio.
En cuanto a los países no beligerantes que se habían fijado mucho en el
conflicto, está claro que tanto los ingleses como los americanos sacaron
conclusiones muy válidas del conflicto en el aspecto aeronáutico. De
forma escueta se puede citar en cuanto a los primeros, el temprano diseño y la construcción de aviones de caza monoplanos metálicos, dotados
de ocho ametralladoras, el impulso dado a la detección temprana de aeronaves sobre sus costas, y la costosa pero previsora creación de los bombarderos estratégicos pesados y protegidos. Los americanos en poco
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tiempo olvidaron el bimotor rápido —del cual supuestamente se había
copiado el Katiuska, en España se le llamo Martin Bomber hasta los años
1945 y 1947— y se decidieron por aviones pesados de bombardeo estratégico, protegidos por aviones de caza de elevada autonomía, como el
Thunderbolt, que podían estar ocho horas en el aire sobre Alemania, además de perfeccionar la Aviación embarcada o los aviones de reconocimiento con 10 horas de autonomía.
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SEXTA CONFERENCIA
LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927)
LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927)
Por EMILIO HERRERA ALONSO*
La Aviación es el arma de las naciones pobres (1). Un
solo avión puede causar daño al enemigo aunque
caiga en la prueba. Donde no pueden herir los cañones, llegarán los aviones con menor gasto y mayor
efectividad.
General ECHAGÜE
Realizado el primer vuelo mecánico de la Historia en Carolina del Norte,
en diciembre de 1903, no tardaron en surgir en las primeras potencias,
hombres capaces de intuir lo que el nuevo elemento significaría en la guerra, y a principios de la segunda decena del siglo, ya eran varios los
Ejércitos que contaban con incipientes armas aéreas. Para ello, unos
pocos entusiastas hubieron de luchar contra el escepticismo de la gran
mayoría de los militares de la época que veían a aquellos aviadores como
a unos visionarios que olvidaban que la actividad bélica venía desarrollándose, milenio tras milenio, desde que el Hacedor —temerariamente—
puso al hombre sobre la Tierra, sin la participación de engorrosos artilugios mecánicos, propios de exhibiciones circenses. Contaba Su Alteza
Real el Infante don Alfonso de Orleans que, asistiendo a unas maniobras
en Prusia, en 1912, oyó a un oficial de húsares que decía a otro de ulanos,
* Coronel de Aviación.
(1) Tal vez este pensamiento haya quedado desfasado en su primera parte, dados los precios
actuales del material aéreo; en lo demás es totalmente actual.
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refiriéndose a un monoplano Erich Tauber que sobrevolaba el campo:
«Estos tontos se creen que servirán de algo en la guerra».
Al Ejército español le nacen alas
El tremendo golpe que para los españoles constituyó la pérdida de Cuba,
Puerto Rico y Filipinas en 1898, sumió a los gobiernos de la época en
aquel marasmo que Silvela definiría como la «España sin pulso». No obstante, en las filas del Ejército —que se sentía víctima y «cabeza de turco»
de una situación de la que no era culpable— se seguía trabajando y tratando de mantener a éste actualizado, y a las Fuerzas Armadas españolas llegaban noticias de la organización de secciones de aeroplanos en
otros Ejércitos europeos.
Y así, un grupo de entusiastas aerosteros al frente de los cuales se encontraba el coronel don Pedro Vives, superando los obstáculos administrativos, y con pocos meses de retraso con otros Ejércitos europeos, en marzo
de 1911 comenzaron a volar los militares españoles. Creada oficialmente
la Aviación militar el año anterior, fueron sus pioneros, oficiales de
Ingenieros que ya habían recibido el bautismo de fuego en las campañas
de Melilla de 1909 y 1910, que con indudable visión de futuro no querían
que nuestra Patria se quedara rezagada en aquella actividad que, apenas
nacida, se desarrollaba con un impulso y una aceleración muy por encima
de lo que rama alguna de la Ciencia lo había hecho antes.
En Cuatro Vientos, en un llano de las afueras de Madrid al que inmediatamente denominaron «aeródromo», empezaron sus vuelos los primeros
aviadores que tuvo el Ejército español, con tres biplanos (2). Pronto serían 14 los oficiales que con ellos habían aprendido a volar, y que recibirían el correspondiente título de «piloto militar».
