Narrativa - Colegio Alemán de Sevilla

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X CERTAMEN DE NARRATIVA
COLEGIO ALEMÁN ALBERTO DURERO
DEUTSCHE SCHULE ALBRECHT DÜRER
2016
X Certamen
de Narrativa
Coordinación:
Isabel Mª García Negrete
Concurso de Narrativa: Cayetana Hernández Sánchez
Ignacio de la Cuadra Buil
María Luisa Mansilla García
Elena Mª Saucedo del Rey
Esther Soler Pantoja
Mª Ángeles Rodríguez Madrigal
Carmen Sánchez Elías
Isabel Mª García Negrete
Jurado de Narrativa:
Primaria: Purificación Casas Llera
Secundaria: Seminario de Lengua y
Biblioteca (Valentina Vivaldi)
Concurso de Ilustraciones:
José Manuel Bonilla
Ana Mª Herrera Mato
Marta Barrera Altemir
Cayetana Hernández Sánchez
Carmen Sánchez Elías
Isabel Mª García Negrete
Presentación:
Isabel Mª García Negrete
Edición:
Ana Mª Herrera Mato
Isabel Mª García Negrete
Cayetana Hernández Sánchez
Elke Aparcero Sierra
Diseño de la cubierta:
Marta Barrera Altemir
Patrocinador:
AMPA – Colegio Alemán Sevilla
Impresión y encuadernación: La Fábrica Gráfica
ÍNDICE
PRESENTACIÓN ........................................................................... 7
NARRACIONES DE PRIMARIA
I. Pedro y el espectro ................................................ 11
II. La princesa de la rosa ............................................ 17
III. Estrellita, estrellita ................................................ 23
IV. Grandes escritores ................................................. 29
V. Un fiel amigo ........................................................ 37
VI. Mi cajita de vales ................................................. 47
VII. Anita, la uva .......................................................... 55
NARRACIONES DE SECUNDARIA
I. Luces verdes en Finlandia ..................................... 61
II. Espíritus libres, almas rebeldes ............................. 79
III. Recuérdame ......................................................... 101
IV. Recuerdos en una página en blanco .................... 113
V. Un solo segundo .................................................. 129
VI. Leyendo una vida ................................................ 141
VII. Escape ................................................................. 155
VIII. Viento divino....................................................... 171
IX. El marqués inquieto ............................................ 189
X. Luz en mi oscuridad ............................................ 205
RELACIÓN DE PREMIADOS ............................................ 225
PRESENTACIÓN
El Certamen de Narrativa del “Colegio Alemán
Alberto Durero” alcanza este año su ya décima edición, una
cifra redonda que nos impulsa a hacer un poco de historia.
Fue en los inicios del curso 2004-2005 cuando, en
una reunión del Departamento de Lengua, surgió la idea de
convocar un concurso de relatos entre los alumnos de nuestro
Centro para potenciar su creatividad y su dominio de la
lengua escrita. Mientras pensábamos en cómo darle forma, y
ya con el beneplácito de la Dirección, nuestra querida Pura
Casas tomó la iniciativa de ponerse en contacto con el AMPA
como entidad patrocinadora, que desde un principio apoyó la
idea, ya que todo concurso necesita ofrecer algún premio.
Manos a la obra, nos pusimos a redactar las bases.
Lo primero, como Alonso Quijano cuando pensó en hacerse
caballero andante, fue buscar nombre a nuestra idea:
“Certamen de narrativa” (¡hecho!). Después, otros aderezos:
quiénes deberían participar... ¡todos los que escriben, desde
tercero de Primaria hasta los mayores! Pero, ¿todos al mismo
nivel? Mejor diferenciamos: primero concursan en cada clase,
con su profesor al frente, y los seleccionados compiten con
los de su ciclo; y, si es posible, con un jurado externo en la
segunda fase. Ya buscaremos a quién encomendarle la tarea.
Además... esos relatos deberían aparecer ilustrados: ¡pues
convocamos un “Certamen de ilustración” sobre los relatos
ganadores! Eso es; pediremos colaboración a los profesores
de Plástica. Claro... pero lo suyo sería que al final todo esto
tomara forma de libro, ¿no? ¡Guay! Mucho trabajo, sí, pero el
resultado podría compensar todos los desvelos... ¡Y les
pedimos colaboración a los de Informática, que la tecnología
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tiene sus secretillos...! Y así, como un proyecto coral, allá por
noviembre, tomaron forma las bases del “I Certamen de
narrativa”. Algo similar a sentirnos “armados caballeros” para
empezar a correr las mil y una aventuras con las letras, con
los relatos de nuestros alumnos, siempre con el afán de quien
desea “prodigar el bien”. Y a partir de entonces supimos
cuánta verdad había en los versos citados al ventero por el
mismísimo don Quijote: «mis arreos son las armas, mi
descanso el pelear», ya que todo el camino se ha ido andando
con múltiples trabajos y algún que otro entuerto puntual que
“desfacer” para que cada año nuestro sueño cristalizara en un
libro similar al que hoy, querido lector, tienes entre las manos
(o en la pantalla).
Aún recuerdo aquella primera edición “artesanal”.
Después de terminado el concurso de relatos y elegidas las
ilustraciones, había que maquetar el libro. Para repartir la
tarea, Pura se pondría a trabajar con Elke en los relatos de
Primaria; y esta que suscribe, junto con Carmen Sánchez, a
trabajar con Ana Herrera en la Secundaria. Todo era terreno
inexplorado, todo era consulta y consenso; aprendizaje y
precedente para futuras ediciones. Para finalizar, dos
problemas: la impresión física del libro y la cubierta.
Soluciones caseras: Ana Herrera, en la impresora de su casa,
imprimiría en papel los “treinta y tantos” ejemplares que se
proyectaron; Juan Pedro Pérez Gey diseñaría la portada, que
ya una imprenta pasaría a papel y encuadernaría. Hoy en día,
aquellos ejemplares son casi como los “incunables” de
nuestra historia.
En este esfuerzo colectivo se han perpetuado muchos
nombres propios y han ido incorporándose otros. José Manuel
Bonilla diseñó otra de las portadas; pero, desde la llegada de
aquella jovencísima Marta Barrera, es ella la encargada de
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plasmar las ideas que le pedimos como si escribiéramos una
carta a los Reyes Magos. Un nombre ilustre en las letras, el
del Dr. Antonio Ramírez de Verger, se ha hecho asiduo en la
presentación (este año mucho más “pedestre”, disculpen los
más avezados lectores). Pura Casas ha entregado el testigo,
luego de compartir camino, a Cayetana Hernández. Carlos
Broca también ha colaborado en la edición de la Primaria en
algunas ocasiones. De las últimas incorporaciones, nuestra
bibliotecaria: Valentina Vivaldi. Desde el AMPA, Ana Ruiz,
Toñi Gamino, Manuel Dorado... gracias por vuestro apoyo. Y
qué decir de la dirección: Matilde Duque (nuestra “Mati”),
siempre a la vanguardia de nuestras huestes, animando (y
apremiando en algún caso) a todos los esforzados actores acá
y acullá, sirviendo de intermediaria entre estamentos e
instituciones, buscando salas y tiempos oportunos para la
entrega de premios… como la harina en la repostería: el
elemento imprescindible de cohesión en este delicado
entramado de esfuerzos personales.
E, inaccesibles al desaliento, Ana Herrera y yo, que
solemos combinar nuestros paseos por el Real de la Feria de
abril con los últimos retoques de la edición (permítaseme la
confidencia).
También hemos de recordar que a partir de la octava
edición, en 2012, decidimos hacer el certamen con
periodicidad bianual, para ceder en esos otros años el
protagonismo a las otras dos lenguas que se imparten en el
colegio: alemán e inglés. Ya llevan dos ediciones (2013 y
2015) con un formato similar e indudable éxito. Esos años de
“descanso narrativo” en lengua española, hemos dirigido
nuestro concurso a la lectura expresiva, otra de las destrezas
vitales en la competencia lingüística de nuestros alumnos. Y
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aquella primera impresión casera se ha ido transformando
hasta llegar a la edición digital.
“Al andar se hace camino y, al volver la vista atrás,
se ve la senda que siempre se ha de volver a pisar” (que me
perdone don Antonio Machado). El camino ha sido largo
(diez ediciones ya), pero el balance positivo: positivo el
comprobar cómo se materializa año tras año el fruto de un
trabajo colectivo, positivo el sentir el apoyo de la comunidad
escolar y sus instituciones; y positivo, sobre todo, el
comprobar cómo hay pequeños narradores que van creciendo
en edad y en altura literaria (a las pruebas me remito; y, si no,
juzga por ti mismo, querido lector amigo).
Y en este sueño quijotesco ya empieza a tomar forma
otra nueva aventura con las letras: “Palabras al viento”; pero
ese... será otro cuento.
Isabel María García Negrete
JEFE DEL DEPARTAMENTO DE LENGUA
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Narrador: Gonzalo Pérez de Ayala Miranda
Ilustradora: Carmen Díaz García-Donas
11
Érase una vez un campesino llamado Pedro que
vivía con su familia en una pequeña casa de campo.
Desgraciadamente, eran pobres y apenas tenían dinero
para comer.
Una noche, Pedro escuchó unos golpes fuera, así
que fue a investigar. Al salir, un espectro de luz se le
apareció y le dijo:
— Si quieres alimentar a tu familia, deberás
seguir mis reglas.
Pedro le preguntó qué debería hacer.
—Deberás subir al castillo donde yo te llevaré —
le contestó el espectro.
Entonces, Pedro le dijo que aceptaba. Se metieron
en un portal y, al momento, estaban en la puerta del
castillo que el espectro le había dicho. Este le explicó:
— Tendrás que subir al último piso.
Y el espectro desapareció.
Pedro subió las escaleras. Cuando llegó al
primer piso, se encontró a una persona con un bebé en
brazos. De repente, se declaró un incendio. Pedro fue a
socorrerlos y se los llevó con él.
En el segundo piso, había un gigante que había
secuestrado a una persona. Pedro la rescató y los cuatro
siguieron subiendo las escaleras.
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En el tercer piso, se celebraba un banquete. Era
una fiesta muy grande, pero como Pedro no era goloso,
siguió subiendo las escaleras hacia el siguiente piso.
Era el último, pero allí no había nada.
En ese momento, el espectro volvió a aparecer y
Pedro le preguntó dónde estaban las riquezas.
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— Las riquezas son las que tú has tenido hoy:
solidaridad y valor. Además, has vencido la tentación
del banquete –le contestó el espectro.
Pedro, desconfiado, le dijo que cómo podría
ayudar a su familia.
— Con lo que tú has demostrado hoy, tu familia
podrá tener, desde ahora, todo lo que necesite.
Y... zapatito roto, cuénteme usted otro.
15
Narrador: Daniel Antonio García Sánchez-Rodas
Ilustradoras: Isabel García Serrano
Ángela Covelo Lozano
17
Érase una vez una princesa hermosa como una
rosa. Como las vecinas la envidiaban, pagaron a un
mago para que la convirtiera en una rosa. Así, el día de
Navidad, la princesa fue al jardín y cuando tocó una
rosa, esta la absorbió. Así fue como el mago la convirtió
en una rosa.
Un día, pasó por allí un príncipe. El príncipe
cogió la rosa y la puso en un jarrón. ¡Era increíble! En
el jarrón se reflejaba la princesa.
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— ¿Qué haces aquí, hermosa dama? —le
preguntó el príncipe.
— Yo soy la rosa —le contestó la princesa—.
¿Puedes ayudarme?
— ¿Cómo quieres que te ayude? —le dijo el
príncipe.
La princesa no lo sabía. Pero, como tenía el
teléfono de un taxista, lo llamó y le dijo que los llevara
al palacio del mago.
El príncipe cogió el jarrón y se montaron en el
taxi. Cuando llegaron, se despidieron amablemente del
taxista y este se marchó.
En el castillo, el mago le dijo al príncipe:
— Si quieres deshacer el hechizo de la princesa,
tienes que quitarle a la rosa sus pétalos diciendo “me
quiere, no me quiere…”.
Así lo hizo el príncipe y el último pétalo cayó
en… “me quiere”. De esta manera, se deshizo el hechizo.
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Y el príncipe y la princesa pudieron casarse.
21
E strellita, E strellita
Narradora: Carla Cobreros Ramírez
Ilustradora: María Pallaré
Paarlaallré Cera
23
Cuentan, los que lo vieron, la historia de una
niña llamada Celia, que vivía con su abuelo y su
abuela.
Un día en el colegio, colgó una bonita estrella de
papel en la pared.
— Muy bonita la estrella. Gracias, Celia —le dijo
la profesora.
25
Como a Celia le encantaba aquella estrella, le
dijo:
— Estrellita, estrellita, te pido por favor que
nunca tenga problemas en el colegio.
Al día siguiente, inesperadamente, la estrella
había desaparecido de la pared de la clase. Celia se puso
muy triste. Cuando terminó el colegio, se dio cuenta de
que ese día no había tenido problemas con nadie. “La
estrella me ha concedido mi deseo”, pensó.
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Al llegar a su casa, Celia vio que la estrella
estaba en su cuarto, encima de la cama.
— ¿Qué haces aquí? —le preguntó la niña.
— Pensaba que, si yo te ayudaba, tú me
ayudarías a mí. Me gustaría ser una estrella de verdad.
—le contestó.
Celia se puso muy contenta porque pensaba que
iba a tener una aventura. Pero sabía que, si ayudaba a
la estrella, se iría y ya no la vería más.
— Tengo una idea —dijo la estrella de papel—:
Tú me ayudas, y cada semana me convertiré en una
estrella fugaz y vendré a verte.
— Vale —dijo Celia.
Y así fue. Las dos cumplieron su deseo.
Celia no volvió a tener problemas en el colegio
y la estrella de papel brilló cada noche en el cielo y
siguió visitando a la niña.
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Esto es verdad y no miento. Y, como me lo
contaron, te lo cuento.
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Narradora: Julia Gómez de los Infantes Rico
Ilustradora: Laura Yebra Rodríguez
29
Era un día soleado. Raquel se dirigía hacia el
colegio con una sonrisa en los labios. Era una chica de
11 años, alta y con unos preciosos cabellos rizados de
color castaño y unos ojos color marrón oscuro. Ese día
iba sonriente porque era su primer día de trabajo en la
biblioteca. Se había apuntado para trabajar allí porque
le encantaba leer.
Raquel entró en la biblioteca y le preguntó a
Ana, la bibliotecaria, qué debía hacer primero. Ana le
dijo que empezara a ordenar los libros y que, de paso,
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les quitara un poco el polvo. Raquel se puso a trabajar.
Comenzó por la sección de las biografías.
De pronto, le llamó la atención un libro en
concreto. Era muy gordo y con cubierta de cuero y en su
lomo ponía Biografía de grandes escritores I. Lo cogió y
lo abrió por una página que parecía estar marcada con
un trozo de papel.
Se fijó en una llave que había dibujada y que
casi parecía de verdad. Pasó la mano por encima para
quitarle la suciedad. Se asustó al tocarla porque… ¡la
llave era de verdad! No era un dibujo sino una llave en
un hueco hecho a propósito. La cogió y dejó el libro
donde lo había encontrado. Le dijo a la bibliotecaria que
se había acabado el recreo y se marchó.
Al día siguiente, Raquel volvió a la biblioteca.
Llevaba consigo la llave, por si acaso encontraba
alguna pista de para qué servía. Se puso a trabajar otra
vez con las biografías. Se llevó una gran decepción al
ver que no encontraba ninguna. Cuando estaba a
punto de marcharse, vio un libro debajo de la
estantería. Era un libro exacto al que contenía la llave,
solo que en el lomo de este ponía Biografía de grandes
escritores II. Cuando lo tuvo entre las manos, supo qué
hacer. Lo abrió por la página marcada y vio un
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candado dibujado. Lo sacó de su hueco, pues este
tampoco era un dibujo sino real. Metió la llave en el
candado y, de repente, se abrió un portal. Sin
pensárselo dos veces, Raquel pasó por él.
La niña estaba muy desconcertada. Se
encontraba en el hall de un hotel de cinco estrellas, muy
moderno. Observó cómo un hombre, que parecía ser el
recepcionista, se acercaba a ella. En el momento en el
que estuvo lo suficientemente cerca para que lo
escuchara, le dijo:
— Hola, soy Adrián, el recepcionista del hotel
Grandes escritores. ¿Puedo ayudarla?
En ese mismo instante le surgieron un montón
de preguntas, pero solo pudo hacer una:
— ¿Me puede enseñar el hotel?
— Sí —respondió Adrián.
Ambos se dirigieron al ascensor para subir
hasta una de las plantas donde estaban las
habitaciones.
— En este hotel solo residen los espíritus de los
grandes escritores —informó Adrián a Raquel, mientras
subían por el ascensor.
33
Cuando llegaron a su destino, lo primero que
vieron fue un largo pasillo con puertas a ambos lados,
todas numeradas. Se adentraron un poco en él y, a lo
lejos, vieron a un hombre salir de una de las
habitaciones. Al principio no lo reconocieron; pero, a
medida que se acercaban, descubrieron que se trataba
de… ¡Julio Verne!
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Raquel se acercó a él y le preguntó:
— ¿Cómo se le ocurrieron a usted todas las
historias que escribió?
— Pues... Leyendo muchos libros —le contestó el
escritor.
— Soy una gran fan de sus obras —le dijo
Raquel.
De pronto, reparó en que a Julio le colgaba una
llave del cuello. La niña palpó en sus bolsillos, en los
que solo encontró el candado.
Se preocupó. Luego se dio cuenta de que la llave
que colgaba del cuello del escritor era exactamente igual
que la que ella había encontrado en el libro de la
biblioteca. Le preguntó a Julio si se la podía llevar. Él
asintió, se la descolgó del cuello y se la dio.
La niña metió la llave en el candado y la giró.
Se abrió un portal delante de ellos. Raquel pasó por él y…
desapareció.
Se encontraba de nuevo en la biblioteca. Tenía
la llave y el candado entre las manos. Decidió dejarlos
en los libros de donde los había cogido y, luego, volvió a
clase.
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Narrador: Fernando Linares Alberich
Ilustradoras: Julia Gómez de los Infantes Rico
Claudia Campillo Soriano
37
Este cuento no es de los de siempre, que
empieza y acaba bien. No; aquí se leerá la
historia de un perro que, a pesar de todo,
confió en sus amos.
Era otoño y las hojas caídas de los
árboles formaban una gigantesca manta en
el suelo. Yo soy un perrito y, en aquel tiempo,
estaba en una tienda de animales.
Un día me acogió una tierna familia
que tenía un niño pequeño.
Cuando llegué a mi nueva casa, me
sentí afortunado, aunque un poco apenado
porque echaba de menos a mis compañeros
perrunos.
Mis dueños me llamaron Wasabi,
porque me encantaba el picante.
39
Los días en casa eran sencillos, pero
divertidos; incluso jugaba al fútbol con toda
la familia.
Al principio, cuando eres un cachorro,
las cosas son más fáciles y todos te quieren.
Sin embargo, cuando eres mayor, ya no te
hacen tanto caso como antes. Así pues, a
medida que fui creciendo, me fui dando
cuenta de que ya no me hacían tanto caso
40
como antes: me daban poca comida, no
jugaban conmigo, me paseaban por
obligación y no por voluntad propia… “Bueno,
esas cosas pasan”, pensé.
Un día estaba jugando a la pelota con
el pequeño de la casa. Como yo ya era mayor
y tenía mucha fuerza en las mandíbulas, le
mordí el brazo y se lo rompí. El padre me
pegó una enorme patada en la barriga,
dejándome sin aire. Poco después me ató con
una cadena a la pata de la mesa que había
en la terraza.
41
Todavía recuerdo lo último que me
dijo el niño antes de irse: “No pasa nada; ha
sido un accidente”. Y se lo llevaron a
urgencias.
Dos meses después, en una lluviosa
tarde de invierno, era mi cumpleaños.
Cuando me recogieron de la tienda el
dependiente les dijo a mis dueños el día en
que había nacido.
Ya eran las siete de la tarde y escuché
un ruido de llaves. “¡Por fin me sacarán de
aquí arriba!”, pensé. Pero estaba muy
equivocado.
Mi dueño, el padre del niño pequeño,
me cogió, me metió en el coche y nos
dirigimos al bosque. Cuando llegamos, abrió
la puerta y yo salí disparado.
El dueño volvió a meterse en el coche,
cerró la puerta, arrancó y se fue. “¡Eh, te has
olvidado de mí!”, grité. Pero él no paró.
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Entonces entendí todo: “¡No me habían
perdonado! ¡Por eso me habían abandonado!”
Ese día quise no haber nacido.
En el bosque subsistí meses y meses.
Hasta que un día, en un lago cercano, me
encontré a mis antiguos dueños. Debía ser
verano, porque se estaban bañando. Cuando
los vi, me entró un poco de depresión y me
43
fui. Sin embargo, al darme la vuelta, oí un
grito de socorro. Me giré y… ¡era el niño
pequeño que se estaba ahogando! Corrí
heroicamente a salvarlo. Me tiré al agua y lo
cogí del brazo. Fue una batalla constante
contra la corriente. Conseguí salvarlo, pero
me desplomé en el suelo, cansadísimo.
Cuando aún estaba consciente, sentí el
calor de las manos del niño abrazándome y
cogiéndome. Después, todo se volvió negro.
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Al despertar, me encontraba en una
camilla con muchos tubos conectados a mí.
Para mi sorpresa, estaba en el hospital.
Miré un calendario que había en la
mesa del al lado y… ¡ya era otoño! Me había
pasado muchísimo tiempo en coma. A mi
45
lado vi al niño durmiendo en un sillón y me
alegré mucho de que estuviera allí. Ladré lo
más alto que pude y se despertó. Me aclaró
todo lo que había pasado y me dijo que había
sufrido una hipotermia por salvarlo, pero que
en unos días todo volvería a la normalidad.
Y aquí estoy. ¡Hasta tengo novia!
Esta es una gran historia. Y la
moraleja es: “No los abandones y no te
abandonarán”
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Narradora: Claudia Campillo Soriano
Ilustradora: Marina Kirchheim Moreno
47
Esta mañana me he levantado y he visto una
extraña cajita sobre la mesilla que está al lado de mi
cama.
No recordaba haberla visto nunca, así que no
sabía qué hacía ahí. Me ha entrado curiosidad y la he
abierto.
Dentro había unos papelitos que parecían vales.
He cogido uno y lo he observado detenidamente.
“Vale por un día en familia”. ¡Qué raro! Tenía
muchas preguntas: ¿Quién habrá puesto la cajita aquí,
en la mesilla de mi cuarto? ¿Para qué servirá? ¿Qué
significan estos vales? No le he dado mucha
importancia y he bajado desayunar.
Es por la tarde. Estamos en el coche, de camino
a la playa.
