Don de gentes

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Desde
Los
Soprano
hasta
Mujercitas, de los teatros de Madrid
a Paul Auster, de los nuevos
tertulianos a João Gilberto, los
peligros de ser articulista o ese
diner de Manhattan cuyo dueño la
saluda ya como se saluda a los
habituales… Esta selección de
artículos aborda mucho más que
literatura, cine, sociedad o política,
habla de un mundo unido con mil
nexos y un hilo común: la
infatigable curiosidad de su autora.
Elvira Lindo
Don de gentes
ePub r1.0
turolero 09.10.15
Título original: Don de gentes
Elvira Lindo, 2011
Editor digital: turolero
ePub base r1.2
Para mi amigo Xavi Menós,
tan lleno de bondad y talento.
Descubrimiento de
Elvira
La primera vez que vi a Elvira Lindo
ella no me vio a mí. Ella estaba a punto
de tomar un taxi e iba acompañada; me
fijé en que llevaba una melena roja y
sonreía con la timidez que luego resultó
ser la sustancia de su sonrisa, pero su
taxi se fue enseguida.
Era muy temprano en la mañana, y
fue ese mismo mediodía cuando me la
presentaron. Y ahora, ese mediodía, ya
sabía que quien llevaba esa melena roja
era Elvira Lindo. Aquella melena roja
era la melena que yo había visto por la
mañana entrar en un taxi, y durante un
rato del trayecto ésa fue mi visión,
mientras viajábamos los dos, en taxis
diferentes, del viejo aeropuerto de
Barajas a la ciudad en un día de otoño.
Ha pasado mucho tiempo, quizá
veinte años, pero siempre que la veo,
que la leo, siempre que aparece su
nombre, Elvira Lindo, esa imagen es la
que me viene a la memoria, como si la
vida posterior fuera la prolongación de
la visión de aquel instante.
Elvira Lindo siempre fue muy
privada; esa timidez que forma parte
sustancial de su sonrisa es también la
timidez con la que va guardando sus
confidencias, e incluso las noticias
sobre lo que hace. Algunos años
después de aquel encuentro casual en el
aeropuerto, quizá en 1994, escuché en
casa, por la noche, la voz de un
muchacho, aniñado aún, que explicaba
sus tribulaciones familiares, las
relaciones con sus padres y con los
amigos del barrio; era en torno a la una
de la madrugada de un sábado; la voz y
esa crónica de las tribulaciones se
repitieron algunos sábados más, pues se
trataba de una serie radiofónica que me
llamó la atención al mismo tiempo que
le estaba sorprendiendo a un número
creciente de oyentes de Radio Nacional
de España.
Me hice oyente de las crónicas del
niño, que era Manolito, a quien
llamaban Gafotas. Extrañaba que un
niño estuviera a esas horas despierto,
fuera del control familiar, pero entonces
uno no se hacía esas preguntas, sobre
todo porque la radio no te lleva a hacer
preguntas sino a escuchar intensamente
si te has creído la historia.
Y yo me creí la historia. Creí que
aquel niño era un niño de verdad y no
una criatura de ficción. Había tal
autenticidad en las historias, transmitía
el
muchacho
tal
cantidad
de
información, y eran tan vívidas sus
crónicas que le puse un rostro, unos
ademanes; ya Manolito formaba parte de
mis propios escenarios, los de mi propia
infancia en el barrio donde pasé mis
primeros años; de modo que el niño tuvo
mi cara, y los padres del niño, que no
hacían exactamente lo que hicieron mis
padres, aunque mi padre fue también
camionero, pasaron a tener las caras de
mis propios progenitores. Manolito era
de mi familia, y de la familia de
centenares de miles de españoles…
Un día estábamos mi amiga Dulce
Chacón y yo en casa de Elvira Lindo y
Antonio Muñoz Molina (a Antonio fue a
quien Elvira había ido a buscar al
aeropuerto de Barajas el primer día que
la vi); hablábamos en el saloncito del
apartamento de la pareja en la calle
Pelayo, Elvira se fue un rato, y nos
quedamos allí, charlando los tres. Hasta
que desde detrás del biombo que nos
separaba de otra zona de la casa
empezamos a escuchar la misma voz a la
que yo me había aficionado los sábados,
la voz de Manolito Gafotas.
La historia posterior de Elvira
Lindo, primero como autora de Manolito
Gafotas, una creación genial de la voz
de su memoria, que es también la voz de
su capacidad narrativa, oral y escrita, es
ya muy conocida; ahora Elvira Lindo es
muchísimo más que la joven escritora
que inventó aquel personaje; ha hecho
teatro, comedia, novela, memoria, ha
hecho radio, televisión, y es una
escritora de artículos de registros muy
diferentes que han condensado y
condensan una mirada múltiple sobre la
realidad.
Pero hay algo fundamental en lo que
aquella Elvira que fui descubriendo a
golpe de casualidades no ha cambiado
nunca, y es en la intensidad de la mirada
que lanza sobre la realidad, sobre lo que
ésta da y sobre lo que ésta oculta. Esa
Elvira Lindo es la que está en las
novelas (singularmente en Lo que me
queda por vivir, acaso su creación
literaria más depurada y emocionante
hasta el momento, más honda) y esa
Elvira es la articulista que ustedes
redescubrirán en este libro, Don de
gentes.
¿Qué hay en esa mirada? En esa
mirada está la ansiedad poética de verlo
todo al mismo tiempo; como si viera en
cinemascope y además en color, como si
fuera una niña sentada en una butaca
pero que tuviera el poder de enviar a
una niña que tiene también sus ojos a
descubrir el mundo exterior, o el mundo
interior, cuyas noticias le trae deglutidas
también en forma de visiones que nadie
más ve. Elvira Lindo es una mirada
intensa sobre la realidad, una mujer
descubriendo, a veces de forma intuitiva
o instantánea, lo que esconden las
miradas de los otros.
Cuando le planteamos la posibilidad
de recoger en un libro los resultados de
esa mirada múltiple, recreada en Don de
Gentes, su serie dominical en El País, le
planteé también la posibilidad de que
habláramos los dos acerca de esa
mirada, cómo se fue haciendo. En aquel
momento ella había terminado la
promoción (extenuante) de su novela Lo
que me queda por vivir, y estaba a punto
de viajar a Nueva York, a pasar allí el
invierno con su marido. La gélida
mañana de enero en que fui a su casa,
con mi magnetófono, a escucharla hablar
en la cocina, una cocina que me hizo
recordar la que tuvieron en una de sus
casas de Madrid, Antonio estaba dando
clase, nos esperaría a almorzar en un
peculiar y sabroso restaurante italiano.
Así que ahí nos sentamos, y ahí quise
saber cómo había evolucionado esa
mirada, cómo había ido descubriendo el
mundo.
Ella nació a la vida adulta, a aquella
España en la que nacieron la
democracia, la transición, El País, el
periódico en el que escribe sus
columnas… ¿Cómo se fue haciendo esa
mirada?
Es tímida, lo sigue siendo; Elvira
responde velozmente, con la intensidad
con la que está contada su última novela,
como si ese ritmo formara parte aún de
su ritmo interior. Así que lo que me dice
de ese tiempo tiene que ver, cómo no,
con su autobiografía. Ella dice que todo
lo hizo muy pronto, como si dentro de
ella hubiera una especie de explosión,
«un estado muy especial de ver el
mundo», como si sintiera «la necesidad
de participar en él». Su barrio era
importante en la Transición, allí se
produjo la primera manifestación contra
la subida del pan, había unas
asociaciones vecinales muy potentes y el
Partido Comunista era el gozne a cuyo
alrededor se movía todo.
En medio estaba Elvira, mirando.
Todo eso la ayudó a ser adulta, en mitad
«de aquel bulle bulle tan fuerte». Era
Moratalaz, «aquel barrio tan progre, por
así decirlo», el primer paso en la
construcción de su manera de mirar. «Y
el siguiente paso fue la conquista del
centro de la ciudad». Ahí halló el mundo
que bullía ya en su conocimiento, las
caras en las que se había fijado, los
nombres propios que aparecían en los
titulares y en los subtítulos, el universo
que luego iba a poblar su poder de
metáfora: desde la realidad a la
escritura, desde la realidad a la parodia,
que fue en algún momento (en sus
manolitos, en sus Tinto de Verano, en sus
comedias teatrales, en sus guiones
cinematográficos) la esencia de su modo
de percibir lo que ocurría: como si
tuviera un envés todo aquello y ella se
empeñara en ver con más intensidad el
envés que lo obvio.
Fue una mirada sobre el barrio, y
luego fue una mirada sobre la ciudad. Y
primero que nada esa mirada la agrandó
en la radio. Hasta que ella tuvo dieciséis
años, me dice, «la radio la relacionaba
con los seriales… Era un medio para
personas mayores, no lo tenía presente
en mi vida». Pero justamente en esa
frontera, cuando ella empezó a salir de
la adolescencia, la radio descubrió la
vida joven, y se convirtió en un medio
para jóvenes, «Para vosotros jóvenes»,
como se titulaba aquel programa que
fundara Eduardo Sotillos en Radio
Nacional…
Aquella joven Elvira empezó a
descubrir «una radio distinta», en la que
surgieron personajes como aquel Loco
de la Colina de Jesús Quintero… «Creo
que una persona que ve hoy a Jesús
Quintero no puede imaginarse lo
importante
que
fue
para
una
generación». Dice Elvira, y es cierto,
que entonces no había tantas cosas como
ahora, y que acaso por eso ahora las
cosas se pierden, y entonces las cosas se
fijaban. Se fijaban para ella y para los
que somos más viejos, y así están
fijados en ambas miradas, la suya y la
mía, personajes como Quintero, como
Aberasturi, como Silvia Arlette; ella
incluso escuchó, en aquellas mañanas en
que se estaba reinventando la radio, al
mismo tiempo que amanecía la
democracia, la mítica rueda de
corresponsales
que
dirigía
el
veteranísimo Victoriano Fernández
Asís…
En ese momento, me dice Elvira,
«puede decirse que se funda el mejor
momento del periodismo en España, y
fíjate que yo no soy una persona
nostálgica». Pero, sí, aquel ambiente,
aquellos personajes la atraen al
periodismo, «ésos eran modelos a los
que querías seguir, porque lo que tú
escuchabas en la radio sonaba
importante, profesional, interesante». El
gusanillo estaba por ahí, y a ella la
agarró el gusanillo del periodismo. Era
la época de La Clave, «que yo veía
como el coñazo que veían mi padre y mi
hermano, con la misma pasión con que
se ve un partido de fútbol…». Dejen que
lo cuente Elvira, con esa voz atropellada
con la que cuenta las memorias, y que
tanto se parece, por otra parte, a algunos
retazos de sus propios libros: «Me
acuerdo de coloquios con José Luis
Balbín en La Clave, después del 23-F;
mi padre fumando sin parar, estaba
sentado en el sofá, y de pronto se
sentaba en la mesa donde estaba la tele
cuando iba a hablar Miguel Ángel
Aguilar, de repente Miguel Ángel
hablaba de la posible relación de tal
general con el golpe, y se producía
como una especie de acercamiento
físico a la tele, para ver lo que iba a
decir esa persona, porque se tenía
mucha confianza en los periodistas,
mucha confianza… Escuchabas a Miguel
Ángel Aguilar o a Martín Prieto y te los
creías…». Nació el periodismo, así fue
naciendo. «Realmente —dice Elvira—,
no creo que el periodismo saliera de mí,
sino del interés que había en mi casa por
el periodismo… También hay que tener
en cuenta que mi cuñado, entonces el
novio de mi hermana, era Antonio San
José, que trabajaba en Radio Juventud,
escuchábamos en casa su programa
todos los días. En casa había interés por
las cosas que pasaban, se leían
periódicos. Era el ambiente del país:
entonces escuchábamos con mucho
interés los debates del Estado de la
Nación. ¿Por qué se enteró todo el
mundo de lo que pasó el 23-F? No
porque se lo contara un vecino, era
porque la gente estaba escuchando la
radio… Ahora te enterarías por Internet,
pero entonces la gente se enteró de
primera mano del intento de golpe de
Estado porque estaba escuchando la
radio…».
Ella se enteró del golpe en el
autobús número 20, que en este
momento, las seis y veinte de la tarde,
estaba a la altura de Cibeles. «El
autobús se paró y alguien entró, entraron
unos pasajeros. Dijeron: “Ha entrado el
Ejército en el Congreso de los
Diputados”. Y la gente empezó a hablar
dentro del autobús…». El cambio
comenzaba entonces, en realidad; Elvira
Lindo vio aquel instante que representó
el antes y el después de un país que
vivía con la mirada militarizada como el
momento «del reconocimiento del
régimen democrático, un reconocimiento
general… Aquellos individuos que
habían irrumpido en el Congreso no
parecían ya del país en el que nosotros
vivíamos, sino que parecían parte de una
opereta anterior… De alguna manera,
dentro de la situación política que
estaba viviendo España, el que la gente
saliera masivamente a la calle, el que
los periódicos aparecieran con esos
titulares, El País con la Constitución,
con la credibilidad que tenían entonces
los medios, era una manera nueva de
respirar porque el país había entrado en
la democracia…».
El país cambió, ella lo vio cambiar;
al mismo tiempo que se hacía su mirada
se iba haciendo este país, y eso se nota
en lo que escribe, en lo que dice, en lo
que refleja la imaginación que ha ido
fermentando con esa memoria que luego
puede rastrearse en los Tinto de Verano
y en los Don de Gentes que aparecen en
este libro después de haber sido páginas
de periódico… La vida, le digo en esta
casa de Nueva York, rodeados de nieve,
el último día de enero de 2011, te ha ido
haciendo testigo, todo lo que dices es lo
que dice una persona con vocación de
testigo… «Y tanto, y además desde muy
joven», me dice Elvira. Manolito, en
cierto sentido, es un trasunto de ella;
mirando, mirando siempre. Mirando el
barrio antes que nada. Manolito, le digo,
es en cierta manera la primera columna
que tú escribes… «Era una manera muy
bonita de llevar el barrio a la radio…
Manolito tiene acento de barrio, había
escuchado ese acento, lo había sentido
en mi barrio desde que llegué a Madrid.
Nunca lo tuve tan marcado porque mis
padres no eran madrileños, pero me
encantaba, me encantaba poner esa voz,
y hablar de cosas que yo había vivido en
el barrio, en la panadería, en el
colegio…». Elvira se ha pasado la vida
escuchando; alguna vez le escuché decir
que no necesitaba tomar notas de las
entrevistas que ha hecho, y algunas han
sido especialmente complejas, difíciles
de retener; imagino que la técnica de
memoria que aplica es la misma que la
ha llevado a reproducir acentos,
conductas, maneras de ser que luego son
parte de sus perfiles, de los retratos que
proliferan en estos artículos.
Y esas cosas que dieron de sí el
personaje de Manolito le siguen
valiendo, dice; no son abundantes los
escritores de periódicos que se refieran
a la infancia; recopilando estos artículos
que ahora forman Don de gentes «me di
cuenta —me dice ella— de cómo siguen
siendo importantes para mí esas miradas
de la infancia, las cosas perdidas, el
cambio social… Un lector me escribió
el año pasado y me dijo que yo era de
las pocas personas que sacan niños en
los artículos. Y leyendo esta selección
me di cuenta de que tiene razón, la serie
está llena de niños, hay un abanico de
todas las edades… A veces en los
artículos notas que en las columnas los
que aparecemos casi siempre somos los
que formamos parte de la generación
que manda o tiene una tribuna pública.
Pero el mundo está lleno de viejos, de
niños, de señoras…, y a mí me gusta
poner la mirada en esos personajes y he
tenido la suerte de que tanto en la radio
como cuando he escrito en el periódico
he tenido la suerte de tener una
audiencia. Es decir, que ese universo es
un mundo que interesa».
Y tanto. ¿Tú crees, le digo a Elvira,
que ese personaje, Manolito, está aún
detrás de tu manera de ver la realidad?
Ella dice que tiene que ver «con la
manera más primaria de ser». Ella no ha
escrito Manolito para copiar cómo es un
niño, ni tan siquiera para reproducir su
forma de hablar, «sino para tratar de
inventar una forma de ser; me he dejado
llevar por lo que yo era en un sentido
más primario… Me colocaba en la
situación de la niña que fui, y dejaba
hablar esa vida anterior…». La
diferencia era que Manolito era un niño
de clase trabajadora, y ella provenía de
clase media «en el sentido convencional
de la palabra…». La realidad de Elvira
y de Manolito eran diferentes, «pero yo
le cambié la realidad al personaje;
Manolito hablaba y sentía como yo; era
ese tipo de niño al que le gusta coger
palabras de aquí y de allí, y cuya mayor
virtud es que tiene una capacidad muy
grande para jugar con el lenguaje. Así
que el reconocimiento de los niños hacia
este personaje es porque Manolito siente
muchas cosas que ellos sienten, celos,
manías, de repente mucha soledad, de
repente ganas de sentirse querido, cosas
así…». Y como Elvira se guiaba por sí
sola, el personaje resultó tan creíble que
muchos oyentes, como yo mismo,
creímos que ese personaje que entraba
en nuestras casas la noche de los
sábados (y luego las mañanas de los
domingos, en la Cadena Ser, con
Fernando Delgado) era, en efecto, un
muchacho que se llamaba Manolito y
estaba desprendido de cualquier soporte
de ficción…
Fue el primer ensayo de Elvira
Lindo de enfrentarse a la realidad, a lo
que veían sus ojos grandes que siempre
se fijan… Luego vinieron los Tinto de
Verano, durante cinco años; fueron
columnas veraniegas en El País, y
también fueron libros. Fue una irrupción
revolucionaria
en
los
veranos
acomodados de la prensa; de pronto,
Elvira Lindo no sólo contaba lo que
sucedía en las afueras de su vida, sino
que se adentraba en lo que parecía una
autobiografía
de
sus
relaciones
familiares. «Los Tinto de Verano —dice
ella ahora— me dieron muchos lectores
pero también muchas preocupaciones,
porque para mí estaba claro que estaba
haciendo comedia, pero había tantos
elementos de la realidad que se parecían
a los de mi propia vida que mucha gente
creyó que en efecto yo estaba
desnudando aspectos de mi propia
existencia…».
Ha
ocurrido,
me
recuerda, con series norteamericanas de
televisión, como Seinfeld o Curb Your
Enthusiasm, de Larry David, personajes
que aparecen en primera persona
interpretando episodios que parecen
reales y que sin embargo son
invenciones, historietas cómicas como
aquellas de los Tinto de Verano…
Antonio, que salía muchas veces en esos
relatos como «mi santo», disfrutaba con
esas tiras cómicas que inventaba Elvira,
pero «quien realmente tenía problemas
era yo», de modo que poco a poco se fue
despegando de ese personaje, y ahora
quien habla en sus artículos es ella
misma, de lo que ve realmente, de lo que
siente realmente, de lo que aparece ante
esa mirada que sigue siendo directa,
intensa y algunas veces tímida o
melancólica.
Pero no ha abandonado el lado
irónico de esa manera de ver. «Los
artículos siguen teniendo ironía, pero ya
no están sometidos a las reglas del
humor; yo ahora me siento mejor
escribiendo, me siento que puedo
responder mejor de lo que yo escribo
que antes… Lo que sí he notado con el
paso del tiempo es que antes era más
inconsciente escribiendo».
Ahora es más consciente de lo que
escribe. «A lo mejor esa inconsciencia
tenía una frescura muy divertida…
Ahora soy más consciente de lo que
escribo; me arrepiento si soy consciente
de que hago daño; entiendo la crítica, la
ejerzo, pero no acepto el daño, lo
rechazo». Elvira Lindo salta cuando
escucha comentarios machistas o
misóginos, por ejemplo; salta de su
sitio, levanta la voz, y muchas veces (en
sus columnas de los miércoles, en la
última página del periódico, en este Don
de gentes que ahora se publica en forma
de libro…) expresa su indignación con
un propósito que subraya mientras toma
una infusión en medio del silencio casi
de estudio de radio de su casa de Nueva
York: «Me indigno porque siento como
una obligación luchar por que haya otro
clima en España».
Que huya del daño a las personas no
quiere decir, continúa Elvira Lindo,
«que no sea dura con quien creo que
haya que serlo, o que no sea crítica; lo
que quiero decir es que no acepto ese
tipo de comentarios que hay ahora;
prefiero ahorrarme un chiste, por muy
brillante que sea, que haga sangre con
nadie… Ni es un consejo para
estudiantes ni es una admonición hacia
mis colegas, es simplemente que me
siento mejor conmigo misma si, cuando
hago una crítica, la hago alejada de toda
inquina personal… Es algo que he
aprendido con el tiempo: se puede ser
irónico, sarcástico, sin necesidad de
hacer sangre».
En los artículos que se recogen aquí,
una décima parte de lo que ha
publicado, hay lo que también le dice
Antonio Muñoz Molina que se encuentra
en estos textos: una mirada poco
frecuente en este país. Una mirada
inocente, es decir, cuenta Elvira sus
propósitos, «una mirada que ve a los
seres humanos como son y que trata de
contar su historia. Él dice que son
artículos llenos de comprensión o de
bondad hacia los seres humanos. Ojalá
que fuera verdad. Yo pretendo que en
mis artículos se comprenda el
comportamiento de los seres humanos
aunque haya algunos que sean muy
críticos, es decir, que he tenido
problemas y polémicas con artículos que
sí parecía que pudieran producir
reacciones contrarias, pero eso se ha
producido también con otros que no
esperabas que fueran polémicos…
Cuando escribes siempre hay gente que
está ferozmente en desacuerdo con lo
que tú escribes, pero creo que hay un
intento de comprender ese mecanismo
imperfecto que es el ser humano…».
Un intento de comprender ese
mecanismo imperfecto que es el ser
humano… Le conté a Elvira Lindo que
días atrás había leído estos versos de un
poeta alemán, Michael Krüger: «A
veces la infancia me envía postales».
Han pasado muchos años de Manolito, y
han pasado muchos años de casi todo,
incluso de la mirada de aquella niña que
vive en el autobús 20 el momento en que
España pasa de ser una dictadura militar
a ser un país moderno o civilizado. ¿Qué
postales le enviaría a la Elvira de hoy
aquella niña que entonces se estaba
haciendo? «Si las postales son de la
niña, pues mi adolescencia fue mucho
más problemática, las postales estarían
llenas de colores, colores muy fuertes,
sobre todo de los juegos, de la calle, de
haber vivido en muchos sitios
diferentes, de haber tenido una infancia
muy nómada… Una infancia que es un
tesoro para mí, porque no muchos niños
han tenido la suerte de vivir cuatro años
en medio de un monte…, de colegio en
colegio, de pueblo en pueblo, las
postales de mi infancia tendrían los
colores de los años setenta». ¿Y qué
dirían?
A ella le gustaban las postales que le
escribían a la tía Concha. «Siempre nos
mandaba dinero, fue una segunda madre
para nosotros. Ahora cuando lees esas
postales que le mandábamos a ella
resultan muy cómicas porque tanto mis
hermanos, que pasaban temporadas con
ella, como yo, siempre le pedíamos
algo, dinero, el jersey que nos había
prometido, la caja con las galletas y el
chorizo… Una correspondencia con una
persona mayor que te ha querido tanto…
Hay algunas cartas que conservo,
escritas por mí misma pero dictadas por
mi madre. A mí me gustaba servirle de
secretaria. Eran cartas muy tiernas para
sus hermanas en las que también les
hablaba de nosotros… A veces
cambiaba de color, empezaba con un
rotulador rojo y seguía con un rotulador
verde».
Ahí están esas cartas. Ahora, de
adulta, escribe estas cartas. Son
artículos en los que también hay, por así
decirlo,
rotuladores
verdes
y
rotuladores rojos, y acaso hay, también,
las distintas miradas que se hicieron
desde la infancia. Ahora, para el libro,
ha tenido que releer la consecuencia de
tantos rotuladores. ¿Cómo se ha sentido?
«Me cuesta muchísimo releerme. En este
caso no me ha quedado más remedio que
releerme porque lo que yo quería era
que no aparecieran algunos artículos que
hubieran traspasado la barrera del
tiempo… Es bonito comprobar, como
dice Antonio, que nuestra vida aparece
como entre líneas, lugares en los que
hemos estado, cosas que hemos visto
juntos; eso es bonito. Cosas que yo he
escrito de manera cómica sobre los
momentos en que estaba de Nueva York
hasta las narices; pero lo he escrito de
esa manera cómica porque he sido
siempre muy pudorosa para mostrar mis
estados de melancolía, que los tengo
como los tiene todo el mundo».
Y, sin embargo, en estos artículos
hay como un estado de ánimo
permanente y fijo, el estado de ánimo de
una mujer que se enfrenta a la vida sin
abandonar ninguna de sus edades, que
aún mira como la niña del autobús
número 20, la niña que mira. Su Don de
gentes es, en cierto modo, el espejo en
el que está el carnaval del mundo tal
como lo ve; en alguna esquina, como en
el más famoso cuadro de Velázquez, está
también ella reflejada. Leerla es verla
mirar. Yo la sigo viendo mirar como
aquella mañana en que entraba, tímida y
alegre, con una melena roja en el mismo
taxi en que viajaba a Madrid con
Antonio Muñoz Molina. Entonces la vi
por primera vez, y luego nunca he
dejado de imaginarla así, tímida, alegre,
feliz con su melena roja. La mujer que
escribe este Don de gentes.
Juan Cruz Ruiz
Marzo de 2011
I. Berlanguiano y
woodyallenesco
Vuelve el hombre
«Que sííííí, que sí, que vi el último
capítulo de Los Soprano». Esto se lo
respondo a dos lectores que, conociendo
mi afición por la serie, me escribieron
sorprendidos por que no haya dicho esta
boca es mía al respecto. Me explico:
ganas no me faltaron, pero una
columnista, si es limpia y honrá, ha de
estar pendiente de no repetir las
columnas
que
escribieron otros
columnistas, y el tema «último capítulo
de Los Soprano» estaba megasobado.
Por tanto, me contuve. Lo mismo me
pasó con el «asunto Woody», para el
cual, lo digo sin ánimo de lucro, tenía
una crónica tremenda, chispeante, de las
que hacen época, titulada «Bienvenido,
Mr. Allen» (con todo lo que ese título
implica), pero me la pisaron y muy bien
pisada Diego Galán y Ramón de España.
Dejando a un lado el que servidora
tenga vergüenza torera e intente no
escribir sobre un material sobeteado, me
daba pavor escribir sobre el final de la
serie porque tuve una amarga
experiencia que me marcó hará tres
años, cuando se estrenó Match Point.
No sé cómo se me fue la olla y conté,
cuando la película aún estaba en
cartelera, que Scarlett Johansson muere.
Como resultado, una fiel lectora de este
periódico y fiel exlectora mía me
escribió una carta bomba: «¿Está
contenta? Me paso la vida luchando
contra esa gente que se empeña en
contarte las películas de pe a pa, y ahora
va usted, con sus manos limpias, y me
jode una tarde de mi vida. Es usted una
hija de puta. Yo la leía siempre. Hasta
hoy». Con este precedente, ¿quién se
atreve a hablar de finales? Porque todo
parece indicar que el paso siguiente de
esta lectora temperamental sería
mandarme a casa unos sicarios para que
me volvieran la boca del revés. Así que
yo calladita, como una perra. Eso sí, voy
a introducir algunos conceptos que no
tienen nada que ver con el argumento en
sí. Tengo la teoría de que Los Soprano
ha generado, en el inconsciente erótico
colectivo, un nuevo ideal como objeto
de deseo: el hombre grande, bisóntico,
que vuelve a casa lleno de secretos y
que tiene el miembro dispuesto a
satisfacer a las mujeres del mundo, a la
santa y a las churris; el hombre que lleva
una pistola en el bolsillo; el hombre que
se cree italiano, aunque nunca haya
estado en Italia, pero ha conservado
milagrosamente los gestos de sus
abuelos y una nostalgia por no se sabe
qué; el engullidor de pasta, de canolis
(que son como los piononos granadinos,
pero cinco veces más grandes); el
hombre de modales rudos en la mesa; el
que se pone la servilleta para que el
tomate no le manche la camisa
impecable; el que va a misa, le da un
beso a su señora a la salida y se larga a
echar un quiqui con una periquita; el que
hace donaciones a organizaciones
solidarias; el que, como decía el poeta
argentino Raúl González Tuñón, cuando
la madre se le muere, le pone luto a la
guitarra. Esa clase de individuo, con
semejante sex-appeal, se ha impuesto.
Es un gusto que comparten el mundo gay
y el femenino. El mundo gay ya había
dado un paso adelante, instituyendo la
categoría de oso como canon de belleza.
Oso, mucho pelo, mucha carne, promesa
de gruñido y de mordisco. Nada de
mariconadas. Gandolfini era, pues, la
materialización de ese ideal. La cosa es
que las mujeres se han apuntado, y los
Gandolfini que encuentras por la calle lo
saben y actúan en consecuencia. El otro
día andaba yo con una amiga en una
cafetería del Village tomando una
limonada, una cosa muy de señoritas. A
nuestro
lado,
dos
terneros
gandolfinianos engullían paninis como
si fueran cacahuetes. Un Gandolfini me
dijo: «¿Lo que hablan ustedes es
italiano?». «No, no —le dije yo—,
español». «Ah —me dice el tipo—, es
que yo soy italiano y creía que ustedes
hablaban
italiano».
Parece
una
conversación absurda, si no fuera
porque una está ya acostumbrada: los
descendientes de italianos están
convencidos de que también lo son.
Después de las presentaciones me
cuentan que son policías, vamos,
detectives, de narcóticos, y que en ese
momento están de servicio. Y yo digo:
¡venga ya! Y uno de ellos, para
demostrarme que no mentía, va, se
levanta la camiseta y me enseña la
pistola, la pistola metida entre el
pantalón vaquero y la espalda. Luego
nos da la tarjeta, por si tenemos algún
problema o por si otro día queremos
tomar otra limonada. Campana, se
apellida el tío. Tony Campana. ¿No es
extraordinario? Tony me dice que
podemos quedar un día y que él me
cuenta historias. Tony dice que una
novela con su poco de amor (eso lo
pongo yo) y su dosis detectivesca (él)
siempre funciona. El otro Gandolfini
interviene: «Yo también soy artista, a mi
manera. Tony, enséñale lo que te hice».
Y Tony, el detective Campana, sin
hacerse de rogar, se levanta y se vuelve
a subir la camiseta, dejando no sólo la
pistola al aire (lo cual impresiona), sino
un prodigioso tatuaje de un tigre que le
ocupa casi toda la espalda. Otras tías en
la mesa de al lado dicen: «¡Woooow!».
Y ese «woooow» va por el tatuaje, por
la pipa y por el mismo Campana, que
tiene
su
punto,
tan
enorme,
gandolfiniano, y que por ende está
atravesando el mejor momento de su
vida. Está de moda. Nos levantamos, y
Campana nos pide el teléfono. Algo a lo
que sólo se atreven en esta ciudad estos
italianos falsos que defienden su
derecho al morro como un factor
genético. Recuerdo ese momento de Uno
de los nuestros, cuando ella dice:
«Cuando me enseñó la pistola me puse
cachonda». Yo no comparto el gusto. A
mí, cuando me enseñan una pistola no
me entran más que ganas de correr (y no
en el sentido reflexivo del verbo).
Secreto a voces
Voy hacia el teatro Español y llevo en el
corazón un secreto. Hay pocas personas
a las que se lo he contado porque quiero
disfrutar de mi secreto sin que se vea
enturbiado por el juicio ajeno. Lo he
contado en casa, claro, donde se han
sorprendido, pero no mucho porque
saben que soy partidaria de meterme en
líos. Se lo he contado también a Luis
Landero porque ama el teatro y es
partidario de que yo me meta en líos. Se
lo he contado a Javier Cámara, que me
dijo: estás loquita y te vas a cagar, ya
verás, de gusto y de miedo. Se lo conté a
Paco Valladares porque es el que me
llevó a ver la función de Black el
Payaso. Se lo conté a Félix de Azúa,
que me dijo: suerte tú que aún puedes
cambiar de profesión, aunque habrás
visto que ya se te ha adelantado Vargas
Llosa. Se lo dije a Empar Moliner y me
contestó: tía, qué de puta madre. Se lo
conté, por resumir, a los partidarios de
ciertas travesuras. No quería que nadie
me quitara la idea de la cabeza. Voy al
teatro Español con mi secreto. Nerviosa,
con una culebrilla que me cruza el
estómago. Entro por la puerta de
artistas, los porteros me saludan como si
lo fuera y yo me siento como si lo fuera.
Como si lo fuera subo a maquillarme,
me siento en una de las butacas y las
maquilladoras, como si fuera una más de
la troupe que representa en el Español
la zarzuela Black el Payaso, me
empiezan a poner pasta blanca sobre la
cara, a borrarme mis cejas y pintarme
unas altas y negrísimas y una boca
sonriente y roja. Dibujan sobre mi rostro
dos lágrimas negras. Yo tarareo la
canción de Black: «Yo soy un payaso sin
patria ni hogar / que ríe la vida
queriendo llorar». A mi lado se
maquillan el jefe de pista diminuto, la
mujer barbuda, la princesa, los
funambulistas, la equilibrista. Voy
preguntándoles sobre sus vidas, como
cuando era joven y pateaba Madrid
como reportera y pensaba que el mundo
estaba hecho para que yo lo viera. En el
pasillo suenan las voces tremendas de
los cantantes que calientan la voz, la
sastra supervisa los trajes, las
peluqueras nos ponen las pelucas. Es
como si me hubiera colado en la rutina
diaria de una familia en la que cada uno
se amolda disciplinadamente al papel
que le asignó el director. A veces
cuentan cosas de su vida privada, pero
parece que siempre hay una distancia
entre lo que sucede fuera del teatro y lo
que ocurre dentro. Este verano escribí
un artículo en el que expresaba un raro
deseo: formar parte de esta troupe de
payasos que cantan el precioso musical
de Sorozábal. Aquí estoy. Como ellos
están locos, me han invitado; como yo
estoy loca perdida, ando por los pasillos
vestida de payasa y con el corazón
latiéndome porque ya me toca salir a
escena. El director, Nacho García, se ha
disfrazado también para guiarme por el
escenario y yo voy, como si fuera su
delfín, haciendo lo que me va diciendo:
«Ahora mira a la princesa con emoción,
ahora cantaremos el himno de Orsonia».
Me veo a mí misma, como si fuera otra
persona, llevándome la mano al corazón
y cantando con los coristas el himno
patriótico de un país regido por un
payaso. Un argumento que algunos
entienden especialmente simbólico en un
Sorozábal republicano que sufrió el
castigo de la dictadura. Para mí, el
argumento tiene la emoción del presente.
En el mismo Madrid que vive estos días
el espectacular aterrizaje de la película
de más presupuesto del cine español,
representada por unos actores que
pertenecen a esa otra categoría brillante
de los peliculeros, estos otros, los
cantantes, la gente del circo y los
figurantes de teatro, se afanan en el
espectáculo de la emoción diaria del
público,
sin grandes
atenciones
mediáticas, pero esclavos de una
profesión que atrapa al que la prueba.
«No la puedo retener junto a mí —decía
Antón Chéjov sobre su novia—, ha
probado el veneno del teatro». Hoy es la
última representación, y la última
siempre es rara: los músicos improvisan
pequeñas gamberradas para hacer reír a
los cantantes, el director de orquesta se
disfraza de payaso, el director de la
obra también. Yo siento, tal y como me
avisaron, la presencia espectral del
público, la respiración colectiva que
sale del agujero negro de la cuarta
pared. Sé que en la primera fila está la
madre de los hermanos Gas, que no se
pierde
ni
una
sola
de
las
representaciones de esta función en la
que trabajan sus dos hijos. En algunos
palcos están las familias de los
cantantes y los músicos, esos músicos
que tocan el violín disfrazados de
payasos. Cuando entré en el teatro
llevaba en mi corazón este secreto. En
parte lo llevaba en secreto para disfrutar
de la experiencia a mis anchas, pero
también porque no sabía si estaba bien o
mal lo que estaba haciendo, si era
adecuado o lógico, si en el papel que me
ha tocado desempeñar en la vida esto
estaría bien visto. Pero después de
pasarme unas tardes aquí, en el caserón
de la plaza de Santa Ana, viendo la
entrega al oficio que tiene toda esta
gente que pertenece a la categoría
antigua y rara de los cómicos, me da
vergüenza haber sentido vergüenza. Por
eso quiero contarlo. Eso es lo que
pienso cuando las chicas del coro me
cogen de las manos y me empujan para
hacer la reverencia y saludar. Nada hay
comparable a este aplauso. Nada.
Cuando baja el telón, llega el momento
del adiós. La familia se rompe. Todos se
prometen una amistad que no siempre
serán capaces de cumplir. Algunos
empiezan a llorar. Y yo, como los niños
que lloran cuando ven llorar a otro niño,
también.
La felicidad del
perdedor
Eran las tantas de la noche y aquel niño
inquieto no se dormía. Yo le dije: «Te
cuento Caperucita y me voy, que lo
sepas».
Comencé
a
contarlo
automáticamente. Ya se sabe, Caperucita
con su capa roja, esa madre insensata
dejándola sola con la célebre cestita, el
lobo acechante y esa abuela abandonada
de la mano de Dios o de la ley de
dependencia. Debía de estar tan
derrotada que el sueño me venció. Lo
extraordinario es que en vez de dejar de
contar el cuento seguí, introduciendo
unos detalles sobre el presupuesto de
los muebles de cocina de la abuela de
Caperucita, que en realidad era el de mi
cocina, ya que a la mañana siguiente
venían unos operarios a montarla. Me
despertó el niño: «¡No era así, no era
así!». Me río cuando recuerdo aquella
escena. El agotamiento físico y el
agotamiento mental de tener que contar
siempre la misma historia. Hace no
mucho cité un libro, Los siete
argumentos básicos, de Christopher
Booker. Su teoría es que la ficción se
repite de tal manera que uno puede
clasificar cada novela en siete
argumentos fundamentales. Todas las
historias están escritas y, sin embargo,
tenemos la necesidad de que se vuelvan
a reinventar. Cuando una amiga te cuenta
que está enamorada, no le dices: «Eso le
pasa a todo el mundo alguna vez en la
vida». La experiencia es común, pero
nuestro punto de vista la hace única.
Recuerdo que me escribió una lectora
para decirme que uno de esos siete
argumentos, La Cenicienta, estaba
desfasado. No estoy de acuerdo. No se
trata de tomar el cuento de manera
literal sino de extraer su significado
profundo. En el caso de La Cenicienta
nos encontramos con un ser humano que
se libra de su vida miserable gracias a
un inesperado encuentro amoroso. A
menudo, los críticos infravaloran una
historia por encontrarla demasiado
imitativa. Mi opinión es la contraria: no
hay mayor desafío que hacer una versión
brillante de un clásico. La otra noche,
antes de irme a dormir, vi una película
que me proporcionó esa reconfortante
sensación de las viejas historias. Ah, la
felicidad casera: algo sabroso para
picar, un buen vino, y una película que
desde los títulos de crédito intuyes que
te va a gustar. Se trataba de Crazy
Heart, la historia de un cantante country
que vivió un glorioso pasado, pero que a
los sesenta años se encuentra derrotado
por el alcohol. Malvive en una soledad
merecida, la del que no supo estar a la
altura de los que le necesitaban, su hijo,
por ejemplo. Ese personaje, el perdedor
que cruza el enorme país de un lugar a
otro sin tener un anclaje, es un prototipo
de la literatura y el cine americanos, no
ha habido historia tantas veces contada,
pero como los cruces de camino de estas
tierras están llenos de seres solitarios
percibo que hay una necesidad en el
ambiente de que se narre una y otra vez.
Es un clásico que narra, por un lado, la
dureza de esta tierra tan propensa a
condenar a sus habitantes al desarraigo,
y por otro, ofrece al personaje una
oportunidad de redención, algo que
también está estrechamente ligado con el
«ser»
americano.
Aunque
Scott
Fitzgerald dijera aquello de que «no hay
segundos
actos
en
las
vidas
norteamericanas», creo que no hay otro
país en el que la gente se reinvente con
tanto coraje tras un fracaso. Jeff Bridges
ganó un Oscar con este papel. Yo le
daría un Oscar a su cara, a su voz, a las
películas malas que ha hecho, a las
buenas, a esa manera tan empática de
estar en el mundo, a esa especie de
bonhomía que transmite desde que lo
vimos de jovencillo de La última
película hasta este Crazy Heart en
donde canta con voz arenosa eso de «I
used to be somebody / but now I am
somebody else». Jeff Bridges ha sido
uno de esos actores no premiados a los
que el público ha ido adorando por su
cuenta. Yo recuerdo, por ejemplo, no
encontrarle la gracia en un primer
momento a El gran Lebowski hasta que
el mismo niño que lloró porque era
indignante que la abuela de Caperucita
reformara sus muebles de cocina, me
dijo: «¡Es imposible que no te rías con
El Nota!». El Nota, en español; The
Dude, en inglés. Los hijos te ponen al
día. Sí, lo reconozco, ahora me hace
mucha gracia. Pero sobre todo por ese
tío tonto, perraco, cervecero que
encarnaba Jeff Bridges. Y me hace más
gracia aún que esa película hacia la que
los críticos mostraron desdén se haya
convertido por deseos de un público
gamberro en un fenómeno cultural que
recorre Estados Unidos: la fiesta
Lebowski comenzó a celebrarse en una
bolera de Kentucky y se ha ido
extendiendo a más Estados. La carrera
de Bridges tiene un cariz distinto al que
hoy en nuestros días defiende la
información cultural. Las páginas
culturales están engolfadas con las
ventas, las listas, la taquilla, los
premios, los Oscar. El éxito, en
definitiva. Se convierte la cultura en una
historia de vencedores y fracasados. Un
estudioso extravagante que ha ido
siguiendo a los nominados de los Oscar
durante años afirma que los ganadores
de un Oscar sobreviven cuatro años a
los que fueron nominados pero no se lo
llevaron. Jeff Bridges se ha llevado un
premio a los sesenta años, pero no hay
huella en él de resentimiento. Produce
alegría ver que la sonrisa de una estrella
no refleja tensión sino simpatía y
disfrute de la vida. Es algo tan raro.
Gordos y sanos
De la miseria nace la comedia. Al
menos la nuestra. Los americanos
hicieron reír a la pobre gente con rostros
que el tiempo ha convertido en iconos
de belleza; los ingleses perpetraron una
hazaña memorable, la de hacer graciosa
a la tribu más antipática del mundo, su
clase alta; en España, como en Italia,
hemos optado casi siempre por el retrato
del pobre diablo o de aquellos que
pasan más hambre que las ratas. Hace
unos días me escribió una amiga
americana para decirme que en el
Instituto Cervantes de Nueva York
programaban una película de la que yo
le había hablado alguna vez,
Bienvenido, Mr. Marshall. Cierto, en
mis cábalas sobre por qué lo bueno que
produce nuestro país viaja tan
torpemente al extranjero le puse el
ejemplo de esas películas realistas de
los cincuenta o los sesenta que están sin
duda a la altura de la época dorada del
cine italiano y que no han encontrado el
lugar que merecían en la historia del
cine. Esta semana se exhibían varias de
aquellas películas, seleccionadas por
Antonio Banderas, en el Cervantes. La
selección era la clásica, quiero decir,
los diez títulos que uno acostumbra a
citar a la primera, pero hay películas
consideradas menores, como Atraco a
las tres, que para mí es una joya de la
comedia, y también hay otras, como La
tía Tula, Marcelino, pan y vino o El
cebo, que jamás dejaría fuera y suelen
caerse de la lista. Pero lo importante es
que estábamos en la sala de la 3.ª
Avenida con la 49.ª, a esa hora loca en
que las ejecutivas llevan los tacones en
el bolso y corren hacia sus casas, no en
zapatillorras de deporte como antaño,
sino sobre unas bailarinas fabricadas en
España. Banderas salió al estrado,
maduro y enjuto, y presentó brevemente
la película berlanguiana. Siempre se
tiene miedo o demasiado respeto a
presentar un clásico, quizá porque se
piensa que la misma obra lo cuenta todo,
pero es precisamente esa obra ya
indiscutible la que se debe enmarcar
dentro de una época: en el caso de
Bienvenido Mr. Marshall hay toda una
historia detrás de cómo se realizó esta
película que ayuda a entender la carga
de crítica social que hay en ella. Es pura
comedia, pero cuando el pueblo de
Villar del Río (Guadalix de la Sierra) se
pone en cola frente al ayuntamiento para
que el alcalde tome nota del regalo que
desean pedirle a los americanos del
Plan Marshall, hay que ser muy duro
para que no se te parta el corazón. En
esas caras cuarteadas está la España
pobre de entonces. Yo nací casi una
década después, pero llegué a tiempo
para conocer a esos tipos humanos, los
hombres de camisa blanca sin cuello y
boina calada; las viejas vestidas con
sayas y un moño de ese amarillo
peculiar que adquiere el pelo blanco
cuando no se lava. He visto a los
hombres dormitando al sol sobre las
garrotas, a las mujeres charlando y
cosiendo en las puertas de las casas, al
pregonero anunciándose con el cornetín
y cantando las novedades del
mercadillo. Hace no mucho, los niños de
Guadalix que intervinieron en aquella
película hablaron de cómo los jodíos
peliculeros desembarcaron en el pueblo,
de cómo todos a una respondían a las
órdenes de Berlanga, de la fiesta que
supuso el rodaje. En la película eran los
niños rurales de la España atrasada y
hambrienta, en el documental, aquellos
niños eran personas maduras de un país
que, sin duda, no es el mismo. Aquellos
habitantes de Villar del Río soñaban con
un traje para las fiestas, con chocolate,
una bici con faro, una máquina de coser
o un tractor. He conocido a personas
mayores que habiendo padecido de
niños la España del hambre seguían
soñando con plátanos o con chocolate.
Un deseo infantil perpetuado en el
tiempo. No me extraña, esos dos
alimentos contienen, por un lado, el
sabor mágico de la golosina y, estoy
segura, alguna propiedad dietética que
hace que la mente los coloque en un
lugar preferencial cuando se sueña con
alimentos que no se tienen. Mi padre
soñaba con chocolate y, al igual que el
gánster duerme con el revólver en la
mesilla, ya siendo un ejecutivo se
proveía de una tableta de Dolca por si el
insomnio le atacaba. Al margen de la
emoción que producen esos cómicos que
tan bien representaban con su propio
físico, su habla y sus maneras, a los
españoles de entonces, nada hay más
conmovedor que los paisanos que
actuaron de figurantes. Especialmente
los viejos. Veía a los viejos haciendo
cola, meditabundos, como si de verdad
estuvieran calibrando ese deseo que
habían de pedirles a los americanos;
pensaba que ellos no conocerían la
España que vino luego, la que
transformó los pueblos, también la que
los destrozó sin respeto y por capricho,
enfebrecida en la abundancia. De
pronto, sonó la canción tremenda, el
pasodoble convertido con justicia en
himno de una época: «Los yanquis han
venido, olé salero, con mil regalos / y a
las niñas bonitas van a obsequiarles con
aeroplanos, / con aeroplanos de chorro
libre, que corta el aire / y también
rascacielos bien conservados en
frigidaire». ¡Increíble, no había
subtítulos! Y me vi diciéndole a mi
amiga al oído, en un inglés desaborío,
aquello de que los americanos, gordos y
sanos. Cómo han cambiado las tornas
también para ellos. Ahora su gordura es,
en muchos casos, síntoma de su miseria.
Sin tetas no hay
matrimonio
Recuerdo, como si fuera ahora, la
primera vez que vi una teta. Llegó una
mujer joven con su criatura recién
nacida a casa de mi abuelo. El bebé no
paraba de llorar con su llanto de gato, y
la madre, sin poder hacer otra cosa para
calmarlo, se desabrochó la blusa y se
sacó un globo blanco hinchado por la
leche. Yo debía de tener ocho años y me
quedé paralizada por la impresión,
haciendo que admiraba al bebé cuando
lo que me tenía boquiabierta era ese
pezón enorme que ya estaba en la boca
de la niña. Al rato, la criaturita se quedó
dormida y soltó la teta. El milagro, o al
menos a mí entonces me pareció un
milagro, fue que del pezón brotó una
gota de leche que fue a caer en el
párpado del bebé, ¡pim!, haciéndole
salir del sueño y volver a mamar. Nos
reímos mucho, alguna mujer dijo que la
naturaleza era muy sabia, y aunque
ninguna de las presentes lo sabíamos,
todas segregamos oxitocina (esa madre,
ese bebé, esas tías, las niñas), que es la
hormona de la ternura, por así decirlo.
Hormonas aparte, a mí la escena me
inspiró muchos juegos; ya no sólo me
alzaba sobre los zapatos de tacón de mi
madre, sino que robaba uno de aquellos
fabulosos cruzados mágicos de Playtex
de mi tía, me lo anudaba a la espalda, lo
rellenaba con calcetines y me paseaba
delante del espejo de luna viéndome
como una mujer, sin advertir la
verdadera imagen que me devolvía el
espejo, la de una extraña enana de tetas
enormes, tan grandes que cuando me
tumbaba en la cama para disfrutar de la
altura de esas dos montañas turgentes no
alcanzaba a verme los pies. Treinta y
dos años después de aquel pezón
revelador soy de la opinión de que a
todas las personas sensibles les gustan
las tetas. A los lactantes, por
descontado; también a esos otros niños
que todos hemos visto alguna vez a los
que no acaban de retirarles la teta y van
corriendo hacia su madre, la sacan y se
sirven, con la destreza del camarero que
tira una caña de cerveza. Son esos niños
de los que la madre dice «me muerde
como un hombre». A las adolescentes
les asusta, y les gusta ver cómo crece el
pecho, curiosean hasta con el dolor del
crecimiento. A los adolescentes, las
tetas les vuelven locos; incluso para
aquellos a los que no les gustan las
chicas hay algo en las tetas de recuerdo
de la felicidad. A los nietos les gustan
las tetas de sus abuelas; una niña me
dijo: «Cuando mi abuela está en la cama
tiene las tetas acostadas». El mundo de
la moda ha tratado de borrar la
maravillosa gravidez de las tetas en el
cuerpo femenino, pero en las
investigaciones que se realizan sobre el
deseo erótico parece claro que las
curvas atraen, las del pecho y la curva
de la cintura, porque son una promesa de
fecundidad, y en esto tenemos que ser
humildes y admitir que parte de nuestro
cerebro funciona como el de un gorila,
como el de Gorka, la mamá gorila del
zoo madrileño que amamanta estos días
a su recién llegada criatura, sobre la que
caerán gotas de leche en los párpados,
como aquella gota de leche que me
descubrió un mundo. Las tetas son
pasionales, pero también protectoras;
son una tremenda fábrica de oxitocina.
Hay hombres que sólo las quieren
turgentes, hay otros hombres que aman
las tetas de la mujer que aman; recuerdo
a un personaje de Saul Bellow que decía
que no hay mayor felicidad que la de
dormirse por las noches con la mano en
el pecho de la mujer que se quiere. Con
las tetas postizas pasa como con el pelo
injertado: igual que las amantes de la
autenticidad prefieren la calvicie a una
melena de muñeca de Famosa, hay quien
elige la armonía de un pecho caído a la
turgencia artificial. Hay que reconocer,
de todas formas, que las prótesis deben
de ser utilísimas en ciertas ocasiones,
como en el caso de naufragio en alta mar
o así. Esas tetas enormes de mentira
suelen provocar el deseo de los más
horteras. Precisamente, ésa fue la idea
de la que surgió en Colombia la serie
Sin tetas no hay paraíso, de un mundo
de narcotraficantes que necesitan exhibir
a chicas tetonas y de unas chicas que
necesitan unas tetas enormes para
alcanzar un lugar en el mundo. La
historia responde a una realidad muy
concreta, por eso tal vez en su versión
española produzca cierta extrañeza. A
mí, el título siempre me pareció triste y
tierno, incluso de novela social, porque
responde al deseo real de unas
muchachas pobres. En el caso de una
serie sobre fanáticos islámicos, el título
debería invertirse de esta manera: Sin
paraíso no hay tetas, por esa promesa
de un más allá plagado de vírgenes. Y en
el caso de la religión verdadera, o sea,
la católica, la Conferencia Episcopal lo
ha dejado claro de cara a las próximas
elecciones: hermanos, hermanas, «sin
tetas no hay matrimonio». Traduciendo,
hay que votar al partido que crea que el
matrimonio sólo es cosa entre un hombre
y una mujer; al partido que no crea en la
negociación con ETA (¡vaya!, ¿qué
hacemos con algunos curas vascos?),
que
no
crea
en
asignaturas
aleccionadoras (sólo la de religión
católica, claro), que defienda la vida
frente a «la trituradora de fetos que
todos hemos visto» (Ana Botella dixit) y
que apueste por la muerte a palo seco.
Pero como estos padres de la fe pecan
de prudentes y dicen que no quieren
meterse en política, no han dejado dicho
qué partido es ése. Y yo me digo: a ver
si con tanto misterio voy y voto al que
no es.
El niño lama
Las estrellas ya no brillan como antes.
Por eso es tan difícil distinguirlas.
Conozco gente que vive en esta ciudad
desde hace años que se asombra de que
yo vea tantas por la calle. Soy como el
niño de El sexto sentido, pero en vez de
ver muertos «veo famosos». Y no es
fácil. En la segunda ciudad del mundo,
después de Los Ángeles, que alberga
más famosos por metro cuadrado es
complicado distinguirlos del resto de
los humanos. Cuando el glamour existía
se distinguían antes. En dos noches
consecutivas veo en dos restaurantes
distintos
a
una
celebridad
deayerdehoyydesiempre y a otra de las
de ahora. La primera, Shirley MacLaine,
la ascensorista de Billy Wilder. Está en
un rincón del restaurante Vico, un
italiano de pasta buenísima en el que el
dueño tiene el inconfundible aire de los
italianos neoyorquinos, cuya italianidad
se resume en un exceso de gestos, un
atractivo físico basado en los defectos
(nariz grande, cabeza enorme, estatura
tirando a corta) que no consiguen los
americanos de origen anglosajón, y el
convencimiento de que son italianos
aunque jamás hayan estado en Italia ni
falta que les hace. Los italianos son
como los de Bilbao, nacen donde les
sale de los huevos. Un dueño de
restaurante italiano es un individuo que
se mueve por el restaurante sin hacer
nada, como diciendo: éstos son mis
dominios; que te reconoce al segundo
día que vas y te dice: bella, signorina, y
que le piace infinito verte. Son las
únicas palabras que sabe en el idioma
de sus bisabuelos, pero esas cuatro
palabras le dan muchísimo dinero y está
encantado con que la gente piense que
hay un trasfondo mafiosillo en el
negocio. Quién no desea ser como Tony
Soprano. Por mucho que el presidente
de la comunidad italiana proteste de vez
en cuando por la idea que los Soprano,
esa familia hortera de Nueva Jersey que
se dedica a extorsionar, asesinar y creer
en Dios y en los lazos familiares, da de
los italianos. Ahí ha radicado el éxito de
la serie Aquí no hay quien viva, en
hacer patente que casi todos los
presidentes de comunidad son patéticos.
El dueño del restaurante Vico se permite
el lujo de charlar de vez en cuando
desde su pequeño trono con nuestra
Shirley, que preside lo que parece ser
una cena de amigos. No es como
aparecía retratada en El apartamento,
Shirley MacLaine es una mujer de
importante envergadura, grande, cabeza
grande, y, como las damas neoyorquinas
que sobrepasan los sesenta, tiene la
gracia de ir muy maquillada, pero con
arte, con rabillos largos de eye-liner
que acentúan sus célebres ojos
achinados. Su elegancia nace de ser un
poco excesiva, su cuerpo serrano lo va
diciendo: «Yo no soy cualquiera», que
es para lo que estaban educadas las
estrellas de antes, para no ser
cualquiera, entre otras cosas porque el
público depositaba en esa presencia
todos sus sueños frustrados.
En el Union Square Café, uno de
esos escasos restaurantes que se pueden
denominar «de los de toda la vida», en
esta ciudad veleidosa en donde es casi
imposible que los restaurantes duren
más de cinco años, los camareros
responden más al tipo de aspirante a
actor. Es ese camarero que te sonríe y te
pregunta cinco veces si la comida está
bien porque se está trabajando la
propina. A veces, cuando recitan los
platos especiales del día, están los
pobres tan sobreactuados que te da un
poco de vergüenza ajena. En una mesa
alejada de la nuestra llama la atención
un grupo de seis personas que le ríen las
gracias a un comensal. Lo chocante es la
atención tan grande que le prestan a un
muchacho muy joven con un gorro de
lana hasta las cejas. Es como si fuera un
niño comiendo con sus cuatro abuelos
que no paran de reírle las gracias, como
un niño lama. Eso es lo que me hace
pensar intuitivamente que el niño del
gorro es un actor. También el gorro es
una buena pista porque el restaurante en
el que estamos invita a ir un poquito
arreglado, arreglado pero informal, es
un sitio de editores y periodistas, y sólo
un actor se saltaría hoy esas reglas
naturales de «donde fueres, haz lo que
vieres» y se presentaría con unos
vaqueros llenos de rotos que, por otra
parte, pueden haber costado setecientos
dólares. El niño del gorro es Matt
Damon. Lo sé cuando de pronto se ríe y
distingo los dientes perfectos, la sonrisa
de belleza saludable tan inconfundible
de los chicos sanotes americanos, el
pecho para delante, algo bisóntico del
deporte que hicieron en la universidad,
los hombros anchos de los niños grandes
más proteínicos del mundo, alimentados
de yogures, cereales, leche y carne roja.
Aun con el gorro, aun con ese desaliño
indumentario tan en boga que a mí
(concretamente) me gusta tan poco y que
me parece en el fondo la gran tomadura
de pelo, Matt Damon resume físicamente
el atractivo americano, el chico que
puede hacer de Ripley y el que podría
hacer de Gatsby si se lo propusieran.
Grande y sano por fuera, vulnerable por
dentro, como un niño que no acabara de
madurar nunca. El pobre Matt Damon
era uno de los actores que salieron peor
parados en la película que los
cachondos creadores de Team America
hicieron sobre el compromiso político
de las celebridades. La película era
cruel, pero la crítica que se les hacía no
procedía de un punto de vista
conservador, al contrario. Lo que venía
a decir era lo que a veces piensa todo el
mundo en este país tan duro: ganáis más
dinero que nadie, estáis más mimados
que nadie, las mujeres y los hombres
más bellos del mundo están deseando
acostarse con vosotros, viajáis en
aviones privados, dais el coñazo con la
dificultad de meteros en tal y cual papel
y os escuchamos, un poquito de por
favor: no nos deis encima la matraca
ideológica. Y arreglaros un poquito,
hombre, que el compromiso político no
se lleva en el gorro.
Intimidad y vida
Una pena. Es algo que he comentado con
periodistas de cultura y que he
experimentado en primera persona:
entrevistar a celebridades se ha
convertido (salvo excepciones) en algo
muy aburrido. Una pena, porque entre
los sueños de todo joven periodista está
el de penetrar en otras vidas, tener
acceso a una parte del corazón y a un
cuarto de trabajo, salirse de lo
puramente profesional para dejar que el
entrevistado divague y muestre algo de
su alma. Pero no hay manera. Las
grandes estrellas, bien parapetadas por
representantes, agentes o jefes de
prensa, imponen el cuestionario. Se
someten durante tres días a una
promoción agotadora, pero con la
condición de que cualquier asunto
personal sea eliminado. Los periodistas
se colocan delante de ellos con la
entrevista pactada y vuelven a las
redacciones con ese triste material de
trabajo. El resultado está a la vista de
los lectores: pocas veces en la
entrevista a una estrella se encuentra un
tesoro. ¿Por qué los periodistas aceptan
ese trato tácito, por cobardía? No
necesariamente: las estrellas tienen
poder. En realidad, hace tiempo que se
asumió lo que conviene a las
productoras y mánagers, que las
entrevistas sean una publicidad gratuita
de las películas sin que el periodista
roce en lo más mínimo la finísima piel
de
la
estrella.
No
es
algo
exclusivamente español; la célebre
entrevistadora británica Lynn Barber,
autora de An Education, las memorias
que inspiraron la película, contaba cómo
se sintió halagada cuando en los setenta
la revista Vanity Fair le ofreció
marcharse a Estados Unidos para hacer
entrevistas a celebridades y cómo tiró la
toalla porque no se le concedía la
posibilidad de preguntar lo que quisiera.
La reina de las entrevistas de sociedad
de la prensa inglesa se preguntaba por
qué había preguntas que no podían
hacerse: ¿es que no debiera una estrella
tener la sabiduría de esquivar con
educación una pregunta que le resulte
molesta? Lynn Barber no pertenecía en
absoluto a la prensa amarilla, no tenía
interés en saber detalles sobre la
intimidad de sus entrevistados, pero sí
sobre su vida. Cuando percibió que, de
manera creciente, las estrellas no sabían
distinguir entre intimidad o vida,
renunció a su contrato en la revista de
sociedad más famosa del mundo y se
volvió a su país. La gota que colmó el
vaso fue un encuentro con el estrafalario
Nick Nolte. Le entrevistó en su rancho,
sintió que todo había sido correcto,
incluso amable, pero cuando volvió al
hotel recibió una llamada. La entrevista
no se publicaría: las preguntas de la
periodista no habían sido del agrado del
entrevistado. La revista se sometió a los
gustos del actor por conveniencia: no
podían cortar el vínculo con esa agente
que representaba a otros artistas a los
que querrían tener acceso en un futuro.
Por otro lado, la intromisión
injustificable de la prensa canalla en la
vida de los famosos ha sido la coartada
final para que éstos se replieguen hasta
convertirse en los nuevos puritanos. No
beben, no fuman, no quieren mostrar
ninguna arista, y transmiten a la prensa
sus cambios de estado civil mediante un
comunicado oficial. El hábitat ideal de
las estrellas son esos programas tipo
David Letterman en los que se pactan
cuatro gracietas que dejan al
presentador como un tío ocurrente y a la
estrella como una persona campechana.
Es algo muy comparable a aquello en lo
que se ha convertido la relación de los
políticos con la prensa: no se admiten
preguntas molestas, se margina al
periodista incisivo y cuando el político
siente la necesidad de mostrar su lado
humano acude a contar una anécdota
simpática a un programa simpático. Eso
de tener que hacer pensar al entrevistado
es algo obsoleto. Aun así, creo que el
lector va percibiendo y rechazando lo de
comerse una promoción a palo seco sin
que exista algo de generosidad por parte
de quien habla. Por su parte, el
periodista se encuentra con grandes
consuelos: en los últimos tiempos, las
entrevistas a filósofos, economistas,
pensadores, médicos, activistas están
despertando gran interés entre los
lectores. Estamos deseando que nos
hablen de las cosas que nos importan,
queremos escuchar a un ser humano,
aprender los secretos de un oficio, pero
no sólo eso, queremos que nos cuenten
una peripecia vital. Todo ser humano
con el que entablamos una conversación
espontánea en un viaje o en la calle nos
cuenta un retazo de su vida, algo que va
más allá de sus meros logros
profesionales. Sin duda es más difícil
para una gran estrella mantener a los
entrometidos a raya, pero conozco a
estrellas que han asumido que la mejor
manera de mantener la curiosidad de los
demás en un límite razonable es ser
educado. La clave está en distinguir,
como distingue cualquier individuo a
diario, entre lo que es intimidad y lo que
es pura vida. Qué insoportable debe de
ser sentirse tenso ante cualquier
desconocido. Hay una cita de
W. H. Auden que resume lo dicho: «Las
caras de seres anónimos en los lugares
públicos son más sabias y más amables
que los rostros de los famosos en los
lugares privados». Cierto: qué poco
interés despierta, para un lector
cultivado, una persona dedicada en
exclusiva a vender su producto. Qué
aburrimiento leer siempre las mismas
bobadas. Y cuánto espacio se les
dedica.
Un héroe de barrio
Los fanáticos son más felices que los
moderados, sea cual sea la ideología en
la que está instalado su fanatismo. Esta
afirmación forma parte de un estudio
sobre la felicidad publicado en The
Economist. Lo comparto absolutamente.
Moderado es la palabra basura del
diccionario político. El militante de
izquierdas tenía (y tiene) por costumbre
despreciar a los moderados; el de
derechas pensaba (o piensa) que los
moderados de izquierdas querían
robarle su espacio natural. El moderado
fue, y sigue siendo, el payaso que se
lleva las bofetadas. Ya no digamos en el
mundo de la cultura, donde cualquiera se
define a sí mismo como un radical.
Transgresor es la palabra clave. La
pregunta eterna es: ¿cómo puede uno
definirse a sí mismo como transgresor y
que no se le caiga la cara de vergüenza?
La respuesta está cada mañana al abrir
el periódico, donde el lector se topa,
sobre todo en las secciones de cultura,
con varios autodefinidos transgresores.
Al autodefinido transgresor nadie le
pregunta cómo se compagina semejante
transgresión con el estar enrocado, como
un mejillón, a la cultura oficial y a la
rebeldía subvencionada. Nadie le dice:
«¿A usted no le parece sospechoso que
su transgresión entusiasme a todo el
mundo?». Ah, pero es que ese «todo el
mundo» que asiste embobado a los
espectáculos del transgresor también
quiere sentirse parte de la parroquia
transgresora. Todo esto, en fin, es muy
antiguo. Hay más cosas en ese estudio
que dan que pensar. Por ejemplo, la
teoría de que los padres son más felices
cuando cuentan las hazañas de sus hijos
que cuando hablan con sus hijos. Es
decir,
que
cuando
disfrutamos
verdaderamente de la vida es en ese
momento en que, dejando en casa a unos
niños gordos y felices, nos vemos libres
de ellos al menos durante unas horas. La
verdad duele: si los padres hablan sin
parar de sus hijos durante una cena con
amigos, no están probando su nostalgia,
sino su felicidad. O tal vez sea que la
infancia de los hijos se disfruta menos
en el presente que en el recuerdo. A
costa de engordar el mito de la cercanía
y la comunicación entre padres e hijos,
los padres de mi generación hemos
vivido
agobiados,
llenos
de
culpabilidades, y hemos creado un
pequeño ejército de reprochadores, que
a la mínima sacan a relucir aquel día en
que no fuiste a verle hacer de árbol en el
belén viviente. La generación de mis
padres fue infinitamente más feliz en ese
sentido. Los niños aún nos pasábamos el
día en la (puta) calle y las madres vivían
en constante felicidad hablando sobre
sus hijos con otras madres. Confieso que
yo también me intenté apuntar a la
generación del reproche hasta que
comprobé que a mi padre el reproche no
le hace mella: él lo hizo, no bien,
superlativamente bien. Yo soy el
resultado. Juzguen. A lo que iba, dado
que los pensamientos establecen lazos
caprichosos, el estudio sobre la
felicidad de los padres me condujo a
mis propios recuerdos, que son
fundamentalmente callejeros. Los pasos
del recuerdo me llevaron a esos viernes
en los que mi mamá y las mamás de mi
barrio disfrutaban de la vida gracias a
que
un cine
de
proporciones
granviescas, llamado, sin tonterías, cine
Moratalaz, albergaba a cientos de niños
que nos tragábamos la sesión doble, con
un entusiasmo que muchas veces no
estaba relacionado con la película en sí,
sino con el nivel de escandalera que una
chorrada que apareciera en la pantalla
despertara en ese público gritón y
gregario. De todas formas, a veces se
hacía el silencio. El silencio de los
niños es el más tremendo de todos los
silencios porque, amando como aman el
ruido, sólo renuncian al bullicio cuando
algo les trastorna, les emociona o les
atemoriza. A veces, digo, se hacía el
silencio. Uno de esos silencios
memorables lo provocó El planeta de
los simios, que vi varios viernes, porque
ésa era otra, las películas se repetían.
¿Y qué? La pesadilla del coronel
George Taylor en aquel mundo
dominado por unos simios rencorosos
nos encogía el corazón y volvíamos a
casa dominados aún por la poesía de ese
final en el que Charlton Heston
encuentra la Estatua de la Libertad
semihundida en la arena de la playa. Es
ese tipo de argumentos que vuelven a los
niños filósofos, y habría que estar ahí
para testificar lo que sale de esas
cabezas conmovidas. Ése es mi gran
recuerdo, compartido con tantos, del
actor de mandíbula poderosa y
envergadura de héroe de otro tiempo.
Era el hombre que provocaba desazón a
los niños, pero también una íntima
esperanza de que en sus manos la
humanidad se salvaría de su desastre. Si
ese hombre hubiera muerto en los
primeros setenta, se le habría recordado
por eso y por ser un activista de los
derechos civiles de los negros; si
hubiera muerto en los noventa, por eso y
por liderar la defensa de las armas de
fuego (que aquí tienen una connotación
cultural sobre la que habría que escribir
alguna vez en serio), pero ha muerto
después de que el megalómano de
Michael Moore le faltara al respeto en
su triste vejez desmemoriada. Todo para
alegría de miles de pacifistas del mundo
que, en su versión más fanática,
entendían que la falta de piedad está
justificada si se trata de defender la
causa. Definitivamente, la felicidad es
cosa de fanáticos y puede ser el
sentimiento más cruel.
Joven hasta la
muerte
Me gusta el frío. Me gusta el frío en la
calle y me horroriza en el interior de las
casas. El amor por el frío callejero se lo
debo a Nueva York. El primer invierno
que viví la mordedura de los 20 grados
bajo cero (algo así como meter la
cabeza dentro del congelador) llegué a
casa con ganas de llorar y con
sabañones. ¡Sabañones! Pero la
experiencia me enseñó el secreto de ir
bien abrigado: camiseta interior, botas
de borrego australiano, un plumas,
guantes y, sobre todo, un gorro. Hay que
tener la cabeza caliente. Y a pesar de
caminar como dentro de un traje de
astronauta, es posible mantener la
coquetería, pues si bien el cuerpo se
oculta, la calle se convierte en un desfile
alegre de gorros y boquitas pintadas que
asoman sobre la bufanda. El frío ilumina
la cara y los ojos se llenan de un brillo
juvenil. Hay una alegría del frío. Yo la
sentí la otra tarde, caminando por el
West Village, pero acabé metiéndome en
una de las pocas pequeñas librerías que
aguantan el tirón de la crisis, Biography,
porque el frío estaba empezando a
quemarme las mejillas. Me puse a
curiosear entre el montón de libros
viejos que se vendían a precio de crisis.
Por siete dólares me compré uno de
fotografía llamado El mundo privado de
Katharine Hepburn. Me llevé una
deliciosa sorpresa. El libro era peculiar
por varias razones. La primera, no eran
fotos posadas, sino escenas de vida
cotidiana, tanto en los rodajes como en
sus casas, la de campo en Connecticut y
la de Nueva York; segunda, el fotógrafo
que las hizo, John Bryson, la conoció
cuando ya era mayor, hizo amistad con
ella y la siguió durante toda su vejez; es
decir, que el libro documenta la
personalidad de una bellísima anciana
que fue intrépida hasta la muerte: jugaba
al tenis, hacía gimnasia y, lo más
extraordinario, se bañaba en ese
Atlántico que tenía a las puertas de casa
todos los días, todos. Hay una foto
impresionante de esa mujer de setenta y
tantos saliendo del agua y rodeada de un
paisaje blanqueado por la nieve: «No
todo el mundo es lo bastante afortunado
como para entender lo delicioso que es
sufrir». Las fotos muestran a una mujer
fuerte, atlética a pesar de la edad,
amante de la naturaleza, tan natural
como original, un espíritu heredero de la
mentalidad de esa gente progresista de
Nueva Inglaterra. Dejando a un lado las
películas que la convirtieron en estrella,
La fiera de mi niña, por ejemplo, en la
que, según mi amigo el hispanista
neoyorquino Bill Sherzer, hacía gala del
inglés mejor articulado y más bello
jamás interpretado, para mí, el rostro
huesudo de Hepburn estará siempre
ligado a ese personaje que tan
fundamental ha sido para cierto tipo de
niñas desde que fuera escrito, a
mediados del XIX. Me refiero a Jo,
Josephine, la hermana intrépida de
Mujercitas, la que no se ajustaba a la
feminidad de la época, quería ser
escritora y anteponía su libertad a la
cursilería en la que se suponía que tenía
que educarse una señorita. La novela de
Louise May Alcott, a pesar de su
envoltura cursi y moralizante, a pesar de
que los ojos masculinos la despreciaran
porque era cosa de chicas, fue
tremendamente inspiradora para quienes
éramos
niñas
pero
no
nos
comportábamos al uso; las que, a pesar
de ser consideradas chicazos, no por
ello éramos menos femeninas. Tuvo un
gran ojo George Cukor cuando eligió a
esa
muchacha
desgarbada,
en
desacuerdo absoluto con la Metro
Goldwyn Mayer, para que interpretara a
Jo, porque Louise May Alcott y ella
tenían muchísimo que ver, ambas
procedían de esa zona americana en la
que brilló un progresismo luminoso y
saludable: Louise, hija de un padre
abolicionista; Kate, hija de madre
sufragista, de la que heredó su coraje.
Cuando Kate llegó a ser la vieja de estas
imágenes, su excentricidad se había
convertido en elegancia. El magazine
del NYTimes le dedicó un reportaje a su
estilo, lo definía como «un clásico».
Ella lo explicaba más llanamente:
«Tengo espaldas anchas, brazos
gorilescos, así que opto por la ropa
cómoda y amplia». Sin embargo, a pesar
de que nunca fue amiga de destacar las
curvas con la ropa, qué femenina era y
qué rara esa feminidad en los años
treinta, cuando protagonizó a la pequeña
gran Jo. «A George Cukor —decía ella
— le debo el que convirtiera mi
excentricidad en virtud». Me gusta mirar
las fotos y detenerme en cada detalle de
sus casas, tan singulares como ella,
llenas de pájaros de madera del arte
folclórico americano, y de paisajes muy
expresivos pintados por ella misma, de
sombreros (uno por cada rodaje) y de
zapatillas de deporte. Son casas llenas
de experiencia y de tiempo, cocinas
usadas para compartir veladas con
amigos,
cuartos
cómodos
y
desordenados con un gran ventanal
desde donde la actriz se sentaba a ver
amanecer después de darse su gélido
baño. Otro gran actor, John Wayne, con
el que hizo uno de sus últimos trabajos,
aparece con ella durante el rodaje. No
se habían conocido hasta la vejez y todo
el equipo disfrutaba de la química que
había surgido entre la brava Kate y ese
duque del conservadurismo que era
Wayne. Por la noche, cuando ella se
había retirado a dormir, el viejo vaquero
le dijo al fotógrafo: «Es tan femenina.
Cómo debe de haber sido a los treinta
años y qué afortunado el hombre que la
hubiera encontrado».
El reparto de mi vida
La muerte de un actor es una muerte
doble o triple o infinita, porque con él
se mueren todos aquellos personajes que
podría haber encarnado y no le
ofrecieron. López Vázquez había muerto
ya un poco antes de morir porque los
directores no le llamaban para ofrecerle
papeles a su altura y un actor sin
personajes es un hombre disminuido. Él,
que era un señor al que no le importaba
manifestar educadamente su fastidio, se
quejaba con franqueza en una entrevista
que le hizo Juan Cruz hace unos cinco
años en la que el cómico brilla: no por
su simpatía ni por un especial
apasionamiento,
brilla
por
su
autenticidad. Es el señor mayor que no
le encuentra la gracia a ser mayor, el
ciudadano que no le encuentra el chiste a
estos tiempos, el cómico que se siente
extraño entre los suyos, el actor que no
habla de su método ni de los
sufrimientos psicológicos de su oficio.
¡Milagro: un ser humano que se
representa a sí mismo tal cual es! Todo
esto expresado con claridad de
madrileño antiguo, silabeando mucho las
palabras. Permítanme conmoverme por
la muerte de este cómico viejo de una
manera especial. Poco o nada tiene que
ver esta emoción con la pomposidad que
se inyecta en las necrológicas culturales
y que las hace flotar como globos sobre
nuestras cabezas. Pero a los globos se
los lleva el viento; en cambio, el
recuerdo que deja un viejo cómico está
amarrado al de nuestra propia vida.
