CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL MONOGRAFÍAS del CESEDEN 70 IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR (1763-1805). LAS BASES DE LA POTENCIA HISPANA MINISTERIO DE DEFENSA CENTRO SUPERIOR DE ESTUDIOS DE LA DEFENSA NACIONAL MONOGRAFÍAS del CESEDEN 70 IX JORNADAS DE HISTORIA MILITAR DE LA PAZ DE PARÍS A TRAFALGAR (1763-1805). LAS BASES DE LA POTENCIA HISPANA Abril, 2004 Edita: NIPO: 076-04-101-1 ISBN: 84-9781-109-7 Depósito Legal: M-28943-2004 Imprime: Imprenta Ministerio de Defensa Tirada: 1.250 ejemplares Fecha de edición: junio, 2004 SUMARIO Página PRESENTACIÓN ................................................................................ 9 Primera conferencia LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA.......................... 13 Por Julio Albi de la Cuesta Segunda conferencia LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII................ 27 Por José L. Terrón Ponce Tercera conferencia AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO.................................... 51 Por Fernando Puell de la Villa Cuarta conferencia HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA .......... 67 Por Ramón Marteles López Quinta conferencia HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Por Rafael de Madariaga Fernández — 7 — 75 Sexta conferencia Página LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927).................................. 89 Por Emilio Herrera Alonso ÍNDICE ................................................................................................ 101 — 8 — PRESENTACIÓN La Comisión Española de Historia Militar (CEHISMI) dentro del ciclo «De la Paz de París a Trafalgar (1763-1805). Las bases de la potencia hispana», organizó las conferencias que ahora presentamos y que fueron pronunciadas en el paraninfo del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN) entre los días 24 y 27 de noviembre de 2003. La jornada inaugural fue presidida por el director general de Relaciones Institucionales de la Defensa, don Jorge Hevia Sierra, que en su intervención resaltó la importancia de estas actividades y expuso el programa de investigación histórica que está desarrollando el Ministerio de Defensa. El teniente general, don Domingo Marcos Miralles, presidente de la CEHISMI y director del CESEDEN, pronunció un discurso de bienvenida a los asistentes, presentación de los conferenciantes e introducción al tema. Se abrieron las Jornadas con una conferencia del embajador de España, don Julio Albi de la Cuesta, que dio una visión ajustada de los Ejércitos españoles en las posesiones americanas, trazando un cuadro muy comprensible para imponer al auditorio en las diferencias entre tropas reales, criollas, virreinales, etc., y terminó enjuiciando las guerras de emancipación. El segundo conferenciante, el doctor en Historia, don José Luis Terrón Ponce, explicó las reformas militares del reinado de Carlos III; deteniéndose en aspectos tan importantes como el de la famosa pugna entre militares y golillas. Explicó la gestación de las Ordenanzas de 1768, vulgo de Carlos III. Se ocupó también de la reforma de la Artillería y de la creación de la Academia de este Cuerpo. Dio una visión amplia sobre los oficiales fruto de estas reformas y sobre los cambios de mentalidad habidos en aquella época. — 11 — El coronel don Fernando Puell de la Villa, abundó en el tema americano y en la visión que sobre la conducción política y militar de los negocios de nuestras vastas posesiones tenía el conde de Aranda, del cual destacó su personalidad como militar, como capitán general que fue de los Reales Ejércitos, como experto estratega y como diplomático. Finalizaron las Jornadas con una atractiva mesa redonda, en la que el coronel don Emilio Herrera Alonso y los antiguos oficiales del Ejército del Aire, don Ramón Marteles López y don Rafael de Madariaga Fernández, expusieron el devenir histórico de la Aviación española, adentrándose en una historiografía novedosa y atractiva. El teniente general don Domingo Marcos Miralles cerró la sesión de clausura con un discurso en el que resaltó los aspectos más interesantes de las conferencias recibidas. — 12 — PRIMERA CONFERENCIA LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA Por JULIO ALBI DE LA CUESTA* Gracias por esta oportunidad de dedicar unos minutos a un periodo de nuestra historia militar injustamente olvidado, como tantos otros. Como saben, se ha dicho que Gran Bretaña adquirió su Imperio en un momento de distracción. Al repasar la bibliografía española sobre las guerras de América, uno se siente tentado de decir que perdimos ultramar también en un momento de distracción, tan escasos son los estudios dedicados a una etapa, tan brillante, sin embargo, en la historia de nuestro Ejército. Una vez más, hemos dejado que otros escribieran nuestra historia. Así como en Iberoamérica se han dedicado bibliotecas enteras a analizar aquellas campañas, recogiendo, como es natural, su punto de vista, en España apenas se ha producido nada en la materia, de forma que la perspectiva que se ha impuesto es, pues, la del otro lado del Atlántico, no la de esta orilla. Un fenómeno similar se ha producido respecto a nuestra guerra de la Independencia. La producción española es prácticamente nula, comparada con la británica, con cientos de volúmenes dedicados a las hazañas de Wellington, de forma que la visión que existe de esa época es la británica sobre la llamada guerra de la Península, algo muy diferente de la guerra de la Independencia de España. Una última digresión, antes de entrar en materia. La dirección de este curso me ha sugerido que modifique ligeramente el contenido de mi inter* Diplomático. — 15 — vención. En efecto, según el título que aparece en el programa, debía ésta versar sobre las guerras de emancipación. Pero, como se me ha señalado, salía así del marco cronológico fijado para estas Jornadas. La observación es, sin duda, acertada, por lo que propongo adelantar, por así decirlo, mi exposición al siglo XVIII, lo que puede tener la ventaja añadida de ofrecer una mejor perspectiva de aquellas campañas ya que, al menos al principio, el Ejército que participó en ellas era el formado en el mencionado siglo XVIII. Es un hecho indiscutible, pero a veces olvidado, que la conquista de América no es obra del Ejército como tal, es decir, de unidades permanentes, con una orgánica determinada y englobadas en una estructura anterior. Al contrario, la conquista la realizan grupos de hombres que siguen a un caudillo, que les da una organización ad hoc, que sólo dura tanto como la empresa a realizar. Culminada ésta, «la hueste indiana», como se ha llamado a estas fuerzas, se disuelve. Sus componentes se asientan como encomenderos, mineros, comerciantes o se alistan en otra expedición, sin dejar tras de sí una estructura militar estable. De ahí que, una vez terminada la conquista, en América no exista ninguna organización militar propiamente dicha. Ante los ataques, la población toma las armas, para luego retornar a sus ocupaciones habituales. Ello da lugar a situaciones tan peculiares, como las de aquel puerto defendido por un fraile artillero y su esclavo negro. Una excepción es el caso de Chile, por ejemplo, donde ante la agresividad de los araucanos, se forman unidades permanentes en la frontera, pero no es ese el modelo generalizado en las Indias. Desde luego, esta fórmula se revela totalmente inadecuada, cuando los ataques enemigos aumentan en intensidad, en frecuencia y en efectivos. La solución a la que se apela es construir paulatinamente un sistema de fortificaciones, con mínimas guarniciones, esas sí verdaderamente militares. Pagadas por el Rey y constituidas por soldados, y no ya por aventureros. Al tiempo, su acción se complementa, para casos puntuales, con contingentes de tropas enviados desde España, que van a ultramar para una operación concreta (por ejemplo, la expedición de Menéndez de Avilés a Florida), pero que, terminada ésta, regresan. El precario sistema se mantiene hasta bien entrado el siglo XVIII, aunque ligeramente reforzado, ya que a partir del año 1719 se empiezan a crear unidades tipo batallón en algunos lugares especialmente vulnerables. La victoriosa defensa de Cartagena en 1741, en la que intervienen, entre — 16 — otras, unidades de refuerzo venidas de España y el fijo de la plaza responde a este modelo. Pero en el año 1762 se produce el gran aldabonazo que saca a la luz las enormes limitaciones del mecanismo. Ese año se pierden, simultáneamente, La Habana y Manila, lo que demuestra la imperiosa necesidad de buscar una nueva fórmula, para hacer frente a las crecientes amenazas. El sistema al que se llega es lo que en otro lugar he llamado el modelo defensivo borbónico, que paso a describir ya que, ligeramente modificado, subsiste hasta los primeros años de las guerras de emancipación. Evidentemente, la solución ideal era, sobre el papel, fácil. Bastaba con guarnecer las Indias con tropas del Ejército. Pero ello era imposible. Una característica de la España de los siglos XVI y XIX es que nunca tuvo los hombres necesarios para defender su Imperio. De ahí, el recurso sistemático a unidades «extranjeras», utilizando esta descripción para designar a tropas no reclutadas en la península Ibérica. Así pues, los reformadores del siglo XVIII tienen que partir de la escasez de unidades regulares, de «la diferencia entre lo conveniente y lo posible», en palabras de un contemporáneo. Estiman, sin embargo, que no cabe renunciar totalmente a ellas. Optan, por consiguiente, por destinar un número de ellas, necesariamente limitado, al servicio en América. Pero en ultramar las unidades sufren un desgaste terrible, por las enfermedades y la deserción, principalmente. Se establece, por consiguiente, un mecanismo de noria. Los batallones que van a las Indias permanecen allí tres o cuatro años, y regresan a España, tras ser relevadas por otras similares. Desde luego, en caso de guerra, y como siempre se había hecho, está previsto el envío de contingentes de estas tropas (en total, se ha calculado que entre los años 1760 y 1800 se enviaron unos 45.000 hombres a América, la mitad de ellos para operaciones puntuales). Pero aún el sistema de noria era caro, por el elevado coste en hombres y tiempo de los viajes entre España y ultramar que suponía. No obstante, con noria o sin ella, se sabe que nunca se podrán enviar las suficientes para asegurar por sí solas la defensa de aquellos territorios inmensos. Como mucho, podrán actuar como lo que los alemanes llamarían en la Segunda Guerra Mundial «ballenas de corsé», es decir, como elementos que dan solidez al sistema, pero hacía falta más fuerzas. — 17 — Se acude entonces a organizar unidades regulares y permanentes americanas, destinadas exclusivamente a la defensa de aquellas tierras. Son las llamadas unidades fijas que se crean en los distintos territorios. Se acude para constituirlas a una gran variedad de métodos. Alguna fue levantada entera en España y mandada a América; otras, se constituyen alrededor de un núcleo de veteranos de unidades regulares que regresan a Europa. Incluso se acude al anticuado sistema de la contrata. Pero, de nuevo, limitaciones del personal disponible y presupuestarias no permiten que se formen tantas como es preciso (por ejemplo, en toda la Capitanía General de Guatemala se levanta un solo batallón). Para dar una idea de la importancia de las mismas, se puede señalar que en el año 1771, por ejemplo, existían en las Indias 16.000 hombres pertenecientes a unidades fijas y 10.000 a tropas del Ejército regular. La solución es completarlas con otro tipo de tropas más baratas y abundantes, aunque también menos eficaces: las Milicias. Éstas existían desde antes, como en España, pero la novedad que se introduce a partir del año 1762 es que se les intenta regularizar, dándoles un cuadro de instructores (el llamado pie veterano), organizadas de acuerdo a criterios étnicos y dotándoles de uniformidad, armamento y un mínimo de instrucción («asambleas», normalmente los domingos, después de misa; cada dos meses, «un ejercicio de fuego», con diez cartuchos, una vez al año, «ejercicio de batallón», con dos cartuchos para tirar al blanco y seis por descargas). El «pie veterano» será esencial: en la plana mayor, el sargento mayor y el ayudante, en cada compañía, el teniente, un sargento, dos cabos y un tambor. Sin embargo, pronto se advierte que ni siquiera habría suficientes instructores. De ahí que aparezcan dos tipos de Milicias: las provinciales (con «pie») y las urbanas (sin él). Las segundas tendrán un valor puramente teórico, siendo poco más de una especie de Policía Municipal. En cuanto a las primeras, las existentes en territorios frecuentemente amenazados (Cuba, por ejemplo), alcanzarán un elevado nivel de eficacia, mientras que las de zonas más tranquilas (Quito, por ejemplo) serán de inferior calidad. La enorme ventaja de las Milicias es que dan un número elevado de hombres a muy bajo coste, ya que sólo son pagadas cuando se las moviliza. Con todas sus obvias limitaciones, éstas cumplieron su papel. En caso de guerra, relevaban a las tropas regulares en tareas secundarias, ayudaron — 18 — a completarlas e incluso combatieron en primera línea. En paz, se ocupaban del traslado de caudales, custodia de presos, etc. Recapitulando, el sistema (haciendo abstracción ahora del papel fundamental que en él juegan la Armada y las fortalezas), se basa en tres tipos de tropas de diferente origen y calidad. En un escalón superior, las del Ejército regular, que van a América con el mecanismo de noria o en caso de ruptura de hostilidades. Luego, las fijas, a continuación, las Milicias provinciales y por fin, las urbanas. A los pocos años de implantarse el modelo, en torno a los ochenta del XVIII, se modifica, de hecho. Las exigencias de otros teatros de operaciones no permiten el envío de tropas regulares, ni siguiera dentro de la noria, y la defensa queda en manos, a todos los efectos, de americanos. Aún así, el sistema funciona, como demuestran, por ejemplo, las derrotas que sufren los ingleses ante Puerto Rico en 1797 y en Buenos Aires en 1806. Por cierto, que éste es un hecho único en la Historia: desde, al menos en el año 1790 hasta 1810, se mantiene el imperio ultramarino sin tropas de las que posteriormente se llamaran metropolitanas. Parafraseando a una autoridad española de la época, la soberanía de España se mantenía porque la población quería, por su «libre voluntad y arbitrio». Porque el sistema funciona no sólo frente a amenazas externas, sino también frente a las pocas alteraciones internas que se producen. Así, sublevaciones como las de Túpac Amaru o la de Túpac Catari son dominadas gracias a las Milicias, con una mínima participación de tropas regulares (en la última citada, por ejemplo, un pequeño destacamento de Saboya). En esta situación se llega al periodo emancipador. Éste se encuentra indisolublemente ligado a la evolución de los acontecimientos en España, por lo que parece imprescindible hacer una pequeña digresión. Resulta realmente singular cuando se leen obras escritas en el extranjero sobre la guerra de la Independencia comprobar hasta qué punto se concede poca importancia a factores que, modestamente, considero esenciales. Así, a la hora de valorar la resistencia opuesta por el Ejército español, apenas se tiene en cuenta que éste no tuvo que hacer frente a una invasión convencional, es decir desde el exterior, sino que cuando el día 2 de mayo estalla, el enemigo está ya en el interior del país. Controla Madrid, las principales plazas fronterizas, y todas la rutas entre España y Francia. Además, el Estado ha saltado en pedazos. Una Monarquía absoluta rí— 19 — gidamente centralizada se encuentra descabezada, sin Rey ni apenas gobierno. Ello, y no un atávico impulso hispánico hacia la anarquía, obliga a que proliferen las Juntas locales, como única forma de llenar un vacío de poder. Lo mismo sucede en América, ante el temor, real o fingido, de que aquellos dominios caigan en manos de José Bonaparte. Es un hecho indiscutible que las primeras Juntas que allí surgen se autoproclaman defensoras de los derechos de Fernando VII, e incluso crean unidades con su nombre. Puede ser, de nuevo, un pretexto que encubre ambiciones independentistas, pero no deja de ser significativa la constante apelación al Rey, o el hecho anecdótico de que Hidalgo, cuando se subleva en México, viaje con un carruaje en el que dice que transporta al soberano. A partir del año 1810 el movimiento en América empieza a adquirir abiertos tintes a favor de la independencia. Una vez más, se demuestra su estrecha relación con lo que sucede en España. Porque a fines del año 1809 en la abrumadora derrota de Ocaña, el Ejército español parece definitivamente aniquilado. Es pues el momento ideal para la ruptura, en la confianza de que la metrópoli no está en condiciones de reaccionar. Y así era, en efecto, pero había un elemento con el que quizás no se había contado: el Ejército de América. Como recordarán, anteriormente he hecho un brevísimo bosquejo del mismo, aludiendo, en primer lugar, a la absoluta carencia de tropas peninsulares, en segundo lugar, a su organización en unidades fijas y Milicias. En las primeras, se puede calcular que más de un 80% de la tropa era americana. En los mando, el porcentaje de peninsulares estaba en relación inversa con el grado. Los puestos más elevados estaban ocupados mayoritariamente por originarios de España, y los inferiores por personal local. En cuanto a las Milicias eran abrumadoramente americanas. Sorprendentemente estas fuerzas no corren a unirse al movimiento de independencia, sino que, en variables proporciones, toman partido por un bando o por otro, de forma que ambos constituyen sus respectivos Ejércitos en base a ellas. Durante los primeros tiempos, con España casi totalmente ocupada por los franceses, serán, pues, sólo americanos los que defiendan el pabellón real en las Indias. Las autoridades realistas se enfrentan desde un principio a una situación dificilísima. En primer lugar, y desde un principio, como hemos visto, el — 20 — sistema militar se basaba en unos efectivos de por sí muy escasos. Ahora, éstos se han reducido aún más, ya que parte de ellos han escogido el bando independentista. En segundo lugar, el sistema estaba concebido para hacer frente a una amenaza exterior, y ahora ésta proviene del interior. En tercer lugar, el esquema era defensivo, y se apoyaba en una red de fortificaciones bajo cuya protección las tropas resistirían los ataque contrarios, hasta que éstos tuvieran que desistir ante la fortaleza de los muros y los estragos causados por el clima y las enfermedades. Pero ahora se trataba de una guerra ofensiva, ya que había que aniquilar los focos independentistas antes de que se consolidaran, y recuperar los territorios perdidos. Por otro lado, el carácter defensivo de la estrategia decidida en el siglo XVIII suponía que existían unas mínimas fuerzas de Caballería, totalmente insuficientes para abordar el nuevo tipo de guerra que se presentaba. Finalmente, el sistema se basaba en la llegada de refuerzos peninsulares, y con España invadida, éstos tardarían años en llegar. Lamentarse no servía de nada, había que hacer frente a la situación, recurriendo a las fuerzas disponibles. Las primeras, claro, las fijas, a las que ya he hecho referencia. Pero éstas eran, como también he comentado, escasísimas. Dichas unidades se tienen que multiplicar. Por mencionar a una de ellas, el peruano Real de Lima, tan admirado por mi querido amigo Hugo O’Donnell, tuvo que mantener el orden en el propio virreinato, restablecerlo en Quito y enviar elementos a Alto Perú y Chile. Tan escueta relación es profundamente injusta. Hay que apelar a la imaginación para hacerse una idea de lo que ello significaba de marchas de cientos de kilómetros, Andes arriba, para hombres tan poco acostumbrados a aquellas alturas vertiginosas como un andaluz o un castellano. El siguiente recurso eran las Milicias, que también se dividen entre realistas e independentistas. Son movilizadas y, de hecho, en algunos lugares como el Alto Perú llegan a constituir la mayor parte de los nuevos ejércitos, que se forman, jugando en otros territorios un papel esencial como fuerzas auxiliares. De hecho, en pocos meses su calidad aumenta de tal modo que se les confiere consideración de tropas de línea (como, por otra parte, estaba sucediendo simultáneamente en la propia España). En algunos casos, ni aún así se pueden allegar los hombres necesarios. Venezuela es un buen ejemplo de ello. Entonces, se crean ejércitos literal— 21 — mente de la nada. El más conocido, y el mejor, sería el formado por el terrible Boves, formado casi exclusivamente por americanos, y por caballería infligirá gravísimas derrotas a los independentistas, incluyendo al propio Bolívar. Mientras, en España se hace lo que se puede para acudir en auxilio de ultramar. La guerra contra Napoleón, sin embargo, limita extraordinariamente las posibilidades. De hecho, entre los años 1811 y 1814 sólo se envían a zonas de operaciones 9.000 hombres, la mayor parte a Nueva España y a Montevideo aunque un batallón va a Perú y otro a Venezuela. Las unidades que se mandan, en contra de la leyenda, no son todas veteranas de la lucha contra los franceses. Un ejemplo es el tercero de Asturias. Como saben, se trata de un nombre prestigioso en el Ejército. Pero el Asturias original había sido hecho prisionero en Dinamarca, como parte de la División de la Romana. Se reconstituyó con tres batallones, a base de elementos de 20 batallones distintos. Dos de ellos se incorporaron a las tropas combatientes en la propia España. El tercero, el peor, marchó a América. Es evidente que desde ningún punto de vista se le podía considerar una sólida unidad veterana. De cómo estaban entonces las cosas en la Península da idea que se encargara a una asociación de comerciantes, el Consulado de Cádiz, no a un organismo ministerial, que encauzara y organizara las expediciones de tropas, a través de una dependencia que se tituló la Comisión de Reemplazos. Si bien actuó bajo supervisión gubernamental, el peculiar instrumento escogido demuestra la gravedad de la crisis que atravesaba España. Así pues, durante el largo periodo que media entre los años 1810 y 1814 son americanos los que sostienen la lucha, caso sin duda que carece de precedentes en la Historia. Son los propios súbditos ultramarinos los que luchan por mantener la soberanía de la metrópoli. En el año 1815, acabada la guerra de la Independencia la situación cambia, pero sólo parcialmente y por poco tiempo. Entre ese año y 1819 se envían a América unos 25.000 hombres. El problema no es sólo que son pocos. Es que, además, se les envía en pequeños contingentes, a veces de nada más que de un regimiento, que son diezmados antes de que hayan podido producir ningún cambio sustantivo en el desarrollo de las operaciones. La única expedición importante es la que manda Morillo, con 12.200 hombres que desembarcan en Venezuela. — 22 — Puede resultar de interés hacer algún comentario a la misma, para dar una idea de en qué condiciones se hacía esa guerra. De un lado, hay que indicar que se tuvo que mandar inmediatamente a Perú un Batallón