Íbamos a salir esta mañana; pero nos hemos
puesto a ver la televisión en lugar de hacer las maletas
y no nos ha dado tiempo de terminarlas antes de
almorzar. Por cierto, me he traído la cajita. Creo que
servirá para algo.
49
Cuando hemos llegado, he abierto la cajita y…
¡había desaparecido un vale! En el vale estaba escrito lo
siguiente:
50
“Vale por una mañana en la playa”. Puede que
los vales tengan algo que ver con ciertos sucesos…
51
Estoy en mi habitación mirando los vales. Ha
venido mi hermana y me ha preguntado si bajaba con
ella a la piscina. Le he dicho que no, y en ese mismo
instante el vale que tenía en la mano se ha
desvanecido.
He estado reflexionando sobre el significado de
los misteriosos vales y he llegado a una conclusión:
Esos vales simbolizan mi vida. Todo lo que pasa
aparece en la caja en forma de vale. Si no aprovecho
52
alguna oportunidad, un vale se esfuma. Si durante un
día no se utilizan los vales, has desaprovechado una
magnífica oportunidad. Y, día a día, se puede
desperdiciar una vida entera.
Reflexiona sobre esto: ¿Cuántos vales utilizarás
hoy?
53
Narrador: Juan Tola de Torres Bohórquez
Ilustradoras: Claudia Merón Ordoñez
´
Claudia Ramajo Rosa
55
La protagonista de mi historia se llama Anita.
Anita es una uva rellenita y brillante. Siempre va junto
a sus veintitrés compañeras. Entre ellas hacen
concursos sobre quién es la más lista, quién es la más
alegre…
Un día, Anita oyó decir al agricultor del viñedo:
— Este es el racimo más bello que he visto en
mi vida. Lo reservaré para el día 31 de diciembre.
Anita les contó a sus compañeras lo que había
oído. Esa noche no durmieron porque sabían que era la
última que iban a pasar todas juntas.
57
Al día siguiente, el agricultor cogió el racimo
donde estaba Anita y lo llevó a una frutería.
Allí estaban una abuela y su nieta. La abuela le
dijo a la niña:
— Laura, ¿qué racimo de uvas quieres para la
noche de Nochevieja?
La niña le contestó:
— Abuela, no me gustan las uvas. Quiero palomitas.
58
— Laura, como este fin de año te quedas
conmigo, las vas a probar —le propuso la abuela.
La niña, muy feliz, le contestó:
— Vale, pues quiero este racimo —dijo la niña
señalando el racimo donde estaba Anita.
El día 31 de diciembre, la abuela puso dos
cuencos con doce uvas en cada uno. Anita quería tocarle
59
a Laura porque, como ella estaba muy dulce, a la niña le
iba a gustar. Así, cada fin de año se las tomaría.
Efectivamente. Laura se comió las uvas y… ¡le
encantaron!.
60
Narradora:
Paula Díaz García-Donas
Ilustrador:
AndrésFernández
FernándezGonzález
González
Andrés
61
Anneli no tenía demasiadas cosas. Bueno,
en realidad, supongo que se podría decir que sí:
tenía una casa a las orillas del río Aura, en Turku;
doble nacionalidad (la finlandesa, por su rama
paterna, y la argentina, por la materna); un padre
pescador y una madre artista; un precioso pelo
castaño oscuro que más de una vez había hecho
que la tomasen por turista en Finlandia; y una
mejor amiga, Seija, que, con un par de lentillas de
color rojo, casi podría hacerse pasar por albina.
Vivía sin grandes lujos, pero bastante bien.
Desde muy pequeñas, Anneli y Seija, que,
además eran vecinas, habían acordado salir juntas
a la orilla del río las noches de auroras boreales.
Dentro de lo extraño que es este
fenómeno, en Finlandia se da con relativa
frecuencia, principalmente entre los meses de
septiembre a marzo, cuando las noches pueden
llegar a durar casi veinte horas. De hecho, si el
cielo estuviese siempre despejado, la mayoría de
los días durante aquella época del año se podrían
ver; aunque, por desgracia, lo normal es que
estuviera nublado.
A las dos amigas les parecía mágico verlas
y, si bien no se pasaban toda la noche
contemplándolas, siempre encontraban un ratito
para ir a mirarlas cuando ocurría. Se abrigaban
63
con varios jerseys, abrigos y guantes, y salían a
observarlas juntas en absoluto silencio.
Una noche de noviembre, cuando las horas
de luz suelen ser aún de siete a ocho, partieron
como de costumbre a su habitual punto de
encuentro tras divisar luces desde sus respectivas
ventanas. Cuando Anneli llegó, Seija ya estaba allí,
esperándola. La saludó con una sonrisa mientras se
desplazaba un poco a la derecha para hacerle
hueco.
Estaban
ya
ambas
sentadas
y
completamente ensimismadas cuando un fuerte
ruido a sus espaldas las sacó de sus ensoñaciones y
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las hizo girarse. En Turku no solía haber ni un solo
ruido de noche y, aún menos, gente por las calles.
Por eso se sorprendieron al ver a un chico
que apenas sería mayor que ellas, si es que lo era,
con pinta de turista perdido y una mueca de dolor
en la cara tras haberse chocado con una farola.
Seija se rió por lo bajo.
— Lo que nos faltaba —dijo—: un “guiri”.
Pero las dos se levantaron para ver si se
había hecho daño y guiarlo hasta el hotel o donde
fuera que se alojase, si realmente resultaba estar
perdido.
— ¡Hola! —le dijo Anneli, en finés—.
¿Estás bien?
Esperó que el chico le respondiese en un
inglés chapurreado, diciendo que no era de allí y
que no la entendía, pero, para su sorpresa, habló
también en finés.
— Sí, gracias. Solo que no entiendo con
qué fin ponen farolas, si luego no las encienden.
— Tienes razón —contestó Seija, que
parecía a punto de estallar en carcajadas—.
Pensábamos que no eras de aquí.
— Sí, bueno; en realidad, no lo soy. Vengo
de Helsinki.
65
— ¿Helsinki? ¡Ah, qué bien! —Anneli no se
había podido permitir viajar mucho, solo una vez a
Argentina cuando era muy pequeña, para visitar a
la familia de su madre, y otra hacía un par de años
a Helsinki, la capital— ¿Y necesitas ayuda para
encontrar el camino de vuelta?
— No hace falta, gracias —respondió con
una sonrisa—. Sé cómo volver al hotel, pero hoy ha
sido mi primer día aquí y me apetecía dar un paseo
para ver algo de la ciudad antes de ir a dormir.
— ¡Oh! —exclamó Seija—. Mañana es
sábado. Podríamos hacer de guías turísticas y
66
enseñarte Turku. Parece una localidad pequeña,
¡pero no te imaginas la de cosas que hay por ver!
— ¡Sí! —la apoyó Anneli—. ¿Sabías que la
ciudad medieval sobre la que apoyas ahora mismo
tus preciosas Vans es la más antigua de Finlandia?
El chico empezó a reírse con plena
confianza. Realmente, parecía simpático.
— No me puedo creer que te hayas fijado
en la marca de mis zapatos —dijo, cuando ya
estaba algo más sereno—, y más con lo oscuro que
está. ¡Ah! Y lo de que me enseñéis Turku me
parece fantástico —añadió, con una sonrisa—.
Además, no he traído ni mapas ni guías.
— ¿Se puede saber qué clase de turista va
a visitar una ciudad sin mapas ni guías?
—
comentó Anneli, divertida—. Entonces… ¿qué te
parece que nos veamos mañana en este mismo sitio
a las nueve y empezamos?
— Genial —respondió él—. Por cierto,
¿cómo os llamáis?
— Yo soy Seija. Y ella es mi amiga Anneli.
¿Cómo te llamas tú?
— Risko. Bueno, yo me tendría que ir ya.
Hasta mañana, entonces.
Los tres se despidieron, y cada uno
regresó a su casa.
67
El día siguiente amaneció nublado, pero
eso era normal en Turku. Y, en cualquier caso,
mientras no lloviese, no pasaba nada. Se
encontraron donde habían acordado, a las nueve,
para aprovechar así al máximo las horas de luz.
Recorrieron gran parte de la ciudad a pie,
entrando en todos los sitios que parecían
interesantes y parándose cada dos por tres para
hacer fotos. Visitaron el museo de artesanía
Luostarinmäki, que tenía bastante más encanto que
los museos corrientes, con sus cabañas con musgo
en el techo y gente que parecía sacada de una
novela de la Edad Media. Entraron también en la
catedral y en el castillo de Turku y, por último,
dieron una vuelta por el puerto.
En cuanto empezó a anochecer, a las tres
y media, cada uno volvió a su casa, aunque Anneli y
Seija se quedaron un rato más juntas.
— Es extraño, ¿no? —comentó Anneli
cuando se quedó a solas con su amiga—. Ayer me
pareció que Risko tenía los ojos marrones, pero
hoy se los he visto verdes.
68
— Sí, yo también estaba convencida de
que eran de color marrón —respondió Seija—.
Pero era por la noche. Es normal que no
supiésemos distinguirlos bien.
— Supongo que tienes razón.
La cosa se quedó ahí y, una vez acostada,
Anneli se dio cuenta de que hacía mucho tiempo
que no se lo había pasado tan bien. ¿Era posible
que conociese tan poco sobre su propia ciudad?
Aquel día había visto más cosas de Turku que en
todo lo que llevaba de vida. Y, con el buen sabor de
boca de saber que mañana volverían a verse, se
durmió.
Pero al día siguiente empezó a notarse una
incomodidad palpable entre los tres, porque,
cuando se volvieron a encontrar para seguir
visitando la localidad, Risko tenía los ojos…
¿azules?
Las dos amigas intentaban quedarse solas
a cada momento para comentar la aparente
69
imposibilidad que se les había plantado delante.
¿Cómo podía ser que Risko hubiese pasado de
tener los ojos de un profundísimo verde a tenerlos
del color del cielo?
Al final, este se percató de las miradas
furtivas y cuchicheos de las chicas, y les preguntó
si iba todo bien. Seija, que siempre había sido la
más lanzada de las dos, le contó lo extraño de sus
ojos.
— No... —respondió este— Yo… esto… Los
he tenido siempre azules, aunque ayer estaba
nublado y… no sé… con la falta de luz quizá se
viesen verdes.
Anneli alzó una ceja.
— Pero hoy también está nublado, y se te
ven azules.
— Pues… No sé… —replicó el chico, que
parecía agobiadísimo.
Seija y Anneli no quedaron en absoluto
convencidas, pero lo dejaron pasar. Risko era
realmente muy simpático y estaba empezando a
convertirse en amigo suyo. Y no iban a dejar que su
color de ojos lo estropease.
El
resto
del
día
transcurrió
estupendamente. La incomodidad que había habido
en un principio se esfumó en seguida, y pudieron
70
disfrutar plenamente de una obra en el teatro Åbo
Svenska, que les encantó a los tres, y de la
navegación a vela de Soumen Joutsen. Volvieron a
sus casas completamente exhaustos, pero felices.
Al día siguiente, por ser lunes, Anneli y
Seija tenían que ir al instituto, pero acordaron
quedar a la salida para visitar Kurjenrahka
National Park, que era una reserva natural
absolutamente preciosa, con bosques, lagos, ríos y
unas puestas de sol increíbles. Esta estaba algo
más lejos, por lo que tendrían que ir en tren, pero
eso no suponía ningún problema.
Todo fue tal y como lo habían planeado. Al
salir del colegio, las finlandesas divisaron el pelo
cobrizo de Risko entre la multitud de estudiantes
que trataba de salir a empujones. Este estaba de
espaldas y, cuando lo alcanzaron y se dio la vuelta,
Anneli no pudo reprimir su risa, porque, aunque
apenas había luz, llevaba gafas de sol. Seija le
dijo, entre carcajadas, que se las quitara; y al ver
que no lo hacía, medio en juego, medio no, las
cogió, dejando sus ojos al descubierto. Y Anneli y
ella se quedaron frente a él estupefactas: Eran
grises. Ese día, sus ojos eran grises.
71
En el rato que había pasado ya habían
llegado a la estación de trenes, y el que ellos
debían coger estaba abriendo las puertas.
Mientras entraban y se sentaban, Seija,
visiblemente enfadada, comenzó a hablar.
— ¡Risko! ¿No eran tus ojos azules? ¡Y no
lo vayas a negar ahora; es obvio que nos ocultas
algo! —añadió, al ver que este había abierto la
boca para hablar—. ¿Por qué no nos cuentas qué te
pasa? ¡Se supone que somos tus amigas, no te
vamos a juzgar por ello! ¡Deberías confiar en
nosotras!
— Lo sé, y lo siento —respondió Risko, que
parecía francamente avergonzado—. Pero es que
no os lo puedo contar y, en cualquier caso, no me
creeríais.
Anneli y Seija siguieron insistiendo y, tras
muchos tiras y aflojas y jurar que no se lo
contarían a nadie, su amigo empezó a narrar.
— Mis ojos —comenzó, mientras Seija le
daba un trago a su botella de agua— no cambian de
72
color por ninguna enfermedad existente entre las
personas normales y, aún menos, por causas
naturales. Es algo que solo les ocurre a la gente
de, digamos, “mi especie”. Somos humanos
aparentemente corrientes, pero con el poder de
controlar
el
tiempo
y
los
fenómenos
meteorológicos.
Seija se atragantó con el agua que todavía
no había acabado de tragar, y empezó a reírse.
— ¡Venga ya, Risko! —exclamó, entre
carcajadas—. Ese tipo de tonterías a estas horas
no pueden ser buenas para la digestión.
Esta vez fue Anneli la que rio, pero el
semblante serio de su amigo acabó por apagar su
regocijo.
— No, os lo digo en serio. Aunque ya
suponía que no me creeríais. Al menos, dejadme
contaros toda la historia y, si luego seguís sin
confiar en que sea verdad, podría haceros alguna
demostración.
— Vale, cuéntalo.
— Bueno, por donde iba. Este “poder” es
hereditario, y hay muchas clases. Por ejemplo,
están los que controlan la nieve, el mar, el viento,
etc. Para cualquier fenómeno meteorológico que os
podáis
imaginar,
existen
varias
personas
repartidas por el mundo con la misión de manejar
73
aquello que sea su especialidad. No podemos
crearlo, solo darle forma, manipularlo. Es decir: si
alguien maneja la lluvia, no puede hacer que llueva;
pero si resulta que la naturaleza la ha provocado,
puede hacer que dure un tiempo determinado, que
sea más o menos fuerte… Nuestros antepasados,
hace mucho, muchísimo tiempo, acordaron que
cada poder debía estar en una zona concreta del
planeta. Así se determinó, por ejemplo, que en
África no habría nadie encargado del hielo, pero
los Polos estarían llenos de esos controladores.
Cada persona debe cumplir su función en la zona
que le corresponde, aunque de vez en cuando tiene
que haber excepciones, como lluvia en sitios secos
y cosas por el estilo. Yo controlo las auroras
boreales. La luz ya está ahí, yo solo manejo su
tamaño, color, forma, que sean visibles o no… Vivía
en Helsinki, y cumplía allí mi misión, pero se vio que
en Turku hacían falta personas como yo; así que se
me destinó aquí. Por eso me encontrasteis en la
calle hace tres días. Es cierto que me alojaba en
un hotel, pero no había salido a pasear. Estaba tan
concentrado formando la aurora que veíais
vosotras que me choqué sin darme cuenta con una
farola. Y el resto ya lo sabéis.
—
Desde
luego
—,
dijo
Seija,
irónicamente—, la historia es muy convincente.
Pero la demostración de la que hablabas antes no
estaría de más.
74
— De acuerdo —respondió Risko, aliviado
al ver que podría probar lo que decía—. Por suerte,
hoy no está nublado; así que, si formo una, se verá.
— Estamos llegando ya. Disponemos de
dos horas para ver el bosque. Después tendremos
que coger el tren de vuelta. Si lo hacemos según lo
planeado, calculo que llegaremos a Turku cuando
esté empezando a anochecer —comentó Anneli,
después de consultar su reloj—. Aunque las
auroras boreales son muy frecuentes en esta
época del año, así…
— Porque nosotros decidimos que lo
fueran —la cortó Risko.
— Sí, bueno, porque lo decidís vosotros.
Pero puede ser que lo que digas no sea verdad y
que salgan solas. Así que estaría bien que
formases algún tipo que no sea frecuente aquí,
para que podamos comprobar que no mientes.
— Está bien. Aquí, en el sur de Finlandia,
las auroras boreales son verdes, ¿no?
— Sí —respondió Anneli—. Como mucho,
azules también. En Turku nunca se han visto de
otro color, aunque creo que en el norte del país
son un auténtico espectáculo; las hay rosas,
moradas, rojas, naranjas…
— Vale. En ese caso, haré que se vean hoy,
como excepción, de esos colores.
75
A ambas les pareció bien y, aunque
estaban ansiosas por comprobar si era cierto,
trataron de disfrutar al máximo el tiempo que iban
a estar en el bosque. Y vaya si lo consiguieron.
Durante el trayecto de vuelta estaban
exhaustos, pero iban cargados de recuerdos,
anécdotas, fotos —muchísimas fotos— y, sobre
todo, de risas.
Y no de una risa cualquiera, sino de esa
risa contagiosa que te hace tener que apoyarte en
otra persona para mantenerte en pie, y tener que
abrazarte los costados porque te duelen, de ese
tipo de risa que te hace llorar..., pero, sobre todo,
de ese tipo de risa que va ligada a momentos que
nunca olvidas.
Cuando llegaron a Turku, Anneli estaba
convencida de que, esa noche, las auroras boreales
serían verdes, como siempre; y Risko se reiría y
les diría que había sido una broma. Ya os podéis
imaginar su sorpresa cuando, al empezar a caer la
noche, mientras Risko cerraba los ojos y fruncía
los labios en señal de concentración, una aurora
boreal rosa, morada y amarilla se formó en el
cielo. Anneli, aún incrédula, le pidió que la moviese.
Y la aurora se desplazó a la izquierda.
76
Ya no podía haber más pruebas. Risko
había sido sincero. Este comprendió la razón de
que, en un principio, Anneli y Seija hubiesen
desconfiado de él, y las perdonó por ello. Los tres
se hicieron muy, muy buenos amigos y, una vez que
el chico estuvo instalado definitivamente en
Turku, se unió a las escapadas nocturnas de sus
dos amigas.
Y ellas se percataron de que, quizá, el
hecho de que las auroras boreales les hubiesen
parecido siempre mágicas, se debía a que lo eran
realmente.
77
Narradora:
Marta Menor de Gaspar
Ilustradoras: Mª Luisa Sánchez de Nieva Montes Inés García García Marta Menor de Gaspar 79
Hace muchísimo tiempo, cuando todavía no existían los
coches, cuando las princesas iban en carruajes, cuando los ricos
tenían un poder increíble sobre la ciudad y eran los más
importantes, había una familia de cinco hermanos que pertenecía
a la casta de los nobles. En esta historia resaltan dos de ellas: la
tercera, Lydia, una niña de 10 años de edad, y la cuarta, Winnie,
una de ocho. No todos se llevaban bien. Winnie era muy
caprichosa y su orgullo la impulsaba a querer dominar a sus otros
cuatro hermanos, que tenían unos temperamentos muy difíciles.
No se dejaban. En resumen, eran espíritus rebeldes, espíritus
libres. Así que solían tener peleas constantes con Winnie.
Después de un tiempo, su hermana y su hermano mayor,
se fueron de casa porque se casaron. Lydia sabía que eso le
pasaría a ella cuando llegara a la edad adecuada. Como siempre,
sus padres intentarían casarla con un hombre que fuera de la
misma casta para poder tener un futuro mejor para sus
descendientes. Esa idea no le hacía mucha gracia, ya que, aunque
fuera una rebelde, seguía siendo justa y no le parecía bien tener
que casarse con un hombre que no conocía o no quería.
Un día fue a pasear por el bosque y, después de caminar
mucho tiempo, decidió descansar en las ramas de un árbol.
Decidió escalarlo para poder llegar a lo más alto, pero el camino
le condujo a una casita de madera: la casa de una bruja.
81
– Hola –saludó la bruja– ¿Qué te trae tan sola por el
bosque?
82
– Nada. Paseaba por aquí y, cuando subí por este árbol,
acabé en esta casita –respondió Lydia totalmente sorprendida.
– Bueno, ya que estás aquí, te daré un consejo para lo que
te espera en la vida –sonrió–: En tus ojos observo un espíritu
rebelde, algo que no veo desde hace bastante tiempo. Estas
palabras has de recordar, para tu vida bien encaminar:
“Un espíritu, un alma,
imposible es dominar.
Siempre libre para andar,
para hacer su voluntad.
Solo prestada quizás
la podrías domeñar”.
83
Lydia prometió no olvidarlas jamás. Y menos mal que
decidió recordarlas, porque pronto le servirían de ayuda en una
experiencia única.
Ocurrió cuando cumplió los catorce años. Iban a ir a una
ejecución. No la alteraba la idea de que mataran a alguien o algo
que se lo mereciera, pero sí cuando este no había hecho nada.
Iban a matar a una preciosa yegua negra, con un cordón claro,
manchas en las patas y crines largas. El efecto que causó el bello
animal en el rey fue el mismo que el que surgió en Lydia: querer
poseerla. Pero esta no se dejaba y el rey, cansado, decidió
ejecutarla por su rebeldía. Lydia recordó lo que le dijo la bruja:
“Que un alma no podía ser dominada, no se podía someter en
contra de su voluntad, sino con ella”.
Los hombres intentaban traer al animal junto al fuego,
donde el rey mismo lo mataría para pagar por su resistencia a
obedecer. Estaba a punto de pegarle cuando alguien lo paró.
–
¡¡¡Alto!!!
Todo el mundo enmudeció. Ante el grito de Lydia, hasta
ella misma se quedó de piedra. Pero el daño ya estaba hecho y
decidió terminar lo que había comenzado. La yegua seguía
luchando para liberarse de esas cuerdas sin conseguirlo. Todas
las miradas de las personas y la familia real seguían los
movimientos de la chica.
– Solo necesito unas cuantas zanahorias.
comprobar una cosa antes de que acabe en la otra vida.
Quiero
El rey, curioso, ordenó que le dieran las zanahorias y,
ante la sorpresa de todos, la yegua dejó de corvetear y se quedó
84
observándola con atención. Lydia partió una zanahoria en varios
trocitos y tiró uno al lado de las patas del animal.
85
– Quizás necesite muchos días y noches para ver mis
resultados, alteza –dijo Lydia.
– Utiliza el tiempo que quieras, niña –le respondió el rey–.
Los que no quieran estar aquí, que se vayan. Ya os avisaré por si
hay algo interesante que ver.
Ningún espectador se movió. Todos tenían interés en ver
qué pasaba, sobre todo sus padres. Sabían que Lydia era una
chica más bien enigmática y no le gustaba dar explicaciones.
