cianuro espumoso

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CIANURO ESPUMOSO
AGATHA
CHRISTIE
Título original: SPARKLING CYANIDE
© 1944 by the Curtis Publishing
© 1945 by Agatha Christie Mallowan
Traducción:
GUILLERMO LÓPEZ HIPKISS
Esta edición puede ser comercializada en todo el mundo excepto Centro y
Sudamérica
© EDITORIAL MOLINO
Calabria, 166 — 08015 Barcelona
Depósito legal: B. 2.389—2002 ISBN: 84—272—8544—2
Impreso en España
Printed in Spain
LIMPERGRAF, S. L. — Mogoda, 29 — Barbera del Valles (Barcelona)
Digitalización por Antiguo.
Corrección por Lili.
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GUÍA DEL LECTOR
Principales personajes que intervienen en esta obra, relacionados en un
orden alfabético convencional
ARCHDALE, Elizabeth: ex camarera de los Barton.
BOLSANO, Giuseppe: camarero del Luxemburgo.
BARTON, George: esposo de Rosemary.
BENNETT, Paul: padrino de Rosemary.
BROWNE, Anthony: novio de Iris Marle.
CHARLES: maitre del Luxemburgo.
DRAKE, Lucilla: hermanastra de Héctor y tía de las dos jóvenes: Iris y la
asesinada Rosemary.
DRAKE, Víctor: sujeto indeseable, hijo de Lucilla.
FARRADAY, Alexandra Catherine: esposa de Stephen Leonard.
FARRADAY, Stephen Leonard: esposo de la anterior, diputado laborista y
amante de Rosemary.
GOLDSTEIN: dueño del restaurante Luxemburgo.
KEMP: inspector jefe de policía.
KIDDERMINSTER, lord William: padre de Alexandra.
KIDDERMINSTER, lady Vicky: esposa del anterior y madre de Alexandra.
LESSING, Ruth: secretaria de George Barton.
MARLE, Iris: hermana de Rosemary.
MORALES, Pedro: norteamericano de origen hispano, concurrente al
Luxemburgo la noche del crimen.
OGILVE, Alexander: agente en Buenos Aires de George Barton.
PIERRE: sobrino de Charles y ayudante del Luxemburgo.
RACE, coronel: amigo desde la niñez de George Barton.
REESTALBOT, Mary: nueva patrona de Elizabeth Archdale.
SHANNON, Christine: bailarina, amiga íntima de Morales.
TOLLINGTON, Gerard: de la Guardia de Granaderos, asistía al
restaurante Luxemburgo el día del crimen.
WEST, Chloe Elizabeth: actriz.
WOODWORTH, lord General: padre de Patricia.
WOODWORTH, Patricia: prometida de Tollington y su pareja en el día del
aludido crimen.
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LIBRO PRIMERO
ROSEMARY
¿Qué puedo hacer para ahuyentar el recuerdo de mis ojos?
Seis personas pensaban en Rosemary Barton muerta cerca de un año
antes...
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CAPÍTULO PRIMERO
IRIS MARLE
Iris Marle pensaba en su hermana Rosemary. Durante cerca de un año
había intentado deliberadamente desterrar de sus pensamientos su
recuerdo. No había querido recordarla.
Era demasiado doloroso, ¡demasiado horrible!.
El semblante cianótico. Los dedos convulsivos, crispados...
El contraste entre aquella y la bella y alegre Rosemary del día anterior...
Bueno, alegre tal vez no. Había tenido una gripe...estaba deprimida,
postrada.
Todo eso había salido a relucir durante la encuesta. La propia Iris había
insistido al respecto. Eso explicaba que Rosemary se hubiese suicidado,
¿verdad?.
Una vez terminada la encuesta, Iris había insistido en desterrar el asunto
de su mente. ¿De qué serviría acordarse?. ¡A olvidarlo todo!. A olvidar
por completo el horrible suceso.
Pero ahora se daba cuenta de que tenía que recordarlo. Tenía que bucear
en el pasado... Recordar con mucho cuidado hasta el incidente más leve
y carente de importancia...
La extraordinaria entrevista con George, anoche, exigía que lo recordara.
Había sido tan inesperada, tan atemorizadora... Un momento: ¿Había
sido tan inesperada?. ¿No había habido indicios de antemano?. La
creciente abstracción de George, su distracción, sus incomprensibles
acciones... su... bueno, su rareza era el único vocablo que podía
expresarlo, culminando todo ello en aquel momento de la noche anterior,
en que le había llamado al despacho y sacado las cartas del cajón de la
mesa.
Así que ahora ya no tenía remedio. Era preciso que pensara en
Rosemary, que recordara...
Rosemary, su hermana...
Iris se dio cuenta de pronto, y con sobresalto, de que aquélla era la
primera vez en su vida que pensaba en Rosemary. Es decir, que pensaba
en ella objetivamente como persona.
Siempre había aceptado a Rosemary sin pensar en ella. Una no pensaba
en su madre, ni en su padre, ni en su hermana, ni en su tía. Existían
simplemente sin que una pusiera en tela de juicio su existencia con aquel
grado de parentesco.
Una no pensaba en ellos como gente. Ni siquiera se preguntaba cómo
eran.
¿Cómo había sido Rosemary?.
Pudiera tener importancia ahora. Podrían depender muchas cosas de
ello. Iris se concentró en el pasado. Rosemary y ella de niñas...
Rosemary tenía seis años más que ella.
Acudieron a su mente jirones del pasado, destellos fugaces, escenas
cortas. Ella, de niña, comiendo sopas de leche, y Rosemary, dándose
importancia con sus trenzas, haciendo sus trabajos escolares en la mesa.
En la playa, en verano, Iris envidiaba a Rosemary que era «mayor» ¡y
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sabía nadar!.
Rosemary en el internado; en casa, durante las vacaciones. Luego, ella
en la escuela y Rosemary en París, terminando su educación. La colegiala
Rosemary, desgarbada, todo brazos y piernas. La Rosemary terminada
de educar, de regreso de París, con una elegancia nueva, extraña,
impresionante; la voz dulce, el cuerpo grácil, ondulante, cabello de oro
rojizo y ojos grandes azul oscuro, bordeados de negro. Una criatura
turbadora, hermosa, hecha ya mujer en un mundo distinto.
Desde aquel momento se habían visto muy poco. La diferencia de seis
años de edad parecía haberse convertido en una brecha insalvable.
Iris aún asistía a la escuela cuando Rosemary estaba en el apogeo de la
«temporada» social. Aún después de haber regresado Iris a casa, la
brecha persistió. Rosemary se levantaba tarde, comía con otras
debutantes en sociedad, asistía a bailes todas las noches. Iris tomaba
lecciones con mademoiselle, salía a dar paseos por el parque, cenaba a
las nueve y se acostaba a las diez. La relación entre las dos hermanas se
había limitado a un breve intercambio de frases, como por ejemplo:
«Hola, Iris; pide un taxi por teléfono, ¿quieres?. Voy a llegar
fantásticamente tarde.»
«No me gusta ese vestido nuevo, Rosemary. No te sienta bien. Es
demasiado recargado.»
Luego, el compromiso de Rosemary con George Barton. Emoción,
compras, paquetes a montones, vestidos de dama de honor.
La boda. La marcha nupcial por la nave de la iglesia y los susurros:
«¡Qué bellísima está la novia...!».
¿Por qué se había casado Rosemary con George?. Incluso entonces, a
Iris le había sorprendido un poco. ¡Eran tantos los jóvenes que llamaban
a Rosemary por teléfono y que la sacaban de paseo...!. ¿Por qué escoger
a George Barton, quince años mayor que ella, bondadoso, agradable,
pero francamente aburrido?.
George estaba en buena posición; pero no era cuestión de dinero.
Rosemary tenía dinero propio y en gran cantidad.
El dinero de tío Paul...
Iris escudriñó cuidadosamente su memoria, tratando de hallar la
diferencia entre lo que sabía ahora y lo que había sabido entonces. ¿Tío
Paul, por ejemplo?.
En realidad, no era tío suyo, eso siempre lo había sabido. Sin que nadie
se lo hubiera dicho concretamente, conocía ciertos detalles. Paul Bennett
había estado enamorado de su madre. Ésta prefirió casarse con otro
pretendiente más pobre. Paul Bennett había aceptado su derrota con
romántica resignación. Había seguido siendo el amigo de la familia y,
adoptando una actitud de devoción platónica, se había convertido en tío
Paul y en padrino de la primogénita Rosemary. A su muerte se descubrió
que había legado toda su fortuna a su ahijada, que contaba entonces
trece años.
Rosemary, además de bella, era rica. Y se había casado con el simpático
pero aburrido George Barton.
«¿Por qué?», se había preguntado Iris por aquel entonces y se lo
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preguntaba ahora. Iris no creía que Rosemary hubiese estado jamás
enamorada de él. Pero había parecido muy feliz en su compañía y le
tenía afecto; sí, mucho afecto. Iris había tenido oportunidades de
comprobarlo, porque su madre, la hermosa y delicada Violet Marle, había
muerto un año después de la boda; Iris, que tenía a la sazón diecisiete
años, se había ido a vivir con Rosemary Barton y su esposo.
Una muchacha de diecisiete años. Trató de evocar su propia imagen.
¿Qué aspecto había tenido?. ¿Qué había sentido, pensado y visto?.
Llegó a la conclusión de que la joven Iris Marle había dado pruebas de
una madurez tardía; no pensaba, aceptaba las cosas como se
presentaban. ¿Había despertado en ella rencor, por ejemplo, el hecho de
que su madre se mostrara tan absorta en Rosemary en los primeros
tiempos?. En conjunto, le parecía que no. Había aceptado sin vacilar el
hecho de que Rosemary era la importante. Rosemary había hecho su
entrada en sociedad y, naturalmente, la madre se concentraba, hasta
donde su delicada salud se lo permitía, en la hija mayor. Muy natural. Ya
le tocaría a ella más adelante. Violet Marle había sido siempre una madre
algo distante, que se preocupaba principalmente del estado de su salud.
Dejaba a las niñas en manos de ayas, institutrices y colegios; pero las
fascinaba invariablemente en los fugaces instantes en que se cruzaba en
su camino. Héctor Marle había muerto cuando Iris tenía cinco años. El
convencimiento de que bebía más de lo conveniente se había infiltrado
en ella con tal sutileza, que ya no tenía la menor idea de cómo lo había
adquirido.
Iris Marle, a los diecisiete años, aceptó la vida tal cual se le presentaba.
Lloró a su madre, se vistió de luto y se fue a vivir con su hermana y su
cuñado a su casa de Elvaston Square.
A veces se había aburrido mucho en aquella casa. Iris no había de ser
presentada oficialmente en sociedad hasta el año siguiente. Entretanto,
tomaba clases de francés y alemán tres veces por semana y asistía
también a clases de economía doméstica. Había veces que no tenía nada
qué hacer ni nadie con quién hablar. George era bueno, invariablemente
afectuoso y fraternal. Jamás había cambiado su actitud. Era igual ahora.
¿Y Rosemary?. Iris había visto muy poco a Rosemary. Rosemary paraba
muy poco en casa. Modistas, reuniones, bridge...
Puesta a pensar, ¿qué era lo que sabía de Rosemary en realidad?. ¿Qué
sabía de sus gustos, sus esperanzas, sus temores?. Asustaba lo poco que
podía una llegar a saber de una persona con la que se había estado
conviviendo. Entre las dos hermanas casi no había existido intimidad
alguna. Pero tenía que pensar ahora. Tenía que recordar. Podría ser
importante.
Desde luego, Rosemary había parecido bastante feliz.
Hasta aquel día, una semana antes de que ocurriese.
Ella, Iris, jamás olvidaría aquel día. Resaltaba diáfano como un cristal,
cada detalle, cada palabra. La brillante mesa de caoba, la silla retirada
de la mesa, la escritura característica y precipitada...
Iris cerró los ojos y evocó la escena.
Su propia entrada en la salita, su brusca parada.
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¡La había sobresaltado tanto lo que vio!. Rosemary sentada ante su
secreter, la cabeza apoyada en los brazos, Rosemary llorando con
desesperación. Nunca había visto llorar a su hermana hasta entonces. Y
aquel llanto amargo y violento la asustó.
Cierto que Rosemary había tenido una fuerte gripe. Se había levantado
un día o dos antes. Y todo el mundo sabe que la gripe le deja a una
deprimida. No obstante...
Iris había exclamado, llena de sobresalto, con su voz infantil:
—¡Oh, Rosemary!. ¿Qué te ocurre?.
Rosemary se irguió y apartó el cabello de su desfigurado semblante.
Luchó por recobrar su aplomo. Dijo apresuradamente:
—¡No es nada... nada... No me mires así!.
Se puso en pie, pasó junto a su hermana y salió corriendo de la
habitación.
Extrañada, intranquila. Iris se internó más en el cuarto. Su mirada,
atraída hacia el secreter, vio su propio nombre escrito de puño y letra de
su hermana. ¿Había estado Rosemary escribiéndole a ella?.
Se acercó más, contempló la hoja azul y la escritura grande, ancha,
característica, más desparramada que de costumbre, debido a las prisas
y a la agitación de la mano que había guiado la pluma:
Queridísima Iris:
Es innecesario hacer testamento puesto que heredarás mi dinero de
todas formas; pero me gustaría que algunas de mis cosas fueran para
determinadas personas.
Para George, las joyas que él me regaló y la arquilla esmaltada que
compramos juntos cuando nos prometimos.
A Gloria Kings, mi pitillera de platino.
A Margaret, mi caballo de porcelana china que siempre ha admir...
Terminaba allí con un garabato, trazado sin duda por la pluma al soltarla
Rosemary y romper a llorar. Iris se quedó de piedra.
¿Qué significaba?. Rosemary no iría a morirse, ¿verdad?. Había estado
muy enferma, pero ya se encontraba bien. Además, nadie se moría por
una gripe. Es decir, a veces sí se morían; pero Rosemary no se había
muerto. Se encontraba perfectamente, sólo que un poco débil y alicaída.
La mirada de Iris volvió a recorrer las líneas y esta vez una frase destacó
con estremecedor efecto:
«... heredarás mi dinero de todas formas.»
Era la primera noticia que tenía acerca de las condiciones del testamento
de Paul Bennett. Sabía desde niña que Rosemary había heredado la
fortuna de tío Paul, que Rosemary era rica mientras que ella era
relativamente pobre. Pero hasta aquel instante nunca se le había
ocurrido preguntar qué sería de aquel dinero al morir su hermana.
Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido que suponía que iría a
parar a manos de George, puesto que era su marido. Pero hubiese
agregado que resultaba absurdo pensar que Rosemary pudiera morirse
antes que George.
Ahí estaba, sin embargo, claramente escrito de puño y letra de
Rosemary. A la muerte de su hermana, ella, Iris, heredaría el dinero.
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Pero, ¿era posible que eso fuese legal?. El marido o la mujer heredaban
lo que hubiese, no una hermana; a menos, naturalmente, que tío Paul lo
hubiese dispuesto así en su testamento. Sí; eso debía de ser. Tío Paul
había dicho que, de morir Rosemary, el dinero pasaría a sus manos. Así
resultaba la cosa algo menos injusta.
¿Injusta?. Tuvo un sobresalto al surgir la palabra en sus pensamientos.
¿Acaso había pensado que era injusto que Rosemary heredara todo el
dinero de tío Paul?. Supuso que, en su subconsciente, era eso lo que
había estado pensando. Sí que era injusto. ¿Por qué había de dárselo tío
Paul todo a Rosemary?.
¡Rosemary siempre lo tenía todo!.
Fiestas, vestidos, admiradores y un marido que la adoraba.
¡La única cosa poco agradable que a Rosemary le había ocurrido en su
vida era el haber pillado una gripe!. Y aun eso no le había durado más de
una semana.
Iris vaciló de pie junto al secreter. Aquella hoja de papel... ¿quería
Rosemary que se quedara allí para que la viese toda la servidumbre?.
Después de un leve titubeo, la recogió, la dobló y la metió en uno de los
cajones de la mesa.
La encontraron allí después de la fatal fiesta de cumpleaños, y había sido
una prueba adicional —si es que era necesaria alguna prueba— de que
Rosemary se había encontrado deprimida y turbada después de su
enfermedad y de que posiblemente ya había estado pensando en
suicidarse en aquel momento.
Depresión tras una gripe. Tal fue el dictamen emitido al celebrarse la
encuesta judicial, motivo que la declaración de la propia Iris contribuyó a
establecer. Motivo inadecuado quizá, pero el único posible y, por
consiguiente, fue aceptado. La gripe había sido bastante maligna aquel
año.
Ni Iris ni George Barton hubieran podido sugerir ningún otro motivo...
por entonces.
Ahora, al recordar el incidente de la buhardilla, Iris se preguntó cómo
podría haber sido tan ciega.
¡Todo el asunto debió de haberse gestado en sus propias narices!. ¡Y ella
no había visto nada, no había notado nada!.
Su mente saltó por encima de la tragedia de la fiesta de cumpleaños. ¡No
había necesidad de pensar en eso!.
Ya había pasado. Era preciso desterrar el horror de todo aquello y de la
encuesta y del contraído rostro de George y de sus ojos inyectados en
sangre. Mejor sería repasar el incidente del baúl de la buhardilla.
Aquello había ocurrido seis meses después de la muerte de Rosemary.
Iris había continuado viviendo en la casa de Elvaston Square. Después
del entierro, el abogado de la familia Marle —un anciano todo cortesía,
de brillante calva y ojos inesperadamente perspicaces— se había
entrevistado con Iris. Había explicado con admirable claridad que, según
el testamento otorgado por Paul Bennett, Rosemary había heredado su
fortuna en usufructo para legarla a su muerte a los hijos que pudiera
tener. De morir Rosemary sin sucesión, los bienes habrían de pasar a
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Iris, sin trabas de ninguna especie. Era —explicó el abogado— una
fortuna cuantiosa que le pertenecería por completo en cuanto cumpliera
los veintiún años o se casase.
Entretanto, lo primero que había de decidir era su lugar de residencia.
George Barton se había mostrado ansioso de que continuara viviendo
con él, y había propuesto que la hermana del padre de Iris, Mrs. Drake,
que se hallaba en difíciles circunstancias por culpa de las exigencias
económicas de un hijo —el bala perdida de la familia Marle—, fuese a
vivir con ellos y acompañara a Iris en los actos de sociedad. ¿Estaba de
acuerdo con aquel plan?.
Iris se había mostrado completamente conforme, encantada de no tener
que hacer planes nuevos. Tía Lucilla, según la recordaba, era una señora
de cierta edad, muy amable y una ovejita sin voluntad propia.
Conque así había quedado acordado. George Barton había dado muestras
de emoción y de contento al saber que su cuñada iba a seguir viviendo
en su casa y la había tratado afectuosamente, como a una hermana
menor. Mrs. Drake, si bien no era una compañera muy estimulante, se
mostraba completamente sumisa a los deseos de Iris. El ambiente del
hogar era amistoso.
Fue cosa de seis meses más tarde cuando Iris hizo su descubrimiento en
la buhardilla.
La buhardilla de la casa de Elvaston Square se usaba sólo para
almacenar trastos de todas clases, baúles y maletas.
Iris había subido cierto día después de buscar infructuosamente un
jersey rojo al que tenía cariño. George le había suplicado que no vistiera
de luto por Rosemary. «Rosemary siempre fue contraria a que se llevara
luto», aseguró. Iris sabía que eso era cierto, conque accedió y siguió
usando ropa corriente, algo no muy bien visto por parte de Lucilla Drake,
que era mujer educada a la antigua y a quien gustaba que se observaran
las «costumbres decentes», como ella las llamaba. Ella seguía fielmente
la tradición de llevar crespones por su esposo, muerto hacía veinte años.
No ignoraba Iris que se habían guardado en un baúl algunas ropas
anticuadas. Comenzó a buscar el jersey, y encontró, mientras lo hacía,
varias cosas suyas ya olvidadas: una chaqueta y una falda gris, un
montón de medias, su equipo de esquiar y algunos trajes de baño.
Fue entonces cuando descubrió una bata de Rosemary que, por
casualidad, no había sido regalada con las demás prendas de su
propiedad. Era una bata de seda con lunares, de corte masculino, y tenía
bolsillos muy grandes.
Iris la desdobló y vio que se hallaba en muy buen estado. Luego volvió a
doblarla cuidadosamente y la metió en el baúl. Al hacerlo, algo crujió en
uno de los bolsillos. Metió la mano y sacó un papel arrugado, escrito de
puño y letra de Rosemary. Lo alisó y leyó:
Mi querido leopardo, no es posible que hables en serio... No puedes... no
puedes... ¡Nos queremos!. ¡Nos pertenecemos!. ¡Eso lo debes saber tú
tan bien como yo!. No podemos decirnos adiós sin más ni más y seguir
viviendo como si tal cosa. Tú sabes que eso es imposible, querido...
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completamente1 imposible. Tú y yo estamos destinados a vivir juntos...
para siempre jamás. Yo no soy una mujer convencional y me tiene sin
cuidado lo que diga la gente. El amor me importa mucho más que
ninguna otra cosa. Nos iremos juntos y seremos felices. Yo te haré feliz.
Me dijiste una vez que la vida sin mí no sería más que polvo y cenizas
para ti... ¿Te acuerdas, querido?. Y ahora me escribes tranquilamente
que es mejor que todo esto termine... que es injusto para mí que
continúe. ¿Injusto para mí?. Pero, ¡si no puedo vivir sin ti!. Lo siento por
George. Siempre ha sido muy bueno conmigo; pero él comprenderá.
Querrá dejarme en libertad. No está bien que dos personas sigan
viviendo juntas si no se quieren ya. Dios nos hizo el uno para el otro,
querido... Estoy segura de ello. Vamos a ser maravillosamente felices...
pero hemos de tener valor. Se lo diré a George enseguida, quiero ser
completamente sincera en esta cuestión. Se lo diré después de mi
cumpleaños.
Sé que estoy obrando bien, leopardo querido... y no puedo vivir sin ti...
no puedo, no puedo... ¡NO PUEDO!. ¡Qué estúpida soy por escribir esto!.
Hubiera bastado con dos líneas simplemente: «Te quiero. No pienso
permitirte que me abandones.» ¡Oh querido!.
La carta terminaba así.
Iris se quedó inmóvil, contemplándola.
¡Cuan poco sabía de su propia hermana!.
Así que Rosemary había tenido un amante y le había escrito apasionadas
cartas de amor. ¿Había hecho planes para fugarse con él?.
¿Qué había sucedido?. Rosemary no había llegado a mandar la carta
después de todo. ¿Qué carta había mandado?. ¿Qué habían decidido
finalmente Rosemary y el desconocido?.
¡Leopardo!. ¡Qué ocurrencias más extrañas tenía la gente cuando se
enamoraba!. Era tan estúpido aquello... ¡Leopardo! ¡Vaya!.
¿Quién era aquel hombre?. ¿Amaba a Rosemary tanto como ella le
amaba a él?. La habría amado a no dudar. ¡Rosemary era tan
increíblemente hermosa...!. Y, sin embargo, según la carta de Rosemary,
había propuesto que «todo aquello terminara». Ello sugería... ¿qué?.
¿Cautela?. Le había dicho a Rosemary, evidentemente, que la ruptura
era por su propio bien. Que debía llevarse a cabo, porque lo contrario
sería injusto para ella. Sí, pero, ¿no decían los hombres cosas así, nada
más que por cubrir las apariencias?. ¿No significaría, en realidad, que el
hombre, fuera quien fuese, se había cansado ya?. Tal vez hubiera sido
para él una simple distracción pasajera. Quizá no la hubiese querido
nunca de verdad. Sin saber por qué, a Iris se le metió en la cabeza que
el desconocido había tenido el firme propósito de romper finalmente con
Rosemary.
Pero Rosemary había opinado de distinta forma. Rosemary tenía la
intención de no pararse a pensar en las consecuencias. También
Rosemary estaba decidida...
Iris sintió un escalofrío.
¡Y ella, Iris, no se había enterado de una palabra!. ¡Ni siquiera lo había
adivinado!. Había dado por sentado que Rosemary era feliz y estaba
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satisfecha, y que George y ella estaban completamente satisfechos el
uno del otro. ¡Ciega!. Tenía que haberlo estado para no darse cuenta de
una cosa así en su propia hermana.
Pero, ¿quién era el hombre?.
Trató de pensar, de recordar... ¡Habían sido tantos los hombres que
rodearon a Rosemary, que la amaron, que salieron con ella, que la
telefonearon...!. No había habido ninguno en particular. Pero uno había
de haber, el único que importaba. Los demás eran una simple pantalla
para encubrirlo. Iris frunció el entrecejo, perpleja, ordenando sus
recuerdos.
Dos hombres se destacaban entre ellos. Tenía que ser —sí,
forzosamente— el uno o el otro. ¿Stephen Farraday? Debía de ser
Stephen Farraday. ¿Qué podía haber visto Rosemary en él?. Un joven
pomposo y envarado, y no tan joven, por cierto. Claro que la gente decía
que poseía una inteligencia poco común. Un político en auge— se le
auguraba la subdirección de un Ministerio en el próximo futuro— que
contaba con todo el apoyo del influyente Kidderminster. ¡Un futuro
primer ministro!. ¿Era eso lo que le había rodeado de una aureola ante
los ojos de Rosemary?. No era posible que hubiese amado tan
desesperadamente al hombre en sí, a un hombre tan frío y egocéntrico.
Pero decían que su propia mujer estaba locamente enamorada de él...
que, en contra de la voluntad de su poderosa familia, se había casado
con él, un don Nadie con ambiciones políticas. Si era capaz de despertar
tales sentimientos en una mujer, ¿por qué no había de poder hacer lo
propio en otra?. Sí, tenía que ser Stephen Farraday.
Porque si no era Stephen Farraday, tenía que ser Anthony Browne.
E Iris no quería que fuese Anthony Browne.
Cierto que había sido un verdadero esclavo de Rosemary, siempre atento
a su menor deseo, obedeciendo todas sus órdenes con una humorística
desesperación reflejada en su moreno y bien parecido rostro. Pero, ¿no
había sido acaso demasiado abierta, demasiado libremente declarada su
adoración para que pudiera tener raíces profundas?.
Era curioso cómo había desaparecido a la muerte de Rosemary. Nadie le
había vuelto a ver desde entonces.
Sin embargo, no tan curioso, después de todo. Era hombre que viajaba
mucho. Había hablado de Argentina, de Canadá, de Uganda y de Estados
Unidos. Es más, tenía la idea de que Anthony era norteamericano o
canadiense, aun cuando apenas se le notaba acento alguno. No, en
realidad no era curioso que no hubieran vuelto a verle desde entonces.
La amistad se la había profesado a Rosemary. No existía razón alguna
para que continuara yendo a visitar a ninguno de los otros una vez
faltara ella. Había sido amigo de Rosemary. Pero, ¡no el amante!. No
quería que hubiese sido su amante. Eso le hubiera dolido, le habría
hecho un daño enorme.
