Qubit 22 - Scholar Commons - University of South Florida

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University of South Florida
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Digital Collection - Science Fiction & Fantasy
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Digital Collection - Science Fiction & Fantasy
11-1-2006
Qubit 22
Cubit
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Cubit, "Qubit 22 " (2006). Digital Collection - Science Fiction & Fantasy Publications. Paper 22.
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Índice:
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
Greg Bear. Wikipedia
Bibliografía de Greg Bear
Petra. Greg Bear
Entrevista a Greg Bear sobre Fundación y Caos.
¿Qué es Fundación y Caos? Xavier Riesco Riquelme
Fundación y Caos (Fragmento) Greg Bear.
La trilogía de Thistledown (La saga de Greg Bear)
Legado (Fragmento) Greg Bear.
Historia del cine ciberpunk. (Capítulo 21) El cortador de
césped I y II. Robot Jox I y II. Raúl Aguiar
De Wikipedia, la enciclopedia libre y www.ciencia-ficción.com
Nació en San Diego,
California, el 20 de agosto de
1951. su padre, Dale F. Bear,
fue oficial de la marina y por
ello, hasta los doce años, viajó
con sus padres por Japón,
Filipinas, Alaska y varios
lugares de los Estados Unidos.
En Alaska, a los diez años,
escribió su primer relato, y a
los trece comenzó a enviar sus relatos a revistas y fanzines, hasta que, a los quince,
consiguió vender su primer cuento a Robert Lowndes' FAMOUS SCIENCE FICTION.
Tardó otros cinco años en volver a publicar profesionalmente, pero a partir de los
veintitrés lo hizo regularmente.
Terminó su primera novela a los diecinueve, y tras reescribirla completamente la
publicó Berkley trece años más tarde. Su primera novela en verse publicada fue
Hejira, en 1979
En 1983, se casa con Astrid Anderson. Erik su primer hijo nació en Septiembre de
1986 y Alexandra en Enero de 1990.
En 1983 fue nominado para el premio Nébula por su relato Petra, y en 1984
Hardfougth fue nominado al mejor relato y Música en la sangre a la mejor novela
corta consiguiendo ésta última el premio de ese año. Convertida en novela, Música en
la sangre ganó el premio Apollo en Francia y fue nominada a los premios Hugo y
Nébula. En 1987, Tangentes ganó el Hugo y el Nebula. Moving Mars (1993) fue
nominado en los Nebula de 1994 como mejor novela.
Sus novelas e historias cortas han sido traducido a doce idiomas: Japonés, Ruso,
Checoslovaco, Francés, Polaco, Finlandés, Sueco, Español, Portugues, Holandés,
Alemán, y Serbocroata.
El relato, Dead run fue adaptada por Alan Brennert para la segunda temporada de
la serie Twilight Zone. THE WHITE HORSE CHILD aparecido en 1993 presentado
como un CD-ROM multimedia por Ebook.
También trabaja ocasionalmente como freelance y ha escrito numerosos artículos
para Los Angeles Times. Entre 1979 y 1982 escribió en el suplemento literario del San
Diego Union Book Review. Ha sido profesor interino de historia antigua, historia de
ciencia, y ciencia ficción y fantasía.
Como un ilustrador, sus trabajos han aparecido en GALAXY, FANTASY AND
SCIENCE FICTION y VERTEX y en portadas de libro de bolsillo. Ha sido miembro de
fundador de la ASFA, (Association of Science Fiction Artists). Su último trabajo
profesional fue la cubierta de su propia novela, Psychlone. En estos momentos apenas
cultiva la actividad artística (excepto ocasionales trabajos personales) y se dedica casi
exclusivamente a escribir
Con Astrid, su esposa, co-edita el FORUM de la Science Fiction Writers of America
desde 1996. Durante dos años, fue el presidente del SFWA Grievance Committee, y
Presidente de la propia SFWA de 1988 a 1990. Entre 1983 y 1990, colaboró en Citizens
Advisory Council on National Space Policy, una asociación privada relacionada con la
investigación espacial en la que se aglutinan especialistas militares, científicos,
ingenieros, astronautas, y escritores. Es también consultor de Microsoft y otras
compañías de software, y colaboró con la WNET-13 de Nueva York, y como
consejero científico para el episodio de piloto de la serie TIERRA 2.
Bear ha sido un destacado autor de los que ha marcado el estilo en la década de los 80.
Es conocido por ser una de las "tres B" de la ciencia ficción (junto a Gregory Benford
y David Brin). Su obra ha acaparado numerosos premios, como el premio Nébula en
1994 por Marte se mueve y en el año 2000 por La radio de Darwin, y tanto el Hugo
como el Nébula por Música en la Sangre, en 1984.
Las novelas de Bear suelen tener un desarrollo muy similar: tres sucesos
aparentemente desconectados ocurren en lugares distantes del mundo y son la señal de
alarma de un proceso que generalmente acaba cambiando a la humanidad,
destruyéndola, o ambas cosas; y lo hace siempre desde una perspectiva de ciencia
ficción dura, tratando de usar argumentos científicos fundamentados y detallados como
base principal de las tramas. Bear es un autor de letras, por lo que es clasificado por
los críticos dentro de un grupo de autores de hard de formación literaria con interés en
la ciencia, (en contraste con los autores de ciencias, de formación científica con interés
en la literatura) al igual que, por ejemplo Frederil Pohl. Es además especialista en
bioquímica-ficción y muchas de sus novelas contienen avanzados y rigurosos
planteamientos hipotéticos sobre genética. Se le acusa por ello de ser un autor frío,
como si su interés por la ciencia-ficción fuera simplemente profesional.
Además de las mencionadas, otras obras suyas de relevancia que se podrían destacar
son: Reina de los Ángeles (1990), Alt 47 (1997), Fundación y Caos (1998), Vitales
(2001), y Los niños de Darwin (2003).
BIBLIOGRAFÍA
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Psychlone (1979)
Hegira (1979)
Beyond Heaven's River (1980)
The Strength of Stones (1982)
Lost Souls (1982)
The Wind From a Burning Woman (1983)
The Infinity Concerto (1984)
Corona (1984)
Música en la Sangre (1985)
Eón (1985) (Trilogía de Thistledown 1)
Eternidad (1988) (Trilogía de Thistledown 2)
Legado (1995) (Trilogía de Thistledown 3)
Strength of Stones (1986)
The Serpent Mage (1986)
The Forge of God (1987)
Sleepside Story (1988)
Reina de los Ángeles (1990)
Heads (1990)
Anvil of Stars (1992) (continuación de The Forge of God)
Marte se mueve (1993)
Songs of Earth and Power (1994) (formada por The Infinity Concerto y The
Serpent Mage)
Inclinación (1997) (continuación de Reina de los Ángeles, también conocida
como Alt 47)
Fundación y Caos (1998)
Dinosaur Summer (1998)
La radio de Darwin (1999)
Rogue Planet (2000)
Vitales (2002)
Los niños de Darwin (2002)
W3 Women in Deep Time (2003)
Sleepside: The Collected Fantasies of Greg Bear (2004)
Dead Lines (2004)
Quantico (2005)
PETRA
Greg Bear
Greg Bear vendió su primer cuento corto en 1966, cuando tenía quince años. Se puso en
forma entre finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando un aluvión de cuentos y
novelas lo convirtieron en un escritor que había que seguir de cerca.
El trabajo de Bear está profundamente enraizado en la mejor tradición intelectual de la
ciencia ficción. Escritor prolífico y a la vez disciplinado, premia por encima de todo el rigor
especulativo y el respeto por los hechos científicos. Esta actitud lo liga a la ciencia ficción
dura tradicional, a pesar de su muy alabado trabajo de fantasy.
A medida que su carrera avanzaba, comenzó a destacar con fuerza su gran capacidad
imaginativa, logrando un impacto aún mayor gracias al disciplinado oficio que había
aprendido anteriormente. Esta combinación ha producido una ciencia ficción dura
genuinamente radical, de un poder visionario excepcional, demostrado en novelas
ampliamente alabadas como Blood Music o Eon.
El relato que viene a continuación, publicado a principios de 1982, marcó el salto cuántico
de Bear, desde los límites de las concepciones tradicionales hasta un nuevo y vertiginoso
espacio. Con el directo y detallado desarrollo de una idea genuinamente fantástica, este relato
muestra lo mejor de la técnica de Bear.
«Dios ha muerto, Dios ha muerto. »... «¡Perdición! Cuando Dios muera, lo sabrás. »
Confesiones de San Argentino
Soy un feo hijo de piedra y carne, no se puede negar. No recuerdo a mi madre. Es posible
que me abandonara al poco de nacer. Es más que probable que esté muerta. A mi padre, una
cosa picuda y de media ala, si es que se parece a su hijo, no lo he visto nunca.
¿Por qué un desgraciado así ha de aspirar a convertirse en historiador? Creo que puedo
remontarme al momento en que hice esta elección. Se halla entre mis recuerdos más tempranos, y por lo tanto debe de haber ocurrido hace unos treinta años, aunque no estoy seguro
de cuántos viví antes de este momento, años ahora perdidos para mí. Estaba en cuclillas tras
las gruesas y polvorientas cortinas de un vestíbulo escuchando a un sacerdote instruir a otros
novicios, todos de carne pura, sobre Mortdieu. Sus palabras aún permanecen vivas en mí.
—Hasta donde yo pueda alcanzar —dijo—, Mortdieu acaeció hace setenta y siete años.
Algunos estudiosos niegan que la magia reinara en el mundo, pero pocos niegan que Dios,
como tal, había muerto.
Sin lugar a dudas, eso es decirlo suavemente. Todos los pilares de nuestro gran universo se
derrumbaron, el eje se movió, las puertas cósmicas se cerraron y las reglas de la existencia
perdieron sus cimientos. El sacerdote prosiguió, con tono mesurado y respetuoso, la
descripción de tal época.
—Tengo oído de sabios que hablaban sobre un lento declive. Donde el pensamiento humano
poseía fortaleza, la violenta sacudida de la realidad se redujo a un temblor. Donde el
pensamiento era débil, la realidad desaparecía por completo, tragada por el caos. Cada
espejismo se volvió tan real como la materia sólida —su voz tembló emocionada—. Un dolor
cegador, la sangre encendiéndose en nuestras venas, los huesos rompiéndose y la carne
convirtiéndose en polvo. El acero fluyendo como líquido. Ámbar lloviendo del cielo.
Multitudes reunidas en calles que va no seguían mapa alguno, si es que los mapas no habían
cambiado por sí solos. No sabían qué hacer. Sus débiles mentes, incapaces de aferrarse a...
Para empezar, la mayoría de los humanos, así lo entiendo, eran sin duda demasiado
irracionales. Muchas naciones se desvanecieron o se volvieron torbellinos incomprensibles de
miseria y depravación. Se dice que ciertas universidades, bibliotecas y museos sobrevivieron,
pero en la actualidad tenemos poco contacto con ellos.
Pienso a menudo en esas pobres víctimas de los primeros días de Mortdieu. Sabían de un
mundo con cierta estabilidad; nosotros nos hemos adaptado desde entonces. Se asombraron de
las ciudades que se volvieron bosques, de las pesadillas que se hicieron realidad ante sus ojos.
Osadas cornejas se asentaron en las ramas de árboles que otrora fueron edificios, los cerdos
corrían por las calles sobre sus patas traseras... y sucesos similares. (El sacerdote no animaba a
la contemplación de las rarezas. «La excitación», así decía, «alienta más monstruos todavía».)
Nuestra catedral sobrevivió. La racionalidad en el vecindario, en cambio, se había debilitado
unos siglos antes de Mortdieu, y únicamente la había reemplazado una suerte de fórmula. La
catedral sufría. Los supervivientes, los clérigos y los empleados, devotos a la busca de un
santuario, tuvieron infelices visiones, tuvieron sueños desgraciados. Vieron cobrar vida a los
ornamentos de piedra de la catedral. Con alguien a quien ver y creer, en un universo
desprovisto de otro fundamento, mis antepasados se desprendieron de la piedra y se transformaron en carne. Siglos de celibato espiritual pesaban sobre ellos. Cuarenta y nueve monjas
que se habían procurado refugio en la catedral fueron descubiertas, y además no eran completamente aborrecibles, por lo que circulan algunas versiones indecentes del relato. Mortdieu
provocó un imprevisible efecto afrodisíaco entre los fieles, y la copulación tuvo lugar.
No se ha definido el período de gestación, porque en aquella época la gran rueda de piedra
no se había puesto en movimiento, hacia delante y hacia atrás, para contar las horas. Ni nadie
había recibido la silla de Kronos para vigilar la rueda, y proveer así las reglas para la actividad
cotidiana.
Pero la carne no rechazó la piedra, y vinieron al ser los hijos e hijas de carne y piedra, entre
los que me cuento. Todos aquellos que fornicaron con las figuras inhumanas parieron jóvenes
monstruosos, bien para criarlos, bien para rechazarlos hacia los escondidos rincones de más
arriba. Aquellos que aceptaron el abrazo de los santos de piedra y de otras estatuas con forma
humana sufrieron menos, pero aun así, fueron desterrados a los lugares más altos. Se erigió un
andamio de madera, dividiendo la gran nave en dos pisos. Una carpa se tendió sobre el
andamio, a fin de prevenir la caída de desperdicios, y en el segundo piso de la catedral, los
retoños más humanos de carne y piedra se dispusieron a crear una nueva vida.
He intentado durante mucho tiempo descubrir cómo renació en el mundo algo similar al
orden. La leyenda dice que fue el arquiexistencialista Jansard, crucificador del amadísimo San
Argentino, quien, percibiendo y arrepintiéndose de su error, descubrió que la mente y el
pensamiento podían aquietar el espumoso océano de la realidad.
El sacerdote concluyó su lección, abreviada en demasía, deteniéndose someramente en este
punto.
—Con la clausura de la vigilante mirada de Dios, la humanidad tuvo que buscar y asirse al
tejido de un mundo que se deshilachaba. Aquellos que permanecían con vida, aquellos que
tuvieron la sabiduría suficiente para evitar que sus cuerpos se desmembraran, se transformaron
en la única fuerza cohesiva en el caos.
Había aprendido suficientes palabras para entender lo que decía; mi memoria era buena,
todavía lo es, y nació en mí la curiosidad por saber más.
Deslizándome por los muros de piedra, tras las cortinas, escuché a otros sacerdotes y monjas
entonar las escrituras para los rebaños de niños de carne. Esto ocurría en el piso de abajo y me
encontraba en grave peligro, pues las gentes de carne consideran abominaciones a los de mi
estirpe.
Logré robar un salterio y aprendí a leer. Robé otros libros también. Estos describían mi
mundo, al permitirme compararlo con otros. Al principio no podía creer que otros mundos
hubieran existido jamás. Todavía albergo dudas. Puedo asomarme al pequeño ventanuco
redondo, a un lado de mi habitación, y contemplar el gran bosque y el río que rodean la catedral, pero no puedo ver nada más. De modo que mi experiencia de otros mundos está muy
lejos de ser directa.
No importa. Leo mucho, pero no soy un académico. Lo que me ocupa es la historia reciente,
el último apartado de esa hora germinal de la que hablaba el sacerdote. Desde lo metafísico a
lo íntimamente personal.
Soy pequeño, apenas tres pies de alto, pero puedo correr con rapidez a través de casi todos
los pasadizos secretos. Esto me permite observar sin llamar la atención. Puede que sea el único
historiador de todo el sector. Otros que reclaman para sí este oficio ignoran lo que está delante
de sus ojos, pues buscan las verdades últimas, o al menos las Grandes Perspectivas. Por eso, si
preferís la historia donde el historiador no está implicado, buscadla en otros. Siendo objetivo,
tanto como puedo, tengo mis temas favoritos...
En la época en la que mi historia comienza, los niños de carne y piedra buscaban aún al
Cristo de Piedra. Aquellos de nosotros nacidos de la unión de la piedra de santos y gárgolas
con las monjas desnudadas creíamos que nuestra salvación se encontraba en el gran célibe de
piedra, quien había venido a la vida con todas las demás estatuas.
De menor importancia era la relación secreta entre la hija del obispo y un joven de piedra y
carne. Tales relaciones estaban prohibidas incluso entre los de carne pura. Y como esos dos
amantes no estaban casados, su pecaminosa relación me intrigaba.
Su nombre era Constantia, y tenía catorce años, miembros esbeltos, el pelo oscuro y el
pecho maduro. Sus ojos reflejaban la estulta suerte de la existencia divina, propia de las niñas
de tal edad. El nombre de él era Corvus, y tenía quince años. No recuerdo con exactitud sus
rasgos, pero era lo suficientemente bello y diestro; podía trepar por el andamio casi tan rápidamente como yo. Primero los espié mientras hablaban, durante uno de mis frecuentes pillajes en
el depósito para robar otro libro. Se hallaban entre las sombras, pero mis ojos son agudos.
Hablaban quedamente y con desasosiego. Mi corazón sufrió al verlos y al pensar en su
tragedia, pues sabía sin duda que Corvus no era de carne pura y que Constantia era la hija del
mismísimo obispo. Imaginé al viejo tirano aplicando el castigo acostumbrado a Corvus, por
quebrar las reglas de los pisos y de la moralidad. Pero su hablar era de una dulzura tal que casi
ocultaba el hedor a cerrado de la nave inferior.
—¿Has besado antes a un hombre?
—Sí.
—¿A quién?
—A mi hermano.
—¿Y a quién más? —su voz era cortante, parecía decir: «mataría a tu hermano».
—A un amigo llamado Jules.
—¿Dónde está ése?
—¡Oh!, desapareció durante una expedición para traer leña.
—¡Oh! —y él la besó nuevamente. Soy un historiador, no un mirón, por lo que
discretamente ocultaré el florecer de su pasión. Si Corvus hubiera tenido algo de sentido
común, habría celebrado su conquista y nunca habría vuelto. Pero estaba atrapado y continuó
viéndola, a pesar de los riesgos. Eso significaba lealtad, amor, fidelidad, y era raro, y me
fascinó.
Hoy he estado tomando el sol, ha sido un día hermoso, y he estado mirando por encima de
los contrafuertes. La catedral semeja a un lagarto de vientre colgante, y los contrafuertes son
sus patas. Hay algunas casas pequeñas en la base de cada contrafuerte, donde asomaban los
desagües con cara de dragón por encima de los árboles (o de la ciudad, o de lo que quiera que
sea que una vez estuvo debajo). Ahora las gentes viven allí. No siempre fue así, hubo un
tiempo en el que el sol estaba prohibido. A Corvus y Constantia se les había negado el sol
desde la infancia, y por eso, incluso en los albores de su juventud, estaban pálidos y sucios por
el humo de velas y palmatorias. La mayor cantidad de sol que uno podía recibir era gracias a
las expediciones para traer leña.
Tras espiar uno de los encuentros clandestinos de los jóvenes amantes, medité en un oscuro
rincón durante una hora, y luego fui a visitar al Apóstol Tomás, un gigante de cobre. El era el
único con forma humana que vivía en lo alto de la catedral. Portaba una regla donde estaba
grabado su verdadero nombre, pues había sido fundido por Viollet-le-Duc, el arquitecto que
había restaurado la catedral en tiempos pretéritos. Conocía la catedral mejor que nadie y yo le
admiraba enormemente. La mayoría de los monstruos lo dejaban en paz, por miedo, si no por
otros motivos. Era enorme, negro como la noche, pero cubierto de óxido verde, su rostro
absorto en un eterno pensar. Se sentaba en su acostumbrado habitáculo de madera cerca de la
base del chapitel, no a los escasos veinte pies del lugar en el que esto escribo, y meditaba sobre
tiempos que ninguno de nosotros conoció nunca. Tiempos de alegría y amor ya idos,
aventurarían algunos, o sobre el peso que caía sobre él, dirían otros, pues ahora que la catedral
había devenido en el centro de este mundo en caos.
El fue el gigante que me eligió de entre la fea chusma, cuando me vio con el salterio. Me
animó en mis esfuerzos por leer.
—Tus ojos brillan —me dijo—. Te mueves como si tuvieras una inteligencia despierta, y te
mantienes limpio y seco. No eres vano como las gárgolas, tienes sustancia. Por amor a todos
nosotros, úsala y aprende los caminos de la catedral.
Y así lo hice.
Me miró cuando me aproximaba. Me senté en una caja, a sus pies, y dije:
—Una hija de carne se ve con un hijo de piedra y carne.
Encogió sus enormes hombros.
—Así ocurrirá en algunas ocasiones.
—Así pues, ¿no es pecado?
—Es algo tan monstruoso que sobrepasa el pecado y se vuelve necesidad —dijo—. Ocurrirá
más frecuentemente así pase el tiempo.
—Están enamorados, creo, o lo estarán —y él asintió.
—El Otro y yo fuimos los únicos que nos abstuvimos de fornicar la noche de Mortdieu —
dijo—. Yo soy el único capaz de juzgar, aparte del Otro —aguardé a que juzgara, pero suspiró
y me dio unas palmadas en el hombro—. Y nunca juzgo, mi feo amigo. ¿Cierto?