La yegua se comió el trocito de zanahoria que Lydia le
había tirado. En cuánto terminó, ella le echó otro un poco más
cerca. Solo necesitaba estirar el cuello. Cada vez se lo tiraba más
cerca, pero, cuando estuvo a poco más de cinco metros, empezó a
dudar, cada vez más. A los tres metros, ya no se acercaba. Lydia
empezó a cantar una canción de cuna. Su voz atraía a la yegua.
Después de varios días de espera y de repetir los mismos
procesos, la yegua decidió comer de su mano y se dejó acariciar.
Ella le susurró:
– Te
alborotador.
llamaré
Tempestad,
por
tu
temperamento
La yegua le empujó con su suave hocico aterciopelado.
– ¿Cómo lo has hecho? –preguntó el rey, muy asombrado.
– Majestad, alguien me dijo, no le voy a decir quién, que
el alma y espíritu de los seres vivos no pueden ser dominados.
Cuando usted, por ejemplo, monta a un caballo de sus establos, no
es su caballo; no le pertenece, ya que su espíritu es rebelde y su
alma libre. Solo lo coge prestado, pero nunca podrá decir que es
suyo.
86
– Me gustaría recompensar lo que has hecho. ¿Qué
pides?
– Me encantaría quedarme con esta yegua, Majestad.
– De acuerdo. Es una pena, porque me hubiera gustado
tenerla en mis establos…
El rey intentó acariciarla, pero intentó morderlo y
escapar.
– ¿Pero cómo…?
– Majestad, si vos deseabais la recompensa, seríais vos
quien debería haber hecho el trabajo. En este caso, he sido yo la
que ha conseguido dominarla, no vos; así que por ahora solo
dejará que yo la monte y acaricie hasta que otra persona quiera
intentar ganarse su amistad.
– Ajá, ya entiendo. Vaya, cada día se aprende algo nuevo.
Puedes irte, niña –sonrió el rey.
Los hombres del rey le soltaron las cuerdas. Lydia
acarició a Tempestad y se alejó del lugar. Tempestad la siguió.
Todos las personas empezaron a hablar de ella. Winnie era la
única persona que no estaba feliz por los logros de Lydia. Tenía
mucha envidia y no conseguía ser el centro de atención cuando
salía. Todo el mundo iba hacia ella, pero solo preguntaban por su
hermana. En cambio, el resto de la familia estaba muy feliz y
Lydia estaba muy contenta con Tempestad. Era muy cómoda
cuando trotaba o galopaba, no era la típica montura que hacer
botar al jinete cuando corre. Sabían que la una a la otra no se
harían daño. A veces, cuando Lydia trataba de que la yegua
volviera a su vida libre, ella regresaba al cabo de unas horas.
87
Cuando cumplió diecisiete años, Lydia se convirtió en una
mujer muy bella. Era el blanco de todas las miradas, igual que
Winnie. Lydia percibía que dentro de poco tendría que casarse.
Winnie estaba deseando que llegara ese momento: quería que
fuera un hombre guapo y rico. En cambio, Lydia decidió cambiar
su situación cuando llegara el momento de elegirle pareja. Así que
fue a hablar con sus padres. Ella era la preferida de sus
ascendientes, así que no tendría muchos problemas para
convencerlos:
– Padre, madre: me gustaría hablar sobre un asunto. Es el
de buscarme pareja.
– De acuerdo, hija. ¿Qué te preocupa?–le contestó su
padre.
– Desearía poder solicitar mi matrimonio con el hombre
del que yo me enamore. Todavía no sé con quién me quiero casar
ni nada, pero…
– Lo siento, hija –estas no eran las palabras que ella
esperaba–.
Pero ya
te vas a casar.
esperaba–. Pero
ya sabemos
consabemos
quién tecon
vasquién
a casar.
Lydia dio marcha atrás y se fue. Quizás no había salido
como ella quería, pero esperaría a saber con quién se casaba.
Lydia era
dio curiosa
marcha yatrás
se fue.
Quizás no había salido
Lydia también
teníaymucha
intriga.
como ella quería, pero esperaría a saber con quién se casaba.
Lydia también era curiosa y tenía mucha intriga.
88
Pocos días después, su madre las informó de con quiénes
se casarían. Eran primos, así que ellos dos ya se conocían de
89
antes. Se llamaban Ígor y Borja. Ígor era el mayor, así que se
casaría con Lydia; y Borja, con Winnie. Al día siguiente, se
celebraría la comida donde se conocerían. Pero todo salió mal:
Winnie se enamoró de Ígor locamente, así que decidió hacer todo
lo posible por conseguirlo. Borja no era tan guapo como Ígor, pero
sí era muy fuerte y tenía muchas habilidades. Pero a Winnie no le
iban los hombres con habilidades; valoraba el físico primero, y la
inteligencia y habilidades después. Ígor era muy guapo. Tenía el
pelo y los ojos negros, y la piel clara. Aunque parecía que siempre
se escondía en las sombras, casi nunca hablaba y no le gustaba
que lo tocasen, a excepción de Lydia, con la que ya había encajado
a la perfección. La relación entre Borja y Winnie no parecía tener
futuro; sin embargo, entre Lydia e Ígor se percibía el nacimiento
del amor. Aun así, Winnie decidió intentar que Ígor rompiera con
su hermana y se enamorara de ella.
Para conseguirlo, urdió un plan: Las dos hermanas
salieron a pasear. Winnie provocó un fuego y, cuando preguntaron
quién había sido, se apresuró en contestar:
– Ha sido Lydia. Estaba haciendo fuego para una hoguera.
Le dije que no lo hiciera, pero ella no me hizo caso.
– ¡Mientes, mientes, mientes! –replicó Lydia.
Pero, por desgracia, nadie aceptó su defensa. Todos
habían olvidado el prodigio que había obrado con la yegua rebelde.
Así que a Lydia se le ocurrió una idea que quizás podría ayudarla a
que la creyeran.
– ¡Te reto! Dime una cosa que tenga que hacer y la haré.
Si vuelvo sin conseguirlo, me iré de este lugar. Pero si hago lo que
tú pides o muero en el intento, me creerán.
90
– Vale. Intenta conseguir el Mineral de los Elementos.
Hubo un murmullo inquieto. Eso era imposible. Muchas
personas llevaban años sin encontrarlo o habían muerto en el
intento. Aunque todo el mundo sabía que, si se conseguía, se
podrían pedir todos los deseos que se quisiera.n.
– De acuerdo, me voy preparando para la salida –dijo sin
inmutarse.
– Como quieras, hermana. Te quiero ver con ese Mineral
de los Elementos antes de que muera el Rey. Y, como soy buena,
te daré este papiro enigmático que te ayudará con tu búsqueda.
Lee.
– “Bajo la tierra el Cristal
del Fuego debe escapar.
Por el cielo habrá un Cristal
que te permita volar.
Por donde algo recorre
kilómetros sin cansar,
el Cristal podrás hallar.
Donde el viento se hace fuerte
y ella no lo reverencia,
el Talismán encontrarás.”
Hubo silencio mientras se guardaba el papiro, pero al
final aceptó el reto.
91
– Iré. Partiré esta tarde cuando el sol se ponga, cuando
los pájaros dejen de cantar, cuando la oscuridad me proteja.
Donde pueda entender mejor los versos del papiro.
– ¡No lo hagas! –le gritaron varias personas.
– Si no lo hago, nadie me creerá. Hace tiempo me
dejasteis calmar a esa yegua porque era de una casta alta.
¿Volveríais a escucharme si pierdo vuestra confianza?
Nadie respondió. Lydia estaba a punto de irse cuándo
Ígor le dijo que la acompañaría. Lydia quería rechazar su ayuda,
pero la respuesta de Ígor la dejó en un callejón sin salida:
– Piensa un poco: Los cuatro elementos. Cuatro seres
vivos para ir en su búsqueda.
– ¿Y quiénes seríamos, aparte de tú y yo? –le respondió.
– No pensarás que Tempestad te dejaría sola. Se
escaparía de la cuadra si ve que no la has visitado en las últimas
horas. Y yo iré también con mi caballo, Erupción.
Finalmente, Lydia aceptó. La contestación que él le dio
tenía mucho sentido; a lo mejor así tendrían más posibilidades de
encontrar los Cristales. Winnie se opuso a la idea de que Ígor la
acompañara. Lydia sabía por qué: podría estar coqueteando con él
e intrigando a sus espaldas para que la dejara. Pero, a pesar de
ello, los cuatro partieron hacia el más allá, hacia donde el
horizonte los ocultaría y la niebla la vista cegaría.
– Los primeros versos indican que el Cristal se encuentra
bajo la tierra, lo que puede significar que se refiere al
Inframundo.
92
– Es probable. Ese lo tenemos fácil. No es difícil entrar,
lo complicado es salir –le respondió Ígor–. Ya estuve allí varias
veces. Hay una salida rápida en la que solo se necesita cantar una
canción. Sé dónde se encuentra la entrada. Estamos cerca.
Allí Ígor se movía como si estuviera en su hogar.
Llegaron a un lugar donde había otro chico que no hablaba su
93
idioma, pero él lo entendía. Lydia se sorprendió mucho al saber
que su compañero podía hablar esa extraña lengua. Luego, el chico
desconocido les llevó hacia el Cristal. Después se volatilizó.
– De eso me puedo encargar yo –dijo Ígor–. Al fin y al
cabo, poseo ese don de acabar con ellos.
Ígor habló en el idioma que ella no entendía y, para su
sorpresa, todos los guerreros se fueron. Ella le preguntó por qué.
Ígor se quedó mudo unos instantes, pero al final se lo contó todo.
Fue allí para poder hablar con ese muchacho que murió por su
culpa, según pensaba él. Ígor lo visitaba con frecuencia, pues
seguía sintiendo que todo era un fallo suyo. Lydia lo animó y
siguieron buscando los demás Cristales: el del Aire, por el que
tuvieron que ir hasta el Reino de las Nubes y resolver el enigma
de la Reina para conseguirlo; el del Agua, enfrentándose a un
laberinto de remolinos; y el de la Tierra, que se encontraba en la
montaña, donde debían pasar siete pruebas para que el Gran
Águila les entregara el Talismán. Se suponía que este último
contenía el poder de la Tierra y, si lo juntabas con los otros,
sería el encargado de conjurar el hechizo para que los Cristales
formaran el Mineral de los Elementos. Aunque el Águila les
advirtió que, si el resplandor de la magia que irradiaba
irradiase el Mineral
era violeta, el que hubiera pedido el deseo, tendría problemas;
loshabría.
habría.
mientras que, si era dorado, no lo
94
Lydia e Ígor volvieron a casa después de varios años y
con el Mineral de los Elementos en las manos. Lydia con una
sonrisa, e Ígor alegre por dentro. Aunque ambos sabían qué
pediría Winnie cuando recibiera el Mineral. Cuando llegaron, todo
el mundo se agolpó en torno a ellos hasta que llegó Winnie con el
rey, ambos con cara de asombro.
95
– ¡Entrégame ese Mineral! Estoy deseando pedir
deseos.
Winnie puso cara de ensoñación y se lo arrebató de
las manos sin dejar que ninguno de los dos le
dejase
explicar
lograra
explicarle
la advertencia del Águila. Cuándo pidió un deseo, de repente,
96
el Mineral se envolvió en un brillo morado. Se estaba
convirtiendo en piedra lentamente. Unos segundos después, el
chico desconocido, la Reina de las Nubes y el Gran Águila, se
presentaron allí.
– No has dejado que te explicaran la advertencia; y
tampoco otra que ellos desconocían: por qué los destellos se
vuelven morados en vez de dorados –empezó a explicar la
Reina de las Nubes–. Es porque solo los que han conseguido
todos los Cristales y convertirlos en el Mineral pueden pedir
deseos. Los demás serán maldecidos por este objeto como
castigo.
– A no ser que el que lo haya “fabricado” le deje pedir
un deseo a un amigo. Pero tiene que preguntárselo al buscador
–continuó el Gran Águila–. Y ahora, ciudadanos, vais a saber la
verdad: Lydia nunca hizo nada. Winnie fue la que provocó el
fuego y le echó la culpa a Lydia, porque quería que Ígor la
dejara para que se uniera a ella.
– Esto significa –interrumpió el chico del Inframundo,
dirigiéndose a Winnie– que tener orgullo es un don; pero hay
que saber controlarlo, no al revés. No permitir que traspase
fronteras. Si lo haces, puede haber consecuencias muy
negativas. Podrías haber hecho que Lydia se fuera del país, o
cosas aún peores. Además, el mundo ha reclamado la justicia,
por si no te has dado cuenta. Igual que la naturaleza y los
Elementos. No todo tiene que ser como tú desees, sin
importarte qué les ocurra a los demás, mientras nada te pase
a ti. Creo que este va a ser tu fin, Winnie.
97
El chico del Inframundo tuvo razón. La maldición
avanzaba por las caderas. Todavía faltaba para que llegara al
último pelo de la cabeza para convertirse totalmente en
piedra.
Hicieron una fiesta dedicada exclusivamente a Lydia
por haber conseguido ese Mineral y haber superado el reto
que le había puesto su hermana.
– Quiero agradecer a Ígor todo lo que ha hecho por
mí –dijo tímidamente al rey–. Creo que él también se merece
los honores. Debería compartir con nosotros esta celebración.
– No veo por qué no.
Chasqueó los dedos e Ígor apareció en un abrir y
cerrar de ojos. Lydia e Ígor se quedaron boquiabiertos.
Cuando el rey se dio cuenta, sonrió y se presentó.
– En verdad, yo, vuestro rey, soy un mago. Mi familia
entera proviene de hechiceros. Pero a veces tengo que
parecer un poco tonto y poner a prueba a todos mis súbitos.
La yegua rebelde, esa a la que llamas Tempestad, es hija de
nuestros caballos reales y le dimos ese carácter y esas
habilidades. Es curioso que te obedezca. Me alegro de que tu
yegua no te matara al principio.
– Tempestad no es mi yegua, es mi amiga –sonrió
Lydia.
– Un buen recurso, Majestad –lo halagó Ígor.
– Gracias, pero eso no es lo importante. Lo
importante es lo que habéis conseguido. Además, tú, Lydia,
has logrado que estos ciudadanos te vuelvan a respetar. Te
tendrán respeto y admiración. Y ahora, aprovechad la fiesta.
98
– ¿Qué será de mi hermana?–preguntó Lydia–. No me
gustaría que se quedara así para siempre. Aunque no sé qué
sería mejor. La conozco desde que nació y sé que nunca pedirá
perdón. Preferiría que fuera desterrada a las montañas.
– No puedes romper el hechizo. Solo ella podrá
hacerlo. Ahí dentro, su alma, su espíritu y su mente están
luchando por unas pruebas. Si consigue superarlas, será
liberada. Si pierde, me temo que tendrá que venir alguien a
salvarla; hay un poema más misterioso donde se cuenta cómo
salvar a las personas en estos casos… En fin, a lo que me
refiero es a que, aunque se lo pidas al mismísimo Mineral de
los Elementos, el hechizo es irrompible, porque se niega a
quitarlo. Pero ahora vosotros sois los importantes de la
fiesta. Id a divertiros. Hay más tiempo para preguntas que
para fiestas.
¡Y fueron felices para siempre!
PERO EL CASO ES QUE…, LECTOR AMIGO, DÉJAME
ACONSEJARTE: NUNCA DEJES QUE EL ORGULLO SE ANTEPONGA A
LA RAZÓN. NO DEJES QUE LOS DEMÁS OCULTEN TU
PERSONALIDAD. NO TE DEJES DOMINAR POR NADIE. HAZ QUE LA
JUSTICIA PREVALEZCA. PERO, SOBRE TODO…, SÉ TÚ MISMO. NO
DEJES QUE NADIE TE CONTROLE. CADA CUAL TIENE UN
PENSAMIENTO DISTINTO AL DE LOS DEMÁS, UNA MAGIA INTERNA
QUE, AUNQUE NO SEPA UTILIZAR, UN DÍA AVERIGUARÁ. TEN TU
PROPIA PERSONALIDAD Y JUEGA CON LA VIDA. SÉ SU AMIGO.
99
Narradora:
Alicia Cárabe Peirado
Ilustradoras:
Sara WendenburggCantón Paula Díaz García-Donas
Ana Montero Sánchez
María Castro Santisteban
101
Todavía me invade la rabia y el temor
que sentía. Una vez al año, mi madre nos obligaba
a ir a visitar a mi abuela. ¡Y era horrible!
Recuerdo su triste, solitaria y oscura casa, que,
por supuesto, iba a juego con lo triste, solitaria
e incluso oscura que era mi abuela.
Para mi madre era un día muy especial,
se ponía muy nerviosa y siempre quería que
103
fuésemos perfectas. Por eso nos obligaba a ir
con nuestras mejores ropas, como si fuésemos a
una boda, súper repeinadas y, para rematar,
casi nos duchaba con medio frasco de colonia.
Ahora comprendo por qué mi madre cambiaba
tanto ese día y por qué era tan importante
aquella visita.
¡Ah! Por cierto, mi nombre es Ángela, y,
como os decía, para mi hermana Lucía y para mí,
era el peor y más aburrido día del año.
El momento más terrible era cuando
llegábamos a la casa y veíamos cómo nos abría la
puerta una mujer vestida de blanco y que olía a
amargura.
Acompañadas
por
mi
madre,
atravesábamos un estrecho, oscuro y casi
siniestro pasillo lleno de cuadros de paisajes y
personas que parecían estar mirándote según lo
atravesabas. Al final de él, se veía una suave y
tenue luz que iluminaba una gran sala de estar,
cuyas paredes se encontraban forradas por
viejas estanterías color caoba cubiertas de
libros y polvo. El suelo de la sala estaba cubierto
por una estropeada y pesada alfombra de color
marrón, decorada con pequeñas flores de color
burdeos.Y allí en medio, sentada en su mecedora,
se encontraba nuestra abuela.
Siempre reproché a mi madre su
cobardía, y aún hoy no he entendido, que nos
dejase solas en esa situación. Parecía que huía y
104
que nos entregaba a las inquietantes y oscuras
garras de mi abuela, una triste mujer que tan
sólo nos observaba muda, con una mirada ida, sin
pronunciar ni una tímida palabra.
Pero la forma de ver a mi abuela cambió
aquella tarde de invierno. Recuerdo que, como en
todas las visitas, mi madre nos dejó en su
presencia, y como siempre, nos sentamos frente
a ella sin saber qué hacer ni qué decir.
Para sorpresa nuestra, sus ojos tristes
y apagados, que siempre parecían interrogarnos,
se cerraron poco a poco, hasta que al final cayó
en las poderosas garras del sueño.
105
En ese momento, Lucía y yo nos miramos
asombradas, y en el fondo asustadas. En
susurros comenzamos a hablar.
— ¿Qué hacemos ahora, Ángela? —me
preguntó mi hermana.
— No sé, Luci. Creo que se ha dormido.
— ¿Y si no está dormida? ¿Y si está
muerta? —me preguntó abriendo más aún sus
grandes ojos negros.
En ese momento no pude evitar mirar a
mi abuela con miedo. Pero, sin saber de dónde,
saqué las fuerzas, me levanté con mucho sigilo y
me acerqué suavemente hacia ella para escuchar
su respiración. Para tranquilidad nuestra, pude
oír sus lentos, pesados y cansados latidos. Volví
al sofá donde estaba mi hermana y, al mismo
tiempo que me sentaba, suspiré.
— No, Luci, no tengas miedo. Está viva.
— ¿Y qué hacemos? ¿Nos vamos? —me
preguntó Luci.
— ¡No! ¿Cómo nos vamos a ir?
Tendremos que esperar a mamá.
Luci asintió y nos quedamos las dos, de
nuevo, quietas, mirando a mi abuela.
De repente, el silencio se rompió al caer
al suelo un pequeño libro que mi abuela tenía
entre sus piernas. De nuevo, como si nos
hubiéramos compenetrado, Luci y yo nos
106
miramos con cara de asombro y sin saber qué
hacer exactamente.
— Ángela, ¿qué es eso? —me preguntó
de nuevo entre susurros.
— No sé, creo que es un libro.
— ¿Será de brujería?
— No creo, no sé.
— Pues cógelo.
— Cógelo tú.
Luci me miró asustada, y dijo:
— Tú eres mayor que yo… Y más
valiente… ¿No crees?
No supe qué contestar, y, sin pensarlo,
me levanté de nuevo; con temor, cogí el pequeño
libro que se encontraba en el suelo, y
rápidamente regresé a mi sitio, escondiéndolo
detrás de mi espalda. Parecía que me quemaban
las manos, la curiosidad recorría todo mi cuerpo.
Necesitaba mirarlo, saber qué misterio
guardaban sus páginas, saber qué tesoro
escondía mi abuela. Y poco a poco, y ante los
expectantes ojos de mi hermana, fui trasladando
el libro hacia delante, hasta tenerlo frente a mí.
Mis manos temblorosas apenas podían
sujetarlo. Con temor, con mucho miedo, como si
sus páginas me fuesen a morder, o como si un
conjuro terrible fuese a salir de él, abrí
lentamente el libro por la primera página. Pero
107
para mi asombro y para el de mi hermana, no
sucedió nada: ningún dragón, ningún monstruo,
ningún ser misterioso salió del libro.
El libro comenzaba con un nombre y una
fecha. Y, en concreto, ese nombre era el de mi
abuela:
Maya
Sevilla, 21 de diciembre de 2007
Mi querido diario:
Escribo estas líneas para poder
recordar mi triste vida. Porque, a pesar de
todo, es mejor recordarla que olvidarla. Y es
que hoy el médico me ha diagnosticado una
terrible enfermedad que poco a poco hará
que mis recuerdos desaparezcan.
Mi nombre es Maya. Nací en Sevilla
en 1931 en una familia normal, ni muy rica,
ni muy pobre. Mis padres, Antonio y Lola,
me permitieron llevar una vida cómoda y
con el futuro ya escrito. Pronto encontré al
amor de mi vida, un joven marinero de
cabello oscuro, que contrastaba con sus ojos
azules como el mar.
Nuestro amor era tan grande que
nos casamos pronto. Éramos felices, y más lo
fuimos cuando nació nuestra pequeña
Marina. Pero la felicidad no siempre dura, y
perdí a mi marido, dejándome sola con mi
hija. He trabajado mucho. Ha sido difícil,
108
pero al final he sido capaz de llevarlo
adelante.
Hoy, mi hija ya es una mujer, y, por
suerte, le fue la vida mucho mejor que a mí.
Ahora tengo dos preciosas nietas, que
vienen todos los fines de semana a verme.
Me encanta oírlas corretear por los pasillos,
y que llenen de alegría esta vieja y solitaria
casa. Y también me encanta verlas comer
los bizcochos de chocolate que tanto les
gustan, y que preparo con mucha ilusión.