Volvió a mirar la carta que tenía en la mano. La estrujó. La tiraría, la
quemaría...
Fue el instinto lo que la detuvo.
«A lo mejor, algún día resultaría importante poder presentar aquella
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carta...».
La alisó, se la llevó y la encerró en su joyero.
Podría ser importante algún día demostrar por qué se había suicidado
Rosemary.
«¿Alguna cosa más?».
La absurda frase entró en la mente de Iris y le hizo contraer los labios en
una amarga sonrisa. La pregunta del dependiente parecía representar
con exactitud el proceso mental que tan cuidadosamente estaba
dirigiendo.
¿No era eso precisamente lo que intentaba al pasar revista a tiempos
pretéritos?. Había acabado con el sorprendente descubrimiento hecho en
la buhardilla. Y ahora: «¿Alguna cosa más?. ¿A qué o a quién le tocaba
ahora?».
Al comportamiento cada vez más extraño de George, sin duda alguna. Ya
venía de años atrás. Detalles que la habían intrigado le parecían ahora
claros a la luz de la sorprendente entrevista de la noche anterior.
Acciones y comentarios dispersos ocuparon su verdadero lugar en el
curso de los acontecimientos.
Y luego la reaparición de Anthony Browne. Sí, quizá fuera el siguiente
punto de la secuencia, puesto que había sucedido una semana justa
después del hallazgo de la carta.
Iris no recordaba con exactitud sus sensaciones.
Rosemary había muerto en noviembre. En el mayo siguiente, Iris, bajo la
tutela de Lucilla Drake, había sido presentada en sociedad. Había asistido
a comidas, tés y bailes sin divertirse mucho en realidad. Se había sentido
deprimida e insatisfecha. Fue durante un baile aburrido, hacia finales de
junio, cuando oyó una voz que decía a sus espaldas:
—Es usted Iris Marle, ¿verdad?.
Al volverse ruborizada, había visto el rostro moreno y burlón de
Anthony... de Tony...
—No espero que me recuerde, pero... —dijo él.
—Pero, ¡sí que le recuerdo!. ¡Claro que sí! —le interrumpió Iris.
—¡Magnífico!. Temí que me hubiese olvidado. ¡Hace tanto tiempo que no
la había visto!.
—Lo sé. Desde la fiesta que dio Rosemary para su cumple...
Calló. Las palabras habían acudido alegre e impensadamente a sus
labios. Sus mejillas perdieron de pronto el color, se quedaron blancas,
sin sangre. Le temblaron los labios. De pronto, abrió los ojos
desmesuradamente.
Anthony Browne se apresuró a decir:
—Lo siento mucho. Fui un bruto al recordárselo.
Iris tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—No se preocupe —le dijo.
(No desde la fiesta que diera Rosemary por su cumpleaños. Desde la
noche del suicidio de Rosemary. No quería pensar en eso. ¡No quería
recordarlo!).
—Lo siento en el alma —insistió Anthony Browne—. Le ruego que me
perdone. ¿Bailamos?.
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Ella asintió y, aun cuando ya tenía comprometido el baile que empezaba,
salió a la pista con él. Vio a su pareja, un adolescente ruboroso que
parecía llevar un cuello demasiado grande, escudriñando a los invitados
en su busca. «La clase de pareja —pensó con desdén—, que tienen que
soportar las debutantes. No como este hombre, el amigo de Rosemary».
Sintió una aguda punzada. El amigo de Rosemary. Aquella carta, ¿había
ido dirigida al hombre con el que ahora bailaba con ella?. La gracia felina
con que se movía bailando justificaba el apodo de «Leopardo» que citaba
Rosemary en su escrito. ¿Habían acaso Rosemary y él...? —¿Dónde ha
estado usted todo este tiempo? —le preguntó Iris con brusquedad.
Él la apartó un poco y la miró a los ojos. No sonreía ya, y su voz era fría.
—He estado viajando... Asuntos de negocios. —Ya —dijo Iris. Y prosiguió
sin poderse dominar—: ¿Por qué ha vuelto?.
—Quizá... —contestó él con una sonrisa—... para verla a usted, Iris
Marle.
Y, estrechándola contra él de pronto, se deslizó por entre las demás
parejas con un movimiento continuo, ágil, milagrosamente calculado. Iris
se preguntó, con una sensación que era casi completamente de placer,
por qué sentía temor.
Desde entonces Anthony se había convertido definitivamente en parte de
su vida. Se veían por lo menos una vez a la semana. Se encontraba con
él en el parque, en los bailes y, con frecuencia, lo sentaban a su lado en
las cenas.
El único sitio al que jamás acudía era a la casa de Elvaston Square.
Tardó algún tiempo en darse cuenta de ello, tan hábilmente lograba él
esquivar o rechazar cuantas invitaciones recibiera para ir allá. Cuando
Iris cayó en la cuenta, empezó a preguntarse la causa. ¿Sería porque
Rosemary y él...?.
Hasta que un día, con gran asombro suyo, George, el tolerante George,
el George que nunca se metía en nada, le habló de él.
—¿Quién es ese Anthony Browne con quien vas a todas partes?. ¿Qué
sabes de él?.
Ella le miró boquiabierta.
—¿Saber de él?. ¡Pero si era amigo de Rosemary!.
Una sacudida nerviosa contrajo el rostro de George. Parpadeó.
—Sí, claro. Es verdad —dijo con voz pesada y opaca.
—Perdona. No debía habértelo recordado —exclamó contrita.
—No, no. No quiero que se la olvide —dijo George con dulzura—. Eso
nunca. Después de todo —habló con dificultad, desviando la mirada—,
eso es lo que significa su nombre: recuerdo 1 . —La miró fijamente—. No
quiera que olvides a tu hermana, Iris.
Ella suspiró con fuerza.
—Jamás la olvidaré.
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El nombre inglés de la hermana de Iris, Rosemary, no se deriva de Rosa y María como
parece, sino del latín ros, rocío, y marinus, marino. Su equivalente exacto en español es
«romero», que, por cierto, tiene la misma etimología que la palabra inglesa. Para los
antiguos, el romero era emblema de fidelidad y del recuerdo, y a eso se refiere George
en este caso. (N. del T.)
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—Pero volvamos a ese joven, Anthony Browne —prosiguió George—. Es
posible que Rosemary lo encontrara simpático, pero no creo que supiera
gran cosa de él. Tienes que andar con cuidado. ¿Sabes, Iris, que eres
una jovencita muy rica?.
Una oleada de ira la invadió.
—Tony... Anthony tiene dinero en abundancia. ¡Si se aloja en el hotel
Claridge cuando está en Londres!.
George Barton sonrió un poco.
—Es un hotel eminentemente respetable —murmuró—, además de caro.
No obstante, querida, nadie parece saber gran cosa de ese hombre.
—Es norteamericano.
—Es posible. En tal caso, es raro que en su propia embajada no se le
considere un poco más. No viene mucho a esta casa, ¿verdad?.
—No. Y comprendo por qué, si hablas en forma tan desagradable de él.
George sacudió la cabeza.
—Al parecer he metido la pata. ¡Oh!. Bueno... Sólo quería avisarte a
tiempo. Hablaré con Lucilla.
—¡Lucilla! —exclamó Iris con desdén.
—¿Marcha todo bien? —preguntó George con ansiedad—. Quiero decir...
¿se encarga Lucilla de que lo pases todo lo bien que lo debes pasar?.
¿Fiestas... y todo eso?.
—Ya lo creo que sí. Se desvive por hacerme agradable la existencia.
—Porque, de lo contrario, no tienes más que hablar, hija mía. Podríamos
buscar a otra persona. Una más joven y más moderna. Quiero que te
diviertas.
—Me divierto, George. Sí que me divierto.
—En tal caso, me alegro. No sirvo yo para esas cosas ni nunca he
servido. Pero no dejes de tener todo cuanto te apetezca. No hay
necesidad de reparar en gastos.
George era así, bondadoso, torpe, aturdido.
Cumpliendo su promesa o amenaza, habló de Anthony Browne con Mrs.
Drake, pero quiso la suerte que el momento no fuera propicio para que
Lucilla prestara mucha atención a sus palabras: acababa de recibir un
telegrama del bala perdida de su hijo, a quien quería con delirio y que
sabía de sobra cómo acongojar a su madre y sacar de ello provecho.
«¿Puedes mandarme doscientas libras?. Desesperado. Vida o muerte.
Víctor.».
Lucilla estaba llorando.
—¡Víctor tiene un concepto tan elevado del honor!. Sabe cuan escasos
son mis medios y jamás se dirigiría a mí más que en un caso extremo.
Nunca lo ha hecho. ¡Tengo siempre tanto miedo de que se suicide!.
—No hay peligro —respondió George Barton, sin la menor piedad.
—No lo conoces. Soy su madre, y, naturalmente, conozco el
temperamento de mi hijo. Jamás me perdonaría no haber hecho lo que
me pidiese. Me las podré arreglar para mandarle el dinero vendiendo
esas acciones.
—Escucha, Lucilla, obtendré informes detallados por medio de uno de
mis corresponsales allí. Averiguaremos exactamente en qué clase de
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atolladero se ha metido Víctor. No obstante, te doy un consejo: déjalo
que se las arregle él sólito. No conseguirás que se enderece hasta que lo
hagas así.
—¡Eres tan duro, George!. El pobre chico siempre ha tenido mala
suerte...
George se contuvo y no le dio a conocer su opinión. Nunca se conseguía
nada discutiendo con mujeres. Se limitó a decir:
—Diré a Ruth que se encargue de eso inmediatamente. Mañana mismo
ya sabremos algo.
Lucilla se apaciguó a medias. Las doscientas libras se redujeron
finalmente a cincuenta; pero Lucilla insistió en mandarle esta última
cantidad.
Iris sabía que George había sacado el dinero de su bolsillo, aunque
simuló haber vendido las acciones de Lucilla. Le admiraba por su
generosidad y así se lo dijo. La respuesta de George fue muy sencilla:
—Según yo veo las cosas, en todas las familias hay algún sinvergüenza...
alguien a quien hay que mantener. Uno u otro tendrá que pagar las
cuentas de Víctor mientras viva.
—Pero no es necesario que seas tú. No es pariente tuyo.
—La familia de Rosemary es mi familia.
—Eres muy bueno, George. Pero, ¿no podría hacerlo yo?. Siempre dices
que estoy forrada.
Él sonrió.
—No puedes hacer nada de eso hasta los veintiún años, jovencita. Y si
eres prudente, tampoco lo harás entonces. Pero te haré una advertencia.
Cuando un joven telegrafía asegurando que se pegará un tiro sino recibe
doscientas libras urgentemente, descubrirás que, por lo general, veinte
libras bastan y sobran... ¡Incluso se conformaría con diez!. No hay
manera de impedir que una madre se deje extorsionar por su hijo; pero
siempre puede rebajarse la cantidad. No lo olvides. Ni qué decir tiene
que a Víctor Drake jamás se le ocurriría quitarse la vida. La gente que
muchas veces amenaza con suicidarse nunca lo hace.
¿Nunca?. Iris pensó en Rosemary. Luego desterró aquella idea. George
no estaba pensando en Rosemary. Pensaba en un joven caradura y falto
de escrúpulos que vivía en Río de Janeiro.
Desde el punto de vista de Iris, la ventaja era que las preocupaciones
maternales de Lucilla le impedían prestar toda la atención debida a su
amistad con Anthony Browne.
Así que, «¿Alguna cosa más?». ¡El cambio que se había producido en
George!. Iris no podía aplazar por más tiempo estudiarlo mejor. ¿Cuándo
había empezado?. ¿Cuál era su causa?.
Aún ahora. Iris no lograba establecer con exactitud el momento en que
se había iniciado. Desde la muerte de Rosemary, George se había
mostrado abstraído y propenso a ratos de ensimismamiento. Todo ello
era muy natural. Pero, ¿cuándo se había convertido su abstracción en
algo más que natural?.
En su opinión, fue después de su choque por la cuestión de Anthony
Browne, cuando notó por primera vez que la miraba perplejo. Luego
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adquirió la costumbre de regresar a casa temprano de la oficina y de
encerrarse en el despacho. No parecía hacer nada allí dentro. Iris había
entrado una vez y le había visto sentado ante la mesa, con la mirada fija
en el vacío. La miró con ojos apagados. Parecía como si hubiera recibido
un rudo golpe; pero al preguntarle ella qué ocurría, él replicó
brevemente: «Nada».
A medida que transcurrían los días su aspecto de ensimismamiento
aumentaba.
Nadie prestaba gran atención al asunto. Iris, tampoco. Las
preocupaciones se achacaban siempre a «los negocios».
Entonces, empezó a hacer preguntas a intervalos y sin causa aparente.
Fue entonces cuando Iris empezó a encontrar su comportamiento
decididamente «raro».
—Oye, Iris, ¿hablaba mucho contigo Rosemary?.
La joven lo miró con sorpresa.
—Pues claro que sí, George. Por lo menos...
—Bueno, pero, ¿de qué?.
—Oh, de sí misma, de sus amistades, de cómo le iban las cosas. De si
era feliz o desgraciada. Todo eso...
Creyó comprender lo que le angustiaba. Debía de haber oído algo del
desgraciado asunto amoroso de Rosemary.
—Nunca decía gran cosa —continuó muy despacio—. Quiero decir...
siempre estaba muy ocupada... haciendo algo.
—Y tú no eras más que una cría, claro está. Sí, ya lo sé. No obstante,
creí que pudiera haberte contado algo.
La interrogó con la mirada, casi como un perro que espera que le echen
algo.
Iris no quería que George se llevara un disgusto. Y de todas formas era
cierto que Rosemary nunca le había dicho nada. Sacudió la cabeza.
George suspiró.
—Oh, bueno... —dijo con tristeza—. No importa.
Otro día le preguntó, bruscamente, quiénes habían sido las mejores
amigas de Rosemary.
Iris reflexionó.
—Gloria King, Mrs. Atwell... Margarita Atwell, Joan Raymond.
—¿Hasta dónde llegaba su intimidad con ellas?.
—Pues... no lo sé con exactitud.
—Quiero decir que ¿tú crees que alguna de ellas pudo ser su confidente?.
—En realidad no lo sé... pero no lo creo muy probable. ¿A qué clase de
confidencias te refieres?.
Se arrepintió inmediatamente de haber hecho la pregunta. La respuesta
de George la sorprendió, sin embargo.
—¿Dijo Rosemary alguna vez que le tuviera miedo a alguien?.
—¿Miedo...? —exclamó Iris que la miró boquiabierta.
—Lo que quiero saber es si Rosemary tenía enemigos.
—¿Entre otras mujeres?.
—No, nada de eso. Enemigos de verdad. ¿No había nadie que tú supieras
que... que le quisiera mal?.
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La mirada de Iris pareció desconcertarle. Se puso colorado y añadió:
—Parece tonto, ya lo sé, melodramático. Pero eso era lo que me estaba
preguntando.
Un día o dos más tarde empezó a preguntar cosas de los Farraday.
¿Con cuánta frecuencia había visto Rosemary a los Farraday?.
Iris se mostró dubitativa.
—La verdad es que no lo sé, George.
—¿Hablaba alguna vez de ellos?.
—No, creo que no.
—¿Tenían alguna intimidad?.
—A Rosemary le interesaba mucho la política.
—Sí, después de haber conocido a los Farraday en Suiza. Antes de eso
jamás le importó un comino.
—Es verdad. Creo que fue Stephen Farraday quien despertó su interés
por la política. Acostumbraba a dejarle folletos y cosas así.
—¿Qué opinaba Sandra Farraday de ello? —apremió George.
—¿De qué?.
—De que su marido le prestara folletos a Rosemary.
—No lo sé —respondió Iris con desasosiego.
—Sandra Farraday es una mujer reservada. Parece fría como el hielo.
Pero dicen que está loca por su marido. Es la clase de mujer que podría
sentir grandes celos si su esposo tuviera amistad con otra mujer.
—Tal vez.
—¿Cómo se llevaban Rosemary y ella?.
—No creo que se llevaran muy bien —contestó Iris lentamente—.
Rosemary se reía de Sandra. Decía que era una de esas señoras gordas
como un caballo de peluche. No sé si te habrás dado cuenta; pero sí que
se parece a un caballo. Rosemary solía decir: «Si la pincharas empezaría
a salir aserrín.».
George soltó un gruñido.
—¿Sigues viendo mucho a Anthony Browne?.
—Bastante. En algunas fiestas, bailes, exposiciones... —respondió Iris
con frialdad.
Pero George no aceptó sus evasivas. Por el contrario, dio muestras de
interés.
—Ha corrido mucho, ¿verdad?. Debe de haber tenido una vida muy
interesante. ¿Te habla alguna vez de eso?.
—No gran cosa. Ha viajado mucho, claro está.
—Por negocios, supongo.
—Supongo que sí.
—¿Qué negocios tiene?.
—No lo sé.
—Es algo relacionado con armamento, ¿verdad?.
—Nunca me lo ha dicho.
—Bueno, pues no es necesario que le digas que te lo he preguntado. Me
interesaba. Se le vio mucho el otoño pasado en compañía de Dewsbury,
presidente de Armas Unidas. Rosemary veía con frecuencia a Anthony
Browne, ¿verdad?.
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—Sí... sí que le veía.
—Pero no le conocía desde hacía mucho; era, como quien dice, un
conocido casual. La solía llevar a bailes, ¿no es cierto?.
—Sí.
—Me sorprendió bastante que ella quisiera invitarle a su fiesta de
cumpleaños. No me había dado cuenta de que le conociese tanto.
—Baila muy bien... —manifestó Iris.
—Sí... sí, claro...
Sin querer, Iris dejó que cruzara en su mente el recuerdo de aquella
noche.
La mesa redonda en el Luxemburgo, las luces amortiguadas, las flores.
La orquesta con su ritmo insistente.
Las siete personas sentadas a la mesa: ella, Anthony Browne, Rosemary,
Stephen Farraday, Ruth Lessing, George y, a la derecha de éste, la
mujer de Stephen Farraday, lady Alexandra Farraday, con su cabello
claro y liso, las fosas nasales levemente arqueadas, y la voz clara y
arrogante. ¡Había sido una fiesta alegre!. ¿Lo había sido en realidad?.
Y en plena fiesta, Rosemary... No, no; más valía no pensar en eso. Mejor
sería recordar tan sólo el hecho de que ella había estado sentada junto a
Tony, que era aquélla la primera vez que le había visto en realidad.
Hasta entonces sólo había sido un hombre, una sombra en el vestíbulo,
una espalda que bajaba los escalones de la entrada, acompañando a
Rosemary hasta el taxi que aguardaba.
Tony...
Volvió a la realidad con sobresalto. George estaba repitiendo la
pregunta:
—Es raro que se largara tan pronto después. ¿Adonde se fue?. ¿Lo
sabes?.
Ella contestó con vaguedad:
—Oh... a Ceilán, creo, o a la India.
—No dijo una palabra de eso aquella noche.
—¿Por qué había de decirlo? —replicó Iris tajante—. ¿Es preciso que
hablemos... de aquella noche?.
Él se puso muy colorado.
—No, no. Claro que no. Perdona, querida. A propósito. Invita a Browne
una noche a cenar. Me gustaría volver a verle.
Iris quedó encantada. George empezaba a ablandarse. Fue transmitida la
invitación y aceptada; pero, en el último instante, Anthony tuvo que salir
apresuradamente para el norte por cuestión de negocios y no pudo
asistir.
Un día de fines de julio George sorprendió a Lucilla y a Iris con la noticia
de que había comprado una casa en el campo.
—¿Que has comprado una casa? —exclamó Iris con incredulidad—. Pero,
¡si yo creía que íbamos a alquilar esa casa de Goring por dos meses!.
—Resulta mucho más agradable tener casa propia ¿verdad?. Podemos ir
a pasar los fines de semana durante todo el año.
—¿Dónde está?. ¿A orillas del río?.
—No del todo. Mejor dicho, ni siquiera cerca. En Sussex. Marlingham. Se
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llama Little Priors. Cinco hectáreas. Una casita estilo georgiano.
—¿Es posible que la hayas comprado sin haberla visto nosotras siquiera?.
—Fue cuestión de oportunidad. Acababan de ponerla en venta.
Aproveché la ocasión.
—Supongo que habrá que hacer muchas reformas y llamar a un
decorador —dijo Mrs. Drake.
—Oh, Ruth se ha encargado de todo eso ya —contestó George, sin darle
mucho importancia.
Le oyeron pronunciar el nombre de Ruth Lessing, la eficiente secretaria
de George, con respetuoso silencio. Ruth era una institución, una de la
familia, como quien dice. Bien parecida, con sus severos vestidos negros
y blancos, era la eficiencia personificada combinada con la diplomacia.
En vida de Rosemary era corriente oírle decir:
«Encarguemos eso a Ruth. Es maravillosa. Dejemos que Ruth se cuide de
eso.»
La hábil miss Lessing siempre podía resolver las dificultades. Sonriente,
agradable, distante, vencía todos los obstáculos. Dirigía el despacho de
George y se sospechaba que al propio George también. Él le tenía mucho
afecto, se apoyaba en ella y seguía su criterio en todo. Ruth no parecía
tener necesidades ni deseos propios.
No obstante, Lucilla Drake se molestó en esta ocasión.
—Mi querido George, a pesar de la capacidad de Ruth, la verdad... ¡a las
mujeres de la familia les gusta escoger el decorado de su propia casa!.
Deberías haber consultado a Iris. No digo nada de mí. Yo no soy nadie.
Pero es violento para Iris.
George pareció contrariado ante la angustia de Lucilla.
—¡Quería que fuese una sorpresa! —exclamó.
Lucilla tuvo que sonreír.
—¡Eres un crío, George!.
—No me importa la decoración —manifestó Iris—. Estoy segura de que
Ruth lo habrá hecho perfectamente. ¡Es tan hábil!. ¿Qué haremos allí?.
Supongo que habrá una pista de tenis.
—Sí, y un campo de golf a seis millas de distancia. Y sólo dista del mar
unas catorce millas. Además, tendremos vecinos. Siempre es prudente,
en mi opinión, habitar un lugar en el que se conozca a alguien.
—¿Qué vecinos? —preguntó Iris con brusquedad.
George esquivó su mirada.
—Los Farraday —contestó—. Viven a cosa de milla y media de distancia,
al otro lado del parque.
Iris lo miró con sorpresa. Adquirió inmediatamente el convencimiento de
que la compra de la finca y su decoración se habían llevado a cabo con
un solo objetivo: el de poner a George en íntima relación con Stephen y
Sandra Farraday. Siendo vecinos en el campo, con fincas colindantes, las
dos familias habrían de relacionarse íntimamente a la fuerza. O eso, o
mostrarse deliberadamente frías.
Pero, ¿por qué?. ¿A qué se debía aquella insistencia en la cuestión de los
Farraday?. ¿Por qué tan costoso método para alcanzar un fin
incomprensible?.
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¿Sospechaba George que Rosemary y Stephen Farraday habían sido algo
más que amigos?. ¿Era aquélla una extraña manifestación de celos
póstumos?. No, no era posible. Sería llevar las cosas demasiado lejos.
Pero, ¿qué querría George de los Farraday?. ¿Qué significaban las
extrañas preguntas que le dirigía continuamente a ella?. ¿No le pasaba
algo muy raro a George últimamente?. ¡La expresión de aturdimiento
que tenía por las noches!. Lucilla lo atribuía a una copa de oporto más de
la cuenta. Una opinión típica de Lucilla.
No, algo raro había en George últimamente. Parecía hallarse bajo la
influencia de una excitación en la que se intercalaban momentos de
apatía durante los cuales parecía sumirse en un estado de inconsciencia.
Pasaron la mayor parte de agosto en el campo, en Little Priors. ¡Horrible
casa!. Iris se estremeció. La odiaba. Una casa de airosa silueta, bien
amueblada y decorada con gusto. ¡Ruth Lessing siempre hacía las cosas
bien!. Y, curiosamente, una casa vacía. No vivían allí. La ocupaban. De
igual manera que ocupan los soldados un puesto avanzado.
Lo que la hacía horrible era la vida veraniega normal, que parecía una
capa superpuesta. Invitados de fin de semana, partidos de tenis,
comidas informales con los Farraday. Sandra Farraday se había mostrado
encantadora, dispensándoles la acogida perfecta que se da a vecinos que
ya son amigos. Les presentó a toda la comarca, aconsejó a George e Iris
en la cuestión de caballos y dio muestras de deferencia ante Lucilla por
ser una mujer mayor.
Y nadie era capaz de saber lo que pensaba tras la máscara de su pálido y
sonriente rostro. Una mujer como una esfinge.
A Stephen le habían visto menos. Estaba muy ocupado y se ausentaba
con frecuencia por asuntos políticos. A Iris se le antojaba evidente que
evitaba encontrarse con el grupo de Little Priors todo lo posible.
Pasó agosto y septiembre, y se decidió que en octubre volverían a
Londres.
Iris había exhalado un suspiro de alivio. Tal vez cuando ya estuviera de
regreso, George volvería a normalizarse.
Y de pronto, la noche anterior, la despertó una llamada a su puerta.
Encendió la luz y consultó el reloj. La una nada más. Se había acostado a
las diez y media y le había parecido que era mucho más tarde.
Se puso una bata y se acercó a la puerta. Sin saber por qué, aquello le
parecía más natural que decir: «¡Adelante!».
George aguardaba fuera. No se había acostado y aún iba vestido de
etiqueta. Respiraba agitado y su rostro tenía un extraño color azul.
—Baja al despacho, Iris —dijo—. Tengo que hablar contigo. Tengo que
hablar con alguien.
Ella obedeció extrañada, medio aturdida aún por el sueño.
Una vez en el despacho, cerró la puerta y la invitó a que se sentara ante
la mesa, frente a él. Empujó hacia ella la caja de cigarrillos, después de
haber sacado uno para él y encenderlo con mano temblorosa tras un par
de intentos.
—¿Sucede algo, George? —le preguntó.
Ahora estaba verdaderamente alarmada. El aspecto de él era terrible y
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hablaba jadeando, como si hubiese estado corriendo.
—No puedo continuar así. No puedo callarlo por más tiempo. Es preciso
que me digas lo que opinas... si crees que es verdad... si es posible...
—¿De qué me hablas, George?.
—Tienes que haber notado o visto algo. ¿Algo diría ella, no?. Debe haber
alguna razón...
Ella le miró boquiabierta.
George se pasó la mano por la frente.
—No comprendes de qué estoy hablando. Ya lo veo. No pongas esa cara
de asustada, muchacha. Tienes que ayudarme. Es preciso que recuerdes
todos los detalles que puedas. Vamos, vamos, ya sé que hablo con cierta
incoherencia, pero lo comprenderás todo dentro de un instante... cuando
te haya enseñado las cartas.
Abrió uno de los cajones de la mesa y sacó dos hojas de papel.