—Cierto —contesté.
—Así que, déjame solo con mi tristeza —parpadeó—. Y ojalá consigan todavía más poder.
El obispo de la catedral era un anciano. Se decía que no era obispo antes de Mortdieu, sino
un vagabundo que llegó durante el caos, antes de que el bosque tomara el lugar de la ciudad.
Él mismo se autoproclamó la cabeza rectora de esta sección del antiguo dominio de Dios,
diciendo que así había sido dispuesto para él.
Era de corta estatura, entrado en carnes, con enormes y peludos brazos como las pinzas de
una tenaza. Una vez mató a una gárgola con el simple apretón de su puño, y las gárgolas son
seres duros, puesto que no tienen tripas como tú (supongo) y como yo. El pelo que rodeaba su
calva era blanco, espeso y enmarañado, y sus cejas se inclinaban hacia su nariz con
maravillosa flexibilidad. Entraba en celo como los cerdos, comía abundantemente y defecaba
líquido (lo sé todo). Un hombre de su tiempo, si es que alguna vez hubo alguno.
Suyo era el decreto por el que aquellos de carne impura debían ser apartados y aquellos
otros que no tuvieran forma humana, matados en cuanto se les viera.
Cuando volvía de la cámara del gigante, vi que la nave inferior estaba alborotada. Habían
descubierto a alguien subiendo por el andamio, y habían mandado tropas para derribarlo. Por
supuesto, se trataba de Corvus. Yo era un escalador más ágil que él y conocía las vigas mejor,
por lo que, cuando se halló atrapado en un aparente callejón sin salida, fui yo quien le hice un
gesto desde las sombras y le indiqué un agujero lo suficientemente holgado para que escapara.
Lo atravesó sin detenerse un segundo a darme las gracias, pero la etiqueta nunca me ha
parecido importante. Atravesé el muro de piedra por un nicho del tamaño de unos pocos
palmos, y repté hasta el fondo, para ver qué más sucedía. La excitación era inusual.
Corrió el rumor de que una figura había sido vista con una joven, pero el gentío no sabía
quién era. Hombres y mujeres entremezclados en la humeante luz, entre las hileras de chozas,
hablaban alegremente. Las castraciones y ejecuciones eran de las pocas diversiones que había
por entonces. Yo también las apreciaba, pero apreciaba más aún a las potenciales víctimas de
ahora, y esto me preocupaba.
La inquietud y el interés hicieron aflorar lo mejor de mí. Me deslicé por un agujero sin
reparar y caí a un lado del callejón, entre el muro exterior y las chozas. Un grupo de sucios
crios me descubrió.
—¡Ahí está! —aullaron—. ¡No ha huido!
Las enmascaradas tropas del obispo pueden pasar libremente por todos los niveles. Casi
estaba acorralado, y cuando intenté una ruta de escape, me esperaron en un lugar estratégico de
la escalera, de la cual había de subir su siguiente tramo hasta arriba, y me forzaron a
retroceder. Me enorgullecía de conocer la catedral desde el sótano a los cimientos, pero entonces caí de mala manera y llegué a un túnel que nunca antes había visto. Conducía hacia
abajo, hacia un ancho muro de los cimientos. Estaba a salvo, por el momento, pero temeroso
de que tal vez encontraran mi despensa de comida y envenenaran mis recipientes de agua. Aun
así, nada podía hacerse hasta que se fueran, por lo que decidí pasar esas angustiosas horas
explorando el túnel.
La catedral es una fuente de continuas sorpresas. Ahora comprendo que no conocía ni la
mitad de lo que ofrecía. Siempre hay nuevos caminos para ir de acá para allá (algunos creados,
lo sospecho, cuando nadie mira) y algunas veces, incluso, nuevos lugares que descubrir.
Mientras las tropas husmeaban desde arriba en el agujero, cerca de la escalera, donde sólo un
niño de dos o tres años podría entrar, seguí un tramo de toscos escalones tallados en la piedra.
El agua y el limo hacían el pasaje resbaladizo y dificultoso. Por un momento, me encontré en
una tiniebla más profunda de lo que nunca había sospechado ver, una oscuridad más profunda
que lo que la mera ausencia de luz explicaría. Luego, abajo, vi un tenue resplandor
amarillento. Con más cautela, aminoré el paso y continué en silencio. Tras una roñosa y
rudimentaria puerta metálica, puse mi pie en una estancia iluminada. Despedía olor a piedra
desmoronándose, un penetrante aroma a agua mineral, a limo, y al hedor de una gárgola
muerta. La bestia, muerta hacía varios meses, estaba tumbada en el suelo de una estrecha
cámara, pero todavía apestaba. Ya he mencionado antes que las gárgolas son muy difíciles de
matar, y ésta había sido asesinada. Tres velas recién encendidas se encontraban en hornacinas
alrededor de la cámara, titilando a cansa de una ligera corriente proveniente de arriba. A pesar
de mis temores, crucé el suelo de piedra, tomé una vela e inspeccioné la siguiente sección del
túnel.
Descendí durante una docena de pasos, y acabé ante otra puerta metálica. Allí fue donde
detecté un olor que nunca antes había experimentado, el olor de la más pura de las piedras,
algo así como un raro jade o una piedra virgen. Un sentimiento tal de ligereza se me subió a la
cabeza que casi me eché a reír, pero era demasiado precavido para ello. Tiré de la puerta y un
soplo del aire más fresco y dulce me recibió, como el soplo de la tumba de un santo, cuyo
cuerpo no sólo no se corrompe, sino que milagrosamente aleja y expulsa la corrupción a los
sótanos de la nada. Mi pico se abrió de asombro. La luz de la vela se proyectó, a través de la
oscuridad, contra una figura que en un principio tomé por un niño. Pero pronto cambié de
opinión. La figura tenía varias edades al mismo tiempo. Parpadeé y se convirtió en un hombre
de unos treinta años, bien formado, con una alta frente y elegantes manos, pálido como el
hielo. Sus ojos miraban el muro que había detrás de mí. Hice una reverencia sobre una rodilla
y toqué el suelo con mi frente, de la mejor manera que una fría piedra puede hacer, con las
puntas de mis medias alas temblando.
—Perdonadme, Alegría del Deseo del Hombre —dije—. Perdonadme —había llegado por
casualidad al lugar oculto del Cristo de Piedra.
—Estás perdonado —dijo cansinamente—, tenías que venir tarde o temprano. Mejor ahora
que más tarde, cuando... —tembló Su voz y sacudió Su cabeza. Era muy delgado, envuelto en
un ropaje gris que todavía mostraba los desperfectos de siglos a la intemperie—. ¿Por qué
viniste?
—Para escapar de las tropas del obispo —dije.
—Sí —asintió—. El obispo. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Desde antes de que yo naciera, Señor, sesenta o setenta años —era delgado, casi etéreo,
una figura que yo había imaginado como un rudo carpintero. Bajé la voz e imploré—. ¿Qué
puedo hacer por Vos, mi Señor?
—Vete.
—No podría vivir con tal secreto —dije—. Vos sois la salvación. Vos podéis vencer al
obispo y reunir todos los niveles.
—No soy ni un general ni un soldado. Por favor, vete y no digas nada.
De pronto escuché una respiración detrás de mí, luego el silbido de un arma. Salté a un lado,
y mis plumas se erizaron cuando la espada de piedra bajó y chocó contra el suelo, a mi lado. El
Cristo elevó Su mano. Todavía espantado, vi a una bestia muy parecida a mí. Me devolvió la
mirada con ira, refrenada por el poder de Su mano. Debería haber sido más cauto; algo tenía
que haber matado a la gárgola y mantenido las velas encendidas.
—Pero Señor —la bestia habló provocando un eco—. Se lo contará a todos.
—No —dijo el Cristo—. No se lo dirá a nadie —me miró en parte a mí, en parte a través de
mí y dijo—: Vete, vete.
Túnel arriba, hacia la oscuridad anaranjada de la catedral, llorando, gateé y me deslicé como
una serpiente. No pude siquiera ir a encontrarme con el gigante. Me habían silenciado tan
eficazmente como si me hubieran cortado la garganta.
A la mañana siguiente, miré desde la sombría esquina del andamio cómo la multitud se
reunía alrededor de un hombre solitario, vestido con una sucia tela de saco. Lo había visto antes; su nombre era Psalo, y estaba vivo como ejemplo de la benevolencia del obispo. Era un
gesto simbólico, la mayoría lo tenía por medio loco.
Pero, aun así, lo escuché, y sentí que sus palabras provocaban una fuerte respuesta en mí.
Pedía al obispo y a sus hombres que permitieran entrar la luz en la catedral, quitando las telas
enceradas que cubrían las ventanas. Habían hablado sobre esto antes, y el obispo había
contestado con su acostumbrado discurso; que la luz acarrearía más caos, pues la mente
humana era, en el presente, una sentina de espejismos. Cualquier estímulo acabaría con la
seguridad que los habitantes de la catedral poseían.
En esa época no sentí ningún placer viendo crecer el amor entre Constantia y Corvus. Se
volvían menos cuidadosos, su conversación era más osada.
—Debemos anunciar nuestro matrimonio —dijo Corvus.
—Nunca lo permitirán. Te... cortarán.
—Soy veloz. Nunca me atraparán. La iglesia necesita caudillos, revolucionarios valientes.
Si nadie rompe con la tradición, todos seguiremos sufriendo.
—Temo por tu vida, y por la mía. Mi padre me expulsará del rebaño como a un cordero
infectado.
—Tu padre no es un pastor.
—Es mi padre —dijo Constantia, con los ojos bien abiertos, frunciendo la boca con fuerza.
Me senté con el pico entre las garras, los ojos entreabiertos, capaz de adivinar burlonamente
cualquiera de sus frases antes de que las pronunciaran. Amor inmortal..., esperanza para un
desolador futuro... ¡Estupideces malolientes! Había leído sobre eso antes, en el botín de
novelas románticas que encontré en la papelera de una monja. Tan pronto como relacioné
ambas cosas, me di cuenta de la intemporal banalidad y de la futilidad de lo que veía. Y
cuando comparé esa cháchara con la infinita tristeza del Cristo de Piedra, me convertí de
inocente en cínico. La transformación me mareó, dejando un resto de noble emoción, pero el
futuro parecía evidente. Corvus sería atrapado y ejecutado. Si no hubiera sido por mí, ya
habría sido castrado, si no muerto. Constantia lloraría, se envenenaría, los trovadores cantarían
su historia (esas mismas gargantas huecas que celebrarían la muerte de su amado). Quizás yo
mismo escribiría al respecto (incluso entonces ya estaba pensando en una crónica) y tal vez,
finalmente, seguiría su camino, sucumbiendo al pecado del aburrimiento.
Durante la noche, todo se volvió más incierto. Resultaba sencillo mirar al oscuro muro y
permitir que los sueños se manifestaran. En el pasado, o así lo deduje de los libros, los sueños
no podían tomar forma más allá del soñar o de una breve fantasía. En demasiadas ocasiones
tuve que luchar con los entes que mis sueños dieron a luz, volando desde las paredes, de
pronto libres y hambrientos. Así las gentes a menudo sucumbían devoradas por sus propias
pesadillas.
Esa noche, con las visiones del Cristo de Piedra aún en mi cabeza, soñé sobre hombres
sagrados, ángeles y santos. Me desperté de pronto, por la costumbre, y uno de ellos aún permanecía allí. A los otros los vi vagamente, volando fuera del redondo ventanuco, donde
susurraban y hacían planes para subir al cielo. La aparición que aún estaba allí era una sombra
negra en el rincón. Su respiración era ronca.
—Soy Pedro —dijo—, también llamado Simón. Soy la Piedra de la Iglesia, y se dice que los
papas son los herederos de mi tarea.
—Yo también soy piedra —dije—, al menos en parte.
—Así sea, pues eres el heredero de mi tarea. Sigue y conviértete en papa. No adores al
Cristo de Piedra, porque un Cristo es bueno en tanto que actúa, y si no actúa, entonces no hay
salvación en El.
La sombra se acercó para darme una palmadita en la cabeza, y vi sus ojos agrandarse
mientras adivinaba mi forma. Murmuró ciertas fórmulas para despedir a los demonios y voló
por la ventana, para reunirse con sus compañeros.
Imaginé que si tal cuestión fuera de hecho llevada al consejo, se decidiría bajo ley que la
bendición otorgada por una persona soñada no obligaba a nada. No me importó. Este fue el
mejor consejo que nadie, desde que el gigante me dijo que leyera y aprendiera, me había
ofrecido.
Pero para ser papa se ha de tener una jerarquía de sirvientes, a fin de que cumplan las
órdenes que uno imparte. Las rocas más grandes no se mueven solas. Por lo que, henchido de
poder, decidí aparecer en la nave superior y anunciarme a mí mismo a las gentes.
Requirió un gran coraje presentarse a la luz del día, sin manto, y caminar por la superficie
del andamio, en el segundo nivel, en medio de los corros de vendedores que disponían el
mercado diario. Algunos reaccionaron con el acostumbrado prejuicio e intentaron golpearme o
ridiculizarme. Mi pico los desanimó a ello. Subí a una alta hornacina, y me situé dentro del
círculo de luz de una débil lámpara, aclaré mi garganta y me presenté. Bajo una lluvia de
pomelos podridos y restos de verduras, les dije quién era y la visión que había tenido. Enjoyado con goterones de basura, a los pocos minutos bajé de un salto, y volé hacia la entrada de
un túnel demasiado pequeño para la mayoría de los hombres. Algunos chicos me siguieron, y
uno de ellos perdió un dedo mientras intentaba cortarme con el fragmento de un cristal
coloreado.
Una revelación abierta no tenía valor. Hay distintos niveles de prejuicio y yo estaba en el
más bajo de cualquier clasificación posible.
Mi nueva estrategia consistió en encontrar alguna forma de agitar la catedral, de arriba
abajo. Incluso aquellos más cargados de prejuicios, cuando se los reduce a chusma, pueden ser
dominados por la presencia de alguien obviamente disciplinado y capaz. Pasé dos días enteros
recorriendo el interior de los muros. Debía de existir un Callo básico en tan frágil estructura
como era la iglesia, y a pesar de que no contemplaba su completa destrucción, quería provocar
algo espectacular, inevitable.
Mientras pensaba, colgado del fondo del segundo andamio, sobre la comunidad de carne
pura, la voz gravemente profunda del obispo rugía sobre el alboroto de la multitud. Abrí los
ojos y miré hacia abajo. Las tropas enmascaradas sostenían a una figura arrodillada, y el
obispo estaba recitando sobre su cabeza.
—Sabed todos los que ahora me oís que este joven demonio de carne y piedra...
«Corvus», me dije a mí mismo, finalmente capturado. Cerré sólo un ojo, pues el otro se
negó a perderse la escena.
—... ha violado todo lo que consideramos sagrado y debe expiar sus crímenes en este mismo
lugar, mañana a esta hora. ¡Kronos! ¡Marca el giro de la rueda! —el electo Kronos, un huesudo viejo con un sucio y grisáceo pelo que le llegaba hasta las nalgas, tomó un pedazo de
carbón y marcó una «X» en el borde de la corona, tras la cual la rueda silbaba y atronaba con
su giro.
La multitud se entusiasmó. Vi a Psalo empujando entre la gente.
—¿Qué crimen? —gritó—. ¡Nombra tal crimen!
—Violación del nivel inferior—declaró el jefe de la tropa enmascarada.
—Eso sólo merece unos azotes y que lo escolten de nuevo hacia arriba —dijo Paslo—.
Detecto otro crimen más siniestro en este caso. ¿Cuál es?
El obispo miró despectivamente a Psalo, con frialdad.
—Ha intentado violar a mi hija Constantia.
Psalo nada pudo contestar a esto. El castigo era la castración y la muerte. Todos los
humanos puros aceptaban tales leyes. No había lugar al recurso.
Cavilé mientras Corvus era conducido a un calabozo. El futuro que deseaba en aquel
momento me sorprendió por su claridad. Quería esa parte de mi herencia que se me había
negado, estar en paz conmigo mismo, rodeado de aquellos que me aceptaran, de aquellos no
mejores que yo. A su tiempo, ocurriría lo que dijo el gigante. Pero ¿lo vería yo alguna vez? Lo
que Corvus, en su propia y lujuriosa manera, trataba de hacer, era igualar todos los niveles,
llevar la piedra a la carne, hasta que nadie pudiera distinguirlas.
Bueno, mis planes más allá de aquel momento era muy confusos. Eran menos planes que
sentimientos brillando, imaginando la felicidad y a los niños jugando en los bosques y los
campos más allá de la isla, mientras las labores se hacían felizmente, bajo la mirada del Hijo
de Dios. Mis niños jugando en el bosque. Un destello de la verdad me vino en ese momento.
Quise ser Corvus amando a Constantia.
Así pues, tenía dos tareas, que podrían aunarse si era lo suficientemente listo. Tenía que
distraer al obispo y a sus tropas, y tenía que rescatar a Corvus, mi compañero revolucionario.
Pasé la noche en mi habitación, en una febril miseria. Al amanecer fui a ver al gigante y a
pedirle consejo.
—Perdemos nuestro tiempo si queremos meter el sentido común en sus cabezas. Pero no
tenemos mejor vocación que perder nuestro tiempo, ¿no es así?
—¿Qué haremos?
—Iluminarles.
—¡Son ladrillos! —golpeé mi garra contra el suelo—. ¡Trata de iluminar a ladrillos!
El me sonrió con su estrecha y triste sonrisa.
—Ilumínalos —dijo.
Dejé iracundo la cámara del gigante. No tenía acceso a la gran rueda del tiempo, por lo que
no podía saber cuándo tendría lugar la ejecución. Pero supuse, por las llamadas de mi ruidoso
estómago, que sería al comienzo del atardecer. Viajé de un lado de la nave al otro y también al
transepto. Casi me quedo sin fuerzas. Luego, atravesando el vacío pasillo, tomé una pieza de
cristal coloreado y la examiné, confuso. Muchos de los chicos, de todos los niveles, llevaban
esos trozos consigo y las chicas los empleaban como joyas, en contra de los deseos de los
mayores, pues sostenían que llevar objetos brillantes alimentaba más bestias en la mente.
¿Dónde los conseguían?
En uno de los libros que hacía años había hojeado, había visto imágenes brillantemente
coloreadas de los ventanales de la catedral. «Ilumínalos», había dicho el gigante.
La petición de Psalo para permitir que la luz entrara en la catedral me vino a la mente.
A lo largo del vértice de la catedral, en un túnel que la recorría completamente, encontré los
lazos que sostenían las poleas de las telas que ocultaban las vidrieras.
Las más adecuadas, decidí, serían esas enormes que había en los transeptos sur y norte. Hice
un diagrama en el polvo, tratando de saber en qué estación estábamos y de dónde llegaría la
luz solar, todo pura especulación, pero en ese momento estaba siendo transportado por la
fiebre de la audacia. Todas las vidrieras debían ser despejadas. No pude decidir cuál sería la
mejor.
Para el comienzo de la tarde, ya estaba preparado, justo tras la sexta oración, en la nave
superior. Había cortado los principales cordajes y debilitado los amarres al golpearlos con un
pico que había robado en el armero del obispo. Anduve a lo largo de una alta cornisa, tomé
una nervadura casi vertical que recorría el muro, hacia el piso inferior, y aguardé.
Constantia estaba contemplando la caja especial de ejecuciones del obispo desde un balcón
de madera. Mostraba en su rostro una expresión entre aterrada y fascinada. Corvus se
encontraba junto a los bancos, al otro lado de la nave, justo en el centro, con sus verdugos, tres
hombres y una mujer.
Yo conocía el procedimiento. La vieja lo castraría y los hombres le cortarían la cabeza.
Estaba vestido con el hábito rojo de los condenados, a fin de ocultar la sangre. La excitación
de la sangre entre los más impresionables era lo último que el obispo deseaba. Las tropas
aguardaban alrededor del banco, para purificar el área con agua perfumada.
No tenía mucho tiempo. Podría llevar minutos que el sistema de cordajes y poleas se
moviera y los lienzos comenzaran a caer. Fui a mi puesto y corté los nudos restantes. Luego,
cuando la catedral se llenó con un resonante crujido, subí por la nervadura hasta mi puesto de
vigilancia.
Los lienzos tardaron tres minutos en caer. Vi a Corvus mirar hacia arriba, sus ojos brillando.
El obispo estaba con su hija en el balcón. La empujó hacia las sombras. Dos minutos más tarde, los lienzos cayeron sobre el andamio superior con un ruido siniestro. Su peso era excesivo
para los remates de la estructura, y ésta se derrumbó, permitiendo a la tela caer en cascada,
hasta muchos metros más abajo. Al principio, la iluminación era tenue y azulada, filtrada
quizás por una nube pasajera. Luego, de un extremo al otro de la catedral, el fulgor de la luz
arrojó mi mundo humeante a la claridad. La gloria de miles de piezas de cristal coloreado,
escondidas durante décadas y apenas tocadas por los vándalos infantiles, descendió sobre los
niveles superiores e inferiores al mismo tiempo. El grito de la multitud estuvo a punto de
arrancarme de mi puesto. Me deslicé rápidamente al nivel inferior y me escondí, temeroso de
lo que había hecho. Era más que la luz solar. Como el brotar de dos flores, una más brillante
que la otra, las luces de las vidrieras del transepto dejaron boquiabiertos a quienes las
contemplaban.
