Diarios de El Cairo, por Alfonso Armada

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Diarios de El Cairo, por Alfonso Armada
Alfonso Armada (Vigo, 1958) es periodista y escritor, autor de libros como 'Cuadernos
africanos', 'Mar Atlántico. Diario de una Travesía' o 'Sarajevo'. Ha trabajado
como corresponsal para El País y ABC, medio del que ahora es adjunto al director.
También dirige la revista digital especializada en periodismo narrativo, FronteraD. Lee el
resto de sus diarios de El Cairo en su blog Lluvia racheada.
El palacete fue incautado en tiempos de Nasser («el peor gobernante de la historia de
Egipto. Arruinó el país y nos trajo la derrota y la pobreza. Harán falta muchos años para reparar el
daño que hizo a la personalidad egipcia», en palabras de Zaki Bey, el personaje que acaba por
adquirir más resonancia en la última gran novela de El Cairo, «El edificio Jacobián», de Alaa Al
Aswany). La mujer, que viste pantalones, niqui negro que disimula el volumen de su seno egipcio,
una chaqueta de lana azul con solapas de terciopelo negro, y un pañuelo anudado al cuello que
en un momento dado dejará de lado, es subsecretaria en uno de los ministerios más
representativos del gobierno del general Al Sisi, que ha decidido aplastar a los Hermanos
Musulmanes.
Acude tarde a la cita porque viene de sortear un rifirrafe con un subalterno que le ha dicho: «No
estoy dispuesto a recibir órdenes de una mujer, y menos de una que no lleva pañuelo»
Ella, que ha pasado buena parte de su vida en París, lleva a gala mostrar su tupida melena negra
recogida armoniosamente pero sin menoscabo. Admite su soledad. De hecho, acude tarde a la
cita porque viene de sortear un rifirrafe con un subalterno que, literalmente, le ha dicho: «No estoy
dispuesto a recibir órdenes de una mujer, y menos de una mujer que no lleva pañuelo». Ella
reconoce que los Hermanos Musulmanes han infiltrado todo el aparato de poder. Es una muestra
más de lo fragmentada que está la sociedad egipcia, pero sobre todo la cairota, epicentro de un
país donde el peso abrumador de la historia, la explosión demográfica, la corrupción y la magnitud
de los problemas a los que se enfrenta recuerda oblicuamente (pese a las gigantescas diferencias)
a la de México. Un formidable potencial que no encuentra su cauce.
La mujer, cordial, aguanta el tipo y todavía tiene tiempo de confesar que «durante los días
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gloriosos de Tahrir», cuando la revolución hizo caer al dinosaurio Mubarak y todo parecía posible
en Egipto, ella apoyaba a su hijo, instalado en la plaza, mientras un hermano, del otro lado, policía,
amenazaba a su sobrino con «pegarle un tiro» si cruzaba la raya. Muestra de la bella arquitectura
colonial, con altos techos, bien ventilada, con vitrales que parecen de ámbar, y que vuelven de
miel toda la luz que inunda el recibidor, el palacete será «devuelto, como muchos del centro de El
Cairo, a sus legítimos dueños». La alta funcionaria, egipcia de los pies a la cabeza como una nieta
de la prodigiosa Oum Kalsoum, acompañará a sus huéspedes occidentales a la puerta de la casa
y todavía pedirá, humildemente, consejo: cómo mantener la calma en medio de la tormenta.
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Con ese afán, y bajo un cielo que en abril es el menos cruel de las estancias para los cairotas, con
jacintos y basura en el Nilo que baja lento hacia su constante muerte, sin que haya apenas turistas
asomados a la corriente, bebiendo en los grandes hoteles, llegamos a la Universidad de El Cairo,
que es hoy un bazar de hiyabs. Por eso llaman tanto la atención las cabezas descubiertas de las
pocas mujeres que todavía se atreven (más profesoras que alumnas) a mostrar su pelo. Parece un
acto revolucionario. Ir contra el miedo, la costumbre, la tradición. Distinguirse.
