La fiesta de las lágrimas: el melodrama

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La fiesta de las lágrimas: el melodrama
Elena REAL
Universitat de València
Real, E.; Jiménez, D.; Pujante, D. y Cortijo, A. (eds.), Écrire, traduire et représenter la
fête, Universitat de València, 2001, pp. 131-144, I.S.B.N.: 84-370-5141-X.
Una fiesta es, dice el diccionario, toda «solemnidad pública, acompañada de
regocijos, destinada a conmemorar un hecho importante» y también, «un conjunto de manifestaciones alegres en el seno de un grupo, destinadas a celebrar o
a conmemorar un acontecimiento». Parece pues, al menos por su definición,
que la fiesta ha de ser alegre, manifestándose a través de regocijos. Y sin embargo, a pesar de estas connotaciones de alegría que en general comporta el término de fiesta, voy a hablar en las páginas que siguen de un espectáculo público,
masivamente popular a lo largo del siglo XIX, y en el que el acontecimiento que
se celebra es el infortunio y las lágrimas. Me refiero al melodrama.
Para analizar las características esenciales del género me centraré en algunas
de las obras más célebres del siglo XIX, especialmente en algunos de los melodramas de Charles Guilbert de Pixérécourt,1 dramaturgo de principios de siglo,
y en la obra de D'Ennery, y concretamente en Les Deux Orphelines, 2 representada por primera vez en 1874, para poner de relieve todos los mecanismos que
desde el punto de vista dramático contribuyen a crear esta celebración de las
lágrimas, que es el sustento fundamental y último del melodrama. No me limitaré por lo tanto únicamente al texto en sí mismo, pues, como ha señalado con
gran lucidez Anne Ubersfeld, «contrairement à un préjugé fort répandu et dont
la source est à l'école, le théâtre n'est pas un genre littéraire. Il est une partie
scénique».3 Es decir que en este estudio no sólo tendré en cuenta el texto litera1
Pixérécourt, Charles Guilbert de, Théâtre Choisi, précédé d'une introduction par Charles Nodier, IV volumes, Genève, Slatkine Reprints, 1971.
2
D’Ennery, A. et Cormon, F., Les Deux Orphelines, Paris, Librairie Théâtrale, 1979. Todas las
citas del texto, cuya traducción es nuestra, remiten a esta edición.
3
Ubersfeld, A., L'Ecole du Spectateur, Paris, Editions Sociales, p. 10.
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rio en sí, sino también todos aquellos elementos escenográficos que contribuyen, y de manera definitiva, a la puesta en escena de la obra, a su realización, y
en último término a posibilitar su presentación o «representación» ante el espectador: la música –elemento esencial del melodrama–, el decorado, los movimientos y los gestos de los personajes, la luminotecnia, etc.
Para este tipo de análisis la obra de Pixérécourt es extraordinariamente valiosa, ya que este dramaturgo, sin duda alguna el más célebre a principios del siglo
XIX, concedía una importancia extraordinaria a la puesta en escena de sus
obras, como lo demuestran las extensísimas didascalías que aparecen en todos
sus melodramas (que muchas veces ocupan más espacio que el texto dramático
propiamente dicho), y en las que describe minuciosamente cómo debe ser el
decorado, los distintos planos del espacio escénico, la impresión que éste debe
producir en el espectador, el traje y la actitud de los distintos personajes, los
gestos, mímicas y movimientos de los actores, el papel de la música y los efectos
que debe tener. En una palabra: en los melodramas de Pixérécourt el crítico
tiene la ventaja de que no sólo cuenta con el texto literario sino con unas indicaciones de práctica escénica extraordinariamente minuciosas que nos permiten
reconstruir cómo eran las representaciones de los melodramas hace casi doscientos años. En la obra de D'Ennery las didascalías son menos extensas, y no
sólo porque el autor se preocupe menos por la puesta en escena de sus obras
sino sobre todo porque la estructura esencial del melodrama se ha ido codificando a lo largo del siglo de tal manera que ya no es necesario especificar explícitamente, como veremos más adelante, los efectos, los gestos, las actitudes o el
sentido de unas situaciones y de unos personajes estereotipados y fijados ya de
antemano por una larga tradición.
