X CERTAMEN DE NARRATIVA COLEGIO ALEMÁN ALBERTO DURERO DEUTSCHE SCHULE ALBRECHT DÜRER 2016 X Certamen de Narrativa Coordinación: Isabel Mª García Negrete Concurso de Narrativa: Cayetana Hernández Sánchez Ignacio de la Cuadra Buil María Luisa Mansilla García Elena Mª Saucedo del Rey Esther Soler Pantoja Mª Ángeles Rodríguez Madrigal Carmen Sánchez Elías Isabel Mª García Negrete Jurado de Narrativa: Primaria: Purificación Casas Llera Secundaria: Seminario de Lengua y Biblioteca (Valentina Vivaldi) Concurso de Ilustraciones: José Manuel Bonilla Ana Mª Herrera Mato Marta Barrera Altemir Cayetana Hernández Sánchez Carmen Sánchez Elías Isabel Mª García Negrete Presentación: Isabel Mª García Negrete Edición: Ana Mª Herrera Mato Isabel Mª García Negrete Cayetana Hernández Sánchez Elke Aparcero Sierra Diseño de la cubierta: Marta Barrera Altemir Patrocinador: AMPA – Colegio Alemán Sevilla Impresión y encuadernación: La Fábrica Gráfica ÍNDICE PRESENTACIÓN ........................................................................... 7 NARRACIONES DE PRIMARIA I. Pedro y el espectro ................................................ 11 II. La princesa de la rosa ............................................ 17 III. Estrellita, estrellita ................................................ 23 IV. Grandes escritores ................................................. 29 V. Un fiel amigo ........................................................ 37 VI. Mi cajita de vales ................................................. 47 VII. Anita, la uva .......................................................... 55 NARRACIONES DE SECUNDARIA I. Luces verdes en Finlandia ..................................... 61 II. Espíritus libres, almas rebeldes ............................. 79 III. Recuérdame ......................................................... 101 IV. Recuerdos en una página en blanco .................... 113 V. Un solo segundo .................................................. 129 VI. Leyendo una vida ................................................ 141 VII. Escape ................................................................. 155 VIII. Viento divino....................................................... 171 IX. El marqués inquieto ............................................ 189 X. Luz en mi oscuridad ............................................ 205 RELACIÓN DE PREMIADOS ............................................ 225 PRESENTACIÓN El Certamen de Narrativa del “Colegio Alemán Alberto Durero” alcanza este año su ya décima edición, una cifra redonda que nos impulsa a hacer un poco de historia. Fue en los inicios del curso 2004-2005 cuando, en una reunión del Departamento de Lengua, surgió la idea de convocar un concurso de relatos entre los alumnos de nuestro Centro para potenciar su creatividad y su dominio de la lengua escrita. Mientras pensábamos en cómo darle forma, y ya con el beneplácito de la Dirección, nuestra querida Pura Casas tomó la iniciativa de ponerse en contacto con el AMPA como entidad patrocinadora, que desde un principio apoyó la idea, ya que todo concurso necesita ofrecer algún premio. Manos a la obra, nos pusimos a redactar las bases. Lo primero, como Alonso Quijano cuando pensó en hacerse caballero andante, fue buscar nombre a nuestra idea: “Certamen de narrativa” (¡hecho!). Después, otros aderezos: quiénes deberían participar... ¡todos los que escriben, desde tercero de Primaria hasta los mayores! Pero, ¿todos al mismo nivel? Mejor diferenciamos: primero concursan en cada clase, con su profesor al frente, y los seleccionados compiten con los de su ciclo; y, si es posible, con un jurado externo en la segunda fase. Ya buscaremos a quién encomendarle la tarea. Además... esos relatos deberían aparecer ilustrados: ¡pues convocamos un “Certamen de ilustración” sobre los relatos ganadores! Eso es; pediremos colaboración a los profesores de Plástica. Claro... pero lo suyo sería que al final todo esto tomara forma de libro, ¿no? ¡Guay! Mucho trabajo, sí, pero el resultado podría compensar todos los desvelos... ¡Y les pedimos colaboración a los de Informática, que la tecnología 7 tiene sus secretillos...! Y así, como un proyecto coral, allá por noviembre, tomaron forma las bases del “I Certamen de narrativa”. Algo similar a sentirnos “armados caballeros” para empezar a correr las mil y una aventuras con las letras, con los relatos de nuestros alumnos, siempre con el afán de quien desea “prodigar el bien”. Y a partir de entonces supimos cuánta verdad había en los versos citados al ventero por el mismísimo don Quijote: «mis arreos son las armas, mi descanso el pelear», ya que todo el camino se ha ido andando con múltiples trabajos y algún que otro entuerto puntual que “desfacer” para que cada año nuestro sueño cristalizara en un libro similar al que hoy, querido lector, tienes entre las manos (o en la pantalla). Aún recuerdo aquella primera edición “artesanal”. Después de terminado el concurso de relatos y elegidas las ilustraciones, había que maquetar el libro. Para repartir la tarea, Pura se pondría a trabajar con Elke en los relatos de Primaria; y esta que suscribe, junto con Carmen Sánchez, a trabajar con Ana Herrera en la Secundaria. Todo era terreno inexplorado, todo era consulta y consenso; aprendizaje y precedente para futuras ediciones. Para finalizar, dos problemas: la impresión física del libro y la cubierta. Soluciones caseras: Ana Herrera, en la impresora de su casa, imprimiría en papel los “treinta y tantos” ejemplares que se proyectaron; Juan Pedro Pérez Gey diseñaría la portada, que ya una imprenta pasaría a papel y encuadernaría. Hoy en día, aquellos ejemplares son casi como los “incunables” de nuestra historia. En este esfuerzo colectivo se han perpetuado muchos nombres propios y han ido incorporándose otros. José Manuel Bonilla diseñó otra de las portadas; pero, desde la llegada de aquella jovencísima Marta Barrera, es ella la encargada de 8 plasmar las ideas que le pedimos como si escribiéramos una carta a los Reyes Magos. Un nombre ilustre en las letras, el del Dr. Antonio Ramírez de Verger, se ha hecho asiduo en la presentación (este año mucho más “pedestre”, disculpen los más avezados lectores). Pura Casas ha entregado el testigo, luego de compartir camino, a Cayetana Hernández. Carlos Broca también ha colaborado en la edición de la Primaria en algunas ocasiones. De las últimas incorporaciones, nuestra bibliotecaria: Valentina Vivaldi. Desde el AMPA, Ana Ruiz, Toñi Gamino, Manuel Dorado... gracias por vuestro apoyo. Y qué decir de la dirección: Matilde Duque (nuestra “Mati”), siempre a la vanguardia de nuestras huestes, animando (y apremiando en algún caso) a todos los esforzados actores acá y acullá, sirviendo de intermediaria entre estamentos e instituciones, buscando salas y tiempos oportunos para la entrega de premios… como la harina en la repostería: el elemento imprescindible de cohesión en este delicado entramado de esfuerzos personales. E, inaccesibles al desaliento, Ana Herrera y yo, que solemos combinar nuestros paseos por el Real de la Feria de abril con los últimos retoques de la edición (permítaseme la confidencia). También hemos de recordar que a partir de la octava edición, en 2012, decidimos hacer el certamen con periodicidad bianual, para ceder en esos otros años el protagonismo a las otras dos lenguas que se imparten en el colegio: alemán e inglés. Ya llevan dos ediciones (2013 y 2015) con un formato similar e indudable éxito. Esos años de “descanso narrativo” en lengua española, hemos dirigido nuestro concurso a la lectura expresiva, otra de las destrezas vitales en la competencia lingüística de nuestros alumnos. Y 9 aquella primera impresión casera se ha ido transformando hasta llegar a la edición digital. “Al andar se hace camino y, al volver la vista atrás, se ve la senda que siempre se ha de volver a pisar” (que me perdone don Antonio Machado). El camino ha sido largo (diez ediciones ya), pero el balance positivo: positivo el comprobar cómo se materializa año tras año el fruto de un trabajo colectivo, positivo el sentir el apoyo de la comunidad escolar y sus instituciones; y positivo, sobre todo, el comprobar cómo hay pequeños narradores que van creciendo en edad y en altura literaria (a las pruebas me remito; y, si no, juzga por ti mismo, querido lector amigo). Y en este sueño quijotesco ya empieza a tomar forma otra nueva aventura con las letras: “Palabras al viento”; pero ese... será otro cuento. Isabel María García Negrete JEFE DEL DEPARTAMENTO DE LENGUA 10 Narrador: Gonzalo Pérez de Ayala Miranda Ilustradora: Carmen Díaz García-Donas 11 Érase una vez un campesino llamado Pedro que vivía con su familia en una pequeña casa de campo. Desgraciadamente, eran pobres y apenas tenían dinero para comer. Una noche, Pedro escuchó unos golpes fuera, así que fue a investigar. Al salir, un espectro de luz se le apareció y le dijo: — Si quieres alimentar a tu familia, deberás seguir mis reglas. Pedro le preguntó qué debería hacer. —Deberás subir al castillo donde yo te llevaré — le contestó el espectro. Entonces, Pedro le dijo que aceptaba. Se metieron en un portal y, al momento, estaban en la puerta del castillo que el espectro le había dicho. Este le explicó: — Tendrás que subir al último piso. Y el espectro desapareció. Pedro subió las escaleras. Cuando llegó al primer piso, se encontró a una persona con un bebé en brazos. De repente, se declaró un incendio. Pedro fue a socorrerlos y se los llevó con él. En el segundo piso, había un gigante que había secuestrado a una persona. Pedro la rescató y los cuatro siguieron subiendo las escaleras. 13 En el tercer piso, se celebraba un banquete. Era una fiesta muy grande, pero como Pedro no era goloso, siguió subiendo las escaleras hacia el siguiente piso. Era el último, pero allí no había nada. En ese momento, el espectro volvió a aparecer y Pedro le preguntó dónde estaban las riquezas. 14 — Las riquezas son las que tú has tenido hoy: solidaridad y valor. Además, has vencido la tentación del banquete –le contestó el espectro. Pedro, desconfiado, le dijo que cómo podría ayudar a su familia. — Con lo que tú has demostrado hoy, tu familia podrá tener, desde ahora, todo lo que necesite. Y... zapatito roto, cuénteme usted otro. 15 Narrador: Daniel Antonio García Sánchez-Rodas Ilustradoras: Isabel García Serrano Ángela Covelo Lozano 17 Érase una vez una princesa hermosa como una rosa. Como las vecinas la envidiaban, pagaron a un mago para que la convirtiera en una rosa. Así, el día de Navidad, la princesa fue al jardín y cuando tocó una rosa, esta la absorbió. Así fue como el mago la convirtió en una rosa. Un día, pasó por allí un príncipe. El príncipe cogió la rosa y la puso en un jarrón. ¡Era increíble! En el jarrón se reflejaba la princesa. 19 — ¿Qué haces aquí, hermosa dama? —le preguntó el príncipe. — Yo soy la rosa —le contestó la princesa—. ¿Puedes ayudarme? — ¿Cómo quieres que te ayude? —le dijo el príncipe. La princesa no lo sabía. Pero, como tenía el teléfono de un taxista, lo llamó y le dijo que los llevara al palacio del mago. El príncipe cogió el jarrón y se montaron en el taxi. Cuando llegaron, se despidieron amablemente del taxista y este se marchó. En el castillo, el mago le dijo al príncipe: — Si quieres deshacer el hechizo de la princesa, tienes que quitarle a la rosa sus pétalos diciendo “me quiere, no me quiere…”. Así lo hizo el príncipe y el último pétalo cayó en… “me quiere”. De esta manera, se deshizo el hechizo. 20 Y el príncipe y la princesa pudieron casarse. 21 E strellita, E strellita Narradora: Carla Cobreros Ramírez Ilustradora: María Pallaré Paarlaallré Cera 23 Cuentan, los que lo vieron, la historia de una niña llamada Celia, que vivía con su abuelo y su abuela. Un día en el colegio, colgó una bonita estrella de papel en la pared. — Muy bonita la estrella. Gracias, Celia —le dijo la profesora. 25 Como a Celia le encantaba aquella estrella, le dijo: — Estrellita, estrellita, te pido por favor que nunca tenga problemas en el colegio. Al día siguiente, inesperadamente, la estrella había desaparecido de la pared de la clase. Celia se puso muy triste. Cuando terminó el colegio, se dio cuenta de que ese día no había tenido problemas con nadie. “La estrella me ha concedido mi deseo”, pensó. 26 Al llegar a su casa, Celia vio que la estrella estaba en su cuarto, encima de la cama. — ¿Qué haces aquí? —le preguntó la niña. — Pensaba que, si yo te ayudaba, tú me ayudarías a mí. Me gustaría ser una estrella de verdad. —le contestó. Celia se puso muy contenta porque pensaba que iba a tener una aventura. Pero sabía que, si ayudaba a la estrella, se iría y ya no la vería más. — Tengo una idea —dijo la estrella de papel—: Tú me ayudas, y cada semana me convertiré en una estrella fugaz y vendré a verte. — Vale —dijo Celia. Y así fue. Las dos cumplieron su deseo. Celia no volvió a tener problemas en el colegio y la estrella de papel brilló cada noche en el cielo y siguió visitando a la niña. 27 Esto es verdad y no miento. Y, como me lo contaron, te lo cuento. 28 Narradora: Julia Gómez de los Infantes Rico Ilustradora: Laura Yebra Rodríguez 29 Era un día soleado. Raquel se dirigía hacia el colegio con una sonrisa en los labios. Era una chica de 11 años, alta y con unos preciosos cabellos rizados de color castaño y unos ojos color marrón oscuro. Ese día iba sonriente porque era su primer día de trabajo en la biblioteca. Se había apuntado para trabajar allí porque le encantaba leer. Raquel entró en la biblioteca y le preguntó a Ana, la bibliotecaria, qué debía hacer primero. Ana le dijo que empezara a ordenar los libros y que, de paso, 31 les quitara un poco el polvo. Raquel se puso a trabajar. Comenzó por la sección de las biografías. De pronto, le llamó la atención un libro en concreto. Era muy gordo y con cubierta de cuero y en su lomo ponía Biografía de grandes escritores I. Lo cogió y lo abrió por una página que parecía estar marcada con un trozo de papel. Se fijó en una llave que había dibujada y que casi parecía de verdad. Pasó la mano por encima para quitarle la suciedad. Se asustó al tocarla porque… ¡la llave era de verdad! No era un dibujo sino una llave en un hueco hecho a propósito. La cogió y dejó el libro donde lo había encontrado. Le dijo a la bibliotecaria que se había acabado el recreo y se marchó. Al día siguiente, Raquel volvió a la biblioteca. Llevaba consigo la llave, por si acaso encontraba alguna pista de para qué servía. Se puso a trabajar otra vez con las biografías. Se llevó una gran decepción al ver que no encontraba ninguna. Cuando estaba a punto de marcharse, vio un libro debajo de la estantería. Era un libro exacto al que contenía la llave, solo que en el lomo de este ponía Biografía de grandes escritores II. Cuando lo tuvo entre las manos, supo qué hacer. Lo abrió por la página marcada y vio un 32 candado dibujado. Lo sacó de su hueco, pues este tampoco era un dibujo sino real. Metió la llave en el candado y, de repente, se abrió un portal. Sin pensárselo dos veces, Raquel pasó por él. La niña estaba muy desconcertada. Se encontraba en el hall de un hotel de cinco estrellas, muy moderno. Observó cómo un hombre, que parecía ser el recepcionista, se acercaba a ella. En el momento en el que estuvo lo suficientemente cerca para que lo escuchara, le dijo: — Hola, soy Adrián, el recepcionista del hotel Grandes escritores. ¿Puedo ayudarla? En ese mismo instante le surgieron un montón de preguntas, pero solo pudo hacer una: — ¿Me puede enseñar el hotel? — Sí —respondió Adrián. Ambos se dirigieron al ascensor para subir hasta una de las plantas donde estaban las habitaciones. — En este hotel solo residen los espíritus de los grandes escritores —informó Adrián a Raquel, mientras subían por el ascensor. 33 Cuando llegaron a su destino, lo primero que vieron fue un largo pasillo con puertas a ambos lados, todas numeradas. Se adentraron un poco en él y, a lo lejos, vieron a un hombre salir de una de las habitaciones. Al principio no lo reconocieron; pero, a medida que se acercaban, descubrieron que se trataba de… ¡Julio Verne! 34 Raquel se acercó a él y le preguntó: — ¿Cómo se le ocurrieron a usted todas las historias que escribió? — Pues... Leyendo muchos libros —le contestó el escritor. — Soy una gran fan de sus obras —le dijo Raquel. De pronto, reparó en que a Julio le colgaba una llave del cuello. La niña palpó en sus bolsillos, en los que solo encontró el candado. Se preocupó. Luego se dio cuenta de que la llave que colgaba del cuello del escritor era exactamente igual que la que ella había encontrado en el libro de la biblioteca. Le preguntó a Julio si se la podía llevar. Él asintió, se la descolgó del cuello y se la dio. La niña metió la llave en el candado y la giró. Se abrió un portal delante de ellos. Raquel pasó por él y… desapareció. Se encontraba de nuevo en la biblioteca. Tenía la llave y el candado entre las manos. Decidió dejarlos en los libros de donde los había cogido y, luego, volvió a clase. 35 36 Narrador: Fernando Linares Alberich Ilustradoras: Julia Gómez de los Infantes Rico Claudia Campillo Soriano 37 Este cuento no es de los de siempre, que empieza y acaba bien. No; aquí se leerá la historia de un perro que, a pesar de todo, confió en sus amos. Era otoño y las hojas caídas de los árboles formaban una gigantesca manta en el suelo. Yo soy un perrito y, en aquel tiempo, estaba en una tienda de animales. Un día me acogió una tierna familia que tenía un niño pequeño. Cuando llegué a mi nueva casa, me sentí afortunado, aunque un poco apenado porque echaba de menos a mis compañeros perrunos. Mis dueños me llamaron Wasabi, porque me encantaba el picante. 39 Los días en casa eran sencillos, pero divertidos; incluso jugaba al fútbol con toda la familia. Al principio, cuando eres un cachorro, las cosas son más fáciles y todos te quieren. Sin embargo, cuando eres mayor, ya no te hacen tanto caso como antes. Así pues, a medida que fui creciendo, me fui dando cuenta de que ya no me hacían tanto caso 40 como antes: me daban poca comida, no jugaban conmigo, me paseaban por obligación y no por voluntad propia… “Bueno, esas cosas pasan”, pensé. Un día estaba jugando a la pelota con el pequeño de la casa. Como yo ya era mayor y tenía mucha fuerza en las mandíbulas, le mordí el brazo y se lo rompí. El padre me pegó una enorme patada en la barriga, dejándome sin aire. Poco después me ató con una cadena a la pata de la mesa que había en la terraza. 41 Todavía recuerdo lo último que me dijo el niño antes de irse: “No pasa nada; ha sido un accidente”. Y se lo llevaron a urgencias. Dos meses después, en una lluviosa tarde de invierno, era mi cumpleaños. Cuando me recogieron de la tienda el dependiente les dijo a mis dueños el día en que había nacido. Ya eran las siete de la tarde y escuché un ruido de llaves. “¡Por fin me sacarán de aquí arriba!”, pensé. Pero estaba muy equivocado. Mi dueño, el padre del niño pequeño, me cogió, me metió en el coche y nos dirigimos al bosque. Cuando llegamos, abrió la puerta y yo salí disparado. El dueño volvió a meterse en el coche, cerró la puerta, arrancó y se fue. “¡Eh, te has olvidado de mí!”, grité. Pero él no paró. 42 Entonces entendí todo: “¡No me habían perdonado! ¡Por eso me habían abandonado!” Ese día quise no haber nacido. En el bosque subsistí meses y meses. Hasta que un día, en un lago cercano, me encontré a mis antiguos dueños. Debía ser verano, porque se estaban bañando. Cuando los vi, me entró un poco de depresión y me 43 fui. Sin embargo, al darme la vuelta, oí un grito de socorro. Me giré y… ¡era el niño pequeño que se estaba ahogando! Corrí heroicamente a salvarlo. Me tiré al agua y lo cogí del brazo. Fue una batalla constante contra la corriente. Conseguí salvarlo, pero me desplomé en el suelo, cansadísimo. Cuando aún estaba consciente, sentí el calor de las manos del niño abrazándome y cogiéndome. Después, todo se volvió negro. 