Muere López Vázquez y se me dispara la
imaginación haciendo un reparto con esa
troupe
de
secundarios
que
protagonizaron teatro y cine en los años
cincuenta y sesenta. Mi abuelo, claro,
sería Pepe Isbert; mi padre, por
supuesto, ese pedazo de hombre que era
José Bódalo; mi madre, la dulce Elvira
Quintillá; mi portero de finca, Cassen;
mi tía soltera y sentenciosa, la gran
María Luisa Ponte; las amigas de mi tía
soltera, Lali Soldevilla, Mary Carrillo y
Luisa Sala; la chacha, Florinda Chico;
otra chacha, Gracita Morales; esa vecina
jaquetona que llevaba un sostén de los
que hacían los pechos picudos sería
Emma Penella; Tony Leblanc, el amigo
liante de mi padre; la secretaria de mi
padre para alarma de mi madre,
Conchita Velasco; mi tío soltero al que
le gustaban las chicas de revista, Manuel
Aleixandre; Paquito Valladares, el
solterón que recita en las bodas; el
director del colegio, Agustín González;
el cura, Sazatornil; José Luis Ozores, la
cara franca y alegre de cualquier
trabajador
manual;
las
vecinas
elegantes, las Gutiérrez Caba y Rafaela
Aparicio, que podría ser una abuela o
una chacha, gritando a la hora de comer:
«¡Que se enfrían las cocletas!». Podría
seguir fantaseando con un reparto de
actores que habrían de representar a
todas las personas que habitaban mi
universo infantil; dejando a un lado la
presencia poderosa de mis padres, todos
ellos serían lo que son en mi recuerdo:
maravillosos secundarios que dan color
y gracia a tu biografía. Lo extraordinario
es que si pienso en López Vázquez, su
cara se me confunde con la de la
mayoría de los hombres que yo
observaba desde mi estatura infantil.
López Vázquez puede ser el director de
banco, el empleado pelota, el portero de
finca, el tío, el adulto rijoso y sobón;
resumiendo: puedo asegurar que en mi
escalera vivían varios López Vázquez,
en mi calle, en mi familia; incluso, si
pienso en las amigas solteras de mi tía
soltera, a esa edad en que la cara se
amojama y unos pelillos inoportunos
pueblan las barbillas femeninas, si las
recuerdo velando al Señor en la tarde de
Jueves Santo, con sus gestos de dolor
religioso alumbrados por la luz de las
velas, siento que todas me miran de
pronto desde el recuerdo con la cara de
López Vázquez en Mi querida señorita.
Cómo no extrañarle si su cara, sus
gestos y su manera precisa de hablar se
confunden con los de las personas entre
las que me crié. Los tiempos son otros.
No creo que a ninguno de los que
conforman mi irrealizable reparto les
hicieran muchas entrevistas a lo largo de
su vida laboral. Es imposible imaginar,
por ejemplo, a Rafaela Aparicio
ofreciendo entrevista tras entrevista para
explicar cómo había interiorizado el
papel de asistenta en La vida por
delante, o señalando el injusto desdén
con el que la figura de la asistenta suele
ser tratada en el cine, o alabando a ese
genio (el director). No. Entonces se les
prestaba mucha menos atención, su vida
(aunque
tenían
la
condición
extraordinaria de cómicos) se parecía
de manera más precisa a la de la gente
común a la que debían representar. Así
que cuando llegaban a aquel programa,
Cómicos, de Diego Galán estaban tan
ávidos de que se les hiciera caso como
vírgenes a la hora de contar sus
aventuras. Habían vivido mucho y
podían contar mucho. Hay ahora en
España grandes actores, más preparados
físicamente, más intelectualizados, por
así decirlo, pero debieran aprender de
sus mayores, verlos una vez y otra en las
buenas y en las malas películas de las
que siempre salían airosos; olvidar algo
de lo que aprendieron en la escuela, o
desaprenderlo, buscar el misterio de
representar a la gente con la que se
cruzan a diario. Considerarse a sí
mismos como personas corrientes con un
oficio. Un oficio como el de López
Vázquez que, sin ser un actor
internacional, consiguió convertirse en
el mejor actor del mundo, según
Chaplin.
Reírse de uno mismo
«Quedamos y hacemos unas risas».
¡Hacemos unas risas! Creo que ésta es
una de las expresiones que más he
detestado en la vida. Recuerdo cuando
la empecé a escuchar, hace unos años, y
cómo sentí que la sociedad, al menos la
madrileña, se contagiaba de ella. Ahora
parece que la infección está remitiendo
y no hará falta, gracias a Dios, que don
Manuel Seco la incluya en su
diccionario de usos. ¡Hacemos unas
risas! Como si la risa fuera algo que se
pudiera prever. La risa. Con lo
misteriosa que es. Hubo un tiempo en
que yo escribía artículos cómicos,
astracanadas. Había gente que me
invitaba a una cena con la esperanza de
que yo fuera, en parte, la principal
hacedora de esas risas. A mí, la
posibilidad de decepcionar me sumía en
un mutismo melancólico. Recuerdo que
para ganarme la simpatía del lector
echaba mano de un humor flagelante; de
los dos payasos, por así decirlo, yo
siempre era la tonta, la que recibe las
bofetadas, la que no había leído, la que
no tenía ni puta idea y metía la pata; me
inventaba cartas de lectores que me
insultaban o que me hacían absurdas
recomendaciones para mejorar mi
rendimiento columnístico. ¡Disfrutaba
tanto metiéndome conmigo! ¡Era tan
liberador ser Garbancito, Calimero, el
Tonetti, el Lazarillo, Gordito Relleno!
Había un placer especial en poner todos
los posibles defectos encima de la mesa
de disección y hurgar en esas diminutas
cicatrices de la infancia que la memoria
esconde, pero no destruye. Me lo pasaba
de vicio —nunca mejor dicho, de vicio
— porque siempre hay algo mórbido
(aunque ferozmente divertido) en hacer
de uno mismo motivo de risa. Lo
inaudito es la reacción que provoca este
tipo de humor selfdeprecating, de burla
de uno mismo. Hubo quien se creyó al
pie de la letra ese personaje; hubo otra
gente, bienintencionada, que me
aconsejaba seguir una terapia para subir
una autoestima maltrecha, y, sí, también
hubo quien entendió que se trataba de
una gran broma. Pero a lo que yo iba, el
humor siempre es un oficio que llena de
melancolía a quien lo practica porque,
de alguna manera, sale dañado. El
humor se construye con los defectos, no
con las virtudes; por eso en el teatro
clásico hay una astuta repartición de
papeles: el galán es listo, guapo, pero no
es el gracioso; el gracioso es el que se
lleva alguna hostia por malicioso, el que
sale escaldado, pero, a fin de cuentas, el
que se lleva las risas del público. Eso
es algo que los actores suelen asumir
cuando interpretan una obra clásica,
pero que no aceptan tan fácilmente
cuando se enfrentan a un papel
contemporáneo: ellos quieren ser los
guapos, pero también los más
ocurrentes. Sin embargo, hay una regla
difícil de romper: el guapo trabaja con
sus virtudes; el gracioso, con sus
defectos. Así ha sido siempre. En la
vida y en el arte. Ésa es la razón por la
que el humor provoca empatía; a todos
nos gusta cómo a otro le salen las cosas
mal, se cae, es un pobre hombre, un
desgraciado, y ésa es la razón por la que
el humor provoca melancolía a quien lo
practica: ¿no es un drama buscar el
cariño y la atención de los demás
haciendo el payaso? Esta semana fui a
ver una exposición que me hizo reír,
pero que me dejó también un regusto
tristón, la de Chaplin-Charlot que hay en
el Caixa Forum. La muestra relata con
fotos y escenas de películas la historia
del cómico: de los primeros esbozos de
Charlot, que al principio era un borde
malintencionado, a ese personaje
hilarante, pero capaz de sentir amor y
compasión, que Chaplin construye con el
paso del tiempo. Cuando llegué a casa
me puse a leer su libro de memorias,
titulado
egocéntricamente
Mi
autobiografía. Se abra por la página
que se abra, siempre ofrece una escena
interesante. Leo, por ejemplo, que el
novelista Somerset Maugham le había
descrito, a Chaplin, como ese artista
que, habiendo alcanzado la riqueza y la
fama, echaba de menos la libertad de sus
años de niño pobre en las calles más
sórdidas de Londres. Chaplin, que,
efectivamente, sabía de verdad lo que
era
la
miseria,
deshace
este
malentendido que le molesta: «Todavía
no he conocido un pobre que añore la
pobreza o que halle la libertad en ella».
Qué razón tiene, ¡cómo va a dar libertad
el hambre! Pero eso no quita para que
las cómicas historias de su vagabundo
se nutrieran de aquellos años de penuria.
En la semipenumbra de la exposición
reímos con una escena de boxeo de
Luces de la ciudad. Prodigiosa
coreografía. El humor sin palabras.
Pienso de pronto que el humor de los
Hermanos Marx, tan apoyado en el
sarcasmo verbal, sigue provocando hoy
el mismo tipo de risa que cuando se
creó, pero que el humor chaplinesco,
basado en la pantomima, despierta una
risa que se transforma en melancolía en
cuanto la historia acaba.
Si van por el paseo del Prado y les
sobra un rato, suban, vean a ese Charlot
boxeando. Si no se ríen, les devuelvo el
dinero que se han gastado en el
periódico. También encontrarán el rostro
de Chaplin en Candilejas, ese viejo
cómico de vodevil que ya no arranca
una carcajada del público. Entre una
escena y otra está el paso del tiempo, la
transición de lo cómico a lo dramático.
Ayuda a entender el placer y el daño que
provoca el humor a quien tiene la osadía
de hacer de él su medio de vida.
Contertulios sin
fronteras
Ya nadie se acuerda, pero hubo un
tiempo en que no existían los
contertulios. Nadie se acuerda de que
entonces, en ese tiempo, que a partir de
ahora llamaremos a. c. (antes del
contertulio), los programas se trufaban
con expertos en la materia que se trataba
y ya está, a tomar por culo la bicicleta.
Si el programa trataba de viajes se
invitaba a Luis Carandell, contertulio de
la época precontertuliar; si la cosa iba
de niños aparecidos se requería a
Jiménez del Oso (antecedente del
inefable Iker Jiménez); si iba del Papa, a
Papaloma; si del corazón, a Tico; si de
humor, a Chumy Chúmez; si de
flamenco, a Lauren Postigo, y así seguía
la lista. A muchos de ellos, el tiempo se
los tragó y permanecen sólo en la mente
de algunos de nosotros, esos seres
absurdos que andamos a caballo entre el
mundo pop y el mundo camp. Su época
pasó, ahora reina el contertulio. El
contertulio se diferencia del experto en
que no se le requiere para que opine
sobre un campo específico, para nada; al
contertulio sólo se le exige que sea
vehemente, no respete el turno de
palabra y anime el cotarro. Por ley, no
puede haber un contertulio soso. El
contertulio soso es contertulio muerto.
Antes, o sea, hace cinco años o así, cada
programa o cada canal de televisión
tenía una serie de contertulios fijos que
no se repetían en ninguna otra emisora.
Cada grupo de comunicación optaba por
unos o por otros por razones ideológicas
o de simpatías estéticas. Ahora no,
ahora la cosa es muchísimo más
estrambótica: los contertulios son los
mismos en todos los programas de todos
los canales, lo único que cambia es el
presentador.
Tiremos
de
datos.
Pongamos que ahora mismo hay en
activo en la España plural unos
cincuenta contertulios; bien, pues estas
pobres cincuenta criaturas tienen que ir
de una contertulia a otra, sin quejarse,
dejándose la salud en esos cinturones
suburbanos que los llevan de una tele a
otra, marchitando su piel en salas de
maquillaje, para hablarnos o chillarnos
sobre el rey, la Educación para la
Ciudadanía, el aborto, Carla Bruni y
Rouco Varela. Escojamos un contertulio
al buen tuntún, Miguel Ángel Rodríguez,
ese hombre. Ese hombre salta de la
tertulia de Curry (esa diosa de
Telemadrid supercolgada en YouTube
por una juventud que no sale de su
asombro) a esa otra del micrófono del
coitus interruptus (¿59 segundos?) y a
una charleta de madrugada en Telecinco.
Preguntarse de dónde saca tiempo
nuestro hombre para informarse, dado el
torrente de opinión que sale por esa
boca, sería una chorrada propia del
siglo XX; en el siglo XXI cabe plantear
el asunto en términos más humanos:
¿cuándo duerme, come, hace vida
familiar, o incluso otras cosas, ese
hombre? El señor Rodríguez es sólo un
nombre al azar porque a mi cabeza me
vienen otros: el inagotable Sopena, la
agotadora María Antonia, el republicano
Rafael Torres, todos aquellos que ya,
olvidados de que fueron algo así como
contertulios políticos, se han adherido
también a las tertulias de Ostos, Mila
Jiménez o Bárbara Rey, siguiendo la
estela de Sarkozy, que convierte la
política en prensa rosa y el cotilleo en
política. Todos en el mismo puchero. ¡Y
lejos de mí la intención de criticarlo! Al
contrario, lo que siento es seria
preocupación por estos seres que con
generosa intención de entretenernos se
están dejando la vida. El otro día, de la
forma más natural del mundo, nuestra
María Antonia decía en una tertulia
nocturna: «Como ya afirmé esta mañana
en una tertulia de Radio Euskadi…».
Hace años, estar tan expuesto
mediáticamente hubiera provocado
algún pudor, ahora yo diría que el
verdadero contertulio es el que tiene tres
tertulias de media al día. Con menos de
eso eres un desgraciao. Eso sí, con más
de seis tertulias se han dado casos de
contertulios colapsados, porque las
personas necesitan un respiro (no me
refiero a los espectadores, que también),
que han tenido que ser reanimados en el
mismo plató. Tanto es el trajín de los
contertulios que se ha creado una
Brigada Central del Contertulio. La sede
está en Sanchinarro, y de allí salen en
minibuses que pasan el día de una tele a
otra intercambiando contertulios. Desde
que existe la Sede, todo se ha
simplificado muchísimo. Cuando se da
el caso, por ejemplo, de que un
contertulio se colapsa tras seis tertulias
seguidas —porque un contertulio, contra
lo que pudiera parecer, no es un
replicante, sino un ser humano—, la
cosa se resuelve inmediatamente: el
canal llama a la Sede y pide un
contertulio de las mismas características
del colapsado: «¡Urgentemente, un
fanático defensor de ZP!». O bien:
«¡Necesitamos un excomunista que
piense que el PSOE nos va a obligar a
casarnos con gays, tener hijos adoptados
y abortar a los biológicos!». Ah, en la
Sede Central del Contertulio encuentras
el abanico completo de la variedad
española. No es un abanico grande, pero
qué le vamos a hacer, no damos más de
sí. Como dice el psiquiatra Trujillo,
mientras a un anglosajón tardas años en
conocerle, el español se te da enterito en
cinco minutos; basta con que largue tres
opiniones para que sepas si es de los
tuyos o es un perfecto gilipollas. Así
juzgamos nosotros a un contertulio: o de
los nuestros, o gilipollas. Para que luego
digan que no están cumpliendo una labor
educadora con la ciudadanía, qué
diantres.
La tía María
Todavía hay mucho que rascar en
materia de biología evolutiva. Yo lanzo
gratis una teoría. Espero que si algún
científico me está leyendo no la deje
caer en saco roto. Ahí va: dentro del
consabido grupo de los Homo sapiens
podemos distinguir dos importantes
subgrupos: el primero sería el de los
seres humanos, y el segundo, el de los
directivos de televisión. El grupo de los
directivos de televisión es infinitamente
menos numeroso que el de los seres
humanos, pero su influencia es mucho
mayor. Me atrevería a asegurar que el
pequeño grupo de directivos de
televisión puede joderle la vida a los
habitantes humanos del resto del planeta.
Tengo sabido que hay hijos de directivos
de televisión que aseguran que sus
padres también son seres humanos.
Pobrecillos, bastante cruz tienen con
haber sido concebidos por un directivo.
Dicen los hijos de los directivos de
televisión que sus padres, en casa, se
comportan casi como cualquier ser
humano. Correcto: el directivo de
televisión, cuando está fuera de las
instalaciones, puede pasar por ser como
nosotros; pero en cuanto entra en las
instalaciones, ay, ahí se ve su verdadera
naturaleza. No hablo desde el desprecio
—al contrario, a mí también me gustaría
ser directivo de televisión—, pero con
eso se nace o no se nace, y yo nací, o
bien para trabajar para ellos, o bien
para telespectadora. Los directivos de
televisión se reproducen de la manera
más rara que jamás se haya visto en una
especie. Me explico: un directivo de
televisión no tiene por qué tener hijos
que también salgan directivos. El
directivo
nace
por
generación
espontánea, o sea, el directivo de
televisión vendría a ser como los de
Bilbao, que nacen donde les sale de los
huevos. Usted que está embarazada, por
ejemplo, puede estar albergando en su
vientre a un directivo y no saberlo. Es
un poco como en la película La semilla
del diablo. El directivo de televisión no
le dice a sus padres: «Quiero ser
directivo de televisión». Para nada. Lo
lleva oculto el muy truhán durante todos
los años de su formación hasta que logra
introducirse en una cadena, y entonces
se transforma, como Superman, porque
al entrar en las instalaciones de una tele
al directivo se le pone una cara de
directivo inconfundible. Yo he tenido
delante de mis narices a muchos
directivos y he sentido en mis carnes
que no eran seres humanos. Serían más
bien titanes: mitad hombres, mitad
dioses. Si al directivo le presentas un
proyecto, el directivo siempre sabe, no
me preguntes por qué, si el proyecto va
a funcionar o no. El directivo dice cosas
tales como: «A mi tía María esto no le
gusta, mi tía María esto no lo entiende».
Todos los directivos, aunque sean
italianos, tienen una tía María que es la
que corta el bacalao y para la que
escriben todos los guionistas de la tele.
Los guionistas de la tele rezan para que
a la tía María le guste el resultado.
Como a la tía María no le guste el
primer capítulo de una serie, la serie se
va a la mierda (hablando en plata). En
realidad, todas las televisiones,
públicas o privadas, trabajan para esa
tía María. Hay veces que los directivos
de televisión se equivocan y desdeñan
un programa que luego se convierte en
éxito en otra cadena; entonces lo que
hacen es copiar por el morro el
programa, y cuando consiguen ganar en
audiencia al que despreciaron sueltan
frases como: «Estaba claro; la fórmula
era buena, pero fallaba el formato». Y se
quedan tan desanchaos. Son frases que
no entiende nadie, pero que producen un
efecto paralizador en los pobres
empleados. Yo fui pobre empleada y
escuché muchas frases paralizadoras y
enigmáticas. Pasé años escribiendo para
la tía María de mis directivos. No pocas
veces me volví con el rabo entre las
piernas a mi máquina de escribir,
mientras por los pasillos se oían los
gritos del directivo: «Eso está muy bien
para tus amiguitos progres, pero aquí
estamos para divertir a la tía María».
Los seres humanos que trabajábamos
para los directivos poníamos a parir a
los directivos. Eso es así desde que el
hombre es hombre y la tele es tele. Para
nosotros, un directivo era un individuo
que se sacaba la sabiduría de la manga,
que parecía que sabía mucho. Pero su
misterio radicaba en que mandaba
mucho. Ayer leí un reportaje que me hizo
muy feliz y quisiera compartirlo con
ustedes: una serie de televisión barata y
alternativa fue rechazada por la cadena
norteamericana NBC. Los directivos
aseguraban que a su tía María esa
mamarrachada le parecería una caca.
Los actores, guionistas y director de la
serie se quedaron desolados. Alguien,
no se sabe quién, colgó la serie en la
página YouTube, en Internet, y en dos
semanas más de trescientas mil personas
entraron a ver el vídeo. De pronto, todas
las leyes indiscutibles de los directivos
de televisión se han venido abajo. Los
internautas aprobaron democráticamente
lo que los directivos habían augurado
como un fracaso seguro. La pregunta del
millón es: ¿y si con Internet los
directivos de televisión se convirtieran
en una especie en extinción? Peor aún,
¿y si con Internet los directivos de
televisión se vieran forzados a ser seres
humanos? No sé qué pensará mi amigo
Javier Sampedro del asunto, pero todo
esto puede dar un vuelco a la teoría
evolutiva. Si esa especie llamada
«directivos» empieza a tener que
reconocer que no son más listos que los
seres humanos, o que son igual de
tontos, puede que hasta confiesen que
muchas de las series mejores de
televisión se
hicieron con la
desconfianza de quien mandaba. El
ejemplo más clamoroso es Seinfeld. Los
directivos decían: ¿a quién puede
interesarle una serie sobre tres
neoyorquinos sin oficio ni beneficio con
un humor tan local, tan judío? Hoy,
Seinfeld es el clásico del que copiamos
todos. Y a la tía María, gracias a Dios,
le dieron mucho por saco.
¿Te acuerdas,
Marilyn?
Hay todo un género literario que
practicaban los amantes sarnosos del
cine y que podríamos denominar ¿Te
acuerdas, Marilyn? El género ¿Te
acuerdas, Marilyn? consistía en
rememorar lo buena que estaba Marilyn,
lo salido que estaba el experto, lo gris
que era la realidad, el paréntesis de
ilusión de la sala oscura y lo deprimente
que resultaba salir del cine un domingo
franquista para sentir, ¿te acuerdas,
Marilyn?, que las mujeres no eran como
ella. Todos hemos sucumbido en algún
momento de nuestra andadura al género
TeacuerdasMarilyn; yo (sin ir más
lejos) soñaba en mi adolescente lonely
room con escribir un artículo en
semejante estilo. Me encontraba, eso sí,
en la tesitura de tener que cambiar a
Marilyn por un actor, ¿Te acuerdas,
Humphrey?, lo cual quedaba raro
porque tradicionalmente los críticos de
cine eran hombres y rijosos por
antonomasia o por falta de actividad
sexual,
y
en
los
festivales,
TeacuerdasMarilyn, el crítico, rodeado
de extraordinarias mujeres, no se comía
un rosco. De esto último, Marilyn se
acuerda perfectamente. Acostarse con el
crítico fue siempre tan de quinta como
acostarse con el guionista. El otro día
escuché un chiste americano al respecto:
«Esto es una actriz polaca que se
acuesta con el guionista». Ése es el
chiste. Hay que explicar que en los
chistes americanos a los polacos les
toca el papel de tontos. Generalizando,
me atrevo a afirmar que no ha sido el
sector intelectual el más afortunado en
conquistas sonadas. De hecho, Arthur
Miller pasó su existencia postMarilyn
entre asombrado y harto de su propia
hazaña, sobre la que le preguntaban más
que sobre su obra. Esta semana yo tuve
un
imperdonable
momento
TeacuerdasMarilyn. Fue en la Estación
Central de Nueva York, en una
exposición que rememora la relación
que esta ciudad ha tenido con el cine.
Había fotos, películas y un dato
interesante: en los sesenta, el alcalde
John Lindsay se propuso promover
Nueva
York
como
escenario
cinematográfico y competir con Los
Ángeles.
Desde
ese
momento,
TeacuerdasMarilyn,
Nueva
York
aparece de tal manera en el cine que la
memoria de los europeos, incluso la
nostalgia, está compuesta de iconografía
neoyorquina. En la exposición, una gran
pantalla ofrecía imágenes de películas.
No había casi nadie frente a ella. La
multitud pasaba entre los stands
presurosa, de camino al tren que los
llevaría a casa. Pero ahí estábamos esos
dos españoles cinéfilos, jugando como
los niños cuando compiten por quién
adivina antes cuál es el producto que se
anuncia en la tele. Decíamos los
nombres de las películas en voz alta.
Algunas de ellas fueron rodadas en el
mismo escenario en el que estábamos
nosotros: Cary Grant desesperado por
tomar el tren a Chicago en Con la
muerte en los talones, la ciudad
sumergida de Lex Luthor en los sótanos
de la estación, o esos dos desconocidos,
Meryl Streep y Robert De Niro, que se
enamoran en un tren de cercanías. Ahí
estaba el Nueva York de las piernas de
Marilyn, el tremendo de Scorsese con
esa imagen del taxista perturbado
caminando por aceras llenas de putas,
chulos y drogadictos que certifican
cómo fue de verdad la ciudad en los
setenta, el Nueva York del Dakota
endemoniado, la visión negra de Spike
Lee, la ciudad de los emigrantes en
Érase una vez en América, el Manhattan
estudiantil de Cuando Harry encontró a
Sally, el de la esquina de Brooklyn en
Smoke, la ciudad subterránea de John
Travolta en Fiebre del sábado noche, el
pavoroso Nueva York de La mujer
pantera o ese Manhattan tan particular
de Woody Allen, que se ha impuesto
sobre todos los demás nuevayores,
convirtiéndose en la postal que los
europeos buscan cuando vienen. ¿Qué
hombres feos no jugaron a ser tan
ingeniosos como Woody y llevarse a la
chica guapa, original, estilosa, a la
cama? ¿Qué mujeres no quisieron ser
Diane, vestida de clown sexy, libre,
joven y contradictoria en una ciudad en
la que parecía posible tener cien
aventuras amorosas, vivir del cuento y
probar la esencia del mundo? La
estampa
woodyallenesca
es
tan
maravillosa y tan irreal como una
película musical. Sus personajes, como
decía The New Yorker, ponen cachondos
a los espectadores, no desde un punto de
vista sexual, sino por el nivel de vida
que disfrutan. Son guionistas y ricos, son
profesores y ricos, son documentalistas
y ricos. Esto sólo ocurre en las
películas. El mundo que los rodea
parece no hacerles daño ni rozarlos,
ellos viven absortos en desengaños,
amores y problemas morales. Pero es
tan hermoso que se ha convertido en un
emblema, en el símbolo de la felicidad.
El turista vuelve a casa con la
confirmación de que ese mundo existe.
El que se queda a vivir, sin embargo, va
abandonando el sueño Woody y al año
se empieza a hacer duro como el
pedernal. No te quedes mucho tiempo en
Nueva York, que te harás duro, dicen. Va
para un siglo que la imaginación dejó de
estar alimentada en exclusiva por la
literatura. Llegó el cine, y la nostalgia se
intoxicó
de
sentimientos
TeacuerdasMarilyn, que son fatales
para la inteligencia. De alguna forma, el
personaje de Woody en Sueños de un
seductor es un loco como don Quijote,
alguien que sólo sabe ver la vida a
través de héroes cinematográficos. Por
fortuna, hoy los jóvenes ya no se
recordarán a sí mismos como esos
soñadores calenturientos de cine de
domingo. Tienen el sexo al alcance de la
mano (me refiero al sexo opuesto). En
cuanto a mí, nunca escribí mi artículo
TeacuerdasMarilyn. El género de hablar
de tú a los dioses estaba ya
suficientemente manoseado. Hasta yo,
que era tan tonta, me di cuenta.
Razones para
quererlo
Se me saltaron las lágrimas. Yo, que no
lloré cuando murió, porque estaba en
Nueva York y allí su muerte se diluyó en
la irrealidad de otra vida, me sorprendí
a mí misma emocionada, dos años más
tarde, al ver una imagen suya, de niño,
en un libro de Alfonso. «El periodista
don Eduardo Haro —dice el pie de foto
— y su hijo». Su hijo, el que sería luego
Haro Tecglen. Una criatura de unos siete
años, aún inocente de sí mismo, aún
libre de su propia peripecia. Creo que
en ese momento olvidé algunas de
nuestras diferencias, me libré de su
sarcasmo hiriente y se quedó reinando
en mi corazón lo más valioso de la que
fue, estoy segura, una amistad: las
mañanas en la radio, su devoción por
aquel Manolito que escuchaba con su
hija Yamila, algunas cenas en Casa
Perico. Verlo en aquella foto de los años
treinta, tan vulnerable como cualquier
niño, me hizo presentir esa otra parte de
la vida que arrastran todos los que
fueron criaturas de posguerra. El temible
Haro era un hombre al que ibas a matar,
pero al que finalmente no matabas
porque de pronto él mismo anulaba la
tensión que había provocado con una
manifestación de afecto. De aquellas
cenas nació otra amistad. Haro, o el tío
Eduardo, como yo le llamaba, nos trajo
a la mesa a sus dos mejores amigos,
Emma y Fernando. El mejor regalo que
nos hizo el columnista. Yo a Fernando lo
había adorado desde niña. Respiraba su
gracia en las viejas comedias, y en mis
shows caseros de niña cómica imitaba
su voz repitiendo los diálogos de una
película que me fascinaba: Adiós, Mimí
Pompón. Tanto debí de estirar la gracia
que en mi casa me acabaron llamando
Mimí. Luego lo he adorado por muchas
razones, algunas están a la vista de todo
el mundo. En eso pienso ahora, cuando,
como tantos otros, espero mi turno para
leer un poema suyo en el teatro Español.
El tango «Caminito» de fondo, el cuerpo
del hombre que fue Fernando en el
centro del escenario y los suspiros de
los cómicos a modo de oración laica.
Pienso en mis razones para quererlo,
que compartiré, seguro, con muchos
lectores:
La voz, esa voz con la que leyó el
prólogo del Quijote una noche en la
Residencia de Estudiantes; la voz que
leía en un audiolibro El viaje a ninguna
parte y con la que mi hijo se dormía
cuando era chico; la voz atemorizante y
la voz tiernísima de alguna madrugada
en su casa; los ojos azules, grandes, los
ojos que daban susto y los ojos que
daban abrigo, ojos de hombre joven y
sexual, a pesar de los años; su pelo,
pelirrojo en un país sin pelirrojos; su
rareza física, que le hizo muy atractivo
para las mujeres, aunque él coqueteara
con la idea de haber sido un hombre feo;
su conversación, esas extravagantes
afirmaciones que desgrana en la película
de Trueba y Alegre, y que te hacen
desear que ese hombre siga contando; su
falta de impostura, algo que deberíamos
aprender todos los que hablamos
públicamente, pero más los nuevos
cómicos, los de ahora, esos de fama
excesiva que sin haber aprendido a
actuar en el cine actúan desmedidamente
en la vida real; su amor por la
pronunciación, por decir los diálogos
para que el público los entendiera, al
contrario de ese balbuceo naturalista tan
en boga; su amor a la libertad
individual, la que le fue concedida
gracias a vivir en un mundo de cómicos;
su voluntad de ser un hombre formado;
la entrega a su oficio, como si fuera un
carpintero bien disciplinado que se
levanta por las mañanas y hace una
mesa, una silla, lo que toque; su escasa
propensión a hacerse el gracioso, a
pesar de ser el centro de las reuniones;
la irritación que le producía la
estupidez; su pelo, que parecía
fosforescente; la fidelidad a sus amigos;
la necesidad de que le tomaran en serio
siendo un cómico entre los intelectuales
y un intelectual entre los cómicos; la
compasión con la que retrató a los
cómicos de la legua; la admiración con
la que se le oía hablar de sus
compañeros (no es algo tan habitual); el
rechazo a ese desprecio que practican
los ignorantes; su amor por un lujo de
porche
con
columnas;
sus
preocupaciones económicas de niño
pobre; su amor por las mujeres; su
talento para escribir diálogos, su talento
para decirlos; su falta de pudor para
hablar del fracaso; la reivindicación
furiosa de que se le tuviera respeto en
esta época en la que cualquier imbécil
se te sube a la chepa; su forma de
escribir, clara, precisa y sentimental; su
falta de pretenciosidad; la inseguridad
con la que entró en una Academia en la
que otros ingresan tan sobrados. La
inteligencia. La sonrisa avergonzada que
le provocaban comentarios como el de
Emma Penella, que en la cena en su
honor que le brindó la Academia de
Cine le dijo algo así como: «Fernando,
Dios te ha dado muchos dones, todo lo
haces bien; pero, hijo mío, qué carácter
tienes». El hechizo que provocaba su
presencia, el que provocó en mi hijo. El
niño se quedó mirándolo toda una noche
porque aquel hombre no era real,
parecía sacado de un cuento. Y a esa
magia contribuía la mujer que añadió
encanto a su encanto, Emma Cohen. En
eso pienso mientras la veo, a Emma, con
la sonrisa de los tristes, colocarme en el
atril las hojas del poema que voy a leer
de Fernando, como si con esa pequeña
tarea pudiera borrar el hecho tremendo,
la muerte.
Amparo y desamparo
La suerte, la salud, las buenas
compañías, las malas, el dinero de la
familia, la educación, el cariño, el país
de origen, la suerte, la voluntad, los
genes, la cobardía, la suerte, el carácter,
el físico, la inteligencia práctica, la
creativa, la emocional, la Historia, la
historia íntima, la valentía o la
temeridad, la combinación de todos
estos factores y de mil factores más. Ah,
¿qué determina una vida? Existen
ideologías absolutas que proclaman que
la vida sólo estaba supeditada al factor
económico; hay religiones que nos ven
como peones en manos de la voluntad
divina; hay culturas, como la americana,
en las que se carga sobre los hombros
del individuo toda la responsabilidad
del éxito o el fracaso, y otras que
tienden a aliviar el peso y a poner el
destino en manos de la suerte; hay
fanáticos de la genética que piensan que
el destino del individuo está escrito en
su ADN. Y qué estrecha es cualquiera
de estas visiones, por mucho que
algunas
estén
disfrazadas
de
racionalidad. La visión más sofisticada
que los científicos nos transmiten hoy
sobre la realidad es que una vida o un
hecho
están
sometidos
a
tal
multiplicidad de factores que las
predicciones resultan imposibles. Lo
pienso mientras leo las necrológicas, las
crónicas bienintencionadas o los
comentarios morbosos sobre la vida,
pasión y muerte de Amparo Muñoz.
Únicamente la vi una vez, a principios
de los ochenta, creo que entrando en los
estudios de la radio. Entonces pensé: es
la mujer más guapa que he visto nunca.
Ahora pienso: es la mujer más guapa
que recuerdo. Sólo me pareció
comparable a otra belleza que
contemplé al natural, la de Whitney
Houston, en una hamburguesería de Los
Ángeles, vestida con vaqueros y
gabardina y coronada con una especie
de tocado africano. Esta imagen de
diosa era previa, por cierto, a su
deterioro físico por el consumo de
crack. Siempre me ha perturbado el
destino fatal de las personas bellas. Tal
vez porque entre todos los factores que
intervienen en nuestro destino el
atractivo físico es una carta de
presentación al mundo como hay pocas.
¿Qué hay en la desventura vital de
Amparo Muñoz (o lo que sé de ella) que
tanto me conmueve? Imagino que algo
hay en esta historia que me recuerda a la
de algunas mujeres que he conocido.
Decía un personaje de Érase una vez en
América que se reconoce a los
ganadores desde el puesto de salida. No
estoy de acuerdo. En esa generación
cuya juventud atravesó los años ochenta
había posibles ganadores que se
quedaron tirados a mitad del camino, o
que tuvieron una vejez prematura, de
dientes perdidos e innumerables
enfermedades asociadas a la mala vida.
¿Eran mejores que los que no cayeron en
la droga? En absoluto, puede que fueran
los más temerarios, que les faltara el
necesario instinto de autoprotección o
que su adicción estuviera estrechamente
relacionada con una pasión amorosa o
con una malentendida camaradería. Pero
buscar culpables es no haber conocido
la época. La droga estaba por todas
partes y el discurso que frivolizaba
sobre su uso era el signo de los tiempos.
Conocí algunas jóvenes como Amparo
Muñoz, no de belleza tan apabullante,
pero sí con un atractivo como para que
los hombres volvieran la cabeza. O la
perdieran. Cuántas veces recordando a
aquellas chicas he tenido la sensación
de que había algo en la mezcla de
belleza y carácter audaz que las
predestinaba desde la niñez a una ruina
prematura. Pero es absurdo, esos
espíritus valientes podrían haber
empleado su exceso de audacia en algo
para lo que también hace falta un gran
valor: construirse una existencia sólida
y verdadera. En los últimos días de su
vida una Amparo ya fantasmal recorría
las desoladas calles del barrio de la
Palmilla en Málaga. Algunos cámaras
televisivos acudieron al olor de la
desgracia y especularon sobre un
desenlace fatal. Cuando hablaban en los
corrillos rosas sobre la misteriosa
enfermedad que padecía se hacía un
silencio que pretendía revelar aquello
que no podía nombrarse. Ya en los años
ochenta hubo quien tuvo prisa por
matarla. Le diagnosticaron una fase
terminal de sida. Así, en titulares. Qué
asco. Como si fuera una acusación de la
que la víctima debiera defenderse. Los
mismos que la mataron hace más de
veinte años ahora rumiarán su muerte.
Es el personaje perfecto para los
rumiantes. No se acaba nunca de
masticar: la Miss Universo que lanza la
corona por la ventana, la vividora, la
drogadicta, la actriz, la mujer de amores
frustrados, la que vuelve a un barrio
humilde después de una larga y
desdichada aventura a esperar la muerte.
Y yo añadiría, y puede que hasta no me
equivoque, la del espíritu cándido,
inocente, que no tiene la astucia o la
picardía como para dosificar su belleza
y entregarla a quien la merezca, y que en
esa falta de criterio o de mecanismos
naturales de defensa se deja llevar de la
mano del más cretino hacia el peor de
los mundos. Todo lo que las demás
chicas envidiaron de ella, la belleza y el
arrojo, se vuelve en su contra. Esto es lo
que yo añado o invento de esta historia,
por creerla parecida a la de otras
Amparos que conocí de cerca. El
escritor, a fuerza de hacer conjeturas, a
veces acierta. Ya lo dijo Machado: «Se
miente más de la cuenta / por falta de
fantasía: / también la verdad se
inventa».
Pasar miedo
Hablaba desnuda frente al espejo
mientras se secaba el pelo. Llamaba la
atención el desparpajo con el que
durante tanto rato se exhibía sin ropa. Lo
habitual es que la desnudez dure lo que
dura el camino del casillero a la ducha o
ese minuto que se emplea en untarse una
hidratante y ponerse la ropa interior. Así
la vi muchos días, enfrascada en una
conversación con alguien que, pensé,
debía de surgir de un pequeño auricular
encajado en su oído. No me pareció
extraño, de la misma manera que ya no
provocan asombro las personas que
hablan solas por la calle. Al paseante
que habla y gesticula mientras camina se
le excusa la extravagancia imaginando
que se trata de una conversación
telefónica, real. Tal vez algún día pruebe
a colocarme un auricular con un cable
visible que termine en el bolsillo. Sin
teléfono, claro. Quiero experimentar lo
que sienten los habladores solitarios, los
verdaderos, los que rumian su vida por
la calle. Ya supe cómo era aquello de
cantar a la intemperie. Puse un día mi
pie en Central Park, busqué en el iPod el
rastro de mis canciones favoritas y eché
a andar cantando como si estuviera
inmersa en un musical, ese mundo en el
que a veces nos gustaría vivir. Andaba
yo tan satisfecha con mi proeza cuando
se me cruzaron varios corredores
tarareando alguna de esas canciones que
estimulan la marcha. Cantar moviéndose
no tiene mérito, pensé, para lo que hay
que tener agallas es para detenerse y
componer una escena. Y cuál no sería mi
sorpresa cuando encima de una roca o
bajo la copa de un árbol encontré a
hombres
jóvenes
y
solitarios
declamando un monólogo. Actores.
¿Cómo no va a ser esta tierra la cuna de
la interpretación? En Nueva York el
listón de la extravagancia está tan alto
que una española como yo, nacida en el
país que inventó eso que se llama «la
vergüenza ajena», tiene poco que hacer.
En esta nación de pioneros, los
verdaderos trastornados, los que
padecen un hondo sufrimiento interior,
pasan a menudo desapercibidos. Tanto,
que me costó descubrir que aquella
belleza que veía en el gimnasio
conversando ante el espejo no hablaba
con nadie. Con nadie real, quiero decir.
Una mañana, después de mis ejercicios,
me senté en una colchoneta para mirar
un rato la clase de danza contemporánea.
Tras la cristalera, con el sonido de la
música amortiguado, veía bailar a esas
treinta personas, que de manera rápida,
admirable, atendían a cualquier gesto
del profesor. Entre ellas, estaba la
habladora solitaria, concentrada en el
baile, sonriendo para sí misma, sin
ninguna interacción con sus compañeros.
Un día, mientras me duchaba, escuché un
llanto. El llanto surgía de otra ducha. Al
llanto le siguieron gritos llenos de
reproches, de desesperación. Arropada
con la toalla salí al pasillo y allí me
encontré con otras mujeres que habían
hecho lo mismo. Nos miramos y
miramos la última ducha, de la que
procedía aquella especie de guerra de
una sola combatiente. Alguien preguntó
en voz baja: «¿Qué hacemos?». De
pronto, el sonido del agua cesó. La
bailarina salió y sin mirarnos, sin
reparar siquiera en nuestra presencia, se
marchó desnuda hacia el espejo donde
habría de conversar como todos los
días. El trastorno, cuando es verdadero,
da miedo. En realidad, es un miedo a
uno mismo, a que la persona cuerda que
creemos ser nos abandone dejándonos
en manos de la locura. Pienso en la
desdichada bailarina de mi gimnasio
cuando en los cines Lincoln, los que
están frente al Lincoln Center, veo la
película Cisne negro. Todo en el paisaje
de la historia es familiar para mí, y
seguramente para el resto de
espectadores, porque estamos en el
barrio, el Upper West, que enmarca las
idas y venidas de la bailarina torturada.
Mi barrio. La misma parada de metro
que tantas veces he tomado para subir a
casa después de un concierto y de la
pizza obligada en Fiorello; el mismo
entorno que se vuelve de pronto
amenazante tras haberlo visto a través
de los ojos trastornados de Nina, la
bailarina que encarna Natalie Portman.
Nunca, repito, nunca, he visto una
entrega semejante de una actriz a un
papel. Nunca una interpretación tan
comprometida. Nunca he asistido a una
representación del terror interior como
en esta historia. No sé si con otra actriz
hubiera sido convincente. Pero ver
trabajar a Natalie Portman aquí es
percibir cómo el conseguir la excelencia
en ese oficio, el de actriz, está
reservado sólo a unas cuantas personas
que al don con el que nacieron unen un
espíritu concienzudo en extremo. Estoy
convencida de que algunos padres
habrán visto en Nina, la bailarina que
busca obsesivamente la perfección, a
sus
propios
hijos,
adolescentes
brillantes que convirtieron su afán de
superación en una patología; cómo
creyeron perderlos, cómo los sintieron
perdidos en un tenebroso viaje interior.
De camino al metro intento contrarrestar
el escalofrío que me provoca el
recuerdo de Nina con esa otra Natalie
Portman que apareció en los Oscar,
gloriosa, embarazada, sonriente. Nada
que ver con la muchacha frágil que
vomita todo lo que come. Pero al darme
cuenta de que tendré que bajarme en la
103, la misma parada cutre y sombría de
la que Nina se apea a diario, levanto la
mano y tomo un taxi. Qué poco saben del
miedo los que nunca lo pasan.
II. Negro sobre
blanco
El Planeta y su fauna
Nosotros, en casa, le tenemos ley a santa
Teresa, porque hace dieciocho años,
Teresa, la santa esposa del viejo Lara,
puso en manos de mi novio un premio, el
Planeta, que nos permitió comenzar una
vida
que
se
nos
presentaba
económicamente imposible. Fue un 15
de octubre, día de santa Teresa de 1991,
en un comedor abarrotado de gente que
parecía haber compartido tantas cenas
gratis como chismes literarios. Cuando
sonó el nombre del ganador se me lo
llevaron medio en volandas y lo
colocaron en un estrado, junto a un
Pujol, un Lara y un Néstor Luján. Todos
ellos con más mundo y una sonrisa más
encajada. La sonrisa de un ganador del
Planeta (a no ser que sea un vicioso de
la celebridad) suele ser de susto. Susto
por lo que se le viene encima y por el
público asistente, que chismorrea de tal
manera ante el ganador que se puede
distinguir la nube de sarcasmo que flota
por encima de las cabezas. Yo, desde mi
rincón, recuerdo haber sentido aquella
noche un pánico escénico delegado.
Pero dejando a un lado el miedo a una
exposición tan despiadada, el premio
cumplió su función: más lectores y más
tranquilidad económica, que en ciertos
momentos es un sentimiento que se
parece mucho a la felicidad. Bien, la
vida siguió, el trofeo fue a parar a la
estantería de una madre, el dinero nos lo
comimos y los libros continuaron
escribiéndose a pesar de la pereza.
Aquel recuerdo planetario parecía
encapsulado en el tiempo, hasta que
hace unos seis años me entero por la
radio, de boca de un cronista cultural
tremendamente informado, que el
Planeta ese año me toca a mí y acto
seguido añade que la dotación del
premio ha aumentado un 40% y que la
ganadora, yo, se va a embolsar una suma
astronómica. Durante unos segundos
fugaces sentí una alegría infantil, lo juro,
porque eso de «tocar» me sonaba como
a la lotería y en mi familia siempre
hemos tenido gran suerte en los juegos
de azar. Aquella misma tarde me
empezaron a llamar mis hermanos: para
felicitarme por anticipado y para
contarme sus muchos problemas
económicos. Les decepcioné una vez
más: no podía ganar un premio al cual
no me había presentado. El caso es que
aquel rumorcillo se ha mantenido latente
y, cada octubre, los echadores de cartas
culturales vislumbran mi nombre entre
los de los posibles ganadores. Este año
uno de esos aramis fuster del
periodismo cultural lo vio no claro, lo
siguiente; con tanta seguridad extendió
el rumor, que de rumor pasó a ser hecho
consumado, de tal forma que en prensa,
radio y televisión se hablaba de mí
como candidata favorita, dando a
entender al lector o al espectador que un
candidato al Planeta es aquel que se ha
presentado. ¿Qué hacía yo en esos días
previos? Estaba fuera de juego, o sea,
fuera de España. Sólo el mismo día de
santa Teresa, que Dios la tenga en su
gloria, al levantarme y conectar el
ordenador para enfrentarme con la
novela que estoy escribiendo empecé a
leer mensajes de lectores aquí o allá
deseándome toda la suerte del mundo en
una competición que habían vendido
como «reñida». El perfil de la mayoría
de los que me escribieron era el de
personas ajenas al meollo del cogollo
cultural. Unos me hacían en Barcelona
ya, había otros que, atribuyéndome un
poco de extravagancia, pensaban que
recibiría
el
premio
por
videoconferencia. Lo espeluznante es
que a ninguno de esos periodistas que
con tanto aplomo daban mi nombre se
les ocurriera llamar a este teléfono para
comprobar que la favorita estaba medio
griposa, a seis mil kilómetros de
distancia y aturdida por esta gran
majadería. El señor Lara, no sé si por
darle más vidilla a su célebre concurso,
contribuyó poderosamente a fortalecer
el rumor: «Cuando el río suena…», vino
a decir. Llegó la noche y santa Teresa,
ahora desde el cielo, nombró a la
ganadora, Ángeles Caso. Entonces
comenzaron a llegarme por una vía u
otra mensajes de pésame: «No te
desanimes, ¡otra vez será!». Al día
siguiente les preguntaba a algunos
amigos del entorno editorial: «¿Es
lógico que tu nombre se vea manoseado
en relación con un concurso al cual no te
has
presentado?».
Querían
tranquilizarme: «Todo el mundo sabe —
me decían— que si no resultas ganadora
es porque no te has presentado». Todo el
mundo. ¡Ja! Discrepo. Ese «todo el
mundo» no va más allá del mínimo
entorno chismoso en el que se cuece la
cultura, pero hay otro mundo, otro
mundo en el que muchos de sus
habitantes
mantienen
una
cierta
inocencia con respecto a la vida
cultural, hasta piensan que las noticias
de un telediario no son el sitio adecuado
para difundir rumores. En ese otro
mundo viven la mayoría de nuestros
lectores, médicos, maestras, profesores
de universidad, barrenderos o dentistas,
qué sé yo, a los que nuestros
sobrentendidos les importan, por
fortuna, una mierda.
La noche del 15 de octubre, incapaz
de escribir ya por la fiebre, puse la tele.
Siendo justos, tengo algo nuevo que
agradecerle a la inefable santa Teresa, el
regalo de una felicidad inesperada: la de
no estar allí. Vi una película de mi
infancia, Mujercitas. Arropada con mi
manta, bebiendo un Cola Cao, disfruté
de esa cursilería que emanan sus
personajes, llenos de grandes y
juveniles propósitos: las ilusiones de Jo
March, la joven que soñaba con ser
escritora. Se me contagió su entusiasmo,
como cuando tenía nueve años.
Tápese la nariz
Hay muchos libros que son una mierda.
Hay pocos que traten directamente de
ella. Una periodista, Rose George, ha
tenido el valor de entregar todos sus
desvelos como ensayista a un tema del
que sólo hablan abiertamente los niños y
los matrimonios en los que ya no hay
sexo. Los matrimonios que ya sólo son
como un par de zapatos viejos, sin lustre
pero cómodos, dedican su confianza no
a hablar de las cosas que producen
placer compartido, como el amor carnal,
sino a explayarse sobre esa actividad
solitaria a la que según la investigadora
George dedicamos tres años de una vida
de longitud estándar. El libro se llama
The Unmentionable World of Human
Waste and Why it Matters («El
innombrable mundo de los residuos
humanos y por qué importa»). La autora
tiene la idea de que el tabú empieza por
el nombre en sí, que nunca es neutro,
como en el sexo, donde se puede hablar
de «practicar» y suena muy higiénico; yo
lamento discrepar: se llame como se
llame esta actividad, evacuar, defecar,
hacer de vientre u obrar, la imagen que
aparece en la mente de inmediato es la
de una persona en la posición innoble
del caganer. Nuestra osada George trata
todos los aspectos que devienen de esta
apestosa actividad: desde la relación
que tiene la falta de alcantarillado en la
propagación de enfermedades como el
cólera o el tifus (sólo cuatro de cada
diez seres humanos tiene váter) hasta
curiosos detalles históricos, como que el
éxito fulgurante de los tacones en el
siglo XVII se debió a que alejaba el pie
de las señoritas de la mierda callejera.
Admiro el tesón de Rose George, que ha
dado la vuelta al mundo inspeccionando
váteres y corrales, advirtiendo que las
principales víctimas de la falta de
higiene son los niños, que mueren,
fundamentalmente, por diarreas. Las
diferencias sociales están ahí más que
en ningún otro aspecto de la vida.
Seguro que algunos de los lectores de
este artículo que superen cierta edad
tendrán recuerdos del corral en invierno;
los de mediana edad podemos tenerlos
de las tazas heladas, del gancho con
papeles de periódico colgados en los
servicios de los bares, de aquel papel,
El Elefante, tan entrañable como
ineficaz. El paso que se ha dado desde
ahí hasta el eufemístico anuncio del
perrito es, en lo que se refiere a nuestra
vida cotidiana, mayor que el que dio
Armstrong cuando pisó la Luna. A pesar
de los avances, no estamos en la
vanguardia en materia evacuatoria: los
más refinados inodoros se encuentran en
Japón, donde se ha ideado un váter-bidé
en el que no es necesario usar papel
higiénico porque el trono dispone de un
chorro de agua que deja la zona como un
melocotón. No sé cuán extendido estará
tan precioso sillón pero del país del sol
naciente surgen voces que nos dicen que
limpiarse la parte trasera con un papel
es una gran guarrería. Los alemanes, al
parecer, están poniendo su granito de
arena en higienizar el acto de la
micción. Ya se sabe que mear de pie es
cosa de machotes, pero dado que el
vapor que produce el masculino chorrito
ensucia el ambiente, mear sentado es
tendencia. No está mal. Los manuales
budistas aconsejan disfrutar de cada
hecho físico y no considerar ningún acto
como un tiempo desaprovechado. No
está mal. Incluso existe algún manual de
arquitectura japonesa en el que se
considera del todo recomendable que el
baño sea el lugar más recoleto de la
casa. Ese consejo me viene siempre a la
cabeza cuando en Nueva York, la reina
de la suciedad de las ciudades
occidentales, visito toilets cuya puerta
se encuentra absurdamente situada en la
propia cocina; así que el cliente se ve en
la obligación de saludar a unos
cocineros mexicanos que están al tajo,
buenos días, buenos días, y, como es
natural, les hace partícipes de los
inevitables sonidos que surgen del
cuartillo diminuto. Se ve que el
arquitecto Sáenz de Oiza era del todo
partidario de la dignificación japonesa
de los retretes porque, según pude
comprobar esta misma semana, dotó a
los servicios de la universidad pública
de Pamplona de unos ventanales que
inundan de luz las letrinas. Lástima que
no considerara necesario que esa misma
luz, escasa y sagrada en el norte, entrara
con la misma intensidad en las aulas
(quitando ese significativo detalle, la
universidad es bella). Repito, admiro a
esa mujer que pudiendo haber escrito un
ensayo sobre la sofisticación de la
nueva cocina, ha dedicado su esfuerzo
intelectual a describir lo más sucio. Lo
innombrable. Una vez hablé de la
toxicidad de los pedos de las vacas y
algún lector me escribió para afearme la
conducta. Y eso que vivimos en el país
de Sancho Panza, el humorista más
escatológico de la historia. El tiempo
me ha dado la razón y ahora mismo, en
una exposición sobre el calentamiento
global que ofrece el Museo de Ciencias
de Nueva York, se da cuenta de los
gases vacunos. Y, por terminar con algo
positivo, un consejo utilísimo de
acupuntura que nos brinda la señora
George: si a usted le da un apretón en un
momento inoportuno (Dios no lo quiera),
coja un palito y dibuje unos círculos en
el sentido de las agujas del reloj sobre
la palma de su mano izquierda. Dicen
que el apretón se esfuma. Lo que no sé
es si en sentido inverso será útil contra
el estreñimiento. Por probar.
Por nosotros no pasa
el tiempo
«Donde hay un tebeo habrá un libro».
Menuda tralla nos dieron las autoridades
educativas con semejante eslogan, que
se debió de inventar (creo) a finales de
los setenta. Yo ya era una muchacha en
flor y había dejado atrás las horas
tintinescas de las tardes de verano y la
costumbre sagrada de ir a la papelería
del barrio y decirle al tendero, dándome
la misma importancia que si estuviera
pidiendo Claves de Razón Práctica:
«Por favor, ¿le ha llegado ya Lily.
Revista Juvenil Femenina?». Pero
fueron muy pocos los años en que el
tebeo desapareció de mi vida, porque
tendría diecinueve cuando, gracias a un
dibujante llamado Carlos Giménez, que
revolucionó los argumentos de la
historieta española al contar su propia
infancia en los colegios del Auxilio
Social (donde iban a parar, como él
decía irónicamente, los hijos de rojo,
los hijos de puta y los hijos sin padre),
descubrí que aquel eslogan de
animación a la lectura era, en el fondo,
una falta de respeto a todos aquellos que
dedicaban su vida a construir ficciones
mediante el dibujo. Más que falta de
respeto, paletez, paletez que hace que
aún hoy la novela gráfica no tenga el
puesto que le corresponde en las
librerías, en las reseñas de los
suplementos literarios y en las casas de
la gente. Pero el dibujo puede contar, a
veces, aquello adonde las palabras no
llegan. Del hambre de la posguerra, de
la ferocidad de la educación religiosa y
del estigma que soportaban los hijos de
los vencidos, yo había oído hablar,
había leído y me había creado una cierta
épica que no acababa de tocar el mundo
real. O sea, literatura. Pero los álbumes
de Carlos Giménez tuvieron la virtud de
ofrecerme un abanico de personajes que,
cuando actuaban, no parecían vivir en el
pasado de la historia de España, que es
lo que le ocurre con frecuencia al cine o
a la misma literatura, sino que en sus
páginas los sentías viviendo el
angustioso presente, como si sus
peripecias estuvieran sucediendo en el
ahora mismo y no en el ayer. Mi trabajo
en la radio me sirvió de excusa para
satisfacer mi curiosidad y conocer al
hombre que escribía esas historias. Nos
citamos en el Oliver, en el viejo Oliver,
y allí estaba el dibujante de sonrisa
franca y peinado lolailo, en el que se
podía ver, más allá de sus rasgos de
persona adulta, la cara del niño que tan
a menudo aparece en los dibujos: el
niño de ojos agrandados por el hambre,
el cabezón raquítico, el que se queda
con la boca abierta ante la guerra o la
pena por no estar con su madre. Aunque
Carlos vivía entonces en Barcelona, su
acento permanecía inalterable, tan
castizo como si no hubiera salido nunca
de Lavapiés. Nos seguimos la pista a
partir de aquella noche, y años más
tarde lo vi ya instalado en el barrio de
Atocha, como si la vida hubiera sido un
enorme rodeo para regresar al punto de
partida.
Cada vez que paso delante de su
casa, lo imagino vagando por su piso
galdosiano o sentado a su enorme mesa
de dibujo, dándole forma a esos niños
que siguen pasando hambre, miedo a las
bombas, pero que no dejan de jugar y de
empecinarse en ser niños, que es lo que
les toca. Y me alegra imaginar que una
persona que aprecio sigue ahí, fiel a su
oficio, resistente en un arte al que se le
concede tan poca atención y que
requiere tanto esfuerzo. Acabo de leer
dos de sus volúmenes sobre la guerra,
36-39. Malos tiempos, y estoy segura de
que pocos como él han sabido contar la
letra pequeña de lo que algunos
llamaron la última guerra romántica,
pero que él se empeña en llamar La
Guerra, a secas, como si quisiera poner
por delante el sufrimiento humano y
dejar en un segundo plano las
consideraciones ideológicas. En estos
días en que, fieles a nuestro estilo,
seguimos empeñados en no encontrar la
manera de recordar sin ira nuestra
desgracia común, las historias de
Giménez son un ejemplo de cómo la
memoria, la personal, no la histórica,
puede mirar aquellos años de guerra y
hambre. Siendo como es Carlos un
hombre
de
izquierdas,
que
responsabiliza políticamente a los que
comenzaron la matanza, estos álbumes
recuerdan a los unos y los otros, la
bondad de unos y otros, la crueldad de
todos. Hay una intención conmovedora
de entender a esas criaturas que fueron
derrotadas, sobre todo, por el hambre.
Hay una mirada especial para los niños:
hambrientos, libres y salvajes en una
ciudad sin escuela; y para las madres,
que hacían pucheros hasta con la hierba
amarga que crecía en ese límite en el
que Madrid se hacía campo. Donde hay
tebeo debería haber luego una novela
gráfica, porque el dibujo despierta un
tipo de sensibilidad, tan inmediata y
arrebatadora como la música. Si fuera
profesora, recomendaría estos álbumes a
mis alumnos. Si fuera productora de
cine, haría una película con sus dibujos.
Si fuera una buena amiga, no divagaría
cada vez que paso por delante de ese
número de la calle Atocha, un número
que para mí tiene la cara apasionada de
Giménez; llamaría al telefonillo y nos
daríamos una vuelta por los bares de
Huertas. Yo le preguntaría, por ejemplo,
todos esos lugares que aparecen, la
tienda de fajas Casa Diezdedos, el
ultramarinos Diosdado…, ¿son reales?
¿Son historias de familia? Parecería que
el tiempo no ha pasado por nosotros, ni
por la vocación del dibujante ni por la
curiosidad
incurable
de
la
entrevistadora.
El Pájaro Loco
El dominguerismo fue un movimiento
que abandonamos (tal vez esté
generalizando)
al
desvincularnos
emocionalmente del legado paterno y
explorar otros campos, tales como el
comunismo o el socialismo revisionista.
Puede que fuera un inmenso error
abandonarlo de esa manera tan abrupta
cuando el dominguerismo, en sí, nos
había proporcionado momentos tan
vívidos y felices; pero se daba la
circunstancia de que las criaturas
cumplíamos una edad (los quince años,
aproximadamente) y acabábamos del
dominguerismo hasta la bola. Nosotros
practicábamos dominguerismo todos los
domingos del año, porque mi padre era
un fanático de esta corriente cultural;
pero era por estas fechas cuando el
pueblo soberano se lanzaba como loco
al campo. Pienso esto mientras viajo en
un tren que me lleva al norte del Estado
de Nueva York, con una sensación en el
estómago que me recuerda a aquella de
los domingos antiguos. Todo el viaje
transcurre siguiendo la línea del río
Hudson, tremendo y plateado, con una
neblina provocada por la humedad
sofocante. La contemplación pone en
marcha la máquina del recuerdo. Es algo
que se contradice con la filosofía
budista, en la cual estoy intentando
adiestrarme (con escaso éxito), que
defiende la mera conciencia del presente
para evitar la melancolía del pasado o
la ansiedad del futuro. Pero el recuerdo
es invasivo cuando el ser humano se
queda parado, como yo ahora, mirando
un río. Mirando un río de dimensiones
americanas vuelvo a mis años de
dominguerismo. Los americanos buscan
la naturaleza intocada y la soledad.
Buena parte de los pasajeros de este tren
viajan hacia eso. Yo sonrío pensando en
el espíritu gregario de aquellos días en
los que un padre, en vez de buscar el
espacio virgen, trataba de buscar «un
hueco» con el coche, dando tumbos, por
el camino de tierra que llevaba al
chiringuito. A veces el grupo era muy
numeroso, tíos, sobrinos, niños de
pecho. Los hombres hacían paella o
asaban carne. Las mujeres preparaban el
alioli y la ensalada. Los niños hacíamos
como que nadábamos en un río diminuto,
marrón chocolate. Las sobremesas
duraban hasta la cena. Recuerdo
sentirme intimidada por esos adultos
que, haciendo corro con sus sillas
plegables, fumaban como cosacos y
bebían como carreteros (o al revés) y
nos hacían una seña para que nos
fuéramos porque iban a contar un chiste
verde o la escena de la mantequilla del
último tango. En el camino de regreso,
los niños estábamos febriles y
malhumorados, oliendo a aftersun y
echando ya de menos a los otros niños.
Luego se cumplía una edad y el niño se
convertía en un adolescente que se
sentaba apartado, mohíno, alejado de los
adultos por propia voluntad, porque le
producían vergüenza.
El prestigio de la soledad vino más
tarde, aunque hoy lo confieso: el campo,
a solas, me provoca un miedo tipo
Patricia Highsmith. Más aún el campo
americano, que tan habitualmente se
vuelve bosque. El bosque de los cuentos
de los niños, de árboles inmensos que
hacen diminuta tu estatura mientras
avanzas por un sendero, sintiendo el
abrazo de la vegetación; percibiendo el
palpitar de la tierra, que parece un ser
humano; oyendo ruidos aquí y allá,
pisadas de seres que huyen a tu paso y a
los que casi nunca ves. Vuelve el antiguo
miedo a perderse. Pero aquí o allá hay,
escondidas, alguna casa, alguna cabaña,
de gente que disfruta de este
aislamiento, pero que a su vez se
comunica por Internet: pide la compra,
las películas para el fin de semana o los
libros
de
Amazon,
o
habla,
higiénicamente, con personas con las
que no tiene que compartir el espacio; a
veces incluso practica el sexo (sin
condón) con otro solitario cibernético
que está a miles de millas de distancia.
En este campo también hay un campus,
Bard College. Es lógico sospechar que
entre la espesura de estos bosques se
esconden poetas que siguen haciendo
versos a la naturaleza, siguiendo la
tradición americana; se puede imaginar
que hay pintores, profesores, novelistas
que se refugian en antiguas granjas,
intelectuales exiliados que encontraron
en estas universidades algo que a
América no se le puede negar: la
capacidad para acoger el talento ajeno.
En una de estas casas pasa la vida
Norman Manea, escritor judío rumano
de historia procelosa que se puede leer
en sus libros, algunos traducidos al
español: campo de concentración en la
niñez y, más tarde, claro, la dictadura
comunista. Desde el ventanal de su casa
ve caer esta tarde y muchas otras tardes
junto a su mujer, Cella. Yo no sabría
cómo medir el tiempo cuando se está tan
solo, pero supongo que, para quien huye
del pasado, esto es el paraíso. «Este
país es un gran hotel —dice—. Tienes
los servicios que quieres, nadie indaga
sobre cómo vives, y la vida privada es
algo que ocurre en tu casa». Lo entiendo,
claro. Lo dice una víctima de la gran
experiencia traumática del siglo XX,
pero ¿estaría yo, viniendo de donde
vengo, preparada para esta misantropía?
De pronto aparece un pájaro prodigioso,
multicolor, un pájaro carpintero. Lo
miramos tras el cristal, en silencio, para
que no desconfíe y alce el vuelo. Ese
silencio y la contemplación del pájaro
provocan un estado de recogimiento
espiritual. Lo rompo con un recuerdo:
«¡Eh —digo—, pero si es el Pájaro
Loco!». Siento como que al fin he
descubierto América.
Bienaventurados los
mansos
Yo tuve una vez un niño negro. Destaco
el color porque eran muchas las veces
en que me quedaba hipnotizada
mirándole su piel chocolate, tersísima y
brillante después de que le pusiera
crema protectora: «Aunque la leyenda
dice que los negros no nos quemamos —
decía el niño sabiondo—, tenemos la
piel muy sensible». Este niño
inesperado era mucho más cariñoso que
nuestros niños blancos de toda la vida.
Nuestros niños blancos observaban con
resentimiento a ese nuevo niño que se
dejaba besar y que mostraba un abierto
entusiasmo por todo, por las gambas,
por el jamón, por la tortilla de patatas.
Nuestro niño negro no fue un niño
deseado; se podría decir, más bien, que
se trató de una de esas situaciones
absurdas que uno no busca, pero
tampoco rechaza. No le daré más
misterio a la historia, la cuento: durante
un año trabajó en mi casa como
limpiadora una guineana enigmática que
nos trataba con afecto, distancia y mano
de hierro. Se inventó un pasado: había
venido a España para que trataran a su
hijito de una enfermedad que en Guinea
se presentaba incurable. El tiempo nos
reveló otro: no había habido tal
enfermedad, ella había huido de su país
después de haber sido policía durante
muchos años. Cuando supe de su antiguo
oficio comprendí todo, la perezosa
contundencia física con la que limpiaba,
como si estuviera por encima del trabajo
que le había tocado en suerte. Ahora, en
mi recuerdo, aparece siempre vestida de
uniforme; mi inconsciente percibió que
no era la bata de limpieza lo que le
correspondía a su envergadura, sino un
uniforme y una pistola en la cadera. Lo
curioso es que su niño había asumido
con obediencia la mentira materna y se
recreaba en ella, reviviendo un pasado
de niño enfermito de un país pobre. Y
nosotros, felices de ver tan sana a una
criatura que casi regresó de la muerte.
Entonces llegó el verano. A pesar de que
nosotros queríamos con pasión a
nuestros niños blancos, también
disfrutábamos de los escasos beneficios
de las separaciones: ese momento en
que los niños se marchaban con los ex y
nos repantingábamos en el sofá a
recrearnos en una perezosa melancolía.
Un día se me ocurrió preguntarle a mi
imponente limpiadora dónde dejaba al
niño cuando venía a trabajar. Ella me
respondió parcamente: se queda solo.
Me pareció tan inconcebible que le dije
que se lo trajera. Vino. Le llevamos de
paseo, le puse crema en la cara y nos
cogía de la mano con una intensidad que
emocionaba. La cosa se lio. Se quedó a
dormir una noche, dos, el mes entero.
Nos colonizó nuestro mes de libertad.
Éramos unos colonizados felices, pero a
la vez sorprendidos. No sabíamos cómo
habíamos llegado a ese punto. Quisimos
tener (siquiera) una semana de libertad,
pero nuestro niño negro lloró hasta
rompernos el corazón. Lloró sin
gimoteos, en silencio, como se llora
cuando los sentimientos son hondos, y
unas lágrimas gordas como uvas le
resbalaron por la cara. El resultado fue
que su madre se tomó unas vacaciones y
nosotros nos convertimos en los
canguros de nuestra señora de la
limpieza. Semejante historia dio mucho
juego a nuestros amigos, que aún se
están riendo. Cuando venían a casa,
compartían mesa con el nuevo niño, que
a poco que te descuidaras había hecho
desaparecer el plato de jamón. Aunque
él nos confesó que no le gustaban las
visitas: «Estamos mejor los tres solos».
De aquello, ¿qué quedó? Nada. Madre e
hijo desaparecieron de nuestras vidas.
Ahora será un adolescente que habrá
perdido, como todos, parte de su brillo y
su genialidad verbal —«Lo que más me
gusta de la vida es el olor de los lápices
en septiembre; lo que menos, cómo me
miran algunas personas»—, y habrá
olvidado que un verano quiso ser
nuestro hijo (único). Hay que admitir
que algunas personas somos propensas a
vernos superadas por situaciones
absurdas. Carne de cañón. Estos días me
he acordado de aquella fugaz adopción
leyendo un libro de mi admirado Alan
Bennett, La dama de la furgoneta. El
escritor inglés acogió en 1971 a Miss
Shepherd, una vagabunda, y su furgoneta
en el patio trasero de su casa para
protegerla del hostigamiento de unos
macarras, y lo que iba a ser un ocasional
refugio se convirtió en el hogar de la
dama durante quince años, hasta que
salió de allí para descansar en paz. El
libro es el diario de esa convivencia,
bien conocida por los lectores ingleses,
porque Miss Shepherd se convirtió en un
personaje popular que aparecía en
muchos de sus escritos. Cuenta Bennett
que al principio daba explicaciones a
los amigos de la presencia de aquella
excéntrica en su jardín, pero con el
tiempo se cansó de hacerlo y
simplemente asumió que aquella locaria
egoísta y sentenciosa nunca se
marcharía. Es cómico observar cómo
Bennett pasa de la irritación a la
resignación, como si la bondad nunca
hubiera intervenido en los cuidados que
le brindó a la dama. La cita reveladora
de William Hazlitt que encabeza el libro
lo explica todo: «El buen carácter, o lo
que a menudo se considera tal, es la más
egoísta de las virtudes; nueve de cada
diez veces es un mero temperamento
indolente». Cuántas veces hemos intuido
eso de alguien que pasa por buena
persona. No es bueno, pensamos, es
manso. Pero como es un pensamiento
mezquino, nos lo reservamos.
Mucho vicio
Mi adorado Georges Simenon, ese
escritor que me ha dado tantas horas de
felicidad perezosa, aseguraba que se
había acostado con unas treinta mil
mujeres. La primera esposa del
novelista, con la que consiguió mantener
a lo largo de los años una milagrosa
buena relación, comentó sobre el asunto:
«¡Ja, ya serían menos!». Es lógico
pensar también que exageraba porque,
aunque se sabe que el gran Simenon fue
un hombre compulsivo tanto para
escribir como para el sexo, no parece
que quepan en una sola vida tantas
novelas y tantas mujeres. A no ser, claro,
que un día simenoniano obedeciera a
una agenda como la que paso a relatar:
se levantaba a las cinco de la mañana,
echaba un polvo con su mujer; tras
ducha y desayuno frugal se sentaba a su
mesa de estudio dos horas; salía a la
calle, buscaba una prostituta (hubo
muchas en su vida) y echaba otro polvo;
con las piernas aún laxas por el esfuerzo
volvía a casa; comía sano y ligero;
echaba una siesta de unos diez minutos,
lo suficiente para que el cerebro se le
enfriara, luego, se daba un paseíllo y
sintiéndose energético tras el descanso
buscaba otra prostituta; regresaba a su
mesa de trabajo, escribía tres horas,
rápido, sin dudar, yendo directo al
argumento y pasando de adjetivos
superfluos; tras el tiempo de escritura, le
echaba otro polvo a su mujer para evitar
la culpa de sus infidelidades; salía
después, con la conciencia tranquila, a
estirar las piernas, no sin antes tirarse a
la portera del edificio; se sentaba en un
café y aprovechaba para tomar algunos
apuntes para la novela que empezaría
según hubiera terminado la que le
esperaba en la máquina del escritorio;
con el estómago calentito se iría al
teatro a ver a Joséphine Baker, que le
tenía loquito, lógico es imaginar que, en
aquellos años veinte, de felicitar a una
cabaretera a perpetrar un coito en el
camerino había un trecho cortísimo;
volvía a casa un poco apiplado por las
calles
del
París
acordeónico,
imaginando una aventura de su viejo
comisario Maigret y en éstas, lo que es
la vida, le saldría al paso una vieja
prostituta a la que se sentiría obligado a
echar otro polvo más por caballerosidad
que por verdadero deseo; llegaría a casa
a las tantas, y en vez de darle
explicaciones a Tigy, la bella esposa
que años más tarde diría aquello de
«¡Ja, ya serían menos!», el torrencial
escritor pensaría que no hay mejor
excusa para el marido que vuelve a casa
como en el chiste (borracho, a las tantas
y oliendo a puta) que darle a su legítima
un poco de amor conyugal. Sólo de
imaginar semejante jornada he acabado
exhausta, pero ¿por qué dudar de un
individuo que le entregó a la historia de
la literatura más de veinticinco mil
páginas? No hay novela de Simenon que
no me guste, por una causa o por otra
todas me resultan perspicaces, sórdidas
y humanas a la vez. De lo cual, deduzco
que aunque el hombre se entregara a la
tarea de cumplir una media de ocho
coitos al día no lo haría mal del todo.
Yo a Simenon le imagino unos coitos
rápidos pero vocacionales, como su
literatura. Su vida sexual tiene también
un lado triste, tenebroso, ya que su hija,
a la que tanto quería, padecía de una
enfermedad mental que la llevó al
suicidio, no sin antes intentar (sin éxito,
claro) acostarse con el gran donjuán que
había sido su padre. Tal vez porque
estemos hablando de otros tiempos en
los que los comportamientos de los
seres
humanos
estaban
menos
categorizados, a nadie se le hubiera
ocurrido pensar entonces que Simenon
sufría algún tipo de patología y nadie
hubiera excusado sus aficiones puteras
por ser el síntoma de una incontenible
dependencia enfermiza. Quién de
nosotros no ha conocido a alguien a
quien le gustara acostarse con
cualquiera, en cualquier sitio y que
tuviera un cuerpo capaz de responderle
a cualquier estímulo. Hay mujeres a las
que no nos impresionan los donjuanes,
pero eso no me lleva a ninguna
conclusión ni moral ni fisiológica. Que
lo disfruten. Puedo imaginar que en
algunos casos promiscuidad y patología
andan de la mano, pero la tendencia
creciente con que algunas estrellas
americanas se quitan de encima la culpa
de la infidelidad aduciendo algún tipo
de trastorno es ya sainetesca. El primero
en buscar la redención espiritual fue
Clinton, que anduvo visitando a un
párroco para que lo recondujera y ser
perdonado por el pueblo americano.
Pero la búsqueda del perdón divino se
ha quedado obsoleta, lo que ahora se
lleva es internarse en un hospital. Lo
hizo Michael Douglas, lo acaba de hacer
el golfista Tiger Woods y en ésas está el
marido de Sandra Bullock. Tiger Woods
tenía diez amantes y confiesa estar
luchando contra la adicción al sexo.
Francamente, en el mundo de las
actuales celebridades se ha leído muy
poca literatura: Simenon puso el listón
muy alto como para pensar que Woods
necesita medicación. El marido de la
Bullock también lucha por curarse. El
hombre ponía anuncios en la red
reclamando «tías buenas, tatuadas,
moteras y con buenas tetas». Hace tan
sólo una década a eso se le hubiera
llamado tener mucho vicio. Un
diagnóstico simplón pero certero. Yo
misma me siento capaz de hacérselo a
algunos sin necesidad de internamiento
en un hospital y sin cobrarles un duro. Y
en la receta médica les escribiría: «A lo
hecho, pecho».
Mi vida en dos
patadas
Yo era esa niña que jugaba con muñecas.
Esa niña que, en la época remota en que
los niños podíamos salir solos a los
parques, se bajaba a la plaza paseando a
su bebé de plástico en su cochecito de
plástico. Yo era esa niña que preparaba
comiditas con tierra, la niña que hablaba
a su muñeco, le bañaba, le cortaba el
pelo y le pedía a sus tías que le hicieran
jerséis para el invierno. Yo era la niña
que cuando veía a su madre arreglarse le
pedía que le pintara los labios, que le
pusiera un poquito de perfume detrás de
las orejas y que le robaba los zapatos de
tacón para disfrutar del sonido
maravilloso de los tacones. Esa
delicadeza estética y maternal no era
cortapisa, queridos amigos, para que
fuera la más burra entre las niñas que en
el mundo ha habido jugando al churromediamanga-mangaentera, un juego tan
bestia como el fútbol americano pero sin
casco. Yo era esa niña que, con dos
costras permanentes en las rodillas,
llegaba a casa derrotada de los juegos
callejeros, pero como si tuviera una
conciencia temprana de que la época del
juego se esfuma, no perdía el tiempo:
sentaba a mis cinco muñecos en filas
como si estuvieran en la escuela y les
daba clase. A una de las muñecas le
ponía el nombre de una chula de mi
colegio y la tenía castigada todo el
tiempo contra la pared. Qué placer
sentía yo, tan dulce en la vida real, al
vengarme de quien tanto me hacía sufrir
a mí con sus burlas. Yo era esa niña que
leía mucho. Aunque antes de saber leer
ya sabía lo que era la literatura gracias a
mis tías, que me contaron muchos
cuentos. Los clásicos, Garbancito, El
enano
saltarín,
Caperucita
o
Cenicienta. Aprender a leer fue para mí
descubrir el mecanismo por el cual uno
escucha un cuento cuantas veces quiera.