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La mayoría de estudiantes de la Facultad de Letras son mujeres; las profesoras recuerdan que en
su época no era raro ver alumnas con minifalda
Es algo que constatan las liberales, las que no se resignan a perder lo ganado, cuando Egipto,
junto al Líbano, era uno de los países de la media luna árabe más liberales, con una sabia mezcla
de religión y libertad, minifaldas con pañuelos, franqueza sexual y las cinco llamadas a la oración
para quien quisiera cumplirlas: a vista de todos, o en la intimidad. En la mezquita, o de pie, ante la
mesa del sastre o la cocina del restorán, en el hamman o junto a la mercancía que hoy apenas
tiene turistas que la aquilaten.
Hoy, hasta The Egyptian Gazette recuerda en su página 2, para que nadie se llame a engaño, a
qué hora hay que postrarse en dirección a La Meca:
Fajr (al amanecer): 4:01
Duhur (mediodía): 11:56
Asr (tarde): 3:30
Maghrib (al atardecer): 6:21
Isha (noche): 7:41
El salón de actos de la Facultad de Letras está lleno hasta la bandera de estudiantes de español,
de hispanistas, amantes de la lengua que cultivan con una devoción conmovedora. La inmensa
mayoría de los que ocupan butacas y pasillos son mujeres, sonrientes, atentas, y prácticamente
todas con el hiyab más o menos cubriendo todo vestigio de pecaminoso pelo, para escuchar a tres
escritores que han encontrado en la literatura de viajes una mirada propia y un crítico que han
volado desde España para compartir su pasión por el idioma y el conocimiento del otro, por el
humor y la curiosidad. Luego, en petit comité, alguna de las profesoras, que ha pasado «años
inolvidables en España» y que lleva décadas enseñando el idioma y viendo al país avanzar y
retroceder, reconocerá que si en su época no era raro ver alumnas con minifalda hoy resulta
prácticamente imposible.
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Los Hermanos están por todas partes, vigilando, influyendo, alimentando el debate político, y en
soterrado o franco enfrentamiento con los izquierdistas que querían convertir los días de Tahrir en
un cambio radical de época, en una primavera política que se reveló prematura. Pero no conviene
olvidar que, como Hamás en Gaza, los Hermanos prestaron atención sanitaria, educación y ayuda
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para ir tirando a los muchos egipcios abandonados por su propio Estado. Ahora el dinero viene de
Arabia Saudí y los Emiratos, que financian las visiones más retrógradas del islam, el wahabismo.
El dilema es ardiente. «Ahora, con Al Sisi, con la vuelta de los generales, hemos optado por el
menor de dos males», argüirán muchos diplomáticos y con ellos no pocos egipcios. Pero no el
escritor Alaa Al Aswany.
Las indicaciones parecían precisas. Detrás del Four Seasons Hotel. No se escuchaba el rumor del
río, que transcurría silencioso en la noche cairota. Calles solitarias de mansiones decrépitas que
llevan décadas de decadencia entre la vegetación, que si la llamamos lujuriosa es por nuestra
afición a los prejuicios y a los juegos de la imaginación. Alaa Al Aswany había preferido finalmente
citarnos en el Garden City Club en vez de en su casa, como estaba previsto. Nadie parecía haber
oído hablar del club, y en el número de la calle que el escritor había dado a Montserrat Momán, la
agregada cultural de la Embajada de España en Egipto, nuestra concienzuda e infatigable
anfitriona, no aparecía nada que pudiera tener trazas de un restaurante, un salón de baile, un nightclub, un antro de perversión, una punta de lanza occidental como los clubs que frecuentaba Zaki
Bey en «El edificio Jacobián».