44 Al despertar, me encontraba en una camilla con muchos tubos conectados a mí. Para mi sorpresa, estaba en el hospital. Miré un calendario que había en la mesa del al lado y… ¡ya era otoño! Me había pasado muchísimo tiempo en coma. A mi 45 lado vi al niño durmiendo en un sillón y me alegré mucho de que estuviera allí. Ladré lo más alto que pude y se despertó. Me aclaró todo lo que había pasado y me dijo que había sufrido una hipotermia por salvarlo, pero que en unos días todo volvería a la normalidad. Y aquí estoy. ¡Hasta tengo novia! Esta es una gran historia. Y la moraleja es: “No los abandones y no te abandonarán” 46 Narradora: Claudia Campillo Soriano Ilustradora: Marina Kirchheim Moreno 47 Esta mañana me he levantado y he visto una extraña cajita sobre la mesilla que está al lado de mi cama. No recordaba haberla visto nunca, así que no sabía qué hacía ahí. Me ha entrado curiosidad y la he abierto. Dentro había unos papelitos que parecían vales. He cogido uno y lo he observado detenidamente. “Vale por un día en familia”. ¡Qué raro! Tenía muchas preguntas: ¿Quién habrá puesto la cajita aquí, en la mesilla de mi cuarto? ¿Para qué servirá? ¿Qué significan estos vales? No le he dado mucha importancia y he bajado desayunar. Es por la tarde. Estamos en el coche, de camino a la playa. Íbamos a salir esta mañana; pero nos hemos puesto a ver la televisión en lugar de hacer las maletas y no nos ha dado tiempo de terminarlas antes de almorzar. Por cierto, me he traído la cajita. Creo que servirá para algo. 49 Cuando hemos llegado, he abierto la cajita y… ¡había desaparecido un vale! En el vale estaba escrito lo siguiente: 50 “Vale por una mañana en la playa”. Puede que los vales tengan algo que ver con ciertos sucesos… 51 Estoy en mi habitación mirando los vales. Ha venido mi hermana y me ha preguntado si bajaba con ella a la piscina. Le he dicho que no, y en ese mismo instante el vale que tenía en la mano se ha desvanecido. He estado reflexionando sobre el significado de los misteriosos vales y he llegado a una conclusión: Esos vales simbolizan mi vida. Todo lo que pasa aparece en la caja en forma de vale. Si no aprovecho 52 alguna oportunidad, un vale se esfuma. Si durante un día no se utilizan los vales, has desaprovechado una magnífica oportunidad. Y, día a día, se puede desperdiciar una vida entera. Reflexiona sobre esto: ¿Cuántos vales utilizarás hoy? 53 Narrador: Juan Tola de Torres Bohórquez Ilustradoras: Claudia Merón Ordoñez ´ Claudia Ramajo Rosa 55 La protagonista de mi historia se llama Anita. Anita es una uva rellenita y brillante. Siempre va junto a sus veintitrés compañeras. Entre ellas hacen concursos sobre quién es la más lista, quién es la más alegre… Un día, Anita oyó decir al agricultor del viñedo: — Este es el racimo más bello que he visto en mi vida. Lo reservaré para el día 31 de diciembre. Anita les contó a sus compañeras lo que había oído. Esa noche no durmieron porque sabían que era la última que iban a pasar todas juntas. 57 Al día siguiente, el agricultor cogió el racimo donde estaba Anita y lo llevó a una frutería. Allí estaban una abuela y su nieta. La abuela le dijo a la niña: — Laura, ¿qué racimo de uvas quieres para la noche de Nochevieja? La niña le contestó: — Abuela, no me gustan las uvas. Quiero palomitas. 58 — Laura, como este fin de año te quedas conmigo, las vas a probar —le propuso la abuela. La niña, muy feliz, le contestó: — Vale, pues quiero este racimo —dijo la niña señalando el racimo donde estaba Anita. El día 31 de diciembre, la abuela puso dos cuencos con doce uvas en cada uno. Anita quería tocarle 59 a Laura porque, como ella estaba muy dulce, a la niña le iba a gustar. Así, cada fin de año se las tomaría. Efectivamente. Laura se comió las uvas y… ¡le encantaron!. 60 Narradora: Paula Díaz García-Donas Ilustrador: AndrésFernández FernándezGonzález González Andrés 61 Anneli no tenía demasiadas cosas. Bueno, en realidad, supongo que se podría decir que sí: tenía una casa a las orillas del río Aura, en Turku; doble nacionalidad (la finlandesa, por su rama paterna, y la argentina, por la materna); un padre pescador y una madre artista; un precioso pelo castaño oscuro que más de una vez había hecho que la tomasen por turista en Finlandia; y una mejor amiga, Seija, que, con un par de lentillas de color rojo, casi podría hacerse pasar por albina. Vivía sin grandes lujos, pero bastante bien. Desde muy pequeñas, Anneli y Seija, que, además eran vecinas, habían acordado salir juntas a la orilla del río las noches de auroras boreales. Dentro de lo extraño que es este fenómeno, en Finlandia se da con relativa frecuencia, principalmente entre los meses de septiembre a marzo, cuando las noches pueden llegar a durar casi veinte horas. De hecho, si el cielo estuviese siempre despejado, la mayoría de los días durante aquella época del año se podrían ver; aunque, por desgracia, lo normal es que estuviera nublado. A las dos amigas les parecía mágico verlas y, si bien no se pasaban toda la noche contemplándolas, siempre encontraban un ratito para ir a mirarlas cuando ocurría. Se abrigaban 63 con varios jerseys, abrigos y guantes, y salían a observarlas juntas en absoluto silencio. Una noche de noviembre, cuando las horas de luz suelen ser aún de siete a ocho, partieron como de costumbre a su habitual punto de encuentro tras divisar luces desde sus respectivas ventanas. Cuando Anneli llegó, Seija ya estaba allí, esperándola. La saludó con una sonrisa mientras se desplazaba un poco a la derecha para hacerle hueco. Estaban ya ambas sentadas y completamente ensimismadas cuando un fuerte ruido a sus espaldas las sacó de sus ensoñaciones y 64 las hizo girarse. En Turku no solía haber ni un solo ruido de noche y, aún menos, gente por las calles. Por eso se sorprendieron al ver a un chico que apenas sería mayor que ellas, si es que lo era, con pinta de turista perdido y una mueca de dolor en la cara tras haberse chocado con una farola. Seija se rió por lo bajo. — Lo que nos faltaba —dijo—: un “guiri”. Pero las dos se levantaron para ver si se había hecho daño y guiarlo hasta el hotel o donde fuera que se alojase, si realmente resultaba estar perdido. — ¡Hola! —le dijo Anneli, en finés—. ¿Estás bien? Esperó que el chico le respondiese en un inglés chapurreado, diciendo que no era de allí y que no la entendía, pero, para su sorpresa, habló también en finés. — Sí, gracias. Solo que no entiendo con qué fin ponen farolas, si luego no las encienden. — Tienes razón —contestó Seija, que parecía a punto de estallar en carcajadas—. Pensábamos que no eras de aquí. — Sí, bueno; en realidad, no lo soy. Vengo de Helsinki. 65 — ¿Helsinki? ¡Ah, qué bien! —Anneli no se había podido permitir viajar mucho, solo una vez a Argentina cuando era muy pequeña, para visitar a la familia de su madre, y otra hacía un par de años a Helsinki, la capital— ¿Y necesitas ayuda para encontrar el camino de vuelta? — No hace falta, gracias —respondió con una sonrisa—. Sé cómo volver al hotel, pero hoy ha sido mi primer día aquí y me apetecía dar un paseo para ver algo de la ciudad antes de ir a dormir. — ¡Oh! —exclamó Seija—. Mañana es sábado. Podríamos hacer de guías turísticas y 66 enseñarte Turku. Parece una localidad pequeña, ¡pero no te imaginas la de cosas que hay por ver! — ¡Sí! —la apoyó Anneli—. ¿Sabías que la ciudad medieval sobre la que apoyas ahora mismo tus preciosas Vans es la más antigua de Finlandia? El chico empezó a reírse con plena confianza. Realmente, parecía simpático. — No me puedo creer que te hayas fijado en la marca de mis zapatos —dijo, cuando ya estaba algo más sereno—, y más con lo oscuro que está. ¡Ah! Y lo de que me enseñéis Turku me parece fantástico —añadió, con una sonrisa—. Además, no he traído ni mapas ni guías. — ¿Se puede saber qué clase de turista va a visitar una ciudad sin mapas ni guías? — comentó Anneli, divertida—. Entonces… ¿qué te parece que nos veamos mañana en este mismo sitio a las nueve y empezamos? — Genial —respondió él—. Por cierto, ¿cómo os llamáis? — Yo soy Seija. Y ella es mi amiga Anneli. ¿Cómo te llamas tú? — Risko. Bueno, yo me tendría que ir ya. Hasta mañana, entonces. Los tres se despidieron, y cada uno regresó a su casa. 67 El día siguiente amaneció nublado, pero eso era normal en Turku. Y, en cualquier caso, mientras no lloviese, no pasaba nada. Se encontraron donde habían acordado, a las nueve, para aprovechar así al máximo las horas de luz. Recorrieron gran parte de la ciudad a pie, entrando en todos los sitios que parecían interesantes y parándose cada dos por tres para hacer fotos. Visitaron el museo de artesanía Luostarinmäki, que tenía bastante más encanto que los museos corrientes, con sus cabañas con musgo en el techo y gente que parecía sacada de una novela de la Edad Media. Entraron también en la catedral y en el castillo de Turku y, por último, dieron una vuelta por el puerto. En cuanto empezó a anochecer, a las tres y media, cada uno volvió a su casa, aunque Anneli y Seija se quedaron un rato más juntas. — Es extraño, ¿no? —comentó Anneli cuando se quedó a solas con su amiga—. Ayer me pareció que Risko tenía los ojos marrones, pero hoy se los he visto verdes. 68 — Sí, yo también estaba convencida de que eran de color marrón —respondió Seija—. Pero era por la noche. Es normal que no supiésemos distinguirlos bien. — Supongo que tienes razón. La cosa se quedó ahí y, una vez acostada, Anneli se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no se lo había pasado tan bien. ¿Era posible que conociese tan poco sobre su propia ciudad? Aquel día había visto más cosas de Turku que en todo lo que llevaba de vida. Y, con el buen sabor de boca de saber que mañana volverían a verse, se durmió. Pero al día siguiente empezó a notarse una incomodidad palpable entre los tres, porque, cuando se volvieron a encontrar para seguir visitando la localidad, Risko tenía los ojos… ¿azules? Las dos amigas intentaban quedarse solas a cada momento para comentar la aparente 69 imposibilidad que se les había plantado delante. ¿Cómo podía ser que Risko hubiese pasado de tener los ojos de un profundísimo verde a tenerlos del color del cielo? Al final, este se percató de las miradas furtivas y cuchicheos de las chicas, y les preguntó si iba todo bien. Seija, que siempre había sido la más lanzada de las dos, le contó lo extraño de sus ojos. — No... —respondió este— Yo… esto… Los he tenido siempre azules, aunque ayer estaba nublado y… no sé… con la falta de luz quizá se viesen verdes. Anneli alzó una ceja. — Pero hoy también está nublado, y se te ven azules. — Pues… No sé… —replicó el chico, que parecía agobiadísimo. Seija y Anneli no quedaron en absoluto convencidas, pero lo dejaron pasar. Risko era realmente muy simpático y estaba empezando a convertirse en amigo suyo. Y no iban a dejar que su color de ojos lo estropease. El resto del día transcurrió estupendamente. La incomodidad que había habido en un principio se esfumó en seguida, y pudieron 70 disfrutar plenamente de una obra en el teatro Åbo Svenska, que les encantó a los tres, y de la navegación a vela de Soumen Joutsen. Volvieron a sus casas completamente exhaustos, pero felices. Al día siguiente, por ser lunes, Anneli y Seija tenían que ir al instituto, pero acordaron quedar a la salida para visitar Kurjenrahka National Park, que era una reserva natural absolutamente preciosa, con bosques, lagos, ríos y unas puestas de sol increíbles. Esta estaba algo más lejos, por lo que tendrían que ir en tren, pero eso no suponía ningún problema. Todo fue tal y como lo habían planeado. Al salir del colegio, las finlandesas divisaron el pelo cobrizo de Risko entre la multitud de estudiantes que trataba de salir a empujones. Este estaba de espaldas y, cuando lo alcanzaron y se dio la vuelta, Anneli no pudo reprimir su risa, porque, aunque apenas había luz, llevaba gafas de sol. Seija le dijo, entre carcajadas, que se las quitara; y al ver que no lo hacía, medio en juego, medio no, las cogió, dejando sus ojos al descubierto. Y Anneli y ella se quedaron frente a él estupefactas: Eran grises. Ese día, sus ojos eran grises. 71 En el rato que había pasado ya habían llegado a la estación de trenes, y el que ellos debían coger estaba abriendo las puertas. Mientras entraban y se sentaban, Seija, visiblemente enfadada, comenzó a hablar. — ¡Risko! ¿No eran tus ojos azules? ¡Y no lo vayas a negar ahora; es obvio que nos ocultas algo! —añadió, al ver que este había abierto la boca para hablar—. ¿Por qué no nos cuentas qué te pasa? ¡Se supone que somos tus amigas, no te vamos a juzgar por ello! ¡Deberías confiar en nosotras! — Lo sé, y lo siento —respondió Risko, que parecía francamente avergonzado—. Pero es que no os lo puedo contar y, en cualquier caso, no me creeríais. Anneli y Seija siguieron insistiendo y, tras muchos tiras y aflojas y jurar que no se lo contarían a nadie, su amigo empezó a narrar. — Mis ojos —comenzó, mientras Seija le daba un trago a su botella de agua— no cambian de 72 color por ninguna enfermedad existente entre las personas normales y, aún menos, por causas naturales. Es algo que solo les ocurre a la gente de, digamos, “mi especie”. Somos humanos aparentemente corrientes, pero con el poder de controlar el tiempo y los fenómenos meteorológicos. Seija se atragantó con el agua que todavía no había acabado de tragar, y empezó a reírse. — ¡Venga ya, Risko! —exclamó, entre carcajadas—. Ese tipo de tonterías a estas horas no pueden ser buenas para la digestión. Esta vez fue Anneli la que rio, pero el semblante serio de su amigo acabó por apagar su regocijo. — No, os lo digo en serio. Aunque ya suponía que no me creeríais. Al menos, dejadme contaros toda la historia y, si luego seguís sin confiar en que sea verdad, podría haceros alguna demostración. — Vale, cuéntalo. — Bueno, por donde iba. Este “poder” es hereditario, y hay muchas clases. Por ejemplo, están los que controlan la nieve, el mar, el viento, etc. Para cualquier fenómeno meteorológico que os podáis imaginar, existen varias personas repartidas por el mundo con la misión de manejar 73 aquello que sea su especialidad. No podemos crearlo, solo darle forma, manipularlo. Es decir: si alguien maneja la lluvia, no puede hacer que llueva; pero si resulta que la naturaleza la ha provocado, puede hacer que dure un tiempo determinado, que sea más o menos fuerte… Nuestros antepasados, hace mucho, muchísimo tiempo, acordaron que cada poder debía estar en una zona concreta del planeta. Así se determinó, por ejemplo, que en África no habría nadie encargado del hielo, pero los Polos estarían llenos de esos controladores. Cada persona debe cumplir su función en la zona que le corresponde, aunque de vez en cuando tiene que haber excepciones, como lluvia en sitios secos y cosas por el estilo. Yo controlo las auroras boreales. La luz ya está ahí, yo solo manejo su tamaño, color, forma, que sean visibles o no… Vivía en Helsinki, y cumplía allí mi misión, pero se vio que en Turku hacían falta personas como yo; así que se me destinó aquí. Por eso me encontrasteis en la calle hace tres días. Es cierto que me alojaba en un hotel, pero no había salido a pasear. Estaba tan concentrado formando la aurora que veíais vosotras que me choqué sin darme cuenta con una farola. Y el resto ya lo sabéis. — Desde luego —, dijo Seija, irónicamente—, la historia es muy convincente. Pero la demostración de la que hablabas antes no estaría de más. 74 — De acuerdo —respondió Risko, aliviado al ver que podría probar lo que decía—. Por suerte, hoy no está nublado; así que, si formo una, se verá. — Estamos llegando ya. Disponemos de dos horas para ver el bosque. Después tendremos que coger el tren de vuelta. Si lo hacemos según lo planeado, calculo que llegaremos a Turku cuando esté empezando a anochecer —comentó Anneli, después de consultar su reloj—. Aunque las auroras boreales son muy frecuentes en esta época del año, así… — Porque nosotros decidimos que lo fueran —la cortó Risko. — Sí, bueno, porque lo decidís vosotros. Pero puede ser que lo que digas no sea verdad y que salgan solas. Así que estaría bien que formases algún tipo que no sea frecuente aquí, para que podamos comprobar que no mientes. — Está bien. Aquí, en el sur de Finlandia, las auroras boreales son verdes, ¿no? — Sí —respondió Anneli—. Como mucho, azules también. En Turku nunca se han visto de otro color, aunque creo que en el norte del país son un auténtico espectáculo; las hay rosas, moradas, rojas, naranjas… — Vale. En ese caso, haré que se vean hoy, como excepción, de esos colores. 75 A ambas les pareció bien y, aunque estaban ansiosas por comprobar si era cierto, trataron de disfrutar al máximo el tiempo que iban a estar en el bosque. Y vaya si lo consiguieron. Durante el trayecto de vuelta estaban exhaustos, pero iban cargados de recuerdos, anécdotas, fotos —muchísimas fotos— y, sobre todo, de risas. Y no de una risa cualquiera, sino de esa risa contagiosa que te hace tener que apoyarte en otra persona para mantenerte en pie, y tener que abrazarte los costados porque te duelen, de ese tipo de risa que te hace llorar..., pero, sobre todo, de ese tipo de risa que va ligada a momentos que nunca olvidas. Cuando llegaron a Turku, Anneli estaba convencida de que, esa noche, las auroras boreales serían verdes, como siempre; y Risko se reiría y les diría que había sido una broma. Ya os podéis imaginar su sorpresa cuando, al empezar a caer la noche, mientras Risko cerraba los ojos y fruncía los labios en señal de concentración, una aurora boreal rosa, morada y amarilla se formó en el cielo. Anneli, aún incrédula, le pidió que la moviese. Y la aurora se desplazó a la izquierda. 76 Ya no podía haber más pruebas. Risko había sido sincero. Este comprendió la razón de que, en un principio, Anneli y Seija hubiesen desconfiado de él, y las perdonó por ello. Los tres se hicieron muy, muy buenos amigos y, una vez que el chico estuvo instalado definitivamente en Turku, se unió a las escapadas nocturnas de sus dos amigas. Y ellas se percataron de que, quizá, el hecho de que las auroras boreales les hubiesen parecido siempre mágicas, se debía a que lo eran realmente. 77 Narradora: Marta Menor de Gaspar Ilustradoras: Mª Luisa Sánchez de Nieva Montes Inés García García Marta Menor de Gaspar 79 Hace muchísimo tiempo, cuando todavía no existían los coches, cuando las princesas iban en carruajes, cuando los ricos tenían un poder increíble sobre la ciudad y eran los más importantes, había una familia de cinco hermanos que pertenecía a la casta de los nobles. En esta historia resaltan dos de ellas: la tercera, Lydia, una niña de 10 años de edad, y la cuarta, Winnie, una de ocho. No todos se llevaban bien. Winnie era muy caprichosa y su orgullo la impulsaba a querer dominar a sus otros cuatro hermanos, que tenían unos temperamentos muy difíciles. No se dejaban. En resumen, eran espíritus rebeldes, espíritus libres. Así que solían tener peleas constantes con Winnie. Después de un tiempo, su hermana y su hermano mayor, se fueron de casa porque se casaron. Lydia sabía que eso le pasaría a ella cuando llegara a la edad adecuada. Como siempre, sus padres intentarían casarla con un hombre que fuera de la misma casta para poder tener un futuro mejor para sus descendientes. Esa idea no le hacía mucha gracia, ya que, aunque fuera una rebelde, seguía siendo justa y no le parecía bien tener que casarse con un hombre que no conocía o no quería. Un día fue a pasear por el bosque y, después de caminar mucho tiempo, decidió descansar en las ramas de un árbol. Decidió escalarlo para poder llegar a lo más alto, pero el camino le condujo a una casita de madera: la casa de una bruja. 81 – Hola –saludó la bruja– ¿Qué te trae tan sola por el bosque? 82 – Nada. Paseaba por aquí y, cuando subí por este árbol, acabé en esta casita –respondió Lydia totalmente sorprendida. – Bueno, ya que estás aquí, te daré un consejo para lo que te espera en la vida –sonrió–: En tus ojos observo un espíritu rebelde, algo que no veo desde hace bastante tiempo. Estas palabras has de recordar, para tu vida bien encaminar: “Un espíritu, un alma, imposible es dominar. Siempre libre para andar, para hacer su voluntad. Solo prestada quizás la podrías domeñar”. 83 Lydia prometió no olvidarlas jamás. Y menos mal que decidió recordarlas, porque pronto le servirían de ayuda en una experiencia única. Ocurrió cuando cumplió los catorce años. Iban a ir a una ejecución. No la alteraba la idea de que mataran a alguien o algo que se lo mereciera, pero sí cuando este no había hecho nada. Iban a matar a una preciosa yegua negra, con un cordón claro, manchas en las patas y crines largas. El efecto que causó el bello animal en el rey fue el mismo que el que surgió en Lydia: querer poseerla. Pero esta no se dejaba y el rey, cansado, decidió ejecutarla por su rebeldía. Lydia recordó lo que le dijo la bruja: “Que un alma no podía ser dominada, no se podía someter en contra de su voluntad, sino con ella”. Los hombres intentaban traer al animal junto al fuego, donde el rey mismo lo mataría para pagar por su resistencia a obedecer. Estaba a punto de pegarle cuando alguien lo paró. – ¡¡¡Alto!!! Todo el mundo enmudeció. Ante el grito de Lydia, hasta ella misma se quedó de piedra. Pero el daño ya estaba hecho y decidió terminar lo que había comenzado. La yegua seguía luchando para liberarse de esas cuerdas sin conseguirlo. Todas las miradas de las personas y la familia real seguían los movimientos de la chica. – Solo necesito unas cuantas zanahorias. comprobar una cosa antes de que acabe en la otra vida. Quiero El rey, curioso, ordenó que le dieran las zanahorias y, ante la sorpresa de todos, la yegua dejó de corvetear y se quedó 84 observándola con atención. Lydia partió una zanahoria en varios trocitos y tiró uno al lado de las patas del animal. 