A los doce años ya tenía pretensiones de
adulta y empecé a leer las novelas de
mayores. Me interesaban, sobre todo,
los argumentos en los que se
entrelazaran azarosamente las vidas
humanas y, por supuesto, aquellos en los
que al final venciera el amor. Cuidado,
esto que algunos pudieran considerar
cursi no estaba reñido con que empezara
a encontrar abusivo eso de que fuéramos
siempre las chicas las que limpiáramos
la cocina. Como niña inteligente que era,
sabía muy bien distinguir entre el mundo
de la ficción y el mundo real, y el hecho
de que en muchas novelas las heroínas
buscaran la felicidad a través del
casamiento no había convertido eso en
el objetivo de mi vida. En mi
adolescencia
me
hice
joven
revolucionaria y me propuse leer
algunos
ensayos
de
pedagogía,
sexualidad, psicología. Como resultado
de estas lecturas llegué a la conclusión
de que había sido una niña antigua y
masacrada por la cultura reaccionaria.
Una niña de vergüenza ajena. Según el
retrato robot de estos estremecedores
ensayos, la niña inteligente era la que
optaba por los juegos de acción,
prefería jugar con automóviles en vez de
con muñecas, no quería ser princesa y se
masturbaba desde que tenía uso de razón
porque de lo inteligente que era antes de
saber dónde estaba Leningrado esa niña
ya se tenía localizado el clítoris. Yo
hubiera seguido jugando con muñecas
hasta tener un niño real entre mis brazos,
pero ni por asomo deseaba ser una joven
carca. Por fortuna, fui madre
jovencísima y, aunque era la época en
que se decía que el instinto maternal era
una construcción cultural impuesta, yo
vivía en secreto mi instinto, mi brutal
instinto, era como la loba con su
cachorro. Cuando llegó el momento de
leerle a la criatura cuentos yo ya me
estaba librando, por fortuna, de esa idea
de que todo juego y todo cuento han de
ser pedagógicos y cumplir estrictas
reglas morales. Al niño le gustaban
monstruos espantosos, pero la mejor
manera de tenerlo encandilado era
contarle un cuento clásico. Dada mi
experiencia como madre primero y
como escritora de cuentos después, me
gustaría, en algún momento, ser
escuchada por quienes creen que para
cambiar la realidad tienen que emplear
las tijeras de podar en la literatura
infantil. ¿Por qué hay que tener menos
respeto a la Cenicienta que a las
novelas de Jane Austen, que al fin y al
cabo tratan de lo mismo, de mujeres que
luchan por salir de una vida miserable
gracias al amor y al matrimonio? Los
que hayan leído la Cenicienta a un niño
se darán cuenta de que el crío no se
pone de lado del príncipe por el hecho
de ser un varón; el niño, como cualquier
lector, se identifica con la protagonista,
con Cenicienta. Igual que las niñas se
identifican con el superhéroe. Los niños
van siempre con el protagonista, sea del
género que sea. Por Dios. Es de cajón.
Los cuentos clásicos están hechos de
acero, han soportado el paso del tiempo,
adiestran al niño en las emociones
puras: el amor, el abandono, la pena, el
ansia de superación y el triunfo del
inteligente contra el bruto. ¿Qué tendrá
que ver eso con la violencia de género o
la perpetuación de los roles? Siendo
autora de cuentos he sufrido muchas
veces la falta de respeto que se le tiene
a la literatura infantil, pero ya esto de
querer meter cuchara en los cuentos
clásicos me parece, sobre todo,
trasnochado. Añadiría algo más: tengan
un poco de respeto por los juegos de
niñas. Que jugar a casitas, a mamás o
leer historias de amor no nos hace ni
tontas, ni putas, ni sumisas. ¡Sumisa yo!
Os juro que la vi
«Esto no me lo merezco». Ay, cuántas
veces he pensado esto. No cuando me
invade una pena negra, no, sino cuando
soy consciente de estar viviendo un
momento de felicidad. La diferencia
entre alegría y felicidad, según un
personaje de Salinger, es que «la alegría
es un líquido y la felicidad es un
sólido». Así es exactamente como
aprecio la felicidad, como algo que se
puede tocar. Es entonces cuando me
viene a la cabeza ese pensamiento, «esto
no me lo merezco». No suelo expresarlo
porque siempre hay alguien por ahí que
te dice que eso es consecuencia de
nuestra educación judeocristiana y
blablabá. El célebre lugarcillo común.
Yo me niego a que nadie me estropee
con un lugarcillo común esa sensación
tan grata de no merecimiento. Está en mi
forma de ver las cosas desde muy chica,
y no creo que intervenga la culpa sino la
celebración de un regalo que no
esperabas. El otro día viví uno de esos
momentos. Viajé a Boston a dar una
charla y el profesor Christopher Maurer,
gran especialista en Lorca y aledaños,
se ofreció a darme un paseo mañanero
por los alrededores. El campo del
Estado de Massachusetts es de una
belleza abrumadora y se encontraba en
ese momento en que todos los capullos
están como locos por abrirse y llenar el
campo de hojas y de colores florales.
Eso en sí ya emocionaría al corazón más
opaco, pero es que además manteníamos
una conversación animadísima en la que
se mezclaban la erudición del profesor
sobre el exilio español, mi incontenible
curiosidad, su espíritu nada reservón
con lo mucho que sabe y algo para mí
más desconocido y apasionante: la
historia de la comunidad intelectual que
se asentó en el pueblo de Concord en el
siglo XIX, Emerson, Thoreau, Alcott.
Filósofos, defensores de una nueva
pedagogía,
abolicionistas,
proclamadores de la desobediencia civil
ante los abusos del Estado, grandes
naturalistas. Era una conversación de
ida y vuelta, que viajaba de un lado a
otro del océano y de un siglo a otro. El
profesor Maurer me quería enseñar
algunas de las casas de esos escritores.
Como siempre que ando yo por medio la
cosa intelectual tuvo su componente
absurdo. Era muy cómico ver al
profesor algo perdido, luchando con el
plano encima del volante a la manera en
que las personas desgarbadas hacen que
parezca que tienen extremidades de más.
Por otra parte, la conversación era tan
cautivadora que el profesor Maurer
dejaba de mirar al frente para mirarme a
mí, como si en vez de en un coche
estuviéramos en una cafetería, y yo, tan
divertida como inquieta, no apartaba mis
ojos de la carretera, tratando de sustituir
absurdamente con mi mirada la suya. Y
en esto llegamos adonde teníamos que
llegar, a una casita de madera pintada en
gris, con aire de cuento, sencilla como si
en ella hubieran habitado personas que
practicaran la humildad como norma.
Así era. Era la casa de Bronson Alcott,
eminente pedagogo y algo más
importante para mí, padre de Louisa
May Alcott, la autora de la novela
inspiradora de libertad y rebeldía de
niñas
de
muchas
generaciones,
Mujercitas. A fuerza de traducciones
deficientes e ilustraciones acarameladas
esta historia de cuatro hermanas nos
llegaba con una pátina de cursilería que
la novela no tenía; aun así, no habrá
habido otra lectura que haya empujado a
tantas niñas fantasiosas a la escritura. El
personaje de Jo March fue un modelo
para las criaturas que no nos
adecuábamos a la idea convencional de
lo femenino. A nuestra Jo le gustaba usar
una jerga no propia de chicas, subirse a
los árboles, saltar vallas, correr, montar
teatrillos y escribir cuentos. Jo, valiente
e impetuosa, despreciadora de lo ñoño,
se cortó la coleta para ayudar
económicamente a la familia. Cómo no
quererla a los nueve años. Cómo no
querer tener un diario como ella para
retratarte a ti misma como la más audaz
de tu familia. La pequeña casa de la
escritora crujía bajo nuestros pasos, mi
altura era la adecuada para techos tan
bajos, pero era fácil imaginar a Louisa,
casi tan alta como el profesor Maurer,
agacharse al pasar por debajo del marco
de las puertas. Con la voz de la
infatigable guía de fondo, me acerqué al
tablerillo semicircular de madera en el
que nuestra novelista había inventado en
1868 el mundo de sus mujercitas
inspirándose en sus propias hermanas.
Dos meses le llevó el libro. La réplica
de un manuscrito reposaba sobre la
humilde mesa y yo me concentraba en
imaginar a esa mujer, una primavera de
hace ciento cuarenta y dos años,
levantando la vista de la página para que
la mirada le descansara en esa
naturaleza a punto de estallar. Al mismo
tiempo, siguiendo con ese viaje de ida y
vuelta que provocan las emociones, me
veía a mí misma refugiada en un cuarto
de atrás del piso donde vivimos en
Palma de Mallorca. Me veía con mi
libro de Bruguera, uno de aquellos que
se
podían leer
siguiendo
las
ilustraciones o el texto, tratando de
convertirme en materia literaria. De
pronto fui consciente de todo el trasiego
vital que siguió al descubrimiento de
aquel libro, de todo lo bueno y lo malo
de esos cuarenta años. Entonces pensé,
«esto no me lo merezco». Y sentí la
felicidad, tan sólida como la presencia
de esa mujer del XIX, que estaba ahí, en
su mesa, escribiendo ese libro para mí.
Os juro que la vi.
La tecla, el humo, el
whisky
Novelas de ordenador. Es una expresión
que acuñó Paco Umbral a finales de los
ochenta para definir a esos jóvenes
novelistas que le estaban pisando los
talones con unas novelas que, al parecer,
se escribían solas. El ordenador del
novelista al que las novelas se le
escribían solas era enorme, de un futuro
ya pasado de moda como de Star Trek o
Perdidos en el espacio. El novelista
vivía sin despegarse de una chuleta en la
que alguien le había escrito qué teclas
había que pulsar para no perder el
documento. El novelista le tenía pánico
a aquel chisme entre futurista y
cromañónico: en alguna ocasión el
ordenador se le había tragado un
artículo. El escritor se había quedado
mirando un rato la pantalla, conteniendo
las ganas de tirar aquel chisme por la
ventana. Una vez, el escritor le pidió a
uno de sus niños que le pusiera un
whisky. El crío vino atolondrado, como
todos los críos, y al ir a posar el vaso
sobre la mesa se tropezó y el líquido se
derramó por debajo del ordenador. El
ordenador murió. El novelista se sujetó
a la mesa, no sabiendo si tirar por la
ventana al ordenador o al crío. Durante
tres días la máquina de escribir novelas
estuvo en manos de un mago (experto)
que consiguió recuperar las cien páginas
de la nueva novela que el novelista
estaba escribiendo. O por decirlo a la
manera umbraliana, que le estaba
escribiendo el ordenador. La idea de
Umbral no era tan peregrina, respondía a
la vieja creencia de que todo lo que
entrañaba una dificultad física acababa
siendo más auténtico: la letra con sangre
entraba; el suelo quedaba más limpio si
una mujer lo fregaba de rodillas; el
cocido en olla colorada, nada de olla a
presión; las cartas, a mano y por correo
regular, y las novelas, a máquina pero
con múltiples correcciones a mano para
que los estudiosos pudieran teorizar en
un futuro sobre el misterio de la
creación. Cuidado, máquina de escribir,
pero nunca eléctrica, sino con el tracatrá
fundamentalista del teclado; flotando en
el aire y adherido a los muebles, el
humo y el olor del tabaco, y en un
rincón, la papelera, a fin de encestar los
folios frustrados. Para completar el
cuadro, el whisky, ese liquidillo mágico
que, a su manera, también consiguió que
algunas páginas se escribieran solas.
Así salieron. Ah, la mítica de la
escritura. Cierto es que a algunos
escritores les pareció que el proceso
enojoso de aprender a manejar un
ordenador, el silencio del teclado, el
dejar de fumar o el mantener el whisky a
una distancia prudencial acabaría con la
magia de la literatura. No ocurrió así.
Para desgracia de los que afirmaban que
si se prohibía fumar en los clubes de
jazz se perdería el encanto de la música
en directo, el swing no abandonó a los
músicos, incluso, a menudo, aun siendo
fumadores, gozaron de un aire más
limpio para realizar un trabajo que
requiere un gran esfuerzo físico;
tampoco la falta de ruido de las
máquinas de escribir restó talento al que
lo tenía, ni la comodidad de borrar
sobre la pantalla consiguió que los
libros o las columnas se escribieran
solas. A los novelistas por ordenador,
decía Umbral, les resultaba tan fácil
escribir novelas que tendían al novelón.
Qué ironía en quien escribió tanto y de
manera
tan
compulsiva.
Pero
entiéndaseme, no recuerdo aquellas
afirmaciones con antipatía, son tan de
época que resultan útiles para hacer
recuento de cómo ha cambiado nuestra
vida en veinte años. Uno de los ritos
obligados cuando viajabas al extranjero
era buscar un quiosco céntrico en el que
vendieran algún periódico de tu país. Tu
país está ahora metido en un aparato
diminuto. De la misma forma que se ha
revitalizado la relación epistolar cuando
se creía que daba sus últimos suspiros.
El resultado es que uno no se siente tan
solo si, estando lejos, puede encender la
mágica pantalla y leer algunos correos,
maldecir algunas noticias, departir con
algunos amigos con la misma gloriosa
superficialidad con la que se toma un
café a media mañana en un bar y
conocer textos de gente interesante que
nunca accede a los grandes medios. En
realidad, esa voz de Umbral atacando a
los primeros escritores que se pusieron
tecnológicamente al día es algo muy
antiguo, no ya en la negación de la
modernidad, sino en la defensa de uno
mismo frente a un mundo que no se
acaba de comprender. A mí me costó
dejar el tracatrá, me costó amoldarme al
silencio, a la pantalla y a la navegación.
Lo que ahora es natural fue en su
momento tan abstracto, tan difícil de
comprender como un logaritmo. Hoy, mi
pequeño ordenador contiene miles de
voces, las de amigos, las de conocidos,
las de gente que muerde también. Con el
tiempo he aprendido a bucear por sitios
seguros,
evitando
las
aguas
emponzoñadas. Por eso me extraña
cuando mi colega Carlos Boyero, que
dice negarse a navegar por estos mares
virtuales, añora esos folletos en los que
se informaba a los críticos de las
películas. Y es que una vez que te
acostumbras a este medio tan limpio
eres más consciente del papel
derrochado y de lo que el aparatito ha
facilitado nuestro trabajo. Eso sí, no te
escribe novelas ni artículos. Ay. Pero
como bien debía de saber Umbral por un
buen amigo suyo, eso era más antiguo
que la tecnología virtual, eso te lo
hacían los negros de toda la vida.
Buscar marido
Hay lectores con la escopeta cargada.
Recuerdo haber escrito un artículo en el
que me atrevía a afirmar que prefería el
presente al pasado. ¿A qué pasado? Pues
al de hace cuarenta años, sin ir más
lejos. De inmediato, alguno de esos
lectores que creen que vivimos la peor
de las épocas posible juzgó mi
afirmación
de
un
optimismo
desconsiderado: «Claro, desde su
posición privilegiada…». Uf, qué
cansancio. En realidad, cuando hacía
esa valoración no estaba pensando en
mí. Pensaba en cualquier mujer española
que vivió su juventud hace apenas medio
siglo. Pensaba en mi madre y al pensar
en mi madre pensaba en casi todas las
mujeres. Y al pensar en ellas he de
reconocer que sí, que de alguna manera
pensaba en mí. Prefiero vivir ahora.
Prefiero no tener que andar pidiendo
dinero, ser libre en mis movimientos,
salir al extranjero sin el humillante
permiso del marido y no ser considerada
como una menor de edad. El machismo
sigue ahí, latente, dispuesto a morder
desde una columna, el comentario faltón
de un político o esa infravaloración de
las mujeres que se manifiesta como un
tic que se nos escapara, reflejo de lo que
hemos sido y aún somos en gran medida.
Prefiero esta vida. Hace cuarenta años
yo era la niña que espiaba las
conversaciones de las mujeres. Era
escuchar aquello de «ssshhh, hay ropa
tendida», y ponerme a interpretar a la
niña que andaba a lo suyo para que se
olvidaran de mí y enterarme del secreto.
Hace cuarenta años escuché hablar en
susurros una tarde de verano de la
desgracia de una joven amiga de la
familia. La había dejado su novio. La
había dejado como dejaban antes los
novios a las chicas, sin explicaciones.
Huyendo. Al cabo de unos meses, había
aparecido en unas fiestas del brazo de
otra. La chica abandonada debía de
tener unos veintiséis años, pero
hablaban de ella como si se pudiera dar
su vida por zanjada. Recuerdo haber
sentido una gran angustia, por ella, por
la chica, a la que conocía y quería y que
parecía tan feliz con su futura boda, pero
también por todas las mujeres sin
marido. A partir de ese momento creí
observar que todo el mundo la trataba
con una enojosa compasión, con ese
cariño excesivo que avisa al enfermo de
que se está muriendo. Mi crecimiento y
el del propio país me permitieron, nos
permitieron, al menos a las chicas de
ciudad, que la soltería no fuera una
amenaza; otras preocupaciones, la
vocación, el trabajo o los amoríos
ocuparon el lugar de aquella vieja
obsesión por encontrar novio. Sólo
cuando vi en el cine por primera vez
Calle Mayor o La tía Tula, a mi juicio
dos películas que demuestran que alguna
vez supimos hacer realismo, sentí en la
boca el regusto amargo de aquel
recuerdo infantil. La mirada anhelante y
vulnerable de la solterona interpretada
por Betsy Blair o esa sensualidad
reprimida a la que Aurora Bautista dio
vida arrebatada en su tía Tula encarnan
la presencia de muchas mujeres reales a
las que yo vi defenderse de un mundo
que las trataba con guasa y
condescendencia. La novelista Jane
Austen dedicó su vida a narrar la
angustia de la soltería. Por mucho que
grandes escritores la despreciaran y
consideraran el tema menor, las novelas
de Austen son casi un tratado de cómo
mujeres inteligentes habían de dedicar
gran parte de sus energías a la caza de
marido. Algunas incluso acababan
siendo felices. Todo esto me venía a la
cabeza porque la librera Lola Larumbe
puso en mis manos hace unos días un
tesoro que nunca sabré cómo
agradecerle. Es una novela corta, Un
matrimonio de provincias, escrito por
una italiana que adoptó el seudónimo de
Marquesa Colombi a mediados del XIX.
El libro había quedado en el olvido
hasta que Italo Calvino y Natalia
Ginzburg lo rescataron en 1973. La
historia es corriente: una muchacha
guapa e inocente fantasea con ser la
elegida de un joven gordo y adinerado.
Lo extraordinario es cómo está contada.
La familia es vulgar; la ciudad, Novara,
plúmbea; la única distracción para una
chica consiste en sentirse mirada por un
hombre. El estilo es tan seco, tan
irónico, que convierte esta anécdota mil
veces repetida en una historia
modernísima, nada retórica y muy audaz.
No es para menos. Buscando la
biografía de la autora, Anna María
Mozzoni, nos encontramos con que fue
la primera mujer en escribir en Il
Corriere della Sera, se casó vieja para
la época (en la treintena) y se acabó
separando. Murió en los años veinte,
tras haber disfrutado una intensa vida en
su madurez y haber padecido en su
juventud el tedio de las costumbres
provincianas,
de
esa
ciudad
desesperante, Novara, en la que los
enamorados de clase media (aunque
venida a menos) se comunican sólo con
miradas y los de clase humilde, más
desvergonzados, hablan. No hay dulzura,
como en las novelas de Austen, no hay
dureza como en La tía Tula, ni humor
cruel como en La señorita de Trevélez
en la que se basó Bardem para hacer su
Calle Mayor; aquí sólo encontramos
vidas aburridas, sin brillo. Y una
conclusión seca y aún más asfixiante:
buscar marido llena de zozobra el
corazón de las muchachas en flor, pero
encontrarlo las sumerge en un tedio de
espanto hasta la muerte. No hay
escapatoria. El único final feliz lo
encontró esta lectora cuando al acabar el
libro sintió la emoción de haber
descubierto una joya inesperada.
Justicia póstuma
Hay algo obsceno en estos tiempos.
Algo obsceno que sobrevuela tertulias,
comentarios, columnas. No sabría
definirlo. Se trata de la alegría con la
que algunos reciben el caos, la penosa
situación económica, los aires de fin de
fiesta. Hay algo obsceno en la manera en
la que algunos dibujan un país
catastrófico, en cómo parecen recibir el
desastre con alegría. Hay algo obsceno
en la manera en que toman los malos
resultados educativos, el número de
parados o la amenaza económica y lo
amasan todo, modelan una bola
putrefacta y se la van lanzando unos a
otros. No saben que su juego infecta el
aire, que inocula miedo, nos hace vivir
en una inquietante provisionalidad. No
es que reclame un optimismo bobalicón,
pero no soporto el pesimismo de
aquellos que se divierten presagiando la
caída por el abismo de un pueblo entero.
A no ser que ganen los suyos, entonces
ese mismo pueblo comenzaría su
ascenso hasta llegar a la cumbre. Nos
han acostumbrado a juzgarlo todo tan en
clave partidista que no nos dejan ver
más allá de la derrota de unos o de la
victoria de otros. ¿Qué hacer ante esta
situación que sobrepasa nuestra
capacidad de juicio? Nuestra mente no
da para comprender el mundo. Tal vez lo
entiendan los filósofos, los politólogos,
los expertos en lo abstracto, pero esta
realidad no está hecha para mentes como
la mía. Huyendo de la confusión reinante
procuro centrarme en lo concreto: en mi
oficio, en unos diálogos que escribo en
mi mente con la ilusión de que en 2011
lleguen a la boca de unos cuantos
actores, en la cena que se cuece
lentamente mientras escribo este
artículo. Dicen los neurólogos que la
atención al presente concede más paz de
espíritu que el andarse por las ramas del
futuro. Me centro en mi trabajo y en la
observación del trabajo de otros. Las
personas que aman su oficio tienen
sobre mí un efecto balsámico. Hace cosa
de un año la traductora Marta Rebón y
yo hablábamos del único futuro que
tiene sentido: el que llegará cuando
finalice un proyecto al que le estamos
dedicando el alma. Yo llegué primero al
café Odeón, un restaurante neoyorquino
que
sigue
manteniéndose
milagrosamente desde los tiempos de
Warhol. La vi entrar, con la cara de frío
y de apuro del que llega un poco tarde.
Pude comprobar el revuelo de miradas
que la siguieron hasta mi mesa. En mi
recuerdo, Marta siempre aparece como
una de esas heroínas rusas a las que ella
da vida en sus traducciones: alta, fuerte,
rubia, resuelta, como si sus pasos no
fueran nunca banales sino que siempre
estuvieran marcados por un objetivo que
sólo ella ve. Me recordó a alguien que
no supe encontrar en mi memoria.
Cuando la tercera margarita nos golpeó
con fuerza y provocó una conversación
apasionada, Marta comenzó a hablarme
arrebatadamente de ese doctor Zhivago
que en esos momentos traducía. Las
dificultades que presentaba una prosa
tan elevada, tan poética, sonaban en su
boca como un desafío y un regalo que le
hubiera concedido la vida. La suya era
la primera traducción del ruso. Es una
novela pero es más, decía, es poesía,
historia, filosofía. El futuro llegó cuando
el libro saltó de su mesa de trabajo a los
estantes de las librerías. Es probable
que ustedes no lo encuentren en la mesa
de novedades pero el lector es libre de
saltarse la lista de best sellers y guiarse
por su soberano criterio. Yo no pude
esperarme a que llegara el ejemplar que
la traductora me había prometido y corrí
a la librería. Esa misma tarde entré en
Doctor Zhivago. Primero fue la
curiosidad por contemplar un trabajo
que imaginaba resuelto con pasión y
rigor, luego fue el abandono, la entrega
total durante diez días a estas
ochocientas páginas que llevaron a
Boris Pasternak a la gloria literaria y a
la ruina vital. Tenía razón Marta, el libro
lo contiene todo. Es una Biblia. Está la
revolución: «¡Piense qué tiempos son
éstos! ¡Y nosotros los estamos viviendo!
Cosas tan increíbles tal vez sólo ocurran
una vez en la eternidad. Piénselo, han
arrancado el techo a toda Rusia y,
nosotros, junto con todo el pueblo, nos
encontramos a cielo abierto. Y sin que
nadie nos controle. ¡La libertad!». La
manera en que las grandes ideas no se
adaptan a la experiencia humana: «Para
hacer el bien, a su rectitud moral le
faltaba la tolerancia del corazón, que no
conoce casos generales, sino sólo
particulares, y cuya grandeza está en las
pequeñas acciones». Y, por encima de la
tremenda sacudida histórica, la pasión
amorosa: «Del paso fatídico tú eres la
alegría / cuando vivir duele más que la
enfermedad. / La raíz de la belleza es la
valentía / y es lo que nos atrae como un
imán». De la misma manera que la
historia zarandea a ese hombre noble
que es el doctor Zhivago, la patria rusa
golpeó a Pasternak hasta la humillación
y la muerte. Desde la cúspide del Estado
soviético se le felicitó de esta manera
por el Nobel de Literatura: «Peor que un
cerdo. Ni un cerdo caga donde come».
Cierro el libro deslumbrada. En el acto
de haberlo leído quiero ver una justicia
póstuma, una compensación. En el
recuerdo, el doctor Zhivago se me
aparece con el rostro grave de
Pasternak, y ella, Lara, tiene la cara y el
espíritu de esa mujer que entró en el
Odeón, bella y ajena a su belleza,
irresistible por el amor propio que pone
en todo lo que toca.
¡No disparen al
columnista!
Los columnistas también tienen padre. A
veces incluso madre. A los padres de
los columnistas les gustaría que sus
hijos escribieran sobre las castañeras en
noviembre, los temporales en febrero y
las catástrofes naturales. Es decir, que lo
que les gustaría a muchos de nuestros
padres (que crecieron escuchando
aquello de «hijo mío, no te signifiques»)
sería que tuviéramos la pericia de
escribir cada semana sin tocarle las
pelotas a nadie. Los padres quisieran
que fueras uno de esos columnistas a los
que todo el mundo admira. No
comprenden que esos columnistas, si
alguna vez los hubo, ya están muertos.
Los columnistas vivos están para ser
amados por unos y detestados por otros.
Y a veces, dependiendo de la semana,
los que te amaban pasan a detestarte y
los que te detestaban piensan, mira,
tampoco era tan tonta. El columnista es
como el director de cine, vale lo que
vale su última película; o como el
amante, vale lo que vale su último
polvo. El columnista, el de verdad, no el
que sigue prendido a las faldas de su
madre, presiente, como el alacrán,
cuándo una columna le va a meter en un
lío, pero no puede evitarlo, no puede, es
su carácter. Cuando escribo columnas
prefiero pensar que nací de un repollo.
Si pienso en mi padre, no escribo. Me
bloquea. Sé que si escribo sobre los
niños de la infancia, él se sentirá feliz,
pero que si escribo sobre Cuba,
terrorismo, nacionalismo, comunismo, o
cualquier otro ismo, torcerá el gesto. No
es que te vaya a hacer culpable de los
posibles ataques que recibas, pero en el
fondo pensará que de alguna manera te
los has buscado. A los padres les
encanta que seas columnista, por cuanto
tiene de oficio a la vista de todo el
mundo, pero detestan los efectos
secundarios de dicha colocación. A
veces los lectores se comportan como
los padres, con la misma actitud
vigilante y severa. Pero hay una
diferencia, a los lectores sí que les gusta
que te metas en líos, los saborean, ¡con
una condición!, que tus opiniones
coincidan siempre con las suyas. ¿Debe
el columnista ser fiel a una parroquia?
Es una tentación muy golosa porque
quien decide ser fiel a los suyos
consigue armarse de un ejército de
camaradas que le servirá de escudo
cuando lleguen los golpes. A mí,
particularmente, el columnista que
contenta por sistema a su parroquia me
aburre muchísimo. Leo su firma y
pienso, uf, perezón. Como lectora
prefiero al extravagante, incluso aunque
no comparta sus opiniones. El
extravagante suele ser independiente. No
sé quién decía que un independiente es
alguien de derechas camuflado. La frase
es ingeniosa, pero seguro que la
pronunció alguien que pertenecía a un
partido político. Hay muchos lectores
que dicen anhelar la independencia y
muchos columnistas que afirman serlo.
Menos lobos. Para mí es simplemente
una noble aspiración. En las dos últimas
semanas me escribieron varios lectores
que eran como mi padre. Y que conste
que, como a mi padre, les profeso un
cariño imponente. Una lectora me dijo
que una mujer sensible como yo debía
estar muy seca de ideas para dedicarle
el típico artículo denigratorio al
expresidente Aznar; otro me escribía
para comentarme que no entendía cómo
yo, hasta el momento respetuosa con la
fe católica, no comprendía que hubiera
creyentes que se sintieran heridos por la
exposición Cristo Gay; una tercera se
mostraba curiosa: «¿Le están pagando
estos del cine para que últimamente los
defienda usted con esa vehemencia?»,
que coincidía de alguna manera con un
cuarto: «Tanto defender a los titiriteros y
mira las bobadas que sueltan por esa
boca». También recibí algunas sin
encabezamiento ni despedida, pero muy
expresivas: «¡Arriba Aznar!». Qué
carácter. Las cartas afectuosas, que son
la mayoría y responden, por lo general,
a personas sensatas y educadas, las
omito, claro. Por pudor. A mí me gusta
pensar en cada carta, en la decepción
que a veces provocas en un lector o
incluso en las razones que pueden llevar
a un ser humano a comunicarse con otro
sólo por la necesidad de insultarle. Es
psicológicamente raro, ¿verdad? El caso
es que, rumiando las pequeñas (espero)
decepciones que pudiera provocar
alguna de mis opiniones, he llegado a la
conclusión de que hay lectores que no
admiten que para ti pueda ser
compatible afear la mala educación de
un expresidente del Gobierno pagado
por todos los españoles, defender el
oficio de titiritero y la supervivencia del
cine español, criticar la falta de manga
ancha de algunos creyentes y afear (sin
linchamientos) las declaraciones poco
humanas de un actor que presidía un acto
humanitario. En mi cabeza y en mi
corazón es coherente. Me gustaría que
en vez de llenarnos la boca con esa
palabra,
independencia,
la
paladeáramos. Yo, a veces, harta de
líos, escribo pensando en mi padre. O
sea, con afán de no molestar. El otro día,
por ejemplo, perpetré un artículo sobre
esa moda de llevar a los bebés colgados
de mochilas con el cuello torcido. Pensé
que era un artículo de esos que hacen
sonreír sin ofender. Bien, me escribió
una lectora presa de la indignación.
Firmaba como «Madre porteadora».
Creo que tienen una asociación. Dios
mío, no hay manera, me dije. Por tanto,
sean piadosos, no disparen al
columnista, que también tiene padre. A
veces incluso madre.
La zona VIP del
paraíso
Tengo por norma ir a eventos literarios
sobre unos tacones de diez centímetros.
La fama de alta me precede. Los
lectores han llegado a la conclusión de
que tengo cara de giganta y yo vivo en el
intento vano de no decepcionar. Ahora
la cirugía te añade centímetros en lo alto
de la cabeza, cuando lo que desea un
bajo es que le alarguen las piernas. De
todos es sabido que la pesadilla de un
bajo es que encima le llamen cabezón.
Los tabloides ingleses han advertido de
que Sarkozy padece este tic tan propio
de los hombres bajos y sanguíneos, que
consiste en agarrarse el cuello de la
camisa e intentar infructuosamente que
el cuello se alargue, y aseguran que, en
poco tiempo, al presidente galo le va a
operar un eminente médico judío y le va
a colocar un relleno (la famosa
empanada mental) que permitirá a la
primera dama desembarazarse de esas
manoletinas que calza desde que se casó
con el hombre bajito. El otro día, en un
cóctel sevillano, se me acercó un señor
encantador y, seguramente por no saber
qué decirme, me comentó: «Yo creía,
por la foto, que usted era alta». Perpleja,
le mostré los inhumanos tacones a los
que estaba subida. Al rato volvió el
hombre con su esposa; azorada, me
pedía perdón en nombre de su marido,
que, según ella, parecía tonto. La culpa
no la tenía él, sino las expectativas que
un lector, absurdamente, se hace. Algo
de eso se cuenta en ese tesoro de novela
que es Una lectora nada común, de
Alan Bennett. El escritor construye un
personaje inspirándose en la reina de
Inglaterra. En la historia, esa reina, en su
vejez, comienza a sentir una repentina
pasión por la lectura. Ella, que fue
educada para mantener con los seres
humanos
una
distancia
abismal,
descubre peripecias de otras vidas y
advierte que la literatura es el territorio
más democrático que hay, aunque
Bennett matiza, con impagable ironía,
que a su majestad no le gusta demasiado
ese término tan manido de la República
de las Letras. La gracia es que esta reina
lectora se arrepiente de no haber
prestado más atención a los escritores
que ha conocido a lo largo de su vida y
decide montar un cóctel con algunos de
ellos. El resultado es frustrante. La
reina, que no es tonta, observa que
cuando un escritor está solo ante ella se
arruga y se calla, pero que, en compañía
de sus iguales, se entrega a
conversaciones maliciosas y al cotilleo
vulgar. La reina va de un grupo a otro
sintiendo que no le hacen mucho caso.
Una extraña en su propia fiesta, ella, que
tanta ilusión había puesto en ese
encuentro en que pensaba indagar sobre
argumentos y personajes. La falta de
química con esos autores tan poco
considerados la obliga a refugiarse,
como siempre, en lo protocolario,
«¿Cuánto le llevó escribir el libro? ¿A
mano o a máquina?». En realidad, el
hallazgo del libro es que Bennett se vale
de la naturaleza de alguien tan aislado
socialmente como es esa reina para
componer un tratado sobre la relación
entre el lector inocente con la literatura:
la ficción rescata al pobre de sus
miserables cuatro paredes, pero también
a la rica de los muros del palacio. Esta
historia nos recuerda esa vieja máxima
de que es mejor no conocer de cerca a
ese escritor que, con una sensibilidad
superior a la nuestra, nos explica el
mundo. A veces, incluso, las
decepciones vienen por declaraciones
que los escritores dejan caer en las
entrevistas. Ay, qué poco simpatizamos a
veces con lo que dice esa persona a la
que tanto admiramos. A mí, por ejemplo,
no deja de sorprenderme que los
admiradores de Philip Roth (entre los
que me encuentro) se rindan ante sus
declaraciones calificándolas de lúcidas.
Gran escritor, sí, pero… ¿hombre
lúcido? Hace años que le llevo
escuchando decir lo mismo, que la vida
es una estafa. Lo decía también en la
última entrevista que le hizo Jesús Ruiz
Mantilla. La vida es una estafa, según
Roth, porque uno envejece y luego se
muere. Caramba, qué notición. Uno de
cada diez escritores del mundo está
apuntado al latiguillo nihilista, y de vez
en cuando parece que se ven abocados a
informar al resto de la humanidad, que
aún no se había dado cuenta, de que es
horrible envejecer. A lo mejor
preferirían morir en Etiopía, donde las
criaturas se mueren sin pasar por esa
fase. Philip Roth envejece en su
estupenda casa de Connecticut. Allí, a
pesar de que la vida es una estafa,
espera el Nobel con indisimulada
ansiedad. Como casi todos esos
nihilistas que no tienen fe y no entienden
a los que necesitan tenerla, cree
firmemente en esa zona VIP del paraíso
que es la posteridad. Es típico de los
nihilistas desear el Nobel, rabiar por
estar en la lista de los más vendidos y
tener un stock de mujeres jóvenes
dispuestas a servirles de consuelo. El
intelectual nihilista nos informa de la
muerte. Lástima que sea algo que sabe
cualquiera, aunque la mayoría de los
cualquieras rebajen su nivel de
nihilismo preocupándose por los seres
humanos que viven fuera de los libros.
Seguro que ese campesino que cuida la
vaca que él ve desde su ventana sabe
que nuestro destino es el de la vaca,
aunque a nosotros no nos conviertan en
estofado. El estofado de nihilista sería
sin duda sabroso, porque es costumbre
del nihilista vivir entregado al mimo de
sí mismo. Estofado de Roth. Mmmm.
Familia del artista
En los actos culturales debería estar
prohibida la entrada a la familia del
artista. También la de los amigos de la
infancia. Por resumir, de todo aquel que
conozca cierto anecdotario vergonzoso
de la niñez y adolescencia y esté
dispuesto a soltarlo a cualquiera que se
le acerque en el cóctel. La familia es
dinamita pura. El artista la utiliza como
material creativo, moldea los recuerdos
como le viene en gana, y la familia, sin
entender que la literatura consiste, en
gran parte, en una traición a los hechos
reales, se cabrea, se queja o se
envanece, según. El otro día le hicieron
un homenaje a Philip Roth en la
Universidad de Columbia, y una de las
cosas más divertidas que contó, en el
repaso a su trayectoria literaria, fue que
días antes de que apareciera el libro que
le hizo popular, El lamento de Portnoy,
invitó a sus padres a cenar con la
intención de avisarles de que la novela
que iba a publicar era bastante
escandalosa y que tenían que estar
preparados para las reacciones que
pudieran leer. Roth supo por su padre
que, de camino a casa, la madre dijo:
«Este chico tiene aires de grandeza». Ay,
las madres, cómo conocen a los hijos
aunque los hijos sean ilustres. De
cualquier forma, el muchacho no se
equivocaba: aquel libro se convirtió en
el colofón cachondo e irreverente con el
que la literatura rubricó los años de
revolución sexual de los sesenta. Las
escenas caseras, con ese padre que
padece un estreñimiento contumaz del
que toda la familia está al tanto, y ese
hijo que pilla un hígado de la cocina, en
el desesperado intento de encontrar algo
que se parezca a una vagina, y corre al
cuarto de baño para hacerse pajas,
levantaron reacciones de ira, sobre todo
en la comunidad judía. Pajas reales, de
jadeo silencioso interrumpido por la
madre que llama a la puerta alarmada
por si el hijo ha heredado el proverbial
estreñimiento paterno; pajas mentales,
las del chaval que brega con el deseo y
la culpa. La familia tuvo que soportar
las reacciones felices o airadas como si
el libro fuera autobiográfico, y el autor,
como es costumbre, se defendió
diciendo: a mí que me registren, esto es
sólo ficción. La familia, ay. Debería
haber un detector de familiares a la
entrada de los eventos para dejarlos
fuera. Eso debió de pensar el otro día
Erica Jong, también experta en novelar
todo aquello que toca, dicho esto en el
sentido más literal de la expresión. Se
trataba de otro homenaje universitario,
en este caso a Miedo a volar, esa novela
que en 1973 la dio a conocer en todo el
mundo. Su protagonista, más que ser una
heroína de la combustión interna, como
el héroe de Roth, es una mujer de acción
que cuenta sin reparos sus intercambios
de fluidos. Todo parecía marchar de
maravilla en el homenaje a este
emblemático libro, hablaban las
filólogas feministas, cantaban las
excelencias de ese paso adelante que fue
Miedo a volar en el relato de la
sexualidad femenina, cuando llegó el
turno de preguntas y se levantó una
señora que parecía la doble de Erica
Jong. Sus razones tenía, era la hermana.
Soy la hermana de la autora, dijo, y
después pasó a encadenar una serie de
reproches a los que el público
reaccionaba con ese gesto de asombro
contenido tan propio de los americanos.
A Erica le habrá ido muy bien con ese
libro, dijo la hermana de la artista, muy
bien, enhorabuena, pero a mí me hundió
la vida, y quiero decir que por mucho
que Erica se justifique diciendo que esto
no es más que ficción, está claro que uno
de los hombres que aparecen en la
novela es mi marido, y me gustaría
aclarar de una vez por todas que es
completamente incierto que mi marido
se metiera en la cama de Erica y le
pidiera que le practicara una felación;
esto fue una pesadilla para mi marido y
para mí, así que sepan ustedes que si a
ella el libro la hizo famosa, a nosotros
sus mentiras nos han jodido la vida.
Ufff. Dicho esto, el acto se dio por
concluido.
La
hermana-bomba
desapareció, y cuentan las crónicas que,
en el cóctel, la autora se limitó a
comentar, fríamente, que en su familia
había gente más inteligente que la
muestra que acababan de presenciar.
¡Ficción, ficción, esto sólo es ficción!,
dicen los autores desde que la literatura
existe. Pero los padres no se tragan ese
cuento. Fue sonado cómo el papá del
autor teatral Sam Shepard (marido de
Jessica Lange) se presentó, bastante
borracho, por cierto, en el estreno de su
última obra y en mitad de la
representación comenzó a explicarle al
público, que al principio no entendía si
aquello era parte del espectáculo, que
todo lo que se estaba contando en el
escenario era una mentira podrida.
Mientras se lo llevaban a rastras, el
hombre iba balbuceando cómo pasaron
verdaderamente las cosas. Ya les
gustaría a los de La Fura dels Baus, que
con gran aparataje de gritos y
metralletas andan simulando, en su
último montaje, el secuestro de un teatro
a la manera chechena, conseguir que el
público viviera un momento tan
perturbador como ese de presenciar a un
familiar borracho irrumpiendo en la sala
para cantarle las cuarenta al autor. A ese
autor que si escribe como se tiene que
escribir, como si la familia no existiera,
sentirá alguna vez en su vida el peso del
viejo reproche bíblico: «Hijo mío, ¿por
qué me has avergonzado?».
Los niños de entonces
Hay un día trágico en la vida del niño,
cuando descubre que los padres pueden
morir. Ese pensamiento le ronda durante
meses a la hora de dormirse y hay
momentos en que, por no poder soportar
la idea, llora. Entonces los padres, por
borrarle esa idea tan negra, le prometen
algo que no depende de su voluntad:
morirán de viejos y le acompañarán,
casi, durante toda su vida. En la mente
del niño la idea madura como maduran
los dientes cuando abren la encía y
comienza a convivir con la verdad más
temible: todo tiene un final. Hay un día
melancólico en la vida de un adulto,
cuando descubre que los padres también
fueron niños. Lo supo siempre, claro,
pero la imagen se hace más poderosa
cuando el padre comienza a envejecer y
trae a la mesa recuerdos de hace setenta
años. Su memoria viaja ahora con más
facilidad hacia la infancia que al pasado
reciente. Yo veo de niño a este padre
que nació en 1930 (el mío). Lo veo en
Madrid a sus nueve años, recién
acabada la guerra, perdido en la ciudad
destruida. Una tía enfermera (con la
mano muy larga) lo tiene a su cuidado y
lo manda de una cola a otra del Auxilio
Social. El crío, uno más entre tantos
niños solitarios de la ciudad devastada,
espera colas y ronda el hospital de
Maudes en el que trabaja su tía y donde
abundan los tullidos de guerra. No hay
consuelo para su soledad. Nadie repara
en ella. Al fin y al cabo, en ese año, toda
Europa comienza a llenarse de niños
vagabundos que huyen, empujados por
sus padres, de un destino fatal. Ese niño
que recorre una ciudad que no es la suya
toma una decisión tan madura como
insensata: va a un bar de Lavapiés y le
dice al tabernero que le ha dicho su tía
si le puede fiar 1,50 pesetas, que esa
misma tarde se las devuelve. El niño se
compra una manzana y un billete para
Aranjuez en la estación de Atocha. Ha
oído que allí tiene unos familiares. El
niño inteligente, resuelto, siente que el
tren le aleja del hambre y, sobre todo, de
ese paisaje de derrumbe y piernas
amputadas. He escuchado esta historia
muchas veces pero es ahora, cuando él
la cuenta con cercanía machadiana,
«estos días azules y este sol de la
infancia», cuando yo siento que la niñez
siempre ocurre en el presente, y al
escucharla
experimento
inquietud
retrospectiva imaginando a esa criatura
tan vulnerable y al tiempo tan decidida a
encontrar un futuro mejor. Mientras yo
recuerde ese pequeño viaje que cambió
una vida y se lo recuerde a otros, esa
historia seguirá existiendo, con su
cualidad de peripecia individual pero
enmarcada en un momento histórico que
condicionó la existencia de toda una
generación. Siento una especie de
urgencia por que los detalles no se
pierdan y el deseo imposible de viajar
en el tiempo para vivir, aunque sólo
sean unas horas, en aquel país
derrotado. Por fortuna, esa generación
de niños de la guerra no ha muerto. Los
tenemos aquí. Son nuestros padres. A
ellos han dedicado un libro, La memoria
amenazada, los antropólogos Arturo
Álvarez Roldán, Noelia Martínez
Casanova y Sandra Martínez Rossi.
Treinta y ocho abuelos nacidos en la
Puebla de Don Fadrique (Granada) antes
de la guerra cuentan su vida. Esos treinta
y ocho relatos contienen la experiencia
de la guerra, el abandono prematuro de
la escuela, la cárcel, la orfandad, el
empuje por salir adelante y darles a sus
hijos lo que ellos no tuvieron. Hay
pastores, agricultores, comerciantes,
tatas, sirvientas, mujeres que trabajaban
como mulas en los cortijos, un músico y
hasta algún fantasma. Las páginas están
llenas de sus voces, de su manera parca
y por tanto poética de explicar cómo
aceptaron los golpes de la vida. Pero
también hay bailes y una juventud que
quiere serlo a pesar de la penuria.
Fiestas sencillas de los pueblos,
titiriteros
que
hacían populares
cancioncillas tontas de humor inocente:
«Estando en Valladolid / me acordé de
tu retrato, / solamente porque vi / una
morcilla en el plato, / que se parecía a
ti». En los diminutivos, en los giros que
todos ellos utilizan se adivina un acento
común; en los hechos que cuentan se
percibe la dureza casi inimaginable de
un país pobre. Es como un diamante sin
pulir para un Juan Rulfo. La poesía
americana tiene una de sus más
hermosas expresiones en Spoon River
(1915). Su autor, Edgar Lee Masters,
convirtió en poemas las historias de los
muertos de su pueblo que su madre le
iba contando. Cada poema es un epitafio
en el que el muerto cuenta en pocas
palabras la historia de su vida. Unos
muertos se relacionan con otros.
Víctimas y verdugos, amantes, traidores
y gente bondadosa componen un
universo dramático. Suenan como
monólogos teatrales. Estos personajes
de La memoria amenazada también
merecerían su lugar en la ficción. El
cine y el teatro españoles se han
ocupado poco de estos héroes
silenciosos. Y eso que nosotros vivimos
en un país construido fundamentalmente
por ellos. En los ochenta aún se estaba a
tiempo para haber recogido muchos más
testimonios de supervivientes de la
guerra, pero entonces nadie (casi nadie),
salvo los historiadores, estaba por la
labor de poner el oído al pasado. A ver
si ahora, en el empeño de recuperar las
voces de aquellos muertos, se nos
olvida que hay vivos, los niños de
entonces, que también merecen ser
escuchados.
¡Manolo, la radio!
¡Hace diez años ya! Como se decía
antes, el tiempo pasa sin sentir. Diez
años desde que tomamos estas fotos que
guardo en una caja, a la espera de que
llegue el día en que esa otra yo en que
me he de convertir en 2009, más
ordenada, clasifique este caos de
papeles y fotos. Diez años desde que
saliéramos de Washington Square los
cuatro excursionistas: Isabel García
Lorca, sobrina del poeta, que aún vivía
en University Place; John Healy,
entonces su marido; Antonio, el mío, y
quien esto escribe. La gran sorpresa que
ofrece la ciudad a los primerizos es que
no hace falta recorrer muchos kilómetros
para encontrarse con el campo, al
contrario, la naturaleza es una fuerza tan
poderosa en América que estoy segura
de que si los habitantes de Manhattan
abandonaran la ciudad tan sólo por un
mes, animales y vegetación se
apoderarían de la isla, convirtiendo el
asfalto en hierba salvaje y los edificios
en madrigueras para mapaches, osos,
marmotas
y
hurones.
Dos
«manhatteños», Isabel y John, nos iban a
enseñar uno de los orgullos de todo
neoyorquino: el espectacular cambio de
color de la hoja en otoño. A un lado y a
otro de la carretera, del amarillo al rojo
sangre, estaban presentes todas las
tonalidades ocres. El viaje, aunque
espectacular en sí, tenía un destino:
visitar la tumba del patriarca de los
Lorca, don Federico. El cementerio se
llamaba, se llama, Gate of Heaven (la
puerta del cielo); el lugar hacía justicia
a un nombre tan lleno de esperanza. En
un gran prado verde se sucedían las
lápidas de forma armoniosa, como
favoreciendo el reposo sosegado de los
muertos, sin un asomo del dramatismo
que ensombrece en ocasiones los
cementerios españoles. Con la ayuda de
un guía encontramos a nuestro hombre.
En la piedra estaban grabados su
nombre, tan inequívocamente español, y
las fechas que enmarcaban su vida,
1859-1945. Isabel se afanó en colocarle
el ramo de flores y guardamos silencio,
la una, entregada a reflexiones íntimas,
los demás, a considerar cómo la
violencia política puede cambiar la vida
de un anciano que esperaría acabar sus
días en la vega granadina y los terminó
dando paseos por el parque de
Riverside, a orillas del Hudson. He
buscado las fotos de aquel día porque
esta semana me refugié de la locura
navideña leyendo un libro que llenó mi
mente de recuerdos. Recuerdos de lo
leído y de lo vivido. Hablo de Lo que
en nosotros vive, las memorias de
Manuel Fernández-Montesinos, sobrino
de Lorca, hijo de Concha, esa mujer
valiente que sacó adelante a sus hijos
llevando sobre sus hombros dos
desgracias implacables: el asesinato de
su hermano y el asesinato de su marido,
alcalde de Granada, en los primeros
meses de la guerra. Digo que el libro me
trae recuerdos de lo leído porque
dialoga y se relaciona con otras
memorias de la familia: Federico y su
mundo, de Francisco, hermano del
poeta, y Recuerdos míos, de Isabel, la
hermana. Todos ellos dan cuenta de un
universo familiar único, del familión
que resiste las pérdidas gracias a un
amor sólido de abuelos, tíos, amigos, un
amor que se respira por todas las
páginas, a veces asfixiante, siempre
protector y con una cualidad que los
diferenciaba del resto de la humanidad,
fuera americana o española. Las páginas
en las que Fernández-Montesinos narra
su infancia y adolescencia en Nueva
York son impagables. El niño, que
ignora casi todo sobre las razones de su
orfandad porque sus mayores creen que
a las criaturas hay que mantenerlas al
margen de los detalles escabrosos,
comienza a desvelar el misterio gracias
a un profesor americano, que le muestra
el nombre del padre muerto en un
volumen de las obras teatrales del poeta.
Ese niño, que de puertas para afuera se
hace neoyorquino, de puertas para
adentro disfruta del mundo acotado del
inmigrante: toros, salmonetes, higos
chumbos, coplas y un batallón de amigos
del exilio español. Ese chaval que se
convierte en traductor de los adultos,
más torpes o ignorantes de la nueva
lengua. El detalle más conmovedor del
libro lo protagoniza el abuelo, don
Federico, que llama a gritos al nieto,
«¡Manolo, la radio!», para que le
traduzca las noticias que en Every Hour
on the hour dan del avance de las tropas
aliadas en la Segunda Guerra Mundial.
El nieto toma nota para que no se le
escape un detalle y el abuelo se enfada a
veces con él porque le impacienta la
lentitud de los buenos. El abuelo, que
subido al barco que los llevaría a tierras
americanas pronunció una frase ya
célebre, «No quiero volver a pisar este
jodío país», cumplió, aunque no fuera
del todo sincero, el deseo expresado. Su
tumba es todo un símbolo allí, en aquel
otro mundo. El libro, decía, me trae
también recuerdos de lo vivido, de ese
barrio lorquiano, cercano a Columbia,
que es el mío parte del año y, por
último, de un librillo que planeé escribir
y que fue el motivo de la visita a la
tumba del padre.
En aquel libro que nunca escribí
quería contagiar a los lectores jóvenes
el entusiasmo juvenil que yo sentí por
ese poeta al que la tragedia convirtió en
joven eterno. Pero percibí que más que
expertos Lorca tiene propietarios, así
que no me atreví a entrar en huerto
ajeno. No importa, siguiendo su rastro,
cuánto disfruté. Y, como ven, aún
disfruto.
Diamantes en la boca
Hay personas que mejoran el mundo.
Estoy convencida de que Frank McCourt
fue una de ellas, no sólo por su
conmovedora aportación literaria con
Las cenizas de Ángela, sino por esas
tres décadas de profesor de instituto en
Nueva York en las que inoculó a sus
alumnos el dulce veneno de la literatura.
Frank McCourt fue siempre un escritor
viejo porque decidió escribir una vez
que se retiró de la enseñanza. Aquello
que le impedía escribir (la docencia),
solía decir él, fue lo que le hizo escritor.
El recuerdo más emocionante que se le
ha dedicado estos días ha sido la
avalancha de testimonios de antiguos
alumnos de la Stuyvesant High School.
Ellos han contado en la prensa, en la
radio, cómo cuando leyeron Las cenizas
de Ángela en 1996 reconocieron muchas
de las historias que el profesor McCourt
les había contado en clase. Él les
hablaba de su infancia miserable en
Limerick, de su padre alcohólico, de una
madre condenada a criar hijos que no
podía alimentar; les hablaba de su
hermano Malachy, al que quiso y
protegió como sólo saben hacerlo
algunos niños pobres con sus hermanos
chicos; les confesaba que cuando el
estómago le crujía de hambre deseaba
estar preso, vivir encerrado en la cárcel
donde había oído que se servían tres
comidas al día. Para él la enseñanza de
la literatura consistía en acercar al
alumno su utilidad antigua: la narración
de historias. «Contando mi infancia —
les decía—, distinguí lo significativo de
mi insignificante vida». Sus compañeros
de claustro le aconsejaban no ser tan
confesional con los alumnos. Y él
contestaba: «Es que mi vida me salvó la
vida». Yo puedo comprender la
fascinación de esos estudiantes; leí y
conocí al profesor McCourt cuando vino
a España a presentar Las cenizas de
Ángela. Le acompañamos a la Facultad
de Filosofía y Letras, donde presentaba
el libro. El anfiteatro estaba casi vacío.
Sentí un poco de vergüenza al
comprobar que los profesores no habían
sabido transmitir a los alumnos de
literatura que merecía la pena escuchar a
aquel hombre o los alumnos habían
despreciado la convocatoria. Después
de la charla, la editorial nos invitó a un
rudo mesonazo en el que la voz de
McCourt, suave y discreta como él, se
perdía entre el griterío, las viandas que
sobrevolaban nuestras cabezas y el
humazo ambiental. Habiéndose criado
en la miseria, McCourt era un hombre de
una gran elegancia personal. Practicaba
la ironía, era un virtuoso convirtiendo la
tragedia en humor del absurdo. Su
último libro recogía su experiencia
como profesor sin ahorrarse algún
capítulo penoso, como ese en que
contaba su primer día, cuando vio cómo
un alumno tiraba un sándwich al suelo y
él, tan cerca aún de los años del hambre,
se agachó, no para tirarlo a la papelera
sino para comérselo. La última visión
que tengo de él es fugaz. Un día después
del 11 de septiembre, paseando por
aquel Nueva York poblado de fantasmas,
lo vimos salir de Central Park, absorto
en la tragedia que acababa de suceder.
La muerte ha agrandado su figura, no
como escritor sino como ser humano, se
han desempolvado sus años de docencia
gracias a un buen número de estudiantes
agradecidos que quieren rendir tributo a
aquel hombre que les cantaba viejas
canciones irlandesas para que le
perdieran el miedo a la poesía. Sabemos
de la importancia que tuvo su trabajo
como maestro gracias a que, un día, ya
retirado, se decidió a escribir lo que
tantas veces había narrado a jóvenes
proclives a distraerse. Él descubrió a
Shakespeare de adolescente, en la
biblioteca de un hospital en el que
estaba curándose una tremenda infección
provocada por la falta de higiene. Dice
que leyó unos versos en voz alta y que
sintió que la boca se le llenaba de
diamantes. No abandonó jamás la idea
de que la educación, el respeto y el
humor pueden rescatarnos de una
desgracia que parece inevitable. Y esa
idea que marcó definitivamente todos
sus pasos se me ha venido a la cabeza
muchas veces estos últimos días: he
pensado en lo que puede significar
encontrarse con un McCourt para niños
que crecen sin saber lo que es ni la
educación ni el respeto ni el humor que
nada tiene que ver con la mofa cruel. Un
McCourt puede aparecer en tu vida en la
figura de un maestro, de un padre, una
madre o un hermano mayor; un McCourt
es alguien que te enseña a protegerte de
la crueldad ajena y a no ejercerla, a
arrepentirte cuando haces daño, a no
escudarte en la barbarie del grupo.
¡Cuántos McCourts necesita nuestro
sistema educativo! En el colegio y
dentro de casa. Si miramos el pasado sin
teñirlo de sepia todos podemos recordar
ese momento en que ejercimos la
crueldad, en que fuimos mezquinos. La
adolescencia ofrece un catálogo de
recuerdos vergonzosos. Pero siempre
hubo, al menos en mi caso, alguien que
me enseñó a sentir dolor por el dolor
ajeno o alegría por la alegría ajena.
Cuántos McCourts nos hacen falta para
guiar a tantas pandillas de salvajes a los
que han abandonado a su suerte los
padres o ese sistema educativo
autocomplaciente que destina a los
pobres a ser, además, brutos o brutales.
Habrá que ponerle una vela a ese santo
laico, San McCourt, pedirle que cambie
la grosería que hoy ensucia tantas bocas
por esas palabras que en la suya se
convirtieron en diamantes.
Y la cena estaba
caliente
Hubo un tiempo en que a los editores de
libros infantiles se les empezó a poner
cara de pedagogos y dejaron de pensar
en lo que podía agrandar la imaginación
de los niños para exigir que se
escribieran cuentos saludables para esos
seres delicaditos que no sabían nada de
la vida. Hablamos de corrección
política como si fuera una cosa de ahora
pero los autores infantiles llevan
sufriendo censuras desde hace décadas.
Por fortuna, los espíritus rebeldes
siempre esquivan las odiosas reglas.
Maurice Sendak fue uno de esos seres
que dibujó y escribió aquello que le
pedía el corazón. Una de estas tardes
lluviosas me metí en el cine para ver la
versión que se ha hecho de ese clásico
de la literatura que es Where the Wild
Things Are (Donde viven los
monstruos).
Siendo
en
versión
subtitulada, todo el público era adulto.
Mucha educación bilingüe pero somos
incapaces de llevar a un niño de doce
años a ver una película con subtítulos.
Sigo con el cuento. La historia es muy
sencilla; en la película, por supuesto, se
extiende, pero conserva toda su
fidelidad al libro: un niño rabioso y
melancólico, sin que sepamos cuál es el
origen de su melancolía, desafía a su
madre hasta que ésta le castiga sin
cenar; sale corriendo de casa, llega al
mar, se monta en una pequeña
embarcación y alcanza esa isla donde
habitan los monstruos, sus iguales. Pasa
un tiempo siendo el rey de los
monstruos, desahogando su agresividad,
en una especie de fiesta bárbara,
divertida y brutal, hasta que la violencia
se desata de tal manera que él mismo
trata de poner paz, poniéndose en el
papel de su madre, echándola de menos
y deseando volver a casa. Cuando
regresa, la cena le está esperando.
Maurice Sendak remata el cuento con
una de las frases más hermosas de la
literatura infantil: «Y todavía estaba
caliente». Este pequeño libro que
muestra una fantasía infantil desatada fue
muy controvertido cuando se publicó, en
1963. Unos se rindieron a él sin
condiciones y otros, los fanáticos de la
sobreprotección, alertaron de las
pesadillas que los monstruos podían
provocar. Sendak contaba con ironía que
mientras los pedagogos tachaban el libro
de perturbador, los niños le enviaban
dibujos con monstruos mucho más
aterradores que los suyos. «Queremos
protegerlos de los cuentos y, sin
embargo, nadie los protege de la tele».
Cierto, la liga de sobreprotectores ha
funcionado con gran eficacia censurando
libros en un mundo en el que a diario le
llegan al niño mensajes groseros en
programas que están de fondo en la vida
familiar. Mientras me entregaba sin
reservas a la poesía de la película de
Spike Jonze, que recomiendo a todos los
amantes de monstruos, niños solitarios y
madres superadas por la energía de un
hijo incontrolable, pensé en ese hombre,
Maurice Sendak, que nació en Brooklyn
en 1928. En la mente infantil de Sendak
rondaban las historias que su padre, un
sastre judío polaco, le contaba de la
aldea de la que provenían, pero también
latía en su corazón la pasión por
Fantasía, la arrebatadora película de
Disney que él disfrutó a los doce años y
que la progresía europea tildó durante
décadas de reaccionaria. De fondo, ese
Manhattan que al otro lado del East
River se le presentaba como un sueño de
prosperidad. Todos esos universos están
en él, con su crueldad y su dulzura. El
sarcasmo de los cuentos judíos de la
vieja Europa, el retrato severo del
abuelo que presidía el comedor y al que
el niño Maurice consideraba Dios y
Mickey Mouse.
La
imaginación
compleja de un hijo de inmigrantes en
los años de la depresión americana, los
recuerdos de cualquier niño de esa
época, que él, con enorme talento,
tradujo en ilustraciones. De esa mezcla
poderosa del viejo y el nuevo mundo se
nutrió su fantasía. «Un artista —dice
Sendak—, ha de ser salvaje y
desordenado, ha de tener una vena de su
infancia abierta y viva que le confiera un
don especial». Absurdamente, el adulto
suele relegar el mundo de la fantasía a
los niños, así que de no trabajarla, la
capacidad de imaginar se pierde. En la
generación de mi padre, por ejemplo,
muchos hombres despreciaban la
ficción,
la
consideraban
un
entretenimiento de mujeres. Cuando esos
hombres se han hecho ancianos y han
relajado su defensiva masculinidad
vuelven a entregarse a la ficción como
cuando eran niños, y son capaces de
disfrutar de series de la tele o de
novelas. Es un fenómeno tan frecuente
que debería estudiarse. También me
sorprende que a estas alturas haya
intelectuales que practiquen una
tendencia machacona a denostar la
ficción contraponiéndola al ensayo. Me
parece una negación inaudita del disfrute
y de la evocación. Prefiero una mente
desprejuiciada como la de Sendak, el
anciano salvaje y desordenado que
consiguió vivir sin renunciar a sus
fantasías. Y me gusta ser una más de
estos adultos que se han refugiado una
tarde lluviosa en el cine para aprender
algo de esta pequeña historia. Yo soy
ese niño que a veces quiere viajar a
donde viven los monstruos, y quiere
protestar, morder, sacar su lado salvaje,
hasta que, de pronto, se da cuenta de que
en el desfogue de la barbarie siempre
hay alguien que termina herido. Yo soy
también la niña que saciada de aventuras
quiere volver a casa donde alguien que
te quiere te mantiene la cena caliente.
Un mudo que habla
A toro pasado parece que el que tuvo
éxito se lo mereció y el que fracasó se
lo estaba buscando. Puede pasar también
que el que fracasó en vida triunfara
póstumamente tras una muerte miserable
y que, al contrario, el que triunfó sin
tener muchas luces cayera en el olvido
una vez que la tierra se comiera su
presencia. Tendemos a creer que existe
una justicia superior que antes o después
pone las cosas en su sitio. Es la eterna
necesidad infantil de que siempre ganen
los buenos. Pero no. Qué azaroso es
todo. Pienso mucho en esto cuando entro
a una librería aquí o allá, en Nueva York
o en Madrid, y me fijo en aquellos
autores que han sido seleccionados para
ser traducidos. ¿Quién decide lo que se
traduce? Hay veces que los editores
compran lo que ha tenido éxito en otros
países, pero hay otras en las que es el
bendito azar quien decide: alguien que
recomienda una pequeña joyita a un
editor caprichoso, por ejemplo. Siempre
he soñado con dirigir esa pequeña
colección de tesoros que deberían estar
disponibles para los lectores españoles.
No grandes firmas de la literatura,
porque ésas, evidentemente, están en
circulación, sino memorias de gente que
suplieron su falta de experiencia en la
escritura
con
una
abrumadora
experiencia vital. Hoy tengo en las
manos un librito que creía perdido y que
ha vuelto a aparecer en un sitio
inesperado, como si jugara a ser un
tesoro que una vez y otra quisiera ser
descubierto. En la portada hay un chaval
de unos trece años. La foto se debió de
tomar en 1901. Nos mira muy serio,
como si se sintiera incómodo dentro de
unas ropas elegantes que no ha vestido
nunca. Debe de ser el día de su Bar
Mitzvah, ese momento en que los
chavales judíos dejan de ser
considerados niños. Vive con sus
padres, sus abuelos, una prima y
familiares que van y vienen en un piso
miserable de la calle 93 Este de
Manhattan. Su padre, Frenchie, es sastre
y probablemente le haya confeccionado
el abrigo que lleva. Frenchie trabaja en
casa y cuando acaba con sus labores de
costura se aplica a las labores del hogar.
Cocina con tres ingredientes baratos,
una col, unas costillas, unos fideos, pero
consigue que la casa emane siempre el
vapor culinario de la felicidad; aunque
este niño está destinado a comer en
grandes restaurantes y codearse con los
personajes más notables del siglo XX,
siempre
recordará
los
guisos
prodigiosos de su adorado Frenchie.
Mamá o Minnie es, para la época,
también una mujer singular. Nunca está
en casa, sale a la calle a buscar la
manera de que esa familia prospere y
está decidida a que sus hijos se
conviertan en los cómicos más
relevantes del siglo. No cuenta con el
entusiasmo de sus hijos: uno quiere ser
escritor; otro, jugador profesional; otro,
boxeador; el cuarto, inventor, y nuestro
muchacho, pianista de barco. Pero qué
le importa eso a Minnie; ella tiene su
idea, una idea tan poderosa que
conseguirá pasar a la historia con todos
los honores como la verdadera inventora
de los Hermanos Marx. Lo dicho, aquí
está esta pequeña joya: las memorias de
Harpo, el mudo, de las cuales hace unos
años se extrajeron sus recuerdos
infantiles de la ciudad para una
colección dedicada a Nueva York. El
libro se llama con mucha sorna Harpo
habla, y desprende una ironía muy
dulce, que le diferencia del sarcasmo de
su hermano Groucho. En el prólogo, el
escritor Doctorow recuerda el impacto
que tuvieron las aventuras de los Marx
en su infancia y señala, con mucho
acierto, que la admiración por Groucho
siempre estaba velada por esa especie
de temor que provoca el sarcasmo cruel;
sin embargo, en Harpo, los niños tenían
un colega, el ser absurdo y travieso que
toca una bocina, persigue a las chicas y
guarda en los bolsillos una cantidad
inagotable de objetos sorprendentes. Me
gusta compartir de manera tan precisa
los sentimientos de Doctorow. Harpo,
aun sin abrir la boca, siempre fue para
mí el personaje más comprensible de los
Marx. Por eso disfruté con tanta
emoción sus memorias, que me ayudaron
a sobrellevar la angustia del 11-S: «No
sé si mi vida ha sido un éxito o un
fracaso, pero el no tener ninguna
ansiedad de llegar a ser una cosa u otra
me ha proporcionado un tiempo extra
para la diversión». Este hombre
candoroso, que disfrutaba del hecho de
no ser una celebridad porque nadie le
reconocía una vez que se desprendía del
disfraz, vivió la infancia más pobre que
pueda imaginarse, pero sus padres le
dotaron de armas muy poderosas, el
optimismo y la tranquilidad de espíritu.
Jugó al pimpón con Gershwin, se sentó a
charlar en el suelo con Greta Garbo,
Bernard Shaw le pidió consejo…, pero
para él no hubo nada como el cariño que
recibió en su infancia. Lo que menos
conoce la gente de mí, solía decir, es mi
voz, que es sin duda mi rasgo más
característico, porque, a pesar de los
años, sigo teniendo el acento de un chico
de barrio. En sus memorias escribe:
«Cuando en las películas el personaje
persigue a las chicas es Harpo, cuando
toca el arpa soy yo, en ese momento
dejo de ser un actor». Era el arpa que
heredó de su abuela, igual que heredó de
ella un solo patín, que le convirtió en el
patinador sobre un solo pie más virtuoso
de Central Park. Ironía y candor. No me
digan que no querrían leer este libro.
Madrid, 1975
La cara de Umbral en la primera página
de este periódico es ya, sin titulares que
la justifiquen, el mismo anuncio de su
muerte. Umbral en primera página del
periódico desde el que nos descubrió a
tantos adolescentes indocumentados que
las columnas podían ser otra cosa. Abro
las páginas de éste y de otros diarios
para encontrar en las necrológicas un
rastro de mi propia juventud y encuentro
una especie de vacío más moral que
físico, como la premonición de que el
tiempo no tendrá que esforzarse mucho
por borrar su rastro. Pienso, con la
egolatría cruel del lector, en lo que se va
de mí en esta muerte, y veo pasar en
procesión, llevando al muerto, mis
quince, mis dieciséis años, aquel tiempo
en el que la joven de barrio iba al centro
haciendo el mismo viaje que el
muchacho de pueblo cuando venía a la
ciudad. Ahora ya no hay pardillos ni
paletos, el concepto mismo está oculto
tras el manto de la corrección política, y
los jóvenes airados tienen la
universidad al lado de la casa de su
madre. Se ganó en comodidad, pero se
perdió
en
literatura.
De
eso
precisamente estaba construida la
literatura de Umbral —el hombre que
cambiaba vergonzantemente los datos
primeros de su biografía—, de la
peripecia del chico de provincias que
conquista la gran ciudad valiéndose de
rabia, trabajo y una especie de
resentimiento social que se le quedó
enquistado toda su vida. Leo los
recuerdos que sobre él se escriben y
encuentro una especie de frialdad
indisimulada, como si la muerte
guardara siempre cierta simetría con la
vida y el muerto recibiera los gestos de
afecto en el mismo tono que él los
prodigó, distantes, cicateros. Lo
paradójico es que al charlar con varios
amigos de este oficio veo que no
compartimos en absoluto el punto de
vista; para algunos intelectuales, la
prensa ha exagerado los elogios hacia
este escritor que practicaba lo que
Marsé denominó algo así como la prosa
gaseosa. En una última entrevista
televisiva, Umbral, sombra ya de sí
mismo pero fiel al personaje
umbraliano, ese tipo que nunca concedía
una sonrisa, decía: «La posteridad no
me importa en absoluto». En ese
momento, él, que siempre estuvo
preocupado por no ser confundido con
ningún otro pájaro de su oficio, se unió
más que nunca a la corriente de lugares
comunes que inundan las declaraciones
de los literatos y dijo lo que nadie puede
creer, que lo que viene después no
importa. No sé si le llorarán muchos
seres queridos, pero él, el escritor
permanente,
habría
deseado
ardientemente ser llorado por sus
lectores. Tal vez sea ése el punto de
debilidad o ternura con el que los
allegados
quieren
adornar
la
personalidad del que fue desabrido y a
veces cruel. Por desgracia, la imagen
del escritor, del cómico, del artista no
está esculpida por los amigos, sino por
lo que el público tiene a la vista, y el
público vio, en ese Umbral de los
últimos años, a un hombre condenado a
la soledad del que no ha sabido o no ha
querido tener discípulos. La generosidad
es una inversión a largo plazo, y no hay
nada más terrible que no haber sabido
tenerla. Como el padre que racanea a los
hijos, a Umbral le costó aceptar el
cambio de su propio país, le costó
compartir espacio con aquel batallón de
escritores que le nació a la democracia
y que él llamaba, jocosamente, los 150
novelistas de Carmen Romero. El chiste
se quedó viejo y sin sentido. Como se
quedaron sin fuste aquellas teorías
peregrinas sobre la novela escrita por
ordenador y la vulgaridad de la novela
con argumento. Nada de eso vale ya. Sin
embargo, aunque sólo por traicionar una
costumbre bien española, no pertenezco
a aquellos que pagan cicatería con
cicatería. Lo que es es. Para un país tan
estrecho y tan cateto como era el
nuestro, Umbral fue luminoso. En sus
columnas le estabas viendo cruzar esa
ciudad que su mirada embellecía,
hablaba de Baudelaire y de Nadiuska,
de Proust y de Tierno, de Warhol y de
Pitita; llevaba la literatura a la tinta del
periódico sin olvidarse de la
maravillosa vulgaridad diaria, del
sonido cimarrón de la calle. Ahí está
nuestra deuda, la tiene hasta ese escritor
o columnista que no le quiere deber
nada a nadie. Crecimos bajo su influjo y
nos provocó vocaciones con una simple
frase, «iba yo a comprar el pan». Lo
demás, ya se sabe, la arbitrariedad, la
grosería, la venganza fácil en la columna
del día después, la deslealtad, el
chismorreo de intimidades y los libros
lanzados a la piscina. Todo innecesario
por mucho que hubiera quien le riera la
gracia. Cada columnista tiene su propio
club de damnificados, pero eso no
quiere decir que la crueldad sea la
esencia del columnismo ni que sea lícito
engolfarse con aquellos que te animan a
dar caña. Ahora que su presencia ya no
es intimidatoria porque ni tan siquiera
está y que algunos de sus amigos,
algunos compartidos con Cela, pueden
entender que a la larga se consigue más
con la admiración que con el miedo, es
cuando tal vez haya que leer de nuevo
(no digamos releer, por Dios) aquellas
memorias del niño de derechas y el
retrato del joven malvado. No por el
bien de la literatura, cuidado: el lector,
que padece un egocentrismo sólo
comparable con el del escritor, lee para
recuperar o para no perder. Como el ave
carroñera, me llevaré a un rincón una de
esas antiguas novelas en las que una
mano certificó, con caligrafía juvenil, el
momento en que el libro entró en mi
vida, Madrid 1975, Madrid 1979 y así.
Cada vez que las palabras del escritor
me ofrezcan intacto el bocado del
recuerdo, estaré haciéndole un homenaje
a
aquel
escritor
que
leí
apasionadamente. A pesar de él mismo,
que trabajó sin descanso por aquello que
más temía, la fugacidad.
III. Sube el volumen
Paletos psicodélicos
Perder una discusión no es tan grave y
tiene el aliciente de que se acaba antes.
Lástima haberse dado cuenta tan tarde
de esto, porque una se ha visto atrapada
muchas veces en peleas que, de no haber
sido por el prestigio de la victoria
dialéctica, hubiera abandonado a la
primera de cambio. Mi generación tiene
en su haber un pasado lleno de broncas.
No las ganaba el más listo, sino el más
resistente y el más cruel. Cenas con
broncas políticas; fiestas con broncas
ideológicas, o culturales, o musicales.
Gran coñazo. Una de las broncas de las
que me arrepiento fue la que mantuve
con un tipo con el que, después de
varias copas, parecía compartir lo
esencial en esta vida: nuestra afición por
algunos cantantes de rock de los setenta,
de los ochenta. Al principio de la
conversación se hubiera dicho que
éramos casi hermanos, hermanos de
música, que era una categoría mayor que
la de hermanos de sangre, pero la
fraternidad acabó cuando se me ocurrió
afirmar que mi pasión por esos músicos
terminaba cuando bajaban del escenario
y comenzaban a hablar. Mi exhermano
era tendente a convertir a cualquier
estrella de la música en una especie de
gurú al que había que escuchar con
reverencia. Es algo bastante común
porque, por alguna extraña razón,
necesitamos que nuestro ídolo tenga
nuestra misma tendencia política y posea
las virtudes de un sabio. Yo me recuerdo
gritando: ¡la mayoría no son más que una
pandilla de paletos del Medio Oeste con
dotes naturales para la música! No nos
pegamos porque no estaba de Dios, pero
seguro que si discutimos sobre nuestras
madres no nos acaloramos tanto. Ayer
me acordaba de esta estúpida discusión
mientras veía una exposición sobre la
psicodelia en el museo Whitney. Allí
estaban todos aquellos paletos a los que
yo admiraba tanto. En realidad, lo que
yo quería decirle a mi amigo es que no
es necesario que un músico o un actor
sean intelectuales, ni tan siquiera un
escritor ha de serlo. Y ahí estaba yo,
tantos años después, en la mareante
exposición psicodélica. De las paredes
colgaban esos dibujos como extraídos
de un sueño de LSD, que se hicieron tan
populares que acabaron por decorar mis
cuadernos escolares gracias a sendos
bolígrafos Bic («Bic Naranja escribe
fino, Bic Cristal escribe normal»).