Las alas van a la guerra
Ya la Aviación mundial había recibido el bautismo de fuego, siendo la del
Ejército italiano la que en octubre de 1911 había iniciado el camino en
Tripolitania y Cirenaica, con motivo de la guerra italo-turca que allí se
(2) Eran éstos, dos biplanos Henry Farman, con motor propulsor Gnome de 50 caballos de
vapor y un también biplano, Maurice Farman MF-7, con motor Renault de 70 caballos
de vapor.
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desarrollaba, y, casi coincidiendo con el final de ésta, estalló en los
Balcanes el conflicto que enfrentó al Imperio otomano con la Cuádruple
Liga Balcánica, compuesta por Grecia, Bulgaria Serbia y Montenegro. En
esta guerra, por primera vez, tendrían Aviación ambos contendientes.
El general Marina, el único militar de alta graduación que en España creía
en el aeroplano como elemento de guerra, y que ya, en 1909, siendo
comandante general de Melilla había comprobado las ventajas de contar
con medios aéreos —globos en aquella ocasión—, y que en las maniobras
que había dirigido en febrero de 1913 en torno al puente de San Fernando
de Henares había hecho participar en ellas al dirigible España y a una
escuadrilla de aeroplanos, cuando en agosto de aquel año fue nombrado
alto comisario de España en el recién creado Protectorado de Marruecos,
decidió que participaran en las operaciones que proyectaba una unidad
de aeroplanos. Y en un terreno elegido por el coronel Vives, en Sania
Ramel, cerca de la desembocadura del río Martín, se instaló en noviembre
de 1913 una escuadrilla compuesta por nuevo oficiales pilotos, y seis
observadores, al mando del capitán Kindelán (3), con 12 aeroplanos (4), y
un escalón de tierra formado por un conjunto de medios mecánicos
y humanos necesarios para el desenvolvimiento de la escuadrilla.
Una prueba más del escepticismo de la mayoría de los mandos militares
hacia el naciente elemento de guerra la recibieron el capitán Kindelán y el
Infante don Alfonso, cuando se presentaron al jefe del Estado Mayor de la
Comandancia General de Ceuta solicitando ayuda para desembarcar el
material de la escuadrilla; el jefe del Estado Mayor un teniente coronel del
Cuerpo, les preguntó, entre otras cosas, si podrían llevar en vuelo una
carta de Ceuta a Tetuán, y al responder el capitán que no era posible por
no existir en Ceuta un terreno apropiado para aeródromo, les despidió
diciendo: «entonces veo que no me van a servir ustedes para nada.»
La primera acción aérea se llevó a cabo el 3 de noviembre, por tres aparatos que realizaron sendos reconocimientos a vanguardia de Laucién.
(3) El personal de la escuadrilla, además del capitán Kindelán, lo componían los pilotos, capitanes Barrón de Ingenieros y Bayo de Estado Mayor y los tenientes, Su Alteza Real el
Infante don Alfonso de Orleans, Ríos, Moreno Abella y Espín de Infantería, Olivié de
Ingenieros, Alonso de Intendencia y Cortijo de Sanidad —que sería además el médico
de la Escuadrilla— y los observadores, capitanes Castrodeza de Estado Mayor, Cifuentes de
Artillería y Barreiro de Ingenieros y tenientes Ruiz de Arcaute de Artillería, O’Felan
de Infantería de Marina y el alférez de navío Mateo Sagasta.
(4) Eran éstos, cuatro biplanos Maurice Farman MF-7, cuatro biplanos Lohner Pfilflieger y
cuatro monoplanos Nieuport IV-G
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Realizó la escuadrilla diversas misiones de bombardeo en las que —dado
el pequeño tamaño de las bombas— el efecto moral sería siempre muy
superior al material, pero que resultaron muy efectivas.
El día 19 tuvo su bautismo de sangre la escuadrilla al resultar gravemente
heridos por fuego de fusil, mientras realizaban un vuelo de reconocimiento sobre el monte Cónico, el teniente Ríos y el capitán Barreiro que lograron regresar al campo propio con la misión cumplida; fueron ascendidos
por méritos de guerra y propuestos para la Laureada que recibirían ocho
años más tarde.