85 – Quizás necesite muchos días y noches para ver mis resultados, alteza –dijo Lydia. – Utiliza el tiempo que quieras, niña –le respondió el rey–. Los que no quieran estar aquí, que se vayan. Ya os avisaré por si hay algo interesante que ver. Ningún espectador se movió. Todos tenían interés en ver qué pasaba, sobre todo sus padres. Sabían que Lydia era una chica más bien enigmática y no le gustaba dar explicaciones. La yegua se comió el trocito de zanahoria que Lydia le había tirado. En cuánto terminó, ella le echó otro un poco más cerca. Solo necesitaba estirar el cuello. Cada vez se lo tiraba más cerca, pero, cuando estuvo a poco más de cinco metros, empezó a dudar, cada vez más. A los tres metros, ya no se acercaba. Lydia empezó a cantar una canción de cuna. Su voz atraía a la yegua. Después de varios días de espera y de repetir los mismos procesos, la yegua decidió comer de su mano y se dejó acariciar. Ella le susurró: – Te alborotador. llamaré Tempestad, por tu temperamento La yegua le empujó con su suave hocico aterciopelado. – ¿Cómo lo has hecho? –preguntó el rey, muy asombrado. – Majestad, alguien me dijo, no le voy a decir quién, que el alma y espíritu de los seres vivos no pueden ser dominados. Cuando usted, por ejemplo, monta a un caballo de sus establos, no es su caballo; no le pertenece, ya que su espíritu es rebelde y su alma libre. Solo lo coge prestado, pero nunca podrá decir que es suyo. 86 – Me gustaría recompensar lo que has hecho. ¿Qué pides? – Me encantaría quedarme con esta yegua, Majestad. – De acuerdo. Es una pena, porque me hubiera gustado tenerla en mis establos… El rey intentó acariciarla, pero intentó morderlo y escapar. – ¿Pero cómo…? – Majestad, si vos deseabais la recompensa, seríais vos quien debería haber hecho el trabajo. En este caso, he sido yo la que ha conseguido dominarla, no vos; así que por ahora solo dejará que yo la monte y acaricie hasta que otra persona quiera intentar ganarse su amistad. – Ajá, ya entiendo. Vaya, cada día se aprende algo nuevo. Puedes irte, niña –sonrió el rey. Los hombres del rey le soltaron las cuerdas. Lydia acarició a Tempestad y se alejó del lugar. Tempestad la siguió. Todos las personas empezaron a hablar de ella. Winnie era la única persona que no estaba feliz por los logros de Lydia. Tenía mucha envidia y no conseguía ser el centro de atención cuando salía. Todo el mundo iba hacia ella, pero solo preguntaban por su hermana. En cambio, el resto de la familia estaba muy feliz y Lydia estaba muy contenta con Tempestad. Era muy cómoda cuando trotaba o galopaba, no era la típica montura que hacer botar al jinete cuando corre. Sabían que la una a la otra no se harían daño. A veces, cuando Lydia trataba de que la yegua volviera a su vida libre, ella regresaba al cabo de unas horas. 87 Cuando cumplió diecisiete años, Lydia se convirtió en una mujer muy bella. Era el blanco de todas las miradas, igual que Winnie. Lydia percibía que dentro de poco tendría que casarse. Winnie estaba deseando que llegara ese momento: quería que fuera un hombre guapo y rico. En cambio, Lydia decidió cambiar su situación cuando llegara el momento de elegirle pareja. Así que fue a hablar con sus padres. Ella era la preferida de sus ascendientes, así que no tendría muchos problemas para convencerlos: – Padre, madre: me gustaría hablar sobre un asunto. Es el de buscarme pareja. – De acuerdo, hija. ¿Qué te preocupa?–le contestó su padre. – Desearía poder solicitar mi matrimonio con el hombre del que yo me enamore. Todavía no sé con quién me quiero casar ni nada, pero… – Lo siento, hija –estas no eran las palabras que ella esperaba–. Pero ya te vas a casar. esperaba–. Pero ya sabemos consabemos quién tecon vasquién a casar. Lydia dio marcha atrás y se fue. Quizás no había salido como ella quería, pero esperaría a saber con quién se casaba. Lydia era dio curiosa marcha yatrás se fue. Quizás no había salido Lydia también teníaymucha intriga. como ella quería, pero esperaría a saber con quién se casaba. Lydia también era curiosa y tenía mucha intriga. 88 Pocos días después, su madre las informó de con quiénes se casarían. Eran primos, así que ellos dos ya se conocían de 89 antes. Se llamaban Ígor y Borja. Ígor era el mayor, así que se casaría con Lydia; y Borja, con Winnie. Al día siguiente, se celebraría la comida donde se conocerían. Pero todo salió mal: Winnie se enamoró de Ígor locamente, así que decidió hacer todo lo posible por conseguirlo. Borja no era tan guapo como Ígor, pero sí era muy fuerte y tenía muchas habilidades. Pero a Winnie no le iban los hombres con habilidades; valoraba el físico primero, y la inteligencia y habilidades después. Ígor era muy guapo. Tenía el pelo y los ojos negros, y la piel clara. Aunque parecía que siempre se escondía en las sombras, casi nunca hablaba y no le gustaba que lo tocasen, a excepción de Lydia, con la que ya había encajado a la perfección. La relación entre Borja y Winnie no parecía tener futuro; sin embargo, entre Lydia e Ígor se percibía el nacimiento del amor. Aun así, Winnie decidió intentar que Ígor rompiera con su hermana y se enamorara de ella. Para conseguirlo, urdió un plan: Las dos hermanas salieron a pasear. Winnie provocó un fuego y, cuando preguntaron quién había sido, se apresuró en contestar: – Ha sido Lydia. Estaba haciendo fuego para una hoguera. Le dije que no lo hiciera, pero ella no me hizo caso. – ¡Mientes, mientes, mientes! –replicó Lydia. Pero, por desgracia, nadie aceptó su defensa. Todos habían olvidado el prodigio que había obrado con la yegua rebelde. Así que a Lydia se le ocurrió una idea que quizás podría ayudarla a que la creyeran. – ¡Te reto! Dime una cosa que tenga que hacer y la haré. Si vuelvo sin conseguirlo, me iré de este lugar. Pero si hago lo que tú pides o muero en el intento, me creerán. 90 – Vale. Intenta conseguir el Mineral de los Elementos. Hubo un murmullo inquieto. Eso era imposible. Muchas personas llevaban años sin encontrarlo o habían muerto en el intento. Aunque todo el mundo sabía que, si se conseguía, se podrían pedir todos los deseos que se quisiera.n. – De acuerdo, me voy preparando para la salida –dijo sin inmutarse. – Como quieras, hermana. Te quiero ver con ese Mineral de los Elementos antes de que muera el Rey. Y, como soy buena, te daré este papiro enigmático que te ayudará con tu búsqueda. Lee. – “Bajo la tierra el Cristal del Fuego debe escapar. Por el cielo habrá un Cristal que te permita volar. Por donde algo recorre kilómetros sin cansar, el Cristal podrás hallar. Donde el viento se hace fuerte y ella no lo reverencia, el Talismán encontrarás.” Hubo silencio mientras se guardaba el papiro, pero al final aceptó el reto. 91 – Iré. Partiré esta tarde cuando el sol se ponga, cuando los pájaros dejen de cantar, cuando la oscuridad me proteja. Donde pueda entender mejor los versos del papiro. – ¡No lo hagas! –le gritaron varias personas. – Si no lo hago, nadie me creerá. Hace tiempo me dejasteis calmar a esa yegua porque era de una casta alta. ¿Volveríais a escucharme si pierdo vuestra confianza? Nadie respondió. Lydia estaba a punto de irse cuándo Ígor le dijo que la acompañaría. Lydia quería rechazar su ayuda, pero la respuesta de Ígor la dejó en un callejón sin salida: – Piensa un poco: Los cuatro elementos. Cuatro seres vivos para ir en su búsqueda. – ¿Y quiénes seríamos, aparte de tú y yo? –le respondió. – No pensarás que Tempestad te dejaría sola. Se escaparía de la cuadra si ve que no la has visitado en las últimas horas. Y yo iré también con mi caballo, Erupción. Finalmente, Lydia aceptó. La contestación que él le dio tenía mucho sentido; a lo mejor así tendrían más posibilidades de encontrar los Cristales. Winnie se opuso a la idea de que Ígor la acompañara. Lydia sabía por qué: podría estar coqueteando con él e intrigando a sus espaldas para que la dejara. Pero, a pesar de ello, los cuatro partieron hacia el más allá, hacia donde el horizonte los ocultaría y la niebla la vista cegaría. – Los primeros versos indican que el Cristal se encuentra bajo la tierra, lo que puede significar que se refiere al Inframundo. 92 – Es probable. Ese lo tenemos fácil. No es difícil entrar, lo complicado es salir –le respondió Ígor–. Ya estuve allí varias veces. Hay una salida rápida en la que solo se necesita cantar una canción. Sé dónde se encuentra la entrada. Estamos cerca. Allí Ígor se movía como si estuviera en su hogar. Llegaron a un lugar donde había otro chico que no hablaba su 93 idioma, pero él lo entendía. Lydia se sorprendió mucho al saber que su compañero podía hablar esa extraña lengua. Luego, el chico desconocido les llevó hacia el Cristal. Después se volatilizó. – De eso me puedo encargar yo –dijo Ígor–. Al fin y al cabo, poseo ese don de acabar con ellos. Ígor habló en el idioma que ella no entendía y, para su sorpresa, todos los guerreros se fueron. Ella le preguntó por qué. Ígor se quedó mudo unos instantes, pero al final se lo contó todo. Fue allí para poder hablar con ese muchacho que murió por su culpa, según pensaba él. Ígor lo visitaba con frecuencia, pues seguía sintiendo que todo era un fallo suyo. Lydia lo animó y siguieron buscando los demás Cristales: el del Aire, por el que tuvieron que ir hasta el Reino de las Nubes y resolver el enigma de la Reina para conseguirlo; el del Agua, enfrentándose a un laberinto de remolinos; y el de la Tierra, que se encontraba en la montaña, donde debían pasar siete pruebas para que el Gran Águila les entregara el Talismán. Se suponía que este último contenía el poder de la Tierra y, si lo juntabas con los otros, sería el encargado de conjurar el hechizo para que los Cristales formaran el Mineral de los Elementos. Aunque el Águila les advirtió que, si el resplandor de la magia que irradiaba irradiase el Mineral era violeta, el que hubiera pedido el deseo, tendría problemas; loshabría. habría. mientras que, si era dorado, no lo 94 Lydia e Ígor volvieron a casa después de varios años y con el Mineral de los Elementos en las manos. Lydia con una sonrisa, e Ígor alegre por dentro. Aunque ambos sabían qué pediría Winnie cuando recibiera el Mineral. Cuando llegaron, todo el mundo se agolpó en torno a ellos hasta que llegó Winnie con el rey, ambos con cara de asombro. 95 – ¡Entrégame ese Mineral! Estoy deseando pedir deseos. Winnie puso cara de ensoñación y se lo arrebató de las manos sin dejar que ninguno de los dos le dejase explicar lograra explicarle la advertencia del Águila. Cuándo pidió un deseo, de repente, 96 el Mineral se envolvió en un brillo morado. Se estaba convirtiendo en piedra lentamente. Unos segundos después, el chico desconocido, la Reina de las Nubes y el Gran Águila, se presentaron allí. – No has dejado que te explicaran la advertencia; y tampoco otra que ellos desconocían: por qué los destellos se vuelven morados en vez de dorados –empezó a explicar la Reina de las Nubes–. Es porque solo los que han conseguido todos los Cristales y convertirlos en el Mineral pueden pedir deseos. Los demás serán maldecidos por este objeto como castigo. – A no ser que el que lo haya “fabricado” le deje pedir un deseo a un amigo. Pero tiene que preguntárselo al buscador –continuó el Gran Águila–. Y ahora, ciudadanos, vais a saber la verdad: Lydia nunca hizo nada. Winnie fue la que provocó el fuego y le echó la culpa a Lydia, porque quería que Ígor la dejara para que se uniera a ella. – Esto significa –interrumpió el chico del Inframundo, dirigiéndose a Winnie– que tener orgullo es un don; pero hay que saber controlarlo, no al revés. No permitir que traspase fronteras. Si lo haces, puede haber consecuencias muy negativas. Podrías haber hecho que Lydia se fuera del país, o cosas aún peores. Además, el mundo ha reclamado la justicia, por si no te has dado cuenta. Igual que la naturaleza y los Elementos. No todo tiene que ser como tú desees, sin importarte qué les ocurra a los demás, mientras nada te pase a ti. Creo que este va a ser tu fin, Winnie. 97 El chico del Inframundo tuvo razón. La maldición avanzaba por las caderas. Todavía faltaba para que llegara al último pelo de la cabeza para convertirse totalmente en piedra. Hicieron una fiesta dedicada exclusivamente a Lydia por haber conseguido ese Mineral y haber superado el reto que le había puesto su hermana. – Quiero agradecer a Ígor todo lo que ha hecho por mí –dijo tímidamente al rey–. Creo que él también se merece los honores. Debería compartir con nosotros esta celebración. – No veo por qué no. Chasqueó los dedos e Ígor apareció en un abrir y cerrar de ojos. Lydia e Ígor se quedaron boquiabiertos. Cuando el rey se dio cuenta, sonrió y se presentó. – En verdad, yo, vuestro rey, soy un mago. Mi familia entera proviene de hechiceros. Pero a veces tengo que parecer un poco tonto y poner a prueba a todos mis súbitos. La yegua rebelde, esa a la que llamas Tempestad, es hija de nuestros caballos reales y le dimos ese carácter y esas habilidades. Es curioso que te obedezca. Me alegro de que tu yegua no te matara al principio. – Tempestad no es mi yegua, es mi amiga –sonrió Lydia. – Un buen recurso, Majestad –lo halagó Ígor. – Gracias, pero eso no es lo importante. Lo importante es lo que habéis conseguido. Además, tú, Lydia, has logrado que estos ciudadanos te vuelvan a respetar. Te tendrán respeto y admiración. Y ahora, aprovechad la fiesta. 98 – ¿Qué será de mi hermana?–preguntó Lydia–. No me gustaría que se quedara así para siempre. Aunque no sé qué sería mejor. La conozco desde que nació y sé que nunca pedirá perdón. Preferiría que fuera desterrada a las montañas. – No puedes romper el hechizo. Solo ella podrá hacerlo. Ahí dentro, su alma, su espíritu y su mente están luchando por unas pruebas. Si consigue superarlas, será liberada. Si pierde, me temo que tendrá que venir alguien a salvarla; hay un poema más misterioso donde se cuenta cómo salvar a las personas en estos casos… En fin, a lo que me refiero es a que, aunque se lo pidas al mismísimo Mineral de los Elementos, el hechizo es irrompible, porque se niega a quitarlo. Pero ahora vosotros sois los importantes de la fiesta. Id a divertiros. Hay más tiempo para preguntas que para fiestas. ¡Y fueron felices para siempre! PERO EL CASO ES QUE…, LECTOR AMIGO, DÉJAME ACONSEJARTE: NUNCA DEJES QUE EL ORGULLO SE ANTEPONGA A LA RAZÓN. NO DEJES QUE LOS DEMÁS OCULTEN TU PERSONALIDAD. NO TE DEJES DOMINAR POR NADIE. HAZ QUE LA JUSTICIA PREVALEZCA. PERO, SOBRE TODO…, SÉ TÚ MISMO. NO DEJES QUE NADIE TE CONTROLE. CADA CUAL TIENE UN PENSAMIENTO DISTINTO AL DE LOS DEMÁS, UNA MAGIA INTERNA QUE, AUNQUE NO SEPA UTILIZAR, UN DÍA AVERIGUARÁ. TEN TU PROPIA PERSONALIDAD Y JUEGA CON LA VIDA. SÉ SU AMIGO. 99 Narradora: Alicia Cárabe Peirado Ilustradoras: Sara WendenburggCantón Paula Díaz García-Donas Ana Montero Sánchez María Castro Santisteban 101 Todavía me invade la rabia y el temor que sentía. Una vez al año, mi madre nos obligaba a ir a visitar a mi abuela. ¡Y era horrible! Recuerdo su triste, solitaria y oscura casa, que, por supuesto, iba a juego con lo triste, solitaria e incluso oscura que era mi abuela. Para mi madre era un día muy especial, se ponía muy nerviosa y siempre quería que 103 fuésemos perfectas. Por eso nos obligaba a ir con nuestras mejores ropas, como si fuésemos a una boda, súper repeinadas y, para rematar, casi nos duchaba con medio frasco de colonia. Ahora comprendo por qué mi madre cambiaba tanto ese día y por qué era tan importante aquella visita. ¡Ah! Por cierto, mi nombre es Ángela, y, como os decía, para mi hermana Lucía y para mí, era el peor y más aburrido día del año. El momento más terrible era cuando llegábamos a la casa y veíamos cómo nos abría la puerta una mujer vestida de blanco y que olía a amargura. Acompañadas por mi madre, atravesábamos un estrecho, oscuro y casi siniestro pasillo lleno de cuadros de paisajes y personas que parecían estar mirándote según lo atravesabas. Al final de él, se veía una suave y tenue luz que iluminaba una gran sala de estar, cuyas paredes se encontraban forradas por viejas estanterías color caoba cubiertas de libros y polvo. El suelo de la sala estaba cubierto por una estropeada y pesada alfombra de color marrón, decorada con pequeñas flores de color burdeos.Y allí en medio, sentada en su mecedora, se encontraba nuestra abuela. Siempre reproché a mi madre su cobardía, y aún hoy no he entendido, que nos dejase solas en esa situación. Parecía que huía y 104 que nos entregaba a las inquietantes y oscuras garras de mi abuela, una triste mujer que tan sólo nos observaba muda, con una mirada ida, sin pronunciar ni una tímida palabra. Pero la forma de ver a mi abuela cambió aquella tarde de invierno. Recuerdo que, como en todas las visitas, mi madre nos dejó en su presencia, y como siempre, nos sentamos frente a ella sin saber qué hacer ni qué decir. Para sorpresa nuestra, sus ojos tristes y apagados, que siempre parecían interrogarnos, se cerraron poco a poco, hasta que al final cayó en las poderosas garras del sueño. 105 En ese momento, Lucía y yo nos miramos asombradas, y en el fondo asustadas. En susurros comenzamos a hablar. — ¿Qué hacemos ahora, Ángela? —me preguntó mi hermana. — No sé, Luci. Creo que se ha dormido. — ¿Y si no está dormida? ¿Y si está muerta? —me preguntó abriendo más aún sus grandes ojos negros. En ese momento no pude evitar mirar a mi abuela con miedo. Pero, sin saber de dónde, saqué las fuerzas, me levanté con mucho sigilo y me acerqué suavemente hacia ella para escuchar su respiración. Para tranquilidad nuestra, pude oír sus lentos, pesados y cansados latidos. Volví al sofá donde estaba mi hermana y, al mismo tiempo que me sentaba, suspiré. — No, Luci, no tengas miedo. Está viva. — ¿Y qué hacemos? ¿Nos vamos? —me preguntó Luci. — ¡No! ¿Cómo nos vamos a ir? Tendremos que esperar a mamá. Luci asintió y nos quedamos las dos, de nuevo, quietas, mirando a mi abuela. De repente, el silencio se rompió al caer al suelo un pequeño libro que mi abuela tenía entre sus piernas. De nuevo, como si nos hubiéramos compenetrado, Luci y yo nos 106 miramos con cara de asombro y sin saber qué hacer exactamente. — Ángela, ¿qué es eso? —me preguntó de nuevo entre susurros. — No sé, creo que es un libro. — ¿Será de brujería? — No creo, no sé. — Pues cógelo. — Cógelo tú. Luci me miró asustada, y dijo: — Tú eres mayor que yo… Y más valiente… ¿No crees? No supe qué contestar, y, sin pensarlo, me levanté de nuevo; con temor, cogí el pequeño libro que se encontraba en el suelo, y rápidamente regresé a mi sitio, escondiéndolo detrás de mi espalda. Parecía que me quemaban las manos, la curiosidad recorría todo mi cuerpo. Necesitaba mirarlo, saber qué misterio guardaban sus páginas, saber qué tesoro escondía mi abuela. Y poco a poco, y ante los expectantes ojos de mi hermana, fui trasladando el libro hacia delante, hasta tenerlo frente a mí. Mis manos temblorosas apenas podían sujetarlo. Con temor, con mucho miedo, como si sus páginas me fuesen a morder, o como si un conjuro terrible fuese a salir de él, abrí lentamente el libro por la primera página. Pero 107 para mi asombro y para el de mi hermana, no sucedió nada: ningún dragón, ningún monstruo, ningún ser misterioso salió del libro. El libro comenzaba con un nombre y una fecha. Y, en concreto, ese nombre era el de mi abuela: Maya Sevilla, 21 de diciembre de 2007 Mi querido diario: Escribo estas líneas para poder recordar mi triste vida. Porque, a pesar de todo, es mejor recordarla que olvidarla. Y es que hoy el médico me ha diagnosticado una terrible enfermedad que poco a poco hará que mis recuerdos desaparezcan. Mi nombre es Maya. Nací en Sevilla en 1931 en una familia normal, ni muy rica, ni muy pobre. Mis padres, Antonio y Lola, me permitieron llevar una vida cómoda y con el futuro ya escrito. Pronto encontré al amor de mi vida, un joven marinero de cabello oscuro, que contrastaba con sus ojos azules como el mar. Nuestro amor era tan grande que nos casamos pronto. Éramos felices, y más lo fuimos cuando nació nuestra pequeña Marina. Pero la felicidad no siempre dura, y perdí a mi marido, dejándome sola con mi hija. He trabajado mucho. Ha sido difícil, 108 pero al final he sido capaz de llevarlo adelante. Hoy, mi hija ya es una mujer, y, por suerte, le fue la vida mucho mejor que a mí. Ahora tengo dos preciosas nietas, que vienen todos los fines de semana a verme. Me encanta oírlas corretear por los pasillos, y que llenen de alegría esta vieja y solitaria casa. Y también me encanta verlas comer los bizcochos de chocolate que tanto les gustan, y que preparo con mucha ilusión. Pero también espero con alegría a mi pequeña Marina, la cual me da conversación cada tarde, para que no me sienta sola. Estos momentos son los más felices de mi actual vida, y por eso los escribo: para no olvidarlos. Para asombro mío, no había nada más escrito,. Eel resto de las hojas estaban en blanco. Miré a mi hermana y pude ver cómo unas lágrimas caían por sus rosadas mejillas. En ese momento, llegó mi madre, y como siempre, nos recogió sin decir nada. Pero mi hermana y yo sentimos que algo había cambiado. Al marcharnos, no vimos a mi abuela de la misma manera: la miramos con ternura y con pena. Al entrar en madre porqué ella nosotras. Y ella me mirada, que para ella, el coche, le pregunté a mi nunca se quedaba con respondió, con una triste su madre, hacía mucho que 109 no existía. Entonces fue cuando le expliqué a mi madre lo sucedido: lo que yo había leído en aquel libro, cómo mi abuela escribía en él, y cómo esperaba con ilusión nuestras visitas que, hacía años, es verdad que eran semanales. Mi madre me miró asombrada y lloró. El siguiente fin de semana, las tres decidimos volver a casa de mi abuela, aunque no tocaba, y hacerle compañía. Mi madre llevó aquellos deliciosos bizcochos, como los que ella hacía antes, y estuvimos las cuatro juntas como una gran familia. 