En 1817, un texto irónico, que lleva por título Traité du Mélodrame daba ya
la receta del género: « Pour faire un bon mélodrame, il faut premièrement choisir un titre. Il faut ensuite adapter à ce titre un sujet quelconque, soit historique,
soit d'invention: puis on fera paraître pour principaux personnages un niais, un
tyran, une femme innocente et persécutée, un chevalier et autant que faire se
pourra, quelque animal apprivoisé, soit chien, chat, corbeau, pie ou cheval. [...]
Le tyran sera tué à la fin de la pièce, la vertu triomphera et le chevalier devra
épouser la jeune innocente malheureuse, etc. On terminera par une exhortation
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au peuple, pour l'engager à conserver sa moralité, à détester le crime et ses
tyrans, surtout on lui recommandera d'épouser des femmes vertueuses ».4
A pesar del tono irónico de este texto, el autor presenta claramente los elementos constitutivos del género tal como lo desarrollan las obras de Pixérécourt
y de tantos dramaturgos de la primera mitad del siglo XIX. Lo esencial en el
melodrama es el espectáculo del infortunio inmerecido. el tema fundamental es,
en efecto, el de la Virtud injustamente perseguida, y que tras muchas peripecias
consigue, gracias a la ayuda de la Providencia, triunfar finalmente del vicio y del
mal. Los distintos actos del melodrama son pues la puesta en escena de las distintas formas de persecución que tiene que sufrir el inocente, cuyas desgracias se
van intensificando a medida que avanza la obra hasta que en el último momento se produce el apoteósico triunfo final de la víctima y el castigo definitivo
del traidor.
Esta temática nuclear, basada en la lucha maniquea de las fuerzas del Bien y
del Mal tiene como consecuencia evidente una función codificada, actancial, de
los personajes, que más que individualidades con personalidad propia, son la
mayor parte de las veces funciones, o como dice Jean-Claude Vareille, arquetipos.5 El núcleo actancial constitutivo serán pues la Víctima y el Verdugo, representados cada uno por uno o varios personajes, rodeados de una serie de figuras
secundarias, cuya función es la de complicar y enrevesar la intriga, haciendo
posible prolongar los sufrimientos de la víctima, hasta el tranquilizador desenlace final en el que se restablecen el Orden y la Justicia con el merecido castigo
del culpable.
Este es el esquema temático y actancial de La Citerne 6 de Pixérécourt, cuya
acción se sitúa supuestamente en la isla de Mallorca hacia el siglo XVII. Tenemos por un lado a la Víctima, Don Rafael, padre de Clara y de Serafina. Don
Rafael y Clara, tras quince años de encarcelamiento en tierras moras, vuelven en
secreto a Mallorca para intentar encontrar a Serafina, y pedir clemencia al Rey
de España, ya que Don Rafael ha sido injustamente calumniado por su enemigo, el Traidor Don Fernando, que ha conseguido no sólo que el monarca pros-
4
Vid. Thomasseau, Jean-Marie, Le Mélodrame, Paris, P.U.F. 1984, p. 19.
Vareille, Jean-Claude, Le Roman Populaire Français ( 1789-1914 ), Limoges, P.U.L.I.M., 1994,
p. 92.
6
Pixérécourt, Charles Guilbert de, Théâtre Choisi, tome II, Op. cit., pp. 384-498
5
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criba a Don Rafael, sino convertirse en el tutor de Serafina, con la que quiere
casarse para disponer de su inmensa fortuna. Para ello, el Traidor contrata a un
antiguo criado suyo, el desaprensivo Pícaros (adviértase ya el carácter simbólico
de los nombres: Clara, Serafina, Pícaros), que fingiendo ser el padre de Serafina,
intenta llevarse a la inocente joven a la Península, para apartarla del noble caballero del que está enamorada. Pero aparecen entonces Don Rafael y Clara, disfrazados el uno de ciego y la otra de criado mudo. Ambos intentan entorpecer
los enrevesados propósitos de los traidores. Tras una serie de peripecias, las dos
jóvenes caen prisioneras de unos corsarios, refugiados en los lóbregos subterráneos de un viejo aljibe gótico de la isla: escenas típicas y tópicas de novela negra,
con subterráneos, grutas, persecuciones, y derrumbamiento final del aljibe,
hasta que finalmente se descubre la traición de Don Fernando y el noble Don
Rafael, rehabilitado por el Rey, puede finalmente reunirse con sus dos hijas.