Eran de un color azul desvaído, con unas cuantas palabras escritas en
letra pequeña y de imprenta.
—Lee esto —dijo George.
Iris miró el papel. Lo que decía era claro y conciso.
USTED CREE QUE SU MUJER SE SUICIDÓ. NO HIZO TAL COSA. LA
MATARON.
La segunda hoja decía:
SU ESPOSA, ROSEMARY, NO SE SUICIDÓ. LA MATARON.
Mientras Iris seguía contemplando boquiabierta aquellas palabras,
George prosiguió:
—Llegaron hace cosa de tres meses. Al principio creí que se trataba de
una broma... una broma de mal gusto... cruel. Luego me puse a pensar.
¿Por qué había de haberse suicidado Rosemary?.
—Por la depresión que le dejó la gripe —contestó Iris maquinalmente.
—Sí, pero cuando uno se para a pensar eso, resulta una tontería, ¿no te
parece?. Mucha gente coge una gripe y se siente deprimida después,
¿verdad?.
—Tal vez se sintiera... ¿desgraciada? —dijo Iris, haciendo un esfuerzo.
—Es posible. —George reflexionó sobre el particular con toda
tranquilidad—. No obstante, no concibo que Rosemary cometiera suicidio
nada más que porque se sintiese desgraciada. Podría amenazar con
hacerlo; pero no creo que se decidiera cuando llegase el momento.
—¡Tiene que haberlo hecho, George!. ¿Qué otra explicación hay?. ¡Si
hasta encontraron el veneno en su bolso!.
—Lo sé. Todo parece confirmar esa teoría. Pero desde que llegó esto —
señaló los anónimos—, he estado dándole vueltas al asunto. Y cuanto
más he pensado en ello, más me he convencido de que hay algún
fundamento en la acusación. Por eso te he hecho todas esas preguntas
sobre si Rosemary tenía enemigos. O si había dicho alguna vez algo que
pareciera indicar que temiese a alguien. Quienquiera que la matase,
había de tener un motivo.
—Pero, George, tú estás loco...
—A veces creo estarlo. Otras, sé que voy por buen camino. Pero es
preciso que sepa más. Es preciso que lo averigüe. Tienes que ayudarme,
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Iris. Tienes que pensar. Tienes que recordar. Eso es: recordar. Pasa
revista a aquella noche, una y otra vez. Llegarás a la conclusión de que
si la mataron, tuvo que hacerlo alguna de las personas que estuvieron
sentadas a la mesa aquella noche. Eso sí que lo comprendes, ¿verdad?.
Sí, eso lo había comprendido. No había manera de desterrar de su
imaginación aquella escena por más tiempo. Necesitaba recordarlo todo.
La música, el redoble de tambores, las luces amortiguadas, el cabaret,
las luces que brillaban de nuevo con toda su potencia, y Rosemary,
echada hacia delante sobre la mesa con el rostro azulado y convulso.
Iris se estremeció. Estaba asustada ahora, terriblemente asustada.
Era preciso que pensara, que evocase el pasado, que recordara.
Rosemary es el símbolo del recuerdo.
No debía olvidarlo.
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CAPÍTULO II
RUTH LESSING
Ruth Lessing, en un momento de calma de su diario ajetreo, estaba
recordando a la esposa de su jefe, Rosemary.
Rosemary Barton le había sido muy antipática. Jamás se había dado
cuenta de qué manera, hasta aquella mañana de noviembre en que
había hablado por primera vez con Víctor Drake.
La entrevista con Víctor Drake había sido el punto de partida de todo, lo
que había puesto en marcha el motor de sus pensamientos. Hasta
entonces, las cosas que había sentido y pensado habían estado tan
sumergidas en su subconsciente que, en realidad, no se había apercibido
de ellas.
Le tenía un gran afecto a George Barton. Siempre se lo había tenido.
Cuando entró a trabajar para él, una joven serena y muy juiciosa de
veintitrés años de edad, se había dado cuenta enseguida de que
necesitaba a alguien que lo cuidara. Ella se había encargado de hacerlo.
Le había ahorrado tiempo, dinero y preocupaciones. Le había escogido
las amistades y le había buscado distracciones apropiadas. Le había
frenado al verlo a punto de embarcarse en empresas nada aconsejables
y le había animado a correr riesgos permisibles de vez en cuando. Ni una
sola vez durante su larga asociación había sospechado George que fuera
otra cosa que una mujer servicial, atenta y completamente a sus
órdenes. A él le gustaba su aspecto, el pelo oscuro bien peinado y
brillante, los trajes sastre y las blusas almidonadas, las perlas en las bien
formadas orejas, el rostro pálido, discretamente empolvado, y el matiz
rosado, casi imperceptible, del carmín con que se pintaba los labios.
Ruth, en su opinión, era perfecta.
Le gustaban sus modales impersonales, su completa ausencia de
sentimiento y familiaridad. A causa de ello le hablaba mucho de sus
asuntos particulares y ella le escuchaba comprensiva, intercalando
ocasionalmente algún consejo.
Nada tuvo que ver, sin embargo, con su boda. No le gustaba, pero la
aceptó y resultó de inapreciable valor cuando se trató de hacer los
preparativos necesarios, quitándole a Mrs. Marle mucho trabajo.
Durante algún tiempo después del matrimonio, Ruth tuvo menos
intimidad con su jefe. Se limitó rigurosamente a los asuntos de la oficina.
George dejaba la mayor parte de las cosas en sus manos.
No obstante, tanta era su actividad, que Rosemary no tardó en descubrir
que miss Lessing podía ser utilísima en muchísimas cosas. Miss Lessing
siempre se mostraba agradable.
George, Rosemary e Iris la llamaban Ruth e iba con frecuencia a Elvaston
Square a comer. Tenía ahora veintinueve años y su aspecto era
exactamente el mismo que a los veintitrés.
Sin que terciara una palabra íntima entre ellos, siempre se daba perfecta
cuenta de las reacciones sentimentales de George, por muy leves que
éstas fuesen. Se dio cuenta de cuándo la primera exaltación de su vida
matrimonial se trocó en estático contento; detectó cuándo el contento
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cedió el paso a otro sentimiento que no era tan fácil de definir. Cualquier
descuido en los detalles de que diera muestras por entonces, lo corregía
ella con su previsión.
Por muy aturdido que estuviera George, Ruth Lessing nunca parecía
darse cuenta de eso, cosa que él le agradecía.
Fue una mañana de noviembre cuando le habló de Víctor Drake.
—Quiero que se encargue usted de un asunto muy desagradable, Ruth.
Ella le miró interrogadora. Innecesario decir que se encargaría de él. Eso
se sobrentendía.
—No hay familia sin su oveja negra —añadió George.
Ella asintió.
—Se trata de un primo de mi mujer, un completo sinvergüenza. Ha
dejado medio arruinada a su madre: una mujer excesivamente
sentimental que ha vendido la mayor parte de los pocos valores que
posee para darle a él el dinero. Empezó por falsificar un cheque en
Oxford. Lograron echar tierra sobre aquel asunto y, desde entonces, le
han mandado a no sé cuántos países sin que haya logrado regenerarse
en ninguno de ellos.
Ruth escuchó sin gran interés. Conocía el tipo. Uno de esos hombres que
se dedican al cultivo de naranjos, instalan granjas avícolas, prueban
suerte en los ranchos australianos, obtienen empleo en los frigoríficos de
Nueva Zelanda. Nunca llegaban a nada, jamás permanecían mucho
tiempo en ningún sitio y siempre se gastaban todo el dinero que se
hubiera invertido en regenerarlos. Nunca le habían interesado gran cosa.
Prefería a los triunfadores.
—Se ha presentado en Londres y he descubierto que ha estado
molestando a mi esposa. Ella no le había visto desde que era colegiala;
pero es un hombre muy atractivo y le ha escrito pidiéndole dinero, y eso
no pienso consentirlo. Hemos quedado para mañana a las doce, en su
hotel. Quiero que se encargue usted del asunto por cuenta mía. La
verdad es que no quiero tener contacto alguno con ese hombre. Jamás lo
he visto y no tengo el menor deseo de conocerlo, ni quiero que
Rosemary lo vea. Creo que todo el asunto puede tratarse desde un punto
de vista puramente comercial si se hace por mediación de una tercera
persona.
—Sí. Siempre es un buen plan. ¿Qué es lo que piensa ofrecerle?.
—Cien libras esterlinas en efectivo y un pasaje a Buenos Aires. El dinero
debe serle entregado a bordo del barco.
Ruth sonrió.
—Comprendo. Quiere usted asegurarse de que se vaya.
—Veo que lo comprende.
—Es un caso corriente —dijo ella con indiferencia.
—Sí, hay muchos hombres como él en el mundo. —Él vaciló—. ¿Está
usted segura de que no le importa hacer lo que le pido?.
—Claro que no —le manifestó ella un tanto divertida—. Le aseguro que
puedo arreglarlo fácilmente.
—Es usted capaz de arreglarlo todo.
—¿Y lo de sacar el pasaje?. A propósito, ¿cómo se llama?.
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—Víctor Drake. Ya tengo el pasaje. Telefoneé a la compañía naviera ayer.
Es para el San Cristóbal. Zarpa mañana de Tilbury.
Ruth tomó el pasaje, le echó una mirada para asegurarse de que estaba
en orden y se lo guardó en el bolso.
—Conforme. Yo me encargaré del asunto. A las doce. ¿Qué dirección?.
—Hotel Ruppert. Cerca de Russell Square.
Lo anotó.
—Ruth, querida, no sé lo que haría sin usted... —Posó una mano
afectuosamente sobre el hombro de la mujer. Era la primera vez que
hacía una cosa así—. Es usted mi brazo derecho, mi factótum.
Ella se ruborizó, halagada.
—Nunca he sabido decirle gran cosa. He tomado como cosa muy natural
todo lo que usted hace, pero no es así en realidad. No sabe cuánto confío
en usted para todo, para todo. ¡Es usted la muchacha más bondadosa,
más admirable y más útil del mundo!.
Ruth sonrió para ocultar su satisfacción y embarazo.
—Me va usted a echar a perder si me dice cosas así —dijo.
—Las digo en serio. Es usted parte integrante de la empresa, Ruth. No
podría imaginarme la vida sin usted.
Ella salió conmovida por sus palabras. Aún le duraba su efecto cuando
llegó al hotel Ruppert.
Lo que iba a hacer no le produciría la menor sensación de embarazo.
Tenía fe ciega en su habilidad para hacer frente a cualquier situación.
Nunca le habían gustado los sablistas. Estaba preparada a tratar con
Víctor Drake como parte de su trabajo diario.
Drake era poco más o menos como ella se lo había imaginado, aunque
quizá mucho más atractivo. No se equivocó al juzgar su carácter. No
tenía nada de bueno. Un hombre frío y calculador, parapetado tras una
máscara de simpática diablura. Lo que Ruth no había tenido en cuenta
era el don que poseía de leer en el alma de los demás y la facilidad con
que sabía jugar con sus emociones. Quizá también tenía un concepto
demasiado elevado de su poder de resistencia ante el encanto del
hombre. Porque no cabía la menor duda de que Víctor Drake tenía
encanto.
La recibió con aire de deliciosa sorpresa.
—¿La emisaria de George?. ¡Es maravilloso!. ¡Qué sorpresa!.
Con un tono severo, Ruth le dio a conocer la oferta de George. Víctor la
aceptó con una amabilidad extrema.
—¿Cien libras esterlinas?. No está mal. Pobre George. Me hubiese
conformado con sesenta, pero... ¡no se lo diga!. Condiciones: «No
molestes a la bella primita Rosemary. No contamines a la inocente
primita Iris. No coloques en una situación embarazosa al digno primo
George.» ¡De acuerdo con todo!. ¿Quién vendrá a despedirme al San
Cristóbal?. ¿Usted, mi querida miss Lessing?. ¡Qué encanto!.
Arrugó la nariz. Los negros ojos titilaron comprensivos. Tenía el rostro
moreno y delgado y su tipo recordaba al de un torero. ¡Qué romántica
concepción!. Resultaba atractivo a las mujeres y lo sabía.
—Lleva usted con Barton algún tiempo, ¿no es cierto, miss Lessing?.
26
—Seis años.
—¡Y George no sabría qué hacer sin usted!. Oh, sí, estoy enterado. Sé
todo lo que a usted se refiere, miss Lessing.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó la joven, vivamente.
Víctor sonrió.
—Me lo ha contado Rosemary.
—¿Rosemary? Pero si...
—No se preocupe. No pienso volver a molestar a Rosemary. Se ha
mostrado ya muy amable conmigo, muy comprensiva. Le saqué cien
libras, si quiere que le diga la verdad.
—Usted...
Ruth se interrumpió y Víctor se echó a reír. Su risa era contagiosa.
También ella se echó a reír.
—Es usted un pícaro, Mr. Drake.
—Soy el perfecto sablista. Tengo una técnica maravillosa. Mi madre, por
ejemplo, siempre suelta dinero si le mando un telegrama insinuando que
pienso suicidarme.
—¡Vergüenza debía de darle!.
—Tengo muy pobre concepto de mí mismo. Soy un mal bicho, miss
Lessing. Me gustaría que usted supiese todo lo malo que soy.
—¿Por qué? —preguntó ella con curiosidad.
—No lo sé. Usted es distinta. De nada me serviría mi táctica habitual en
su caso. Con esa mirada tan despejada que tiene no se dejaría engañar.
No lograría convencerle de que soy más víctima que verdugo. Usted no
sabe lo que es piedad.
El rostro de la joven se tornó duro.
—Desprecio la piedad.
—¿A pesar de su nombre?. Ruth es su nombre, ¿verdad?. Resulta
mordaz. Ruth la despiadada 2 .
—¡La debilidad no me inspira la menor compasión! —exclamó ella.
—¿Quién dijo que soy débil? No, no. En eso se equivoca usted, querida.
Malvado, quizá. Pero una cosa puede decirse a mi favor.
Ella contrajo la boca con gesto de desdén. La inevitable excusa.
—¿Sí?.
—Me divierto. Sí. —Víctor asintió—. Me divierto enormemente. He rodado
mucho por el mundo, Ruth. He hecho casi de todo. He sido actor y
tendero; camarero y recadero; mozo de cuerda y tramoyista de un circo.
He sido marino en un barco de carga. Fui candidato a presidente en una
república sudamericana. ¡He estado en la cárcel!. Sólo hay dos cosas que
no he hecho en mi vida: trabajar honradamente y pagar mis deudas.
La miró riendo. Ella debería haberse sentido escandalizada, pero la
fuerza de Víctor Drake era la fuerza del diablo. Era capaz de hacer que el
2
No solo mordaz, sino paradójico en inglés. La frase es: Ruth the ruthless. Ruth, con
mayúscula, es el conocido nombre femenino bíblico. Pero con minúscula, ruth es un
vocablo inglés arcaico que significa compasión. Agregándole el sufijo less (sin, o
desprovisto de), se creó el adjetivo ruthless, que significa despiadada, cruel, sin
compasión. De ahí que, tomando Ruth como nombre común y no propio, puede
traducirse por: «Compasión sin compasión.» (N. del T.)
27
mal pareciese divertido. Ahora la estaba mirando con aquella extraña
perspicacia que le era peculiar.
—¡No ponga esa cara de santa, Ruth!. ¡No es usted una persona tan
moral como cree!. El éxito es su fetiche. Es la clase de muchacha que
acaba siempre casándose con su jefe. Eso es lo que debería usted haber
hecho con George.
Y George no debía de haberse casado con esa estúpida de Rosemary.
Debía de haberse casado con usted. Hubiera salido ganando.
—Se me antoja que es usted excesivamente insolente.
—Rosemary es una imbécil, siempre lo ha sido. Hermosa como el paraíso
y tonta de capirote. De las que los hombres se enamoran y de las que
pronto se hartan. Pero usted... usted es distinta. ¡Dios!. ¡Si un hombre
se enamorara de usted... nunca se hastiaría!.
Le había encontrado el punto flaco.
—¡Si se enamorara! —dijo Ruth con brusca sinceridad—. ¡Pero jamás se
enamoraría de mí!.
—¿George, quiere decir?. No se engañe, Ruth. Si algo le sucediera a
Rosemary, George se casaría con usted.
«Sí, aquello era. Aquello había sido el punto de partida de todo.»
Víctor la observó detenidamente.
—Pero usted lo sabe tan bien como yo.
«La mano de George sobre la suya, su afectuosa voz, cálida. Sí, era
cierto. A ella recurría... en ella confiaba...»
—Debería de tener más confianza en sí misma, amiga mía —dijo Víctor
con dulzura—. Podría hacer de George lo que quisiera. Rosemary es una
estúpida.
«Es cierto —pensó Ruth—. De no ser por Rosemary podría conseguir que
George se casara conmigo. Sería una buena esposa para él. Lo cuidaría
bien.»
Experimentó de pronto una furia ciega, el despertar de un resentimiento
apasionado. Víctor Drake la estaba contemplando con regocijo. Le
gustaba plantar ideas en mentes ajenas. O, como en aquel caso, hacer
resaltar ideas que ya existían.
Sí, así era como había empezado todo. Aquel encuentro casual con un
hombre que iba a partir al día siguiente para el otro extremo del planeta.
La Ruth que regresó a la oficina no era exactamente la misma que salió
de ella, aun cuando nadie hubiera podido notar cambio alguno en sus
modales ni en su aspecto.
Poco después de su vuelta, Rosemary Barton llamó por teléfono.
—Mr. Barton ha salido a comer. ¿Puedo hacer algo por usted?.
—¿De veras lo haría usted, Ruth?. Ese pelma de coronel Race ha
mandado un telegrama diciendo que no estará de vuelta a tiempo para
asistir a mi fiesta de cumpleaños. Pregúntele a George a quién querría
invitar en su lugar. Necesitamos otro hombre. Hay cuatro mujeres: Iris,
Sandra Farraday y... ¿quién es la otra?. No me acuerdo ya.
—Creo que soy la cuarta. Tuvo usted la bondad de invitarme.
—¡Ah, claro!. ¡Me había olvidado por completo de usted, créalo!.
Se oyó la risa argentina de Rosemary. No podía ella ver el carmín que
28
había inundado de pronto las mejillas de Ruth Lessing, ni la forma en que
se había cuadrado su mandíbula.
¡Invitada a la fiesta de Rosemary como favor, como concesión hecha a
George!. «Ah, sí, vendrá tu Ruth Lessing. Después de todo, le encantará
que la invitemos. Y es la mar de útil. Además, es bastante presentable.»
En aquel instante Ruth Lessing se dio cuenta de que odiaba a Rosemary.
La odiaba porque era rica, hermosa, despreocupada y sin seso. Ningún
trabajo rutinario de oficina para Rosemary; a ella se lo daban todo en
bandeja de oro. Asuntos amorosos, un marido que bebía los vientos por
ella. No tenía necesidad de trabajar ni de hacer planes.
Odiosa, condescendiente, presumida, frívola...
—¡Ojalá te murieras! —dijo Ruth Lessing en voz baja, mirando el
teléfono.
Sus propias palabras la sobresaltaron. Tan poco en consonancia estaban
con su forma de ser habitual. Jamás había sido tan apasionada, ni
vehemente, ni poco serena, sino siempre dueña de sí, eficiente.
«¿Qué me está sucediendo?», se preguntó.
Había odiado a Rosemary Barton aquella tarde. Seguía odiando a
Rosemary Barton aquel día, un año después.
Algún día, quizá, podría olvidarla. Pero todavía no.
Evocó deliberadamente aquellos días de noviembre.
Sentada ante el teléfono, sintiendo cómo surgía el odio en su corazón...
Le había dado a George el mensaje de Rosemary, con su voz agradable
de siempre. Había sugerido que se le permitiese a ella no asistir, para
que sólo hubiese parejas. George se había opuesto a eso
inmediatamente.
Llegó el momento de comunicarle, a la mañana siguiente, la partida del
San Cristóbal. El alivio y el agradecimiento de George fue manifiesto.
—Así pues... ¿se marchó en ese barco?. ¿De veras?.
—Sí. Le entregué el dinero un instante antes de que fuera retirada la
pasarela. —Vaciló un momento y dijo—: Agitó la mano al desatracar el
barco y gritó :«¡Besos y abrazos a George!. ¡Dígale que beberé a su
salud esta noche!».
—¡Qué impertinencia! —exclamó él. Luego le preguntó con curiosidad—:
¿Qué opina usted de él, Ruth?.
—Oh, era lo que yo me esperaba —contestó la muchacha con voz
átona—. Un hombre sin voluntad.
Y George no se dio cuenta de nada. A Ruth le entraron unas ganas
enormes de gritar: «¿Por qué me mandó a mí?. ¿No intuyó lo que podía
hacerme?. ¿No ve acaso que no soy la misma persona de ayer?. ¿No se
da cuenta de que además de vulnerable soy peligrosa?. ¿De que
cualquiera sabe de lo que soy capaz de hacer?».
Pero en lugar de eso volvió a su tono de voz y eficiencia habituales.
—Esa carta de Sao Paulo...
Volvía a ser la secretaria competente...
Cinco días más tarde.
El cumpleaños de Rosemary.
Un día tranquilo en la oficina. Una visita al peluquero; un vestido negro
29
nuevo; un rostro reflejado en el espejo, un rostro que no era del todo
suyo. Un rostro pálido, decidido, amargo.
Era cierto lo que había dicho Víctor Drake. En ella no había piedad.
Más tarde, cuando desde el otro lado de la mesa contemplaba el azulado
y convulso semblante de Rosemary Barton, seguía sin experimentar
piedad alguna.
Ahora, once meses más tarde, al pensar en Rosemary Barton, le
sobrecogió el temor.
30
CAPÍTULO III
ANTHONY BROWNE
Anthony Browne, con el ceño fruncido y la mirada fija en la lejanía,
pensaba en Rosemary Barton. ¡Qué imbécil había sido al liarse con ella!.
Aunque bien podía excusársele una cosa así a un hombre. El aspecto de
ella era como para que se recreara cualquiera la vista. Aquella noche, en
el hotel Dorchester, le había sido imposible mirar a ninguna otra.
Hermosa como una hurí. ¡Y, a buen seguro, tan falta de inteligencia!.
No obstante, se había enamorado como un tonto y hecho las mil y una
para encontrar a alguien que pudiera presentársela. Una cosa
imperdonable, en realidad, puesto que debía de haberse preocupado
exclusivamente del negocio. Después de todo, no se había alojado en el
hotel Claridge para divertirse.
Rosemary, sin embargo, era lo bastante bella para que fuese perdonable
un olvido momentáneo del deber. ¡De muy poco le servía ahora colmarse
de improperios y preguntarse por qué había sido tan idiota!.
Afortunadamente, no había nada que lamentar. Casi en el mismo
instante en que le había hablado, su hechizo se había desvanecido un
poco. Las cosas habían vuelto a recobrar sus proporciones normales.
Aquello no era amor, ni pasajero siquiera. Era una ocasión para que ellos
dos lo pasaran agradablemente, ni más ni menos.
Bueno, él había disfrutado y Rosemary también. Ella bailaba como un
ángel y, dondequiera que la llevaba, los hombres se volvían para mirarla.
Era un encanto, eso sí, siempre y cuando no abriera la boca. Bendijo a su
buena estrella por no estar casado con Rosemary. Una vez que uno se
acostumbrara a toda aquella perfección de rostro y cuerpo, ¿qué haría, si
ni siquiera sabía escuchar inteligentemente?. Una de esas muchachas
que esperan que se les diga todas las mañanas a la hora de desayunar
que uno está locamente enamorado de ellas.
Sin embargo, a buenas horas pensaba semejantes cosas. Se había
enamorado de ella, ¿no?.
Había sido su esclavo. La había llamado por teléfono, salido con ella,
bailado con ella. La había besado en el taxi. Había estado a punto de
hacer el idiota hasta aquel día sorprendente, increíble.
Recordaba perfectamente su aspecto. El cabello castaño que se había
soltado por encima de una oreja; las pestañas caídas; el brillo de sus
ojos azul oscuro a través de ellas; el mohín de los rojos y suaves labios.
—Anthony Browne. ¡Qué nombre tan bonito!.
—Un nombre respetable y de rancio abolengo —contestó él de buen
humor—. Enrique VIII tuvo un chambelán que se llamaba Anthony
Browne.
—¿Un antepasado tuyo, supongo?.
—No me atrevería a asegurarlo.
—¡Más te vale!.
Él enarcó las cejas.
—Pertenezco a la rama colonial de la familia.
—¿No a la rama italiana?.
31
—¡Ah! —rió él—. ¿Por mi tez morena?. Mi madre era española.
—Así se explica.
—Se explica, ¿qué?.
—Oh, muchas cosas, Anthony Browne.
—Parece que te gusta mucho mi nombre.
—Ya te lo dije. Es un nombre muy bonito.
Y luego, de pronto, como una bomba:
—Más bonito que Tony Morelli.
Durante un instante, él apenas pudo dar crédito a sus oídos. ¡Era
increíble!. ¡Imposible!.
La asió del brazo. La dureza de su mano hizo que ella se sobrecogiera.
—¡Oh!. ¡Me estás haciendo daño!.
—¿De dónde sacaste ese nombre?.
El tono era áspero, amenazador.
Ella rió encantada por la impresión causada. ¡La muy estúpida!.
—¿Quién te lo dijo?.
—Alguien que te reconoció.
—¿Quién fue?. Es muy grave, Rosemary. Es preciso que yo lo sepa.
Ella lo miró de soslayo.
—Un primo mío muy poco recomendable. Se llama Víctor Drake.
—Jamás he conocido a nadie de ese nombre.
—Me imagino que no usaría ese nombre cuando tú lo conociste. Querría
ahorrarle esa vergüenza a la familia.
—Comprendo... —dijo Anthony muy despacio—. Fue... ¿en la cárcel?.
—Sí. Le estaba echando un sermón a Víctor, diciéndole que nos
deshonraba a todos. No me hizo el menor caso, claro está. De pronto
sonrió y dijo: «No eres tú la más indicada para criticarme, querida. Te vi
bailar la otra noche con un ex presidiario, uno de tus mejores amigos,
por cierto. Tengo entendido que usa el nombre de Anthony Browne, pero
en la cárcel llevaba el de Tony Morelli.»
Anthony comentó con un tono despreocupado:
—He de renovar la amistad de ese amigo de mi juventud. Nosotros, los
ex presidiarios, tenemos que seguir muy unidos.
Rosemary meneó la cabeza.
—Demasiado tarde. Lo han embarcado para América del Sur. Salió ayer.
—Ya... —Anthony respiró profundamente—. Así que... ¿tú eres la única
persona que conoce mi secreto?.
Ella asintió.
——No te descubriré.
—Más vale que no. —Su voz se tornó severa—. Escucha, Rosemary, esto
es peligroso. Supongo que no querrás que te señalen esa cara tan bonita
que tienes, ¿verdad?. Hay gente que no se conforma con eso y son
capaces de liquidarte. No es algo que ocurra sólo en novelas y en el cine,
se dan casos también en la vida cotidiana.