Pero también espero con alegría a mi
pequeña Marina, la cual me da conversación
cada tarde, para que no me sienta sola.
Estos momentos son los más felices
de mi actual vida, y por eso los escribo: para
no olvidarlos.
Para asombro mío, no había nada más
escrito,. Eel resto de las hojas estaban en blanco.
Miré a mi hermana y pude ver cómo unas
lágrimas caían por sus rosadas mejillas.
En ese momento, llegó mi madre, y como
siempre, nos recogió sin decir nada. Pero mi
hermana y yo sentimos que algo había cambiado.
Al marcharnos, no vimos a mi abuela de la misma
manera: la miramos con ternura y con pena.
Al entrar en
madre porqué ella
nosotras. Y ella me
mirada, que para ella,
el coche, le pregunté a mi
nunca se quedaba con
respondió, con una triste
su madre, hacía mucho que
109
no existía. Entonces fue cuando le expliqué a mi
madre lo sucedido: lo que yo había leído en aquel
libro, cómo mi abuela escribía en él, y cómo
esperaba con ilusión nuestras visitas que, hacía
años, es verdad que eran semanales. Mi madre
me miró asombrada y lloró.
El siguiente fin de semana, las tres
decidimos volver a casa de mi abuela, aunque no
tocaba, y hacerle compañía. Mi madre llevó
aquellos deliciosos bizcochos, como los que ella
hacía antes, y estuvimos las cuatro juntas como
una gran familia.
110
Las visitas a casa de mi abuela pasaron a
ser semanales, dejaron de ser horribles, y se
convirtieron en unas magníficas tardes, donde
todas disfrutábamos, y, aunque mi abuela seguía
sin hablarnos, sabíamos que estaba feliz, por el
brillo de sus ojos. Algo había cambiado, tanto
para ella como para nosotras.
111
Narrador:
Juan Sánchez Gamino
Ilustradores: Daniel Wenderburg Cantón
Marina Barbadillo Moreno
113
Mientras las primeras luces empezaban a
asomar entre las rendijas de las persianas
desgastadas, me sorprendo a mí mismo con los ojos
abiertos, mirando a la mesilla de noche empolvada
de cansancio y años. Tengo la sensación de que se
me olvida algo, pero el esfuerzo de recordar se me
hace inútil. Supongo que la vejez ya no solo hace
mella en mi piel arrugada. Sin embargo, el
sentimiento de olvido queda perenne en mi cuerpo,
haciéndome revolver entre las sábanas y pronunciar
un gruñido de desaprobación propio. Ahora intento
sumirme de nuevo en el sueño, pero me conozco
bien y sé que no voy a ser capaz. Pasados unos
minutos de desvelo, me doy cuenta de que tengo la
boca seca. Quizá era eso en lo que pensaba antes,
en levantarme al cuarto de baño. Satisfecho con mi
deducción, me siento sobre la cama y me agarro a
ella para levantar mi cuerpo menguado y
deteriorado. Pero, antes de levantarme, decido
ponerme las zapatillas de cuadros azules que uso
siempre en estos fríos días de otoño invernal.
Ahora sí; y, tras un leve crujir de extremidades
anquilosadas, consigo levantarme y dar un par de
pasos, suficientes para darme cuenta de que debería
ponerme las zapatillas. ¿Y dónde las había dejado?,
me
pregunto.
—me
pregunto.Rodeo
Rodeocon
conlalavista
vistaelelsuelo
suelo de
de la
la
habitación entera hasta acabar mirando mis pies,
donde misteriosamente están colocadas. Por un
115
instante, la extrañeza me sobreviene, ya que no
recuerdo habérmelas puesto en ningún momento.
Frunzo el ceño, y sacudo la cabeza. Al fin y
al cabo, es muy temprano para mí. El sueño me
había jugado una mala pasada. Levanto la cabeza y
veo ante mí dos puertas. ¿Cuál es la del baño?
Tampoco me acuerdo. Decido tirar por la de la
izquierda, y, tras unos pasos un tanto renqueantes,
la abro. Una intensísima claridad proveniente de las
ventanas de un acogedor salón me demuestra mi
error, y con los ojos doloridos y entrecerrados la
cierro al instante. ¿Cómo se puede ser tan estúpido
para equivocarse de puerta en su propia casa, en su
propia habitación? Cada vez me encuentro más a
116
disgusto con lo que me está pasando. Doy media
vuelta y por fin llego a la otra puerta. Giro el pomo
y tiro de él para encontrarme, esta vez sí, con el
aseo. Pero, en el momento en que voy a entrar, me
quedo paralizado. Desenfoco la mirada y pienso:
¿Para qué había venido hasta aquí?
El bloqueo mental me embarga por
completo. No puedo entender cómo podía haberlo
olvidado. La impotencia de no saber qué es lo que
me ocurre me domina, y aprieto las mandíbulas
para aliviar una pequeña parte de la angustia que
117
soporta mi estómago. Me dan ganas de cerrar los
ojos y no abrirlos, de gritar con fuerza y ahogarme
en el silencio, de acurrucarme entre las sábanas y
desgarrarlas para dominar mis entrañas.
Experimento ahora un sentimiento de ira mezclada
con confusión matutina y una pizca de depresión.
Sin embargo, me doy cuenta de que no debo
sucumbir al deseo de destrozar algo, sino que debo
tranquilizarme y reflexionar un rato sobre todo
esto. Por ello me siento de nuevo sobre la cama y
acuno mis manos para sostenerme la cara mientras
respiro honda y sosegadamente. Intento rememorar
todos y cada uno de los pasos de aquella mañana: la
pared, las zapatillas, las puertas, el baño… Pero no
soy capaz de enlazarlas con ningún recuerdo,
ninguna imagen de lo que quería hacer, de lo que
quería conseguir o de lo que quería recordar. Y me
quedo en esa posición durante lo que
probablemente fueron minutos, aunque para mí
fueron horas de auténtica desazón y rechazo.
De repente, un rumor de arrastrar de sillas
me saca de mi ensimismamiento. Sobresaltado, giro
la cabeza en dirección a la puerta de donde parecía
provenir el ruido. ¿Hay más gente en esta casa?
Dejo a un lado mis problemas sobre… sobre…
sobre algo que no recuerdo, y me levanto de la
cama. Sacudo la cabeza para despejarme y poco a
poco me acerco al pomo de la puerta. Pero, justo
antes de accionarlo, me pregunto si podía ser
aquella puerta la del baño, ya que había dos en la
habitación. No lo sé; al fin y al cabo, todavía no las
había abierto esta mañana. Giro el pomo y una
118
intensísima claridad proveniente de las ventanas de
un acogedor salón me demuestra mi acierto. El
salón, pintado de alegres colores como amarillo y
azul claro, da a un estrecho pasillo al final del cual
se encontraba una mujer morena. La mujer, que no
parece tener más de cuarenta años, está de espaldas
ordenando algunas cosas mientras empuña un
plumero en la mano derecha. Un pelo oscuro y liso,
aunque no muy largo, le envuelve la nuca. Viste
una camisa oscura y unos pantalones vaqueros un
tanto desgastados. Como calzado tan solo lleva
unas babuchas grises. Mientras la escudriño, se da
la vuelta y me mira con sorpresa para luego
saludarme con una gran sonrisa. Parece que me
conoce, pero yo no tenía idea de quién podía ser.
Ahora se acerca a mí y me saluda amistosamente.
Acto seguido me coge del brazo y me lleva
tranquilamente hacia lo que parece una cocina. Yo
la miro con extrañeza. ¿Quién es esta mujer, y por
qué me conoce? Me siento incapaz de articular
palabra. Poco a poco y con sumo cuidado me
enseña la cocina, donde se está fraguando lo que
parece ser una gran comida: aperitivos, platos
hondos, llanos, fuentes de comida, bebidas… Y, en
medio de todo el barullo gastronómico, me topo
con una gran tarta de cumpleaños dispuesta sobre la
encimera.
— ¿Quién cumple años? —es lo único que
se me ocurre decir.
— Tú —responde la mujer con una sonrisa
a medio hacer.
119
Esto me deja patidifuso. No puede ser,
¿cómo que hoy es mi cumpleaños? No tiene
sentido. Mi cumpleaños es el… el… dios, no
recuerdo nada. ¿Qué día es hoy? Giro la cabeza y
veo un calendario en la pared. Me acerco y observo
que no tiene ningún día tachado, así que supongo
que hoy es sábado, 1 de diciembre. Ahora noto la
mirada melancólica de la mujer en mi espalda.
Inmediatamente vuelvo a su lado, y esta procede a
seguir llevándome del brazo por la casa. Cuando ya
me estaban empezando a doler las pantorrillas, me
sienta sobre un sillón marrón bastante confortable
pese a estar descosido por los lados. Acto seguido,
se va a la cocina mientras yo todavía intento
averiguar quién es. Justo antes de doblar por la
puerta, me dirige una mirada de soslayo. Creo que
sabe que desconfío de ella. Quizá sea por la forma
en que me trata, en que me lleva, en que me
observa. No lo sé. Sin embargo, no tengo más
remedio que hacerlo. Quién sabe qué tipo de
persona es la que está a mi lado viviendo. Aunque
no tiene cara de ser una mala persona. Mientras
desvarío entre mis pensamientos, me percato de
que la mujer vuelve con un vaso de agua y un par
de píldoras en las manos.
— Tómatelo —dice con voz suave mientras
deja los medicamentos en una mesita que tengo al
lado.
Un tanto nervioso, le echo un vistazo al
vaso. Es un vasito de plástico verde oscuro. Ahora
levanto la cabeza y veo que está expectante a que lo
120
haga. Lentamente agarro el vaso, pero me tiembla
la mano y estoy a punto de derramar el agua sobre
la moqueta carmesí. Sin embargo, la mujer actúa
rápido y me ayuda para dominar el recipiente.
Mientras me tomo las píldoras no paro de mirarla.
No se trata de una mujer bellísima, pero tiene su
aquel. Parece que los buenos tiempos de aquella
piel han pasado de largo, aunque aún conserva algo
de gracia en sus mejillas. Cuando termino la
operación, me sonríe y me seca el pijama mojado
de algunas gotas rebeldes que no habían querido
seguir el camino de sus hermanas. De inmediato
me sobreviene una sensación de sopor,
probablemente no a causa de las medicinas sino
del caliente y mullido tacto del sillón.
Los párpados me empezaban a pesar cuando
me doy cuenta de que la mujer está sentada en otro
de los tres sillones que había. Observo que está
mirando su móvil y escribiendo algo en él. Pero
pronto se percata de que la estoy mirando y deja el
móvil a un lado para empezar a hablar de una
fiesta. ¡Ah! Ya recuerdo, la de mi cumpleaños que
se celebra esta tarde. Me describe todo tipo de
detalles: invitados, horarios, comida, actividades…
Al principio la escucho con atención, pero pasada
media hora de monólogo constante se me empiezan
a cerrar los ojos. Justo en el momento en que me
iba a sumergir en el sueño me dice:
— Me tengo que ir al mercado a comprar
unas cosillas. Vuelvo en una hora.
121
Acto seguido, coge su móvil y su bien
colocado bolso al lado del recibidor y, tras unos
segundos de escrutinio enfrente de una especie de
espejo de mano, abre la puerta principal. Pero antes
de salir proclama:
— ¡Hasta luego, papá!
Durante unos segundos después del portazo
que surcó el ambiente, soy inconsciente de lo que
acababa de suponer aquella despedida. Entonces es
cuando abro los ojos al máximo y mi mente estalla
de informaciones simultáneas mientras mi
estómago se retuerce de asfixia y sobresalto. Papá.
Aquella mujer me había llamado papá.
Decenas de preguntas escapan entre los
pliegues de mi sobresalto. Me levanto de un salto,
lo cual me vale como aviso de que no lo vuelva a
hacer, debido a las decenas de punzadas dolorosas
que me surcan la espina dorsal. Aún así, ignoro el
dolor y acudo raudo a la ventana del salón para
vislumbrar las ruedas del coche de mi supuesta hija
partiendo en dirección a la ciudad. Veo cómo el
automóvil se pierde en la carretera. Veo cómo su
estela me deja un halo de incredulidad que durante
la próxima hora me tendrá en vilo. Me doy la
vuelta y miro a mi alrededor. La habitación reposa
tranquilamente en el silencio y el sillón se
encuentra tal y como lo dejé. Me dan ganas de
llorar. ¿Cómo he podido olvidar a mi propia hija?
Una lágrima resbala ya sobre los surcos de mi
mejilla. Tantos años, tantos momentos y ni un solo
122
recuerdo de ella. Para mí, para mi mente, sigue
siendo una desconocida. Me agarro la cabeza por
las sienes. Esto está siendo un quebradero de
cabeza. Necesito evadirme, necesito descansar de
todo esto. Y para ello enciendo el televisor. Me
siento sobre el sillón y escucho que están dando
algún tipo de noticia política. No me cuesta
quedarme dormido.
Despierto entre un auténtico jolgorio de
saludos, risas y acentos provenientes del recibidor.
Miro el reloj y veo que son las cinco pasadas.
Definitivamente he dormido demasiado. Antes de
que pudiese siquiera desperezarme, una voz infantil
me grita prácticamente en el oído: “¡Abuelo,
abuelo!” Reviso al niño de arriba abajo. No creo
que tenga más de cinco años, y va embutido en
unos pantalones con tirantes que tienen pinta de no
ser muy cómodos. ¿Quién es este criajo? Ya me
estoy cansando de intentar reconocer a todo el
mundo. Con cara mustia, lo miro a los ojos
brillantes de alegría. Afortunadamente parece que
lo amedrento un poco y se va corriendo al cobijo de
quien parece ser su madre. Poco a poco van
pasando los invitados. Hola, qué tal, se le ve muy
joven, tiene buena cara… No sé quiénes son todas
estas personas, ni qué demonios hacen aquí. ¿Qué
se celebra hoy? Tras unos cuantos minutos de
conversación, los invitados se sientan a la mesa, y
una mujer morena de no más de cuarenta años que
me suena bastante me sienta con los demás y me
dice:
123
— Siento no haberte despertado, pero no
quería molestarte.
¿De qué habla esta mujer? Me siento cada
vez más irritado y a disgusto. No tengo ganas de
pasarme aquí la tarde. Solo quiero saber cuándo se
termina esto y por qué tengo que estar aquí. Odio
este sitio, huele a queso y a fumador recién
duchado. Agacho la cabeza y me aguanto las ganas
de seguir durmiendo, poniendo cara de malos
amigos. La gente me mira como si tuviese que
hacer algo. Genial, ahora plantan la comida sobre
el mantel. No tengo hambre; apenas pruebo
bocado. Tengo la sensación de que esto va a durar
una eternidad.
Pasado un tiempo, los platos son retirados y
reemplazados por unos más pequeños aderezados
con una pequeña cucharilla en el extremo. Acto
seguido, el sonido de las cerillas encendiéndose me
hace girar el cuerpo para toparme con una enorme
tarta de cumpleaños ante mis narices. Incrédulo,
veo cómo la disponen enfrente de mí y empiezan a
cantar el cumpleaños feliz. Mientras tanto, yo
sacudo la cabeza intentando encontrar a alguien
que pudiese explicarme todo esto; pero no me da
tiempo antes de que la canción termine. Para
entonces ya están en silencio, y me observan
expectantes. Levanto la cabeza para deleitarles con
una sonrisa demasiado forzada y, con resignación,
soplo las velas, lo que me causa una fuerte tos
amortiguada por el sonido de los aplausos.
124
Me encojo en mi silla e intento pasar
desapercibido el resto de la sobremesa, mientras
adultos y niños charlan animosamente. Sin
embargo, el mismo niño que me chilló al oído se
acerca con timidez para tirarme de la manga y
mirarme con ojos de miel y azúcar. Yo le devuelvo
la mirada cansada, y veo en él la inocencia de una
infancia sin horizonte. Desearía poder volver atrás
y ser como él. Pero no soy más que un viejo mustio
que no recuerda ni qué día es hoy. Le sonrío. Él me
responde con una exuberante hilera de dientes.
— Abuelo, ¿es verdad que no recuerdas
cosas?
Esa pregunta me deja trastocado. Sin tiempo
para pensar en una respuesta, mi nieto me ataca con
la siguiente:
— ¿Sabes… sabes mi nombre?
Aquello me deja petrificado. Me muerdo el
labio y me maldigo a mí mismo. Esto me supera,
se me acelera la respiración, me dan ganas de salir
corriendo y desplomarme en mi cama. Lo miro con
miedo, y él agacha la cabeza avergonzado. Ahora
se da la vuelta y vuelve al cobijo del abrazo de su
madre. No sé ni el nombre de mi propio nieto. No
sé que me ocurre, no entiendo lo que funciona mal
en mi cabeza, en mi cerebro, en mi alma arrugada.
Una oleada de sentimientos rotos inundan mi pecho
y me cuesta respirar; no puedo ver más allá del
dolor que me corroe las entrañas.
125
Sin mediar palabra, y con los ojos
inundados, aprieto los labios y me levanto de la
silla. La sala queda momentáneamente en silencio.
Los comensales observan mi partida; pero yo no
miro atrás, aunque alcanzo a escuchar sus
cuchicheos. Levanto la cabeza para ir a mi
habitación, pero la cortina de mis lágrimas me
impide ver siquiera la puerta. Aún así, alcanzo a
abrirla y, con la mente a punto de estallar, me
sumerjo entre las sábanas para sollozar e insultar a
un mundo que me había robado un pedazo de mi
vida. Segundos después, resuenan golpes en la
puerta. Los ignoro. Esta noche va a ser larga.
La luz se hace en mi mente. Como si de una
iluminación se tratase, se despejan las nubes de mi
tormento. De repente, los recuerdos vuelven a su
seno y lo veo todo tan claro que no puedo reprimir
el deseo de sonreír. Sé exactamente lo que tengo
que hacer, como si ya lo hubiese hecho en
ocasiones anteriores. En un momento me planto
ante la mesa del escritorio. Miro a un lado y a otro,
y agudizo el oído para comprobar que no hay nadie
despierto. El reloj da las seis menos diez de la
mañana. Ahora cojo una hoja y un bolígrafo. Por
alguna razón necesito hacerlo, necesito escribir y
aprovechar al máximo la lucidez que la vida me ha
otorgado. Con mano temblorosa, escribo la primera
línea, consciente de que aquello va a suponer un
cambio trascendental. La odisea de mi despertar
comienza así:
126
Te escribo a ti para que sepas lo que eres.
Para que entiendas lo que fuiste. Para que no
olvides lo que serás. Te escribo para que vivas hoy
como viviste el pasado. Te escribo para que
recuerdes que te llamas Antonio, que hoy es día 2,
que a veces desayunas cereales y que las
mariposas que cogiste de niño ya murieron. Te
escribo para que sueñes con los libros que un día
leíste, para que despiertes pensando en la boda de
tus hijas. Para que recuerdes que tienes cuatro
hermanos, dos hijas, y seis nietos. Que las llaves
van en el bolsillo, que la puerta necesita aceite,
que el Hércules ya no está en primera división. Y
que tienes 74 años. Te escribo para que no olvides
que la vida te guarda todavía un abrazo muy largo.
Que tus nietos ya saben multiplicar, que crecen al
mismo tiempo que los olivos del jardín. Que tus
últimas páginas saben a flor escarchada. Pero
sobre todo te escribo para que no vuelvas a sentir
que los hombros se te caen del peso muerto de
aquellos tiempos. Para que mires adelante con
esperanza y hacia atrás con nostalgia. Para que le
digas “Te quiero” a tu hija. Para que mueras con
el deseo de la última estrella entre los labios.
Dejo el bolígrafo a un lado y pliego la carta
para meterla en un sobre. Por fin siento la
liberación de saberme completo. Giro la silla para
levantarme y meter la carta en el primer cajón de la
mesilla. Me tumbo sobre la cama y me quedo
mirando el cajón entreabierto. Esta mañana va a ser
muy especial. Así lo auguran las lágrimas sobre el
colchón.
127
Mientras las primeras luces empezaban a
asomar entre las rendijas de las persianas
desgastadas, me sorprendo a mí mismo con los ojos
abiertos, mirando a la mesilla de noche empolvada
de cansancio y años. Tengo la sensación de que se
me olvida algo, pero el esfuerzo de recordar se me
hace inútil. Comienza un nuevo día. Pero, ¿qué día
es hoy? Sacudo la cabeza y no le doy importancia.
Entonces me percato de que el cajón de la mesilla
está medio abierto. Extrañado, me atrevo a ver qué
es lo que hay dentro. En su interior me encuentro
decenas de cartas que parecen soñar con el
momento de ser abiertas. Y todas ellas rezando la
misma frase en sus reversos. Para un día sin
recuerdos. Para un recuerdo olvidado.
128
Narradora:
Teresa González Viegas
Ilustradora:
Teresa González Viegas
129
Observé, una vez más, los coches que
circulaban unos metros bajo mis pies. Para ninguna
de las vidas de esas personas era importante.
Probablemente, ni siquiera el veinte por ciento me
había visto nunca y no me conocían; aunque,
pensándolo bien, ni tan solo yo me conocía
últimamente.
No me importaba a mí mismo y tampoco
le importaba a nadie; aunque no tenía muy claro
cuál era la causa y cuál la consecuencia. "Sería tan
fácil, tan fácil..."
— ¿Por qué estoy aquí siquiera? Nadie me
necesita —dije, mientras daba un paso hacia
delante, un paso más cerca de mi final.
La persona al otro lado de la línea dijo
algo, pero no escuché.
— Lo siento —susurré.
Y solté el móvil. No me lo pensé ni un
segundo más,. Y
ya había malgastado el suficiente
tiempo pensando... Y solamente me quedaba aquel,
el segundo decisivo, el que tanto necesitaba: mi
último segundo.
131
"A ver, Ethan, te llevas bien con ellos,
pero Leo no quiere ir esta tarde; aunque eso no
significa que tú no puedas ir. Por otro lado, él es, a
pesar de lo distante y extraño que está últimamente,
tu mejor amigo; deberías apoyarlo..."
Busqué aquellos ojos de color esmeralda,
que resultaron estar observándome también; pero,
cuando nuestras miradas se encontraron, se
apartaron rápidamente hacia otro lado.
132
"Pero ¿qué hace? Bah, no te lo pienses
más: si te apetece ir, ve. No tiene razones para estar
enfadado; y, aunque las tuviera, debería hablarlo
conmigo. Él sabrá lo que quiere."
Sonó el timbre, que por fin nos liberó de
aquella clase en la que llevábamos horas
encerrados. Me fui a casa, donde estuve haciendo
tiempo hasta que llegó la hora de quedada; y,
entonces, comencé a caminar hacia el lugar de
encuentro. Iba escuchando música mientras andaba;
pero, para qué mentir, no le prestaba atención a las
canciones, pues seguía dándole vueltas al mismo
tema.