Complicado en apariencia, el esquema nuclear es en realidad extraordinariamente sencillo: La persecución inmerecida de unas víctimas, (D. Rafael, Clara y Serafina) –tema en el que se centra todo el melodrama– y el castigo final
del Traidor, en la última escena de la obra. La complejidad de la intriga se produce únicamente por la acumulación de espisodios (peripecias) que repiten,
intensificándolo, este tema esencial de la persecución: el naufragio y la tormenta
que está a punto de acabar con la vida de D. Rafael y de Clara en el primer acto,
las perversas maquinaciones de D. Fernando y de Pícaros para llevar a Serafina a
la Península, el secuestro de Serafina en el aljibe, la aparición de los piratas y el
apoteósico y dramático derrumbamiento final del aljibe, son todos ellos episodios patéticos que sin cesar hacen ver al atónito espectador los innumerables
sufrimientos a que son sometidas las inocentes víctimas.
Y aunque con variantes significativas sobre las que volveré más adelante, este
esquema maniqueo se repite en Les deux Orphelines, cuya acción se sitúa en
París, en vísperas de la Revolución. Por una lado las víctimas, las dos huérfanas
que llegan a París, Henriette y Louise (esta última ciega, y además, niña abandonada, recogida al nacer por los padres de Henriette). Y por otro lado los verdugos: el desaprensivo y vicioso Marqués que rapta a Henriette a su llegada a
París, para abusar de la joven en las depravadas fiestas que se celebran en su
Palaci, y sobre todo, la horrible mendiga La Frochard, que recoge a la abandonada cieguecita, obligándola a pedir limosna bajo las inclemencias del tiempo
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por las calles de la capital, vistiéndola con harapos, y sometiéndola a las más
crueles vejaciones.
En torno a este grupo actancial esencial se sitúan toda una serie de personajes que permiten complicar la intriga: Marianne, ladrona arrepentida, empujada
al crimen por su pasión fatal por el malvado hijo mayor de la mendiga La Frochard. El caballero Roger, noble aristócrata, serio y trabajador, que se enamora
de la hermosura y pureza de Henriette, contrariando los deseos de su familia. La
condesa des Linières, tía de Roger, noble dama sumida desde hace años en la
más profunda tristeza, por haber tenido que abandonar al nacer a una hijita que
tuvo, fruto de una fatal pasión de juventud. El desenlace es previsible. Tras
innumerables avatares y desgracias –continuos sufrimientos y humillaciones de
Louise, enferma y medio muerta de hambre, arrastrando sus pies descalzos por
la nieve, implorando la caridad de los transeúntes– y desesperación de Henriette, buscando infructuosamente a su hermana, encarcelada después por amar a
un hombre de una clase social superior a la suya –llega el final feliz, no sólo con
la reunión de las dos hermanas, y la boda de Henriette con el caballero, sino
sobre todo con el reconocimiento familiar: Louise resulta ser esa niña que la
condesa de Linières, tía del caballero, tuvo que abandonar, por orden de su
familia, al nacer. Como se ve, todo queda en casa. La condesa es la madre de
Louise y al mismo tiempo la tía del caballero, primo por lo tanto de Louise, y
futuro marido de Henriette.
Desde el punto de vista temático, la comparación de estos dos melodramas
pone de relieve algunos aspectos de la evolución del género a lo largo del siglo
XIX (evolución que no es ajena al transcurrir histórico y a los distintos movimientos o corrientes literarias que se han ido sucediendo a lo largo del siglo). En
la obra de Pixérécourt, la intriga melodramática, si bien se ha iniciado quince
años atrás, sigue, desde la entrada en escena de D. Rafael y de Clara en el primer acto, un curso lineal, centrándose prioritariamente en las aventuras, o mejor dicho, en las desventuras de Séraphine, a la que intentan salvar su padre y su
hermana mayor. El tema esencial es el de la persecución de la Víctima injustamente inculpada por el Traidor y cuya dignidad se rehabilitará al final de la
obra. Todos los personajes están en este melodrama en relación directa con esta
intriga principal, situándose bien en el bando de las víctimas o bien en el del
verdugo.