110 Las visitas a casa de mi abuela pasaron a ser semanales, dejaron de ser horribles, y se convirtieron en unas magníficas tardes, donde todas disfrutábamos, y, aunque mi abuela seguía sin hablarnos, sabíamos que estaba feliz, por el brillo de sus ojos. Algo había cambiado, tanto para ella como para nosotras. 111 Narrador: Juan Sánchez Gamino Ilustradores: Daniel Wenderburg Cantón Marina Barbadillo Moreno 113 Mientras las primeras luces empezaban a asomar entre las rendijas de las persianas desgastadas, me sorprendo a mí mismo con los ojos abiertos, mirando a la mesilla de noche empolvada de cansancio y años. Tengo la sensación de que se me olvida algo, pero el esfuerzo de recordar se me hace inútil. Supongo que la vejez ya no solo hace mella en mi piel arrugada. Sin embargo, el sentimiento de olvido queda perenne en mi cuerpo, haciéndome revolver entre las sábanas y pronunciar un gruñido de desaprobación propio. Ahora intento sumirme de nuevo en el sueño, pero me conozco bien y sé que no voy a ser capaz. Pasados unos minutos de desvelo, me doy cuenta de que tengo la boca seca. Quizá era eso en lo que pensaba antes, en levantarme al cuarto de baño. Satisfecho con mi deducción, me siento sobre la cama y me agarro a ella para levantar mi cuerpo menguado y deteriorado. Pero, antes de levantarme, decido ponerme las zapatillas de cuadros azules que uso siempre en estos fríos días de otoño invernal. Ahora sí; y, tras un leve crujir de extremidades anquilosadas, consigo levantarme y dar un par de pasos, suficientes para darme cuenta de que debería ponerme las zapatillas. ¿Y dónde las había dejado?, me pregunto. —me pregunto.Rodeo Rodeocon conlalavista vistaelelsuelo suelo de de la la habitación entera hasta acabar mirando mis pies, donde misteriosamente están colocadas. Por un 115 instante, la extrañeza me sobreviene, ya que no recuerdo habérmelas puesto en ningún momento. Frunzo el ceño, y sacudo la cabeza. Al fin y al cabo, es muy temprano para mí. El sueño me había jugado una mala pasada. Levanto la cabeza y veo ante mí dos puertas. ¿Cuál es la del baño? Tampoco me acuerdo. Decido tirar por la de la izquierda, y, tras unos pasos un tanto renqueantes, la abro. Una intensísima claridad proveniente de las ventanas de un acogedor salón me demuestra mi error, y con los ojos doloridos y entrecerrados la cierro al instante. ¿Cómo se puede ser tan estúpido para equivocarse de puerta en su propia casa, en su propia habitación? Cada vez me encuentro más a 116 disgusto con lo que me está pasando. Doy media vuelta y por fin llego a la otra puerta. Giro el pomo y tiro de él para encontrarme, esta vez sí, con el aseo. Pero, en el momento en que voy a entrar, me quedo paralizado. Desenfoco la mirada y pienso: ¿Para qué había venido hasta aquí? El bloqueo mental me embarga por completo. No puedo entender cómo podía haberlo olvidado. La impotencia de no saber qué es lo que me ocurre me domina, y aprieto las mandíbulas para aliviar una pequeña parte de la angustia que 117 soporta mi estómago. Me dan ganas de cerrar los ojos y no abrirlos, de gritar con fuerza y ahogarme en el silencio, de acurrucarme entre las sábanas y desgarrarlas para dominar mis entrañas. Experimento ahora un sentimiento de ira mezclada con confusión matutina y una pizca de depresión. Sin embargo, me doy cuenta de que no debo sucumbir al deseo de destrozar algo, sino que debo tranquilizarme y reflexionar un rato sobre todo esto. Por ello me siento de nuevo sobre la cama y acuno mis manos para sostenerme la cara mientras respiro honda y sosegadamente. Intento rememorar todos y cada uno de los pasos de aquella mañana: la pared, las zapatillas, las puertas, el baño… Pero no soy capaz de enlazarlas con ningún recuerdo, ninguna imagen de lo que quería hacer, de lo que quería conseguir o de lo que quería recordar. Y me quedo en esa posición durante lo que probablemente fueron minutos, aunque para mí fueron horas de auténtica desazón y rechazo. De repente, un rumor de arrastrar de sillas me saca de mi ensimismamiento. Sobresaltado, giro la cabeza en dirección a la puerta de donde parecía provenir el ruido. ¿Hay más gente en esta casa? Dejo a un lado mis problemas sobre… sobre… sobre algo que no recuerdo, y me levanto de la cama. Sacudo la cabeza para despejarme y poco a poco me acerco al pomo de la puerta. Pero, justo antes de accionarlo, me pregunto si podía ser aquella puerta la del baño, ya que había dos en la habitación. No lo sé; al fin y al cabo, todavía no las había abierto esta mañana. Giro el pomo y una 118 intensísima claridad proveniente de las ventanas de un acogedor salón me demuestra mi acierto. El salón, pintado de alegres colores como amarillo y azul claro, da a un estrecho pasillo al final del cual se encontraba una mujer morena. La mujer, que no parece tener más de cuarenta años, está de espaldas ordenando algunas cosas mientras empuña un plumero en la mano derecha. Un pelo oscuro y liso, aunque no muy largo, le envuelve la nuca. Viste una camisa oscura y unos pantalones vaqueros un tanto desgastados. Como calzado tan solo lleva unas babuchas grises. Mientras la escudriño, se da la vuelta y me mira con sorpresa para luego saludarme con una gran sonrisa. Parece que me conoce, pero yo no tenía idea de quién podía ser. Ahora se acerca a mí y me saluda amistosamente. Acto seguido me coge del brazo y me lleva tranquilamente hacia lo que parece una cocina. Yo la miro con extrañeza. ¿Quién es esta mujer, y por qué me conoce? Me siento incapaz de articular palabra. Poco a poco y con sumo cuidado me enseña la cocina, donde se está fraguando lo que parece ser una gran comida: aperitivos, platos hondos, llanos, fuentes de comida, bebidas… Y, en medio de todo el barullo gastronómico, me topo con una gran tarta de cumpleaños dispuesta sobre la encimera. — ¿Quién cumple años? —es lo único que se me ocurre decir. — Tú —responde la mujer con una sonrisa a medio hacer. 119 Esto me deja patidifuso. No puede ser, ¿cómo que hoy es mi cumpleaños? No tiene sentido. Mi cumpleaños es el… el… dios, no recuerdo nada. ¿Qué día es hoy? Giro la cabeza y veo un calendario en la pared. Me acerco y observo que no tiene ningún día tachado, así que supongo que hoy es sábado, 1 de diciembre. Ahora noto la mirada melancólica de la mujer en mi espalda. Inmediatamente vuelvo a su lado, y esta procede a seguir llevándome del brazo por la casa. Cuando ya me estaban empezando a doler las pantorrillas, me sienta sobre un sillón marrón bastante confortable pese a estar descosido por los lados. Acto seguido, se va a la cocina mientras yo todavía intento averiguar quién es. Justo antes de doblar por la puerta, me dirige una mirada de soslayo. Creo que sabe que desconfío de ella. Quizá sea por la forma en que me trata, en que me lleva, en que me observa. No lo sé. Sin embargo, no tengo más remedio que hacerlo. Quién sabe qué tipo de persona es la que está a mi lado viviendo. Aunque no tiene cara de ser una mala persona. Mientras desvarío entre mis pensamientos, me percato de que la mujer vuelve con un vaso de agua y un par de píldoras en las manos. — Tómatelo —dice con voz suave mientras deja los medicamentos en una mesita que tengo al lado. Un tanto nervioso, le echo un vistazo al vaso. Es un vasito de plástico verde oscuro. Ahora levanto la cabeza y veo que está expectante a que lo 120 haga. Lentamente agarro el vaso, pero me tiembla la mano y estoy a punto de derramar el agua sobre la moqueta carmesí. Sin embargo, la mujer actúa rápido y me ayuda para dominar el recipiente. Mientras me tomo las píldoras no paro de mirarla. No se trata de una mujer bellísima, pero tiene su aquel. Parece que los buenos tiempos de aquella piel han pasado de largo, aunque aún conserva algo de gracia en sus mejillas. Cuando termino la operación, me sonríe y me seca el pijama mojado de algunas gotas rebeldes que no habían querido seguir el camino de sus hermanas. De inmediato me sobreviene una sensación de sopor, probablemente no a causa de las medicinas sino del caliente y mullido tacto del sillón. Los párpados me empezaban a pesar cuando me doy cuenta de que la mujer está sentada en otro de los tres sillones que había. Observo que está mirando su móvil y escribiendo algo en él. Pero pronto se percata de que la estoy mirando y deja el móvil a un lado para empezar a hablar de una fiesta. ¡Ah! Ya recuerdo, la de mi cumpleaños que se celebra esta tarde. Me describe todo tipo de detalles: invitados, horarios, comida, actividades… Al principio la escucho con atención, pero pasada media hora de monólogo constante se me empiezan a cerrar los ojos. Justo en el momento en que me iba a sumergir en el sueño me dice: — Me tengo que ir al mercado a comprar unas cosillas. Vuelvo en una hora. 121 Acto seguido, coge su móvil y su bien colocado bolso al lado del recibidor y, tras unos segundos de escrutinio enfrente de una especie de espejo de mano, abre la puerta principal. Pero antes de salir proclama: — ¡Hasta luego, papá! Durante unos segundos después del portazo que surcó el ambiente, soy inconsciente de lo que acababa de suponer aquella despedida. Entonces es cuando abro los ojos al máximo y mi mente estalla de informaciones simultáneas mientras mi estómago se retuerce de asfixia y sobresalto. Papá. Aquella mujer me había llamado papá. Decenas de preguntas escapan entre los pliegues de mi sobresalto. Me levanto de un salto, lo cual me vale como aviso de que no lo vuelva a hacer, debido a las decenas de punzadas dolorosas que me surcan la espina dorsal. Aún así, ignoro el dolor y acudo raudo a la ventana del salón para vislumbrar las ruedas del coche de mi supuesta hija partiendo en dirección a la ciudad. Veo cómo el automóvil se pierde en la carretera. Veo cómo su estela me deja un halo de incredulidad que durante la próxima hora me tendrá en vilo. Me doy la vuelta y miro a mi alrededor. La habitación reposa tranquilamente en el silencio y el sillón se encuentra tal y como lo dejé. Me dan ganas de llorar. ¿Cómo he podido olvidar a mi propia hija? Una lágrima resbala ya sobre los surcos de mi mejilla. Tantos años, tantos momentos y ni un solo 122 recuerdo de ella. Para mí, para mi mente, sigue siendo una desconocida. Me agarro la cabeza por las sienes. Esto está siendo un quebradero de cabeza. Necesito evadirme, necesito descansar de todo esto. Y para ello enciendo el televisor. Me siento sobre el sillón y escucho que están dando algún tipo de noticia política. No me cuesta quedarme dormido. Despierto entre un auténtico jolgorio de saludos, risas y acentos provenientes del recibidor. Miro el reloj y veo que son las cinco pasadas. Definitivamente he dormido demasiado. Antes de que pudiese siquiera desperezarme, una voz infantil me grita prácticamente en el oído: “¡Abuelo, abuelo!” Reviso al niño de arriba abajo. No creo que tenga más de cinco años, y va embutido en unos pantalones con tirantes que tienen pinta de no ser muy cómodos. ¿Quién es este criajo? Ya me estoy cansando de intentar reconocer a todo el mundo. Con cara mustia, lo miro a los ojos brillantes de alegría. Afortunadamente parece que lo amedrento un poco y se va corriendo al cobijo de quien parece ser su madre. Poco a poco van pasando los invitados. Hola, qué tal, se le ve muy joven, tiene buena cara… No sé quiénes son todas estas personas, ni qué demonios hacen aquí. ¿Qué se celebra hoy? Tras unos cuantos minutos de conversación, los invitados se sientan a la mesa, y una mujer morena de no más de cuarenta años que me suena bastante me sienta con los demás y me dice: 123 — Siento no haberte despertado, pero no quería molestarte. ¿De qué habla esta mujer? Me siento cada vez más irritado y a disgusto. No tengo ganas de pasarme aquí la tarde. Solo quiero saber cuándo se termina esto y por qué tengo que estar aquí. Odio este sitio, huele a queso y a fumador recién duchado. Agacho la cabeza y me aguanto las ganas de seguir durmiendo, poniendo cara de malos amigos. La gente me mira como si tuviese que hacer algo. Genial, ahora plantan la comida sobre el mantel. No tengo hambre; apenas pruebo bocado. Tengo la sensación de que esto va a durar una eternidad. Pasado un tiempo, los platos son retirados y reemplazados por unos más pequeños aderezados con una pequeña cucharilla en el extremo. Acto seguido, el sonido de las cerillas encendiéndose me hace girar el cuerpo para toparme con una enorme tarta de cumpleaños ante mis narices. Incrédulo, veo cómo la disponen enfrente de mí y empiezan a cantar el cumpleaños feliz. Mientras tanto, yo sacudo la cabeza intentando encontrar a alguien que pudiese explicarme todo esto; pero no me da tiempo antes de que la canción termine. Para entonces ya están en silencio, y me observan expectantes. Levanto la cabeza para deleitarles con una sonrisa demasiado forzada y, con resignación, soplo las velas, lo que me causa una fuerte tos amortiguada por el sonido de los aplausos. 124 Me encojo en mi silla e intento pasar desapercibido el resto de la sobremesa, mientras adultos y niños charlan animosamente. Sin embargo, el mismo niño que me chilló al oído se acerca con timidez para tirarme de la manga y mirarme con ojos de miel y azúcar. Yo le devuelvo la mirada cansada, y veo en él la inocencia de una infancia sin horizonte. Desearía poder volver atrás y ser como él. Pero no soy más que un viejo mustio que no recuerda ni qué día es hoy. Le sonrío. Él me responde con una exuberante hilera de dientes. — Abuelo, ¿es verdad que no recuerdas cosas? Esa pregunta me deja trastocado. Sin tiempo para pensar en una respuesta, mi nieto me ataca con la siguiente: — ¿Sabes… sabes mi nombre? Aquello me deja petrificado. Me muerdo el labio y me maldigo a mí mismo. Esto me supera, se me acelera la respiración, me dan ganas de salir corriendo y desplomarme en mi cama. Lo miro con miedo, y él agacha la cabeza avergonzado. Ahora se da la vuelta y vuelve al cobijo del abrazo de su madre. No sé ni el nombre de mi propio nieto. No sé que me ocurre, no entiendo lo que funciona mal en mi cabeza, en mi cerebro, en mi alma arrugada. Una oleada de sentimientos rotos inundan mi pecho y me cuesta respirar; no puedo ver más allá del dolor que me corroe las entrañas. 125 Sin mediar palabra, y con los ojos inundados, aprieto los labios y me levanto de la silla. La sala queda momentáneamente en silencio. Los comensales observan mi partida; pero yo no miro atrás, aunque alcanzo a escuchar sus cuchicheos. Levanto la cabeza para ir a mi habitación, pero la cortina de mis lágrimas me impide ver siquiera la puerta. Aún así, alcanzo a abrirla y, con la mente a punto de estallar, me sumerjo entre las sábanas para sollozar e insultar a un mundo que me había robado un pedazo de mi vida. Segundos después, resuenan golpes en la puerta. Los ignoro. Esta noche va a ser larga. La luz se hace en mi mente. Como si de una iluminación se tratase, se despejan las nubes de mi tormento. De repente, los recuerdos vuelven a su seno y lo veo todo tan claro que no puedo reprimir el deseo de sonreír. Sé exactamente lo que tengo que hacer, como si ya lo hubiese hecho en ocasiones anteriores. En un momento me planto ante la mesa del escritorio. Miro a un lado y a otro, y agudizo el oído para comprobar que no hay nadie despierto. El reloj da las seis menos diez de la mañana. Ahora cojo una hoja y un bolígrafo. Por alguna razón necesito hacerlo, necesito escribir y aprovechar al máximo la lucidez que la vida me ha otorgado. Con mano temblorosa, escribo la primera línea, consciente de que aquello va a suponer un cambio trascendental. La odisea de mi despertar comienza así: 126 Te escribo a ti para que sepas lo que eres. Para que entiendas lo que fuiste. Para que no olvides lo que serás. Te escribo para que vivas hoy como viviste el pasado. Te escribo para que recuerdes que te llamas Antonio, que hoy es día 2, que a veces desayunas cereales y que las mariposas que cogiste de niño ya murieron. Te escribo para que sueñes con los libros que un día leíste, para que despiertes pensando en la boda de tus hijas. Para que recuerdes que tienes cuatro hermanos, dos hijas, y seis nietos. Que las llaves van en el bolsillo, que la puerta necesita aceite, que el Hércules ya no está en primera división. Y que tienes 74 años. Te escribo para que no olvides que la vida te guarda todavía un abrazo muy largo. Que tus nietos ya saben multiplicar, que crecen al mismo tiempo que los olivos del jardín. Que tus últimas páginas saben a flor escarchada. Pero sobre todo te escribo para que no vuelvas a sentir que los hombros se te caen del peso muerto de aquellos tiempos. Para que mires adelante con esperanza y hacia atrás con nostalgia. Para que le digas “Te quiero” a tu hija. Para que mueras con el deseo de la última estrella entre los labios. Dejo el bolígrafo a un lado y pliego la carta para meterla en un sobre. Por fin siento la liberación de saberme completo. Giro la silla para levantarme y meter la carta en el primer cajón de la mesilla. Me tumbo sobre la cama y me quedo mirando el cajón entreabierto. Esta mañana va a ser muy especial. Así lo auguran las lágrimas sobre el colchón. 127 Mientras las primeras luces empezaban a asomar entre las rendijas de las persianas desgastadas, me sorprendo a mí mismo con los ojos abiertos, mirando a la mesilla de noche empolvada de cansancio y años. Tengo la sensación de que se me olvida algo, pero el esfuerzo de recordar se me hace inútil. Comienza un nuevo día. Pero, ¿qué día es hoy? Sacudo la cabeza y no le doy importancia. Entonces me percato de que el cajón de la mesilla está medio abierto. Extrañado, me atrevo a ver qué es lo que hay dentro. En su interior me encuentro decenas de cartas que parecen soñar con el momento de ser abiertas. Y todas ellas rezando la misma frase en sus reversos. Para un día sin recuerdos. Para un recuerdo olvidado. 128 Narradora: Teresa González Viegas Ilustradora: Teresa González Viegas 129 Observé, una vez más, los coches que circulaban unos metros bajo mis pies. Para ninguna de las vidas de esas personas era importante. Probablemente, ni siquiera el veinte por ciento me había visto nunca y no me conocían; aunque, pensándolo bien, ni tan solo yo me conocía últimamente. No me importaba a mí mismo y tampoco le importaba a nadie; aunque no tenía muy claro cuál era la causa y cuál la consecuencia. "Sería tan fácil, tan fácil..." — ¿Por qué estoy aquí siquiera? Nadie me necesita —dije, mientras daba un paso hacia delante, un paso más cerca de mi final. La persona al otro lado de la línea dijo algo, pero no escuché. — Lo siento —susurré. Y solté el móvil. No me lo pensé ni un segundo más,. Y ya había malgastado el suficiente tiempo pensando... Y solamente me quedaba aquel, el segundo decisivo, el que tanto necesitaba: mi último segundo. 