"No entiendo qué le pasa. Hace un mes
éramos poco menos que hermanos; y, en un
maldito segundo, me deja de hablar. Pero si no he
hecho nada, ¿por qué estará así? Quizá,
simplemente, se haya cansado de estar conmigo; tal
vez esté harto de mí y no quiera volver a verme.
Entonces, ¿debería dejar de hablarle también? Pero,
a quién quiero engañar: yo no puedo vivir sin él.
Llevamos juntos desde que éramos unos niños, lo
necesito a mi lado. Necesito esa sonrisa, esa
preciosa sonrisa suya; y esos ojos verdes, que,
cuando todo se vuelve oscuro, parecen iluminar mi
mundo..."
Me paré en seco.
133
"¿Qué estoy diciendo?", dijo una voz en
mi cabeza. Cuál fue mi sorpresa, cuando otra voz le
respondió: "Que lo quieres, Ethan. Lo quieres como
algo más que amigos."
La segunda sorpresa que me llevé fue aún
más desconcertante que la primera: la voz que
había respondido tenía razón. "No puedes dejar que
se aleje. Tal vez no le puedas contar lo que sientes,
pero será aún peor si le dejas ir."
Mientras decía esto, decidí cambiar mi
rumbo, dirigirme a casa de Leo. Así que volví al
mundo real por un segundo. Un segundo, que hizo
que me quedase paralizado al ver que estaba en
medio de un paso de cebra. Un solo segundo, que
me dejó ver cómo un coche venía directo hacia mí.
Un solo y mísero segundo que me dejó saborear
lenta y cruelmente aquel momento.
Lo primero que noté fue un fuerte dolor
de cabeza. A pesar de ello, me esforcé por abrir los
ojos; y entonces lo vi. Estaba allí, sentado. Me
observaba con mirada ausente, perdida; pero, al fin
y al cabo, continuaba siendo la misma mirada
esmeralda de siempre.
134
— Llevas un mes en coma —me dijo con
voz indescifrable.
— ¿El coche me...? —intenté preguntar, a
pesar del esfuerzo que me suponía hablar.
— Sí, te atropelló —intervino terminando
mi frase.
— Leo, quería decirte una cosa —dije sin
saber muy bien cómo continuar—. Tú... ¿por qué
has venido?
— Yo... —tragó saliva antes de continuar;
parecía estar nervioso—. Creo que no es muy
agradable encontrarse solo después de un coma en
un hospital. Solo eso —concluyó con un hilo de
voz—. Bueno, tengo que irme; mejórate.
Y se fue. Se fue dejándome allí con las
mismas dudas que antes. El haberle visto solo me
había aclarado una cosa: lo quería. Había bastado
verle un segundo, un único segundo, para
aclararme que el sentimiento era real.
Me marché del hospital con muchos
vendajes y heridas, mas el dolor que albergaba en
mi interior era peor. Así que intenté contactar con
Leo para apaciguar ese terrible dolor. Le mandaba
un mensaje casi a diario; e ignoraba los de los
demás, ya que todo lo que no era "él" no me
importaba lo más mínimo.
135
Pasaron días, semanas... Hasta que la
gente perdió el interés por hablar conmigo, lo que
no me importó demasiado; sin embargo, él seguía
sin responderme y, realmente, eso sí que me
importaba. Me importaba mucho.
Y volvieron a empezar las clases; entonces
me di cuenta de que las cosas no eran como yo
pensaba. La gente no solo no me escribía; tampoco
me hablaba. Y así, el grupo de amigos o personas
que me ignoraban fue creciendo hasta convertirse
en, simplemente, "todos".
136
De este modo, a mi principal problema
sentimental, por si no fuera ya demasiado por sí
solo, se le sumó la soledad, lo que complicó todo
muchísimo.
Poco a poco, empecé a cambiar mi forma
de vivir: comidas menos abundantes, ropa más
ancha, pelo más largo... Ni siquiera yo me
reconocía. La soledad me había cambiado, había
podido conmigo, se había convertido en mi batalla
rutinaria. Hasta que un día ya no pude más.
"No entiendo por qué me ignoras y me
apartas de ti. De verdad que no sé cuál es tu
problema; pero, sea lo que sea, lo mío es peor,
¿sabes?
Imagínate cómo es querer a quien no
deberías, amar a alguien que no te corresponde. Es
duro, ¿sabes? Amarte, como algo más que amigos,
y que tú ni me mires.
Da igual; no soy lo suficientemente fuerte
para superar esta crueldad. Sé que no hay que
darse por vencido, pero ya he jugado demasiado
tiempo. Lo he intentado y he perdido... Es hora de
terminar."
137
Me gustaría poder decir, como de
costumbre, que eso no salió de mi cabeza; pero, en
realidad, fue lo que le escribí a Leo.
Estaba harto de pensar, llevaba meses
haciéndolo sin parar y no había servido para nada.
Así que, sin meditar más sobre ello, salí de casa
para dirigirme a mi destino final.
"El último lugar que vas a ver", me dije;
pero no me paré a reflexionar. Quizá, si lo hubiera
hecho, habría recapacitado. Si me hubiera parado,
aunque hubiera sido un único segundo, a mirar
atrás; si hubiese pensado un solo y mísero
segundo...
Pero no lo hice.
***
— ¿Por qué estoy aquí siquiera? Nadie me
necesita —dijo decidido.
— ¿Que nadie te necesita? No sabes lo
que dices, Ethan. Escúchame un segundo, ¿vale?...
Siento haber estado tan raro últimamente. Lo siento
por ser inseguro de mí mismo a veces, por no poder
aguantar la presión y ponerme de los nervios a la
138
primera. Siento, de veras, haber tenido que aislarme
de esa manera; pero no podía con todo, ¿sabes?...
Es más difícil de lo que piensas... Me dijiste que tu
problema era peor que el mío, aun sin saber cuál
era mi situación... Dame un segundo; permíteme un
solo segundo más para poder explicarte, por favor.
Escuché cómo Ethan decía algo. Creí
entender "lo siento", aunque no estaba seguro.
Después sonó un golpe, como si el teléfono se le
hubiera caído, pero continué hablando con la
esperanza de que él siguiera al otro lado.
— ¿Quieres saber cuál es mi problema...?
Me encanta tu nombre... Me encanta la forma en
139
que me miras, me encanta tu preciosa sonrisa, me
encanta cómo transformas un día pésimo en uno
perfecto... “Te quiero”: ese es mi problema.
140
Narradora:
Elena Ledo Martínez
Ilustradores: Roberto Gálvez Montilla
Clotilde Botija Moreno
Hannah Depmer
141
Estoy sentada en el jardín de mi casa.
Cierro los ojos y pienso: “El cantar de los pájaros,
la brisa fresca acariciándome la cara, los suaves
aromas de las flores, los rayos del sol cayendo, las
nubes desplazándose lentamente... Pequeños
placeres que te regala la vida para poder disfrutar
de los momentos.” Mi marido, a mi lado, lee un
libro.
– ¡Abuelo! ¿Vamos al parque? ¿Eh?
¿Vamos?
Mi nieto Raúl acaba de aparecer. Siempre
me enamoran esa sonrisa y ese entusiasmo tan
particular de los niños. El abuelo deja el libro y
contesta:
– Vale, Raúl. ¡Pero no corras! Anda, dame
la mano. Hasta luego, Yolanda Martos Carrión.
Asiento con la cabeza y le dedico una
sonrisa enternecedora.
–
¡Adiós, M.C.!
143
Me divierte escuchar a mi nieto
llamándome M.C., las iniciales de mis apellidos.
Está bien ser más original y no decir solo el
nombre.
144
Cuando ya se han ido, espero sentada sin
saber qué hacer. Al fin, me decido por coger un
periódico. Con mucho esfuerzo consigo levantarme
y acercarme al revistero. Saco un periódico
arrugado, antiguo, sucio y amarillento; y empiezo a
leer.
“FRAGMENTOS DEL TEXTO GANADOR DEL
PREMIO MUNDIAL DE LITERATURA.”
“Hilos invisibles”
1
“Las personas tenemos la capacidad de
amar. Pero también tenemos la capacidad para
saber si alguien nos ama. La felicidad no es
inalcanzable: solo consiste en ser amado y tener
alguien a quien amar. Cuando dicen que cada
persona tiene un lugar en el mundo, es verdad. Las
personas debemos ser diferentes para poder hacer
avanzar al planeta. Cada persona, al amar a
alguien, está haciendo algo importante, porque esa
persona a su vez tiene alguien que le ama. Es una
cadena que, si no fuera por nuestros respectivos
gustos, no permitiría avanzar al planeta, ya que
habría un único modelo ideal y común de la
belleza, y eso no sería enriquecedor; es algo que se
nos escapa de la imaginación.
145
Cada una de esas personas está unida
entre sí. Hay unos hilos invisibles, parecidos a las
cuerdas de una guitarra, y los actos de cada
persona son los que los mueven. Ese acto, al mover
esa cuerda, provoca una vibración, y a su vez un
sonido. Una persona alegre, feliz y satisfecha
consigo misma, provoca un sonido agudo y
delicado. Una persona triste, descontenta consigo
misma y que piensa que no sirve para nada,
provoca un sonido diferente, grave y lleno de
sufrimiento. Las demás personas también tienen un
sonido, cada una moviendo su hilo, durante toda su
vida. Así surgen las notas, los diferentes sonidos,
algunos casi idénticos. Así surgen las canciones,
algunas melancólicas y otras festivas. Así surge la
variedad y el dicho: “Para gustos, los colores.”
146
Ahora te digo a ti, que el hilo es tu vida, y
tus actos, buenos o malos, y tus situaciones,
desgraciadas o agradables, tienen un efecto. Un
efecto en ti, el primero, y en los que te rodean,
también. ¿Por qué pensar en “y si...”? No sirve de
nada; el pasado, pasado está. No hay marcha
atrás. Pero hay un futuro, en el que habrá más
actos y más sonidos.
Lo realmente bello es cuando una persona
reproduce esos sonidos. En cualquier instrumento,
el saber reproducir esas notas es maravilloso. El
saber transmitir, también.
No quieras contentar a la gente, solo a ti
mismo. Si eres feliz contigo mismo, podrás con
todo. Si estás de buen humor, comunícaselo a la
gente; si estás triste, también; si estás enfadado,
también. Gracias a nuestra capacidad de percibir
los sentimientos a través de los instrumentos, la
música es tan mágica. No digas nunca que lo has
hecho bien o mal, sino cómo te has sentido y si has
transmitido o no. Es lo único, el único secreto para
conseguir que te amen. Entonces ese hilo seguirá
vibrando y tus manos seguirán tocando.”
147
2
“Las personas pueden llegar a cambiar a
otras. Si alguien se rodea de personas antipáticas,
el sonido que producirá su hilo invisible será grave
y desagradable. Si toda su vida es así, llegará un
momento en el que no aguante más, no lo soporte
más. Querrá cambiar, pero no podrá. Querrá
encontrar la felicidad, pero esta no llegará porque
se habrá convertido en un muro infranqueable de
tanto dolor y sufrimiento. “La esperanza es lo
último que se pierde”. ¿Y si la esperanza ya se ha
perdido? Entonces, probablemente, se convertirá
en un pantano a medida que pasen los años, hasta
que el pantano se haga más lúgubre y tenebroso y
termine por no ver más la luz. ¿Y si esa persona
hubiera tenido alguien bondadoso a su lado?
¿Hubiera sido igual? Pero en este mundo en el que
no se puede viajar hacia atrás, no importan los “¿y
si...?”.
La vida es bella; y aunque para muchos es
muy corta, para otros es una oportunidad. Una
oportunidad de decir estoy aquí, soy uno más en
las estadísticas de recién nacidos. Soy uno más,
independientemente de ser importante o no. La
autoestima y la determinación ayudan a las
personas a elegir con quién estar. Saber decir que
no sirve para ser más feliz, sin ser un egoísta.
Egoísta es la persona a la que le gusta ser más
importante que los demás y valora en exceso sus
pertenencias.
148
En esta vida tienes que tener el corazón
abierto y no buscar la felicidad, sino descubrirla;
descubriendo lo que quieres y lo que no,
explorando hasta que la felicidad te llegue; con
paciencia y mucho tiempo.
Los hilos de las personas que
experimentan las van convirtiendo en seres más
libres y más capaces de decidir. Y por ello tendrán
más capacidad para que su hilo siempre emita
sonidos agudos y agradables y hacer que más
personas sean más felices.
Hay personas que, solo con conocerlas un
poco más, pueden llegar a cambiar el rumbo de tu
hilo. Pueden llegar a conseguir que tu hilo siempre
esté vibrando y emitiendo sonidos agudos. Pueden
llegar a conseguir que los hilos, sin tocarse, vuelen
siempre en paralelo.”
“El silencio”
“Existen muchos silencios. Cada situación
es distinta. Puedes odiarlo porque es incómodo, o
amarlo porque es relajante. En cualquier caso, el
silencio te acecha. Y cuando te encuentra, te
contagia. Llega de la nada y lo inunda todo.
El silencio nunca acabará porque es
infinito. Te oprime, llegando a ser desagradable.
149
Por eso se crean máquinas para luchar contra el
silencio. La televisión emite sonidos; la radio, el
Smartphone, el iPad, la tablet... No nos gusta el
silencio porque es aburrido. Siempre estamos
manejando sonidos. Todo se crea para escapar del
angustioso silencio. Para escapar de lo que
siempre va a existir creamos objetos para
divertirnos aquí y ahora. Sabemos que no son
infinitos, pero sí originales.”
“Inspiraciones”
“Nos inspiramos en el dónde, cómo, por
qué, quién y cuándo. Nos inspiramos en el aquí y
ahora; en lo que nos rodea. Nos inspiramos en los
paisajes, en las ciudades, en los parques, en los
caminos... Todo lo que está a nuestro alrededor
nos inspira de alguna manera. A un músico le
llegarán sonidos, mientras que a un escritor le
brotarán palabras. Un pintor creará dibujos y un
ingeniero se fijará en las formas. Lo único
universal que nos inspira a todos, incluso a los
bebés, es la vida. La vida que vemos, escuchamos,
olemos, tocamos, sabemos y aspiramos. La vida es
nuestro motor; nuestra mayor inspiración.
150
También nos inspiramos en otras
personas. Otros músicos, escritores, pintores,
ingenieros, científicos... Personas que estaban
antes e hicieron algo que nos gusta ahora.
Personas que quizás en su tiempo también se
151
inspiraron. A lo mejor dentro de muchos años
somos nosotros una inspiración para alguien o
para el mundo entero. ¿Quién sabe?”
“ESCRITO POR: YOLANDA MARTOS CARRIÓN”
Aparto el periódico y sonrío para mis
adentros. Recuerdo que ese texto me ayudó a ser
quien fui, quien soy y quien quiero llegar a ser. Ese
texto, sencillamente, me enseñó a vivir. Ahora esa
vida, esos años, han quedado atrás. Siento que la
vida se me escapa, que me falta el aire. Siento que
me adentro en lo desconocido y llego a un abismo.
Tengo miedo de saltar al vacío y caer, pero es mi
única opción a menos que aprenda a volar.
Mi vida se agota y en mi reloj de arena cae
el último grano. Noto un último latido de mi
corazón y en ese segundo sonrío. Esa curva que
significa que todo se ha arreglado, todo se ha
enderezado. En mi mente se forma una nube que
construye la palabra gracias. Me desplomo como
una flor arrastrada por el viento. Algo dentro de mí
se ha ido, pero sé que al final del viaje habrá una
entrada hacia alguna parte.
Aquí termina de verdad el último capítulo
de mi vida, de mi historia. Como el último trayecto
de un tren; como la salida de un laberinto; como la
luz al final de un túnel, me he ido. He salido del
laberinto montada en el último tren y estoy viendo
la luz al final de un túnel. Llegaré a alguna parte,
152
pero no podré contarle al mundo cómo acaba esta
bonita historia.
153
Narradora:
Sara Sánchez Gamino
Ilustradora: Vicenta
Villanueva
Diego
Vicenta
Villanueva
Diego
155
Julia tenía once años, pero oía y entendía,
llena de rabia. Y veía, también. Veía el mar en las
manos de su padre, veía la calma, y las olas; pero
sobre todo las tormentas. Y sabía que, corriera a
donde corriera, la tierra terminaba, y allí la
esperaba el mar.
La niña odiaba la vida que le había sido
impuesta. Aun así, tenía donde esconderse. En su
mundo, su cama era una gruta sumergida en las
entrañas de la tierra desde donde no se escuchaba el
rugido del mar, y allí se dedicaba a imaginarlo con
aguas cálidas, claras, calmas. Pero prefería trepar a
la azotea, para ella una montaña más alta que las
nubes, no verlo e imaginar que ni si quiera existía.
Pero imaginar aquello no podría hacerlo
realidad. O, al menos, no para siempre.
Sabes que algo va mal cuando el silencio
es la más dulce melodía.
Julia disfrutaba las noches, cuando todos
dormían, cuando todo era paz. Muchas veces
permanecía despierta, se levantaba y rozaba el
cristal de la ventana con los dedos. Oía el maullar
de un gato y sonreía. Las estrellas eran frías y
lejanas, y hacían que la niña imaginara un mundo
en el que no existiera ira que amenazara con
convertirse en tsunami y arrasar con todo. Le
asustaban las estrellas fugaces que atravesaban el
cielo y quebraban la calma de la oscuridad infinita.
157
En alguna ocasión escuchaba unos pies
descalzos que salían del cuarto de sus padres y se
158
dirigían al final del pasillo. Escuchaba el agua del
grifo correr. Escuchaba una espalda que besaba la
pared y se deslizaba, probablemente hasta el suelo,
y se imaginaba a su madre buscando en el frío de
los azulejos la paz que ella buscaba en el silencio
de la noche.
Fue una de esas madrugadas cuando lo
encontró. De pronto, asomándose por una esquina
de su campo de visión, ahí estaba, en el alféizar.
Como esas ideas que se deslizan en tu
subconsciente y, cuando las detectas, eres incapaz
de saber cuánto hace que aparecieron. Un brillo
verdoso desdibujaba la oscuridad, tímido y
hermoso, y la niña no podía apartar la vista de él.
Abrió la ventana y, con el viento arañándole la piel,
rozó la cáscara oscura del huevo frío y delicado, del
tamaño de la cabeza de un niño. Y, por alguna
extraña razón, no se preguntó cómo había llegado
hasta allí, ni quién o qué lo habría abandonado en
aquel lugar. Porque, por algún motivo, sabía que
era para ella.
***
Erick poseía otro de esos extraños huevos
y, como haría Julia también, lo escondía de todo ser
viviente, bajo su cama, dentro de una caja de
zapatos. Ella lo escondía para alejarlo de su padre,
para que el ser que crecía en su interior, fuese cual
159
fuese, no conociera la ira del mar. Él lo hacía
porque le daba miedo.
El día en que lo encontró había sido para
él una tortura. Aunque, en realidad, desde hacía un
tiempo, todos lo eran. Había llegado a su casa con
un ojo morado, que trataba de ocultar bajo el
flequillo porque no quería ver los ojos de su padre
cuando le preguntase quién le había vuelto a pegar,
y porque no se atrevía a contestarle que había sido
el mismo chico que le preguntaba cada día con
sorna por qué él no tenía una madre. "Te vio la cara
y salió huyendo, ¿verdad? Por lo menos ella fue
inteligente."
Por suerte se ahorró la conversación o, por
lo menos, la retrasó, puesto que su padre no estaba
en casa. Probablemente seguía trabajando.
Se encontró el huevo en el patio trasero de
su casa, que era para él un claro en un bosque de
pesadilla. No podía olvidar el dolor, puesto que lo
envolvía en todas las direcciones, pero sí podía
alejarse de las ramas que jugaban a arañarlo y
respirar la soledad, dejando que lo sanara desde
dentro.
Mientras paseaba, se tropezó con él con la
misma sorpresa con que encuentras algo que
llevabas tiempo buscando, pero que ya dabas por
perdido. Este era dorado, con reflejos rojizos que
hacían que pareciera estar en llamas. Se agachó a
tocarlo y, en su caso, su cáscara era cálida, casi
160
podía sentir el ser que latía en su interior. Por unos
segundos disfrutó de su tacto, pero luego sintió un
miedo irracional que lo llevó a alejarse del huevo.
¿Qué había en su interior? Sin atreverse a
contestarse corrió a esconderlo, sin saber por qué
temía que su padre lo viera, que su padre lo tocara,
que su padre sintiera lo que se gestaba en su
interior.
***
La última en encontrarlo fue Mónica.
Ella vivía en su reflejo,. Lllevaba dos años y
medio viviendo en él. Se había vuelto adicta al
análisis exhaustivo de su imagen desde que, en uno
de sus cumpleaños, sus padres le regalaran aquel
hermoso espejo de cuerpo entero, redondo y con el
marco plateado. Al principio simplemente jugaba
con él, ponía caras, simulaba conversaciones que
no sabía si llegarían a tener lugar alguna vez. Pero,
por algún motivo extraño, en algún momento de su
adolescencia dejó de gustarle lo que veía, y desde
entonces no había vuelto a ser la misma.
Le tenía miedo a hacerse fotos, a comer, a
salir sin maquillarse,. Y
y poco a poco empezó a
sentirse como un barco que se hundía lentamente
en un remolino en cuyo centro estaba ese espejo
que parecía deformarla, lanzar sus tentáculos hacia
ella hasta arrancarle la piel y los ojos y las entrañas
y dejarla vacía y tiritando.
161
Para ella el hallazgo fue similar al de un
salvavidas en mitad de una tormenta marina: a
pesar de no remediar su terrible final, de ser inútil,
la hacía sentirse más segura. Y, como no podía ser
de otra manera, el brillo azulado de su cáscara
apareció tras ese espejo que era el centro de su
universo, o más bien de su cárcel.
Abrazó el huevo, envolviéndolo entre sus
brazos cada vez más esqueléticos, y besó su
superficie. Ardía, como su alma.
***
Los tres huevos, hermanos, bajo tres
camas de ciudades distintas, de universos distintos,
respiraban con la calma de quien conoce su destino,
y ya lo ha aceptado. Los tres niños no eran
conscientes de ello, pero también sabían, en el
fondo de su alma, lo que les deparaba el futuro. Era
la única vía de escape a su pesadilla.
Al igual que las ideas necesitan de un
período de reflexión para volverse determinaciones,
los huevos precisaron de un período de gestación
antes de eclosionar y poner fin a aquella tormenta.
Y, mientras tanto, los niños vivían; lo cual para
ellos era sinónimo de sufrir.
162
Julia veía el desgaste en los ojos de su
madre, cada vez más flaca, más débil, más
temerosa de aquel maremoto que embestía su
espíritu y su cuerpo y que tenía el rostro del
hombre que amó. Y cada noche, la pequeña se
preguntaba, mientras acariciaba la cáscara de su
tesoro, quién había hecho que su padre cambiara.