de Infantería y un Escuadrón. De cada Regimiento de Caballería, ya que el virreinato precisaba urgentes refuerzos. De forma que aún esa expedición, la mayor como he dicho, se debilitó desde un principio. Algunos datos bastarán para indicar el estado moral de esas fuerzas. La tropa estaba formada por hombres que venían de combatir en España, en su mayoría. Muchos de ellos «cumplidos» o a punto de estarlo y que no tenían ningún entusiasmo por jugarse la vida en tierras lejanas, inhóspitas e insalubres. En cuanto a los mandos, los coroneles de cinco de los siete Batallones de Infantería pidieron la baja, y tuvieron que ser relevados, como sucedió con una media de 20 oficiales de cada unidad. Resulta sorprendente que, a pesar de ello, estas fuerzas se batieran tan bien como lo hicieron. Es indiscutible que su llegada en algo cambió la fisonomía de los Ejércitos que defendían la causa del Rey, pero no bastó para «españolizarlos». Y ello, por dos causas. La primera, la espantosa atrición que sufrieron en campaña. Por ejemplo, la expedición Morillo perdió en uno de sus primeros hechos de armas, el asedio y toma de Cartagena de Indias unos 2.000 europeos, en torno al 15% de sus efectivos, la mayoría por enfermedades. Cinco años después, en el año 1821 se calculaba que de sus 12.000 hombres quedaban en filas 1.700. La segunda es que ni con esos refuerzos se logró reunir la fuerza necesaria. Hubo, por tanto, que acudir a un acelerado proceso de «americanización». Siguiendo con la expedición Morillo en cuanto llegó, envió uno de sus batallones a Puerto Rico, a cambio del fijo de esa Isla, mayoritariamente americano. Por otra parte, alguno de sus restantes batallones se desdobla. Se desprende de parte de su personal europeo, que sirva de base para formar un nuevo batallón, a base de reclutas locales, mientras los cuadros que ha entregado se sustituyen por americanos. En cuanto al Batallón Extremadura y los dos escuadrones que he señalado que envió a Perú, el primero se desdobló, y el segundo sirvió de esqueleto para crear sendos Regimientos de Caballería. Los Ejércitos realistas adquieren así una fisonomía mixta, parte española y parte americana. La relación entre ambos componentes no fue siempre — 23 — buena. A veces, los peninsulares consideraban a los locales como soldados aficionados, despreciaban su frágil apariencia física y les costaba aclimatarse a algunas de sus costumbres (por ejemplo hacerse acompañar de sus mujeres en campaña). Los americanos, por su parte, estimaban que muchos españoles eran engreídos, y que se adaptaban mal a las condiciones locales. Al tiempo, las unidades americanas desarrollaron un notable espíritu de Cuerpo. Este proceso de «americanización» continuará durante todo el periodo, acentuándose incluso, debido a la combinación de distintos factores: la ausencia de refuerzos e incluso de reemplazos españoles del año 1820; las bajas experimentadas, y la necesidad de crear nuevas unidades. Daré algunos ejemplos, entre las decenas posibles. Se organiza un Batallón Ligero, llamado Cachirí. Se constituye con americanos, de un lado, y, de otro, agrupando en las compañías de élite los pocos peninsulares que había en el fijo de Puerto Rico y los escasos supervivientes del Regimiento español de Granada. Otro Batallón, el de Granaderos de la Reserva, estaba formado por tropa indígena, que apenas hablaba castellano. Toda la oficialidad era americana, incluyendo a un cacique del Cuzco, y sólo el coronel era español. Cómo se ve, resulta muy difícil considerarla una unidad española. Una unidad que sí que lo era, el Batallón de Talavera sirvió de base para formar otros dos, con su mismo nombre. De media, pues, podía tener una tercera parte de peninsulares, aunque oficialmente seguía siendo español. Por último, otra unidad peninsular, el Infante don Carlos absorbe al Real de Lima en cuanto llega a América, perdiendo así desde el primer momento su carácter europeo. Quizás puedan ser interesantes algunas cifras, referidas al año 1820, cuando todavía quedaban cuatro años de guerra. Había entonces en las Indias 23.000 hombres en unidades expedicionarias, 26.000 en tropas regulares americanas y 25.000 de Milicias. Ello da una proporción de dos tercios de americanos en el Ejército realista. Pero la afirmación tiene que ser matizada. Datos fiables apuntan a que, ya entonces, unas dos terceras partes de las unidades oficialmente europeas eran americanas. Habría, pues, que hablar de unos 7.000 españoles en un ejército de más de 70.000 hombres. — 24 — Esta tendencia no se invertiría nunca. En el año 1820, la sublevación de un Cuerpo Expedicionario en Cabezas de San Juan abre un nuevo periodo en la historia política de España, y pone fin al envío de tropas a América. Es más que significativo que las tropas se amotinan fundamentalmente para evitar partir para América. Las Memorias de un oficial de aquel Cuerpo, Santillán, no dejan dudas al respecto. El Ejército realista, abandonado a sí mismo, seguirá combatiendo de forma admirable, casi comprensible, hasta los campos de Ayacucho. Una mención a su composición en esa última batalla permitirá, creo, confirmar lo que he venido diciendo hasta ahora. Contaba con 14 Batallones de Infantería. De ellos nueve eran, desde su formación, americanos. Pero los cinco teóricamente españoles, habían dejado de serlo hace tiempo. El de Burgos, por ejemplo, de 540 hombres contaba con sólo 75 europeos. En cuanto a los 14 escuadrones, ocho fueron creados como americanos. Los otros seis, se habían organizado sobre los cinco que en total llegaron a Perú, años atrás (algunos en 1815). Tras nueve años de combates y enfermedades pocos peninsulares quedarían en sus filas. En total, se puede calcular que los españoles del Ejército oscilarían entre 500 y 900, sobre un total de 7.000. Es conocido que tras la derrota de Ayacucho, y muy a la española, si me permiten, algunos reductos se defendieron durante años, contra toda lógica y esperanza, sólo por el honor. Uno de ellos fue la fortaleza de El Callao, que resistió hasta enero del año 1826. La guarnición la componían el Batallón Arequipa, de peruanos; el antiguo de Buenos Aires, de argentinos, y el segundo del Infante, español. Pero sobre el papel, porque sólo tenía 23 europeos. No les puedo ocultar que este último dato, junto a los otros que he venido exponiendo, me dejan perplejo, y perdido en admiración. ¿Cómo es posible que durante años miles y miles de americanos combatieran en defensa de la soberanía española? Hay, desde luego, explicaciones poco nobles, y sin duda en parte ciertas: miedo, apego a rutina, etc. Pero es igual de evidente que muchos lo hicieron movidos por imperativos más nobles. Los militares que me escuchan saben que no es posible hacer luchar y morir a tantos hombres durante tanto tiempo por la simple fuerza. Algo bueno, quizás intuían, en la causa que defendían como para sacrificarse por ella. — 25 — Desde luego, España ha olvidado minuciosamente sus servicios, como si no se les debiera nada, como si fuera normal lo que hicieron. Ha hecho lo mismo con los propios españoles que combatieron en ultramar, en una actitud que no sé si calificar de escandalosa o de lamentable. Y, sin embargo, aquella gente combatió con una lealtad absoluta en condiciones atroces. De un lado, se incumplió sistemáticamente el compromiso de repatriar a los hombres a los tres años de servicio. Se mantuvo a las unidades hasta que se extinguieron en el campo de batalla. Por otro lado, hubo años en los que en total se les pagó la cuarta parte del sueldo de un mes. Semanas en las que por toda ración recibían un trozo de carne, sin sal siquiera, días en los que no bebían otra cosa que el agua que de lluvias pasadas había quedado en las huellas de herraduras, y que recogían con una cuchara. Cuando enfermaban o eran heridos, no les quedaba, en palabras de uno de sus generales, sino echarse a morir sobre un cuero hediondo. Subieron, y aquí tomo palabras de otro general, más alto que las águilas para luchar entre las nieves de los Andes, atravesaron desiertos, cruzaron ríos anchos como mares, fueron diezmados por enfermedades, devorados por caimanes y jaguares. Según un cálculo muy aproximado, del que soy responsable, tuvieron, por todos los conceptos, entre un 80% y un 90% de bajas y, sin embargo, siguieron combatiendo hasta el final. ¿Y quién se acuerda de ellos? Nadie. ¿En qué unidad actual, heredera de la que marcharon a América se sabe siquiera lo que hicieron sus antecesores? En ninguna, seguramente. Por ello, cuando hace años escribí un libro sobre ellos le titulé: Banderas olvidadas, porque lo siguen estando, y todos somos responsables de ello. — 26 — SEGUNDA CONFERENCIA LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII Por JOSÉ L. TERRÓN PONCE* Señoras y señores: Pretendemos en esta conferencia, hablar de lo que denominaremos «el hecho militar en la tercera década del siglo XVIII español», como origen y causa de lo que ocurrirá después en términos castrenses. Y cuando me refiero al hecho militar, estoy hablando de un fenómeno complejo, que excede las fronteras de lo que hoy pueda significar tal concepto. Las razones de tal complejidad estriban en que la sociedad estamental (y piramidal) del Setecientos, tenía en su cúspide un grupo de privilegiados, el estado noble, que era clase militar por excelencia y derecho de cuna. Este estamento noble y por extensión militar, representaba la parte activa de la sociedad, la protagonista en los aspectos político-económicos y de coacción ideológica. Como tal, ofrecía auxilium y consilium a una Monarquía absoluta (nominalmente al menos) en la que todo el mundo, incluida la nobleza, debía obediencia ciega. Pero no nos engañemos. En toda sociedad, dinámica por naturaleza y que sólo llega a ser perfecta en los manuales y en las diversas utopías de los pensadores, existen fuerzas centrífugas, y el poder absoluto, que nunca lo es del todo y además teme no serlo, debe permitir algún protagonismo a los grupos de presión existentes para lograr un cierto equilibrio inestable. Así, los monarcas absolutos, a la vez que hacían ostentación de su (pre- * Doctor en Historia por la Universidad de las islas Baleares. — 29 — sunto) poder, repartían juego entre los estamentos más poderosos del reino, con el fin de obtener su colaboración y convertirlos en soporte del régimen. Nos referimos sobre todo a la nobleza, omnipresente en la Milicia y en las Magistraturas, dos conceptos que en el siglo XVIII no son excluyentes, puesto que la Monarquía absoluta en lo político es «también» una Monarquía militar, por razones tanto teóricas (el monarca es noble y por tanto militar por nacimiento) como prácticas (defensa del sistema en lo interior y protección del reino en lo exterior). La Monarquía absoluta es, pues, una Monarquía militar como decimos y además todos los signos externos avalan esta afirmación. La presencia constante de lo castrense en todos los aspectos de la sociedad, la ocupación por militares de los puestos más importantes de la política y la Administración, el título de generalísimo de Mar y Tierra que se reservan los reyes, que además habían seguido una política de supresión de ejércitos particulares de la nobleza a favor del Ejército Real, fiel al monarca y a sus intereses, por más que el coronel de un regimiento siguiera denominándose «propietario» y que la bandera del primer batallón (con las insignias reales en vez de las armas del coronel) siguiera denominándose «coronela». Por extensión se prohibía, salvo excepciones escasísimas, de que un noble levantara un regimiento a su costa aunque podía, eso sí, pagarse los alamares de capitán de Caballería entregando al Ejército 50 caballos. También dice mucho en favor de esta incorporación a la Corona de las prerrogativas militares (que pretendía el total sometimiento de la nobleza al monarca) la estructuración racional de las unidades militares y su sometimiento a un código común (las Ordenanzas) y a las numerosas «instrucciones» que el monarca enviaba a sus generales, los cuales carecían por completo de iniciativa sin estas directrices reales, que en algunos casos fueron incluso publicadas como por ejemplo las de Federico II de Prusia. Por último, otra medida precautoria que tomaban los reyes era evitar las maniobras de grandes unidades en tiempos convulsos, por si se diera el caso de que algún general sintiera lo que César denominaba en sus Comentarios «deseo de novedades», como ocurrió, por ejemplo en España, en el motín contra Esquilache. Todas estas medidas iban encaminadas sin duda a fortalecer el poder real, centralizarlo, excluir de él a las fuerzas vivas (fundamentalmente la nobleza) a las que se incorpora a la cadena de mando de manera jerarquizada y cuyos ascensos dependen siempre de la arbitrariedad del monarca. Como ya se dijo, el Rey se reservaba el título de generalísimo de Mar y — 30 — Tierra y la figura de los capitanes generales de Ejército (no confundir con capitanes generales de provincia) pasó a ser un grado honorífico y siempre supeditado a la voluntad real, que en un momento determinado y para una acción concreta podía concederle a uno de ellos el mando de un ejército expedicionario. Éste sería, en líneas generales, la situación del hecho militar en la España de 1759, cuando llega Carlos III para ser coronado Rey. Lo militar, pues, es, en ese momento, un concepto muy ligado a la política y esta ligazón será un inconveniente y origen de contradicciones y paradojas insalvables cuando el nuevo monarca, con el fin de modernizar el país, trate de separar de la cabeza del mismo a la alta nobleza del reino (los grandes de España) y la sustituya por una noblesse nouveau, formada fundamentalmente por juristas procedentes de la Administración y militares procedentes de la baja nobleza. Los casos más evidentes: los condes de Floridablanca y Campomanes o los generales O’Reilly y Ricardos. Las intenciones de Carlos a su llegada a España y aconsejado por asesores napolitanos (como el marqués de Tanucci, por ejemplo) imbuidos del espíritu ilustrado, eran de reformas y consiguientemente de modernización del país a la europea, que entonces era tanto como decir a la francesa. Reformas que alcanzarán también al Ejército. Vamos, pues, a lo largo de esta conferencia a intentar valorar la reforma militar en tiempos de Carlos III. Para ello hemos elegido un hilo conductor: las disensiones entre algunos altos mandos militares y los gobernantes civiles (en su mayoría abogados); lo que se ha denominado la pugna entre militares y golillas, tan característica de aquel reinado. Hemos tomado este punto de vista, porque dicha perturbación condicionó en gran medida la puesta a punto del Ejército, provocó algunos retrasos y mediatizó incluso algunas de las operaciones militares, cuando en éstas se vieron implicados elementos políticos y diplomáticos. Quiere decirse, pues, que aunque en determinado momento resulte llamativa por su éxito o su fracaso una medida castrense o una operación militar, tras ella siempre, en esta época, subyacen las luchas por el poder entre los grupos enfrentados, que representaban, respectivamente, posiciones retrógradas o avanzadas, que en este último caso es tanto como decir reformistas ilustradas. Para el análisis en por menor, podemos dividir el periodo en etapas políticas, representadas por los sucesivos gobiernos, que dieron personalidad — 31 — propia a cada una de ellas: el continuismo de los primeros años, el periodo de los ministros italianos y por último el de los españoles, encabezados por la figura política más señera de todo el reinado: José Moñino, conde de Floridablanca. Y en la oposición como una constante durante todo el reinado, superando etapas, la figura inquietante y revoltosa de Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, capitán general de Ejército, y el representante genuino del pensar castizo y de una personalidad recalcitrante y perturbadora. Hay desde luego un tema central que da carácter a todas estas reformas militares. Nos referimos a las importantes Ordenanzas de 1768, porque serán, de entre las medidas castrenses tomadas durante el reinado del Tercer Carlos, las que dé mayor proyección hacia el futuro, hasta el punto que su tratado segundo, verdadero código deontológico militar, ha pervivido hasta nuestros días, inspirando incluso, en cierta medida, a las nuevas Ordenanzas Militares de Juan Carlos I. Reformas militares, pues, de las que sus éxitos y sus fracasos, «sus luces y sus sombras» como metafóricamente denominamos en el título de esta conferencia a los aciertos y a los fallos de sus mentores y fautores, transcurrirán a lo largo del reinado del Tercer Carlos y condicionarán el futuro de España como potencia en el reinado siguiente. Las etapas del reinado de Carlos III Introducción En el ámbito militar, el reinado de Carlos III se caracterizó por el intento del monarca y sus colaboradores más directos, de poner al día un Ejército que llevaba prácticamente inoperativo más de 20 años, tras lo que podríamos llamar «neutralidad ahorradora» practicada por su hermano y antecesor Fernando VI. Pero las reformas militares carlotercistas abordaron también la empresa más allá de lo puramente castrense y a la par que se trataba de reformar, desde presupuestos ilustrados, el Estado y aún la sociedad, se intentó también separar en lo posible lo militar de lo político, demasiado entremezclado según el gusto de los reformadores, en una Monarquía absoluta, que en muchos aspectos y debido al modelo social estamental y el carácter de la nobleza (estamento militar por excelencia) era, también, una Monarquía militar. — 32 — Todas estas reformas en lo militar, se llevaron a cabo a la par que las generales abordadas por el monarca, y pueden analizarse dividiendo su progresión en periodos, más o menos significativos. Primera etapa del reinado (1759-1763) Carlos III llegó por Barcelona en 1759 a ocupar el trono de las Españas. El nuevo Rey desembarcó en la Ciudad Condal el 17 de octubre de 1759. Su primera medida de gobierno fue mantener a la mayoría de los ministros de su hermano para no asustar a las fuerzas vivas, principalmente la alta nobleza (los grandes), que sospechaban lo que el nuevo monarca traía en las alforjas, es decir: las reformas pertinentes en clave ilustrada para la modernización del país, a lo que la mayoría de ellos se oponían, capitaneados por el conde de Aranda, quien a pesar de su fama de volteriano, no podía desprenderse de su corporativismo nobiliario. A la par, el monarca colocó en una de las Secretarías vacantes, la de Hacienda, un homo novus, Leopoldo di Gregorio, marqués de Esquilache, uno de los consejeros napolitanos que el Rey trajo consigo. En Guerra, sin embargo, mantuvo el rey Carlos a Ricardo Wall, un irlandés ministro de su hermano, que hasta que fue sustituido por Grimaldi (otro italiano) tuvo tiempo de introducir a un personaje, hechura suya, que dará mucho juego durante la primera etapa del reinado: el general Alejandro O’Reilly, irlandés como su protector. Como ya dijimos, Carlos III había desembarcado en Barcelona en el otoño de 1759. Luego, camino de Madrid, el nuevo monarca tuvo que detenerse en Zaragoza por un mes, a causa de la enfermedad de uno de los infantes. En la ciudad del Ebro y durante la estancia del Rey, ocurrió un hecho de enorme trascendencia para los años venideros. Nos referimos a la visita de cumplimiento que le hizo un personaje que ocupará páginas y páginas de la historia del reinado del Tercer Carlos: Pedro Pablo Abarca de Bolea, grande España, conde de Aranda y teniente general de los Reales Ejércitos. En efecto, Aranda, que a la sazón contaba 40 años de edad, había metido ya mucho ruido en el reinado anterior; era un verdadero «halcón». A causa de sus desavenencias con la política fernandina, había sido extrañado de la Corte después de que hiciera dejación de todos sus empleos y se retirara a sus estados de Aragón, pasando a residir en Épila, lugar desde donde se desplazó a Zaragoza al encuentro de su nuevo Rey; — 33 — «a hacerle la corte». Lo que pasó entonces nadie lo ha contado con precisión, ni quien le aconsejó que sería bien recibido en el séquito real, pero lo cierto es que Carlos III admitió de nuevo al conde y le restituyó en su empleo de teniente general. Parece, pues, que el monarca pensaba hacer uso de un militar (y también un político) tan valioso como el conde aragonés. Pero Aranda, además de hombre de valía, tenía también el genio muy vivo, enorme ambición y una personalidad demasiado terca y vehemente, que limitaba sus por otra parte grandes prendas. El duque de Crillon, que le conoció en el sitio de Almeida, dijo de él: «[...] no me fío de su orgullo que le impide considerar nada bueno excepto aquello que provenga de su propia cosecha, de su testarudez, después de haber decidido de una vez si algo está bien o está mal y sobre todo de su personalidad envidiosa» (1). Esta es la razón por la que el Rey, aunque le empleara varias veces de forma ocasional cuando alguna operación militar o política necesitara de algún «vigor», también le apartaba de la Corte una vez solucionado el problema. De lo primero disponemos de dos testimonios: el nombramiento de comandante en jefe de la expedición a Portugal (1762) y el encargo de la represión posterior al motín contra Esquilache (1766), incluida la expulsión de los jesuitas. Todo lo demás fueron dilatados destierros encubiertos, como la Capitanía General de Valencia o las Embajadas de Polonia y París. El encuentro de Aranda con Carlos III en Zaragoza, pues, fue entonces un hecho relevante en lo político, se trataba, creemos, de una maniobra del entorno del monarca para ganarse a un personaje que hubiera sido peligroso (y de hecho lo fue) tenerlo enfrente. «Pero también fue relevante en lo militar», que es aquí lo que más nos interesa. En efecto: el conde aragonés estuvo presente en todo lo relacionado con la Milicia durante el reinado, sea como protagonista (general en jefe en Portugal, presidente de la Comisión de Ordenanzas, capitán general de Valencia y Castilla la Nueva y gobernador militar de Madrid) o como acerbo crítico de sus compañeros de armas cuando era postergado en el mando, que supuestamente le correspondía como capitán general efectivo de Ejército, rango castrense máximo después del Rey y que éste le había concedido en el año 1763 a la edad de 44 años. (1) Carta del duque de Crillon al conde de Floridablanca. Mahón, 2 de diciembre de 1781. Archivo Histórico Nacional. Estado, legajo número 4.230. — 34 — Respecto al Ejército que Carlos III encontró a su llegada, no era éste todo lo eficiente que se pudiera esperar, dado el descuido en que lo había dejado su hermano y antecesor. La institución castrense se encontraba falta de oficiales, la tropa en cuadro y necesitada de actualización en doctrina e instrucción. El nuevo Rey pensaba acometer una auténtica reforma militar para paliar estas deficiencias, como así lo hizo. Pero antes de abordarla en profundidad, había de hacer frente a una serie de necesidades perentorias, que se le vinieron encima a los escasos tres años de reinado. Nos referimos a la forzada intervención en la guerra de los Siete Años contra Inglaterra al lado de Francia, obligado por el Tercer Pacto de Familia y para la que no estaba preparado. Así