LOS MONASTERIOS DEL TIBET

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LOS MONASTERIOS DEL TIBET
Por: Héctor Mora *
El Tíbet es un mito convertido en provincia autónoma china, cercado
por Buthan, Nepal y la India.
Es un paraíso seco sembrado de monasterios y de altiplanicies
polvorientas, en cuyas casas de color tierra y de forma irregular, tres
millones de habitantes, entre agricultores, monjes y ganaderos, y
cien mil obreros y profesionales extranjeros, que lograron superar el
mal de altura que afecta a los inmigrantes, que llegan por curiosidad
para establecerse en estas cimas cercanas a los cinco mil metros y
vecinas del Quomolang o Himalaya. En el techo del mundo, el terreno
cultivable es escaso porque vive congelado y liso, y solo crecen
cereales y habichuelas y unas cuantas hierbas, pero su gran producto
es la cebada que con el yak son la base de la alimentación.
Desde siempre estas tierras pertenecían a los monasterios y a unas
cuantas familias de alcurnia, un sistema inalterable por más de mil
años, hasta que llegaron las tropas chinas en 1950.
Es una clásica cultura primitiva, mezcla de los ancestros nómadas
chinos y mongoles, desarrollado durante milenios a las orillas de los
ríos Amarillo y Yang Tsé, donde se conserva en toda su dimensión la
conducta religiosa mística y la vida espiritual budista.
La palabra “Dalai”, apareció durante el gobierno de la dinastía Ming,
en el reinado de Wanli, en 1578, al combinar el jefe mongol Altan
Khan, el idioma tibetano con el mongol y el sánscrito, para llamar al
líder visitante Sonam Gyatso (vasto mar), añadiendo el término local
Lama, es decir: Maestro. Se le considera como la encarnación de la
piedad, del Chenrezi, el bohisattva más venerado.
Los lamasterios son más que un simple templo-altar, o un escenario
de invocaciones y teatro de campanas. Son ciudadelas habitadas por
miles de monjes de todo nivel cultural, con abundantes riquezas
talladas en oro y marcadas por enormes relieves hechos con piedras
preciosas cuidadas por perros considerados reencarnaciones, que
permanecen expuestos en sus altares y paredes astrales, incrustados
de mensajes dorados y de leyendas escritas con piedras preciosas.
Los atrios de los templos son cabeceras de campos de penitencia y
de oración, donde los fieles hincan la rodilla y extienden las manos
implorantes, mientras los penitentes se tienden boca abajo en el piso
de tierra, tocando el suelo con la frente, para medir la distancia en
cuerpos que los separa del interior del templo. Esta ceremonia de
genuflexión, coreada por cánticos en tonos bajos y profundos, tiene
más de ritual recitado que de acto de humillación o servilismo. Para
avanzar, los pies deben colocarse sobre la huella dejada por la frente
antes de repetir la flexión. Una promesa se arrastra en unos 500
metros de pista, suficientes para convertir el rostro sudoroso del
promesero en una plegaria y el vestido en un auténtico trapo de
limpiar el suelo. Los tibetanos creen en sus viejos demonios y el
poder infinito de sus monjes radicaba en la capacidad de neutralizar
sus fuerzas para entablar la paz.
El caudal religioso es tan fanático que día de por medio, dejan el
trabajo para invadir con mística el Potala y pronunciar sus oraciones,
encendiendo luces opacas que ahúman las paredes y proyectan
sombras misteriosas con olores acres, bajo la mirada sonriente de
gigantescas y pesadas estatuas de Buda, decoradas con telas
blancas, azules, rojas y amarillas, que miden hasta cien metros y que
las enrollan en la espalda, frente a los mecheros de las lámparas
votivas alimentadas con manteca de yak, ese vacuno legendario que
les da comida, que trabaja arando en sus cultivos y que los abriga
con su peluda piel negra.
En el Tíbet actual, hay cerca de 1.400 monasterios y templos donde
alojan a 34.000 monjes dedicados en forma integral al culto de Buda,
que participan en todos los trabajos seculares que este servicio
representa en la vida tibetana.
Los monjes cocinan verduras, cosen ropas talares, imprimen libros
por sistemas antiguos, lavan y asean el lugar, tallan maderas y
metales, brillan estatuas, son perfumeros, artesanos, músicos,
poetas, analfabetos telepáticos, médicos acupunturistas, yerbateros
científicos, adivinos, magos, titiriteros, astrólogos, monjes que
llegarán al nivel de las curaciones parasicológicas, que serán los
compañeros vitalicios de los Dalai Lamas y los Bainqen.
A fines de Mayo, se celebra el cumpleaños de Sakyamuni, el Buda
del presente. La procesión nace como una caminata en las colinas
del valle Lhasa, que avanza batiendo en la mano izquierda un cilindro
de madera con decoraciones metálicas, para ahuyentar los malos
espíritus, mientras recitan sutras y mantras, unos susurros religiosos
que se convierten en una ola de fuerzas positivas, que invocan el
“Om mani padme hum !“, una oración-lamento que se escucha a
distancia y cuyo origen se detecta entre las nubes de polvo de los
caminos secos que conducen hacia el Potala.