Los ojos acostumbrados a la oscuridad anaranjada, al humo, la neblina y la sombra, no
podían mirar semejante gloria sin sufrir un radical efecto. Cubrí mi rostro y traté de encontrar
un escape adecuado.
Pero el gentío crecía. Mientras la luz brillaba y más rostros se dirigían hacia ella, como
girasoles, el resplandor trastornó a ciertas gentes. De sus mentes se vertieron contenidos
demasiado extraordinarios como para ser catalogados con precisión. Los monstruos, sin
embargo, no eran violentos, y la mayoría de las visiones no eran horribles.
Las naves inferior y superior brillaron con glorias reflejas, figuras de ensueño y niños con
vestidos de luz jugando. Santos y prodigios surgieron por doquier. Un millar de jóvenes recién
creados se acuclillaron en el brillante suelo y comenzaron a contar maravillas, acerca de
nuevas ciudades en el este, y de los tiempos en las que éstas habían existido. Payasos vestidos
de fuego entretenían a la gente en las casetas del mercado. Animales desconocidos en la
catedral jugueteaban entre las viviendas, ofreciendo amigables consejos. Objetos abstractos,
bolas dentro de redes de oro y cintas de seda, cantaban y flotaban alrededor de los accesos
superiores. La catedral se convirtió en un gran navío llevando a bordo todos los brillantes
sueños creados por sus ciudadanos.
Lentamente, desde la nave inferior, las gentes de carne pura escalaban el andamio y
caminaban hacia la nave superior, para ver lo que no veían desde abajo. Vi a las tropas
enmascaradas del obispo arrastrando su miseria por los estrechos escalones. Constantia
caminaba detrás, tropezando, sus ojos cegados por la nueva claridad.
Todos trataban de cerrar los ojos, pero nadie lo logró por mucho tiempo.
Lloré. Casi ciego por las lágrimas, me dirigí a un sitio más alto todavía, y miré a las
multitudes exaltadas. Vi a Corvus, sus manos atadas con cuerdas, conducido por la vieja.
Constantia lo vio también, y se miraron como extraños, luego se cogieron de las manos lo
mejor que pudieron. Ella tomó prestado un cuchillo de uno de los soldados de su padre y cortó
las ataduras. Alrededor suyo, los más brillantes de entre todos los sueños comenzaron a girar;
blanco puro, rojo sangre y verde mar, fundiéndose con las visiones de todos los niños que ellos
darían a luz inocentemente.
Les di unas pocas horas hasta que recuperasen el juicio, hasta que yo mismo lo recuperara
también. Luego me elevé sobre el abandonado podio del obispo y grité sobre las cabezas de los
del nivel inferior.
—¡Ha llegado el momento! —grité—. ¡Debemos unirnos, debemos unirnos!
Al principio me ignoraron. Tenía suficiente elocuencia, pero su excitación era todavía
demasiado grande. Por lo tanto, esperé un poco, comencé a hablar de nuevo y me gritaron para
acallarme.
—¡Monstruo! —y me sacaron de allí.
Me deslicé por los escalones de piedra, encontré el estrecho agujero y me escondí allí,
hundiendo mi pico entre las alas, preguntándome qué había salido mal. Sorprendentemente me
llevó mucho tiempo darme cuenta de que, en mi caso, era menos el estigma de piedra que la
fealdad de mi forma lo que había acabado con mi esfuerzo por el liderato.
Sin embargo, había abierto el camino para el Cristo de Piedra. Sin duda, me dije a mí
mismo, ahora El podría ocupar su lugar. De modo que me deslicé a través del largo túnel hasta
que llegué a la escondida cámara de iluminación amarillenta. Todo estaba tranquilo allí.
Primero me encontré con el monstruo de piedra, que me miró suspicazmente con sus grises
ojos relampagueando.
—Has vuelto —me dijo.
Abrumado por su mal humor, asentí sonriendo y le pedí que me llevara ante el Cristo.
—Duerme.
—Novedades importantes.
—¿Qué?
—Buenas nuevas.
—Entonces, dímelas.
—Sólo Él las puede escuchar.
Del otro lado del iluminado rincón, vino el Cristo, que parecía mucho más viejo ahora.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—He preparado Vuestro camino —dije—. Simón, llamado Pedro, me elijo que yo era el
heredero de su legado, y que debía precederos.
El Cristo de Piedra sacudió su cabeza.
—¿Crees que soy la fuente de donde manan todas las bendiciones? —asentí dubitativo—.
¿Qué has hecho allí fuera?
—Dejar que entre la luz —dije.
Sacudió su cabeza lentamente.
—Pareces una criatura lo suficientemente sabia. Sabes acerca de Mortdieu.
—Sí.
—Entonces deberías saber que si apenas tengo el poder suficiente para mantenerme a mí
mismo, para sanarme, mucho menos para pastorear a los de ahí fuera —hizo un gesto perdido,
más allá de las paredes—. Mi propia fuente se ha secado —dijo El con dolor—. Estoy
viviendo de reservas, y no son muy abundantes.
—Quiere que te vayas y dejes de molestarnos —explicó el monstruo.
—Tienen la luz allí fuera —dijo el Cristo—. Jugarán con ella por un tiempo, se cansarán y
volverán a lo que tenían antes. ¿Hay algún lugar para ti en todo eso?
Pensé brevemente.
—No lo hay —dije—. Soy demasiado feo.
—Tú, demasiado feo y Yo, demasiado famoso —dijo—. Tendría que salir entre ellos,
anónimamente, y esto es ciertamente imposible. No, déjalos solos un rato. Me harán volver
otra vez, quizás, o mejor todavía, olvídate de Mí. De nosotros. No tenemos lugar entre ellos —
me quedé perplejo. Me senté de golpe sobre el suelo de piedra, y el Cristo me dio unos
golpecitos en la cabeza, mientras se iba—. Vuelve a tu escondrijo, vive lo mejor que puedas —
dijo—. Nuestro tiempo se ha acabado —me di la vuelta para marcharme. Cuando alcancé el
agujero, oí detrás su voz, diciéndome—: ¿Juegas al bridge? Si lo haces, encuentra a otro.
Necesitamos cuatro para la partida.
Escalé hasta la hendidura, por medio de los muros, y a lo largo de los arcos, hacia la fiesta.
No sólo no iba a ser papa, ¡incluso tras ser elegido por el propio San Pedro!, sino que no podía
convencer a alguien mucho más cualificado que yo para asumir el liderazgo.
Supongo que es el sino del estudiante eterno volver al maestro cuando todo falla.
Volví al gigante de cobre. Estaba perdido en sus meditaciones. Alrededor de sus pies, había
pedazos de papel diseminados con dibujos detallados de partes de la catedral. Esperé pacientemente hasta que me vio. Se volvió hacia mí, la barbilla apoyada en una mano, y me
miró.
—¿Por qué esa tristeza?
Sacudí la cabeza. Sólo él podía leer mis rasgos y percibir mi humor.
—¿Seguiste mi consejo allí abajo? He escuchado un estruendo.
—Mea máxima culpa —dije.
—¿Y... ?
Lentamente, dubitativo, desgrané mi relato, concluyendo con la negativa del Cristo de
Piedra. El gigante escuchó atentamente, sin interrumpirme. Cuando acabé, se levantó sobrepasándome y señaló con su regla a través de un ventanal abierto.
—¿Ves aquello de allí? —preguntó y trazó un arco con la regla, más allá de los bosques de
la isla, hacia el lejano horizonte verde. Contesté que sí y esperé a que continuara. Pareció
perderse de nuevo en sus cavilaciones—. Hubo un tiempo en el que allí, donde ahora crecen
los árboles, había una ciudad —dijo— los artistas venían por millares y las rameras y los
filósofos y los académicos. Y cuando Dios murió, todos esos académicos y rameras y artistas
no pudieron preservar el tejido del mundo. ¿Cómo esperas que nosotros tengamos éxito?
—¿Nosotros? ¿No deberían las esperanzas determinar si uno ha de obrar o no? —dije—.
¿No es así?
El gigante sonrió y me dio unos golpecitos en la cabeza con la regla.
—Quizás nos ha sido revelada una señal, y simplemente hemos de aprender cómo
interpretarla correctamente.
Sonreí para mostrar mi confusión.
—Quizás Mortdieu es realmente una señal de que hemos abandonado la guardería.
Debemos buscar nuestros alimentos, rehacer el mundo sin ayuda. ¿Qué te parece?
Me encontraba demasiado agotado para juzgar el valor de lo que decía, pero no sé de
ninguna ocasión en la que el gigante estuviera errado.
—De acuerdo. Lo concedo. ¿Entonces?
—El Cristo de Piedra dice que su energía está agotándose. Si Dios nos libera de los viejos
caminos, no podemos esperar que Su Hijo nos siga dando de mamar, ¿no es así?
—No...
Se agachó cerca de mí, su cara radiante.
—Me he preguntado quién lo podría sustituir realmente. Es obvio que ambos no podemos
hacerlo. Por tanto, pequeño, ¿cuál es la siguiente elección?
—¿La mía? —pregunté humildemente. El gigante me miró misericordiosamente.
—No —dijo tras un momento—. Yo soy la siguiente elección. ¡Hemos madurado! —
ejecutó un pequeño baile, dejándome con el pico completamente abierto, y agarró las puntas
de mis medias alas y me levantó—. Ponte derecho. Cuéntame más.
—¿Sobre qué?
—Dime qué pasa ahí abajo, y cuéntame todo lo que sepas.
—intento comprender a qué te refieres —protesté temblando.
—¡Tardo como la piedra! —y riéndose, se dobló sobre mí. Luego la risa desapareció e
intentó parecer serio—. Es una grave responsabilidad. Todos nosotros debemos recrear ahora
el mundo. Todos nosotros debemos coordinar nuestros pensamientos, nuestros sueños. El caos
no lo hará. ¡Qué oportunidad para convertirnos en los arquitectos de un universo entero! —
agitó la regla hacia el techo—. ¡Construir los propios cielos! El mundo del pasado era un lugar
de aprendizaje, lleno de reglas duras y restrictivas. Ahora se nos ha dicho que estamos
preparados para dejarlo atrás y para ir hacia algo más maduro. ¿Te enseñé algo de las reglas de
la arquitectura, quiero decir, de la estética? ¿La necesidad de la armonía, de la interacción, de
la utilidad, de la belleza?
—Un poco —dije.
—Bien. No creo que construir un universo nuevo requiera mejores reglas. Sin duda
necesitaremos experimentar y quizás uno o más de nuestros geniales chapiteles se caerá. Pero
¡ahora trabajamos para nosotros mismos, para nuestra propia gloria, y para mayor gloria del
Dios que nos creó! ¿No es así, mi feo amigo?
Como muchas otras historias, la mía debe comenzar con lo pequeño, con lo visto de cerca, y
abrirse luego hacia lo más grande. Pero a diferencia de otros historiadores, no dispongo del
lujo del tiempo. Desde luego que mi historia no ha concluido aún.
Pronto, legiones de Viollet-le-Duc comenzaran su campaña. Muchos han sido formados
bastante bien, rescatados del fondo, llevados a lo alto, instruidos como yo lo fui. Más tarde, comenzaremos a devolverlos, uno a uno.
Enseño de vez en cuando, escribo de vez en cuando, observo todo el tiempo.
El siguiente paso será el mayor. No tengo idea de cómo lo daremos.
Pero, como dice el gigante:
—Hace tiempo que el tejado se ha derrumbado. Ahora debemos levantarlo de nuevo,
reforzarlo, reparar sus vigas —en ese momento sonríe a sus discípulos—. No sólo repararlo.
¡Reemplazarlo! Ahora nosotros somos las vigas. Carne y piedra se convierten en algo mucho
más fuerte.
Ah, pero entonces, algún simple levanta la mano y pregunta:
—¿Qué pasa si nuestros brazos se cansan de sostener el ciclo?
Nuestra labor, ya lo veis, no acabará pronto.
ENTREVISTA
Greg Bear sobre Fundación y Caos
(Tomado de http://www.archivodenessus.com/)
Greg Bear nos habla de su última novela publicada en España
(segundo volumen de la nueva trilogía de la Fundación) y del
proceso de escribir en colaboración con otro dos grandes
escritores de ciencia ficción. Nacido en San Diego, California, el
20 de agosto de 1951, en España es especialmente
conocido por Música en la sangre y la serie
compuesta por Eon, Eternidad y Legado. En 1994
ganó el premio Nebula por Marte se mueve.
¿Por qué escribir una continuación (y en este caso una continuación de una obra que
va antes) de una de las sagas más famosas de la ciencia ficción?
Los Herederos de Asimov hicieron una oferta muy generosa, para permitir que algunos
de los hijos de Asimov entrasen en la mansión familiar y moviesen un poco los
muebles, redecorar... una actividad muy peligrosa y sobre la que yo sentía muchos
reparos. Pero me atraía la idea de trabajar con Brin y Benford -somos muy buenos
amigos- ¡y la tentación de escribir sobre Trantor y Daneel simplemente fue demasiado
grande! El proyecto resultó ser muy agradable y ha tenido mucho éxito, a juzgar por
los comentarios de los lectores. (¡Fundación y Caos incluso apareció en una tira
dominical reciente de Funky Winkerbean, junto con su serio autor!).
¿Cómo describiría la nueva trilogía para un lector de la serie original de Asimov?
La nueva trilogía sigue desarrollando algunas de las cuestiones claves de Asimov
sobre el libre albedrío y la forma de una sociedad matemáticamente predecible. Isaac
realmente desarrollaba un diálogo que había comenzado originalmente con Jack
Williamson, en "Con los brazos cruzados", donde los robots son para la humanidad
asfixiantes cuidadores. ¡Las maquinaciones de Daneel en la historia humana resultan
aún más provocativas y críticas en nuestra trilogía! Y la naturaleza del libre albedrío es
siempre fascinante ya sea como individuos o como especie. David Brin quería explorar
por qué el universo de Asimov carece casi por completo de otras civilizaciones
inteligentes, y Gregory Benford quería introducir inteligencias artificiales y no
materiales, "virus" por llamarlos de alguna forma que ocupasen los ordenadores
trantorianos. Creo que el paso entre novelas se realizó muy bien.
¿Por qué ese periodo, la vida y milagros de Hari Seldon?
David y Gregory escogieron ese periodo, pero por mí estuvo bien, ya que una de mis
partes favoritas de la trilogía original es la primera historia, y pude situar mi novela
durante y alrededor del juicio de Hari.
¿Cómo se decidió el orden en el que se iba a escribir? Tres autores escribiendo una
trilogía a un libro cada uno debe de requerir mucha comunicación y acuerdos, ¿cómo
se resolvió ese problema?
De forma muy fácil: ¡Gregory escribió su libro primero, yo lo leí y escribí el mío y
David leyó los dos y escribió el suyo! Pero la preparación del argumento tuvo otro
orden: Gregory y David crearon juntos el argumentos, y yo lo hice al final, haciendo
que David encajase algunos de mis temas y personajes en su trama.
¿Fue difícil emplear material de Asimov y del libro anterior (como los personajes de
Voltaire y Juana de Arco)? ¿Le dejó algunas sorpresas a David Brin?
Todos dejamos detalles difíciles para los demás. Podía entender el tratamiento de
Gregory de Voltaire y Juana de Arco, pero quería convertirlos en personajes
subsidiarios al tema mayor del control que Daneel sobre la historia humana.
Evidentemente, para Juana, Daneel es una especie de ángel protector. Para Voltaire,
Daneel es una abominación de control tiránico.
¿Cómo es escribir el libro "de en medio" en una trilogía con otros dos grandes
autores de ciencia ficción?
¡Nos llevamos asombrosamente bien, quizá porque crecimos juntos! Por tanto, las
disputas fueron mínimas; en su mayoría asuntos de ajustar las tramas para crear un
todo coherente.
El "tono" de Fundación y Caos parece ser más dramático y aventurero, mientras que
los otros dos libros parecen más "juguetones" e irónicos con respecto al material.
¿Fue una decisión consciente, dar una tono más ligero al primer y último libro, o
simplemente refleja su aproximación a la obra de Asimov?
Descubrí que la voz original de Asimov me era natural, casi como si tuviese todo el
tiempo a Asimov sentado en el hombre, susurrándome al odio. Nos llevamos muy
bien, y no lo digo en un sentido sobrenatural. Siempre he disfrutado de la voz y la
personalidad de Asimov, y quería descubrir desde dentro, por decirlo así, qué hacía
que esa voz fuese tan amistosa y accesible. Al releer su ficción pude crear en mi mente
una especie de figura Isaac que me ayudase, y juntos colaboramos en el libro. Fue una
experiencia memorable.
Algo más personal, ¿cuál destacaría como su mejor obra hasta la fecha?
¡Una pregunta difícil! Daré la respuesta de Orson Welles: ¡en la que estoy trabajando
ahora! (más bien en un par de meses). En realidad, también estoy muy contento de
cómo salió Darwin's Radio, y, a partir del próximo año, escribiré una continuación
llamada Darwin's Children.
Darwin's Radio ha sido recibida con gran éxito de crítica y público. ¿Cómo la
describiría para un lector potencial?
Es una novela sobre la paternidad... en lo que a especies se refiere. Nunca hemos visto
como una especie daba lugar a otra... y hoy, la biología está sufriendo una revolución
maravillosamente vibrante que hace que alguna de las ideas exploradas en Darwin's
Radio apareciesen posteriormente en artículos científicos. La reacción de los expertos
y de los lectores ha sido muy buena, ¡lo que es muy gratificante!
¿Qué es Fundación y Caos?
por Xavier Riesco Riquelme
La segunda parte de la nueva trilogía de la Fundación.
Esta vez le toca el turno a Greg Bear de meter la pluma en
el universo creado por Asimov, despuás de El temor de la
Fundación de Gregory Benford. Comparada con los fuegos
de artificio de la mencionada primera novela de la serie,
Fundación y caos parece a primera vista bastante más
aburrida, pero la gracia de esta novela está en la sutilidad
con que juega con las premisas del universo asimoviano
para contar otra aventura del -ahora- venerable en su
senectud Hari Seldon.
Harí Seldon se prepara para enfrentarse a un juicio por
traición ante la comisión de Seguridad Pública, organismo
encargado de velar por los intereses de la comunidad. El
grado de intranquilidad de Seldon es bastante bajo: los
resultados de este juicio han sido previstos por Seldon usando sus ecuaciones
psicohistóricas (así como el lector sabe que Seldon no es condenado porque la
Fundación es un hecho inamovible del universo narrativo en el que se desarrolla esta
historia). Sin embargo, hay factores que las ecuaciones de Seldon no pueden integrar.
Uno de ellos es precisamente el que va a ser el motor de esta novela. Si Benford nos
presentaba autómatas, extraterrestres y a Juana de Arco y Voltaire, Bear coge un hecho
importante en el futuro de la Fundación para moldear la historia: los poderes mentales
que darán origen al Mulo, amenaza imprevista y casi fatal para la Primera Fundación.
Ésta es la historia -entre otras cosas- de los primeros psíquicos humanos en el universo
de la Fundación y de cómo servirán a los planes del inefable R. Daneel Olivaw;
mientras Seldon empieza a comprender las limitaciones de su psicohistoria frente a
fenómenos impredecibles como ástos. Pero aún hay más. Si Benford nos presentaba
entidades memáticas que vivían en el sistema informático de Trantor, inteligencias
artificiales ni humanas ni robóticas que claman venganza contra un antiguo crimen
robótico, Bear nos sorprende con una revisión de la historia robótica oficial del
universo según la cuenta Daneel. Empiezan a aparecer diferentes facciones de robots,
sectas en el más estricto sentido religioso, cuyas diferencias radican en las
interpretaciones que hagan de las Tres Leyes de la Robótica o en la adopción de la Ley
Cero. Así Calvinistas -adherentes de las tres leyes sin modificar, seguidores de Susan
Calvin- llevan batallando durante milenios en una guerra civil mecánica contra los
Giskardianos (por R. Giskard, primer robot con facultades psíquicas de la historia) de
Daneel. La ironía de la situación es deliciosa: una guerra de religión entre robots donde
los Calvinistas -pese al nombre- son el equivalente de los Católicos frente a la reforma
Protestante de Daneel (cuya facción es la dominante en la galaxia). Y para acabar de
rizar el rizo, la presencia de la última católica del universo, la personalidad
reconstruida de Juana de Arco, declaradamente de parte del apostata Daneel mientras
el racionalista Voltaire se dedica a jugar a otro juego con las leyes de la robótica…
Porque para acabar de liarla, un nuevo factor se introduce en la ya tensa situación
entre humanos, psíquicos, robots y entidades de todo tipo:
Un robot, Lodovik Trema, que ya no debe obediencia a las Tres Leyes y descubre
que tiene su propia opinión acerca de las manipulaciones de Daneel y de lo que ha
hecho durante los últimos veinte mil años en nombre del supuesto bien de la
humanidad.