Quién la había colocado a ella en ese lugar del
tablero, indefensa e incapaz de proteger a su madre.
Quién había sido tan cruel.
Erick lloraba cuando estaba solo, cuando
su padre no lo veía, cuando no le quedaban fuerzas
para no hacerlo. Entonces perdía el miedo y sacaba
el huevo de la caja de zapatos y lo observaba con
fascinación. Colocaba una mano sobre su superficie
y cerraba los ojos, y la paz lo llenaba. Pero luego
escuchaba el latido de un corazón dentro de aquella
cárcel dorada, y el temor volvía a invadirlo, y él
desterraba a la criatura a las sombras, y trataba de
olvidar que lo había encontrado, aunque sabía que
jamás sería capaz de deshacerse de él.
Por último, Mónica, que era todo ojos,
todo mirar, todo envidiar, no lloraba, porque sabía
que eso restaría belleza a su rostro. Ella soñaba con
ser maniquí de mármol, con ser etérea, con que
otros la creyeran hermosa; pero le dolía cuando sus
amigas le decían que estaba guapa, porque pensaba
que se burlaban de ella, y su espejo no hacía más
que corroborarlo. Y cuando su madre le decía que
comiera más, corría a su cuarto, se escondía bajo la
cama y soñaba con ser tan bella como aquel huevo
163
color zafiro que, si estaba muy callada, parecía
susurrar su nombre.
Los tres eclosionaron a un tiempo.
164
***
Ese día, Julia quiso ser valiente cuando vio
a su padre llegar borracho y agarrar el brazo de su
madre con unos dedos que parecían tenazas. Quiso
ser muro, ser montaña, ser escudo que la
protegiera, pero el mar, una vez embravecido, no se
detiene ante nadie y embiste todo aquello que
encuentra.
Aquel fue el primer día en que su padre le
pegó.
De pronto se encontró en la azotea. No
recordaba haber corrido escaleras arriba, ni haberse
detenido a tomar el huevo esmeralda entre sus
brazos. Solo sabía que allí estaba, en la montaña
que, en su mundo secreto, era tan alta que las
propias nubes le ocultaban el mar. Cerró los ojos y,
con la mejilla aún ardiendo, trató de imaginar que
no existía, que jamás había existido.
Erick lloraba en silencio junto al
semáforo, de camino a casa, sin querer pensar, ni
recordar.
165
Aquel día, en el recreo, se le había
acercado el chico de la mirada burlona con las
manos tras la espalda. Le enseñó lo que había
encontrado hurgando en su mochila: una foto de
una mujer rubia, de sonrisa cálida, con los ojillos
entrecerrados. "¿Es tu madre, nenaza?". Erick se
abalanzó sobre él, lleno de ira, y el chico cerró el
puño arrugando la foto para después lanzarla a su
izquierda, quitarse a Erick de encima y salir
huyendo.
Él tomó la fotografía rota entre sus dedos.
Era la última que se había hecho su madre.
166
No recordaba cómo habían transcurrido el
resto de las horas de clase. Solo sabía que en ese
momento se encontraba allí, ante una parpadeante
luz roja que le indicaba que esperase. De repente
sintió un latido ajeno a su espalda, dentro de su
mochila, y sacó de esta el huevo dorado, que
sostuvo ante sus ojos largo rato. No sabía cómo
había llegado allí: solo sabía que, de pronto, ya no
le daba miedo su palpitar, y que ya nunca más le
daría miedo.
***
Mónica se encontró, de pronto, en su
cuarto, temblando, sin comprender.
Su madre la había recibido con una sonrisa
nerviosa. Dentro de casa la esperaba una mujer con
gafas a la que no conocía y a la que, por algún
motivo extraño, no quería conocer. La mujer dijo
que estaba allí para ayudarla, y su madre se echó a
llorar.
¿Ayudarla? ¿Por qué creían que necesitaba
ayuda? ¡No la comprendían! El único que lo hacía
era él, su espejo, el único que le decía la vedad, que
le mostraba sus imperfecciones, que la ayudaba a
mejorar... ¿verdad?
No recordaba el resto de su charla con
aquella mujer que la asustaba. Solo sabía que
querían llevarla a un sitio, muy lejos de casa, para
167
ayudarla, para ayudarla... Ella se había limitado a
asentir, sin comprender, pero segura de qué era lo
que se suponía que debía hacer.
De pronto, tuvo el huevo entre sus manos,
tan azul, tan brillante, tan perfecto. Y lo supo:
Nunca sería lo suficiente hermosa. Nunca.
***
Los tres huevos eclosionaron entonces y la
salida, la vía de escape, se mostró irresistible ante
los ojos de los niños.
Del huevo verde de Julia salió un dragón
que escupía fuego azul y que parecía capaz de volar
tan alto que de pronto, sobre su lomo, no existiría
más que aire en su mundo. El dragón voló hasta la
barandilla y se posó sobre ella, majestuoso. Y la
niña, que sentía que la habían colocado en un
mundo perverso, no pudo resistir la tentación de
huir.
Del de Erick salió un cóndor, que le
acarició con las plumas el rostro y que le dijo que
él podía llevarlo con su madre. Y el niño no tuvo
miedo, ni lo tendría nunca más, porque al fin tenía
un lugar a donde huir, donde nadie podría hacerle
daño nunca. El cóndor se posó en la mitad de la
168
calzada y sus ojos llamaban al niño que de pronto,
hipnotizado, tomaba aire y se preparaba para
escapar.
Del de Mónica surgió una bandada de
gorriones que dio vueltas y vueltas sobre su cabeza
para, finalmente, salir volando a través de su
ventana. El último de ellos se posó en el alféizar y
la miraba con curiosidad y, por primera vez, la
chica creyó de verdad que alguien había visto
belleza en ella. Esa ave tenía los ojos oscuros y,
cuando ella se acercó a él, dejó que le acariciara el
suave plumaje. La miró de nuevo a los ojos, y salió
volando.
Los tres niños saltaron, aunque ellos
creían volar. Julia desde la terraza, Erick hacia la
calzada y Mónica desde su ventana. Las tres
criaturas que los habían guiado se deshicieron
durante los segundos que tardó un brusco golpe en
borrarlos de la vida, y los tres murieron sonriendo.
***
Aquella noche, o el día siguiente, les
dedicarían diez segundos en el telediario. Después
de compadecerlos durante un momento, todos
volverían a sus quehaceres y se olvidarían de que
aquellos niños habían existido y muerto. Todos,
menos tres familias, claro; tres familias que se
preguntarían cuándo había nacido aquella idea en la
169
mente de sus criaturas, cuándo se había vuelto la
muerte más tentadora que la vida.
Y, mientras tanto, otras personas hallaban
los huevos que escondían las ideas más
descabelladas de su subconsciente, sin que nadie
pudiera prever lo que eso significaba.
Fin
170
Narrador:
Iván Cárabe Peirado
Ilustradora:
Victoria Enith Gennes Hernández
171
"Por enseñarme a volar
usando como alas las páginas
esbozadas con la más libre imaginación;
y, como motor,
el alma inquieta de un simple lector.
Gracias, Pura"
[Kamikaze o “Viento Divino” fue el
nombre con el que los japoneses
denominaron a los tifones que en 1273 y
1279 salvaron Japón, porque sus fuertes
vientos dispersaron la flota de invasión de
Kublai Khan, que pretendía hacerse con la
isla. Sin embargo, en la Segunda Guerra
Mundial, se utilizó este nombre para
denominar a los voluntarios que por su
nación se montaban en aviones cargados
de explosivos y se estrellaban contra el
enemigo.]
Siempre recordaré a mi padre como un
héroe incomprendido, como una mariposa que será
recordada por siempre oruga, como un intento de
demostrarse a sí mismo de lo que era capaz de
hacer por amor. Supongo que él, sin embargo,
quiso que le recordase como un mago fascinante,
capaz de sacarme una sonrisa de detrás de la oreja o
infinitudes de buenos recuerdos de su chistera. Y es
que no vi sino ahora, tras el paso de los años, el
sufrimiento que escondía cada uno de aquellos
trucos de magia, cada intento de ocultarme el
horror de la época pasada. Mi padre intentó
cegarme a base de fantasía, para que mis ojos jamás
viesen lo que los suyos tuvieron que soportar. Y lo
consiguió.
Aún recuerdo aquellos días en los que mi
imaginación divagaba sobre la veracidad de
aquellos simples trucos, de aquellos juegos de
173
manos que llevaban a hábiles engaños visuales. Mi
padre conseguía que alzase la vista hacia sus
manos, obligándome a ignorar lo que pasaba bajo
nuestros propios pies.
Sin embargo, a pesar de su inhumano
esfuerzo, de vez en cuando inmigran a mi memoria
ideas que no sé distinguir bien si son recuerdos o
sueños, donde yo, con la ignorancia más infantil,
típica de un niño de cinco años, me preguntaba por
qué mi héroe no iba a jugar con los demás padres a
la guerra. Estaba seguro de que podría vencer a los
monstruos que se enfrentaban con alguno de sus
trucos. Mi padre, mi héroe, trabajaba en una fábrica
de paracaídas, objetos místicos que, según él,
ayudaban a aquellos que no creían en la magia a
poder volar durante un tiempo. Tras cada caída del
sol, mi madre lo recibía siempre con una sonrisa en
la cara, que actualmente pienso que quizás iba más
bien dirigida a mí, y una mirada de reproche. De
sus ojos emanaba un extraño sentimiento estancado
entre amor y vergüenza hacia el héroe de mi vida,
que recibía la falsa mueca y se guardaba la mirada
de su mujer en lo más profundo de su alma de
mago, donde magia y tristeza tejían lentamente una
vida al lento ritmo de los latidos que pautaban
tímidamente un sencillo compás.
Nuestra “casa”, o como solía llamarla mi
padre, nuestra “guarida”, era pequeña y fría por
fuera, y más diminuta y congelante aún por dentro.
Apenas contábamos con un baño, una cocina y un
174
comedor, donde tendíamos por las noches dos
futones sobre el modesto suelo de tatami. Allí,
mirando los tres al gris techo, mientras que la
melodía de estallidos lejanos y sirenas nos
, mi padre contaba el mismo cuento hasta
acunaban,
que nuestros párpados perdían la batalla contra el
sueño y los tres caíamos dormidos. No sé si esto es
cierto; pero creo que jamás he tenido una pesadilla
cuando dormía al lado del mago; y es que, según él,
su cuento escondía las palabras de un conjuro
ancestral que hacía que la casa y nosotros
estuviésemos protegidos por un dragón grande, de
un gris oxidado, antiguo y veloz, que vigilaba sobre
el tejado durante toda la noche. Recuerdo reposar
tranquilo, pegado a su pecho, escuchando el
melancólico compás que poco a poco se ralentizaba
acompasado con el mío, mientras sus frases iban
perdiendo entonación y sentido: Bum Bum, Bum
Bum. Me sentía seguro, a salvo, feliz.
No obstante, el horror que trae la guerra
hizo mella en nuestras vidas, marcándolas al rojo
vivo para que jamás olvidásemos lo poderoso del
azar. Recuerdo algunos días que, al volver de la
escuela, el tío Ren nos esperaba sentado en casa,
fumando aquellos asquerosos puros que llenaban la
guarida de un rancio humo gris. Siempre pensé que
aquel humo tuvo que ahuyentar al dragón protector,
ya que cada vez que mi tío estaba presente, nada
bueno pasaba. Ren fue el último engranaje que
puso en marcha un artilugio que habría deseado que
jamás se hubiese activado, la mecha que prendió la
dinamita.
175
El tío, apodado por mi padre “El
locomotora”, era un alto cargo militar, o eso decían
todas sus ridículas bandas y condecoraciones
absurdas que colgaban de su planchada e
inmaculada chaqueta oscura. Siempre vestía igual,
siempre pensaba lo mismo y siempre repetía sus
palabras. Para Japón, un héroe militar; para mí, un
cobarde con delirios de grandeza.
— Vidas hay muchas, Maki; pero Japón
solo hay una —decía por la humeante alcantarilla
que tenía como boca, manchando con sus sucias e
hirientes palabras la impoluta conciencia de mi
madre—. Por ello veo inconcebible que tu marido
no luche por su nación. Paracaídas hay demasiados
para las pocas almas que llegan a tener la
oportunidad de usarlos. Un japonés de verdad no
utiliza esos trastos cuando tiene al enemigo delante,
sino que aprovecha hasta el último de sus suspiros
para acabar con alguno de esos malnacidos.
— Sora no va a ir a la guerra. Su lucha
está aquí, con su hijo y conmigo. Nos queremos. Y
dividirnos acabaría con nosotros, no con la guerra
—rebatía ella, cada vez más convencida de que la
palabra esperanza había desaparecido de su propio
diccionario.
Realmente creo que mi madre llegó a
enloquecer por su culpa. Su mirada perdida,
ahogada en lágrimas mudas, empezó a inundar
nuestras vidas, y ninguno contábamos con nada a lo
que agarrarnos para flotar. El barco se empezó a
hundir por la proa. Recuerdo observarla escondido
176
tras mi máscara de inocencia, mientras ella
cepillaba su larga y lacia melena negra sin dejar de
mirar al frente. Se había convertido en una bella
muñeca sin voluntad, manipulable. Su impecable
carcasa escondía un único y oscuro pensamiento,
un ligero remordimiento, que a su vez era el motivo
de haberse convertido en tan solo eso, una vacía
fachada.
Las noches empezaron a ser más frías y
largas, si aquello era posible, por lo que para
conservar el calor, dormíamos los tres en el mismo
futón. Recuerdo una de ellas en la que un
perforador sonido nos despertó. Mis padres de
inmediato me cogieron y salimos corriendo a la
nevada oscuridad. Un tránsito de personas con
niños inocentes y ancianos indiferentes corrían
hacia la misma dirección y pronto nuestro afluente
se unió a aquel río de temores, gritos y miedos. Me
acuerdo que intenté mirar entre los copos de nieve
hacia el tejado de casa y no vi a ningún dragón.
Pensé que probablemente algo malo estaba pasando
y me abracé con fuerza al cuello de mi padre,
intentando respirar a través de la tela de su fino
pijama. Aquellos fríos minutos, que pasarán a la
memoria como desconcertantes horas de duda,
llegaron a su fin cuando la corriente de víctimas en
busca de refugio desembocó en el sótano de un
pequeño edificio de cemento. La habitación
albergaba alrededor de doscientas miradas que
buscaban con ansia a sus familiares y seres
queridos. Conversaciones banales y risas nerviosas
177
germinaron de la semilla del miedo. De repente, la
sala tembló, el techo crujió y la llama que
iluminaba la habitación danzó riéndose ante la
estremecedora explosión. Las conversaciones se
convirtieron mediante una horrenda metamorfosis
incompleta en gritos y llantos. Entre lágrimas, miré
a mis padres, pidiéndoles una explicación de lo que
ocurría. Necesitaba, como todo niño, que alguien
me prometiese que todo iría bien.
— Tsubasa, hijo, no tengas miedo —dijo
el vaho que expulsó mi padre del interior de sus
pulmones con escarcha, intentando consolarme,
mientras limpiaba con la suave manga de su pijama
mis frías lágrimas—. Es parte de uno de mis trucos,
solo eso. Estoy haciendo que llueva felicidad, pero
parece que pesa mucho más de lo que esperaba y
por eso nos hemos escondido. Mira, cuantos más
golpes oigas, significa que mejor está saliendo el
truco. Venga, vamos a contarlos. Si llegamos a
cinco, significa que ha salido genial y que no
tendremos que volver a hacer que llueva felicidad
nunca más. Venga… —me susurró, tomando la
mano de mi madre con fuerza y dulzura, mientras
un atroz golpe sobre nuestras cabezas lo
sobresaltaba—. Uno…
Por supuesto que sobrepasamos cinco
explosiones, acompañadas de sus respectivos
llantos, gritos y, por nuestra parte, números.
Llegamos a diecisiete. Así que el truco de mi padre
había funcionado a la perfección. No recuerdo muy
bien cuánto tiempo estuvimos esperando a la
decimoctava explosión; pero la eternidad es una
178
medida ridícula en comparación. Cuando la puerta
que llevaba a la calle finalmente se abrió, nadie
salió de la habitación durante unos minutos,
esperando que alguien más valiente, o menos
consciente, saliese primero. Y esos.... fuimos
nosotros.
— ¡Bueno, amigos! Este ha sido el truco
de hoy. Espero que les haya gustado y que sean
todos mucho más felices ahora —gritó mi padre al
mismo tiempo que agarraba mi mano y la de mi
madre con decisión y fingida firmeza—. ¡El mago
Sora se despide! ¡Hasta la próxima!
Caras de estupefacción tornaron en
comprensión y finalmente estallaron en aplausos y
vítores. Mi padre era un héroe; sí que lo era. Me reí
y lo miré orgulloso, mientras que con la mano libre
me restregaba un ojo, el cual sufría su propia guerra
contra el sueño. Él también sonreía y miraba a mi
madre intentando contagiarle las ganas de vivir.
Recuerdo que la nieve de la calle estaba
infectada por grandes agujeros aleatorios negros.
Para mí, agujeros de ardiente felicidad; para mis
padres, agujeros de punzante horror. Seguimos
caminando entre la espesa e hiriente nieve. Íbamos
los tres en pijamas húmedos y descalzos,
congelándonos un poco más a cada paso que
dábamos sobre la facción más dulce y bella del frío.
Por fin llegamos a casa. Justo en la puerta,
uno de aquellos surcos nos daba la bienvenida.
179
— ¡Qué suerte papá! ¡Qué felices vamos a
ser!— recuerdo haber gritado saltando sobre el bajo
de mis pantalones para no congelarme.
— ¡Sí! —simuló reír con una mueca triste,
tras hacer una pausa para estornudar—. Muy
felices.
A los pocos días, mi padre empezó a toser.
A la semana, las fiebres hacían volver a la cordura
su loca mente de mago. Recuerdo tumbarme al lado
suyo en el suelo, coger su ardiente mano y contarle
yo el cuento que él tantas veces me había narrado.
Sin embargo, mi padre era un fuego sin oxígeno
que intentaba prender en un tronco húmedo. Fueron
varias las visitas de los médicos y también fueron
varios los inútiles medicamentos que le recetaron.
Se apagaba. Y mi madre con él. Sin embargo, él
jamás dejó de hacer magia. Cuando se encontraba
con fuerzas suficientes para poder hablar, realizaba
algún truco, para colorear esta nueva rutina gris. El
tío Ren también hacía intermitentes e insoportables
visitas, repitiendo su discurso e ideología a través
de sus apestosos humos de superioridad. Siempre
me había molestado que el cobarde fumara en casa,
pero aquellos días simplemente no veía tolerable
que aquella asquerosa niebla tóxica provocase
todavía más tos a mi padre.
Todas las noches recuerdo salir a la
profunda oscuridad que desteñía el cielo japonés
mientras mis padres dormían. Miraba al tejado
entre lágrimas, en busca del ahora ausente dragón
180
que nos solía proteger. Gritaba, gritaba lo más
fuerte que jamás he gritado, intentando que el
protector volviese.
— ¡Dragón! ¿Dónde estás? ¡Por favor
vuelve! ¡Por favor! Dragón, te lo pido: cuida a mi
padre, protégelo. No lo puedo perder. Por favor,
dragón. ¡Dragón! —intentaba despertar la piedad
de su caprichoso sueño a voz en grito, donde quiera
que reposase.
Finalmente, la rutinaria escena acababa
con un hijo rendido ante la puerta de su casa,
dormido ante el esfuerzo de seguir creyendo en los
milagros; con una madre que salía de madrugada a
coger en brazos al pequeño; y un padre que lloraba
por fuera y moría por dentro.
La vida tuvo que estremecerse al sentir tal
grito en las entrañas de Japón, al sentir el miedo y
el amor de un niño, que imploraba la necesidad de
conservar a su familia. Sin embargo, como he
dicho, la piedad no despertó de su letargo. Pero
parece ser que mi padre sí que lo hizo. Me estuvo
escuchando todas las noches llorar a un dragón
imaginario, llorar a una esperanza perdida, llorar a
un padre que, en parte, ya estaba muerto.
Una de aquellas mañanas, me desperté
solo con mi madre en el futón. No era tarde, pero
aquel día oscuras nubes de lluvia cubrían el sol,
creando una atmósfera todavía más gris y oscura.
Me levanté sigiloso y busqué a mi padre por toda la
casa. En su lugar, encontré un trozo de papel roto y
arrugado, pegado a la puerta. En su interior, letras
181
de fiebre y coraje enunciaban una despedida que no
supe leer. Desperté a mi madre y esta no tardó en
descifrarme su contenido:
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#- ! .
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2
182
Mi madre soltó el papel y en el silencio se
escuchó cómo su corazón se partía, como la
cerámica, en pequeños trozos muy difíciles de
pegar. Yo no entendí por qué lloraba. Al fin y al
cabo, los trucos de papá siempre salían bien. Sin
embargo, ella me cogió de la mano y salimos de
casa, dejando una estela de gotas derritiendo la
nieve tras nuestros veloces pasos.
— ¿A dónde vamos, mamá?— pregunté a
través de bocanadas, intrigado, mientras corríamos
calle abajo.
— Vamos a intentar que papá no eche a
volar tan pronto —contestó entre lágrimas de
impotencia y suspiros de súplica.
Tardamos alrededor de dos horas
corriendo, las cuales fueron acompañadas del
silencio más expresivo y la compañía más solitaria.
Finalmente, llegamos a un amplio lugar donde ya
había estado alguna vez con el tío Ren cuando era
más pequeño: la morada donde los dragones
ignoraban mis súplicas de protección y simulaban
descansar; aunque ahora sé que aquel mágico lugar
no era más que un simple hangar militar. Sin
embargo, yo no vi ni aviones ni cazas entre
aquellos aparatos; sino dragones, tal y como me los
había descrito mi padre: grandes, de un gris
oxidado, antiguos y veloces; guardianes,
protectores. Nos pegamos a la fría verja de hierro
intentando buscar a papá entre todos aquellos seres
fantásticos que, de vez en cuando, echaban fuego y
salían a volar. De repente, mi madre gritó su
183
nombre con horror. Tracé la trayectoria que sus
vidriosos ojos fijaban y encontré a lo lejos a mi
padre tosiendo, con un traje aburrido de los que
jamás se hubiera puesto un mago. Ambos
empezamos a gritar su nombre entre lágrimas, las
de mi madre de tristeza y las mías de emoción de
ver a mi padre cerca de dragones. Mi héroe se giró
y, tras unos instantes en los que posiblemente
barajó varias opciones, eligió dedicarnos una de sus
reverencias y montó al lomo de uno de aquellos
seres.