pues, las operaciones militares que España llevó a cabo en aquella guerra (invasión de Portugal, defensa de La Habana) no fueron lo lucidas que se esperaba, tanto por las ya citadas deficiencias, como por el hecho de que el Ejército español no había participado en una campaña desde los años cuarenta y también, desde luego, por algo de lo que ya se ha hablado y seguiremos insistiendo: «la excesiva intromisión de la política en el ámbito de lo militar». Veamos pues, a continuación, el desarrollo de los acontecimientos militares en estos cuatro primeros años de reinado de Carlos III. El Tercer Pacto de Familia y la guerra de los Siete Años El rey Carlos, no pudo abordar las reformas que proyectaba para España de inmediato y no sólo por la prudencia que aconsejaba la fuerte oposición interior que se esperaba virulenta, sino también porque hubo de cumplir los compromisos que con Francia había contraído en el llamado Tercer Pacto de Familia, por el que hubo de enfrentarse con Inglaterra y sus aliados al final de la guerra de los Siete Años. En efecto: en 1762, España encontró abiertos dos frentes. En primer lugar el americano, donde los ingleses tomaron La Habana y en segundo el europeo, en el que tropas españolas invadieron Portugal, país tradicionalmente aliado de la Gran Bretaña. En efecto, en 1762 se inicia la campaña contra el país vecino con un Ejército poco preparado y al mando de un teniente general anciano y enfermo: el marqués de Sarriá, quien, después de un tiempo hubo de ser sustituido por el conde de Aranda. Ni uno ni otro, no obstante, lograron gran cosa. Se culpó del escaso éxito de las operaciones a la naturaleza del terreno y otras circunstancias locales, pero creemos que la causa fundamental del fracaso militar tuvo también connotaciones políticas. Queremos decir, que resultaba francamente complicado invadir un país en el que la — 35 — reina consorte, Mariana Victoria, era hermana del rey Carlos. Por eso no podía existir en el real ánimo excesivas energías para invadir Portugal hasta sus últimas consecuencias. Mala conciencia, que se debió contagiar a los comandantes de la expedición, que no recibían de la Corte una idea clara de lo que había de hacerse. De hecho, si observamos el plano de las evoluciones del cuerpo de tropas que invadió el país luso, se ve que nunca llegaron los españoles a penetrar hacia el oeste más allá de un tercio del país, con escasa voluntad de llegar al Atlántico y mucho menos de entrar en Lisboa. Las operaciones se limitaron, pues, a la toma de algunas fortalezas fronterizas con Extremadura (como Almeida) y poco más. En la guerra de Portugal se vio también una continuidad respeto a épocas anteriores. El empleo en el mando de las operaciones a los grandes (tanto Sarriá como Aranda lo eran). También otro grande fue promocionado gracias a esta campaña, el conde de Fernán Núñez, que obtuvo el grado de capitán de Guardias Españolas (equivalente a coronel en las tropas de línea) por llevar a la Corte la noticia de la toma de Almeida. También es cierto que otros menos «grandes» comenzaron a hacer carrera de manera subrepticia en esta campaña como Alejandro O’Reilly que con el grado de mariscal de campo se lució en el mando de las tropas ligeras y eso le valió el ascenso a teniente general. Su irresistible ascenso había comenzado. Pronto daría mucho que hablar. En síntesis, la campaña de Portugal fue el primer acto militar del reinado en el que ya vemos enormes condicionantes políticos que lo mediatizaron. La etapa de los ministros italianos: Esquilache y Grimaldi (1763-1776) Tras la Paz de París de 1763, Carlos III decidió imprimir mayor ritmo a su proyecto reformista. Desde ese momento y de forma inequívoca, sustituyó ministros y colocó en puestos clave a los que en esta segunda etapa del reinado fueron los artífices del cambio: los italianos Esquilache y Grimaldi. Así pues, aprendida la lección de Portugal, Carlos III y sus consejeros napolitanos decidieron acometer, entre otras, la reforma militar. Antes se produjo el cambio de Gabinete. En efecto: cesaron los ministros antiguos y los reformadores tomaron el relevo. Uno ya estaba dentro: Esquilache, que ocupó ahora la Secretaría de Estado en sustitución de Wall, que también perdió la de Guerra en favor de otro italiano, Jerónimo Grimaldi, que fue el gran protagonista de la siguiente década en el ramo militar. — 36 — La reorganización militar de los territorios americanos La toma de La Habana por los británicos en 1762 (restituida a España por el Tratado de París al año siguiente) fue un toque de atención para que Carlos III abordara inmediatamente la reorganización de la defensa americana. En este sentido, se construyeron o reformaron numerosas fortificaciones y se dio nueva planta a las tropas de guarnición, creando algunos regimientos de línea y equiparando las Milicias a la normativa de las existentes en la metrópoli. La reforma de la Artillería También y a la par que las medidas anteriores, se acometió la reforma del Cuerpo más técnico del Ejército: la Artillería, presidida nuevamente por un italiano: el conde de Gazzola y llevada a cabo por el ingeniero francés Vallière, culminó con la creación de la Academia de Artillería de Segovia. En efecto: el ingeniero francés Joseph Vallière hijo de otro del mismo empleo, Jean Florence Vallière que había dotado a Francia de su sistema artillero consistente en normalizar los calibres y dividir la Artillería en costa, campaña y sitio, fue el encargado de implantar en España el sistema de su padre. Por su labor Carlos III le concedió el título español de marqués de su apellido. Pero quizás lo más representativo de esta reforma artillera fue la creación de la Academia de Artillería de Segovia, la cual, además de por razones prácticas, fue erigida como símbolo palpable de la introducción de la ciencia moderna en España, de ahí la propaganda que se hizo de sus actividades en la Gaceta, normalmente huérfana en tiempos de paz de acontecimientos que no fueran la rutina habitual de la Corte. Las Ordenanzas de 1768 La necesidad de reformar las Ordenanzas Militares vigentes (las de 1728) se había hecho sentir ya en el reinado de Fernando VI, durante el cual se había nombrado una comisión ad hoc, que en 1762 había terminado sus trabajos. Ese mismo año se publicaron los dos primeros tomos de las nuevas Ordenanzas, pero al poco se produjo un revuelo y fueron retiradas. ¿Qué había pasado? Pues nada menos que el conde de Aranda con un grupo de generales se había opuesto a su promulgación. El malestar de los mandos militares, al parecer, provenía de dos artículos polémicos relacionados con la cadena de mando. En efecto: en dichos artículos, además de especificar muy claramente las funciones del coronel de un regimiento, se le subordi- — 37 — naba directamente a su inspector y a la Secretaría de Guerra, sin que el Supremo Consejo de Guerra tuviera arte ni parte en la fiscalización de sus acciones u omisiones. Para los arandistas (que es tanto como decir los grandes) aquello era casi un golpe de Estado, contra una institución, el Consejo de Guerra, que controlaba hasta entonces la máquina militar, habiendo sido hasta entonces la Secretaría un mero órgano de gestión. Ahora Carlos III pretendía dar preeminencia, no sólo a la Secretaría de Guerra sino a todas las demás, que era donde se encontraban las personas clave que iban a decidir pronto los destinos del país, siendo los Consejos, por el contrario, refugio de los grupos de presión más reaccionarios. Por tanto este parón a las Ordenanzas lo circunscribimos a la ya bien conocida lucha por el poder entre Secretarías y Consejos, que ya venía de lejos, incluso de mucho antes de que Carlos III subiera al trono. De hecho, Aranda trató durante todo el reinado de restablecer el poder del Consejo, despreciando al secretario del ramo, pero la única victoria que obtuvo fue ésta del año 1762. Y encima fue una victoria pírrica. En vista del revuelo y en este momento de debilidad de la Monarquía, Carlos III cedió y se nombró una nueva Comisión de Ordenanzas y a la par, significativamente, se mandó a Aranda fuera de la Corte, a la Capitanía General de Valencia y Murcia. Su primer exilio dorado. Y no sería el último. La Comisión terminó sus trabajos en 1768, promulgándose ese año las que los historiadores han denominado Ordenanzas de Carlos III, que fueron el resultado de una transacción entre los vocales de la Junta nombrada para su redacción, puesto que los había de todas las tendencias del espectro político de entonces, desde los más reaccionarios hasta los más innovadores. Estos últimos rozaban los presupuestos de lo que luego sería el «Ejército nacional», acuñado en la Revolución Francesa que preconizaba como modelo militar a le soldat citoyen. Esta solución de compromiso no contentó a nadie entonces y debido a la resistencia al cambio de muchos mandos militares, resultó de difícil aplicación. Algunos de sus artículos eran tan modernos que resistieron el paso de los siglos. Sobre todo el tratado segundo, verdadero código de contenido ético atemporal. El perfil del nuevo oficial: el llamado «oficial de mérito» A la muerte de Fernando VI, el nuevo reinado se esperaba ilustrado. Esto para algunos (pocos) representaba una esperanza, para otros, por el contrario, una amenaza. Quiere esto decir, que las tensiones iban a poner a — 38 — prueba el experimento y debía contarse con el Ejército para contenerlas, al margen de adaptar a la oficialidad a los nuevos tiempos y a los nuevos modos de pensar, que inexorablemente iban a implantarse, si tenemos en cuenta que la dinámica histórica sigue siempre inexorablemente su curso. En consecuencia, debía llevarse a cabo una labor concienzuda para cambiar el perfil del oficial militar. Sobre todo por la desmoralización y el estancamiento profesional y mental que, al principio del reinado del Tercer Carlos, se encontraban sumidos los cuadros de mando de Tierra, tanto por su postergación a favor de la Marina, según la política del antiguo ministro de Fernando VI, el marqués de la Ensenada, como por el hecho de llevar más de 20 años sin intervenir en campaña, debido a la política de neutralidad ahorradora del difunto soberano. El oficial de principios del reinado de Carlos III, salvo las excepciones reservadas a los grandes, era de edad avanzada, porque por entonces los empleos no se cubrían al generarse una vacante. Por otra parte, la preparación teórica era, no sólo baja sino descuidada, por una oficialidad que basaba su espíritu y honor en la cuna y en el valor probado en combate, del que hacía ostentación, presumiendo de las heridas recibidas en el campo de batalla, que además rechazaba cualquier tipo de disciplina formal, basada en el cuidado del aspecto externo, que atribuían a afeminamiento. Esta oficialidad antigua era también xenófoba, y por tanto enemiga de cualquier innovación castrense que viniera de fuera. Sobre todo de Francia, cuya influencia, era evidente debido a su predominio en Europa y a la alianza dinástica, desde que los Borbones comenzaron a reinar en España. Desde el momento pues, que Carlos III y sus ministros intentaron modernizar el Ejército y, con él, el Cuerpo de Oficiales, los mandos más conservadores pasaron a una sorda oposición. Al modelo de militar ilustrado, ellos opondrán «el modelo castizo», representado por el combatiente de las campañas de Italia, guerra en la que la mayoría de ellos habían obtenido sus méritos; un oficial individualista, poco preparado intelectualmente pero aguerrido y cargado de honrosas heridas; poco reflexivo pero valiente, dando más rienda suelta al sentimiento patriótico que a la razón de Estado; descuidado en el vestir pero viril y, finalmente, respondiendo a todo lo que se le mandare con su honor, medio innato y medio adquirido por su educación nobiliaria, nunca puesto en duda a priori, impulsor, intrínsecamente, del deseo de gloria y cuna de virtudes militares. En el otro extremo del espectro y en consonancia con los nuevos tiempos, los políticos más innovadores de entonces, auxiliados por oficia— 39 — les de alta graduación afectos también al movimiento ilustrado, trataron de contraponer, frente al barroquismo de la vieja escuela, la figura de un nuevo oficial militar, dándole un perfil, digamos, más «neoclásico». Lo que en los escritos de la época se denominaba «el oficial de mérito, a la vez especulativo y experimentado» del que nos habla Peñalosa y Zúñiga (2). Para entender lo que se esperaba de este nuevo oficial, conviene señalar sobre qué principios nuevos debía dibujarse su perfil. En primer lugar, la figura del nuevo oficial se basaba en el modelo imperante en la época, que entendía el Ejército como una máquina articulada en la que sus miembros eran eslabones del engranaje y que debían actuar como tales, para lo que se exigía una verdadera coordinación y unificación de criterios, una «doctrina» en suma. En un artículo salido en el periódico madrileño Correo de Madrid en 1787, titulado «Instrucción Militar» se dice que «la gran máquina militar y los resortes de toda ella» se fundamentan en el constante uso de los nuevos valores espirituales y técnicos «seguidos perennemente por los oficiales subalternos y generales» (3). El mismo artículo (que es un magnífico testimonio del ideal de militar de la época), nos ilustra como, en la nueva visión del oficial, se antepone la gloria del Estado por encima de la gloria personal, en aras de otro principio muy en boga entonces: «la utilidad pública», basada en la filosofía utilitarista de que «lo útil es lo bueno y no al revés». Lo cual significará a partir de ahora, que la gloria y con ella el prestigio, no se adquiere para revalidar la casta ante los iguales, sino en beneficio del Estado primero, y después en el del individuo, pero, respecto a este último, sólo subsidiariamente y de forma accesoria. La reputación es, además, fruto, no del arrojo y valor individuales, sino de la disciplina férrea, practicada como parte del conjunto; como un eslabón de la cadena de mando. Otro principio rector del comportamiento ético del nuevo oficial, estribaba en «el humanismo filantrópico», tan en boga también entre los ilustrados. El oficial de mérito, pues, debía practicar el amor a la humanidad, el cual se demostraba con su afabilidad, rectitud en el juzgar y rigor en el castigo, aunque evitando la arbitrariedad, para lograr así el amor y confianza de los soldados y practicando la guerra defensiva, ahorradora de sangre, (2) PEÑALOSA Y ZÚÑIGA, Clemente de: El honor militar. Causas de su origen, progresos y decadencia, o correspondencia de dos hermanos desde el exército de Navarra de Su Magestad Católica. Benito Cano. Madrid, 1795. (3) «Instrucción Militar», Correo de Madrid, 15 de septiembre de 1787, número 95 pp. 421 y siguientes. Apéndice documental, documento número 2. — 40 — típica de la época, basándose en el principio de «hacer la guerra para conseguir la paz», cuando llegara a los más altos rangos de la Milicia. Este espíritu nuevo debía ir acompañado de una acendrada preparación técnica basada en los principios de la ciencia moderna, que es tanto como decir los del método hipotético-deductivo aplicado al arte de la guerra. Como dice al respecto el anónimo autor del provechoso artículo citado: «ejecutando sobre el terreno complicadas operaciones y demostrándolas sobre el papel». En sentido específico, el oficial (particular y general) debía dominar ciertas materias comunes: táctica, trigonometría (para la medida de terrenos, plano de un campo de batalla, de una población o fortificación), conocimientos de poliorcética (defensa y ataque de las plazas); mecánica (para los trabajos de sitio y marchas); hidráulica para la construcción de puentes y diques, geografía para conocimiento general y particular de los Estados que puedan ser teatro de la guerra y dibujo para el diseño de planos. Evidentemente las innovaciones que intentaron actualizar la oficialidad militar española en la segunda mitad del siglo XVIII, no fueron la panacea. En primer lugar porque ésta no existe y, en segundo, porque el contexto sociopolítico no era el adecuado. En efecto: una sociedad nobiliaria terminal, exacerbada por sus contradicciones, necesitaba algo más que las tenues reformas que se plasmaron en la nueva Ordenanza. Por todo ello, dichas innovaciones produjeron efectos muy variados. Por un lado el cambio del sistema de ascensos (basado ahora en la meritocracia) tenía, como es natural, sus ventajas y sus inconvenientes. En última instancia la condición humana impone sus vicios y virtudes, que influyen y condicionan cualquier alternativa. Por eso, si bien por un lado la antigüedad no aseguraba eficacia si no iba acompañada de concurso de méritos, por el otro el método electivo, podía inclinar, no sólo al favoritismo sino, con posterioridad, a la insolencia de los favoritos. En efecto: en una época en que los nombramientos militares tenían una naturaleza esencialmente política, se ascendió a legiones de oficiales por el simple motivo de templar los ánimos. El fenómeno de las «promociones», siguió vigente y en los aproximadamente 30 años que median entre la promulgación de las Ordenanzas Militares de Carlos III y el fin de siglo, la plantilla de oficiales generales se infló considerablemente y todo para acallar protestas en los momentos más críticos, como en el fracaso de Argel o la guerra de la Convención, y también para eliminar disidencias aprovechando una victoria, como por ejemplo la toma de Menorca en 1782. — 41 — Tampoco hay que olvidar, por otra parte, que este uso prolijo de la magnanimidad real, produjo también buenos resultados, permitiendo el encumbramiento de buenos generales que darían mucho juego. Ejemplos de ello fueron el napolitano Pablo Sangro (príncipe de Castelfranco) y el valenciano Ventura Caro que se distinguieron en Mahón, Gibraltar y la Convención; Francisco Javier Castaños, el héroe de Bailén, José de Urrutia, Antonio Ricardos, Manuel de Aguirre. ¿Y qué decir de los ilustrados marinos, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Vargas Ponce, Tofiño, Mazarredo, Escaño, Alcalá Galiano, Gravina o Churruca? El motín de Esquilache En el año 1766 el conocido motín de las capas y sombreros, que acabó con la privanza del marqués de Esquilache, produjo en la Corte un miedo cerval a un golpe de Estado. En el terreno militar se notó también la impronta del motín. Es evidente que el susto iba a afectar a reforma de las Fuerzas Armadas, sobre todo en su papel de garantes del orden interno. Se hizo necesario intervenir para asegurar la fidelidad del Ejército al Régimen y a su política de reformas. A partir del año 1766 se trabajó en este sentido, mejorando las condiciones de vida del soldado, (aumento del prestigio, mejora de las instalaciones de los acuartelamientos) y desde luego eligiendo oficiales «ilustrados» afectos a la política modernizadora del Régimen. En este último sentido, cobra significación el nombramiento de extranjeros en puestos clave en el ámbito castrense, como por ejemplo el irlandés conde de O’Reilly de inspector de Infantería, al que se dieron plenos poderes e incluso se le permitió acceder a la Real Persona al margen del secretario de Guerra, que desde 1766 era el teniente general Gregorio Muniáin, quien había sustituido a Grimaldi, cuando a éste se le encargó la cartera de Estado a la salida de Esquilache, sacrificado políticamente en aras de la pública tranquilidad. El teniente general O’Reilly, pues, fue el gran protagonista militar de toda una década; la que transcurre entre los años 1766 y 1776. El Rey le confió, prácticamente toda la reforma de la Infantería, a la par que en Caballería haría lo propio Antonio Ricardos, otro general de origen irlandés (Ricardos corresponde a la castellanización del apellido Richards). Por otra parte, la reforma militar debía circular a la par con la reforma política y aquí debemos señalar que una y otra parcela (la política y la militar) se encontraban muy unidas al principio del reinado, por la propia esencia de la Monarquía absoluta, en cuyo seno era protagonista eminente la alta nobleza, considerada por naturaleza, como el estamento militar por excelencia del reino. — 42 — En esa situación, los ilustrados trataron de darle al Estado una impronta más civil y lo realizaron en varios campos. En primer lugar llenando las Secretarías de personas de la carrera jurídica (los llamados despectivamente golillas por la oposición) y procurando encumbrar al político civil y rodearle de las prerrogativas que antes tuviera la clase militar-política. En este contexto se sitúa la creación en 1771 de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, todo un símbolo que molestó a la clase militar —que la creía fundada «contra» las cuatro Órdenes Militares para premiar y por tanto dar preferencia a los civiles— y que fue origen de tensiones. Por último, en toda esta complicada dinámica no podemos olvidar la figura que enlaza el periodo anterior con éste y que incluso lo rebasa: el conde de Aranda, de quien, no por casualidad, poníamos en candelero a la llegada del Rey a España. La poderosa figura del conde aragonés se extendió como una sombra a lo largo de todo el reinado. Aranda fue el elemento perturbador, origen de muchos de los quebraderos de cabeza de ministros, consejeros y del propio Rey. Aranda, en efecto, a quien en este periodo que nos ocupa ahora, (1763-1776) se le dio al principio gran protagonismo, como presidente de la Junta de Ordenanzas y del Consejo de Castilla, como gobernador militar de Madrid y capitán general de Castilla la Nueva (Capitanía que se creó específicamente para él) y desde luego como ejecutor de las represalias que siguieron al motín de 1766 con el encargo de buscar los culpables y de expulsar a los jesuitas a los que se acusó de promoverlo. Cumplida la misión con su acostumbrada energía, y por tanto digno del Real Aprecio, Aranda, sin embargo, comenzó a ser un elemento incómodo en la Corte, enemistándose por muchas y diversas razones con ministros, consejeros y otros cargos políticos y militares, entre estos últimos con el propio O’Reilly, que le resultaba insufrible. Y por si fuera poco, encabezó una especie de cenáculo político (nos resistimos a llamarle partido) al que se denominó «los aragoneses» en el que militaban altas jerarquías militares, hechuras del conde, que se oponían a la postura oficial y que, con otra facción opositora, la que Teófanes Egido denomina «el partido español» (4) adoptaron una clara posición antirreformista y desde luego xenófoba. A pesar de todo ello, Carlos III optó una vez más por la reforma y el conde aragonés acabó enviado a la Embajada de París en 1773, su tercer exilio dorado, después de Varsovia y Valencia. (4) EGIDO, Teófanes: Opinión pública y oposición al poder en la España en el siglo XVIII. Valladolid, 1971. — 43 — Así pues, allanado el camino, el general O’Reilly pudo continuar su labor y en 1774 fundó la Academia Militar de Ávila, mientras Ricardos hacía lo propio con la de Caballería de Ocaña. Pero la estrella del irlandés se eclipsaría al año siguiente. Demasiado ambicioso, confiado en exceso en su capacidad, cometió el error de creer que podía conquistar Argel desde los presupuestos de la táctica prusiana y fracasó. El conde fue otra víctima del