Lo más brillante de esta novela quizás sea el título. "Caos" es el elemento introducido
en el universo imperial por los mundos que experimentan un renacimiento tecnológico
ya a finales de la decadente era imperial y que acaban en desastre absoluto. "Caos" es
la situación contra la que ambas fundaciones tendrán que luchar en el futuro, lo
imprevisto y salvaje de la naturaleza humana -una naturaleza que Seldon entiende que
ha sido modificada por algo más que las manipulaciones de Daneel. Para que la
creatividad tenga resultados tan desastrosos, hay algo en el pasado de la humanidad
que Daneel oculta. Sin embargo, la novela no habla del caos, sino todo lo contrario.
Habla de la Ley. La Ley del Imperio, por ejemplo, según la cual Seldon será juzgado
por traidor, de las Leyes Robóticas y sus implicaciones para las comunidades de robots
que llevan milenios en guerra por disputas de carácter casi teológico (despuás de todo
los dioses existen para los robots: los humanos). Y las Leyes de la psicohistoria de un
Seldon que repentinamente comprende que existen factores en el universo que
amenazan al trabajo de toda su vida y posiblemente el futuro de la humanidad. Así,
esta novela no habla sobre la expansión del Caos, sino acerca de los límites de las
Leyes que gobiernan a las entidades sentientes, -robots, humanos…- en el universo
asimoviano, siendo el Caos del título lo que yace más allá de las limitaciones de esas
leyes, un enemigo implacable que es lo que causa la falta de creatividad, no esas Leyes
impuestas como salvaguarda.
© Xavier Riesco Riquelme 1999
FUNDACIÓN Y CAOS (fragmento)
Greg Bear
Con el transcurso de los siglos crece la leyenda de Hari Seldon, el hombre brillante, sabio y
triste que trazó el curso del futuro humano en el viejo Imperio. Pero también medran los
enfoques revisionistas, y no siempre se pueden desechar fácilmente. Para entender a Seldon, a
veces sentimos la tentación de remitirnos a textos apócrifos, mitos, incluso cuentos de hadas
de esos tiempos remotos. Nos frustran las contradicciones de los documentos incompletos y
esos textos que parecen hagiografías.
Sabemos, sin necesidad de remitirnos a los revisionistas, que Seldon era brillante, y que
Seldon fue la clave. Pero Seldon no era un santo ni un profeta divinamente inspirado, y por
cierto no actuó a solas. Los mitos más convincentes nos hablan de...
Encyclopedia Galactica, 117.8 edición, 1054 E. F.
1
Hari Seldon, en sandalias y con una gruesa toga verde de académico, miraba la
oscura superficie de aluminio y acero de Trantor desde el parapeto cerrado de una torre
de mantenimiento, a doscientos metros de altura. El cielo de ese sector estaba
despejado esa noche. Unas pocas nubes flotaban como fuegos fantasmales sobre ondas
nacaradas y láminas de estrellas.
Al pie de este espectáculo, y más allá de las hileras de curvos domos oscurecidos
y suavizados por la noche, se extendía un mar cuyas tapas flotantes de aluminio se
habían deslizado para revelar cientos de miles de hectáreas. El mar visible irradiaba un
fulgor tenue, como respondiendo al cielo. Seldon no recordaba el nombre de ese mar:
Paz, Sueño o Reposo. Todos los mares ocultos de Trantor tenían nombres antiguos,
tranquilizadores nombres de cuentos de hadas. El corazón del Imperio necesitaba
tranquilidad tanto como Hari.
Un conducto que había en la pared de atrás le soplaba una brisa dulce y cálida en
la cabeza y los hombros. Hari había descubierto que el aire de allí era el más puro de
Streeling, quizá porque se extraía directamente desde el exterior. Más allá de la
ventana de plástico reinaba una temperatura de dos grados, y él recordaba bien ese frío
por el único percance que había sufrido en la superficie, décadas antes.
Había pasado gran parte de su vida encerrado, aislado del frío, la frescura y las
novedades, así como los números y ecuaciones de la psicohistoria lo aislaban de la
cruda realidad de las vidas individuales. ¿Cómo puede el cirujano trabajar con
eficacia si siente el dolor de la carne lacerada?
En un sentido muy real, el paciente ya era cadáver. Trantor, centro político de la
galaxia, había muerto décadas o siglos antes, y sólo ahora evidenciaba su
podredumbre. Aunque la breve llama personal del yo de Hari se apagaría mucho antes
que los rescoldos del Imperio se desmoronaran en cenizas, las ecuaciones del Proyecto
le permitían ver con claridad la mórbida rigidez, el rostro endurecido del cadáver del
Imperio.
Esta espantosa visión lo había hecho perversamente famoso, y sus teorías eran
conocidas en todo Trantor y en muchas partes de la galaxia. Lo llamaban «Cuervo»
Seldon, heraldo de un lúgubre futuro de pesadilla.
La putrefacción se prolongaría cinco siglos más, una sencilla y rápida deflación en
las escalas temporales de las ecuaciones más abarcadoras de Hari. El colapso de la piel
de la sociedad, luego la disolución de los huesos de acero de los sectores y municipios
de Trantor...
¡Cuántas historias humanas llenarían ese colapso! Un imperio, a diferencia de un
cadáver, sigue sintiendo dolor después de su muerte. En la escala de las ecuaciones
más diminutas e imprecisas de su poderosa Radiante Prima, Hari casi podía imaginar
billones de rostros fundidos en un inmenso cálculo para llenar la zona que estaba bajo
la curva de declinación del Imperio.. La aceleración de la decadencia encarnada en
cada historia humana, casi tantas como los puntos de un plano. Incomprensibles, sin
psicohistoria.
Abrigaba la esperanza de alentar el renacimiento de algo mejor y más duradero
que el Imperio, y según las ecuaciones estaba cerca del éxito.
Pero últimamente lo dominaba una fría desolación. Vivir en un período espléndido
y juvenil, el Imperio en su momento de mayor gloria, estabilidad y prosperidad... ¡eso
sería digno de su eminencia y sus logros!
Recobrar la compañía de su hijo adoptivo Raych, y Dors—la misteriosa y
encantadora Dors Venabili—, en cuya carne artificial y acero secreto ardían la pasión
y la devoción de diez héroes... Por recobrarlos él multiplicaría geométricamente los
signos de su propia decadencia, desde sus extremidades doloridas y sus entrañas
rebeldes hasta su visión borrosa.
Esa noche, sin embargo, Hari estaba cerca de la paz. Los huesos no le dolían tanto.
No sentía tan agudamente el hormigueo de la pesadumbre. Podía distenderse y
aguardar con expectativa el final de este trabajo.
Las presiones que lo agobiaban estaban llegando a su núcleo. Su juicio
comenzaría dentro de un mes. Conocía el resultado con razonable certeza. Éste era el
tiempo cúspide. Todo aquello para lo que había vivido y trabajado pronto se realizaría,
sus planes pasarían a la fase siguiente, y él abandonaría la escena. Culminaciones
dentro del crecimiento, detenciones dentro del flujo.
Pronto debería reunirse con el joven Gaal Dornick, una figura significativa en sus
planes. Matemáticamente, Dornick distaba de ser un extraño, aunque nunca se habían
conocido personalmente.
Y Hari creía haber visto a Daneel una vez más, aunque no estaba seguro. Daneel
no habría querido que él estuviera seguro, pero quizá quería que sospechara.
Buena parte de lo que en Trantor pasaba por historia ahora apestaba a desastre. A
fin de cuentas, en el arte de la estadística la confusión equivalía al desastre, y a veces
el desastre era una necesidad. Hari sabía que Daneel aún tenía mucho trabajo por
delante, en secreto; pero Hari nunca se lo contaría a ningún otro humano. No podía
hacerlo. Daneel se había cerciorado de ello. Y por esa razón Hari no podía revelar la
verdad acerca de Dors, la verdadera historia de la extraña y casi perfecta relación que
había tenido con una mujer que no era una mujer, pero que era su amiga y amante.
El fatigado Hari procuraba resistirse a la tristeza sentimental, pero no podía
reprimirla. La vejez era lamentable y la pérdida de amantes y amigos acosaba a los
viejos. ¡Sería magnífico si él pudiera visitar de nuevo a Daneel! No le costaba
imaginar cómo sería esa visita: después de la alegría del reencuentro, Hari expresaría
su enfado ante las restricciones y exigencias que Daneel le había impuesto. El mejor
amigo, el conductor más exigente.
Hari pestañeó y se concentró en la vista que le ofrecía el ventanal. Últimamente
era muy propenso a perderse en ensoñaciones.
Aun el bello fulgor del mar era un signo de decadencia: un desborde de algas
bioluminiscentes descontroladas hacía cuatro años, que había arrasado con las
cosechas de las granjas de oxigenación, enrareciendo levemente el aire hasta en el
frescor de la superficie. Aún no había amenaza de sofocación... ¿pero cuánto faltaba?
Pocos días atrás los asistentes, protectores y voceros del emperador habían
anunciado una victoria inminente sobre la bella plaga de algas, sembrando el océano
con organismos artificiales para controlar la floración. De hecho, el mar parecía más
oscuro, aunque quizás el cielo despejado atenuara relativamente su brillo.
La muerte puede ser tan ruda como encantadora, pensó Hari. Reposo, Sueño, Paz.
En otra región de la galaxia, Lodovik Trema viajaba en las honduras de una nave
imperial de investigación astrofísica. Era el único pasajero. Gozaba de las
comodidades de la sala de oficiales, y miraba un entretenimiento liviano con aparente
satisfacción. Los selectos tripulantes, procedentes de la clase de los ciudadanos,
apilaban esos entretenimientos por millares antes de lanzarse en sus misiones, que
podían alejarlos durante meses de los puertos civilizados. Los oficiales y el capitán,
con frecuencia pertenecientes a familias aristocráticas, escogían librofilmes menos
populistas.
Lodovik Trema aparentaba unos cuarenta y cinco años. Era robusto sin ser
corpulento, con un rostro feo pero simpático y manazas fuertes con dedos de salchicha.
Parecía fijar un ojo en el cielo, y torcía los gruesos labios como si siempre se inclinara
hacia el pesimismo o una escéptica neutralidad. Su pelo era corto y ralo; su frente alta
y lisa daba a su rostro un aire juvenil, desmentido por las arrugas que le aureolaban la
boca y los ojos.
Aunque Lodovik representaba la mayor autoridad imperial, se había granjeado la
simpatía del capitán y los tripulantes; en sus secas declaraciones manifestaba un
ingenio cordial y perspicaz, y nunca decía demasiado, aunque a veces podían acusarlo
de decir demasiado poco.
Ni siquiera los ordenadores de a bordo podían visualizar las fístulas geométricas
del hiperespacio por donde navegaban durante los saltos. Humanos y máquinas,
esclavos del espacio—tiempo, mataban el tiempo hasta la emergencia preprogramada.
Lodovik siempre había preferido las redes de agujeros de gusanos —más rápidas
aunque en ocasiones más angustiosas—, pero esas conexiones estaban peligrosamente
descuidadas, y en las últimas décadas muchas se habían derrumbado como túneles de
metro sin apuntalar, a veces succionando estaciones de tránsito y pasajeros en espera.
Ahora se usaban poco.
El capitán Kartas Tolk entró en la sala y se detuvo un instante detrás del asiento de
Lodovik. Los demás tripulantes se ocupaban de las máquinas que vigilaban a las
máquinas que mantenían la integridad de la nave durante los saltos.
Tolk era alto, de cabello claro y lanoso, con tez parda y cenicienta y un aire
patricio que era común entre los sarossanos nativos. Lodovik miró por encima del
hombro y saludó con un cabeceo.
—Dos horas más, después de nuestro último salto —dijo el capitán Tolk—.
Llegaremos a tiempo.
—Bien —dijo Lodovik—. Ansío ponerme a trabajar. ¿Dónde aterrizaremos?
—En Sarossa Mayor, la capital. Allí están almacenados los documentos que usted
busca. Luego, tal como se ordenó, trasladaremos a la mayor cantidad posible de las
familias favorecidas que figuran en la lista del emperador. La nave estará atestada.
—Me imagino.
—Faltan unos siete días para que el frente de choque llegue a los lindes del
sistema. Luego, sólo ocho horas para que engulla Sarossa.
—Demasiado justo.
—Producto de la incompetencia y los errores imperiales —declaró Tolk, sin
disimular su amargura—. Hace dos años que los científicos imperiales saben que la
estrella de Kale estaba por sufrir un colapso.
—La información suministrada por los científicos sarossanos distaba de ser
precisa —dijo Lodovik.
Tolk se encogió de hombros; no tenía sentido negarlo. Había culpas suficientes
para todos. La estrella de Kale había entrado en supernova el año anterior; su
explosión se había observado por telepresencia nueve meses después, y desde
entonces... Politiquería, redistribución de recursos escasos, luego esta misión de
alcances tan limitados...
El capitán había tenido el infortunio de ser enviado a presenciar la muerte de su
planeta, para salvar apenas un puñado de documentos imperiales y familias
privilegiadas.
—En días mejores —dijo Tolk— la armada imperial habría construido escudos
para salvar al menos un tercio de la población del planeta. Habríamos formado flotas
de naves de migración para evacuar a miles de millones... suficientes para reconstruir o
preservar el carácter de un mundo. Un mundo glorioso, si se me permite la expresión,
aun ahora.
—Eso me han dicho —murmuró Lodovik—. Haremos todo lo posible, querido
capitán, aunque eso sólo podrá darnos una seca y huera satisfacción.
Tolk torció los labios.
—No lo culpo personalmente —dijo—. Usted ha sido franco y comprensivo... y
sobre todo eficiente. —Muy diferente de lo que es habitual en las oficinas de la
Comisión. La tripulación lo considera un amigo entre malandrines.
Lodovik sacudió la cabeza en un gesto de advertencia.
—Cualquier queja contra el Imperio puede ser peligrosa. Será mejor que no
confíen en mí más de la cuenta.
La nave tembló ligeramente y una campanilla sonó en la sala. Tolk cerró los ojos
y aferró mecánicamente el respaldo de la silla. Lodovik sólo miró hacia delante.
—El último salto —dijo el capitán. Miró a Lodovik—. Confío en usted, consejero,
pero confío más en mi destreza. Ni el emperador ni Linge Chen pueden darse el lujo de
perder a hombres con mis aptitudes. Todavía sé reparar componentes de nuestros
motores en caso de desperfecto. Pocos capitanes pueden alardear de ello en la
actualidad.
Lodovik asintió. Una verdad irrefutable, pero una armadura frágil.
—La habilidad para aprovechar recursos humanos esenciales sin abusar de ellos
quizá también sea un arte perdido, capitán. Queda advertido.
Tolk hizo una mueca.
—Entendido. —Dio media vuelta para marcharse, y oyó algo inusitado. Miró a
Lodovik por encima del hombro—. ¿Sintió eso?
La nave vibró de nuevo, esta vez con un chirrido agudo que les hizo castañetear
los dientes. Lodovik frunció el ceño.
—Sentí eso. ¿Qué fue?
El capitán ladeó la cabeza, escuchando una voz remota que zumbaba en sus oídos.
—Una inestabilidad, una irregularidad en el último salto —dijo—. No es
infrecuente cuando nos aproximamos a una masa estelar. Quizá le convenga regresar a
su cabina.
Lodovik apagó los proyectores y se levantó. Le sonrió al capitán Tolk y le palmeó
el hombro.
—Entre todos los que están al servicio del emperador, con gusto confiaría en usted
para capear un temporal. Ahora necesito estudiar nuestras opciones. Triaje, capitán
Tolk. Evaluación de lo que podemos llevar con nosotros, en comparación con lo que se
puede almacenar en bóvedas subterráneas.
Tolk lo miró con rostro taciturno y bajó los ojos.
—La biblioteca de mi familia, en Alos Quad, está...
Las alarmas de la nave bramaron como animales doloridos.
Tolk alzó los brazos instintivamente, cubriéndose la cara...
Lodovik cayó al suelo y se recobró con asombrosa agilidad...
La nave giró como un trompo en una dimensión fraccionaria que no estaba
preparada para atravesar...
En una bruma de impulsos desquiciados, aullando como un monstruo moribundo,
realizó un salto asimétrico no programado.
La nave emergió en la desierta vastedad de la geometría de estado, el espacio
normal, no estirado. Simultáneamente falló la gravedad de a bordo.
Tolk flotaba a centímetros del suelo. Lodovik se irguió y cogió un brazo del sillón
que ocupaba pocos instantes antes.
—Estamos fuera del hiperespacio —dijo.
—Sin duda —dijo Tolk—. ¿Pero dónde, en nombre de la procreación?
Lodovik supo al instante algo que el capitán no podía saber. Una oleada
interestelar de neutrinos los inundaba. En sus siglos de existencia, Lodovik nunca
había experimentado semejante embate. Para las intrincadas sendas supersensibles de
su cerebro positrónico, los neutrinos eran como una nube de insectos zumbones, pero
atravesaban la nave y sus tripulantes humanos coma si fueran fragmentos de nada. Un
neutrino, la más elusiva de las partículas, podía atravesar un año—luz de plomo
macizo sin detenerse. Rara vez reaccionaban ante la materia. En el corazón de la
supernova de Kale, sin embargo, inmensas cantidades de materia se habían
comprimido hasta formar neutronio, produciendo un neutrino por cada protón, más que
suficiente para volar las capas externas con un año de antelación.
—Estamos en el frente de choque —dijo Lodovik.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Tolk.
—Flujo de neutrinos.
—¿Cómo...? —La tez del capitán se agrisó, y su lustre ceniciento se volvió aún
más evidente—. Una suposición, desde luego. Es una suposición lógica.
Lodovik asintió, pero no era una suposición. El capitán y la tripulación tenían una
hora de vida.
Aun a esa distancia de la estrella de Kale, la esfera expansiva de neutrinos sería
tan fuerte como para transmutar algunos milésimos por ciento de los átomos del
interior de la nave y sus cuerpos. Muchos neutrones se convertirían en protones,
suficientes para alterar sutilmente la química orgánica, generando tóxicos, señales
nerviosas que desembocarían en callejones sin salida.
No había escudos efectivos contra el flujo de neutrinos.
—Capitán, no es momento para engaños —le dijo Lodovik—. No estoy
arriesgando una conjetura. No soy humano. Siento los efectos directamente.
El capitán lo miró sin comprender.
—Soy un robot, capitán. Yo sobreviviré un tiempo, pero no es una bendición. Mi
programación profunda me obliga a tratar de proteger a los humanos de todo daño,
pero no puedo hacer nada para ayudar. Todos los humanos de esta nave perecerán.
Tolk hizo una mueca y sacudió la cabeza, como si no creyera a sus oídos.
—Todos estamos enloqueciendo —dijo.
—Todavía no —dijo Lodovik—. Capitán, por favor acompáñeme al puente.
Quizás aún podamos salvar algo.
LA TRILOGÍA DE THISTLEDOWN
(La saga de Greg Bear)
Las novelas de Bear suelen tener un desarrollo muy similar: tres sucesos
aparentemente desconectados ocurren en lugares distantes del mundo y son la señal de
alarma de un proceso que generalmente acaba cambiando a la humanidad,
destruyéndola, o ambas cosas; y lo hace siempre desde una perspectiva de ciencia
ficción dura, tratando de usar argumentos científicos fundamentados y detallados como
base principal de las tramas.
Información sobre la saga
1- Legado
Desde el asteroide-nave Thistledown, la Vía permite llegar a un
multiuniverso de muchos mundos. Lamarckia, cuya biología
permite la herencia de los rasgos adquiridos, hace realidad la
interpretación evolutiva de Lamarck (1744-1829) a la que se
opusiera Darwin (1809-1882). La llegada de los Humanos a un
mundo así plantea con crudeza un angustioso interrogante: ¿Cuál
puede ser el legado de la humanidad en tales condiciones? Enviado
por el Hexamon de Thistledown para espiar a los heréticos y
tecnófobos "divaricatos" que han huido por una de las puertas de la Vía, el joven ser
Olmy descubrirá el extraño mundo de Lamarckia, sus rencillas y enfrentamientos
sociales y, sobre todo, sus misteriosos y sorprendentes "ecoi" que emiten vástagos
exploratorios y parecen copiar todo aquello que perciben.
Embarcado en el Vigilante a la busca del conocimiento y la información, cual nuevo
Darwin en un nuevo viaje del Beagle, ser Olmy recorre la tortuosa y agradecida senda
del descubrimiento científico. Encontrará también el amor y la serenidad ante el
futuro, mientras desarrolla su labor de espía entre las facciones políticas en que se ha
dividido la sociedad de los "divaricatos" cercana a desencadenar una terrible guerra y,
tal vez, un definitivo desastre ecológico.