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En Les deux Orphelines, la intriga es con toda evidencia mucho más compleja, ya que por una parte el tema fundamental del melodrama, el de la persecución del inocente, se desdobla por la separación de las dos víctimas, Henriette y
Louise, separación que acarrea toda una serie de aventuras –o desventuras–
paralelas y simultáneas que se desarrollan en espacios distintos y con personajes
diferentes: la huérfana mayor, Henriette, se ve envuelta en toda una serie de
peripecias que se producen en su gran mayoría dentro del marco social de la
libertina aristocracia del Antiguo Régimen (salvo honrosas excepciones), y posteriormente en la cárcel de la Salpétrière, donde la joven es injustamente recluida. Y alternando con todas estas peripecias, y por lo tanto fragmentando sin
cesar la intriga dramática, la obra presenta de modo paralelo las innumerables
desgracias y sufrimientos de la cieguecita Louise, atormentada y explotada por la
mendiga La Frochard y por su hijo mayor Jacques, recorriendo exhausta y harapienta las calles de París implorando con sus dulces canciones una limosna. El
melodrama se construye en este caso a través de un montaje paralelo, pasando
sin cesar de los cuadros centrados en Henriette (las libertinas fiestas del Marqués, el salón de la condesa de Linières, o la cárcel de la Salpétrière) a las escenas
claramente frenéticas que tienen como protagonista a Louise y que giran todas
ellas en torno al mundo de los bajos fondos de París, representado por la familia
La Frochard: es el sótano lóbrego donde vive la pobre niña, la miseria y la
crueldad de los marginados, etc, etc.
Este desdoblamiento de la historia en dos intrigas separadas y paralelas que
se van alternando, y que, según el caso, van solicitando a personajes distintos
(aunque, como ya se ha señalado, todos terminan cruzándose y encontrándose )
da lugar a una multiplicidad de temas patéticos que contrasta con la sobriedad
(si es que en el melodrama se puede emplear ese término) de los melodramas de
Pixérécourt. En éste, el hilo dramático fundamental, que sin cesar desencadena
el patetismo, es la persecuación de Séraphine –y colateralmente la de su padre y
de su hermana Clara–. El tema esencial es el de la Injusticia finalmente reparada. (D. Rafael recobra su dignidad y recupera a sus hijas).
En Les Deux Orphelines la temática no sólo se complica, sino que se ensombrece claramente con numerosas escenas de un patetismo exacerbado. Aquí ya
no hay padre noble injustamente difamado (recurrente en los melodramas de
principios de siglo). Sólo dos niñas puras y huérfanas, totalmente desvalidas. Y,
para colmo, la más pequeña ciega y abandonada. De entrada y casi por defini-
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ción estas heroínas son el arquetipo más puro de la Víctima inocente. La persecución en La Citerne estaba motivada (de manera simplista, bien es verdad) por
la ambición y el odio de un igual, un noble. Aquí la persecución está motivada
por la lujuria de un libertino y la avaricia de una desalmada. El traidor no es un
igual, sino un ser más fuerte y más poderoso que se aprovecha de la indefensión
y de la ingenuidad de un inocente.
Pero junto al tema de la inocencia injustamente perseguida, el melodrama de
D'Ennery explota toda una serie de temas patéticos capaces de provocar en el
espectador todos los mecanismos de compasión que el género exige. En primer
lugar el tema del sacrificio y de la abnegación que se desdobla aquí en dos personajes y dos situaciones distintas: en primer lugar a través de la figura tan típicamente romántica de la pecadora arrepentida, representada por Marianne,
heredera clara de toda la pléiade de bandidos buenos, presidiarios arrepentidos o
prostitutas inocentes y puras que pululan en el Romanticismo. En este caso,
Marianne, para expiar de una vez por todas sus pecados se sacrifica a sí misma, y
se exilia a la Guayana en lugar de la inocente Henriette. Pero a su vez Henriette
sacrifica su amor por el caballero a cambio de que la ayuden a encontrar a su
hermana. El amor, cuya importancia es mínima en el melodrama de Pixérécourt
(y en los de la primera mitad del siglo) cobra aquí un relieve significativo, y
aunque no se trata del tema fundamental, sirve para poner de manifiesto que el
amor por la familia está por encima de cualquier otro sentimiento afectivo.
Y llegamos así al tema fundamental y al más claramente patético de Las dos
Huérfanas: el tema del Reconocimiento, que se inscribe claramente, como lo
han demostrado Mircea Eliade, J.C. Vareille y tantos más, dentro del esquema
mítico de la búsqueda de los Orígenes o de la identidad perdida. Toda la temática de este melodrama gira en torno a un misterio –el de la identidad de Louise– y a un secreto –el pecado de Diana, Condesa de Linières, que ha abandonado a su hija al nacer–. La heroina, una niña abandonada (los héroes de los melodramas, como los de la novela popular, pertenecen al grupo de lo que Marthe
Robert llama «Niños Abandonados»), descubre, tras múltiples desventuras, el
secreto de su origen. La niña encuentra a su madre, y la madre recupera a su
hija. Situación de la mayor eficacia dramática y patética, que provoca y sigue
provocando entre el público los mayores efectos lacrimógenos.