—¿Me estás amenazando, Tony?.
—Te aviso.
¿Escucharía el aviso?. ¿Se daba cuenta de que hablaba muy en serio?.
¡La muy estúpida!. No había ni pizca de seso en aquella linda cabecita
32
hueca. No podía uno confiar en que guardase silencio. No obstante,
tendría que intentar hacerle comprender.
—Olvida que has oído el nombre de Tony Morelli alguna vez.
¿Comprendes?.
—Pero, ¡si no me importa, Tony!. No soy mojigata. El conocer a un
criminal es para mí una emoción agradable. No tienes por qué
avergonzarte de ello.
¡Qué mujer más absurda!. La miró con frialdad. Se preguntó en aquel
instante cómo podría haberse imaginado que la quería. Jamás había
podido soportar a los imbéciles, ni siquiera a las imbéciles de cara bonita.
—Olvida lo de Tony Morelli —le dijo con dureza—. Hablo en serio. No
vuelvas a mencionar ese nombre.
Tendría que marcharse. Era lo único que podía hacer. No podía confiar en
el silencio de la muchacha. Hablaría cuando le entraran ganas.
Le estaba sonriendo con una sonrisa hechicera, una sonrisa que no le
hizo efecto.
—No seas tan feroz. Llévame al baile de los Jarrow la semana que viene.
—No estaré aquí. Me marcho.
—¿No pretenderás marcharte antes de la comida que daré para mi
cumpleaños?. No puedes fallarme. Cuento contigo. No digas que no. He
estado muy enferma con esa horrible gripe y aún me siento
terriblemente mal. No hay que llevarme la contraria. Tienes que asistir.
Anthony hubiera podido mostrarse firme. Hubiese podido abandonarlo
todo. Marcharse inmediatamente.
Pero por una puerta entreabierta vio a Iris bajar la escalera. Iris, erguida
y delgada, de semblante pálido, cabello negro y ojos grises. Iris, mucho
menos bella que Rosemary, pero con una personalidad que Rosemary no
tendría jamás.
En aquel momento se odió a sí mismo por haber sucumbido, por poco
que fuera, al encanto de Rosemary. Experimentó la misma sensación que
sintiera Romeo al recordar a Rosalinda cuando vio a Julieta por vez
primera.
Anthony Browne cambió de parecer.
En un segundo, sus intenciones cambiaron por completo de rumbo.
33
CAPÍTULO IV
STEPHEN FARRADAY
Stephen Farraday pensaba en Rosemary. Lo hacía con el asombro y la
incredulidad que su imagen siempre despertaba en él. Por regla general
desterraba de su mente todo pensamiento de aquella mujer tan aprisa
como se presentaba. Pero había veces en que, tan persistente en la
muerte como lo fuera en la vida, se negaba a ser desterrada tan
arbitrariamente.
Su primera reacción era siempre la misma: un rápido estremecimiento
de irresponsabilidad al recordar la escena del restaurante. Por lo menos,
no tenía necesidad de pensar en eso. Trasladó sus pensamientos hacia el
tiempo en que Rosemary había estado viva, en que la había visto
sonriente, respirando, mirándole a los ojos.
¡Qué imbécil!. ¡Cuan increíblemente imbécil había sido!.
Le había poseído el asombro, un asombro total. ¿Cómo había sucedido?.
No lograba comprenderlo. Era como si su vida estuviese dividida en dos
partes: una, la más extensa, una progresión ordenada, juiciosa, bien
equilibrada; la otra, una locura breve que no le era característica. No
había manera de hacer encajar las dos partes.
Porque, a pesar de toda su habilidad y de la perspicacia de su intelecto,
Stephen carecía de la percepción interna necesaria para darse cuenta de
que, en realidad, encajaban demasiado bien.
A veces pasaba revista a su vida, examinándola fríamente, sin indebida
emoción, pero con cierta mojigata satisfacción. Desde muy temprana
edad había tenido la voluntad de triunfar en la vida y, a pesar de las
dificultades y de ciertas desventajas iniciales, sí que había triunfado.
Siempre había profesado un credo muy sencillo. Creía en la Voluntad. Lo
que un hombre quería hacer, eso hacía.
El pequeño Stephen Farraday había cultivado asiduamente la voluntad.
No podía contar con mucha ayuda en la vida, salvo la que obtuviera
gracias a sus propios esfuerzos. A los siete años de edad era un niño
pequeño y pálido, de frente despejada y mandíbula que expresaba
determinación, y ya tenía el propósito de elevarse, y de subir muy alto.
Sabía ya que sus padres de nada le servirían. Su madre se había casado
con un hombre de escala social inferior a ella, y lo había lamentado. El
padre, un contratista de obras de poca importancia, perspicaz, astuto y
tacaño, había merecido siempre el desprecio de su mujer y también el de
su hijo.
A su madre, aturdida, despistada, propensa a bruscos cambios de
humor, Stephen la había mirado siempre con cierto desconcierto e
incomprensión, hasta el día en que la sorprendiera echada sobre un
rincón de la mesa, con una botella de colonia vacía, que se le había caído
de la mano. Jamás se le había ocurrido pensar que la bebida pudiera
tener nada que ver con los humores de su madre. Nunca bebía cerveza
ni licores, y en ninguna ocasión se le había ocurrido pensar que la manía
que tenía por el agua de colonia pudiera tener otro origen que la confusa
explicación que ella daba acerca de sus dolores de cabeza.
34
En aquel instante se dio cuenta de que profesaba muy poco afecto a sus
padres. Sospechó, perspicaz, que ellos tampoco le profesaban mucho
amor. Era pequeño para su edad, callado, y propenso al tartamudeo. Su
padre le creía afeminado. Un niño de muy buenos modales, que daba
muy poco quehacer en casa. A su padre le hubiera gustado que hubiese
sido más revoltoso. «Yo siempre andaba haciendo alguna trastada a su
edad», solía decir. A veces, al mirar a Stephen, se daba cuenta, con
desasosiego, de la situación de inferioridad social en que se hallaba en
relación a su esposa. Stephen había salido a la familia de la madre.
Sin bulla, pero con creciente determinación, Stephen trazó su plan de
vida. Iba a triunfar. Como primera prueba de su voluntad, se dedicó a
vencer su tartamudez. Ensayó, hablando muy despacio, con una leve
pausa entre palabra y palabra. Y, con el tiempo, vio sus esfuerzos
coronados por el éxito. Ya no tartamudeaba. En el colegio, se concentró
en los estudios. Estaba decidido a adquirir cultura. La cultura le abriría
camino. No tardaron sus maestros en interesarse por él, en animarle.
Ganó una beca. Los educadores abordaron a los padres. El muchacho
prometía. Mr. Farraday, que estaba obteniendo buenos beneficios en un
bloque de casas baratas, se dejó convencer y gastó dinero en educar a
su hijo.
A los veintidós años, Stephen salió de Oxford con un título, con fama de
saber hablar bien y con ingenio, y facilidad para escribir artículos. Había
hecho muy buenas amistades, por añadidura. Lo que a él le atraía era la
política. Había aprendido a dominar su innata timidez y a cultivar unos
modales admirables: modesto, amistoso, y con ese destello de
inteligencia que hace decir a la gente: «Ese muchacho llegará muy
lejos.» Aunque sentía una manifiesta predilección por el liberalismo,
Stephen se dio cuenta de que, de momento, el partido liberal estaba
muerto. E ingresó en las filas del partido laborista. No tardó en sonar su
nombre como el de un joven de porvenir. Pero el partido laborista no le
satisfizo. Lo encontró menos abierto a ideas nuevas, mucho más atado
por la tradición que su grande y potente rival. Los conservadores, por su
parte, andaban a la busca de jóvenes de talento.
Otorgaron su aprobación a Stephen Farraday. Era éste precisamente el
tipo de muchacho que querían. Presentó su candidatura por un distrito
electoral que gozaba fama de ser un feudo del laborismo, y sacó el acta
por una mayoría muy pequeña. Stephen alcanzó su escaño en la Cámara
de los Comunes con una sensación de triunfo. Había empezado su
carrera y aquélla era la carrera en que mejor podía distinguirse. En ella
podía poner toda su habilidad, toda su ambición. Sentía dentro de sí la
capacidad de gobernar y hacerlo bien. Tenía la facultad de saber llevar a
la gente, de conocer cuándo debía adular y cuándo mostrarse en
desacuerdo. Un día llegaría, se lo prometió a sí mismo, en que formaría
parte del Gobierno.
No obstante, en cuanto se hubo calmado la emoción que le había
producido el verse miembro de la Cámara, experimentó una rápida
desilusión. La reñida campaña electoral le había hecho figurar en primer
término. Ahora se encontraba convertido en simple e insignificante
35
unidad, sometido a jefes de partido que le obligaban a no salirse de su
lugar. No era fácil allí salir de la oscuridad. Allí inspiraba desconfianza la
juventud. Hacía falta algo más que habilidad. Era necesaria la influencia.
Existían ciertos intereses, ciertas familias... Uno necesitaba padrinos.
Pensó en el matrimonio. Hasta entonces se había preocupado muy poco
de semejantes cosas. Había soñado vagamente con una mujer hermosa
que compartiría su vida y sus ambiciones. Una mujer que le daría hijos y
con la que podría desahogarse hablando de sus pensamientos y sus
perplejidades. Una mujer que sintiera lo que él, que ansiara su triunfo y
que estuviera orgullosa de él cuando lo alcanzara.
Hasta que un día asistió a una de las grandes recepciones dadas en
Kidderminster House. La familia Kidderminster era la más poderosa de
Inglaterra. Era, y siempre había sido, una familia de políticos. Lord
Kidderminster, con su perilla y su porte distinguido, era conocido de vista
en todas partes. La cara de caballo de lady Kidderminster se había visto
en todos los entarimados y en todos los estrados públicos de Inglaterra.
Tenían cinco hijas —tres de ellas muy hermosas—y un hijo todavía en
Eton.
Los Kidderminster tenían la costumbre de animar a los miembros jóvenes
del partido. De ahí que Farraday fuera invitado.
No conocía a mucha gente allí y se hallaba solo junto a una ventana unos
veinte minutos después de su llegada. Estaba disminuyendo el grupo
congregado junto a la mesa de té y pasaban a otros salones, cuando
Stephen vio a una muchacha alta, vestida de negro, sola, que parecía
algo desconcertada de momento.
Stephen Farraday era buen fisonomista. Aquella misma mañana había
recogido en el metro una revista abandonada por una viajera y le echó
una ojeada con cierto regocijo. Había una reproducción algo borrosa de
lady Alexandra Hayle, hija tercera del conde Kidderminster. Y debajo,
unas cuantas palabras acerca de ella: «...siempre ha sido tímida y
retraída. Le gustan los animales... Lady Alexandra ha cursado estudios
domésticos, porque lady Kidderminster es partidaria de que sus hijas
conozcan bien todos los asuntos relacionados con el hogar.»
Aquella joven que estaba viendo era lady Alexandra y, con la certera
percepción de la persona tímida, Stephen se dio cuenta de que ella era
tímida también. Al ser la menos agraciada de las cinco hijas, Alexandra
había sufrido siempre complejo de inferioridad. Aunque se había criado
exactamente igual que sus hermanas jamás había alcanzado del todo su
savoir faire, cosa que molestaba profundamente a su madre. Era preciso
que Sandra hiciera un esfuerzo. Era absurdo que pareciera tan torpe, tan
gauche.
Stephen no sabía eso, pero sí sabía que la muchacha se sentía fuera de
su elemento e infeliz. De pronto, adquirió una convicción. ¡Aquélla era su
oportunidad!. «¡Aprovéchala, imbécil, aprovéchala!. ¡Ahora o nunca!».
Cruzó la estancia. Se acercó a la muchacha y tomó un emparedado.
Luego se volvió, hablando nervioso y con esfuerzo (no hacía comedia,
¡estaba nervioso!), y le dijo:
—Perdone, ¿se molestaría si le hablo?. No conozco a mucha gente aquí y
36
me doy cuenta de que usted tampoco. No me haga un desprecio. La
verdad es que soy muy tí... tímido (el tartamudeo de años anteriores
volvió en el momento más oportuno), y... y creo que usted es tí... tímida
también. ¿Verdad que sí?.
La muchacha se puso algo colorada, abrió la boca. Pero, como Stephen
había adivinado, fue incapaz de decirlo. Era demasiado difícil encontrar
palabras para decir: «Soy hija de la casa.» En lugar de eso, admitió en
voz baja:
—La verdad es que sí... sí que soy tímida. Siempre lo he sido.
—Es una sensación horrible —prosiguió Stephen apresuradamente—. No
sé si llega uno a vencerla con el tiempo. A veces me siento
completamente mudo, sin querer.
—Y yo también.
Siguió adelante, hablando bastante aprisa, tartamudeando un poco con
aire aniñado muy atractivo. Era algo que había sido natural en él muchos
años antes y ahora retenía y cultivaba deliberadamente. Era juvenil,
ingenuo...
Encauzó la conversación hacia el teatro. Mencionó una obra que se
estaba representando y que había despertado mucho interés. Sandra la
había visto. La obra tocaba temas sociales y no tardaron en enfrascarse
en una discusión sobre las medidas que se podían adoptar al respecto.
Stephen no exageró la nota. Vio entrar en el cuarto a lady Kidderminster
y echar una mirada a su alrededor en busca de su hija. No formaba parte
de su plan el que le presentaran en aquel momento. Se despidió.
—Me ha resultado muy agradable hablar con usted. Odiaba la fiesta
hasta que la encontré. Gracias.
Salió de Kidderminster House con una sensación vigorizante. Había
aprovechado la oportunidad. Ahora, a consolidar lo empezado.
Durante varios días rondó por los alrededores de Kidderminster House.
Una vez salió Sandra con una de sus hermanas. Otra vez salió de casa
sola, pero caminando apresuradamente. Sacudió la cabeza. Aquello no
convenía. Iba, evidentemente, a una cita. Entonces, cosa de una semana
después de la fiesta, vio recompensada su paciencia. Sandra salió una
mañana con un perrito negro y echó a andar sin prisas en dirección al
parque.
Cinco minutos más tarde, un joven que caminaba rápidamente en
dirección opuesta se detuvo en seco delante de Sandra, y exclamó
alegremente:
—¡Caramba!. ¡Qué suerte!. ¡Empezaba o preguntarme si volvería a verla
algún día!.
Era tal el contento que respiraba su voz, que ella se ruborizó un poco.
Se agachó a acariciar el perro.
—¡Qué simpático es!. ¿Cómo se llama?.
—MacTavish.
—¡Eso sí que es un nombre escocés!.
Hablaron de perros un rato. Luego Stephen dijo, con cierto embarazo:
—No le dije mi nombre, el otro día. Me llamo Farraday. Stephen
Farraday. Un miembro del Parlamento muy poco conocido.
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La miró interrogador y vio cómo le salían los colores de nuevo al decir:
—Yo soy Alexandra Hayle.
El supo hacer muy bien su papel. Como cuando, siendo estudiante en
Oxford, había pertenecido al elenco teatral. Sorpresa, reconocimiento,
chasco, embarazo...
—¡Ah!. ¡Es... es usted Alexandra Hayle...!. Usted... ¡Santo Dios!. ¡Qué
imbécil debió creerme usted el otro día!.
La respuesta de ella era inevitable. Su crianza y su bondad innata le
exigían que hiciese todo lo que pudiera por desvanecer su embarazo, por
tranquilizarlo.
—Debía habérselo dicho.
—Debería haberlo sabido. ¡Qué estúpido debió creerme!.
—¿Cómo podía usted saberlo?. Y, ¿qué importa después de todo?. Por
favor, Mr. Farraday, no ponga esa cara de disgusto. Demos un paseo
hasta el lago Serpentine 3 . MacTavish no deja de tirar.
Después de aquello, la vio varias veces en el parque. Le contó sus
ambiciones. Discutieron tópicos políticos. La encontró inteligente, bien
informada y comprensiva. Tenía buena cabeza y carecía de prejuicios.
Ahora ya eran amigos.
Dio otro paso hacia delante cuando le invitaron a cenar a Kidderminster
House y a un baile después. Les había fallado un invitado en el último
instante. Cuando lady Kidderminster se devanaba los sesos para
encontrarle sustituto, Sandra comentó discretamente:
—¿Y si invitáramos a Stephen Farraday?.
—¿Stephen Farraday?.
—Sí. Asistió a la fiesta del otro día y nos hemos visto dos o tres veces
desde entonces.
Se consultó a lord Kidderminster y éste se mostró partidario de animar a
los jóvenes, esperanza del mundo político.
—Un muchacho inteligente... brillante. No he oído hablar nunca de su
familia; pero se hará famoso el día menos pensado.
Stephen aceptó la invitación y supo quedar a la altura de las
circunstancias.
—Es un joven que puede ser interesante conocer —señaló lady
Kidderminster con su arrogancia habitual.
Dos meses más tarde, Stephen puso su suerte a prueba. Estaban Sandra
y él junto al lago Serpentine, y MacTavish, tumbado, apoyaba la cabeza
en el pie de Sandra.
—Sandra... tú sabes, tú tienes que saber que te quiero.
Deseo que te cases conmigo. No te lo pediría si no creyese que iba a
abrirme camino. Sí que lo creo. No te avergonzarás de haberme
aceptado. Te lo juro.
—No me avergüenzo —le respondió ella.
—Así, pues, ¿me quieres?.
;
—¿No lo sabías?.
—Tenía esperanza pero no estaba seguro. Sabes que te he querido desde
3
Lago de Hyde Park, en Londres, a la que se dio el nombre de Serpentine por su forma.
(N. del T.)
38
el primer momento en que te vi en tu casa, y, armándome de valor, me
acerqué a hablar contigo. Jamás estuve más asustado en mi vida.
—Yo también creo que te quise desde entonces.
No todo el monte fue orégano. Cuando Sandra anunció tranquilamente
que iba a casarse con Stephen Farraday, su familia protestó. ¿Quién era
Stephen?. ¿Qué sabían de él?.
Stephen se mostró muy franco con lord Kidderminster al hablar de su
familia y origen. Durante un fugaz instante, pensó que era una suerte
para sus posibilidades que sus padres hubieran muerto ya.
A su esposa, lord Kidderminster le dijo: «¡Hura...! Hubiera podido ser
peor»..
Conocía a su hija bastante bien, y sabía que bajo su aspecto de
tranquilidad se ocultaba una voluntad inflexible. Si tenía la intención de
casarse con aquel hombre, lo liaría. ¡Jamás cedería!.
«Ese muchacho tiene porvenir. Con un poco de apoyo llegará lejos. Bien
sabe Dios que nos hace falta sangre joven. Además, parece una buena
persona.».
Lady Kidderminster asintió aunque de mala gana. No era lo que ella
consideraba un buen partido para su hija. No obstante, verdad era que
Sandra resultaba la más difícil de colocar. Suzanne había sido una
belleza y Esther tenía inteligencia. Diana, una muchacha lista, se había
casado con el joven duque de Harwick, el partido de la temporada.
Sandra, desde luego, tenía menos encanto, había que tener en cuenta su
timidez, y si este joven tenía el porvenir que todos le auguraban...
Capituló ante las palabras de su esposo.
«Pero, claro está —murmuró—, habrá que usar las influencias...».
Así que Alexandra Catherine Hayle se casó con Stephen Leonard
Farraday, vestida de raso blanco y encajes de Bruselas, con seis damas
de honor y dos minúsculos pajes y todos los accesorios de una boda de
sociedad. Fueron a pasar la luna de miel a Italia y regresaron a una
encantadora casita de Westminster y, poco tiempo después, murió la
madrina de Sandra y le legó un delicioso palacete estilo reina Ana, en el
campo. Todo le marchó bien a la feliz pareja. Stephen se lanzó a la vida
parlamentaria con renovado ardor. Sandra le ayudó en todo y por todo,
identificándose en cuerpo y alma con sus ambiciones. A veces, Stephen
pensaba, casi con incredulidad, en cómo le había favorecido la fortuna.
Su alianza con la poderosa familia Kidderminster le aseguraba un rápido
ascenso en su carrera. Su propia habilidad e inteligencia consolidaría la
posición que la oportunidad le proporcionaba. Creía sinceramente en su
propia fuerza y estaba dispuesto a trabajar sin descanso por el bien de
su país.
Con frecuencia, al mirar a su esposa sentada al otro lado de la mesa, se
decía con satisfacción que era la compañera perfecta, tan perfecta como
él siempre se la había imaginado. Le gustaba el bello contorno de su
cabeza y de su cuello, los ojos de avellana, de mirar directo, bajo las
rectas cejas; la frente blanca, bastante ancha, y la leve arrogancia de su
nariz aguileña. Parecía, pensó, algo así como un caballo de carreras, tan
bien cuidada, tan llena de abolengo, tan orgullosa. La encontraba una
39
compañera ideal. La mente de ambos funcionaba con celeridad y
alcanzaba simultáneamente la misma rápida conclusión. Sí, pensó,
Stephen Farraday, aquel niño desconsolado había sabido medrar o su
vida estaba adoptando la forma que él había querido que adoptara.
Pasaba un año o dos de los treinta y tenía el éxito en su mano.
Imbuido de aquel humor de triunfante satisfacción, se fue con su esposa
a pasar quince días en Saint Moritz. Y, al mirar al otro lado del salón del
hotel, vio a Rosemary Hartón.
Jamás comprendió lo que le ocurrió en aquel momento. Casi como en
una venganza poética, las palabras que dijera a otra mujer se
convirtieron en realidad. Se enamoró desde el otro lado del salón.
Profunda, avasalladoramente; con locura. Era la clase de amor
desesperado, reflexivo, juvenil, que debiera haber experimentado años
antes y haber olvidado.
Siempre había supuesto que no era un hombre apasionado. Uno o dos
asuntos efímeros, un flirteo sin consecuencias; eso, que él supiera, era
todo lo que el amor significaba para él. Los placeres sensuales no le
atraían. Se decía que era un fastidio soportar cosa semejante.
Si le hubieran preguntado si quería a su esposa, hubiera replicado:
«Naturalmente.» Sin embargo, sabía sin vacilar que jamás hubiera
soñado casarse con ella si hubiera sido, por ejemplo, la hija de un
caballero rural sin fortuna. Le era simpática, la admiraba, le inspiraba un
profundo afecto, así como un verdadero agradecimiento por lo que su
posición social le había conseguido.
El hecho de que fuera capaz de enamorarse como un mozalbete imberbe,
de experimentar las mismas angustias, obrar con la misma irreflexión,
resultaba una revelación para él. No podía pensar en nada más que en
Rosemary. El hermoso y risueño rostro, el color castaño de su cabellera,
la figura que se contoneaba voluptuosa. No podía comer. No podía
dormir. Fueron a esquiar juntos. Bailaron juntos. Y, al estrecharla entre
sus brazos, comprendió que la deseaba más que a ninguna otra cosa del
mundo. ¡Aquella angustia, aquel doloroso anhelo!. ¡Esto era amor!.
Aún en plena exaltación bendijo a la suerte que le había dotado de un
comportamiento natural imperturbable. Nadie debía adivinar, nadie debía
saber lo que sentía, salvo la propia Rosemary.
Los Barton se marcharon una semana antes que los Farraday. Stephen le
dijo a Sandra que Saint Moritz no era muy divertido. ¿No sería mejor que
acortaran su estancia y regresaran a Londres?. Ella asintió con sumo
agrado. Dos semanas después de su regreso, se convirtió en amante de
Rosemary.
Un período extraño, agotador, de éxtasis, febril, irreal. Duró... ¿Cuánto
duró?. Seis meses a lo sumo. Seis meses durante los cuales Stephen
siguió haciendo su trabajo como de costumbre. Visitó su distrito; hizo
interpelaciones en la Cámara, habló en varios mítines, discutió de política
con Sandra, y no tuvo más que un único pensamiento: Rosemary.
Sus entrevistas secretas en el apartamento, su belleza, el apasionado
cariño que por ella derrochó, los apasionados abrazos que ella le
prodigaba. Un sueño, loco, sensual...
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Y tras el sueño, el despertar.
Pareció ocurrir de pronto.
Como salir de un túnel a la luz del sol.
Un día, el absorto amante; al siguiente, Stephen Farraday de nuevo.
Stephen Farraday, que se preguntaba si no sería mejor que no viese a
Rosemary con tanta frecuencia. ¡Qué idiotez!. Habían estado corriendo
riesgos terribles. ¡Si Sandra llegara a sospechar!. Le echó una mirada de
soslayo cuando desayunaban. Menos mal que no desconfiaba. No tenía la
menor idea. Y, sin embargo, algunas de las excusas que le había dado
últimamente para justificar su ausencia habían sido bastante pueriles.
Otras mujeres se hubieran puesto sobre aviso. Por fortuna, Sandra no
era una mujer desconfiada.
Respiró profundamente. En verdad que Rosemary y él habían sido
bastante temerarios. Era una maravilla que su esposo no se hubiese
enterado. Uno de esos hombres tontos, confiados, muchos años más
viejo que ella.
¡Qué hermosa era!. Pensó de pronto en los campos de golf. Aire fresco
barriendo las dunas de arena, recorrer el campo con los palos a cuestas,
un golpe limpio de salida, un golpe corto de aproximación al hoyo. Hoyo
tras hoyo... Hombres...hombres con bombachos fumando en pipa. Y...
prohibida la entrada a las mujeres.
De improviso le dijo a Sandra:
—¿No podríamos ir a Fairhaven?.
Ella alzó la cabeza, sorprendida.
—¿Quieres hacerlo?. ¿Dispones de tiempo?.
—Podría aprovechar los días de entre semana. Me gustaría jugar unos
partidos de golf. Me siento agotado.
—Podríamos irnos mañana si quieres. Pero tendremos que dar excusas a
los Astley, y será necesario que aplace la reunión del martes. Pero, ¿y los
Lovat?.
—Oh, aplacemos eso también. Podemos inventar una excusa. Quiero
marcharme.
Había sido apacible la vida en Fairhaven, con Sandra y los perros en la
terraza y en el jardín cercado por el viejo muro. Golf en Sandley Heath.
Vuelta a pie a la granja al anochecer, seguido de MacTavish.
La sensación experimentada había sido la del hombre que se recupera de
una enfermedad.
Había fruncido el entrecejo al ver la escritura de Rosemary. Le había
dicho que no escribiese. Era demasiado peligroso. Y no era que Sandra le
preguntara de quién eran las cartas que recibía. No obstante, resultaba
poco prudente. No siempre se podía uno fiar de la servidumbre.
Algo molesto rasgó el sobre una vez solo en su despacho. Páginas a
montones.
Al leer, se sintió de nuevo dominado por el encanto de antaño. Ella le
adoraba. Le amaba más que nunca. No podía soportar la idea de estar
sin verlo cinco días completos. ¿Le pasaba a él lo mismo?. ¿Echaba de
menos el leopardo a su etíope?.