131 "A ver, Ethan, te llevas bien con ellos, pero Leo no quiere ir esta tarde; aunque eso no significa que tú no puedas ir. Por otro lado, él es, a pesar de lo distante y extraño que está últimamente, tu mejor amigo; deberías apoyarlo..." Busqué aquellos ojos de color esmeralda, que resultaron estar observándome también; pero, cuando nuestras miradas se encontraron, se apartaron rápidamente hacia otro lado. 132 "Pero ¿qué hace? Bah, no te lo pienses más: si te apetece ir, ve. No tiene razones para estar enfadado; y, aunque las tuviera, debería hablarlo conmigo. Él sabrá lo que quiere." Sonó el timbre, que por fin nos liberó de aquella clase en la que llevábamos horas encerrados. Me fui a casa, donde estuve haciendo tiempo hasta que llegó la hora de quedada; y, entonces, comencé a caminar hacia el lugar de encuentro. Iba escuchando música mientras andaba; pero, para qué mentir, no le prestaba atención a las canciones, pues seguía dándole vueltas al mismo tema. "No entiendo qué le pasa. Hace un mes éramos poco menos que hermanos; y, en un maldito segundo, me deja de hablar. Pero si no he hecho nada, ¿por qué estará así? Quizá, simplemente, se haya cansado de estar conmigo; tal vez esté harto de mí y no quiera volver a verme. Entonces, ¿debería dejar de hablarle también? Pero, a quién quiero engañar: yo no puedo vivir sin él. Llevamos juntos desde que éramos unos niños, lo necesito a mi lado. Necesito esa sonrisa, esa preciosa sonrisa suya; y esos ojos verdes, que, cuando todo se vuelve oscuro, parecen iluminar mi mundo..." Me paré en seco. 133 "¿Qué estoy diciendo?", dijo una voz en mi cabeza. Cuál fue mi sorpresa, cuando otra voz le respondió: "Que lo quieres, Ethan. Lo quieres como algo más que amigos." La segunda sorpresa que me llevé fue aún más desconcertante que la primera: la voz que había respondido tenía razón. "No puedes dejar que se aleje. Tal vez no le puedas contar lo que sientes, pero será aún peor si le dejas ir." Mientras decía esto, decidí cambiar mi rumbo, dirigirme a casa de Leo. Así que volví al mundo real por un segundo. Un segundo, que hizo que me quedase paralizado al ver que estaba en medio de un paso de cebra. Un solo segundo, que me dejó ver cómo un coche venía directo hacia mí. Un solo y mísero segundo que me dejó saborear lenta y cruelmente aquel momento. Lo primero que noté fue un fuerte dolor de cabeza. A pesar de ello, me esforcé por abrir los ojos; y entonces lo vi. Estaba allí, sentado. Me observaba con mirada ausente, perdida; pero, al fin y al cabo, continuaba siendo la misma mirada esmeralda de siempre. 134 — Llevas un mes en coma —me dijo con voz indescifrable. — ¿El coche me...? —intenté preguntar, a pesar del esfuerzo que me suponía hablar. — Sí, te atropelló —intervino terminando mi frase. — Leo, quería decirte una cosa —dije sin saber muy bien cómo continuar—. Tú... ¿por qué has venido? — Yo... —tragó saliva antes de continuar; parecía estar nervioso—. Creo que no es muy agradable encontrarse solo después de un coma en un hospital. Solo eso —concluyó con un hilo de voz—. Bueno, tengo que irme; mejórate. Y se fue. Se fue dejándome allí con las mismas dudas que antes. El haberle visto solo me había aclarado una cosa: lo quería. Había bastado verle un segundo, un único segundo, para aclararme que el sentimiento era real. Me marché del hospital con muchos vendajes y heridas, mas el dolor que albergaba en mi interior era peor. Así que intenté contactar con Leo para apaciguar ese terrible dolor. Le mandaba un mensaje casi a diario; e ignoraba los de los demás, ya que todo lo que no era "él" no me importaba lo más mínimo. 135 Pasaron días, semanas... Hasta que la gente perdió el interés por hablar conmigo, lo que no me importó demasiado; sin embargo, él seguía sin responderme y, realmente, eso sí que me importaba. Me importaba mucho. Y volvieron a empezar las clases; entonces me di cuenta de que las cosas no eran como yo pensaba. La gente no solo no me escribía; tampoco me hablaba. Y así, el grupo de amigos o personas que me ignoraban fue creciendo hasta convertirse en, simplemente, "todos". 136 De este modo, a mi principal problema sentimental, por si no fuera ya demasiado por sí solo, se le sumó la soledad, lo que complicó todo muchísimo. Poco a poco, empecé a cambiar mi forma de vivir: comidas menos abundantes, ropa más ancha, pelo más largo... Ni siquiera yo me reconocía. La soledad me había cambiado, había podido conmigo, se había convertido en mi batalla rutinaria. Hasta que un día ya no pude más. "No entiendo por qué me ignoras y me apartas de ti. De verdad que no sé cuál es tu problema; pero, sea lo que sea, lo mío es peor, ¿sabes? Imagínate cómo es querer a quien no deberías, amar a alguien que no te corresponde. Es duro, ¿sabes? Amarte, como algo más que amigos, y que tú ni me mires. Da igual; no soy lo suficientemente fuerte para superar esta crueldad. Sé que no hay que darse por vencido, pero ya he jugado demasiado tiempo. Lo he intentado y he perdido... Es hora de terminar." 137 Me gustaría poder decir, como de costumbre, que eso no salió de mi cabeza; pero, en realidad, fue lo que le escribí a Leo. Estaba harto de pensar, llevaba meses haciéndolo sin parar y no había servido para nada. Así que, sin meditar más sobre ello, salí de casa para dirigirme a mi destino final. "El último lugar que vas a ver", me dije; pero no me paré a reflexionar. Quizá, si lo hubiera hecho, habría recapacitado. Si me hubiera parado, aunque hubiera sido un único segundo, a mirar atrás; si hubiese pensado un solo y mísero segundo... Pero no lo hice. *** — ¿Por qué estoy aquí siquiera? Nadie me necesita —dijo decidido. — ¿Que nadie te necesita? No sabes lo que dices, Ethan. Escúchame un segundo, ¿vale?... Siento haber estado tan raro últimamente. Lo siento por ser inseguro de mí mismo a veces, por no poder aguantar la presión y ponerme de los nervios a la 138 primera. Siento, de veras, haber tenido que aislarme de esa manera; pero no podía con todo, ¿sabes?... Es más difícil de lo que piensas... Me dijiste que tu problema era peor que el mío, aun sin saber cuál era mi situación... Dame un segundo; permíteme un solo segundo más para poder explicarte, por favor. Escuché cómo Ethan decía algo. Creí entender "lo siento", aunque no estaba seguro. Después sonó un golpe, como si el teléfono se le hubiera caído, pero continué hablando con la esperanza de que él siguiera al otro lado. — ¿Quieres saber cuál es mi problema...? Me encanta tu nombre... Me encanta la forma en 139 que me miras, me encanta tu preciosa sonrisa, me encanta cómo transformas un día pésimo en uno perfecto... “Te quiero”: ese es mi problema. 140 Narradora: Elena Ledo Martínez Ilustradores: Roberto Gálvez Montilla Clotilde Botija Moreno Hannah Depmer 141 Estoy sentada en el jardín de mi casa. Cierro los ojos y pienso: “El cantar de los pájaros, la brisa fresca acariciándome la cara, los suaves aromas de las flores, los rayos del sol cayendo, las nubes desplazándose lentamente... Pequeños placeres que te regala la vida para poder disfrutar de los momentos.” Mi marido, a mi lado, lee un libro. – ¡Abuelo! ¿Vamos al parque? ¿Eh? ¿Vamos? Mi nieto Raúl acaba de aparecer. Siempre me enamoran esa sonrisa y ese entusiasmo tan particular de los niños. El abuelo deja el libro y contesta: – Vale, Raúl. ¡Pero no corras! Anda, dame la mano. Hasta luego, Yolanda Martos Carrión. Asiento con la cabeza y le dedico una sonrisa enternecedora. – ¡Adiós, M.C.! 143 Me divierte escuchar a mi nieto llamándome M.C., las iniciales de mis apellidos. Está bien ser más original y no decir solo el nombre. 144 Cuando ya se han ido, espero sentada sin saber qué hacer. Al fin, me decido por coger un periódico. Con mucho esfuerzo consigo levantarme y acercarme al revistero. Saco un periódico arrugado, antiguo, sucio y amarillento; y empiezo a leer. “FRAGMENTOS DEL TEXTO GANADOR DEL PREMIO MUNDIAL DE LITERATURA.” “Hilos invisibles” 1 “Las personas tenemos la capacidad de amar. Pero también tenemos la capacidad para saber si alguien nos ama. La felicidad no es inalcanzable: solo consiste en ser amado y tener alguien a quien amar. Cuando dicen que cada persona tiene un lugar en el mundo, es verdad. Las personas debemos ser diferentes para poder hacer avanzar al planeta. Cada persona, al amar a alguien, está haciendo algo importante, porque esa persona a su vez tiene alguien que le ama. Es una cadena que, si no fuera por nuestros respectivos gustos, no permitiría avanzar al planeta, ya que habría un único modelo ideal y común de la belleza, y eso no sería enriquecedor; es algo que se nos escapa de la imaginación. 145 Cada una de esas personas está unida entre sí. Hay unos hilos invisibles, parecidos a las cuerdas de una guitarra, y los actos de cada persona son los que los mueven. Ese acto, al mover esa cuerda, provoca una vibración, y a su vez un sonido. Una persona alegre, feliz y satisfecha consigo misma, provoca un sonido agudo y delicado. Una persona triste, descontenta consigo misma y que piensa que no sirve para nada, provoca un sonido diferente, grave y lleno de sufrimiento. Las demás personas también tienen un sonido, cada una moviendo su hilo, durante toda su vida. Así surgen las notas, los diferentes sonidos, algunos casi idénticos. Así surgen las canciones, algunas melancólicas y otras festivas. Así surge la variedad y el dicho: “Para gustos, los colores.” 146 Ahora te digo a ti, que el hilo es tu vida, y tus actos, buenos o malos, y tus situaciones, desgraciadas o agradables, tienen un efecto. Un efecto en ti, el primero, y en los que te rodean, también. ¿Por qué pensar en “y si...”? No sirve de nada; el pasado, pasado está. No hay marcha atrás. Pero hay un futuro, en el que habrá más actos y más sonidos. Lo realmente bello es cuando una persona reproduce esos sonidos. En cualquier instrumento, el saber reproducir esas notas es maravilloso. El saber transmitir, también. No quieras contentar a la gente, solo a ti mismo. Si eres feliz contigo mismo, podrás con todo. Si estás de buen humor, comunícaselo a la gente; si estás triste, también; si estás enfadado, también. Gracias a nuestra capacidad de percibir los sentimientos a través de los instrumentos, la música es tan mágica. No digas nunca que lo has hecho bien o mal, sino cómo te has sentido y si has transmitido o no. Es lo único, el único secreto para conseguir que te amen. Entonces ese hilo seguirá vibrando y tus manos seguirán tocando.” 147 2 “Las personas pueden llegar a cambiar a otras. Si alguien se rodea de personas antipáticas, el sonido que producirá su hilo invisible será grave y desagradable. Si toda su vida es así, llegará un momento en el que no aguante más, no lo soporte más. Querrá cambiar, pero no podrá. Querrá encontrar la felicidad, pero esta no llegará porque se habrá convertido en un muro infranqueable de tanto dolor y sufrimiento. “La esperanza es lo último que se pierde”. ¿Y si la esperanza ya se ha perdido? Entonces, probablemente, se convertirá en un pantano a medida que pasen los años, hasta que el pantano se haga más lúgubre y tenebroso y termine por no ver más la luz. ¿Y si esa persona hubiera tenido alguien bondadoso a su lado? ¿Hubiera sido igual? Pero en este mundo en el que no se puede viajar hacia atrás, no importan los “¿y si...?”. La vida es bella; y aunque para muchos es muy corta, para otros es una oportunidad. Una oportunidad de decir estoy aquí, soy uno más en las estadísticas de recién nacidos. Soy uno más, independientemente de ser importante o no. La autoestima y la determinación ayudan a las personas a elegir con quién estar. Saber decir que no sirve para ser más feliz, sin ser un egoísta. Egoísta es la persona a la que le gusta ser más importante que los demás y valora en exceso sus pertenencias. 148 En esta vida tienes que tener el corazón abierto y no buscar la felicidad, sino descubrirla; descubriendo lo que quieres y lo que no, explorando hasta que la felicidad te llegue; con paciencia y mucho tiempo. Los hilos de las personas que experimentan las van convirtiendo en seres más libres y más capaces de decidir. Y por ello tendrán más capacidad para que su hilo siempre emita sonidos agudos y agradables y hacer que más personas sean más felices. Hay personas que, solo con conocerlas un poco más, pueden llegar a cambiar el rumbo de tu hilo. Pueden llegar a conseguir que tu hilo siempre esté vibrando y emitiendo sonidos agudos. Pueden llegar a conseguir que los hilos, sin tocarse, vuelen siempre en paralelo.” “El silencio” “Existen muchos silencios. Cada situación es distinta. Puedes odiarlo porque es incómodo, o amarlo porque es relajante. En cualquier caso, el silencio te acecha. Y cuando te encuentra, te contagia. Llega de la nada y lo inunda todo. El silencio nunca acabará porque es infinito. Te oprime, llegando a ser desagradable. 149 Por eso se crean máquinas para luchar contra el silencio. La televisión emite sonidos; la radio, el Smartphone, el iPad, la tablet... No nos gusta el silencio porque es aburrido. Siempre estamos manejando sonidos. Todo se crea para escapar del angustioso silencio. Para escapar de lo que siempre va a existir creamos objetos para divertirnos aquí y ahora. Sabemos que no son infinitos, pero sí originales.” “Inspiraciones” “Nos inspiramos en el dónde, cómo, por qué, quién y cuándo. Nos inspiramos en el aquí y ahora; en lo que nos rodea. Nos inspiramos en los paisajes, en las ciudades, en los parques, en los caminos... Todo lo que está a nuestro alrededor nos inspira de alguna manera. A un músico le llegarán sonidos, mientras que a un escritor le brotarán palabras. Un pintor creará dibujos y un ingeniero se fijará en las formas. Lo único universal que nos inspira a todos, incluso a los bebés, es la vida. La vida que vemos, escuchamos, olemos, tocamos, sabemos y aspiramos. La vida es nuestro motor; nuestra mayor inspiración. 150 También nos inspiramos en otras personas. Otros músicos, escritores, pintores, ingenieros, científicos... Personas que estaban antes e hicieron algo que nos gusta ahora. Personas que quizás en su tiempo también se 151 inspiraron. A lo mejor dentro de muchos años somos nosotros una inspiración para alguien o para el mundo entero. ¿Quién sabe?” “ESCRITO POR: YOLANDA MARTOS CARRIÓN” Aparto el periódico y sonrío para mis adentros. Recuerdo que ese texto me ayudó a ser quien fui, quien soy y quien quiero llegar a ser. Ese texto, sencillamente, me enseñó a vivir. Ahora esa vida, esos años, han quedado atrás. Siento que la vida se me escapa, que me falta el aire. Siento que me adentro en lo desconocido y llego a un abismo. Tengo miedo de saltar al vacío y caer, pero es mi única opción a menos que aprenda a volar. Mi vida se agota y en mi reloj de arena cae el último grano. Noto un último latido de mi corazón y en ese segundo sonrío. Esa curva que significa que todo se ha arreglado, todo se ha enderezado. En mi mente se forma una nube que construye la palabra gracias. Me desplomo como una flor arrastrada por el viento. Algo dentro de mí se ha ido, pero sé que al final del viaje habrá una entrada hacia alguna parte. Aquí termina de verdad el último capítulo de mi vida, de mi historia. Como el último trayecto de un tren; como la salida de un laberinto; como la luz al final de un túnel, me he ido. He salido del laberinto montada en el último tren y estoy viendo la luz al final de un túnel. Llegaré a alguna parte, 152 pero no podré contarle al mundo cómo acaba esta bonita historia. 153 Narradora: Sara Sánchez Gamino Ilustradora: Vicenta Villanueva Diego Vicenta Villanueva Diego 155 Julia tenía once años, pero oía y entendía, llena de rabia. Y veía, también. Veía el mar en las manos de su padre, veía la calma, y las olas; pero sobre todo las tormentas. Y sabía que, corriera a donde corriera, la tierra terminaba, y allí la esperaba el mar. La niña odiaba la vida que le había sido impuesta. Aun así, tenía donde esconderse. En su mundo, su cama era una gruta sumergida en las entrañas de la tierra desde donde no se escuchaba el rugido del mar, y allí se dedicaba a imaginarlo con aguas cálidas, claras, calmas. Pero prefería trepar a la azotea, para ella una montaña más alta que las nubes, no verlo e imaginar que ni si quiera existía. Pero imaginar aquello no podría hacerlo realidad. O, al menos, no para siempre. Sabes que algo va mal cuando el silencio es la más dulce melodía. Julia disfrutaba las noches, cuando todos dormían, cuando todo era paz. Muchas veces permanecía despierta, se levantaba y rozaba el cristal de la ventana con los dedos. Oía el maullar de un gato y sonreía. Las estrellas eran frías y lejanas, y hacían que la niña imaginara un mundo en el que no existiera ira que amenazara con convertirse en tsunami y arrasar con todo. Le asustaban las estrellas fugaces que atravesaban el cielo y quebraban la calma de la oscuridad infinita. 157 En alguna ocasión escuchaba unos pies descalzos que salían del cuarto de sus padres y se 158 dirigían al final del pasillo. Escuchaba el agua del grifo correr. Escuchaba una espalda que besaba la pared y se deslizaba, probablemente hasta el suelo, y se imaginaba a su madre buscando en el frío de los azulejos la paz que ella buscaba en el silencio de la noche. Fue una de esas madrugadas cuando lo encontró. De pronto, asomándose por una esquina de su campo de visión, ahí estaba, en el alféizar. Como esas ideas que se deslizan en tu subconsciente y, cuando las detectas, eres incapaz de saber cuánto hace que aparecieron. Un brillo verdoso desdibujaba la oscuridad, tímido y hermoso, y la niña no podía apartar la vista de él. Abrió la ventana y, con el viento arañándole la piel, rozó la cáscara oscura del huevo frío y delicado, del tamaño de la cabeza de un niño. Y, por alguna extraña razón, no se preguntó cómo había llegado hasta allí, ni quién o qué lo habría abandonado en aquel lugar. Porque, por algún motivo, sabía que era para ella. *** Erick poseía otro de esos extraños huevos y, como haría Julia también, lo escondía de todo ser viviente, bajo su cama, dentro de una caja de zapatos. Ella lo escondía para alejarlo de su padre, para que el ser que crecía en su interior, fuese cual 159 fuese, no conociera la ira del mar. Él lo hacía porque le daba miedo. El día en que lo encontró había sido para él una tortura. Aunque, en realidad, desde hacía un tiempo, todos lo eran. Había llegado a su casa con un ojo morado, que trataba de ocultar bajo el flequillo porque no quería ver los ojos de su padre cuando le preguntase quién le había vuelto a pegar, y porque no se atrevía a contestarle que había sido el mismo chico que le preguntaba cada día con sorna por qué él no tenía una madre. "Te vio la cara y salió huyendo, ¿verdad? Por lo menos ella fue inteligente." Por suerte se ahorró la conversación o, por lo menos, la retrasó, puesto que su padre no estaba en casa. Probablemente seguía trabajando. Se encontró el huevo en el patio trasero de su casa, que era para él un claro en un bosque de pesadilla. No podía olvidar el dolor, puesto que lo envolvía en todas las direcciones, pero sí podía alejarse de las ramas que jugaban a arañarlo y respirar la soledad, dejando que lo sanara desde dentro. Mientras paseaba, se tropezó con él con la misma sorpresa con que encuentras algo que llevabas tiempo buscando, pero que ya dabas por perdido. Este era dorado, con reflejos rojizos que hacían que pareciera estar en llamas. Se agachó a tocarlo y, en su caso, su cáscara era cálida, casi 160 podía sentir el ser que latía en su interior. Por unos segundos disfrutó de su tacto, pero luego sintió un miedo irracional que lo llevó a alejarse del huevo. ¿Qué había en su interior? Sin atreverse a contestarse corrió a esconderlo, sin saber por qué temía que su padre lo viera, que su padre lo tocara, que su padre sintiera lo que se gestaba en su interior. *** La última en encontrarlo fue Mónica. Ella vivía en su reflejo,. Lllevaba dos años y medio viviendo en él. Se había vuelto adicta al análisis exhaustivo de su imagen desde que, en uno de sus cumpleaños, sus padres le regalaran aquel hermoso espejo de cuerpo entero, redondo y con el marco plateado. Al principio simplemente jugaba con él, ponía caras, simulaba conversaciones que no sabía si llegarían a tener lugar alguna vez. Pero, por algún motivo extraño, en algún momento de su adolescencia dejó de gustarle lo que veía, y desde entonces no había vuelto a ser la misma. Le tenía miedo a hacerse fotos, a comer, a salir sin maquillarse,. Y y poco a poco empezó a sentirse como un barco que se hundía lentamente en un remolino en cuyo centro estaba ese espejo que parecía deformarla, lanzar sus tentáculos hacia ella hasta arrancarle la piel y los ojos y las entrañas y dejarla vacía y tiritando. 161 Para ella el hallazgo fue similar al de un salvavidas en mitad de una tormenta marina: a pesar de no remediar su terrible final, de ser inútil, la hacía sentirse más segura. Y, como no podía ser de otra manera, el brillo azulado de su cáscara apareció tras ese espejo que era el centro de su universo, o más bien de su cárcel. Abrazó el huevo, envolviéndolo entre sus brazos cada vez más esqueléticos, y besó su superficie. Ardía, como su alma. *** Los tres huevos, hermanos, bajo tres camas de ciudades distintas, de universos distintos, respiraban con la calma de quien conoce su destino, y ya lo ha aceptado. Los tres niños no eran conscientes de ello, pero también sabían, en el fondo de su alma, lo que les deparaba el futuro. Era la única vía de escape a su pesadilla. Al igual que las ideas necesitan de un período de reflexión para volverse determinaciones, los huevos precisaron de un período de gestación antes de eclosionar y poner fin a aquella tormenta. Y, mientras tanto, los niños vivían; lo cual para ellos era sinónimo de sufrir. 