racionalismo imperante, que consideraba ponderable cualquier situación. El fracaso de Argel acabó con el protagonismo de O’Reilly, aunque no con su privanza. El Rey, resuelto a seguir protegiéndole, le nombró capitán general de Andalucía. No obstante y aunque más cercano que el de París, éste no dejaba de ser otro exilio dorado. Y con O’Reilly cayó también el ministro Grimaldi. Alejados así los extranjeros del Gobierno, Carlos III, aunque manteniendo el empeño en las reformas, dio un nuevo giro a éstas. A partir de ahora las tratarán de llevar a término ministros españoles, aunque criados en la escuela de los anteriores. Había sonado la hora de los Floridablancas y Campomanes, con lo que se iniciará el último periodo del fecundo reinado del Tercer Carlos. No vamos aquí a contar la campaña de Argel, llevada a cabo en 1775 por O’Reilly, por resultar demasiado prolija, pero si presentarla como expedición militar tipo del reinado de Carlos III (habrá otras parecidas, como la de Menorca), en la medida en que en sus entresijos había demasiadas connotaciones políticas, puesto que en el estado mayor del general en jefe (que era de origen extranjero como sabemos) estaban representados dos bandos: los arandistas del partido aragonés y lo que éstos denominaban «los barbilampiños de Ávila», es decir las hechuras del general irlandés (5). Evidentemente cuando falta la unidad de mando, hay un desacuerdo total con la Marina (aspecto este también endémico entonces y muy entreverado de política) y se intenta atacar «a la prusiana» a una horda de camelleros que atrajeron a la tropa española a una emboscada en vez de presentar batalla en línea, la certeza del fracaso es casi absoluta. Total, derrota, enorme impresión en la opinión pública y O’Reilly apartado de la Corte a la Capitanía, General de Andalucía, de donde no volvió en todo el reinado. Pero la derrota no sólo le costó la privanza al general irlandés. También cayó Grimaldi, arrastrado por la crisis. (5) Entre ellos se encontraba Bernardo de Gálvez, que luego en 1781 realizaría con éxito la toma de Pensacola. — 44 — La etapa final del reinado (1776-1788) La caída en desgracia del marqués de Grimaldi en 1776, supuso el fin de lo que podríamos denominar la etapa «italiana» del reinado de Carlos III. Desde este momento, tomará el relevo una generación de políticos nacidos en España y generalmente juristas. Entre ellos destaca, sobre todo, la señera figura de José Moñino, conde de Floridablanca que, como secretario de Estado, dará su impronta al periodo. En efecto, el conde murciano, no sólo abordó los problemas que correspondían a su Secretaría sino que, con una óptica global de gran estadista, intentó promover un verdadero Consejo de Ministros (la Junta Suprema de Estado) que coordinara los esfuerzos de los distintos ramos de la Administración (a la sazón prácticamente independientes unos de otros). En esta línea aglutinadora el conde fue incorporando poco a poco a su persona, atribuciones que no le correspondían y con ello provocó la animadversión de sus compañeros de Gabinete y desde luego de la oposición política de entonces, representada por los grupos «castizo y aragonés»¸ de los que ya se ha hablado. En este proceso integrador, el conde de Floridablanca se ocupó del ámbito castrense, tanto en lo relativo a la estrategia que a España le interesaba plantear en el contexto de las potencias de entonces, como en la dirección de las operaciones militares cuando las hubo. Al mismo tiempo, no descuidó lo que podríamos denominar «la cuestión político-militar», es decir: conseguir desde presupuestos ilustrados, disminuir la impronta castrense en la gobernación de una Monarquía, que aunque de base aristocrática, deseaba adaptarse a los nuevos tiempos y ello pasaba por alejar a los mandos militares de las altas instancias del poder político, sustituyéndolos por civiles, normalmente de la carrera jurídica. Incluso en la Secretaría de Guerra, donde por primera vez se nombró un civil (Miguel de Muzquiz) a la muerte del teniente general conde de Ricla en 1780. Evidentemente esta posición digamos, «civilista», no gustó a ciertas jerarquías militares que no estaban dispuestas a tolerar el cambio. A su frente se puso el capitán general conde de Aranda, a quien otra vez más veremos en primer plano. La oposición a Moñino vendrá fundamentalmente del conde aragonés y sus partidarios. Es la nueva faz de este periodo, una vez más, del enfrentamiento entre la casaca y la toga. La crisis estaba servida. — 45 — Este conflicto, larvado durante la etapa anterior y ahora puesto en evidencia por la actividad del conde murciano (y también, entre otros, del conde de Campomanes desde el Consejo de Castilla) tuvo su punto álgido con la promulgación de un decreto sobre honores militares, que ampliaba éstos a personalidades civiles en el ámbito político. La medida provocó las iras de muchos y creó no pocos disgustos al secretario de Estado. Entre tanto, la prensa de entonces, más suelta como consecuencia de algunas medidas liberadoras en los años ochenta, se hizo eco del debate político-militar e incluso algunos militares ilustrados estrenaron pluma en algún periódico madrileño, sacando a la luz los problemas de la profesión y aun ampliando su ámbito de análisis y mezclándose en los grandes debates de la sociedad de entonces. En este sentido, destacaron con luz propia dos oficiales del Arma de Caballería: Manuel de Aguirre y José de Cadalso. En punto a campañas, esta etapa del reinado fue bastante más fructífera que la anterior. En efecto: a partir de 1779 y una vez más en el contexto de los pactos familiares, España entró en guerra contra Gran Bretaña. Es el momento en que Floridablanca, aprovechando la provecta edad de Miguel de Muzquiz, secretario de Guerra, y saltándose también la autoridad del de Marina, marqués González de Castejón, tomó absolutamente las riendas del conflicto, incluso las de las propias operaciones militares, obteniendo algunos éxitos y como mínimo la recuperación de la moral y el prestigio del Ejército, un tanto mermado por las campañas del periodo anterior. Así, la toma de Pensacola en América y la recuperación de la isla de Menorca en el Mediterráneo, seguido por el gran despliegue frente a Gibraltar, marcó un hito en el reinado y situó de nuevo a la Monarquía en un plano de mayor equilibrio respecto a sus rivales (6). Con todo y a pesar de que de esta campaña que terminó en 1783, el Ejército y la Armada españoles salieron prácticamente indemnes, los cuantiosos gastos que supuso la misma, dejaron exhaustas las arcas del Estado y ello condicionó las reformas militares en curso, que no pudieron avanzar por esta causa. En efecto: a partir de 1783, el Archivo de la Secretaría de Estado se llenó de unos denominados «proyectos alambicados para el Ejército». Es decir, planes para reducir a lo indispensable los gastos militares. (6) Sobre las campañas de Menorca y Gibraltar, véase, TERRÓN: Ejército y política... opus citada especialmente la segunda parte y El gran ataque a Gibraltar de 1782. Análisis militar, político y diplomático. Ministerio de Defensa. Madrid, 2000. — 46 — Colofón: las Capitanías Generales De la misma forma que el Ejército en sí, fue colocado en el punto de mira de las reformas carlotercistas, no podía ocurrir menos con los organismos más políticos de la «Institución Militar», es decir, las llamadas Capitanías Generales, órganos de gobierno de las provincias de la Monarquía y desde luego el Consejo y Secretaría de Guerra, que había que adaptar a los nuevos tiempos, a la par que superar rivalidades y conflictos de competencias entre uno y otro Departamento, que al igual que en otros ramos de la Administración Central, se encontraban enfrentados desde principios de siglo en una lucha por la preeminencia política. Tras la publicación de los Decretos de Nueva Planta para Aragón y Valencia (1716) para Mallorca (1715) y para Cataluña (1716), se estableció la gobernación centralizada de estos antiguos reinos periféricos de la península Ibérica a la manera de Castilla, es decir, mediante las Audiencias, formadas por letrados y militares en Junta de Gobierno y cuyo presidente será en adelante el capitán general. La máxima autoridad castrense de la región será desde entonces el sustituto en la nueva Administración, basada en el centralismo absolutista de cuño francés, de los antiguos virreyes de la época de los Austrias (salvo en Navarra). Las decisiones (relativas) que tome la Junta de GobiernoAudiencia se ejecutarán con el voto mayoritario de sus miembros. A eso, a esa manera de gobernar las provincias, es lo que se denominó «el Real Acuerdo». El Decreto de Nueva Planta para Cataluña fue el paradigma de la nueva Administración y refleja claramente el carácter político-militar de la autoridad del capitán general: «[...] he resuelto que en el referido Principado se forme una Audiencia, en la cual presida el Capitán General o Comandante General de mis Armas, de manera que los despachos, después de empezar con su dictado, prosigan en su nombre» (7). Los citados Decretos de Nueva Planta adolecían de numerosas ambigüedades, por ejemplo no detallaban las facultades del capitán general, con lo que resultaba a veces poco reglados, tanto el voto como la composición de la Junta de Gobierno, dando lugar a lo largo del siglo, a numerosos conflictos de competencias entre éste y los magistrados civiles de la Audiencia, tras lo cual, en realidad, se escondía larvado el conflicto entre (7) Novísima Recopilación, ley I título IX libro V. — 47 — la preponderancia militar y la civil en cuestiones de gobierno político; entre militares y togados o militares y golillas, en el decir de la época. De hecho, todo el siglo estuvo salpicado de incidentes relacionados con esta cuestión. En esta tesitura, la Audiencia cuestionará la autoridad del capitán general al menor síntoma de debilidad y éste tratará de imponerse y recuperar lo perdido cuando las circunstancias (en Madrid) le sean favorables. Por su parte, la Administración Central actuará unas veces de moderadora y otras como simple beligerante en uno u otro sentido. El problema perfilará los avatares de la política interior española en la primera mitad del siglo, acompañando casi siempre a las —más o menos— periódicas crisis de los reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. La Audiencia aspirará, general y machaconamente, a librarse del capitán general, al que tratará de arrinconar en sus funciones específicamente militares y a despachar directamente con el Rey a través de la Cámara de Castilla, en cuestiones de índole política. Para ello boicoteará siempre que pueda la actuación de la máxima autoridad castrense y arrancará del Gobierno de Madrid (cuando la coyuntura le sea favorable para ello) algún Decreto aclaratorio de la Nueva Planta a favor suyo. Por otra parte, no solamente los Decretos de Nueva Planta eran ambiguos. Lo era también toda la estructura político-territorial, en el sentido que había sido creada con el cambio de dinastía y en el contexto de una guerra civil, con todas las tensiones inherentes a un acontecimiento de este tipo y la necesidad posterior de pactos y transacciones para mantener la quietud social y política. En una atmósfera así, era prácticamente imposible que no se produjeran contradicciones suficientes como para que cada cual, con intereses partidistas o corporativos, no arrimara el ascua a su sardina. A esta situación, habría que añadir lo poco proclive a las declaraciones positivas en una sociedad acostumbrada al Derecho Consuetudinario y al hecho de que a un noble nadie tenía que recordarle sus deberes, que suponía tener en grado eminente por razón de la cuna. Un noble, que también por naturaleza, pertenecía a la clase militar. Así pues, el centralismo absolutista se daba por hecho y Felipe V lo implantó, desde Castilla y al modo de Castilla, a los reinos periféricos de la Monarquía Hispánica y además con una específica impronta militar en la medida que se hacía por derecho de conquista y por la necesidad de ejercer sobre los derrotados lo que el marqués de Risbourg, capitán general de Cataluña entre 1722 y 1736, denominaba «un vigilantísimo gobierno», — 48 — sobre todo —añadía— «por el genio belicoso e inquieto de los catalanes» (8). Quería esto decir, que el motivo de la implantación fue consecuencia de la contienda civil y por tanto el Real Acuerdo no afectó a los territorios castellanos, salvo a Murcia, que pasó a formar parte de la Capitanía General de Valencia. Después de estas regulaciones y a la altura del año 1717, las Capitanías quedaron establecidas de la siguiente forma: Aragón, Cataluña, Valencia y Murcia sujetos al Real Acuerdo al que se incorporarían paulatinamente Andalucía, costa de Granada, Extremadura y Galicia. Paradójicamente y desde el punto de vista territorial, Castilla quedó al margen, gobernada en nombre del Rey exclusivamente por la Chancillería de Valladolid e incluso sin Capitanía General expresa, hasta que, con ocasión de los motines de 1766, se creó ésta en la persona del conde de Aranda. Por otra parte y al margen de los condicionamientos externos, derivados del origen bélico de la organización territorial, que condicionó su desarrollo y generó contradicciones, también su ambigüedad se vio favorecida por la actitud personalista de los que la toleraron y aun favorecieron en función de sus intereses personales. De hecho, da la impresión de que nadie tuvo nunca intención de abordar el problema sino de parchearlo. En todo caso lo único que se hizo fue colocar en el lugar preciso a personas afectas que de momento soslayaran el dilema sin resolverlo, cerrando en falso las crisis y limitándose a paliar sus efectos con medidas coyunturales, lo cual provocaba que los problemas resurgieran. En este sentido, la fuerte impronta militar de la gobernación provincial —y también la pugna entre la casaca y la toga— se mantuvo toda la primera mitad del siglo. Pero al llegar Carlos III y debido a la tendencia más civilista de este reinado ilustrado, parece que se tomaron algunas medidas para suavizar las tensiones. Así, cuenta Molas Ribalta que en el año 1766, en la toma de posesión del conde de Sayve como capitán general de Valencia, se observó, que aunque tenía el real despacho de la Secretaría de Guerra que le facultaba como titular de la Capitanía, carecía de la cédula de la Cámara de Castilla con la que los capitanes generales se habilitaban para la posesión del cargo de gobernador político y presidente de la Audiencia. No obstante la cosa no pasó a mayores y Sayve fue (8) Risbourg al arzobispo de Valencia, gobernador del Consejo de Castilla, Barcelona 18 de octubre de 1727 Archivo Histórico Nacional. Estado, legajo número 2.939, expediente número 68. — 49 — investido (9). En todo caso, esta omisión parece indicar algún tipo de cambio de actitud, que sin embargo no prosperó. Quizás los motines del año 1773 en Barcelona contra las quintas tuvieron algo que ver en ello. Al mismo tiempo que ocurría lo de Valencia, y como ya se ha mencionado antes, ese mismo año y forzado por los acontecimientos del motín de Esquilache, Carlos III creó la Capitanía General de Castilla la Nueva en la persona del conde de Aranda, nombrándole además gobernador de Madrid. En realidad esta Capitanía no tenía sentido, siendo Madrid la Corte y por tanto la capital del reino. Se creó más por motivos de seguridad. La prueba de ello es que a dicha Capitanía no se le extendió el Real Acuerdo, es decir: nombrando presidente de la Chancillería de Valladolid al capitán general. Hubo que esperar a finales de siglo, en 1800, en pleno reinado de Carlos IV, para que se le concediera, completando así la estructura provincial creada a principios de siglo y que, con esta medida, a las postrimerías de la centuria, se zanjaba con una clarísima preeminencia de la autoridad militar sobre la civil en términos políticos, a pesar de los esfuerzos en contrario que había hecho Carlos III. Otra cuestión a señalar es, que durante el reinado de los primeros Borbones, se observa la presencia permanente de extranjeros en las Capitanías. Hecho que reafirma la idea de que se procuraba beneficiar a éstos en ciertos cargos, para evitar el exceso de poder en manos de personajes nacionales, algunos de los cuales militaban en grupos de oposición al régimen, sobre todo en el reinado de Carlos III, en el que se intentó una reforma en profundad de las estructuras del Estado, de la sociedad y aun de la Milicia que fue contestada desde varios ángulos. El fenómeno de los extranjeros en el ámbito de las Capitanías puede seguirse claramente en Cataluña donde, por ejemplo, fueron capitanes generales Sterclaes-Tilly y Risbourg; el marqués de Croix que lo fue de Galicia; el conde de O’Reilly en Andalucía y Caylus, Sayve, Vanmark, Croix y Crillon en Valencia (10). (9) MOLAS RIBALTA, Pedro: Militares y togados en la Valencia borbónica. Actes du premier colloque sur le Pays Valencien a l'Epoque Moderne, pp. 171-186. Valencia, 1980. (10) MOLAS RIBALTA, Pedro: opus citada, p. 178. — 50 — TERCERA CONFERENCIA AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO Por FERNANDO PUELL DE LA VILLA* Sean mis primeras palabras, como decían los oradores decimonónicos, para dar las gracias al presidente y vocales de la Comisión Española de Historia Militar (CEHISMI) por su amable invitación a participar en este ciclo de conferencias. Voy a tratar un tema inexplorado que sacará a la luz una de las facetas menos conocidas de uno de los personajes más ilustres formados en las filas del Ejército español, hoy muy olvidado por sus compañeros de armas y también por la mayor parte de los historiadores. Me refiero al capitán general del Ejército don Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, décimo conde de Aranda, y a sus aportaciones al arte militar y a la política de defensa del último tercio del siglo XVIII, que para él debía de tender básicamente a preservar intacto el legado americano de la Corona española. Desgraciadamente, no creo que muchos españoles sepan quién fue exactamente el conde de Aranda, y estoy convencido de que de esta minoría sólo unos pocos tendrán conciencia de su condición de militar de carrera. Y el panorama, desde el punto de vista historiográfico, es desolador. El único estudio que he podido consultar sobre su faceta militar se remonta a 1931, y consiste en un folleto de 22 páginas, prácticamente desco- * Coronel de Infantería (reserva). — 53 — nocido, titulado: Una reforma militar del siglo XVIII. Breve nota y comentario sobre algunos tropiezos mal conocidos de D. Pedro P. Abarca de Bolea, décimo Conde de Aranda. No obstante, si algo caracterizó al conde de Aranda, y en ello se muestran conformes cuantos autores se han aproximado al personaje, fue su dedicación a la Milicia, vocación y afición a las que supeditó cualesquiera otras de las que desempeñó a lo largo de su dilatada biografía. En su caso, además, no hay pretexto que justifique esta lamentable postergación. Pocos militares habrá, por no decir ninguno, que hayan dejado tras sí un fondo documental tan copioso como el del general Abarca, fondo procedente de la exhaustiva requisa que Godoy ordenó realizar en sus casas de Madrid y Aranjuez en el momento de enviarle a prisión. En esta documentación, hoy desperdigada en más de 50 legajos de la Sección de Estado del Archivo Histórico Nacional, señorea lo castrense e incluye cientos de análisis, propuestas, planes y dictámenes relacionados con asuntos militares, dictados e incluso manuscritos por él a lo largo de su vida pública. También conserva decenas de estudios referentes a otros Ejércitos y Armadas europeas recopilados por él, especialmente durante los 14 años que ocupó el puesto de embajador en París, que ponen de manifiesto su gran interés y dedicación profesional. Por si ello fuera poco, a principios del siglo XIX, se publicaron, bajo el título: Reflexiones sobre la Paz y la Guerra, que escribía el Excmo. Sr. Conde de Aranda, algunos extractos del tratado militar con el que, como postrera contribución a su oficio de soldado, intentaba mitigar los rigores y sinsabores del exilio aragonés. Este ingente fondo documental permite conocer en profundidad el pensamiento de Aranda en relación a lo que hoy denominamos política de defensa, y también sus planes y proyectos de política militar. Como es lógico, su preocupación por estos temas no se materializó hasta el año 1762, cuando Carlos III le puso al frente del Ejército de operaciones de Portugal. A partir de esa fecha y hasta la de su proceso en 1794, los problemas de la defensa y seguridad del reino ocuparán lugar preferente en cuantas comunicaciones, públicas y privadas, presente al monarca, a los ministros, a sus compañeros de armas y a sus colegas del mundo diplomático. — 54 — En política de defensa, desde los primeros escritos y hasta su muerte, mantuvo obsesivamente el criterio de que España debía afrontar un único riesgo: América, y que la amenaza procedía prioritariamente de Gran Bretaña. En política militar, sin embargo, mantuvo criterios poco plausibles para su tiempo, y procuró acomodar su pensamiento al acelerado proceso de cambio que le tocó vivir, con singular lucidez, pero escaso poder de convicción. El conde, inicialmente, planteó sus proyectos militares en términos muy agresivos, haciendo valer el dicho de que no hay mejor defensa que un ataque. A partir de la independencia de Estados Unidos, y más acusadamente desde que el estallido revolucionario francés desbarató el Pacto de Familia, la belicosidad que le había caracterizado se templó y pareció convencerse que sólo por la vía del neutralismo armado sería viable contrarrestar las dos amenazas, esta vez ideológicas, que se cernían sobre la Monarquía Hispana: la norteamericana en las Indias y la ultrapirenaica en la Península. Dado el objeto de estas Jornadas, esbozaré en primer lugar cómo concebía el conde de Aranda lo que hoy denominamos política de defensa y política militar. A continuación, analizaré sus planteamientos con respecto a la América Hispana, y su postura ante el proceso de independencia de Estados Unidos, y por último hablaré brevemente del dramático final de su carrera política. Política de defensa y política militar Como es bien sabido, ayer y hoy, la política de defensa viene condicionada por los objetivos que marca la política exterior. Cuando un Estado carece de política exterior, o los objetivos son ambiguos, la política de defensa se resiente y con ella todo el sistema militar. Buen ejemplo de ello es el caso de España, desde el final de la guerra de la Independencia hasta que los gobiernos de la transición decidieron que el eje de nuestra acción exterior pasaba por Bruselas, en lo político, en lo económico y en lo militar. No era éste el caso en tiempos de Carlos III. La política exterior fue clara y estable durante su reinado. Claridad y estabilidad palpables en que las Instrucciones preparadas por Grimaldi para Aranda, en 1773, cuando se le nombró embajador en París, apenas se diferenciaron de las dirigidas por Floridablanca a su sucesor, el conde de Fernán Núñez en 1787. — 55 — En ambos documentos, lo sustancial era la importancia atribuida a la alianza francesa y la desconfianza y recelo hacia las intenciones de Gran Bretaña. Al resto de países