Pero el melodrama no es el relato de los sufrimientos de unas víctimas injustamente perseguidas, sino el espectáculo del infortunio inmerecido, es decir, la
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puesta en escena, la «re-presentación» ante el espectador de esos sufrimientos,
angustias y desventuras. En cierto modo, si se nos apura, podríamos decir que el
melodrama no es literario; es, como decía Théophile Gautier, espectacular:
«espectáculo-ocular». Todo en él es imagen, color, luz, sonido, movimiento.
todo es escénico, todo significativo, hasta tal punto, que como intentaré mostrar
en las páginas que siguen, la imagen cuenta más que las palabras, y la forma más
que el fondo. Las lágrimas no las provoca tanto el texto como su representación.
No se trata tanto aquí de transmitir un mensaje, o una información, como de
presentar, de hacer ver, lo patético de una situación, a través de unos recursos
escénicos perfectamente codificados, identificados casi de manera espontánea
por el público que comprende de manera inmediata su alcance y su significado.
Así sucede con los personajes perfectamente codificados, que de entrada se
inscriben, antes incluso de su aparición, en el grupo al que pertenecen. Recordemos que la música, elemento esencial del melodrama, contribuía constantemente a esta identificación de los personajes y de las situaciones. Los violines de
la orquesta anunciaban la aparición en escena de la víctima. La mímica de ésta,
–totalmente estereotipada y codificada– sonrisa angelical, dulzura y recato de
movimientos, ojos mirando hacia el cielo, corroboraba lo que ya había anunciado la orquesta: la presencia de la Inocente. Frente a ella el Traidor: anunciado
igualmente por la orquesta con un instrumento distinto. Aparece el personaje:
ojos ennegrecidos, cejijunto, embozado en una capa negra (si es hombre) y
gesticulando con movimientos bruscos y amenazadores. Y así sucesivamente. De
modo que tanto la música como el aspecto físico y la mímica de los actores
expresa ya la personalidad elemental del personaje, provocando la adhesión del
público hacia las víctimas y la animadversión hacia los traidores. Así, en el melodrama, la música y la mímica cobran una función emotiva, a la vez expresiva y
descriptiva, y hacen que la palabra sea prácticamente innecesaria, especialmente
en las escenas más emotivas, es decir, en las más patéticas.
Esta preeminenca de lo visual sobre lo lingüístico explica la importancia de
la pantomima en los melodramas, es decir de las escenas –tan aplaudidas en la
época– en las que el gesto sustituye total o parcialmente a la palabra. Pixérécourt fué sin duda uno de los grandes maestros del género, ya desde su primer
gran éxito Coelina ou l'enfant du mystère, pero raro es el melodrama en el que no
aparezcan escenas, o partes de escenas, en las que el gesto y la mímica del actor
son suficientes para expresar las emociones y los sentimientos del personaje. Nos
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encontramos aquí con lo que llamaré pantomimas emotivas, en las que la gestualidad y la mímica paroxísticas, que dominaban a la perfección los actores de
la época, bastan para transmitir al espectador las agitaciones y las emociones de
los personajes. Emociones que por otra parte son tan recurrentes y estereotipadas como los personajes mismos: miradas aviesas y gestos amenazantes del verdugo, sufrimiento, rostro compungido y lágrimas de la víctima, nobleza y dignidad del padre, ternura de los enamorados, patética alegría del reconocimiento
final, cuando el niño abandonado encuentra a su madre, y esta recupera a su
hijo perdido. De tal modo que, cuando se trata de expresar emociones, la palabra dramática se hace casi innecesaria, y cuando aparece tiene simplemente una
función enfática y tautológica, repitiendo lo que otros modos de expresión han
significado ya de antemano:
HENRIETTE, allant vers lui.- Ah ! monseigneur ! monseigneur !
ROGER .- Monsieur le comte ! Il lui serre la main.
LE COMTE.- En sorte que la voilà de nouveau sans appui, cette pauvre orpheline ! (Il va prendre Louise par la main)
LA COMTESSE, avec joie. - Ah !
LE COMTE.- Elle sera notre fille !