2- Eón
Hace ya dos años que apareció la Piedra, un gigantesco asteroide
hueco que se acerca a la Tierra. Los investigadores han explorado
ya seis de sus siete gigantescos recintos, y ahora, mientras el
mundo se agita y debate en complejos problemas políticos, las
autoridades requieren la presencia en la piedra de Patricia
Vasquez, experta matemática teórica. Tras estudiar la vasta
biblioteca del asteroide-artefacto, Patricia descubrirá que la
Piedra ha sido construida por gente de la Tierra... En el pasado...
O en otro universo paralelo. Y de alguna forma aún desconocida,
la Piedra resulta ser la clave del destino del planeta y del futuro
de la humanidad. No sólo en éste, sino también en otros
universos alternativos a los que da acceso la misteriosa Vía que surge desde la Piedra.
3- Eternidad
Cerrada la Vía y "recuperada" la humanidad tras la hecatombe
nuclear, los cuarenta años transcurridos han alterado muchas
cosas. En la Tierra, Garry Lanier, líder de la primera expedición a
Thistledown, ha envejecido y se ha convertido en un personaje
cansado y amargado que desea morir. No obstante, todo cambiará
con la llegada del general Pavel Mirsky, un ser que no puede
existir ya que desapareció con la Vía y que ahora se presenta
como mensajero de la Mente Final del Universo. En Gaia, donde
el imperio de Alejandro Magno ha perdurado durante dos mil
años, la joven Rhita Vaskayza examina la herencia de su
enigmática abuela, la söphe Patrikia, llegada de una misteriosa
puerta ya desaparecida y cuya reapertura puede traer el horror a un mundo tal vez
inocente. En Thistledown, el Hexamon Infinito desea reabrir la Vía. Konrad
Korzenowski, asesinado precisamente por haberla creado y resucitado después para
investigarla, no sabe qué hacer. Tal vez debería tener en cuenta la amenaza de los
peligrosos jarts, unos enemigos que, como ser Olmy sabe, los humanos han
subestimado lamentablemente.
LEGADO (Fragmento)
Greg Bear
Presentación
Aunque no es ésta la razón por la que he seleccionado LEGADO para Nova
éxito, les diré que esta novela forma parte de una curiosa trilogía. Primero se
publicó EON (1985), una sorprendente especulación matemático-físicocosmológica sobre el descubrimiento de un misterioso asteroide-nave llamado
Thistledown, cuya Vía y sus puertas representan el posible camino de acceso a un
multiverso de mundos. Con toda seguridad fue la obra que lanzó definitivamente a
la fama a un autor hoy indiscutible como Greg Bear.
Más tarde, Bear escribió una interesantísima continuación, «sequel» para
los ingleses, que tiene muy poco que envidiar al original. Se tituló ETERNITY
(1988). Aunque «secuela», palabra derivada del latín «sequela», existe en
castellano con el significado de «consecuencia o resulta de una cosa», es un
sustantivo que no suele gustar a los correctores de estilo. Por eso he usado el
término «continuación».
Pero en 1995, Bear rizó el rizo y publicó lo que se ha etiquetado en el
mundo anglosajón como una «prequel» de EON. Se trata de este LEGADO (1995)
que hoy presentamos en nuestra colección Nova éxito. Bueno, es lógico, si
«secuela» no gusta a los correctores de estilo, imaginen qué va a ocurrir si intento
hablar de una «precuela». Seguro que no cuela...
Si me han perdonado ya el fácil juego de palabras, les diré que una
«prequel» como LEGADO es una novela que recupera elementos de EON y
ETERNITY, pero que se ambienta en un tiempo previo. En cierta forma, aunque
escrita después, ocurre antes. El mismo Thistledown y su Vía y puertas de que se
habla en EON y ETERNITY son el punto de arranque de una novela que, en su gran
ambición especulativa, resulta estar centrada en un tema, la biología, un tanto al
margen de la serie formada por EON y ETERNITY.
En cualquier caso, LEGADO nos ha brindado la oportunidad de publicar la
trilogía completa en nuestras colecciones. Hemos empezado con LEGADO, en el
número 10 de la colección especial Nova éxito. Seguiremos con el elemento
central de la trilogía, ese EON que, si los duendes de la imprenta no lo impiden, se
convertirá a principios de 1997 en el número 91 de la colección NOVA ciencia
ficción. Finalizaremos con la secuela explícita de EON, ETERNITY, que, si todo va
bien, será el número 12 en la colección NOVA éxito.
Personalmente lo que más me interesó de LEGADO es su novedad como
especulación en torno a la biología. Esa es una, temática no muy habitual en la
ciencia ficción pero que parece interesar mucho a Greg Bear. Así ha sido por lo
menos desde el relato «Blood Music» (1983), que le supuso su primer doblete al
conseguir los premios Hugo y Nébula.
En ese relato, posteriormente convertido en novela, Bear abordaba un
tema de biotecnología con la presencia de células capaces de pensar y que
componen una especie de ordenador biológico capaz de reconstruir a la
humanidad.
Parte del interés de Greg Bear por la biología se percibe también en su más
reciente novela, MARTE SE MUEVE (1993, NOVA ciencia ficción, número 82). En
ella se hablaba ya de un hipotético pasado de Marte con una vida organizada en
torno a una biología distinta: los «ecos» (plural «ecoi»), una nueva forma de vida
perteneciente al pasado que Bear imagina para Marte. Esos mismos «ecoi»
representan la gran riqueza especulativa de LEGADO, una biología distinta y,
además, son los extraterrestres más radicalmente distintos que ha imaginado la
ciencia ficción en toda su historia.
Desde el asteroide-nave Thistledown, la Vía permite llegar a un multiverso
de muchos mundos, uno de los cuales resulta particularmente sugerente.
Se trata de Lamarckia, cuya biología permite la herencia de los rasgos
adquiridos, y en donde se hace realidad la interpretación evolutiva de Lamarck
(1744-1829) a la que se opusiera Darwin (1809-1882). La llegada de los humanos
a un mundo así plantea con crudeza un angustioso interrogante: ¿ Cuál puede ser
el verdadero LEGADO de la humanidad en tales condiciones?
Enviado por el Hexamon de Thistledown para espiar a los heréticos y
tecnófobos «divaricatos» que han huido por una de las puertas de la Vía, el joven
ser Olmy (destacado personaje «después» en EON y ETERNITYJ descubrirá el
extraño mundo de Lamarckia, sus rencillas y enfrentamientos sociales y, sobre
todo, sus misteriosos y sorprendentes «ecoi», que emiten vástagos exploratorios y
parecen copiar todo aquello que perciben.
Embarcado en el Vigilante en busca del conocimiento y de la información,
cual nuevo Darwin en un nuevo viaje del Beagle, ser Olmy recorre la tortuosa y
agradecida senda del descubrimiento científico. Encontrará también el amor y la
serenidad ante el futuro mientras desarrolla su labor de espía entre las facciones
políticas en que se ha dividido la sociedad de los «divaricatos», cercana ya a
desencadenar una terrible guerra y, tal vez, un definitivo desastre ecológico.
Si EON es un prodigio de misterio y de especulación matemático-físicocosmológica, LEGADO resulta aún más sorprendente: una rara especulación sobre
la herencia y la evolución, al tiempo que nos muestra un curioso viaje iniciático
por los duros senderos de la vida, el amor, la guerra y el conocimiento científico.
LEGADO es, pues, una novela en la que se aúnan de forma sorprendente
los que suelen considerarse los dos ejes centrales de la mejor ciencia ficción: la
especulación inteligente y el verdadero «sentido de lo maravilloso». Porque
especulación es la concepción de la compleja biología de un mundo nuevo como
Lamarckia, una biología que parece apartarse de las soluciones de la biología
terrestre centrada tal vez en esa maravilla de complejidad y diversidad
morfológicas que constituye la célula.
Lamarckia parece organizada en torno a una biología diversa, y el viaje de
ser Olmy es, en el fondo, el viaje del descubrimiento científico y de la búsqueda
del conocimiento. La especulación biológica, como era lícito esperar de Bear, es
sólida e interesante.
Pero no sólo de especulación vive la ciencia, ficción. LEGADO nos muestra
también la maravilla de un mundo distinto, del conocimiento de una biología
distinta en la que, como tantas veces se nos dice, está ausente el verdor tan típico
de la Tierra. Ése es otro de los grandes elementos de esta novela, la sorprendente
vida autóctona de Lamarckia que, en el clímax del viaje, nos llega incluso a
mostrar una tormenta marina que es a un tiempo meteoro físico y sorprendente
criatura viva. Un ejemplo impresionante del verdadero «sentido de lo maravilloso»
tan típico de la mejor ciencia ficción.
Y junto a esos elementos tan clásicos, LEGADO nos muestra, como ya
suele ser habitual en las últimas obras de Greg Bear, la complejidad político social
de un mundo distinto y, ¿cómo no?, la evolución y el interesante proceso de
maduración de un personaje, ser Olmy, que se ha de convertir en central en el
resto de la serie.
No voy a decir más. De momento, disfruten con una especulación diferente
y muy original en torno a una biología realmente diversa, y con el curioso legado
de la humanidad a un mundo extraño en donde se siguen las leyes de la herencia
y la evolución lamarckianas.
Bear es siempre un autor seguro al que se ha galardonado repetidas veces
con los premios Hugo y Nébula, y LEGADO sorprende como la obra impresionante
que es, un nuevo hito en la moderna ciencia ficción.
No todos los autores actuales son capaces de especular con tanta seriedad
y amenidad como hace Bear en esta brillante novela. Que ustedes la disfruten.
MIQUEL BARCELÓ
Prólogo: año de viaje 753
Yo estaba en el borde del conducto sur, aferrando una línea, y por primera
vez en mi vida miré las estrellas que se extendían más allá de la masa de
Thistledown. Cubrían el espacio profundo como una nube de nieve cristalina
contra ónix negro. Constelaciones desconocidas giraban con prisa majestuosa,
delatando la rotación del asteroide en torno a su largo eje.
El traje realizaba sus tareas en silencio, y por un tiempo también yo fui un
punto de cristal en el centro de ese empíreo de cristal, sintiéndome en paz.
Busqué dibujos en las estrellas, pero mi compañera me interrumpió antes que
pudiera hallar ninguno.
—Olmy —dijo, y se acercó flotando por la línea.
—Un momento.
—Hemos terminado aquí. Nos esperan
diversión... pero tú estás vinculado, ¿verdad?
fiestas,
Olmy.
Parranda
y
Sacudí la cabeza con fastidio.
—Cuesta creer que algo tan enorme como Thistledown se pueda reducir a
un punto —dije.
Ella escrutó las estrellas con una expresión que mezclaba la preocupación
con el disgusto. Kerria Ap Kane había sido mi compañera en Defensa de la Vía
desde el curso elemental; una buena amiga, aunque no precisamente un alma
afín. Yo tenía pocas almas afines. Ni siquiera mi mujer vincular...
—Dame un minuto, Kerria.
—Quiero regresar. —Kerria se encogió de hombros—. De acuerdo. Un
minuto. ¿Pero por qué mirar afuera?
Kerria nunca lo habría comprendido. Para ella ese asteroide, nuestra nave
estelar, lo era todo, un mundo de infinitas oportunidades sociales: trabajo,
amistades, incluso la muerte por Defensa de la Vía si era necesario. Las estrellas
eran el exterior, el «lejano sur», y no significaban nada. Sólo la emocionaba la
limitada infinitud de la Vía.
—Es bonita —comentó—. ¿Crees que alguna vez llegaremos a Van Brugh?
La estrella de Van Brugh, a cien años luz de distancia, había sido el
objetivo original de Thistledown. Para la mayoría de la población naderita de la
nave —incluida mi familia— era el sentido de nuestra existencia, un destino
sagrado, y lo había sido durante setecientos años de viaje.
—¿Crees que podemos verla desde aquí?
—No —dije—. Este año es visible desde la mitad de la línea.
—Qué lástima —dijo Kerria, chasqueando la lengua.
Antiguamente, el cráter de diez kilómetros de diámetro del polo sur de
Thistledown desviaba y dirigía las pulsaciones de los motores Beckmann. Los
motores no se habían activado desde hacía cuatro siglos. Eché un último vistazo
más allá del conducto, oteando la curva del hoyuelo del centro del cráter. Enormes
y negros robots de muchas extremidades aguardaban en el borde, preparados
desde horas antes para nuestra inspección.
—Está bien —dije a los robots—. Os podéis ir. —Apunté el repetidor y las
máquinas retrocedieron, aferrando la cuesta redondeada con ganchos y zarpas,
para regresar a sus deberes en la superficie del asteroide.
Descendimos por la línea del conducto, hacia el cruzatubos. Una oscuridad
líquida cubría la oscura roca y la pared de metal. Más allá del cruzatubos se
extendía la maciza dársena principal, un cilindro dentro del conducto diseñado
para la contrarrotación y el acceso de los vehículos de carga. Decenas de
kilómetros más al norte brillaba un punto de luz: la entrada de la primera cámara.
Subimos al cruzatubos, presurizamos la estrecha cabina y nos quitamos el traje.
Kerria emitió una señal hacia la boca del conducto. Dos enormes puertas se
deslizaron, cerrándose como fauces de labios negros, ocultando las estrellas.
—Limpio y despejado —dijo ella—. ¿De acuerdo?
—Limpio y despejado —respondí.
—¿De veras los generales creen que los jarts saldrán de la Vía y nos
atacarán por la espalda? —preguntó Kerria jovialmente.
—Nos sorprendieron una vez. Podrían hacerlo de nuevo.
Kerria sonrió dubitativamente.
—¿Te dejo en la sexta cámara? —preguntó, elevando el vehículo.
—Primero debo hacer algunas cosas en Ciudad Thistledown.
—Siempre tan misterioso —dijo Kerria.
Ella no tenía ni idea de cuánto.
Nos dirigimos al norte por el túnel. Los kilómetros pasaban deprisa. La
entrada de la primera cámara se ensanchó, y entramos en la brillante luz del tubo.
Con sus cincuenta kilómetros de diámetro y sus treinta de profundidad, la
primera cámara parecía, después de mi reciente perspectiva interestelar, el
interior de un gran tambor achatado. La lentitud de nuestro cruzatubos enfatizaba
su verdadero tamaño.
Veinticinco kilómetros más abajo, las nubes cubrían el suelo de la cámara.
La atmósfera de la cámara tenía un espesor de veinte kilómetros; un mar de fluido
revestía el tambor. Vi que una pequeña tormenta se preparaba en el piso de
arriba. Ninguna tormenta podía alcanzarnos en el eje, pues navegábamos en un
vacío casi perfecto.
La primera cámara se mantenía casi desierta, en prevención de cualquier
fisura en las paredes del asteroide, relativamente delgadas en su extremo sur.
Avanzamos por la luz del tubo, un cilindro traslúcido de plasma reluciente
de cinco kilómetros de anchura y treinta de longitud entre el casquete de la
cámara norte y el de la cámara sur. Podíamos ver rápidas pulsaciones de luz
desde nuestra posición en el eje, pero en el suelo de la cámara el tubo presentaba
un fulgor amarillento constante, día y noche. Así era en las seis primeras cámaras.
La séptima cámara era diferente.
El conducto parecía un pinchazo en la pared curva y gris.
—¿Paso a manual y entro? —preguntó Kerria, sonriendo burlona.
Le sonreí a mi vez, pero no respondí. Ella tenía habilidad suficiente para
hacerlo. Había pilotado muchos tipos de nave por la Vía.
—Será mejor que me relaje —continuó, ante mi silencio—. Te niegas a
dejar que me luzca. —Cruzó los brazos detrás de la nuca—. Además, ha sido un
día largo, podría errar.
—Nunca yerras.
—Te equivocas.
La ley del Hexamon exigía dos inspecciones por año. Defensa de la Vía
había elevado su número a cuatro por año, con especial énfasis en la seguridad de
la sexta cámara, la inspección de las baterías de reserva en las frías paredes
exteriores de la nave, y el mantenimiento del conducto sur y los monitores
externos. Esta vez Kerria y yo habíamos recibido órdenes de inspeccionar el lejano
sur. Luego teníamos treinta días libres, y Kerria se consideraba afortunada. El
vigésimo quinto aniversario de la Vía acababa de empezar.
Pero a mí me aguardaba una tarea desagradable: la traición, la separación,
la conclusión de relaciones en las que ya no creía pero de las que no estaba
dispuesto a burlarme.
El casquete cubrió nuestra visión frontal y el segundo conducto nos
engulló. A kilómetros de distancia, la entrada que conducía a la segunda ciudad,
Alexandria, era otro punto brillante contra la opaca negrura del túnel.
—¿Ascensor? ¿O prefieres que descienda y te deje en alguna parte?
—Ascensor.
—Cielos —cloqueó Kerria—. ¿Malhumorado?
—Pareces una gallina.
—Jamás has visto una gallina viva. ¿Cómo puedes estar de mal humor con
tanta libertad por delante?
—Aun así.
Entramos en la segunda cámara, del mismo tamaño que la primera, pero
cubierta por la ciudad más antigua de Thistledown. Alexandria cubría dos tercios
de la segunda cámara; tres mil cien kilómetros cuadrados de gloriosas torres
blancas, doradas, broncíneas y verdes dispuestas en espirales y filas escalonadas,
paredes de cubos negros y dorados, suntuosas esferas que se elevaban desde
cunas macizas, también llenas de colores y habitantes. Entre la ciudad y el
casquete sur se extendía un «río» azulado de un kilómetro de anchura y varios
metros de profundidad, que fluía bajo los elegantes puentes colgantes dispuestos
en los cuatro cuadrantes del suelo. En los diseños originales de Thistledown, los
parques de la ribera no existían; en su lugar se había levantado una barrera de
«lodo» cien metros más alta que la ribera opuesta para mitigar los efectos de la
aceleración de la nave. Pero en los primeros días de la construcción de
Thistledown, ese problema se había resuelto mediante la maquinaria de
amortiguación inercial de la sexta cámara. La misma maquinaria había permitido
que Konrad Korzenowski concibiera la creación de la Vía siglos después. El suelo
de la cámara era llano, no curvo; el parque y el río formaban franjas verdes y
azules en torno al extremo meridional de la cámara.
Parques y bosques cubrían los espacios abiertos que separaban los
vecindarios. En parcelas diseminadas en torno a la ciudad, trabajaban robots que
levantaban estructuras destinadas a absorber la creciente población. Thistledown
era joven.
Al cabo de siete siglos, los habitantes del asteroide sumaban setenta y
cinco millones. AÍ principio de la travesía eran cinco millones.
Kerria volvió a cloquear y sacudió la cabeza. Sobrevolamos Alexandria y
entramos en el tercer conducto. Cerca de la abertura norte, Kerria redujo la
velocidad y se aproximó a una entrada elevada. Un pasaje de transferencia se
extendió hacia la puerta del cruzatubos y desembarqué. Saludé a Kerria y entré
en el gran ascensor verde y plateado. El aire olía a humedad y a gente, el limpio
pero inconfundible perfume humano de la ciudad donde yo había pasado dos años
enteros de mi juventud.
—¿Te veré dentro de pocos días? —preguntó Kerria, mirándome con cierta
preocupación.
—Sí.
—¡Ánimo!
Incliné la cabeza para despedirme.
Durante el descenso, ordené a mi uniforme que se convirtiera en ropa civil,
vestimenta diurna estándar estilo uno, levemente formal. No quería llamar la
atención como miembro de Defensa de la Vía, un puesto que no era común en la
comunidad naderita.
El ascensor tardó nueve minutos en llegar al suelo de la cámara. Salí y
recorrí el pasillo que conducía a la cámara.
Crucé el puente Shahrazad, escuchando el murmullo del poco profundo río
Ra y el susurro de los miles de cintas rojas que ondeaban en los cables bajo la
suave brisa del casquete sur. Este mes algún vecindario había escogido aquella
decoración para el puente; otro mes tal vez estuviera repleto de robots diminutos
y relucientes.
Ciudad Thistledown había sido construida durante los dos primeros siglos
que siguieron a la partida de la nave estelar. Con sus cables concatenados que
iban de un casquete al otro y de los que pendían esbeltos edificios blancos,
parecía mucho más vasta que Alexandria. Era típicamente geshel. Aun así, en los
conflictos más graves entre geshels y naderitas a bordo de la nave, después de la
inauguración de la Vía, muchos naderitas conservadores y radicales habían tenido
que abandonar sus hogares de Alexandria para instalarse en Ciudad Thistledown.
Todavía existían importantes vecindarios naderitas cerca del casquete sur.
También aquí había nuevas construcciones en proceso, con arcos paralelos a los
casquetes, el más grande de los cuales estaba previsto que tuviera diez kilómetros
de longitud.
Un breve paseo me llevó al alto edificio cilíndrico donde había pasado mi
infancia. Atravesando pasillos redondos y bañados de luz, mientras mi silueta
creaba y disolvía arcos aleatorios alrededor, regresé a nuestro viejo apartamento.
Mis padres estaban en Alexandria, para escapar de las celebraciones. Yo lo
sabía antes de ir allí. Entré en el apartamento, cerré la puerta, me acerqué a las
placas de memoria de la sala de estar.