europeos apenas se les prestaba atención, y sólo en función de la posible incidencia que sus disputas tuvieran sobre la conflictividad hispano-británica. La única novedad de la Instrucción de 1787 era una referencia a Estados Unidos, a propósito de su «conducta con nosotros» en el Pacífico. Sorprende, en este segundo documento la total falta de referencias a la situación interna de Francia, donde ya se había iniciado el proceso revolucionario. Proceso que hará tambalearse toda nuestra política exterior, desorientará a los encargados de dirigirla y acarreará la destrucción de la Flota, del Ejército, del Erario y, por último, del Imperio americano. Durante el reinado de Carlos III, aun siendo semejantes los mimbres con los que Grimaldi y Floridablanca hubieron de tejer su política de defensa, se advierten diferencias entre la guerra de objetivos limitados que ambos planteaban, y lo que opinaba Aranda al respecto. Para un hombre, que intuía con medio siglo de antelación los principios enunciados por Clausewitz en 1830, la guerra debía ser total y orientada a la destrucción de las fuentes de riqueza del adversario. Aranda no pareció entender nunca la mentalidad de Carlos III y sus ministros. Hombres de su tiempo, tal como diagnosticó el general Díez-Alegría en el magnífico artículo que escribió para la CEHISMI en 1984, se sentían muy satisfechos de haber «encorsetado» la guerra, y actuaban convencidos de que su racionalización era consecuencia directa de las virtudes de la Ilustración y el mejor símbolo de los avances del Siglo de las Luces. ¿Podríamos sostener entonces que el conde de Aranda había concebido una política de defensa original y distinta a la definida por la Secretaría de Estado? La reciente historiografía española, a excepción de la escuela de Rafael Olaechea y Ferrer Benimeli, apenas ha prestado atención a sus ideas políticas, y menos a la vertiente castrense de las mismas, ante la fascinación provocada por la figura de Floridablanca. Los hispanistas no emiten juicios de valor sobre su faceta pública, salvo en relación a su supuesto enciclopedismo, y algún historiador británico incluso ha llegado a afirmar que careció de ideas propias y que su única preocupación fue «restaurar el orden y la confianza» durante los años que presidió el Consejo de Castilla. La realidad, al menos en materia de defensa, apunta a lo contrario. Hasta el momento, los contados estudios dedicados al Ejército de la Ilustración — 56 — sólo han destacado la importancia y trascendencia de su labor con respecto a las Ordenanzas de 1768. Sin embargo, Aranda podría en justicia formar parte del escaso elenco de tratadistas militares que ha producido nuestra nación. Redunda en perjuicio suyo que no llegara a publicar su pensamiento, salvo en el opúsculo del que se habló al inicio del artículo, y sea necesario rastrear en manuscritos dispersos para encontrarlo. Entre éstos, he seleccionado tres que permiten contemplar la evolución de su pensamiento. En el primero, fechado en el año 1768, se mostraba partidario de elaborar una política de defensa basada en el actual concepto de disuasión armada. En el segundo, suscrito en el año 1770, Aranda formulaba la revolucionaria teoría de que la guerra no debía limitarse a destruir el ejército contrario, sino sobre todo las bases de su economía. Y en el tercero, elaborado en 1776, contemplaba la guerra subversiva como un procedimiento muy eficaz para minar la fortaleza del adversario. El primer documento, el fechado en el año 1768, lo escribió cuando todavía gozaba de la confianza y aprecio de Carlos III y un par de meses antes de hacerle entrega de su obra más trascendental: el tratado segundo de las Ordenanzas, publicadas pocas semanas después. Se trataba de rebatir el proyecto presentado por José Gregorio Muniáin, secretario del Despacho de Guerra, para aumentar la plantilla de los regimientos de la Milicia Provincial, a costa de reducir los efectivos de la Infantería de Línea. Aranda, en su papel de presidente del Consejo de Castilla, recibió el encargo de dictaminar el proyecto, y en lugar de limitarse a ello, elaboró una contrapropuesta que analizaba en detalle la política exterior de la Monarquía y las líneas generales de política de defensa que se derivaban de ella. Además, establecía principios generales de doctrina militar y precisaba los medios necesarios para la consecución de los objetivos enunciados. Obviando las propuestas orgánicas, la parte doctrinal del documento puede considerarse como un claro precedente de lo que hoy llamamos «disuasión armada». En el documento del año 1768 aún no aparecía reflejada la más revolucionaria de sus propuestas: la de sustituir la guerra de objetivos limitados, característica del Antiguo Régimen, por la guerra global, tal como la concibió Clausewitz en 1830 y practicaron todos los países desde 1870 a 1945. Sin embargo, casi un siglo antes, en el año 1770, Aranda ya defendía que para derrotar al enemigo era imprescindible destruir su potencial militar, — 57 — económico y moral. En este sentido, al plantearse la crisis de las Malvinas, instó a Carlos III a socavar la moral del pueblo inglés: «aturdirlo y debilitarlo con todos los registros conducentes a su destrucción», mediante lo que denominó «guerra de armadores», consistente en bloquear sus puertos, dificultar y hostigar sus comunicaciones marítimas, e impedir el acceso y aprovisionamiento en los puertos borbónicos a sus mercantes. Por último, en un escrito remitido a la Corte de Versalles en 1776, con ciertas reservas mentales por parte de Carlos III, solicitó la colaboración francesa para abordar un plan conducente a la independencia de Irlanda. No se trataba de hacer desembarcar allí un ejército, sino de inducir a los irlandeses a emanciparse de la tutela británica, prestándoles el necesario apoyo político y económico. Haciendo abstracción de la parte operativa del documento, su introducción es una pieza básica para conocer su revolucionario concepto de la guerra, al volver a formular ideas cuya paternidad se atribuía con exclusividad a Clausewitz. Identificada Gran Bretaña como el enemigo natural de España, «con todos los requisitos de tal», Aranda sentaba el criterio, núcleo central de su concepto de política militar, de considerar justificado el uso de «cuanto contribuya a disminuirle su vigor, y a moderar la altanería genial, privándola de las fuerzas suficientes para sostenerla». En el documento de 1768, se daba por satisfecho con disuadir. En el de 1770, con actuar contra los intereses económicos del adversario. Y en el del año 1776, ascenderá otro peldaño más y se inclinará por emprender lo que, dos siglos después, se denominará «guerra subversiva», con el objetivo de distraer tropas enemigas de otros escenarios. América y el Pacto de Familia Durante buena parte del siglo XVIII, España se convirtió en el satélite de Francia, o con mayor precisión, los monarcas madrileños se conformaron con el papel dependiente que consideraban inherente a la jefatura de la Casa de Borbón. Aun reforzado el vínculo dinástico tras la firma del Pacto de Familia entre Carlos III y Luis XV, la Corte de Versalles mantuvo su estilo prepotente, eludió las obligaciones defensivas derivadas del tratado, cuando interferían sus designios políticos, y exigió contrapartidas militares, sin tomar en consideración el interés de su aliada. — 58 — La situación descrita se corresponde exactamente con la realidad durante los 15 años que Grimaldi estuvo al frente de la Secretaría de Estado. A partir del año 1777, cuando Floridablanca se hizo cargo de nuestra acción exterior, algunos autores aprecian una actitud de mayor independencia en la relación bilateral, concretada en la resistencia a la sugerencia francesa del reconocimiento y firma de un tratado con Estados Unidos. Sin embargo, repasando la documentación disponible, no es posible compartir dicho criterio. Muy probablemente debido a que el Rey no le dio otra alternativa, Moñino se comportó de forma similar a su antecesor, salvo en la cuestión reseñada. Así se desprende de la lectura de los párrafos referidos a la relación con Francia, correspondientes a la instrucción preparada en el año 1787 para el embajador Fernán Núñez, fiel reproducción de los dictados por Grimaldi para Aranda en 1763. Reinando ya Carlos IV, volvió a actuar de igual forma en la rígida interpretación del Pacto de Familia, con ocasión del conflicto de San Lorenzo de Nootka, y no dudó en anteponer la defensa de los intereses dinásticos a la de los nacionales. El conde de Aranda, en los primeros años de su carrera política, es decir, antes de tener la oportunidad de evaluar en directo el comportamiento francés, aceptaba y respetaba esta situación de dependencia. Lo único que le diferenciaba de Grimaldi y Floridablanca era su mayor preocupación por los aspectos defensivos del pacto suscrito, y la firme creencia en que éste implicaba ineludibles obligaciones y contraprestaciones militares que obligaban por igual a las dos potencias. Además, para Aranda, sobre cualquier otro aspecto de la cuestión, la alianza hispano-francesa era considerada vital para España, porque proporcionaba la necesaria superioridad de medios para proteger nuestros intereses en América, amenazados por la acción conjunta de Inglaterra y Portugal. A raíz de la pérdida de La Habana en 1762, las mentes más clarividentes percibieron que el escenario estratégico se había desplazado del continente europeo al americano. En efecto, las Paces de Westfalia, de los Pirineos y de Utrecht habían logrado estabilizar las fronteras en Europa Occidental. Las principales potencias del entorno —Francia, Gran Bretaña, Portugal y España— no pretendían ampliar sus áreas de influencia y los únicos litigios remanentes, en este ámbito, se localizaban en Dunkerque, Mahón y Gibraltar. — 59 — La situación era muy diferente en ultramar. La competencia comercial, la apertura de nuevas rutas y mercados, enfrentaba a unos y a otros. Haciendo abstracción de los latentes conflictos en Asia y África, el continente americano, caracterizado por su anterior estabilidad, fue objeto de constantes reivindicaciones territoriales y mercantiles durante el siglo XVIII. España, más vinculada y mucho más dependiente económicamente de las colonias que su aliado francés, se sentía amenazada por las ambiciones británicas y portuguesas. Como ha destacado Julio Albi, aunque nuestro país fue la única potencia europea que no vio mermados sus dominios ultramarinos en el transcurso del siglo, fueron constantes y revistieron sumo peligro las agresiones, externas e internas, que se cernieron sobre los mismos, y más en particular durante su segunda mitad. En la Corte española, existía conciencia del potencial militar de la Monarquía y de nuestra inferioridad naval. También de que, de cara a un posible enfrentamiento con Inglaterra, o con su aliado lusitano, la supremacía de la Casa de Borbón era incuestionable en tierra, pero que la flota británica aventajaba a la española y a la francesa por separado, y que sólo reunidas tenían alguna posibilidad de equilibrar la situación. En número de unidades navales, tonelaje y armamento, españoles y franceses incluso superaban al potencial adversario. Los ingleses, por el contrario, se desenvolvían mejor en el campo de la táctica naval, las tripulaciones estaban más profesionalizadas y los navíos, al llevar el casco forrado de cobre, maniobraban con mayor facilidad y eran más veloces. Contemplada la situación en su conjunto, con óptica muy simplista, se podría afirmar que la flota española contaba con dos magníficas escuadras: la de transporte de tropas y la de escolta de convoyes; en tanto que la británica, y en menor medida la francesa, descollaban por el número y calidad de sus unidades de combate y de descubierta. Uno de los primeros en advertir esta nueva realidad, o al menos en manifestar abiertamente que la situación había cambiado, fue el conde de Aranda, quien, en 1766, cuando estaba en la cumbre de su carrera política, alertó a Carlos III de que los riesgos y amenazas para la supervivencia de la Monarquía se habían trasladado al otro lado del Atlántico, y que, en consecuencia, el principal objetivo de nuestra política de defensa habría de ser proteger eficazmente las posesiones ultramarinas, cuyo comercio y remesas de metales preciosos eran vitales para que España continuara siendo una potencia de primer orden. — 60 — Durante bastantes años, Aranda estimaría que, para defender aquel espacio y debilitar la hegemonía naval británica, convenía realizar un desembarco terrestre en la propia Gran Bretaña. Y también que, para contrarrestar las ansias expansionistas de Portugal en América, era preciso asestar el golpe en la península Ibérica, mediante la ocupación de su territorio metropolitano. Grimaldi, como antes se apuntó, mantuvo la postura invariable de que el conde era excesivamente alarmista y que hacer uso de las armas para impedir la merma de pequeñas porciones de tan inmenso Imperio, como las Malvinas o el Sacramento, suponía correr el riesgo de un enfrentamiento generalizado con Inglaterra. Cuando Carlos III, al parecer bastante incómodo con el agrio carácter de Aranda, decidió alejarlo de la Corte y le nombró embajador en París, Grimaldi le dio instrucciones de que utilizara sus dotes de persuasión para inducir, «mañosamente», al Gobierno francés a reforzar sus efectivos navales, «porque de ello penderá el sostener con honor una guerra que pueda sobrevenir, o acaso precaverla». Diligentemente, si bien con menos sutileza de la recomendada, sondeó a los ministros franceses de Asuntos Exteriores y de Marina. La infructuosa gestión le convenció del desinterés de Francia en coadyuvar al esfuerzo marítimo español, y su renuencia a implicarse en aventuras bélicas patrocinadas por la Corte de Madrid. Poco después, en el año 1774, recién iniciado el litigio brasileño, Grimaldi le instó a que calibrara la incidencia del cambio de ministros, acaecido tras la muerte de Luis XV, sobre la alianza hispano-francesa. El informe del embajador, que llevaba más de un año en París y ya conocía mejor los entresijos de Versalles, fue desesperanzador. Con su habitual contundencia, respondió que Francia nunca se implicaría militarmente en apoyo de los intereses españoles en América: «Las potencias se gobiernan regularmente más por los intereses, que por su sangre y cordialidad», escribió al trasladar a Grimaldi la oposición francesa a prestar ayuda, y le recomendó que España actuara por propia iniciativa, sin consulta previa a París, ni expectativa de colaboración francesa, y que se apresurara a enviar una expedición armada al Río de la Plata contando sólo con nuestros medios. Sentado lo anterior, admitió, con cierto escepticismo, que Francia no tendría «cara para negarse» a intervenir si Inglaterra contraatacaba en Europa o en las Antillas. Grimaldi desestimó la opinión de su embajador y, tras — 61 — frustrarse los intentos para llegar a un acuerdo con Lisboa, le ordenó someter a la consideración de Versalles un plan de invasión conjunta de Portugal. La negativa francesa fue aún más terminante. Aranda le volvió a urgir el envío de una fuerza marítimo-terrestre a Buenos Aires, para recuperar los territorios ocupados por Portugal al sur de Sao Paulo, aprovechando que el Ejército británico estaba empeñado en Norteamérica. Grimaldi se opuso de nuevo, alegando que ello sería exponerse a provocar «un fundado resentimiento» de Inglaterra. Probablemente, esta serie de fracasos influyeron en la posterior evolución ideológica de Aranda, patente tras la independencia de Estados Unidos. Aunque no fuera así, sí debe identificarse como el punto de partida de la línea de pensamiento que le acompañará hasta su muerte: «Una nación no ama jamás a otra, sino en cuanto lo exige su interés particular», escribió, 20 años después, en su destierro de Épila. Incidencia del proceso revolucionario Al entrar en escena Estados Unidos, como embrión de nación independiente, Aranda intuyó, nada más iniciarse el proceso de emancipación, que su mera existencia conllevaba un riesgo potencial para la América española, incluso superior al británico. Y el día 24 de julio de 1775, sólo un mes después de producirse el primer escarceo entre las milicias del general Washington y las tropas regulares británicas, en los alrededores de Boston, alertó a Grimaldi sobre su inevitable repercusión. Ante la falta de reacción del ministro, reiteró las llamadas de atención e insistió en la conveniencia de granjearse, desde el primer momento, la simpatía de los rebeldes, como habían hecho los franceses. Opinaba que, a corto plazo, una victoria inglesa fortalecería su posición ultramarina, lo que debilitaría la española, pero su previsible derrota supondría la aparición de un nuevo vecino, menos temible como amigo que como enemigo. Es patente que Aranda había percibido la potencial amenaza del futuro coloso americano, diez meses antes de que el Congreso de Filadelfia redactara la Declaración de Independencia. Asimismo, las ideas vertidas en el famoso Dictamen reservado de 1783 rondaban por su mente bastantes años antes de la firma del Tratado de Versalles. El dictamen sólo se conoce gracias a una copia tardía, aunque ha sido hasta ahora la fuente más utilizada para demostrar la clarividencia de Aranda sobre esta cuestión. — 62 — Sin embargo, seis años antes, al trasladar a Madrid la petición de ayuda cursada por los delegados del Congreso estadounidense, elaboró un despacho donde ya exponía su pensamiento al respecto, con la ventaja añadida de que nadie puede poner en duda su autoría, como ocurre con el anterior. Además, el despacho del año 1777 es imprescindible para conocer lo que opinaba sobre el proceso de independencia de Estados Unidos, por lo que me permitirán leer un breve pasaje del mismo: «Cuatro Potencias europeas dominaban América: España, Francia, Portugal e Inglaterra. Mientras durase esta división, las miras de la España se debían dirigir a la conservación de lo suyo. La España va a quedar mano a mano con otra Potencia sola en todo lo que es tierra firme de la América Septentrional. ¿Y qué Potencia? una estable y territorial que ya ha invocado el nombre patricio de América, con dos millones y medio de habitantes descendientes de europeos (con pretensión de llegar a 10 en 50 años). Importa a la España el asegurarse de aquel nuevo dominio por medio de un tratado solemne, y cogiéndolo en el momento de sus urgencias con el mérito de sacarlo de ellas.» Aranda no logró convencer a Grimaldi, y tampoco a su sucesor, Floridablanca, de la conveniencia de apoyar a los independentistas, y tuvo que contentarse con trasladar su frustración a sus compañeros de armas. Por carta les comentó que tarde o temprano Floridablanca decidiría prestar apoyo a los independentistas, pero que la demora nos haría perder puntos políticos con Estados Unidos y bazas militares frente a Inglaterra: «habiéndolos podido coger con los brazos atados, los hallaremos con ellos sueltos». Dos años después su vaticinio se hizo realidad. Floridablanca ordenó apoyar a los rebeldes y declaró la guerra a Gran Bretaña. Pero entonces el proceso estaba ya tan avanzado que la intervención española era irrelevante. Por ello, muy pocos estadounidenses reconocen hoy la ayuda prestada por España y sólo recuerdan su débito con los franceses. Finalizadas las hostilidades, Floridablanca confió a Aranda la dirección de las negociaciones a tres bandas que culminaron en la firma del Tratado de Versalles del año 1783, lo dio pie a una abundante correspondencia en la que volvió a insistir sobre el riesgo que se cernía para el futuro de la América española, si no se atendía y cuidaba la relación con Estados Unidos: — 63 — «Aquel nuevo dominio, por su nueva legislación, por el carácter de sus Pobladores, por irse a constituir una Nación cultivadora, lleva los visos de ser tranquilo en su Establecimiento, que es cuanto podemos desear; y por lo mismo, parece ser nuestro interés el que empiece a vivir con semejante disposición, sin quedarle espina inmediata que mire con resentimiento, para que, ni en los actuales vivientes, ni en la tradición de sus sucesores, se engendre un encono de vecinos. Ellos estarán en su Casa y nosotros muy distantes; ellos, a poco coste insultándonos, y nosotros, a mucho, aventurando el resistirles; ellos, pudiendo con influencias, y el ejemplo de su libertad, exaltar los espíritus de nuestros habitadores, y nosotros, que tal vez los tenemos displicentes, muy fuera de mano para apaciguarlos.» Como evidencia el texto anterior, el conde, evidentemente afectado por la derrota colonial de Inglaterra, parecía haber olvidado su belicosidad y prestaba mayor atención a la amenaza ideológica, derivada de la victoria de los colonos, que al riesgo que pudieran desencadenar las ambiciones territoriales de la nueva nación. La amenaza ideológica que, en opinión de Aranda, suponía la entrada en escena de Estados Unidos se trasladó, agudizándose, a este lado del Atlántico a partir del inicio del proceso revolucionario francés, de cuyos prolegómenos fue testigo de excepción. Además, tras 14 años de estancia en París conocía en profundidad tanto las miserias de la Corte, como la vitalidad y patriotismo de los franceses y la potencialidad y riqueza del país. Así, cuando, en el año 1787, Inglaterra contempló la posibilidad de recuperar los puntos cedidos a Francia en Versalles, alentada por el incierto desenlace de la convocatoria de los Estados generales, Aranda expuso al embajador español en Londres que era muy arriesgado equiparar síntomas de malestar socioeconómico con deterioro de la capacidad de respuesta de la nación francesa. Dicha exposición aporta alguna clave para interpretar, con cinco años de anticipación, la insistente prudencia que ocasionó su ruina definitiva. Esta reflexión induce a revisar determinados juicios historiográficos y comprender por qué un hombre que se había pasado la vida trazando y proponiendo planes y proyectos bélicos, hasta el extremo de hacer perder la paciencia a Carlos III, cuando se le presentó la ocasión de poner en práctica sus ideas decidió adoptar actitudes mucho más comedidas que las de sus antecesores. — 64 — Cuando en febrero del año 1792, Carlos IV decidió el cese de Floridablanca y puso a Aranda al frente del poder Ejecutivo, el panorama internacional, expuesto por Moñino con todo lujo de detalles a su sucesor, era desconcertante. Oficialmente, España mantenía una alianza defensiva con el titular de la Monarquía francesa, y por si fuera poco, dos años antes, la Asamblea Constituyente había asumido las obligaciones militares derivadas del Pacto de Familia, interpretándolo como un tratado defensivo firmado entre naciones soberanas. Era la primera vez que Francia asumía esta obligación desde que se firmó el Pacto en el año 1761, y el motivo aducido para solicitar el auxilio francés era muy similar a los invocados en el año 1770, cuando Luis XV se negó a ayudar a Carlos III con ocasión del incidente de las Malvinas, y en 1775, cuando Luis XVI hizo lo propio con respecto a la intervención en Sacramento. En esta ocasión, agosto de 1790, los ingleses se habían apoderado del puerto de San Lorenzo de Nootka, situado cerca de la actual ciudad de Vancouver, y los constituyentes