162 Julia veía el desgaste en los ojos de su madre, cada vez más flaca, más débil, más temerosa de aquel maremoto que embestía su espíritu y su cuerpo y que tenía el rostro del hombre que amó. Y cada noche, la pequeña se preguntaba, mientras acariciaba la cáscara de su tesoro, quién había hecho que su padre cambiara. Quién la había colocado a ella en ese lugar del tablero, indefensa e incapaz de proteger a su madre. Quién había sido tan cruel. Erick lloraba cuando estaba solo, cuando su padre no lo veía, cuando no le quedaban fuerzas para no hacerlo. Entonces perdía el miedo y sacaba el huevo de la caja de zapatos y lo observaba con fascinación. Colocaba una mano sobre su superficie y cerraba los ojos, y la paz lo llenaba. Pero luego escuchaba el latido de un corazón dentro de aquella cárcel dorada, y el temor volvía a invadirlo, y él desterraba a la criatura a las sombras, y trataba de olvidar que lo había encontrado, aunque sabía que jamás sería capaz de deshacerse de él. Por último, Mónica, que era todo ojos, todo mirar, todo envidiar, no lloraba, porque sabía que eso restaría belleza a su rostro. Ella soñaba con ser maniquí de mármol, con ser etérea, con que otros la creyeran hermosa; pero le dolía cuando sus amigas le decían que estaba guapa, porque pensaba que se burlaban de ella, y su espejo no hacía más que corroborarlo. Y cuando su madre le decía que comiera más, corría a su cuarto, se escondía bajo la cama y soñaba con ser tan bella como aquel huevo 163 color zafiro que, si estaba muy callada, parecía susurrar su nombre. Los tres eclosionaron a un tiempo. 164 *** Ese día, Julia quiso ser valiente cuando vio a su padre llegar borracho y agarrar el brazo de su madre con unos dedos que parecían tenazas. Quiso ser muro, ser montaña, ser escudo que la protegiera, pero el mar, una vez embravecido, no se detiene ante nadie y embiste todo aquello que encuentra. Aquel fue el primer día en que su padre le pegó. De pronto se encontró en la azotea. No recordaba haber corrido escaleras arriba, ni haberse detenido a tomar el huevo esmeralda entre sus brazos. Solo sabía que allí estaba, en la montaña que, en su mundo secreto, era tan alta que las propias nubes le ocultaban el mar. Cerró los ojos y, con la mejilla aún ardiendo, trató de imaginar que no existía, que jamás había existido. Erick lloraba en silencio junto al semáforo, de camino a casa, sin querer pensar, ni recordar. 165 Aquel día, en el recreo, se le había acercado el chico de la mirada burlona con las manos tras la espalda. Le enseñó lo que había encontrado hurgando en su mochila: una foto de una mujer rubia, de sonrisa cálida, con los ojillos entrecerrados. "¿Es tu madre, nenaza?". Erick se abalanzó sobre él, lleno de ira, y el chico cerró el puño arrugando la foto para después lanzarla a su izquierda, quitarse a Erick de encima y salir huyendo. Él tomó la fotografía rota entre sus dedos. Era la última que se había hecho su madre. 166 No recordaba cómo habían transcurrido el resto de las horas de clase. Solo sabía que en ese momento se encontraba allí, ante una parpadeante luz roja que le indicaba que esperase. De repente sintió un latido ajeno a su espalda, dentro de su mochila, y sacó de esta el huevo dorado, que sostuvo ante sus ojos largo rato. No sabía cómo había llegado allí: solo sabía que, de pronto, ya no le daba miedo su palpitar, y que ya nunca más le daría miedo. *** Mónica se encontró, de pronto, en su cuarto, temblando, sin comprender. Su madre la había recibido con una sonrisa nerviosa. Dentro de casa la esperaba una mujer con gafas a la que no conocía y a la que, por algún motivo extraño, no quería conocer. La mujer dijo que estaba allí para ayudarla, y su madre se echó a llorar. ¿Ayudarla? ¿Por qué creían que necesitaba ayuda? ¡No la comprendían! El único que lo hacía era él, su espejo, el único que le decía la vedad, que le mostraba sus imperfecciones, que la ayudaba a mejorar... ¿verdad? No recordaba el resto de su charla con aquella mujer que la asustaba. Solo sabía que querían llevarla a un sitio, muy lejos de casa, para 167 ayudarla, para ayudarla... Ella se había limitado a asentir, sin comprender, pero segura de qué era lo que se suponía que debía hacer. De pronto, tuvo el huevo entre sus manos, tan azul, tan brillante, tan perfecto. Y lo supo: Nunca sería lo suficiente hermosa. Nunca. *** Los tres huevos eclosionaron entonces y la salida, la vía de escape, se mostró irresistible ante los ojos de los niños. Del huevo verde de Julia salió un dragón que escupía fuego azul y que parecía capaz de volar tan alto que de pronto, sobre su lomo, no existiría más que aire en su mundo. El dragón voló hasta la barandilla y se posó sobre ella, majestuoso. Y la niña, que sentía que la habían colocado en un mundo perverso, no pudo resistir la tentación de huir. Del de Erick salió un cóndor, que le acarició con las plumas el rostro y que le dijo que él podía llevarlo con su madre. Y el niño no tuvo miedo, ni lo tendría nunca más, porque al fin tenía un lugar a donde huir, donde nadie podría hacerle daño nunca. El cóndor se posó en la mitad de la 168 calzada y sus ojos llamaban al niño que de pronto, hipnotizado, tomaba aire y se preparaba para escapar. Del de Mónica surgió una bandada de gorriones que dio vueltas y vueltas sobre su cabeza para, finalmente, salir volando a través de su ventana. El último de ellos se posó en el alféizar y la miraba con curiosidad y, por primera vez, la chica creyó de verdad que alguien había visto belleza en ella. Esa ave tenía los ojos oscuros y, cuando ella se acercó a él, dejó que le acariciara el suave plumaje. La miró de nuevo a los ojos, y salió volando. Los tres niños saltaron, aunque ellos creían volar. Julia desde la terraza, Erick hacia la calzada y Mónica desde su ventana. Las tres criaturas que los habían guiado se deshicieron durante los segundos que tardó un brusco golpe en borrarlos de la vida, y los tres murieron sonriendo. *** Aquella noche, o el día siguiente, les dedicarían diez segundos en el telediario. Después de compadecerlos durante un momento, todos volverían a sus quehaceres y se olvidarían de que aquellos niños habían existido y muerto. Todos, menos tres familias, claro; tres familias que se preguntarían cuándo había nacido aquella idea en la 169 mente de sus criaturas, cuándo se había vuelto la muerte más tentadora que la vida. Y, mientras tanto, otras personas hallaban los huevos que escondían las ideas más descabelladas de su subconsciente, sin que nadie pudiera prever lo que eso significaba. Fin 170 Narrador: Iván Cárabe Peirado Ilustradora: Victoria Enith Gennes Hernández 171 "Por enseñarme a volar usando como alas las páginas esbozadas con la más libre imaginación; y, como motor, el alma inquieta de un simple lector. Gracias, Pura" [Kamikaze o “Viento Divino” fue el nombre con el que los japoneses denominaron a los tifones que en 1273 y 1279 salvaron Japón, porque sus fuertes vientos dispersaron la flota de invasión de Kublai Khan, que pretendía hacerse con la isla. Sin embargo, en la Segunda Guerra Mundial, se utilizó este nombre para denominar a los voluntarios que por su nación se montaban en aviones cargados de explosivos y se estrellaban contra el enemigo.] Siempre recordaré a mi padre como un héroe incomprendido, como una mariposa que será recordada por siempre oruga, como un intento de demostrarse a sí mismo de lo que era capaz de hacer por amor. Supongo que él, sin embargo, quiso que le recordase como un mago fascinante, capaz de sacarme una sonrisa de detrás de la oreja o infinitudes de buenos recuerdos de su chistera. Y es que no vi sino ahora, tras el paso de los años, el sufrimiento que escondía cada uno de aquellos trucos de magia, cada intento de ocultarme el horror de la época pasada. Mi padre intentó cegarme a base de fantasía, para que mis ojos jamás viesen lo que los suyos tuvieron que soportar. Y lo consiguió. Aún recuerdo aquellos días en los que mi imaginación divagaba sobre la veracidad de aquellos simples trucos, de aquellos juegos de 173 manos que llevaban a hábiles engaños visuales. Mi padre conseguía que alzase la vista hacia sus manos, obligándome a ignorar lo que pasaba bajo nuestros propios pies. Sin embargo, a pesar de su inhumano esfuerzo, de vez en cuando inmigran a mi memoria ideas que no sé distinguir bien si son recuerdos o sueños, donde yo, con la ignorancia más infantil, típica de un niño de cinco años, me preguntaba por qué mi héroe no iba a jugar con los demás padres a la guerra. Estaba seguro de que podría vencer a los monstruos que se enfrentaban con alguno de sus trucos. Mi padre, mi héroe, trabajaba en una fábrica de paracaídas, objetos místicos que, según él, ayudaban a aquellos que no creían en la magia a poder volar durante un tiempo. Tras cada caída del sol, mi madre lo recibía siempre con una sonrisa en la cara, que actualmente pienso que quizás iba más bien dirigida a mí, y una mirada de reproche. De sus ojos emanaba un extraño sentimiento estancado entre amor y vergüenza hacia el héroe de mi vida, que recibía la falsa mueca y se guardaba la mirada de su mujer en lo más profundo de su alma de mago, donde magia y tristeza tejían lentamente una vida al lento ritmo de los latidos que pautaban tímidamente un sencillo compás. Nuestra “casa”, o como solía llamarla mi padre, nuestra “guarida”, era pequeña y fría por fuera, y más diminuta y congelante aún por dentro. Apenas contábamos con un baño, una cocina y un 174 comedor, donde tendíamos por las noches dos futones sobre el modesto suelo de tatami. Allí, mirando los tres al gris techo, mientras que la melodía de estallidos lejanos y sirenas nos , mi padre contaba el mismo cuento hasta acunaban, que nuestros párpados perdían la batalla contra el sueño y los tres caíamos dormidos. No sé si esto es cierto; pero creo que jamás he tenido una pesadilla cuando dormía al lado del mago; y es que, según él, su cuento escondía las palabras de un conjuro ancestral que hacía que la casa y nosotros estuviésemos protegidos por un dragón grande, de un gris oxidado, antiguo y veloz, que vigilaba sobre el tejado durante toda la noche. Recuerdo reposar tranquilo, pegado a su pecho, escuchando el melancólico compás que poco a poco se ralentizaba acompasado con el mío, mientras sus frases iban perdiendo entonación y sentido: Bum Bum, Bum Bum. Me sentía seguro, a salvo, feliz. No obstante, el horror que trae la guerra hizo mella en nuestras vidas, marcándolas al rojo vivo para que jamás olvidásemos lo poderoso del azar. Recuerdo algunos días que, al volver de la escuela, el tío Ren nos esperaba sentado en casa, fumando aquellos asquerosos puros que llenaban la guarida de un rancio humo gris. Siempre pensé que aquel humo tuvo que ahuyentar al dragón protector, ya que cada vez que mi tío estaba presente, nada bueno pasaba. Ren fue el último engranaje que puso en marcha un artilugio que habría deseado que jamás se hubiese activado, la mecha que prendió la dinamita. 175 El tío, apodado por mi padre “El locomotora”, era un alto cargo militar, o eso decían todas sus ridículas bandas y condecoraciones absurdas que colgaban de su planchada e inmaculada chaqueta oscura. Siempre vestía igual, siempre pensaba lo mismo y siempre repetía sus palabras. Para Japón, un héroe militar; para mí, un cobarde con delirios de grandeza. — Vidas hay muchas, Maki; pero Japón solo hay una —decía por la humeante alcantarilla que tenía como boca, manchando con sus sucias e hirientes palabras la impoluta conciencia de mi madre—. Por ello veo inconcebible que tu marido no luche por su nación. Paracaídas hay demasiados para las pocas almas que llegan a tener la oportunidad de usarlos. Un japonés de verdad no utiliza esos trastos cuando tiene al enemigo delante, sino que aprovecha hasta el último de sus suspiros para acabar con alguno de esos malnacidos. — Sora no va a ir a la guerra. Su lucha está aquí, con su hijo y conmigo. Nos queremos. Y dividirnos acabaría con nosotros, no con la guerra —rebatía ella, cada vez más convencida de que la palabra esperanza había desaparecido de su propio diccionario. Realmente creo que mi madre llegó a enloquecer por su culpa. Su mirada perdida, ahogada en lágrimas mudas, empezó a inundar nuestras vidas, y ninguno contábamos con nada a lo que agarrarnos para flotar. El barco se empezó a hundir por la proa. Recuerdo observarla escondido 176 tras mi máscara de inocencia, mientras ella cepillaba su larga y lacia melena negra sin dejar de mirar al frente. Se había convertido en una bella muñeca sin voluntad, manipulable. Su impecable carcasa escondía un único y oscuro pensamiento, un ligero remordimiento, que a su vez era el motivo de haberse convertido en tan solo eso, una vacía fachada. Las noches empezaron a ser más frías y largas, si aquello era posible, por lo que para conservar el calor, dormíamos los tres en el mismo futón. Recuerdo una de ellas en la que un perforador sonido nos despertó. Mis padres de inmediato me cogieron y salimos corriendo a la nevada oscuridad. Un tránsito de personas con niños inocentes y ancianos indiferentes corrían hacia la misma dirección y pronto nuestro afluente se unió a aquel río de temores, gritos y miedos. Me acuerdo que intenté mirar entre los copos de nieve hacia el tejado de casa y no vi a ningún dragón. Pensé que probablemente algo malo estaba pasando y me abracé con fuerza al cuello de mi padre, intentando respirar a través de la tela de su fino pijama. Aquellos fríos minutos, que pasarán a la memoria como desconcertantes horas de duda, llegaron a su fin cuando la corriente de víctimas en busca de refugio desembocó en el sótano de un pequeño edificio de cemento. La habitación albergaba alrededor de doscientas miradas que buscaban con ansia a sus familiares y seres queridos. Conversaciones banales y risas nerviosas 177 germinaron de la semilla del miedo. De repente, la sala tembló, el techo crujió y la llama que iluminaba la habitación danzó riéndose ante la estremecedora explosión. Las conversaciones se convirtieron mediante una horrenda metamorfosis incompleta en gritos y llantos. Entre lágrimas, miré a mis padres, pidiéndoles una explicación de lo que ocurría. Necesitaba, como todo niño, que alguien me prometiese que todo iría bien. — Tsubasa, hijo, no tengas miedo —dijo el vaho que expulsó mi padre del interior de sus pulmones con escarcha, intentando consolarme, mientras limpiaba con la suave manga de su pijama mis frías lágrimas—. Es parte de uno de mis trucos, solo eso. Estoy haciendo que llueva felicidad, pero parece que pesa mucho más de lo que esperaba y por eso nos hemos escondido. Mira, cuantos más golpes oigas, significa que mejor está saliendo el truco. Venga, vamos a contarlos. Si llegamos a cinco, significa que ha salido genial y que no tendremos que volver a hacer que llueva felicidad nunca más. Venga… —me susurró, tomando la mano de mi madre con fuerza y dulzura, mientras un atroz golpe sobre nuestras cabezas lo sobresaltaba—. Uno… Por supuesto que sobrepasamos cinco explosiones, acompañadas de sus respectivos llantos, gritos y, por nuestra parte, números. Llegamos a diecisiete. Así que el truco de mi padre había funcionado a la perfección. No recuerdo muy bien cuánto tiempo estuvimos esperando a la decimoctava explosión; pero la eternidad es una 178 medida ridícula en comparación. Cuando la puerta que llevaba a la calle finalmente se abrió, nadie salió de la habitación durante unos minutos, esperando que alguien más valiente, o menos consciente, saliese primero. Y esos.... fuimos nosotros. — ¡Bueno, amigos! Este ha sido el truco de hoy. Espero que les haya gustado y que sean todos mucho más felices ahora —gritó mi padre al mismo tiempo que agarraba mi mano y la de mi madre con decisión y fingida firmeza—. ¡El mago Sora se despide! ¡Hasta la próxima! Caras de estupefacción tornaron en comprensión y finalmente estallaron en aplausos y vítores. Mi padre era un héroe; sí que lo era. Me reí y lo miré orgulloso, mientras que con la mano libre me restregaba un ojo, el cual sufría su propia guerra contra el sueño. Él también sonreía y miraba a mi madre intentando contagiarle las ganas de vivir. Recuerdo que la nieve de la calle estaba infectada por grandes agujeros aleatorios negros. Para mí, agujeros de ardiente felicidad; para mis padres, agujeros de punzante horror. Seguimos caminando entre la espesa e hiriente nieve. Íbamos los tres en pijamas húmedos y descalzos, congelándonos un poco más a cada paso que dábamos sobre la facción más dulce y bella del frío. Por fin llegamos a casa. Justo en la puerta, uno de aquellos surcos nos daba la bienvenida. 179 — ¡Qué suerte papá! ¡Qué felices vamos a ser!— recuerdo haber gritado saltando sobre el bajo de mis pantalones para no congelarme. — ¡Sí! —simuló reír con una mueca triste, tras hacer una pausa para estornudar—. Muy felices. A los pocos días, mi padre empezó a toser. A la semana, las fiebres hacían volver a la cordura su loca mente de mago. Recuerdo tumbarme al lado suyo en el suelo, coger su ardiente mano y contarle yo el cuento que él tantas veces me había narrado. Sin embargo, mi padre era un fuego sin oxígeno que intentaba prender en un tronco húmedo. Fueron varias las visitas de los médicos y también fueron varios los inútiles medicamentos que le recetaron. Se apagaba. Y mi madre con él. Sin embargo, él jamás dejó de hacer magia. Cuando se encontraba con fuerzas suficientes para poder hablar, realizaba algún truco, para colorear esta nueva rutina gris. El tío Ren también hacía intermitentes e insoportables visitas, repitiendo su discurso e ideología a través de sus apestosos humos de superioridad. Siempre me había molestado que el cobarde fumara en casa, pero aquellos días simplemente no veía tolerable que aquella asquerosa niebla tóxica provocase todavía más tos a mi padre. Todas las noches recuerdo salir a la profunda oscuridad que desteñía el cielo japonés mientras mis padres dormían. Miraba al tejado entre lágrimas, en busca del ahora ausente dragón 180 que nos solía proteger. Gritaba, gritaba lo más fuerte que jamás he gritado, intentando que el protector volviese. — ¡Dragón! ¿Dónde estás? ¡Por favor vuelve! ¡Por favor! Dragón, te lo pido: cuida a mi padre, protégelo. No lo puedo perder. Por favor, dragón. ¡Dragón! —intentaba despertar la piedad de su caprichoso sueño a voz en grito, donde quiera que reposase. Finalmente, la rutinaria escena acababa con un hijo rendido ante la puerta de su casa, dormido ante el esfuerzo de seguir creyendo en los milagros; con una madre que salía de madrugada a coger en brazos al pequeño; y un padre que lloraba por fuera y moría por dentro. La vida tuvo que estremecerse al sentir tal grito en las entrañas de Japón, al sentir el miedo y el amor de un niño, que imploraba la necesidad de conservar a su familia. Sin embargo, como he dicho, la piedad no despertó de su letargo. Pero parece ser que mi padre sí que lo hizo. Me estuvo escuchando todas las noches llorar a un dragón imaginario, llorar a una esperanza perdida, llorar a un padre que, en parte, ya estaba muerto. Una de aquellas mañanas, me desperté solo con mi madre en el futón. No era tarde, pero aquel día oscuras nubes de lluvia cubrían el sol, creando una atmósfera todavía más gris y oscura. Me levanté sigiloso y busqué a mi padre por toda la casa. En su lugar, encontré un trozo de papel roto y arrugado, pegado a la puerta. En su interior, letras 181 de fiebre y coraje enunciaban una despedida que no supe leer. Desperté a mi madre y esta no tardó en descifrarme su contenido: 1!, ) ! # .)! #- ! . , ! $ . $, !.'%, $ . !! # $. ( ! "## .$"(!$$ $ . ! #%. (.(. 2 182 Mi madre soltó el papel y en el silencio se escuchó cómo su corazón se partía, como la cerámica, en pequeños trozos muy difíciles de pegar. Yo no entendí por qué lloraba. Al fin y al cabo, los trucos de papá siempre salían bien. Sin embargo, ella me cogió de la mano y salimos de casa, dejando una estela de gotas derritiendo la nieve tras nuestros veloces pasos. — ¿A dónde vamos, mamá?