Todos
esos
paletos
aparecían
fotografiados en su presente más
brillante, Janis Joplin, Jim Morrison,
Jimi Hendrix, en imágenes de conciertos
históricos. Tetas al aire, cintas y flores
en el pelo, y algunas hazañas sonadas,
como romper la guitarra después del
concierto o mear en el escenario. Toda
esta parte, tan divertida como trágica —
acabó como acabó—, era sustentada por
una desternillante base teórica que venía
a concretarse, por hacerlo corto, en que
la ingestión de drogas formaba parte de
la consabida rebelión antiburguesa. O
sea, todos muertos. A mi lado, una
abuela hippy de melena blanca estaba
paralizada ante una de las fotos del
público del concierto de Woodstock.
¿Se habría reconocido? ¿Sería una de
las chicas que aparecen con los brazos
abiertos mostrando esos pechos
preciosos? Ay, por dónde andarán esas
tetas gloriosas, qué bajo habrán caído si
no es que están ya a tres metros bajo
tierra. Pero lo más hilarante era cómo
algunas revistas de la época, con ese
afán de juvenilismo que siempre han
tenido los medios de comunicación,
querían reflejar todo ese jaleo: «La
nueva familia americana», decía la
revista Life, y en portada aparecía una
familia hippy, un tío con dos mujeres y
un montón de niños, todos descalzos,
con ropajes entre de granjeros y
colgaos.
Todos
muertos.
Hubo
supervivientes, sí, y algunos de ellos
continuaron
haciendo
música
maravillosa. Haber vivido aquella
época los convierte inmediatamente en
supervivientes. Anoche vi a uno, Paul
Simon, al que le hacían una entrevista
porque la Biblioteca del Congreso
americano ha creado el Premio
Gershwin para compositores de música
popular. Paul Simon, ya casi un anciano
ilustre, educadísimo, iba vestido con
elegancia. En su edad. Explicaba con
melancolía cómo antes del disco de
Graceland el público respondía a sus
trabajos y compraba sus discos, y cómo
después ese público le ha abandonado.
De eso hace veinte años. Mis
compañeros de la radio y yo,
completamente abducidos por la belleza
de esa música con toques surafricanos,
poníamos el disco a todo meter en la
redacción, en aquellos años en los que
hasta en las redacciones se permitía
estar un poco más loco, y bailábamos
con el vermú del mediodía aquello de
«diamantes en la suela de sus zapatos,
aua, aua». Paul Simon se ha convertido
ahora en gloria nacional. Lo es. Sus
canciones están llenas de poesía y
delicadeza, parecen cuentos cortos,
pequeños sketches de la vida americana.
Puede que no se compren más discos,
pero gracias a Internet las canciones
caen en el iPod, y una, que no es joven
pero también es público, va escuchando
por la calle la voz del hombre pequeño.
Quisiera llamar urgentemente a mi
amigo, decirle que me gustaría perder la
discusión veinte años después, que me
urge perderla, porque si bien un músico
no ha de ser un intelectual ni un filósofo,
hay cosas que sólo pueden contarnos las
pequeñas canciones de cuatro minutos.
Las únicas capaces de llamar nuestro
pasado por su nombre. De la exposición
salí agotada, es una estética insoportable
si no te has fumado un porro, por lo
menos. Había jovencitos imitando los
atuendos campestres de la época, pero
con cara de no haber roto un plato en su
vida. Pero lo mejor, como siempre,
estaba fuera del museo. Una de esas
ancianas extravagantes que rondan por
el Whitney llevaba un bolso adornado
con una cara de hombre en relieve,
como de látex. Era tan realista que daba
grima. Con esa rara espontaneidad
americana, alguien le dijo: «Qué mono
su bolso». Y ella contestó: «Es mi
marido. Es que soy viuda». A ver qué
movimiento artístico compite con eso.
Dios ha muerto
De un tiempo a esta parte un número
considerable de pensadores dedican sus
desvelos intelectuales a demostrar que
Dios no existe. Vano esfuerzo. Dios
existe y está en todas partes. Se hace
visible en una mezquita, en una iglesia o
en una sinagoga, pero también en un
mitin político o en un concierto de rock.
No
puedo
comprender
cómo
investigadores tan brillantes no son
capaces de calibrar que el ser humano
está loco por creer en algo. No descubro
nada, también está muy estudiado que
las ideologías absolutas ordenan la vida
de sus militantes de la misma forma que
lo hacen las religiones. Esta semana
pasada vivimos la definitiva ascensión a
los cielos de Michael Jackson. Los
medios de comunicación se rindieron al
culto del Dios del Pop (lo de Rey se
queda corto). Nada de esa atención es
inocente. Saben que, de vez en cuando,
los periódicos han de convertirse en
hojas parroquiales e informar del
martirio, de la sábana santa y de todo el
merchandising religioso que nos deja.
Hay en este nuevo Dios muchas razones
para ser admirado. Si Cristo nos legó su
palabra, Jackson nos deja una colección
de canciones memorables; si Cristo se
hace presente en el vino y en la hostia
consagrada, Michael tiene un medio
infinitamente más atractivo e ilimitado:
el ciberespacio. El mundo está lleno de
creyentes, sí. Más que observar a los
dioses,
los
estudiosos
del
comportamiento
humano
deberían
centrar su atención en los creyentes. Al
creyente no le basta con admirar: tiene
que convertir en simbólico cualquier
acto de su ídolo. He llegado a leer en
estos días que si el cantante se sometió a
operaciones de cirugía estética que le
desfiguraron la cara fue para imponer su
voluntad contra lo que le había marcado
la genética: o sea, un acto soberano de
libertad. La vieja historia, lo que los
americanos llaman «construirse a uno
mismo»; un principio que contiene el
aspecto positivo del amor propio y el
esfuerzo, y ese otro lado negativo, que
ha intoxicado la palabra libertad y que
consiste en pensar que uno puede ir más
allá de sus limitaciones. El capricho
entendido como derecho. He llegado a
leer esta semana que el Dios del Pop fue
un niño desgraciado y pobre. En fin, esa
infancia es compartida por millones de
niños en el mundo que por mucho que se
destrocen los pies bailando y la garganta
cantando nunca saldrán de su anónima
pobreza. En España, sin ir más lejos,
casi todos los abuelos que hoy vemos en
los bancos o las abuelas que muestran su
empecinada afición por la cultura, los
que cuidan a sus nietos, los que
sostienen en gran parte nuestra
economía, sufrieron el hambre y la
guerra civil. O bien han superado aquel
dolor o bien les ha servido para ser más
felices. He leído que el Dios del Pop
padecía una incurable melancolía, que
era un ser sensible y que guardaba en su
interior el niño que no pudo ser. Aquí, lo
confieso, tengo que reconocer mi
incapacidad para empatizar con la
desgracia de los que lo tienen todo. ¿Es
eso crueldad? Estoy segura de que algún
día neurólogos, biólogos, psiquiatras
estudiarán el efecto que ejerce sobre las
celebridades la adoración ilimitada de
sus fanáticos. No creo que las personas
estemos preparadas psicológicamente
para actuar con cordura cuando todos
nuestros caprichos son atendidos.
Casoplones como palacios, hijos que se
compran sin que nadie tenga que
concederles un permiso. He leído que
Dios tenía muchas deudas. No lo dudo.
Tampoco dudo de que a pesar de ellas
sería multimillonario. He leído que no
pensaba en el dinero. Es un lujo que
pueden permitirse los que lo tienen. He
leído que murió siendo un niño. Tal vez
éste sea el mayor de los caprichos: la
juventud eterna. Cada vez que me doy un
paseo por Madison Avenue me cruzo
con millonarias de setenta años que se
han desfigurado la cara. No conciben
que no puedan retrasar con dinero el
paso implacable del tiempo. «Michael
Jackson —me dice un amigo americano
— era un señor de cincuenta años al que
todos tratamos, incluso después de
muerto, como si fuera un niño». Y al que
todos compadecemos como si fuera
pobre, como si fuéramos de alguna
forma culpables de su soledad
peterpanesca. No sé si es un acto de
libertad que un joven guapo negro se
transformara en un hombre extraño y
descolorido. Para mí la libertad hubiera
consistido en disfrutar de una naturaleza
que le concedió muchos dones. La
felicidad también reside en la
contención de los deseos. Eso sí, el otro
día utilicé la palabra loco para
definirlo. La defensora del lector
escribió que debemos ir desterrándola
de nuestro vocabulario (escrito). En mi
deseo de no ofender, la retiro; aunque,
en mi caso, cuando decía loco no
hablaba de enfermedad mental sino de
una patología social, la que viene de
hacer continuamente lo que a uno le
venga en gana, sin límites, sin ejercer la
autocrítica. Todos los que tienen poder
acaban padeciendo esa locura. Estos
días la banda sonora de los taxis de
Nueva York era Michael Jackson.
Siempre me dispara el ánimo. La mente
se me llena de recuerdos y el corazón de
alegría. Pero lo que no puedo sentir es
lástima o pena. Sólo soy una
admiradora. La fe me la reservo para
otras cosas. Quiero creer en la bondad
humana, que es la fe de los tontos.
Caer en la tentación
Tarde de domingo. A las puertas del
Carnegie Hall. Temperatura casi
veraniega y una brisa húmeda y marítima
que ha llenado de escotes la noche y de
tacones las aceras. Hay que contar con
que algunos americanos han entrado en
la estación de las bermudas, y algunas
americanas, en la de las chanclas, y no
se desprenderán de ellas ni aun
asistiendo a un concierto nocturno, pero
con el tiempo he descubierto que aquí,
al contrario que en esa Europa del
«donde fueres haz lo que vieres», hay
que marcar continuamente el propio
estilo. A mí me educaron para
maquearme cuando piso un teatro y así
lo hago. Por respeto. Vamos a la sala
pequeña del Carnegie a escuchar a un
trío de jazz muy prometedor, pero a mí
se me van los ojos detrás del gentío que
se amontona en la puerta principal. Sí,
yo quería ir al otro concierto, pero
cuando llamé para reservar las entradas
se me habían adelantado tres mil
quinientas personas. Yo quería ver a
João Gilberto. Al viejo de setenta y
siete años que en vez de fans tiene
fieles. Yo soy de su parroquia. Quiero ir
a verlo desde siempre, desde aquellos
años ochenta en que su voz y su guitarra
irrumpieron en mi vida, y tuvieron un
efecto curativo, simplificaron mis gustos
musicales y los sofisticaron a un tiempo.
Es una enseñanza de la madurez: lo
sublime siempre es sencillo. Pues bien,
mientras nos abríamos paso para llegar
a nuestra sala, un negro con diente de
oro y sombrero de charlatán me susurra
al oído que tiene una entrada. «Cien
dólares», dice. Me encojo de hombros y
tiro para adelante, bah, no, ya lo
escucharé en los discos, al fin y al cabo,
como tantos ciudadanos del mundo, me
estoy quedando sorda gracias al iPod y
ya casi no distingo el vivo del grabado.
Me digo esto para conformarme, porque
la reventa siempre me sugiere algo de
trampa, de inmoralidad. Pero él, mi
marido, dice: «Espera un momento». Lo
veo cruzar la calle en dirección a un
cajero. El negro me ronda, como el
diablo: «No te lo pierdas, es mi última
entrada». Un viejo se me acerca: «¿Así
que va a comprar usted la entrada? ¿Y
sabe cuál es su valor real?». «No, no lo
sé», le digo como si me estuviera
interrogando la voz de mi conciencia.
«Ah —me dice—, pues ésa es la
pregunta que usted debería hacerse,
señorita, antes que darle dinero a un
estafador». El negro interrumpe: «Eh,
cállate, tío, déjanos en paz». Otra abuela
interviene: «Mira, chica, eres cómplice
de un timador». El negro, faltón,
chorizo, me toma del brazo, con una
familiaridad inquietante, y me dice al
oído: «No hagas caso, estos putos judíos
no se gastan un duro en nada y no
quieren que nadie se lo gaste». La
escena está entre Ley y orden y Saul
Bellow. Mi agobio ante semejante
dilema moral se diluye cuando él
regresa del cajero y le pone los cien
dólares en la mano. Luego me da un
beso y me dice: «Te puedes permitir esta
tentación. Al fin y al cabo, ¿qué son cien
dólares ante los tres mil euros que
costaba la reventa de José Tomás?». ¡Ja!
Entro en el teatro arrastrada por la
multitud. Subo un piso, otro, tres más.
Mi asiento está ladeado. Es humillante,
estoy por arrepentirme. Los viejos
tenían razón, ¡cien dólares por esto! Qué
timo. João Gilberto es ese ser
microscópico que camina hacia la silla.
El público americano, siempre ruidoso,
se levanta, como se levantan los fieles
en misa. Sin mediar palabra, el
hombrecillo
comienza
a
tocar
«Dolarice» y el público calla. Nunca he
presenciado un silencio tan poderoso.
Esa canción, diminuta como él, ligera,
les ha dado tanta alegría a mis horas
solitarias que la distancia entre el
músico y yo se acorta. Siento,
exactamente, la emoción del tiempo. El
público casi ni respira. Bien saben sus
seguidores que si el músico oye
demasiado ruido cogerá su guitarra y se
largará. De Gilberto hay que escuchar
hasta la respiración. Cuando los
técnicos de sonido han querido borrarla
de sus discos, él protesta: «No
comprenden que detrás de la música hay
un ser humano». Lo he leído en el libro
Bossa Nova, que, casualidad mágica, me
llega hoy, con una nota cariñosa del
traductor, José Antonio Montano. El
libro cuenta, en gran parte, la vida del
muchacho raro de Bahía, que empezó
cantando en grupos corales, para
inventar luego esa forma susurrante de
cantar, que consistía en convertir el
canto en voz que cuenta. Decía Frank
Sinatra que él sólo era capaz de cantar
como Gilberto cuando estaba afónico.
Huraño, desastroso, apalancado en casa
de amigos que acababan echándole
desesperados. Ahora vive en Río, pero
me gusta imaginármelo en sus años del
Upper West, mi barrio, diciendo: «Me
no speak english» cada vez que se le
acercaba un desconocido. Un cronista
brasileño dijo que João era el único
brasileño que había aprendido inglés
con Tarzán. Caprichoso y genial,
misántropo, anómalo. Su voz mantiene el
timbre juvenil, pero ahora está cargada
de nostalgia. Es la voz juvenil de un
anciano. Las canciones son las mismas
que cantó cuando era un don nadie, o
aún más lejos en el tiempo, en su barrio,
del que a lo mejor no ha salido jamás.
Como «Dolarice», que yo les receto a
ustedes para curar la melancolía. A mí
me sirvió tanto que, cuando salgo del
teatro como se sale del sueño, le digo a
quien me espera: «Tenías razón, si no te
dejas caer en la tentación, ¿para qué
vivir?».
Con voz de ángel
Pasamos la infancia de nuestros hijos
haciéndoles fotos para atrapar un
presente que sabemos fugaz y pocas
veces se nos ocurre grabarles la voz, esa
voz que nuestra memoria perderá por
completo con sus cómicos fallos de
lenguaje y los frecuentes tonos nasales
del constipado o del llanto. La voz
contiene, más que la imagen, el espíritu
de la persona. Qué pena cuando alguien
se nos va y no ha quedado su voz
grabada en ninguna parte. La voz de los
niños se nos escapa a un pasado remoto,
irrecuperable. ¿Cómo cantaba tu hijo?,
¿cómo te pedía agua por la noche?
Cantar como los ángeles es hacerlo con
la pureza del niño. Sólo detesto la voz
de los niños cantando esos villancicos
con los que te torturan en las tiendas.
Son voces de niños muertos. Entre niños
vivos como lagartijas tuve hace años un
momento único. Era cuando me
dedicaba a visitar los colegios con mis
libros infantiles bajo el brazo, como una
viajante resignada de la literatura.
Ocurrió en Jerez. Llegué al que sería el
último colegio del día y estaba tan
cansada, con la voz tan rota, que fue
entrar en la clase y derrumbarme en el
sillón del maestro. Comencé a hablar
pero me detuve, empachada de mí
misma como estaba, y les pregunté si
alguno de ellos sabía cantar. ¡Estaba en
el corazón del flamenco! Los chavales
comenzaron a gritar el nombre de un tal
Martínez y dicho Martínez, como si
estuviera acostumbrado a que las masas
lo reclamaran, se colocó delante del
encerado. «¿Por qué palo prefiere?».
Por bulerías, le dije. Qué dominio el de
Martínez. Lo asombroso es que la
chiquillería se puso a tocar palmas para
acompañar a su estrella, un morenillo
esmirriado que cantó sin nervios, seguro
de ese arte que le enseñaron la abuela,
la tata y la madre, tomando su mano
desde bebé para hacerle llevar el
compás mientras comía la papilla.
Cualquier niño puede aprender a cantar
bien, me dijo una vez una profesora de
música, incluso los que no están
dotados. Una difícil tarea en un país tan
poco musical, en el que se hace cantar
poco a los niños y ya no digamos
expresarse en voz alta. Es algo natural
que de Jerez salga un buen cantaor, de la
misma manera que tantos cantantes de
jazz se formaron en los coros de las
iglesias. Precisamente por eso llama
tanto la atención lo inesperado, la
vocación que surge de la nada. Cuando
tenía seis años una niña llamada Mayte
Martín sentía que no había nada que la
emocionara más que el flamenco. Mayte,
nacida y criada en Barcelona, en el
Poble Sec, a un paso de donde creció
Serrat. Mayte me contaba esto y más una
mañana de agosto, en una cafetería
cercana a Atocha, con la maleta y el
estuche de la guitarra apoyados en la
pared, listos para volver a casa. Hacía
tiempo que tenía ganas de conocer a esta
mujer. Siempre me ha llamado la
atención su austeridad en el escenario,
la manera en que borra cualquier huella
de lo folclórico y se presenta ante el
público con traje de chaqueta y pelo
corto. Mayte conserva una grabación de
cuando era niña cantando por peteneras.
Algo milagroso tiene que suceder para
que una criatura, fuera de un ambiente
propicio, elija un género tan poco
infantil. Los padres de Mayte la
apuntaron a un concurso para niños
cantantes
que
convocaba
un
hipermercado del extrarradio. Cada niño
interpretaba lo que quería y Mayte,
durante un mes, fue presentando cantes
flamencos hasta resultar ganadora.
Viendo sus padres que la cría se
quedaba triste sin el aliciente de ir a
cantar cada semana al concurso le
buscaron una peña flamenca; ahí empezó
a formarse la Mayte que en 1987 ganaría
la Lámpara del Cante las Minas. Yo la
descubrí cantando boleros. Lo mismo le
pasó al pianista Tete Montoliu, que la
escuchó cantar una noche en un club
barcelonés y le pidió a la dueña si podía
subir al escenario para acompañar a esa
muchacha al piano. Actuaron aquella
noche y a los pocos días Montoliu
averiguó el teléfono de la chica con voz
de ángel y le propuso grabar un disco.
Lo grabaron, pero Mayte le dijo que
prefería que aquel trabajo no viera la luz
hasta que ella fuera conocida en el
mundo del flamenco: no quería quedar
como la bolerista sin ser reconocida
antes por lo que había luchado tantos
años, el cante. El gran Tete Montoliu
tuvo la generosidad de complacerla y
esperó hasta que la joven vio cumplido
su sueño. Grabaron otro disco con el
tiempo, que fue el que llegó a mis manos
y que me ha acompañado en tantos
paseos. Estas cosas me contaba Mayte,
delante de un café, hablando sin reparos
de su vida en uno de esos bares de
Madrid con insoportable música de
fondo, tan poco acogedores para las
confesiones. Ahí tenía yo a la cantaora
que nunca ha tolerado vestirse de
flamenca, aunque eso le costara el
puesto de trabajo. ¿Quién ha dicho que
el flamenco sólo puede cantarse con
moño y mantón? Unas mesas más allá
una mujer alta, dulce, simpática
esperaba a que acabara nuestra charla.
Mayte me la había presentado
abiertamente como su pareja. ¿Ha sido
fácil ser como eres en el mundo del
flamenco?, le pregunté. «Mira —me
dice—, en la vida no hay que permitir
que la gente intuya que estás insegura. Si
te ven actuar con firmeza, te respetan».
Ese consejo rondó por mi cabeza mucho
después de que la viera irse. Ese
consejo, ay, quién pudiera seguirlo.
Otra historia de la
radio
A la mujer que tengo delante de mí en la
mesa de esta chocolatería, Cacao
Sampaka, que se ha convertido en mi
salita de recibir; a esta mujer que, ajena
a las dietas del Té y el Roiboos, moja a
trocitos chicos un cruasán y se lo lleva a
la boca rebosante de chocolate; a esta
señora, digo, que me mira con esos ojos
enormes, achinados, tendría tantas cosas
que agradecerle que no sé por dónde
empezar, y me aturullo y me expreso
mal. Carmen, de apellido Linares
porque así la bautizó Juanito
Valderrama, me acompaña siempre de
un lado a otro del mundo, en CD o iPod,
paseando por mi barrio de la Prospe o
por el otro, el parque lorquiano de
Riverside, cuando tengo un ánimo tan
bajo que sólo miro el gris de la acera o
cuando estoy feliz como una niña un
viernes al salir de la escuela. Si Carmen
canta por bulerías, soy capaz de
taconear encima de los charcos. ¿Cómo
se expresa esa gratitud? Nada, con ella
no hay manera. Es una mujer tan
corriente, como llaman en su tierra a las
almas sencillas, que la conversación
siempre se vuelve cercana. Ella, que es
una diosa, no tiene remilgos ni reservas,
te habla de su vida con la misma
naturalidad con la que las señoras
hablan con una vecina. Qué rareza la
suya en ese mundo de los populares en
el que tantos pierden la cabeza. A su
lado, siempre a su lado, está Miguel, su
marido. El caso es que estamos aquí
porque yo quería decirle lo que me ha
gustado ese nuevo pequeño tesoro,
Raíces y alas, en el que la cantaora
rinde homenaje al poeta Juan Ramón
Jiménez y donde el guitarrista Juan
Carlos Romero ha compuesto una
música primorosa para poemas que no
tienen la métrica que exigen los cantes
flamencos. Son canciones y es flamenco,
es Carmen y es el talento que le pone a
todo lo que canta. «¿Te ha gustado?», me
pregunta Miguel. Cómo no iba a
gustarme y cómo no disfrutar con estas
dos personas que tengo enfrente,
dispuestas a responder a cualquier
curiosidad que se le ocurre a mi carácter
insaciable. ¿Cómo os conocisteis?, les
pregunto. Y ellos van turnándose al
contar una historia que sería una
película si fuéramos americanos:
Miguel, a los dieciséis años, frecuentaba
la barbería Lumbreras, en Ávila, y allí
entabló amistad con el padre de la niña
Carmen, un enamorado del flamenco.
Empezaron a intercambiarse discos que
a la niña le servían para imitar los
cantes que surgían, entre otras, de la voz
de don Antonio Mairena. Miguel la
conocía por ser la cría de su colega de
afición, pero también por escucharla en
la radio, porque Carmen, ya entonces,
cantaba en los concursos de Cotito Coti,
la
marca
de
chocolate
que
subvencionaba el programa. A los
pequeños concursantes se les regalaba
un lote de chocolate, y si llegaban a la
final, la Mariquita Pérez o unos patines.
En realidad, faltaba muy poco para que
Carmen llegara a Madrid, a esa plaza de
Santa Ana, que era entonces la plaza del
flamenco, y para que cantara en La
Carcelera, una cueva donde una noche
vio descender con su bastón al gran
Pepe el de la Matrona, al que le habían
dicho que había una chavala que
merecía la pena escuchar. Al tener ahí
delante a esa leyenda que empezó a
pisar la tierra en el siglo XIX, a Carmen
le temblaron las piernas. «Luego fue
muy generoso —cuenta Carmen—, me
dijo cosas bonitas y algunos consejos;
me dijo: “Carmen, no dejes a un lado los
cantes libres —los más melódicos—,
que a las mujeres os vienen muy bien”.
Y el hombre tenía razón». A la niña del
concurso del Cotito Coti apenas le
faltaban ocho años para llegar al
Carnegie Hall, porque fue en los
primeros setenta cuando hizo una gira en
autobús de cuatro meses por
universidades americanas con un cuadro
de baile. «¡Para mí era increíble el
respeto que nos tenían!». Eso nos lleva a
comentar lo insólito que es el hecho de
que nuestra televisión pública haya
prescindido del flamenco, la música
española más exportable. Miguel, que
dedicó su vida a producir programas
flamencos, se afana ahora, como
jubilado del famoso ERE televisivo, en
ordenar todo el valiosísimo material
acumulado durante años. Qué lejos
parece quedar en este siglo XXI la
España de la barbería Lumbreras, la de
la niña que quería ser como Marifé de
Triana cantando «A la feria de Graná» y
que se arrimaba al tocadiscos (que la
madre había ganado en un concurso
radiofónico) para aprender de los
grandes. «Mi padre trajo a casa a
Miguel y yo andaba por ahí, jugando.
Era una niña, porque entonces las niñas
de doce años éramos más niñas. Me
llama y dice: “Carmen, cántale a este
amigo mío una soleá”». A pesar de la
insistencia paterna, la cría se negó; le
daba vergüenza cantar delante de la
visita. Quién le iba a decir que aquel
joven sería el compañero de su vida. La
peripecia de Carmen reúne los
ingredientes de las mejores historias:
azar y talento. El don natural de su voz,
unido a una familia que adoraba el
cante. Todo a su favor. Y de fondo, las
estrecheces de la época. Nos
despedimos en la calle, con besos y
promesas de vernos pronto. Ah, su
presencia siempre te deja el mismo
estado de ánimo, esa especie de
encantamiento que provocan la cercanía
de la bondad y el talento. Qué cosa más
rara. Admirándola tanto como la admiro,
en vez de sentirme lejos, me pasa que
quisiera que fuera mi hermana, mi tía o
mi madre.
Cosas del querer
No hay columna sin confesión. Confieso:
estoy empezando a detestar la nostalgia
de los ochenta. Yo aspiro a morirme un
buen día, de vieja y sin nostalgia: con
rabia por perderme el futuro. Veo que
hay gente de mi edad (me sonroja decir
«generación») que empaña columnas
con nostalgia ochentera. Ah, sí, aquel
Madrid transgresor en el que, si no
estabas, eras poco menos que un
gilipollas. Los lugares están fechados, el
bar tal en la calle tal el día tal. Qué
aburrimiento retrospectivo. Por fortuna,
tuve un hijo cuando casi nadie de mi
edad (generación) los tenía, y los
recuerdos de la empalagosa movida se
mezclan con las prisas por llegar a la
guardería, las salchichas Purlom, los
Legos, y con todos los planes que me
perdí por ser madre antes de tiempo,
cuando no se llevaba y era una rémora.
Ahora, aquella rémora es un hombre y
yo me alegro de que su presencia frenara
mi afición al disparate. A veces, cuando
lo veo rastrear en Internet esos ochenta
en los que él cayó como una bomba,
siento nostalgia. Sólo de dos cosas. De
su cara de cuatro años cuando me
distinguía entre las otras madres al salir
de la guardería y de la juventud. No de
la de aquella época, que a base de tanta
idealización he acabado detestando, sino
de la de ahora. A ellos, a los jóvenes
que nos rodean, les hemos vendido una
épica falsificada, y lo que yo veo, lo que
veo cuando salgo (y salgo bastante) es
una juventud mucho más ecléctica en el
vestir, en los gustos, en los bares que
frecuenta, en la construcción de su
propia personalidad. De acuerdo, no hay
Oliver, ni Penta, ni RockOla, ni
Elígeme, ni Sala Universal. Y qué.
Nosotros, que hemos llegado a algo (a
escribir columnitas), vamos por ahí
diciendo que no hubo otra juventud
como la nuestra, que la nuestra era la
única posible. Y ahora yo percibo
muchos más tipos de juventud. Lavapiés
se llena los viernes por la noche de una
muchachada tomando kebabs, cenando
en los indios, tomando cañas en bares
rancios que ellos han puesto de moda
porque lo rancio ha vuelto. Me siento
más del presente que de entonces. Tengo
nostalgia de ser joven de ahora, ¿eso
puede existir? Lo deseo muchas veces.
Esta semana, por ejemplo, lo deseaba
mientras escuchaba a Miguel Poveda en
el Calderón, entre un público
extrañamente heterogéneo, que iba de
viejos a jóvenes, cruzando todas las
edades de la vida. Esos jovencitos que
aplaudían a Poveda han llegado al
flamenco
sin
tener
que
dar
explicaciones, hacen compatible el
flamenco con el flamenqueo, la copla y
el pop. Decimos que son más banales.
Puede. Pero en lo que a mí concierne, la
supuesta profundidad de otros tiempos
no hizo más que acomplejarme y
robarme libertad. Sí, sentí muy fuerte
esa libertad viendo a Miguel Poveda.
Fue como un disparo de clarividencia:
estábamos viendo a un cantaor popular,
alguien que traspasa la barrera que hay
entre el escenario y la butaca, entre
generaciones, que llega al corazón
incluso de aquellos que no aman
especialmente el flamenco. Se puede
aplaudir a Poveda siendo listo o tonto,
progre o carca, catalán o de Jerez. Él
mismo es la prueba de que otra juventud
es posible. Él, que ha impuesto, a fuerza
de talento, su derecho a poseer una
nacionalidad difusa: catalán con acento
andaluz, catalán que vive en Sevilla y
tiene a la familia en Badalona. Su
trabajo le ha costado: casi de niño eligió
un género musical no juvenil, fracasó en
la escuela debido en parte a la repentina
normalización lingüística en un entorno
charnego y aprendió a cantar con un
esfuerzo pudoroso y solitario. Es alguien
que se ha trabajado su libertad, que ha
sobrevivido a todas las etiquetas a las
que se somete a cualquiera que se salga
de la plantilla: cantaor no gitano, catalán
en Sevilla, charnego en Barcelona, payo
en el flamenco. Sin renunciar a nada.
Olé. Tiene la fuerza de los perros de mil
leches. Viéndole actuar pienso en el
tiempo que llevo disfrutándolo, en
Madrid, en Nueva York. Percibo la
sabiduría que ha adquirido con el
tiempo. La pose masculina de cantaor
viejo la tuvo siempre, pero esa soltura
que le permite salir a bailar con la guasa
de los flamencos la ha ganado a fuerza
de pisar escenarios. Veo a esa juventud
que le aplaude y yo quisiera quitarme
veinte años de encima. Quedarme en
veintisiete y ahorrarme todo el largo
viaje que tuve que hacer para tantas
cosas, para volver al flamenco y a la
copla, porque la niña que fui, la que
cantaba «El toro y la luna» en el coche
por gusto de mi padre, esa niña perdió
en su juventud el rastro de todas
aquellas canciones que tanto le gustaban;
pensaba la joven que el rock era
incompatible con el desgarro flamenco y
a la pobre no se le quitó el pavo de
encima hasta que acabó la década.
¿Nostalgia de los ochenta? ¿Por qué? Yo
quiero estar ahora aquí, bajándome de
iTunes (mientras escribo) Las cosas del
querer, lo nuevo de Poveda, del Migué,
de Miguelón, de Povedilla, del maestro,
del monstruo, de ese hombre de sonrisa
infantil que responde a los mil motes
con que le adornan sus amigos. Quiero
este presente, sí. A ser posible, con
veinte años menos. Cuando leo que
alguien afirma: «No cambiaría nada de
mi pasado», pienso: «Suerte que tiene».
Si yo pudiera, lo cambiaría todo. Para
volver a vivirlo.
Es kafkiano
Elena, recostada en el sofá, con un
cuerpo que delata en la sensualidad
involuntaria de su postura sus gloriosos
quince años, lee a Shakespeare. Ella no
piensa en ningún momento «estoy
leyendo a Shakespeare», como no piensa
que parece una niña retratada por
Balthus, como no piensa en su condición
de lolita perezosa a la hora de la siesta.
Lo-li-ta. Elena no le da ningún crédito a
Shakespeare, ni a él ni a ningún otro
autor; ella lee inocente Romeo y Julieta,
o puede que no haya tanta inocencia en
ese acto, puede que haya empezado a
leerlo porque sabe que la elección de
este libro hará que su padre se sienta
orgulloso, puede incluso que mientras
lee las diez primeras páginas, un deseo
subterráneo esté siendo más fuerte que
la propia lectura: «Ojalá mi padre pase
por aquí y me vea leyendo a
Shakespeare». Elena está en la edad en
que uno puede identificarse (más que en
ninguna otra) con el enamoramiento
inmediato, ese que no precisa de
palabras, ese amor brutal que se
produce a primera vista y que conduce a
la desesperación. Elena lee a
Shakespeare sin leer a Shakespeare, sin
saber que hay un canon, saltándose las
convenciones culturales, el escalafón, el
juicio pomposo de todos los Harold
Bloom del mundo universitario, de los
Harold Bloom honrados y de los que no
lo son tanto, o de ese Harold Bloom que
hace compatible su sabiduría con la
vanidad y el deseo de ser el number one
en el canon de los críticos anhelantes de
reconocimiento.
Elena
lee
a
Shakespeare después de haber leído
Harry Potter, ignorando que Bloom dijo
que Potter era una mierda. Ella ignora
que el anterior libro era una mierda,
según Bloom, y que éste es una obra de
arte fundamental en la historia de la
literatura. Ella, sencillamente, no piensa
en esos términos. Ella, con el simple
acto de leer este libro, está dando
sentido a la definición de un clásico. A
la media hora está tan absorta en la
lectura que olvida a su padre, olvida que
está leyendo. Ella ya es Julieta. Ahora la
veo andar deprisa por el pasillo con el
libro en la mano. Va agitada, es la
imagen misma de una jovencita
sentimental de Jane Austen, anda
buscando a su padre. Cuando lo
encuentra,
oigo
que
le
pide
explicaciones con la voz entrecortada:
«Pero tú no me habías dicho que se
morían al final».
El joven Israel Galván tendría
veintipocos años cuando cayó en sus
manos una novela con la que se sintió
profundamente sacudido. Fue una de
esas veces en las que uno lee un libro y
dice: «Aquí estoy yo, yo soy el
individuo del que habla esta novela».
Israel, hijo de los bailaores José Galván
y Eugenia de los Reyes, llevaba mucho
tiempo sintiéndose un bicho raro. Un
bicho raro entre ese ambiente de
camerinos, trajes de flamenco y ferias al
que parecía predestinado. Bailaba desde
muy chico, pero sin convencimiento, sin
querer estar ahí; bailaba bien porque se
había criado viendo bailar, pero su
sueño era ser jugador del Betis. A los
dieciocho años, para consolarse de una
timidez que le impedía relacionarse
normalmente con las niñas, empezó a
encerrarse en su cuarto y hacer cosas
raras, a bailar pero poniendo los pies
para dentro, sacando la barriga,
retorciendo los brazos como si fueran
patas de insecto. Cuando sus padres,
bailaores puros, por derecho, vieron
aquello, se taparon los ojos con las
manos y desearon que el muchacho no
saliera de la habitación para que no lo
viera nadie. Así que es natural que un
día el joven Israel llamara a su
representante y le dijera conmocionado:
«Acabo de leer un libro que es la
historia de mi vida y quiero hacer con él
un
espectáculo».
Cuando
la
representante preguntó qué libro, Israel
contestó: «La metamorfosis». Fue tal la
influencia que la historia del tal Gregor
Samsa tuvo en su vida de bailaor raro,
que desde entonces dice cosas
sorprendentes, como que le gusta bailar
haciendo pellizquito para ese público
que grita olé, pero también le gusta que
el público lo vea en el escenario como
una porquería. El olé y la porquería. El
bailaor que saca al chulo que lleva
dentro y al hombrecillo ridículo. Israel
Galván te deja tan desconcertado como
cuando leíste por vez primera La
metamorfosis, consigue hacerte entender
la ironía de Kafka. Después de poner al
público neoyorquino en pie, Israel salió
del camerino con los hombros
encogidos, pequeño y tímido, con cara
de no saber qué cara poner. Y tú ahí
esperando, preguntándote cómo se
felicita a alguien que ha conseguido
impresionarte tanto moviéndose en un
espacio diminuto de dos por tres, como
se movería el escarabajo Samsa en su
cuarto. Le dije que era un humorista, que
tenía mucha retranca en lo que hacía, y
me dijo que cada vez se sentía más
cerca de ser un cómico. Y fue luego,
caminando con Israel por la Segunda
Avenida, cuando me acordé del verano
en que Elena, en ese momento en que las
niñas son mitad creaciones de Nabokov,
mitad de Jane Austen, descubrió el
destino fatal de Romeo y Julieta. Eso
me llevó a pensar en quién hace clásicos
a los clásicos, si la autoridad del crítico
o la inocencia del lector no avisado o
las dos cosas a la vez. Y eso me llevó a
pensar en esa frase de los Evangelios:
«Ser astutos como serpientes e inocentes
como corderos», y eso me llevó a
pensar que sin inocencia no se puede
disfrutar de los libros ni de la vida, y
eso me llevó a pensar que en España,
ese país de listos que están de vuelta sin
haber ido, a veces surgen artistas como
este hombre ligero y tímido, que se
encerró en su habitación a los dieciocho
años y ahora es más kafkiano que el
mismo Kafka.
IV. Entre Manhattan
y Colorado
Servicio de señoras
En el aeropuerto J.F.K., recién llegada
de Los Ángeles, a la espera de que la
maleta salga por el gusano mecánico,
voy al servicio a entretenerme un poco.
Hago pipí. Luego empiezo a pintarme
para no tener esa cara de enferma que se
pone en los viajes. Entra una señora
inmensa y en bermudas. Lleva una
maleta inmensa. La señora inmensa entra
en uno de los váteres e intenta meter la
maleta con ella. Yo la miro al tresbolillo
por el espejo. A pesar de que empuja el
maletón con todas sus fuerzas, no hay
manera. Las dos no caben. La señora
inmensa repara en mí. «¿Puede cuidarme
la maleta?». Más que preguntármelo lo
exige, con ese aire mandón de algunas
neoyorquinas. En realidad está diciendo:
cuide la maleta. Yo le digo, vale, y me
sigo pintando porque considero que
pintarse y cuidar una maleta en un
servicio de señoras casi vacío son
actividades compatibles. Entonces la
individua se desespera, hace el gesto de
impaciencia que se les dedica a los
tontos y me dice que no, que tengo que
dejar el estuche de la Señorita Pepis y
dedicarme por completo a la custodia de
su equipaje. Me ordena que me ponga al
otro lado del cuartillo en el que ella se
va a meter, y me pone la mano en el asa
de su equipaje. Las personas autoritarias
siempre encuentran a un imbécil que se
ponga a su servicio. El autoritarismo, en
este caso, se une a otra característica
muy extendida en esta ciudad: la
habilidad para ignorar al otro. La gente
olvida, literalmente, que hay seres
humanos en la mesa de al lado en un
restaurante o en el metro, lo cual
representa una situación golosa para los
cazadores furtivos de historias. Sin ir
más lejos, el pasado domingo, pegadas a
mi mesa, una madre y su hija
adolescente
intentaban,
infructuosamente, disfrutar de una
comida familiar. La madre, con aire
distante; la hija, con indisimulado
nerviosismo. «Qué quieres», dice la
madre. La hija se encoge de hombros y
mueve el pie de tal manera que mi mesa
vibra también. «¿A que te vas a pedir
vino otra vez, mamá?», dice la niña con
rabia. La madre hace un gesto de
hartazgo. Llega el camarero. «Tomaré
una copa de vino blanco», dice la
madre. La hija rumia: «Lo sabía, lo
sabía». No creo que a ninguna de las dos
les afectara lo más mínimo que la señora
de la mesa contigua, yo, se acabara de
enterar de la afición alcohólica de la
madre. No te ven. Ser invisible es
maravilloso cuando uno quiere ser el
diablo cojuelo y escuchar frases como la
que escuché a un joven en Canter’s, una
cafetería de Los Ángeles: «Yo sólo
quería —le decía a su novia— llegar a
casa, acostarme contigo, follarte y que
durmiéramos juntos; pero tú no estabas
por la labor, tú estabas a otra cosa».
¡Vaya! Me dejó tan impresionada que me
levanté al servicio sólo para ver la cara
de ella, que tenía una belleza
colombiana y miraba al plato dejando
caer lagrimones sobre el sándwich. Pero
el don de la invisibilidad puede llegar a
ser irritante cuando estás cuidando una
maleta a una desconocida que te ha
tomado de criada, y que, de la misma
forma que los ricos saben ignorar a los
criados que permanecen a su lado de pie
mientras ellos cenan y hablan de
intimidades, nuestra señora inmensa se
ha puesto a la tarea de empujar el fruto
de sus esfínteres hacia la tierra y lo hace
sin el menor pudor, sin reprimir uno solo
de esos sonidos que, según aseguran los
científicos, casi siempre hacen su
presencia en el aire tocando la nota re,
que es la nota que con más frecuencia
produce la madre naturaleza. Pues se ve
que la señora está llena de aero-res
porque lo que estoy escuchando es toda
una sonata para una sola nota e
interpretada por un solo instrumento de
viento. Me da la risa, ahí, a lo tonto, y
de pronto me veo en el espejo
tapándome la boca para reprimirme
porque reírse en soledad, le he leído a
un psiquiatra, no es cosa propia de los
cerebros en buen estado. Los que se ríen
solos están locos. La risa siempre es
gregaria, por eso la gente del cine sabe
que una comedia nunca va a funcionar
igual con el cine lleno que con el cine
vacío. La risa contagiosa. A mi cabeza
viene, cómo no, el viejo chiste tonto de
la infancia: «Entre dos piedras feroces
hay un hombre echando voces, ¿qué
es?». El pedo. El tema favorito de los
niños. La divina escatología que algunas
mentes censoras han intentado suprimir
de la literatura juvenil, pero que sigue
ahí,
cruzando
generaciones
y
provocando la risa de las criaturas. El
pedo también sigue vivo para los que
conservamos algo de inocencia. El pedo
cervantino, el pedo de Sancho Panza, o
ese cinematográfico de Fellini, cuando
saca a ese abuelo tan gracioso de
Amarcord apoyándose en la mesa
después de la comida para aliviarse.
Ahí estoy yo, volviendo a los ocho años
de mi vida, en la ajenidad de un
aeropuerto, riéndome como loca de los
pedos de la inmensa señora que ahora,
una vez que soltó toda la artillería
ligera, amenaza con la pesada y se
anima a sí misma con un «venga, venga,
así…», como si su culo no fuera suyo y
ella estuviera alentándolo en semejante
proeza. La proximidad me facilita
escuchar el desenlace: la caída al vacío,
el suspiro tremendo de alivio. Misión
cumplida. Ahora vamos con la limpieza
de la zona después de la batalla. Se oye
el ruidazo de la cadena y sale la buena
señora. Yo pongo cara como de «fíjese,
no he oído nada». La señora inmensa me
arrebata su maleta y desaparece la tía
sin darme las gracias. Será guarra.
No se lo digas a nadie
«Cuba es el único país del Tercer
Mundo que tiene una colonia en el
primero: Miami». El chiste es bueno,
pero no es mío. En esta colonia cubana
estoy, en el corazón de Miami Beach.
«Trabajando, sí, trabajando duramente»,
como decía el negrito de la canción. Hay
que advertirlo para que los que piensan
que te pegas una vida insultante (no de
negrita, sino de dueña de plantación) no
te tengan más manía de la que ya te
tienen. Me encanta Miami Beach, pero
no se lo digas a nadie. Y aquí estoy,
paseando duramente, con las manos en
los bolsillos. Sería conveniente añadir,
para no aumentar la inquina del lector
rencoroso, que estoy un poquito
enferma, como hacía Mihura después de
un éxito; que tengo un herpes que me
cruza la cara o una de esas
enfermedades de las encías que mi
dentista tiene en fotos enmarcadas, a lo
Hannibal Lecter, que te advierten de
cómo acabará tu boca si no le pagas al
dentista el impuesto revolucionario;
pero no mentiré, con la salud no se
juega. Siempre me ha dado miedo que
me pase como a una amiga, que para
conseguir unos días de vacaciones en el
trabajo mintió diciendo que su padre
había muerto (bien es cierto que su
padre había sido uno de aquellos
históricos que se fueron a comprar
tabaco). Mi amiga se fue, bailó, bebió y
eso otro que hacían las chicas progres
bien constituidas, y volvió al trabajo
ojerosa, como de un entierro. «¡Qué
mala sombra! —me dijo ella cuando al
cabo del año le dijeron que su padre
acababa de morir—, ¡ahora ya me quedo
sin días de permiso!». Estoy en Miami,
paseando duramente, y al ver a tanto
americano retirado me acuerdo de mi
«papá», como dicen los latinos. Yo, en
Miami, y mientras mi papá, en Madrid,
en su mesa del bar Mijares, donde va
todos los días a las ocho a resolver el
sudoku. Mi papá es hombre de sudoku
diario. Cuando lo ha resuelto, mi papá
piensa, envuelto en humo, en la amplitud
del mundo, en mí, que estoy en Miami, y
yo pienso en mi papá, en el bar Sudoku.
Lo que es la sangre. Mi papá, siempre
rodeado de esas torres de barrio tan
tristonas de los años sesenta, pero donde
vive infinitamente mejor que estos
jubilados que pasan su vida haciendo
cuentas para pagar un seguro médico que
les permita morir en paz. Mi papá
Sudoku se queja de vicio, pero a mí me
gustaría traerlo aquí y que viera con sus
ojos el poco caso que aquí se les hace a
los papás. Pero mi papá, hombre de
firmes convicciones, no vendrá, dice,
hasta que Iberia no flete un avión para
fumadores. Mi papá es uno de esos
inquebrantables idealistas que aún
confían en que se puede cambiar el
mundo. Que me perdonen mis enemigos,
pero soy casi feliz paseando por Miami
Beach, el único barrio miaminesco en el
que no te toman por loco si vas andando.
Durante el desayuno, una jubilada de
Massachusetts pregunta: «¿Es cierto que
en Nueva York hay gente que va con
bolsas de la compra por la calle?». Sí,
sí, señora, es cierto, aquello es Sodoma
y Gomorra. La gente no lleva la compra
en el coche hasta el mismo interior de su
casa, la gente carga a veces con bolsas
de tomates hasta su domicilio. Eso me
hace acordarme de mi suegro, que
siempre se me aparece en sueños con
dos bolsas de plástico cargadas de
hortalizas, como si en el otro mundo le
hubieran concedido lo que podía ser su
paraíso: un viaje interminable de ida y
vuelta al mercado. Estos jubilados de la
Florida están más gordos de lo que
nunca estuvo mi suegro o de lo que está
mi papá, no saben que el secreto de la
salud está precisamente en esos viajes
diarios con bolsas de plástico. Pero no
se acomplejan, muestran sus carnes en
pantalones cortos. La mítica Barbara
Walters le preguntaba a Helen Mirren si
era verdad que ella nunca llevaba
pantalones.
Mirren
contestó:
«Pantalones, jamás; tengo el culo gordo
y las piernas cortas. Lo que no entiendo
es cómo aquí va todo el mundo con esos
pantalones cortos tan espantosos».
Barbara Walters, sin mover una ceja
(sus múltiples operaciones le tienen la
cara inmovilizada), cambió de tema.
Pues eso, me cruzo con turistas en shorts
en este Miami Beach, prodigio del art
déco que, sorprendentemente, aún no ha
sido declarado patrimonio de la
humanidad. Me dijo un amigo que será
porque se considera un lugar frívolo
lleno de antros petardos para maricas de
playa. Yo más bien sospecho que la
razón verdadera es que, para el
americano cultivado, esto no llega a
tener la categoría de histórico. Lo
histórico está en Europa y es anterior al
XVII. Pero no es cierto, estas pequeñas
casas son la muestra de una concepción
urbanística humana y bellísima que se
frustró, aunque quedó retratada en el
cine de los cuarenta de tal manera que
uno siempre cree que de uno de estos
night clubs va a salir Burt Lancaster,
por poner el ejemplo de un señor
ambiguo. A mí me gustan los señores
ambiguos, esos que sea cual sea su
condición sexual son caballeros con las
señoras. Aquí en Miami conozco a uno,
al más, al paradigma de la ambigüedad.
Jaime Bayly, el escritor. Siendo
ambiguo, cultivado e irónico ha
conseguido ser respetadísimo y que un
programa cultural tenga audiencia.
Recuerdo cuando quedó finalista en el
Premio Planeta y luego el jurado le afeó
su literatura. Él contuvo la respiración
ante el trance y contestó irónicamente
que le habían creado un problema
familiar, que su papá le instaba a
devolver el dinero del premio. Yo
entonces pensé que, aunque sólo fuera
por una respuesta tan de Oscar Wilde, lo
que se merecía el tipo era el premio
gordo.
Irse de putas
El individuo tiene una de esas cabezas
de bisonte que se unen al torso con un
cuello que yo no podría abarcar con las
manos; eso en el caso hipotético de que
quisiera ahogarle. Lamentablemente se
plantearía como meta imposible, porque
es uno de esos tíos que, antes de olerte
las intenciones, ya te han dado un
cabezazo que te deja la cara como una
moneda. Le están haciendo una
entrevista en La Primera sobre la
prostitución. Él es dueño de una casa de
putas, y en el momento de la grabación
está en un jardín con piscina y estatuas
de esas de la antigüedad que se compran
en las autopistas. No sé si está en la
casa de su señora o en la casa de putas,
pero lo mismo da. A mí los jardines con
estatuas (y he tenido que ver muchos,
desgraciadamente, en mi turbio pasado
en la sierra de Madrid) siempre me han
olido a putiferio. Pero volvamos al
meublé. El hombre, ese típico dueño de
puticlub que esconde en su interior el
corazón de un filósofo, afirma que las
putas siempre han existido y siempre
existirán. El reportero le dice entonces
que si lo ve como algo tan natural, no le
importaría que su hija se dedicara a la
prostitución. Por cierto, no sé si
recuerdan algo que los niños oíamos
decir a los mayores: «La hija le salió
puta», o «el hijo le salió un golfo», o «le
salió drogadicto», como si fueran
defectos de fábrica que marcaran a la
gente con destinos inexorables. Entonces
nadie se planteaba cómo encajaban los
niños los comentarios de los mayores,
era un tiempo anterior a la
sobreprotección infantil. El caso es que
en mi mente de niña fantasiosa y
tremendamente aprensiva se encendía
una alarma: «Mira que si he salido
puta», me decía, y andaba durante unos
días cabizbaja, atormentada, pensando
que a lo mejor me vería abocada a vivir
en una de esas casas misteriosas que
veíamos al pasar en las llanuras de La
Mancha. Con lo poco que me gustaba a
mí el campo ya por entonces. Pero no
nos perdamos en entrañables recuerdos.
La cosa es que, ante la malévola
pregunta del periodista, el hombre
prostibular no se arredra, y dice: «Esta
posibilidad ya me la han planteado en
otros programas». De sus palabras
deduzco que hay una tertulia televisiva a
la que van también dueños de puticlubs.
Lo cual, visto lo visto, me parece
megalógico. «Y le voy a hablar con total
sinceridad —dice nuestro héroe—. No,
no me gustaría que fuera puta; ahora,
como le digo una cosa, le digo la otra:
tampoco me gustaría que fuera una
feminista que trabajara en una ONG».
No hay que ser muy perspicaz para
entender que si ese padre tuviera que
inclinarse por una de esas dos
profesiones, puta o feminista (de ONG),
el hombre se decidiría por puta. Ahí
entendemos que habla su alma de
empresario. Si la niña fuera puta podría
ascender a madame, siguiendo los pasos
de su padre, lo cual es enternecedor;
pero si fuera feminista (de ONG), la
muy desagradecida le despreciaría. Eso
si no intentaba cerrarle el negocio. Las
hijas… En estas últimas dos semanas se
ha hablado mucho de hijas que, ay,
salieron putas. Ashley Alexandra Dupre,
de nombre de guerra Kristen, achacaba a
su pasado de hija de familia
disfuncional la deriva que tomó su vida.
Un poco siguiendo la teoría jeanettiana
de «soy rebelde porque el mundo me ha
hecho así». Ella quería ser cantante,
pero acabó en el hotel Mayfair con el
cliente número nueve, el que no quería
condón. La maldita curiosidad me ha
llevado a buscar su página en Internet a
fin de comprobar si la chica tenía futuro
como cantante y la sociedad la arrojó al
arroyo sin darle siquiera una
oportunidad. Bueno, seamos tan sinceros
como el dueño del prostíbulo: la
muchacha canta que es un horror. Pero
bueno, también son cantantes Victoria
Adams y Chikilicuatre. Eso no significa,
como ella da a entender en el sentido
texto con el que se presenta (y que yo he
tenido las narices de leerme), que la
única salida que le queda a una cuando
no cuaja en el mundo de la canción sea
meterse a Kristen. Pero lejos de mí la
intención de juzgarla. Que el cielo la
juzgue. También hemos tenido nuestro
episodio nacional de sexo, política y
tarjetas bancarias. Pero lo sucedido en
Palma es aún más cutre porque la tarjeta
era del Ayuntamiento, y porque más aún
incluso que la estafa económica ha
estado la estafa ideológica y la estafa a
la familia, que piensa que eres una cosa
y eres la contraria. Pero no hay duda de
que los americanos siempre se llevan la
palma en las situaciones retorcidas. Ya
lo han visto y leído: el nuevo
gobernador de Nueva York, antes de que
se le saquen los colores, confiesa que ha
vivido, que tuvo un rollo, que su señora
se enteró, que además su señora tuvo
otro, que él se enteró, que lo han
superado; que, por tanto, están
bendecidos por esa retórica bíblica que
reconoce más mérito al que ha caído en
el pecado, pero ha sabido sobreponerse
y retomar el camino de la virtud. Pero lo
que yo he encontrado más inaudito de la
confesión de este David Paterson es ese
dejar claro que sus escarceos sexuales
fueron en un hotel modestito, y que los
gastos que le ocasionaba la amante en
cuestión corrieron de su bolsillo y no
del contribuyente. O sea, que a las
señoras hay que pagarlas; o sea, que es
una forma de llamar puta a la señora
finamente. A ésa, o a todas, no se sabe.
Lo juro por mi padre
Hay intelectuales, artistas, escritores,
funambulistas y toreros que dicen no
dormir con la que está cayendo en el
mundo. No lo crean. Uno duerme a
pierna suelta mientras las bombas no le
caigan encima. No porque seamos
inhumanos, sino precisamente porque
somos humanos y tenemos la capacidad
de olvidar para vivir. Hay intelectuales,
poetas, charlatanes y contertulios que
afirman sufrir como en carne propia el
dolor de otros. No lo crean. Como el
médico que trasplanta un hígado por la
mañana y a mediodía se pide en el
restaurante higadillos-plancha, nosotros
debemos, por nuestra humanísima
condición, dibujar una raya entre la
intensidad del dolor ajeno y el propio.
Hay intelectuales, columnistas, voceros,
visionarios y sectarios de todo pelaje
que gritan como si las bombas
estuvieran a punto de lloverles sobre la
cabeza. Y no. Su ira está provocada por
asuntos internos más que por esa palabra
de uso fácil que es la solidaridad. ¿Soy
solidaria yo esta calurosa mañana en la
espectacular y refrigerada biblioteca de
Middlebury College, Vermont? ¿Soy
solidaria aunque sienta el cosquilleo de
felicidad que proporciona el saberse
protegido en un lugar donde la gente se
concentra en sus estudios o sus tesis?
¿Soy solidaria si digo que siento el
cobijo de la tranquilidad y que no puedo
imaginar cómo sería vivir amenazado?
Para mí es precisamente ser consciente
de
la
distancia
entre
estar
placenteramente leyendo el periódico y
el horror diario al que se ven sometidos
muchos inocentes, ser consciente de esta
lejanía, lo que da la medida exacta del
respeto hacia el dolor. Por favor,
tengamos cuidado con los golpes de
pecho. Aquí estoy, en este Middlebury
College que tanta paz, ¡y felicidad, sí!,
proporcionó a la cultura del exilio, y
donde se encuentra una de las escuelas
de español prestigiosísimas. Imposible
hablar inglés. Uno avanza por los
grandes espacios de hierba del campus,
benditos prados que nunca hay que regar
porque los riega el cielo, y aparte de la
tarea de esquivar unos insectos de
tamaño kingkongnesco que vuelan
directamente hacia tu cara para tumbarte
en el suelo y derrotarte con un picotazo
criminal, uno pasa el tiempo saludando
jóvenes, con evidente pinta americana
(chancla y bermudas es el uniforme
nacional del verano), que se afanan en
que su español suene natural, imitando
el acento, poniéndose a prueba. Todo
estudiante que te cruzas está preso de un
Juramento de Honor. Lo juro (y lo flipo).
De la misma forma que en algunas
universidades los estudiantes juran que
no van a copiar en los exámenes (¡y no
lo hacen!), en la escuela de Middlebury
juran que no pronunciarán palabra en
inglés. Lo que puede ser un acicate para
los alumnos aventajados se convierte en
pesadilla para los que están en el nivel
uno, que pasan casi un mes señalando
las cosas con el dedo. Se dan casos de
estudiantes que cuando llaman a sus
casas hablan con la señora de la
limpieza, que es latinoamericana, en vez
de con sus padres. La fidelidad a un
juramento es algo que a los españoles no
nos cabe en la cabeza. Ni a los
argentinos. Ni a los italianos. Decía
Claudio Magris que igual que dentro de
las obligaciones del prisionero está la
de fugarse, en los deberes del estudiante
está el de copiar. Pero en América se
cree en el juramento. Probablemente una
de las cosas que se veían peor de las
aventurillas de Clinton era que hubiera
mentido sobre su veracidad más que el
hecho de haberlas perpetrado. Siempre
que en España alguien te dice que jura
por sus hijos, tú piensas: ay, ay, ay. Pero
nadie se llama a engaño, hay en nosotros
un cinismo latente: mentir siempre y
cuando no se haga daño a nadie
pertenece a nuestra lista de derechos
fundamentales. Ahora pienso en mí
como la niña que copiaba, la niña que
copiaba esquemas en su pierna, que
cosía temas enteros en la falda; que
copiaba a la de al lado, al de delante;
que soplaba, que se presentaba a los
exámenes como a una partida de póquer.
A día de hoy puedo afirmar y afirmo que
copiar era muy bueno. Yo aprendí mucho
copiando. Copia un temazo de historia
en una chuleta diminuta y te aseguro que
algo queda. Por eso quisiera agradecer a
todos
aquellos
profesores
que,
adelantados a su época, hicieron
conmigo la vista gorda. Digo
adelantados, visionarios, porque seguro
que muchos de los profesores de hoy
firmarían porque toda la falta que
cometiera un estudiante, de disciplina y
de estudio, fuera la de copiar. En la
escuela de copistas había un interés, un
gusto por el oficio y un amor por el
riesgo. No quisiera que este artículo
quedara como una defensa del
escepticismo
español
por
los
juramentos. Para nada. Pienso que igual
que los genetistas han mejorado el
producto hortícola y hay tomates sin
acidez, ajos que no dan mal aliento y
judías que no provocan gases, bien
podrían emprender la tarea de mezclar a
un americano/a con un español/a. Al
ingenuo nunca le viene mal un poco de
retranca y al listillo no le sobra la
inocencia. Eso se piensa muchas veces
cuando se entra y se sale de España.
Uno, como dice Javier Marías
(¡felicidades!), echa de menos lo bueno
y es consciente de lo malo (que lo hay).
Es cierto que seríamos incapaces de
someternos a un juramento como estos
chicos que me rodean, pero la realidad
es que ellos se tiran a la piscina y, sin
sentido del ridículo, imitan nuestro
acento, algo que a los españoles nos da
una vergüenza patológica. No somos
torpes para los idiomas, somos
demasiado listillos. Pienso estas cosas
en este templo libresco de Middlebury,
saltando por encima de tantas
inquietudes que provoca el mundo hoy y
sobre las que tal vez debiera escribir.
Pero procuro ser fiel a un juramento:
escribir sobre aquello que no escriben
los otros. Me sale la vena española y no
siempre lo cumplo.
La vida es un
trayecto
Hay un principio por el cual un
periodista nunca debe construir su
crónica sobre lo que le ha dicho el
taxista que le ha llevado del aeropuerto
al hotel. También es verdad que, por
cumplir a rajatabla esa ley no escrita,
una deja de escribir, injustamente, cosas
que te contaron durante un trayecto en el
que se creó una repentina intimidad. Es
cierto que los taxistas a veces nos hacen
sufrir por cosas que ya están muy
escritas, pero también lo es que sobre
ellos abunda el lugar común. Yo misma,
en un artículo de hace unos siete años,
reduje al gremio al manido estereotipo,
ya saben, reaccionarios, agresivos, en
fin. El gremio, como es natural, me dio
una colleja. No una colleja muy grande,
porque mis consideraciones iban bien
envueltitas en esa ironía que nos permite
tener mala hostia sin sufrir daños
colaterales. Hay columnistas que tras
una carta al director se encastillan aún
más en sus posiciones. Yo me encastillo
sólo cinco minutos. Al minuto diez ya
estoy pensando que en la queja había
algo de razón. Quiero creer que es
porque tengo un cerebro flexible, aunque
algunos lo tomarían como debilidad
mental. Una cosa no quita la otra. Tras la
colleja, la realidad me dio, además, en
las narices, porque durante un tiempo
sólo me paraban taxistas educados, con
ambientador y escuchando Radio
Clásica. Si a eso se le suma que paso
parte del año en Nueva York, donde los
taxistas (no quisiera generalizar de
nuevo) comen chop suey aprovechando
los semáforos, ambientan el vehículo
con unos eructos prodigiosos, conducen
como si buscaran la muerte y dejan al
usuario en su destino, apoyado en una
farola, a punto de vomitar, qué quieren
que les diga. Me retracto. Es lo que
tiene ver mundo. Hoy, además, por
motivos sentimentales, he decidido
saltarme el viejo principio de «no
echarás mano de lo que te cuente el
taxista para escribir tu crónica» y contar
una conversación que no giró en torno a
la machacona vulgaridad política, sino
que, de pronto, ahí, mientras cruzábamos
de punta a punta la ciudad lluviosa,
ventosa, desagradable como sólo puede
ser Nueva York cuando el cielo se pone
bruto, me hizo prestar atención
verdadera al ser humano que manejaba
el coche. El hombre, un mexicano de
treinta y tantos, me contó su vida,
animado por esa voz que surgía del
asiento trasero, la mía, que le
preguntaba con esa falta de prudencia
que desplegamos con la gente a la que
no volveremos a ver. Él respondía como
si yo no existiera, como si en el coche
viajara la voz de su conciencia:
—Llegué a Nueva York un mes de
febrero. Tenía quince años, vine solo, no
conocía a nadie y sólo llevaba una
cazadora. Imagínese el frío que hace en
esta ciudad en febrero. Me eché a
trabajar en lo que fuera, en las vías del
metro empecé. Trabajé veinte horas al
día, pero no me importaba, porque el
mundo que yo había dejado atrás era
mucho peor. Yo fui infeliz desde que
nací. A los seis años me puse a trabajar
porque no teníamos padre y mi madre
nos abandonó a mi hermanito y a mí para
irse con otro hombre. Mi hermanito era
dos años menor que yo. Por las noches
dormíamos abrazados y yo le acariciaba
la cabeza y le decía: «No llores,
hermano, que todo irá bien». Yo no
lloraba delante de él, ¿sabe?, porque me
sentía como su padre, pero a veces,
cuando me tiraba a la calle temprano
buscando trabajos de carga para que nos
dieran algo de comer, pensaba en Dios.
En aquellos años estuve verdaderamente
enojado con Él. No se puede tratar así a
dos pobres criaturas. «¿Por qué a mí?»,
le decía. A veces me consolaba
pensando que tal vez era una prueba que
Él nos mandaba y debíamos superar.
Cuando me vine, mi hermano se quedó
en México con una tía que le maltrataba
de mala manera. Un día le rompió la
cabeza con un palo. Pero ¿qué iba yo a
hacer?, tenía que buscarme un futuro.
Por eso vine. A los dos años llegó él, en
otro invierno, igual de poco abrigado. Él
lo tuvo muy claro desde el principio:
trabajó veinte horas al día, como un
animal; hizo dinero, volvió a México y
se compró un camión. Yo, en cambio, me
lié, me casé, he tenido hijos… Mis hijos
son los únicos que me quitan un poco
esta frialdad de corazón que me ha
quedado. Mi mujer se queja muchas
veces. No es que yo la trate mal,
entiende, yo no le pego ni nada, pero soy
frío. No sé cómo explicarlo, es como si
no tuviera la capacidad de querer del
todo a nadie. Si tuviera dinero, iría a un
psicólogo, pero como no puedo, estoy
condenado a ser como soy. A mi
hermano lo quise mucho, claro, era lo
único que tenía en el mundo, pero desde
que nos hicimos hombres la cosa
cambió. Ya no podemos demostrarnos lo
que sentimos. Cuando lo veo siento el
impulso de abrazarle como cuando era
pequeño, pero no podemos, ni él ni yo.
No nos parecería normal, nos veríamos
raros, ¿entiende? Así que ya nada es
como fue. Con mi madre hablo de vez en
cuando. Incluso le he mandado dinero
para ella y sus nuevos hijos. Es una
forma que tengo de que el rencor no
acabe conmigo, porque el rencor te mina
por dentro; así que intento perdonarla,
ya la castigará Dios si es que lo
considera oportuno, pero hay días…,
hay días en que el rencor es superior a tu
voluntad.
—Me puede dejar aquí.
—Con lo contento que yo estaba…
Mire lo triste que me he quedado.
Un niño de la mano
Las personas despistadas vivimos en
permanente estado de alerta. Nuestra
mente, refractaria a la concentración en
el presente, viaja siempre a otro lugar
distinto de donde nos encontramos. Una
persona despistada es alguien que
camina en un estado parecido al
sonambulismo; así que, cuando oímos en
la calle el ruido de un claxon que nos
avisa de que estamos cruzando en rojo,
nuestro corazón se acelera y durante la
media hora siguiente nos hacemos el
propósito de corregir este maldito
carácter al que estamos condenados. Los
despistados patológicos vivimos llenos
de miedos. Mis miedos neoyorquinos se
resumen en: que me pille un taxi, que me
arrolle un coche de bomberos (desde
que el 11-S los convirtió en héroes dan
pavor), que me pille un coreano
repartidor con la bicicleta, que me caiga
en uno de los agujeros de almacenaje
que están a la puerta de las tiendas y,
por último, y no menos importante, que
un niño me acuse de estarle molestando.
Todos los miedos son intercambiables
con miedos españoles: dada la chulería
de muchos conductores madrileños es
fácil imaginar que una puede morir bajo
las ruedas de un conductor impaciente.
Pero hay un miedo exclusivamente
americano: el miedo que provocan los
niños. Ayer se me cruzó uno de esos
seres de cinco años por medio y casi
caímos el uno encima del otro. ¡Maldita
sea, hubo contacto físico! Dicha criatura
se levantó sin dejar que le ayudara y me
miró con gesto acusador: no sólo por el
tocamiento (menuda palabra), sino por
la sorpresa insoportable que debía de
producirle entablar comunicación con
una desconocida. Cuando se habla de las
diferencias culturales se suele obviar
ésta, que es, en mi opinión, la más
llamativa. El desastre educativo, que
aquí se ha convertido en un debate de
primera línea, se fecha en el inicio de
los setenta. En España (no quiero
repetirme) podría situarse igual, pero
esa fecha está infectada aún por el
franquismo y no conseguimos olvidar
esa circunstancia para buscar otras
causas a esa decadencia, que
compartimos con otro país y que están
más relacionadas con pedagogías
equivocadas.
Pero
la
principal
diferencia en el trato que mantenemos
con los niños y que de manera tan brutal
influye en el carácter americano
comienza aquí mucho antes. Desde el
minuto cero. En las últimas semanas he
leído artículos sobre la educación en las
guarderías, concretamente sobre cómo el
juego puede adiestrar en el manejo del
autocontrol. Si a una criatura de cuatro
años se le dice, contaba el estudio, que
se esté quieta en un rincón, no puede
aguantar más de un minuto, si se le dice
que es el centinela de un castillo, el
chavalín puede permanecer hasta cinco.
Me sorprende el interés que generan
esos artículos, cómo el americano
instruido
está
comenzando
a
replantearse de manera autocrítica su
modo de relacionarse con los hijos. El
interés es tal, que esta semana, en la
sección de ciencia del NYTimes, al lado
de un artículo para iniciados sobre la
lógica del caos había otro, tratado con la
misma consideración, sobre la escasa
interacción que tienen los padres con los
niños hasta los cinco años. El artículo
era prolijo en consejos, consejos tan de
cajón que recordé la frase de Martin
Amis que el otro día destacaba este
periódico: «El sentido común se ha
vuelto revolucionario». Qué curioso que
esa frase de Amis pueda cruzar fronteras
hoy en día y conservar su validez. En
ocasiones, hay lectores que me escriben
dándome las gracias por mi sentido
común. Y a mí, que aún conservo la
inercia juvenil de revolverme ante esas
dos palabras, «sentido común», me
invade de pronto la melancolía: ¿será el
sentido común una consecuencia de la
edad, algo como las patas de gallo?
Plenas de sentido común eran las
palabras de los psiquiatras que citaba el
artículo, cosas que cualquiera puede
observar: padres hablando por el móvil
cuando llevan a sus hijos en el
cochecito, madres enganchadas a la
Blackberry mientras ayudan al crío a
subirse al tobogán. Al niño hay que
hablarle, mirarle a los ojos, pedirle que
te mire, a ti y a los desconocidos, hay
que jugar con el lenguaje, cantar, añadir
palabras a su vocabulario. En realidad,
es lo que siempre se ha hecho, ¿no? Los
niños americanos van en cochecito a
unas
edades
ridículas.
Parecen
paralíticos. ¿La razón? Es más cómodo
para sus padres. Un niño andando
siempre es lento y despistado. La pena
es que esos padres no calibran lo que
están perdiendo. Muchos de ustedes
recordarán ese momento de la vida que
el paso del tiempo convierte en
irrepetible: llevar a tu hijo de la mano
cuando tiene cuatro, cinco años, esa
edad en la que el niño anda y habla,
pero aún conserva todo su pensamiento
mágico. Su lenguaje posee una salvaje
cualidad poética: coloca palabras recién
aprendidas en lugares inadecuados,
como si las sacara del horno antes de
tiempo, pronuncia mal algunas otras,
disfruta señalando cosas que quiere que
le nombres y despliega la lógica de un
pensamiento riquísimo en el absurdo.
Nada más emocionante que un niño de tu
mano. Su tacto tierno y mullido. Sus
primeros olores escolares, el babi. Algo
falla en las personas que no lo saben
apreciar. En mi caso, aquellos
lentísimos paseos de la guardería a casa
han sido los momentos más añorados de
mi vida. Ya digo, por irrepetibles.
¡Juega una hora al
día!
Aquí, en mi barrio, lejos del Manhattan
turístico, pijo y cool, los vecinos dan un
paseíllo nocturno y se sientan a la
fresca. Hay imágenes que te devuelven a
un mundo antiguo, como ver a Jimmy, un
negro cincuentón, sentado a la puerta de
uno de los pequeños edificios de la
calle. Jimmy es el sereno y controla el
mundo desde su silla de plástico. Un
poco más allá, al calor de una tienda de
licores, un grupo de cubanos viejos,
vestidos como si estuvieran a punto de
entrar en el Tropicana, se sientan en
corro para discutir de Castro o de Pérez
Prado. Cuando pasas delante de ellos te
saludan llevándose la mano ligeramente
al ala del sombrero. Una vez entras en
Broadway, que en esta parte de la
ciudad tiene un aire furiosamente
popular, lleno de ferreterías y
supermercados coreanos, ves a esas
parejas entradas en años que desde
tiempos inmemorables, en España o en
China, salen a dar su vueltecilla a esas
horas en las que el calor no muerde.
Aunque vayan vestidos como indios de
la India o como el típico matrimonio
judío, la actitud es siempre la misma:
una especie de relajo vital, de paseo con
su poco de charla y su mucho de
ensoñación. Nos reíamos pensando que
poco a poco nos iremos convirtiendo en
una de esas parejas, rebajaremos el
ritmo de nuestros pasos y entraremos en
la edad más despreciada de esta isla, la
vejez. Al neoyorquino joven y en la
cresta de sus ambiciones le gustaría
eliminar de la acera todas aquellas
franjas de edad que caminan lento;
mandar los viejos a Florida, los tullidos
a Harlem, los niños a los suburbios. Por
eso,
nosotros,
inevitablemente
mediterráneos, contemplamos la otra
noche con emoción a dos niños chinos
que jugaban a las puertas de una
lavandería con unos muñecos que
parecían indios, animando su juego con
los mismos sonidos de tebeo que hacían
los niños antiguos. La escena nos
recordó, y hablo en plural porque fue
una noche de paseo y evocación, aquel
libro de fotografías de Helen Levitt que,
bajo el título En la calle. Dibujos de
tiza y mensajes, recoge las imágenes
que la neoyorquina tomó de los grafitis
infantiles de 1938 a 1948: monigotes en
los postes, corazones en las puertas,
rayuelas en el suelo. Toda una poesía
del pasado vista por los ojos de una
mujer que intuyó que en esos trazos se
escondía la fórmula de la fugacidad. Ya
no hay niños en las calles. En muchas
ciudades españolas, tampoco. En parte,
por la inseguridad, pero también hay que
agradecerle este fracaso a arquitectos,
políticos, urbanistas, etcétera, que
llevan años olvidando que parte
esencial de la formación del niño está en
la calle. Hay ciudades enteras que ya
están echadas a perder; en Estados
Unidos, casi todas. Y el modelo
entusiasma, porque ahí está Pekín,
destruyéndose a sí mismo para recibir a
las visitas. Pero afirmar que este modelo
de vida está condenado a fracasar por el
insoportable gasto energético que
supone y por la mierda de relaciones
humanas que facilita aún está mal visto.
Con respecto a la vida de los niños, que
están agilipollados de tanto estar en casa
o en actividades extraescolares, hay
voces de alarma. Débiles, pero
significativas. El Ayuntamiento de
Nueva York ha llenado la ciudad con
carteles en los que se ve al genial
monstruo Shrek diciendo: «¡Juega una
hora al día!». ¿No es increíble? Hace
menos de cincuenta años, las madres se
desgañitaban llamando por la ventana a
sus hijos para que subieran a cenar. En
esa adicción a las pantallas no hay
clases sociales, es más fácil que en la
casa del pobre entre un ordenador que
un libro. Así es. Pero muchos
intelectuales, temerosos como siempre
de ofrecer una imagen obsoleta, cantan
las excelencias del ordenador, como en
los cincuenta hicieron con el coche, sin
permitir que se le ponga ninguna pega.
Los políticos también se apuntan a la
celebración. Esta semana, Rodríguez
Ibarra, en este mismo periódico, hacía
un canto a Internet; escribía en un tono
tan arrebatado de «ese pozo sin fondo de
sabiduría» que más bien parecía el
discurso que el escritor local hace sobre
su patria chica. Nos retaba, a padres y
educadores, a no perder el tren
informático. La pregunta es: ¿quién se lo
está perdiendo? Afirmaba algo aún más
singular: si los niños viven fuera de la
escuela en un mundo digital, ¿por qué
obligarles a un mundo obsoleto cuando
están en ella?, ¿por qué la vieja
pedagogía, decía, desprecia lo nuevo?
Ay, ay, yo diría que lo nuevo ya es viejo,
tan viejo que hay personas alarmadas
por la cantidad de horas que un niño
pasa frente al ordenador. Me atrevería a
afirmar que el niño necesita algo más
sencillo para entender el mundo: la voz
humana del profesor; la necesidad de
educar el sentido crítico, de expresarse,
de buscar información en una biblioteca,
de subrayar líneas de un libro, de
escribir a mano, de leer en voz alta. Yo
diría que, más que obsoleto, saber mirar
a los ojos de un adulto que te instruye,
en vez de a una pantalla, es algo
revolucionario.
Las madres del mundo han dejado de
llamar a sus hijos por la ventana. Ahora
se asoman con precaución a ese cuarto
donde el niño parece hipnotizado por
ese pozo que, en sus manos, más que de
sabiduría es de burricie. Y ya se sabe
que los burros, si se rebotan, muerden.
El rey negro
Sólo por un día, la abuela de Barack
Obama, la mujer que lo crio, no llegó a
ver a su nieto como presidente de
Estados Unidos. Por fortuna, había
formado parte de ese 30% de votantes
que emitieron su voto en los días
previos. Así que murió con su misión
cumplida. Esa última misión ha sido
compartida por mucha gente, sobre todo
por abuelas negras. Escucho en la radio
que en un colegio electoral, el
encargado de la mesa pidió a los
ciudadanos que allí se encontraban que
pararan su actividad durante unos
segundos: una anciana de ochenta y
cinco años estaba a punto de votar por
primera vez en su vida. La gente
reaccionó aplaudiendo. No es la letra
pequeña de la historia; el viaje que
había hecho esa anciana desde su casa
hasta esa anacrónica cabina de votación
contenía el sueño de Luther King,
cuarenta años después de su asesinato.