franceses, al requerir Carlos IV el respaldo de Luis XVI, se prestaron a movilizar 45 navíos. Floridablanca, sin embargo, interpretó que la resolución de la Asamblea viciaba el espíritu de la alianza borbónica, declinó la oferta de ayuda, cedió el puerto de Nootka a Gran Bretaña y suspendió el Pacto de Familia. Aranda, que seguía sin perder de vista que el eje de la política de defensa continuaba siendo América, pretendió convencer a Carlos IV de la conveniencia de descartar el inoperante Pacto de Familia, aceptar la situación impuesta por los acontecimientos y, «con decente suavidad», conservar la alianza militar con Francia. Con su aspereza habitual, perfiló fríamente el estado de la cuestión y, el 30 de abril de 1792, exigió al Consejo de Estado optar con urgencia por aliarse con Francia o con Inglaterra, «porque sin apoyo de uno de los dos arriesgamos todo lo ultramarino». Un mes después, descartada la opción británica, presentó a la firma del Rey una carta, dirigida al monarca napolitano, que alegaba motivos defensivos para justificar el estrechamiento de lazos con los revolucionarios. El asalto a las Tullerías y la prisión y ejecución de Luis XVI impidieron llevar a buen término aquel designio. Sin embargo, pocos días antes de la declaración formal de guerra, el 27 de febrero de 1793, amparado en su — 65 — condición de presidente del Consejo de Estado, puesto que conservaba tras hacerse cargo Godoy del poder Ejecutivo, presentó un largo documento, lo que en lenguaje militar denominaríamos un Estudio de los factores de la decisión, tras cuya lectura cualquier general habría anulado las operaciones previstas en la frontera pirenaica o las hubiera pospuesto hasta concentrar mayores efectivos y mejorar el apoyo logístico. Como Godoy ignoró sus recomendaciones, urdió una segunda estratagema para impedirle que declarara la guerra. El día 25 de abril, remitió al monarca una «idea de operaciones» de excelente factura, detallada ejecución y carente del tremendismo que caracterizaba al documento anterior, sugiriendo que se la sometiera al dictamen de los generales en jefe de los ejércitos de Cataluña, Aragón y Navarra, sin informarles de la autoría del documento. Esperaba, sin duda, que su lectura les haría sacar conclusiones semejantes a las expresadas más crudamente en el anterior. Después, los progresos de Ricardos, y sobre todo la ocupación de Tolón por la escuadra anglo-española, le indujeron a insistir en la conveniencia de aprovechar la ventajosa situación alcanzada para negociar y recuperar el apoyo del antiguo aliado. Al conocer el abandono de Tolón, originado por la falta de entendimiento entre los marinos españoles y británicos, redactó un escrito con duras invectivas sobre la forma de manejar el conflicto, que Godoy le impidió leer en la sesión del Consejo de Estado del 14 de marzo de 1794, de la que salió arrestado. El documento identificaba, por enésima vez, al tradicional enemigo inglés, pero la amenaza británica era contemplada bajo una óptica diferente. El anciano militar, dotado una vez más de singular don de profecía, anticipaba que el proceso revolucionario francés beneficiaría en última instancia a los ingleses y les llevaría, en plazo más o menos largo, a convertirse en primera potencia mundial, pasando Francia a ocupar una posición secundaria. Vaticinaba, además, que la alianza hispano-británica ocasionaría la ruina de España. El documento también auguraba los letales efectos de una movilización masiva, prevista por Godoy si se confirmaba el riesgo de invasión, sobre el espíritu y forma de pensar de la sociedad española. La medida no se llegó a adoptar en aquella ocasión; sin embargo, el vaticinio se hizo realidad cuando el pueblo español se alzó en masa en el año 1808 y socavó los cimientos que sustentaban el Antiguo Régimen, por cuya pervivencia tanto había combatido el conde de Aranda. — 66 — CUARTA CONFERENCIA HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA Por RAMÓN MARTELES LÓPEZ* Norma seminal: Real Decreto 15 de diciembre de 1884 (Nueva Organización de Tropas de Ingenieros). Se crea la IV Compañía del Batallón de Guadalajara, entre cuyas misiones figura el desarrollo de globos aerostáticos. 1896 (Real Decreto de 17 de diciembre) Se inicia la Aerostación militar, cuando el comandante Vives, responsable de la Compañía de Aerostación y Telegrafía Alada, recibe la consideración de jefe de Cuerpo, en la Central de Ingenieros de Guadalajara. Por Real Orden de 9 de agosto de 1898 se fija la plantilla: 5 oficiales y 53 individuos de tropa. Su bautismo de guerra: campañas de Marruecos 1908 y 1912-1913. En 1900 (11 de diciembre) el comandante Vives y el capitán Jiménez protagonizaron la primera ascensión en esférico libre Guadalajara-Alcalá. En la primera década del siglo tienen lugar innumerables éxitos y estudios aerosteros (globos y dirigibles). A nuestros efectos, cabe destacar la comisión desempeñada por Vives y Kindelán en viaje de estudios y adquisiciones por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia en el año 1909. Repercusión de la misma: creación, en terrenos de Cuatro Vientos, del Centro de Experimentación de Aviones (1911), reglamentándose las pruebas para la obtención del título de piloto (Real Orden de 27 de marzo y 7 de octubre). Ese mismo año, con el Farman y con instructores franceses (que no se * Oficial del Ejército del Aire. — 69 — atrevían a practicar los «ochos») lograron el título los oficiales de Ingenieros que podemos considerar la I Promoción de Pilotos Militares: capitán Kindelán, teniente Barrón, teniente Ortiz Echagüe, capitán Herrera y capitán Arrillaga. Fueron los carnés militares números 1, 2, 3, 4 y 5. Notar que con anterioridad, 1910, el señor Loygorri y el Infante de Orleans habían obtenido, por su cuenta, en Mourmelon, los Brevets números 1 y 2 de la Federación Aeronáutica Internacional y Kindelán y Barrón fueron también los números 3 y 4 de la misma. 1913 (Real Decreto de 16 de abril) Nace la Aeronáutica militar, con la publicación del Reglamento del Servicio. Bajo el mando del ya coronel Vives, se establecen las ramas de Aerostación (Guadalajara, comandante Cue) y de Aviación (Cuatro Vientos, capitán Kindelán). La primera cuenta con pilotos de esférico y pilotos-mecánicos de dirigible; la segunda, pilotos y observadores de aeroplano. La Sección de Aviación depende del Ministerio de la Guerra, donde el coronel Rodríguez Mourelo sustituyó a Vives en 1916 y 1918, ya general (con posterioridad fueron responsables del Servicio los generales Echagüe, Soriano, Kindelán, Balmes y Lombarte hasta 1931). El 2 de noviembre de 1913 se situó en Tetuán la primera escuadrilla expedicionaria, dirigida por Kindelán, con 12 aparatos Farman, Lhoner y Nieuport. A Sania Ramel, le seguirían los aerodromos de Arcila y Zeluán, iniciándose la gloriosa cooperación aeroterrestre en la campaña del general Marina contra la insurgencia de Raisuni. 1917 (Real Decreto de 17 de julio) Se crea la Aeronáutica naval bajo el mando del contralmirante Magaz, en Prat de Llobregat. Las cuatro primeras promociones propias fueron de Aerostación y Aviación y con la quinta (1925) se extinguió la especialidad aerostática. (La evolución y dependencia orgánica de la Aviación de la Armada tuvo vida propia hasta 1936). 1920 (Real Decreto de 17 de marzo) Sobre organización y distribución territorial de las fuerzas y Servicios de la Aeronáutica militar. Se crean cuatro bases aéreas: Madrid, Zaragoza, — 70 — Sevilla y León. (El aeródromo principal de cada base debería tener capacidad para cuatro escuadrillas tres de reconocimiento y una de combate y «cobertizos» para 60 aviones. Se desistió de Zaragoza por meteorología). El personal se clasifica como pilotos aviadores oficiales, oficiales observadores y pilotos de tropa, organizándose también las Escuelas: Elemental, de Transformación-Clasificación y de Aplicación. El año 1920 fue muy prolífico en otras disposiciones aeronáuticas, desde la proclamación de la Virgen de Loreto como Patrona de la Aviación (Real Orden de 7 de diciembre) hasta el establecimiento de la oficialidad de complemento al que pueden acceder también todos los Cuerpos (Real Orden de 8 de noviembre) pues antes estaba limitada a las Armas combatientes y Estado Mayor. 1922 (Real Decreto de 15 de febrero) Primera reorganización integral del Servicio con referencia al Real Decreto de 1913. Se crea la Escala del Aire en la que causa alta el personal navegante de las diferentes Armas, pasando a supernumerarios en las de origen donde debían ascender cuando correspondiese. Se crean categorías, con divisas propias: oficial aviador (teniente), capitán de escuadrilla (capitán), comandante de grupo (comandante) y jefe de escuadra (coronel). Las unidades tácticas serán escuadrillas (reconocimiento-combate-bombardeo) grupos y escuadras. De gran trascendencia para los futuros mandos fue el Curso de Jefes realizado en Cuatro Vientos en 1923, dada la poca antigüedad de los componentes iniciales. 1926 (Real Decreto de 23 de marzo) Nueva y profunda reorganización del Servicio de Aviación, con el Reglamento Orgánico de Aeronáutica Militar, Aviación y Aerostación (Real Decreto de 13 de julio) por el que se introduce uniforme (verde), divisas y recompensas propias. Las escuadras dispondrán de Aviación afecta a unidades de Ejército y de Aviación independiente. Los oficiales se reclutarían por concurso (menores de 27 años) entre los de Estado Mayor, Caballería, Infantería, Artillería e Ingenieros. La plantilla contemplaba tres jefes de escuadra, 30 de grupo, 60 de escuadrilla y 140 oficiales aviadores. — 71 — Kindelán, jefe de Base, fue nombrado «jefe Superior del Aire» (Bayo y Herrera, jefes de Escuadra) y tras ascender a general (1929) se le confirma como «jefe Superior de Aeronáutica». (Al caer Primo de Rivera fue cesado por Berenguer y sustituido por Balmes). No podemos dejar de reseñar en esta época la creación del Consejo Superior (1927) y las Escuela Superior de Aeronáutica (Real Decreto de 3 de septiembre de 1928) y de Aerotecnia (Real Decreto de 29 de septiembre de 1928). 1931 (Real Decreto de 8 de enero) Se produce otra «reorganización de la Aeronáutica», que es, prácticamente, su desmantelamiento: se suprime la Jefatura Superior y la Escala del Aire, pudiendo regresar a las unidades de origen (opción, 14 días). Las unidades tácticas pasan a ser batallones y desaparece el uniforme verde. No obstante, en mayo, se vuelve a la organización de 1926. Recordemos que en esta época turbulenta y de cambio de régimen, las purgas, reingresos y baile de mandos y jefaturas fue especialmente notorio en Aviación. (Sublevación de Cuatro Vientos, mando efímero de Ramón Franco, etc.). Por Decreto de 26 de junio de 1931 ve la luz el Cuerpo General de Aviación por el cual se vuelve a las categorías de 1922, a las que se añade las de alumno aviador (guardiamarina-alumno) y jefe de Base (contralmirantegeneral de brigada). Se diseña un uniforme azul, una Academia de Aviación y un inspector general dependiente del Ministerio de la Guerra. Por Orden Circular de 14 de noviembre, tres escuadras y un grupo independiente de hidros. Las dos especialidades tradicionales pasan a denominarse Aviación independiente y Aviación divisionaria o de cooperación. Plantilla: 2.687. 1932 (Ley de 12 de diciembre) Reseñamos esta disposición «sobre reclutamiento de la oficialidad» porque por primera vez aparece mencionada el Arma de Aviación en su artículo segundo, a continuación de las cuatro tradicionales. 1933 (Decreto de 6 de abril) Se crea la Dirección General de Aeronáutica, de farragoso y demorado desarrollo administrativo y en la que hizo una gran labor el capitán de — 72 — Artillería, Ismael Warletta, nombrado para el cargo. (Le sucedieron, con diferentes títulos y atribuciones los generales Goded y Núñez de Prado. Ya en el año 1936, por Decreto de 11 de enero, se fijaron los empleos requeridos para cada una de las Jefaturas de la Aviación militar, naval y civil que dependían de la Dirección General). El Decreto establecía una Armada aérea y la Aviación de defensa aérea (que fueron postergadas) más la Aviación de cooperación con Ejército y Marina (que se asignó a las Divisiones orgánicas). 1937 (Decreto de 30 de marzo) El Gobierno de la República da consistencia operativa a la ya reconocida como tal Arma de Aviación. Se designan siete Regiones Aéreas y once Grupos de Caza, Bombardeo y Reconocimiento, conservándose como unidades la escuadra, grupo, escuadrilla y patrulla tradicionales 1939 (Ley de 8 de agosto) Sobre la reorganización de la Administración Central del Estado. Al Ministerio de Defensa lo sustituyen los de Ejército, Marina y Aire. Al desaparecer el Cuartel General (21 de agosto) nace el Ejército del Aire con un general en la reserva y cuatro coroneles. El general. Yagüe fue nombrado ministro, sorpresivamente, dada la trayectoria histórica y personal de Kindelán. Sobre este cañamazo, con los bordados de las Campañas de África y la guerra civil que ilustran mis compañeros Herrera y Madariaga, quedo a disposición de ustedes en esta mesa redonda. — 73 — QUINTA CONFERENCIA HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Por RAFAEL DE MADARIAGA FERNÁNDEZ* El final de la Primera Guerra Mundial deja todos los fenómenos que rodean el emergente mundo de la Aviación en plena ebullición, aunque naturalmente escorados hacia el lado bélico de su utilización. Es todo un enorme e imaginativo sector de la técnica moderna desarrollada por los diferentes hombres curiosos y creativos en cada país y cuyos hallazgos se suceden unos a otros de forma más veloz —quizás como la velocidad de los propios vehículos aéreos que ellos están descubriendo y creando— que el progreso habido en otras técnicas en igual número de años. Así la Aviación mundial progresa de forma geométrica o exponencial en lugar de ir ascendiendo de una manera más pausada. La guerra en el aire comienza con los pequeños biplanos monoplazas y más a menudo biplazas de observación dedicados al reconocimiento del frente próximo a los batallones en presencia y la vigilancia y corrección del tiro de la artillería, tal como había nacido la Aerostación militar hacía ya muchos años. Estos aviones de ambos bandos se atacan y se ven atacados, por lo cual tienen que defenderse y proteger su valiosa información, con lo cual nace el monoplaza armado o Scout, el explorador que sólo o en formaciones protege a los biplazas propios, ataca unidades móviles o fijas en el suelo, incendia dirigibles y poco a poco derriba aviones enemigos: nace el avión de caza puro y comienza la evolución del * Miembro del Instituto de Historia y Cultura Aeronáutica. — 77 — arte del combate aéreo, una de las técnicas más apasionantes de la guerra en el aire. Los primeros ases Así a lo largo de los años de guerra se irán sucediendo los progresos en la Aviación militar, surgiendo los nombres de los nuevos centauros de la lucha armada, los «ases» del combate aéreo, que se distinguen por el número creciente de victorias o derribos conseguidos sobre sus oponentes. Todos ellos respetaban a sus contrarios y habitualmente practicaban unos códigos no escritos de caballerosidad, que los remitían en sus conductas a los antiguos libros de gestas. No atacar a un contrario con una avería o que ha terminado sus municiones, levantar la mano en señal de saludo al comprobar que las armas del contrario están agarrotadas o acompañar a un aeroplano tocado hasta tierra. Todo eso era practicado por los primeros ases, como los alemanes Oswald Boelcke o Inmelman. Al término de la guerra, ases aliados como Albert Ball, muerto en combate solitario con 21 años o maestros como el canadiense Billy Bishop, 72 victorias a su cargo, Mike Mannock o James MacCuden con 57, se habían convertido en los héroes de la Aviación de su tiempo. Oswald Boelcke había creado los rudimentos en las técnicas del incipiente combate aéreo y sus últimos compañeros como el barón Manfred von Richthofen, su hermano Lothar y Herman Göering las habían perfeccionado. Los hallazgos de la nueva Arma Las hostilidades cesan cuando ya se había bombardeado Londres con masas de dirigibles, continuando con formaciones de bombarderos Gotha y luego con los más modernos Giant. Grandes agrupaciones de 40 o 50 de estos polimotores atacan ciudades volando en noches con luna, siendo atacados por formaciones de más de ochenta Scouts nocturnos en una sola misión. En las últimas batallas, la misión de los cazas era ametrallar y bombardear objetivos de tipo táctico en tierra, próximos o relativamente lejanos a las unidades propias en el frente inmediato. Cerca del final los alemanes empleaban el último Fokker, el D-VII, con una velocidad de 120 millas por hora y 26.000 pies de techo. Los germanos estaban empleando ya los paracaídas que junto a una poderosa capacidad de subida de sus motores, les estaba salvando muchas vidas. — 78 — Los aliados resumían en frases de Mannock —un gran profesor— las capacidades que necesitaban de un buen piloto de caza: agresividad, capacidad de luchar en formación, buena puntería, vista para la emboscada y estrategia para tender una trampa. En resumen «siempre por encima, raras veces a nivel, nunca por debajo». Los últimos aviones aliados como el Sopwich Dolphin y el Snipe con 200 caballo de vapor de potencia, volaban a 120 millas por hora y más de 20.000 pies, aunque la mayoría todavía eran Camels. Últimas tácticas aéreas en 1919 Cuando la Primera Guerra Mundial termina podemos resumir así los progresos de la naciente Arma aérea: — Aviones de caza biplanos, ágiles con potencia de fuego limitada. — Éstos protegen a los que realizan ataques al suelo de tipo táctico, acompañando a los combatientes en los frentes. — Bombardeo incipiente de largo alcance, cambiando a nocturno cuando se hace gravoso. — Bombardeo ligero de tipo táctico contra tropas, artillería y primitivos carros de combate. — Vuelo nocturno que surge y dirigibles se muestran muy vulnerables. La situación de la Aviación militar y de combate a partir de su nacimiento, adquiere unas características que luego en los demás periodos de entreguerras se repiten sistemáticamente. Los contendientes parece que quieran olvidar por completo todos los postulados y las técnicas que aprendieron de forma costosa durante la confrontación anterior. Así en los años dorados de la posguerra y la belle époque se piensa que al progresar las velocidades de los aviones y aumentar las aceleraciones, nunca más habrá combates aéreos. Las velocidades de los aviones serán vertiginosas con lo cual los sentidos humanos no dejaran combatir. Las nuevas armas serán terribles y permitirán arrasar grandes masas de combatientes o de aviones, todos a la vez. Todo ello llevaría al abandono de la experimentación en el terreno de las tácticas aéreas. Enormes avances de entreguerras Por el contrario se da un enorme progreso de la Aviación comercial, deportiva y general entre los años 1919 y 1936 que inmediatamente producen resultados en los modelos militares que se experimentan. Los avio— 79 — nes más avanzados pasan a ser monoplanos de construcción cantilever y muchos de ellos son metálicos de construcción ligera en aleaciones de aluminio con entelados en superficies de mando. Los motores se producen de mayores potencias, en aleaciones ligeras, emergiendo algunos tipos que serán copiados una y otra vez, como el Wright Cyclone de nueve cilindros en estrella. Se producen los grandes vuelos de todos las aviaciones mundiales famosas, aprovechando el impulso de tantos aviadores militares en parte ociosos: americanos, ingleses, franceses, italianos, españoles y portugueses se lanzan a cruzar de una forma u otra todos los océanos a su alcance. Se preparan los grandes hidroaviones aptos para el cruce del Atlántico ya que se creía la solución adecuada. La Aviación militar española, junto a la recién creada Aeronáutica naval, producen durante la fase final de la guerra de Marruecos algunos hallazgos que pasan al acervo de los conocimientos aéreos militares del resto de la Aviación mundial. Después de haber patrocinado los comienzos de la aplicación táctica del fuego desde los primitivos aeroplanos —el llamado «vuelo a la española»— a las posiciones avanzadas del enemigo, el abastecimiento a los núcleos aislados propios y la colaboración en los ataques a campo abierto y bombardeo lejano, ahora en el año 1925 se produce durante el desembarco de Alhucemas un acontecimiento aeronaval de suma importancia para el futuro del empleo de la nueva Arma. Más de 160 aviones terrestres, embarcados e hidroaviones se utilizan sistemáticamente desde medios navales y aeródromos de campaña próximos, acompañando la victoriosa fase final de la cruenta guerra en el norte de Marruecos, con lo cual se produce una ingeniosa aportación de la Aviación española al futuro del Arma aérea. Es el primer desembarco aéronaval de la Historia en territorio hostil, y según se cuenta, sus textos fueron consultados por el general Eisenhower en vísperas del desembarco de Normandía. La Aviación española al comienzo del conflicto La situación de la Aviación española previa a la declaración abierta de las hostilidades se puede resumir, en lo tocante a aeronaves válidas para desarrollar algún tipo de acciones armadas de una forma muy simple: el material era escaso, anticuado y las dotaciones estaban más próximas a los proyectos sobre el papel que a un despliegue eficaz y razonable. Si a esto se une que en los días previos a la guerra ambos bandos habían desplazado cierto número de aviones y pilotos a otros aeródromos y destinos — 80 — en función de sus adscripciones políticas, nos encontramos con unas carencias muy grandes en ambos bandos. Hubo algunas unidades que incluso se suprimieron en los días anteriores al 18 de julio de 1936, disolviendo efectivos y ordenando el traslado de los aviones. Los grupos de bombardeo y reconocimiento estaban dotados con aviones Breguet XIX biplazas sexquiplanos que habían sido construidos bajo licencia en los años previos. Este tipo de avión estaba muy anticuado ya para la época y era el que dotaba a las unidades estacionadas en León, Madrid-Getafe y Sevilla-Tablada. La aviación de caza constaba de un reducido número de Nieuport 52 biplanos, también obsoletos por esas fechas. El resto de la Aviación militar y de la Aeronáutica naval contaba con una colección variadísima de pequeños núcleos diversos de aeronaves, que en su conjunto demostraron servir de muy poco. Los aviones pesados de transporte modernos estaban en manos de las Líneas Aéreas Postales Españolas y fueron inmediatamente requisados para su utilización militarizada, continuando con el transporte de carga de alto valor y personalidades, alternado en los primeros meses con su empleo ineficaz como improvisados bombarderos. En ambos bandos se contó con una flota discreta e importante de variados tipos de aviones de entrenamiento e hidroaviones que se fueron incrementando y destruyendo alternativamente durante la campaña. Desde todos los países productores de aeronaves se quiso dotar de medios modernos tanto a la República como a los sublevados, con miras tanto a la ayuda de los diferentes Ejércitos en presencia como a la sistemática experimentación de todos los hallazgos que se habían producido durante los años desde el final de la