Medio sonrió, medio suspiró. Aquella broma absurda, nacida al comprarle
41
él un batín masculino con lunares por el que ella había mostrado
admiración, y lo del cambio de manchas del leopardo 4 . Y él había
contestado: «Pero no debes cambiar de piel, querida.» Y, después de
eso, ella le había llamado siempre «Mi leopardo» y él a ella «Mi belleza
negra».
Estúpido a más no poder. Sí, estupidísimo. Muy amable al escribirle
tantísimas páginas. Pero no debía haberlo hecho. ¡Qué rayos!. ¡Tenían
que andar con cuidado. Sandra no era mujer para aguantar una cosa así.
Si llegase a tener la menor sospecha. Era peligroso escribir cartas. Se lo
había advertido a Rosemary. ¿Por qué no podía esperar a que regresara
él a la ciudad?. ¡Maldita sea!. La vería dentro de un par o tres de días.
Encontró otra carta en la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Esta
vez Stephen masculló mentalmente una maldición. Le pareció que la
mirada de Sandra se fijaba en ella durante un par de segundos. Pero no
dijo nada. Menos mal que no era una de esas mujeres que hacen
preguntas acerca de la correspondencia del marido.
Después del desayuno, marchó con el coche a la población vecina, a
ocho millas de distancia. Hubiera sido imprudente pedir una conferencia
desde el pueblo. Rosemary se puso al teléfono.
—¡Hola...!. ¿Eres tú, Rosemary...?. No me escribas más cartas.
—¡Stephen!. ¡Querido!. ¡Qué adorable es escuchar tu voz!.
—Ten cuidado. ¿No te puede oír nadie?.
—¡Claro que no!. ¡Oh, ángel mío, cuánto te he echado de menos!. ¿Me
has echado de menos tú a mí?.
—Claro que sí. Pero no me escribas. Es demasiado arriesgado,
¿comprendes?.
—¿Te gustó mi carta?. ¿Te hizo sentir que estaba a tu lado?. Querido,
quiero estar contigo en todo instante. ¿Te pasa a ti lo mismo?.
—Sí... pero no por teléfono.
—¡Eres tan absurdamente cauteloso...!. ¿Qué importa?.
—Estoy pensando en ti también, Rosemary. No podría soportar la idea de
que pudiera sucederte nada malo por mi culpa.
—Me tiene sin cuidado lo que ocurra. Eso ya lo sabes.
—Pues a mí sí que me importa, encanto.
—¿Cuándo volverás?.
—El martes.
—Y nos veremos en el apartamento el miércoles.
—¡Sí, sí!.
—Querido, apenas puedo soportar la espera. ¿No puedes inventar una
excusa y venir hoy?. ¡Oh, Stephen!. ¡Sí que podrías!. La política o
cualquier estupidez así.
—Lo siento, pero no puedo.
—No creo que me eches de menos tanto como yo te encuentro a faltar a
ti.
—Estás muy equivocada.
4
Existe un proverbio en inglés que dice: «Un leopardo no puede cambiar de
manchas o lunares», que es equivalente al nuestro español: «Genio y figura
hasta la sepultura.» A eso se refiere aquí. (N. del T.)
42
Cuando colgó el teléfono se sentía cansado. ¿Por qué se empeñarían las
mujeres en ser tan temerarias?. Rosemary y él tendrían que andar con
más cuidado en adelante. Tendrían que verse con menos frecuencia.
Después de aquello, las cosas se pusieron algo difíciles. Estaba ocupado,
muy ocupado. Era completamente imposible dedicarle tiempo a
Rosemary y, lo peor del caso era que ella no parecía ser capaz de
comprenderlo. Él se lo explicaba, pero Rosemary se negaba
sencillamente a escucharle.
—¡Bah!. ¡Tú y tus estúpidos políticos!. ¡Como si fueran importantes!.
—¡Claro que lo son!.
No quería comprender. No le importaba. No tenía el menor interés por su
trabajo, sus ambiciones, su carrera. Lo único que deseaba era oírle
repetir que la amaba.
«¿Tanto como siempre?. Dime otra vez que me amas de verdad.»
¡Eso ya se podía dar por sentado a estas alturas!. Era una mujer
bellísima, encantadora. Lo malo era que no se podía hablar con ella.
Indiscutiblemente, se habían estado viendo con demasiada frecuencia.
No es posible sostener una relación pasional prolongada. Tendrían que
verse con menos frecuencia, y aún distanciarse un poco.
Pero esto despertaba en ella un resentimiento, un resentimiento enorme.
Ahora le colmaba de reproches.
«Tú no me quieres como antes.»
Entonces él tenía que consolarla, jurarle que su amor era el mismo. Y
ella se empeñaba en recordarle todo cuanto él le había dicho.
«¿Te acuerdas de cuando dijiste que sería muy hermoso morir juntos?.
Dormirse para siempre estrechamente abrazados. ¿Recuerdas cuando
dijiste que formaríamos una caravana y nos internaríamos en el
desierto?. Los dos solos... Sin más testigos que las estrellas y los
camellos... olvidando al mundo para siempre.»
¡Qué sandeces se dicen cuando se está enamorado!. No habían parecido
tan fatuas en el momento de decirlas; pero, ¡recordárselas a uno así, a
sangre fría!. ¿Por qué no podían las mujeres dejar en paz el pasado?. A
un hombre no le hacía ninguna gracia que le estuviesen recordando
siempre el ridículo que había hecho.
Le planteaba de pronto exigencias irrazonables. ¿No podría marcharse él
al extranjero, al sur de Francia, y ella reunirse con él allí?. O ir a Sicilia o
Córcega, o a uno de aquellos lugares en los que nunca se encontraba a
gente conocida. Stephen contestó con hosquedad que no existía
semejante paraje en el mundo. Siempre se encontraba, en el sitio más
improbable, algún antiguo amigo de colegio que hacía años que no se
tropezaba.
Y entonces ella dijo algo que lo asustó.
—Bueno, pero... no importaría gran cosa en realidad, verdad?.
Se puso alerta, en guardia, sintiendo de pronto un frío interior.
—¿Qué quieres decir con eso?.
Ella le sonreía, con aquella misma sonrisa encantadora que en otros
tiempos le embrujara y despertara en él un anhelo doloroso por lo
intenso. Ahora sólo sirvió para impacientarlo.
43
—Mi leopardo querido, he pensado a veces que es una estupidez andar
con estos tapujos. Resulta indigno en mi opinión. Marchémonos juntos.
Dejemos de fingir. George me concederá el divorcio y a ti te lo concederá
tu mujer, y entonces podremos casarnos.
¡Así como sonaba!. ¡Desastre!. ¡Ruina!. ¡Y ella no lo comprendía!.
—No te permitiría que hicieses semejante cosa.
—Pero, querido, ¡si a mí me da igual!. No tengo nada de convencional en
realidad.
«Pero yo sí, yo sí», pensó Stephen.
—Yo creo que el amor es la cosa más importante del mundo. Lo que la
gente piense de nosotros es lo de menos.
—Para mí no sería lo de menos, querida. Un escándalo así pondría fin a
mi carrera.
—Pero, ¿importaría eso en realidad?. Hay otras mil cosas que podrías
hacer.
—No seas tonta.
—Y, después de todo, ¿qué necesidad tienes de hacer nada?. Yo tengo
mucho dinero. Mío, quiero decir, no de George. Podríamos vagar por el
mundo, ir a los lugares más apartados y encantadores, lugares en los
que quizá nadie ha estado jamás. A alguna isla del Pacífico...
imagínatela... el sol tórrido, el mar azul, los arrecifes de coral.
Sí que se lo imaginaba. ¡Una isla en los mares del Sur!. ¿Habríase visto
idiotez mayor?. ¿Por quién lo habría tomado?. ¿Por un vagabundo?.
La miró con ojos de los que había caído ya por completo la venda. ¡Una
encantadora criatura con sesos de mosquito!. Había estado loco,
completamente loco. Pero había recobrado la cordura. Y tenía que salir
de aquel atolladero. A menos que anduviera con cuidado, le arruinaría la
vida.
Dijo todas las cosas que un sinfín de hombres habían dicho antes que él.
Tendrían que acabar de una vez, le había escrito. Sería injusto con ella si
hiciera otra cosa. No podía correr el riesgo de ser la causa de su
desgracia. Ella no comprendía, y así sucesivamente.
«Se ha acabado». Era preciso que le hiciera comprender eso.
Pero era precisamente lo que ella se negaba a comprender. No sería tan
fácil como creía. Ella le adoraba, ella le quería más que nunca, ¡no podía
vivir sin él!. Lo único honesto era que ella se lo dijera a su esposo y que
Stephen le dijese a su mujer la verdad. Recordó el frío interior que sintió
al leer la carta. ¡La muy imbécil!. ¡La muy estúpida!. Iría a contárselo
todo a George Barton y entonces George accedería a divorciarse y le
citaría ante los tribunales como parte. Y Sandra tendría que divorciarse
también de él, por fuerza. No tenía la menor duda de ello. Sandra,
hablando una vez de una amiga, había dicho: «Naturalmente, cuando
averiguó que se entendía con otra mujer, ¿qué recurso le quedaba más
que divorciarse de él?». Lo mismo opinaría Sandra en su caso. Era
orgullosa. Jamás se conformaría con compartir un hombre con otra.
Y entonces ¡adiós su porvenir!. Le retirarían el poderoso apoyo de los
Kidderminster. Jamás lograría que se echase en olvido un escándalo de
esa clase, aun cuando la opinión pública se había hecho más tolerable
44
que antaño. ¡Pero no en un caso flagrante como éste!. ¡Adiós a sus
sueños, a sus ambiciones!. Todo destrozado, perdido, por haberse
encaprichado estúpidamente de una mujer veleidosa. Un amor de
adolescente en el momento equivocado de su vida.
Perdería todo aquello por lo que tanto había luchado. ¡Fracaso!.
¡Ignominia!.
Perdería a Sandra...
Y de pronto, con una sacudida de sorpresa, se dio cuenta de que era eso
lo que más le importaría: perderá Sandra. Sandra, de frente blanca y
cuadrada y ojos de color de avellana, Sandra, su querida amiga y
compañera; su orgullosa, arrogante y leal Sandra. No, no podía perder a
Sandra. ¡Ah!. No podía... Cualquier cosa menos eso.
Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.
Tenía que salir de aquel trance de una manera u otra.
Tendría que hacer entrar en razón a Rosemary. Pero... ¿querría
escucharle?. Rosemary y el sentido común estaban reñidos. ¿Y si le
dijera que, después de todo, estaba enamorado de su mujer?. No. Se
negaría rotundamente a creerlo. ¡Era una mujer tan estúpida!. De cabeza
hueca, posesiva, empalagosa... Y ella le amaba aún; ahí estaba el
inconveniente.
Sintió una furia ciega. ¿Cómo diablos podría arreglárselas para calmarla?.
¿Cómo sellarle los labios?. «Sólo una dosis de veneno sería capaz de
conseguirlo», pensó con amargura.
Una avispa zumbaba cerca de él. La miró distraído. Se había metido en
un tarro de mermelada e intentaba escapar de nuevo.
«Como yo —pensó—, se ha dejado tentar por la dulzura y ahora no
puede escapar, ¡pobre bicho!»
Pero él, Stephen Farraday, pensaba escapar de una manera o de otra.
Era preciso ganar tiempo.
Por entonces, Rosemary guardaba cama aquejada de gripe. Había
preguntado por su estado de una forma convencional. Y le había enviado
un ramo de flores. Aquello le daba un momento de respiro. Tiempo para
pensar. A la semana siguiente Sandra y él fueron a comer con los
Barton, una fiesta de cumpleaños para Rosemary. Ella le había dicho:
«No haré nada hasta después de mi cumpleaños... Sería demasiado cruel
para George.
¡Está preparándolo todo con tanta ilusión!. Pasada esa fecha, llegaremos
a un acuerdo.»
¿Y si yo le dijera, con brutal franqueza, que todo había terminado?. ¿Que
ya no la quería?. Se estremeció. No, no se atrevía a decirle eso. Podría
ocurrírsele ir a ver a George con un ataque de nervios. Hasta cabía la
posibilidad de que se enemistara con Sandra. Se imaginaba oír la voz de
Rosemary, lacrimosa, aturdida... «Dice que ya no me quiere, pero sé que
eso no es verdad. Quiere ser leal... portarse como es debido contigo...
pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que, cuando dos personas
se quieren, no hay más camino que la franqueza, la sinceridad... Por eso
quiero pedirte que le des la libertad.»
Algo así diría Rosemary, o cualquier otra cosa no menos nauseabunda. Y
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Sandra, con gesto de orgullo, replicaría: «¡Por mí, la tiene concedida!»
Sandra no la creería. ¿Cómo iba a creerla?. Si Rosemary presentaba
aquellas cartas, las cartas que había sido lo bastante idiota para
escribirle. ¡Dios sabía lo que había llegado a decirle en ellas!. Lo bastante
y más que lo bastante para convencer a Sandra. Jamás le había escrito a
ella nada parecido.
Tenía que pensar en algo. Alguna manera de conseguir que Rosemary
guardara silencio.
«Es una lástima —pensó— que no vivamos en el tiempo de los Borgia...»
La única cosa capaz de silenciar a Rosemary sería una copa de champán
envenenado.
Sí. Había llegado el punto de pensar en eso.
Cianuro en la copa de champán, cianuro en el bolso. Depresión tras un
fuerte resfriado.
Y, por encima de la mesa, la mirada de Sandra se encontró con la suya.
Había trascurrido cerca de un año. Y no podía olvidar.
46
CAPÍTULO V
ALEXANDRA FARRADAY
Sandra Farraday no había olvidado a Rosemary Barton. Estaba pensando
en ella en este mismo instante, recordándola caída sobre la mesa del
restaurante.
Recordó cómo había contenido el aliento y cómo, al levantar la cabeza,
había visto a Stephen mirándola.
¿Había leído la verdad en sus ojos?. ¿Había visto Stephen en ellos el
odio, la mezcla de horror y de triunfo?.
Casi había transcurrido un año, ¡y lo recordaba claramente como si
hubiese sido ayer!. Rosemary, símbolo del recuerdo. ¡Cuan
horriblemente cierto era eso!. De nada servía que una persona muriese
si seguía viviendo en el recuerdo. Eso era lo que había hecho Rosemary.
En el recuerdo de Sandra. ¿Y en el de Stephen también?. No lo sabía
pero lo creía probable.
El Luxemburgo, aquel odioso lugar con su excelente comida, su
magnífico servicio, su lujoso decorado. Un lugar imposible de esquivar.
Era un lugar de encuentro obligado.
Le hubiera gustado olvidar, pero todo parecía aliarse en su contra. Ni
siquiera Fairhaven se salvaba desde que George Barton fijara su
residencia en Little Priors.
Resultaba verdaderamente extraordinario que lo hubiese hecho. George
Barton era un hombre raro de verdad. No era la clase de vecino que a
ella le hubiese gustado tener. Su presencia en Little Priors estropeaba
para ella el encanto y la paz de Fairhaven. Siempre, hasta aquel verano,
había sido un lugar saludable y de reposo, un lugar en que Stephen y
ella habían sido felices; es decir, si es que habían sido felices alguna vez.
Apretó los labios. Sí, ¡mil veces sí!. Hubieran podido ser felices de no
haber sido por Rosemary. Era Rosemary quien había destruido el
delicado edificio de confianza y de cariño mutuos que Stephen y ella
empezaban a construir.
Algo, su instinto quizá, le había impulsado a ocultarle a Stephen su
propia pasión, su amor unipersonal. Le había amado desde el momento
en que cruzara el salón hacia ella aquel día en Kidderminster House,
fingiéndose tímido, fingiendo no saber quién era ella.
Porque lo había sabido. No hubiera podido decir cuándo aceptó aquel
hecho. Algún tiempo después de su boda, cierto día, cuando explicaba la
astuta manipulación política necesaria para conseguir que se aprobara
cierta ley.
Se le había ocurrido entonces el pensamiento: «Esto me recuerda algo.
¿Qué?» Más tarde se dio cuenta de que, en esencia, se trataba de la
misma táctica que empleara aquel día en Kidderminster House. Aceptó el
descubrimiento sin la menor sorpresa, como si se tratara de algo que
hubiera sabido desde hacía tiempo, pero que sólo en aquel instante
hubiese emergido del subconsciente.
Desde el día de su matrimonio se había dado cuenta de que él no la
quería de la misma manera que ella le quería a él. Pero creyó posible que
47
él no fuera capaz de semejante amor, que la facultad de amar era
exclusiva y desgraciada herencia suya. Ella sabía que amar con tal
desesperación, con tal intensidad, era poco frecuente en una mujer.
Hubiera dado la vida por él sin vacilar. Estaba dispuesta a mentir por él,
a conspirar por él, a sufrir por él. En lugar de ello, sin embargo, aceptaba
con orgullo y reserva el lugar que él quería que ocupase. Deseaba su
cooperación, su simpatía y comprensión, su ayuda intelectual activa. Él
no quería su corazón, sino su inteligencia y las ventajas materiales de las
que por su cuna disfrutaba.
Una cosa que no haría jamás sería avergonzarla, exteriorizando un amor
al que no podía adecuadamente corresponder. Pero que creía
sinceramente que él la apreciaba y que encontraba agradable su
compañía. Previo un porvenir en que su carga se vería inmensamente
aligerada, un porvenir de ternura y de amistad.
Suponía que él la quería a su manera.
Y de pronto, Rosemary se cruzó en su camino.
Se preguntaba a veces, con los labios contraídos en un rictus de
amargura, cómo podía imaginarse Stephen que ella no estaba enterada.
Se había dado cuenta desde el primer momento, allá en Saint Moritz, por
las miradas que dirigía a la mujer.
Ella había sabido el día exacto en que la mujer se convirtió en su
amante.
Conocía el perfume que empleaba...
Le era posible leer, en el cortés semblante de Stephen, en la abstraída
mirada, cuáles eran sus recuerdos, lo que estaba pensando de aquella
mujer, ¡de la mujer a la que acababa de dejar!.
Resultaba difícil, pensó sin pasión, calcular con exactitud los sufrimientos
que había experimentado. Tener que soportar día tras día los tormentos
de los condenados sin nada que le diera fuerza más que su creencia en el
valor, su propio orgullo innato. No quería exteriorizar, no exteriorizaría
jamás, lo que estaba sintiendo. Perdió peso. Se marcaban los huesos de
la cabeza y de los hombros con la tirantez de la piel. Se obligó a sí
misma a comer, pero no podía obligarse a dormir. Pasaba las
interminables noches con los ojos secos, clavada la mirada en la
oscuridad. Despreciaba las drogas por considerar su uso como una
muestra de debilidad. Aguantaría. Mostrarse herida, suplicar, protestar,
todas estas cosas le resultaban aborrecibles.
Tenía un consuelo, aunque pequeño: Stephen no quería dejarla. Aun
admitiendo que ello fuese por el bien de su carrera y no por el amor que
le tuviese, el hecho subsistía. El no deseaba abandonarla.
Algún día, quizá, aquel capricho pasaría.
Después de todo, ¿qué encontraba en la muchacha?. Tenía atractivo, era
hermosa, pero lo mismo podía decirse de otras mujeres. ¿Por qué se
había encaprichado de Rosemary?.
Carecía de inteligencia. Era tonta y ni siquiera (hacía hincapié en este
detalle especialmente) podía decirse que fuese divertida. Si hubiera
tenido ingenio, encanto, modales provocativos. Ésas eran las cosas que
atraían a los hombres. Sandra tenía la convicción de que el asunto
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terminaría, de que Stephen acabaría hastiándose.
Estaba convencida de que lo que más le interesaba en la vida era su
trabajo. Estaba predestinado a hacer grandes cosas y lo sabía. Tenía un
magnífico cerebro de estadista y le encantaba usarlo. Era la misión que
el Destino le reservaba. Estaba segura de que menguaría su capricho en
cuanto se diera cuenta de ello.
Sandra no pensó ni una sola vez abandonarlo. Ni llegó a ocurrírsele
semejante idea siquiera. Era suya en cuerpo y alma. Podía tomarla o
rechazarla. Él era su vida, su existencia. Ardía en ella la llama del amor
con fuerza medieval.
Hubo un momento en que concibió esperanzas. Fueron a Fairhaven.
Stephen parecía más normal. Sintió la esperanza en su pecho. Aún la
quería; aún encontraba agradable su compañía; aún confiaba y se
apoyaba en su criterio. De momento, se había escapado de las garras de
aquella mujer.
Parecía más feliz, volvía a ser el de antes. No todo estaba perdido. Se le
estaba pasando el capricho. Si lograba decidirse a romper con ella...
Luego volvieron a Londres y Stephen recayó. Se le veía demacrado,
preocupado, enfermo. Parecía enfermo. Empezó a no poder concentrarse
en su trabajo.
Ella creyó comprender la causa. Rosemary quería que se fugase con ella.
Él estaba pensando en dar el paso, en romper con todo lo que más
quería. ¡Locura!. Era uno de esos hombres para quienes lo primero es el
trabajo, un tipo muy inglés. En el fondo él lo debía saber. Sí, pero
Rosemary era muy bella y muy estúpida. ¡No sería Stephen el primer
hombre en abandonar su carrera por una mujer y arrepentirse después!.
Sandra sorprendió cierto día unas palabras, una frase en una fiesta.
«... decírselo a George... Tenemos que decidirnos.»
Fue poco después de aquello cuando Rosemary cayó postrada en cama
con la gripe.
Sandra sintió renacer su esperanza. ¿Y si pillara una neumonía?. A
mucha gente le ocurría eso después de pasar una gripe. Una amiga suya
había muerto así el invierno pasado. Si Rosemary muriera...
No intentó ahogar el pensamiento, no se horrorizaba de sí misma. Era lo
bastante medieval para odiar intensamente sin el menor remordimiento
de conciencia.
Odiaba a Rosemary Barton. De haber podido matar con el pensamiento,
la hubiese matado.
Pero los pensamientos no matan...
Los pensamientos no bastan...
¡Qué hermosa estaba Rosemary aquella noche en el Luxemburgo, con la
piel de zorro plateado resbalando por sus hombros en el tocador de
señoras!. Más delgada, más pálida desde su enfermedad, con un aire
delicado que hacía más etérea su belleza. Se había detenido delante del
espejo para retocarse el maquillaje.
Sandra, de pie detrás de ella, había contemplado sus imágenes en el
cristal. Su propio semblante parecía esculpido, frío, sin vida... Hubiérase
dicho que carecía de sentimientos, una mujer fría y dura.
49
Y entonces Rosemary había dicho:
«Oh, Sandra, ¿estoy acaparando el espejo?. He terminado ya. Esta gripe
me ha dejado muy maltrecha. Estoy hecha un esperpento. Me siento
bastante débil y tengo un dolor de cabeza perpetuo...
Sandra le había preguntado con tranquilo y cortés interés:
—¿Tienes dolor de cabeza esta noche?.
—Un poco. No tendrás una aspirina, ¿verdad?.
—Tengo unos comprimidos.
Rosemary había abierto el bolso y sacado un comprimido. Rosemary lo
aceptó.
—Me lo llevaré en el bolso, por si acaso.
La muchacha morena, secretaria de Barton, lo había observado todo. Se
acercó a su vez al espejo y se limitó a ponerse polvos. Una muchacha de
agradable aspecto, casi hermosa. Sandra tuvo la impresión de que
Rosemary no le era nada simpática.
Luego salieron del tocador. Sandra primero, después Rosemary y, a
continuación, miss Lessing. Oh, y claro, la joven Iris, la hermana de
Rosemary. Muy excitada, con grandes ojos grises, y un vestido blanco
que parecía de colegiala.
Habían salido a reunirse con los caballeros en el vestíbulo.
El maitre les había salido al encuentro y conducido a su mesa. Habían
pasado por debajo del arco abovedado, y nada había habido, nada en
absoluto, que hiciera sospechar que uno de ellos no volvería a salir por
aquella puerta con vida...
50
CAPÍTULO VI
GEORGE BARTON
Rosemary... George Barton bajó el vaso y contempló el fuego con cara
de mochuelo.
Había bebido lo bastante para sentirse desgraciado y compadecerse a sí
mismo.
¡Qué muchacha más hermosa había sido!. Siempre había estado loco por
ella. Ella lo sabía, pero había supuesto siempre que se reiría de él.
Hasta cuando le pidió por primera vez que se casara con él, lo hizo sin
ninguna convicción.
Las palabras no le salían. Se había mostrado torpe en extremo y obrado
como un tonto de remate.
—¿Sabes, chica?. Cuando tú quieras... No tienes más que hablar. Ya sé
que es inútil. No me mirarías dos veces. Siempre he sido un idiota. Pero
tú ya conoces mis sentimientos, ¿verdad?. Quiero decir que... siempre
me encontrarás esperando. Ya sé que no existe la menor posibilidad,
pero pensé que nada perdía con decírtelo.
Rosemary se había echado a reír y le había dado un beso en la calva.
—Eres un encanto, George, y recordaré tu bondadoso ofrecimiento, pero
no pienso casarme con nadie de momento.
—Haces bien —había contestado él muy serio—. Mira bien a tu alrededor
y no te precipites. Tú puedes escoger.
Jamás había tenido esperanzas. No lo que pudiera llamarse verdaderas
esperanzas.
Por eso se había mostrado tan incrédulo y aturdido cuando Rosemary le
dijo que iba a casarse con él.
No estaba enamorada de él, desde luego. Eso lo sabía perfectamente. Es
más, ella misma se lo había confesado.
—Lo comprendes, ¿verdad que sí?. Quiero sentirme casada, feliz y
segura. Contigo lo estaré. ¡Estoy tan harta de sentirme enamorada!.
Siempre hay algo que sale mal y termina peor. Me gustas, George. Eres
agradable, gracioso y encantador. Y me crees maravillosa. Eso es lo que
yo quiero.
—Paso a paso se llega lejos —respondió George con cierta incoherencia—
. Seremos felices como reyes.
Bueno, en eso no se había equivocado. Habían sido felices. Siempre se
había sentido muy humilde. Siempre se había dicho que tropezarían con
algún escollo sin duda. Rosemary no iba a darse por satisfecha con un
hombre aburrido como él. Habría incidentes. Se había hecho la idea de
aceptarlos. ¡Se mantendría firme en la confianza de que no serían
duraderos!. Rosemary siempre volvería a su lado. En cuanto aceptara sin
reservas este punto de vista, todo iría bien.
Porque ella le tenía afecto, un afecto constante, invariable, que existía
completamente aparte de los flirteos y los devaneos amorosos.
Se había hecho a la idea de aceptarlos. Se había dicho a sí mismo que
eran inevitables tratándose de una mujer de un temperamento tan
voluble y de una belleza tan extraordinaria como la de Rosemary. Con lo
51
que no había contado era con sus propias reacciones.
Los galanteos con este o aquel joven no tenían importancia, pero cuando
olfateó por primera vez la existencia de un asunto amoroso serio...