Continuaron actuando los aviadores en las operaciones en torno a Tetuán,
con gran éxito —especialmente, moral— y se decidió situar otra escuadrilla en Arcila, dependiente de la Comandancia General de Larache, y tres
biplanos Farman MF-7 al mando del capitán Bayo se establecieron en la
playa, trasladándose unos días después a un terreno más apropiado
desde el que participarían en las pequeñas operaciones que en el territorio de aquella Comandancia se llevarían a cabo, especialmente en la belicosa Cabila de Beni Arós.
El general Gómez Jordana, comandante general de Melilla, consiguió
también que le fuera asignada una escuadrilla, y en mayo de 1914, tras
decidir situar el aeródromo en un terreno no muy bueno (5), entre el río
Zeluán y la alcazaba de aquel nombre, se instaló en él una escuadrilla
formada por cuatro monoplanos Nieuport IV-G al mando del capitán de
Ingenieros, piloto, Emilio Herrera. La experiencia de éste adquirida como
aerostero en la campaña de 1909, y como piloto en la zona occidental
donde había relevado a Kindelán en el mando de la escuadrilla de
Tetuán, fue de gran utilidad en los numerosos vuelos de reconocimiento
—visual y fotográfico— de Tistutin, el llano del Garet y la cuenca del
Guerrau, llegando en sus vuelos hasta Dar Driux y el monte Mauro en la
región del Kert.
Actuaron también los aviadores en las operaciones que en aquella
Comandancia se desarrollaron, bombardeando posiciones y núcleos rebeldes, con escaso efecto material, dado el pequeño peso de las bombas
—3,5 kilogramos— y a la modesta carga de los aeroplanos, pero con indudable efecto moral.
(5) Se seguía la política de no utilizar terrenos productivos, para no perjudicar a los moros de
las zonas sometidas.
— 94 —
El paréntesis de la Guerra Europea
El estallido de la Guerra Europea —o Gran Guerra— el 1 de agosto de
1914, que dio un enorme impulso a la Aviación que a lo largo de los cuatro años que aquélla duró alcanzó un desarrollo espectacular, condicionó
la acción militar de España en Marruecos en aquellos años, limitando las
operaciones al mínimo indispensable para mantener el orden en nuestra
zona de Protectorado, sin empeñarse en acciones que pudieran crear
situaciones que sirvieran de pretexto a potencias interesadas en acabar
con la neutralidad española en el conflicto europeo.
En consecuencia, pese a ser la ocasión muy favorable para realizar acciones a gran escala que habrían dado a las fuerzas españolas la posesión
de puntos importantes desde los que ejercer eficazmente la acción de
Protectorado, nuestros soldados hubieron de limitar su actividad a mantener sus posiciones, llevando a cabo únicamente a vanguardia de éstas,
las pequeñas operaciones necesarias para garantizar la seguridad de la
zona sometida al Majzén.
Únicamente, a lo largo de estos años se realizó una operación de cierta
importancia, en la que por primera vez actuarían combinadas fuerzas de
Tierra, Mar y Aire, participando las Comandancias Generales de Ceuta y
Larache, para someter al poblado rebelde de Biutz, en la cabila de
Angera. Esta operación —que se conoce como el día de Angera— tuvo
lugar el 29 de junio de 1916, y en ella participaron por tierra 27.861
hombres, 3.505 caballos y 2.882 mulos; un acorazado y dos cañoneros
por mar, y dos biplanos Lohneo Pleilflieger y dos Maurice Farman MF-11
por aire. Pese a lo modesto de los medios aéreos empleados, fue importante la aportación de la Aviación al combate, manteniendo al mando
informado de los movimientos de los rebeldes, y bombardeando las
concentraciones.
Las dificultades para adquirir material aéreo durante el conflicto europeo,
forzó a la Aviación militar española a mantenerse apenas sin repuestos,
sin poder importar materias primas para construir aeroplanos en España,
y con la única adquisición en Estados Unidos —neutrales, a la sazón— de
12 biplanos Curtiss JN-2 Jenny —seis de ellos, hidros— en el año 1915.