El sueño fue expresado por el doctor
King de una manera tan sencilla como
poética: «Queremos una sociedad
racialmente ciega». El tiempo le ha dado
la razón y se la está quitando a
Malcolm X, un país con dos culturas
segregadas no conduce a nada. Frente al
estereotipo del negro (tan aplaudido por
el blanco paternalista, sea liberal o
conservador) que sólo brilla en deportes
o en esa estética violenta de ciertos
movimientos musicales, Barack Obama
se presenta como un modelo a seguir:
elegante, tranquilo, con una capacidad
abrumadora para la oratoria, y eso,
habiendo surgido de una clase a la que
cada vez le cuesta más dar el salto de la
clase media. El martes, el día ya
histórico de su elección, yo me
encontraba a las puertas del Carnegie
Hall para asistir a una actuación poco
americana, o mucho, según se mire,
porque éste es un país de inmigración.
Estaba allí para ver a Joan Manuel
Serrat. Ya en la puerta había un
murmullo de mil acentos latinos que
conformaban una especie de babel
hispanohablante. La tarde tenía, aunque
no hacía frío, un aire navideño, de
víspera de Reyes, tal vez por la escasez
de tráfico y un algo contenido en las
miradas, esa alegría prudente ante un
regalo que uno no está seguro de si va a
recibir. Entre el gentío me encontré con
un amigo americano que me confesó
haber votado con emoción. «Durante
toda esta campaña —me decía—,
Obama me ha impacientado en algunas
ocasiones, sentía que le faltaba ese
mínimo de agresividad necesario para
una pelea tan dura, no entendía esa
actitud tan zen; ahora me doy cuenta de
que, aparte de que él sea un hombre
sereno,
un
negro
—él
decía
afroamericano, claro— no puede
dejarse llevar por la cólera en público
como un blanco, porque eso habría
hecho un tremendo favor al viejo
estereotipo que persigue al negro
americano y que algunos negros jóvenes
obedecen casi como un rasgo
identitario: el cabreo permanente con el
mundo». Entramos en el Carnegie.
Lleno, lleno hasta la bandera, y la
bandera en el Carnegie está pero que
muy alta. El concierto comenzaba a las
ocho, justo cuando empezaban a salir
resultados que mi amigo catalán me iba
mostrando en el iPhone, esa ventanita
luminosa que nos comunicaba con el
exterior; pero la realidad estaba también
allí dentro, en esa multitud que recibió
al ídolo puesta en pie, entregada antes
de que abriera la boca. No he visto
nunca en el Carnegie una devoción
comparable. A João Gilberto le
recibieron
con
una
reverencia
silenciosa, la del creyente que al fin ve
al profeta; en el caso de Serrat todo era
cercanía. Según fue avanzando el
concierto, la barrera entre el público y
el escenario se iba rompiendo y el
público se levantaba y le pedía a gritos
canciones: «“¡Las nanas de la cebolla!”,
“¡Pueblo blanco!”, “¡Lucía!”». El
cantante respondió con sorna: «Aprecio
mucho el conocimiento que tienen de mi
repertorio». La sorna estuvo todo el
tiempo presente en sus comentarios,
como si el cantante se hubiera
convertido en cómico con el paso de los
años.
Los
acomodadores,
acostumbrados al disciplinado público
anglosajón, se acercaban a llamar la
atención a esos espectadores que, de vez
en cuando, hacían fotos con el teléfono
móvil. Pero fueron incapaces de
controlar el divertidísimo desmadre que
se acabó organizando. La gente se fue
levantando de sus butacas y se
acercaban, cada vez más, al escenario,
para retratarle. Ya no eran móviles, sino
directamente cámaras de vídeo. Llegó un
momento en que aquello parecía una
rueda de prensa. Algún espectador se
acercaba al escenario para que otro le
sacara la foto con Serrat detrás. Fue tan
anárquico, tan distinto de lo que se
puede ver aquí en un teatro como éste,
tan espontáneo y tronchante, que cuando
el niño del Poble Sec cantó «Para la
libertad», los versos de Miguel
Hernández sonaron como el himno que
certificaba lo que allí mismo estaba
pasando. Una, dos, hasta cinco veces
tuvo que salir a complacer a un público
que no estaba dispuesto a dejarle
marchar. «¿Tienen tiempo? —dijo él—,
porque si no tienen tiempo, lo dejo».
Risas y aplausos. En algún momento, de
forma sutil, dejó ver la impaciencia que
sentía por los resultados, sobre todo
cuando cantó «Hoy puede ser un gran
día». Lo fue. A la salida, la alegría
podía ya manifestarse abiertamente: el
paquete de la incertidumbre se había
abierto, y ahí estaba el regalo, en manos
del rey negro.
Los hombres de
Hillary
En estos días, Hillary se ha tragado un
sapo. El sapo de un mal recuerdo. En
estos días, esta mujer a la que acusan de
algo tan impreciso como es estar hecha
de una sola pieza recuesta la cabeza en
el avión privado que la ha de llevar de
un Estado a otro para enfrentarse a ese
grano en el culo que es Barack Obama, y
piensa que ese país, al que ama tanto, no
le corresponde como ella merece. ¿Por
qué todo me ha de costar tanto trabajo?
Entonces saca los pies tremendos de
pionera de los zapatos y, poniéndolos
sobre el asiento de enfrente, dice: a
tomar por culo los tacones, y se masajea
esa dureza del dedo pequeño que tienen
desde una aspirante a la presidencia de
Estados Unidos hasta esa Yoli que muy
de mañana espera el autobús en
cualquier barrio periférico de España.
La candidata deja escapar un aich de
dolor y de consuelo por esa caricia que
se da una a una misma cuando vuelve a
casa, derrotada. Aich, dice la mujer
grande enfundada en ese traje de
chaqueta con que se ha uniformado a las
mujeres que quieren dedicarse a la
política. Un traje neutro que las hace
parecer cuadradas. Un traje Merkel.
Luego cierra los ojos para que ninguno
de sus asesores se vea en la obligación
de hablar con ella y se entrega al gozo
de enumerar sus desdichas. Una frase
enigmática y desconocida cruza su
mente, «dwarfs are growing taller», o
sea, «me crecen los enanos». Se echa a
reír porque esa frase no tiene sentido a
no ser que ella sea la directora de un
circo. Sin embargo, piensa, esa frase
que acaba de inventar está cargada de
simbolismo: «Dwarfs are growing
taller». El sapo que le seca la boca estos
días se llama Eliot Spitzer, conocido en
Washington como Mister Clean,
conocido en casa de los Clinton como
Don Relimpio. Toda esta historia del
gobernador putero hace que las miradas
de la prensa se dirijan a ella: «Qué,
señora Clinton, ¿qué recuerdos le trae
este asunto?». Ah, porque una no puede
decir lo que piensa, pero al menos el
simple de Bill no se gastaba cuatro mil
dólares porque una señorita le hiciera un
trabajo. Lo de Bill era más caserito.
Lástima que la casa fuera la Casa
Blanca. Los hombres son imbéciles,
empezando por Bill, reconoce Hillary: a
uno le hacen una paja en el Despacho
Oval, y al otro…, anda que el otro, el
otro elige el hotel Mayfair. Joder, hay
que ser tonto del culo para elegir un
hotel que siempre está hasta arriba de
funcionarios, pedir el servicio por
teléfono y hacer cosas raras con la
cuenta del banco. Todo esto después de
luchar contra la prostitución durante
años. Bueno, piensa Hillary, es que te
meas. ¿Qué es lo que tiene que hacer una
mujer en una hora para que le paguen
cuatro mil dólares? Hillary piensa
entonces en una práctica concreta que
está prohibida en varios Estados. ¡Hasta
eso se puede hacer gratis si encuentras a
una mujer que esté dispuesta y la
conquistas! Claro que no me vale
conquistarse a la becaria. Hay que ser
hortera. Hay que ser Bill. ¿Le he
perdonado?, se pregunta a veces. Ha
tenido que decir tantas veces que sí
públicamente que ya no sabe lo que
piensa, aunque la verdad es que a estas
alturas la célebre fellatio le chupa un
pie. Es la gente la que se empeña en
recordarlo. Esas feministas que ayer
expresaban su indignación por las
mujeres que salen al lado del marido
haciendo ver que están dispuestas a
ayudarle en su vuelta al camino
correcto. Las tías la incluían a ella en la
lista de esposas abnegadas. Perdonen,
queridas, no es lo mismo, piensa como
si hablara en un mitin. Bill es un hortera,
y Spitzer, un delincuente; yo nunca
hubiera apoyado a Bill si la tal
Lewinsky
fuera
una
prostituta
profesional, ¡era sólo una amateur! Este
oficio consiste, sobre todo, en morderse
la lengua, pontifica Hillary para sus
adentros. Ahora, ¡ja!, va la insensata de
Geraldine Ferraro, que por edad tendría
que simbolizar la sensatez del Partido
Demócrata, y suelta que Obama ha
llegado donde ha llegado por ser negro.
Y claro, se reafirma Hillary, la he tenido
que dimitir, o como se llame a eso que
consiste en recomendarle a alguien que
se largue. Pero la Ferraro ha dicho una
verdad como un templo, aunque de mala
manera, que es lo peor que se puede
hacer en política. La verdad es que,
sobre una mujer, los periódicos
conservadores
pueden
esgrimir
cualquier atrocidad, pero no se
atreverán a insultar a un negro, porque
en este gran país, se ríe con amargura,
hemos decidido no ser racistas de
palabra. Es un paso. Sin embargo, con
ella se acaban los miramientos. ¿Está
permitido ser grosero con una mujer? Sí,
claro, se contesta en su inagotable
monólogo interior, y más cuando la
mujer es la mujer de Clinton el
Chisgarabís. Cómo les gusta a los
tertulianos imaginarse a Bill de
consorte, revoloteando por la cocina,
dictando el menú (hamburguesa de
primero y pizza de segundo) y dejando
la mano tonta sobre el culo de una
pinche recién llegada. Me linchan, se
lamenta Hillary una vez más, me linchan
y luego se quejan de que no lloro. Se
limpia una lágrima que le cae por la
mejilla. Que no soy sensible, dicen. El
avión tomará tierra. Ella se calza sus
zapatos de talla 40, deja escapar un aich
casi imperceptible y baja las
escalerillas, brava, dispuesta a comerse
Filadelfia.
Mi Mastercard
Siempre lo digo: Nueva York es una
ciudad histórica. Ha vivido tan
intensamente los siglos XIX y XX y ha
conservado tanto, que hoy andar por
aquí es andar paseando por un museo de
arquitectura, ciudadanía, inmigración.
Pero no el museo canónico, no el museo
donde lo histórico es histórico; aquí la
historia se usa, como se usan los
muebles viejos o como se usa el puente
de Brooklyn. La historia también es la
ardilla y la rata, las bolsas de basura, el
ketchup y el Metropolitan, los negros
que juegan al ajedrez en la plaza
henryjamesiana de Washington Square.
Todo eso da como resultado un carácter
tan fuerte que hasta uno se siente un
elemento del museo viviente. Estoy en el
café Odeón, en Tribeca, ese barrio que
dicen que pertenece en gran parte a
Robert de Niro. Hace tanto tiempo que
no veo a nuestro hombre aparecer en una
película decente que cuando el otro día
le vi en la tele en unas imágenes muy
evocadoras del barrio pensé: al fin. De
Niro aparecía paseando por las calles
adoquinadas de Tribeca, mirando con
orgullo y atención; su voz en off narraba
el paseo —«éste es mi barrio, ésta es mi
gente»—; aparecía en una esquina, en
otra, en el café Odeón —«éste es el
rincón en el que me gusta pasar horas
muertas…»—. Para un tío tan arisco, tan
poco dado a las confesiones, sonaba
muy personal. Abruptamente, De Niro
concluyó el minidocumental con esta
frase: «Ésta es mi Mastercard», y
enseñó su American Express. Pues bien,
yo estoy sentada en el café al que va de
vez en cuando el hombre de la
Mastercard. Este café también es
histórico: se han celebrado hace poco
los veinticinco años de su apertura. No
se rían, veinticinco años son mucho.
Hace veinticinco años, este barrio no
era el barrio apadrinado por el hombre
de la Mastercard, era un lugar inhóspito
en el que abrieron un café y al que
empezaron a acudir artistas. Hace
veinticinco años venía aquí Andy
Warhol, con su peluca blanca. Una
artistilla española lleva veinticinco años
jactándose de que una noche pasó al
lado de Warhol y le arrancó la peluca.
En esos veinticinco años, las bolas de
luz del Odeón vieron la cara esculpida
en madera del escultor Leiro, que fue el
que me trajo por vez primera. Y hace un
tiempo, el tiempo en que los que éramos
jóvenes nos hemos convertido en
personas mayores, el jovencísimo
Miquel Barceló venía aquí, y aquí fue
apadrinado por el propio Warhol, que lo
retrató, y por el galerista Leo Castelli.
¿Cuántos años han pasado? No sé, pero
el hombre sonriente que entra ahora en
el café sigue yendo por la vida con
pintas de aprendiz. Miquel Barceló,
años después. Con los pelos rubiales y
erizados, con ganas de charlar. No he
conocido persona más curiosa, más
atenta al mundo. Pregunta por los hijos,
cosa nada común en estos mundos
culturales en los que parece que todos
hemos salido de un repollo y no tenemos
ni hijos, ni padres. Cuenta sobre los
suyos. Cuando habla de los suyos no se
refiere sólo a sus hijos, también a ese
pueblo de la aldea de Malí donde pasa
parte del año. Nos señala dónde está su
casa en una foto. La montaña escarpada,
la huella que provoca en la tierra la falta
de agua. El chico de pueblo mallorquín
buscó otro pueblo en un lugar remoto, y
hoy los aldeanos señalan con orgullo su
casa en lo alto de la montaña como la
casa del pintor. El que es de campo lo
será siempre. La conversación con
Barceló siempre se desliza a la tierra, al
animal. Lo normal es que uno acabe
hablando de cerdos o de cabras, o mejor
dicho, de cegdos y de cabgas, porque
Miquel no pronuncia la erre, ni él ni
nadie de su familia. Miquel habla de la
inteligencia de los cegdos, a los que
observa y estima tanto cuando están
vivos como cuando decide hincarles el
cuchillo. Miquel pinta cabgas. Los
animales entran en su pintura de la forma
más extraña: las termitas se le comían el
papel y él aprovechó los milagrosos
agujeros, a veces un agujero de termita
se convertía en una vagina. Donde hay
tegmitas, dice Barceló, acuden los
escogpiones. Una noche, el pintor sintió
que le clavaban un cuchillo en el ojo.
Era una picadura de escorpión. Tomó
cuatro valiums para evitar ese
nerviosismo que podría provocar la
muerte. Pensó: qué pasará si me quedo
ciego. Durante varios días, a su rostro le
creció una enorme deformidad, una
segunda cabeza. El pintor se convirtió,
literalmente, en un cuadro de su
admirado Bacon. Miquel, el hombre
inquieto, el que fuera niño tremendo e
imposible,
encauzó
su
energía
apabullante sacando imágenes de sus
manos, imágenes de cegdos, cabgas; de
mujeres africanas en el mercado, con
una dignidad escultórica, llevando peso
en la cabeza, luchando contra el viento
seco e hiriente; mujeres con vagina
dibujada por las termitas. Mientras
Miquel pintaba en Mallorca, en Malí o
en París, expertos del arte de todo el
mundo decretaban el final de la pintura;
el futuro, decían, está en otros soportes,
la representación de la realidad sobre el
lienzo está superada. A espaldas de los
expertos, Miquel sabía que en el arte
ocurre algo inaudito: los primeros
pintores, los que pintaron las cuevas,
fueron maestros de la pintura; los
primeros escritores, maestros de la
escritura. Tal vez aceptando que en el
arte se empezó desde arriba podríamos
reconocer que anunciar el final de la
pintura o la novela es algo que sólo
puede calar en la opinión de expertos
que olvidan la natural necesidad humana
de contar historias y escucharlas, en
papel o en lienzo, como sea. Miquel
siguió pintando, envalentonado e
irónico, sabiendo que la mayor burla
que se puede hacer a ciertas teorías es
seguir trabajando, igual que la mayor
venganza para los envidiosos es seguir
siendo alegre.
La princesa y la
mendiga
Morir de éxito. En Nueva York muchos
de los restaurantes, tabernas o pubs se
están muriendo de éxito. No hablo de
esos establecimientos que la célebre
guía Zagat anuncia como lugares «para
ver y ser visto», me refiero a esos
pequeños locales emblemáticos que
contribuyen a las relaciones de barrio y
en los que uno se refugia del tiempo
odioso del invierno para consolarse con
una copa y unos clientes aficionados a
pegar la hebra. Estos lugares no cierran
por falta de clientes sino por la codicia
de los propietarios que en tiempos de
bonanza subieron los alquileres de tal
manera que han convertido las aceras en
una sucesión de carteles de SE ALQUILA.
Uno de aquellos lugares era Rose’s
Turn, donde yo me solía acercar cuando
el alcohol de la cena había hecho su
efecto y querías compartir esos
momentos de felicidad ilusoria. El
Rose’s Turn era un sótano tan acogedor
como sucio, tan oscuro como alegre; era
lógico sospechar que entre tus pies
corrían cientos de ratones, que al calor
de esa oscuridad y de las canciones de
Broadway debían de vivir a sus anchas.
En el Rose’s Turn se cantaba. Los
camareros eran cantantes profesionales.
Tenía algo de bar de ambiente sin serlo.
Tenía algo de mariconada festiva y
desmadrada. Tras la barra solía reinar
una negra de unos sesenta años,
compacta: el pecho y el abdomen unidos
de tal manera que parecía uno de esos
taberneros orgullosos que llevan la
barriga siempre un paso por delante de
ellos. Para rematar ese aspecto solía
lucir un sombrero de cowboy. Era una
dama dura a la que le traicionaban los
ojos, que despertaban una simpatía
inmediata. Se llamaba, se llama, Terri
White. Cuando el ambiente estaba
caldeado y la gente tan borracha como
para desatar sus emociones, Terri se
colocaba tras el micrófono y cantaba
con mucha garra la canción de la
carcelera de Chicago o uno de esos
estándares trágicos en los que se cuenta
lo poco que te quiere la gente cuando las
cosas te van mal. A Terri le caían
entonces dos lagrimones, tan compactos
como su abdomen, enormes, que le
mojaban la cara entera y nos encogían el
corazón. Entonces, como si quisiera
saborear en soledad los viejos fracasos,
salía de la taberna a fumarse un
cigarrillo. De vez en cuando esa
cantante con pinta de sheriff sacaba a
alguien del público a cantar. Una noche
la tomó conmigo y, atemorizada ante su
autoridad, canté «Bésame mucho, como
si fuera esta noche la última vez».
Repetí esta frase cuatro veces y luego
me bloqueé. Patético. «No importa —me
dijo ella—, se nota que has puesto todo
tu corazón en esas palabras». Era muy
sarcástica. Pero, ay, Rose’s Turn, ese
refugio para amantes de las viejas
canciones, cerró, y a Terri la perdí de
vista hasta que esta semana vi su rostro
en el periódico con una historia a la
altura del personaje: al cerrar la taberna
se quedó sin trabajo y a consecuencia de
eso y de la ruptura con su novia perdió
su apartamento. Durmió durante tres
meses en un banco de Washington
Square, a dos pasos del viejo pub,
rodeada de mendigos que en su día
también tuvieron piso y trabajo. Por
orgullo no le dijo a nadie que estaba en
la calle. Con lo que ganaba cantando una
noche en un pub mantenía su móvil, se
alimentaba de fideos chinos y lavaba la
ropa. Una noche, un policía que la
admiraba de las veladas del Rose’s Turn
la vio caminando de madrugada por la
plaza. Ella, la que fuera reina de la
vitalidad, parecía el fantasma del
desconsuelo. El policía se puso manos a
la obra y le encontró un apartamento
gratis. Terri fue recuperándose de la
depresión, volvió a enamorarse y ahora
ha vuelto a Broadway, donde en su
juventud cantó con Liza Minnelli y
donde en su madurez la rechazaron. ¿Es
éste un final feliz? No creo. Lo sería si
se contara en el cine. Es una historia tan
cinematográfica como genuinamente
americana: tocar fondo y levantarse,
morir y renacer, reinventarse, tener más
vidas que un gato. Lo que nunca se
cuenta es lo que uno se deja en el
camino. En ese mismo Broadway donde
actúa Terri vi esta semana a Carrie
Fisher, aquella princesa Leia de La
guerra de las galaxias. Carrie, que
parece veinte años mayor de lo que es,
ha escrito un monólogo sobre su vida.
¡Qué vida! Nacida en Hollywood, hija
de superestrellas (Debbie Reynolds y
Eddy Fisher), cuenta cómo papá dejó a
mamá por Liz Taylor; cuenta los
diferentes matrimonios de papá y mamá,
el suyo con Paul Simon; lo devastador
que fue para ella el éxito de la Princesa
de los Moñetes, de la que se hizo un
merchandising brutal (¡hasta una
muñeca hinchable!); su adicción a las
drogas, al alcohol, su trastorno
bipolar… Una velada dedicada a airear
los trapos sucios familiares, las
adicciones, los fracasos («mi segundo
marido era homosexual»). Todo contado
con una vis cómica envidiable. ¿Es esto
un final feliz? No creo. Su salvación ha
consistido en hacer una exhibición de
sus desgracias, convertirlas en materia
humorística, pero no hay un solo
momento de reflexión sobre la soledad a
la que arroja la enfermedad o el alcohol.
Todo se soluciona con: «¡El show debe
continuar!». Pero el aspecto de Carrie
Fisher nos revela lo que ella no se
atreve a contar: la desgracia ha
convertido a la princesa que fue en una
anciana prematura. La verdad siempre
salta a la vista.
Vida de Juan
A mi izquierda, un crío de unos diez
años, menudo, serio, el mayor de una
familia ya numerosa que está situada
unos asientos más atrás. Le pregunto si
le pido algo de beber, le ofrezco un
clínex porque no para de sorberse los
mocos, pero no quiere nada. No insisto.
Si a pesar de su origen mexicano se ha
educado en Estados Unidos, ya habrá
aprendido que con los desconocidos no
se habla. Al poco, se queda dormido, y
olvidado ya de sus reservas, se me
recuesta en el brazo como si fuera el
brazo de su madre. A mi derecha, un
hombre de edad indefinible; su rostro
posee la textura acartonada de quien se
ha pasado la vida trabajando a la
intemperie y seguramente parece mayor
de lo que es. Mientras el niño duerme,
los adultos comemos un pollo con sabor
a pescado. Él, con determinación,
educado para acabar lo que tiene en el
plato. Yo, con escrúpulo. Estamos
entregados a una película insustancial,
Come, reza, ama, que irrita por sus
pretensiones de parábola espiritual. Una
mujer bella y exitosa (Julia Roberts),
harta de una vida vacía, o sea, llena de
cosas —dinero, éxito y casoplón—,
decide viajar al otro lado del mundo
para descubrir lo que al parecer no
encuentra en su ciudad: comida, paz y un
tío bueno. Pero, por encima de todo, lo
que ella trata es de encontrarse a sí
misma. Esa búsqueda, a juzgar por los
destinos, Italia, India, Bali, sale por un
ojo de la cara. No importa. La búsqueda
de uno mismo se ha convertido en el reto
de gente adinerada que durante un
tiempo se viste de hippie, se rodea de
pobres, visita a un chamán y prueba el
bocado más suculento, la vida de los
humildes, para luego volverse a casa
fortalecido y aliviado de reencontrarse
con lo que posee. No tengo nada en
contra de las películas sobre ricos, pero
no me cabe duda de que aquel amor y
lujo de los viejos musicales que
alegraron la miseria de los años treinta y
cuarenta eran más inocentes que esta
especie de espiritualidad de alto
standing. Ahora mismo, me quitaría los
auriculares y le preguntaría a este
hombre de aspecto noble y humilde:
«¿Cree usted que hace falta irse a Bali a
meditar cuando se tiene todo?». Como si
me hubiera leído el pensamiento va
respondiéndome en el último tramo de
nuestro viaje a mi pregunta. Nuestra
conversación comienza porque Juan, así
se llama, me pide que le rellene los
papeles de inmigración. Me entero de
algunos datos sucintos de su vida:
mexicano, cincuenta y tres años, casado,
padre de tres hijos. Esos datos se llenan
de contenido y color con nuestra
conversación. Juan viaja a Homes,
localidad al norte de Nueva York. No
lleva equipaje porque quiere volverse a
su pueblo en dos días; el viaje tiene
como único fin firmar los papeles que le
conceden la ciudadanía americana. Juan
trabaja la mitad del año en Homes como
jardinero. Vive en una habitación pero
no necesita más. No gasta y casi no
habla, porque su inglés es muy torpe. El
dinero que gana lo manda a casa.
Cuando se acaba la temporada de
trabajo vuelve con la familia. Viven
fundamentalmente del campo y de un
peculiar desayuno que preparan todas
las mañanas en el corral, «leche
calentita», consistente en alcohol,
chocolate, azúcar y leche que cae
directamente en el vaso desde la ubre de
la vaca. El alcohol ayuda a matar
cualquier posible bacteria y entona a las
más de trescientas personas que van
pasando, sin tregua, de camino al
trabajo. Desde que recibió la noticia de
la ciudadanía Juan está lleno de dudas:
por un lado, piensa que sus hijos tienen
más futuro en Estados Unidos; por otro,
vive mejor en su pueblo, donde el frío
no le corta la cara y puede hablar con
sus paisanos. En Homes, Juan se
encuentra demasiado consigo mismo; en
su tierra, se encuentra con los demás,
una aspiración de las personas humildes.
Juan mira con preocupación la
declaración de aduanas y me pide que
escriba que lleva dos quesos. Yo le
aconsejo que no los declare, pero él
insiste, póngalo, póngalo: no quiero
meterme en líos por una mentira. El
sabor del queso de sus vacas le hará
sentirse más cerca de casa. Cada cual
tiene en la vida su magdalena. Cuando
aterrizamos, el niño despierta y se
separa de mí avergonzado. Por su parte,
Juan se empeña en bajarme el equipaje
del maletero. En sus manos rudas, como
esculpidas en una madera aún no
sometida a la lija, parece no pesar nada.
Sólo el Cristo que lleva colgado del
pecho da un bote con el esfuerzo.
Mientras nos encaminamos hacia el
control policial siento que todas las
preguntas están respondidas. Voy al lado
de un hombre que come. No puede no
comer aquel que trabaja de sol a sol. Es
un hombre que reza o habla con un Dios
al que imagino que pide cosas concretas
o al que invoca en horas de soledad. ¿Y
ama? No puede no amar alguien que se
aleja de los suyos para proporcionarles
un futuro mejor, alguien que pasa seis
meses al año encontrándose cada
mañana a sí mismo, sólo a sí mismo, que
es lo peor que le puede pasar a alguien
que no ha sido atrapado por las garras
del narcisismo. El narcisismo. Estaría
tentada a decir que es «el mal de nuestro
tiempo», pero he leído que en Estados
Unidos acaban de eliminarlo como
trastorno mental. Es tan común que ha
dejado de ser una rareza. Le veo pasar
el control y respiro aliviada. No le han
incautado los quesos.
Mar de dudas
Hay personas a las que no les cabe la
menor duda. Tiene su lógica. Son
personas tan sobradas de razones que no
tienen sitio en su cerebro para albergar
una duda, por muy pequeña que sea. A
ese tipo de personas las llevo rehuyendo
desde niña. En mi juventud me
acomplejaban; ahora, me aburren.
Fundamentalmente. Creo que a ese tipo
de personas se las observa con más
claridad cuando se llega a la madurez:
tienes la oportunidad de ver cómo
actúan en un ciclo de vida amplio. A mí
me ha dado tiempo, por ejemplo, a tener
que soportar la intransigencia de un
militante de izquierdas y ver a ese
mismo individuo, años después,
transformado en un intransigente de
derechas. Se diría que es un cambio
radical; pues bien, hace tiempo que
llegué a la conclusión de que en esas
personas nada cambia: defienden con la
misma furia lo que piensan en cada
momento y adoptan el mismo sarcasmo
cruel hacia el adversario. También hay
derechosos que a la vejez se volvieron
de izquierdas, pero eso fue, por razones
obvias, más propio de los últimos años
del franquismo. No me refiero a los
chaqueteros. Al chaquetero se le
presupone un afán práctico, oportunista.
A este individuo hinchado de certezas,
al poseedor de la verdad, no le hace
falta que sus ideas sean populares,
incluso en ocasiones se recrea en
sentirse perseguido o ninguneado. El
fanático necesita una dosis de paranoia.
El poseedor de la verdad lo que desea
con fervor es que el mundo quede
ordenado en su mente gracias a una idea
iluminadora que lo abarque todo y barra
las dudas. Esa verdad puede estar
contenida en una ideología, en una
religión, en un grupo de presión o en una
forma de vida. Para alguien que, como
yo, vive, a la manera machadiana, en
guerra con sus entrañas, los poseedores
de la verdad son, por abreviar, un
auténtico
coñazo.
Además
de
previsibles. Ahora que todo el mundo
echa mano de Camus para sustentar sus
tesis (incluso los más intolerantes) me
da apuro adornarme con una cita suya,
pero no puedo evitarlo. Ahí va: «Si se
fundara un partido de los que no están
seguros de su opinión yo me apuntaría a
él». ¿Cuántos nos apuntaríamos en esta
España de las grandes certezas al
partido de las dudas? Lo pienso al
volver a la patria, como el turrón, en
vísperas de Navidad y de esa ley
antitabaco que va a negar la posibilidad
de fumarse un cigarro en cualquier lugar
público cerrado. España sin humo será
otra, pero no lo vivo con extrañeza:
basta con salir de aquí para comprobar
que las leyes antihumo están en vigor
desde hace tiempo en muchos países.
Entiendo, de todas formas, que a algunos
ciudadanos
les
produzca
cierta
incomodidad esa voluntad de crear un
universo de felicidad vigilada tan
propio de los partidos progresistas de
ahora. Como si la salud, el buen o mal
comportamiento, los desencuentros
culturales, el lenguaje o los desastres
familiares pudieran siempre regularse
por decreto. Entiendo, también, que el
fumador exija un poco más de
tolerancia, un rincón a cubierto en el que
poder fumarse un pitillo. No es un
apestado. Incluso me parecen poco
considerados esos anfitriones que no
permiten fumar a sus invitados el cigarro
de la sobremesa. Creí que esa rigidez no
saldría nunca de Estados Unidos. Pero,
cuidado, al mismo tiempo que el estado
de felicidad vigilada me acogota veo
también el otro lado, bastante tenebroso,
por cierto. La derecha americana
encontró la palabra fetiche, libertad,
para defender la no intromisión del
Estado en la vida de los ciudadanos.
«¿Es que van a ordenarnos lo que
tenemos que dar de comer a nuestros
hijos?», dice Sarah Palin. Y tiene la
desfachatez de afirmarlo en un país en el
que los niños pobres padecen un índice
altísimo de obesidad, en el que la
diabetes inducida por la alimentación es
tan común que no es extraño ver a
indigentes con una pierna amputada.
Siempre es más fácil cortar por lo sano
que tratar la diabetes a un pobre que no
puede pagarse el tratamiento. No es un
secreto que detrás de la palabra libertad
se esconde la defensa de intereses
económicos, pero sí es un misterio que
los desprotegidos se traguen ese
discurso. Es fácil mofarse de las
campañas que buscan un cambio de
comportamiento en la población: no
fume, mire cómo se le queda la laringe
por fumar; no beba si va a conducir,
mire cómo se le desparrama la masa
cerebral en la cuneta; no pegue a su
mujer, no pegue a sus hijos, ¿no ve que
se convierte en un apestado social?; no
coma grasas saturadas, ni demasiado
azúcar, ni sea sedentario, ¿no ve que
tiene sus días contados?; coma fruta,
coma fibra, tenga el colon como un
pincel. Y la más inaudita: niño, juega
una hora al día, pero no sólo en tu casa
delante del ordenador, no, juega en la
calle, como hacían los niños antiguos.
Algunas de estas campañas aún no han
llegado a España, pero llegarán porque
el mundo avanza siempre en el mismo
sentido aunque en distintas velocidades.
Yo me encuentro braceando entre dos
aguas, entre esa corriente de cursilería
exagerada que se entromete en la vida
privada del ciudadano en pos de su
felicidad y esa brutalidad conservadora
que deja a las criaturas a la intemperie
en nombre de la libertad. Y cuando me
encuentro con alguien que como yo vive
en un mar de dudas experimento la
alegría de sentirme acompañada.
El cura y el ángel
Creo en la amistad a primera vista.
Aunque la palabra flechazo tiene casi
siempre una connotación de amor
sentimental, yo entiendo que el flechazo
se siente también hacia aquellas
personas a las que, casi de inmediato,
quisieras incorporar a tu círculo de
amigos. Hay gente que da por cerrada su
lista de amistades en la cuarentena, a
veces incluso antes. Triste. En ocasiones
las amistades se hacen de manera
insólita. Yo hice amistad hace unos
meses en Nueva York con el dueño de
una empresa de reformas. Quería que me
pintaran el apartamento. El hombre
desplegó su catálogo de colores y
empezamos a charlar. Hablar de colores
une mucho. Mi amigo (entonces aún no
lo era) dijo unas cosas tan elocuentes
sobre los azules habaneros, los ocres
italianos y los verdes art déco que me
pareció una persona cultivada y
sensible. Por razones largas de contar, el
hombre, además de pintarme el
apartamento, me ayudó en esa carrera de
obstáculos absurdos que es una mudanza
neoyorquina. Tan agradecida estaba por
haberme encontrado este inesperado
ángel de la guarda que me lancé a
abrazarle. Se quedó bastante aturdido.
No hay nada que le inquiete más a un
americano que la invasión de su espacio
físico. El caso es que como mi afición
en esta vida es preguntar me fui poco a
poco enterando de su peculiar vida. El
hombre me contó que vivía en
Broadway, en la zona de los teatros.
Nunca hubiera imaginado que en medio
de todo ese caos de teatros, neones,
pantallas gigantes y abigarramiento
turístico pudiera alguien construir su
nido. Pero la cosa era aún más
pintoresca. A mi amigo el apartamento
le sale gratis porque su pareja es el
párroco de una iglesia del XIX a la que
le fueron naciendo edificios alrededor
hasta dejarla casi sepultada. Animada
por mi marido, que es otro curioso
incurable, le dije a mi nuevo amigo que
nos gustaría visitar la iglesia y el
edificio. Mi ángel de la guarda muy
amablemente nos invitó a cenar. ¿Cómo
se viste una para cenar con un cura? No
es una pregunta frívola. Lo que una tiene
en la cabeza, como española que es, es
que ante un sacerdote hay que
comportarse, o sea, reprimirse. Bien,
pues ahí estábamos los dos, vestidos de
personas muy formales, con una botella
de vino bajo el brazo y llamando al
telefonillo situado a un lado de la
entrada del templo. Mientras subíamos
las escaleras nos fuimos encontrando
una sorpresa en cada piso: alcohólicos
anónimos, adolescentes problemáticos,
pequeño teatro shakesperiano. El
resumen de la vida en cuatro pisos.
Finalmente, el apartamento. El piso era
precioso, con esas dimensiones
industriales de los edificios antiguos. El
gusto del hombre de los colores se
dejaba notar. Todo respiraba paz y buen
gusto, lo cual provocaba un extraño
contraste con el hormigueo urbano que
se contemplaba desde los ventanales.
¿Qué pinturas imagina una que tiene un
cura en las paredes? No creo que exista
un estilo específico para los hogares de
los padres curas, pero si hay algo que no
podíamos esperar era encontrarnos con
dibujos de efebos mostrando unos nada
desdeñables miembros. Al cabo de
media hora llegó el párroco. Nuestro
párroco tenía pinta de párroco de toda la
vida, pero tuvo un gesto muy cómico que
le convirtió de inmediato a nuestros ojos
en un personaje simpático: se quitó el
alzacuello con el mismo aire de hartura
y cansancio con que un ejecutivo se
quita la corbata al llegar a casa. Por
curiosidad y por educación le
preguntamos a fondo por los rituales de
su iglesia, una rama episcopaliana
bastante liberal en la que se permite el
sacerdocio a las mujeres y el
matrimonio. Nos habló con respeto y
afecto de los pobres de solemnidad que
acuden a dormir a la iglesia en invierno;
hay veces, contaba, que los ronquidos de
algún mendigo sirven de fondo al
sermón de primera hora de la mañana.
Pero el calor de las velas, la comida
deliciosa, el vino y la naturalidad de
aquella pareja tan amable compuesta por
un pastor y un ángel desviaron la
conversación
por
caminos
más
insospechados. Querían saber cosas de
España. El párroco se reía contándonos
que en uno de sus intentos infructuosos
por aprender nuestro idioma tuvo un
profesor español que, por el mero hecho
de que fuera cura, lo tuvo catalogado
como un reaccionario durante meses.
Prejuicios, prejuicios. Nos creemos que
el mundo es idéntico a España, nos
creemos que todas las iglesias son como
esta nuestra a la que le cuesta admitir
que su fe ya no es la única. Pero lo más
divertido de la noche fue descubrir su
tremenda afición por el cine español.
«¿Cómo se llama esa actriz que sale a
veces con unas gafas negras y que tiene
un humor tan absurdo?», preguntó el
cura. ¡Era Chus Lampreave! Adoraban a
Chus, esa diosa, y brindamos por la
admiración que compartíamos por esa
estrella internacional. «¿Y ese actor que
salía en Hable con ella y que ha hecho
de cocinero hace poco?» ¡Javier
Cámara! Brindamos entonces por la
madre de Javier, que es mi Chus
Lampreave particular. Antes de irnos les
pedimos que nos avisaran cuando
hubiera algún servicio con alguno de
esos coros prodigiosos que pueblan las
iglesias de Manhattan. Nos fuimos
paseando, charlando sobre todas las
cosas que uno aprende en cuanto decide
quitarse de los ojos la venda estéril del
prejuicio, celebrando nuestra suerte.
¿Tu madre aún
conduce?
Hubo un tiempo en que yo pensaba que
los viejos de Nueva York eran unos
desgraciados; también lo pensaba de los
abuelos de Madrid, aunque un poco
menos. Como en tantas cosas, estaba
ciega o veía las cosas sin verlas. Los
viejos
de
Nueva
York
son,
probablemente, los más afortunados de
Estados Unidos: no dependen del coche,
tienen cerca los hospitales, les conocen
en los restaurantes del barrio y, si
quieren campo, ahí tienen Central Park.
Obama podrá mejorar el sistema de
salud y pensiones de los viejos
americanos, pero lo que es una tarea
imposible (a no ser que Obama acabe,
como tantos esperan, haciendo milagros)
sería reorganizar la estructura social por
la cual la mayoría de ancianos vive
aislada en casas que, en los cuadros de
Hopper o en el cine, nos parecen
idílicas, pero que en la realidad pueden
ser de una soledad hitchcockniana. Un
amigo americano me cuenta en una carta
que su madre, que ha vivido toda su vida
en un pueblito de Maine, tendrá que
acabar yéndose a una residencia porque,
a sus ochenta y cinco años, no se
encuentra ágil para conducir. El coche,
en el que se basa la cultura, la épica, la
cinematografía
y
la
economía
americanas, es, finalmente, el culpable
del desarraigo de los ancianos. Pero
imposible renunciar a él. No es
casualidad el dicho: What is good for
General Motors is good for the US
(«Lo que es bueno para General Motors
es bueno para los Estados Unidos»). La
carta de mi amigo termina con una
pregunta que constituye todo un giro
cómico: «¿Tu madre aún conduce?». La
pregunta no me hace pensar en mi madre
(no la tengo), sino en mi suegra. Mi
mente se traslada al pueblo en el que
vive y me pongo a seguirle
imaginariamente los pasos. Esa mujer
que es mi suegra, pero que podría ser
cualquiera de las madres de los que leen
este artículo, se levanta a las siete de la
mañana y, llevando en el estómago un
café bebido y en los pies esas zapatillas
con cámara de aire que descubrió a los
setenta y siete años, emprende su
caminata diaria. La estoy viendo. No
anda como una persona joven, vacila un
poco, pero sus pasos son determinados,
como si supiera dónde está el Santo
Grial y quisiera llegar la primera para
llevárselo. Mueve los brazos un poco
militarmente, porque así se lo aconsejó
el médico, y lleva los puños cerrados:
en una mano, las llaves; en otra, el euro
para la barra de pan. Se cruza con otras
mujeres que también caminan con los
puños cerrados, decididas a ponerle
freno a la artritis, la osteoporosis, la
artrosis, el sobrepeso y la desgana. Se
están ganando el desayuno, esas tostadas
con aceite que se tomarán en cuanto
lleguen a casa. Luego vendrán la visita a
la plaza (el mercado), las faenas, la
labor (ganchillo, punto, etcétera) y el
recibir visitas o el hacerlas. Sus piernas,
aunque le hagan rabiar a veces de dolor,
la llevan a cualquier sitio esencial en la
vida. Los domingos, a una misa humilde,
porque a ella no le gusta lo pomposo, en
una capilla donde apenas caben veinte
personas. La acompañé un día, ¡a las
siete y media!, y, al ser yo forastera, los
feligreses quisieron agasajarme y
pusieron a mi lado el radiador. Sería
injusto que no escribiera aquí que, a
pesar del madrugón, tengo un gran
recuerdo de aquel oficio. Esas madres,
la mayoría de nuestras madres, no
conducen, muchas no condujeron jamás
ni tuvieron coche. Ahora andan a
menudo montadas en autobuses para
conocer España, pero durante casi toda
su vida el mundo que vieron fue aquel al
que las podían llevar sus piernas, esas
piernas que pesaban como plomo al
trabajar y que andaban tan ligeras
cuando se las sacaba de paseo. Cuando
se es joven se quiere tenerlas bonitas,
cuando se es mayor lo que importa es
que no duelan, que te sirvan, que te
lleven de caminata, a la plaza, a hablar
con las vecinas o a la capilla del
radiador. Las piernas. A los viejos hay
que darles una ciudad o un pueblo en el
que puedan mover las piernas. Nueva
York o Úbeda, qué más da. Lo demás, el
aislamiento en la casa hopperiana, es
una mierda de vida. A Estados Unidos le
sobra campo y soledad; aquí la ecuación
es la contraria, aún no hemos destruido
el gregarismo, pero estamos acabando,
con una pasión que no se agota, con ese
campíbiri que antes animaba el siempre
feo final de las ciudades. Cuando leí la
noticia de la muerte de Violante, esa
pobre anciana que ha muerto meses
después de que el Ayuntamiento
demoliera su casita en la huerta de
Murcia para obedecer las exigencias del
ladrillo, me imaginé a todas esas
personas mayores que han formado parte
de mi vida y que, tan orgánicamente, han
estado ligadas a su pueblo. Mi suegra en
su Úbeda, mis tíos en Ademuz. De todos
ellos, si cierro los ojos, puedo imaginar
sus pasos diarios; al hacerlo, la
melancolía fatal que sufrió esa mujer,
Violante, al verse expulsada del mundo
en el que se había criado se me vuelve
dolorosamente cercana. Aunque mi
mundo esté lleno de T-Cuatros,
ascensores,
rampas
deslizantes,
escaleras mecánicas, despegues y
aterrizajes, siento una tremenda
serenidad al imaginar que todos mis
viejos están donde quieren estar,
caminando su hora diaria, como les ha
dicho el médico, moviendo los brazos
para sacudir la pereza del corazón. En
una mano, las llaves de casa; en la otra,
el euro para el pan.
La de Colorado
A pesar de que mi carrera profesional es
dilatada y brillante, no hace tanto tiempo
que nací. Soy sesentera. En mi memoria
se funden la noche en que llegó el
hombre a la Luna con aquella en la que
Massiel ganó Eurovisión. Sé que brindé
una noche, pero no sé por qué, así que
tampoco sé muy bien hacia dónde iban
los intereses de mis progenitores, si
hacia las hazañas musicales o
espaciales. Luego, conociendo como he
conocido un poco más a mi padre, casi
puedo asegurar que lo suyo era el
espacio. La música siempre le pareció
cosa de frívolos. Recuerdo que el día
que me pilló escuchando «Una
piccolissima serenata» en un disco que
había de canciones italianas, gritó:
«¡Eso no es para niños!». Tanta
impresión hicieron en mí sus palabras
que cada vez que mis padres no estaban
en casa ponía la canción sintiendo como
que comía de la fruta prohibida. Cuando
oía el tintineo de las llaves quitaba la
serenata y lo cambiaba por el disco de
coros del ejército ruso, que era lo que
mi padre consideraba apropiado para
una mente tierna. Como niña de los
setenta padecí la EGB, ese paso
pequeño para una niña, pero gigantesco
para una generación. Ahí empezó esta
carrera acelerada que llevamos en
España hacia la desmemoria, según
Ricardo Moreno, el autor del Panfleto
antipedagógico. ¡Cómo reivindicar la
memoria histórica si en los colegios está
prohibida! Fui de la primera generación
que empezó a hacer gala de la
creatividad. Yo había visto a mis
hermanos dibujar mapas en los
exámenes, ríos, etcétera. Por suerte, mi
generación sólo tuvo que colorearlos.
Los contornos venían en las «fichas».
Como el ser humano nunca está contento,
a mí me parecía que colorear era una
injusticia: había que meter la cera, tan
gorda, por las irregularidades naturales
de las costas y las fronteras caprichosas
de las provincias. Por eso tuve mi
primera tentación de ser americana. Fue
ver el mapa de Colorado y decir: de ahí
quiero ser yo. Un Estado cuadrado. Tú
eres ese niño que nace en Colorado, y
cuando el maestro te manda dibujar tu
Estado, haces un cuadrado con la regla,
lo pintas de rojo y sacas un diez como
un sol. Dado como está la educación,
todos los Estados deberían ser como
Colorado. Yo siempre he sentido una
simpatía por Colorado y sus gentes.
Gentes que viven dentro de un cuadrado
en el planeta Tierra. Ahí quiero que se
esparzan mis cenizas. Tengo un mapa de
Colorado encima del sofá: un cuadrado
rojo. Cuando vienen visitas preguntan si
es un póster de Rothko, y yo les digo:
«No, es el mapa de Colorado». La
contestación
genera
no
pocos
chascarrillos y recuerdos de la infancia.
Toda esta innecesaria introducción viene
a cuento porque, al igual que nunca he
conocido a nadie de Plasencia, nunca
nadie de Colorado llamó a mi puerta.
Hasta el otro día. Me presentaron a una
mujer coloradiense en una fiesta. La
mujer coloradiense les contaba a otras
americanas que le encantaba España,
ese país extraordinario de costumbres
ancestrales. La coloradiense decía: hay
una ciudad en la que durante todo un año
la gente se pasa construyendo unas
esculturas prodigiosas, altas como
edificios de cinco pisos; luego las ponen
en las plazas, las queman todas y la
gente se vuelve loca de alegría porque
el fuego tiene un efecto purificador. Las
americanas se quedaban pensativas
intentando imaginar las razones para
tanto hacer y deshacer, pero soñaban con
ir a Valencia porque un americano es ese
ser al que las tradiciones exóticas le
ponen caliente. El americano debe de
pensar que, en un país de tan extremas
tradiciones, la gente estará todo el día
teniendo intercambios sexuales. Qué
inocentes. Luego la mujer de Colorado
habló de El Corte Inglés de Zaragoza y
de la crueldad con la que las
dependientas se dirigen a las clientas.
La mujer de Colorado, grande como
todas las mujeres de Colorado, cogió
una talla 42, y la dependienta de El
Corte Inglés dijo estudiándola: «Eso a
usted no le entra». La de Colorado
pensó en tirarse al Ebro: nadie en la
vida había sido tan explícito con
respecto a su sobrepeso. El decirle a un
gordo en Colorado que está gordo es
impensable. Todo esto de la mujer de
Colorado (de la que amenazo con seguir
hablando en ulteriores artículos) era la
excusa para terminar hablando del Día
del Orgullo Gay, en cuya manifestación
neoyorquina estuve el sábado. Como soy
bajita (enana al lado de la de Colorado)
me tuve que subir a una papelera de la
mítica calle Christopher para ver algo.
En mi memoria aún resonaba el
entusiasmo con que la mujer de
Colorado hablaba de las Fallas y de una
guerra de tomates a la que tenía
planeado ir el año que viene, porque los
tomates, decía la de Colorado,
simbolizaban la sangre y la pasión
españolas. Más tomate, pensaron las
americanas. Estando encima de la
papelera, siendo saludada desde las
carrozas por «Bolleras contra Bush» o
«Veinticinco años en la lucha (contra el
sida)», pensé en cómo se notaba en
dicha manifestación que esta gente no
tiene madre, ni tiene sentido de la
organización para las fiestas. Los trajes,
supercutres; mucha malla sucia,
maquillajes
penosos,
carrozas
lamentables… Sólo encontré divino que
desfilaran los policías y los bomberos.
Un uniforme siempre gusta. Pero no
llegué a pillar el sentido (como las
americanas con las Fallas): no supe si
eran policías que habían salido del
armario o eran machotes solidarios.
Cutre, sería el adjetivo para el desfile,
al contrario que en España. Desde que
los hijos de las madres españolas
salieron del armario, el atrezo de los
desfiles es mucho más curioso; mejor
confección, oyes, más profesionalidad:
ahí está esa mano por detrás vigilante.
Eso es lo que aún no ha entendido el PP:
el secreto está en la mano que mece la
cuna.
De pronto, la
felicidad
Cada persona tiene su esquina en el
mundo, una esquina que te identifica más
que otros lugares que pisas, una esquina
que te sirve de marco en tu propia vida y
donde
otros
desconocidos
se
acostumbran a verte. Un día, como un
regalo inesperado, uno de los tenderos
de esa esquina te saluda desde su
escaparate con un ligero movimiento de
cabeza. No es nada, apenas un gesto,
pero en él está contenido el
reconocimiento a tu presencia, está
contenida la felicidad. Tuve ese
sentimiento exacto el otro día, cuando
me disponía a entrar a un pequeño
restaurante de mi esquina. El dueño, que
vigila y cobra desde el mostrador donde
vende delicatessen de tradición judía,
me saludó con la misma familiaridad
con la que se saluda a «los regulares».
Descubrí este sitio, el Barney
Greengrass, hará cosa de un año, cuando
aún andaba buscando alguna cafetería
delasdetodalavida en la que me
atendieran camareros que no fueran
actores de simpatía sobreactuada para
trabajarse la propina. Por Dios, ¿en la
escuela de interpretación no podrían
incluir una asignatura para que los
actores aprendan el arte de la
naturalidad en la vida real? La primera
vez que entré a Barney me quedé parada,
como si hubiera dado con la cueva del
tesoro. A un lado del local se encuentra
el ultramarinos, una exposición de
adobos, salmones, esturión y pastramis
que han alimentado desde hace un siglo
a esos judíos y adictos a la comida
centroeuropea que seguían la tragedia
del mundo sentados a las mesas de este
viejo Delhi, como si fueran personajes
de novela de Bashevis Singer, que vivía
justo enfrente. Daniel Gilbert, psicólogo
de Harvard, ha escrito un libro sobre la
felicidad, Stumbling on Happiness
(Tropezando con la felicidad), en el que
habla de la relación del ser humano con
el sentimiento más anhelado, el que te
hunde o te levanta el ánimo. El profesor
Gilbert, sin conocerme, le ha puesto
nombre a lo que yo siento cuando el
dueño de Barney me considera una
clienta habitual, cuando el camarero me
pone una tarta de queso de postre sin
que yo se la pida o cuando, con un relajo
que nada tiene que ver con esa
demostración histérica tan americana de
culto al trabajo, se sienta conmigo y
cuenta que sabe algo de español porque
ahora mismo es el idioma de las cocinas
neoyorquinas. El psicólogo Gilbert, sin
conocerme, ha dado en el clavo: uno no
tiene por qué ser feliz con las grandes
cosas por las que ha luchado; al
contrario, puede que lo grande acabe
provocando una suerte de decepción,
dado que el que deseó ya no es el mismo
que posee; por otra parte, el ser humano
está preparado para recuperarse de los
grandes golpes, a no ser que la biología
se lo impida. Pero lo que parece
fundamental en la vida de cualquiera es
el detalle, la sensación de armonía
diaria. Un día de tu vida se te puede
arruinar por la bronca con un taxista, por
una mala palabra de un vecino o por
tener que pasar los domingos solo; pero
también puedes tocar el cielo con el
saludo de un tendero, así de simple, con
el saludo que el hijo de Barney, el
anciano fundador, me dedica desde la
caja registradora. Barney, ochenta años
en pie, ochenta años en los que según
voy averiguando muchos personajes
notables se comieron el sándwich
número siete antes que yo. El siete es el
número que a mí me da la felicidad
diaria: pastrami, pavo, ensalada de col,
pan de centeno. Lo pienso y se me llena
la boca de esperanza. Antes que yo
comió sietes el presidente Roosevelt,
aún los come el escritor Philip Roth, que
se encuentra aquí cuando viene a la
ciudad con su colega Norman Manea.
También descubro entre las botellas, los
bagels y las latas de arenques una foto
de Sarah Jessica Parker que, sin
maquillar y sin manolos, se queda en lo
que realmente es: una chica judía de
rasgos grandes y expresivos. Los
recortes de periódico se acumulan en el
escaparate: esa crónica en la que se
cuenta cómo el popularísimo cómico
Jerry Seinfeld (¡como uno más!) estuvo
haciendo cola en la calle un domingo. Y
ahora mismo, en la mesa de al lado, el
actor Richard Dreyfuss, con trazas de
estar entrando en la ancianidad, se toma
un siete con sus hijos, unos chavales de
aspecto indie. Cuando Dreyfuss se va, el
camarero nos guiña un ojo y comenta:
«Un buen tío». Esto es la felicidad: un
siete y una cerveza, la Brooklyn Lager,
que es rubia y chispeante como mi
añorada Mahou. Por esa maravillosa red
de conexiones cerebrales, la cerveza de
Brooklyn me hace recordar una película
que volví a ver el otro día, Smoke. Al
vídeo de Smoke le han incorporado
comentarios de Harvey Keitel: «Esta
película —dice— habla de la esquina
que cada ser humano tiene en el mundo».
La voz cálida de Keitel nos cuenta cómo
interpretó a Auggie, ese tendero que
todos quisiéramos tener en nuestra
esquina para disfrutar de ese tipo de
amistad que surge del trato casual. La
amistad que no buscas, pero encuentras,
como la felicidad de la que habla el
profesor Gilbert, la felicidad del azar.
Es por azar por lo que de pronto
recuerdo la escena final de Smoke, esa
en la que Keitel le cuenta una historia
navideña al escritor interpretado por
William Hurt. Están sentados en una
vieja cafetería. Siempre había pensado
que como la película estaba rodada en
los escenarios reales, la cafetería
estaría en el Brooklyn de Paul Auster.
Apurando mi último bocado de
felicidad, le pregunto al dueño: «¿Se
rodó aquí una escena de Smoke?», y me
dice con orgullo: «La última, justo en
ese rincón». Y aunque no soy propensa a
la mitomanía, ese pequeño hallazgo me
dibuja una sonrisa en la cara.
Decididamente, mi número de la suerte
es el siete.
Noche para recordar
Hay días que en Nueva York se huele la
nostalgia. Son esos días en que la niebla
no deja ver el final de los edificios y
uno se siente como dentro de un cuadro
de Marcelo Fuentes, como si ya se
hubiera muerto y fuera un fantasma
caminando por calles por las que
caminó en vida. Esos días, uno se mete
al metro con la conciencia de que lo que
ve, desde el negro que recita pasajes de
la Biblia hasta el mexicano que viaja
cargado de pizzas, es parte del pasado.
Hay días en que uno se siente parte del
pasado. Voy a Brooklyn. Es la hora en la
que muchos trabajadores vuelven a sus
casas dormitando con la boca abierta,
acostumbrados al traqueteo violento del
metro neoyorquino, que asusta al que no
está acostumbrado. Sin darme cuenta,
hace un rato que miro fijamente a una
mujer negra que lleva un ramo de rosas.
Me tiene hipnotizada el moño tan
retorcido, que se mantiene tieso y duro,
como si estuviera hecho de plástico. La
señora me sonríe, que es lo que hacen
los americanos cuando algo les
desconcierta: la mirada de alguien o una
escena que les perturba. Las primeras
veces no sabes cómo interpretar su risa.
Los he visto reír en Salomé, en el
trágico momento en que Salomé, más
que cantar, aúlla con la cabeza del
Bautista en la mano; los he visto reír en
las escenas más trágicas de las películas
de Almodóvar; los he visto reír en el
momento en que el protagonista de
Match Point mata a la bella Scarlett
Johansson. Ahora sé que ríen por no
llorar, o por aliviar tensiones, o porque
tienen miedo. A la señora de las flores
le incomoda que alguien le esté
prestando tanta atención, no lo entiende.
Ella piensa: si no soy joven, ni guapa, ni
llevo un niño o un perro, por qué me
mira. Pero a mí me gusta precisamente
su rostro cansado, la expresión perdida
de alguien que vuelve a su madriguera
después de un día horrible. Ella me
sonríe. Yo me doy cuenta de su
incomodidad,
y
entonces,
para
tranquilizarla, le digo que las flores son
preciosas. Y con ese comentario, toda la
desconfianza anterior se esfuma. Ella me
dice: «Un día lo vi claro: una mujer no
puede pasarse toda la vida esperando a
que un hombre le regale flores, y desde
ese día me regalo rosas. Cuando abro la
puerta y las veo me dan felicidad». Y
para mostrar esa felicidad, la mujer
agacha la cabeza y las huele, aunque las
flores de Nueva York no huelen a nada,
pero puede que ella sepa extraer de su
memoria el olor de aquellas otras rosas
del pasado que alguien le regaló. Las
dos bajamos en Brooklyn, a partir de
ahora como dos extrañas. Camino hacia
una calle pobretona, a espaldas de Park
Slope, esa zona en la que vive el mayor
porcentaje de escritores de Nueva York
y en la que los españoles van a ver la
pequeña tienda de Smoke, donde situó su
novela Paul Auster. En la esquina de
esta otra calle menos memorable hay un
viejo
diner
que
sobrevivió
milagrosamente a los años, los
Starbucks, los Kentucky y todas esas
cadenas de comida. Visto desde fuera,
tiene esa belleza desoladora que
aparece en tantas imágenes del cine.
Visto desde dentro es directamente
tristón, pero aún conserva el encanto del
mobiliario de los cincuenta. Hay una
guía en Nueva York de estos lugares
algo fantasmales. Joanne, mi amiga
bostoniana, me espera en uno de los
asientos de escay. Ella intuye que me
gustan las cafeterías viejas que
recuerdan el Nueva York que ya no
existe; lo sabe porque vivió en
Barcelona el tiempo suficiente para
saber que los nostálgicos europeos,
locos por el cine antiguo, amamos los
luminosos a los que se les ha caído una
letra, los semáforos colgados del
cableado, el humo saliendo del suelo y
las escaleras de incendios. Joanne es
pequeña, aparentemente frágil, de
expresión angelical, como la de Betsy
Blair, aquella maravillosa actriz que
hizo Calle Mayor; pero detrás de esa
primera impresión se aprecia la valentía
de quien se ha criado en un barrio
irlandés de clase trabajadora en Boston
y el nervio de esas personas pequeñas
que llevan un gigante dentro. Joanne
siente nostalgia de España; tanta, que
casi prefiere no hablar de ella. Yo ya
siento nostalgia futura de Nueva York;
tanta, que esta noche sé que ya vivo en
el pasado. Ella tiene la bravura de
algunos americanos, esa que da el que se
tengan que buscar la vida desde tan
jóvenes, solos por el mundo, en un
vagabundeo de colleges perdidos, de
Estados lejanos a su ciudad de origen.
Ella tiene todo lo que es dentro de ella.
Yo tengo lo que soy distribuido en
bienes inmuebles, amigos, hijos, marido,
familia, familia política y los cien
camareros y dependientes de Madrid
que cuando regreso me tratan como si
fuera de la familia. Habla castellano con
acento catalán, e inglés con ese acento
suburbial de Boston que aquí consideran
rudo, pero que yo encuentro lleno de
camaradería, como si el acento supiera a
cerveza. Me dice que en España la gente
se extrañaba de que viajara sola, que la
miraban como miramos en España a los
que comen solos en los restaurantes, con
pena e inquietud, como si fuera gente a
la que nadie quiere. Allí, el perdedor es
el solitario, le digo. Aquí, el perdedor
es el que no tiene trabajo y dinero, me
dice. Y me cuenta que, cuando era
pequeña, la maestra le preguntó en la
escuela: «¿Cuál es tu nacionalidad,
Joanne?». Y ella contestó sin dudarlo:
«Soy irlandesa». Y la maestra dijo:
«¿Cómo irlandesa? Eres americana». Y
cuenta que fue caminando a casa sin
salir de su asombro, diciéndose a sí
misma: ¡soy americana! Y su pequeña
historia resplandece, como ella, en esta
noche del pasado en un viejo diner de
Brooklyn.
El sofá cama
Hay algo peor que vivir en Nueva York:
vivir en Nueva York y tener un sofá
cama. Hay algo peor que vivir en Nueva
York y tener un sofá cama: vivir en
Nueva York, tener un sofá cama y ser
español.
Ser
español
significa
pertenecer a un país en el que hay unas
construcciones temporales que se llaman
puentes. Es complicado explicarle a un
pobre americano que carece del
concepto de «vacación pagada» qué es
eso a lo que un español llama puente.
Lo intento explicar de la mejor manera
que sé: pues esto es que, por ejemplo,
tenemos fiesta en un día intermedio de la
semana y nos tomamos la semana entera.
Si los españoles somos funcionarios,
podemos además echar mano de unos
días de asuntos propios llamados los
moscosos en honor a un ministro que
hubo al que se le recuerda con inmenso
cariño. Hay puentes del Estado, puentes
autonómicos y puentes de los Estados
nación. Hay puentes como éste, le
explicas al ya aturdido americano, en el
que los españoles por una vez en la vida
nos ponemos de acuerdo y, aunque no
creemos ni en la Constitución ni en la
Inmaculada, ¡nos tomamos el puente! ¿Es
que no es bonito el diálogo, ponerse de
acuerdo en lo fundamental, que
pongamos el acento en lo que nos une y
no en lo que nos separa? Lo que nos une,
a día de hoy, en el puzle español, son los
puentes. Y esto enlaza con mi idea
ulterior: si vives en Nueva York, tienes
un sofá cama y eres español, la has
cagado, por decirlo de manera sutil.
Cada dos por tres ese sofá cama estará
ocupado por españoles de puente. El
español no emigra, el español va de
puente. En este puente de la Inmaculada
no había forma de entrar a una tienda sin
encontrarte a un español. «¿Qué pasa
hoy —nos preguntó una camarera— que
sólo estoy sirviendo a españoles?». Esta
camarera desconocía el concepto
puente, esta maravillosa construcción
cultural inexportable a países como éste.
Si vives aquí, en la Gran Patata, y tienes
un sofá cama y llega el extraordinario
puente de la Constitución o de la
Inmaculada, habrás de servir de guía a
unos individuos que han venido a dormir
en tu sofá. Como tú estás de contemplar
Manhattan desde el puente de Brooklyn
concretamente hasta las narices, les
proporcionas la Metrocard, les das la
guía Aguilar y los mandas a la calle,
pero al español le gusta el
amontonamiento y quiere que le
acompañes. Los acompañas. Te vas con
los ocupantes del sofá cama a una misa
de Harlem y allí te encuentras en el
puente de la Inmaculada una cola de
doscientas personas para entrar a la
iglesia. ¿De dónde proceden esos fieles
que pasan frío a las diez de la mañana
de un domingo? De la España plural.
Algunos vienen a un hotel, otros, a un
sofá cama de un amigo. Entramos al fin
en la iglesia y lo que ocurre a
continuación es extraordinario. El
templo se llena de españoles que sacan
fotos, pero como los negros a los que
venían a fotografiar no aparecen, de
momento, por ninguna parte, sacan fotos
a otros españoles que están en un templo
de Harlem. Nosotros mismos, de vez en
cuando, sentimos que un flash nos
alumbra la cara. Como nos hemos
metido en una iglesia episcopaliana que
tiene una liturgia mucho más formal que
la baptista, los fieles españoles nos
empezamos a aburrir porque lo que
queremos los fieles españoles no es un
coro normal y corriente, lo que nosotros
queremos es que los negros levanten las
manos al cielo y todo acabe un poco
como en Sister Act, con creyentes a lo
Whoppi Goldberg. Nos vamos porque la
fe no nos da para tanto. Pero luego nos
vamos encontrando con los mismos
españoles en los puntos calientes de la
guía: la exposición del fusilamiento de
Maximiliano de Manet en el MOMA, la
tienda de Prada que diseñó Rem
Koolhaas, el Katz’s Delicatessen, ese
templo del pastrami en el que el dueño/a
del sofá cama siempre dice: «En esta
mesa es donde Meg Ryan finge el
orgasmo en Cuando Harry encontró a
Sally». Al principio, los visitantesocupantes del sofá cama hacen una
exaltación de la comida mediterránea y
una denuncia pública, quiero decir, que
te lo dicen en plena calle, de la basura
alimenticia norteamericana. Y tú, dueña
del sofá cama, viéndolos tan
concienciados, tan elenasalgadienses,
los llevas a un restaurante de ensaladas
y hortalizas. Los pobres ocupantes se
quedan muy decepcionados y te
confiesan, como si
fuera una
travesurilla, que ellos quieren ponerse
como cerdos durante siete días a comer
hamburguesas. Y es lo que hacen.
Durante siete días, todos los ocupantes
consecutivos que mantienen caliente la
temperatura del sofá cama de mi hogar
se dejan llevar al PJ Clarke’s, al
Jackson Hole, al Steak House, donde
encontramos a otros tantos españoles
haciendo lo propio, y allí todos ellos se
comen la hamburguesa con los dos
panecillos, la untan de ketchup y
mostaza, no perdonan la cebolla ni los
pepinillos ni las patatas fritas, se beben
dos o tres cervezas para acompañar.
Stella, les dices, que es como la Mahou,
más o menos. Y se toman tres o cuatro
Stellas. Los ocupantes del sofá acumulan
muchos gases, claro. Natural, con esa
alimentación. Cuando están a punto de
marchar, llenos de bolsas, con los pies
destrozados y la barriga como un bombo
te dicen, como al principio, que la
alimentación americana es destructiva.
Serán capullos. Cuando se van yo me
siento en el sofá cama. Casa llena, casa
vacía. Seré tonta, ahora los echo de
menos. Pero llegarán otros puentes,
llegarán otros moscosos y tararearé la
copla: «La Quinta Avenida cómo reluce,
cuando suben y bajan los andaluces». En
el viaje de vuelta, hoy domingo, los
ocupantes del sofá cama vuelven
melancólicos a España, pero, como a
todo español, la melancolía se les
curará criticando, dirán: «Tengo la
espalda reventada, ¡menuda mierda de
sofá cama que tienen éstos!».
No hay
V. Cosas nuestras
La mano muy larga
Siento una particular debilidad por los
niños ladrones, por esas niñas que tras
el susto de su primera regla y esos niños
que tras el susto de su primera polución
nocturna quedan, ella con su mejor
amiga, él con su mejor amigo, para ir a
robar alguna cosilla a los grandes
almacenes. Antes, los niños ladrones
iban siempre a El Corte Inglés. Se
quedaban en la planta baja, en la que
estaba la bisutería barata o subían a la
planta de oportunidades, donde se
amontonaban los biquinis del año
pasado. Los niños ladrones se creían
invisibles y se movían entre paneles y
mostradores queriéndose hacer pasar
por niños que van a comprarle a un
amigo algo para su cumpleaños. Pero a
los niños ladrones se les detectaba a la
legua. Miraban a un lado y a otro, se
hacían gestos de complicidad y soltaban
de vez en cuando una risilla nerviosa. La
dependienta daba un aviso al de
seguridad y el de seguridad los vigilaba
de lejos. El de seguridad les dejaba
hacer y cuando, por ejemplo, las niñas
ladronas,
emocionadas
por
su
impunidad, llevaban ya varios anillos o
pendientes o biquinis debajo de la
chupa, el de seguridad les decía por la
espalda dándoles un susto de muerte:
«¿Me podéis acompañar a una salita?».
Y entonces las niñas ladronas, sin
entender nada pero comprendiéndolo
todo, se echaban a llorar de camino al
cuarto de tortura, y, como suele pasar
cuando uno se encamina hacia un
castigo, las cosas sucedían ante sus ojos
de ladronzuelas muy lentamente, como si
estuvieran dentro de una pesadilla de la
que fuera imposible escapar. Todas las
señoras honradas con las que se
cruzaban en la planta baja de El Corte
Inglés las miraban como con pena, como
si fueran niñas abocadas al delito por
ser
víctimas
de
familias
desestructuradas. Pero las niñas no eran
víctimas de nada. No eran niñas
abocadas. Muy al contrario. Las niñas
ladronas robaban por puro gusto. Y
ahora, de camino al cuarto de las ratas,
lo único que las aterrorizaba era la
llamada del guardia de seguridad a su
padre, ese hombre, a la par que auditor,
que en cada comida aprovechaba para
pronunciar un discurso sobre el cuarto
mandamiento, no robarás, y hablaba de
aquellos otros hombres que movidos de
pronto por un impulso de codicia se
procuraban un dinerillo extra. Y
entonces yo imaginaba al Auditor, o sea,
Dios en la tierra, poniéndole la mano en
el hombro al pecador descubierto y
llevándole a un cuarto y mirándole a los
ojos. Era, tal y como la notaba el
Auditor, como una escena de Simenon,
ese momento en el que el comisario
Maigret se queda con el asesino y sin
preguntarle nada, sólo con la fuerza de
su presencia, logra que el asesino
confiese; era como una escena del
comisario Brunetti de Donna Leon,
comisario tan humano, tan conocedor de
la miseria humana, que siempre se
reserva una dosis de comprensión hacia
el futuro reo. A los pobres hijos esas
narraciones paternas nos perturbaban
muchísimo porque, como contraste a la
infalibilidad del padre, nos veíamos a
nosotros mismos siempre en el papel del
acusado. Observarán cierto tono
autobiográfico
enmascarado.
Pues
desenmascaremos a la culpable: era yo
la que, llorando a moco tendido, con la
mano del vigilante en mi hombro,
caminaba con la cabeza baja hacia el
cuarto de torturas; yo, criatura de doce
años apenas, la que entrelazando las
manos en señal de súplica le suplicaba
al hombre: no, no llame, no lo haga. Y el
vigilante, ese gran hombre, del que no
recuerdo el nombre pero al que quisiera
dar las gracias (El Corte Inglés de
Preciados,
1974),
no
llamó,
simplemente inoculó el miedo en mi
cuerpo. A partir de ese momento, cada
vez que el Auditor, o sea, mi padre,
contaba el último caso referente al
cuarto mandamiento, yo miraba hacia el
plato sabiéndome culpable.
Pero extraigamos una parte positiva
de este asunto: lo que podía haber sido
el inicio de una brillante carrera
delictiva se cortó en seco. Juro que
desde entonces no hay mes que no sueñe
que me meten en la cárcel por algo:
malversación de fondos, recalificación
de terrenos, construcción ilegal,
utilización de dinero público para uso
particular, tráfico y consumo de
estupefacientes y, en algunos sueños,
incluso, asesinato. Lo más curioso del
sueño es que no siento arrepentimiento
por el delito en sí, sino sólo vergüenza,
vergüenza de tener que hacer el paseíllo
público hacia el lugar del interrogatorio.
Ya sé que esto no engrandece mi estatura
moral, pero es lo que hay, el sueño de la
razón produce monstruos. Sea como sea,
no he vuelto a robar. Cosillas en los
hoteles y en los restaurantes: un cenicero
que ya es histórico en el restaurante
Cipriani, bolis con el nombre del
establecimiento… Y si los robo es
porque a la vez que apaciguo mi vicio
(que ahí está) satisfago las expectativas
de los propietarios, que dan por hecho
que una cierta cantidad de pequeños
objetos serán afanados por la clientela.
Dada mi experiencia, y teniendo en
cuenta que robar, malversar y recalificar
se ha convertido en algo tan popular en
la vida municipal española, no vería
disparatado que subrepticiamente se
animara a los niños al hurto para luego
pillarlos en la falta y darles un susto de
muerte. Los resultados en mí están a la
vista, fueron estupendos, si bien es
cierto que quedé traumatizada de por
vida y sufro de pesadillas recurrentes.
La posibilidad de la vergüenza pública
contiene mis peores instintos. Muy
distinta hubiera sido la historia si a
todos esos inculpados en la Operación
Malaya, empezando por el constructor
Roca y terminando por la alcaldesa
Yagüe, les hubieran dado de niños el
sustillo que otros nos llevamos. Si a
Mayte Zaldívar la hubieran pillado en El
Corte Inglés, sabría que no se puede
tener la mano tan larga. Pero reconozco
que no todo el mundo tuvo la suerte de
tener una infancia como la mía.
Sola, fané,
descangallada
Cuando se está solo se habla solo.
Cuando se está solo, uno dice en voz
alta: «Voy a hacerme un té». Y uno ve
los tés enfilados, como una promesa de
salud oriental al alcance de la mano, y
se pregunta en voz alta: «¿Me tomo el
verde que tiene antioxidantes o el rojo
que elimina toxinas?». Cuando estás
solito; en el caso que nos ocupa, solita,
no una hora ni dos sino muchas, hablas
en voz alta de lo que vas a comer, como
el niño habla al amigo invisible. Cuando
estás solo te vuelves niño, te vuelves
viejo y te vuelves loco, las tres a la vez.
Un pack espeluznante. Cuando estás
solito pones la radio en la cocina y la
tele en el salón a fin de que la casa se
llene de ruidos. Al principio de estar
solito empiezas con buenos propósitos,
poniéndote mantelillo para comer,
cubiertos bien dispuestos, copa de rioja
y una comida digna; al principio de estar
solo estás hasta ilusionado y, emulando
a Robinson, sabes que hay que marcar
los días y mantener a raya una
disciplina. Pero la realidad es que
cuando uno está solo se pierde la ilusión
y la disciplina. Abres la nevera y qué,
puerros
gelatinosos,
tomates
blandurrios, yogures pasados. Cuando
uno está solo y constipado y se da pena
a sí mismo y necesitas una madre,
aunque estés frisando la edad de Sharon
Stone (motivo de esperanza), y querrías
una mano que te diera Vick VapoRub en
el pechito y una voz que celebrara con
un ¡Jesús! cada estornudo; cuando uno se
siente como el huerfanito de Machín y lo
canta en soledad: «Huérfano, huérfano
soy, yo soy, tacatacatá, un huerfanito».
Cuando uno se pone el discman, además
de la tele y la radio, y te dejas caer en el
sillón y escuchas un disco que te trajo el
más íntimo de los cantautores catalanes,
Álex Torío, de voz ronca y rota como la
de Tom Waits. Cuando uno, entregado a
la ensoñación solitaria, se acuerda de
pronto de que además del disco, Álex
trajo una lata de cocidito madrileño de
marca y cerdo desconocidos: «Es el más
barato que encontré», dijo entregándome
el regalo como si fuera un poema
simbólico de Joan Brossa, como cuando
Brossa, poeta hasta sus últimas
consecuencias, gritó en un restaurante,
¡que me traigan al cocinero!, y le
estampó uno de los huevos fritos en el
delantal a modo de condecoración. De
la misma forma, el cantautor catalán, que
sabe que soy una amante del símbolo,
me regaló la lata para que la pusiera de
adorno, como si fuera una versión cañí
de la sopa Campbell. Lo que no
imaginaba mi cantautor es lo bajo que
puedo caer yo cuando estoy solita,
huerfanita de Machín, arrastrando las
zapatillas por la casa como las muñecas
de Famosa. Cuando una está en su casa,
robinsona, solateras, entonces una echa
mano de lo que sea, y se come la lata de
garbanzos, pero casi sin calentar, en el
mismo cazo, como hacen los taxistas en
Nueva York, que aprovechan para comer
en los semáforos esos fideos de olor
insoportable, y luego eructan o lo que
sea costumbre según la cultura de cada
cual. Todo es relativo. Cuando una está
sola toma Cola Cao de postre. Eso es lo
mejor de estar sola: ¡el Cola Cao! El
Cola Cao es un canto a la esperanza. No
hay constancia de ninguna persona que
esté al borde del suicidio que se haya
tomado previamente un Cola Cao.