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Volvimos ante el edificio de cuatro pisos, con patio de piso blanco, escalinata de mármol y ni un
alma que nos había indicado, con mano desdeñosa, uno de los pocos individuos (sombra huidiza)
que animaban la calle. La portería estaba desierta, como si el vigilante hubiera desertado para
hacer sus abluciones o estar a bien con el Profeta. No había el más mínimo rótulo, ninguna pista
que nos dijera que estábamos en el buen camino. Cogimos el ascensor y subimos al cuarto piso,
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como nos había dicho la única alma que parecía saber lo qué buscábamos. De las dos puertas
con las que nos encontramos en la cuarta planta una exhibía una discreta placa con las
siglas GCC. Latón bruñido. Cuando iba a tocar la puerta ésta se abrió como si mi gesto hubiera
accionado un mecanismo secreto. Sentimos el vértigo de lo desconocido, el no saber en qué
mundo estábamos a punto de ingresar. Conseguí ver tras la puerta, casi del todo velado por la
hoja de madera, a un negro esbelto que se había encargado de franquearnos la entrada. Era un
salón amplio, decorado con pocos pero vistosos muebles art decó. Nos indicó que nos
dirigiéramos al piso de arriba. Nos dejó en manos de un maitre tan discreto como elegante: como
esos guías que te llevan al oasis del placer para que sacies tus fantasías.
Tras dejar atrás un perchero que parecía una cama vertical, para que durmieran los abrigos,
subimos por una escalera típica de dúplex, de apartamentos lujosos en el viejo Cairo o en el
legendario Hollywood de follaje y excesos. Al final de un laberinto dimos con nuestro anfitrión. Con
camisa y pantalón negro, el gigante Alaa Al Aswany parece haber sido genio antes de escritor,
aunque en realidad sea dentista que no ha dejado su primer oficio pese a haberse convertido (y
más desde que su gran novela fuera trasladada al cine) en uno de los escritores árabes más leído
y traducido, en un digno heredero de Naguib Mahfuz. Fueron dos horas de cordialísima
conversación en inglés (aunque Al Aswany se defiende en español, al menor para la bebida y el
amor, y recuerda con calor el tiempo que derrochó en Madrid), que el escritor escanció con once
whiskis (nos recibió bebiendo, nos despidió bebiendo) y una cadena de cigarrillos que le sirvieron,
como la escalera de humo de un derviche, para desovillar su imaginación con una trenza de
franqueza e inteligencia.
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Crítico feroz tanto de los Hermanos Musulmanes como de los generales que se han hecho con
todo el poder, le han prohibido escribir en la prensa egipcia. Se salvó de un intento de asesinato y
consiguió atrapar a uno de los mequetrefes que irrumpieron en su consulta: le levantó en vilo (algo
fácil de imaginar, dada su envergadura) y le preguntó cuáles de sus libros habían despertado su
ira yihadista. El pobre diablo no había leído ninguno. Pero prometió enmendarse.
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Al Aswany, uno de esos egipcios con los que uno se aventuraría en la noche de El Cairo y en la
noche de Madrid, defiende ideas que para los meapilas de las dos orillas serían heréticas, como
que «el Profeta prohibió todo lo que le sentaba mal». En el Garden City Club, «propiedad de uno
de los hombres más ricos de Egipto», donde se puede beber alcohol y disfrutar de un cocinero
francés que no desentona con la elegancia restringida del local (solo había otra mesa ocupada, y
socios conspirando en un salón apartado), Al Aswany se siente libre de hablar sin cortapisas. Está
convencido de que «los 18 días de Tahrir» fueron los más preciosos de su existencia. Y los de
muchos egipcios. «La revolución, el cambio, eran posibles». Él no desespera. Sigue viviendo y
escribiendo. En otoño visitará Madrid para presentar su última novela, «El Automobile Club de
Egipto». Mientras tanto, en la noche de El Cairo sigue siendo un formidable compañero de viaje
para los envites de la imaginación y del deseo. Un escritor.
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