Dos años más tarde, la Dirección de Aeronáutica convocó un concurso
entre proyectistas y constructores españoles, tratando de conseguir
modelos de aviones de caza, bombardeo y reconocimiento, para ser fabricados en nuestra Patria, pero con el final de la Gran Guerra en 1918,
comenzaron a llegar a España material aéreo moderno, de los beligeran— 95 —
tes, del sobrante de la guerra, de muy buenas características y precios de
saldo, con lo que lo que habría sido un importante impulso de la industria
española cuatro años antes, pasó al olvido. Probablemente se perdió aquí
una buena ocasión de entrar España en la industria aeronáutica con paso
firme. Y en la Aviación militar española entraron los De Havilland, Bristol,
Farman, Breguet y otros, aunque en pequeñas cantidades.
En junio de 1919, el director de Aeronáutica, general Francisco Echagüe,
convocó una promoción de 100 pilotos de aeroplano, para la que se presentaron más de 1.000 solicitudes, entre las que se hallaban muchas de
oficiales de la Legión y Cuerpos que combatían en Marruecos a la sazón;
el riguroso reconocimiento médico sólo admitió a 132, y finalmente fueron
únicamente 95 los que lograron el título. Para formar a este importante
número de aviadores fue necesario crear tres escuelas en distintos puntos
de España: Zaragoza, Sevilla y Getafe, para incrementar las de Cuatro
Vientos y Los Alcázares, que ya existían.
Pese a todo, la Aviación militar española —la Aeronáutica naval nació
sobre el papel en 1917 y no comenzó a volar hasta 1921— no había
adquirido la entidad necesaria para el papel que se intuía iba a tener que
desempeñar a corto plazo, y así, en Marruecos se contaba únicamente
con tres escuadrillas —una adscrita a cada Comandancia General—, que
aunque dotadas con material moderno, era éste escaso como pronto se
vio. Con estas tres unidades se constituyó en enero de 1920 el Grupo de
Escuadrillas de África al mando del comandante Aymat.
El desastre de Annual. La reacción
Esta situación se mantuvo hasta el año 1921 en que los espectaculares
avances por el territorio oriental, realizados por el general Silvestre,
comandante general de Melilla, tuvieron como consecuencia estirar la
larga línea de posiciones que constituía el frente, que ya alcanzaba más
de 110 kilómetros, quedando muy pocas tropas para asegurar las líneas
de abastecimiento, guarnecer la plaza de Melilla y las islas y peñones, y
contar con unas débiles columnas de reserva. La conquista de la posición
de Abarrán por los moros el 1 de junio, apenas constituida, y la imposibilidad mes y medio más tarde de abastecer a los defensores de Igueriben,
forzó al general Silvestre a ordenar la retirada de la posición principal de
Annual, operación que se realizó en muy malas condiciones, viéndose
como las tropas indígenas al servicio de España, desertaban en su mayor
parte, pasándose al enemigo importantes contingentes.
— 96 —
En esta penosa retirada que no se detuvo hasta monte Arruit donde el
general Navarro se fortificó con unos 3.000 hombres; la Aviación, constituida únicamente por la escuadrilla de Zeluán —cinco biplanos De
Havilland DH-4 a las órdenes del capitán Pío Fernández Mulero— desarrolló una extenuante labor protegiendo el repliegue (6), realizando 15 salidas el día 21, y 14 el 22, arrojando en ellas más de 1.000 kilogramos de
bombas. El día 23, en plena retirada aún realizaron 15 salidas, pero finalmente el aeródromo quedó sitiado, y los aviones fueron destruidos por la
guarnición cuando, agotadas las posibilidades de defensa, se retiró tratando de llegar a Melilla.
Un único avión durante dos días, y cuatro llegados de la Península el 3 de
agosto, operaron desde un minúsculo terreno improvisado en La Hípica,
abasteciendo a los defensores de monte Arruit de víveres, municiones,
medicamentos y agua; para esto último se recurrió a arrojar en el recinto
sitiado barras de hielo de 12 kilogramos envueltas en arpillera —una vez
más surge en el momento oportuno la gran capacidad de improvisación
de los españoles—, pero no fue aquello suficiente para mantener la posición cuyos defensores hubieron de rendirse, siendo asesinados en su
mayoría por los moros.
El golpe cayó en España con todo su peso, pero en contraste con la actitud negativa y revolucionaria con que 12 años antes la sociedad había
recibido lo del barranco del Lobo, esta vez la reacción fue firmemente
positiva; había que «vengar la ofensa del moro y ponerlo en su lugar».