Se había dado cuenta enseguida, notó el cambio operado en ella. La
creciente excitación, el aumento de su belleza, el radiante conjunto.
Luego, lo que el instinto le decía se vio confirmado por hechos concretos
y desagradables.
Recordó el día en que, al entrar en su salita, ella había tapado
instintivamente la página de la carta que estaba escribiendo. Entonces lo
había sabido: Rosemary le escribía a su amante.
Más tarde, cuando ella salió de la salita, llevándose consigo la carta, miró
el papel secante. Estaba casi sin usar. Lo acercó al espejo y vio escritas
de puño y letra de Rosemary las palabras «Mi amadísimo y querido...».
La sangre le había zumbado en los oídos. Comprendió en aquel instante
los sentimientos de Otelo. ¿Propósitos prudentes?. ¡Bah!. Sólo el hombre
primitivo importaba. ¡De buena gana la hubiese estrangulado!. ¡De
buena gana hubiera asesinado a su amante a sangre fría!. ¿Quién era?.
¿Aquel tipo de Browne...?. ¿O sería Stephen Farraday?. Los dos la habían
estado mirando con ojos de carnero degollado.
Se vio el rostro en el espejo. Tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía
como si fuera a ser víctima de un ataque de apoplejía.
Al recordar aquel instante, George Barton dejó escapar la copa de entre
sus dedos. Volvió a experimentar la sensación de ahogo, el zumbido de
la sangre en sus oídos. Aún ahora...
Con un esfuerzo apartó el recuerdo. Nada de revivir la escena. Pertenecía
al pasado, a un pasado muerto. Nunca más sufriría así. Rosemary había
muerto. Estaba muerta y descansaba en paz. Y él disfrutaba de
tranquilidad... y de paz también. No más sufrimientos.
Resultaba curioso pensar que era eso lo que para él había representado
su muerte: Paz.
Nunca se lo había dicho a Ruth. Buena chica, Ruth. Tenía una cabeza
excepcional. La verdad, no hubiera sabido qué hacer sin ella. ¡Cómo le
ayudaba!. ¡Cómo le comprendía y simpatizaba con él!. Sin la menor
insinuación sexual. Los hombres no la traían loca como a Rosemary.
Rosemary... Rosemary sentada a la mesa redonda del Luxemburgo. Algo
demacrada después de la gripe. Un poco deprimida, pero hermosa...
¡Tan hermosa!. Y una hora más tarde...
No. No pensaría en eso. No en aquel momento. Su plan. Pensaría en el
plan.
Hablaría con Race primero. Le enseñaría las cartas. ¿Qué sacaría Race en
limpio de las cartas?. Iris se había quedado estupefacta. Evidentemente
no había tenido la menor idea de ello.
Bueno, ahora él se había hecho cargo de la situación. Lo tenía todo
arreglado.
El plan. Trazado hasta en su más mínimo detalle. La fecha. El lugar.
El 2 de noviembre. Día de los Difuntos. Era un acierto. El Luxemburgo,
naturalmente. Intentaría conseguir la misma mesa.
Y los mismos invitados. Anthony Browne, Stephen Farraday, Sandra
52
Farraday. Luego, claro, Ruth, Iris y él mismo. Y, como séptimo invitado,
Race, que según el plan original debía de haber asistido a la fiesta.
Y habría un lugar vacante. ¡Resultaría magnífico!. Una repetición del
crimen.
Una repetición precisamente no... Pensó en el pasado... En el
cumpleaños de Rosemary... Rosemary, caída hacia delante sobre aquella
mesa. Muerta.
53
LIBRO SEGUNDO
DÍA DE LOS DIFUNTOS
Rosemary es símbolo de recuerdos.
54
CAPÍTULO PRIMERO
Lucilla Drake gorjeaba. Éste era el término que siempre utilizaba la
familia y resultaba, en efecto, una descripción bastante exacta de los
sonidos que emitían los bondadosos labios de Lucilla.
Muchas cosas le preocupaban aquella mañana; tantas, que le costaba
trabajo concentrar su atención en una concreta. Estaban a punto de
regresar a la ciudad, con los consiguientes problemas domésticos que
semejante cosa representaba. Servidumbre, disposición de la casa para
el invierno, un millar de detalles de menor importancia, complicados con
su preocupación por el aspecto de Iris.
—La verdad, querida, me causas gran ansiedad... ¡Estás tan pálida y
tienes una cara...!. Como si no hubieras dormido. ¿Has dormido?. En
caso contrario, hay un preparado muy bueno del doctor Wylie para
inducir el sueño... ¿O es del doctor Gaskell...?. Y eso me recuerda una
cosa: tendré que ir yo misma a hablar con el tendero. O las doncellas
han estado pidiendo cosas por su cuenta, o se trata de un timo a
conciencia. Paquetes y más paquetes de escamas de jabón... y yo nunca
autorizo más de tres a la semana. Pero... ¿quizá resultará mejor un
tónico?. Jarabe de Easton era lo que solían dar cuando yo era niña. Y
espinacas, claro está. Le diré a la cocinera que hoy haga espinacas para
comer.
Iris sentía demasiada languidez y estaba demasiado acostumbrada al
estilo discursivo de Mrs. Drake para preguntar por qué la mención del
doctor Gaskell le había recordado a su tía la tienda de ultramarinos.
Aunque de haberlo hecho hubiera recibido la inmediata respuesta:
«Porque el dueño de la tienda se llama Cranford, querida».
Los razonamientos de tía Lucilla resultaban siempre diáfanos como el
cristal, para ella por lo menos.
Iris se limitó a decir con la energía que pudo concentrar:
—Me encuentro perfectamente bien, tía Lucilla.
—Tienes ojeras. Has estado haciendo demasiadas cosas.
—No he hecho absolutamente nada desde hace semanas.
—Eso crees tú, querida. Pero el jugar demasiado al tenis fatiga mucho a
los jóvenes. Y se me antoja que la atmósfera por aquí es algo enervante.
Este lugar se encuentra en una hondonada. Si George me hubiera
consultado a mí en lugar de consultar a esa muchacha...
—¿Muchacha?.
—Esa miss Lessing a la que pone por las nubes. Estará muy bien en la
oficina, no lo dudo... pero es un gran error sacarla de su esfera y
animarla a que se crea de la familia. Aunque no creo que necesite que la
animen mucho...
—Vaya, tía Lucilla... si Ruth es, como quien dice, de la familia.
Mrs. Drake frunció la nariz.
—Tiene la intención de serlo... eso se ve bien claro. ¡Pobre George!. En
realidad, es un simple niño de pecho en cuanto de mujeres se trata. Pero
eso no puede ser, Iris. Hay que proteger a George de sí mismo, y yo en
tu lugar diría bien claro que, a pesar de lo simpática que es miss Lessing,
55
no tiene que pensar en un matrimonio.
La sorpresa hizo despertar a Iris durante un momento de su apatía.
—Jamás se me ocurrió pensar en que George pudiera casarse con Ruth.
—Tú no ves lo que ocurre delante de tus narices, criatura. Claro que no
tienes experiencia de la vida como yo. —Iris sonrió a pesar suyo. Tía
Lucilla a veces tenía mucha gracia—. Esa joven busca casarse.
—¿Importaría mucho que lo lograra? —preguntó Iris. —¿Importar?.
¡Claro que importaría! —¿No crees tú que estaría bien? —La tía la miró
con sorpresa—. Para George, quiero decir. Creo que tienes razón. Ella le
tiene afecto. Sería una esposa muy buena para él y lo cuidaría mucho.
Mrs. Drake soltó otro resoplido y en su rostro afable apareció un gesto de
indignación.
—George está muy bien cuidado actualmente. ¿Qué más puede desear?.
¡Eso quisiera yo saber!. Comidas excelentes y la ropa planchada. Es
muy agradable para él tener en casa a una muchacha tan bonita como tú
y, cuando llegues a casarte, espero que aún seré capaz de encargarme
de que goce de todas las comodidades, y de cuidarle tan bien o mejor
que una joven oficinista... ¿Qué sabrá ella de llevar una casa?. Números,
libros de contabilidad, taquigrafía, mecanografía... ¿De qué sirve eso en
casa de un hombre?.
Iris sonrió y meneó la cabeza, pero no quiso discutir. Estaba pensando
en el moreno de la cabellera de Ruth, en el cutis claro y en su figura tan
bien realzada por los trajes sastre que solía llevar. «¡Pobre tía Lucilla! —
pensó—. Tan preocupada por las comodidades y la atención de la casa
que ha olvidado lo que significa el romanticismo, si es que ha significado
algo para ella alguna vez», se dijo al recordar a su tío político.
Lucilla Drake era hermanastra de Héctor Marle, hija de un primer
matrimonio. Había hecho de madrecita de un hermano mucho más joven
al morir la madre de éste. Convertida en ama de llaves de su padre, iba
camino de ser una solterona. Tenía cerca de cuarenta años cuando
conoció al reverendo Caleb Drake, que contaba más de cincuenta. Su
matrimonio había sido corto: dos años nada más. Luego había quedado
viuda con un niño. La maternidad, tan tardía e inesperada, había sido la
suprema experiencia de la vida de Lucilla Drake. El hijo se había
convertido en motivo de ansiedad, manantial de dolor y sangría
económica constante, pero jamás en una desilusión. Mrs. Drake se
negaba a reconocer en su hijo Víctor nada más que una simpática
debilidad de carácter. Víctor era demasiado confiado; le hacían
descarriarse con demasiada facilidad los malos amigos, porque tenía
demasiada fe en ellos. Víctor tenía mala suerte. A Víctor le engañaban. A
Víctor le timaban. Era instrumento de hombres malvados que explotaban
su inocencia. El rostro agradable, muy parecido al de un carnero
estúpido, adoptaba una expresión dura, testaruda, cuando se le
criticaba. Ella conocía a su hijo. Era un muchacho muy bueno, lleno de
vivacidad, y sus fingidos amigos se aprovechaban de él. Ella sabía, y
nadie mejor que ella, cuánto odiaba Víctor tener que pedirle dinero. Pero
cuando el querido muchacho se encontraba en una situación tan horrible,
¿qué otra cosa podía hacer?. No si hubiese tenido a alguna otra persona
56
a quien dirigirse aparte de ella. No obstante, confesaba que la invitación
de George a que fuera a vivir a la casa y cuidar de Iris había sido para
ella un verdadero don del cielo, en un momento en que se hallaba en una
situación desesperada. Había sido muy feliz y se había encontrado muy a
gusto durante el pasado año, y era muy humano no ver con agrado la
posibilidad de que la desplazara una joven advenediza, toda eficacia
moderna y capacidad, que, en el mejor de los casos —en su opinión—,
sólo se casaría con George por su dinero. ¡Claro!. ¡Eso era lo que andaba
buscando!. Un buen hogar y un marido rico e indulgente. A tía Lucilla, a
su edad, no había quien la convenciera de que a ninguna joven le
gustaba ganarse el pan con el sudor de su frente. Las muchachas eran
ahora como habían sido siempre: si conseguían cazar a un hombre que
pudiera mantenerlas con comodidades, miel sobre hojuelas. Ruth Lessing
era lista. Había sabido maniobrar hasta colocarse en una posición de
confianza. Había aconsejado a George en la cuestión de amueblar la
casa; se había hecho indispensable, ¡pero a Dios gracias, había una
persona, por lo menos, que se daba cuenta de sus planes!.
Lucilla Drake asintió varias veces, temblándole la papada con el
movimiento. Enarcó las cejas con soberbia sapiencia humana y abandonó
el tema, abordando otro igualmente interesante y quizá mucho más
urgente.
—En lo que no acabo de decidirme, querida, es en la cuestión de las
mantas. No puedo conseguir saber concretamente si no volveremos aquí
hasta la primavera, o si George tiene la intención de venir aquí los fines
de semana. No quiere decírmelo.
—Supongo que en realidad tampoco lo sabe él.
Iris intentó fijar su atención en un detalle que a ella le parecía totalmente
desprovisto de importancia: «Si hiciera buen tiempo, podría ser divertido
venir aquí de vez en cuando. Aunque tampoco me entusiasme mucho. En
cualquier caso, la casa estará aquí si nos entran ganas de venir.»
—Sí, querida, pero a una le gustaría saber. Porque si no hemos de volver
hasta el año que viene, deberíamos guardarlas mantas con naftalina,
¿comprendes?. Pero si fuéramos a venir, eso no sería necesario, puesto
que las volveríamos usar... ¡Y es tan desagradable el olor a naftalina!.
—Pues no la uses.
—Sí, pero ha hecho tanto calor este verano, que hay mucha polilla por
ahí. Todo el mundo dice que es un año de polillas. Y de avispas, claro
está. Hawkins me dijo ayer que había encontrado treinta nidos de
avispas este verano, ¡Treinta, imagínate...!.
Iris pensó en Hawkins, en sus salidas al anochecer, cianuro en mano...
Cianuro... Rosemary... ¿Por qué todo conducía a recordar el momento
aquél?.
El hilillo de sonido que era la voz de tía Lucilla no se había apagado.
Ahora atacaba otro tema.
—... y si hay que mandar la vajilla de plata al banco o no. Lady
Alexandra dijo que hay muchos robos... Aunque, claro, tenemos
persianas muy fuertes. No me gusta la forma en que se peina... ¡le da a
su cara una expresión tan dura...!. Pero, después de todo, se me antoja
57
que es una mujer muy adusta. Y nerviosa, por añadidura. Todo el mundo
es nervioso hoy en día. Cuando yo era niña, la gente no sabía ni lo que
eran nervios. Lo que me recuerda que no me gusta el aspecto de George
últimamente. ¿Habrá pillado una gripe?. Me he preguntado más de una
vez si no tendrá fiebre... Pero quizá se trate de preocupaciones de
negocios. A mí me parece como si algo le estuviese preocupando.
Iris se estremeció y Lucilla Drake exclamó con aire de triunfo:
—¡Vaya!. ¡Ya decía yo que estabas resfriada!.
58
CAPÍTULO II
¡Ojalá no hubiesen venido nunca aquí!
Sandra Farraday pronunció estas palabras con una amargura, tan
inesperada, que su esposo se volvió a mirarla con sorpresa. Era como si
hubiese dado voz a sus propios pensamientos, los pensamientos que
tantos esfuerzos había estado haciendo por ocultar. ¿Así que Sandra
sentía lo mismo que él?. También ella había experimentado la sensación
de que aquellos vecinos del otro lado del parque habían estropeado
Fairhaven, habían turbado su paz.
—No sabía yo que a ti también te producían ese efecto —dijo
impulsivamente, dando voz a su sorpresa.
Inmediatamente, o así le pareció a él, Sandra se refugió en su caparazón
como un caracol.
—¡Son tan importantes los vecinos en el campo!. No hay más remedio
que mostrarse grosero o amistoso. Aquí no se pueden tener simples
conocidos como se hace en Londres.
—No —asintió Stephen—, no puede hacerse eso.
—Y ahora nos hemos comprometido a asistir a esa extraordinaria
reunión.
Ambos guardaron silencio, repasando mentalmente la escena de la
comida. George Barton se había mostrado amistoso y hasta exuberante,
pero los dos se habían dado cuenta de que en el fondo estaba muy
excitado. George Barton estaba, en verdad, muy raro últimamente.
Stephen no se había fijado mucho en él antes de la muerte de Rosemary.
George, el marido bondadoso y aburrido de una mujer joven y hermosa,
había existido en segundo término. No había experimentado jamás el
menor remordimiento por la traición de que le estaban haciendo víctima.
George era la clase de marido que nace para que le engañen. Mayor,
desprovisto de los atractivos necesarios para conservar a una mujer bella
y caprichosa. ¿Había vivido engañado?. Stephen no lo creía. En su
opinión, George conocía muy bien a Rosemary. La amaba, y era de
aquellos que no se hacen ilusiones acerca de sus facultades para
conservar el interés de una esposa.
No obstante, George debía de haber sufrido...
Stephen empezó a preguntarse qué habría sentido George al morir
Rosemary.
Le había visto muy poco durante los meses que siguieron a la tragedia,
sólo al aparecer repentinamente como el vecino de Litlle Priors, y a
Stephen le había parecido inmediatamente un hombre cambiado.
Más vivo. Más seguro de sí. Y, decididamente, extraño.
Hoy mismo había estado muy raro. La brusca invitación. Una fiesta para
celebrar el decimoctavo cumpleaños de Iris. Esperaba que Sandra y
Stephen asistieran a ella. Ambos les habían tratado con mucha
amabilidad.
Sandra se había apresurado a contestar que sí, que resultaría
encantador. Como era natural, Stephen estaría un poco atado cuando
regresaran a Londres y ella misma tenía la mar de compromisos; pero
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confiaba sinceramente que les sería posible acudir.
—Entonces, fijemos un día ahora, ¿quieren?.
El rostro de George animoso, contento, insistente.
—Había pensado en un día dentro de dos semanas... ¿Miércoles o
jueves?. El jueves es el dos de noviembre. ¿Les iría bien?. Pero fijaremos
el día que les vaya mejor a los dos.
Había sido una de esas invitaciones que molestan precisamente por su
falta de savoirfaire. Stephen notó que Iris Marle se había puesto colorada
y parecía experimentar cierto embarazo. Sandra había estado perfecta.
Se había resignado, sonriente, a lo inevitable, y afirmó que el jueves, dos
de noviembre, les iría muy bien.
—De todas formas —dijo de pronto Stephen con brusquedad, dando voz
a sus pensamientos—, no estamos obligados a ir.
Sandra se volvió hacia él. Estaba muy pensativa.
—¿Tú crees que no?.
—Es fácil encontrar una excusa.
—Entonces insistirá en que vayamos otro día... y que cambie la fecha.
Parece muy empeñado en que vayamos.
—No comprendo por qué. Es Iris quien da la fiesta, y no puedo creer que
tenga tantas ganas de nuestra compañía.
—No, no... —murmuró Sandra pensativa y añadió—: ¿Sabes dónde se va
a celebrar la reunión?.
—No.
—En el Luxemburgo.
La sorpresa casi le privó del habla. Sintió que palidecía. Se rehizo y la
miró a los ojos. ¿Era ilusión suya o había algo en la mirada de Sandra?.
—¡Es absurdo! —exclamó con un esfuerzo por ocultar su emoción—. El
Luxemburgo, donde... ¡Recordar todo eso!. Ese hombre debe de estar
loco.
—Ya había pensado en eso —dijo Sandra.
—En tal caso, nos negaremos a ir, claro está. Todo aquello fue muy
desagradable. Recordarás la publicidad que se dio al asunto, las
fotografías que publicaron los periódicos.
—Recuerdo lo desagradable que fue.
—¿No se da cuenta de lo desagradable que resultará para nosotros?.
—Tiene un motivo, Stephen. Un motivo que me explicó.
—¿Cuál?.
Stephen agradeció que ella desviara la mirada mientras le respondía.
—Me llamó aparte después de comer. Dijo que quería darme una
explicación. Me aseguró que la muchacha, Iris, jamás se había rehecho
del todo de los efectos de la muerte de su hermana.
Hizo una pausa, y Stephen dijo de mala gana:
—Es posible que eso sea verdad. No tiene muy buen aspecto. Me di
cuenta durante la comida que parecía enferma.
—Sí, yo también me di cuenta, aunque últimamente parecía gozar de
buena salud y estar de humor. Pero te estoy contando lo que dijo George
Barton. Me aseguró que, desde que ocurrió el suceso, Iris ha evitado ir al
Luxemburgo todo lo que ha podido.
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—No me extraña.
—Según él, eso es un error. Parece ser que consultó el caso a un
especialista en enfermedades nerviosas, a uno de esos médicos
modernos, y le dijo que, después de un suceso de tal magnitud, es
necesario hacer frente al hecho y no esquivarlo. Deduzco que se trata de
algo así como obligar a un aviador a que emprenda un vuelo
inmediatamente después de haberse estrellado.
—¿Sugiere el especialista otro suicidio?.
—Sugiere —replicó Sandra serenamente— que debe superar las
asociaciones con el restaurante. Después de todo, no es más que eso: un
restaurante. Se propone dar allí una fiesta corriente, agradable, con la
asistencia de las mismas personas, si es posible.
—¡Delicioso para las personas en cuestión!.
—¿Tanto te importa, Stephen?.
El hombre experimentó una punzada de alarma.
—Claro que no me importa —se apresuró a contestar—. Es que me
pareció una idea un poco macabra. A mí, personalmente, me tendría sin
cuidado. En realidad, estaba pensando en ti. Si a ti no te importa.
Ella le interrumpió.
—Me importa, y mucho. Pero tal como lo planteó George Barton, resulta
muy difícil negarse. Después de todo, he ido con frecuencia al
Luxemburgo desde entonces... Y tú también. No te invitan a otra parte.
—Pero no en estas circunstancias.
—No.
—Como dices —señaló Stephen—, es difícil rechazar la invitación. Y si
damos largas volverán a invitarnos, pero no existe razón alguna para
que tú tengas que soportarlo, Sandra. Yo iré... y tú puedes zafarte del
compromiso en el último instante... una jaqueca, un resfriado, cualquier
cosa.
Le vio alzar la barbilla.
—Eso sería una cobardía. No, Stephen, si tú vas, yo también. Después de
todo —le posó la mano en el brazo—, por muy poco que signifique
nuestro matrimonio, debiera por lo menos significar compartir nuestras
dificultades.
Él la miró boquiabierto, enmudecido por la punzante frase que se le
había escapado con tanta facilidad, como si expresara un hecho conocido
desde tiempo y no muy importante.
—¿Por qué dices eso?. ¿Por muy poco que nuestro matrimonio
signifique?.
Ella lo miró fijamente, los ojos muy abiertos y muy sinceros.
—¿No es cierto, acaso?.
—Desde luego que no. Nuestro matrimonio lo significa todo para mí.
Ella sonrió.
—Supongo que sí, en cierto modo. Hacemos buena pareja, Stephen.
Vamos tirando juntos con resultados aceptables.
—No quería decir eso. —Se dio cuenta de que empezaba a respirar con
dificultad. Cogió la mano de ella, estrechándola con fuerza—. Sandra,
¿no sabes que lo significas todo para mí?.
61
Y de pronto, ella lo supo. Era increíble, imprevisto. Pero era cierto.
Se encontró en sus brazos y él la estrechaba con emoción, la besaba,
tartamudeando palabras incoherentes.
—Sandra... Sandra querida. Te quiero. ¡He tenido tanto miedo de
perderte!.
Se oyó a sí misma preguntar:
—¿Por culpa de Rosemary?.
—Sí.
La soltó. Retrocedió. La sorpresa reflejada en su semblante resultaba
casi ridícula.
—¿Sabías... lo de Rosemary?.
—Claro que sí... Desde el primer momento.
—Y... ¿lo comprendes?.
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo comprendo. No creo que lo pueda comprender jamás. ¿La
querías?.
—No. En realidad, era a ti a quien quería.
Le invadió una oleada de amargura.
—¿Desde el primer momento en que me viste al otro lado del salón? —
citó ella—. No repitas esa mentira... ¡Porque era mentira!.
Stephen no se sorprendió por el súbito ataque.
—Sí, fue una mentira y sin embargo, ¡cosa rara! no lo fue. Oh, por favor,
procura comprender, Sandra. Hay gente que siempre tiene un motivo
noble y bueno para justificar sus actos más ruines, gente que tiene que
ser «honrada y franca» cuando quiere ser cruel, que cree un deber
repetir tal o cual cosa, que es tan hipócrita consigo misma que se pasa la
vida convencida de que cada uno de sus ruines y bestiales actos obedece
a un espíritu de abnegación. Procura comprender que también existe el
reverso de esta gente. Gente tan cínica, que desconfía tanto de sí misma
y de la vida, que sólo cree en sus malas intenciones. Tú eras la mujer
que yo necesitaba. Eso, por lo menos, es cierto. Y creo sinceramente
ahora, al recordarlo, que, de no haber sido cierto, jamás hubiese seguido
adelante...
—No estabas enamorado de mí —dijo ella con amargura.
—No. Jamás me había enamorado. Era un ser egoísta y asexuado que
me envanecía, sí, es verdad, de la fastidiosa frialdad de mi
temperamento. Y de pronto me enamoré desde el otro lado del salón con
un amor estúpido, violento, de adolescente. Un amor como una
tempestad de verano, breve, irreal, fugaz. Fue de verdad —agregó con
amargura—, «una historia contada por un idiota, con mucho aparato, sin
que nada signifique». 5 Hizo una pausa.
—Fue aquí, en Fairhaven —agregó—, donde desperté me di cuenta de la
verdad.
—¿La verdad?.
—Que lo único que me importaba en la vida eras tú... y el conservar tu
amor.
5
Palabras pronunciadas por Macbeth, hablando de la vida en la quinta escena del quinto
acto de Macbeth, de Shakespeare. (N.del T.)
62
—¡Si yo hubiese sabido...! —murmuró ella. —¿Qué pensaste?.
—Creí que tenías la intención de fugarte con ella. —¿Con Rosemary? —
Stephen se rió—. ¡Eso sí que hubiera sido una condena a perpetuidad!.
—¿No quería Rosemary que te fugaras con ella? —Sí.
—¿Qué sucedió?.
Stephen respiró profundamente. Habían vuelto al punto aquel,
enfrentados una vez más a la intangible amenaza.
—Sucedió lo del Luxemburgo.
Guardaron silencio, viendo, los dos lo sabían, la misma cosa, el rostro
cianótico de una mujer hermosa. Contemplando con fijeza a la mujer
muerta, para luego mirarse el uno al otro.
—Olvídalo, Sandra —dijo Stephen—. ¡Por el amor de Dios, olvidémoslo!.
—Es inútil olvidar. No nos dejarán olvidarlo. Hubo una pausa. —¿Qué
vamos a hacer? —inquirió Sandra.
—Lo que dijiste hace un momento. Hacer frente a situación... juntos.
Asistir a esa horrible fiesta, sea cual fuere su objetivo.
—¿No crees lo que dijo George Barton de Iris?.
—No. ¿Y tú?.
—Podría ser verdad. Pero, aunque así fuera, no es ese el verdadero
motivo.
—¿Cual crees tú que es el verdadero motivo?.
—No lo sé, Stephen. Pero tengo miedo.
—¿De George Barton?.
—Sí, creo que él sabe...
—Sabe... ¿qué? —preguntó Stephen vivamente.
Ella volvió lentamente la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con
los de su marido.
—No debemos tener miedo —susurró—. Es preciso que tengamos valor,
todo el valor del mundo. Vas a ser un gran hombre, Stephen, un hombre
a quien el mundo necesita. Nada se interpondrá en tu camino. Yo soy tu
esposa y te quiero.
—¿Qué crees tú que es esa fiesta, Sandra...?.
—Creo que es una trampa.
—¿Y vamos a meternos en ella? —dijo él muy despacio.
—No podemos permitirnos el lujo de demostrar que sabemos que se
trata de una trampa.
—No, eso es cierto.