LOUISE.- Moi, votre fille !...
LA COMTESSE, à genoux, baisant les mains du comte, et à voix basse. –Ah ! monsieur, monsieur ! vous savez tout !
LE COMTE, déchirant le papier.- Et je veux tout oublier ! (A la comtesse.) Embrassez-la donc, madame ! (Elle embrasse Louise en pleurant.)
LE COMTE.- Et...appelez-la...votre fille !
LA COMTESSE.- Ma f...ma...(Sanglotant). Ah ! ma fille ! ma fille !
LE DOCTEUR.- Ah ! les voilà enfin, ces bonnes larmes tant désirées. (Acte V,
Scène V).7
Como se ve, toda la escena está construida sin que a penas medie la palabra:
la música de la orquesta, y sobre todo los movimientos y gestos de los personajes tienen una función narrativa y emotiva; son en cierto modo autosuficientes
para transmitir el mensaje esencial. Por esa razón, aquí, como en tantas y tantas
escenas del melodrama, la palabra dramática, cuando aparece, no aporta al espectador ninguna información adicional; no hace sino reforzar el patetismo del
episodio, repitiendo con otro modo de enunciación, lo que ya han expresado lo
movimientos y la mímica de los actores. A los sollozos de la condesa, gritando
7
Pixérécourt, Théâtre Choisi , tome I.
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ELENA REAL
entre lágrimas «¡hija mía, hija mía!», la réplica del doctor lo único que hace es
explicitar verbalmente que la condesa está llorando. En estas escenas –que son
con mucho las más frecuentes en el melodrama– la palabra tiene una función
puramente enfática y patética. De ahí que utilice todas las marcas de oralidad y
de expresividad (exclamaciones, interjeciones, locuciones interjectivas, etc) capaces de reforzar la emoción de la escena, pero sin aportar nada nuevo a la intriga fuera de la expresión redoblada del sentimiento. Este discurso patético,
constante en todos los melodramas, y especialmente en las escenas de mayor
dramatismo, aparece por lo tanto con un valor hiperbólico; es casi una tautología, que repite, enfatizándolo, lo patético y emotivo de la situación.
Pero si la pantomima resuelve a la perfección la transmisión gestual de las
emociones, convengamos en que es mucho más complicado el poder transmitir
un mensaje lingüístico a través de la mímica. Y sin embargo, esto que parece
una proeza, es también frecuente y recurrente en el melodrama, ya desde el
primer gran éxito de Pixérécourt, en el que por primera vez el autor introduce
varias pantomimas dialogadas gracias al personaje de Francisque, el padre de
Coelina, al que sus enemigos le han arrancado la lengua. Estaremos de acuerdo
en que la situación que presenta este tipo de pantomima dialogada es claramente paradójica, puesto que nos sitúa ante un diálogo sin logos, sin palabras, o
al menos en el cual las palabras de uno de los interlocutores se han escamoteado. Lo interesante de estas escenas de pantomima, que se explicitan con mucho
detalle en las didascalías, estriba sobre todo en los mecanismos que utilizan el
texto dramático y la puesta en escena para que el público comprenda la significación de un mensaje que el código gestual sería incapaz de transmitir en su
totalidad. Pixérécourt resuelve este problema por una parte introduciendo a un
tipo de personaje que, con más o menos verosimilitud, se vea obligado a no
hablar: este es el caso de las decenas de mudos o de falsos mudos que abundan
en sus melodramas, y en el ejemplo que nos ocupa, el de Francisque, padre de
Coelina, y al que sus malvados enemigos le han arrancado, años antes, la lengua. Y el autor resuelve el problema de la decodificación del mensaje gestual
haciendo que sus personajes interpreten perfectamente una mímica cuyo significado no es forzosamente evidente. De modo que, gracias a las respuestas del
interlocutor el público podrá comprender toda la parte del discurso que ha sido
escamoteada y remplazada por la gestualidad. Coelina ofrece ya una escena
ejemplar y paradigmática de esta situación, cuando el mudo Francisque condu-
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ce a su hija Coelina hacia un paraje desolador y salvaje de un molino abandonado:
Francisque sostiene a Coelina, que apenas puede caminar, y le muestra el molino.
COELINA: ¿Es éste, padre, el término de nuestro viaje? (Francisque hace gestos
afirmativos y la lleva hacia el banco) ¡Cómo! ¿tan cerca de Salleche?