En lo militar se enviaron a África los segundos batallones de los regimientos de Infantería, un escuadrón por cada uno de Caballería, y proporcionadas fuerzas de Artillería, Ingenieros y Servicios. Todas las provincias (7)
regalaron al Ejército uno o más aviones que, merced a la previsión del
general Echagüe que a alguno había parecido excesiva, estuvieron tripulados por españoles (8). El Gobierno aprobó un crédito de 5.700.000
pesetas para adquirir material aéreo, y se constituyeron las fuerzas aéreas de Marruecos, inicialmente con dos grupos de escuadrillas, al mando
del coronel Soriano. Realmente era una fuerza pequeña, pero el valor de
sus tripulaciones y su rápida adaptación a las peculiaridades de la lucha,
le dieron gran efectividad.
(6) Al capitán Mulero le fue concedida la Medalla Militar por su actuación en estos días.
(7) También regalaron aviones las colonias de españoles en países hispanoamericanos.
(8) De no haber contado con este plantel de pilotos habría que haber contratado mercenarios.
— 97 —
Fue en estos años cuando realmente se forjó la Aviación militar española, que
llegó a ser una fuerza moderna y bien equipada —tripulada por hombres salidos en su mayoría de las más distinguidas unidades que combatían en
África— que apoyaba al Ejército en sus avances, abriéndole paso con sus
bombas y ametralladoras, desarrollando tácticas originales y audaces, destacando en el ataque en vuelo rasante, algo que los aviadores franceses, veteranos de la Guerra Europea muchos de ellos, denominarían vol a l’espagnole.
Fue aumentando el número de aviones en Marruecos y pronto serían tres
los grupos de escuadrillas que combatían en ambos frentes del territorio.
Los importantes éxitos de las tropas españolas se veían con frecuencia
malogrados por decisiones políticas tomadas en Madrid, deteniendo a las
tropas cuando estaban a punto de obtener éxitos decisivos, produciéndose
situaciones muy peligrosas al quedar las fuerzas desperdigadas por los
montes, en posiciones aisladas entre sí, con aguada difícil en muchas ocasiones, a las que era necesario suministrar regularmente, con largos convoyes que habían de superar una difícil orografía muy propicia al enemigo para
oponerse al paso de aquéllos, con el consiguiente desgaste de tropas
para su protección. Con frecuencia quedaban las posiciones sitiadas por los
moros, siendo necesario mantenerlas suministradas hasta tanto —a veces
luego de duros y cruentos combates— las fuerzas abrieran paso al convoy.
Cuando se producían situaciones de éstas, era la Aviación la que se encargaba de mantener a la sitiada posición provista de lo necesario —municiones, víveres, medicamentos, hielo, pienso para el ganado y tantas cosas
más— en arriesgados vuelos rasantes para precisar la caída de las cargas
dentro del reducido perímetro de aquélla, maniobras en las que los aeroplanos recibían numerosos impactos de fusil y ametralladora de los sitiadores, se producían muertos y heridos a bordo, y eran derribados con más
frecuencia de la deseada. Esta necesidad de abastecer a las posiciones
asediadas, fue importantísima, y exigió un esfuerzo titánico de los aviadores. Fueron a lo largo de la campaña especialmente duros los abastecimientos aéreos a Tizzi Assa, Tifarauin y Kudia Tahar, logrando que se mantuvieran estas posiciones, pagando los aviadores un caro tributo.
En ocasiones el esfuerzo hubo de ser sobrehumano, tanto en las tripulaciones como en los equipos de tierra, ya que el número de posiciones
sitiadas era grande; en el frente oriental, entre septiembre y diciembre de
1924, el grupo expedicionario de Havilland-Rolls, mantendría abastecidas,
desde Sania Ramel, en Tetuán 22 posiciones, y desde Auámara, en
Larache 27, volando sin cesar, sin tiempo para realizarlas revisiones necesarias, con el material gastado y el consiguiente incremento del riesgo.
— 98 —
En los periodos en que el frente estaba tranquilo, y Abd el Krim aseguraba a los suyos que era porque él había parado a los españoles, era la
Aviación la que en vuelos por el interior del territorio insumiso, atacando y
disolviendo zocos, y destruyendo aduares y cosechas, mostraba a los
indígenas que España estaba allí y no tardaría en hacer ver todo su poder.