Durante veinticuatro años yo había guardado un importante secreto,
conocido por mí y tal vez por otra persona: el hombre, la mujer o criatura que
había puesto al viejo amigo en este edificio sin pensar que un niño curioso podía
toparse con él accidentalmente. Yo estaba ahí para visitar a un amigo que había
muerto antes de mi nacimiento y cerciorarme de que todavía estaba oculto e
intacto en su perfecto escondrijo.
Yo conocía —y también esa otra persona, estaba convencido— el lugar de
reposo final del gran Konrad Korzenowski; no la tumba de su cuerpo, sino de lo
que restaba de su personalidad después de que lo asesinaran naderitas radicales.
Me conecté con la memoria del edificio, usé un agente ratón para sortear
centinelas personales, como había hecho décadas atrás y al menos una vez al año
desde entonces, y penetré en la memoria encriptada.
Hola, dije.
La presencia se movió. Aun sin cuerpo parecía sonreír. Ya no era humano,
pues habían destruido la mitad de su carácter, pero todavía podía interactuar y
compartir cálidos recuerdos. Lo que restaba del gran Korzenowski era
vulnerablemente cordial. Su cautela eliminada, su autoprotección destruida, no
podía ser más que un amigo generoso y a veces brillante, ideal para un niño
solitario e inseguro de sí mismo. Yo guardaba el secreto por un motivo: las
personalidades dañadas no podían repararse, de acuerdo con la ley naderita. Si
descubrían lo que restaba de Korzenowski, lo borrarían por completo.
Hola, Olmy, respondió. ¿Cómo está la Vía?
Una hora después crucé la ciudad para dirigirme a los vecindarios
«progresistas» mixtos, de geshels y naderitas, frecuentados por estudiantes y
defensores de la Vía. Allí, en mi pequeño apartamento, me conecté con la
memoria de la ciudad, comuniqué al comandante del cuerpo los lugares donde
planeaba estar en los próximos días y transformé mi uniforme mudable en ropa
civil apropiada para la celebración: pantalones azules, chaleco pardo, chaqueta
verde y botas ligeras.
Regresé a la estación de tren.
Al sumarme a la muchedumbre que aguardaba en el andén, busqué rostros
conocidos y no encontré ninguno. Mis cuatro años de servicio de custodia contra
los jarts en las fronteras extremas de la Vía, cuatro mil millones de kilómetros al
norte de Thistledown, habían dado a mis conocidos geshels de la universidad
tiempo para cambiar no sólo de pareja y filosofía, sino también de forma corporal.
Si alguno de mis compañeros de estudios se encontraba entre la multitud, tal vez
no lo reconociera. No esperaba encontrar a muchos defensores aquí.
Salvo por mis franjas azules de mapache en torno a los ojos, todavía era
físicamente igual que hacía cuatro años. Arrogante y engreído, terco y a veces
insensible, considerado brillante por muchos de mis pares y melancólico por
muchos más, atractivo para las mujeres en ese extraño sentido en que las
mujeres sienten atracción por quienes pueden causarles daño, hijo único de
padres muy refinados, alabado con frecuencia y castigado raras veces, yo había
llegado a los treinta años convencido de una valentía que rara vez había puesto a
prueba, y aún más convencido de que el destino me deparaba pruebas más duras.
Había abandonado la fe de mi padre y nunca había comprendido la fe de mi
madre.
Thistledown, inmensa como era, parecía pequeña para mis ambiciones. Yo
no me consideraba joven, y no me sentía en absoluto inexperto. A fin de cuentas,
había servido cuatro años en Defensa de la Vía. Había participado en lo que en ese
momento parecían importantes campañas contra los jarts.
Pero ahora, en medio de la multitud que celebraba las bodas de plata del
enlace de Thistledown con la Vía, yo me sentía como una burbuja anónima en un
arroyo, más pequeño de lo que me había sentido entre las estrellas. Lo que estaba
a punto de hacer me producía consternación.
La música y las imágenes flotaban sobre una multitud mayoritariamente
geshel, y unas voces narraban los detalles que todos conocíamos de memoria,
naderitas y geshels por igual. Veinticinco años antes, Korzenowski y sus asistentes
habían completado, conectado e inaugurado la Vía. Desde mi infancia, la Vía me
había atraído. Era el único lugar —si así podía llamarse— donde yo podría afrontar
las pruebas que anhelaba.
En la. historia de la humanidad, ¿ hubo alguna vez algo más audaz? La Vía,
que parte de la séptima cámara de Thistledown y es el interior (no hay «exterior»)
de un infinito tubo inmaterial de cincuenta kilómetros de diámetro, con una
superficie lisa y árida del color del bronce recién fundido, es un universo vuelto de
dentro hacia fuera, atravesado por una singularidad axial denominada «la falla».
Aberturas potenciales a otros tiempos y lugares, historias y realidades,
jalonan como cuentas la superficie de la Vía...
Mis padres —y la mayoría de mis amigos de juventud— eran nádenlas
devotos, de esa secta semiortodoxa conocida como «los viajeros». Creían que era
destino de la humanidad haber abierto siete cámaras en el asteroide Juno, haberle
añadido motores Beckmann y haber convertido ese enorme planetoide en una
nave estelar, bautizada como Thistledown. Creían —como todos, salvo los
naderitas extremos— que era correcto y justo transportar a millones de personas
por el vacío interestelar para colonizar nuevos mundos. Nuestra familia había
vivido durante siglos en Alexandria, en la segunda y tercera cámaras. Todos
habíamos nacido en Thistledown. No conocíamos otra existencia.
Ellos no creían en la creación de la Vía. Casi todos los naderitas convenían
en que aquello había sido una abominación de Korzenowski y de los ambiciosos
geshels.
Al desvincularme de la mujer que habían escogido para mí en mi juventud,
en mi Maduración, yo pondría fin a mi vida como naderita.
Los trenes llegaron festivamente mientras láminas rojas y blancas se
arqueaban sobre la estación. La muchedumbre rugió como una bestia monstruosa
pero feliz y me empujó por el andén hasta las puertas abiertas de par en par para
recibirnos. Yo estaba perdido en un mar de rostros risueños y de gente que
procuraba mantenerse erguida entre los empellones.
íbamos tan hacinados que apenas podíamos movernos. Una joven se
aplastó contra mí, me miró, se sonrojó. Sonreía feliz, pero un poco asustada.
Vestía a la moda geshel, pero por el corte de cabello se veía que era de familia
naderita. Se rebelaba, sumándose a la muchedumbre geshel en esta celebración
non sancta, tal vez sin ningún interés por el motivo de la celebración.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, mordiéndose el labio como si esperase un
reproche.
—Olmy —respondí.
—Estás atractivo con esa máscara. ¿Tú mismo la hiciste?
Le sonreí. Tendría cinco años menos que yo, que ya había celebrado mi
Maduración y era todo un adulto. Naderita o geshel, pero fuera de lugar. Se frotó
contra mí en el tumulto, medio a propósito. Me atraía poco, pero me preocupaba.
—¿Vas a ver la Vía? ¿A visitar Ciudad de Axis? —pregunté, inclinándome
para susurrárselo al oído.
—Sí—respondió con los ojos brillantes—. ¿Y tú?
—Más tarde. ¿Te espera tu familia?
Se sonrojó.
—No.
—¿Tu vincular?
—No.
—Yo me lo pensaría dos veces. Los geshels pueden descontrolarse cuando
están de fiesta. La Vía los embriaga.
Ella pestañeó cautelosamente.
—Es mi cabello, ¿verdad? —dijo, frunciendo los labios. Procuró alejarse de
mí, abriéndose paso entre la multitud, mirando con rencor por encima del hombro.
Para los jóvenes —y a los treinta años, en una cultura donde se podía vivir
siglos, yo sólo podía considerarme muy joven— ser geshel era mucho más
interesante que ser naderita. Todos vivíamos dentro de un milagro tecnológico, y
parecía que el alma de Thistledown se había cansado del encierro. Los geshels,
que abrazaban los cambios y tecnologías más extremos, contraponían el atractivo
de la aventura en la Vía a la aburrida certidumbre de varios siglos más en el
espacio, viajando con Thistledown en busca de planetas desconocidos en torno a
una estrella distante.
Habíamos superado las metas de nuestros antepasados. A muchos nos
resultaba irracional aferramos a una filosofía pasada de moda.
Pero algo me molestaba, la pérdida de bienestar y certeza...
El tren atravesaba la roca del asteroide, por debajo de Ciudad Thistledown,
y más noticias sobre la celebración se proyectaron sobre el rostro de los
pasajeros. Canciones e historias flotaban sobre nosotros.
Durante veinticinco años, la Vía, una frontera infinita llena de misterio y
peligros inagotables, ha fascinado a los pioneros. Aunque creada por los
ciudadanos de Thistledown, ya antes de su inauguración la Vía fue utilizada por
inteligencias violentas e ingeniosas: los jarts. Ahora que la influencia jart ha sido
desplazada más allá de los dos primeros miles de millones de kilómetros de la Vía,
se han abierto puertas y se han descubierto nuevos mundos...
Me abrí paso entre la multitud y bajé del tren en la cuarta cámara. En el
andén al aire libre había pocos curiosos, la mayoría naderitas que huían a los
bosques, cauces acuáticos, desiertos y montañas para escapar de la celebración.
Pero incluso allí el cielo que llenaba la cámara cilíndrica titilaba con colores
brillantes. El cilindro de luz amarillenta que atravesaba el eje de la cámara se
había transformado en una palpitante obra de arte.
—Están exagerando —gruñó un anciano naderita en el andén, dignamente
ataviado con túnica gris y azul. Su esposa asintió.
La luz verde y roja chispeaba a veinte kilómetros de altura. Líneas
intensamente blancas serpenteaban dentro del fulgor.
Había bosques alrededor de la estación y de los hoteles. Desde el suelo, la
inmensidad de la cámara se revelaba gradualmente, de manera ilusoria. A lo largo
de cinco kilómetros a ambos lados, paralelamente a las chatas paredes grises de
roca y metal que cerraban el cilindro, el paisaje parecía plano, como habría
parecido en la Tierra. Pero la curva del cilindro formaba un puente de tierra que se
cerraba por encima de la cabeza de uno, a cincuenta kilómetros de distancia, con
bosques, lagos y montañas suspendidos en una atmósfera brumosa, transfigurada
por la luz inusitadamente alegre.
En otros tiempos, las cámaras se llamaban «jaulas de ardilla». Aunque
inmensas, tenían aproximadamente las mismas proporciones. Toda la nave giraba
sobre su largo eje, y la fuerza centrífuga presionaba las cosas contra el suelo de
las cámaras con una aceleración equivalente a seis décimos de la gravedad de la
Tierra.
El corazón me pesaba como plomo.
El andén estaba a pocos kilómetros del bosque de Vishnu, donde me
aguardaba mi vincular.
Caminé, contento con el retraso y el ejercicio.
Uleysa Ram Donnell estaba sola junto al raíl externo, bajo el pabellón
donde antaño habíamos celebrado juntos nuestra Maduración. Entonces teníamos
diez años. Estaba apoyada en la baranda de madera, frente a gigantescos pinos
tan viejos como Thistledown, una pequeña silueta negra en la pista de baile
desierta. La alta cúpula blanca la protegía de la luz irisada del tubo. Subí la
escalera despacio, y ella me esperó con los brazos cruzados. Su placer de verme
se convirtió en preocupación. Habíamos pasado bastante tiempo juntos
preparándonos para ser marido y mujer, y nos conocíamos lo suficiente para
percibir nuestros estados de ánimo.
Nos abrazamos bajo la alta cúpula de pino blanco.
—Me has descuidado —dijo Uleysa—. Te he echado de menos.
Uleysa era tan alta como yo y después de besarme me miró fijamente con
sus grandes ojos negros un poco entornados, con suspicacia. Tenía un rostro
adorable, marcado por la inteligencia y la preocupación, nariz levemente curva,
barbilla redonda y retraída.
Nuestro vínculo era muy especial para nuestros padres. Esperaban una
fuerte unión naderita que nos abriera las puertas de una carrera política en la
ciudad y tal vez en toda la nave. Sus padres habían mencionado que quizá
llegáramos a ser representantes del Hexamon, administradores conjuntos, parte
del resurgimiento del liderazgo naderita.
—Has cambiado —dijo Uleysa—. Tus cartas...
Por un instante vi en sus ojos algo parecido al pánico.
Dije lo que tenía que decir, sin orgullo y sin prisa. Mi aturdimiento se
convirtió en parálisis.
—¿Adonde irás? —preguntó ella—. ¿Qué harás?
—Otra vida.
—¿Tanto te aburro?
—Nunca me has aburrido —protesté—. Los fallos están en mí.
—Sí —dijo ella, entornando los ojos, apretando los dientes—. Creo que
tienes razón.
Yo quería besarla, agradecerle el tiempo que habíamos compartido, el
crecimiento, pero tendría que haberlo hecho antes de hablar. Ella me apartó con
brusquedad y violencia.
Salí de aquella cúpula sintiéndome desdichado y libre a la vez.
Al regresar a la sexta cámara en otro tren atestado, me sentía vacío.
Uleysa no había llorado. Yo no esperaba que lo hiciera. Era fuerte y
orgullosa y no le costaría encontrar otro vincular. Pero ambos sabíamos una cosa.
Yo la había traicionado, y había traicionado los planes de nuestras familias.
Me proponía entregarme sin reservas a la celebración. Al bajarme en la
sexta cámara, aguardé en el centro Korzenowski con otros que esperaban que los
coches de construcción los llevaran a la séptima. Caían goterones de lluvia de las
espesas nubes que tapaban el techo transparente.
Casi siempre llovía en la sexta cámara. La maquinaria que cubría casi toda
la cámara, transfiriendo y modelando fuerzas que escapaban a mi comprensión,
generaba un calor que era preciso expulsar, y aquel antiguo método había
resultado ser el mejor.
Pensé en el rostro de Uleysa, en sus ojos entornados, y sentí una
inesperada punzada de dolor. Mi conciencia de quién era y dónde estaba se
encogió como los cuernos de un caracol. Los implantes no me impedían tener
emociones negativas, y no intenté suprimirlas. Uleysa no tenía controles de
afecto. Yo merecía mi propia cuota de sufrimiento.
Alguien me tocó, y por un instante pensé que me interponía en su camino
hacia los coches. Pero los coches aún no habían llegado. Al darme la vuelta vi a
Yanosh Ap Kesler.
—Parece que te hubieran zurrado —comentó—. Sólo te faltan las
magulladuras.
Sonreí con desgana.
—Es culpa mía —dije.
Yanosh llevaba en torno al cuello el píctor que estaba de moda, aunque no
me hablaba en picts. Por lo demás, su atuendo era del estilo llamado atómico, un
tanto conservador, azul y beige en la cintura, perneras negras, zapatillas grises,
telas lisas sin imágenes incrustadas.
—Sí... Bien, hace dos días que te busco.
—Estaba de servicio —dije.
Yanosh era un viejo amigo. Nos habíamos conocido cuando éramos jóvenes
en el colegio naderita de Alexandria. Yo le había hecho algunos favores fáciles que
habían ocultado sus aventuras menos discretas. En general, era mejor juez de
circunstancias y caracteres que yo, y había ascendido en su carrera más pronto.
Pero yo no estaba de humor para tener compañía, ni siquiera la suya.
—Así fue como te localicé. Convencí a alguien de que necesitaba conocer tu
paradero... desesperadamente.
—El rango tiene sus privilegios.
Frunció el ceño y torció el cuerpo antes de recriminarme.
—Deja de ser tan obtuso. ¿Adonde vas?
—A la séptima cámara.
—¿A Ciudad de Axis?
—Luego.
—Ven conmigo. No tendrás que hacer cola.
Hacía cuatro meses que habían nombrado a Yanosh tercer administrador
de la séptima cámara y de la Vía. Había llegado a ese centro de poder y actividad
desde una familia similar a la mía. Hijo de naderitas devotos, se había pasado a
los geshels poco después de la inauguración de la Vía, como muchos otros.
Todos respetábamos la filosofía del Hombre Bueno, cruzado y crítico
cauteloso de esa tecnología que había sido causa de Muerte; pero eso había
sucedido diez siglos atrás.
—¿Más privilegios? —pregunté.
—Sólo amistad —dijo Yanosh.
—Hace un año que no me hablas.
—No has estado muy a mano.
—Tal vez ahora prefiera las multitudes.
—Es importante —dijo Yanosh. Me cogió del brazo. Traté de zafarme pero
él insistió. En vez de dejarme arrastrar, cedí y caminé junto a él. Apoyó la palma
en una puerta de seguridad y recorrimos un frío corredor que conducía a un
conducto de mantenimiento. Una hilera de luces se perdía en la oscuridad de un
túnel ancho y largo.
—¿Qué es tan importante?
—Puedes escuchar algo increíble, como un favor —dijo Yanosh—. Y tal vez
consiga salvar tu carrera.
Silbó y un reluciente taxi con distintivo del Nexo salió de las sombras,
flotando a pocos centímetros del suelo negro.
—Los naderitas te están investigando —me dijo Yanosh mientras el taxi
atravesaba el túnel que conducía de la sexta a la séptima cámara.
—¿Por qué? —pregunté, sonriendo irónicamente—. Estoy en Defensa de la
Vía. Acabo de distanciarme del último ritual naderita de mi vida...
—Lo sé. Pobre Uleysa. Yo que tú habría intentado convencerla de que me
siguiera. Es una buena mujer.
—No le haría eso —dije, mirando las relampagueantes luces de
mantenimiento por la ventanilla. Oscuros robots se apartaron para cedernos el
paso—. Ella toleraba mis defectos, pero no estaba de acuerdo con ellos.
—Aun así, le habría gustado que la tentaras. ¿Debería ir a buscarla para
ofrecerle consuelo? Es hora de que funde una tríada familiar.
Me encogí de hombros, pero un tic mío le hizo sonreír.
—Por mucho que necesite renovar mis contactos con los viajeros, no sería
tan bruto. Los naderitas buscarán obtener el control del Nexo dentro de pocas
semanas. Tal vez lo obtengan. El coste de la lucha contra los jarts está
provocando conflictos incluso entre los administradores geshels más
recalcitrantes. Si los naderitas ganan, el Nexo cambiará de rostro... y los jóvenes
quedaremos relegados durante una década. Mi carrera de administrador pende de
un hilo. Y, de paso, la Vía puede correr peligro.
Lo miré con verdadera sorpresa.
—No podrían formar la coalición necesaria para eso.
—Nunca subestimes a la gente que nos creó.
El taxi cogió por una autopista recta bajo una luz brillante y perlada. Había
arena de color tostado a un lado y blanca al otro. Estábamos a cinco kilómetros
del acceso público a la séptima cámara. A nuestras espaldas retrocedían las grises
alturas del casquete meridional de la séptima cámara, un inmenso acantilado.
Delante no había casquete. No había final.
La Vía se extendía para siempre, o al menos hasta distancias
incomprensibles e inconmensurables. Éste era el logro de Korzenowski: conseguir
que Thistledown fuese más grande por dentro que por fuera y abrir un infinito
potencial para la aventura y el peligro; por eso lo habían asesinado poco después
de la inauguración de la Vía.
El no podía haber previsto la existencia de los jarts.
—Es una cuestión de estabilidad económica —dijo Yanosh—. Pero las
pasiones se han inflamado durante los últimos veinticinco años.
—Se están abriendo puertas. Algunos naderitas se están inscribiendo para
inmigrar.
—La política no es un arte racional, ni siquiera en Thistledown. Llevamos
mucho de la Tierra en nosotros.
Miré hacia arriba. En el centro de la luz que brotaba del casquete sur, una
línea delgada se hacía visible como una ausencia perturbadora. La creación de la
Vía, por una necesidad metafísica que yo comprendía sólo a medias, había
generado una singularidad que iba a lo largo del universo premodelado de
Korzenowski: la falla. Encaramada sobre la falla, a sesenta kilómetros del
conducto del casquete sur, se estaba construyendo por tramos una ciudad
colgante.
Hacia el eje, una sección nueva se extendía sobre la arena blanca cubierta
de robots que parecían hormigas sobre una torta de azúcar. Se convertiría en la
mitad de Axis Nader que faltaba, una concesión a aquellas fuerzas que ni siquiera
creían en la Vía. Sobre nosotros ya flotaban tres sectores colgantes de Ciudad de
Axis: blancos, acerados y grises; grandes monumentos cilíndricos tachonados de
torres que se elevaban un kilómetro o más sobre sus cuerpos principales. La
ciudad relucía diáfana en la delgada atmósfera que cubría el suelo de este sector
de la Vía. Al final de la autopista, a sesenta kilómetros del casquete sur, un cable
privado colgaba de la ciudad de arriba. El coche se detuvo junto a la góndola del
cable.
—¿Qué creen que he hecho? —le pregunté a Yanosh.
—No sé. Nadie lo sabe. Es algo que ni siquiera el primer administrador de
Alexandria está dispuesto a decir.