Cuando una está sola explota los
grumitos del Cola Cao entre los dientes
y tiene el barrunto de que la felicidad se
aproxima. Cuando una está sola navega
mucho por Internet. A veces una vota
artículos de los periódicos digitales. A
veces, por ejemplo, ya fuera de sí, vota
cincuenta veces seguidas la foto de
Sharon Stone, sólo para conseguir que
aparezca como el primero de los
artículos más valorados. Cuando una
está sola contesta enseguida a las cartas
de los amigos, tan rápido contesta que
los amigos piensan: «Anda que no debe
de estar ésta sola». Cuando una está sola
salta como un resorte cuando suena el
teléfono, y si es una encuesta, la
contesta. Luego llega a la conclusión de
que las encuestas no deberían ser fiables
porque sólo están dispuestos a contestar
los huerfanitos de Machín. Cuando una
está sola se dedica a reenviar todas las
bobadas que le llegan al correo, por
ejemplo, las fotos de calendario porno
de la que fuera Pipi Calzaslargas. Fotos
que vienen a demostrar que una pelirroja
lo es hasta en sus partes más ignotas.
Cuando una está sola se acuerda de Pipi
los sábados por la tarde, de Pipi y
Anika. A Pipi ya se la veía que iba a
acabar enseñando la ignota zona, pero,
escúchenme bien, amigos, si un día veo
a Anika en bolas creo que no lo podré
soportar. Ay, aquellos tiempos de Pipi,
los grumillos del Cola Cao, el Vick
VapoRub, el Redoxón y la vida por
delante. Cuando una está solita y febril
tiende a la nostalgia. Qué bonita
palabra, nostalgia, para definir un
sentimiento tan tóxico. Nostálgica,
febril, huerfanita, así estoy cuando de
pronto aparece en la pantalla del
computer: «ETA anuncia una tregua
permanente». Cuando una está solita lee
las noticias importantes en voz alta,
como para simular que alguien te las
está contando. Si estuviera en Madrid,
piensa esta firme candidata al botulismo,
llamaría a unos y otros, y conociéndome
sé que compartiría la exultante felicidad
de unos, la prudente alegría de otros,
entendería la desconfianza de aquéllos y
el estremecimiento en el corazón de las
víctimas. Tendría la cabeza como un
bombo, habría sucumbido a la insana
tentación
de
escuchar
a
los
predicadores, sentiría la exigencia de
expresar una rotunda opinión. Pero aquí
puedo quedarme inmóvil, como la
marmota Phil, que no asoma el morro
hasta que no está segura de que ha
llegado la primavera.
El inocente y el chulo
Cuando mi amigo A., recién divorciado,
se ha dispuesto a sacar los billetes para
veranear con sus tres hijos este agosto
que viene, se ha encontrado con que sus
niños tienen un carnet de familia
numerosa con interesantes descuentos y
él no. Él, por ley, se ha convertido en
una especie de Tito solterón y generoso
que invita a los sobrinitos a las
vacaciones. El Tito tampoco puede
aspirar a una vivienda de protección
oficial porque su sueldo es el de un alto
ejecutivo; a nadie parece importarle que
ese sueldo se convierta en el de un
obrero una vez que el Tito le ha restado
la pensión de los niños, el pago de la
hipoteca de una casa que es
supuestamente suya aunque no la disfrute
en su vida, el alquiler de su apartamento
y, por supuesto, muchos de los gastos
inesperados y caprichosos de sus hijos,
que piden, piden y piden, sin reparar en
que el nuevo papá está a dos velas. Mi
amigo, que es lo que toda la vida de
Dios se ha llamado un padrazo, vive
como un triunfo el que, a pesar de ser la
madre quien tiene la custodia, sus
criaturas se saltan el régimen de visitas
y cada dos por tres invaden el exiguo
apartamento: para ver el Mundial, para
jugar al tenis o porque, simplemente, le
echan de menos. Mi amigo A. se siente
estafado. No estafado por la vida, que es
una frase tan literaria como carente de
significado, sino estafado por la justicia
y castigado. Es como si volviera a la
escuela y el maestro le hiciera pagar por
la gamberrada de unos cuantos chulos.
La consecuencia es triste, porque siendo
mi amigo un hombre de carácter afable y
amante de las mujeres, deja traslucir en
los últimos tiempos, en sus comentarios
sobre las relaciones sentimentales, un
poso de resentimiento del que antes
carecía. Se siente, me ha confesado, el
inocente que ha cargado con las culpas
del machismo histórico, del actual, de la
injusta discriminación de las mujeres en
los puestos directivos, de los sueldos
escandalosamente más bajos de las
trabajadoras, del ridículo porcentaje de
mujeres en la Real Academia Española,
del hombre que se fue a por tabaco y ya
nunca más se supo, del que no declara lo
que realmente gana y de la mujer que
pierde la oportunidad de promocionarse
en su profesión por tener que entregarse
en cuerpo y alma a los hijos. «Pero ¿qué
culpa tengo yo de la desigualdad de
siglos? —se pregunta—. ¡Si yo era el
que quería la custodia compartida! Y
siempre he sido el chófer, el que hace
las tortillas de patata y el que lleva a los
niños, bien de mañana, a esos partidos
de los sábados, que están acabando con
aquella entrañable imagen del padre que
andaba medio en pijama las mañanas de
fiesta por casa». Cada vez que aparece
en la prensa un artículo o información
sobre la custodia compartida me
acuerdo de él. El otro día, sin ir más
lejos, María Sanahuja, magistrada de la
Audiencia Provincial de Barcelona,
explicaba de manera impecable en este
mismo periódico las ventajas de
compartir la responsabilidad. Sanahuja,
miembro de «otras voces feministas»,
reflexionaba sobre la engañifa que para
las mujeres supone, a largo plazo,
otorgarles por sistema la custodia. Los
hijos, a los que entregaron su vida, se
acabarán
marchando,
su
vida
profesional se habrá visto menoscabada
por su condición de guardiana de la
crianza y la casa, al cabo de los años,
tendrá que venderse y repartirse. La
magistrada ponía el acento en cómo la
tendencia de los jueces a conceder la
custodia a la madre perpetuaba la
situación de postergación de las
mujeres. Completamente de acuerdo. Tal
vez lo que mi amigo echa de menos en
esos artículos que defienden la
verdadera igualdad es un poco de
atención a lo que es la vida de algunos
hombres en esos momentos. No sólo es
la mujer la que pierde. Si a la mujer se
le escapan oportunidades laborales, ¿en
qué se convierte el hombre, que se ve
ajeno y fuera de todo lo que antes
poseía? Cuando hay dinero para
construir una nueva vida, todo es más
llevadero, pero lo habitual es que la
justicia deje a uno de los miembros de
la pareja lampando. Por desgracia, la
ley tiene que corregir la mezquindad de
la gente. Lo deseable sería que cuando
dos personas dejan de quererse tuvieran
todavía capacidad para ser generosas.
No hay ningún psicólogo, ni juez, ni
asistente social que pueda convencerme
de que lo mejor para los hijos es que
mantengan su piscina mientras su padre
está a dos velas. De la misma forma que
a las mujeres nos gusta que los hombres
practiquen con su actitud cotidiana la
igualdad, que no nos hagan de menos ni
nos ninguneen, que no nos llamen zorra
ni puta ni puerca por mucho que detesten
nuestras opiniones, que no nos tomen
por menores de edad, que no ejerzan un
irritante paternalismo, que no nos
consideren incapaces por sistema y que
no piensen que nuestra presencia en la
vida pública les está robando algo, hay
ciertos hombres, los que se han visto
maltratados por la justicia por el hecho
de ser eso, hombres, a los que les
gustaría que en esa aspiración de
igualdad social no se les dejara caer en
el olvido. No se trata sólo de que los
jueces de familia ejerzan, de verdad, la
justicia, sino de que desde cualquier
otra columna escrita por una mujer no se
les arrebate su presunción de inocencia
y no tengan que pagar por la culpa del
chulo de la clase.
Señoras que aman la
cultura
«España es ese país donde las abuelas
ven películas de Pedro Almodóvar y no
sólo no se escandalizan, ¡es que se
sienten identificadas!». Ésta era la
humorística definición que hace años
nos brindaba un hispanista americano de
este pequeño pero intenso país,
Españita. La mirada del forastero te
permite ver lo que tú no has visto,
porque la cercanía empaña el juicio,
siempre condicionado por la historia
personal. Al fin y al cabo, ¿qué es la
patria sino el paisaje en el que vivimos
la juventud o, como decía Max Aub,
donde estudiamos el bachillerato? Yo
nunca habría reparado en que en Estados
Unidos, por ejemplo, sería impensable
que una señora de cierta edad aceptara
situaciones y bromas para las que hay
que ser muy abierto de mente. Veo
mujeres mayores en los cines de
Manhattan, sí, pero por el aspecto
(abunda el modelo Susan Sontag) les
supongo una alta preparación intelectual.
Acuden al cine a ver a Almodóvar como
el que asiste a un acto cultural, a la
obligada cita con el cine de autor. Son
personas entrenadas para catalogar la
irreverencia como una decisión creativa.
Pero lo que al hispanista le hacía gracia
era que en España este director perdía
su condición de artista de culto para ser,
con abuelas incluidas, un cineasta
popular. Su comentario es de hace unos
diez años, yo aún no había reflexionado
sobre cómo las personas que se criaron
en la posguerra fueron las que de manera
más drástica tuvieron que adaptarse a un
nuevo país. Al fin y al cabo, para los
jóvenes no hay más tiempo que el
presente, pero ellos, niños de la guerra,
venían de una patria (con escasos
alumnos de bachillerato) que se
convertiría en otra. Hoy sabemos que
fueron las mujeres las que de manera
más rápida asumieron los cambios.
Ellas, las señoras que perdieron sus
años de escuela, fueron las que
mayoritariamente aceptaron sus lagunas
de conocimiento y se apuntaron a los
centros de adultos. Ahora, invaden los
actos culturales. Ajenas a la pereza y
con ansias de recuperar el tiempo
perdido, hacen cola en los museos,
reciben clases de historia, entran del
bracete en las conferencias, aprovechan
el día del espectador, se apuntan a
viajes de carácter cultural, y en muchos
casos, dejan a sus maridos en casa, con
el mando a distancia y unos Tupper en el
congelador. Tienen algo cómico. Quizá
sea su espíritu positivo, tan ajeno a los
tiempos, y una curiosidad a prueba de
ese desdén que tan a menudo sobrevuela
los círculos culturales. Son señoras.
Señoras que han plagado el Facebook
con los grupos más votados y más
ingeniosos que pululan por las redes:
«Señoras que ven a jóvenes volviendo
del after y piensan que han madrugado»,
«Señoras con la bolsa en la cabeza
cuando llueve», «Señoras que te
preguntan, ¿te has quedado con hambre?,
¿te frío un huevo?», «Señoras que se
vieron todos los programas de Saber
Vivir y se han vuelto inmortales»,
«Señoras que se guardan las mejores
bragas para el día en que van al
médico», «Señoras que aseguran que su
vecino asesino siempre las saludaba»,
«Señoras que se sacan la silla a la
puerta y se montan su propio Sálvame
Deluxe». Adoradas por la gente más
joven que reconocen en esas actitudes a
sus abuelas o a sus madres, son
celebradas como las reinas de la cultura
pop, a las que les da igual ocho que
ochenta, una exposición de Sorolla, un
curso de cocina japonesa o la Noche en
Blanco. El cine debería aprovechar más
su tirón humorístico, no con esas Chicas
de oro a la española (por Dios, qué idea
más desafortunada) sino retratando el
carácter de resistentes que las convierte
en imbatibles en el tercer acto de su
vida. La gente que integra el mundo de
la cultura debería caracterizarse por su
espíritu abierto y desprejuiciado, pero
no, mi experiencia me dice que lo que en
el mundo real despierta simpatía es
visto, a menudo, con la ceja alzada por
parte de los cosechadores de ese huerto.
A veces, aunque parece increíble, hay
quien se atreve a hacer público ese
desprecio, escribiendo sobre esa
literatura que consumen las señoras,
sobre esas señoras que inundan las
exposiciones y no te dejan disfrutar de
los cuadros, o aquellas otras que se
apropian de los primeros asientos de
una conferencia. Misoginia y clasismo
en un pack. El desdén no es nuevo. Ya
en el siglo XVIII se despreciaba la
novela por ser un género destinado a
señoritas (como diría Guerra, sin ánimo
de ofender). Ahora, con la boca grande
o la chica se las desprecia, en público o
en privado, se mira por encima del
hombro a ese público sin el cual
fracasarían la mayor parte de los actos
culturales, actos para los que los
hombres, sí, los maridos de esas señoras
hiperactivas, se muestran a menudo
perezosos o, peor aún, vergonzosos.
Menos mal que ellas, tan dueñas ya de
su destino, ajenas a la burla, se abrirán
paso con mucha educación y a codazos
(en su sistema moral no es incompatible)
y discutirán sobre Primo Levi, como
están haciendo ahora en algunos clubes
de lectura andaluces, o se acercarán a
una biblioteca donde esa tarde habla el
escritor o la escritora de la que están
leyendo un libro. Mientras el novelista
diserta, una señora murmurará: «Está
más viejo que en la foto del libro», a lo
que la otra responderá: «Le habrán
hecho el fotochop».
Fuera de mi cama
¿Cree usted que un joven ciudadano que
luce un tatuaje de esos que empiezan en
la mano y ascienden hasta el cuello
corresponde al perfil estético de un
votante del Partido Popular? Parece
altamente improbable. Esa estrecha
relación entre ideología y estética, que
los españoles obedecemos con más
disciplina de la que estamos dispuestos
a reconocer, nos marca, de forma que
siempre nos resulta fácil clasificar al
otro. Ése es un pijo, ése es un progre.
Ése es un pijoprogre, adjetivo que se ha
hecho tan cansino. Ése es un facha, era
el insulto preferido en mi juventud. Ése
es un revisionista, decían los comunistas
de los socialistas. Esa tía es muy maja,
decían los tíos de las tías cuya
promiscuidad tenía una base ideológica.
Ése es un social, un pequeñoburgués,
una estrecha, un esteta. En fin. Nos
entregamos a esa clasificación con
vocación de taxonomistas, para tener al
prójimo pinchado con alfileres, con la
denominación debajo, como hacía el
señor Nabokov con sus mariposas. «Ése
es un gilipollas» sería la categoría más
común entre los españoles, dado que es
el adjetivo con el que definimos al 80%
del personal que nos rodea. Vivir en un
entorno tan clasificado genera enorme
seguridad. Lo que más me desconcierta
de Nueva York es que aquí la plantilla
clasificadora española no me sirve de
nada. Pondré un ejemplo ilustrativo. El
día de las elecciones vino a casa mi
técnico informático, ya saben, ese ser al
que recibes con tanta ansiedad como
antaño recibías al fontanero y que te
hace sentir como un imbécil (como
ocurría con el fontanero). Mi
informático se recorre en moto la Gran
Patata, sanando ordenadores, convertido
en el mago de la tribu. Cuando le abres
la puerta, te saluda enérgicamente y de
un salto se quita los zapatos y se saca la
chupa. Es entonces cuando surge ese
brazaco
tatuado,
que
observo
maravillada mientras él toquetea mi
computador, con la concentración del
médico que toma el pulso al enfermo; yo
al lado, sufriendo por si me comunica
que el niño tiene una enfermedad
incurable. El martes el tema elecciones
era ineludible, así que esta española
clasificadora, sabiéndole neoyorquino,
joven y amante del tatoo, le preguntó
con sorna: «¿Qué, vienes de votar a
McCain?». El joven tatuado, sin dejar
de mirar la pantalla, me contestó: «Sí».
Me hizo falta un rato para saber que
había contestado en serio. Tras
diagnosticarle a mi criatura un virus
leve, comenzó a darme explicaciones de
por qué había optado por el viejo
McCain. El muchacho, sabiéndose
poseedor del derecho a no esconder su
opción en una sociedad democrática, me
decía que no había votado a Obama
porque no sabía muy bien quién se
escondía detrás del hombre que hoy es.
Siempre me desconcierta esa necesidad
tan americana de rastrear en el pasado
de una persona, como si las criaturas
tuviéramos que responder toda una vida
de las tonterías que hicimos cuando
teníamos veinte años (en mi caso, unas
cuantas); pero confieso que también me
parece admirable la libertad con la que
muchos americanos expresan lo que
piensan sin plantearse si será bien
recibido. Lo cual obliga al siempre
irritado español a ejercitar la tolerancia
(Educación para la Ciudadanía). De
cualquier manera, para mí es casi
imposible a estas alturas borrar la
clasificación de los seres humanos que
está en mi cabeza desde la juventud o la
niñez. Me ocurre, por ejemplo, que
cuando veo ahora a ese amante repentino
de los referendos que es Rouco Varela
se me hace difícil relacionarlo con las
personas creyentes que me rodearon en
mi niñez: mujeres discretas, puritanas
pero en absoluto agresivas, con un
mensaje pueril pero sincero de caridad y
ayuda al desgraciado. Pero aún más me
chirría, por el ambiente en que me crié,
el lenguaje en que Pilar Urbano ha
expresado en ocasiones sus creencias.
Corre estos días por Internet un viejo
reportaje (1994) publicado en Elle, en
donde Luis Antonio de Villena y la
periodista de cámara opinan sobre la
viabilidad de la adopción por parte de
parejas gays. La señora Urbano habla de
esas parejas («ya puestos a hablar de
parejas, ¿por qué no hablar del coronel
y la cabra o de Jon Manteca y su
farola?») que van, según ella, a por la
pela: «La pensión de viuda reclamada
por un maricón fiel hasta la muerte o la
herencia que reclama el sarasa rico
recomido de sida». La intrauterina
periodista, como le gusta definirse, se
pregunta cómo se puede criar a un niño
en «el ambiente enrarecido, enfermizo,
deformante, vicioso y tarado de un par
de maricones. Que apechuguen con su
desviación a solas». Ya digo, a pesar de
que en mí no caló la beatería, sí
recuerdo la bondad de algunos creyentes
que me rodeaban y de algunos que me
rodean. Puede que sintieran una
compasión equivocada, si se mira desde
un punto de vista ideológico, pero no
estaba en sus principios ejercer la
crueldad hacia quien consideraban
diferente o enfermo. 1994, el año en el
que aún se moría tanta gente de sida,
sufriendo el rechazo social y la falta de
humanidad de la Iglesia para
recomendar el uso del condón en los
países pobres. No me extraña que, como
han dicho las encuestas, los creyentes
españoles no dejen que la Iglesia se
meta en su cama. A ver si el Estado se
decide a sacarlos también de nuestra
cuenta corriente.
Esto es algo muy
personal
Me echaron del trabajo por estar
embarazada. Esto ocurrió en 1985, los
socialistas estaban en el poder y yo
trabajaba en la radio pública. Los malos
ratos se almacenan, pero no se olvidan.
Yo no olvido el día en que me llamó el
jefe a su despacho. Iba avisada, sabía
que un jefazo había comentado que, con
dos embarazadas en la redacción, la
cosa se estaba poniendo «antiestética».
El jefazo en cuestión no era mal tipo, y
su idea de la radio pública respondía a
un perfil progresista; pero en ese perfil
no cabían asuntos de tan poca monta.
Así que cuando me senté enfrente del
jefe de programas aquella mañana, ya
sabía que iba a pasar un mal rato. El
hombre, un catolicón bondadoso que era
capaz de aceptar a esa turba de
melenudos que habían invadido la radio,
me acercó la silla, como si entendiera
que yo tenía dificultades para sentarme.
Pero yo no las tenía, en absoluto. Mi
carácter, alegre pero con una tendencia
innata a la melancolía, se había visto
reforzado por aquel aluvión explosivo
de hormonas, y a las siete de la mañana
estaba en una parada de la periferia,
esperando la camioneta. De siete meses,
con el magnetofón al hombro, hacía
reportajes de barrios; de gente rara,
postergada, desatendida. San Blas, El
Pozo, Entrevías. Los yonquis me cedían
el asiento y sus madres («contra la
droga») me preparaban la merienda.
Con el goloso material grabado subía
por la calle Huertas, y el camarero del
Murillo, antes de que entrara, ya me
estaba preparando un vaso de leche con
limón. Para mis compañeros, aquel
embarazo tenía algo de exótico, porque
en los ochenta las chicas de la radio de
veintidós años hacían de todo menos
quedarse embarazadas. Los recuerdos se
aparcan, pero nada se olvida. La palabra
antiestética que precedió a mi despido
me sigue hiriendo tanto como los
razonamientos paternales con los que mi
jefe me puso de patitas en la calle.
Debía estar tranquila, dijo, prepararme
para lo que venía. No sirvió de nada que
yo me revolviera, que le dijera que
estaba cumpliendo, que no quería estar
en casa, por favor, que no quería. Salí
del despacho con la cara colorada. De
vergüenza. Las cosas son más difíciles
cuando se lidia con sentimientos
equivocados, y yo, como les ocurre a los
niños cuando sufren un abuso, sentía
vergüenza. Nunca pude verbalizar ese
sentido latente de culpabilidad: en el
pecado llevas la penitencia. Por el
pasillo me crucé con la chica que
esperaba desde hacía un mes el contrato
de un puesto que se quedaba libre, el
mío. Ay, Dios mío, todo tan grosero, tan
ilegal, tan injusto. No sólo por ellos,
sino por mí misma, que no sabía que
debía sustituir mi sentido de culpa por el
de indignación. Veintidós años. En fin. Y
unos derechos laborales de los que poco
se hablaba en el grueso de los derechos
laborales. Durante aquellos dos meses
comencé una novela, pinté todas las
sillas de mi casa, bajé y subí las
escaleras para que el parto no se
retrasara, me caí por las escaleras, casi
acabo a hostias con un operario castizo
que dijo al verme pasar «¡hija mía,
cómo te han puesto!», soñé muchas
noches que al irme a trabajar me dejaba
al bebé olvidado en un cajón, y atravesé
veinte mil veces el descampado que iba
del barrio de UGT al de CC OO. Gran
descampado,
de
inmensidad
sobrecogedora, como la de los Campos
Elíseos. Me estoy viendo: pantalón de
peto y zapatillas, alegre como nunca,
solitaria y mucho más joven de lo que yo
creía entonces que era. El niño llegó,
extraño y vengativo. Más que llorar,
gritaba, y parecía estar proclamando: ¿a
qué viene tanta felicidad por mi llegada?
Así que, cuando a los veinte días de
traer al pequeño Dios al mundo, el jefe
me llamó para que me reincorporara ya,
ya, ya, o me quedaba sin contrato, a
punto estuve de tirarme a la carretera y
parar un coche que me devolviera a la
radio. Pobre ignorante. La angustia de
dejármelo olvidado en un cajón se
acrecentó, y durante seis meses la
nostalgia invadió todas mis horas
laborales. Luego fui aprendiendo a
compatibilizar la adoración al niño Dios
con mi vocación profesional. Que era
mucha. Es una historia muy personal, lo
sé, pero la cuento por la parte
enternecedoramente común que tiene.
¿Qué queda de todo eso? Una particular
aversión a las ironías que con frecuencia
se usan para hablar de las mujeres
embarazadas, una convicción de que en
España no hemos superado el arraigado
desprecio por lo femenino. Carme
Chacón, embarazada pasando revista. Y
qué. El bombo, se ha llegado a decir. De
ese bombo venimos todos. Así que de
los bombos habría que hablar
quitándose el sombrero. Un cartel
americano antiguo que tengo frente a mi
mesa reza: «Ellas traen los votantes al
mundo, déjalas votar».
Pero si fuera amiga de esa mujer
inteligente que es Carme Chacón le
diría: no tengas prisa, disfruta del
pequeño Dios, el tiempo pasa tan rápido
que no hay ministerio que se le compare.
Al presidente le diría: tal vez el mensaje
esté equivocado; una embarazada no es
una enferma, pero es incomprensible que
tenga que visitar un lugar de riesgo, lo
que necesitamos es tener la seguridad de
que el puesto que merecemos nos estará
esperando cuando estemos dispuestas a
volver. Sin prisa.
A los lectores les diría: éste no es un
artículo sólo para mujeres.
¿Crisis?, ¿cuál de
ellas?
Vendí mis vinilos y ahora mis hijos me
lo echan en cara. ¿Quién coño iba a
saber que se iban a convertir en objeto
de culto? Para mí los cedés fueron un
descanso; como siempre he tenido muy
mal pulso, en mi casa no me dejaban
pinchar los discos. En la familia
siempre vives prisionera del sambenito
que te han colgado. Yo era la que rayaba
los discos. Hacía otras cosas bien, pero
todas quedaban aplastadas por esa tara,
el temblor del pulso, que ahora me
resulta muy chic porque lo padecía
Katharine Hepburn. He seguido sus
consejos para combatirlo: una copa y el
temblor se esfuma. Pero estábamos en
los vinilos. Nosotros teníamos vinilos
de cantautores y vinilos pop-rockeros;
entre estos últimos estaba aquel vinilo
(antes elepé) llamado Crisis?, What
Crisis?, de Supertramp. A mí siempre
me sonó un poco blandengue. No
comparto el entusiasmo supertrampesco
declarado por Zapatero, aunque entiendo
que a nuestro capitán el título Crisis?,
what crisis? le viene al pelo, dada la
resistencia que mostró en aceptar el gran
tsunami. Recuerdo una calada a un
porro unida a esa música. Por mi mal
pulso nunca pude liarme un porro; ahora
pienso que tal vez esa pequeña tara
fuera providencial: me apartó del
camino de las drogas blandas. También
me apartó, gracias a Dios, de
Supertramp,
ya
que,
perrilla
pavloviana, cuando escucho ese disco
me vuelve aquel sudor frío. Siempre se
habla de las secuelas de las drogas
duras, pero suena carca ponerle alguna
pega a las blandas. Personalmente, tengo
comprobado que los grandes fumadores
de porros son pacíficos pero pesados
como ellos solos. Tú invitas a un
fumador de porros a comer y te hace una
sobremesa de cuatro horas. Eso es
terrible para una activista furibunda de
la siesta como yo. Pero volvamos al
vinilo, a Supertramp, a Zapatero y a
aquel disco mareante que fue sintonía,
por cierto, de Informe Semanal. Por
esas
cosas
de
los
contactos
facebookianos, esta semana tomé una
caña con un antiguo camarada de porro,
vinilo y Supertramp. Este hombre tenía
buen pulso y podía haberle ido muy bien
en el terreno de la droga blanda, pero
fue consciente del efecto secundario de
la pesadez en algunos amigos y se retiró
a tiempo. Dicho esto con todos mis
respetos a todas las asociaciones de
amigos del cannabis, que yo estoy a
favor de todo y ya firmé el manifiesto.
El caso es que a cuentas del pasado, de
los hijos, de aquel vinilo y de aquellos
porros que trajeron estos lodos nos
pusimos a hablar de la crisis. Así es la
vida, como este artículo, un sinsentido
argumental. Mi amigo me dijo:
«¿Crisis?, ¿cuál de ellas?». Mi amigo
me explicó que se sentía afectado por
cuatro: la crisis global, la crisis
típicamente española, la crisis de la
construcción (mi amigo es ejecutivo del
ramo) y, para terminar y para colmo, la
crisis personal: mi amigo se acaba de
divorciar y es víctima de una de esas
sentencias en que la justicia estima
indispensable que la madre siga
disfrutando de un casoplón de
cuatrocientos metros cuadrados y el
marido viva en un pisillo alquilado,
pagando, además, la hipoteca de esa
casa que en teoría es suya hasta que los
niños se independicen. O sea, nunca. Mi
amigo soporta la crisis universal sobre
sus hombros, así que, como es un tío
práctico, pidió hora en el psicólogo. Por
el seguro, se entiende. Le dieron cita
para dentro de un mes. Mi amigo
soportó el mes de espera a fuerza de
lexatines que le pasó un amigo boticario.
El boticario es el mejor amigo del
hombre en momentos de crisis. Cuando
le llegó el día de la cita pasó la tarde en
la sala de espera. Tenía ochenta
pacientes por delante, lo cual concuerda
con esas estadísticas que rezan que las
visitas por ansiedad y depresión han
aumentado en un 15%. Pero la espera
fue de lo más instructiva: charló con una
pobre divorciada a la que el marido
pasaba una pensión de mierda («la
justicia siempre acierta», pensó mi
amigo); habló con un obrero de la
construcción en paro y sintió un sudor
frío cuando se dio cuenta de que, casi
con total seguridad, había sido él mismo
el encargado de firmarle el finiquito, y
habló con tres pacientes que habían
desistido de divorciarse dada su penuria
económica.
Con
trankimazines,
actividad física y un poquito de buena
voluntad, la falta de amor es más
llevadera, le decían. Cuando mi amigo
entró en la consulta y vio a aquel
hombre impaciente al otro lado de la
mesa, fue rápido, por no molestar, y
resumió: la crisis global le provocaba
una angustia difusa, como lo que sentías
de niño cuando pensabas que nos iban a
invadir los marcianos; la crisis española
le iba directamente al estómago, donde
se siente la indignación; la crisis de la
construcción le dejaba sin fuerzas,
puesto que cada día hacía frente a un
despido; en cuanto a la crisis
matrimonial, sentía que le había dejado
cara de gilipollas. Cuando salió, tiró la
receta a la papelera: «Para qué, teniendo
a mi amigo boticario». Entró en un bar y
se tomó una caña bien fría. Con el
comienzo de la primavera comenzaban a
verse al fin las piernas de las mujeres.
Piernas y más piernas. Le dio un
subidón. Debe de ser, pensó, que mis
cuatro crisis han borrado la crisis que
me correspondía por la edad, la de los
cincuenta: «La estoy pasando sin sentir».
Hombres y mujeres
Algunas veces, cuando era niña, deseé
ser un chico. Ese deseo no estaba
provocado por el viejo complejo
freudiano de la falta de pene, sino por
querer ser tratada como eran tratados los
chicos. Envidiaba la libertad que les era
concedida, las normas menos rígidas
que se establecían para ellos, el que se
vieran
libres
de
obligaciones
domésticas y la condescendencia con
que las madres contemplaban sus
defectos. A menudo pensé que quería ser
chico; luego descubrí, con los años, que
lo que quería era tener sus mismos
derechos y haber sido reforzada con el
mismo nivel de autoestima. Hay niños
que poseen un talento innato para las
matemáticas, para el deporte o las
manualidades; yo, desde chica (y no
hago épica del pasado), desarrollé un
sentido implacable de la igualdad y de
la justicia: no tenía ninguna tolerancia a
ser ninguneada. Así sigo: no quiero ser
tratada ni con ese paternalismo que
infantiliza a las mujeres hasta que se
caen de viejas ni con ese plus de
desprecio que suelen contener las
críticas que soportamos en ocasiones las
mujeres públicas. De la misma forma
que yo me sentía incómoda en mi papel
de niña de aquella España rancia, había
niños a los que el exceso de hombría
que se les exigía también les venía
grande. Ese tipo de hombre se ha
adaptado con mucha más alegría a este
tiempo presente; es un tipo de hombre
que escucha a las mujeres y detesta las
típicas complicidades entre machirulos.
Ellos, nosotras, aquellos a los que no
nos gustaba el mundo segregado de
nuestra infancia (niñas por aquí, niños
por allá) estamos disfrutando de este
otro mundo en el que es posible la
complicidad entre sexos. Por supuesto,
hay que elegir con tiento y también hay
que educar con tiento, porque las madres
eran las primeras que contribuían en
gran medida a la exaltación de unos
valores masculinos muy discutibles.
Detesto de tal manera la segregación que
me gustaría que hombres y mujeres
pudiéramos hablar de estos asuntos sin
colocarnos de inmediato en la
vanguardia de nuestro grupo. Leí, cómo
no, el ya famosísimo artículo de Enrique
Lynch, el cual podría pedir derechos de
autor por un nuevo verbo, lynchar, que
vendría a significar el derecho a poner
un esparadrapo en la boca de quien no
piensa como nosotros, como pretendían
algunas lectoras. Lo más llamativo del
artículo fue el hecho de que mezclara
algo tan sensible como la violencia
machista (un delito) con determinadas
inercias machistas o misóginas contra
las que tenemos que luchar las mujeres a
diario. Pero había algo que no se ha
destacado en la pieza de Lynch que
curiosamente se repetía en algunas de
las cartas de indignación de las lectoras:
la aceptación de un mundo dividido en
dos. Aquí estamos las mujeres y allí
ellos. Nosotras somos las justas, ellos
los verdugos, y a la inversa, ellas
militan en el revanchismo feminista y
nosotros somos las víctimas de esta
nueva ola amenazante. Me niego a
aceptar estas reglas de juego, entre otras
cosas, porque no responden a la
realidad: la mayoría de los hombres que
conozco detestan la violencia, la
inmensa mayoría de los hombres no han
levantado nunca la mano contra una
mujer, son muchos los varones jóvenes
que jamás han vejado a una compañera,
es una anormalidad social el que haya
hombres que violen a sus hijas; por
tanto, ¿por qué no incluir de manera
natural el rechazo masculino al nuestro?
¿Por qué no jugar en el mismo equipo?
Todo esto vino por una campaña contra
la violencia de género, «ninguna mujer
será menos que yo». A mí no me suelen
satisfacer las campañas sobre asuntos
sociales. Primero, me cansa ver las
mismas caras de famosos saltando de
una campaña a otra: un día contra el
hambre y al día siguiente contra la
violencia doméstica. No sé cómo a
nadie se le ocurre algo más sólido: un
filósofo, una abogada, una escritora, un
científico, personas que aporten un
grado de excelencia a su mensaje, que
no repitan lemas, que tengan autoridad
para inventar su frase. Tampoco me
suenan bien los eslóganes. No son
sutiles. Una cosa es la violencia física y
psíquica, algo tan real como el estrés
postraumático, y otra las relaciones de
poder que se establecen entre las
parejas y que responden al ámbito
soberano de la vida privada. ¿Quién
manda a quién en su pareja? Buf,
depende. Intente usted contestar a esta
pregunta. Cuántas mujeres mayores se
han impuesto en la vejez a sus
autoritarios maridos. Yo quiero creer
que los hombres, los mejores, aquellos
que no se sentían a gusto con ese papel
de hombrecitos de la casa que solían
concederles las madres, disfrutan a
diario de que las mujeres caminemos a
su lado. Mi querido Chéjov, acusado,
por cierto, injustamente de misoginia
(¡lo ciegos que pueden ser los críticos!),
escribió a su hermano: «Recuerda: fue
el despotismo y la mentira lo que
arruinó la juventud de nuestra madre. El
despotismo mutiló de tal manera nuestra
niñez que es enfermizo y aterrador
pensar en eso. Recuerda el horror y el
disgusto que nosotros sentíamos
aquellas veces en que padre montaba un
follón en la cena porque la sopa tenía
demasiada sal y le gritaba a madre que
era idiota. No hay manera de que padre
pueda perdonarse a sí mismo ahora por
todo aquello». Lo escribió hace más de
un siglo: ya existían entonces hombres
que estaban a nuestro lado.
Con una copa de vino
en la mano
Alguien tenía que decirlo: Aznar le ha
hecho mucho bien a España. Es algo que
la gente admite en privado, pero que no
se atreve a mostrar en público. Siempre
la célebre cobardía del español,
siempre. Esa necesidad de este pueblo
secularmente cobarde de que sea otro el
que dé voz a las opiniones difíciles.
Pero aquí estoy yo, una suerte de
Agustina de Aragón de nuestros días,
ondeando la bandera de la verdad,
gritándolo al viento con la voz poderosa
de Aurora Bautista hasta quedarme
afónica si es preciso. Aznar, ese hombre
que colocó a España en el mundo, ese
hombre que tuvo que desafiar a un
pueblo empecinado en no ir a una guerra
para cumplir con una misión moral: la
exportación de la democracia hasta el
último rincón del planeta. Los hombres
que se saben llamados por una misión la
cumplen pese a quien pese. Dicen sus
detractores que el primer signo de su
pérdida de la realidad fue cuando casó a
la vástaga en El Escorial haciendo del
enlace una boda de Estado. Pero yo
pregunto: ¿qué tiene que hacer el
estadista, esconder avergonzado su
propia naturaleza? Dicen que en la
naturaleza de las amistades que eligió
cuando era presidente se retrata: Flavio
Briatore, Berlusconi, Bush… Pero ¿es
que no dice algo bueno del Aznarpersona que admita a sus amigos tal y
como son sin intentar cambiarlos?
Siento que meterse con él ya es vicio,
que cuando un columnista no tiene nada
sobre lo que escribir hace un artículo
sobre don José María y así salva la falta
de ocurrencias (bueno, es un poco lo que
estoy haciendo yo hoy). Por criticarle,
hasta le criticaron que cuando estuvo en
el rancho con Bush, ese líder pusiera los
pies sobre la mesa. Y que contestara a
los periodistas españoles con acento de
Tejas. A mí, por ejemplo, eso me
pareció de lo más simpático, y lo llevo
en mi iPod, porque es que me mondo. Y
ahora con el pelo, porque lleva melena y
dicen que es una melena absurda. Yo
creo que esta última crítica tan
sinsentido tiene su origen en un
rencoroso Rubalcaba, que sufre ese
trastorno que se da en algunos hombres y
que el doctor Freud acuñó como
«envidia de pelo». Pero hoy no quiero
hablar de los logros a nivel nacional (yo
diría que mundial, para ser más exactos)
del expresidente, sino que voy a
aprovechar esta tribuna desde la que me
dejan disparatar cada semana para
agradecerle una buena obra que él, sin
querer, ignorante de su benéfica
influencia, ha ejercido sobre uno de los
personajes más queridos de mi familia:
mi padre. Mi padre no es un padre, mi
padre es un conferenciante. Mi padre,
ese conferenciante, te da una charla,
para unos treinta segundos, y sin más
dilación te da otra. Sus temas son
variados: Hacienda, la corrupción, las
obras públicas en las que participó en su
día y el alcohol y el tabaco. Como mi
padre ama a los niños y sabe que a los
niños los impuestos y la corrupción les
importan un pimiento, tuvo por
costumbre montar a sus nietecillos,
desde que eran pequeños, en sus rodillas
y hablarles sobre las bondades del
tabaco y el alcohol. Por cierto, debo
decir aquí que me ha dado mucho coraje
que a mis niños les haya pillado ya
mayores ese anuncio tan triste sobre los
pequeños fumadores pasivos, porque les
hubiera presentado al casting, y mis
niños, además de fumadores pasivos,
nos salieron bastante monos, la verdad
sea dicha. Mi padre, mientras les
atufaba, les contaba el efecto benéfico
que el tabaco tenía para la estabilidad
emocional, y les decía que la vida es
riesgo. Les decía: el bobo que quiera
llevar una vida supersana, pero aburrida
y sin placeres, que se ponga a este lado,
y el que quiera llevar una vida de
alegría, de cachondeo y de pasión, que
se ponga a este otro. Y los niños, ya se
sabe, se apuntan al cachondeo. Otras
veces, papá les hablaba del alcohol. Les
daba consejos prácticos, hablándoles,
por ejemplo, de cómo ciertos caramelos
de eucalipto que se compran en farmacia
enmascaran poderosamente los efectos
del alcohol, de cómo el alcohol
despierta los sentidos y puede mejorar
la conducción, sobre todo, de esas
personas torpes que van a cincuenta por
hora y ralentizan la circulación de toda
una ciudad. A esas personas, decía mi
padre a sus pequeñuelos, no las dejaba
yo montarse en el coche sin que se
hubieran metido entre pecho y espalda
un sol y sombra. Así participó mi padre
en la educación de sus nietos. Para que
luego queramos arrinconar a los abuelos
encerrándolos en asilos. No, no,
integrémoslos en la vida familiar. ¡Están
tan llenos de sabiduría! El caso es que
yo siempre he sido un poco más…,
cómo lo diría, un poco más timorata,
más formal, más elenosalgadiense, y de
vez en cuando intentaba contrarrestar su
salvaje influencia sobre esos niños a los
que él estaba lanzando al botellón con
apenas ocho añitos. Pero lo que yo no
conseguí —ni la ley del tabaco, ni las
multas de tráfico, ni la propia ministra—
lo ha conseguido el expresidente con ese
canto al vino y la libertad individual que
lanzó el otro día, aparentemente un poco
piripi, ante los bodegueros del Duero.
Cuál no sería mi sorpresa cuando el Día
de la Madre, esa celebración tan
denostada que celebra toda España en
un restaurante plagado de familias
entregadas al consumo etílico-marisquil,
delante de un rodaballo que nos miraba
con el ojo muerto, mi padre dijo, con su
habitual vaso de vino en una mano y su
cigarro en la otra: «Este Aznar se
debería callar ya, porque eso no se debe
hacer; la gente es muy infantil, hay que
tener cuidado porque estás haciendo
apología del alcoholismo, y eso es una
irresponsabilidad, hombre, por Dios».
Me dejó muerta, se me quedó el ojo
como el del rodaballo.
Señor juez
Querido señor don Fernando Ferrín
Calamita: Espero no perturbarle en estos
momentos difíciles para usted. No todos
los días el Consejo General del Poder
Judicial sanciona a un juez. Entiendo
que esta sanción pueda suponer un
borrón en su carrera. O tal vez no, tal
vez el castigo no esté pensado tanto para
humillar como para inducir a la
reflexión. Dicho en términos cristianos,
al propósito de la enmienda. El Consejo
General le sanciona por la sentencia que
usted dictó en la que negaba la custodia
de una niña a una madre lesbiana. Dado
que los vocales del Consejo aún no han
decidido en qué consistirá dicha
sanción, me atrevo a proponer una serie
de medidas encaminadas a su
rehabilitación, al estilo de esos
servicios a la comunidad que imponen
los jueces americanos y que aquí nos
parecen risibles porque los conocemos
ligados a personajes o personajillos sin
sustancia (por ejemplo, Paris Hilton,
Naomi Campbell…), pero que tienen su
utilidad, y en este caso estarían en
consonancia con sus profundas creencias
religiosas. Como usted sabe, Jesús creía
activamente en la reinserción de los
pecadores
(por
ejemplo,
María
Magdalena, el buen ladrón…). Si en mi
mano estuviera, yo le sancionaría a
usted pasando una temporada entre gays,
lesbianas, progenitores con hijos no
biológicos, progenitores divorciados,
etcétera. Resumiendo, con ese tipo de
seres humanos que usted encuentra
inadecuados
para
el
correcto
funcionamiento de la familia. No creo
que como resultado de esta convivencia
acabe usted saliendo en una carroza del
Día del Orgullo Gay (aunque sería una
bomba informativa), pero puede que
terminara por entender que las
preferencias
sexuales
de
los
progenitores no influyen en la
estabilidad emocional de los niños
cuando éstos viven en una sociedad
tolerante. La nuestra, oiga, parece que lo
es. Según las encuestas, la mayoría
acepta la adopción por parte de parejas
gays. Eso siendo como somos
mayoritariamente católicos, aunque unos
católicos, para su disgusto y el de la
Santa Madre Iglesia, algo perezosos a la
hora de practicar y tendentes a vivir y a
dejar vivir. He leído también, señor
mío, que sus colegas quieren que se le
hagan pruebas psicológicas para
descartar que lo suyo es un trastorno.
Sea o no sea, todo es posible, le diré
que conozco a individuos tan
equilibrados como cualquiera a los que
se les hincha la vena cada vez que oyen
la expresión matrimonio homosexual;
piensan, predarwinianamente, que las
cosas y los hechos nacen ya con
palabras adjudicadas de antemano,
como si los niños nacieran con una
etiqueta con el nombre, Jessica o José
Mari. También conozco a seres que, no
habiendo reparado jamás en la presencia
de un niño, andan muy preocupados ante
la posibilidad de que una criatura
abandonada quede en manos de una
pareja del mismo sexo; conozco a otros
que escriben columnas en las que
prácticamente llaman asesinas a las
mujeres que abortan, a algunos que
definen como insensatas a las señoras
que quieren tener hijos y compartirlos
con otra mujer. A esos individuos tan
cargados de razón les pasa como a
usted, que no saben nada, que no ven
más allá de sus narices, que desconocen
la materia de la que están hechos los
seres humanos. Esos individuos tan
justos quieren ignorar que no es nuevo el
que haya hijos de lesbianas y de
homosexuales, que los ha habido
siempre, con la diferencia de que
aquéllos tuvieron que ocultar su
condición como si fuera un pecado y
vivieron una vida falsa, transmitiendo a
sus hijos una personalidad frustrada que
los hijos nunca acabaron de entender. A
esos individuos, a usted mismo, los
llevaría a esas «convivencias», sí.
También les haría leer literatura, pero
leerla de verdad, leer esos novelones
decimonónicos que aparentemente no
tenían ni maricones ni lesbianas que
afearan el argumento, pero que en
realidad ocultaban la verdadera
naturaleza de unos personajes a los que
los autores cambiaron de sexo para
disimular su propia falta. ¡Ah, hay
tantos! ¿Cómo es posible juzgar a los
seres humanos si no se les conoce?
¿Cómo es posible preferir un mundo en
el que las verdades tengan que seguir
caminos subterráneos? Conozco gente,
como usted, que se pone enferma sólo de
pensar que un hombre pueda llamar a
otro hombre «mi marido» y que una
mujer pueda llamar a otra «mi mujer»;
gente que cree que el diccionario nunca
se ha modificado, que nació de un
repollo. Pero usted mismo sabe que la
palabra justicia significa cosas muy
distintas según el país en el que se
pronuncia. Si una mujer la pronuncia en
Arabia Saudí, la palabra justicia es
microscópica; en España, la palabra se
agranda, porque verdaderamente puede
ser una gran palabra, cargada de belleza
y humanidad, y no hay que ceder ni un
paso
ante
quienes
quieran
empequeñecerla. «Gracias, Dios mío,
por no haberme hecho negro, ni mujer, ni
perro», dice un personaje de William
Faulkner. Hay que estar alerta para que
esa oración cambie su sentido aquí y
allá: gracias, Dios mío, por haberme
hecho negro, lesbiana, maricón. Gracias,
Dios mío, por haberme hecho perro. La
justicia no es ni más ni menos que la
lucha por invertir la maldición de ser
considerado inferior, inmaduro o
incapaz. Le aseguro que soy una persona
de orden, ni radical, ni agresiva a la
hora de defender mis principios; algunos
hasta me tendrán por conservadora. Qué
importa. Pero hay actitudes que me
sublevan. Tal vez esta carta no sea para
usted (dado que cabe la posibilidad de
que no esté en sus cabales), pero sí para
aquellos que meten las narices en lo más
privado de la gente, el corazón, y el
corazón tiene razones que la razón no
entiende. El único problema que
podríamos encontrar si la propuesta de
rehabilitarle con «convivencias» saliera
adelante es que va a ser difícil hallar
una familia que quiera acogerle.
Dios guarde a usted muchos años.
¡Viva Finlandia!
España es un ladrillo. En toda la
extensión de la palabra, como decía
doña Lupe la de los Pavos, el personaje
de Fortunata y Jacinta. España es un
ladrillo. Lo constato cruzando La
Mancha, viendo cómo la nobleza de los
pueblos manchegos, con aquellas casas
encaladas de muros anchísimos que
parecían prometer un buen refugio
contra el calor y contra el frío, ha
quedado oculta por esos edificios de
ladrillo marrón que a los tres años de
haberse levantado ya parecen cutres e
inhabitables. Vuelvo de Tomelloso con
un queso que me ha regalado el poeta
Dionisio Cañas. Hay dos tipos de
poetas, los que te regalan sus cinco
últimos libros y los que te regalan un
queso. Particularmente encuentro mucho
más sensible al poeta que opta por el
queso. Además, suele ocurrir que
cuando te regalan un libro te lo dejas en
el hotel. No adrede, sino porque se te
olvida, porque los libros se camuflan
entre la colcha de la cama o se caen
como por arte de magia a las papeleras.
El queso, sin embargo, tan rotundo y tan
redondo, no se te olvida nunca. Creo que
Freud escribió algo sobre los quesos y
los libros en su Malestar en la cultura,
pero a lo mejor lo he soñado. Dionisio
me ha regalado un queso y me ha
prestado a su taxista, que me lleva como
una reina en un Mercedes, que me pone
flamenco y que me habla durante
doscientos kilómetros. Ay, que me que
me. Hay dos tipos de escritores, los que
detestan que los taxistas hablen y los que
los incitan. Yo, en mi anterior
reencarnación, era del primer grupo,
pero ahora, después de haber pasado
dos años en Nueva York, ciudad en la
que los taxistas siempre van hablando
por el móvil y sólo se dirigen al cliente
para cagarse en su madre si no le da
suficiente propina, me he hecho del
grupo B. Además, en estos últimos años,
los contertulios radiofónicos están tan
exaltados que han conseguido lo que
parecía imposible: que hasta los taxistas
furibundos parezcan moderados. Pero mi
taxista de hoy es ameno, poético y de
Tomelloso hasta la médula. Es de ese
tipo de personas que no le hacen feos a
ningún tema. Mi taxista es como el
Google. Tú le planteas un tema (de ese
tipo de temas que a mí me privan) como,
por ejemplo: «Melones», clickeas, y ahí
va este as del volante, a la velocidad de
Internet, y te ilustra con descripciones
del melón de piel negra y del melón de
piel de sapo, y te compara el
crecimiento de un melón con el
embarazo de una hembra, y te cuenta que
hay que plantar un rosal cada cierto
trecho del melonar porque el rosal es la
planta que antes se chiva de la cenicilla,
un hongo que tiene el aspecto de la
ceniza y que quema la posibilidad del
fruto. Ah, qué alegría esos interlocutores
que se entusiasman con cualquier asunto.
A eso le llamo yo un interlocutor válido.
Quien dice «melones» dice «camiones».
Mi taxista cuenta que aprendió lo básico
de Internet en un cursillo que hicieron
para la gente del campo (de Tomelloso)
y ahora se pasa el día navegando por sus
grandes pasiones, el camión («Se lo
aseguro, el que ha probado un tráiler ya
no quiere otra cosa») y el flamenco. Mi
taxista y yo guardamos un minuto de
silencio por Fernanda de Utrera, la reina
de la soleá, que ha muerto esta semana.
En ese minuto de respeto pienso en lo
que se va y se pierde cuando se muere
una de las cantaoras viejas. Carmen
Linares lo sabe, y por eso reunió en una
antología los cantes de esas mujeres
irrepetibles que en muchos casos son las
que enseñaron a cantar a unos hijos o
sobrinos que luego han sido más
conocidos que ellas. Pienso que la de
Utrera es como todas esas calles de los
pueblos que una vez que fueron
demolidas ya no se pueden imitar ni
reproducir. En eso estoy rumiando
cuando mi taxista va y me pregunta: «¿Y
usted qué piensa del modernismo?».
Sinceramente, la pregunta me deja
atónita. No sé cómo hemos llegado hasta
aquí. Afortunadamente, el paisaje
manchego de esta España de ladrillo me
inspira la respuesta acertada: «Pienso
que… nos estamos pasando de
modernismo». Lo digo acabando la frase
con un ligero tono de interrogación por
si me equivoco. Y mi taxista dice:
«Efectivamente». En estos momentos me
siento casi como de Tomelloso. Somos
dos almas gemelas viajando en un
Mercedes con un queso manchego en el
capó. «Mire, me señala, ahí tiene las
consecuencias de tanto modernismo». Y
a nuestra izquierda, en un secarral a la
altura de Seseña, contemplamos un
espectáculo bladerunneresco: un campo
del que han brotado como sin venir a
cuento
unas
disparatadas
moles
urbanísticas y cientos de grúas que
prometen más moles en los próximos
meses. Una ciudad repentina sobre un
paisaje sin árboles, recortada sobre la
nada. España es un ladrillo. Un ladrillo
permanente. Mientras los políticos se
encuentran ocupados en pelear el hecho
diferencial
de
cada
comunidad
autónoma, los especuladores se afanan
en construir una España nueva en la que
vamos a gozar por fin de una seña de
identidad común: ¡el ladrillo! Pero, por
Dios, contemplémoslo desde su parte
positiva: la nostalgia será entonces una
pérdida de tiempo. ¿Por qué habremos
de sentir nostalgia de las afueras de
Madrid si serán iguales que las afueras
de El Puerto de Santa María? Terminará
uno por no saber en qué suburbios de
qué ciudad está. Puede que nos acabe
pasando como a La Macanita, la
cantaora de Jerez que estaba hace dos
años cantando por bulerías en un teatro
de Filadelfia y, emocionada por el calor
de un público americano que se
mostraba rendido a su arte, gritó con su
peculiar voz rota: «¡Viva Finlandia!».
El señor Roca
«La cultura del pelotazo». Ésta es
probablemente la frase más fea que ha
inventado el periodismo español. El que
la inventó debe de estar satisfecho
porque probablemente haya sido quien
más haya contribuido a que se llame
cultura a cualquier cosa. La cultura del
pelotazo. Yo la viví de cerca, y no
precisamente desde el mundo de la
cultura, no, yo estaba inmersa en el
pelotazo propiamente dicho. El pelotazo
me dio a mí en plena cara. Primero, en
la radio pública, en esa época en la que
los
políticos
llevaban
trajes
desestructurados, con hombrera y
mangarranglán, y tenían la nariz de un
sumiller y los labios siempre a punto
para chupar la cabeza a un langostino.
Luego, en la tele privada, donde los
ejecutivillos de nueva onda se pasaban
la mano por la nariz veinte veces al día
para limpiarse los restos de polvillo
blanco o para presumir delante del
personal subalterno de que tenían restos
de polvillo blanco, según. Esos
ejecutivillos habían sido rojos diez años
antes, pero como ahora eran de la
cultura del pelotazo solían llamar cutre a
cualquiera que viviera en un barrio de la
periferia.
Aquellos
ejecutivillos,
exmarxistas-leninistas, fueron pioneros
en eso de ir pegados al móvil por los
pasillos y convirtieron la tele en un gran
culo. La cultura del pelotazo, como casi
todas las culturas que a mí me han
pasado por encima (que han sido todas y
hasta hoy, mire usté), se caracterizaba,
como casi todas las culturas imperantes,
en que no podías disentir ni rechistar: si
rechistabas eras un antiguo, un progre
revenido o un sindicalista. Esto último
era lo peor de lo peor. Lo moderno era
el pelotazo. A los del pelotazo les
fascinaban los horteras, siempre y
cuando fueran horteras con dinero,
evidentemente. Les fascinaba, por
ejemplo, Gil y Gil. Le consideraban un
gran comunicador, que es otra expresión
que se puso de moda en la época de la
cultura del pelotazo. Aquello de llamar
presentador al presentador se había
quedado pero que supercutre, mira.
Veinticinco ejecutivillos o más se
estrujaron el cerebro a fin de inventar el
programa adecuado para Gilygil, ese
gran comunicador. Y lo encontraron.
Don Jesús salía en bañador, inmenso en
carnes como Tony Soprano, pero sin esa
boca de Gandolfini que cualquier mujer
normalmente constituida quisiera besar.
Gilygil presentaba su programa desde un
jacuzzi marbellí rodeado de unas
señoritas a las que les flotaban los
pechos como si fueran boyas en alta mar.
Aquello de que la bañera fuera redonda
era el colmo del doble sentido sexual, y
a nuestro hombre le venía de perlas
porque Gil tenía ese toque verderón de
la época de la cultura del destape (otra
cultura), y al ejecutivillo moderno le
parecía lo más reivindicar esa parte tan
injustamente denostada de nuestra
cinematografía. La lectura subliminal de
la forma de la bañera es que aquel tío
tan castizo, tan llanote, si quisiera podía
ventilárselas a todas. El show, si mal no
recuerdo, se llamaba Y tal y tal. Viva el
ingenio. Yo (concretamente) y otros tres
tontos como yo andábamos por los
pasillos de la tele como si fuéramos
fantasmas de otra época, conscientes de
nuestro anacronismo. Porque aquélla era
la época en que por narices había que
reírle las gracias a Gil, la época en que
se le defendía como el bruto pero
noblote que había limpiado Marbella de
chusma. «¡Chusma, chusma!», como
decía el Chavo del Ocho. La época en
que tantos periodistas eran invitados a
fines de semana, a cenorros, a fiestas. La
época en que los más honrados fueron
extorsionados. La época en que un hotel
de lujo bautizó una suite con el nombre
de Camilo José Cela y que el premio
Nobel presidió unas jornadas de aquel
bien llamado «sindicato del crimen». La
época en que al señor del jacuzzi le
dedicaban programas entrañables del
tipo Ésta es su vida para que parientes y
amigos demostraran que tras esa fachada
de hombre bruto había efectivamente un
hombre bruto. Fue la época en que gran
parte de aquel pueblo votó al señor del
jacuzzi. Así es la democracia. La gente,
mayoritariamente, es capaz de votar a un
señor que sale en la tele en un jacuzzi y
tal y tal. Claro que no es que la gente de
Marbella sea especial, para nada. La
gente también es capaz de hacer
presidente de un país a un tío que
desaparece un mes para hacerse un
trasplante de pelo y luego reaparece con
un pañuelo en la cabeza. La gente es
capaz de hacer gobernador a un
individuo que llegó al cine a través del
culturismo (la cultura del cuerpo, otra).
La gente es capaz de reelegir a George
Bush. La gente es capaz de hacer
concejala a una tía que se ha puesto en
los labios dos salchichas Purlom y que
se harta de gritar como una ordinaria en
un programa nocturno de la tele. Cómo
se puede votar a una tía que habla con
dos salchichas. Salchichas como labios,
que diría el poeta. Luego dicen que la
estética no importa. Si la estética no
miente, lo revela todo. La estética es la
verdad. Ahí ha estado el pastel estos
años a la vista de todo el mundo: el
helipuerto de los cinco euros, las
caballerizas, el Miró adornando la
bañera del señor Roca, el oso disecado,
el oso vivo, los Rolls y, por Dios
bendito, ¡los mozos de las caballerizas
uniformados!, que es como el colmo de
la nuevorriquez. Aquel lugar común de
«a la gente, cuando le tocan el bolsillo
se rebela…». Mentira. La gente. La
gente puede ver cómo se lo llevan crudo
y sentir orgullo delegado, hasta
admiración. Lo raro es que no se
llevaran más porque han tenido tiempo,
votos, éxito de crítica y público.
Digamos que ellos han actuado dentro
de la lógica del sinvergüenza, han hecho
su trabajo. Pero ¿y la gente votándoles?
Ahí sí que me rayo, ¿ves tú?
Hijos en propiedad
«¿Qué tal el colegio?», le preguntas al
hijo de algún conocido. Y entonces,
antes de que ese niño logre vencer su
barrera de timidez y contestarte, hay una
madre o un padre que responde: «Pues
estamos muy contentos porque íbamos
un poco flojillos en matemáticas, pero,
como nos hemos esforzado, al final, lo
hemos sacado. Así que estamos la mar
de contentos». Soy muy sensible a la
ñoñería, cuando escucho ese plural
maldito somatizo la gran incomodidad
que siento y noto que parpadeo
demasiado por no saber bien adónde
mirar para escapar de la vergüencilla
ajena. Es curioso, ese plural se
empleaba cuando los niños eran muy
chicos y no sabían expresarse, y bien
estaba que así fuera: era una manera de
que los niños aprendieran cómo
responder a las preguntas de los
desconocidos. Lo tremendo es que ahora
ese plural que convierte a un hijo en un
mero apéndice de sus padres se
prolonga en algunos casos incluso
cuando la criatura ha comenzado la
universidad. Los hijos se acomodan a no
responder y dejan que sean esos padres
inefables los que respondan por ellos.
El silencio de los jóvenes es muy
enigmático, a veces se les aprecia cierto
rubor, pero no acierto a saber si es que
sienten vergüenza de sus padres o de su
propia incapacidad para mostrarse como
adultos. Hay padres que se consideran la
mejor influencia para sus hijos. Eso
siempre me intriga. ¿En ningún momento
se plantean que someter a sus hijos al
contraste de otras formas de pensar o de
vida no es peligroso sino enriquecedor?
El padre de Buda, queriendo darle a su
hijo la educación más protegida, más
exquisita, lo mantenía encerrado en un
palacio, rodeado de belleza y juventud.
Cuatro veces cuenta la leyenda que el
muchacho se escapó, y en esas cuatro
excursiones a la vida real pudo ver a un
mendigo, a un enfermo, a un viejo y a un
muerto. Y ya no quiso volver a su
reclusión. Cuando yo era niña, era más
fácil que hoy disfrutar de zonas de
independencia: la calle, el colegio o los
familiares te permitían ir construyendo
tu personalidad de manera poliédrica. Si
bien en España no es legal educar a los
niños en casa, como gustan hacer
algunos padres fanáticos americanos que
no permiten que sus crías respiren el
aire del mundo, sí que se ha impuesto en
algunas familias el miedo al contagio.
Al contagio de otros seres diferentes. La
Abogacía del Estado rebatía esta
semana los argumentos por los que unos
padres se oponen a que su hija reciba
clases de Educación para la Ciudadanía.
Imagino que los miedos que impulsaron
a esa pareja a llevar este asunto hasta el
Tribunal Constitucional han sido
alimentados durante todos estos años
por la Iglesia, que no ha dejado de
insistir en la peligrosidad de la
asignatura, y por el Partido Popular, que
llevó hasta el patetismo su oposición,
haciendo que en la Comunidad
Valenciana se impartiera en inglés. Pero
también hay un componente de soberbia
paterna. Y esa soberbia no tiene
ideología, está asentada sobre la
vanidad de creer que puedes insuflarle a
tu hijo todo tu pensamiento, para que lo
herede, para que sea un ser a tu imagen y
semejanza. Los temores que provoca
dicha asignatura están claros. El sexo,
cómo no, en primer lugar. El miedo a
que se reconozca verbalmente que se
puede llamar familia a la que está bajo
el amparo de dos personas del mismo
sexo; que se puede llamar matrimonio a
dos personas del mismo sexo (igual que
se puede llamar hijo a un hijo no
biológico); el miedo a que la exposición
a la realidad homosexual inocule la
«enfermedad» de la homosexualidad en
los niños; el miedo a que el niño quede
expuesto al principio básico de la
democracia, el de igualdad. Terror a que
los niños reciban en la escuela unas
ideas opuestas al adoctrinamiento
casero. O simplemente el temor a que
sean informados. Padres que por sus
hijos MA-TAN. Al fin y al cabo, aunque a
Belén Esteban y a estos padres
temerosos de la diversidad del mundo
les mueva una moral bien distinta, hay
un elemento poderoso de unión: el que
lleva a creer que un hijo es una
propiedad más del progenitor y que
cualquier cosa que entre en su cabecita
debe ser fiscalizada por el padre. Me
gustaría saber cuántos de esos padres
que se echaron las manos a la cabeza
por una asignatura escolar permiten que
a sus hijos los eduque un reality show,
que también contiene un gran principio
de educación para la ciudadanía: aquel
que defiende que la manera más rápida
de ganar dinero consiste en salir
haciendo el zángano en la televisión. Me
puedo imaginar que para algunos padres
debe de ser duro aceptar que ellos no
son la mejor influencia sobre la tierra
para sus hijos, o, al menos, que no
deberían ser la única. Pero los padres
respondemos a una maquinaria que se
oxida pronto: de niños, los hijos nos
admiran;
de
adolescentes,
nos
cuestionan; de adultos, nos toman cariño
y nos llevan la contraria. Y qué
tranquilizador es que nos discutan sin
amargura, sin resentimiento, que sepan
que el amor es incondicional y que
pueden defender su propio criterio.
Cuando así sucede, la relación se vuelve
tan dulce como cuando eran niños. En
cuanto a la sobreprotección, qué
pedagógica resulta esa escena de
Psicosis en que Norman Bates afirma:
«El mejor amigo de un muchacho es su
madre». Y no hay más que ver cómo
acabó la cosa.
VI. Don de gentes
No hagas el indio
Cuando empecé a venir a América, hace
¡quince años!, aún sentía el orgullo tonto
de pensar que la tontería americana
nunca cruzaría el Atlántico. Los
profesores de universidad que conocía
contaban los equilibrios que tenían que
hacer para no ofender a los alumnos,
contaban que no cerraban nunca la
puerta de su despacho para no ser
acusados de acoso sexual, contaban que
preferían subir la nota a una alumna
negra aunque no hubiera asistido a clase
antes que meterse en líos. En la tele
veíamos a Clinton en su ceremonia de
posesión y todo parecía preparado por
un publicista poco sutil para que los
distintos grupos de presión estuvieran
presentes en aquello: las mujeres, las
mujeres negras, los hispanos, judíos y
musulmanes; los latinos… Por Dios, que
no faltara nadie. A mí, Clinton me
parecía que tenía un fondo de
chisgarabís y que estaba casado con una
mujer más inteligente y ambiciosa que
él. No es que ella fuera la mujer que
mandaba a la sombra, sino que había un
malentendido de base: era ella la que
debía
haber
mandado.
Tanta
escenificación paritaria de cara a la
galería
y
había
una
enorme
contradicción en todo aquello. Mi teoría
quedó confirmada cuando Clinton tuvo
esas relaciones de medio pelo en el
Despacho Oral. Estoy segura de que en
el improbable caso de que hubiera sido
Hillary la que hubiera tenido un lío con
un becario, habría optado por perpetrar
el asunto en una habitación fuera de la
Casa Blanca y practicando el abanico
completo del catálogo amoroso. Pero
Hillary, a no ser que ocurra un milagro,
nunca mandará: es difícil encajar que la
lista es ella. Desde siempre la tildan de
soberbia, arrogante, clasista y pedante.
Lo curioso es que los que sí la quieren
están de
acuerdo.
Hillary es
terriblemente egocéntrica, así la
interpreta una actriz en el programa
humorístico Saturday Night Live. Eso
sí, nadie duda de su inteligencia. Todo
aquel circo americano de la corrección
política contemplado con aquellos ojos
míos de 1991 me parecía de ciencia
ficción. Aún no se había escrito La
mancha humana, y muchos escritores
americanos vivían agazapados en los
campus, temerosos de ser el próximo
objetivo de un estudio moral destinado a
demostrar que eran machistas, sexistas,
racistas, reaccionarios, antijudíos o
projudíos (según), enemigos del mundo
árabe o amigos de un canon que excluía
las culturas indígenas. Había tantas
razones por las que ser acusado que lo
más sensato era la invisibilidad. Yo
escuchaba esas historias y me divertía
porque me parecían cosas ajenas, cosas
de los americanos. Era algo tan
extraordinario como aquello que decía
Manuel Aleixandre en Plácido cuando
veía la cesta de Navidad: «¡Perdiz
escabechada, foie gras, jamón en
dulce… Vamos a comer a la moderna,
como los americanos!».
El primer aviso de que ese mundo
llegaba a España fue una reunión que
tuve con un batallón de estudiosas de
literatura infantil americanas. Venían
muy cabreadas porque nada más pisar
nuestro país se habían encontrado en la
calle con un eslogan publicitario que
rezaba: «¡No hagas el indio!», el cual
les había confirmado que en el
inconsciente de los españoles aún seguía
latiendo una mentalidad de superioridad
colonial. Después de hacer un juicio
sumarísimo a la psicología colectiva
española, la emprendieron conmigo,
contra la ideología que se desprendía de
mis cuentos. «Tal vez tú no lo haces
conscientemente», me decían aquellas
profesoras temibles, pero ahí está, se ve,
el pecado brota. Eran unas treinta contra
mí, así que cuando conseguía
recuperarme de una acusación de
racismo que me dejaba en el suelo,
¡pumba!, otra de aquellas mujeres sin
piedad me atizaba con otro puñetazo
moral que me hacía morder el polvo.
Como los escritores no podemos llorar,
yo contesté tiesa, implacable, aunque
dentro tenía a mi pobre persona, la
verdadera, llorando como lloran los
niños, con la cabeza tapada por los
brazos contra el pupitre. Mis
compañeros escritores se quedaron
callados. Por un lado, aliviados de no
ser ninguno de ellos el pelele elegido,
un poco resentidos por que se centrara
en mí todo el asunto e íntimamente
alegres de que la chica famosa se
llevara un mal rato. «Menos mal que
nunca he creído en el gremialismo»,
pensé. Esta semana, en el Día de la
Mujer Trabajadora, he visto en la
prensa, por un lado, la foto de las chicas
en torno al presidente; por otro, una
entrevista con la profesora Anna
Caballé que hace un recorrido
exhaustivo por la misoginia en la
literatura española. Me incluye a mí.
Estoy acostumbrada a que la profesora
Caballé me tenga muy presente, lo cual
le agradezco en el alma. En cuanto a esa
acusación, porque de acusación se trata,
podría responderle que por fortuna son
muchas las mujeres que leen las bromas
como bromas y se ríen como yo me río
de mí misma (mis artículos tratan
fundamentalmente de eso); le explicaría
yo a la profesora Caballé la cantidad de
fuerza moral que una mujer ha de tener
para escribir en España una crónica
humorística. Yo tengo ya caparazón, se
lo aseguro, pero ha habido momentos en
que la pobre persona que llevo dentro se
ha puesto a llorar con la cabeza en el
pupitre. Y le diría que el hecho de no
sentir un orgullo especial por ser mujer,
ni querer formar parte de cuotas, ni ser
santona de colectivos, ni de antologías,
ni de foto de chicas ni de nada no me
hace menos mujer, ni menos trabajadora
ni menos feminista, y, por supuesto, el
hecho de hacer bromas con las mujeres,
señora mía, no me convierte en
misógina. Me hace libre.
Dolor de corazón
No sé si querría ser más joven. Lo que
sí que me gustaría es estancarme, hacer
eterno este presente. De la juventud
quisiera conservar la lozanía física,
pero no envidio a quien era hace veinte
años, aquella joven perdida en
ansiedades estériles. No es infrecuente
que en la mente juvenil aniden ideas
falsas, una de las más comunes es la
creencia de que no hay amor verdadero
sin
sufrimiento.
Esa
imagen
caricaturesca del amor, tan ligada al
cliché romántico, convierte a muchos
jóvenes cándidos en víctimas propicias
de los chulos o las listillas, de las
mujeres manipuladoras o los hombres
fanfarrones. El joven o la joven inocente
buscan, como si fuera un alimento para
el alma, a alguien que los machaque,
porque entienden que el amor sólo
habita en el terreno de la melancolía. Lo
más natural es que las personas
aprendamos y que con la experiencia de
un capullo o de una arpía en nuestro
expediente amoroso tengamos más que
suficiente; puede incluso que echando la
vista atrás concluyamos que haber sido
el juguete de un amante caprichoso nos
ha servido para desarrollar mecanismos
de defensa que nos protegerán toda una
vida. Pero ay de aquel que perpetúe el
carácter sufridor hasta perder por
completo su autoestima. No hablo de
malos tratos físicos, por supuesto, sino
de mera supeditación. Lo pensaba el
otro día cuando caminando por el paseo
del Prado pude escuchar cómo un
hombre maduro de gesto malencarado le
decía a su mujer antes de cruzar el
semáforo: «¡Tira!». Tira, le decía sin
apenas mirarla, indicándole con un gesto
de la cabeza que pasara delante de él.
Tira, a secas, sin acompañar la orden de
un nombre propio o de otro añadido que
le restara fiereza. Tira, como si en vez
de pasear con una mujer estuviera
pastoreando una cabra. Aún peor,
porque a los animales esas órdenes
tajantes les salvan en muchas ocasiones
de morir bajo las ruedas de un coche.
Quién no ha amado alguna vez a quien
no le convenía. Quién no se ha
empecinado en perseguir a alguien que
no le correspondía. El cine, la ficción en
general, ha sacralizado el amor fatal,
siguiendo, como si se tratara de una
plantilla, esa idea juvenil de que sólo
merece la pena aquel que nos hace
perder la cabeza. Hay una película en
cartelera, Two Lovers, que evita esa
convención romántica. Un joven (el
extraordinario Joaquin Phoenix) que
padece una enfermedad mental vuelve a
casa de sus padres después de un
fracaso amoroso que le ha dejado al
borde del colapso. Conoce a dos
mujeres: una de ellas (Gwyneth
Paltrow) representa a la mujer
inalcanzable, que se aprovecha de su
cariño sin amarle; la otra (Vinessa
Shaw) es la mujer que ama sin trampas y
que le ofrece una vida serena, dentro del
orden familiar en el que se criaron y del
barrio en el que crecieron, Brooklyn. Lo
interesante es que el director no ha
dotado de mayor atractivo a la joven de
vida inestable ni ha restado misterio a la
chica formal. Las dos mujeres poseen un
aura de cine clásico y la película, de
apariencia sencilla, te deja cavilando
sobre los tortuosos caminos que
conducen a la felicidad. De la felicidad
se habla mucho. Y se lee. Hay gente que
lee manuales sobre la felicidad en el
autobús o en el metro de camino al
trabajo. Me pregunto si todos esos
lectores que hunden su mirada en un
libro de autoayuda tienen algo en
común: ¿son todos ellos infelices?,
¿comparten el mismo afán de aquel que
lee un libro religioso?, ¿se aprende a ser
feliz o el que nace con la sombra de la
desgracia en su carácter está marcado
para siempre? Varias universidades de
Estados Unidos, Europa y Australia han
realizado el más completo estudio sobre
la felicidad hasta el momento. No se
trata de elucubraciones sino de un
abrumador estudio de campo que ha
saltado fronteras tratando de encontrar
elementos comunes en la sensación de
felicidad o desgracia que acompaña a
los seres humanos a lo largo de la vida.
Que el dinero no da la felicidad es algo
que se confirma, siempre y cuando,
añade el estudio, se hayan cubierto las
necesidades básicas. Piense usted por
qué los malagueños se declaran, en
general, más felices que los suizos. En
mi opinión, razones no les faltan. Pero
eso es otro asunto. Hay aspectos en el
estudio menos transitados y, por tanto,
más curiosos: el periodo de la vida
donde se concentran los mayores
estados de infelicidad está comprendido
entre los diecisiete y los cincuenta años.
La infancia es, si se da en buenas
condiciones, esa época en la que se
atesora una batería de felicidad para el
futuro, y los años de juventud y madurez,
o sea, de productividad, son aquellos en
los que se acumula una mayor cantidad
de angustia y ansiedad. A partir de los
cincuenta, dice el estudio (no se trata de
mi opinión), comienza una línea
ascendente hacia la satisfacción, porque
son más felices aquellos que viven en
paz con sus limitaciones. La cultura de
las últimas décadas, tan generadora de
necesidades absurdas, ha trastornado
(esto sí es opinión mía) la felicidad de
la infancia, pero, en general, siguen
siendo los viejos y los niños los más
dotados para el disfrute. Es cierto que
ser viejo duele en los huesos, pero al
parecer provoca más dolor el deseo
frustrado de tener una vida distinta de la
que nos ha tocado en suerte.
Aires de grandeza
Aires de grandeza. Eso es lo que debo
de tener, pienso, mientras miro al rey,
que preside la mesa en la que como, y
siento compasión por la vida que le ha
tocado vivir. Supongo que para los
detractores de la Corona, esta sensación
mía es un insulto al pueblo, ya que se
supone que los reyes son seres que sólo
viven para acumular privilegios;
supongo que también para él, para el
mismo rey, sería humillante si supiera
que esta mujer que le observa desde el
otro lado de la mesa siente algo
parecido a la lástima por él. Alargo el
cuello, hago la grúa, y la miro a ella, a
la reina, la veo afirmar con la cabeza,
sonriente y con más atención que su
marido, que a veces tiene la mirada
brumosa; entonces, otra compasión del
mismo calibre que la anterior me
invade. No tengo a nadie a quien
confesárselo; creo que en esta mesa de
cien personas que celebramos el
Cervantes concedido a Juan Marsé no
habría casi nadie que pudiera compartir
estas ideas que rumio. Unos pensarían
que sentir pena de los reyes es
reaccionario, cursi o de una inaceptable
humanidad. ¡Pero no puedo evitarlo! Sé
que ahora mismo hay mendigos de
solemnidad ahí abajo en la plaza de
Oriente, en el interior de los enormes
setos que adornan el parque. Sé que hay
casi cuatro millones de parados,
inmigrantes sin papeles, mileuristas sin
esperanza. Sé que hubo un culebrón, los
ricos también lloran. Sé que los
intelectuales miran las lágrimas de los
reyes con ironía. Bien. Sin embargo, yo,
viéndolos a ellos, experimento de una, a
lo bestia, toda la fortuna de mi vida: la
fortuna de no cargar sobre mis hombros
con un destino familiar del que no poder
zafarme; la alegría de no ser el centro
allí donde vas; la ligereza de caminar
por donde me da la gana; la libertad de
poder expresar mis ideas sin que se
cuestione mi derecho a hacerlo; el alivio
de no tener que hacer el rendez-vous a
mandatarios extranjeros, el coñazo de
los viajes, el coñazo de los bailes
regionales en todos los aeropuertos. ¡Ja!