Cuando en septiembre de 1925 se llevó a cabo el desembarco de las fuerzas españolas en la bahía de Alhucemas —la primera operación de este
tipo llevada a cabo con éxito en la Edad Contemporánea sobre una costa
enemiga defendida—, la Aviación participó con 104 aparatos —de los que
seis eran franceses (9) y 18 de la Aeronáutica naval (10)—, importante
masa de aviones cuya actuación fue decisiva en el desarrollo de la operación que era el preludio del final de la guerra, aunque todavía ésta duraría
dos años más en los que los aviadores seguirían teniendo protagonismo,
destacando en el apoyo a la audaz expedición del comandante Capaz por
el interior del territorio insumiso, y en vencer la dura resistencia de los
yeblíes, especialmente de los valientes cabileños de Beni Arós.
Del derroche de entrega y heroísmo de la Aviación en las campañas de
Marruecos, dan prueba las 11 Laureadas de San Fernando recibidas por
aviadores durante los 13 años que combatieron en Marruecos, lo que
dado el corto número de éstos, denota una proporción altísima de hechos
heroicos.
Llegó la paz. Los raids
La Aviación militar española, nacida por la guerra y para la guerra, no
había podido participar en el amplio abanico de raids que, terminada la
Guerra Europea, se había desplegado por el mundo, con algunos éxitos y
muchos fracasos; pero ya la guerra de Marruecos prácticamente liquidada, los aviadores españoles, curtidos en la dura brega, se encontraban
preparados para realizar hazañas de paz.
Y en consecuencia, se proyectaron tres raids que llevaran la escarapela de
la Aviación militar española a los tres puntos más alejados de lo que había
sido nuestro imperio colonial: América del Sur, las islas Filipinas, y el golfo
de Guinea. Resultaron tres notorios éxitos: el Plus Ultra, hidroavión
(9) Una escuadrilla de hidroaviones Farman Goliat al mando del teniente de navío París.
(10) Eran 18 hidroaviones del Dédalo (Savoia-16, Macchi-18 y Supermarine) y 6 Macchi-21
que actuaron desde El Atalayón, agregados a la Aviación militar.
— 99 —
Dornier Wal, tripulado por el comandante Franco, el capitán Ruiz de Alda,
el teniente de navío Durán, y el mecánico Madariaga, cruzó el Atlántico
Sur y remató su hazaña tomando agua en Buenos Aires entre el desbordado entusiasmo de los argentinos. Los capitanes González Gallarza y
Loriga, con Breguet XIX, volaron de Cuatro Vientos a Manila, el punto más
lejano alcanzado hasta la fecha volando desde Europa hacia Oriente
donde fueron también recibidos apoteósicamente. Por su parte, el comandante Llorente, al mando de la patrulla Atlántida (11) voló de Melilla a
Santa Isabel, en Guinea, y regresó, realizando el vuelo, en formación táctica, por regiones que nunca habían visto un aeroplano (12).
De estos tres vuelos, el que más resonancia tuvo fue el del Plus Ultra;
puede decirse que cerró la «crisis del 98», ya que su llegada a Hispanoamérica recordó a las naciones nacidas de nuestras antiguas colonias, que España, aquella nación «sin pulso» —como la había calificado
Silvela— era la «Madre Patria», y así se apresuraron a manifestarlo en largos y ditirámbicos artículos de prensa. En España el vuelo del Plus Ultra
era uno de los primeros acontecimientos brillantes desde el desastre de las
escuadras de Montojo y Cervera en 1898, y exaltó el orgullo nacional.
Aunque el mundo reconoció y celebró la gesta de los aviadores españoles,
no faltaron quienes trataron de apropiarse parte del éxito de la proeza; Italia
aducía que el avión estaba construido en Pisa, Alemania que era suyo el
proyecto de aquél, y Francia, dado que no habían sido aviadores franceses
quienes protagonizaran la hazaña, trató de quitar importancia al raid.
Saliendo al paso de esto, un diario de Montevideo publicaba una viñeta de
un cocinero con su característico gorro, dando vuelta en el aire a una tortilla; el pie, decía: «La sartén es alemana, el aceite inglés, pero los huevos
son españoles». Pido perdón por el exabrupto, pero la transcripción es
literal.