(Francisque se lamenta de no poder ofrecerle más que un asilo tan triste como aquél).
– No os aflijáis, padre mío; Coelina, cerca de vos, encontrará la felicidad manifestándoos su ternura y prodigándoos los más esmerados cuidados.
(Francisque la aprieta fuertemente contra su corazón)
– No son las riquezas a las que no tenía ningún derecho lo que echo de menos,
sino el amigo de mi corazón, ese querido Stéphany ¡Ay, padre! Lo he perdido para siempre.
Francisque le asegura que no es así.
– ¡Yo! ¡Convertirme en su esposa! ¡Jamás!
Francisque le repite lo que acaba de decirle.
– ¿Y cómo esperáis conseguirlo?
Francisque muestra el cielo y contesta que lo conseguirá. (Acto III, Escena V).8
Las didascalías que presenta esta pantomima son de dos tipos: unas describen simplemente los movimientos y los gestos de los personajes, y tienen para el
espectador un significado claro y perfectamente comprensible: el asentimiento
(«Francisque hace gestos afirmativos»), la afectividad («la aprieta fuertemente
contra su corazón»), etc. Pero otras van mucho más alláde la pura descripción
gestual e implican un contenudo informativo que la mímica sola es incapaz de
expresar por sí misma. («Francisque se lamenta de no poder ofrecerle más que
un asilo tan triste como áquel»; «Francisque le repite lo que acaba de decirle»,
etc). En estos casos, la incapacidad de la pantomima para expresar toda la información que debe recibir el espectador tiene como consecuencia por parte del
interlocutor una interpretación verbal de los gestos del otro al mismo tiempo
que le está dando la réplica. Es pues gracias a las respuestas de Coelina como el
público puede conocer el contenido completo del mensaje, ya que las réplicas
de la protagonista son conjuntamente una redundancia y una explicitación de lo
que el gesto ha manifestado y al mismo tiempo respuestas al mensaje que este
gesto implica. La palabra comunicativa aparece así en estos casos sustituida,
total o parcialmente, por una mímica gestual expresiva que solamente utiliza la
8
Pixérécourt, Coelina ou l'Enfant du Mystère, tome I. La traducción es nuestra.
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ELENA REAL
palabra para reforzar o hiperbolizar un mensaje que ya ha vehiculado la pantomima.
Pero esta función redundante y prácticamente tautológica de la palabra
dramática se manifiesta igualmente en el espacio dramático, y más concretamente en los decorados. Si comparamos los dos melodramas que hemos mencionado unas páginas más arriba, La Citerne y Les Deux Orphelines se comprueba en primer lugar que frente al relativo clasicismo de la primera, que presenta
tres escenarios diferentes situados todos ellos en o junto al castillo de Belmonte,
respetando, al menos en parte, la regla dramática de la unidad de lugar, el espacio dramático de Les Deux Orphelines está fragmentado en ocho «cuadros» diferentes, situando la acción en las calles de París, en el palacio del depravado
Marqués, en el tugurio inmundo donde vive La Frochard, a la puerta de la catedral de Notre Dame, etc. Pero, como veremos tanto en un caso como en el
otro, el espacio dramático tiene siempre la misma función. Se trata siempre de
un espacio significante, trascendente o simbólico, que reproduce el clima emotivo general de una acción o de unos personajes que anuncia antes incluso de
aparezcan en escenas. De tal modo que ante un paisaje alegre y pacífico, que
aparece acompañado por las armónicas y dulces modulaciones de la orquesta,
corresponderá una escena alegre y distentida, mientras que en un espacio tenebroso e inquietante (la cueva de La Frochard, o el subterráneo del aljibe en La
Citerne ), o en un paisaje violento y salvaje, tendrán lugar los acontecimientos
más dramáticos y patéticos de la acción.