No es que la desgracia ajena me haga
sentir bien, aunque también. Me veo
aquí, sentadita en palacio: cuando
quiero, hablo con mis compañeros de
mesa; cuando no, me quedo mirando la
impresionante mampostería del techo.
Cuando este palacio fue de verdad
habitado, los reyes habrían de notar el
runrún de los habitantes de los pisos
superiores, de todo ese batallón de
operarios,
modistillas,
criados,
lavanderas, que asistían a la monarquía
y formaban una especie de pueblo
interior, un Madrid dentro de Madrid,
con pasillos concurridos como si fueran
calles. Tendría que oírse. Tal vez sería
un lejano rumor, como el ruido de las
correrías de los ratones en las
buhardillas de los pueblos. Ellos ya no
viven en este palacio inabarcable, pero
viven en otras casonas, igualmente
pertrechadas por vigilantes, ajenos
física y humanamente a la gente que anda
por la calle con las manos en los
bolsillos. Me causa extrañeza esa vida,
sí. ¡Con lo que a mí me gusta andar con
las manos en los bolsillos! Miro al rey.
Muchos adjetivos le adornan, algunos
muy sabidos: socarrón, campechano,
simpático. Hago la grúa y miro a la
reina: atenta a las palabras de otros,
discreta (algunos dirán que ese adjetivo
se malogró este año). Imagino la de días
en los que tienen que asistir a actos
como éste. Se supone que este acto
debiera ser un poco más sexy por el
hecho de estar protagonizado por gente
del mundo del libro. Pero no, nosotros
podemos ser tan aburridos como
cualquiera, o incluso más, porque forma
parte de nuestra esencia mostrar
desprecio y distancia, aunque lleguemos
a ponernos paranoicos si no se nos
invita. Nadie mejor que Alan Bennett ha
descrito esa pose cejialta en aquel libro
del que ya escribí, Una lectora nada
común. Por lo que a mí respecta, estoy
disfrutando, disfruto de ver el palacio
por dentro, de zascandilear, de escuchar
algún chisme, de saberme espectadora,
sin más. Sobre todo, disfruto de lo que
es una excepción en mis sobremesas. No
podría aguantar que esto se repitiera
más de un día al año. Para el café,
pasamos al salón contiguo. Ésta es la
parte relajada, me dice alguien, en la
que ellos pueden departir con autores,
editores y directores generales. Ah.
Desde mi rincón, los veo, efectivamente,
moverse de un grupo a otro. Los
príncipes sostienen una atención más
enérgica, más juvenil, como si la batería
estuviera al máximo, pero en ellos se
nota el cansancio de siglos, de su sangre
y la de sus antepasados. ¿Cómo será la
vida si no puedes mantener una
conversación
maliciosa
con
un
desconocido? ¿Cómo vivir sin la
pequeña maldad o sin esa confidencia
temeraria a la que uno se atreve cuando
se han bebido dos copas? ¿Cómo
soportar que los demás no se comporten
nunca contigo de manera natural?
¿Acaso no perciben que según se
acercan a un grupo se hace un silencio,
se tensan las sonrisas, se fuerzan las
amabilidades?
Al día siguiente, antes del gustoso
ronroneo
en
mi
siesta
Amarentiemposrevueltos,
veo
el
telediario; ahí están de nuevo, con una
delegación india. Indios o escritores,
tanto da. Un aburrimiento. Me imagino
en su lugar, ya por la noche, en la
soledad de su cuarto o de sus cuartos.
Seguro que yo me pondría a fantasear
con la república. Pero yo, ya digo, tengo
aires de grandeza.
Adiós mi España
preciosa
No sólo tengo problemas fuera. Lo de
fuera, créame, es una anécdota. Dentro,
lo que es de puertas para adentro, tengo
un frente abierto. Mi familia no soporta
que, de vez en cuando, siguiendo la
estela
de
tantos
intelectuales
progresistas occidentales, haga un
artículo contra la familia. A mi familia
esos comentarios ni en broma. No te lo
dicen directamente, pero te hacen el
vacío, quedan para comer todos los
hermanos y a ti no te avisan, cosas de
ese tipo. Finalmente te sientes
presionada, quieres ser admitida de
nuevo en el grupo, y acabas escribiendo,
no ya un artículo, ¡un manifiesto a favor
de la familia! Recuerdo un artículo
estremecedor que escribí hace un año en
Nueva York, esa ciudad que para mí es
como una granja de desintoxicación (me
baja el nivel de España en las venas), en
el que narraba, con notable gracejo,
cómo un día sintiéndome sola como una
perrilla en la Gran Patata me fui a un
centro de masajes y me sometí a los
amasamientos de un indio. El artículo,
como todo lo que escribo, tenía su
moraleja. Trataba de la maravilla de
vivir fuera; de las virtudes de un cariño
(el del masajista indio) en donde la
contraprestación está clara, no como con
la familia, con los que siempre tienes
sentimientos de culpa. El cariño que se
paga,
acababa
yo
diciendo
esclarecedoramente, tiene sus ventajas,
la primera y fundamental: «No tienes
que soportar a la familia». A mí
(concretamente) esta última frase me
pareció graciosísima. A mi familia, no.
La frase salió publicada un domingo y
yo estuve junto al teléfono toda una
semana,
sintiendo
su
reproche
silencioso. Y dado que uno escribe para
que le quieran, desde entonces firmo
manifiestos a favor de la institución más
antigua del mundo, y, aunque me
gustaría, como hacen todos, escribir un
artículo echando abajo los valores
familiares, me reprimo y escribo una
columna como ésta, que más que una
columna es un templo a favor de la
familia y que está dedicado, desde aquí
lo digo, a mi familia: «A mi familia, que
me vio nacer».
El americano es ese ser que siempre
que habla en público hace un canto a los
valores familiares y que luego está
deseando que el niño cumpla dieciséis
años para largarlo al college y convertir
su habitación en esa salita de televisión
con la que siempre soñó. El americano
es ese ser que ve a sus padres sólo un
día al año (o ninguno), pero cuando los
padres mueren va al terapeuta para ver
dónde estuvo el error, sin caer en la
cuenta de que no es un error, ¡es una
costumbre! Es una tradición librarse de
los padres y de los hijos. La revista
Vanity
Fair
vive
de
ofrecer
documentadísimos reportajes sobre lo
desgraciada que fue la infancia de los
artistas; la literatura americana se nutre
precisamente de eso, del desarraigo y la
soledad. El español (o como se llame)
es ese ser que abomina de su familia en
cuanto puede, que se desahoga con los
amigos, con los compañeros de trabajo,
y que si tiene una columna en un
periódico, al menos una vez al año (por
Navidad), echa pestes de dicha
institución. Pero eso sí, es capaz de
matar si alguien se mete con su madre,
asiste como cordero degollado a las mil
comilonas familiares, tiene en cuenta las
ventajas de vivir cerca del clan,
compensa las faltas del sistema
económico con la ayuda familiar,
mantiene a los hijos que cobran sueldos
basura, cuida de los padres enfermos,
soporta con paciencia infinita la
impertinencia de sus mayores y es
esclavo de sus niños. Las abuelas cuidan
a los nietos; las hijas, de los padres; los
maridos, de las suegras. Hace un tiempo
que hablamos de la nueva familia, lo
cual nos hace sentirnos francamente
innovadores, pero en el fondo damos un
rodeo para llegar a lo mismo. Qué más
da que el chico en vez de novia se eche
novio, qué más da que el niño biológico
sea adoptado: la suegra siempre será la
suegra, la abuela siempre la abuela. Lo
nuestro es estar amontonados. Aquellos
que hablaron del fin de los valores
familiares, del final de la madre
castrante y del padre autoritario, no
decían la verdad. Cambiarán los géneros
y los detalles, pero no nuestra tendencia
al amontonamiento. Ah, y otra cosa,
cuando lean esos artículos que de vez en
cuando les regalamos los columnistas de
absoluto rechazo a lo familiar, no se los
crean, forma parte del ritual, es el
último coletazo que nos queda de una
juventud que mi generación se resigna a
perder. Ese/a mismo/a columnista que
apuesta en público por el fin de esta
pestilente institución es el mismo o la
misma al que se le cae la baba con sus
hijos, el mismo que si puede los
colocará en su misma empresa o los
recomendará, el mismo o la misma que
estará en las funciones escolares y en
esas fiestas de graduación que les hemos
copiado a los americanos a los que tanto
odiamos, el mismo o la misma que
cuidará a la madre cuando se le vaya la
cabeza. Quede bien claro, tras este
speech conservador, que el artículo que
a mí me gustaría escribir sería el otro, el
de echar pestes, para sentirme una más.
Pero les debía estas emotivas palabras a
mi familia, que me está escuchando y
que tanto se enfadó conmigo cuando se
me ocurrió contar lo feliz que era yo
viviendo lejos. Además, qué caramba,
estoy sentimental. Suele pasar cuando
estás a punto de irte. Debe de ser lo que
yo llamo el síndrome de Estocolmo. Por
cierto, que el otro día unos que gritaban
en la calle me mandaban a África.
Lástima que ya me hubiera sacado el
billete para América, adonde ya me voy,
me voy, cantando aquella copla que se
me pone en los labios en cuanto piso la
T4: «Adiós mi España preciosa». Seré
imbécil.
Vida de un héroe
En la perezosa mañana del sábado leo el
periódico. Antes de comenzar, desplumo
el tocho de suplementos y publicidad y
voy echando a una bolsa todo aquello
que antes de su uso ya está destinado al
reciclaje. Maldigo el gasto absurdo de
papel, de plástico; maldigo a este país
que compatibiliza su obsesión por el
reciclado (mi edificio ha sido multado
por no reciclar apropiadamente) con el
gasto innecesario de bolsas y de papel.
Como si fuera una condena que tengo
que cumplir, asumo que se me irán dos
horas leyendo una serie de reportajes
que me llevo al sofá, como el perro se
lleva el hueso al rincón. Entre esas
lecturas encuentro de pronto un nombre
que me resulta familiar, el de María
Durán. María es dominicana y vive,
rodeada de sus hermanas, en Corona, un
área hispana de Queens. María es
noticia porque los restos de su hijo, el
soldado Alex Ramón Jiménez Durán,
que llevaba meses desaparecido en Irak,
han sido encontrados. No es la primera
vez que María aparece en el periódico:
hace unos meses, The New York Times la
entrevistaba en un artículo en el que
informaba de que casi la mitad de los
neoyorquinos muertos en esa guerra son
hispanos. El nombre de María estaba en
mi cabeza porque su peripecia me la
contó alguien que la conoce mucho. Pero
ésa es otra historia que comienza hace
tres años, en el andén del metro, cuando
escuché a alguien pronunciar mi nombre.
Era un chico de veintitrés años, sonrisa
franca y una mirada azul muy intensa,
anhelante. Venía de un pueblo de Lleida,
le habían concedido una beca para
estudiar un máster en una universidad
prestigiosa; era su primer día en Nueva
York y me había reconocido. Estaba
fascinado por la casualidad y a punto de
interpretarlo como una señal. Fuimos
charlando los veinte minutos del
recorrido. Era tan receptivo a las cuatro
cosas que yo le iba contando, que vi
claro que esta experiencia le cambiaría,
que tendría la suficiente flexibilidad
para dejar que este tiempo le cambiara,
algo menos común de lo que parece,
porque hay gente tan fiel a sí misma que
mejor sería que no saliera de su pueblo.
Pero este muchacho, que se despidió con
dos besos, llevaba escrito en la cara que
iba a dejar que le ocurrieran cosas. Le
vi alejarse con la mochila al hombro,
como internándose ya en el futuro, y
como su naturaleza bondadosa era tan
transparente sentí una especie de temor a
que alguien le hiciera daño, como
cuando dejaba a mi hijo a las puertas de
la escuela. Esa noche recibí un correo
suyo: le habían robado la cartera. Así
comenzó una amistad, y hasta hoy. Lo
más emocionante es cómo ha adquirido
maneras de chico cosmopolita sin dejar
de tener presentes a sus padres, gente
del campo que dejó de trabajar dos días
para ver cómo el chico se graduaba ¡en
Nueva York! El primero de la familia
que va a la universidad y lo remata con
un máster en la New School. Eso genera
envidias, maledicencias. Esta historia es
vieja, uno de los grandes temas de la
literatura. La escritora canadiense Alice
Munro, que ha contado como nadie la
necesidad de salir del mundo al que
parecía destinada, dice: «Ser ambiciosa
[en mi pueblo] era cortejar el fracaso y
arriesgarse a hacer el ridículo». Pero la
mejor manera de combatir la envidia es
perseguir tu deseo: todo este tiempo, el
muchacho estudió y trabajó en una
cadena
de
televisión
hispana,
Telemundo. Allí aprendió a hacer
titulares impactantes para emocionar a
la melodramática audiencia hispana. En
vez de «Una niña ha resultado
gravemente herida en la montaña rusa de
Coney Island», escribiría: «Noticia de
impacto: mutilada resultó una niña…».
Fue en sus días de Telemundo cuando
supo de la cantidad de madres hispanas
que estaban perdiendo a sus hijos en la
guerra de Bush, y se lanzó a Queens a
conocerlas, se ganó su confianza y
comenzó un documental sobre estas
familias humildes que emigraron para
darles a sus hijos un futuro mejor y han
acabado perdiéndolos en esa guerra
insensata. Cuando el sábado leí que el
cadáver del hijo de María había sido
encontrado, sabía que Xavi Menós
estaría entre ellas, en esa casita de
Corona que tiene todas las butacas
plastificadas para que no se estropeen.
Él,
entre
ellas,
respetuoso,
escuchándolas rezar el rosario de la
Coronilla, empachado de comer guisos
con puerco, esa contundente comida
dominicana con la que pretenden hacer
engordar a ese muchacho angelical que
ha entrado a formar parte de sus vidas.
Xavi les hizo un póster con las fotos del
soldado: La vida de un héroe, lo tituló,
porque sabe que la manera para esas
mujeres de enfrentar la pérdida es
convertir al hijo perdido en alguien
mítico. Héroe, le llaman; reviven su
infancia, reconstruyen el momento en
que le vieron por última vez, cuando
volvió unos días de Irak y ya no parecía
el mismo, era alguien mucho más
sombrío. Xavi me cuenta que el
momento más desgarrador fue cuando,
sentados frente al televisor, vieron al
locutor de Telemundo anunciar lo que ya
sabían, la muerte de Alex. Fue como si
la tele diera carácter de realidad a un
hecho que no querían creer. La madre
empezó a gritar.
Yo lo he presenciado todo a través
de los ojos del muchacho del metro, al
que a su vez he visto hacerse un hombre
sin haber perdido la inocencia, y
perdiendo ese miedo pueblerino,
paralizante, a hacer el ridículo.
Los años no
perdonan
Un negocio no es negocio si no te
permite levantarte a las diez de la
mañana. Eso decía Lara, el creador de
Planeta. En lo que a mí respecta diré que
mi aspiración en la vida era encontrar un
oficio que me permitiera dormir la
siesta. Yo podría morirme ahora mismo
dado que he visto mi sueño realizado,
pero ¿por qué morirme, pregunto, si
cada tarde espero con ilusión renovada
el momento de despanzurrarme en el
sillón y, abrazada al mando a distancia
como el bebé a su chupete, dejo que la
mandíbula se me hinque en el pecho? Ya
de pequeña apuntaba. Frente a esos
niños inquietos que desde los tiempos
de Atapuerca han dado el coñazo a sus
padres a las cuatro de la tarde y lo
seguirán dando hasta que los polos se
derritan y a los seres humanos no nos
quede otra que volver a ser anfibios,
frente a esos jodíosporculo, yo fui una
niña burguesa, consciente de que no hay
felicidad como la de dormir con la
panza llena. A estas alturas sé el tipo de
sueño que provoca cada alimento. El
sueño de los garbanzos, por ejemplo, es
pesado, como el del lobo que se comió a
los siete cabritillos. Pero el sueño por
antonomasia es el que da el arroz. ¡Qué
perfección narcótica! El arroz es el opio
del pueblo. Yo recuerdo que antes,
cuando Franco, la siesta se asumía como
una obligación moral. Imagino que en la
España de entonces habría gente que
trabajaba a esas horas, pero yo sólo
cuento lo que vi, y lo que vi eran unos
parientes, los míos, que se retiraban a
sus camas de barrotes dos horas por lo
menos. Y debe de ser cosa genética
porque, como digo, mi vida gira
actualmente alrededor de la siesta. Todo
lo que la interrumpa, la llamada
telefónica de un ser querido o esos
mensajeros que vienen con un libro para
destrozarnos la vida, saca de mí el
gremlin que llevo dentro. Hoy en día,
echarse la siesta parece un acto
vergonzoso. Ante el prestigio del
dinamismo y el influjo de lo anglosajón,
la siesta ha de vivirse en silencio, como
las hemorroides. Por cierto, aquel
mítico anuncio de la pomada
antihemorroidal me parecía algo
americano porque en España las
conversaciones sobre temas marrones
son muy populares y nadie mantiene sus
asuntos con el señor Roca tan en
secreto.
En América
todo
lo
escatológico es tabú. Hace poco leí en
una revista neoyorquina un reportaje
sobre una asociación para ciudadanos
con colon irritable; una de las socias
hablaba del alivio que había sentido al
poder hablar de su problema con otras
personas abiertamente. Me hizo gracia,
aquí uno de nuestros temas estrella es la
colonoscopia. El que se la hace te la
cuenta. Yo le dije a una amiga americana
que vive en Madrid que, para completar
su inmersión hispánica, se viera el
anuncio que hace Carmen Sevilla sobre
laxantes. Lo suelen emitir, además, a la
hora de la siesta. Carmen, vestida de
verde Ben-Hur, comparte confidencias
con una amiga que está un poco
estreñida. Carmen, todo bondad, le
habla a la amiga de su propio tránsito
intestinal, que al parecer ha vivido
momentos perezosos. Carmen le
recomienda un yogur mágico que, al
menos, en lo que es el vientre de
Carmen, ha hecho un trabajo magnífico;
para que no quepan dudas, Carmen hace
un gesto inconfundible con sus manos,
como de barrido total, como de Carmen
que se vacía de la propia Carmen. Mi
amiga americana vio el anuncio y, roja
como un tomate, me dijo con su acento
de dama del sur: «Oh, Dios mío, ¿por
qué Carmen tiene que contar eso?». Yo
la tranquilicé diciéndole que, para un
español, un amigo es ese ser al que se le
pueden acabar contando problemas
intestinales. En fin, que lo bueno de
echarse la siesta en el sofá es que es la
hora en que salen los mejores anuncios:
el de Carmen y los de pegamento para
dentaduras, que si los hiciera Carmen ya
serían de traca. La cosa es que la siesta
encamada, que en este mundo frenético
está mal vista, se ha sustituido por la de
cabezada y mando. Yo sospecho que a
esas horas hay muchos escritores
cabeceando. Es más, sé que un gran
número de ellos están entregados a eso
que Molina Foix ha denominado el
culebrón de izquierdas, Amar en
tiempos revueltos (ATR). Podría dar
nombres pero no quiero perder amigos.
A mí no me importa confesarlo: ATR es
el complemento perfecto para el sueño
de la tarde. Puedes dormirte un rato, un
minuto, un siglo, que cuando despiertes
en el universo ATR todo seguirá igual,
porque en ATR el tiempo es más lento
que el tiempo real y tienen un pobre
bebé que se les está haciendo grande y
dentro de nada tendrán que cambiarlo
por uno más chico, como hacían con
Babe, el cerdito valiente. Llegará el
buen tiempo, las focas canadienses
morirán a palos, a la niña de Rajoy le
vendrá la regla y yo me iré a Nueva
York, pero cuando vuelva, ATR seguirá
en el mismo punto, aunque últimamente,
con ese polvo tan anunciado de Hipólito
y Dorita, ha subido la temperatura. Me
encontré con la actriz Marta Fernández
Muro (doña Paquita) en la calle de
Lagasca y le dije: «Marta, ¿no sería
posible acelerar un poquito la acción?».
Marta me dijo que es que así los abuelos
se enteraban mejor. Es verdad, pensé,
incluso a los escritores nos viene bien,
porque aunque pongamos en la solapa de
los libros la foto de hace veinte años,
también nos estamos haciendo mayores.
Los años no perdonan.
Mentiras milagrosas
La nostalgia en abstracto es cursi.
Cuántas ñoñerías literarias se han
escrito a cuenta de la nostalgia de la
infancia. La nostalgia de las cosas
concretas, en cambio, ayuda a entender
las etapas de la vida. Yo podría hacer
una lista tan precisa como una lista de la
compra en la que diera cuenta de las
cosas que echo de menos de mi infancia.
En esa lista incluiría los bocadillos de
foie gras, los donuts, los bucaneros, la
falta de sentido del paso del tiempo y la
mano de mi madre untándome en el
pecho un poquito de Vick VapoRub. Ah,
cuánta felicidad me ha dado la fiebre.
Todo eso podría estar a mi alcance.
Nada más fácil que un bocadillo de foie
gras. Pero no, ya no puedo. Si me lanzo
un solo día al foie gras me vería
revolcada al poco tiempo en la piara de
la alimentación infantil. Como los
alcohólicos, un solo bocadillo puede ser
fatal. En cuanto a la fiebre, ya no es lo
mismo, ya no la vivo con felicidad sino
con angustia. Con el Vick VapoRub
entramos en un terreno espinoso. Si tú le
dices a tu marido, pareja, novio que te
unte una cremita en el pecho, la cosa se
lía. Se lía. Gana por un lado, pero
pierde su esencia por otro. Y no sé hasta
qué punto contribuye a tu pronta
recuperación. Quién sabe. A lo mejor sí.
Eso pienso después de leerme un gran
artículo en el periódico Boston Globe
sobre el efecto placebo. Son tantas las
investigaciones
que
se
están
desarrollando en los últimos años sobre
estos medicamentos o tratamientos
falsos y tantas las certezas de que tienen
en muchos casos el mismo efecto
benéfico que los verdaderos que cabe
preguntarse si no es la industria
farmacéutica la que paraliza la
normalización de su uso. Pero no es esa
barrera la única que tienen que romper
los placebos. La píldora falsa se
enfrenta sobre todo a un dilema moral.
La ética en la práctica de la medicina en
las últimas décadas exige al médico
contarle al enfermo la verdad, por
insoportable que ésta sea. Incluso a los
niños se les cuenta la verdad. Según
parece eso provoca un efecto de
superación en el enfermo que le hace ser
mejor paciente, pero claro, si hay que ir
con la verdad por delante el médico no
puede recetar un medicamento cuyo
beneficio proviene del engaño. Hay
quien opina que cabría encontrar un
término medio: comunicarle al enfermo
que dentro de su bote de pastillas van
incluidas algunas inocuas. En mi caso
creo que ese tipo de trato no
funcionaría: cada vez que me tomara una
pastilla estaría pensando si es la
verdadera o la falsa. Yo creo en el
engaño, incluso a veces en la mentira
piadosa. Lo que está claro es que ya
nadie niega que la fe del paciente en un
tratamiento, aunque éste sea un camelo,
mejora su estado físico, porque dicha fe
desencadena cambios reales en el
cuerpo, genera, por ejemplo, opiáceos
que luchan de forma natural contra el
dolor. No se trata sólo de sensaciones
sino de mejoras reales. Pero a esto hay
que sumarle algo que añade efectividad
al placebo: el trato que el médico da al
enfermo. Si un médico asume su
profesión como la de un mero
expendedor de recetas, no hay placebo
que valga. El placebo funciona, sobre
todo, cuando nosotros confiamos en la
persona que nos recomienda un
tratamiento,
cuando
la
vemos
comprometida en nuestra curación. No
son
sólo
palabras.
En
esas
investigaciones tan minuciosas de los
científicos que se basan sobre todo en la
observación a lo largo de mucho tiempo
y con una gran cantidad de pacientes se
ha podido observar que no hay placebo
más poderoso que la confianza en la
sabiduría de otro. En realidad, la
medicina del pasado, escasa en
medicamentos efectivos, se basaba en
eso, en un médico de familia que acudía
a la casa y parecía calmar con su sola
presencia el dolor de un paciente y los
ánimos de los familiares desesperados.
Hay un médico, el doctor Miquis, que es
una presencia sabia y bondadosa en
muchas novelas de Galdós, en las del
avaro Torquemada, en La de Bringas, El
doctor Centeno o en mi adorada
Tristana, a la que, no llegamos a saber
por qué extraño mal, se ve obligado a
amputarle
una
pierna.
Todos
quisiéramos tener en nuestra vida,
además de los salvadores antibióticos,
un doctor Miquis que llegara a nuestra
casa e impusiera sus manos en el cuerpo
del enfermo para provocar un alivio
inmediato en el paciente y en ese
familiar que siempre observa con
inquietud la escena. Yo recuerdo a
alguien parecido a Miquis visitando la
casa de mi abuelo, un anciano dulce, un
médico de pueblo que caminaba con
paso de santo de una casa a otra,
habiendo visto nacer, crecer y morir a
setecientos habitantes. Hace poco
visitamos su casa, que ahora está en
venta. Era tan austera que su imagen de
monje se reforzaba. Sólo el título de
medicina de los años veinte enmarcado,
libros viejos, una cama de solterón y
varias fotos de toreros. Él, espectador
de tantas vidas, dejó pocas pistas sobre
la suya, o a lo mejor su austeridad es la
prueba de una entrega a la vida de otros.
Voy a decir su nombre, don Tomás, otra
de las presencias concretas por las que
siento nostalgia. Las investigaciones nos
informan de algo que los pacientes
sospechábamos, que necesitamos que el
médico nos quiera un poco. No hace
falta que sea un cariño sincero. Por el
bien de nuestra salud, estamos
dispuestos hasta a dejarnos engañar.
¿Se puede?
Las guardo como oro en paño. En una
caja de madera. Después de haber
vivido tantas mudanzas desde niña me
he dado cuenta de que siempre hay que
tener una caja, como antes se tenían los
baúles, para guardar cartas que de otra
manera acabarían en la basura. Cuando
vuelvo a Madrid me encanta perder el
tiempo hurgando en mi caja. Siempre se
trata de un tesoro renovado. En mi caja
de cartas late la vida de antes de mi
vida: cartas que se escribieron mis
padres de novios. Mi padre escribe muy
formalmente en la máquina de escribir
de su oficina; mi madre tiene una letra
primorosa, la letra de una mujer a la que
la guerra dejó sin escuela demasiado
pronto pero no sin el empeño de escribir
sin faltas y con una caligrafía rebosante
de rabillos historiados. Me emociona
leer los encabezamientos, «mi adorada»,
«mi dulce», «mi añorado»… Asisto de
pronto al empeño que ponían dos novios
separados por más de quinientos
kilómetros (de los de antes) en que el
amor viajara fresco a su destino.
«Cuídate, que no te cuidas». «No te
olvides de mí, que me muero». En otras
cartas estoy yo, de niña, haciéndole a mi
madre de escribiente. Mi letra infantil,
grabada con fuerza incontrolada sobre el
papel, reproduciendo las palabras que
mi madre me dictaba para sus hermanas.
Muchas son cartas de muertos, en las
que trato de hallar un detalle revelador
que antes se me hubiera escapado. Hay
cartas de amoríos pasados que leo como
si leyera la historia de una desconocida,
porque no hay nada más difícil que
comprender una pasión que ya no se
siente. O cartas del principio de un gran
noviazgo,
testimonios
de
amor
clandestino, donde se percibe de verdad
lo frágil que fue todo, lo cerca que
estuvo de frustrarse. En esa caja guardo
listas de la compra con la letra de mi
madre (¡La mamá moderna que me
mandaba a por botes de ketchup y puré
de sobre!), o páginas de un diario que
mi suegro escribió, por recomendación
del médico, para ejercitar la memoria y
en el que nos describía como «gente
encantadora», expresión que nos hace
sonreír porque no era habitual en él.
Estaba claro que ese hombre escribía
para la posteridad. También hay
postales, de cumpleaños, de vacaciones,
con una redacción que responde a la
retórica cursi de mi infancia. Hay cartas
de cuando los amigos nos escribíamos
cartas, o cartas de ancianos que ya no
saldrán nunca del universo del snail
mail, el correo caracol, el postal. Ahí
están las de Miguel Delibes o las de
Emilio Lledó, por ejemplo, que tratamos
de descifrar una vez y otra sin éxito
porque tienen una caligrafía tan artística
como endemoniada. La melodía del
afecto se aprecia en ellas pero no así la
letra, así que sentimos por esas cartas un
cariño ciego. Miguel Hernández
escribió, precisamente, un poema sobre
las cartas que cada casa alberga: «En un
rincón enmudecen / cartas viejas, sobres
viejos, / con el color de la edad / sobre
la escritura puesto. / Allí perecen las
cartas / llenas de estremecimientos. /
Allí agoniza la tinta / y desfallecen los
pliegos, / y el papel se agujerea / como
un breve cementerio / de las pasiones de
antes / de los amores de luego». Pero si
aquellas cartas de las que hablaba el
poeta rondaban en los cajones como
testimonio de todo lo vivido, ahora, mi
colección de cartas habla de un tiempo
que está a punto de perderse. Yo misma
ya no suelo escribir cartas a mano. La
inmediatez de Internet me ha colonizado
y paso una hora al día contestando
correos electrónicos. Eso sí, en ellos
procuro reproducir la vieja retórica de
las cartas. No me gusta escribir
mensajes sin encabezamiento, no me
gusta despedirme a las bravas. Si se
pierde el encanto del manuscrito (a
algunos puede parecerles rancio este
gusto por la letra individual), al menos
que no se pierda la educación. En todas
esas cartas que guardo en mi caja (en la
que se encuentra la de algún lector
también, de cuando los lectores
mandaban cartas) hay un rasgo común:
la formalidad en el trato. Desde las
cartas de enamorados, de novios o
familiares a las cartas de personas a las
que admiramos, todas ellas guardan esa
plantilla
tan
ceremoniosa
del
intercambio epistolar. Es como si
quienes las escribieron supieran que
para entrar en una casa primero hay que
llamar a la puerta o preguntar «¿Se
puede?». Hay estudiosos del correo
electrónico que teorizan sobre la
inmediatez del lenguaje, la economía de
palabras. Los periódicos se hacen eco y
cada dos meses sacan un reportajín del
lenguaje juvenil en los SMS. Ese
reportaje me lo sé. Pero la pura verdad
es que cuando recibes con frecuencia
propuestas de actos, cursos o
entrevistas, percibes, con asombro o
molestia, que hay personas que
trabajando incluso para organismos
oficiales te saludan con un desabrido
«Hola», a veces ni se despiden, te tutean
por la simple razón de que jamás en su
vida han considerado la posibilidad de
utilizar el «usted» y cometen faltas de
ortografía. Hay una tendencia general a
hacer la vista gorda, pero habrá un día
en que otros expertos con más sesera
estudien cómo siempre se tomará en más
consideración la propuesta de alguien
que se dirige a los demás con cierta
formalidad. No debe de ser tan difícil,
pienso, cuando yo en mi caja tengo
cartas de personas que apenas fueron a
la escuela y en su escritura mostraban
una educación exquisita.
Don Quijote y
Sancho
Vaya, el otro día, cuando me enteré de
que había muerto el doctor Lozano (me
lo dijo Juan Cruz, que tenía una gran
amistad con él), me dio un vuelco el
corazón. Hay personas en las que uno
deposita tanta confianza que no les
concede la posibilidad de enfermar o de
morir. El doctor Lozano era una de esas
personas que yo creía que no se iban a
morir nunca. Entrabas en su despacho y
tenías a ese hombre de melena y bata
blancas que te miraba fijamente a los
ojos mientras tú te señalabas el
estómago, la cabeza o el corazón. La
bata médica contribuía a su condición de
inmortal. El médico, la basurera, el
bombero viven acorazados tras unas
ropas que les otorgan un destino
superior al nuestro. Las veces que me
atreví a aparecer en el cine lo hice a
condición de hacerlo uniformada.
Dos veces fui guardia civil, dos. Una
noche de hace doce años, yo esperaba
en la cafetería de una gasolinera de
carretera, vestida de guardia civil, a que
me tocara el turno para decir mi frase.
Eran las cuatro de la madrugada y yo
estaba haciendo lo propio: tomándome
un gin-tonic y hojeando una revista del
corazón. De pronto se me acerca un
paisano que había parado con su familia
a repostar y me pregunta en voz baja que
cuándo acabará la escena para poder
pagar y marcharse. Levanté un momento
la vista para estudiar la cosa y le dije
que se quedaran en el rincón sin armar
jaleo, que sería cosa de quince minutos.
Fue al ver a esa pobre familia (con
abuela incluida) tan calladitos en su
rincón cuando caí en la cuenta de que
para ellos yo representaba a la autoridad
competente, a pesar de mi actitud poco
profesional, aunque bien mirado, como
nieta del cuerpo que soy, puedo asegurar
que el gin-tonic es una versión light de
aquellas gloriosas copas de Fundador, el
líquido oloroso en el que los niños del
cuerpo mojábamos la magdalena
proustiana. Ya digo, la magia de los
uniformes. No es casualidad que todos
los superhéroes tengan el suyo. El
uniforme otorga poder e inmortalidad.
El doctor Lozano tenía un poder
chejoviano, el del médico culto que mira
el alma que hay tras un cuerpo enfermo.
A él acudían enfermos de estas
profesiones nuestras en las que abunda
el malestar. El malestar en la cultura
que, más allá de lo que dijera Freud,
suele
ser
consecuencia
de
insatisfacciones, inseguridades, miedos
atroces a la opinión ajena. Es el precio
que se paga por hacer lo que a uno le
gusta, y el doctor Lozano había
desarrollado
una
capacidad
extraordinaria para detectar esos
dolores culturales y atajarlos. Pero la
escena más chejoviana que tuvo lugar en
aquel despacho fue el día en que le llevé
a mi suegro, hortelano en cuerpo y alma,
que tras dejar el campo comenzó a tener
problemas de memoria. Ahí estaban, uno
a cada lado de la mesa. De la misma
edad y de distintos planetas. A un lado,
el hombre intelectual, quijotesco,
melena lisa y manos delicadas, expertas
en tocar el dolor; al otro, el hombre del
campo, Sancho, de pelo blanco y tieso,
de manos recias y cuerpo esculpido en
un bloque. Yo, en medio, traduciendo; no
porque las preguntas de Lozano fueran
incomprensibles, sino porque el
hortelano no concebía que un médico
perdiera el tiempo indagando sobre esas
rutinas que habían marcado su vida, y
que abruptamente, tras la jubilación,
habían desaparecido. Ese hortelano al
que los médicos nunca habían dedicado
más de cinco minutos me miraba cada
vez que el doctor le preguntaba cosas
como: a qué hora se levantaba usted,
quién llevaba la hortaliza al mercado,
dónde comía, cuántas horas veía la tele
cuando trabajaba. El hombre del campo
me contestaba a mí, como si desconfiara
de entregarle toda esa información
confidencial a un extraño: a qué hora me
iba a levantar, pues a las cuatro; dónde
iba a comer, pues en la huerta; quién iba
a llevar la hortaliza, pues las bestias. En
el tono de las respuestas había un deje
de un orgullo que podía ser herido en
cualquier momento, así que el doctor,
advirtiéndolo, preguntaba cuidadoso
para que el hortelano no se sintiera
azorado. Aparte de las vitaminas de
rigor, el doctor chejoviano le
encomendó a mi suegro dos tareas: no
ver la televisión más de una hora al día
—lo cual implicaría no estar dormitando
tontamente a cada rato robándole el
sueño a la noche, caminar hasta que
brotara el sudorcillo, escribir un diario
con todo aquello que hiciera durante el
día— y, si fuera posible, le dijo
mirándole a los ojos, tenga usted un
huerto, ¿por qué no tiene usted un huerto,
aunque
sea
diminuto?
Cuando
bajábamos por la escalera hacia la
calle, al hortelano le dio un ataque de
risa, se secaba las lágrimas con el
pañuelo: vaya médico más raro al que
me has traído. Pero como era hombre
obediente y tozudo comenzó a hacer sus
tareas como si estuviera de vuelta en esa
escuela de perra gorda de la que le
apartó la guerra.
Todas las tardes se aplicaba en su
cuaderno. La memoria le volvió, y
siempre guardó un respeto reverencial a
ese doctor ya situado en el apartado de
eminencias. Los dos hombres, que
provenían de distintos planetas,
acabaron en el mismo, el de la muerte,
que nos convierte a todos en ciudadanos
de un mismo barrio. Uno murió en su
cama de Úbeda. El otro se quitó la bata
y perdió su condición de inmortal.
Anda, dales un beso
Somos una de esas parejas que un
sábado por la noche recorren la ciudad
de punta a punta llevando en la mano una
botella de vino. En metro, en taxi o,
como dicen las revistas del corazón,
conduciendo su propio coche, somos una
de esas parejas de cualquier ciudad
occidental que han sido invitadas a casa
de unos amigos a cenar. Una pareja que
se cruza con otras miles de parejas que,
sujetando la botella de vino como si
fuera una brújula, van oliendo ella a
perfume y él a loción sin saber si les
apetece verdaderamente el plan,
acordando los temas que será mejor no
tratar, reconviniéndole él a ella por
anticipado, porque ella, una vez que se
ha tomado tres copas, se apalanca en los
sofases de la gente y no hay manera
humana de arrastrarla de vuelta a casa.
Somos una de esos millones de parejas,
heteros o gays, que con el ánimo un tanto
reticente dejan que sea la botella la que
los guíe hasta la puerta de los amigos.
Los amigos, sólo conocidos en este
caso, son una pareja de tantas que viven
en la zona más progre de Nueva York, el
Upper West, y hacen honor a dicha
progresía siendo tan progres como el
que más, que es lo mismo que decir:
judíos no practicantes, hundidos en el
remordimiento por la situación en
Oriente Medio, leídos, psicoanalizados
y con una cocina empapelada con
dibujos horribles de la niña que la visita
contempla como si asistiera a una
exposición de Bacon. Tras la
exposición, nos asomamos al cuarto de
la artista. La niña, una chinita de ocho
años, tiene la cara pegada al ordenador,
y cuando la madre se acerca con
cuidado para susurrarle que ha llegado
la visita y que se levante a darnos el
beso preceptivo, la niña se revuelve. El
padre reconviene a la madre, le dice:
como se lo mandes así, no quiere.
Entonces, el padre, pronunciando todo el
abanico de dulces palabras americanas,
le dice que estos amigos, nosotros,
hemos venido desde el otro lado del
mundo sólo para conocerla. A la niña le
asalta un momento de curiosidad y alza
la vista para ver si vamos vestidos de
alienígenas y, al comprobar que somos
como cualquier idiota un sábado por la
noche con una botella de vino en la
mano, vuelve los ojos a su mundo
virtual. Todos acordamos que la hemos
pillado en un mal momento y nos vamos
al salón. No volvemos a ver a esa
preciosidad hasta que el padre nos
comunica que tenemos que subir los pies
al sofá, porque la niña, a la que no
quisieron arrebatar esa cultura china que
abandonó cuando tenía seis meses, nos
va a agasajar con una danza de no sé qué
región de su país de origen que ha
aprendido en su colegio laico del Upper
West. El padre pone la música y la niña
aparece vestida de oriental de
Chinatown. Trae una especie de sable en
la mano y lo hace bailar por los aires
con una cara enigmática. Cuando se nos
acerca nos replegamos aún más en el
sofá porque el gesto de la niña (puede
que forme parte de la danza) es
vengativo y demoniaco. Aplaudimos. La
niña se va. Y aunque interiormente
suspiramos de alivio, no dejamos de
comentar que es una suerte que la niña
no pierda su identidad y que el chino es
el idioma del futuro. Lo extraordinario
es que esta misma escena se repite
idéntica, sea la niña adoptada o no, qué
importa, en ciudades de medio mundo
los sábados por la noche. Lo mismo.
Padres que les ruegan a sus hijos que
besen a las visitas e hijos que no están
por la labor; de fondo, una pareja que,
con los abrigos puestos y la botella en la
mano de uno de los dos, se queda
planchada, ahí, como dos gilipollas,
rechazados una vez más por un mocoso
o mocosa, cuyos sentimientos, al
parecer, son sagrados. De vuelta a casa,
con la botella ahora entre pecho y
espalda, esgrimen teorías. Ahí va una: la
niña del exorcista fue una precursora.
Aunque la historia fuera adornada con
un argumento diabólico, la película
trata, simplemente, de una pequeña
dictadorzuela que, a poco que se le lleve
la contraria, echa espuma por la boca y
se le ponen los ojos ensangrentados.
Personalmente, no lo veo tan despegado
de la realidad. Seguimos teorizando;
teorizar es generalizar, claro: en el cine
anterior a los setenta eran los adultos los
que asustaban a los niños, ahora son los
niños los que asustan a los padres.
Niños poseídos y padres acojonados.
Una metáfora que define a las mil
maravillas la realidad: niños malcriados
y padres acojonados (el adjetivo de los
padres no cambia). Ah, y visitas que al
entrar en la habitación de los monstruos
se sienten amenazadas, como el
exorcista en aquella película que es para
mí tan definitoria de su época como lo
fuera El proceso de Kafka en su tiempo.
Recapitulando,
recordamos
todas
aquellas visitas a las que nos vimos
obligados a dar besos cuando éramos
chicos. Viejas con pelillos en la barbilla
y verrugas en el bigote, abuelos
malolientes, tías agobiantes. ¿Alguien
nos preguntó por nuestros sentimientos?
Para nada, se daba por hecho que los
sentimientos son algo íntimo, y la
educación, algo externo. Ay, somos de
otro siglo. Del siglo que parió a la niña
del exorcista. Particularmente, la
encuentro más graciosa que muchas
otras niñas que conozco. Aquélla,
cuando no quería dar un beso al cura, en
vez de mover la cabeza de un lado a
otro, la giraba en su totalidad. Tenía su
chiste.
Víctimas de la
revolución
La feliz rutina: tomarme un café con
tostadas escuchando la radio. A veces
me veo contestando sola, a veces me río.
Como el otro día, escuchando a
Francino. Hablaban de la buena imagen
de España en el extranjero. Por resumir:
a Ferran Adrià le homenajeaban en una
universidad americana y unos creadores
de videojuegos internacionalizaban sus
ventas. Eran de Albacete. Una tertuliana
concluyó: «Estos chicos, después de
venir a probar suerte a la capital,
decidieron
abandonar
su
exilio
madrileño y volverse a Albacete, y han
descubierto que desde Albacete también
se puede triunfar». Vaya. Creíamos que
vivíamos en un mundo globalizado y
ahora resulta que a uno de Albacete que
se viene a vivir a Madrid se le
denomina exiliado. Pero esto no es
viejo. Es antológica la desconfianza con
la que los españoles hemos mirado a los
que abandonan su tierra. Hoy basta con
cambiarse de provincia. No te digo ya si
decides irte a otro país. Si decides irte a
otro país, siempre hay un grupito que te
mira como si te hubieras vuelto
gilipollas. «Qué se habrá creído». En el
fondo, el resentido agranda tu éxito, tu
dinero, tu felicidad. Luego, hay otro
grupo, ingenuo y bienintencionado, que
te confiesa que haría lo mismo que tú,
¡irse, irse, poner tierra por medio! Al
primer grupo, el de los resentidos, que
le den morcillas, no quiero llegar a
anciana afirmando lo que le oí un día a
Jeanne Moreau: «He perdido parte de
mi vida ahogada por la ansiedad que me
provocaba lo que pensaran de mí». En
cuanto al segundo grupo, me preocupa
más hondamente, son ese tipo de
personas que aspiran a cumplir un sueño
irrealizable. Esto viene porque el otro
día me escribió un compañero
periodista que en estos momentos se
encuentra, como tantos otros, en paro.
Tras varios meses de inactividad, me
dijo que había pensado en hacer la
revolución. No pensaba mi amigo en
salir a la calle a romper farolas, sino en
una revolución personal: marcharse, con
su mujer y su niña, a Nueva York. «Ella
—me decía— encontrará trabajo pronto
como bailaora de flamenco, y yo trataré
de meter la cabeza en un medio hispano.
Si no me decido ahora, ¿cuándo?». Lo
de hacer la revolución no tenía una
connotación
ideológica,
sino
cinematográfica. Por alguna razón, la
película Revolutionary Road ha
intoxicado muchos corazones. No es la
primera persona que me ha confesado
sentirse alterada por el mensaje que
destila la película: cumplamos los
sueños antes de que sea demasiado
tarde. El divorciado ha visto en la
pareja DiCaprio-Winslet el calco del
deterioro de su matrimonio; la mujer
madura se ha lamentado por ese paso
que no se atrevió a dar; la madre ha
pensado en los hijos que tuvo sin
desearlos, y el parado, que trata de
encontrar una solución a su vacío, cree
que la respuesta está en América. Pensé
en no contestar a su carta. ¿Cómo
menoscabar los sueños de otros? Pero,
entonces, recordé un cuento de John
Cheever que habla de la peripecia de
una familia del Medio Oeste que marcha
a Nueva York en busca de una vida
memorable. Una pareja y una niña. La
ciudad los castiga sin clemencia: al
tiempo que vacía sus bolsillos, les roba
los sueños atesorados durante tantos
años. No resulta cómodo frustrar una
ilusión, pero lo hice. Le hablé de esa
ciudad en la que a buen seguro tendría
que compartir piso con niña incluida, de
las jornadas de trabajo sin fin, de la
cantidad de gente de Queens, del Bronx,
de Harlem que, antes que él, sueñan con
tener un hueco en la isla; le advertí de la
falta de apoyo que tendría para criar a la
niña, de lo que es vivir fuera de casa
cuando no tienes dinero en el bolsillo,
de los periodistas que allí despidieron
antes que aquí (son pioneros en todo) y
de mí, de mi situación privilegiada. Le
pedí disculpas por si en algún artículo
he dado a entender que la vida allí es
regalada. Y le recomendé, sobre todo,
que leyera la novela de Richard Yates.
Allí encontraría una lectura distinta.
Cuando el matrimonio Wheeler sueña
con irse a París, lo que está mostrando
es una patética ignorancia: no saben
francés, creen que van a encontrar
trabajo, se ven a sí mismos como seres
elegidos entre el resto de los vulgares
vecinos del suburbio. Entran en un
estado de delirio, provocado por ella,
que sin tener madera de artista cree que
sólo la vida de los artistas merece la
pena. Encuentran en ese sueño la
solución a una relación insatisfactoria y,
por las noches, beben y planean su viaje,
se ríen de los vecinos y beben, beben y
se olvidan de sus hijos. Es un sueño
alimentado, sobre todo, por el alcohol,
un sueño de los años cincuenta. El
novelista observa a su pareja de
protagonistas con compasión. No los
admira, los compadece. Pero el destino
se burla de todo, hasta de la literatura:
de pronto, esta novela de fracasados se
lleva al cine, la protagonizan dos
actores bellísimos y logra intoxicar la
mente de espectadores fantasiosos. O
fantasean con lo que no hicieron o con lo
que debieran hacer. Se convierten ellos
también en víctimas propicias de la
revolución. Lo contrario, creo, de la
voluntad
del
novelista,
que,
seguramente, no entendía cómo sus
personajes estaban tan ciegos (de
alcohol y sueños) que no podían
disfrutar de la vida que se les escapaba
mientras hacían planes.
Con ruido no veo
Es matemático. Llega el Miércoles
Santo y me froto las manos. Como el
viejo delante de una torrija de leche. Me
froto las manos. Me quedo en mi
Madrid, me paseo por el viaducto, miro
más allá de las mamparas que Álvarez
del Manzano puso para que no nos
suicidemos, y me llega el rumor sordo
de todos aquellos que protagonizan la
operación entrada, la operación salida.
Me dispongo a presentarme en los
restaurantes sin haber reservado,
acodarme en los bares de tapas en los
que habitualmente hay que pelearse para
que te den la caña, ir al cine sin colas,
visitar el Museo del Prado sin que esa
excursión de jubiladas frenéticas por el
arte con guía incorporada se pillen los
mejores sitios delante de todos los
cuadros. Dios bendiga su anhelo por
saber. Dentro de veinte años quiero ser
como ellas, morir en la calle, con los
tacones puestos, pero mientras, no me
tomen por esnob si les cuento cómo
disfruto cuando se me van todas (y
todos) hormigueando por las carreteras,
a comerse la mona al pueblo, a tostarse
a las playas, a llorarle a las vírgenes, y
me dejan este Madrid, tan agobiante, un
poquito desanchao. Por fortuna, en el
viejo poblacho manchego, no hemos
sido muy beatos, a pesar de lo que digan
por ahí. Aguantamos, eso sí, que de vez
en cuando vengan autobuses de toda
España a escuchar las misas del lince en
la plaza de Colón, pero de natural,
Madrid ha sido tan poco dado a las
grandes manifestaciones religiosas que
hasta sus iglesias son feúchas y poco
ornamentales. Y, para colmo de mi
felicidad, el alcalde se las ha compuesto
para que todas las procesiones se
concentren en la puerta de Javier
Marías. Esta información, tan práctica
para los turistas laicos, debiera
ofrecerse en Google Maps. Yo me mudé
huyendo del botellón porque se
celebraba todo el año; en el caso de los
pasos beatos basta, imagino, con que los
vecinos pongan tierra por medio en
estos días semanasanteros. Lo dicho, me
froto las manos y pienso en la humilde
felicidad de la ciudad semivacía y el
silencio. Los que no conocen el silencio
no saben lo que se pierden. Leo un
aforismo de Juan Ramón Jiménez: «¡Qué
viejo (qué usado) es siempre el ruido!
¡Pero tú, silencio mío, eres siempre
nuevo y orijinal!». Qué orijinal, como
diría el poeta, es madrileñear sin
agobios. Recuerdo ahora un pensamiento
de otro sabio, el actor Manuel
Aleixandre, que me contó el otro día
Álvaro de Luna. Para Aleixandre, decía
mi querido Álvaro, «la felicidad
consiste en tener dinero para cenar en un
restaurante y volverte en taxi a casa».
Oh, Dios mío, qué coincidencia en la
ambición. Ése es el colmo del placer. En
la felicidad que da el dinero hay para mí
un tope que resumo así: jamón y taxi.
Total, que sigo los consejos de nuestro
viejo actor y ceno fuera, bebo vino y
vuelvo en taxi a mi propio domicilio.
Pero en toda esta alegría que vivo en mi
Semana de Pasión me sobra algo de lo
que parece que no es posible librarse
aunque Madrid se vacíe de gente. Me
sobra el ruido. Trago saliva antes de
decirle a un taxista, «Por favor, ¿podría
bajar la radio?». La frase me suena
dentro del cerebro de manera más
agresiva, «Por favor, ¿podría bajar la
puta información deportiva?, ¿no ve que
viajamos en un espacio muy pequeño?,
¿está usted sordo?». Pero me dirijo a él
como Babe el cerdito (otro de mis
filósofos de cabecera) se dirigía a las
ovejas, con toda la educación de la que
soy capaz. Igual me ha ocurrido en el
restaurante. Tras frotarme las manos por
tener mesa sin reserva previa me siento
en la sala medio solitaria y me encuentro
con que tenemos que cenar y charlar con
una música que nos hace elevar
constantemente el tono de voz. Se lo
decimos al camarero. ¿Por qué nos
cuesta tanto pedir que se baje el
volumen? ¿Tal vez porque sabemos que
estamos resignados a vivir en un país de
sordos? ¿Porque aquí el silencio es de
cursis? Hay una verdad que he ido
comprobando con los años: cuanto más
se ama la música más se detesta la
música en los lugares públicos, porque
la música, cuando dificulta la
conversación, se convierte en aporreo,
en el ruido viejo del que hablaba el
poeta. Vuelvo a él, a Juan Ramón,
cuando habla de la necesidad del
silencio nocturno: «Momentos relativos
en que el hombre de trabajo y de espíritu
puede recojerse, por fin y un poco más
en sí mismo, a terminar plenamente su
día, a saldar su alma para abrirla nueva
al día siguiente; la hora de la higiene
mental…». Hay que ser Juan Ramón
para expresarlo con esa exactitud. Eso
es lo que siento en los lugares ruidosos,
que me entra basura en los oídos y se me
fija de la misma manera que se fija el
alcohol que no se ha asimilado bien. A
veces se piensa que el ruido viene por la
bulla, del gentío, pero qué va, para el
ruido sólo hace falta un voluntario
desconsiderado: un taxista que no piense
en el cliente, un dueño de restaurante
que piense que sin ruido el ambiente se
entristece, un conductor que no sepa ir
en coche sin una música detestable que
llene la calle por donde pasa. También
hay gente como yo, que de paseo por la
solitaria calle de Serrano se lleva las
manos a los oídos para huir del ruido de
las taladradoras que arrasan la calle
entera. Le robo la última frase al poeta,
la más exacta, la mejor: «Con ruido no
veo».
Viejo, sordo,
incontinente
Mi perro es bastante viejo. Casi
dieciséis años. Hace casi dieciséis años
iba yo zascandileando por Chueca
cuando vi en la jaulilla de una pajarería
un yorkie diminuto, más parecido a un
murciélago que a un perro. Lo compré.
Yo no sabía mucho de perros hasta
entonces. Ahora sé casi todo. Tras años
de estrechísima convivencia (me ha
seguido con admiración en todas mis
actividades diarias, sin exclusión) casi
me atrevo a decir que nadie me ha
querido tanto como él. No hay cariño de
un hombre que se ponga a la altura de
semejante enamoramiento. Las visitas
han sido testigos de la fascinación que el
pequeño murciélago ha sentido siempre
por mí. Me sentaba a comer y me miraba
desde abajo como diciendo, «Mírala,
qué bien mastica». Me echaba la siesta y
él se la echaba conmigo; debía de
presentir el momento en que yo iba a
abrir los ojos porque, cuando me
despertaba, lo primero que encontraba
eran los ojos negros bajo el flequillo
perlado. Tampoco me quitaba ojo
mientras escribía columnas, novelas,
guiones, «No hay otra como ella —
parecía pensar—, algún día, este país le
dará el lugar que le corresponde: el
Parnaso». Sé que hay lectores que
considerarán pueril mi relato. Lo asumo.
Si Hitchcock abominaba de rodajes con
perros y niños, también hay lectores que
en cuanto ven que un artículo se llena de
animales pasan la página. Que la pasen.
Es una aspereza típicamente española.
Ésa es una buena razón para hojear de
vez en cuando la prensa internacional.
El otro día, en The Washington Post,
venía un extracto conmovedor de Old
Dogs, de Gene Wengarten y Michael S.
Williamson, un ensayo sobre la
experiencia de convivir con perros
viejos. Uno de los autores recuerda con
nitidez el día en que sintió que su perro
comenzó a envejecer. Yo también lo
tengo fechado: mi perro se hizo viejo el
primer invierno que pasó en Nueva
York. En otoño, la ciudad le volvió
loco. En contraste con los educadísimos
perros neoyorquinos, el mío iba
cruzándose de lado a lado de la acera,
queriendo atrapar todos esos olores a
mierda de las alcantarillas, a flores de
los coreanos, a esas bolsas enormes de
comida que tiran por la noche y en la
que, si te fijas con atención, ves
moverse a las ratas por debajo del
plástico negro. Pero llegó el frío
hiriente, ese que te quema la cara y te
agarrota las manos, y el pobre empezó a
andar de puntillas como un Chiquito de
la Calzada a cuatro patas. Sucumbí ante
eso que hasta hacía un año me parecía
una bobada anglosajona: el abriguito. Y
es que un perro de Chueca no estaba
hecho para esos hielos. Tampoco para
los calores agosteños. Recuerdo una
mañana ardiente de verano, tras hacerle
andar cinco kilómetros por la avenida
Madison, que el pobre se me
desparramó en el charco de agua que se
forma bajo los quioscos de flores y ya
no hubo manera de que anduviera. Me lo
llevé a casa en brazos con la pelambre
chorreando. Ay, esos mis primeros
tiempos de soledad. Él provocaba que
me saludaran los niños y las viejas.
Alguna vez que nos ausentamos de la
ciudad, vivió en casa del escultor Leiro
y se convirtió en un personajillo querido
y célebre entre los vecinos de aquella
zona de Tribeca. Sí, yo presentía que se
estaba haciendo viejo. Al principio fue
un cambio sutil. De joven, había sido
como ese chihuahua argentino del chiste
que vive en Alemania y le dice a otro
perro, «Yo en mi país era un dóberman».
Él siempre se había considerado un
dóberman. Era mi perro de defensa, no
es broma. En cuanto llegaba alguien a
casa esos cinco kilos se enredaban entre
las piernas de la visita, que se quedaba
atónita, aturdida. Pero ese espíritu
chulesco se fue aplacando; a esta nueva
paz contribuyeron la ceguera y la
sordera. Sin embargo en vez de
reaccionar con frustración y tristeza,
como haría un ser humano, mi perro
viejo fue optando por la tranquilidad de
espíritu. Ahora, no me cabe duda, es un
sabio. En verano encuentra el rincón
más fresco, en invierno el rayo de sol
más sabroso; no tiene prisa por
levantarse, si tú te levantas a las doce él
se levanta a las doce, si tú te levantas a
las ocho él se levanta también a las
doce; ya no quiere alejarse más de cien
metros de casa, cuando llega a la
esquina, se da media vuelta y da por
finalizado el paseo; prefiere dar
paseíllos por el patio, como si fuera un
jardinero experto, disfrutando del olor
de cada hoja; y si se mea (lo que ocurre
con cierta frecuencia) ya no corre a
esconderse bajo el sofá con miedo a ser
castigado. Cuando te ve acercarte con la
fregona, te mira como diciendo, «Tengo
derecho a mearme, soy un viejo
incontinente». Un amigo me dijo un día:
«Me encantan los perros, pero no los
tengo porque su ciclo de vida es
demasiado corto». Es cierto. Pero hay
algo tan digno en su vejez, esa
capacidad
para
convertir
las
limitaciones físicas en placidez
contemplativa, que su actitud se
convierte en una lección diaria. Cierto
es que a veces echo de menos esa
adoración sin límites que le hacía mover
la cola sólo por el hecho de que yo le
mirara. Hemos cambiado los papeles,
ahora soy yo quien de vez en cuando se
acerca a su cojín. Le miro esos ojos
como canicas que miran sin ver y le
digo: «Cuánto te admiro». Y él
ronronea, entiende mi admiración. Es un
viejo con la autoestima por las nubes.
Mujeres desnudas
Escribir es mirar, o la excusa para
mirar. Todos aquellos que vivimos del
cuento deberíamos mirar hasta que nos
dolieran los ojos. Yo justifico mi
entrometida curiosidad diciéndome a mí
misma que lo hago por ustedes. Por
contárselo a ustedes, por ejemplo, me
entrego sin reservas a la observación de
los cuerpos femeninos en los vestuarios
del gimnasio. En España los cuerpos de
las mujeres ofrecen una monótona
diversidad, nos parecemos mucho. Aquí,
en Nueva York, el abanico de la
desnudez es una fiesta. Aquí he
aprendido a mirar sin que se note.
Estudio, por ejemplo, los cuerpos de las
negras. No hablo del estereotipo de la
negra obesa, no, mis negras, las que ven
mis ojos cada semana, son fastuosas.
Una de ellas, la más joven, se aplica
crema en el pecho mirándose al espejo:
su carne es tan prieta que parece que
está untando cera en una figurita de
ébano. No hay pudor, casi nadie lo tiene.
Mi joven negra lleva un tanga que le
deja al aire un culo que se curva hacia
arriba de tal manera que uno podría
dejar encima una taza de café. Hay otra
negra en el espejo contiguo, tiene una
toalla enrollada en el pelo como si fuera
un turbante, no sé si es consciente de que
es una diosa, pero se comporta como tal.
Se pinta los labios de rojo y sonríe al
espejo para limpiarse el carmín que le
ha manchado en los dientes. Tiene
cuarenta y tantos, es michelleobamesca:
posee una fortaleza que le permitiría
hacer cualquier trabajo manual sin
perder su majestad. En el marrón
acanelado de su piel está escrito algo
fundamental de su genética, un
antepasado suyo fue blanco. Se trata del
gran tabú americano: los blancos y los
negros están mucho más mezclados de lo
que pueda parecer a primera vista. Esa
mezcla encierra un pasado de
violaciones y abusos, algo que
avergüenza a los blancos y tortura a los
negros; también de apasionadas historias
de amor, algo que avergüenza a los
negros. Mujeres en el baño. No es
extraño que tantos pintores eligieran ese
momento para retratar a sus esposas:
Bonnard, Rubens, Hopper, Sorolla,
todos ellos se valieron de la
complicidad amorosa para penetrar en
el momento más íntimo del día. No es
comparable la sensualidad de ese
momento robado a una mujer normal que
el artificio de una modelo que posa para
la cámara de un fotógrafo. ¡Cuánto
disfrutaría un fotógrafo o un pintor si
pudiera moverse invisible entre todas
estas mujeres despojadas de los
adjetivos que proporciona la ropa!
Cuánto disfrutaría cualquier amante de
las mujeres si pudiera estudiar el cuerpo
humano en todas las edades de la vida.
A mi lado, una anciana enjuta se ha
sentado para ponerse las medias. Su
abdomen se arruga en pliegues muy
pequeños, como si fuera un acordeón, y
la ausencia de carne la hace parecer muy
frágil,
algo
temblorosa,
una
vulnerabilidad que se esfuma en cuanto
se mete dentro de un traje de chaqueta y
sale por la puerta con aires de señora
elegante. Las abuelas gordas, en cambio,
se mueven hacia la ducha con andares de
generalotas, están en ese momento de la
vida en que el cuerpo de la mujer se
agallina y se convierte en un abdomen
total sostenido por dos patillas
delgadas. Estas señoras hablan entre
ellas con las tetas al aire, algo que
cohíbe a las jovencillas que se
preguntan cómo alguien muestra su
cuerpo en decadencia sin avergonzarse.
En su cabeza no cabe que lo que ven es
lo que ellas mismas serán. Las chinas
son un capítulo aparte; si no fuera por el
pecho parecerían niñas, todas proyectan
un aire escolar. Tienen una inclinación
obsesiva hacia los sujetadores de encaje
lo cual les confiere una imagen de
inocencia pervertida. Los hombres
americanos sueñan con una asiática
dócil que les mime, no saben que
muchas de esas chinas llevan ya una
americana expeditiva en el cerebro. Hay
mujeres que dan pena. A mi lado solía
vestirse una mujer enferma. Un saco de
huesos con una pequeña barriga
hinchada, como las de los niños
famélicos de las campañas del hambre.
Una vez me dijo: «Su perfume… Me
trae recuerdos…». Creí que se iba a
echar a llorar o que iba a derrumbarse.
Me he mudado de casilla por miedo a
que me denuncie por un perfume
demasiado evocador. Ahora me arreglo
al lado de una americana tetona; las
americanas tetonas abundan y encajan en
un país obsesionado con las tetas. La
piel de mi tetona es tan blanca que
parece que sólo se alimentó de leche;
los pezones, tan rosas, que se confunden
con el resto del pecho. Es como una gran
cerda, me gustaría amasarla. Mujeres
desnudas. Se embadurnan de crema, se
suben el pecho con el sujetador, se
pintan, se arreglan el pelo, se calzan
tacones y se lanzan a la calle. La ropa
las hace ejecutivas, modernas, cursis,
estudiantas, profesorales, amas de casa
o señoronas, pero antes, unos minutos
antes, han sido tan sólo mujeres
desnudas. Y yo entre ellas, aunque este
trabajo me permita ser la intrusa que
observa. Fuera, en la calle, serán
bondadosas o mezquinas, pero la
delicada concentración con que se
entregan a su arreglo personal me
produce una inexplicable emoción, me
hace acordarme de esa frase de Mark
Twain en su discurso The Ladies: «Las
fases de la naturaleza femenina son
infinitas en su variedad. Toma cualquier
tipo de mujer y encontrarás en ella algo
que respetar, algo que admirar, algo que
amar».
Preciosa
Las palabras pueden curar. Hace unos
años una lectora se puso en contacto
conmigo con la intención de contarme su
historia. Desconfío de ese tipo de
relación. Lo más común es acabar
decepcionando. Sería largo de explicar
porque esto no me sucedió con S. Al
principio, intercambiamos varias cartas.
Ella había leído una novela mía en la
que aparece una criatura de la que su
abuelo abusa mientras la madre está en
el trabajo. Esa pequeña historia estaba
inspirada en lo que me contó una
persona cercana, así que a pesar del
envoltorio literario había en ella
detalles específicos que se repiten en
los casos de abusos a niñas que mi
lectora reconoció. Buscaba a la autora
de esas palabras. Quedamos en un café.
Fui con la sensación de que no debía
haber ido. No es prudente entrar a saco
en el corazón de un desconocido. Nunca
se sabe. Allí estaba. Era, es, una mujer
guapa,
con
una
sensualidad
voluntariamente borrada, una sonrisa
dulce y una mirada dura. Como suelo
hacer cuando una situación me
desconcierta hablé compulsivamente de
asuntos triviales. Pasó una hora sin que
dijéramos nada importante, salimos del
bar, y me propuso llevarme a casa. No
me gusta montarme en el coche de
alguien que no conozco, pero tampoco
sé decir que no. Aparcó cerca de casa,
me miró y me dijo que se sentía
decepcionada. ¿Decepcionada? Ya
estamos. «Venía dispuesta a contarte lo
mío y me voy igual que vine». Quise
largarme. No me moví. Allí, en el
interior del coche, me contó esa historia
que jamás había sido contada. La
historia que su madre fingía desconocer
y su familia prefería ignorar. Fue desde
los cinco años hasta los quince. Diez
años de terror resumidos en media hora.
Yo me preguntaba por qué me había
convertido en la depositaria de aquel
secreto. No era la clásica historia de una
familia lumpen y no se trataba de un
maltratador de mujeres: nuestro hombre
era un profesional y se dedicaba
exclusivamente a violar a sus dos niñas.
Las marcas aún están ahí, en el pecho.
El individuo fue progresando en sus
abusos siguiendo un sistema: antes de la
llegada de la regla las sometía a todo
menos a la penetración y las avisaba de
que ésta llegaría después de que «fueran
mujeres». La niña, para que el mal trago
pasara pronto, hacía lo que su padre le
pedía, las palabras sucias exigidas, los
movimientos requeridos; esa sumisión,
que naturalmente se da en todas las
niñas, es lo que acaba por hacerles creer
que son cómplices de un pecado. ¿Es
posible que una madre no se entere de
que su marido se levanta de la cama
para violar a sus hijas? Éste es el lado
más turbio del asunto. La madre. La
madre de nula personalidad y escasa
autoestima hace que no oye ni ve. Mi
lectora tenía razón: qué fácil es apoyar
causas en abstracto y qué costoso
enredarse en las penas concretas. Ésa es
la razón por la que las víctimas se tienen
por bichos raros de los que la gente
huye. Pero pasó el tiempo, a mí se me
quitó el miedo y a ella se le suavizó la
mirada. Hoy casi puedo decir que
mantenemos una amistad distante pero
sólida. Nos seguimos la pista. Quise
escribir un libro sobre ella y sobre mí,
sobre esa inusual relación. No citaría
nombres ni ciudades, le dije, y
reproduciría parte de las cartas que ella
me había escrito: nunca he conocido a
nadie que describiera mejor el dolor
infantil. Pero ella estaba muerta de
miedo. Su padre, el violador, vive.
Aunque hace años que no lo ve, sabe
dónde disfruta de su vida de jubilado
meapilas, de cabrón refractario al
arrepentimiento. Desde hace unos días
me acuerdo intensamente de ella
mientras leo una novela, Push, que
causó un gran impacto en América en
1996 y que llegará pronto a España en
forma de una película, Precious, que ha
cosechado ya numerosos premios.
Precious es una chica de Harlem, gorda,
fea, negra, pobre, y su nombre, Preciosa,
es como una broma de mal gusto. Está
escrita por Sapphire, una escritora que
durante
años
dio
clases
de
alfabetización en el Bronx. El ambiente
de Push no tiene nada que ver con el
ambiente social de mi lectora; sin
embargo nada iguala a los seres
humanos tanto como la desgracia. El
padre lumpen y el padre profesional
esclavizan de la misma forma a sus
niñas; de manera perversa, las hacen
creer que ellas también disfrutan. Eso
atormenta su mente infantil, la invade de
vergüenza y culpa. La madre inválida de
Harlem y la señora burguesa española
hacen la vista gorda para retener a su
hombre. Su silencio cómplice es el
mismo. No sé si Push es buena
literatura, creo que a veces eso no
importa. Es una voz poderosa, la de esa
pobre muchacha que se salva gracias a
la escuela de los servicios sociales y al
afecto de una maestra. Yo he visto a
muchas Precious en el metro: obesas, de
mal humor, adolescentes que no saben
cómo tratarse a sí mismas ni a sus hijos,
niñas violadas, jóvenes analfabetas. De
vez en cuando se produce el milagro y
alguien reconduce su vida. La vida de
Precious no es la de mi lectora, pero
cómo se parecen en el recuerdo de su
tormento infantil. Las dos, como tantas
niñas, aprendieron a desdoblarse
mientras el padre las violaba. Mientras
el monstruo perpetraba su delito, ellas
se concentraban en una canción cursi, de
esas que cantan las niñas con otras
niñas, y volaban lejos, muy lejos de
aquella cama.
El Niño Jesús
El Niño Jesús era esa figurilla de las
mesas de noche, un niño medio desnudo,
con la piel helada de la cerámica y una
cara adulta y melancólica. También era
el muñequito del belén, arropado por los
alientos del buey y la mula, de nuevo
incongruentemente desnudo entre unos
padres vestidos con túnicas y pastores
con chalecos de borrego. El Niño Jesús
era el protagonista indiscutible de los
villancicos que los niños cantábamos
con ímpetu excursionista de una casa a
otra o, en el caso de los que fuimos
niños de coro, con la dulzura de las
voces puras y perecederas de los nueve
años. Cuando aquellos niños tuvimos
hijos, el Niño Jesús se convirtió en la
dirección que se le daba al taxista
cuando llevabas en tus brazos a un bebé
ardiendo con una fiebre escandalosa.
¡Al Niño Jesús, por favor! Esta semana
repetí esa dirección, no con la misma
angustia de entonces, aunque sí con
aprensión anticipada. Tras una donación
de libros, me habían invitado a visitar la
planta de oncología de los niños con
cáncer, por pronunciar esa palabra que
cae en las familias como una bomba
cuando de un niño se trata. No me
invitaba el hospital propiamente dicho,
sino la fundación Aladina, que desde
hace años cumple una gran labor
asistiéndolos
anímicamente
y
procurándoles ratos de ocio. Los
hospitales infantiles no son como el
resto de los centros hospitalarios; en
ellos se respira la angustia paterna, pero
está equilibrada con la energía infantil,
que es mucha, y que se parece como una
gota de agua a la valentía. Entro dejando
atrás un Madrid nevado y me introduzco
en este micromundo de calor y olor a
desinfectante. «Aquí no podemos estar
tristes —me dice una enfermera de la
unidad de trasplantes. Lo afirma como si
fuera el mantra que se repite a diario—:
Aquí habría que ponerles una medalla a
los padres por contener su pena y otra a
los niños por su entereza. Cómo no les
vas a tomar cariño, entablas con ellos
una relación afectiva, es duro. Algunas
veces piensas en dejar esta planta para
siempre, pero sigues. Y no, no me
permito estar triste». En mi paseo de
habitación en habitación es G. quien me
acompaña. G. es una muchacha de unos
diecinueve años, visita a los niños como
voluntaria. Cuando le pregunto por qué
decidió hacer este voluntariado, el rubor
le sube a la cara. Es de estas personas
bondadosas a las que les da pudor hacer
patente su propia generosidad. G. tiene
una historia: fue paciente de esa planta
hace apenas tres años. Sufrió un cáncer
de riñón, una operación, unos ciclos de
quimio. Ese pasillo por el que ahora me
guía fue el pasillo de su casa durante un
año. G. prefiere que no desvele su
nombre: «Nunca quise que por mi
enfermedad me trataran de manera
distinta». ¿Te acuerdas del día en que te
dieron el alta?, le pregunto. «¡Cómo no
me voy a acordar! Me vi en la calle y de
pronto pensé que podía hacer planes a
largo plazo. Maduré. Me di cuenta de
que cuando estás sano no valoras las
cosas buenas que te da la vida a diario».
G. no habla por hablar, su candor es
transparente, no hay impostura en ella,
se acostumbró a lidiar con la verdad
desde su adolescencia. Estos días anda
preocupada, aunque no lo dice, porque
uno de los chavales con los que
compartió la vida durante un año ha
tenido una seria recaída. «Pero se va a
curar», me asegura, como si ella lo
supiera mejor que los médicos. Al entrar
en cada habitación se levanta del sillón
un padre o una madre, andan en
zapatillas, como si hubieran hecho
también de aquello su segundo hogar.
Tienen el inevitable aspecto de
machacamiento que afecta a los padres
de niños enfermos, pero también un
fondo de resistencia. Todos coinciden en
lo mismo: «Ellos nos animan». Los
niños, en cuanto son conscientes de su
enfermedad,
asumen
una
responsabilidad con respecto al estado
de ánimo de sus padres. Se podría
pensar que por ser niños van a ser más
débiles, y no. La fortaleza infantil
siempre sorprende. Está escrita en los
cuentos tradicionales. Hay niños de toda
España porque la planta de trasplantes
del Niño Jesús tiene un gran prestigio.
Los padres piden permisos, se turnan, se
alquilan pisos cerca del hospital, lo que
sea con tal de estar cerca de ellos. Por
los pasillos conozco a Gabriela, es una
niña de Fuerteventura a la que no se le
borra la sonrisa de la cara. Le pregunto
si la puedo besar (no sé si debo), mira a
su madre y luego asume la decisión:
«¡Pues claro!». Ni la cabeza pelona le
resta belleza o expresividad. Lleva el
aparato del goteo como si fuera un
juguete. «Mi profe de allí se pone de
acuerdo con la maestra que me mandan
aquí a casa y me estoy sacando el
curso». A Gabriela le está costando
adaptarse al frío de Madrid, a la bulla
del tráfico, viene de un pueblo cálido,
de otro sentido del tiempo. «¡Pero hoy
he visto la nieve por primera vez en mi
vida!». La frase, tan optimista,
expresada con el acento musical de su
tierra, resuena en mi cabeza cuando
salgo a la calle. Un padre me protege
con su paraguas hasta la parada de taxis.
Está contento, me cuenta, porque se
pueden llevar a su cría a casa esta
Nochebuena. Nos abrazamos. «¡Todo lo
mejor para 2010!». De pronto, esa
felicitación cansina cobra un sentido
verdadero. Cuando me veo sola, aprieto
los dientes y me digo no, no se puede
estar triste, no se tiene derecho.
Violencia digital
Soy internauta. No menos que los que
pertenecen a una asociación. Soy
internauta. Es algo tan común, que hoy
ya no se puede usar como rasgo
distintivo. No es como decir soy
paracaidista o cirujano. Ser internauta es
como ser telespectadora, sólo define una
actividad propia de nuestros tiempos,
pero empiezo haciendo esa afirmación,
«soy internauta», para aclarar, de nuevo,
que somos tantos los que practicamos a
diario el buceo digital, que es iluso
pensar que tenemos la misma opinión
sobre las reglas de este medio. Nuestra
inabarcable heterogeneidad no nos
permite ser representados por una sola
asociación. Leo en la prensa que acaba
de salir un libro aún no traducido al
español, You Are Not a Gadget, escrito
por una de las personas que
contribuyeron a la creación de Internet
tal y como es ahora. Jaron Lanier, se
llama el autor. Lo interesante es que sea
él, y no alguien ajeno, quien con este
libro alarme sobre los peligros de este
artilugio. Lanier asegura que las
decisiones que se tomaron en un primer
momento con respecto al funcionamiento
de Internet favorecieron el anonimato de
tal manera que han revelado el lado más
oscuro de la naturaleza humana,
generando una especie de «cultura del
sadismo». Este sabio internauta ha
estudiado cómo en ciertos regímenes
totalitarios, como el chino, Internet se ha
utilizado y se utiliza para generar
rumores de naturaleza personal,
adulterios, por ejemplo, que pueden
conducir a una persona a una situación
insostenible, o de orden político, como
señalar a simpatizantes de la causa
tibetana para dejarlos luego en manos de
una masa justiciera. Y en España… Ay,
España. Suelo mirar, entre los blogs que
visito, el de un joven amigo. Lo
recomendaría, pero, en este caso, no
puedo decir el nombre. El blog de mi
amigo está lleno de fotos sensibles y
comentarios conmovedores de los dos
universos entre los que tiene repartido el
corazón: Nueva York y un pueblo de
Cataluña.