(11) Tres hidroaviones Dornier Wal recién salidos de la campaña.
(12) Al comandante Llorente le fue concedido el Trofeo Harmon por la Ligue Internationale
des Aviateurs.
— 100 —
ÍNDICE
Página
SUMARIO............................................................................................
7
PRESENTACIÓN ................................................................................
9
Primera conferencia
LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA..........................
13
Segunda conferencia
LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII................
27
Las etapas del reinado de Carlos III ..................................................
32
— Introducción ..................................................................................
32
Primera etapa del reinado (1759-1763) ..............................................
33
— El Tercer Pacto de Familia y la guerra de los Siete Años ..............
35
La etapa de los ministros italianos: Esquilache y Grimaldi (1763-1776)
36
— La reorganización militar de los territorios americanos..................
— La reforma de la Artillería ..............................................................
— Las Ordenanzas de 1768................................................................
— El perfil del nuevo oficial: el llamado «oficial de mérito»................
— EL motín de Esquilache..................................................................
37
37
37
38
42
La etapa final del reinado (1776-1788) ..............................................
Colofón: las Capitanías Generales......................................................
45
47
— 101 —
Página
Tercera conferencia
AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO ................................
51
Política de defensa y política militar ..................................................
América y el Pacto de Familia ............................................................
Incidencia del proceso revolucionario ................................................
55
58
62
Cuarta conferencia
HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA ..........
67
1896
1913
1917
1920
1922
1926
1931
1932
1933
1937
1939
69
70
70
70
71
71
72
72
72
73
73
(Real Decreto de 17 de diciembre) ............................................
(Real Decreto de 16 de abril) ....................................................
(Real Decreto de 17 de julio) ....................................................
(Real Decreto de 17 de marzo) ..................................................
(Real Decreto de 15 de febrero) ................................................
(Real Decreto de 23 de marzo) ..................................................
(Real Decreto de 8 de enero) ....................................................
(Ley de 12 de diciembre) ..........................................................
(Decreto de 6 de abril) ..............................................................
(Decreto de 30 de marzo) ..........................................................
(Ley de 8 de agosto) ..................................................................
Quinta conferencia
HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA
GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 75
Los primeros ases ..............................................................................
Los hallazgos de la nueva Arma ........................................................
Últimas tácticas aéreas en 1919 ........................................................
Enormes avances de entreguerras ....................................................
La Aviación española al comienzo del conflicto ................................
Las aportaciones de material aéreo ..................................................
Los grandes hallazgos ........................................................................
Los recursos tácticos..........................................................................
Conclusiones y experiencias ..............................................................
78
78
79
79
80
81
83
84
85
Sexta conferencia
LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1991-1927)..................................
— 102 —
89
Página
Al Ejército español le nacen alas ......................................................
Las alas van a la guerra ....................................................................
El paréntesis de la Guerra Europea ..................................................
El desastre de Annual. La reacción ..................................................
Llegó la paz. Los raids ......................................................................
92
92
95
96
99
ÍNDICE .............................................................................................. 101
— 103 —
RELACIÓN DE MONOGRAFÍAS DEL CESEDEN
*1. Clausewitz y su entorno intelectual. (Kant, Kutz, Guibert, Ficht,
Moltke, Sehlieffen y Lenia).
*2. Las Conversaciones de Desarme Convencional (CFE).
*3. Disuasión convencional y conducción de conflictos: el caso de Israel
y Siria en el Líbano.
*4. Cinco sociólogos de interés militar.
*5. Primeras Jornadas de Defensa Nacional.
*6. Prospectiva sobre cambios políticos en la antigua URSS. (Escuela
de Estados Mayores Conjuntos. XXIV Curso 91/92).
*7. Cuatro aspectos de la Defensa Nacional. (Una visión universitaria).
8. Segundas Jornadas de Defensa Nacional.
9. IX y X Jornadas CESEDEN-IDN de Lisboa.
10. XI y XII Jornadas CESEDEN-IDN de Lisboa.
11. Anthology of the essays. (Antología de textos en inglés).
*12. XIII Jornadas CESEDEN-IDN de Portugal. La seguridad de la Europa
Central y la Alianza Atlántica.