Primera Guerra Mundial. También hubo grupos e individuos que vieron la ocasión propicia para hacerse millonarios, recorriendo Europa con enormes cantidades de dinero a su cargo, encargados de adquirir aviones y armamentos que luego se demostraron inexistentes o un fracaso completo. Las aportaciones de material aéreo Los primeros aviones modernos que arribaron a España fueron los franceses que formaron en las filas de la Aviación republicana, entre los meses de agosto y noviembre de 1936. Entre éstos se encontraban los aviones de caza Dewoitine D-371 y D-500, así como cierto número escaso de Loire y Gordou-Lesserre. También hizo acto de presencia el famoso «bombardero multiplaza» Potez 540, que formaría la dotación de la escuadrilla — 81 — Maulraux así como otras unidades de bombardeo. A continuación comenzaron a llegar en octubre y noviembre del mismo año los aviones soviéticos de muy superiores características a todo el resto de aeronaves que volaban por entonces en la Península: los bombarderos ligeros R-5 Rasantes y R-Z Natachas, los I-15 Chatos, los I-16 Moscas y los bombarderos Tupolev SB-2 Katiuska. La llegada de los aviones de origen ruso pusieron en evidencia de forma dramática, sobre todo en los comienzos, cuanto había realmente cambiado la Aviación militar y cuanto tendría que cambiar en los años siguientes. Tanto la aparición de un rápido avión de caza de tren retráctil, monoplano de alta velocidad, como las primeras actuaciones de un bombardero, bimotor, monoplano de tren retráctil y de elevadas características pusieron de manifiesto rápidamente que la guerra en el aire ya era otra cosa diferente a lo poco experimentado desde el año 1919, terminación de la Primera Guerra Mundial. En el bando nacionalista se producen inmediatamente incorporaciones de algunos aviones emblemáticos, como los Junker 52/3m. La cuota de viejos aviones que le había correspondido a la Aviación nacionalista constaba de números más exiguos que los de sus oponentes de los viejos Breguet XIX, Nieuport 52, hidroaviones y bimotores de transporte como los Dragones, o algún trimotor como los Fokker. Por esa y otras razones el suministro de aviones algo más modernos comenzó inmediatamente por parte de alemanes e italianos. No obstante los primeros no enviaron desde el comienzo sus mejores ejemplares y sólo a medida que entendieron cuan importante era lo que se jugaba en la guerra de España, fueron cada día y cada mes enviando para su experimentación nuevos ejemplares de diferentes tipos de cazas y bombarderos, hasta convertir el cielo hispano en ese auténtico campo de experimentación. Así a los primeros Heinkel 46 y 51, siguieron los últimos tipos —entonces produciéndose— de Mes-serschmitt BF-109 de los modelos B, C y D, o los desafortunados Heinkel HE-112. Pronto se demostró que los Junkers servían para bombardeo solamente muy protegidos y que el futuro residía en bombarderos rápidos con escolta o muy rápidos con cierto grado de riesgo, a cuya necesidad respondieron modelos como el Heinkel HE-111 y el Dornier 17. Los primeros combates y actuaciones entre los aviones de ambos bandos, se dan con resultados aleatorios y se van perdiendo y retirándose rápidamente de las operaciones los más obsoletos, e incluso parte de los llegados como «nuevos». A las pocas semanas de actuaciones continuadas habían desaparecido del mapa aéreo casi todos los Breguet, Nieu— 82 — port, Fokker y Dragones en las dos Aviaciones en lucha y poco más tarde lo harían también los Heinkel 46 Pavas, los Rasantes R-5 o los Aero-Praga Ocas. La superioridad de la Aviación republicana se establece en octubre y noviembre de 1936 con la llegada y primeras actuaciones de los aviones más evolucionados: Moscas, Chatos y Katiuskas. Como respuesta se va dando un incremento paulatino y continuado de efectivos en la Aviación nacional, que crece hasta formarse las tres fuerzas aéreas casi independientes: Aviación nacional, Legionaria y Legión Cóndor, con una participación próxima a un tercio del conjunto. En el bando republicano se crean las Fuerzas Aéreas de la República Española (FARE), las cuales en su interior incorporan en Los Llanos de Albacete un estado mayor soviético dentro del propio Estado Mayor de Aviación, el cual al mando de algún general ruso, actúan como una fuerza aérea dentro de las FARE. Durante toda la extensión de la guerra en unos casos o parte de ella en otros hubo numerosas unidades tanto de caza como de bombardeo, reconocimiento terrestre y marítimo totalmente formadas por aviadores soviéticos, alemanes e italianos, así como cierto número de ellas mixtas en las que participaban algunos españoles en ambos bandos. Algunos Katiuskas durante toda la guerra estuvieron dotados con radio, cámaras y equipos propios, efectuando misiones exclusivamente a las órdenes de los jefes rusos. Paralelamente hubo actuaciones independientes de repercusiones dramáticas planeadas y realizadas por su cuenta, tanto por la Legión Cóndor como por la Aviación legionaria. Los grandes hallazgos El primero de los grandes éxitos de la Aviación en la guerra de España consiste en lo que después se denominaría «puente aéreo» sobre el Estrecho y que se anota el increíble transporte —para la época— de cantidades importantísimas de hombres y material bélico desde el norte de Marruecos hasta los campos y pastizales de Jerez de la Frontera y la provincia de Cádiz. Se habla de cantidades muy dispares pero podríamos constatar unas 500 toneladas y 30.000 hombres en pocas semanas, utilizando campos sin preparar y los primeros Junkers con que contaban los sublevados. Con aviones que inicialmente se emplearon como cazas o como bombarderos ligeros y que pronto se demostraron obsoletos para esa función, al poco tiempo se comenzó a practicar la técnica de «las cadenas», carrusel — 83 — de elementos de una formación que ametrallaban sucesivamente en «pescadilla», posiciones enemigas, trincheras, nidos de ametralladoras o cualquier enclave táctico en el frente. Al operar muy próximos unos a otros se aseguraba la protección de un elemento con el fuego del siguiente y la distracción creada hacia el anterior, ya saliente de la pasada. El perfeccionamiento de esta técnica continuó hasta el final de la guerra y dio lugar a innovaciones recogidas de inmediato por otras fuerzas aéreas. A los pocos meses de comenzar las hostilidades se vio claro que el avión de caza biplano había fenecido. Lo nuevo eran aviones monoplanos de construcción cantilever, monomotores de altas prestaciones y a ser posible con motores sobrecomprimidos, asientos blindados en la espalda del piloto, visores de retícula y depósitos autosellables. En los cazas nocturnos se tenían que ocultar las lumbreras de salida de llamas de los escapes y había que situar algunas luces de posición y de aterrizaje. Los bombarderos rápidos, que inicialmente fueron bimotores, se transforman en Intruders que pueden actuar a gran velocidad sin protección sobre objetivos estratégicos de largo alcance, sin oposición. Los cazas enemigos no los alcanzan a menos que estén sobre el objetivo esperando, lo cual no es siempre factible durante horas o durante días. Luego cada vez van teniendo más problemas de encuentros con la caza enemiga, incluso de noche. Al final los atentos observadores, como americanos e ingleses, se dan cuenta de que no pueden actuar, aunque sea a larga distancia sin apoyo de cazas y con una gran autonomía. De ahí nacen los cuatrimotores de la Segunda Guerra Mundial como los Lancaster o las «fortalezas volantes», pero con escolta de cazas con seis u ocho horas de autonomía sobre territorio enemigo. Los alemanes y los rusos curiosamente siguieron creyendo en la impunibilidad del bombardero rápido en pequeñas formaciones. Por falta de bombarderos tácticos adecuados, estos citados bombarderos semipesados tienen que actuar como aviones tácticos en el frente en misiones a baja altura y en condiciones que no son las suyas: sufren bajas por desprotección, bajan más las alturas de operación y fracasan. Los recursos tácticos La falta de protección adecuada antiaérea en los campos de la Aviación republicana fue casi total y chocaba con la magnifica de la Legión Cóndor en sus aeródromos o en los compartidos con la Aviación nacional, a costa — 84 — de la extraordinaria pieza Oerlikon de cuatro tubos ocho con ocho. La Aviación legionaria también contaba con la correspondiente antiaérea en Mallorca y en sus aeródromos. Los bombarderos ligeros en misiones tácticas sobre objetivos en el frente o sus proximidades, siempre tienen que actuar protegidos por cazas u otros aviones sobre ellos, si es posible en dos escalones distintos. Tal es el ejemplo recogido en la actuación de los Natachas republicanos o los Heinkel 46 y 45 y los Romeos nacionales. Si un avión de caza vuela muy alto, más que los aviones propios, caso de los BF-109 sobre los Moscas I-16, hay que conseguir otro avión —como el SuperMosca I-16 con motores Wright Cyclone— que pueda volar a esa altura. Todos los ases de la Aviación en España se quejaban de las mismas carencias: falta de potencia de fuego en los cazas, tanto nacionales como en los gubernamentales. Y en los aviones de bombardeo, mal armamento con torretas inservibles o lentas, falta de protección blindada y más potencia en motores. Conclusiones y experiencias Cada una de las fuerzas aéreas importantes en presencia en Europa y que al cabo de tan sólo meses estarían luchando entre ellas, sacaron conclusiones, analizaron experiencias y tomaron medidas, modificaron proyectos o copiaron sistemáticamente. También omitieron algunos ejemplos y cometieron grandes errores. Los rusos recibieron una lluvia de aviones, sistemas, piezas de origen alemán e italiano y hasta llegaron a constituir una unidad completa en retaguardia en los Urales, con aviones volados en el año 1941 por los mejores pilotos rusos y algunos españoles que habían volado con ellos y sus aviones en España hasta 1939. Sus consecuencias fueron a veces chocantes y otras geniales. Por ejemplo: — Para ellos el bombardero rápido Intruder era inexpugnable. Como recurso se podía recurrir al bombardeo nocturno. — El avión ligero táctico de ataque al suelo, tenía que ser indestructible, bien armado, blindado y pesado como un carro de combate aéreo: de ahí nace el Stormovick. — Sus aviones de caza se quedaron obsoletos en pocos meses ante los alemanes que habían experimentado más deprisa. De todos modos — 85 — hacia 1942 estaban comenzando a producir algunos de los aviones de caza más modernos de la Segunda Guerra Mundial, sí bien no en cantidades suficientes. — Descubrieron la necesidad de la caza de defensa nocturna y por supuesto diurna, sobre lugares estratégicos y se aplicaron a ello con contumacia eslava. Los alemanes hicieron sus propios descubrimientos y quizás fueron los que más datos recopilaron sobre el terreno y en el aire: — Descubrieron uno de lo mayores hallazgos en la historia del combate aéreo, la formación de combate Schwarme-Rotte o formación Four Finger, con sus variantes de defensiva y ofensiva, tanto para una pareja como para cuatro o más aviones de caza. — Dejaron a todos sus cazas con muy poca autonomía, lo cual constituyó uno de sus más lamentables errores de toda la guerra. — Creyeron en la invulnerabilidad del Intruder de alta velocidad no protegido y después con protección temporal o escasa. — El éxito inicial del Stuka los llevó a pensar que esa era una fórmula duradera. En poco tiempo tuvieron que retirarlo o protegerlo pesadamente y usarlo solamente en presencia de una superioridad local o temporal decidida. Los italianos tuvieron también grandes oportunidades, pero no supieron aprovecharlas: — Creyeron en el éxito apabullante del biplano de caza porque el CR-32 operó durante casi la mitad de la guerra bien. Fue un craso error que le hizo comenzar la Segunda Guerra Mundial en muy malas condiciones en ese aspecto. Tan sólo en 1943 estaban empezando a aparecer sus primeros monoplanos de caza, como el Reggiane 2001 y siguientes, ya tarde para las operaciones. — También cayeron en el error del bombardero bimotor rápido actuando a media distancia sin apoyo de caza propio. En cuanto a los países no beligerantes que se habían fijado mucho en el conflicto, está claro que tanto los ingleses como los americanos sacaron conclusiones muy válidas del conflicto en el aspecto aeronáutico. De forma escueta se puede citar en cuanto a los primeros, el temprano diseño y la construcción de aviones de caza monoplanos metálicos, dotados de ocho ametralladoras, el impulso dado a la detección temprana de aeronaves sobre sus costas, y la costosa pero previsora creación de los bombarderos estratégicos pesados y protegidos. Los americanos en poco — 86 — tiempo olvidaron el bimotor rápido —del cual supuestamente se había copiado el Katiuska, en España se le llamo Martin Bomber hasta los años 1945 y 1947— y se decidieron por aviones pesados de bombardeo estratégico, protegidos por aviones de caza de elevada autonomía, como el Thunderbolt, que podían estar ocho horas en el aire sobre Alemania, además de perfeccionar la Aviación embarcada o los aviones de reconocimiento con 10 horas de autonomía. — 87 — SEXTA CONFERENCIA LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927) LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1911-1927) Por EMILIO HERRERA ALONSO* La Aviación es el arma de las naciones pobres (1). Un solo avión puede causar daño al enemigo aunque caiga en la prueba. Donde no pueden herir los cañones, llegarán los aviones con menor gasto y mayor efectividad. General ECHAGÜE Realizado el primer vuelo mecánico de la Historia en Carolina del Norte, en diciembre de 1903, no tardaron en surgir en las primeras potencias, hombres capaces de intuir lo que el nuevo elemento significaría en la guerra, y a principios de la segunda decena del siglo, ya eran varios los Ejércitos que contaban con incipientes armas aéreas. Para ello, unos pocos entusiastas hubieron de luchar contra el escepticismo de la gran mayoría de los militares de la época que veían a aquellos aviadores como a unos visionarios que olvidaban que la actividad bélica venía desarrollándose, milenio tras milenio, desde que el Hacedor —temerariamente— puso al hombre sobre la Tierra, sin la participación de engorrosos artilugios mecánicos, propios de exhibiciones circenses. Contaba Su Alteza Real el Infante don Alfonso de Orleans que, asistiendo a unas maniobras en Prusia, en 1912, oyó a un oficial de húsares que decía a otro de ulanos, * Coronel de Aviación. (1) Tal vez este pensamiento haya quedado desfasado en su primera parte, dados los precios actuales del material aéreo; en lo demás es totalmente actual. — 91 — refiriéndose a un monoplano Erich Tauber que sobrevolaba el campo: «Estos tontos se creen que servirán de algo en la guerra». Al Ejército español le nacen alas El tremendo golpe que para los españoles constituyó la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898, sumió a los gobiernos de la época en aquel marasmo que Silvela definiría como la «España sin pulso». No obstante, en las filas del Ejército —que se sentía víctima y «cabeza de turco» de una situación de la que no era culpable— se seguía trabajando y tratando de mantener a éste actualizado, y a las Fuerzas Armadas españolas llegaban noticias de la organización de secciones de aeroplanos en otros Ejércitos europeos. Y así, un grupo de entusiastas aerosteros al frente de los cuales se encontraba el coronel don Pedro Vives, superando los obstáculos administrativos, y con pocos meses de retraso con otros Ejércitos europeos, en marzo de 1911 comenzaron a volar los militares españoles. Creada oficialmente la Aviación militar el año anterior, fueron sus pioneros, oficiales de Ingenieros que ya habían recibido el bautismo de fuego en las campañas de Melilla de 1909 y 1910, que con indudable visión de futuro no querían que nuestra Patria se quedara rezagada en aquella actividad que, apenas nacida, se desarrollaba con un impulso y una aceleración muy por encima de lo que rama alguna de la Ciencia lo había hecho antes. En Cuatro Vientos, en un llano de las afueras de Madrid al que inmediatamente denominaron «aeródromo», empezaron sus vuelos los primeros aviadores que tuvo el Ejército español, con tres biplanos (2). Pronto serían 14 los oficiales que con ellos habían aprendido a volar, y que recibirían el correspondiente título de «piloto militar». Las alas van a la guerra Ya la Aviación mundial había recibido el bautismo de fuego, siendo la del Ejército italiano la que en octubre de 1911 había iniciado el camino en Tripolitania y Cirenaica, con motivo de la guerra italo-turca que allí se (2) Eran éstos, dos biplanos Henry Farman, con motor propulsor Gnome de 50 caballos de vapor y un también biplano, Maurice Farman MF-7, con motor Renault de 70 caballos de vapor. — 92 — desarrollaba, y, casi coincidiendo con el final de ésta, estalló en los Balcanes el conflicto que enfrentó al Imperio otomano con la Cuádruple Liga Balcánica, compuesta por Grecia, Bulgaria Serbia y Montenegro. En esta guerra, por primera vez, tendrían Aviación ambos contendientes. El general Marina, el único militar de alta graduación que en España creía en el aeroplano como elemento de guerra, y que ya, en 1909, siendo comandante general de Melilla había comprobado las ventajas de contar con medios aéreos —globos en aquella ocasión—, y que en las maniobras que había dirigido en febrero de 1913 en torno al puente de San Fernando de Henares había hecho participar en ellas al dirigible España y a una escuadrilla de aeroplanos, cuando en agosto de aquel año fue nombrado alto comisario de España en el recién creado Protectorado de Marruecos, decidió que participaran en las operaciones que proyectaba una unidad de aeroplanos. Y en un terreno elegido por el coronel Vives, en Sania Ramel, cerca de la desembocadura del río Martín, se instaló en noviembre de 1913 una escuadrilla compuesta por nuevo oficiales pilotos, y seis observadores, al mando del capitán Kindelán (3), con 12 aeroplanos (4), y un escalón de tierra formado por un conjunto de medios mecánicos y humanos necesarios para el desenvolvimiento de la escuadrilla. Una prueba más del escepticismo de la mayoría de los mandos militares hacia el naciente elemento de guerra la recibieron el capitán Kindelán y el Infante don Alfonso, cuando se presentaron al jefe del Estado Mayor de la Comandancia General de Ceuta solicitando ayuda para desembarcar el material de la escuadrilla; el jefe del Estado Mayor un teniente coronel del Cuerpo, les preguntó, entre otras cosas, si podrían llevar en vuelo una carta de Ceuta a Tetuán, y al responder el capitán que no era posible por no existir en Ceuta un terreno apropiado para aeródromo, les despidió diciendo: «entonces veo que no me van a servir ustedes para nada.» La primera acción aérea se llevó a cabo el 3 de noviembre, por tres aparatos que realizaron sendos reconocimientos a vanguardia de Laucién. (3) El personal de la escuadrilla, además del capitán Kindelán, lo componían los pilotos, capitanes Barrón de Ingenieros y Bayo de Estado Mayor y los tenientes, Su Alteza Real el Infante don Alfonso de Orleans, Ríos, Moreno Abella y Espín de Infantería, Olivié de Ingenieros, Alonso de Intendencia y Cortijo de Sanidad —que sería además el médico de la Escuadrilla— y los observadores, capitanes Castrodeza de Estado Mayor, Cifuentes de Artillería y Barreiro de Ingenieros y tenientes Ruiz de Arcaute de Artillería, O’Felan de Infantería de Marina y el alférez de navío Mateo Sagasta. (4) Eran éstos, cuatro biplanos Maurice Farman MF-7, cuatro biplanos Lohner Pfilflieger y cuatro monoplanos Nieuport IV-G — 93 — Realizó la escuadrilla diversas misiones de bombardeo en las que —dado el pequeño tamaño de las bombas— el efecto moral sería siempre muy superior al material, pero que resultaron muy efectivas. El día 19 tuvo su bautismo de sangre la escuadrilla al resultar gravemente heridos por fuego de fusil, mientras realizaban un vuelo de reconocimiento sobre el monte Cónico, el teniente Ríos y el capitán Barreiro que lograron regresar al campo propio con la misión cumplida; fueron ascendidos por méritos de guerra y propuestos para la Laureada que recibirían ocho años más tarde. Continuaron actuando los aviadores en las operaciones en torno a Tetuán, con gran éxito —especialmente, moral— y se decidió situar otra escuadrilla en Arcila, dependiente de la Comandancia General de Larache, y tres biplanos Farman MF-7 al mando del capitán Bayo se establecieron en la playa, trasladándose unos días después a un terreno más apropiado desde el que participarían en las pequeñas operaciones que en el territorio de aquella Comandancia se llevarían a cabo, especialmente en la belicosa Cabila de Beni Arós. El general Gómez Jordana, comandante general de Melilla, consiguió también que le fuera asignada una escuadrilla, y en mayo de 1914, tras decidir situar el aeródromo en un terreno no muy bueno (5), entre el río Zeluán y la alcazaba de aquel nombre, se instaló en él una escuadrilla formada por cuatro monoplanos Nieuport IV-G al mando del capitán de Ingenieros, piloto, Emilio Herrera. La experiencia de éste adquirida como aerostero en la campaña de 1909, y como piloto en la zona occidental donde había relevado a Kindelán en el mando de la escuadrilla de Tetuán, fue de gran utilidad en los numerosos vuelos de reconocimiento —visual y fotográfico— de Tistutin, el llano del Garet y la cuenca del Guerrau, llegando en sus vuelos hasta Dar Driux y el monte Mauro en la región del Kert. Actuaron también los aviadores en las operaciones que en aquella Comandancia se desarrollaron, bombardeando posiciones y núcleos rebeldes, con escaso efecto material, dado el pequeño peso de las bombas —3,5 kilogramos— y a la modesta carga de los aeroplanos, pero con indudable efecto moral. (5) Se seguía la política de no utilizar terrenos productivos, para no perjudicar a los moros de las zonas sometidas. — 94 — El paréntesis de la Guerra Europea El estallido de la Guerra Europea —o Gran Guerra— el 1 de agosto de 1914, que dio un enorme impulso a la Aviación que a lo largo de los cuatro años que aquélla duró alcanzó un desarrollo espectacular, condicionó la acción militar de España en Marruecos en aquellos años, limitando las operaciones al mínimo indispensable para mantener el orden en nuestra zona de Protectorado, sin empeñarse en acciones que pudieran crear situaciones que sirvieran de pretexto a potencias interesadas en acabar con la neutralidad española en el conflicto europeo. En consecuencia, pese a ser la ocasión muy favorable para realizar acciones a gran escala que habrían dado a las fuerzas españolas la posesión de puntos importantes desde los que ejercer eficazmente la acción de Protectorado, nuestros soldados hubieron de limitar su actividad a mantener sus posiciones, llevando a cabo únicamente a vanguardia de éstas, las pequeñas operaciones necesarias para garantizar la seguridad de la zona sometida al Majzén. Únicamente, a lo largo de estos años se realizó una operación de cierta importancia, en la que por primera vez actuarían combinadas fuerzas de Tierra, Mar y Aire, participando las Comandancias Generales de Ceuta y Larache, para someter al poblado rebelde de Biutz, en la cabila de Angera. Esta