El primer Acto de La Citerne pone magníficamente de manifiesto esta función emotiva que tiene el espacio dramático en el melodrama. La obra se abre
con una distendida escena de ballet en la que aparecen pescadores echando
alegremente sus redes en el mar. Pero, de repente, «se oye un trueno en la lejanía; el cielo se oscurece; en un instante el mar se cubre de nubes espesas de las
que saltan mil rayos; las olas van creciendo y pronto, empujadas con violencia
por los vientos furiosos, van a romperse contra las rocas». (p. 391). No merece
la pena insistir sobre lo espectacular de este decorado, constante por otra parte
en toda la obra de Pixérécourt. Señalemos únicamente que los distintos planos
de esta imponente escenografía permiten sin romper en teoría la ley de la unidad espacial, pasar de un espacio a otro, el trueno y el ensombrecimiento del
cielo indican que se ha pasado a otro espacio, y anuncian un de los grandes
episodios patéticos del melodrama, el de la llegada a Belmonte de D. Rafael y de
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Clara, luchando denodadamente contra las olas en medio de la tempestad que
no cesa de ir en aumento:
La tempestad aumenta, los truenos se suceden con rapidez; el aire está en fuego,
las olas enormes se rompen a una altura prodigiosa. El granizo y la lluvia caen
con horrible estruendo. Toda la naturaleza está convulsa... Se ve a lo lejos, un
barco jarandeado por la tempestad que lanza señales de socorro.9
Aquí el decorado mismo se convierte en espectáculo, y más aún en acontecimiento, es decir, en acción dramática que se desarrolla antes los ojos asombrados de un espectador que, en vista de las convulsiones de la naturaleza, espera,
en un justo juego de equivalencias ver desplegarse ante él todas las desgracias del
infortunio humano. Y en efecto, es tras este preludio anunciador cuando aparece en escena la víctima injustamente calumniada de nuestro melodrama, D.
Rafael, luchando contra el mar enfurecido e intentando salvar a su hija Clara. Y
de nuevo es interesante señalar aquí que toda esta escena está prácticamente
constituida por las acciones y los gestos de los personajes, que, junto con la
música, bastan por sí solos para transmitir al espectador toda la información
necesaria.
Se ve a D. Rafael sosteniendo a su hija con un brazo y con el otro esforzándose en asirse a una roca escarpada de la izquierda. El mar los arrastra alternativamente hacia adentro y contra las rocas, hasta que finalmente llegan cerca de
un arbol medio muerto y curvado por los vientos, cuya única rama cuelga hacia
el mar. Clara, ayudada por su padre, consigue tocar la punta de la rama, se agarra fuerte y va subiendo por la roca; pero cuando llega casi a la cima, un rayo
cae sobre el árbol y lo rompe. Clara lanza un grito, y vuelve a caer al mar con la
rama... (p. 393)
Exceptuando unas breves escenas informativa –situadas siempre al principio
de la obra, y necesarias para que el espectador pueda seguir el hilo de la intriga–
todo en el melodrama se construye, como he intentado señalar, a partir de la
presentación directa e inmediata de las acciones y de los sentimientos. En este
género, los movimientos y la mímica de los personajes, el decorado y la música
sustituyen la mayor parte de las veces a una palabra que, cuando aparece, tiene
por lo general una función puramente enfática y tautológica. Y creo que con-
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Pixérécourt, La Citerne, Op. cit., p. 391. La traducción es nuestra
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ELENA REAL
viene aquí recordar la similitud que existe entre la estética del melodrama y la
del cine mudo, que explota casi punto por punto todas las técnicas escenográficas del género para producir el patetismo: la tipología de los personajes, reducidos a meras funciones actanciales, la ausencia de psicología, el simbolismo patético del espacio, el arte de expresar los sentimientos y las situaciones mediante
los gestos y la mímica, y la música del piano como soporte emotivo de la intrigua. Y de manera aún más clara incluso que en el melodrama, se puede ver en
estas primeras producciones cinematográficas del cine mudo, que prescinden
totalmente del discurso de los personajes, o que lo relegan a un segundo plano
en los letreros, la palabra tampoco es aquí el modo de expresión privilegiado.
Como se ve, la estética melodramática practica una escritura teatral en la que
el discurso patético tiene una clara prioridad sobre el discurso de comunicación.
En este género la palabra emotiva se alía con todos los demás procedimientos
dramáticos, –música, decorados, gestos, movimientos y mímicas– para presentar al público el espectáculo reconfortante de un universo en el cual, tras numerosos infortunios y desgracias, la Justicia triunfa sobre la injusticia, y la Virtud
sobre el Vicio y la Maldad.
Así pues, y salvando rarísimas excepciones en que la palabra cobra una función comunicativa y de información, el melodrama, desde principios del siglo
XIX hasta prácticamente la Primera Guerra Mundial, se construye mediante la
presentación o representación directa e inmediata de los acontecimientos y de
los sentimientos. La función de la palabra dramática en el melodrama es mucho
más frecuentemente expresiva y enfántica que comunicativa o de información.
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