Cuando
llegaron
las
Navidades de hace tres años, este
bloguero escribió un comentario irónico
sobre cómo vivía de niño la víspera de
Reyes en su pueblo; siendo como es hijo
de personas humildes, recordaba haber
percibido la manera sutil en que se
relegaba a los críos de familias menos
ricas. Algo así. El caso es que como
internautas somos hoy (casi) todos, su
texto llegó a ojos de un paisano que lo
entendió como un ataque a las sagradas
tradiciones vernáculas y lo puso en
circulación para que otros irrumpieran
en el blog y escribieran comentarios
vejatorios. La cosa no quedó ahí:
cuando llegaron las fiestas del pueblo,
los
mozos,
que
habitualmente
comercializan una camiseta con una
frase alusiva a un acontecimiento
significativo que haya ocurrido durante
el año, estamparon el nombre de mi
amigo junto a un adjetivo: «Maricón».
No hace falta describir la tremenda
angustia de los padres y la ansiedad con
la que mi amigo vivió este cruel
episodio estando al otro lado del
océano. Como siempre, los cafres
consiguieron que la víctima se sintiera
culpable por haber disgustado a quien
más quería, su familia. Fuimos los
amigos los que le hicimos interpretar
este desagradable episodio como una
muestra de nuestro pecado más
lamentable, la envidia, que siempre se
expresó en las barras de los bares, pero
que en nuestros días se ve magnificada
por el ciberespacio. Envidia contra el
muchacho de origen humilde que
consigue una beca, deja el pueblo y se
larga, que no le tiene miedo a poner
tierra por medio, a estar solo en otra
ciudad y labrarse un futuro con esfuerzo
y entusiasmo. El episodio le hizo
madurar, pero a qué precio. En el libro
del que les hablaba, el autor, Lanier,
analiza uno por uno los peligros de la
cultura internáutica. La define como una
cultura de «reacción sin acción»: se
critica mucho, irreflexivamente, y se
crea poco. Recuerda este pionero de
Silicon Valley cómo en un principio los
teóricos internautas celebraban la
desaparición de las voces individuales;
la voz individual es suprimible,
auguraban, incluso la de un experto,
porque la masa siempre estará más
cerca de la verdad. Imaginaban un
mundo en el que, gracias al continuo
escaneo de textos, no existiera un libro,
sino el Gran Libro que contuviera todos
los libros posibles; una Gran Cultura
Digital en la que se ensombrecería al
autor de manera que el usuario no
estuviera interesado en saber de dónde
viene un fragmento literario, quién rodó
un vídeo o cuál era el contexto en el que
fueron creadas las obras artísticas o
académicas. ¡Ningún libro será una
isla!, decían. Aquellos pioneros estaban
generando, algunos sin saberlo, el mayor
ataque a la propiedad intelectual desde
que dejó de entenderse que los artistas
eran meros empleados de los poderosos.
Jason Lanier advierte que la opinión de
la masa ha de ser utilizada
selectivamente, que hay que volver a dar
voz a los expertos, que hay que tratar de
generar un «nuevo humanismo digital».
«Vivimos —dice— en un estado de
somnolencia del que sólo lograremos
escapar cuando acabemos con este
gregarismo». Cierto. Es la presión de
una masa organizada que a muchos no
nos representa, pero que puede empujar
a un Gobierno, preocupado a diario por
su popularidad, a modificar sus
principios para aplacar el griterío de los
más agresivos y dejar con el culo al aire
a los débiles.
Todo sobre mi suegra
En vísperas de lo inevitable paso la
mañana vigilando la cocción de mi
conejo Solbes. Llevo dos horas
observando
este
chisporroteo
embriagador,
como
Alf,
aquel
extraterrestre televisivo que encontraba
fascinante extasiarse con el centrifugado
de la lavadora. Yo miro mi conejo
Solbes. A menudo, los políticos no
parecen conocer el país del que hablan,
porque aquí, cuando un economista
recomienda comer conejo, lo que el
pueblo entiende no es que haya que
sustituir un animal por otro, sino al
contrario: en lo que al papeo se refiere,
el pueblo soberano tiende a sumar; así
que, como buena ciudadana de este país
glotón, hago lo propio, empiezo la
víspera con un conejo Solbes, sigo
chupando el langostino y acabaré con el
corderito. Mentalidad heredada de una
España pobre, que encontraba en los
pucheros el mayor consuelo de la vida.
En estos días veo que se reseñan libros
de
altísima
cocina
y
busco
desesperadamente entre la lista de los
dioses el nombre de mi suegra, pero
nada. A mi suegra se la silencia. Está,
sin embargo, Calor, el libro de un
escritor, Bill Buford, que se ha pasado
dos años en la cocina de un restaurante
de moda neoyorquino, el Babbo. El
restaurante lo conozco, pero por fuera.
Está en una esquina de Washington
Square. Dos veces intenté conseguir
mesa, dos veces me la negaron. Me
hablaban de hacerme un hueco, de aquí a
dos meses. Lo siento, para mí no hay
comida que valga una espera de dos
meses. Los neoyorquinos tenían una
especie de complejo culinario con
respecto a Europa. Su guía de
restaurantes más fiable, la Zagat, es
todo menos esnob, es maravillosa y
democrática, está hecha con el consejo
de muchos ciudadanos, y además de dar
una información muy ajustada de comida
y ambiente de los sitios, nos enseña
también cómo son los habitantes de esa
ciudad, qué platos prefieren y cómo
miran siempre con cierta ironía a esos
chefs minimalistas que te marean con
cien platos diminutos y te obligan a
aguantar la florida descripción de cada
uno de ellos. Pero finalmente
desembarcó la Guía Michelin, y hoy a
la gente fina se le ha contagiado el virus
gastronómico. También leí hace unos
días un amplísimo reportaje en The New
Yorker sobre un chef británico que
argumenta que no hay mejor carne que la
del animal que has criado en tu propio
corral o patio. Cuenta cómo a la primera
cerda que tuvo la bautizó con un nombre
(pongamos Hillary), pero comprobando
luego que es más doloroso matar a una
cerda que tiene nombre que a una cerda
anónima, tuvo a partir de ese momento
un trato con sus animales estrictamente
profesional, lo cual hizo infinitamente
más fácil el difícil trámite de la muerte
(por algo sería que en los campos de
concentración clasificaban a los presos
con números).
Este conejo mío me lo dieron en la
carnicería como un conejo Solbes. No
quise indagar en el origen del nombre, ni
saber si la gracia de mi carnicero
consistía en llamar Solbes a todos los
conejos que tenía colgados del gancho o
si es que ahí tenía colgado a todo el
Consejo de Ministros. Yo, por mi parte,
qué puedo decir, que encantada de
llevarme un Solbes, al que veo como un
conejo de naturaleza sedentaria y, por
tanto, con molla, que es de lo que se
trata, mucho mejor que un Rubalcaba,
nervudo y escurridizo, que obliga al
comensal a estar adiestrado en el
chupeteo de huesos, y aunque mi suegra
asegura que es lo más sabroso, yo, por
muy mayor que les parezca, soy ya de la
generación de Bucanero y el Tigretón, o
sea, que me gusta lo fácil y lo evidente,
la molla. Mi suegra. Abundan los libros
de arte culinario y ni un solo ensayo
sobre ella. Su pequeña cocina podría
llamarse con todo el derecho Babbo, El
Bulli, La Broche o Arzak. Las manos
doloridas por la artrosis cortan las
alcachofas como Miguel Ángel esculpía
el pie de David. Esas alcachofas que
pasarán al arroz, o al solomillo, de las
que se aprovechará el caldo para un
guiso, de cuyos restos se harán unas
croquetas. «¡Las cocletas!», como
anunciaba mi actriz fetiche, la gran
Rafaela Aparicio. Las cocletas de
Rafaela saltaban de la pantalla, debían
de estar de muerte. Cada cocleta de la
Aparicio llevaba dentro todo un cocido
entero desestructurado, como las
cocletas que hace mi suegra, en
cantidades industriales, antes de
marcharse al pueblo, dejando un
congelador que revienta de cocletas;
marchándose inquieta porque en
vísperas de Nochebuena tiene una
misión ineludible: hacer con su hermana
los fabulosos borrachuelos, esos dulces
crujientes y rebosantes de azúcar que
luego mandará por Seur dentro de una
caja metálica de galletas. Ahí va, esa
virtuosa de la cocina avanza con paso
torpe por el andén de la estación de
Atocha, donde, razones de seguridad, ya
no se puede acompañar a una abuela al
vagón ni decirle adiós con la mano hasta
que el tren arranque. Pero ella, resuelta
como Mary Poppins, lleva en su mente
unos
objetivos
con
nombres
deliciosamente concretos: borrachuelos,
berenjenas en conserva, membrillo,
etcétera. Nadie la sacará nunca en un
ensayo, pero yo la puedo imaginar
entrando, a este mismo paso lento, por
las puertas del paraíso, donde el Señor
(como ella dice) les dirá a un Arzak o a
un Ferran Adrià: «Por favor, señores,
dejen a la señora que se siente».
El hecho diferencial
Según las últimas investigaciones que
nos llegan de universidades de Utah,
Iowa o Minnesota, los negros,
definitivamente, no tienen el ritmo en la
sangre. Y hay que creer lo que diga un
científico de Utah porque es un Estado
donde ningún elemento externo puede
distraer la atención de un científico
salvo que se convierta al mormonismo, y
es de comprender que, con cinco
mujeres
alrededor
anhelando
prestaciones, ese científico, convertido
en macho alfa, ande distraído y con
todas sus neuronas ocupadas en
satisfacer el natural requerimiento
matrimonial multiplicado por cinco.
Pero por lo general son de ese tipo de
Estados en los que, o bien investigas, o
bien te suicidas, dos actividades
bastante frecuentes según lo que rezan
las estadísticas. Ya lo contaba Bill
Bryson en aquel fantástico libro de
viajes por América que se llamaba The
Lost Continent (en España se tradujo
con el estúpido título de ¡Menuda
América!). Bryson decía que después de
dos horas conduciendo por Iowa se bajó
del coche y comprobó que para tener
una vista privilegiada del paisaje
abrumadoramente llano de ese Estado lo
único que hay que hacer es subirse
encima de una guía telefónica. A lo que
iba, que cada día que pasa, los
científicos parecen tenerlo más claro:
los seres humanos somos idénticos, sólo
tenemos pequeñas diferencias externas
que nos hacen sentir profundamente
orgullosos
o
tremendamente
acomplejados. Estamos hechos en serie.
Me lo dijo Jan, mi profesora de
gimnasia, que había ido a ver la
exposición más polémica de la
temporada, la de los cuerpos humanos
abiertos en canal. Polémica por la
procedencia de los cuerpos, que, decían,
venían de China, y se especulaba sobre
el tipo de muerte del que salieron los
muertos. Polémica también por mostrar
cuerpos reales. La cara de los muertos
nos dice que eran orientales, pero en el
interior son como blancos o como
negros. Tú y yo, por ejemplo, somos
idénticas, dice la profesora. Es cómico
escuchar esa afirmación de esta
gimnasta que es giganta como una infanta
y que me hace aparecer a mí ante el
espejo del tamaño de una menina, por
seguir con el símil monárquico. Pero sí,
somos iguales por dentro; incluso el
paso del tiempo tarda en notarse: una
persona de cuarenta años es casi igual
que una de veinte, sólo es la piel y la
carne las que pierden lustre (¿sólo?).
Qué bonito sería que yo ahora
introdujera aquí el speech sobre lo cruel
que es la mirada humana, pero no lo
haré: yo también me considero sensible
a esas pequeñas pero deliciosas
diferencias, qué caramba. Después de
hacer gimnasia con la infanta voy a
ducharme. Es difícil para mí estar en
estas duchas americanas: mujeres de
toda edad y condición hablan desnudas,
desnudas van y vienen, se ponen crema,
se secan el pelo. Tengo que tener
cuidado, mi forma de mirar es
inequívocamente española y miro con un
poco de impertinencia. En Nueva York
hay que mirar sin que se note. Los
neoyorquinos son expertos en mirar de
soslayo. A mí me gusta investigar esas
pequeñas diferencias del cuerpo
femenino. Soy un tanto voyeuril. Hay
veces que coincido con una india que
tiene las tetas bizcas, o sea, cuyos
pezones miran para dentro. ¿Es que no
es extraordinario? Me encanta observar
a las ancianas que ríen y bailan con la
música ambiente; el otro día cantaban
I Will Survive, y era muy cachondo
verlas. Ahí lo llevaban, un poco
chepudas; algunas con las tetas grandes
y extendidas por el abdomen, otras con
pechos diminutos y culo enorme, todas
ellas con incontables arrugas como las
del viejo y querido papel cebolla. En
realidad, su salud es envidiable, su risa,
su optimismo, y ahí estoy yo
escudriñando como una espía esas
diferencias que van apoderándose
también cada día de mi cuerpo hasta que
me convierta en una de ellas. Pero si de
pronto todas muriéramos, si de pronto
nuestros cuerpos fueran sometidos a mil
procesos químicos y abiertos en canal
para que cientos de visitantes morbosos
nos observaran, seríamos bastante
parecidas. Todas y todos. Parece que la
ciencia es la única resistencia real que
existe ante tanto disparate, ante tanto
amor a la diferencia. Un negro es igual
que un blanco. Un homosexual es igual
que un heterosexual. Una mujer es
mucho más parecida a un hombre de lo
que tantas disquisiciones sobre género
quieren demostrar. Una mujer llamada
Annie Proulx que vive en Wyoming
escribió en 1998 la historia de Jack
Twist y Ennis del Mar; construyó el
cuento gracias a su enorme talento
literario y a las historias que la gente del
campo le contaba. Jack y Ennis, dos
vaqueros de infancia desgraciada y
pobre, viven la más arrebatadora
historia de amor posible mientras
pastorean ganado a los veinte años. Es
Brokeback Mountain, claro, y se ha
convertido en todo un fenómeno de
masas. No responde a ninguno de los
tópicos gays de los que adolecen a
veces historias escritas por los propios
gays, más preocupados en que el
mensaje cuadre entre su público
potencial que en la emoción del
argumento. La vida de Jack y Ennis,
contada por esta escritora, es seca, dura
y sobrecogedora; lo es también en la
película de Ang Lee, y lo es en los ojos
de esos dos actores, que saben actuar
para que el público vea por encima de
todo a dos hombres enamorados. La
historia se salta los mil tópicos sobre el
asunto: escrita por una mujer, de
ambiente rural, de seres sin glamour y
sin educación, de amor hasta la muerte
entre dos hombres. Eso sí, en el cine son
fundamentales esas pequeñas deliciosas
diferencias externas, y aunque todos los
seres humanos somos iguales (por
dentro), el director optó por dos actores,
Heath Ledger y Jake Gyllenhaal,
guapísimos (por fuera). Mucho más
seguramente que esos paletos de Utah y
Montana que la novelista tenía en la
cabeza. Pero seguro que Proulx disfruta
de la elección, como disfrutamos todas.
Y todos. Obviamente.
Yo y Manolo
Desde que vivo en un mundo virtual, mi
universo se reduce a este rincón de mi
cuarto: la mesa, el flexo, un mapamundi
en la pared y un muñeco de plástico
duro de los años treinta que compré en
un mercadillo. Está en una hamaca
tumbado, tieso como un muerto y
tomando el sol, con trajecillo de playa
del Gran Gatsby. Tan virtual es mi
mundo, tan centrado en esta pantalla con
la que interactúo la mitad del día, que lo
más humano que tengo cerca es el
muñeco antiguo, al que llamo Manolo
(en homenaje a Rodríguez Rivero, of
course). Con este Manolo expreso mis
desahogos. A veces le saco de la
hamaca, le pongo delante de la pantalla
y le digo: «Mira, Manolo, mira lo que ha
dicho este cretino». Y como Manolo está
frío como un Niño Jesús y nunca se
decanta, me cabreo con él y le saco un
rato a la escalerilla de incendios, para
que se hiele, le picoteen los pájaros y le
muerdan las ardillas rabiosas que saltan
por el patio. Al verlo a la intemperie me
da la misma risa que a Bette Davis
cuando en ¿Qué fue de Baby Jane? le
ponía de comer una rata a su pobre
hermana paralítica. No descarto la idea
de colocar una cámara en mi rincón de
trabajo y colgar en YouTube mi
actividad diaria a fin de que científicos
de todo el mundo analicen esta vida
laboral solitaria, alimentada por manías
que se van sumando: oler una goma
Milán gigante que me retrotrae, contar
los bolígrafos robados en restaurantes,
mirar el correo cada cinco minutos,
hablar con Manolo o torturar a Manolo
colgándole del palo del flexo. ¿Qué
daño le hago a nadie? Por cierto, el otro
día vi una exposición de Robert Crumb,
el dibujante de cómics que pasará como
una de las estrellas del arte gráfico del
siglo XX, pero también como uno de los
individuos más odiados por el
feminismo académico. Había una página
en la exposición en la que Crumb se
dirigía a aquellas mujeres que le han
acusado de degradar la imagen de la
mujer.
Crumb
empezaba
muy
educadamente diciendo: «De verdad, no
entiendo por qué me odian, yo me siento
muy feminista». Continuaba su speech en
viñetas expresando su asombro ante
personas
tan
cualificadas
intelectualmente que, sin embargo, no
consiguen distinguir entre realidad y
ficción. Lo cómico es que en la última
viñeta aparecía sudando, como si
hubiera perdido los nervios: «¿Qué
quieren ustedes que haga?, ¿jodidos
cómics
con
mensaje,
cómics
pedagógicos? No se dan cuenta de que
esto para mí es como una terapia…
¿Preferirían ustedes que dejara de pintar
estas cosas horribles y saliera a la calle
a perseguir a niñas de doce años? ¿Me
entenderían más entonces?». Robert
Crumb está completamente zumbado, lo
sabe, y vive su oficio como una terapia
ocupacional. No es un disparate. Los
médicos
están cada
vez más
convencidos de que el trabajo es
terapéutico y de que alguna vez
pagaremos la alegría con la que
jubilamos a la gente a los cincuenta
años. Y en cuanto a todos esos
expertos/as desalmados/as que llevan
años tratando a Crumb como si fuera un
asesino, porque dibuja mujeres calientes
dispuestas a tirarse a cualquiera con
unos traseros que se salen de la página,
deberían aparcar por un momento sus
principios morales y escuchar al hombre
loco, al salido, al que se confiesa
prisionero de una imaginación rijosa que
encuentra su válvula de escape en ese
oficio de consumo popular que ha
saltado, con todo derecho, a los museos.
Robert Hughes, el autor de La cultura
de la queja, ese libro publicado hace ya
catorce años que diseccionaba los
peligros de la cultura basada en el ego
identitario y que cada día que pasa es
más y más actual, ha dicho del loco de
Crumb que es uno de los grandes artistas
satíricos del siglo XX, a la altura de
Goya.
Todo aquel que trabaja solo en una
habitación acaba algo grillado. Raro es
el trabajador solitario que no acaba
hablando con Manolo o ahorcándole del
flexo.
Esos
comportamientos
patológicos se han acrecentado desde
que el hombre vive a un ordenador
pegado; desde que ese hombre o mujer
viven, compran tomates, discuten,
escupen bilis, entablan amistades, follan
o calumnian a través del teclado. El otro
día anunciaron el cierre de un pequeño
videoclub que hay cerca de mi casa. Esa
noticia que no cambia el mundo aparecía
en la sección local de The New York
Times, en uno de esos maravillosos
reportajes que cuentan la ciudad. En la
tienda se reunían los cinco amantes del
cine de Fellini del barrio o abuelas que
acudían a pedirle recomendaciones muy
concretas al tendero. Igual que nuestras
madres le pedían al pescadero un
pescado para hacer en blanco para un
enfermo, allí se pedían películas para el
dolor de corazón. Se cierra. Entre
Internet y el magnífico servicio de
correos que tiene este país, tus deseos
son órdenes. Pero el que tiende
tendencia a volverse loquito, el que ya
de por sí eligió tener un trabajo
consistente en pasar el día, como los
niños egoistones, encerrado con sus
juguetes, tiene que airearse o puede
acabar con la mente tan atrofiada como
el cuerpo. Hace tiempo que barruntaba
este peligro, pero el neurobiólogo
Steven Johnson lo confirma en su libro
Mind Wide Open: el cerebro no segrega
oxitocina ante el ordenador. Oxitocina,
la sustancia maravillosa que segregamos
ante la persona amada, la sustancia que
las mujeres segregan a chorros cuando
dan de mamar al hijo. Ahora, de acuerdo
a los consejos del profesor Johnson, me
tiro a la calle todas las tardes a
oxitocinarme. Eso sí, llevo a Manolo en
el bolso. El otro día en el metro se me
sienta al lado una de esas maniáticas
neoyorquinas y me dice: «Me está
molestando con el periódico». Lo cerré
y murmuré: «Manolo, escucha bien lo
que te digo, la gente aquí está como una
puta cabra».
Alto Copete
El día debería ser más corto. Lo pienso
cuando bajo los efectos del jet lag me
levanto a las cinco y media de la
madrugada y me entra un desconsuelo
que sólo se me ha de curar tomándome
un café con porras. Me tiro a la calle y
este frío americano que hace en España
me muerde la cara. Cerca de casa tengo
tres baretos que abren de madrugada: El
Torrezno, Alto Copete y El Encierro.
Irme a tomar churros a un bar llamado
Torrezno, tan temprano, me parece
excesivo; El Encierro me da miedo
buñuelesco, así que me decanto por Alto
Copete. Qué diantres, me digo, ¡tiremos
la casa por la ventana! La cafetería Alto
Copete tiene un ambiente extraordinario
a esas horas: unos cuantos hombres de
mediana edad (no diré el oficio de
dichos ciudadanos, que luego viene el
colectivo de los susodichos a darte tu
merecido) apoyados en la barra se
meten entre pecho y espalda unos
copazos de sol y sombra que les obligan
a emitir una especie de rebuzno después
de cada sorbo, y una mujer, que lleva un
cigarro literalmente colgado de un lado
de la boca y, por el otro, suelta el humo
como si fuera una cafetera, que con una
mano sujeta el café y que con la otra
echa monedas a la máquina y, como no
hay suerte, se caga en la puta madre de
alguien cuyo nombre no identifica. Si
tuviera que calificar con un solo
adjetivo este bar, no lo dudaría:
elenosalgadiense. En la cafetería Alto
Copete hay dos televisores: en uno
emiten una serie de dibujos animados
japoneses; en la otra, el Gran Wyoming
entrevista a Zapatero. No tienen sonido.
Están sólo por dar vidilla. Con la
musiquilla de la máquina tragaperras y
la de algún móvil hay suficiente. De
pronto, uno de los hombres, después del
rebuzno que sigue al sorbo de sol y
sombra que le sigue a la expulsión del
humo del cigarro, le dice al otro: «¿Tú
te sabes esa canción de a los tontos de
Carabaña se les engaña con una caña?».
El compañero contesta: «Yo no». El tío
es que no da crédito: «Pero cómo no te
lo vas a saber, tío, si esa canción se la
sabe todo el mundo». Que no, que no me
la sé. «Que no te la sabes, que no te la
sabes, será que no te acuerdas». Y se la
tararea varias veces. Yo sí me la sé,
pero me falta casticismo para tener la
gracia de meterme en las conversaciones
ajenas. Yo soy esa que está sentada en
un taburete. Mojo el churro (con perdón)
y trato de no mirar la prodigiosa
exposición de seres vivos que se exhibe
bajo la mampara de cristal: entre otros,
un pulpo muerto, entero, que parece que
va a sacar un tentáculo y te va a coger un
churro, y unos cuantos trozos
perfectamente
reconocibles
(las
orejillas, el pechito) de Babe, el cerdito
valiente. Todo ello sin descuidar el
toque navideño consistente en un
espumillón de lado a lado y su bola
colgando. Como yo digo, hoy en día el
escaparatismo es un arte.
Los días deberían ser más cortos.
Siempre hay algún idiota que dice eso
de «El día debería tener veintiocho
horas». ¿Para qué puede querer un idiota
que
pronuncie
semejante
frase
veintiocho horas? Me miro en el espejo
del bar: con la cara de muerta que tengo
ahora mismo sólo de pensar que habré
de arrastrar el cuerpo hasta esta noche,
Nochevieja, y esperar a las uvas y toda
la pesca, me da bajón existencial (¡y eso
que este año tenemos el aliciente de que
con 2007 también se puede hacer una
bonita rima!). La ventaja de vivir fuera
es que idealizas a la familia. La familia,
el cogollito familiar, somos esos doce
seres que estuvimos sentados en
Nochebuena alrededor de una mesa
llena de langostinos. Durante dos años
intenté introducirles el concepto bufés, o
sea, que de pie, alrededor de la mesa,
fuéramos picando de aquí y de allá, pero
desistí, porque genéticamente no
parecen preparados. Ellos se quedan un
rato de pie mirando la comida, como
desconcertados, y finalmente se sientan
y esperan a que alguien reparta. Esas
doce almas del cogollo familiar ponen
el móvil al lado del plato. Doce almas,
doce móviles. Me incluyo. Como el poli
que se saca la pistola del cinto cuando
llega a casa pero quiere tener el arma
encima de la mesa porque, en el fondo,
siempre está de servicio. Cada poco
suena alguno. Todos conocemos
perfectamente las sintonías de los otros,
así que cuando una musiquilla suena
todos a una dirigimos nuestras miradas
al propietario del móvil. Calificaría esta
escena de entrañable. Menos entrañable
es que mientras entre nosotros, los
presentes, cuesta que cuaje una
conversación que no despega del vuelo
rasante, cuando alguien recibe una
llamada y habla por el móvil con alguna
de sus amistades se transforma, entra en
un estado de entusiasmo indescriptible.
¡Risas, chascarrillos, alegría! Luego
cuelga y se desinfla. Incluso mi padre,
que tanto anheló nuestro regreso, parece
pasárselo infinitamente mejor cuando
empieza su ronda de felicitaciones
telefónicas con sus viejas amistades. Y
todo esto a voz en grito. Hay que
agradecerle al móvil que nos haya
devuelto intacta una escena del pasado:
la gente ha vuelto a chillarle al teléfono.
Esa costumbre de los abuelos, de la que
nos cachondeábamos tanto, de chillarle
al auricular como si no acabaran de
creerse aquel invento, la practica hoy
todo el mundo. Todo el mundo comparte
sin pudor conversaciones privadas. Hay
momentos en que son varios los que
hablan por su móvil y la habitación
vibra de conversaciones, sí, pero con
seres de otras familias, que a su vez sólo
se animarán cuando hablen por el móvil.
Miro al espejo de Alto Copete y me
digo, me quedan veinte horas hasta que
esta pesadilla haya acabado. (No se
preocupen por mi familia, ellos no se
molestan, han hecho callo). Feliz año.
Cada oveja con su
pareja
Desde que el cómico Paco León dijera
aquello de: «En Estrenos de Cartelera
les presentamos Brokeback Mountain,
que vendría a traducirse como Maricón
de Montaña», me di cuenta de que las
grandes traducciones no dependen de la
literalidad sino de la capacidad del
traductor para hacerse atractivo en otro
idioma. Esa traducción de Paco está
para mí a la altura de la traducción que
hiciera Pedro Salinas de Proust; esa
traducción de Paco ha de marcar un
antes y un después. A mí se me grabó en
el corazón (que es donde llevan los
anglosajones la memoria) y a día de hoy
cuando veo un cartel de la película o el
libro y leo Brokeback Mountain, se me
borra el original y se me viene a la
mente el título en español, Maricón de
Montaña. Antes de hacer este artículo
he consultado con unos veinte
traductores en activo, algunos de
Naciones Unidas, otros de la Comisión
Europea (me gusta documentarme antes
de escribir estos artículos), y los he
encontrado francamente divididos: unos
pensaban que si bien no cabía duda de
que era una traducción inolvidable, tal
vez pecaba de atender más al contenido
de la historia que al título real, dado que
Brokeback es el nombre de unas
montañas;
otros,
en
cambio,
concretamente el 10% (un 10%
marcadamente gay), estaban encantados,
al pan pan y al vino, vino. A quién coño
le importan las montañas, la gracia está
en sus habitantes, en este caso los ya
míticos Jake Gyllenhaal y Heath Ledger,
que tienen en su haber una hazaña
significativa: son los primeros actores
que habiendo interpretado a dos
homosexuales han acabado, vestidos de
cowboy, clavados con chinchetas en las
habitaciones de las niñas, animando
sueños eróticos. Mi teoría es que las
niñas y no tan niñas los veíamos amarse
como dos tiarrones y eso pone. Todo
esto viene a cuento porque he leído
varios estudios que se están haciendo en
lo que viene a ser la zona de las
montañas de Oregón, que son, por lo que
leo, la Chueca del mundo rupestre.
Hasta allí han ido los científicos para
estudiar el universo de la oveja. ¿Qué
han encontrado? Que en la oveja se
repite casi el mismo porcentaje gay que
en el mundo de los humanos. Un 8% del
rebaño. Eso ya lo sabían los ovejeros
antes que los científicos. Los ovejeros
habían notado que un tanto por ciento de
machos en vez de montar a las hembras
prefieren rozarse con otros machos o
directamente penetrarlos; lo de las
hembras es más complicado, un
porcentaje de ovejillas rehúyen a los
machos pero deciden quedarse quietas,
melancólicas, tal vez soñando con esa
relación lésbica a la que no saben darle
forma. Tal cual. El caso es que los
científicos de las montañas de Oregón
que sabían que en el cerebro gay el
hipotálamo tiene una dimensión distinta
que en el cerebro heterosexual,
decidieron averiguar en qué momento de
la vida de las ovejillas se produce esa
diferencia. Y qué descubrieron, aquí
viene lo gordo: que es en los tres
primeros meses de gestación cuando el
feto animal genera diferencias sexuales.
A todo esto los ovejeros de Oregón que
no tienen corazón y sólo buscan el
rendimiento máximo de sus rebaños
piensan que con las ovejas gays pierden
dinero, porque no se reproducen y, dado
que la concupiscencia es la madre de la
ciencia, los científicos empezaron a
toquetear en el cerebro de los fetos para
cambiarles durante la gestación el
hipotálamo de las narices. A todo esto,
Martina Navratilova, mi heroína,
ganadora nueve veces en Wimbledon y a
la que yo dediqué la única letra de rock
que he escrito en mi vida y cuyo
estribillo decía así: «Quiero ser bollera
/ quiero ser tenista / hacer lo que yo
quiera / en la cama / y en la pista», ha
declarado, a cuento de las rumiantes de
Oregón, que las ovejas también tienen
derecho a disfrutar de su sexualidad. Sí,
ríanse, pero Martina tiene sus motivos:
estos
descubrimientos
de
la
homosexualidad ovejil son de los que
alertan a todo el mundo. Por un lado,
están
los
ultraconservadores
americanos, que siguen columpiándose
en la certeza de que el mariconismo es
un vicio que se puede curar con cierta
medicación y ayuda psicológica, y por
supuesto no están dispuestos a aceptar
que es una condición con la que se nace,
porque si se admite que el homosexual
lo es de nacimiento habrían de admitirle
los mismos derechos que a otros
colectivos, y eso sí que no, prefieren
vivir en su mundo de creencias sin
fundamento. Esto no es ninguna tontería,
las estadísticas dicen que la gente que
cree que con la homosexualidad se nace
es más proclive a ser comprensiva con
los derechos de los gays que los que
creen que es una elección a posteriori.
Reconozcámoslo: hoy estoy estupenda,
repartiendo
datos,
estadísticas,
documentación
exhaustiva.
Definitivamente, me salgo. Por otro
lado, están aquellos colectivos gays, en
los cuales habríamos de incluir el
disgusto de mi diosa inspiradora, la
Navratilova, que temen que de igual
manera que ya se empiezan a encargar
en algunos hospitales americanos
embriones a la carta, los padres tengan
la posibilidad en un futuro de solicitar
que se le practique al feto la misma
intervención que a las ovejas de Oregón
a fin de que la criatura salga hetero y así
poco a poco hacer desaparecer a los
gays de la faz de la tierra. Por su parte,
los científicos de las ovejas de Oregón
dicen que las cuestiones morales no
deben paralizar la investigación. Lo
confieso, hasta hace poco, víctima de
prejuicios sin fundamento, pensaba que
el cachondeo estaba circunscrito a las
zonas urbanas, a las Chuecas de turno.
Pero una cambia, viendo lo que es la
montaña en estos momentos. Dan ganas
de decir eso de si la montaña no viene a
una, ¿no tendrá una que ir a la montaña?
El aplausómetro
Los niños del mundo se dividen en dos
grandes grupos:
a) Inocentones: los que miran el
truco del mago con la boca
abierta y cuando el mago les
saca un huevo de la oreja
pasan la tarde pensando cómo
es posible que durante los
ocho
años
que
llevan
habitando el planeta Tierra no
hubieran advertido que tenían
un huevo dentro del cráneo, al
lado de la oreja. Cuando ya se
rinden los inocentones y
deciden que hay cosas en este
mundo
que
no
tienen
explicación y que es mejor
tener fe sin más, comienzan a
darle vueltas a una segunda
cosa: ¿y cómo sabía el mago
que ellos tenían un huevo
dentro de la cabeza, quién se
lo había dicho, eh?
b)
Hijoputillas: se dice de
aquellos otros niños que miran
el truco del mago con la ceja
levantada, intentando, desde
que el espectáculo empieza,
pillar al mago en un fallo, en
un renuncio, localizar el
cordón, el mecanismo que
hace que el mago se saque el
huevo de la manga y lo
coloque con una rapidez
supercalifragilística en la
oreja del niño voluntario. El
hijoputilla se ríe del mago, se
ríe del voluntario, se ríe de
los niños inocentes.
No es por insultar, pero está
demostrado por neurobiólogos de todo
el mundo que cada español lleva dentro
de sí un hijoputilla. Más o menos
desarrollado, pero lo lleva. Es genético,
probablemente sea un bultillo que
tenemos en el hipotálamo o por ahí
cerca. Puede que en un futuro se pueda
operar con láser, pero, a día de hoy, no
hay español que se libre de su
hijoputilla (incluidos los habitantes de
las Comunidades Históricas). En
realidad, podemos vivir con este lastre
aunque nos impida disfrutar de la
inocencia, y nos dote de un repelente
sentido del ridículo. El hijoputilla nos
dificulta el aprendizaje de los idiomas,
por ejemplo. Me lo dijo un profesor de
inglés: al español le da vergüenza imitar
los acentos, así que se empeña en
conservar el suyo y además se ríe de los
españoles que intentan imitar la música
de otra lengua. Los tacha de esnobs o
directamente de gilipollas. El hijoputilla
tiene muy mala lengua. Al hijoputilla
todos los extranjeros le parecen tontos.
Los americanos hablan como Doña
Croqueta y son infantiles; los ingleses,
tan estirados que son ridículos; los
franceses, pretenciosos y sin gracia; los
japoneses, alienados; los portugueses,
tristes; los latinoamericanos, lentos y
demasiado educaditos… Y en medio de
toda esa impresionante masa humana, el
hijoputilla brilla, riéndose del mundo
entero menos de él mismo, por supuesto.
Yo, una hijoputilla de a pie, me
encontraba este mismo miércoles en un
avión con destino al Caribe. Ahora está
muy de moda decir que el tiempo en el
avión es fabuloso para trabajar, hasta el
punto de que se ha convertido en un
lugar común, y como yo no me puedo
resistir a los lugares comunes, me senté
en mi asiento de camino a Cartagena de
Indias y decidí dedicar el vuelo a pensar
unos cuantos temas candentes para este
artículo que ustedes hoy tienen la
inmensa suerte de leer. Pensé:
¿Literatura y Caribe? ¿Literatura y
guayabera?
¿Literatura
y
transpiración?
¿Consecuencias fatales del jet lag sobre
la literatura del siglo XXI? ¿Podrán
acabar los congresos de escritores de
una vez por todas con la literatura? En
ésas estaba cuando en el avión ocurrió
algo verdaderamente extraordinario.
Dos aeromozas de belleza insultante,
como casi todas las colombianas,
tomaron
sendos
micrófonos
y
anunciaron, haciendo gala del mejor
español del mundo, que iban a repartir
entre los pasajeros un papel en blanco
para hacer un concurso. Se trataba de
que los pasajeros hiciéramos una rima
con Avianca, la compañía en la que
viajábamos,
y
otras
palabras
relacionadas con el evento cultural
cartagenero que se desarrolla esta
semana, como Hay Festival o Literatura.
Un poco por ahí. Nos daba un cuartito
de hora. Luego pasaban a recoger los
papeles, una mano inocente tomaba tres
papeletas del saco y las aeromozas leían
las tres poesías en voz alta. También se
requería la colaboración del pasajero
para el fallo: debíamos aplaudir con
más o menos entusiasmo según el
ingenio del poema y era finalmente la
potencia del aplauso lo que decidía
quién sería el ganador. El ganador, por
cierto, se llevaba un tickete (billete) de
avión y el orgullo, no te lo pierdas, de
ver reproducido su poema en un libro de
poemas editado, por lo que he podido
investigar, por la misma Avianca. A la
hijoputilla que llevo dentro le dio un
ataque de risa incontenible y como
estaba
la
pobre
sola
buscó
desesperadamente
alguna
mirada
cómplice entre los viajeros cercanos.
Pero no, amigos, no la encontró.
Mientras la hijoputilla reía a mandíbula
batiente, el resto de los viajeros estaban
dedicados en cuerpo y alma a ejecutar la
rima. Ella, la hijoputilla, tan digna, tan
fisna, no se dignaba a apuntar nada, pero
inventaba rimas mentalmente sin querer:
«¡Mírala / no es manca / y viaja en
Avianca!». «Soy una potranca / y viajo
en Avianca»… y por el estilo. Las
simpáticas aeromozas recogieron las
papeletas. «Yo no», les dije, como
dejando claro qué tipo de persona soy.
El resto de pasajeros votaron con ese
sistema infalible que inventó Kiko
Ledgard y que marcó toda una época: el
aplausómetro. La hijoputilla que esto
escribe no aplaudió. Ella no se relaja,
ella siempre piensa que siempre hay un
español sentado en el asiento de atrás
dispuesto a reírse de ella. Pero el resto
de los viajeros montaron un gran
cachondeo soltando bravos a la rima
más conseguida. Maldita sea, no tomé
nota, pero sé que la cosa iba de altura y
cultura. El viajero ganador se levantó a
recoger su tickete. Aplausos. El avión
empezó a descender yéndose de un lado
a otro como un avioncillo de papel.
Mientras la hijoputilla rezaba un
formulario: «Señor mío Jesucristo», que
es lo que hace siempre al despegar y al
aterrizar, pensó: «¡Oh, Dios mío, si nos
estrellamos, moriré en medio de un
concurso literario, qué vergüenza!».
Viven como reinas
Ese chico que cruza ahora mismo
Washington Square se llama Lorenzo.
Llegó hace tres meses a Nueva York. Ha
tenido la oportunidad de vivir el
mordisco del frío y la noche que cae
repentinamente a las cuatro de la tarde.
Al principio no salía de su asombro al
ver cómo cambiaba de naturaleza esta
plaza por la que cruzaba a diario Henry
James y en la que situó su novela,
Washington Square, esa historia de la
que los niños antiguos, que veíamos
películas en blanco y negro en la tele,
teníamos noción por La heredera, de
William Wyler. Era una de mis películas
favoritas, pero había algo que no podía
entender: cómo una mujer guapa (no
sexy, pero guapa) como Olivia de
Havilland hacía de fea. Más tarde
comprendí que el cine era eso, las
guapas hacen de guapas y de feas
también. Para eso son guapas. Lorenzo
hace el recorrido henryjamesiano a
diario y aún se asombra de cómo al
anochecer un montón de roedores te
salen al paso. Ratas, ratoncillos, ardillas
que presientes en los senderos
pobremente iluminados, como si esta
plaza urbana de pronto se transformara
en el bosque siniestro de los cuentos. A
mí, el rabo de cualquier roedor me
provoca un escalofrío, pero Lorenzo
dice que él ya se ha acostumbrado a su
presencia. Yo nunca. Como soy rara,
alimento
mis
fobias
leyendo
obsesivamente los artículos que han ido
apareciendo sobre el Kentucky Fried
Chicken de la Sexta Avenida, que
cerraron después de que algún camarero
vengativo grabara un vídeo en el que se
ve a las ratas corretear por la cocina
saboreando, imagino, alitas de pollo.
Como soy morbosa, veo todos los
vídeos que en el YouTube han colgado
sobre el asunto. Cuando llegué a este
cuarto desde el que escribo, cuya
ventana da a un patio, me imaginaba
saliendo a la escalerilla de incendios un
día de primavera para cantar «Moon
River» (que es lo primero que desea
hacer una mujer sensible nada más ver
una escalerilla de incendios), pero ahora
la persiana de rejilla está bajada
permanentemente desde que vi a las
ardillas y a las palomas posarse en mi
alféizar. Ratas con cola y ratas del aire.
No es tan extravagante imaginar que si
dejo abierto pueda colárseme un día una
ardilla. No sabría cómo reaccionar. Me
veo muy capaz de tirarme yo por la
ventana. Lo extraordinario es que
teniendo esta aversión heredada por vía
materna a los roedores, haya quedado
esta tarde con Lorenzo para ver ratas
enjauladas. La insana atracción por lo
que te repugna. A Lorenzo lo conocí el
otro día en el Cervantes, fue uno de esos
amigos de toda la vida que yo me hago
en aproximadamente cinco minutos.
Hablamos de las emociones, así, nada
más conocernos. Lorenzo no es ni
literato ni psicólogo, sino un
farmacéutico que investiga sobre el
cerebro en NYU. De entre todos los
profesionales que vienen a buscarse un
hueco en esta ciudad, son los científicos
los que sin duda tienen más razones para
ello. España, por mucho que se diga,
aún no les ha concedido espacio. Es
más, se vienen aquí y luego no pueden
volver. Aquí les pagan bien y les
incentivan el entusiasmo por su
profesión. Ellos, por su parte, nutren los
laboratorios americanos con su talento.
Hemos quedado en la esquina Este de la
plaza, en la puerta del edificio de
Ciencias. Ahí lo veo, reconociéndolo en
su inconfundible aspecto de españolito,
ojos francos, velazqueños y sonrisa
inmediata. Me invita a vestirme con bata
blanca, no sin antes preguntarme si soy
una fanática de los derechos de los
animales.
Los
responsables
del
laboratorio siempre tienen miedo de
recibir la visita de algún espía. «Bueno
—le digo—, si tuvierais un mono, no lo
soportaría, pero con las ratas no
empatizo demasiado». Entramos al
pequeño lugar fascinante: las paredes
están cubiertas con jaulillas en las que
viven decenas de ratas blancas. Lorenzo
me enseña las suyas. «¿Tienen
nombre?», le pregunto. «No —me dice
—, tienen número», y entonces saca una
de la jaula. Del cerebro le salen las
sondas en las que se les inyectan
sustancias. «Ahora —me cuenta—
estamos investigando sobre el miedo:
¿qué pasaría si pudiéramos borrar de la
memoria el terror que provoca un estrés
postraumático?».
Formula
esas
preguntas como si en una de éstas yo
pudiera darle también alguna respuesta.
«Por ahora sólo son experimentos con
animales, pero te preguntas si de la
misma forma que podrán curarse
terrores, también cabrá la posibilidad de
provocar, como arma, en el ser humano
estados insoportables de miedo». Entre
ratas hablamos del artículo que hoy ha
publicado en la revista Science el
científico Antonio Damasio, en el que
escribe sobre cómo las emociones
intervienen directamente en la moral. La
cuestión que plantea Damasio es la
siguiente: si usted tiene un hijo con una
enfermedad contagiosa que va a
provocar la muerte de diez personas, ¿a
quién preferiría eliminar, al hijo o a los
extraños? Pues bien, aquellas personas
sanas, que no tienen afectada ninguna
zona del cerebro, salvarían al hijo. Con
lo cual cabe imaginar que lo emocional
nos influye en la manera de juzgar, en
nuestra ideología, y que las personas
que tienden a fascinarse con regímenes
autoritarios lo llevan escrito desde la
cuna. Como decía un científico
irónicamente, una de las razones para no
matar a Sadam Husein habría sido
considerar la posibilidad de estudiar la
mente de un ser sanguinario. Muertos
Hitler y Stalin, Husein era todo un
tesoro. No sé en qué zona del cerebro
tengo situado este miedo, pero ya siento
el escalofrío. Está provocado por los
ojos color rojo sangre de las ratas.
«Viven como reinas», dice Lorenzo.
Seguimos charlando de paseo por
Washington Square. El relato de sus
experimentos me parece tan apasionante
como esos cuentos tremendos que nos
contaban cuando éramos niños y que nos
hacían esperar el sueño con la cabeza
tapada.
Martín, un cerdo
madrileño
Una cosa es lo que se piensa, otra lo que
se siente, una muy distinta lo que se
dice. Por poner un tema facilón: la
lluvia. Yo pienso (de) que la lluvia es un
coñazo, siento impaciencia por que se
acabe y tirarme a la calle, que, como
zascandila que soy, es mi medio natural.
Sin embargo, de cara a la galería, afirmo
que bendita sea la lluvia, que las lluvias
de abril y el sol de mayo, por decirlo
machadianamente, es lo que mejor
agradece la tierra, y que si me lo
pidieran, ay, firmaría manifiestos para
que se prolongue hasta el verano. Yo
defiendo la lluvia de cara a la galería y
«desde la responsabilidad», como diría
un politicastro, pero personalmente,
como lo pienso lo digo, no la puedo
soportar. En la actualidad hay que
andarse con ojo hasta para hacer chistes
sobre el planeta Tierra porque es una
concienciación en alza. No digo que no
tenga fuste, es más, estoy segura de que
a día de hoy es la reivindicación más
urgente, pero siempre me resulta cómica
la sobreactuación de los artistas. Hay
actores de cine norteamericanos que
saben interpretar un personaje desde la
contención y, sin embargo, luego los
sueltas en la vida real y se pasan de
sobreactuados. No hay más que ver el
beso patoso que Richard Gere le dio a
la bella india. Tantos años a vueltas con
la espiritualidad tibetana, chaval, y
luego no sabes en qué terreno te mueves.
Pasa que se mueven por el mundo
tratados como semidioses, con lo cual,
el día que dan con gente borde, que es lo
que nos pasa a los mortales a diario, no
se lo pueden creer. En lo de la lucha por
el planeta se advierten esos gestos de
una militancia inocente: bien mirado es
bastante gracioso que la maravillosa
cantante Sheryl Crow tomara del brazo a
Karl Rove, asesor de Bush, uno de los
individuos que más implacablemente
han defendido el derecho de las
empresas a la expulsión de gases
contaminantes y al que se le da una higa
que la placa de hielo polar se derrita, y
se propusiera alertarle sobre el
calentamiento del planeta. Qué hizo el
señor
Rove, pues pegarle un
empujoncillo,
como
diciendo:
«Señorita, usted no sabe con quién está
hablando». Naturaca. Es como si un día
te toca de compañero de mesa el señor
Jaume Matas y le dices: «Hay que ver
cómo está el tema de la especulación
urbanística en la costa mediterránea». El
señor Matas, con más razón que un
santo, pediría que le cambiaran de
asiento y que le pusieran al lado, por
poner un ejemplo al buen tuntún, de
María de la Pau. Pero yo no venía aquí a
ironizar sobre los que han convertido a
Gore en Superman, eso sería de quinta.
Es más, yo deseo que el planeta dure y
quiero durar yo también, siquiera cien
años, y cuando no pueda valerme,
cuando no pueda dar un paso, quiero que
un señor muy guapo de uniforme me
pasee en silla de ruedas por la plaza de
Chueca. Eso es lo que pensé la otra
tarde cuando esta apestosa lluvia (divina
para el campo) se retiró unas horas y el
sol dijo aquí estoy yo, como en la
canción de los Beatles. Todos los
amantes del planeta nos echamos a la
calle a celebrar el fin del coñazo de las
precipitaciones (divinas para el campo).
Yo iba del brazo de un amigo. Mi amigo
es famoso, pero no diré el nombre
porque si lo digo deja de ser mi amigo
para ser sólo «el famoso». ¡Y eso sí que
no! Mi amigo pertenece a la tribu de los
zascandiles, como yo, pero su famosez
le corta un poco el rollo. Cada poco se
tiene que parar a hacer una foto con el
móvil de un fan, que menudo invento. El
problema de un famoso como mi amigo
es que la gente a su alrededor se pone
nerviosita y empieza a decir tonterías.
Los famosos ponen tonta a la gente, y
eso hace que la vida pierda parte de su
gracia. Pero, aun así, la tarde era
impagable. Íbamos del bracete por la
calle
Pelayo
y
comprábamos
calzoncillos y sombreros para celebrar
la llegada de la primavera. Mi amigo,
piropeador nato, le dijo a una señora de
edad en una tienda de Chueca: «Es usted
muy bonita. Usted sale ahora mismo ahí
a la plaza y se le insinúan hombres y
también mujeres». Y la señora contestó,
como inspirada por el Valle-Inclán de
Luces de bohemia: «También mujeres,
sí, no hace falta que me lo diga, que yo
ya sé que esta plaza es muy politécnica».
En la politécnica plaza echamos un rato.
Ya digo, la gente estaba loquita por este
buen tiempo que está destrozando el
planeta y que nosotros adoramos porque
no pensamos en las generaciones
venideras. Yo, amante del mundo
animal, me fui a agachar para acariciar
el lomo a un perrillo, y por el camino
me di cuenta de que no era perro, sino
cerdo. A veces pienso que yo vengo a
Madrid para enterarme de lo que pasa
en Nueva York, porque el dueño del
cerdo me dijo: «Hija, pues el Soho está
plagado de tías paseando cerdos». Lo
juro: hasta la presente, yo sólo tenía
noticias del cerdo de George Clooney.
El cerdo se llamaba Martín, por lo del
refrán, y era, de verdad, para comérselo.
Martín duerme con su amo, y por las
mañanas le despierta pasándole el
hocico por la oreja; no me digas. Y qué
comía el cerdito, pregunté. «Pues, hija,
de todo. Un día mi madre le tiró una
chuleta de cerdo y yo le dije: “¡Ay,
mamá, no seas caníbal!”.» De pronto, el
cielo se pobló de nubarrones y todos los
admiradores de Gore, con nuestra caña
en la mano, pensamos al unísono:
«Tampoco te pases protegiendo el
planeta, tío».
Huevos de oro
En la sala de espera del dentista. Más
allá del hilo musical, lo que suena es el
torno que taladra la boca de una víctima
que ha pasado a la silla de sacrificios
antes que yo. Pillo una revista. Dejo a un
lado las de salud, que me ponen
literalmente enferma, y me decido por la
única que puede llenar este vacío:
Cosmopolitan. El reportaje va sobre
cómo descubrirle el punto G a «tu
chico». «Tu chico», una expresión que
me parece intolerable cuando la dice
gente de mi generación. Soy muy activa
en esa intolerancia. Si un conocido me
pregunta por «mi chico», le digo
inmediatamente: «¿Te refieres a mi
hijo?», porque llamar «chico» a un
marido que ha traspasado la dramática
barrera de los cincuenta me parece
¡patético! ¡Quitémonos la careta del
juvenilismo! El artículo no es para mí:
si «tu chico» no se ha descubierto el
punto G traspasada la dramática barrera
de los cincuenta, lo que necesita es un
psiquiatra de urgencia. Además, los
puntos no se buscan, dijo Miguel Ángel,
se encuentran. Como no me he llevado
gafas de cerca, me veo obligada a
separarme tanto la revista de los ojos
que la señora de al lado lo lee al tiempo
que yo. Es una anciana provecta, así que
pienso que para encontrarle el Punto a
su marido, igual tiene que pedirle a las
autoridades el levantamiento de la fosa.
Tan interesada está que, al rato, estoy
por preguntarle: señora, ¿puedo pasar ya
la página? Me doy cuenta de que este
artículo sobre el mítico Punto ya lo leí
hace un año. Mi dentista no cree en la
actualización de la prensa. Eso me hace
recordar un chiste de Seinfeld: «¿En qué
se diferencia un dentista de un
torturador? En que el dentista tiene las
revistas atrasadas». El desparpajo
sexual con el que están escritas esas
revistas me hace pensar en el libro con
el que estos días me voy a la cama:
Chesil Beach, de Ian McEwan, novela
que el amigo Jorge Herralde ha
prometido que publicará dentro de unos
meses. Lo maravilloso de la novela es el
contraste que supone con la corriente
dominante: en estos momentos de
desparpajo
sexual,
unas
veces
desplegado desde el punto de vista
higiénico (¡qué bueno es el sexo para la
salud!), y otras, desde el porno (¿has
visto alguna vez una verga como ésta,
muñeca?, ¡estás pidiendo a gritos que te
follen!), va un novelista y decide contar
la noche de bodas de una pareja con
experiencia
sexual
nula:
él,
insoportablemente salido; ella, con un
rechazo físico absoluto al intercambio
de fluidos. Es la descripción realista de
un encuentro amoroso lamentable que se
produce, para colmo, en vísperas de la
década de la revolución sexual, los
sesenta (las fechas no sirven para
España). Leer, con todo detalle, qué
siente una recién casada que no soporta
la lengua de su marido en su boca es
tremendo. Resulta difícil creer que
McEwan no se inspirara en un
conocidísimo poema de su compatriota
Philip Larkin, y se echa en falta que no
incluyera la cita: «Sexual intercourse
began / In nineteen sixty-three / (Which
was rather late for me) / Between the
end of the Chatterley ban / And the
Beatles’ first LP» («La actividad sexual
empezó / en mil novecientos sesenta y
tres. / (Lo cual era más que tarde para
mí.) / Entre el fin de la prohibición de
lady Chatterley / y el primer LP de los
Beatles»). Tanto la novela como el
poema hablan de la mala suerte de
pertenecer a la última generación de los
tiempos de escasez. Pero la maravilla es
que para contar la torpeza sexual
también hacen falta descaro y
atrevimiento. La nuestra, nuestra década
mágica, llegó tarde; pero, vaya, nos
hemos puesto al día. Según Manolo
Rodríguez Rivero (por su cultura
columna / famoso en el mundo entero),
que se patea las librerías allá donde va
con ansia de cronista, no hay país que
supere, bibliográficamente hablando,
nuestra oferta en publicaciones guarras.
A esto se suma lo que el otro día me
contó un amigo que trabaja en el
universo del ladrillo; me decía que un
constructor se jactaba de haberse traído
de un país del Este la maleta llena de
viagras. Esto me hizo recordar el
reportaje de The New York Times en el
que se aseguraba que los hombres
españoles están echando mano de la
pastilla mágica para combatir el
bajonazo que provoca el estrés. Mi
amigo, que conoce a fondo el verdadero
mundo del ladrillo cañí, dice que aquí
no se consume para paliar un problema
fisiológico, sino por vicio, porque se
quiere más. También somos el país de la
Unión Europea en el que circulan más
billetes de 500 euros, aunque nadie
admita tenerlos. ¿Y qué tiene que ver
una cosa con otra? Según mi amigo, los
sociólogos a veces no saben relacionar
factores. Para él, la abundancia de
billetes de 500 y el elevado consumo de
Viagra son dos constantes a relacionar.
Después de mucho pensarlo, se me hace
la luz: en mi mente aparece aquel
constructor hortera de la costa
mediterránea que inventó Bigas Luna
para Huevos de oro. Bigas fue un
visionario. En estos días en que la
identidad española tiene su máximo
exponente
en
la
especulación
inmobiliaria, hay que pedir que se haga
una segunda parte con los mismos
personajes. Recuerdo aquella noche que
vi en París, en un cartelazo enorme
iluminado, a Javier Bardem retratado
con un traje blanco, echándose la mano a
los huevos. Era antes de la Viagra y el
billete de 500, pero no hay mejor retrato
para
algunos
especuladores
del
presente. Cómo pasan los años, qué te
parece. Yo seguiré viniendo a mi
dentista dentro de veinte años, tal vez a
ella le tiemble la mano, tal vez yo ya no
tenga dientes. ¿No podría la revista
Cosmopolitan preparar (hay tiempo) un
artículo sobre qué hacer con tu chico
cuando ya se han perdido, ay, los
incisivos?
Una historia para no
saber
Si te empeñas, hasta en los actos
literarios acabas encontrando un ser
humano. Yo tengo a mi lado a uno, Luis,
maestro jubilado al que vemos de higos
a brevas, pero con el que mantenemos
fuertes vínculos de amistad. La comida
es de un pantagruelismo español; es
decir, dura cuatro horas, en las que da
tiempo a hablar de lo divino y en algún
momento precioso, como éste, de lo
humano. Percibo en la mirada del
maestro un brillo de melancolía y le
pregunto qué tal va la vida. Salen
algunas penas que no vienen al caso y,
como suele ocurrir, Luis habla del gran
apoyo que tiene en su niña. Su niña tiene
síndrome de Down. Todos vamos
cumpliendo años y la vamos dejando
atrás, en esa especie de infancia eterna
en la que los sentimientos se expresan
sin barreras emocionales. Los niños con
síndrome de Down te dicen que te
quieren con una rotundidad apabullante,
y su capacidad de querer es la mejor
parte de su síndrome. Siempre hablamos
mucho de ella, porque sé que a él le
gusta repetir la frase que la niña le ha
dicho esa misma mañana —«papá, eres
mi fuerza y mi soporte»— y porque yo
siento debilidad por los seres inocentes.
Conviví con uno, mi tío Paquito,
hermano de mi padre. Era un niño
enorme, de treinta y tantos años, que
andaba en camiseta y pantalón de pijama
por el patio de mi abuela en el barrio
malagueño de Ciudad-Jardín. No
hablaba, pero la felicidad que le
provocaba la llegada de otros niños, sus
iguales, le saltaba a la cara y aplacaba
su nerviosismo meciéndose en la silla.
Paquito no había ido a la escuela. Eran
otros
tiempos.
Pero
vivió
razonablemente feliz en un entorno
familiar. De Paquito, la mente se me va
a mi amigo Lorenzo, el científico que
trabaja con emociones en un laboratorio
de la Universidad de Nueva York. En la
estantería de su diminuto apartamento de
becado, Lorenzo ha puesto en un lugar
destacado la foto de la hermana con
síndrome de Down que se le murió con
nueve años. También hablamos mucho
de ella. Natural. La distancia provoca
una necesidad imperiosa de hablar de lo
que te falta o de lo que más has querido.
Son conversaciones frecuentes entre
aquellos que tienen o tuvieron trato con
uno de estos seres tan especiales. Mi
amigo José Manuel me contó hace poco
cómo la llegada de una hermana con el
síndrome en su familia modificó la
forma de todos ellos de ver la vida. Para
completar el recorrido de este
caprichoso tren de pensamiento
recuerdo que el año pasado llamé a la
actriz Silvia Abascal para pedirle que
me dejara hacerle una entrevista a su
hermana, que aparecía junto a ella en la
película Vida y color. La niña actuaba
tan de corazón que echaba por tierra
todos los métodos interpretativos: ella
sólo sabe hablar de verdad. Todas estas
personas coinciden en que la llegada de
alguien así a una casa desata una
reacción íntima que va del trauma inicial
a considerar la presencia de esa criatura
como algo irreemplazable. Pero no, no
ha sido sólo la comida con el amigo
Luis lo que me ha llevado a establecer
estas conexiones mentales, sino un
artículo que tengo por leer en el Vanity
Fair y al que ahora, de vuelta a Madrid,
me enfrento con cierta inquietud porque
sé que lo que voy a leer me va a
provocar una tremenda incomodidad. Se
trata del reportaje sobre el hijo con
síndrome de Down al que Arthur Miller
ocultó toda su vida. No lo tuvo presente
ni en sus memorias. El niño nació en
1962, y, a pesar de que la madre, Inge
Morath, deseaba criarlo, el escritor
impuso la decisión de internarlo en una
institución. El hecho de apartar a un hijo
de por vida es algo que sólo podía
permitirse la clase adinerada, pero la
calidad del centro dejaba mucho que
desear. La fotógrafa Morath, en las
visitas secretas que le hacía al niño de
vez en cuando, se lo describió a una
amiga como un cuadro de El Bosco,
superpoblado y miserable. Puede que en
los sesenta alguien considerara una
vergüenza criar un hijo así; por fortuna,
esa criatura ha vivido para ver cómo
hoy se defiende su derecho a la
integración. Los asistentes sociales que
han velado por él toda su vida expresan
algo que impresiona: «Daniel Miller ha
conseguido,
a
pesar
de
sus
condicionantes, tantos logros como su
padre». Y es que el chico no tuvo a
nadie que se preocupara por su
educación, salvo estos profesionales
que, viendo que el muchacho era
entusiasta, consiguieron sacarle del
espantoso centro y darle la oportunidad
de vivir en un piso con otros
compañeros. La experiencia fue
estupenda y el chaval se puso a trabajar
de dependiente en un supermercado.
Miller sólo tuvo dos encuentros con él.
Uno, provocado por su yerno, el actor
Daniel Day-Lewis, que nunca entendió
la actitud de Miller hacia su hijo y quiso
provocar un poco de compasión. El
segundo fue fortuito y hiela la sangre: en
1995, Arthur Miller fue invitado a dar
una conferencia en defensa de un hombre
con retraso mental condenado a muerte,
después de una confesión que muchos
creían forzada. No sabía Miller que
entre el público se encontraba su propio
hijo, que a estas alturas era un muchacho
entregado a una causa: ayudar a otros
como él. Una inclinación a la justicia
que podría parecer una ironía genética.
El chico se acercó, le dio al padre un
gran abrazo y se hicieron una foto.
Cuentan los que lo vieron que el padre
Arthur estaba asombrado, descolocado,
y el hijo Danny, feliz, libre de los
rencores que padecemos las personas
normales. Qué paradoja. Parece ser el
único en el entorno del intelectual capaz
de perdonar sinceramente a Arthur
Miller; no al escritor, al hombre.
El pequeño Proust
Tuve un déjà vu. No fue un déjà vu en
falso, de esos que parecen estar
provocados por una falta fugacísima de
conexión cerebral; no, no, éste fue un
déjà vu en toda regla, un déjà vu como
un templo, como los siete tomos de ese
señor caprichoso, Proust, que no paró de
rumiar el que su madre no le hubiera
dado un beso de buenas noches y
escribió tres mil páginas para vengarse.
Yo había estado allí, en la plaza del
Campillo del Mundo Nuevo, donde nace
el Rastro, quince años antes, pero no me
acordaba. Al principio sólo vi una masa
de gente y no entendí a qué venía esa
aglomeración cuando no parecía haber
tenderete alguno. Fue al acercarme
cuando distinguí toda esa infinidad de
escenas prodigiosas: niños con una hoja
de papel en la mano en la que llevaban
escritos los números de los cromos que
les faltaban para completar su álbum.
Cada familia se agrupaba en torno a
un hombre que provocaba tanta
expectación como si fuera un mago a
punto de sacarse un conejo del
sombrero: ¿de dónde salen esos
individuos que se dedican los domingos
a revender cromos a unas criaturas
ansiosas por completar su colección? Es
misterioso. No se sabe si esta actividad
les concede un sobresueldo o si vender
cromos codiciados constituye un
negocio boyante. Ya digo, estuve allí
hace quince años. No una, sino muchas
veces. De la mano llevaba a un niño
ansioso, idéntico a cualquiera de los que
estaba viendo ahora, que había escrito
con trazos primorosos los números de
los cromos anhelados. Y yo, la madre
del pequeño Proust, estaba como loca
por que aquello acabara, impaciente,
como todas las madres; negadora de
besos, como todas, generando pequeños
rencores que darían para tres mil
páginas. Afortunadamente, no a todos
los hijos les da por escribir, porque no
habría editoriales ni bosques en la
Amazonia capaces de asumir la
aplastante cantidad de resentimiento
filial. Yo estaba que rabiaba por
comprar los cromos y largarme, como si
en vez de comprar cromos estuviera
comprando mi libertad, esa que me
permitiría dejar al niño con una abuela y
dedicar la mañana del domingo a lo que
la dedican los adultos que no tienen
hijos, a tomar cañas y vermús, a
berberechos y papas. Ay, si a las madres
se nos pudiera leer el pensamiento como
la policía leyó el diario de la madre
McCann. Cada madre tiene una McCann
buena y otra mala en el corazón.
Generalmente, gana la buena. La buena
era la que a pesar de la impaciencia
resistía la interminable cola que había
antes de llegar al traficante de
estampitas, la que estaba dispuesta a
pagar una cantidad absurda por
conseguirle al niño ese cromo de Son
Goku, el amado personaje de Bola de
Dragón. ¿Para qué sirve tener hijos?
Entre otras cosas, para saber que Bola
de Dragón fue de las primeras, si no la
primera serie manga que se vio en
España; también sirve para coleccionar
de nuevo el álbum de Vida y color y
recordarse a una misma como niña
proustiana, feliz y rencorosa. ¿Para qué
sirven los hijos?, me dieron ganas de
preguntarle al escritor Luis Mateo Díez,
al que tenía la otra noche sentado frente
a mí, porque aparte de comer, que es lo
que mejor se hace en España, pasamos
dos horas hablando de los hijos y de los
padres, que es lo que también se hace en
nuestro país con más frecuencia. Y eso
que aún no había leído este libro que
acaba de publicar, La gloria de los
niños, que brilla en mi mesilla de noche
como un pequeño tesoro, como un
gusilú, y en el que se nota que el
escritor, a fuerza de ser padre, no ha
olvidado lo grandes que pueden ser la
determinación y la fortaleza infantiles.
Es un cuento de niños de posguerras,
porque podría estar situado en cualquier
país en el que los niños vagan en
soledad, enferman de hambre y, sin
embargo, sobreviven. Quiero decirlo
bien alto, porque hay escritores de los
que se habla mucho y otros de los que se
habla mucho menos: es un libro
conmovedor.
Lo sé, los hijos no son
imprescindibles, pero a menudo
completan nuestra formación y nos
ponen al día. Del manga pasamos al
YouTube, y la culpa la han tenido ellos.
Son cosas a las que se puede llegar sin
los hijos, pero ellos te ayudan a
alcanzarlas por el camino más corto.
Los sin-hijos se pasan la vida
engordando a su niño interior; nosotros
al que queremos engordar es al exterior,
a ese al que quisimos que creciera
rápido para librarnos de ese tremendo
contratiempo que consistía en llevarlo
de la mano a visitar al Señor de los
Cromos. Dijo Daniel Mendelsohn,
escritor americano que vino la semana
pasada a presentar Los hundidos, un
libro sobre su infancia y sobre sus
familiares
desaparecidos
en
el
Holocausto, que el cabreo que se
trasluce de lo que escribe Philip Roth en
estos últimos tiempos proviene de la
falta de perspectiva que da la ausencia
de hijos, un algo así como pensar que
cuando muera se acabará el mundo, al
menos el suyo. Estoy generalizando, lo
sé, lo sé, y me disculpo. Por fortuna, una
mujer ya no es señalada como si fuera
un extraño animal cuando no tiene hijos,
pero permítanme el consuelo de pensar
que los hijos sirven para algo, aunque
sea algo de lo que uno se da cuenta
demasiado tarde, cuando Bola de
Dragón pasó a la historia del manga y el
pequeño Proust voló.
Cosas de abuelas
En el mundo del interiorismo no hay
nada que se le parezca a la cocina de
una abuela. La cocina de una abuela
esconde tesoros que darían para una
tesis sociológica. Los hijos le regalan a
la abuela cafeteras eléctricas, cubos de
basura con apartado de reciclaje o una
Thermomix, pero la abuela se resiste a
tirar lo viejo. En cuanto los hijos salen
por la puerta, ella le pone un pañito de
ganchillo a los nuevos aparatos para que
no cojan polvo y vuelve a usar los
viejos. La abuela recicla en el sentido
literal de la palabra. No tira nada. Las
bolsas del supermercado hacen las
veces de bolsas de basura. Los botes de
cristal se usan para meter conservas. La
abuela está feliz porque ha descubierto
que cuando se le acaba el litro de leche
corta el cartón de tetrabrik por el centro
y en una mitad mete la ración de comida
que le ha sobrado y la otra mitad hace
efectos de tapadera. Ya no tiene ni que
manchar los tupperware. La cocina de
una abuela parece un bazar. Hay cables
que recorren el espacio de un lado a
otro porque la instalación eléctrica es
vieja. En una repisa, se amontonan todas
las sorpresas de roscón que han ido
apareciendo desde que nacieron sus
nietos; parejitas de novios que
adornaron tartas nupciales; palilleros de
barro de algún restaurante o esos pollos
de cerámica que se regalan en los
bautizos. A los botes nuevos de cristal
que le regaló su hija hay que sumarles
los antiguos de latón del Cola Cao. De
unas perchitas diminutas de la pared
cuelgan: la bolsa del pan; una bolsa de
plástico del Mercadona en donde guarda
pan duro para rallar; el dispositivo que
la comunica en el caso de que sienta un
desvanecimiento con el servicio de
urgencias de «mayores»; el móvil; unos
paños de cocina que sólo son de adorno
y dos calendarios, el de 2011 y el de
2002, que no tiró en su día y hasta hoy.
En un rincón que quedaba libre su hijo
le colocó una televisión que les sobraba
cuando ellos pusieron la extraplana. La
tele tiene tanto fondo y se la han colgado
tan arriba que parece la tele de un bar.
La abuela se coloca enfrente de la
pantalla a la hora de la cena y cuando
acaba siente un agudo pinchazo en las
cervicales. Para el día, prefiere la radio,
está mal sintonizada y tiene un
esparadrapo sujetando la tapa de las
pilas, pero y qué, la puede llevar de un
cuarto a otro. Cuando vienen sus hijos
tratan de tirarle cosas que según ellos
están inservibles. La cafeterilla con el
asa rota, por ejemplo. Pero por qué
tirarla, se pregunta, si ella se las apaña
para agarrarla con un trapo sin
quemarse. Cuando vienen sus nietos le
trastean por todas partes. Les gusta
rastrear su niñez que aún anda entre los
cajones, porque ella no ha tirado nada,
ni una foto de comunión, ni un trabajo
manual del colegio, ni un muñeco de
Bola de Dragón. Antropología pura. En
uno de esos cajones de cocina está el
cambio social de España de los últimos
treinta años. ¿Dónde están los
periodistas, los poetas, los novelistas
que no andan hurgando en los cajones?
Sus nietos revuelven y se van otra vez. Y
ella se queda, melancólica y aliviada a
la vez. Pienso que quien no se haya
sentado a hablar alguna vez en una de
estas cocinas no está capacitado para
conocer la esencia del país. Pero de qué
país. ¿De España, de cualquier rincón en
el Mediterráneo? Eso hubiera pensado
de no haber visto Poetry, la película del
coreano Lee Chang-Dong. La abuela de
esta película quiere aprender a escribir
poesía y asiste a las clases de un centro
cultural de su barrio. El barrio es como
cualquier barrio periférico de una
ciudad de provincias española. La
abuela como cualquiera de las nuestras.
Una de esas abuelas que tratan de
recuperar el tiempo perdido, que muy a
su pesar se enfrenta con un nieto
adolescente difícil e ingobernable, que
ha de hacer frente a un Alzheimer que
comienza a desdibujarle el rastro de las
palabras que definen el mundo. Ella no
sabe dónde está la poesía. No sabe que
la poesía de su vida, más que en las
hojas del árbol o en la brisa, está en esa
cocina, tan poderosamente suya y tan
nuestra también, porque es conmovedor
cómo podría ser la cocina que acabo de
describir, la de cualquier anciana
española que prepara la comida a su
nieto, guarda objetos inservibles y trata
de mantener una existencia pulcra y
digna. Hacía tiempo que no veía una
película que me conmoviera así. Las
ciudades occidentales se nos han ido
llenando en los últimos años de
restaurantes exóticos y hemos pensado,
ilusos, que a través de ellos conocíamos
China, Corea, Vietnam o esos países
árabes que ahora nos muestran anhelos
tan similares a los nuestros. Tras el velo
de la multiculturalidad, tras el colorido
de la diferencia, creíamos vislumbrar
algo de un mundo ajeno. Y todo era
mucho más simple. La cocina de la
abuela que interpreta la actriz Yoon
Jung-Hee se parece a la cocina de una
de nuestras abuelas: el mismo
amontonamiento y el mismo primor en
unos escasos metros cuadrados; el
mismo sentirse sobrepasada por la
educación de un nieto; el mismo deseo
de recuperar lo que la vida le ha
escatimado. De pronto, gracias a la
puerta que abre el cine a una historia
particular, todo se nos vuelve cercano.
Claro que hay cineastas o escritores en
España que jamás se sentarían en una
cocina como ésa. Y se les nota.
ELVIRA LINDO GARRIDO (Cádiz, 23
de enero de 1962) es una escritora y
periodista española. Su actividad ha
abordado el periodismo, la novela y el
guion televisivo y cinematográfico. Vive
en Nueva York de diciembre a junio y en
Madrid el resto del año.
Con doce años se trasladó a vivir a
Madrid, donde, tras el bachillerato,
estudió periodismo, que alternó con su
trabajo como locutora para Radio
Nacional de España, abandonando
finalmente la carrera para dedicarse de
lleno a su trabajo en la radio y la
televisión como locutora, actriz y
guionista.
Su primera novela de género infantil se
construyó en torno a uno de sus
personajes radiofónicos, que ella misma
interpretaba en la radio, el niño
madrileño Manolito Gafotas (1994),
que se hizo muy popular y un clásico de
la
literatura
infantil
española,
protagonizando una serie de novelas en
primera persona escritas con sólido
estilo literario, humor, ironía y aguda
crítica social. Además de los libros de
Manolito Gafotas, Elvira Lindo ha
publicado siete libros de otro personaje,
Olivia (una niña muy traviesa, cuyas
aventuras van destinadas a un público de
corta edad). En 1998 obtuvo el Premio
Nacional de Literatura Infantil y Juvenil
Los trapos sucios de Manolito Gafotas
La autora ha escrito también novelas
para adultos: Algo más inesperado que
la muerte (2002), Una palabra tuya
(2005) -XIX Premio Biblioteca Brevey Lo que me queda por vivir (2010).
También ha escrito teatro y los guiones
para las películas La primera noche de
mi vida, junto al director Miguel
Albaladejo, Manolito Gafotas, Ataque
verbal, de nuevo junto al director
alicantino, Plenilunio, adaptación de la
novela de su marido, el escritor y
académico Antonio Muñoz Molina y La
vida inesperada (2014) dirigida por
Jorge Torregrosa.
En el año 2000 comenzó a colaborar en
el periódico El País con su columna
veraniega titulada Tintos de verano en
la que caracterizó su vida de intelectual
progre, crónicas que después han sido
publicadas en forma de libros (Tinto de
verano, El mundo es un pañuelo—Tinto
de verano II— y Otro verano contigo).
En la actualidad, Elvira Lindo sigue
publicando una columna dominical
titulada Don de gentes y que se empezó
a publicar en 2001.
En noviembre de 2011 publicó Lugares
que no quiero compartir con nadie (ed.
Seix Barral), un libro centrado en la
ciudad de Nueva York.
Entre 2010 y 2012 se unió al equipo de
Asuntos Propios, programa radiofónico
diario dirigido por Toni Garrido. Cada
miércoles la escritora "elegía su propia
aventura" comentando noticias curiosas
y de poca repercusión pero de gran
relevancia. Actualmente colabora en la
Cadena SER en el programa La Ventana
dirigido por Carles Francino.
El 9 de setiembre de 2015, publicó en su
columna habitual de el diario El País, un
artículo titulado Primer polvo en el cual
hace un relato en primera persona,
contando a modo de cotilleo, que está en
la casa del portavoz de Podemos, Pablo
Iglesias y pasa una noche de sexo con él,
describiendo su cocina, calificándola
como de una abuela, de tal forma que el
lector puede pensar que hay que huir de
ese lugar. Al final del artículo, Elvira
parece decirnos, que después de la
noche de sexo, ella se quedaría con él en
el piso, pero deshaciéndose de lo mucho
que, quizás, según la estética
neoyorquina cool, de Elvira Lindo,
habría que cambiar allí. Pablo iglesias
le contestó, el mismo día 9 de setiembre
de 2015, en su cuenta de Twitter ,
diciendo que si pesar de todo, piensa
que había mucho que cambiar allí, es
que el polvo, debió de haber sido: un
polvazo.
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