operación —que se conoce como el día de Angera— tuvo lugar el 29 de junio de 1916, y en ella participaron por tierra 27.861 hombres, 3.505 caballos y 2.882 mulos; un acorazado y dos cañoneros por mar, y dos biplanos Lohneo Pleilflieger y dos Maurice Farman MF-11 por aire. Pese a lo modesto de los medios aéreos empleados, fue importante la aportación de la Aviación al combate, manteniendo al mando informado de los movimientos de los rebeldes, y bombardeando las concentraciones. Las dificultades para adquirir material aéreo durante el conflicto europeo, forzó a la Aviación militar española a mantenerse apenas sin repuestos, sin poder importar materias primas para construir aeroplanos en España, y con la única adquisición en Estados Unidos —neutrales, a la sazón— de 12 biplanos Curtiss JN-2 Jenny —seis de ellos, hidros— en el año 1915. Dos años más tarde, la Dirección de Aeronáutica convocó un concurso entre proyectistas y constructores españoles, tratando de conseguir modelos de aviones de caza, bombardeo y reconocimiento, para ser fabricados en nuestra Patria, pero con el final de la Gran Guerra en 1918, comenzaron a llegar a España material aéreo moderno, de los beligeran— 95 — tes, del sobrante de la guerra, de muy buenas características y precios de saldo, con lo que lo que habría sido un importante impulso de la industria española cuatro años antes, pasó al olvido. Probablemente se perdió aquí una buena ocasión de entrar España en la industria aeronáutica con paso firme. Y en la Aviación militar española entraron los De Havilland, Bristol, Farman, Breguet y otros, aunque en pequeñas cantidades. En junio de 1919, el director de Aeronáutica, general Francisco Echagüe, convocó una promoción de 100 pilotos de aeroplano, para la que se presentaron más de 1.000 solicitudes, entre las que se hallaban muchas de oficiales de la Legión y Cuerpos que combatían en Marruecos a la sazón; el riguroso reconocimiento médico sólo admitió a 132, y finalmente fueron únicamente 95 los que lograron el título. Para formar a este importante número de aviadores fue necesario crear tres escuelas en distintos puntos de España: Zaragoza, Sevilla y Getafe, para incrementar las de Cuatro Vientos y Los Alcázares, que ya existían. Pese a todo, la Aviación militar española —la Aeronáutica naval nació sobre el papel en 1917 y no comenzó a volar hasta 1921— no había adquirido la entidad necesaria para el papel que se intuía iba a tener que desempeñar a corto plazo, y así, en Marruecos se contaba únicamente con tres escuadrillas —una adscrita a cada Comandancia General—, que aunque dotadas con material moderno, era éste escaso como pronto se vio. Con estas tres unidades se constituyó en enero de 1920 el Grupo de Escuadrillas de África al mando del comandante Aymat. El desastre de Annual. La reacción Esta situación se mantuvo hasta el año 1921 en que los espectaculares avances por el territorio oriental, realizados por el general Silvestre, comandante general de Melilla, tuvieron como consecuencia estirar la larga línea de posiciones que constituía el frente, que ya alcanzaba más de 110 kilómetros, quedando muy pocas tropas para asegurar las líneas de abastecimiento, guarnecer la plaza de Melilla y las islas y peñones, y contar con unas débiles columnas de reserva. La conquista de la posición de Abarrán por los moros el 1 de junio, apenas constituida, y la imposibilidad mes y medio más tarde de abastecer a los defensores de Igueriben, forzó al general Silvestre a ordenar la retirada de la posición principal de Annual, operación que se realizó en muy malas condiciones, viéndose como las tropas indígenas al servicio de España, desertaban en su mayor parte, pasándose al enemigo importantes contingentes. — 96 — En esta penosa retirada que no se detuvo hasta monte Arruit donde el general Navarro se fortificó con unos 3.000 hombres; la Aviación, constituida únicamente por la escuadrilla de Zeluán —cinco biplanos De Havilland DH-4 a las órdenes del capitán Pío Fernández Mulero— desarrolló una extenuante labor protegiendo el repliegue (6), realizando 15 salidas el día 21, y 14 el 22, arrojando en ellas más de 1.000 kilogramos de bombas. El día 23, en plena retirada aún realizaron 15 salidas, pero finalmente el aeródromo quedó sitiado, y los aviones fueron destruidos por la guarnición cuando, agotadas las posibilidades de defensa, se retiró tratando de llegar a Melilla. Un único avión durante dos días, y cuatro llegados de la Península el 3 de agosto, operaron desde un minúsculo terreno improvisado en La Hípica, abasteciendo a los defensores de monte Arruit de víveres, municiones, medicamentos y agua; para esto último se recurrió a arrojar en el recinto sitiado barras de hielo de 12 kilogramos envueltas en arpillera —una vez más surge en el momento oportuno la gran capacidad de improvisación de los españoles—, pero no fue aquello suficiente para mantener la posición cuyos defensores hubieron de rendirse, siendo asesinados en su mayoría por los moros. El golpe cayó en España con todo su peso, pero en contraste con la actitud negativa y revolucionaria con que 12 años antes la sociedad había recibido lo del barranco del Lobo, esta vez la reacción fue firmemente positiva; había que «vengar la ofensa del moro y ponerlo en su lugar». En lo militar se enviaron a África los segundos batallones de los regimientos de Infantería, un escuadrón por cada uno de Caballería, y proporcionadas fuerzas de Artillería, Ingenieros y Servicios. Todas las provincias (7) regalaron al Ejército uno o más aviones que, merced a la previsión del general Echagüe que a alguno había parecido excesiva, estuvieron tripulados por españoles (8). El Gobierno aprobó un crédito de 5.700.000 pesetas para adquirir material aéreo, y se constituyeron las fuerzas aéreas de Marruecos, inicialmente con dos grupos de escuadrillas, al mando del coronel Soriano. Realmente era una fuerza pequeña, pero el valor de sus tripulaciones y su rápida adaptación a las peculiaridades de la lucha, le dieron gran efectividad. (6) Al capitán Mulero le fue concedida la Medalla Militar por su actuación en estos días. (7) También regalaron aviones las colonias de españoles en países hispanoamericanos. (8) De no haber contado con este plantel de pilotos habría que haber contratado mercenarios. — 97 — Fue en estos años cuando realmente se forjó la Aviación militar española, que llegó a ser una fuerza moderna y bien equipada —tripulada por hombres salidos en su mayoría de las más distinguidas unidades que combatían en África— que apoyaba al Ejército en sus avances, abriéndole paso con sus bombas y ametralladoras, desarrollando tácticas originales y audaces, destacando en el ataque en vuelo rasante, algo que los aviadores franceses, veteranos de la Guerra Europea muchos de ellos, denominarían vol a l’espagnole. Fue aumentando el número de aviones en Marruecos y pronto serían tres los grupos de escuadrillas que combatían en ambos frentes del territorio. Los importantes éxitos de las tropas españolas se veían con frecuencia malogrados por decisiones políticas tomadas en Madrid, deteniendo a las tropas cuando estaban a punto de obtener éxitos decisivos, produciéndose situaciones muy peligrosas al quedar las fuerzas desperdigadas por los montes, en posiciones aisladas entre sí, con aguada difícil en muchas ocasiones, a las que era necesario suministrar regularmente, con largos convoyes que habían de superar una difícil orografía muy propicia al enemigo para oponerse al paso de aquéllos, con el consiguiente desgaste de tropas para su protección. Con frecuencia quedaban las posiciones sitiadas por los moros, siendo necesario mantenerlas suministradas hasta tanto —a veces luego de duros y cruentos combates— las fuerzas abrieran paso al convoy. Cuando se producían situaciones de éstas, era la Aviación la que se encargaba de mantener a la sitiada posición provista de lo necesario —municiones, víveres, medicamentos, hielo, pienso para el ganado y tantas cosas más— en arriesgados vuelos rasantes para precisar la caída de las cargas dentro del reducido perímetro de aquélla, maniobras en las que los aeroplanos recibían numerosos impactos de fusil y ametralladora de los sitiadores, se producían muertos y heridos a bordo, y eran derribados con más frecuencia de la deseada. Esta necesidad de abastecer a las posiciones asediadas, fue importantísima, y exigió un esfuerzo titánico de los aviadores. Fueron a lo largo de la campaña especialmente duros los abastecimientos aéreos a Tizzi Assa, Tifarauin y Kudia Tahar, logrando que se mantuvieran estas posiciones, pagando los aviadores un caro tributo. En ocasiones el esfuerzo hubo de ser sobrehumano, tanto en las tripulaciones como en los equipos de tierra, ya que el número de posiciones sitiadas era grande; en el frente oriental, entre septiembre y diciembre de 1924, el grupo expedicionario de Havilland-Rolls, mantendría abastecidas, desde Sania Ramel, en Tetuán 22 posiciones, y desde Auámara, en Larache 27, volando sin cesar, sin tiempo para realizarlas revisiones necesarias, con el material gastado y el consiguiente incremento del riesgo. — 98 — En los periodos en que el frente estaba tranquilo, y Abd el Krim aseguraba a los suyos que era porque él había parado a los españoles, era la Aviación la que en vuelos por el interior del territorio insumiso, atacando y disolviendo zocos, y destruyendo aduares y cosechas, mostraba a los indígenas que España estaba allí y no tardaría en hacer ver todo su poder. Cuando en septiembre de 1925 se llevó a cabo el desembarco de las fuerzas españolas en la bahía de Alhucemas —la primera operación de este tipo llevada a cabo con éxito en la Edad Contemporánea sobre una costa enemiga defendida—, la Aviación participó con 104 aparatos —de los que seis eran franceses (9) y 18 de la Aeronáutica naval (10)—, importante masa de aviones cuya actuación fue decisiva en el desarrollo de la operación que era el preludio del final de la guerra, aunque todavía ésta duraría dos años más en los que los aviadores seguirían teniendo protagonismo, destacando en el apoyo a la audaz expedición del comandante Capaz por el interior del territorio insumiso, y en vencer la dura resistencia de los yeblíes, especialmente de los valientes cabileños de Beni Arós. Del derroche de entrega y heroísmo de la Aviación en las campañas de Marruecos, dan prueba las 11 Laureadas de San Fernando recibidas por aviadores durante los 13 años que combatieron en Marruecos, lo que dado el corto número de éstos, denota una proporción altísima de hechos heroicos. Llegó la paz. Los raids La Aviación militar española, nacida por la guerra y para la guerra, no había podido participar en el amplio abanico de raids que, terminada la Guerra Europea, se había desplegado por el mundo, con algunos éxitos y muchos fracasos; pero ya la guerra de Marruecos prácticamente liquidada, los aviadores españoles, curtidos en la dura brega, se encontraban preparados para realizar hazañas de paz. Y en consecuencia, se proyectaron tres raids que llevaran la escarapela de la Aviación militar española a los tres puntos más alejados de lo que había sido nuestro imperio colonial: América del Sur, las islas Filipinas, y el golfo de Guinea. Resultaron tres notorios éxitos: el Plus Ultra, hidroavión (9) Una escuadrilla de hidroaviones Farman Goliat al mando del teniente de navío París. (10) Eran 18 hidroaviones del Dédalo (Savoia-16, Macchi-18 y Supermarine) y 6 Macchi-21 que actuaron desde El Atalayón, agregados a la Aviación militar. — 99 — Dornier Wal, tripulado por el comandante Franco, el capitán Ruiz de Alda, el teniente de navío Durán, y el mecánico Madariaga, cruzó el Atlántico Sur y remató su hazaña tomando agua en Buenos Aires entre el desbordado entusiasmo de los argentinos. Los capitanes González Gallarza y Loriga, con Breguet XIX, volaron de Cuatro Vientos a Manila, el punto más lejano alcanzado hasta la fecha volando desde Europa hacia Oriente donde fueron también recibidos apoteósicamente. Por su parte, el comandante Llorente, al mando de la patrulla Atlántida (11) voló de Melilla a Santa Isabel, en Guinea, y regresó, realizando el vuelo, en formación táctica, por regiones que nunca habían visto un aeroplano (12). De estos tres vuelos, el que más resonancia tuvo fue el del Plus Ultra; puede decirse que cerró la «crisis del 98», ya que su llegada a Hispanoamérica recordó a las naciones nacidas de nuestras antiguas colonias, que España, aquella nación «sin pulso» —como la había calificado Silvela— era la «Madre Patria», y así se apresuraron a manifestarlo en largos y ditirámbicos artículos de prensa. En España el vuelo del Plus Ultra era uno de los primeros acontecimientos brillantes desde el desastre de las escuadras de Montojo y Cervera en 1898, y exaltó el orgullo nacional. Aunque el mundo reconoció y celebró la gesta de los aviadores españoles, no faltaron quienes trataron de apropiarse parte del éxito de la proeza; Italia aducía que el avión estaba construido en Pisa, Alemania que era suyo el proyecto de aquél, y Francia, dado que no habían sido aviadores franceses quienes protagonizaran la hazaña, trató de quitar importancia al raid. Saliendo al paso de esto, un diario de Montevideo publicaba una viñeta de un cocinero con su característico gorro, dando vuelta en el aire a una tortilla; el pie, decía: «La sartén es alemana, el aceite inglés, pero los huevos son españoles». Pido perdón por el exabrupto, pero la transcripción es literal. (11) Tres hidroaviones Dornier Wal recién salidos de la campaña. (12) Al comandante Llorente le fue concedido el Trofeo Harmon por la Ligue Internationale des Aviateurs. — 100 — ÍNDICE Página SUMARIO............................................................................................ 7 PRESENTACIÓN ................................................................................ 9 Primera conferencia LAS GUERRAS DE EMANCIPACIÓN DE AMÉRICA.......................... 13 Segunda conferencia LA CASACA Y LA TOGA. LUCES Y SOMBRAS EN LA REFORMA MILITAR DURANTE EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XVIII................ 27 Las etapas del reinado de Carlos III .................................................. 32 — Introducción .................................................................................. 32 Primera etapa del reinado (1759-1763) .............................................. 33 — El Tercer Pacto de Familia y la guerra de los Siete Años .............. 35 La etapa de los ministros italianos: Esquilache y Grimaldi (1763-1776) 36 — La reorganización militar de los territorios americanos.................. — La reforma de la Artillería .............................................................. — Las Ordenanzas de 1768................................................................ — El perfil del nuevo oficial: el llamado «oficial de mérito»................ — EL motín de Esquilache.................................................................. 37 37 37 38 42 La etapa final del reinado (1776-1788) .............................................. Colofón: las Capitanías Generales...................................................... 45 47 — 101 — Página Tercera conferencia AMÉRICA EN EL PLANTEAMIENTO ARANDINO ................................ 51 Política de defensa y política militar .................................................. América y el Pacto de Familia ............................................................ Incidencia del proceso revolucionario ................................................ 55 58 62 Cuarta conferencia HITOS NORMATIVOS DE LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA .......... 67 1896 1913 1917 1920 1922 1926 1931 1932 1933 1937 1939 69 70 70 70 71 71 72 72 72 73 73 (Real Decreto de 17 de diciembre) ............................................ (Real Decreto de 16 de abril) .................................................... (Real Decreto de 17 de julio) .................................................... (Real Decreto de 17 de marzo) .................................................. (Real Decreto de 15 de febrero) ................................................ (Real Decreto de 23 de marzo) .................................................. (Real Decreto de 8 de enero) .................................................... (Ley de 12 de diciembre) .......................................................... (Decreto de 6 de abril) .............................................................. (Decreto de 30 de marzo) .......................................................... (Ley de 8 de agosto) .................................................................. Quinta conferencia HALLAZGOS AERONÁUTICOS EN LA GUERRA DE ESPAÑA. LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA COMO CAMPO DE EXPERIMENTACIÓN PARA LA AVIACIÓN EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 75 Los primeros ases .............................................................................. Los hallazgos de la nueva Arma ........................................................ Últimas tácticas aéreas en 1919 ........................................................ Enormes avances de entreguerras .................................................... La Aviación española al comienzo del conflicto ................................ Las aportaciones de material aéreo .................................................. Los grandes hallazgos ........................................................................ Los recursos tácticos.......................................................................... Conclusiones y experiencias .............................................................. 78 78 79 79 80 81 83 84 85 Sexta conferencia LA AVIACIÓN MILITAR ESPAÑOLA (1991-1927).................................. — 102 — 89 Página Al Ejército español le nacen alas ...................................................... Las alas van a la guerra .................................................................... El paréntesis de la Guerra Europea .................................................. El desastre de Annual. La reacción .................................................. Llegó la paz. Los raids ...................................................................... 92 92 95 96 99 ÍNDICE .............................................................................................. 101 — 103 — RELACIÓN DE MONOGRAFÍAS DEL CESEDEN *1. Clausewitz y su entorno intelectual. (Kant, Kutz, Guibert, Ficht, Moltke, Sehlieffen y Lenia). *2. Las Conversaciones de Desarme Convencional (CFE). *3. Disuasión convencional y conducción de conflictos: el caso de Israel y Siria en el Líbano. *4. Cinco sociólogos de interés militar. *5. Primeras Jornadas de Defensa Nacional. *6. Prospectiva sobre cambios políticos en la antigua URSS. (Escuela de Estados Mayores Conjuntos. XXIV Curso 91/92). *7. Cuatro aspectos de la Defensa Nacional. (Una visión universitaria). 8. Segundas Jornadas de Defensa Nacional. 9. IX y X Jornadas CESEDEN-IDN de Lisboa. 10. XI y XII Jornadas CESEDEN-IDN de Lisboa. 11. Anthology of the essays. (Antología de textos en inglés). *12. XIII Jornadas CESEDEN-IDN de Portugal. La seguridad de la Europa Central y la Alianza Atlántica. 13. Terceras Jornadas de Defensa Nacional. *14. II Jornadas de Historia Militar. La presencia militar española en Cuba (1868-1895). *15. La crisis de los Balcanes. *16. La Política Europea de Seguridad Común (PESC) y la Defensa. 17. Second anthology of the essays. (Antología de textos en inglés). *18. Las misiones de paz de la ONU. *19. III Jornadas de Historia Militar. Melilla en la historia militar española. 20. Cuartas Jornadas de Defensa Nacional. 21. La Conferencia Intergubernamental y de la Seguridad Común Europea. *22. IV Jornadas de Historia Militar. El Ejército y la Armada de Felipe II, ante el IV centenario de su muerte. — 105 — 23. V Jornadas de Defensa Nacional. 24. Altos estudios militares ante las nuevas misiones para las Fuerzas Armadas. 25. Utilización de la estructura del transporte para facilitar el cumplimiento de las misiones de las Fuerzas Armadas. 26. Valoración estratégica del estrecho de Gibraltar. 27. La convergencia de intereses de seguridad y defensa entre las Comunidades Europeas y Atlánticas. 28. Europa y el Mediterráneo en el umbral del siglo XXI. 29. I Congreso Internacional de Historia Militar. El Ejército y la Armada en 1898: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. 30. Un estudio sobre el futuro de la no-proliferación. 31. El islam: presente y futuro. 32. Comunidad Iberoamericana en el ámbito de la defensa. 33. La Unión Europea Occidental tras Amsterdam y Madrid. 34. Iberoamérica, un reto para España y la Unión Europea en la próxima década. 35. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/1999). 36. Marco normativo en que se desarrollan las operaciones militares. 37. Aproximación estratégica española a la última frontera: la Antártida. 38. Modelo de seguridad y defensa en Europa en el próximo siglo. *39. V Jornadas de Historia Militar. La Aviación en la guerra española. 40. Retos a la seguridad en el cambio de siglo. (Armas, migraciones y comunicaciones). 41. La convivencia en el Mediterráneo Occidental en el siglo XXI. 42. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2000). 43. Rusia: conflictos y perspectivas. 44. Medidas de confianza para la convivencia en el Mediterráneo Occidental. 45. La cooperación Fuerzas de Seguridad-Fuerzas Armadas frente a los riesgos emergentes. — 106 — 46. La ética en las nuevas misiones de las Fuerzas Armadas. 47. VI Jornadas de Historia Militar. Operaciones anfibias de Gallípolis a las Malvinas. 48. La Unión Europea: logros y desafíos. 49. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2001). 50. Un nuevo concepto de la defensa para el siglo XXI. 51. Influencia rusa en su entorno geopolítico. 52. Inmigración y seguridad en el Mediterráneo: el caso español. 53. Cooperación con Iberoamérica en el ámbito militar. 54. Retos a la consolidación de la Unión Europea. 55. Revisión de la Defensa Nacional. 56. Investigación, Desarrollo e Innovación (I+D+I) en la defensa y la seguridad. 57. VII Jornadas de Historia Militar. De la Paz de París a Trafalgar (1763-1805). Génesis de la España Contemporánea. 58. La seguridad en el Mediterráneo. (Coloquios C-4/2002). 59. El Mediterráneo: Proceso de Barcelona y su entorno después del 11 de septiembre. 60. La industria de defensa: el desfase tecnológico entre la Unión Europea y Estados Unidos de América. 61. La seguridad europea y las incertidumbres del 11 de septiembre. 62. Medio Ambiente y Defensa. 63. Pensamiento y pensadores militares iberoamericanos del siglo y su influencia a la Comunidad Iberoamericana. XX 64. Estudio preliminar de la operación: Libertad para Irak. 65. Adecuación de la defensa a los últimos retos. 66. VIII Jornadas de Historia Militar. De la Paz de París a Trafalgar (1763-1805). La organización de la defensa de la Monarquía. 67. Fundamentos de la Estrategia para el siglo XXI 68. Las fronteras del mundo iberoamericano. 69. Occidente y el Mediterráneo: una visión para una nueva época. * Agotado, disponible en las bibliotecas especializadas y en el Centro de Documentación del Ministerio de Defensa. — 107 —