13. Terceras Jornadas de Defensa Nacional.
*14. II Jornadas de Historia Militar. La presencia militar española en Cuba
(1868-1895).
*15. La crisis de los Balcanes.
*16. La Política Europea de Seguridad Común (PESC) y la Defensa.
17. Second anthology of the essays. (Antología de textos en inglés).
*18. Las misiones de paz de la ONU.
*19. III Jornadas de Historia Militar. Melilla en la historia militar española.
20. Cuartas Jornadas de Defensa Nacional.
21. La Conferencia Intergubernamental y de la Seguridad Común
Europea.
*22. IV Jornadas de Historia Militar. El Ejército y la Armada de Felipe II,
ante el IV centenario de su muerte.
— 105 —
23. V Jornadas de Defensa Nacional.
24. Altos estudios militares ante las nuevas misiones para las Fuerzas
Armadas.
25. Utilización de la estructura del transporte para facilitar el cumplimiento
de las misiones de las Fuerzas Armadas.
26. Valoración estratégica del estrecho de Gibraltar.
27. La convergencia de intereses de seguridad y defensa entre
las Comunidades Europeas y Atlánticas.
28. Europa y el Mediterráneo en el umbral del siglo
XXI.
29. I Congreso Internacional de Historia Militar. El Ejército y la Armada
en 1898: Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
30. Un estudio sobre el futuro de la no-proliferación.
31. El islam: presente y futuro.
32. Comunidad Iberoamericana en el ámbito de la defensa.
33. La Unión Europea Occidental tras Amsterdam y Madrid.
34. Iberoamérica, un reto para España y la Unión Europea en la próxima
década.
35. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/1999).
36. Marco normativo en que se desarrollan las operaciones militares.
37. Aproximación estratégica española a la última frontera: la Antártida.
38. Modelo de seguridad y defensa en Europa en el próximo siglo.
*39. V Jornadas de Historia Militar. La Aviación en la guerra española.
40. Retos a la seguridad en el cambio de siglo. (Armas, migraciones
y comunicaciones).
41. La convivencia en el Mediterráneo Occidental en el siglo
XXI.
42. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2000).
43. Rusia: conflictos y perspectivas.
44. Medidas de confianza para la convivencia en el Mediterráneo
Occidental.
45. La cooperación Fuerzas de Seguridad-Fuerzas Armadas frente
a los riesgos emergentes.
— 106 —
46. La ética en las nuevas misiones de las Fuerzas Armadas.
47. VI Jornadas de Historia Militar. Operaciones anfibias de Gallípolis
a las Malvinas.
48. La Unión Europea: logros y desafíos.
49. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2001).
50. Un nuevo concepto de la defensa para el siglo
XXI.
51. Influencia rusa en su entorno geopolítico.
52. Inmigración y seguridad en el Mediterráneo: el caso español.
53. Cooperación con Iberoamérica en el ámbito militar.
54. Retos a la consolidación de la Unión Europea.
55. Revisión de la Defensa Nacional.
56. Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+I) en la defensa y la seguridad.
57. VII Jornadas de Historia Militar. De la Paz de París a Trafalgar
(1763-1805). Génesis de la España Contemporánea.
58. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2002).
59. El Mediterráneo: Proceso de Barcelona y su entorno después
del 11 de septiembre.
60. La industria de defensa: el desfase tecnológico entre la Unión
Europea y Estados Unidos de América.
61. La seguridad europea y las incertidumbres del 11 de septiembre.
62. Medio Ambiente y Defensa.
63. Pensamiento y pensadores militares iberoamericanos del siglo
y su influencia a la Comunidad Iberoamericana.
XX
64. Estudio preliminar de la operación: Libertad para Irak.
65. Adecuación de la defensa a los últimos retos.
66. VIII Jornadas de Historia Militar. De la Paz de París a Trafalgar
(1763-1805). La organización de la defensa de la Monarquía.
67. Fundamentos de la Estrategia para el siglo
XXI
68. Las fronteras del mundo iberoamericano.
69. Occidente y el Mediterráneo: una visión para una nueva época.
* Agotado, disponible en las bibliotecas especializadas y en el Centro de Documentación del
Ministerio de Defensa.
— 107 —
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