— ¡Papá, no! —grité intentando pararlo;
pero parecía que el mundo me enmudeció para
184
evitar que mi padre sufriera más de lo que ya había
sufrido.
El dragón de mi padre empezó a echar
fuego, o eso creí ver entre las lágrimas que cubrían
mis ojos. Los gritos de mi madre fueron silenciados
por el rugido del animal, que poco a poco fue
cogiendo velocidad hasta elevarse y desaparecer
entre las grises y temerarias nubes de tormenta. Yo
vi a mi padre cumplir un sueño, realizar otro de sus
trucos; mi madre lo vio dirigirse cargado de
explosivos a defender una causa perdida, una
muerte que nuestros ojos no tuvieran que sufrir: lo
vio convertirse en Viento Divino.
Años después, empecé a filtrar la realidad
de una manera selectiva hasta conocer
definitivamente toda la historia. La historia de un
héroe para mí, de una persona capaz de hacer
cualquier cosa por amor a su familia y por
obligación a la nación, capaz de torturarse a sí
mismo con tal de ahorrarme aunque fuese una
única lágrima.
Dejé los estudios a los dieciséis años y me
dediqué completamente a la magia, a continuar el
legado del mago Sora. Hoy en día realizo
actuaciones a nivel mundial y todavía utilizo los
trucos de mi padre.
Actualmente aún no puedo terminar un
espectáculo sin emocionarme al decir estas
palabras, que resumen la reflexión de una vida de
héroe, una vida de amor y de magia:
185
¿Qué es la magia? Todo y nada. El
engaño más sincero y la verdad más oculta. Ver
para no creer y creer ver. La magia es la
inexistente sombra de una llama o la oscuridad de
una mirada. El temor de la burla y la burla de los
temerosos. La humana desconfianza de la razón y
la razonable desconfianza del hombre. La
sabiduría jugando al escondite con tus sentidos, la
ciencia apostando por el fracaso de tu intelecto.
Un insulto para los que insultan y una ilusión para
los ilusionados. La magia es la belleza de la ninfa
más astuta o la cobardía del caballero más
valiente. El susurro de un grito y el grito de un
mudo. La magia fue, es y será finitamente infinita.
Sin embargo, dicha percepción de lo que
posiblemente sea el arte más científico y real de
todos, se aprecia con el paso del tiempo, cuando
contar todo lo que has vivido dure más que ese
propio período; cuando las memorias recorten
satíricamente lo que te queda por vivir. Un mago
no conoce la magia hasta su último parpadeo.
Rumores afirman que el último suspiro de un mago
se da cuando comprende la enormidad de aquello
con lo que ha estado jugando y que, por miedo a
esto, decide esconderse eternamente. La magia está
viva y hambrienta. Es el ser más bello y peligroso
que cualquier mente pudiera haber inventado
jamás. Un animal salvaje, hambriento de inquietos
jóvenes que se autodenominan magos, a los cuales
atrae mostrándoles una ilusión, escondiendo tras
la frágil careta las feroces fauces de un
186
depredador. Entonces ¿qué es la magia?, se
preguntarán. ¡Magia es vida, señores! ¡Magia es
vida! Sin embargo, como ya he dicho, cuando te
das cuenta de esto, ya es demasiado tarde. Ya solo
te queda suspirar, observar y esperar a que el telón
cubra este último truco de Magia.
187
Narrador:
Ilustrador:
Álvaro Mendoza Alcalá
Juan Martín Rodríguez
189
I
— ¡Quiero escribir un libro! —dijo el pequeño
Marqués.
— ¿Que vas a hacer qué? —respondió atónito el
tintero.
— ¡Que quiero escribir un libro! ¡Quiero ser tan
famoso como Cervantes, como Shakespeare, o como
Anónimo, el mayor escritor de todos los tiempos!
191
— ¿Cómo quién? —preguntó la armadura que
estaba de pie junto a la entrada.
— Ni idea, este zagal delira —concluyó la
alabarda, esposa de la armadura.
Era una soleada mañana de primavera en las
estancias del joven Marqués de Ningunsitio. Allí se
encontraba el menudo noble en compañía de sus fieles
amigos: el tintero, siempre alarmado y negro de
desesperación; la armadura, afable y protectora; y la
alabarda, siempre pegada a la armadura, cariñosa y estricta
al mismo tiempo. En todo el ducado de Ningunsitio no
había más niños de la edad del Marqués, así que se buscó
los suyos por su cuenta. El Marqués era un niño de unos 62
meses. Sus padres vivían en otro castillo, o eso decía el
pequeño. Realmente vivían en el mismo castillo, pero en el
ala contraria. Allí se pasaban las horas haciendo trabajos de
administración, dando órdenes a sus súbditos y atendiendo
las audiencias de campesinos, mercaderes, proveedores,
comerciantes, accionistas, embaucadores, mensajeros,
consejeros, timadores, revolucionarios y demás
mequetrefes y botarates. En definitiva, su rutina era ir de
sus estancias a la sala de audiencias y viceversa. Así que su
hijo gozaba de una libertad casi ilimitada.
— Bueno, ¿qué tipo de libro quieres escribir? —
preguntó tras un tiempo la alabarda.
— De los que se leen. Con páginas blancas,
¡muchas muchas páginas blancas! ¡Y de tapa dura!
— Pero Marqués, todos los libros son así —aclaró
la armadura—. Ella se refiere al estilo. ¿Quieres que la
gente se ría o que llore?
192
— Quiero que lo lean.
— Esto es exasperante... —se quejó el tintero—.
Lo escribirás a lápiz al menos, ¿no?
— Ya llegaremos a eso —dijo la alabarda
intentando darle cordura a la conversación—. Primero
vamos a lo básico. ¿Quieres escribir una novela, una obra
de teatro o un poema?
— Eh... ¿Y si le preguntamos al señor
bibliotecario? ¡Seguro que él nos ayuda!
Así pues, iniciaron la marcha los cuatro
individuos en busca del bibliotecario. Lo encontraron en la
biblioteca, como era de esperar, devorando un volumen de
una enciclopedia de 800 páginas. Era un hombre enorme,
como siete veces el tamaño del Marqués; y delgado como
una hoja. Su cara alargada y sus grandes ojeras le daban un
aspecto lúgubre que compensaba con la más bella de las
sonrisas.
— ¡Señor bibliotecario, quiero escribir un libro!
—sentenció el pequeño Marqués.
— Oh, magnífico, espléndido —dijo maravillado
el bibliotecario—. ¿Sobre qué quiere escribir, excelencia?
— Pues no lo sé. ¿Sobre qué puedo escribir?
— Oh, querido, ¡las posibilidades son infinitas!
Podéis escribir una novela de policías, de piratas, de
científicos locos, de exploradores... Podéis escribir una
historia desternillante, con suspense, o tal vez una triste.
Podéis narrarlo como si fuerais vos o como si lo estuvierais
viendo. Es más, ¿queréis ser vos el protagonista? ¿O mejor
inventaros un personaje? O igual lo vuestro es el teatro... O
tal vez la poesía...
193
194
El bibliotecario empezó a hablar para sí mismo,
reflexionando en voz alta. La ilusión en la cara del niño iba
en aumento a medida que el bibliotecario hablaba y
hablaba. Se imaginaba a sí mismo escribiendo página tras
página, día y noche; y finalmente admirando su obra
acabada. No cabía en sí de la alegría.
— Creo que para empezar —concluyó el
bibliotecario— podríais comenzar por una historia de
piratas.
— ¡Sí, por supuesto, es un tema genial! —el
pequeño Marqués estaba entusiasmado.
Con toda su diligencia, le ordenó a la armadura y
a la alabarda que le trajeran hojas en blanco, y al tintero
que le trajera un lápiz, para no enfadarle. Cuando hubo
reunido todo, se dispuso a escribir. Todos a su alrededor
estaban expectantes por ver las primeras palabras de lo que
iba a ser una gran obra, pero el pequeño Marqués de
repente paró en seco.
— Tengo una pequeña duda... ¿Cómo se escribe?
—preguntó el pequeño Marqués.
— Espera, ¿aún no sabes escribir? —se alarmó el
tintero.
— No, las clases empiezan dentro de tres meses
—aclaró el noble.
— ¡¿Y cómo pensabas escribir sin escribir,
grandísimo zoquete?! —el tintero pasó de tener tinta negra
formal a tinta roja furiosa.
195
— Cálmate, tintero, cuando sepa escribir
retomamos la historia —dijo la armadura en tono
conciliador.
— Bueno, para escribir hace falta saber escribir y
saber leer lo que estáis escribiendo —añadió el
bibliotecario—. Aparte, tenéis que haber leído más libros
antes, para saber si está bien o mal.
— ¿Como usted?
— Sí, supongo —asintió pensativo el
bibliotecario—. Pero yo solo soy un bibliotecario, no un
escritor. Ha sido un disparate por mi parte intentar que
escribierais, excelencia.
"Qué situación tan tonta", pensó divertido el
Marqués. Como no sabía qué otra cosa hacer, se fue a
dormir a sus aposentos. "Mañana será otro día, repleto de
aventuras divertidísimas", se dijo.
196
II
— ¡Quiero hacer un mapa! —dijo el pequeño
Marqués.
— ¿Un mapa? —se sorprendió el tintero
— ¡Un mapa de este castillo, y del bosque de al
lado, y del lago y de los patitos! ¡Será un mapa tan real que
no se perderán ni los ciegos!
lo
— Claro, ¿por qué no? Parece entretenido —le
animó la alabarda.
De nuevo, ordenó que le trajeran papel y lápiz.
Cuando tuvo todo en su mesa, cogió el lápiz y se puso a
elaborar el mapa. Primero empezó por el castillo. Se lo
había andado de arriba a abajo y lo conocía bien. Primero
el ala oeste, con forma rectangular, luego el vestíbulo y el
salón de baile, redondos, y finalmente el ala este,
perfectamente cuadrada, con la sala de audiencias y la
armería. Luego comenzó con el bosque, basándose en sus
ocasionales paseos y las vistas desde su habitación. Dibujó
con detalle el lago y sus patitos. Dos horas más tarde,
después de unas pocas correcciones, había terminado el
mapa.
Ilusionado, entusiasmado y nervioso, emprendió
la excursión por el bosque como un loco. Ni siquiera
esperó a sus amigos de lo nervioso que estaba. Siguiendo
el mapa al pie de la letra, se adentró en la espesura del
bosque. Giró a la derecha, siguió una senda, pasó bajo una
rama caída, volvió a girar a la derecha, giró a la izquierda y
encontró un árbol enorme que no aparecía en el mapa.
197
Decidió seguir de todas formas. Siguió andando y andando.
Según el mapa, debería haber llegado al lago, pero solo
había bosque y más bosque. Empezaba a oscurecer cuando
se encontró por fortuna a un cazador que andaba por el
bosque.
— ¡Por todos los bichos vivientes, señor Marqués!
¡Casi lo confundo con un conejo! ¿Qué hace su excelencia
a estas horas solo por el bosque?
— Quería salir con mi mapa. Estaba buscando el
lago de los patitos, pero no lo encuentro. ¡Debería estar
aquí!
— ¿Su mapa?
— Sí, he hecho un mapa. Mire.
El cazador tomó el mapa entre sus manos y lo
examinó minuciosamente. Como era de esperar, estaba mal
hecho. Las distancias no eran correctas, faltaban muchas
198
partes y los patitos estaban demasiado detallados. El
cazador decidió llevar al Marqués al castillo antes de que
fuera aún más tarde. Por el camino, le estuvo explicando
cómo se debía hacer un mapa correctamente.
— Para hacer un mapa tiene que haber recorrido
el bosque muchas veces. Tiene que conocerlo tan bien
como su casa. Si se despertara en mitad de éste, tendría que
saber cómo volver a casa. Y para eso hace falta mucha
práctica.
— ¿Conocerlo tan bien como usted?
— Sí, supongo —asintió pensativo el cazador—.
Pero yo solo soy un cazador, no un cartógrafo. Vamos,
démonos prisa en llegar a casa.
Cuando llegó, sus amigos, sirvientes y hasta sus
padres lo recibieron aliviados entre sonrisas y
exclamaciones de júbilo. Su ausencia se había notado en el
castillo y todos estaban preocupadísimos. El pequeño
Marqués estaba cansado de tanto andar; así que,
acompañado de sus amigos, se fue a sus aposentos a
dormir. Como tenía prohibido salir del castillo durante una
semana, al día siguiente buscaría diversión en el interior.
199
III
— ¡Quiero componer una sinfonía!—dijo el
pequeño Marqués.
— ¿Una sinfonía? ¿Con el ruido que hace? —se
alarmó el tintero.
— ¡Sí, una sinfonía melodiosa y llena de ritmo!
¡Quiero escribir la sinfonía más bonita de la Historia!
— Por Dios, qué ambicioso es este chaval —le
comentó la alabarda a la armadura en voz baja.
— Bueno, le podemos pedir ayuda al director de
la orquesta del castillo. Seguro que se alegrará de tener una
nueva pieza que tocar —propuso la armadura.
— ¡Buena idea! —dijo entusiasmado el Marqués.
Así pues, recorrieron salas, pasillos y escaleras
hasta que llegaron al auditorio. Allí encontraron al director
de la orquesta estudiando minuciosamente unas partituras.
— ¡Buenos días, señor director! ¡Quiero
componer una sinfonía! —anunció el pequeño noble.
— ¿Una sinfonía? ¡Espléndido, señor Marqués!
—respondió el director entusiasmado—. Pero ha de saber
que no es algo fácil. Hagamos lo siguiente: usted me da
una melodía y sobre eso trabajamos.
— De acuerdo. ¡Traed papel y lápiz! —ordenó.
Esta vez el papel traía dibujados pentagramas en
su superficie. El pequeño Marqués se concentró y empezó
a dibujar círculos y líneas sobre el pentagrama como mejor
pudo. Media hora después, había acabado el inicio de su
200
obra. Se levantó de la mesa de un salto y se lo entregó
corriendo al director.
— De acuerdo, veamos cómo suena —dijo el
director de la orquesta mientras ponía la partitura sobre el
piano.
Todos aguardaban con entusiasmo la melodía que
el joven Marqués había compuesto. Pero cuando el director
empezó a tocar, las notas que salían del instrumento eran
estridentes y desagradables.
— ¡Para, por favor, deja de tocar! —suplicó el
tintero, que había pasado a ser tinta verde debido al mareo.
— No lo entiendo, ¿está desafinado el piano? —
preguntó la armadura una vez de recompuso del susto.
— No, el piano está bien. Señor Marqués, ¿qué
pretendía hacer? —preguntó el director con voz calmada.
— Solo he dibujado palitos y bolitas dentro de las
líneas. He visto muchas partituras, son todas así.
— Ah, Excelencia. Me temo que la música es algo
más compleja. Hay que estudiar bastante para componer
una melodía bonita; y para una sinfonía, mejor ni le
cuento...
— ¿Estudiar tanto como usted?
— Sí, por lo menos... —concedió pensativo el
director—. Pero bueno, yo solo soy un director, no un
compositor. Qué estupidez por mi parte intentar que
compusiera, Excelencia. Pronto empezaremos las clases de
piano; eso será un buen comienzo.
201
Con un nuevo fracaso en sus espaldas, pero sin
que ello influyera lo más mínimo en su estado de ánimo, el
Marqués y sus amigos abandonaron el auditorio y salieron
a jugar hasta que se puso el Sol.
********
Y así pasaban los días en el castillo de
Ningunsitio, repletos de aventuras, desventuras y todo tipo
de venturas varias. Con el tiempo, el joven e intrépido
Marqués creció y dejó de ser tan pequeño, aunque su
inquietud y su energía no cambiaron. Un día, buscando en
la biblioteca un nuevo libro que leer, se encontró una
novela sobre piratas que llamó su atención. Para su
sorpresa, el autor de aquella novela era el viejo
bibliotecario que lo había enseñado a leer. Emocionado por
la noticia, fue corriendo en su busca. Yendo a toda
velocidad por los pasillos, se encontró de frente con un
mapa gigante que habían colgado recientemente en la
pared. Era un mapa de toda el área de Ningunsitio,
incluyendo el castillo, el bosque, y hasta el lago, con algún
que otro patito dibujado sobre él. Entonces se llevó la
segunda sorpresa grata del día: ¡su autor era el cazador de
la corte! Después de contemplar el mapa durante un rato,
se dispuso a reanudar su búsqueda; pero de repente empezó
a oír la melodía de un violín procedente del auditorio. Al
violín se sumó un violonchelo, y después le siguieron los
demás instrumentos de la orquesta. Seducido por la suave
música que venía del auditorio, se dejó llevar y se sentó
discretamente al final de la sala. Cuando hubieron
terminado de recoger, después de recibir numerosos
aplausos y vítores, los músicos abandonaron la sala y se
202
quedaron charlando el director de la orquesta, el cazador,
el bibliotecario y el padre del Marqués.
— Una actuación espléndida, señor director —
felicitó el padre del Marqués—, pero me temo que no
conozco su autor. ¿Quién es? —preguntó.
— Tengo el honor de poder decir que soy yo,
Excelencia.
— ¡Que me aspen! ¡Mi más sincera enhorabuena!
¡Es una sinfonía espléndida!
En ese momento, el joven Marqués quiso
acercarse a los cuatro hombres para unirse a la charla. Se
levantó de su asiento y, mientras se iba acercando, el
director lo saludó efusivamente.
— ¡Mirad quién viene! ¡Pero si es el motivo de mi
obra! De no ser por usted, jamás habría empezado a
componerla.
— ¡Cáspita! Yo también empecé a escribir mi
libro gracias a él —confesó el bibliotecario.
— A decir verdad —dijo el cazador—, yo
también decidí hacer el mapa gracias al joven Marqués.
Asombrados, cada uno contó su versión de cómo
el pequeño Marqués les había hecho darse cuenta de lo
mucho de que eran capaces. Gratamente sorprendido, su
padre lo felicitó por ser una fuente de inspiración. Y es que,
por muy pequeño que fuera, el Marqués les había enseñado
algo vital a aquellos tres hombres: que, aparte de los
conocimientos, para emprender un proyecto hace falta una
pequeña chispa de ilusión.
203
Narradora:
Mª Isabel Salas Castillo
Ilustradora:
Paula Schneider Albea
205
“No siempre puedes conseguir lo
que quieres; pero, si lo intentas,
algunas veces podrías encontrarte
consiguiendo lo que necesitas”
Rolling Stones
En la vida, siempre llega un momento que
te hace cambiar. Un golpe de realidad. Una patada
en la cara que te hace abrir los ojos y que trastorna
de una manera u otra tu forma de ver las cosas.
Puede ser una situación determinada en un
momento oportuno, una palabra dura pero
necesaria, la partida o llegada de una persona, un
cambio de acontecimientos inesperado o, como lo
fue en mi caso, conocer la historia de alguien
cuando más lo necesitaba.
Antes de todo, os pongo en situación. Mi
nombre es Carlos y por aquel entonces tenía
diecisiete años. Nací un 3 de marzo de 2071, aquí
en mi ciudad, en Sevilla. Mi abuela Andrea
acababa de morir por un infarto al corazón y
fuimos a recoger sus pertenencias al piso que
antiguamente compartía con mi abuelo. Yo había
terminado ya 4º de Bachiller, mi último año, por
segunda vez, ya que había repetido. Si pudiera
207
describir ese momento de mi vida con una sola
palabra elegiría ‘agobio’. Un día más, una gota
menos de aire que me quedaba en la caja en la que
poco a poco me iba sepultando. Me estaba
consumiendo como una vela en las últimas, y lo
peor es que no encontraba el porqué. Mi futuro se
iba a suicidar si no cogía aquel tren, el que me
llevaba a esa nueva vida, a ese país nuevo, a ese
anhelado reinicio. ¿Por qué tendría que tener
miedo? Quería ser valiente y confiar en mí mismo,
necesitaba encontrar algo de eso en mí, pero hacía
ya tiempo que lo había dado por perdido. Fue
cuando, entre aquellas cajas de cartón, entre un
millón de aparatos viejos, vi un sobre con mi
nombre escrito en mayúsculas. Lo metí en mi
sudadera sin que nadie se percatara, sin darle
mucha importancia, pensando que sería para mi
padre, para acabar más tarde siendo yo el
sorprendido. Eran muchos los folios, todos escritos
a mano por delante y por detrás, en letra cursiva.
Cuando leí la primera frase, fue cuando me di
cuenta de que estaba dirigida a mí y quién la
escribía; y entonces me emocioné.
Querido nieto Carlos, soy tu abuelo. Siento no haber tenido el placer de
conocerte en persona. Tú todavía no habías nacido
208
cuando me diagnosticaron este cáncer, y ahora que
estoy viendo cómo vas creciendo en la barriga de
tu madre, mi vida va llegando poco a poco a su fin.
Me entristece que no vaya a poder pasar tu
infancia contigo, atiborrarte de comida,
consentirte sin que tus padres se enteren, pasar las
navidades en familia y verte convertido en un
hombre. En mi niñez recuerdo que mi abuelo me
enseñó y transmitió muchas cosas que en el
momento no comprendí, pero que posteriormente,
cuando crecí y empecé a vivir mi vida, me
ayudaron y me salvaron en muchos sentidos; y aún
a día de hoy las sigo recordando como uno de mis
tesoros más preciados. Por eso quiero que tú
también recibas lo mismo de tu abuelo; quiero que
conozcas mi historia, la historia de cómo encontré
mi camino, para que, de alguna manera, también te
ayude a encontrar el tuyo.
Fui de las últimas generaciones que nació
en el siglo pasado, en el 94 más exactamente. Eran
tiempos de cambio, y yo aún era demasiado
pequeño para darme cuenta. Crecí felizmente en el
pueblo del que venía mi familia, en una casa muy
grande en el centro, junto con mis otros hermanos
mayores. Era un niño bastante normal; siempre
jugando al fútbol con mi pandilla de amigos,
jugando a videojuegos como un condenado,
haciendo trastadas hasta sacar de quicio a mis
padres… lo típico. Siempre había sido un niño con
mucha creatividad; me encantaba pintar, dibujar
cosas que solamente comprendía yo. Yo y mi
mundo; mi mundo y yo. Así se puede resumir
209
bastante bien parte de mi infancia y mi juventud.
Eso me traía muchos problemas, también es
verdad; sobre todo en el colegio, en el que estar
distraído era mi día a día y, cómo no, eso me
pasaba factura.
Mis dos hermanos mayores, ambos de
matrículas de honor, siempre eran motivo de
admiración y de comparación para mis padres.