Cada fiel deposita su ofrenda en las brasas, repitiendo reverencias y
cantando alabanzas mientras contribuye con limosnas que entrega en
las manos ajadas de los monjes de cabeza rapada y túnicas amarillas
convertidas en jirones o en las manos temblorosas de los lisiados
sobrevivientes de la época de la esclavitud pre-revolucionaria, de
pordioseros
ciegos
y
sobrevivientes
del
terror
que
esperan
sembrados sobre la última calle, acompañados en su imagen
mendicante por perros flacos, mientras imploran en doble fila una
limosna, en un dueto de miseria.
Al concluir este alucinante trayecto, se entra en una gran explanada
verde alimentada por un lago lleno de patos que rodea el Potala, el
majestuoso palacio-montaña de 13 pisos, mil salas y 10 mil
columnas, sede del poder real desde que lo fundó en el siglo VII el
rey Song Tseng Gampo y soporte tradicional del Dalai Lama.
Los peregrinos llegan a los jardines, para consumir un manjar
mezclado con harina de cebada llamada “tsinko”, acompañado con
té de yak, preparado y servido por mujeres sin maquillaje que sonríen
como muñecas de porcelana, coronadas por
colores vivos que
juegan con las mejillas rojizas, quemadas por el frío cortante de las
nieves del Himalaya, que las obliga a guardar las manos en los
lugares más tibios y secretos del cuerpo.
Los hombres esperan
ansiosos el banquete, animados por cerveza fermentada de tres
cereales, mientras desafían la suerte con dados hechos con huesos,
que lanzan con la mano abierta, para que caigan rodando entre gritos
de esperanza del apostador que apunta sus números sobre cajas de
cartón, mientras todos cantan en coro, siempre con esa distante voz
profunda. Un falsete sería un sacrilegio.
Estos líderes espirituales han sido también los conductores políticos
del Tíbet, hoy bajo la ratificación del gobierno Central de la República
Popular China que otrora les otorgaba sellos de oro como una prueba
legal de su poderío local.
Los títulos son transmitidos como herencia mediante un sistema de
reencarnación del Lama difunto, para “niños espíritus“, elegidos de
acuerdo a antiquísimos y místicos ceremoniales para encontrar al
Buda Viviente, buscando el parecido físico como el tamaño de las
orejas y las curvas de las cejas, a más de otras señales interpretadas
por oráculos y sacerdotes iluminados, entidades supremas del
lamaísmo que conservan y enseñan los 5 principios budistas de la
secta
amarilla. En teoría, la religión no debe intervenir en la
educación, en los asuntos jurídicos y administrativos, ni en el
matrimonio que son actos válidos sólo a la luz del Estado. Así, con
estos contextos, el Tíbet va abandonando con firmeza su condición
feudal que soportó hasta mediados del siglo actual, cuando la
nobleza y los grandes terratenientes conservaban la propiedad
privada del hombre, en una política esclavista de la cual subsisten
como un muestrario del dolor humano, mancos, cojos y ciegos que
perdieron sus órganos en sesiones de torturas y mutilación, como
consecuencia de los castigos impuestos por el amo. En los museos
modernos se exhiben tambores redoblantes, hechos para el uso y el
escarmiento, con la piel de esclavos rebeldes o de delincuentes
fugitivos, que servían como timbal de percusión, para convocar a la
comida a los sumisos supervivientes de esa época feudal.
En Lhasa, Ngapoi Ngawang Jigme, presidente de la Asamblea
Popular del Tíbet y uno de los firmantes del acuerdo de liberación
pacífica con el gobierno chino en 1951, me dijo que “el contenido
principal del acuerdo fue respetar las creencias religiosas de la
comunidad tibetana, así como sus hábitos, tradiciones y costumbres,
a la par que acercar el pueblo a los avances de la sociedad moderna
con el apoyo económico y técnico de la República Popular China”.
La primera realización visible del acuerdo, fue la construcción militar
de la increíble red de cuatro carreteras que une por entre desfiladeros
y acantilados al río Yang Tsé con Lhasa. Por esa banda de tierra
empedrada sobre precipicios, se llega hasta el lamasterio Tashilumpo
en Xigase la segunda ciudad del Tíbet, para conocer al “Buda
Viviente” Qazha Qamba Chilie un monje sin edad, rapado, fuerte, de
mirada conciliadora y voz amistosa, quien entre pasa-bocas de maní
y varias tazas mantecosas de té de mantequilla de yak, que ratifica
con palabras muy lentas, como extraídas de la cantera del análisis
político, esa “leal condición de unidad pasada y futura entre el pueblo
chino y el tibetano”, como una determinación vivencial de continuar
ese estado político funcional aprobado por la teocracia tibetana
amarilla.
Y con sus manos taumatúrgicas, confirma la certeza de esa teoría
geopolítica, quizá, pienso yo, porque Buda es más importante que
Confucio. ¿O será al contrario?
* Periodista colombiano, realizador durante varios años del programa de televisión
Pasaporte al Mundo y uno de los primeros periodistas occidentales en tener acceso al Tíbet.
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