De pronto, Sandra echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—¡Haz lo peor que sepas, Rosemary! —exclamó. ¡No vencerás!.
Stephen la asió del hombro.
—Calla, Sandra. Rosemary está muerta.
—¿Lo está?. A veces da la sensación de estar más viva que nunca...
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CAPÍTULO III
Cuando cruzaban el parque, Iris se detuvo al llegar a mitad del recorrido.
—¿Te importa si no vuelvo contigo, George?. Tengo ganas de dar un
paseo. Había pensado subir a la colina del Fraile y bajar cruzando el
bosque. Llevo todo ti día con dolor de cabeza.
—¡Pobre chica!. Ve. No iré contigo. Espero una visita esta tarde y no
estoy muy seguro de la hora a la que se presentará. —Bien. Hasta la
hora del té. Torció bruscamente, dirigiéndose en ángulo recto hacia
donde una faja de alerces se alzaba sobre la ladera de la colina.
Cuando llegó a la cima, respiró profundamente. Era uno de esos días
húmedos, pesados, típicos de octubre. La humedad cubría las hojas de
los árboles y los nubarrones que se cernían sobre su cabeza prometían
más lluvia para dentro de poco. En realidad, no había mucho más aire
aquí arriba que en el valle, pero a Iris le parecía, no obstante, que podía
respirar mejor.
Se sentó en un tronco caído y fijó la mirada en el valle hacia donde Little
Priors parecía anidar entre la arboleda de la hondonada. Más a la
izquierda asomaba la mancha rosa sobre ladrillo de Fairhaven Manor.
Iris contempló sombría el paisaje, con la barbilla apoyada en la palma de
la mano.
El leve rumor que se oyó a sus espaldas apenas fue mayor que el
producido por las hojas al gotear; pero Iris volvió la cabeza vivamente
cuando se apartaron las ramas y apareció Anthony Browne.
Se sobresaltó.
—¡Tony!. ¿Por qué has de llegar siempre así... —gritó medio enfadada—
... como el diablo en un guiño?.
Anthony se dejó caer en el suelo junto a ella. Sacó la pitillera, se la
ofreció y, al mover ella negativamente la cabeza, sacó un cigarrillo para
sí y lo encendió. Luego, inhalando el humo, replicó:
—Porque soy lo que los periódicos llaman un «hombre misterioso». Me
gusta aparecer como caído del cielo.
—¿Cómo supiste dónde estaba?.
—Gracias a unos excelentes prismáticos. Me enteré de que comías con
los Farraday y te vigilé desde la ladera cuando saliste.
—¿Por qué no te acercas a casa como una persona normal?.
—Yo no soy una persona normal —contestó Anthony con voz
escandalizada—. Soy un ser extraordinario.
—Sí, creo que lo eres.
La miró vivamente.
—¿Sucede algo?.
—No, claro que no. Por lo menos...
Hizo una pausa.
—¿Por lo menos...? —insistió Anthony.
Iris respiró profundamente.
—Estoy harta de estar aquí. Lo odio. Quiero volver a Londres.
—¿Os marcharéis pronto?.
—La semana que viene.
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—Así que la fiesta en casa de los Farraday... ¿fue una despedida?.
—No fue una fiesta. Sólo estaban ellos y una prima anciana.
—¿Te gustan los Farraday, Iris?.
—No lo sé. No creo que me gusten mucho aunque, en realidad, no
debiera decir eso, porque han sido muy amables con nosotros.
—¿Crees que les resultas simpática?.
—No. Yo creo que nos odian.
—Muy interesante.
—¿Lo crees así?.
—Oh, no me refiero a lo del odio, si es que en efecto existe. Lo decía por
tu empleo del «nos». Mi pregunta se refería a ti personalmente.
—Ah. Yo creo que a mí me encuentran muy simpática, de una forma
negativa. Se me antoja que lo que no les gusta es tenernos a nosotros,
como familia, por vecinos.
No teníamos gran amistad con ellos. En realidad eran amigos de
Rosemary.
—Sí —asintió Anthony—, como dices, eran amigos de Rosemary, aunque
supongo que Sandra Farraday y Rosemary nunca fueron amigas íntimas,
¿eh?.
—No —dijo Iris. Se alarmó un poco, pero Anthony siguió fumando
tranquilamente.
—¿Sabes lo que más me llama la atención de los Farraday? — preguntó
él.
—¿Qué?.
—Eso precisamente: que sean los Farraday. Siempre pienso en ellos así.
No como Sandra y Stephen, dos personas unidas por el Estado y por la
Iglesia, sino en una entidad dual: los Farraday. Eso es mucho menos
corriente de lo que tú te imaginas. Son dos personas que tienen un
objetivo común, siguen el mismo camino, comparten iguales esperanzas,
temores y creencias. Y lo singular del caso es que, en realidad, son de
temperamento completamente distinto. Stephen Farraday es, en mi
opinión, un hombre de gran capacidad intelectual, extremadamente
sensible a la opinión ajena, bastante creído de sí mismo y algo falto de
valores morales. Sandra, por su parte, tiene una mentalidad estrecha,
medieval, capaz de profesar un amor fanático y es valerosa hasta el
extremo de ser temeraria.
—A mí —dijo Iris—, él siempre me ha parecido bastante pomposo y
estúpido.
—No tiene nada de estúpido. Pertenece simplemente a la categoría de
triunfadores desgraciados.
—¿Desgraciados?.
—La mayoría de los triunfadores son desgraciados. Por eso triunfan.
Necesitan reafirmarse, para lo cual les es preciso hacer algo que llame la
atención del mundo.
—¡Qué ideas más extraordinarias tienes, Anthony!.
—Descubrirás que son ciertas si las examinas un poco. La gente feliz
fracasa porque se encuentra en tan buenas relaciones consigo misma,
que le tiene sin cuidado todo lo demás. Como me ocurre a mí. También
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resulta gente de trato bastante agradable por regla general... como me
ocurre a mí.
—Tienes muy buen concepto de ti mismo.
—No hago más que señalar mis buenas cualidades, por si no te has
fijado en ellas.
Iris se echó a reír. Se había animado. La depresión y el temor que la
poseyeran se habían desvanecido. Consultó su reloj.
—Ven a casa a tomar el té y así los demás disfrutarán también de tu
agradable compañía.
Anthony meneó la cabeza.
—Hoy no. Tengo que regresar.
Iris se volvió vivamente hacia él.
—¿Por qué te niegas siempre a venir a casa?. Alguna razón debe de
haber.
Anthony se encogió de hombros.
—Digamos que soy un poco raro en mis ideas sobre eso de aceptar
hospitalidad. No soy santo de la devoción de tu cuñado, eso lo ha dado a
entender claramente.
—Oh, no te preocupes por George, si tía Lucilla y yo le invitamos. Mi tía
es un encanto. Te gustará.
—Estoy convencido de ello, pero sigue en pie mi objeción.
—Solías venir en tiempo de Rosemary.
—Eso era algo distinto.
Iris sintió como el leve contacto de una mano helada en el corazón.
—¿Qué te hizo venir aquí hoy? —preguntó—. ¿Tenías asuntos que
atender en esta parte del mundo?.
—Asuntos de gran importancia que atender... contigo. Vine aquí a
hacerte una pregunta, Iris.
El contacto de la mano fría desapareció. En lugar de eso, experimentó un
leve revoloteo, esa emoción que las mujeres han experimentado desde
tiempo inmemorial. Y con ello el rostro de Iris adoptó la misma expresión
interrogadora que su propia bisabuela hubiera podido tener unos minutos
antes de escuchar una declaración amorosa y de exclamar: «¡Oh! ¡Es tan
inesperado todo esto...!»
—¿El qué? —inquirió al tiempo que miraba a Anthony con una expresión
de inocencia muy poco creíble.
Él la miraba con los ojos muy serios, casi severos.
—Respóndeme la verdad, Iris. Mi pregunta es ésta: ¿Tienes confianza en
mí?.
La dejó parada. No era lo que ella había esperado. Él se dio cuenta de
ello.
—¿No creías que era eso lo que iba a decir?. Pues es una pregunta muy
importante, Iris. La pregunta más importante del mundo para mí. Vuelvo
a hacértela: ¿Tienes confianza en mí?.
Ella vaciló un segundo. Luego, con la mirada baja, respondió:
—Sí.
—En tal caso, voy a preguntarte otra cosa. ¿Estás dispuesta a volver a
Londres, casarte conmigo, y no decirle una palabra a nadie?.
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Ella le miró boquiabierta.
—Pero... ¡no podría hacer eso!. ¡Es completamente imposible!.
—¿No podrías casarte conmigo?.
—Así no.
—Y, sin embargo, me quieres. Porque tú me quieres, ¿verdad?.
Se oyó a sí misma contestar:
—Si, te quiero, Anthony.
—Pero no quieres ir a Londres a casarte conmigo en la iglesia de Santa
Elfrida, en Bloomsbury, en cuya parroquia llevo residiendo desde hace
algunas semanas y donde, por consiguiente, puedo obtener una licencia
matrimonial en cualquier momento.
—¿Cómo quieres que pueda hacer una cosa así?. A George le dolería
muchísimo y tía Lucilla no me perdonaría jamás. Además, soy menor de
edad. Tengo dieciocho años.
—Tendrás que mentir en cuanto a tu edad se refiere. No sé en qué pena
incurriría por casarme con una menor sin el consentimiento de su tutor.
Y, a propósito, ¿quién es tu tutor?.
—George. Y es mi fideicomisario también.
—Como estaba diciendo, fueran cuales fueran las penas en que
incurriese, no podrían descasarnos, y eso es lo único que me importa en
realidad.
—No podría hacerlo. No podría ser tan cruel. Y de todas formas, ¿por qué
habría de hacerlo?. ¿Qué sentido tiene?.
—Por eso te pregunté primero si tenías confianza en mí. Tendrías que
hacerlo a ciegas. Digamos que es la mejor salida. Pero no importa.
—Si George llegara a conocerte un poco mejor... —dijo Iris con timidez—
. Vuelve ahora conmigo. Sólo están él y tía Lucilla.
—¿Estás segura?. Yo creía... —hizo una pausa—. Al subir la colina, vi a
un hombre caminar en dirección a tu casa. Y lo curioso del caso es que
creí reconocer en él a un hombre a quien... —vaciló— había conocido.
—Es verdad, lo había olvidado. George me dijo que esperaba visita.
—El hombre a quien creí ver era un tal Race, coronel Race.
—Es muy posible —asintió Iris—. George conoce, en efecto, a un tal
coronel Race. Estaba invitado a asistir a la fiesta la noche en que
Rosemary...
Calló, temblorosa. Anthony le cogió la mano.
—No sigas recordando eso, querida. Fue horrible. Lo sé.
Ella sacudió la cabeza.
—No puedo remediarlo, Anthony...
—¿Qué?.
—¿Pensaste alguna vez que... que Rosemary pudiera no haberse
suicidado?. ¿Que pudieran haberla asesinado?.
—¡Santo Dios, Iris!. ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?.
Ella no replicó. Se limitó a insistir:—¿Jamás se te ocurrió esa
posibilidad?.
—Claro que no. Rosemary se suicidó, sin el menor género de duda.
Iris permaneció en silencio.
—¿Quién te ha insinuado esas cosas?.
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Durante un instante estuvo tentada en contarle toda la increíble historia
de George, pero se abstuvo.
—Era sólo una idea —declaró muy despacio.
—Olvídala, querida boba. —La puso en pie de un tirón y le dio un beso en
la mejilla—. Querida morbosilla. Olvida a Rosemary. No pienses más que
en mí.
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CAPÍTULO IV
El coronel Race dio una chupada a su pipa y miró pensativo a George
Barton. Conocía a George desde que era pequeño. El tío de Barton había
sido vecino de los Race en el campo. Existía una diferencia de cerca de
veinte años en la edad de los dos hombres. Race tenía más de sesenta,
era alto, erguido, de porte marcial, rostro atezado, el pelo canoso
cortado muy corto y ojos oscuros y perspicaces.
No podía decirse que jamás hubiera existido verdadera intimidad entre
los dos hombres. Pero, para Race, Barton continuaba siendo «el pequeño
George», una de las muchas vagas figuras asociadas al pasado.
Estaba pensando en este instante que, en realidad, no tenía idea de
cómo era George. En las raras ocasiones en que se habían visto durante
los últimos años, no habían encontrado gran cosa en común. Race era
hombre amante de los espacios abiertos y se había pasado la mayor
parte de su vida en el extranjero. George, por su parte, era el ejemplo
del caballero urbano. Les interesaban cosas completamente distintas y,
cuando se veían, se limitaban a hablar de los tiempos pasados y,
agotado este tema, solía haber una pausa embarazosa. El coronel Race
no sabía hablar por hablar. Es más, era el prototipo del hombre fuerte y
silencioso, tan amado de los novelistas de antaño.
Silencioso en este instante, se preguntaba por qué habría insistido tanto
«el pequeño George», en que se entrevistaran. Se estaba diciendo
también que se había operado un sutil cambio en el hombre desde que le
viera un año antes. George Barton siempre le había parecido la quinta
esencia de la solidez, cauteloso, práctico, sin imaginación.
Era obvio que le ocurría algo grave, pensó. Tenía los nervios de punta.
Había encendido ya tres veces el puro, cosa inusitada en él.
Se quitó la pipa de la boca.
—Bien, George, ¿qué ocurre?.
—Tienes razón, Race, algo ocurre. Necesito con urgencia que me
aconsejes y ayudes.
El coronel asintió y aguardó.
—Hace cerca de un año ibas a comer un día con nosotros en Londres, en
el Luxemburgo, y tuviste que marcharte al extranjero en el último
instante.
Race volvió a asentir.
—A África del Sur.
—Durante aquella cena, mi esposa murió.
Race se agitó inquieto en su asiento.
—Ya lo sé. Lo leí. No he hablado de ello ni te he dado el pésame ahora
porque no quería recordarte el pasado. Pero lo siento, eso ya lo sabes.
—Sí, sí. No se trata de eso. Se dio por hecho que mi mujer se había
suicidado.
Race se agarró a las palabras claves. Enarcó las cejas.
—¿Se dio por hecho?.
—Lee esto.
Le metió las dos cartas en la mano. Race enarcó las cejas aún más.
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—¿Anónimos?.
—Sí. Y los creo.
Race meneó la cabeza lentamente.
—Es peligroso hacer eso. Te sorprendería saber el número de cartas
maliciosas que se escriben después de todo suceso al que se haya dado
publicidad.
—Ya lo sé. Pero estos anónimos no se escribieron entonces, se
escribieron seis meses después.
—Eso es otra cosa —manifestó Race—. ¿Quién crees tú que los ha
escrito?.
—No lo sé. Y no me importa. Lo importante es que creo lo que dicen. Mi
mujer murió asesinada.
Race soltó la pipa. Se irguió un poco más en su asiento.
—¿Por qué lo crees?. ¿Tenías alguna sospecha cuando ocurrió el hecho?.
¿La tuvo la policía?.
—Yo estaba demasiado aturdido cuando ocurrió, abrumado. Acepté el
veredicto en la encuesta. Mi mujer había estado en cama con gripe,
estaba deprimida. No se sospechó que pudiera ser otra cosa que un
suicidio. Encontraron el veneno en su bolso, ¿comprendes?.
—¿Qué veneno era?.
—Cianuro.
—Ahora recuerdo. Lo tomó con el champán.
—Sí. Por entonces todo parecía bastante claro.
—¿Había amenazado alguna vez con suicidarse?.
—No, nunca —declaró Barton—. Rosemary estaba enamorada de la vida.
Race asintió. Sólo había visto a la mujer de George una vez. Le había
parecido una mujer sin seso, singularmente hermosa, pero no de tipo
melancólico.
—¿Y las declaraciones médicas acerca de su estado de ánimo y todo lo
demás?.
—El médico de Rosemary, un anciano que ha asistido a la familia Marle
desde siempre, se hallaba ausente, haciendo un crucero por el mar. Su
sustituto, un joven, asistió a Rosemary cuando pilló la gripe. Recuerdo
que lo único que dijo fue que aquella gripe solía ir seguida de una
profunda depresión.
George hizo una pausa.
—No hablé con su médico hasta haber recibido los anónimos. No dije una
palabra de las cartas, claro está. Me limité a discutir lo ocurrido. Me dijo
entonces que le había sorprendido mucho el suceso. Jamás lo hubiera
creído posible, me aseguró. Rosemary no era, ni con mucho, de las que
se suicidan. Lo cual demostraba en su opinión que, hasta un paciente a
quien se cree conocer bien, puede obrar de pronto de una manera
completamente reñida con el carácter que se le supone.
Tras una nueva pausa continuó:
—Fue después de hablar con él cuando me di cuenta de lo poco
convincente que resultaba para mí el suicidio de Rosemary. Después de
todo, yo la conocía muy bien. Era una mujer capaz de accesos violentos
de tristeza. Se excitaba mucho, a veces por nimiedades y, en ocasiones,
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hacía cosas intempestivas y poco consideradas. Pero nunca la he
conocido en un estado de ánimo en que quisiera «acabar con todo de
una vez».
—¿Pudo haber tenido algún otro motivo para querer suicidarse además
de una simple depresión? —preguntó Race con cierto embarazo—. ¿Se
sentía desgraciada por alguna cosa?.
—Yo... no... Quizá tuviera los nervios un poco exaltados.
—¿Era melodramática? —Race procuró no mirar a su amigo—. Yo sólo la
vi una vez. Pero existe un tipo de mujer que, bueno, parece hallar cierto
placer morboso en suicidarse... generalmente cuando ha regañado con
alguien. Es el caso infantil de: «¡Yo haré que les pese!»
—Rosemary y yo no habíamos discutido.
—No. El hecho de que se empleara cianuro excluye esa posibilidad. No es
una de esas cosas con las que se puede jugar sin peligro. Y eso lo sabe
todo el mundo.
—Éste es el detalle. Si por una increíble casualidad Rosemary hubiera
llegado, en efecto, a pensar en suicidarse, ¿crees tú que lo hubiese
hecho de esa manera?. Dolorosa... y atroz. Lo más probable es que
hubiera escogido tomar una sobredosis de cualquier hipnótico.
—Estoy de acuerdo. ¿Hubo alguna prueba testifical de que hubiera
comprado o conseguido el cianuro?.
—No, pero había estado unos días con unos amigos en el campo, y un
día destruyeron un nido de avispas. Se aceptó la hipótesis de que
hubiera podido coger entonces un poco de cianuro.
—Sí. No es tan difícil de conseguir. La mayoría de los jardineros suelen
tener.—Tras una pausa prosiguió—: Hagamos un breve resumen de la
situación. No existían pruebas definitivas de una tendencia al suicidio, ni
de que hubiese hecho preparativos para cometerlo. Todas las pruebas
fueron negativas. Pero tampoco hubo prueba alguna que indicara
asesinato porque, de lo contrario, la policía la hubiera encontrado.
—La mera idea de un asesinato hubiera parecido fantástica.
—Pero no te parece fantástica seis meses más tarde.
—En el fondo creo —dijo George despacio— que nunca estuve satisfecho
con la explicación. Es posible que estuviera preparándome de forma
subconsciente, de suerte que, cuando lo vi escrito, lo acepté sin el menor
género de duda.
—Sí —asintió Race—. Bueno, habla de una vez. ¿De quién sospechas?.
George se inclinó hacia delante, con el rostro sacudido por los tics
nerviosos.
—Ahí está lo terrible. Si Rosemary murió asesinada, el culpable tiene
que ser uno de nuestros amigos sentado a la mesa. No se acercó nadie
más a la mesa.
—¿Camareros?. ¿Quién sirvió el vino?.
—Charles, el maitre del Luxemburgo. ¿Lo conoces?.
Race asintió. Todo el mundo lo conocía. Parecía imposible imaginar que
Charles hubiera podido envenenar deliberadamente a un cliente.
—Y el camarero que nos sirvió fue Giuseppe. Conocemos muy bien a
Giuseppe. Hace años que lo conozco. Siempre me sirve él. Es un
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hombrecillo alegre y servicial.
—Así que nos quedan los asistentes a la cena. ¿Quiénes estaban?.
—Stephen Farraday, diputado, y su esposa lady Alexandra Farraday; mi
secretaria, Ruth Lessing; un tal Anthony Browne; la hermana de
Rosemary, Iris; y yo. Siete en total. Hubiéramos sido ocho de haber
asistido tú. Cuando anunciaste que no podíais ir, no tuvimos tiempo de
pensar en una persona apropiada que te sustituyese.
—Ya veo. Bueno, Barton, ¿quién crees que lo hizo?.
—¡No lo sé...!. ¡Te digo que no lo sé...!. Si tuviera alguna idea...
—Bueno, bueno. Creí que tenías un sospechoso concreto. No importa, no
será difícil. ¿Cómo estabais sentados, empezando por ti?.
—Tenía a Sandra Farraday a mi derecha. A su lado, Anthony Browne.
Luego, Rosemary. A continuación Stephen Farraday. Después Iris y, por
último, Ruth Lessing que estaba sentada a mi izquierda.
—Comprendo. ¿Tu mujer había bebido champán antes?.
—Sí. Se habían llenado las copas varias veces. Ocurrió durante el
espectáculo. Había la mar de jaleo. Era uno de esos números de negros y
todos los estábamos mirando. Rosemary cayó hacia delante sobre la
mesa, un instante antes de que se encendieran las luces. Quizá gritó, o
gimió, pero nadie oyó nada. El médico aseguró que la muerte debió ser
casi instantánea. Por eso, por lo menos, hay que dar gracias a Dios.
—En efecto. Bien, Barton, a simple vista parece bastante obvio.
Explícate.
—Stephen Farraday, claro está. Estaba a su derecha. Tendría la mano
izquierda cerca de la copa de Rosemary. Facilísimo echar dentro el
veneno al amortiguarse las luces mientras todo el mundo estaba
pendiente del escenario. No veo que nadie tuviese tan buena ocasión
como él. Conozco las mesas del Luxemburgo. Hay sitio de sobra a su
alrededor. Dudo mucho que hubiera podido inclinarse nadie sobre la
mesa, por ejemplo, sin ser observado a pesar de estar amortiguadas las
luces. Lo mismo puede decirse del que estaba sentado a la izquierda de
Rosemary. Hubiese tenido que inclinarse por delante de ella para echarle
algo en la copa. Existe otra posibilidad, pero nos ocuparemos primero de
la persona que más salta a la vista. ¿Existía motivo alguno para que
Stephen Farraday quisiera deshacerse de tu esposa?.
—Habían sido bastante amigos... —contestó George con voz ahogada—.
Sí... si Rosemary le hubiese rechazado, por ejemplo, quizás hubiera
deseado vengarse.
—Resulta demasiado melodramático. ¿Es ese el único móvil que puedes
sugerir?.
—El único —asintió George que se sonrojó.
Race le dirigió una mirada muy fugaz.
—Examinaremos la posibilidad número dos. Una de las mujeres.
—¿Por qué las mujeres?.
—Mi querido George, ¿no has pensado nunca que en un grupo de siete,
compuesto de cuatro mujeres y tres hombres, probablemente hay uno o
dos ratos durante la noche en que tres parejas bailan y una mujer se
queda sentada sola a la mesa?. ¿Bailasteis todos?.
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—Oh, sí.
—Bien. Antes de que empezase el espectáculo, ¿recuerdas quién estuvo
sentada sola en algún momento?.
—Creo que sí. Iris fue la que quedó desaparejada la última. La anterior
fue Ruth.
—¿No recuerdas cuándo bebió tu mujer la última vez?.
—Deja que piense. Había estado bailando con Browne. Recuerdo que
volvió a la mesa diciendo que le había hecho sudar. Es uno de esos
bailarines de salón. Rosemary apuró entonces su copa. Unos instantes
más tarde tocaron un vals y... bailó conmigo. Sabía que lo único que sé
bailar medianamente bien es el vals. Farraday bailó con Ruth y lady
Alexandra con Browne. Iris permaneció sentada. Inmediatamente
después de eso, empezó el espectáculo.
—Entonces, hablemos de la hermana de tu esposa. ¿Heredó algo al morir
Rosemary?.
George se indignó.
—Mi querido Race, no seas absurdo. Iris era una niña, una colegiala.
—He conocido a dos colegialas que cometieron un asesinato.
—¡Pero, Iris!. Quería a Rosemary con delirio.
—¿Y qué?. Tuvo la oportunidad de hacerlo. Quiero saber si existía un
móvil. Tu esposa, según tengo entendido, era rica. ¿A quién fue a parar
el dinero?. ¿A ti?.
—No, lo heredó Iris. Se trataba del fondo del fideicomiso.
Explicó la situación y Race le escuchó atentamente.
—Una situación bastante curiosa. La hermana rica y la hermana pobre.
Algunas muchachas se sentirían resentidas.
—Estoy seguro de que Iris no lo estuvo nunca.
—Es posible. Pero tenía motivos para desear su muerte. Probaremos en
otra dirección ahora. ¿Qué otra persona tenía motivos?.
—Nadie, nadie en absoluto. Rosemary no tenía un solo enemigo en el
mundo, estoy seguro. He estado investigando todo eso, he preguntado,
intentando averiguar. He comprado esta casa cerca de los Farraday para
poder...
Se interrumpió bruscamente. Race volvió a coger la pipa y se puso a
rascar la cazoleta.
—¿No será mejor que me lo cuentes todo, George?.
—¿Qué quieres decir?.
—Estás ocultando algo. Eso se ve a la legua. Puedes estarte ahí sentado
defendiendo el buen nombre de tu esposa, o puedes intentar averiguar si
la asesinaron o no. Pero si es esto último lo que más te interesa, más
vale que desembuches.
Hubo un silencio.
—De acuerdo —dijo George, con voz ahogada—. Tú ganas.
—Tenías motivos para creer que tu esposa tenía un amante, ¿no es eso?.
—Sí.
—¿Stephen Farraday?.
—¡No lo sé!. ¡Te juro que no lo sé!. Puede haber sido él o puede haber
sido otro, el tal Browne. Nunca pude llegar a una conclusión. Fue un
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verdadero infierno.
—Dime lo que sepas de ese Anthony Browne. ¡Qué raro!. Me parece
haber oído ese nombre.
—No sé una palabra de él. Nadie sabe nada. Es un joven apuesto y
divertido. Unos dicen que es norteamericano, pero no se le distingue el
acento.
—Tal vez sepan algo de él en la embajada. ¿No tienes la menor idea de
cuál de los dos fue?.
—No, no. Te diré una cosa. Ella estaba escribiendo una carta amorosa...
Yo... examiné el papel secante después. Era... era una carta de amor, en
efecto, pero no llevaba nombre.
Race desvió la mirada muy despacio.
—Bueno, con eso tenemos más datos que nos ayudarán a trabajar, por
lo menos. Lady Alexandra, por ejemplo. Ella podría estar involucrada si
su marido la engañaba con tu esposa. Es una de esas mujeres que
sienten con mucha intensidad. Aguas profundas. Tenemos, pues, al
misterioso Browne, a Farraday, a su esposa y a Iris Marle. ¿Y esa otra
mujer, Ruth Lessing?.