— pregunté a través de bocanadas, intrigado, mientras corríamos calle abajo. — Vamos a intentar que papá no eche a volar tan pronto —contestó entre lágrimas de impotencia y suspiros de súplica. Tardamos alrededor de dos horas corriendo, las cuales fueron acompañadas del silencio más expresivo y la compañía más solitaria. Finalmente, llegamos a un amplio lugar donde ya había estado alguna vez con el tío Ren cuando era más pequeño: la morada donde los dragones ignoraban mis súplicas de protección y simulaban descansar; aunque ahora sé que aquel mágico lugar no era más que un simple hangar militar. Sin embargo, yo no vi ni aviones ni cazas entre aquellos aparatos; sino dragones, tal y como me los había descrito mi padre: grandes, de un gris oxidado, antiguos y veloces; guardianes, protectores. Nos pegamos a la fría verja de hierro intentando buscar a papá entre todos aquellos seres fantásticos que, de vez en cuando, echaban fuego y salían a volar. De repente, mi madre gritó su 183 nombre con horror. Tracé la trayectoria que sus vidriosos ojos fijaban y encontré a lo lejos a mi padre tosiendo, con un traje aburrido de los que jamás se hubiera puesto un mago. Ambos empezamos a gritar su nombre entre lágrimas, las de mi madre de tristeza y las mías de emoción de ver a mi padre cerca de dragones. Mi héroe se giró y, tras unos instantes en los que posiblemente barajó varias opciones, eligió dedicarnos una de sus reverencias y montó al lomo de uno de aquellos seres. — ¡Papá, no! —grité intentando pararlo; pero parecía que el mundo me enmudeció para 184 evitar que mi padre sufriera más de lo que ya había sufrido. El dragón de mi padre empezó a echar fuego, o eso creí ver entre las lágrimas que cubrían mis ojos. Los gritos de mi madre fueron silenciados por el rugido del animal, que poco a poco fue cogiendo velocidad hasta elevarse y desaparecer entre las grises y temerarias nubes de tormenta. Yo vi a mi padre cumplir un sueño, realizar otro de sus trucos; mi madre lo vio dirigirse cargado de explosivos a defender una causa perdida, una muerte que nuestros ojos no tuvieran que sufrir: lo vio convertirse en Viento Divino. Años después, empecé a filtrar la realidad de una manera selectiva hasta conocer definitivamente toda la historia. La historia de un héroe para mí, de una persona capaz de hacer cualquier cosa por amor a su familia y por obligación a la nación, capaz de torturarse a sí mismo con tal de ahorrarme aunque fuese una única lágrima. Dejé los estudios a los dieciséis años y me dediqué completamente a la magia, a continuar el legado del mago Sora. Hoy en día realizo actuaciones a nivel mundial y todavía utilizo los trucos de mi padre. Actualmente aún no puedo terminar un espectáculo sin emocionarme al decir estas palabras, que resumen la reflexión de una vida de héroe, una vida de amor y de magia: 185 ¿Qué es la magia? Todo y nada. El engaño más sincero y la verdad más oculta. Ver para no creer y creer ver. La magia es la inexistente sombra de una llama o la oscuridad de una mirada. El temor de la burla y la burla de los temerosos. La humana desconfianza de la razón y la razonable desconfianza del hombre. La sabiduría jugando al escondite con tus sentidos, la ciencia apostando por el fracaso de tu intelecto. Un insulto para los que insultan y una ilusión para los ilusionados. La magia es la belleza de la ninfa más astuta o la cobardía del caballero más valiente. El susurro de un grito y el grito de un mudo. La magia fue, es y será finitamente infinita. Sin embargo, dicha percepción de lo que posiblemente sea el arte más científico y real de todos, se aprecia con el paso del tiempo, cuando contar todo lo que has vivido dure más que ese propio período; cuando las memorias recorten satíricamente lo que te queda por vivir. Un mago no conoce la magia hasta su último parpadeo. Rumores afirman que el último suspiro de un mago se da cuando comprende la enormidad de aquello con lo que ha estado jugando y que, por miedo a esto, decide esconderse eternamente. La magia está viva y hambrienta. Es el ser más bello y peligroso que cualquier mente pudiera haber inventado jamás. Un animal salvaje, hambriento de inquietos jóvenes que se autodenominan magos, a los cuales atrae mostrándoles una ilusión, escondiendo tras la frágil careta las feroces fauces de un 186 depredador. Entonces ¿qué es la magia?, se preguntarán. ¡Magia es vida, señores! ¡Magia es vida! Sin embargo, como ya he dicho, cuando te das cuenta de esto, ya es demasiado tarde. Ya solo te queda suspirar, observar y esperar a que el telón cubra este último truco de Magia. 187 Narrador: Ilustrador: Álvaro Mendoza Alcalá Juan Martín Rodríguez 189 I — ¡Quiero escribir un libro! —dijo el pequeño Marqués. — ¿Que vas a hacer qué? —respondió atónito el tintero. — ¡Que quiero escribir un libro! ¡Quiero ser tan famoso como Cervantes, como Shakespeare, o como Anónimo, el mayor escritor de todos los tiempos! 191 — ¿Cómo quién? —preguntó la armadura que estaba de pie junto a la entrada. — Ni idea, este zagal delira —concluyó la alabarda, esposa de la armadura. Era una soleada mañana de primavera en las estancias del joven Marqués de Ningunsitio. Allí se encontraba el menudo noble en compañía de sus fieles amigos: el tintero, siempre alarmado y negro de desesperación; la armadura, afable y protectora; y la alabarda, siempre pegada a la armadura, cariñosa y estricta al mismo tiempo. En todo el ducado de Ningunsitio no había más niños de la edad del Marqués, así que se buscó los suyos por su cuenta. El Marqués era un niño de unos 62 meses. Sus padres vivían en otro castillo, o eso decía el pequeño. Realmente vivían en el mismo castillo, pero en el ala contraria. Allí se pasaban las horas haciendo trabajos de administración, dando órdenes a sus súbditos y atendiendo las audiencias de campesinos, mercaderes, proveedores, comerciantes, accionistas, embaucadores, mensajeros, consejeros, timadores, revolucionarios y demás mequetrefes y botarates. En definitiva, su rutina era ir de sus estancias a la sala de audiencias y viceversa. Así que su hijo gozaba de una libertad casi ilimitada. — Bueno, ¿qué tipo de libro quieres escribir? — preguntó tras un tiempo la alabarda. — De los que se leen. Con páginas blancas, ¡muchas muchas páginas blancas! ¡Y de tapa dura! — Pero Marqués, todos los libros son así —aclaró la armadura—. Ella se refiere al estilo. ¿Quieres que la gente se ría o que llore? 192 — Quiero que lo lean. — Esto es exasperante... —se quejó el tintero—. Lo escribirás a lápiz al menos, ¿no? — Ya llegaremos a eso —dijo la alabarda intentando darle cordura a la conversación—. Primero vamos a lo básico. ¿Quieres escribir una novela, una obra de teatro o un poema? — Eh... ¿Y si le preguntamos al señor bibliotecario? ¡Seguro que él nos ayuda! Así pues, iniciaron la marcha los cuatro individuos en busca del bibliotecario. Lo encontraron en la biblioteca, como era de esperar, devorando un volumen de una enciclopedia de 800 páginas. Era un hombre enorme, como siete veces el tamaño del Marqués; y delgado como una hoja. Su cara alargada y sus grandes ojeras le daban un aspecto lúgubre que compensaba con la más bella de las sonrisas. — ¡Señor bibliotecario, quiero escribir un libro! —sentenció el pequeño Marqués. — Oh, magnífico, espléndido —dijo maravillado el bibliotecario—. ¿Sobre qué quiere escribir, excelencia? — Pues no lo sé. ¿Sobre qué puedo escribir? — Oh, querido, ¡las posibilidades son infinitas! Podéis escribir una novela de policías, de piratas, de científicos locos, de exploradores... Podéis escribir una historia desternillante, con suspense, o tal vez una triste. Podéis narrarlo como si fuerais vos o como si lo estuvierais viendo. Es más, ¿queréis ser vos el protagonista? ¿O mejor inventaros un personaje? O igual lo vuestro es el teatro... O tal vez la poesía... 193 194 El bibliotecario empezó a hablar para sí mismo, reflexionando en voz alta. La ilusión en la cara del niño iba en aumento a medida que el bibliotecario hablaba y hablaba. Se imaginaba a sí mismo escribiendo página tras página, día y noche; y finalmente admirando su obra acabada. No cabía en sí de la alegría. — Creo que para empezar —concluyó el bibliotecario— podríais comenzar por una historia de piratas. — ¡Sí, por supuesto, es un tema genial! —el pequeño Marqués estaba entusiasmado. Con toda su diligencia, le ordenó a la armadura y a la alabarda que le trajeran hojas en blanco, y al tintero que le trajera un lápiz, para no enfadarle. Cuando hubo reunido todo, se dispuso a escribir. Todos a su alrededor estaban expectantes por ver las primeras palabras de lo que iba a ser una gran obra, pero el pequeño Marqués de repente paró en seco. — Tengo una pequeña duda... ¿Cómo se escribe? —preguntó el pequeño Marqués. — Espera, ¿aún no sabes escribir? —se alarmó el tintero. — No, las clases empiezan dentro de tres meses —aclaró el noble. — ¡¿Y cómo pensabas escribir sin escribir, grandísimo zoquete?! —el tintero pasó de tener tinta negra formal a tinta roja furiosa. 195 — Cálmate, tintero, cuando sepa escribir retomamos la historia —dijo la armadura en tono conciliador. — Bueno, para escribir hace falta saber escribir y saber leer lo que estáis escribiendo —añadió el bibliotecario—. Aparte, tenéis que haber leído más libros antes, para saber si está bien o mal. — ¿Como usted? — Sí, supongo —asintió pensativo el bibliotecario—. Pero yo solo soy un bibliotecario, no un escritor. Ha sido un disparate por mi parte intentar que escribierais, excelencia. "Qué situación tan tonta", pensó divertido el Marqués. Como no sabía qué otra cosa hacer, se fue a dormir a sus aposentos. "Mañana será otro día, repleto de aventuras divertidísimas", se dijo. 196 II — ¡Quiero hacer un mapa! —dijo el pequeño Marqués. — ¿Un mapa? —se sorprendió el tintero — ¡Un mapa de este castillo, y del bosque de al lado, y del lago y de los patitos! ¡Será un mapa tan real que no se perderán ni los ciegos! lo — Claro, ¿por qué no? Parece entretenido —le animó la alabarda. De nuevo, ordenó que le trajeran papel y lápiz. Cuando tuvo todo en su mesa, cogió el lápiz y se puso a elaborar el mapa. Primero empezó por el castillo. Se lo había andado de arriba a abajo y lo conocía bien. Primero el ala oeste, con forma rectangular, luego el vestíbulo y el salón de baile, redondos, y finalmente el ala este, perfectamente cuadrada, con la sala de audiencias y la armería. Luego comenzó con el bosque, basándose en sus ocasionales paseos y las vistas desde su habitación. Dibujó con detalle el lago y sus patitos. Dos horas más tarde, después de unas pocas correcciones, había terminado el mapa. Ilusionado, entusiasmado y nervioso, emprendió la excursión por el bosque como un loco. Ni siquiera esperó a sus amigos de lo nervioso que estaba. Siguiendo el mapa al pie de la letra, se adentró en la espesura del bosque. Giró a la derecha, siguió una senda, pasó bajo una rama caída, volvió a girar a la derecha, giró a la izquierda y encontró un árbol enorme que no aparecía en el mapa. 197 Decidió seguir de todas formas. Siguió andando y andando. Según el mapa, debería haber llegado al lago, pero solo había bosque y más bosque. Empezaba a oscurecer cuando se encontró por fortuna a un cazador que andaba por el bosque. — ¡Por todos los bichos vivientes, señor Marqués! ¡Casi lo confundo con un conejo! ¿Qué hace su excelencia a estas horas solo por el bosque? — Quería salir con mi mapa. Estaba buscando el lago de los patitos, pero no lo encuentro. ¡Debería estar aquí! — ¿Su mapa? — Sí, he hecho un mapa. Mire. El cazador tomó el mapa entre sus manos y lo examinó minuciosamente. Como era de esperar, estaba mal hecho. Las distancias no eran correctas, faltaban muchas 198 partes y los patitos estaban demasiado detallados. El cazador decidió llevar al Marqués al castillo antes de que fuera aún más tarde. Por el camino, le estuvo explicando cómo se debía hacer un mapa correctamente. — Para hacer un mapa tiene que haber recorrido el bosque muchas veces. Tiene que conocerlo tan bien como su casa. Si se despertara en mitad de éste, tendría que saber cómo volver a casa. Y para eso hace falta mucha práctica. — ¿Conocerlo tan bien como usted? — Sí, supongo —asintió pensativo el cazador—. Pero yo solo soy un cazador, no un cartógrafo. Vamos, démonos prisa en llegar a casa. Cuando llegó, sus amigos, sirvientes y hasta sus padres lo recibieron aliviados entre sonrisas y exclamaciones de júbilo. Su ausencia se había notado en el castillo y todos estaban preocupadísimos. El pequeño Marqués estaba cansado de tanto andar; así que, acompañado de sus amigos, se fue a sus aposentos a dormir. Como tenía prohibido salir del castillo durante una semana, al día siguiente buscaría diversión en el interior. 199 III — ¡Quiero componer una sinfonía!—dijo el pequeño Marqués. — ¿Una sinfonía? ¿Con el ruido que hace? —se alarmó el tintero. — ¡Sí, una sinfonía melodiosa y llena de ritmo! ¡Quiero escribir la sinfonía más bonita de la Historia! — Por Dios, qué ambicioso es este chaval —le comentó la alabarda a la armadura en voz baja. — Bueno, le podemos pedir ayuda al director de la orquesta del castillo. Seguro que se alegrará de tener una nueva pieza que tocar —propuso la armadura. — ¡Buena idea! —dijo entusiasmado el Marqués. Así pues, recorrieron salas, pasillos y escaleras hasta que llegaron al auditorio. Allí encontraron al director de la orquesta estudiando minuciosamente unas partituras. — ¡Buenos días, señor director! ¡Quiero componer una sinfonía! —anunció el pequeño noble. — ¿Una sinfonía? ¡Espléndido, señor Marqués! —respondió el director entusiasmado—. Pero ha de saber que no es algo fácil. Hagamos lo siguiente: usted me da una melodía y sobre eso trabajamos. — De acuerdo. ¡Traed papel y lápiz! —ordenó. Esta vez el papel traía dibujados pentagramas en su superficie. El pequeño Marqués se concentró y empezó a dibujar círculos y líneas sobre el pentagrama como mejor pudo. Media hora después, había acabado el inicio de su 200 obra. Se levantó de la mesa de un salto y se lo entregó corriendo al director. — De acuerdo, veamos cómo suena —dijo el director de la orquesta mientras ponía la partitura sobre el piano. Todos aguardaban con entusiasmo la melodía que el joven Marqués había compuesto. Pero cuando el director empezó a tocar, las notas que salían del instrumento eran estridentes y desagradables. — ¡Para, por favor, deja de tocar! —suplicó el tintero, que había pasado a ser tinta verde debido al mareo. — No lo entiendo, ¿está desafinado el piano? — preguntó la armadura una vez de recompuso del susto. — No, el piano está bien. Señor Marqués, ¿qué pretendía hacer? —preguntó el director con voz calmada. — Solo he dibujado palitos y bolitas dentro de las líneas. He visto muchas partituras, son todas así. — Ah, Excelencia. Me temo que la música es algo más compleja. Hay que estudiar bastante para componer una melodía bonita; y para una sinfonía, mejor ni le cuento... — ¿Estudiar tanto como usted? — Sí, por lo menos... —concedió pensativo el director—. Pero bueno, yo solo soy un director, no un compositor. Qué estupidez por mi parte intentar que compusiera, Excelencia. Pronto empezaremos las clases de piano; eso será un buen comienzo. 201 Con un nuevo fracaso en sus espaldas, pero sin que ello influyera lo más mínimo en su estado de ánimo, el Marqués y sus amigos abandonaron el auditorio y salieron a jugar hasta que se puso el Sol. ******** Y así pasaban los días en el castillo de Ningunsitio, repletos de aventuras, desventuras y todo tipo de venturas varias. Con el tiempo, el joven e intrépido Marqués creció y dejó de ser tan pequeño, aunque su inquietud y su energía no cambiaron. Un día, buscando en la biblioteca un nuevo libro que leer, se encontró una novela sobre piratas que llamó su atención. Para su sorpresa, el autor de aquella novela era el viejo bibliotecario que lo había enseñado a leer. Emocionado por la noticia, fue corriendo en su busca. Yendo a toda velocidad por los pasillos, se encontró de frente con un mapa gigante que habían colgado recientemente en la pared. Era un mapa de toda el área de Ningunsitio, incluyendo el castillo, el bosque, y hasta el lago, con algún que otro patito dibujado sobre él. Entonces se llevó la segunda sorpresa grata del día: ¡su autor era el cazador de la corte! Después de contemplar el mapa durante un rato, se dispuso a reanudar su búsqueda; pero de repente empezó a oír la melodía de un violín procedente del auditorio. Al violín se sumó un violonchelo, y después le siguieron los demás instrumentos de la orquesta. Seducido por la suave música que venía del auditorio, se dejó llevar y se sentó discretamente al final de la sala. Cuando hubieron terminado de recoger, después de recibir numerosos aplausos y vítores, los músicos abandonaron la sala y se 202 quedaron charlando el director de la orquesta, el cazador, el bibliotecario y el padre del Marqués. — Una actuación espléndida, señor director — felicitó el padre del Marqués—, pero me temo que no conozco su autor. ¿Quién es? —preguntó. — Tengo el honor de poder decir que soy yo, Excelencia. — ¡Que me aspen! ¡Mi más sincera enhorabuena! ¡Es una sinfonía espléndida! En ese momento, el joven Marqués quiso acercarse a los cuatro hombres para unirse a la charla. Se levantó de su asiento y, mientras se iba acercando, el director lo saludó efusivamente. — ¡Mirad quién viene! ¡Pero si es el motivo de mi obra! De no ser por usted, jamás habría empezado a componerla. — ¡Cáspita! Yo también empecé a escribir mi libro gracias a él —confesó el bibliotecario. — A decir verdad —dijo el cazador—, yo también decidí hacer el mapa gracias al joven Marqués. Asombrados, cada uno contó su versión de cómo el pequeño Marqués les había hecho darse cuenta de lo mucho de que eran capaces. Gratamente sorprendido, su padre lo felicitó por ser una fuente de inspiración. Y es que, por muy pequeño que fuera, el Marqués les había enseñado algo vital a aquellos tres hombres: que, aparte de los conocimientos, para emprender un proyecto hace falta una pequeña chispa de ilusión. 203 Narradora: Mª Isabel Salas Castillo Ilustradora: Paula Schneider Albea 205 “No siempre puedes conseguir lo que quieres; pero, si lo intentas, algunas veces podrías encontrarte consiguiendo lo que necesitas” Rolling Stones En la vida, siempre llega un momento que te hace cambiar. Un golpe de realidad. Una patada en la cara que te hace abrir los ojos y que trastorna de una manera u otra tu forma de ver las cosas. Puede ser una situación determinada en un momento oportuno, una palabra dura pero necesaria, la partida o llegada de una persona, un cambio de acontecimientos inesperado o, como lo fue en mi caso, conocer la historia de alguien cuando más lo necesitaba. Antes de todo, os pongo en situación. Mi nombre es Carlos y por aquel entonces tenía diecisiete años. Nací un 3 de marzo de 2071, aquí en mi ciudad, en Sevilla. Mi abuela Andrea acababa de morir por un infarto al corazón y fuimos a recoger sus pertenencias al piso que antiguamente compartía con mi abuelo. Yo había terminado ya 4º de Bachiller, mi último año, por segunda vez, ya que había repetido. Si pudiera 207 describir ese momento de mi vida con una sola palabra elegiría ‘agobio’. Un día más, una gota menos de aire que me quedaba en la caja en la que poco a poco me iba sepultando. Me estaba consumiendo como una vela en las últimas, y lo peor es que no encontraba el porqué. Mi futuro se iba a suicidar si no cogía aquel tren, el que me llevaba a esa nueva vida, a ese país nuevo, a ese anhelado reinicio. ¿Por qué tendría que tener miedo? Quería ser valiente y confiar en mí mismo, necesitaba encontrar algo de eso en mí, pero hacía ya tiempo que lo había dado por perdido. Fue cuando, entre aquellas cajas de cartón, entre un millón de aparatos viejos, vi un sobre con mi nombre escrito en mayúsculas. Lo metí en mi sudadera sin que nadie se percatara, sin darle mucha importancia, pensando que sería para mi padre, para acabar más tarde siendo yo el sorprendido. Eran muchos los folios, todos escritos a mano por delante y por detrás, en letra cursiva. Cuando leí la primera frase, fue cuando me di cuenta de que estaba dirigida a mí y quién la escribía; y entonces me emocioné. Querido nieto Carlos, soy tu abuelo. Siento no haber tenido el placer de conocerte en persona. Tú todavía no habías nacido 208 cuando me diagnosticaron este cáncer, y ahora que estoy viendo cómo vas creciendo en la barriga de tu madre, mi vida va llegando poco a poco a su fin. Me entristece que no vaya a poder pasar tu infancia contigo, atiborrarte de comida, consentirte sin que tus padres se enteren, pasar las navidades en familia y verte convertido en un hombre. En mi niñez recuerdo que mi abuelo me enseñó y transmitió muchas cosas que en el momento no comprendí, pero que posteriormente, cuando crecí y empecé a vivir mi vida, me ayudaron y me salvaron en muchos sentidos; y aún a día de hoy las sigo recordando como uno de mis tesoros más preciados. Por eso quiero que tú también recibas lo mismo de tu abuelo; quiero que conozcas mi historia, la historia de cómo encontré mi camino, para que, de alguna manera, también te ayude a encontrar el tuyo. Fui de las últimas generaciones que nació en el siglo pasado, en el 94 más exactamente. Eran tiempos de cambio, y yo aún era demasiado pequeño para darme cuenta. Crecí felizmente en el pueblo del que venía mi familia, en una casa muy grande en el centro, junto con mis otros hermanos mayores. Era un niño bastante normal; siempre jugando al fútbol con mi pandilla de amigos, jugando a videojuegos como un condenado, haciendo trastadas hasta sacar de quicio a mis padres… lo típico. Siempre