—Soy un soldadito de un ejército enorme. Apenas tengo rango siete. No
merezco tanto alboroto.
—Eso dice la gente sensata... este mes. Acusaciones secretas demasiado
graves para ser mencionadas entre extremistas que presuntamente ni siquiera
ejercen influencia sobre los sectores radicales. —Se volvió hacia mí mientras se
abría la puerta de la góndola—. ¿Tiene sentido?
Lo tenía, pero yo no podía decírselo a él ni a nadie. Teóricamente, era
posible revivir a Korzenowski si los geshels cambiaban las leyes. Podía convertirse
en un símbolo muy poderoso. Tal vez la única otra persona que lo sabía había
cambiado de parecer, o había sido indiscreta.
—No —dije.
—Seguiremos hablando en mi oficina.
La oficina de Yanosh daba a una pared externa del primer distrito
terminado de Axis Naden Las oficinas del Nexo se apiñaban como cristales de
cuarzo en este barrio exterior.
—Refutaré un absurdo con otro —dijo Yanosh—. Éste es mucho más
importante. ¿Has oído hablar de Jaime Carr Lenk? —Se apoyó en el borde de su
reducido tablero de trabajo. Detalles de la construcción de Ciudad de Axis titilaban
alrededor de Yanosh.
—Encabezaba un grupo de naderitas radicales que se hacían llamar
divaricatos. Desapareció.
—Sabemos adonde ha ido. Reunió a cuatro mil adeptos divaricatos, y
algunas humildes máquinas y se fue a construir Utopía.
Me pregunté si Yanosh bromeaba. Adoraba las historias acerca de la locura
humana.
—¿Adonde? —pregunté.
—Pregunta errónea —dijo Yanosh, estudiándome el rostro.
Los límites de Thistledown eran bien conocidos. Existían escondrijos, pero
no para tanta gente. Entonces me di cuenta de la enormidad de aquello, tanto por
el número de desaparecidos, cuatro mil ciudadanos, como por el hecho de que su
desaparición había pasado inadvertida y no se había difundido la noticia. Sentí una
gran curiosidad, pero obré con cautela.
—¿Como, entonces? —pregunté.
—La devoción de esa gente por Lenk era total. Incluso adoptaron su
nombre y le aplicaron honoríficos, como al propio Nader. Todos ocultaron sus
huellas. Individualmente, o como familias o grupos, alegaron estar en un retiro
consagrado al conocimiento, en una u otra cámara, en una u otra ciudad. Según
las leyes de la coalición, los organismos del Nexo no debían buscarlos ni
interrogarlos hasta que regresaran a la vida secular. Lenk escogió familias
enteras, maridos con sus mujeres, padres con sus hijos; no elementos sueltos,
sino tríadas. Desaparecieron sin dejar rastro hace cinco años. Sólo se anunció la
desaparición de Lenk. Los demás...
—¿Adonde los llevó?
—Vía abajo. Con la complicidad de dos aprendices de abrepuertas, creó un
pasaje ilegal en una pila geométrica.
—¿Nadie lo sabía?
Mi asombro se convirtió en incredulidad. Me aliviaba no tener que pensar
en mi otro problema, siempre que fuera tal problema y no una falsa alarma.
—Fuimos víctimas de una maniobra, claro, pero eso no es excusa.
Escogieron una región próxima a la frontera, cerca de los límites jarts. Usaron el
conflicto del 748 como tapadera. Se escabulleron detrás de las fuerzas defensivas,
disfrazándose de unidad de soporte. Nadie los detectó. Contaron con ayuda...
todavía lo estamos investigando. Parece que Lenk tenía contactos. Alguien le
habló de Lamarckia.
—¿Lamarckia? —El nombre sonaba exótico.
—Un secreto muy bien guardado.
—¿El Nexo guarda secretos? —pregunté irónicamente.
Yanosh ni siquiera pestañeó.
—Hace doce años los primeros prospectores de puertas descubrieron un
mundo extraordinario. Muy terrícola. Lo llamaron Lamarckia. Había poco tiempo
para explorar, así que después de realizar una breve investigación cerraron la
puerta, marcaron un nódulo y lo reservaron para su posterior estudio. Todos esos
descubrimientos se han mantenido en secreto, para impedir episodios de este
tipo.
—¿Cómo es posible que se sepa algo sobre Lenk después de tanto tiempo?
—Un inmigrante regresó. Robó una de las dos clavículas que poseía Lenk y
regresó por entre una maraña de mundolíneas de la pila. Una fallonave de defensa
lo encontró medio muerto en un traje de presión agotado. Lo trajo aquí.
A través del suelo transparente, Yanosh miró las inmensas grúas y las
telarañas de cables y los líquidos campos de tracción rojos y verdes que alzaban
piezas del nuevo distrito desde el suelo de la Vía.
—Algunos dicen que quizá nunca podamos regresar a Lamarckia, por culpa
de lo que ellos han hecho. Otros, en quienes confío más, dicen que puede ser
difícil, pero no imposible. Los abrepuertas temen que una clavícula caiga en
manos de los jarts... si tienen manos. Podríamos perder el control de esa región
en cualquier momento. El Nexo ha convenido en enviar un abrepuertas de rango
medio para revisar los daños. Ha pedido que lo acompañe un investigador. Se
mencionó tu nombre. Y no fui yo quien lo mencionó.
—¿No? —Sonreí con incredulidad. Él permaneció serio.
—Tal vez sea el mundo más bello que hemos descubierto. Algunos geshels
sugieren que Lamarckia podría convertirse en nuestro refugio si perdemos la
guerra. —Enarcó las cejas críticamente—. Es el más terrícola de los diez mundos
que hemos tenido tiempo de abrir.
—¿Por qué no lo hemos desarrollado?
—¿Podríamos haberlo conservado, en tal caso? Los jarts nos han expulsado
de esa pila, y nosotros a ellos. Y eso se ha repetido tres veces desde el
descubrimiento.
Se sabía poco o nada sobre la anatomía, la psicología o la historia de los
jarts. Se sabía aún menos sobre el modo en que habían construido su puerta
inversa después de la creación de la Vía, y antes que se inaugurase y se conectara
con Thistledown.
Los jarts habían lanzado una feroz ofensiva sorpresa en el momento de la
inauguración, matando a miles de personas. Desde entonces, ambos bandos
habían librado una guerra sin cuartel, recurriendo a todas las armas disponibles,
incluida la física de la Vía. Sus constructores, y los que tenían acceso a sus
muchas realidades, podían convertir vastos tramos de la Vía en lugares inhóspitos
para cualquier criatura viviente.
Yanosh me miró desafiante.
—El Nexo desea que alguien viaje a Lamarckia y recobre la otra clavícula.
Mientras esa persona esté ahí, también puede estudiar mejor el planeta. Sabemos
poco, sólo contamos con un breve informe. Lamarckia parece ser un paraíso, pero
su biología es insólita. Necesitamos saber qué daños ha causado Lenk.
—¿Y no me propusiste inmediatamente?
Yanosh sonrió. Sacudí la cabeza dubitativamente.
—Tengo fama de ser terco y desobediente, aunque capaz. Dudo que mis
comandantes de división me recomendaran.
—Me preguntaron por ti, y dije que podías hacerlo, que incluso podías
disfrutar haciéndolo. Pero, con franqueza, no es la misión que encomendaría a un
viejo amigo.
Yanosh sospechaba que yo me aburría siendo un mero soldado y que
necesitaba una oportunidad para descollar; sabía, sin que yo se lo dijera, que mi
personalidad no encajaba en Defensa de la Vía. La situación con los jarts se había
estabilizado por el momento en un tenso empate. Una misión del Nexo —una
misión difícil— me garantizaría un ascenso rápido, si tenía éxito.
Yanosh sabía que en otra época yo había tenido tratos con divaricatos. Mis
padres habían conocido a varios. Quince años antes yo había conocido a Jaime
Carr Lenk. Conocía sus costumbres.
—Los líderes geshels del Nexo me han encomendado resolver el problema
de Lamarckia —dijo Yanosh—. Es mi propio bautismo de fuego. Y una prueba. Si
aceptas y triunfas, ambos saldremos ganando... Así que respondí que preguntaría,
pero no te respaldé específicamente.
—¿Y los inmigrantes?
—Traerlos de vuelta será políticamente conflictivo. Los divaricatos tienen
una actitud muy especial hacia la Vía. La aborrecen, pero creen que pueden
usarla. Siempre han hablado de una patria alejada de Thistledown y los geshels.
Una nueva Tierra. Pero a decir verdad, por el momento los geshels siguen
gobernando el Nexo, y el planeta nos interesa más que la gente. Si han interferido
(y parece inevitable que lo hayan hecho, siendo como son), los traeremos de
vuelta y Lenk irá a juicio. Eso ensuciaría la fama de los grupos radicales.
—Una perspectiva sombría.
Yanosh no afirmó lo contrario.
—Es una misión grandiosa —dijo—. Un planeta entero a tu disposición. No
será fácil, pero debo admitir que en cierto sentido te va que ni pintado, Olmy.
Me pregunté si no estaría siendo un tanto paranoico con lo de mi secreto.
No había pasado los últimos cinco años haciendo sólo de soldado, y Yanosh, o sus
superiores, no eran los primeros que me consideraban útil fuera de Defensa de la
Vía. Sin embargo, aquello iba más allá de mis aptitudes conocidas.
—¿Y me han escogido por alguna otra razón? —pregunté.
—No sé qué has hecho para molestar a los naderitas, pero esto te deja
fuera de la guerra política. Esta misión podría servirte de celda, de lugar donde
nadie podría alcanzarte hasta que resolvamos la situación política. No sé en qué
estás metido.
—Siempre he sido leal al Hexamon.
—También el Nexo valora la lealtad.
—Haces distinciones muy sutiles. El poder viene y va. Doy al cesar lo que
es del cesar.
Yanosh apartó los ojos, entornándolos con repentina fatiga.
—Te has convertido en un enigma para la mayoría de nuestros amigos. ¿A
quién eres leal? ¿A los geshels o a los naderitas?
—Korzenowski era naderita y construyó la Vía.
—Pagó por su arrogancia.
—Y tú... ¿a quién eres leal?
—No has respondido a mi pregunta.
—Afortunadamente para todos, no tenemos que revelar a quién somos
leales para servir en Defensa ni en el Nexo. Durante años he servido a los
intereses de los geshels.
—Pero Uleysa... —Yanosh enarcó las cejas, aludiendo tácitamente a
muchas cosas, a todo lo sucedido desde nuestro último encuentro. Desde que
éramos amigos, la capacidad perceptiva de Yanosh me había irritado más de una
vez.
—Un error. No político. Personal. Pero si el Nexo quiere que se realice una
tarea... ¿por qué envía sólo a una persona?
Yanosh me miró intensamente, como si viera a través de mí.
—Tu rostro. Tus ojos. Nunca has tratado de adaptarte, ¿verdad?
—Nunca lo he necesitado.
—Es más que eso. —Yanosh sacudió la cabeza—. No importa. —Suspiró—.
Ojalá hubiera nacido antes de que el Hexamon inaugurase la Vía. Las cosas eran
mucho más simples.
—Y más aburridas. Me pregunto hasta qué punto confías en mí.
—Para serte franco, no he tenido más remedio que entrevistarte. Me
pusieron en esta situación las artimañas de tácticos cuyas motivaciones nunca son
del todo claras. Te creo capaz de cumplir la misión, naturalmente, y no creo que
sea mi pellejo el que está en juego. Y si aceptas, sería para mí un alivio.
—Alguien valora mucho Lamarckia.
—La ministra presidencial en persona. Eso me han dicho. Quiere saber más
acerca de Lamarckia, pero no puede organizar una gran expedición por el Nexo en
este momento. Los jarts deben ser nuestra principal preocupación. En cierto
modo, eres una ficha en una enorme apuesta. La ministra presidencial apuesta a
que pueden ponerte solo en Lamarckia para que recabes información y juzgues la
situación. Cuando convenza al Nexo de que es preciso enviar una expedición de
más envergadura, dicha expedición tropezará con menos contratiempos. Se
pondrán en contacto contigo, tú los pondrás al corriente y, todos juntos,
reclamaremos Lamarckia.
—Entiendo.
—Creo que ella ganará la apuesta, aunque los naderitas lleguen a controlar
el Nexo. Sus argumentos son irrebatibles. Dentro de semanas o de meses, si la
pila geométrica colabora, tendrás mucha compañía.
—¿Y si no obtienen aprobación del Nexo, y no es posible abrir la puerta?
—Tendrás que encontrar la segunda clavícula de Lenk y abrir tu propia
puerta.
—Eso sí que me suena a celda.
—Nadie cree que la misión sea fácil o segura.
Para mí aquello representaba un reto, al igual que el inconstante
entusiasmo de Yanosh.
—Perfecto —dije. En esa pequeña oficina de vistas espectaculares, atestada
de las perspectivas de futuro de Ciudad de Axis, le sonreí a mi viejo amigo—. Me
interesa, desde luego.
—Me temo que con tu interés no basta —dijo Yanosh, retrocediendo y
entrelazando las manos—. Necesito una respuesta. Pronto.
El instinto me aconsejaba rechazar la misión. A pesar de los contratiempos
recientes, yo tenía planes bastante atractivos. También tenía responsabilidades,
las cuales me convertían en alguien mucho más importante y valioso de lo que
parecía, más de lo que Yanosh o la gente del Nexo podían sospechar.
Pero también tuve en cuenta mi inexperiencia. El tiempo que había pasado
en Defensa de la Vía había sido un desperdicio. No seré nada a menos que me
temple en una prueba. La refutación de este argumento era mucho más
convincente: No serás nada si estás muerto, o perdido y olvidado en un mundo
aislado de la Vía.
La voz de la razón estaba a punto de prevalecer. Pero otra voz se interpuso
y respondió por mí, la voz sobre la cual mi padre me había advertido y que mi
madre había deplorado.
—Iré —dije.
Yanosh me miró socarrón, luego me aferró el hombro con firmeza.
—ímpetu y gallardía. Es lo que esperaba.
Yo era bastante cínico en lo concerniente a mis lealtades. Ya no sabía quién
era. Largarme —largarme del todo— parecía una buena solución. Mi secreto
estaría a salvo, pensé, si me marchaba.
Así se escribe la historia a veces. Contactos simples y decisiones simples;
consecuencias imprevisibles.
Estudié el informe secreto Dalgesh, preparado por tres topógrafos poco
después del descubrimiento de Lamarckia. Lamarckia era el segundo planeta de
un sol amarillo, nacido en una región galáctica relativamente pobre en metales sin
relación con ningún lugar conocido de nuestra propia galaxia. Los topógrafos
habían tenido dos días escasos para realizar su trabajo antes de que se cerrara la
puerta, así que sus hallazgos eran incompletos. Habían dejado tres monitores en
el continente más vasto, pero no habían lanzado satélites. Las fotos y grabaciones
mostraban un mundo familiar y extraordinario a la vez.
Me interesaba particularmente la planificación logística de Jaime Carr Lenk.
El Buen Lenk había abandonado selectivamente las restricciones de los divaricatos
para posibilitar la inmigración. En Lamarckia no había sustancias alimenticias
nativas probadas y confirmadas, y tampoco había soporte para nuestras máquinas
al margen de aquello que pudieran transportar los inmigrantes. Los
expedicionarios llevaban comida para seis meses y sistemas personales de
purificación de agua. También se habían llevado semillas tradicionales selectas:
granos, frutas, árboles madereros, hierbas, plantas ornamentales. Aunque
Lamarckia carecía del complejo ecosistema de la Tierra para permitir la
agricultura, los humanos habían diseñado monocultivos que sólo necesitaban las
sustancias químicas que proporcionaban los humanos. De hecho, los humanos
constituían su ecosistema esencial. Las sustancias químicas, creían los
inmigrantes, se podían encontrar o sintetizar en Lamarckia.
Los inmigrantes no se llevaron animales. Transportaron tres pequeñas
factorías para fabricar herramientas y componentes electrónicos para las
máquinas, y veinte tractores, todos con capacidad de autorreparación.
En cierto sentido, Lenk se había atenido a sus creencias divaricatas. Los
inmigrantes se habían negado a llevar nutríforos, sustancias orgánicas artificiales
de alta eficiencia que los podrían haber alimentado indefinidamente. Pero los
nutríforos no existían en tiempos de Nader, y el Hombre Bueno desconfiaba de la
ingeniería genética.
Yanosh me acompañó a las cámaras de Axis Nader donde residía el
informador. Se llamaba Darrow Jan Fima. Era un hombre menudo y huraño,
vestido con ropa sencilla de color marrón. Ahora que había recobrado la salud —en
un entorno médico avanzado contrario a las creencias divaricatas— ansiaba contar
de nuevo su historia, exponer todos los detalles que conocía.
Nos habló acerca de Claro de Luna, la aldea y puerto de embarque cercano
a su punto de salida, el lugar más probable para el surgimiento de una nueva
puerta; acerca de las ciudades y las rutas fluviales y marítimas; acerca de la breve
historia de los inmigrantes, con sus privaciones, sus conflictos sobre la
planificación de aquel viaje sin retorno, las rivalidades entre facciones, las
inevitables maniobras políticas en cualquier grupo de gente de ese tamaño. Y
también nos habló acerca de la biología de Lamarckia, de lo poco que los
inmigrantes habían llegado a comprenderla.
Al final, contrito, lloriqueando, presa de la emoción, el informador nos
habló de los adventistas, un grupo de oposición al liderazgo de Lenk. Nunca
habían sido muy eficaces; esperaban que el Hexamon enviara a gente para
devolverlo a Thistledown. En cada ciudad, dijo, habían dispuesto un operativo para
allanarle el camino al Hexamon. Los rumores relacionados con los investigadores
del Hexamon habían ascendido a la categoría de mitos populares. Pero nadie había
ido.
Darrow Jan Fima había reñido con sus compañeros adventistas, había
desertado, y fingió servir a Lenk. Trabajó durante un año para ser aceptado en el
consejo de Lenk.
Entonces robó la clavícula.
—¿Por qué tardasteis tanto? —se quejó—. Tuve que mentir, tuve que
cometer muchas ruindades. —Al fin confesó en un susurro los pecados de su
gente—: Nos hemos apartado de las madres de la vida. —Y añadió, sonriendo
como si me diera un regalo—: Lamarckia no es mal lugar para morir...
No le creí. A fin de cuentas, él se había ido de allí.
Inicié mi adiestramiento. Yanosh me dio todos los recursos que necesitaba.
Concerté citas para hacerme quitar todos mis suplementos.
Eso habría complacido a mi madre pero, por supuesto, no se enteraría.
La plateada y ahusada fallonave recorría el centro de la Vía a trescientos
kilómetros por segundo. Yo iba en uno de los dos mullidos y blancos asientos de
proa, escrutando ese resplandor cóncavo que parecía preñado de inquietantes
promesas. Estaba atrapado entre el aturdimiento, la exaltación y el terror.
Me palpé las manchas rosadas del cuello y la muñeca, sintiendo una nueva
soledad. Desde la muerte de mi padre, me había sometido a una serie de mejoras
mentales que él no aprobaba: diminutos ingenios en la cabeza y el cuello que
aceleraban los pensamientos, mejoraban la memoria, me daban ciertas aptitudes
y bases de conocimientos y también establecían contacto directo con Memoria de
la Ciudad, con millones de individuos y miles de bibliotecas.
Para pasar inadvertido entre los divaricatos de Lenk, que no llevaban esos
implantes, me habían despojado de mis voces, ojos y mentes adicionales. Dentro
de mis pensamientos ahora había un solo yo. Sentía una extraña vergüenza.
Estaba desnudo de un modo que nada tenía que ver con ir en cueros.
La fallonave inició su larga y lenta desaceleración. A sólo cuatro metros de
mí, la falla emitía su fulgor rosado, que relampagueó con la presión de las grapas
de la nave. La fallonave no se detenía por fricción, sino introduciendo las grapas
en una región prohibida del espacio-tiempo.
—Salud, ser Olmy Ap Sennon. —El abrepuertas Frederik Ry Ornis, alto y
delgado como una mantis religiosa, se acomodó en la cabina, se estiró en el
asiento y dejó que los cojines blancos le envolvieran las caderas y el pecho—.
¿Cuánto hace que no abrazas la falla?
A pesar de mis concesiones a las modas y la tecnología geshels, al menos
había conservado la estructura natural de mi cuerpo. Ry Ornis pertenecía a esa
nueva raza que exploraba formas más radicales.
—Hace unos años. Y nunca llegué tan al norte.
—No muchos han llegado tan al norte —dijo Ry Ornis con expresión
contrita—. No recientemente. Los jarts están a menos de un millón de kilómetros
de aquí. —Estiró un largo dedo de cinco articulaciones y señaló hacia delante con
elegancia.
Los abrepuertas como Ry Ornis habían adquirido un poder y un prestigio
inmensos. Sentí cierta envidia.
—Tardaremos una hora en llegar a la pared —dijo—. No estoy demasiado
entusiasmado.
—¿Porqué?