Nunca se olvidaban de recordarme sus numerosos
éxitos y mis múltiples fracasos. Ahora miro hacia
atrás y lo agradezco. Eso hizo que más tarde se
desarrollara mi coraje para superarlos, tanto a
ellos como a mí mismo. Pero, claro, con aquella
edad yo no lo veía así; lo consideraba un ataque
directo hacia mi persona: “me quieren hundir y lo
van a conseguir”, pensaba yo. Cuando aquello fue
yendo a más, empecé a sacar mi vena rebelde y
pasota, de la que estuve sobrado toda mi
adolescencia. Siempre lo opuesto a lo que querían
mis padres; siempre mi voluntad, mi vida, mis
decisiones, mis reglas. De ahí vinieron quizás la
gran mayoría de mis fracasos posteriores, del no
saber escuchar y del no querer pararme a
entender. Era muy independiente, el león de mi
propia sabana: me dejas tranquilo y no te ataco,
pero procura no meterte en mis asuntos.
Así, tanto mis amigos como yo fuimos
creciendo. Cada uno a su manera, claro. Mientras
que mi amigo Enrique iba convirtiéndose en un
joven fuerte y atractivo, que cada vez veía más
clara su vocación como futbolista, mi amigo
210
Andrés y yo íbamos poniéndonos cada vez más
altos y más delgaduchos. Ya podrás imaginar quién
de los tres se llevaba a todas las tías. Andrés, mi
amigo más íntimo, había estado junto a mí desde
pequeñitos. Él sí era un colega de los de verdad.
Tampoco es que él fuera un lumbreras en los
estudios, pero siempre se las arreglaba para salir
triunfante y no tener que estudiar en los veranos.
No es que yo siempre haya sacado malas notas; de
hecho, también llegué a tener mis épocas de oro.
Pero mientras los demás iban encontrando sus
metas, sus sueños y sus motivaciones en la vida, yo
seguía perdido; me dio por dejarme llevar y perdí
el interés por todo. A Andrés siempre se le dieron
muy bien los números y él tenía muy claro que iba
a dedicarse a algo de contabilidad, con lo cual él
tenía ya algo por seguro. Pero, en cambio, yo no
sabía ni qué se me daba bien, ni qué hacer, ni
dónde ir después del instituto.
Tienes que aprender a distinguir que
existen dos tipos de personas: los que toman las
riendas de su vida y se enfrentan a ella con paso
firme y decidido, sin temor a las variaciones del
camino, y los que se montan en un bote y van a la
deriva, faltos de luz, esperando a que la vida los
sorprenda y a que se les presente una oportunidad
por delante, sin darse cuenta de lo perdidos en sí
mismos que están. Pues bien, yo era del segundo
tipo. Mi mundo seguía acompañándome fuera a
donde fuera, y el vivir en él era el caparazón que
me protegía de ver la realidad que yo no quería
asumir. Todo me daba igual; y eso era lo que yo
211
dejaba que los demás vieran de mí. Así que me
dedicaba a salir con mis amigos, a emborracharme
cada vez que veía la más mínima oportunidad y a
tontear con cuantas más mejor, siempre esperando
a que me llegara la gran iluminación divina que
me mostrara hacia dónde dirigir mi vida.
Seguíamos creciendo, y el echarse novia
iba convirtiéndose cada vez más en la prioridad
suprema. Todo funcionaba por presión de grupo; a
quien no fumaba o no bebía o no tenía ni el
peinado ni el pendiente del futbolista de turno, eso
le hacía perder hombría y valor. Eso era lo que te
ayudaba con las chicas en esa época, aunque a mí
tampoco es que me hiciera especial efecto. Las
“novietas” que tenía no me duraban más que
cuatro meses; pero, aun así, no me daba por
vencido. Mientras más tiempo iba pasando, menos
me conformaba con cualquier cosa. Así que,
cuando me di cuenta de que no encontraba a
ninguna que me aportara lo que yo untuía que
necesitaba, dejé de buscar; y entonces apareció
ella. Mi mejor amiga, mi primer amor... y último:
tu abuela Andrea.
En las cosas que sabes que no puedes
controlar, tienes que aprender a esperar a que la
vida te sorprenda y te las ponga por delante. En mi
caso, mi salvación fue tu abuela. La chica más
guapa que había visto nunca sin duda. No me
llames dramático ni “peliculero”, pero supe que
iba a ser mi mujer desde que la vi. Nos conocimos
y me las arreglé para mantener el contacto con
212
ella; la agregué a mis redes sociales, le di a lo que
por entonces eran “me gustas” a todas sus
publicaciones; y un día, le empecé a hablar por
whatsapp. Efectivamente, ella estaba hecha para
mí, y me daba cuenta porque cada vez que
hablábamos era como estar hablando con una
doble cara de mí mismo. Pronto nos hicimos
buenos amigos y tomé la determinación de
mantener mucho contacto con ella para que no se
olvidara de mí. Estar con ella en ese momento me
ayudó. Andrea siempre ha sido una mujer
trabajadora, constante y con las ideas muy claras.
Eso me gustaba de ella; yo era completamente lo
contrario: espontáneo, inesperado y amante del
presente. Ella necesitaba alejarse de todo el
control bajo el que tenía sometida su vida;
relajarse y disfrutar más del momento, para no
llevarse decepciones, si las cosas no salían según
sus planes. Creo que fue por eso por lo que
conectamos de manera tan intensa: recibimos
ayuda el uno del otro cuando más la
necesitábamos. Enamorarme de ella supuso
salvarme a mí mismo, cambiar a mejor,
enfrentarme a la realidad y dejar de tenerle miedo;
y no sabes cuán agradecido le estoy aún por eso.
Pero, aunque dicho así quede todo muy
bonito, no fue todo tan fácil como parece. Nuestra
historia comenzó cuando, después de haber
mantenido nuestra amistad durante cerca de un
año, decidí lanzarme y confesarle que yo veía en
ella más que a una amiga. Para mi sorpresa, ella
sentía lo mismo y no dudamos en intentarlo. Tener
213
una relación a esas edades era, cuanto menos, una
aventura, con muchas alegrías y buenos ratos, y
también con sus respectivas decepciones. Tengo
que decirte que una de las cosas más bonitas que
existen es aprender y crecer como persona, uno a
raíz del otro; y aprender significa tanto de lo
bueno como de lo malo. Ya sabrás que el camino
no es liso, y que hay piedras en él; no es agradable
tropezártelas o pisarlas sin darte cuenta, pero hay
que hacerlo para avanzar. La vida consiste en eso,
en aprender tanto de las caídas como de los
levantamientos. Con Andrea he tenido a lo largo de
la vida bastantes caídas, muy duras, pero eficaces,
todo hay que decirlo. A los cinco meses de empezar
conmigo, me puso los cuernos con otro en una
fiesta. Fue al día siguiente cuando vino
arrepentida, llorando, a mi casa, cuando me llevé
una de las peores decepciones de mi vida hasta el
momento. Decidí perdonarle la falta de respeto que
había tenido hacia mí, pero, al no poder confiar en
ella, no pude pasar página y olvidarlo, por lo que
lo dejamos.
Terminó lo que en aquellos años era la
selectividad, y, con todo aprobado, unas notas
medio aceptables y una mediana idea de qué hacer
con mi vida, me mudé a Sevilla, donde empecé a
estudiar arquitectura, mundo que, dado mi perfil,
me había llamado la atención y por el que me
atreví a adentrarme. Una vez allí, con vida nueva,
ambiente nuevo y amigos nuevos, me sentí
realizado; pero admito que no completo. Me
faltaba algo, ese trocito de mí que se quedó con
214
ella en aquel momento, ese que me hacía
extrañarla día a día, ese “lo que pudo ser y no
fue”, ese “la echo de menos constantemente”, y ese
“la necesito a mi lado para ser feliz”. Tras darle
vueltas y vueltas, tomé una decisión: plantarme en
Málaga, donde ella estudiaba psicología, y
recuperarla. No me preguntes cómo, pero lo hice y
lo conseguí. Esta vez duramos más, pero
a
comprende que una relación a distancia, y más en
esas edades tan tempranas, suele estar destinada al
fracaso.
Tras un año, yo me di cuenta de que la
arquitectura no era lo mío; y de que tenerla tan
lejos, no poder verla apenas y que nuestra relación
se redujera a un contacto telefónico, me estaba
matando. Así que, tan fácil como vino, se fue;
volvimos a dejarlo y dejé la carrera. Esta vez me
metí en derecho. Vueltas da la vida, sí. En los
tiempos que corrían, los jóvenes buscaban como
abejones estudios en los que pusieran carteles
enormes diciendo ‘CARRERA CON SALIDAS’. Sí,
básicamente por eso acabé donde lo hice. Aún
perdido, pero no a la deriva. La carrera en sí era
interesante y con un ambiente totalmente distinto al
que se respiraba por la escuela de arquitectos. No
es que fuese tampoco la carrera de mis sueños,
pero la mentalidad en aquellos tiempos era que
quien no estudiara una carrera, no servía para
nada en la vida; así que, como un papagayo, me
limité a seguir lo que la sociedad esperaba de mí.
La carrera era muy teórica, eso sí; pero, como la
mayoría de los temas que dábamos me interesaban,
215
no me costaba trabajo alguno aprendérmelos para
recitarlos más tarde en voz alta delante de toda la
clase, como si fuese un poema.
Fue en tercero de carrera cuando una
tarde en la biblioteca me comentaron el tema de la
“Erasmus”, una beca de estudios para irte a
estudiar un año fuera, al extranjero. Tal y como te
lo pintaban, para un estudiante, resultaba de lo
más tentador: un año sin hacer prácticamente
nada, casi todo pagado, y fiesta día y noche so
pretexto de practicar idiomas. Al día siguiente me
faltó tiempo para echar la solicitud y, meses más
tarde, para mi sorpresa, me la concedieron. En
septiembre del 17 me trasladé a Ámsterdam;
recuerdo ese año con cariño, como uno de los
mejores de mi vida. Le concedo toda la razón a la
fama que se tenía ganada aquella beca; y yo, como
abuelo y amigo, te recomiendo que la vivas al
menos una vez en la vida. Allí conocí a Kohta, un
japonés igual de despistado que yo, que estaba en
el grupo de amigos de la Erasmus y que estudiaba
una especie de doble grado de ADE con derecho.
Con él fue con quien mejor me llevé y con quien he
compartido media vida.
Una tarde, sentados en el Vondelpark,
vimos a un grupo de unos quince jóvenes sentados
en círculo comiendo sushi. Una de las muchachas
de nuestro grupo también propuso comerlo, pero la
mayoría dijimos que era demasiado caro como
para permitírnoslo. Así que, como siempre,
acabamos optando por una cadena de comida
216
rápida. Rápida, sencilla y barata. De repente, tuve
una idea. Me giré hacia Kohta y, entusiasmado, se
la conté en un inglés enrevesado. El sushi por
aquella época estaba de moda, y cada vez se iba
popularizando más y más; solo impedía su
expansión el alto precio que suponía la realización.
Así que en mi cabeza visualicé una cadena de
comida rápida solo de sushi. A ambos nos encantó
la idea y, tras mucho fantasear, nos pusimos a
montarla. Cuando llegamos a España, y tras meses
y meses desarrollando un plan y ahorrando,
pedimos un préstamo al banco, compramos un
pequeño local entre los dos y empezamos lo que a
día de hoy es la empresa que lleva tu padre: el
“Sushi Roll”. Dejé la carrera, y me volqué de lleno
en ese proyecto, arriesgándolo todo sin duda. Tras
mucho trabajo y esfuerzo, y tras muchísimos
inconvenientes y problemas, logramos que al año
de su apertura “Sushi Roll” alcanzara cierta fama
por Sevilla. Nunca pensé que habría terminado
emprendiendo algo trascendente en mi vida en
torno a lo que, como quien dice, había conocido
desde hacía tan poco. De nuevo, vueltas da la vida.
Una tarde de octubre, como si de una
casualidad ya trazada se tratara, vi a tu abuela,
después de cuatro años, acompañada de sus
amigas, sentándose en una de las mesas del local.
Sentí que me volvía a latir el corazón como cuando
tenía diecisiete años. Ella estaba igual de guapa
que siempre. Fui personalmente a servirlas para
que me viera. Cuando ambos nos miramos, quizás
no hizo falta decir nada más.
217
Yo, de alguna manera, sí que he creído
siempre en el destino. Sabía que la vida me estaba
dejando pistas para que yo las encontrara y pasara
lo que tenía que pasar. No hizo falta más que una
cena, unas miradas y un beso para retomar lo que
hacía años por diversos motivos habíamos dejado
a medias. Ahí empezaron los años más felices de mi
vida. Ella trabajaba en Sevilla, al igual que yo, por
lo que al fin nuestra relación, ahora mucho más
adulta y madura, cobraba sentido. Después de
cinco años como pareja, un piso en común y un
pequeño imperio japonés en nuestras manos, le
pedí matrimonio. Nos casamos en el 23 y un año
después vino tu tía Elena, luego el tío Leo y por
último tu padre. Fuimos muy felices, yo al menos lo
218
fui; aunque, para cuando descubrí que ella no lo
era, ya era tarde. Como ya te dije, a una mujer tan
ambiciosa y trabajadora como ella, la vida de ama
de casa se le quedaba corta. Yo tendría que haber
compartido más las responsabilidades con ella,
tenía que haberla dejado expresarse, liberarse,
haberla apoyado, tal y como ella siempre había
hecho conmigo, ayudarla. Pero no fue hasta
después de las múltiples peleas, los ataques de
ansiedad y una carta de divorcio cuando fui
totalmente consciente de la situación. Ella, aparte
de ser mi mujer, era mi mejor amiga, mi
compañera de vida; y le había fallado cuando ella
más lo necesitaba. Así que la dejé ir.
Ambos seguimos adelante. Supimos
reconstruir y avanzar, pero sin sacarnos nunca el
uno de la vida del otro. Yo la quería y ambos nos
importábamos mucho mutuamente, así que
simplemente nos acostumbramos a un aire
diferente. Criamos a nuestros hijos como mejor
pudimos, les dimos una buena educación y un
ambiente familiar estable. Tu abuela volvió a
trabajar y se volvió a casar con otro hombre. Yo,
en cambio, me mantuve centrado en el negocio, el
cual ocupaba
la la
mayor
granparte
parte de
de mi
mi tiempo,
tiempo,
cual
ocupaba
mayor
porque aquella era mi verdadera vocación, y en mi
vida junto con mis hijos. Y luché por conseguir
llevarlo a lo que a día de hoy es: una de las
sucursales más importantes de comida rápida
extranjera de España.
219
Los años pasaron volando, lo que
significaba que estuvieron llenos de buenos
momentos junto con los míos. Puede parecer que se
es más infeliz cuando no se lleva la vida idílica que
todo el mundo espera tener, pero el no tener pareja
sentimental no significó ningún impedimento para
disfrutar menos la vida que los demás. Tenía a mis
hijos, a mis amigos, a mi madre, a mi trabajo, a
Andrea y a mi perro; y te aseguro que viví feliz y
completo.
Fue unos años atrás cuando estos
acabaron; cuando durante una reunión me
desmayé, me ingresaron y me diagnosticaron una
leucemia incurable. Lo primero que pensé era que,
después de haberme pasado toda una vida
intentando no planear las cosas, ahora acabaría
sabiendo el final. La vida muchas veces resulta
irónica; pero bueno, a todos nos llega la hora, y la
mía estaba llamando a la puerta.
En cuanto me diagnosticaron la
enfermedad, ella estuvo a mi lado como si de su
propio hijo se tratara; incluso cuando perdió a su
propio marido en un accidente. Tanto ella como
mis hijos no me dejaron solo en ningún momento.
Creo que tanto tu abuela como yo podemos
presumir orgullosos de que somos la mejor pareja
de ex casados que existe en España, al menos los
que mejor nos llevamos. Fue hace un año cuando
me trasladé a su piso para que me pudiera cuidar
mejor sin tener que moverse tanto. Quién nos iba a
decir después de todo que ahora ella iba a ser mi
220
compañera de piso, mi ex mujer, madre de mis
hijos y mejor amiga. La vida y sus vueltas. Es
ahora cuando la estoy mirando de reojo haciendo
la comida en la cocina, cuando puedo asegurar
que fue ella la luz en mi oscuridad, la lluvia en mi
desierto y la brisa en mi mañana. Y es que, aunque
ahora yo hubiese sabido todo lo que íbamos a
pasar por estar juntos, habría ido a hablar con ella
de igual manera, porque me puedo arrepentir de
muchas cosas, pero jamás de haberla conocido.
Por eso un consejo que sí que puedo darte
es que, cuando vayas a tomar la decisión de
escoger una compañera de viaje, no te dejes llevar
por lo pasional; cerciórate primero de que sea de
ese tipo de amigos que solo se cuentan con los
221
dedos de las manos; porque al final sabrás que, si
es una amiga de verdad, va a estar siempre ahí
para ti, pase lo que pase. En sí, te recomiendo que
no te agobies demasiado. Tómate el futuro como si
tuvieras los ojos vendados y no supieras hacia
dónde vas, sin miedo, para que, cuando llegues y te
quites la venda, solo puedas sorprenderte, ya que
no habrá cabida para las decepciones. No temas a
los errores, ya que te darás cuenta de que de la
mayoría, por muy brutales que puedan llegar a ser
y por mucho que creas que te pueden destrozar, si
los afrontas como un hombre valiente y con
cabeza, siempre puedes aprender y sacarles algo
bueno dentro de lo malo. Como ya has podido
comprobar, la vida da muchas vueltas y no se
acaba, por mucho que a veces nos queramos
convencer de ello. Los buenos tiempos llegan sin
darnos cuenta, y solo un hombre sabio sabe tanto
esperarlos pacientemente, como más tarde
saborearlos despacio.
¿Qué conclusiones puedes sacar? Creo
que puedes juzgarlo tú mismo. No sé si a lo largo
de mi vida habré obrado mal o bien. Solo sé que si
me dieran la opción de poder cambiar algo, no lo
haría, porque sin duda puedo decir que no he
tenido siempre lo que he querido, pero sí lo que he
necesitado; y a veces con eso basta y sobra.
Pues aquí toca despedirnos… Espero
realmente haberte servido de algo. Si no, al menos
ya conoces mi historia. Sé prudente, pero solo a
veces.
222
Con mucho cariño, te quiere,
Tu abuelo Antonio
No pude evitar que se me escaparan
algunas lágrimas y algún que otro suspiro. Aquella
carta despejó mis dudas, me relajó y fue la razón
por la que pude avanzar con paso firme hacia mi
próximo destino. Quizás no fui totalmente
consciente al terminar de leerla; pero sí comprendí
más tarde, cuando la vida me sonreía en todo su
esplendor, que aquella carta fue lo que me empujó
a quitarme la venda, la luz que necesitaba en mi
oscuridad.
223
PREMIADOS
EDUCACIÓN PRIMARIA
SEGUNDO CICLO
™ PEDRO Y EL ESPECTRO (PRIMER PREMIO)
Narrador: Gonzalo Pérez de Ayala Miranda – 4ºA
Ilustradora: Carmen Díaz García-Donas – 4ºB
™ LA PRINCESA DE LA ROSA (SEGUNDO PREMIO)
Narrador: Daniel Antonio García Sánchez-Rodas – 3ºB
Ilustradoras: Isabel García Serrano – 4ºA
Ángela Covelo Lozano – 4ºA
™ ESTRELLITA, ESTRELLITA (TERCER PREMIO)
Narradora: Carla Cobreros Ramírez – 4ºB
Ilustradora: María Parallé Cera – 3ºB
TERCER CICLO
™ GRANDES ESCRITORES (PRIMER PREMIO)
Narradora: Julia Gómez de los Infantes Rico – 6ºA
Ilustradora: Laura Yebra Rodríguez – 5ºB
225
™ UN FIEL AMIGO (SEGUNDO PREMIO)
Narrador: Fernando Linares Alberich – 6ºB
Ilustradoras: Julia Gómez de los Infantes Rico – 6ºA
Claudia Campillo Soriano – 6ºB
™ MI CAJITA DE VALES (TERCER PREMIO)
Narradora: Claudia Campillo Soriano – 6ºB
Ilustradora: Marina Kirchheim Moreno – 5ºB
™ ANITA, LA UVA (ACCÉSIT)
Narrador: Juan Tola de Torres Bohórquez – 5ºA
Ilustradora: Claudia Merón Ordóñez – 6º A
Claudia Ramajo Rosa – 6º A
EDUCACIÓN SECUNDARIA
PRIMER CICLO
™ LUCES VERDES EN FINLANDIA (PRIMER PREMIO)
Narradora: Paula Díaz García-Donas – 2º ESO B
Ilustrador: Andrés Fernández González – 3º ESO B
226
™
ESPÍRITUS LIBRES, ALMAS REBELDES
(SEGUNDO PREMIO)
Narradora: Marta Menor de Gaspar Cobreros – 1º ESO A
Ilustradores: Inés García García – 2º ESO A
Marta Menor de Gaspar Cobreros – 1º ESO A
Mª Luisa Sánchez de Nieva Montes – 1º ESO A
™ RECUÉRDAME (TERCER PREMIO)
Narradora: Alicia Cárabe Peirado – 1º ESO A
Ilustradores: Ana Montero Sánchez – 2º ESO A
Sara Wendenburg Cantón – 1º ESO B
Paula Díaz García-Donas – 2º ESO B
María Castro Santisteban – 2º ESO A
SEGUNDO CICLO
™ RECUERDOS EN UNA PÁGINA EN BLANCO
(PRIMER PREMIO)
Narrador: Juan Sánchez Gamino – 4º ESO A
Ilustradores: Daniel Berndt Wendenburg Cantón – 3º ESO B
Marina Barbadillo Moreno – 4º ESO A
™
UN SOLO SEGUNDO (SEGUNDO PREMIO)
Narradora: Teresa González Viegas – 3º ESO A
Ilustradora: Teresa González Viegas – 3º ESO A
™ LEYENDO UNA VIDA (TERCER PREMIO)
Narradora: Elena Ledo Martínez – 3º ESO B
Ilustradores: Roberto Gálvez Montilla – 4º ESO B
Clotilde Botija Moreno – 3º ESO B
Hannah Depmer – 4º ESO A
227
BACHILLERATO
™ ESCAPE (PRIMER PREMIO)
Narradora: Sara Sánchez Gamino – 2º Bach B
Ilustradora: Vicenta Villanueva Diego – 1º Bach B
™
VIENTO DIVINO (SEGUNDO PREMIO)
Narrador: Iván Cárabe Peirado – 2º Bach B
Ilustradora: Victoria Enith Gennes Hernández – 2º Bach B
™ EL MARQUÉS INQUIETO (TERCER PREMIO)
Narrador: Álvaro Mendoza Alcalá – 1º Bach B
Ilustrador: Juan Martín Rodríguez – 3º ESO B
™ LUZ EN MI OSCURIDAD (ACCÉSIT)
Narradora: Mª Isabel Salas Castillo – 2º Bach B
Ilustradora: Paula Schneider Albea – 1º Bach A
228
Colegio Alemán de Sevilla
Alberto Durero Albrecht Dürer
a Deutsche Schule Sevilla
A M PA
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