había sido un niño con mucha creatividad; me encantaba pintar, dibujar cosas que solamente comprendía yo. Yo y mi mundo; mi mundo y yo. Así se puede resumir 209 bastante bien parte de mi infancia y mi juventud. Eso me traía muchos problemas, también es verdad; sobre todo en el colegio, en el que estar distraído era mi día a día y, cómo no, eso me pasaba factura. Mis dos hermanos mayores, ambos de matrículas de honor, siempre eran motivo de admiración y de comparación para mis padres. Nunca se olvidaban de recordarme sus numerosos éxitos y mis múltiples fracasos. Ahora miro hacia atrás y lo agradezco. Eso hizo que más tarde se desarrollara mi coraje para superarlos, tanto a ellos como a mí mismo. Pero, claro, con aquella edad yo no lo veía así; lo consideraba un ataque directo hacia mi persona: “me quieren hundir y lo van a conseguir”, pensaba yo. Cuando aquello fue yendo a más, empecé a sacar mi vena rebelde y pasota, de la que estuve sobrado toda mi adolescencia. Siempre lo opuesto a lo que querían mis padres; siempre mi voluntad, mi vida, mis decisiones, mis reglas. De ahí vinieron quizás la gran mayoría de mis fracasos posteriores, del no saber escuchar y del no querer pararme a entender. Era muy independiente, el león de mi propia sabana: me dejas tranquilo y no te ataco, pero procura no meterte en mis asuntos. Así, tanto mis amigos como yo fuimos creciendo. Cada uno a su manera, claro. Mientras que mi amigo Enrique iba convirtiéndose en un joven fuerte y atractivo, que cada vez veía más clara su vocación como futbolista, mi amigo 210 Andrés y yo íbamos poniéndonos cada vez más altos y más delgaduchos. Ya podrás imaginar quién de los tres se llevaba a todas las tías. Andrés, mi amigo más íntimo, había estado junto a mí desde pequeñitos. Él sí era un colega de los de verdad. Tampoco es que él fuera un lumbreras en los estudios, pero siempre se las arreglaba para salir triunfante y no tener que estudiar en los veranos. No es que yo siempre haya sacado malas notas; de hecho, también llegué a tener mis épocas de oro. Pero mientras los demás iban encontrando sus metas, sus sueños y sus motivaciones en la vida, yo seguía perdido; me dio por dejarme llevar y perdí el interés por todo. A Andrés siempre se le dieron muy bien los números y él tenía muy claro que iba a dedicarse a algo de contabilidad, con lo cual él tenía ya algo por seguro. Pero, en cambio, yo no sabía ni qué se me daba bien, ni qué hacer, ni dónde ir después del instituto. Tienes que aprender a distinguir que existen dos tipos de personas: los que toman las riendas de su vida y se enfrentan a ella con paso firme y decidido, sin temor a las variaciones del camino, y los que se montan en un bote y van a la deriva, faltos de luz, esperando a que la vida los sorprenda y a que se les presente una oportunidad por delante, sin darse cuenta de lo perdidos en sí mismos que están. Pues bien, yo era del segundo tipo. Mi mundo seguía acompañándome fuera a donde fuera, y el vivir en él era el caparazón que me protegía de ver la realidad que yo no quería asumir. Todo me daba igual; y eso era lo que yo 211 dejaba que los demás vieran de mí. Así que me dedicaba a salir con mis amigos, a emborracharme cada vez que veía la más mínima oportunidad y a tontear con cuantas más mejor, siempre esperando a que me llegara la gran iluminación divina que me mostrara hacia dónde dirigir mi vida. Seguíamos creciendo, y el echarse novia iba convirtiéndose cada vez más en la prioridad suprema. Todo funcionaba por presión de grupo; a quien no fumaba o no bebía o no tenía ni el peinado ni el pendiente del futbolista de turno, eso le hacía perder hombría y valor. Eso era lo que te ayudaba con las chicas en esa época, aunque a mí tampoco es que me hiciera especial efecto. Las “novietas” que tenía no me duraban más que cuatro meses; pero, aun así, no me daba por vencido. Mientras más tiempo iba pasando, menos me conformaba con cualquier cosa. Así que, cuando me di cuenta de que no encontraba a ninguna que me aportara lo que yo untuía que necesitaba, dejé de buscar; y entonces apareció ella. Mi mejor amiga, mi primer amor... y último: tu abuela Andrea. En las cosas que sabes que no puedes controlar, tienes que aprender a esperar a que la vida te sorprenda y te las ponga por delante. En mi caso, mi salvación fue tu abuela. La chica más guapa que había visto nunca sin duda. No me llames dramático ni “peliculero”, pero supe que iba a ser mi mujer desde que la vi. Nos conocimos y me las arreglé para mantener el contacto con 212 ella; la agregué a mis redes sociales, le di a lo que por entonces eran “me gustas” a todas sus publicaciones; y un día, le empecé a hablar por whatsapp. Efectivamente, ella estaba hecha para mí, y me daba cuenta porque cada vez que hablábamos era como estar hablando con una doble cara de mí mismo. Pronto nos hicimos buenos amigos y tomé la determinación de mantener mucho contacto con ella para que no se olvidara de mí. Estar con ella en ese momento me ayudó. Andrea siempre ha sido una mujer trabajadora, constante y con las ideas muy claras. Eso me gustaba de ella; yo era completamente lo contrario: espontáneo, inesperado y amante del presente. Ella necesitaba alejarse de todo el control bajo el que tenía sometida su vida; relajarse y disfrutar más del momento, para no llevarse decepciones, si las cosas no salían según sus planes. Creo que fue por eso por lo que conectamos de manera tan intensa: recibimos ayuda el uno del otro cuando más la necesitábamos. Enamorarme de ella supuso salvarme a mí mismo, cambiar a mejor, enfrentarme a la realidad y dejar de tenerle miedo; y no sabes cuán agradecido le estoy aún por eso. Pero, aunque dicho así quede todo muy bonito, no fue todo tan fácil como parece. Nuestra historia comenzó cuando, después de haber mantenido nuestra amistad durante cerca de un año, decidí lanzarme y confesarle que yo veía en ella más que a una amiga. Para mi sorpresa, ella sentía lo mismo y no dudamos en intentarlo. Tener 213 una relación a esas edades era, cuanto menos, una aventura, con muchas alegrías y buenos ratos, y también con sus respectivas decepciones. Tengo que decirte que una de las cosas más bonitas que existen es aprender y crecer como persona, uno a raíz del otro; y aprender significa tanto de lo bueno como de lo malo. Ya sabrás que el camino no es liso, y que hay piedras en él; no es agradable tropezártelas o pisarlas sin darte cuenta, pero hay que hacerlo para avanzar. La vida consiste en eso, en aprender tanto de las caídas como de los levantamientos. Con Andrea he tenido a lo largo de la vida bastantes caídas, muy duras, pero eficaces, todo hay que decirlo. A los cinco meses de empezar conmigo, me puso los cuernos con otro en una fiesta. Fue al día siguiente cuando vino arrepentida, llorando, a mi casa, cuando me llevé una de las peores decepciones de mi vida hasta el momento. Decidí perdonarle la falta de respeto que había tenido hacia mí, pero, al no poder confiar en ella, no pude pasar página y olvidarlo, por lo que lo dejamos. Terminó lo que en aquellos años era la selectividad, y, con todo aprobado, unas notas medio aceptables y una mediana idea de qué hacer con mi vida, me mudé a Sevilla, donde empecé a estudiar arquitectura, mundo que, dado mi perfil, me había llamado la atención y por el que me atreví a adentrarme. Una vez allí, con vida nueva, ambiente nuevo y amigos nuevos, me sentí realizado; pero admito que no completo. Me faltaba algo, ese trocito de mí que se quedó con 214 ella en aquel momento, ese que me hacía extrañarla día a día, ese “lo que pudo ser y no fue”, ese “la echo de menos constantemente”, y ese “la necesito a mi lado para ser feliz”. Tras darle vueltas y vueltas, tomé una decisión: plantarme en Málaga, donde ella estudiaba psicología, y recuperarla. No me preguntes cómo, pero lo hice y lo conseguí. Esta vez duramos más, pero a comprende que una relación a distancia, y más en esas edades tan tempranas, suele estar destinada al fracaso. Tras un año, yo me di cuenta de que la arquitectura no era lo mío; y de que tenerla tan lejos, no poder verla apenas y que nuestra relación se redujera a un contacto telefónico, me estaba matando. Así que, tan fácil como vino, se fue; volvimos a dejarlo y dejé la carrera. Esta vez me metí en derecho. Vueltas da la vida, sí. En los tiempos que corrían, los jóvenes buscaban como abejones estudios en los que pusieran carteles enormes diciendo ‘CARRERA CON SALIDAS’. Sí, básicamente por eso acabé donde lo hice. Aún perdido, pero no a la deriva. La carrera en sí era interesante y con un ambiente totalmente distinto al que se respiraba por la escuela de arquitectos. No es que fuese tampoco la carrera de mis sueños, pero la mentalidad en aquellos tiempos era que quien no estudiara una carrera, no servía para nada en la vida; así que, como un papagayo, me limité a seguir lo que la sociedad esperaba de mí. La carrera era muy teórica, eso sí; pero, como la mayoría de los temas que dábamos me interesaban, 215 no me costaba trabajo alguno aprendérmelos para recitarlos más tarde en voz alta delante de toda la clase, como si fuese un poema. Fue en tercero de carrera cuando una tarde en la biblioteca me comentaron el tema de la “Erasmus”, una beca de estudios para irte a estudiar un año fuera, al extranjero. Tal y como te lo pintaban, para un estudiante, resultaba de lo más tentador: un año sin hacer prácticamente nada, casi todo pagado, y fiesta día y noche so pretexto de practicar idiomas. Al día siguiente me faltó tiempo para echar la solicitud y, meses más tarde, para mi sorpresa, me la concedieron. En septiembre del 17 me trasladé a Ámsterdam; recuerdo ese año con cariño, como uno de los mejores de mi vida. Le concedo toda la razón a la fama que se tenía ganada aquella beca; y yo, como abuelo y amigo, te recomiendo que la vivas al menos una vez en la vida. Allí conocí a Kohta, un japonés igual de despistado que yo, que estaba en el grupo de amigos de la Erasmus y que estudiaba una especie de doble grado de ADE con derecho. Con él fue con quien mejor me llevé y con quien he compartido media vida. Una tarde, sentados en el Vondelpark, vimos a un grupo de unos quince jóvenes sentados en círculo comiendo sushi. Una de las muchachas de nuestro grupo también propuso comerlo, pero la mayoría dijimos que era demasiado caro como para permitírnoslo. Así que, como siempre, acabamos optando por una cadena de comida 216 rápida. Rápida, sencilla y barata. De repente, tuve una idea. Me giré hacia Kohta y, entusiasmado, se la conté en un inglés enrevesado. El sushi por aquella época estaba de moda, y cada vez se iba popularizando más y más; solo impedía su expansión el alto precio que suponía la realización. Así que en mi cabeza visualicé una cadena de comida rápida solo de sushi. A ambos nos encantó la idea y, tras mucho fantasear, nos pusimos a montarla. Cuando llegamos a España, y tras meses y meses desarrollando un plan y ahorrando, pedimos un préstamo al banco, compramos un pequeño local entre los dos y empezamos lo que a día de hoy es la empresa que lleva tu padre: el “Sushi Roll”. Dejé la carrera, y me volqué de lleno en ese proyecto, arriesgándolo todo sin duda. Tras mucho trabajo y esfuerzo, y tras muchísimos inconvenientes y problemas, logramos que al año de su apertura “Sushi Roll” alcanzara cierta fama por Sevilla. Nunca pensé que habría terminado emprendiendo algo trascendente en mi vida en torno a lo que, como quien dice, había conocido desde hacía tan poco. De nuevo, vueltas da la vida. Una tarde de octubre, como si de una casualidad ya trazada se tratara, vi a tu abuela, después de cuatro años, acompañada de sus amigas, sentándose en una de las mesas del local. Sentí que me volvía a latir el corazón como cuando tenía diecisiete años. Ella estaba igual de guapa que siempre. Fui personalmente a servirlas para que me viera. Cuando ambos nos miramos, quizás no hizo falta decir nada más. 217 Yo, de alguna manera, sí que he creído siempre en el destino. Sabía que la vida me estaba dejando pistas para que yo las encontrara y pasara lo que tenía que pasar. No hizo falta más que una cena, unas miradas y un beso para retomar lo que hacía años por diversos motivos habíamos dejado a medias. Ahí empezaron los años más felices de mi vida. Ella trabajaba en Sevilla, al igual que yo, por lo que al fin nuestra relación, ahora mucho más adulta y madura, cobraba sentido. Después de cinco años como pareja, un piso en común y un pequeño imperio japonés en nuestras manos, le pedí matrimonio. Nos casamos en el 23 y un año después vino tu tía Elena, luego el tío Leo y por último tu padre. Fuimos muy felices, yo al menos lo 218 fui; aunque, para cuando descubrí que ella no lo era, ya era tarde. Como ya te dije, a una mujer tan ambiciosa y trabajadora como ella, la vida de ama de casa se le quedaba corta. Yo tendría que haber compartido más las responsabilidades con ella, tenía que haberla dejado expresarse, liberarse, haberla apoyado, tal y como ella siempre había hecho conmigo, ayudarla. Pero no fue hasta después de las múltiples peleas, los ataques de ansiedad y una carta de divorcio cuando fui totalmente consciente de la situación. Ella, aparte de ser mi mujer, era mi mejor amiga, mi compañera de vida; y le había fallado cuando ella más lo necesitaba. Así que la dejé ir. Ambos seguimos adelante. Supimos reconstruir y avanzar, pero sin sacarnos nunca el uno de la vida del otro. Yo la quería y ambos nos importábamos mucho mutuamente, así que simplemente nos acostumbramos a un aire diferente. Criamos a nuestros hijos como mejor pudimos, les dimos una buena educación y un ambiente familiar estable. Tu abuela volvió a trabajar y se volvió a casar con otro hombre. Yo, en cambio, me mantuve centrado en el negocio, el cual ocupaba la la mayor granparte parte de de mi mi tiempo, tiempo, cual ocupaba mayor porque aquella era mi verdadera vocación, y en mi vida junto con mis hijos. Y luché por conseguir llevarlo a lo que a día de hoy es: una de las sucursales más importantes de comida rápida extranjera de España. 219 Los años pasaron volando, lo que significaba que estuvieron llenos de buenos momentos junto con los míos. Puede parecer que se es más infeliz cuando no se lleva la vida idílica que todo el mundo espera tener, pero el no tener pareja sentimental no significó ningún impedimento para disfrutar menos la vida que los demás. Tenía a mis hijos, a mis amigos, a mi madre, a mi trabajo, a Andrea y a mi perro; y te aseguro que viví feliz y completo. Fue unos años atrás cuando estos acabaron; cuando durante una reunión me desmayé, me ingresaron y me diagnosticaron una leucemia incurable. Lo primero que pensé era que, después de haberme pasado toda una vida intentando no planear las cosas, ahora acabaría sabiendo el final. La vida muchas veces resulta irónica; pero bueno, a todos nos llega la hora, y la mía estaba llamando a la puerta. En cuanto me diagnosticaron la enfermedad, ella estuvo a mi lado como si de su propio hijo se tratara; incluso cuando perdió a su propio marido en un accidente. Tanto ella como mis hijos no me dejaron solo en ningún momento. Creo que tanto tu abuela como yo podemos presumir orgullosos de que somos la mejor pareja de ex casados que existe en España, al menos los que mejor nos llevamos. Fue hace un año cuando me trasladé a su piso para que me pudiera cuidar mejor sin tener que moverse tanto. Quién nos iba a decir después de todo que ahora ella iba a ser mi 220 compañera de piso, mi ex mujer, madre de mis hijos y mejor amiga. La vida y sus vueltas. Es ahora cuando la estoy mirando de reojo haciendo la comida en la cocina, cuando puedo asegurar que fue ella la luz en mi oscuridad, la lluvia en mi desierto y la brisa en mi mañana. Y es que, aunque ahora yo hubiese sabido todo lo que íbamos a pasar por estar juntos, habría ido a hablar con ella de igual manera, porque me puedo arrepentir de muchas cosas, pero jamás de haberla conocido. Por eso un consejo que sí que puedo darte es que, cuando vayas a tomar la decisión de escoger una compañera de viaje, no te dejes llevar por lo pasional; cerciórate primero de que sea de ese tipo de amigos que solo se cuentan con los 221 dedos de las manos; porque al final sabrás que, si es una amiga de verdad, va a estar siempre ahí para ti, pase lo que pase. En sí, te recomiendo que no te agobies demasiado. Tómate el futuro como si tuvieras los ojos vendados y no supieras hacia dónde vas, sin miedo, para que, cuando llegues y te quites la venda, solo puedas sorprenderte, ya que no habrá cabida para las decepciones. No temas a los errores, ya que te darás cuenta de que de la mayoría, por muy brutales que puedan llegar a ser y por mucho que creas que te pueden destrozar, si los afrontas como un hombre valiente y con cabeza, siempre puedes aprender y sacarles algo bueno dentro de lo malo. Como ya has podido comprobar, la vida da muchas vueltas y no se acaba, por mucho que a veces nos queramos convencer de ello. Los buenos tiempos llegan sin darnos cuenta, y solo un hombre sabio sabe tanto esperarlos pacientemente, como más tarde saborearlos despacio. ¿Qué conclusiones puedes sacar? Creo que puedes juzgarlo tú mismo. No sé si a lo largo de mi vida habré obrado mal o bien. Solo sé que si me dieran la opción de poder cambiar algo, no lo haría, porque sin duda puedo decir que no he tenido siempre lo que he querido, pero sí lo que he necesitado; y a veces con eso basta y sobra. Pues aquí toca despedirnos… Espero realmente haberte servido de algo. Si no, al menos ya conoces mi historia. Sé prudente, pero solo a veces. 222 Con mucho cariño, te quiere, Tu abuelo Antonio No pude evitar que se me escaparan algunas lágrimas y algún que otro suspiro. Aquella carta despejó mis dudas, me relajó y fue la razón por la que pude avanzar con paso firme hacia mi próximo destino. Quizás no fui totalmente consciente al terminar de leerla; pero sí comprendí más tarde, cuando la vida me sonreía en todo su esplendor, que aquella carta fue lo que me empujó a quitarme la venda, la luz que necesitaba en mi oscuridad. 223 PREMIADOS EDUCACIÓN PRIMARIA SEGUNDO CICLO PEDRO Y EL ESPECTRO (PRIMER PREMIO) Narrador: Gonzalo Pérez de Ayala Miranda – 4ºA Ilustradora: Carmen Díaz García-Donas – 4ºB LA PRINCESA DE LA ROSA (SEGUNDO PREMIO) Narrador: Daniel Antonio García Sánchez-Rodas – 3ºB Ilustradoras: Isabel García Serrano – 4ºA Ángela Covelo Lozano – 4ºA ESTRELLITA, ESTRELLITA (TERCER PREMIO) Narradora: Carla Cobreros Ramírez – 4ºB Ilustradora: María Parallé Cera – 3ºB TERCER CICLO GRANDES ESCRITORES (PRIMER PREMIO) Narradora: Julia Gómez de los Infantes Rico – 6ºA Ilustradora: Laura Yebra Rodríguez – 5ºB 225 UN FIEL AMIGO (SEGUNDO PREMIO) Narrador: Fernando Linares Alberich – 6ºB Ilustradoras: Julia Gómez de los Infantes Rico – 6ºA Claudia Campillo Soriano – 6ºB MI CAJITA DE VALES (TERCER PREMIO) Narradora: Claudia Campillo Soriano – 6ºB Ilustradora: Marina Kirchheim Moreno – 5ºB ANITA, LA UVA (ACCÉSIT) Narrador: Juan Tola de Torres Bohórquez – 5ºA Ilustradora: Claudia Merón Ordóñez – 6º A Claudia Ramajo Rosa – 6º A EDUCACIÓN SECUNDARIA PRIMER CICLO LUCES VERDES EN FINLANDIA (PRIMER PREMIO) Narradora: Paula Díaz García-Donas – 2º ESO B Ilustrador: Andrés Fernández González – 3º ESO B 226 ESPÍRITUS LIBRES, ALMAS REBELDES (SEGUNDO PREMIO) Narradora: Marta Menor de Gaspar Cobreros – 1º ESO A Ilustradores: Inés García García – 2º ESO A Marta Menor de Gaspar Cobreros – 1º ESO A Mª Luisa Sánchez de Nieva Montes – 1º ESO A RECUÉRDAME (TERCER PREMIO) Narradora: Alicia Cárabe Peirado – 1º ESO A Ilustradores: Ana Montero Sánchez – 2º ESO A Sara Wendenburg Cantón – 1º ESO B Paula Díaz García-Donas – 2º ESO B María Castro Santisteban – 2º ESO A SEGUNDO CICLO RECUERDOS EN UNA PÁGINA EN BLANCO (PRIMER PREMIO) Narrador: Juan Sánchez Gamino – 4º ESO A Ilustradores: Daniel Berndt Wendenburg Cantón – 3º ESO B Marina Barbadillo Moreno – 4º ESO A UN SOLO SEGUNDO (SEGUNDO PREMIO) Narradora: Teresa González Viegas – 3º ESO A Ilustradora: Teresa González Viegas – 3º ESO A LEYENDO UNA VIDA (TERCER PREMIO) Narradora: Elena Ledo Martínez – 3º ESO B Ilustradores: Roberto Gálvez Montilla – 4º ESO B Clotilde Botija Moreno – 3º ESO B Hannah Depmer – 4º ESO A 227 BACHILLERATO ESCAPE (PRIMER PREMIO) Narradora: Sara Sánchez Gamino – 2º Bach B Ilustradora: Vicenta Villanueva Diego – 1º Bach B VIENTO DIVINO (SEGUNDO PREMIO) Narrador: Iván Cárabe Peirado – 2º Bach B Ilustradora: Victoria Enith Gennes Hernández – 2º Bach B EL MARQUÉS INQUIETO (TERCER PREMIO) Narrador: Álvaro Mendoza Alcalá – 1º Bach B Ilustrador: Juan Martín Rodríguez – 3º ESO B LUZ EN MI OSCURIDAD (ACCÉSIT) Narradora: Mª Isabel Salas Castillo – 2º Bach B Ilustradora: Paula Schneider Albea – 1º Bach A 228 Colegio Alemán de Sevilla Alberto Durero Albrecht Dürer a Deutsche Schule Sevilla A M PA