Ry Ornis me miró con escepticismo.
—¿Ansioso de iniciar tu primera misión? —preguntó.
—Supongo —respondí con una sonrisa cauta.
—¿Dispuesto a demostrar tu lealtad al Nexo del Hexamon, preparado para
la aventura?
Mi sonrisa se borró. Hice un gesto de indiferencia.
—No hay que descubrir este lugar —se quejó Ry Ornis con una mueca de
disgusto—. Ya lo han visitado aficionados. Me imagino lo que hicieron para aislar
la mundolínea correcta. Tal vez hayan desquiciado la puerta embriónica,
reduciendo nuestros accesos a tres o cuatro, a lo sumo. Así que no tengo margen
de error. Si desbarato algunas mundolíneas, tu viaje será sólo de ida, y Lamarckia
no le servirá de nada a nadie.
No me caía bien Ry Ornis. La mayoría de los abrepuertas me ponían
nervioso. Sus talentos pertenecían a un plano diferente, y sus personalidades eran
radicalmente opuestas a la mía.
Los minutos se sucedieron. Ry Ornis parecía hipnotizado por el infinito
espectáculo que veíamos en el exterior. Se inclinó en el asiento.
—Francamente, los miembros del consejo y los administradores tienen
muchas cosas en la cabeza. Si Lamarckia fuera importante de veras, ¿no crees
que le habrían consagrado más esfuerzos, en vez de enviarte sólo a ti?
Mis emociones estallaron en una seca carcajada.
—He pensado en ello —admití.
—¿Por qué aceptaste hacer esto?
—Este trabajo me va. ¿Por qué aceptaste tú?
Ry Ornis hizo otra mueca, torciendo el rostro como una máscara de circo.
—Entre los abrepuertas, el ascenso se obtiene al precio de la obediencia.
¿Pasa igual en Defensa de la Vía?
—No sé —dije, sin demasiada sinceridad—. Soy un simple grado siete.
Ry Ornis me miró fijamente.
—Aun así —insistió.
—¿Puedes llevarme a Lamarckia?
—Las preguntas directas merecen respuestas directas —dijo, y suspiró—.
Lamentablemente, no lo sé. —La fallonave ya sólo navegaba a miles de kilómetros
por hora. Pronto nos detendríamos—. No es una ciencia exacta. Cada abrepuertas
tiene ilusiones. Mi ilusión es que, cuanto más sé acerca de un lugar, mejor puedo
detectar sus mundolíneas.
—En ciertos sentidos, se parece a la Tierra.
—He leído el informe Dalgesh. Conozco su tamaño y sus características
generales. Te estoy pidiendo una opinión personal. ¿Por qué es tan interesante?
Yo no entendía adonde quería ir a parar.
—Hay humanos allí...
—El rumor de que podemos olfatear la vida humanoide es totalmente falso.
Eso no es lo que busca un abrepuertas. Buscamos algo interesante.
—¿Y qué te resulta interesante?
Ry Ornis ladeó la cabeza. Los campos de tracción se habían retirado. Nos
desplazábamos a menos de cien kilómetros por hora y la falla ya no relucía.
—Lamarckia pone en tela de juicio todo lo que hemos aprendido acerca de
la evolución y los orígenes de la vida.
—El informador parece pensar así. Lo llamó una «Nueva Madre». Pensaba
que los inmigrantes lo destruirían.
—Bien, eso sí que me interesa —declaró Ry Ornis con aprobación—. Los
grandes acontecimientos marcan las mundolíneas. Si la gente de Lenk se propone
modificar la historia de un planeta... te llevaré allí.
La piloto de la nave asomó la cabeza.
—¿Disfrutáis del paisaje? —preguntó.
—Inmensamente —dije yo.
—Ambos estamos nerviosos —dijo Ry Ornis.
La piloto torció los labios y ladeó la cabeza con expresión compungida.
—Bien, esto no os tranquilizará. Los jarts saben que estamos aquí, lo cual
no me sorprende, y tendremos unos treinta minutos para investigar. Aquí las
fronteras son flexibles. —Nos evaluó con la mirada—. Supongo que no es una
misión de prioridad uno, ¿verdad?
Me levanté del asiento y fui a popa. Ry Ornis me siguió, mirando a la piloto
con aire ofendido.
—Algunos podríamos disentir —declaró con orgullo.
Su reacción me pareció una payasada. Tal vez yo merezca la misma
calificación. A fin de cuentas, somos instrumentos de una respuesta calculada, de
una apuesta. No somos prioritarios.
Ry Ornis y yo descendimos de la fallonave en un pequeño vehículo de
transferencia. El viaje duró menos de diez minutos. El vehículo deltoide maniobró
describiendo una cauta espiral. Cuanto más se acercaba a la pared, más peso
adquiría. Y a pesar de su nombre, la pared se comportaba como el suelo, como
una superficie gravitatoria. La nave se posó sin sobresaltos.
Ry Ornis y yo nos pusimos los trajes de presión. Él recogió una caja del
tamaño de su cabeza y se la calzó bajo el brazo. Dirigimos un gesto de aprobación
a un ojo que enviaba nuestra imagen a la piloto que aguardaba en la fallonave,
luego salimos.
Bajo nuestras botas, la pared era dura como roca. Ry Ornis echó a andar
por la superficie broncínea, y sus largas piernas le permitían avanzar dos metros
con cada zancada. Sacó una clavícula de la caja, soltó la caja y aferró las varillas
del aparato, meciéndolo delante de él. Yo había leído acerca de las varas de los
antiguos zahoríes, antaño de moda en la Tierra. Ry Ornis empuñaba su clavícula
como un antiguo buscador de agua.
Debajo de nosotros se extendía una de las legendarias y temibles regiones
conocidas como pilas geométricas, donde la física de la Vía cambiaba
imprevisiblemente. A veces las comparaban con una arruga en la piel de un
gusano multidimensional. No me agradaba la comparación.
—Toda esta región es nudosa —dijo el abrepuertas con voz áspera, entre la
admiración y la repulsión—. ¿De qué color es? Por Dios, ¿a qué huele?
Intrigado por las preguntas, guardé silencio. Decidí que era mejor no
interrumpir.
—¿Sabes que una pila geométrica duele? —continuó Ry Ornis—. Cuando la
buscamos, nos provoca jaquecas colosales que son difíciles de aliviar. Pero es
evidente que alguien estuvo aquí antes que nosotros. Han dejado sus sucias
huellas dactilares: bultos, mundolíneas desplazadas, accesos estropeados. Por
Dios, vaya pandilla de aficionados.
Lo seguí a paso mesurado. Yo no llevaba nada. No podía llevar nada
conmigo, salvo la ropa que tenía debajo del traje de presión. Todo mi equipaje era
interno: semanas de adiestramiento y educación, la transferencia de
conocimientos de mis suplementos a mi memoria biológica.
La voz de la piloto sonó en nuestros cascos.
—Los jarts nos han localizado. Me gustaría largarme de aquí.
—No puedo garantizar que te dejaré en Lamarckia en una época
determinada —dijo Ry Ornis de mal humor—. Será muy difícil situarte a una
década de la época en que el informador abrió su puerta temporal. Lenk debe
haber dejado un nódulo, pues de lo contrario el informador no habría regresado.
Pero ha desaparecido.
El abrepuertas se irguió; su alta y demacrada figura y su traje blanco
contrastaban con nuestro entorno. La luz era engañosa en aquel inmenso tubo liso
y sin sombras. La distante curva de la pared que se elevaba hasta formar un arco
en lo alto me desorientaba aún más. Miré el tubo de plasma con los ojos
entornados. Seguía la falla hacia el sur, hasta un deslumbrante resplandor,
iluminando la Vía a lo largo de millones de kilómetros. Pero terminaba al norte, a
poca distancia de nosotros, dejando a los jarts en su propia oscuridad.
Bajé la vista para no marearme. Mi cuerpo no contaba con ayuda para
superar la sensación de vértigo. Estaba desnudo por dentro.
El abrepuertas se agachó, aferrando las varas de la clavícula, pasando su
cabeza esférica a pocos centímetros de la superficie.
—He encontrado algo —anunció—. Nudos atados de nuevo. Aparentemente
un intento de normalización, de curación.
—¿Curación?
Ry Ornis no me oyó, o simplemente me ignoró.
—La mayoría de estas líneas desemboca en una extensión vacía. Hay
mucha desolación, inmensidades sin interés. Nos causa una gran sensación de
soledad. Aquí una estrella solitaria, allá una esfera de roca sin aire. Es muy fácil
sentir atracción por mundos falsos, por sueños de futuros todavía inaccesibles,
todavía irreales. No garantizo que te dejaré en un momento previo a la llegada de
los inmigrantes de Lenk. No querría eso. Y no hay manera de regresar, para
ninguno de vosotros... debo procurar que queden algunos accesos más.
—Por favor —solicité, temblando. Había imaginado este momento como un
tranquilo interludio, un breve instante en que observaría el trabajo minucioso e
incluso inhumano de un abrepuertas experto. En cambio, los asistentes de la
ministra presidencial me habían designado este sujeto esmirriado y parlanchín,
este hombre insecto de largo rostro. Tal vez realmente quieran perderme.
—Encontré algo. Ven aquí, ser Olmy.
Ry Ornis me indicó que me acercara. Caminé hacia él y miré las crípticas
imágenes que oscilaban entre las barras de la clavícula.
Ry Ornis extendió el dedo enguantado sobre los colores de la pantalla.
—¿Ves esto? —Yo sólo veía líneas tortuosas, relampagueantes franjas
verdes y azules—. Un acceso. Esto me indica que es un lugar de sumo interés. No
hay nada en derredor... Sin duda eso es Lamarckia. Y sigue cronológicamente lo
que debe ser el acceso de Lenk. ¿Pero dónde lo modifico? ¿En qué punto de la
mundolínea de Lamarckia debo dejarte? De aquí a aquí, relativo tedio, tedio,
nada... pero aquí... —Vi una sonrisa radiante detrás del visor—. Estos lugares son
exquisitos. Busco cosas de interés para los humanos, ser Olmy, y las encuentro. Si
Lamarckia es interesante en sí mismo, entonces estos puntos de su línea son aún
más interesantes para nosotros. Para ti y para mí. ¿Entiendes?
—No —dije.
Ry Ornis movió de nuevo el dedo, meciendo suavemente la clavícula.
—Lugares de grandes acontecimientos humanos. Lamarckia es un gran
acontecimiento en el trasfondo, algo desconocido... Pero sin duda preparado para
cambiar. ¿Te coloco en uno de los lugares más fascinantes, ser Olmy?
—Simplemente haz que llegue allí —dije, mordiéndome el labio para
aplacar mi angustia. La valentía parecía una lamentable abstracción.
—Más o menos a una o dos décadas del acceso de Lenk. No puedo estar
seguro. No puedo ofrecer nada mejor.
—Hazlo, por favor. Tan sólo hazlo. —Yo ya había deshonrado a mi familia y
la memoria de mi padre al sumarme a los progresistas geshels y ponerme
implantes antinaturales en el cuerpo, al alistarme en Defensa de la Vía, al
rechazar a la mujer con la que estaba comprometido. No quería deshonrarme
nuevamente con un fracaso.
—No hay motivos para estar nervioso. No se abrirá ninguna puerta si no
puedo colocarte en un lugar realmente interesante.
Sentí ganas de pegarle.
—Así que extiendo mi alfombra aquí y llamo a esta puerta la número
treinta y dos de la región doce... —Ry Ornis trazó una fulgurante línea roja en la
pared con la esfera de la clavícula—. Apártate.
Me aparté.
Un bulto de cinco metros de anchura con un hoyuelo en el centro creció en
la superficie de la Vía. Líneas rojas y verdes bailaron sobre su tersa superficie,
vibraron rápidamente y adquirieron el familiar color de bronce recién fundido. Ry
Ornis lo extendió retrocediendo, arrastrando la clavícula consigo. Un dosel en
forma de disco creció sobre la nueva puerta.
Con la boca seca como el yeso, la cabeza fría como el hielo, trepé con
manos y rodillas por el costado del bulto, me encaramé al borde del hoyuelo y vi
una tormenta de líquida oscuridad.
—Te llevará
desaparecerá.
a
donde
necesitas
ir
—dijo
Ry
Ornis—.
Y
después
Me erguí en el borde de la puerta, impulsado por la poca valentía que me
quedaba. Echaría a andar en línea recta y saldría al lugar desde donde el
informador se había ido de Lamarckia.
—Limítate a caminar —dijo el abrepuertas, y su voz sonó hueca en mi
casco—. No te olvides de quitarte el traje a mitad de camino. En ese punto habrá
aire de Lamarckia en la puerta.
—De acuerdo.
suerte.
—Sólo quedan dos accesos más, creo. No sé cómo regresarás. Buena
Miré por encima del hombro, vi aquella silueta esquelética de traje blanco,
la vertiginosa uniformidad por todas partes, me volví y me enfrenté a otra clase
de ilusión, aún más extrema.
Allí no había líneas rectas. En la puerta yo pasaría por un agujero abierto a
todos los mundos posibles, una fístula entre la Vía y otra parte.
Tenía que confiar en Ry Ornis. Mi cuerpo no lo consideró prudente. Apreté
los dientes, adelanté una pierna y luego la otra. Sentí que la presión crecía a mi
alrededor. Me quité el traje y lo dejé detrás de mí, en la cuesta de la puerta.
Ahora sólo llevaba la ropa que podía usar un inmigrante de Lenk.
Ya no veía la Vía ni a Ry Ornis.
—La puerta está presurizada. Date prisa. —La voz del abrepuertas
reverberaba como el zumbido de un insecto, saliendo del traje. Delante vi un
remolino rojo y franjas negras y azules, y un brillante arco anaranjado: mi
destino, visto a través de la lente deformante de la puerta.
Cerré los ojos, extendí los brazos, di un último paso hacia delante.
Y aterricé en un suelo húmedo que me salpicó las botas y los pantalones marrones. Por
un instante creí que echaría a rodar. Extendí las manos, me arrodillé con las botas
hundidas en el lodo y recobré el equilibrio. A mi espalda, la arremolinada oscuridad se
redujo a un punto, tironeó de la tela de mi chaqueta y me abandonó con un diminuto
remolino de aire.
HISTORIA DEL CINE CIBERPUNK.
(Capítulo 21)
EL CORTADOR DE CÉSPED
Título original: THE LAWNMOWER MAN
1992 (Estados Unidos)
Géneros: Ciencia ficción, Suspense
Actores: Pierce Brosnan, Jeff Fahey, Jenny Wright, Geoffrey Lewis
Director: Brett Leonard
Música: Dan Wyman
Un científico, el Doctor Lawrence Angelo, experimenta con inteligencia artificial, con
drogas y con realidad virtual. Cree que una correcta combinación de todas ellas puede
hacer que los humanos alcancen un extremo grado de perfección; pero esta hipótesis
debe probarla. Para esta primera prueba recurre a un jardinero con bastantes pocas
luces. Un pobre hombre con un cociente intelectual que deja mucho, pero que mucho
que desear. Lawrence Angelo le somete a un programa intensivo de RV y en muy poco
tiempo se convierte en casi un fenómeno con dotes especiales. Tanto es así que el
pobre jardinero comienza a tener sus propias ideas sobre cómo debe continuar su
tratamiento. La ciencia comienza a perder el control de sus experimentos.
Los 8 minutos de efectos especiales generados por ordenador contó con 7 técnicos
informáticos, duró 8 meses y tuvo un presupuesto de 500.000 dólares, el de toda la
película fue de 10 millones de dólares, y recaudaron en todo el mundo 150 millones de
dólares. El filme fue un interesante precursor en los '90 de toda la saga de Realidad
Virtual que vendría luego, con títulos como VIRTUOSITY (Realidad Virtual-1995),
STRANGE DAYS (Días Extraños-1995) e incluso THE CELL (La Celda-2000).
La película no tiene nada que ver con Stephen King, sólo en que el título es el mismo
que uno de sus relatos. Este filme se vendió como si estuviera basado en una obra de
King, y es mentira. Como consecuencia Stephen King rompió toda relación existente
con su editorial Doubleday. La película está basada en un guión original escrito por
Brett Leonard y Gimel Everett con el título de "Cybergod". Stephen King al enterarse
por la prensa de este filme, se enfadó bastante; demandó a los productores y, más
tarde, su nombre fue eliminado de los créditos. Se hizo una secuela, y ya no se hizo
referencia a su nombre en los créditos.
En 1987 se hizo un corto "The Lawnmower Man" basado de verdad en el relato de
Stephen King, el director fue Jim Gonis y el guionista un joven llamado Michael De
Luca, hoy día un conocido productor y guionista de cine.
EL CORTADOR DE CÉSPED 2 : MÁS ALLÁ DEL
CIBERESPACIO
Título original: LAWNMOWER MAN 2: BEYOND CYBERSPACE
1993
Géneros: Ciencia ficción
Actores: Patrick Bergin,Matt Frewer,Austin O?Brien,Ely Pouget,Camille
Cooper,Patrick LaBrecque,Crystal Celeste Grant,Mathew Valencia,Kevin
Conway,Trever O?Brien,Richard Fancy,Ellis Williams,Castulo Guerra,Molly Shannon
Director: Farhad Mann
El mismo cortador de césped, que en la primera versión se
convirtió en un superhombre gracias a la realidad virtual, tiene
ahora la llave del futuro en el chip que necesita para completar
su imperio ciberespecial. Y no está dispuesto a detenerse ante
nada ni ante nadie...
Secuela de la popular El cortador de césped (1992). Si aquélla
era ya bastante caótica, en ésta no hay modo de aclararse con el
argumento. La acción se desarrolla en Los Ángeles en un futuro ultratecnificado.
Domina la ciudad, desde su casi perfecto mundo virtual, Jobe, un cortador de césped
retrasado mental e idealista, convertido en una especie de superhombre después de que
se ensayaran con él las últimas técnicas de realidad virtual. Ahora sólo le falta una
pieza, el chip Chyron, para controlar totalmente las autopistas de la información y, con
ellas, el mundo. Para conseguirlo, Jobe engañará a Peter, un adolescente experto en
realidad virtual y antiguo amigo suyo. Intentará impedirlo el Dr. Trace, el propio
diseñador del preciado chip.
Descrita sobre el papel, la historia parece sugerente, y lo es en sus vistosas y
espectaculares recreaciones de la realidad virtual. Pero narrativamente —como ya se
ha apuntado—, la película es un caos: la acción se dispersa en exceso, Farhad Mann
(Frames) no consigue imprimir en ella un ritmo constante, y ninguno de los personajes
alcanza el suficiente interés dramático. De modo que el espectador acaba por cansarse
de tantas idas y venidas, sin orden ni concierto, del mundo virtual al mundo real.
Robot Jox
Después de la Tercera Guerra Mundial dos superpotencias, la
Confederación y el Mercado. se enfrentan en un mundo
sin leyes. Los territorios se disputan en la arena con luchas
entre enormes máquinas llamadas Robot Jox.
Alexander, de la Confederación, ha diezmado las filas del
Mercado exceptuando a un irreductible guerrero llamado
Aquiles, que aún lucha a bordo de su robot jox (Gary
Graham, de Alien Nation) Desgraciadamente, en un intento
de salvar a los civiles que participan como espectadores
haciendo apuestas, su robot cae aplastando a trescientos de
ellos. Inmediatamente le retiran el contrato y Aquiles debe abandonar la lucha. Atena,
una compañera de Aquiles, quiere tomar el relevo de este último y derrotar a
Alexander. Las conexiones con la Iliada de Homero son evidentes. Sin embargo al
final resulta otra película más de Robots a lo Power Rangers, que tras un comienzo con
narrador incluido parece que promete, pero después no es mas que un filme para todos
los públicos. La estética es muy infantil, con vestimentas no muy logradas, el
argumento no muy bueno y la acción, que no hay tanta, avanza con poca fluidez. Tan
solo se puede disfrutar de unos pocos combates entre robots que para la época no están
tan mal. Empire Pictures fue a la quiebra con esta película durante el rodaje, pero Epic
Productions la compró y fue rodada y montada 2 años después de su comienzo
Ficha Técnica
Género: Ciencia Ficción
Nacionalidad: USA
Director: Stuart Gordon
Actores: Gary Graham, Anne-Marie Johnson, Paul Koslo
Productor: Albert Band, Charles Band
Guión: Stuart Gordon, Joe Haldeman
Fotografía: Mac Ahlberg
Música: Frederic Talgorn
Robot Jox 2:Robot Wars
En al año 2041 el centro rebelde de supervivientes esta acosado por una plaga de gas
toxico que escapo en el año 1993.Un renegado piloto de un megarobot y una
arqueóloga tendrán que ayudarles.
Ficha Técnica
Título original: Robot Wars
Género: Ciencia Ficción
País: Estados Unidos
Año:1993
Director: Albert Band
Guión: Charles Band
Interpretes: Barbara Crampton, Don Michael Paul, James Staley y Lisa Rinna
Productor: Charles Band
Música: David Arkenstone
Ffotografía: Adolfo Bartoli
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