—Ruth no puede haber tenido nada que ver con el asunto. Ella, por lo
menos, no tenía motivos de ninguna clase.
—¿Dices que es tu secretaria?. ¿Qué clase de muchacha es?.
—¡La mejor muchacha del mundo! —George contestó con entusiasmo—.
Casi puede decirse que es de la familia. Es mi brazo derecho. No sé de
nadie que me merezca más elevado concepto ni en quien tenga una
absoluta confianza.
—Le tienes afecto... —dijo Race pensativo.
—Muchísimo. Esa muchacha, Race, es una verdadera joya. Confío en ella
en todos los sentidos. Es la mujer más buena y leal del mundo.
Race murmuró algo que sonó como «uuhum» y cambió de tema. Ningún
gesto suyo, ni una palabra, indicó a George que había anotado
mentalmente un móvil bien definido al lado del nombre de Ruth Lessing.
«La mujer más buena y leal del mundo» podría tener muy buenas
razones para desear mandar a Mrs. Barton a un mundo mejor. Podría
tratarse de un móvil mercenario. Pudiera haber aspirado a convertirse en
la segunda Mrs. Barton. Y pudiese ser que se hallara verdaderamente
enamorada de su jefe. En cualquier caso, el móvil existía.
Race empleó su tono de voz más dulce para decir:
—Supongo que se te ha ocurrido pensar ya, George, que tú también
tenías muy buenos motivos.
—¿Yo? —exclamó el otro, estupefacto.
—Hombre, acuérdate de Otelo y Desdemona.
—Comprendo lo que quieres decir. Pero... pero las cosas no estaban en
ese plan entre Rosemary y yo. La adoraba, naturalmente, pero siempre
comprendí que habría cosas que tendría que... que soportar. Y no es que
no me apreciara; sí que me apreciaba. Siempre se mostró afectuosa y
dulce conmigo. Pero no se me oculta que soy un aburrido. No tengo nada
de romántico. Sea como fuere, cuando me casé con ella, ya estaba
convencido de que todo el monte no iba a ser orégano. Casi puede
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decirse que me lo advirtió. Me dolió, claro está, cuando se dio el caso...
pero, insinuar que fui capaz de tocarle un solo cabello...
Se interrumpió y cambió de tono.
—En cualquier caso, si lo hubiese hecho, ¿por qué había de querer
resucitar el asunto?. Después de haberse declarado oficialmente que se
trataba de un suicidio y de haberse cerrado por completo el asunto,
hubiera sido una locura.
—Una locura completa. Por eso no sospecho de ti, amigo mío. Si
hubieses cometido un asesinato con tanto éxito y hubieras recibido
después dos cartas como éstas, las hubieses echado al fuego sin decirle
a nadie una palabra. Y ahora llego a lo que yo considero el punto
verdaderamente importante de la cuestión. ¿Quién escribió esas dos
cartas?.
—¿Eh? —George pareció sobresaltarse—. No tengo la menor idea.
—No parece haberte interesado ese detalle. A mí sí que me interesa. Fue
la primera pregunta que te hice. Creo que podemos dar por sentado que
no fue el asesino quien las escribió. ¿Por qué había de estropearse él
mismo la combinación, cuando, como tú dices, todo estaba ya terminado
y se aceptaba universalmente la teoría del suicidio?. Entonces, ¿quién las
escribió?. ¿Quién es la persona que tiene interés en resucitar el asunto?.
—¿La servidumbre? —murmuró George.
—Es posible. En tal caso, ¿qué miembros de la servidumbre y qué saben
ellos?. ¿Tenía Rosemary una doncella de confianza?.
George meneó la cabeza.
—No. Por entonces teníamos una cocinera, Mrs. Pound, todavía está con
nosotros... y un par de criadas. Creo que las dos se despidieron. No
permanecieron con nosotros mucho tiempo.
—Bien, Barton, pues si quieres que te dé un consejo, y deduzco que sí lo
quieres, estudia el asunto con mucho cuidado. Por un lado, está el hecho
de que Rosemary ha muerto. No puedes resucitarla, hagas lo que hagas.
Si las pruebas de que se suicidó no son muy convincentes, tampoco lo
son las de que fuera asesinada. Admitamos como base de discusión que
Rosemary fue, en efecto, asesinada. ¿Quieres, en serio, desenterrar todo
el asunto?. Podría significar mucha y muy desagradable publicidad.
Sacarían los trapitos a relucir, los devaneos amorosos de tu esposa
pasarían al dominio público...
George Barton hizo una mueca como si le hubiesen dado un latigazo.
—¿Me aconsejas en serio que permita que un canalla mate con
impunidad? —exclamó con violencia—. Ese Farraday, con sus pomposos
discursos y pensando siempre en su carrera, y a lo mejor es un cobarde
asesino.
—Sólo quiero que te des perfecta cuenta de lo que significa.
—Quiero descubrir la verdad.
—Está bien. En tal caso, yo llevaría estas cartas a la policía.
Probablemente descubrirán con facilidad quién las ha escrito y
averiguarán si su autor sabe algo. Pero no olvides que, en cuanto los
hayas puesto sobre la pista, no te será posible detenerlos.
—No pienso acudir a la policía. Por eso deseaba verte. Voy a prepararle
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una trampa al asesino.
—¿Qué diablos quieres decir?.
—Escucha, Race. Voy a dar una fiesta en el Luxemburgo. Quiero que
asistas a ella. La misma gente. Los Farraday, Anthony Browne, Ruth
Lessing, Iris y yo. Ya lo tengo todo pensado.
—¿Qué vas a hacer?.
George rió levemente.
—Ése es mi secreto. Lo echaría a perder si lo comunicase a nadie de
antemano, incluso a ti. Quiero que asistas sin prejuicios y que veas lo
que ocurre.
Race se inclinó hacia delante. Su voz se tornó de pronto incisiva.
—No me gusta, George. Esas ideas melodramáticas de las novelas rara
vez salen bien. Acude a la policía. No hay mejor institución. Ellos saben
cómo resolver estos problemas. Son profesionales. No es aconsejable la
actuación de aficionados en cuestiones criminales.
—Por eso quiero que te halles presente. Tú no eres un aficionado.
—Mi querido amigo, ¿lo dices porque antaño trabajé para el servicio
secreto?. Y sea como fuere, tienes el propósito de mantenerme en la
ignorancia.
—Eso es necesario.
Race sacudió la cabeza.
—Lo siento. Me niego. No me gusta tu plan y no quiero tener arte ni
parte en él. Renuncia a eso, George, sé un buen chico.
—No pienso renunciar. Lo tengo todo calculado. —No seas tan
endiabladamente testarudo. Sé algo más de estas cosas que tú. No me
gusta la idea. No saldrá bien. Hasta es posible que resulte peligrosa.
¿Has pensado en eso?.
—¡Ya lo creo que resultará peligrosa... para alguien!. Race exhaló un
suspiro.
—No sabes lo que estás haciendo. Bueno, por lo menos no podrás decir
que no te lo advertí. Por última vez te suplico que renuncies a seguir
adelante con esa idea tan loca.
George Barton se limitó a menear la cabeza.
76
CAPÍTULO V
La mañana del 2 de noviembre amaneció húmeda y triste. Era tal la
oscuridad en el comedor de la casa de Elvaston Square, que tuvieron que
encender las luces para desayunar.
Iris, en contra de su costumbre, había bajado en lugar de hacerse subir
el café y las tostadas a su cuarto, y estaba sentada a la mesa, pálida y
espectral, jugando con la comida que tenía en el plato. George leía The
Times, haciendo crujir las páginas con mano nerviosa y, al otro extremo
de la mesa, Lucilla Drake lloraba a moco tendido.
—Sé que el chico hará algo terrible. Es tan susceptible... No hubiese
dicho que era cuestión de vida o muerte si no fuese verdad.
George pasó otra hoja del periódico.
—Haz el favor de no preocuparte tanto, Lucilla... —dijo con voz brusca—.
Ya te he dicho que atenderé yo el asunto.
—Ya lo sé, querido George. ¡Eres siempre tan bondadoso!. Pero presiento
que cualquier retraso puede ser fatal. Todas esas averiguaciones que
dices que vas a hacer necesitarán tiempo.
—No, no. Las haremos deprisa.
—Dice: «Sin falta para el día tres», y mañana es el día tres. Jamás me lo
perdonaría si llegara a sucederle algo a mi querido hijo.
George bebió un trago de café.
—Nada le ocurrirá.
—Todavía me quedan unos bonos...
—Lucilla, por favor, déjalo de mi cuenta.
—No te preocupes, tía Lucilla —intervino Iris—. George podrá arreglarlo.
Después de todo, no es la primera vez que ocurre algo así.
—Hace tiempo que no ocurre —dijo George. «Exactamente tres meses»,
pensó—. Desde que al pobre chico le engañaron esos horribles
estafadores amigos suyos del rancho.
George se limpió el bigote con la servilleta, se levantó, dio unas
palmadas cariñosas a Lucilla Drake en la espalda y caminó hacia la
puerta.
—Anímate, querida. Diré a Ruth que telegrafíe inmediatamente.
Cuando salió al vestíbulo. Iris le siguió.
—George, ¿no te parece que debiéramos aplazar la reunión de esta
noche?. ¡Tía Lucilla está tan disgustada!. ¿No será mejor que nos
quedemos en casa con ella?.
—¡Claro que no! —El sonrosado rostro de George se tornó morado—.
¿Por qué ha de estropearnos la vida ese maldito estafador?. Se trata de
un chantaje... un puro chantaje. Si de mí dependiera, no recibiría ni un
penique.
—Tía Lucilla jamás lo consentiría.
—Lucilla es una tonta... siempre lo ha sido. Las mujeres que tienen hijos
después de los cuarenta años de edad, nunca parecen tener sentido
común. Estropean a los hijos desde la cuna, dándoles todo lo que piden.
Si a Víctor, la primera vez le hubieran dicho que saliera él solo de su
atolladero, quizá se hubiese hecho un hombre. No discutas, Iris.
77
Inventaré algo antes de la noche para que Lucilla se acueste tranquila. Si
es necesario, nos la llevaremos con nosotros.
—Oh, no. Odia los restaurantes, y le entra sueño, pobrecilla. Le molesta
el calor y el humo del tabaco le da asma.
—Lo sé. No hablaba en serio. Ve a animarla un poco, Iris. Dile que todo
se arreglará.
Dio media vuelta y salió por la puerta principal.
Iris regresó lentamente al comedor. En aquel momento sonó el teléfono
y acudió a contestarlo.
—¿Diga? ¿Quién...? —Cambió su rostro. La palidez y el desaliento
desaparecieron, y en su lugar apareció una expresión de placer—.
¡Anthony!.
—Anthony en persona. Te telefoneé ayer, pero no pude dar contigo. ¿Has
estado trabajándote un poco a George?.
—¿Qué quieres decir?.
—Se mostró tan insistente en que acudiera a la fiesta que da esta noche,
tan opuesto a su proceder habitual. Casi siempre me trata con cierto aire
de: «¡Cuidado con tocar a mi hermosa pupila...!» Creí que su insistencia
sería el resultado de tu labor diplomática.
—No, no... No tiene nada que ver conmigo.
—¿Ha cambiado de sentimientos por propia decisión?.
—No es eso exactamente. Es...
—¡Hola...!. ¿Te has marchado?.
—No, estoy aquí.
—Estabas diciendo algo. ¿Qué ocurre, querida?. Te oigo suspirar.
¿Sucede algo?.
—No, nada. Me encontraré divinamente mañana. Todo estará bien,
mañana.
—¡Qué fe más conmovedora!. ¿No dicen siempre que «el mañana nunca
llega»?.
—¡Por favor!.
—Iris... ¿Pasa algo?.
—No, nada. No puedo decírtelo. Di mi palabra, ¿comprendes?.
—Dímelo, cariño.
—No. De veras que no puedo, Anthony. ¿Quieres decirme tú una cosa?.
—Si puedo...
—¿Estuviste... enamorado alguna vez de Rosemary?.
Se produzco una pausa momentánea y después sonó una risa.
—¡Así que era eso!. Sí, Iris. Estuve algo enamorado de Rosemary. Era
muy hermosa, ¿sabes?. Pero de pronto, un día, cuando estaba hablando
con ella, te vi bajar la escalera e inmediatamente todo el enamoramiento
desapareció. Para mí ya no había en el mundo otra mujer que tú. Esa es
la pura verdad. No te inquietes por una cosa así. Hasta el propio Romeo,
como sabes, tuvo su Rosalinda, antes de que le sorbiera el seso Julieta.
—Gracias, Anthony. Me alegro.
—Hasta esta noche. Es tu cumpleaños, ¿verdad?.
—En realidad, no cumplo años hasta dentro de una semana. Pero sí que
es una fiesta para celebrar mi cumpleaños.
78
—No pareces muy entusiasmada.
—No lo estoy.
—Supongo que George sabe lo que hace; pero se me antoja una tontería
celebrarlo en el mismo sitio en que...
—Oh, he estado en el Luxemburgo varias veces desde que... desde lo de
Rosemary. Quiero decir que es algo inevitable.
—Sí. Y más vale así. Tengo un regalo de cumpleaños para ti, Iris. Espero
que te gustará. Au revoir.
Colgó el aparato.
Iris volvió al lado de Lucilla Drake para discutir, persuadir y tranquilizar a
su tía.
George, en cuanto llegó a la oficina, mandó llamar a Ruth Lessing.
Su gesto de preocupación se amortiguó un poco al entrar ella, serena y
sonriente, con su elegante traje chaqueta negro.
—Buenos días.
—Buenos días, Ruth. Otra preocupación. Mire esto.
Ella tomó el telegrama que le ofrecía.
—¡Víctor Drake otra vez!.
—¡Sí, maldita sea su estampa!.
Ella guardó silencio un momento, con el papel en la mano. Un rostro
delgado, moreno, las arrugas que se formaban alrededor de la nariz al
reírse. Una voz burlona que decía: «La clase de muchacha que debiera
casarse con el jefe...» ¡Qué nítidamente lo recordaba todo!.
« Parece que fuera ayer...», pensó.
La voz de George la sacó de su ensimismamiento.
—¿No fue hace cosa de un año cuando lo embarcamos para allá?.
Ella reflexionó.
—Creo que sí... sí. Si no me equivoco, fue el veintisiete de octubre.
—¡Qué muchacha más asombrosa es usted!. ¡Qué memoria!.
Ruth se dijo para sus adentros que tenía motivos mucho mejores para
recordarlo de lo que él pensaba. Había escuchado la voz de Rosemary
por teléfono, recién influenciada por Víctor Drake, y había decidido que
odiaba a la mujer de su jefe.
—Supongo —señaló George— que hemos de considerarnos afortunados
de que haya durado tanto allá. Aun cuando nos costara cincuenta libras
hace tres meses.
—Parecen demasiadas las trescientas libras que pide ahora.
—Ah, sí. Pero no recibirá tanto. Tendremos que hacer las investigaciones
de rigor.
—Más vale que me ponga en comunicación con Mr. Ogilve.
Alexander Ogilve era su agente en Buenos Aires, un escocés sobrio y
práctico.
—Sí. Envíale un telegrama inmediatamente. Su madre está histérica
como de costumbre. Resulta un engorro teniendo en cuenta que hemos
de celebrar la fiesta esta noche.
—¿Quiere que me quede con ella?.
—No —contestó él, con énfasis—. De ninguna manera. Usted es una
invitada que no puede faltar. La necesito, Ruth —le tomó una mano entre
79
las suyas—. Es usted demasiado abnegada.
—Se equivoca —manifestó ella con una sonrisa. Luego sugirió—: Valdría
la pena intentar ponerse en comunicación telefónica con Mr. Ogilve.
Podríamos dejarlo todo arreglado esta noche.
—Es una buena idea. Bien vale el gasto.
—Me encargaré de ello enseguida.
Retiró con dulzura la mano que aún le asía su jefe y se fue.
George atendió varios asuntos que requerían su atención. A las doce y
media salió y tomó un taxi hasta el Luxemburgo.
Charles, el notorio y popular maitre, le salió al encuentro, haciendo una
reverencia y dándole la bienvenida con una sonrisa.
—Buenos días, Mr. Barton.
—Buenos días, Charles. ¿Está todo listo para esta noche?.
—Creo que quedará usted satisfecho.
—¿La misma mesa?.
—La central del reservado.
—Sí... ¿Y recuerda lo del cubierto de más?.
—Todo está arreglado.
—¿Ha conseguido el romero? 6
—Sí, Mr. Barton. Pero me temo que no resultará muy decorativo. ¿No le
gustaría que agregáramos algunas bayas rojas o unos cuantos
crisantemos?.
—No, no. Sólo el romero.
—Está bien, señor. ¿Quiere ver el menú? ¡Giuseppe!.
Un camarero italiano de edad madura, talla baja y semblante sonriente,
acudió a la llamada.
—El menú para Mr. Barton.
Giuseppe le dio el menú.
Ostras, sopa ligera, lenguado Luxemburgo, urogallo, hígado de pollo con
tocino y peras Bella Elena.
George le echó una mirada, indiferente.
—Sí, sí, está bien.
Devolvió el menú a Giuseppe y Charles lo acompañó hasta la puerta.
Al despedirse, el maitre bajó un poco el tono de su voz y murmuró:
—¿Me permite que le exprese nuestro agradecimiento, Mr. Barton, por
su... por su vuelta con nosotros?.
Una sonrisa un tanto siniestra apareció en el rostro de George.
—Tenemos que olvidar —dijo—. No podemos vivir en el pasado. Todo eso
se acabó y no ha de resucitar.
—Cierto, muy cierto, Mr. Barton. Ya sabe usted lo mucho que lo
lamentamos entonces. Espero que mademoiselle sea muy feliz con su
fiesta y que todo esté al gusto de usted.
Charles hizo una reverencia y se retiró, para lanzarse como un ángel
vengador sobre un camarero que estaba haciendo algo que no debía en
una mesa próxima a la ventana.
George salió con una sonrisa amarga en los labios. No tenía suficiente
6
Recuérdese lo que se dijo respecto a la relación entre «romero» y Rosemary. (N. del
T.)
80
imaginación para compadecerse del Luxemburgo. Después de todo, no
era la culpa del Luxemburgo que Rosemary hubiese decidido suicidarse
allí, o que alguien hubiera decidido asesinarla en aquel restaurante.
Había sido una verdadera mala suerte para el Luxemburgo. Pero, como
la mayoría de la gente que no tiene más que una idea, George pensaba
sólo en dicha idea.
Comió en su club y asistió a una reunión de una junta directiva.
Camino de regreso a su oficina, llamó desde un teléfono público a un
número de Maide Vale. Salió de la cabina con un suspiro de alivio. Todo
marchaba según su plan.
Volvió a la oficina. Ruth le aguardaba impaciente.
—En relación con Víctor Drake...
—¿Sí?.
—Me temo que se trata de un mal asunto. Es posible que lo denuncien.
Ha estado haciendo uso de los fondos de la compañía desde hace tiempo.
—¿Lo dijo Ogilve?.
—Sí. Conseguí comunicarme con él esta mañana, le di su mensaje, y
hace diez minutos que ha llamado. Dice que Víctor se toma el tema con
mucho descaro.
—Me lo figuro.
—Pero insiste en que no lo denunciarán si devuelve el dinero. Mr. Ogilve
se entrevistó con el socio principal y obtuvo confirmación de este
extremo. La cantidad exacta es de ciento sesenta y cinco libras
esterlinas.
—¿Así que el granuja de Víctor pensaba sacar un beneficio de ciento
treinta libras en el asunto?.
—Eso me temo.
—Bueno, pues, por lo menos le hemos estropeado la jugada —dijo
George, con sombría satisfacción.
—Le dije a Mr. Ogilve que arreglara el asunto. ¿Hice bien?.
—Por mi parte, me encantaría ver a ese chantajista en la cárcel, pero
hay que pensar en su madre. Una tonta, pero una buena persona. ¡Así
pues Víctor se sale con la suya!.
—¡Qué bueno es usted! —exclamó Ruth.
—¿Yo?.
—Es usted el mejor hombre del mundo.
Él se conmovió. Experimentó contento y embarazo a la vez. Obedeciendo
a su impulso, asió la mano de la muchacha y la besó.
—Querida Ruth... Mi más querida y mejor amiga. ¿Qué hubiera hecho sin
usted?.
Estaban los dos muy juntos.
«Hubiera podido ser feliz con él —pensó ella—. Le hubiese hecho feliz. Si
hubiera...»
«¿Sigo el consejo de Race? —pensó él—. ¿Renuncio a todo?. ¿Acaso no
sería eso lo mejor?».
La indecisión revoloteó sobre él y luego pasó.
—A las nueve y media en el Luxemburgo.
81
CAPÍTULO VI
Todos habían acudido. George exhaló un suspiro de alivio. Hasta el
último momento había temido que alguien desertara, pero todos se
hallaban allí. Stephen Farraday, alto y erguido, algo pomposo en sus
modales. Sandra Farraday con un sobrio vestido de terciopelo negro y
esmeraldas al cuello. Aquella mujer era de gran alcurnia, de eso no había
la menor duda. Hablaba y se mostraba más amable y cortés que nunca.
Ruth, de negro también, sin más adorno que un broche. El pelo negro
como ala de cuervo, muy pegado a la cabeza; la garganta y el cuello
muy blancos, más blancos que los de las demás mujeres. Ruth era una
trabajadora, no disfrutaba de los largos ratos de ocio necesarios para
broncearse al sol. Los ojos de George se encontraron con los de ella y,
como si la muchacha viera en ellos reflejada la ansiedad, sonrió
tranquilizadora. Se animó. ¡Qué leal era Ruth!. A su lado, Iris se
mostraba contra su costumbre algo silenciosa. Sólo ella daba muestras
de saber que aquélla no era una fiesta corriente. Estaba pálida, pero ello
parecía favorecerla, le daba cierta belleza solemne. Llevaba un vestido
sencillo verde hoja. Anthony Browne fue el último en presentarse y a
George se le antojó que llegaba con el paso rápido y cauteloso de un
animal selvático, como una pantera o como un leopardo. Aquel hombre
no estaba totalmente civilizado.
Todos estaban allí, todos a buen recaudo en la trampa de George. Ahora
empezaría el drama.
Apuraron los cócteles. Se pusieron en pie y pasaron por el arco al
restaurante propiamente dicho.
Parejas bailando, música suave, camareros que se movían presurosos de
un lado para otro.
Charles les salió al encuentro y, sonriendo, les condujo a su mesa.
Estaba en el otro extremo de la sala, un reservado con tres mesas, una
grande en el centro y dos pequeñas para dos personas, una a cada lado
de la central. Un extranjero de tez cetrina y edad madura, y una rubia
muy hermosa, ocupaban una de las dos mesitas. Una pareja muy joven
ocupaba la otra. La mesa central estaba reservada para el grupo de
Barton.
George les fue señalando jovialmente sus puestos.
—Sandra, ¿quiere sentarse aquí, a mi derecha?. Browne a su lado. Iris
querida, la fiesta es tuya. He de tenerte aquí, a mi lado. Y usted a su
otro lado, Farraday. Después usted, Ruth...
Hizo una pausa. Entre Ruth y Anthony había un asiento vacante. La mesa
se había puesto para siete.
—Mi amigo Race tal vez llegue un poco tarde. Me dijo que no le
esperáramos. Ya vendrá. Me gustaría que le conociesen todos ustedes...
es una gran persona... ha recorrido todo el mundo y puede contarles
cosas muy interesantes.
Iris se sentó enfadada. George lo había hecho adrede, la había separado
de Anthony. Ruth tendría que haber estado sentada donde estaba ella,
junto al anfitrión. ¡Así que George aún le tenía antipatía a Anthony y
82
desconfiaba de él!.
Espió a través de la mesa. Anthony tenía el entrecejo fruncido. No la
miró. Una vez dirigió una mirada de soslayo al asiento vacío a su lado.
—Me alegro de que haya de venir otro hombre, Barton. Existe la
posibilidad de que tenga que marcharme yo algo temprano.
Completamente inevitable. Pero es que me encontré aquí con un
conocido.
—¿También dedica las horas de diversión a los negocios? —preguntó
George sonriente—. Es usted demasiado joven para eso, Browne.
Aunque es verdad que nunca he sabido a qué se dedica usted...
Por casualidad la conversación había cesado un instante. Se oyó la
contestación de Anthony, deliberada y fría:
—Al crimen organizado, Barton. Eso es lo que contesto siempre que se
me pregunta. Robos por encargo. Especialidad en raterías. Esmerado
servicio a domicilio.
Sandra rió.
—Tiene usted algo que ver con armamentos, ¿verdad, Mr. Browne? —
declaró—. En estos tiempos, el villano, en todas las obras, es un
traficante de armas.
Iris observó que los ojos de Anthony se dilataban de pronto con gesto de
sorpresa.
—No me descubra usted, lady Alexandra —rogó en tono zumbón—. Todo
es muy secreto. Los espías de las potencias extranjeras están en todas
partes. Silencio y discreción.
Sacudió la cabeza con burlona solemnidad.
El camarero retiró los platos de las ostras. Stephen le preguntó a Iris si
le gustaría bailar.
No tardaron en estar bailando todos. La atmósfera se descargó un poco.
Por fin le tocó a Iris bailar con Anthony.
—¡Qué mala intención la de George! —dijo ella—. No quiso ponernos
juntos.
—Al contrario. Es de agradecer. Así puedo contemplarte sin interrupción
desde el otro lado de la mesa.
—¿No será verdad eso de que tienes que marcharte temprano?.
—Pudiera ser.
—¿Sabías que iba a venir el coronel Race?.
—No. No tenía la menor idea.
—Resulta curioso.
—¿Lo conoces?. Ah, sí. Me dijiste que sí el otro día. ¿Qué clase de
hombre es?.
—Nadie lo sabe con exactitud —afirmó Iris.
Volvieron a la mesa. Poco a poco la tensión, que se había aliviado,
pareció acentuarse de nuevo. Todos estaban tensos. Sólo el anfitrión
parecía jovial y despreocupado.
Iris le vio echar una mirada al reloj.
De pronto sonó un redoble de tambor y la iluminación se amortiguó. En
la parte central de la pista se alzó una plataforma. Las sillas se retiraron
un poco, puestas de lado. Tres hombres y tres muchachas aparecieron
83
bailando en el escenario. Les siguió un imitador de sonidos. Trenes,
apisonadoras, aeroplanos, máquinas de coser, vacas mugiendo. Fue un
éxito. Salieron a continuación Lenny y Fio con un baile de exhibición que
más que baile parecía un número acrobático. Más aplausos. Luego, otro
conjunto, el Sexteto Luxemburgo. Las luces volvieron a encenderse.
Todo el mundo parpadeó.
Al mismo tiempo una oleada de libertad, de alivio repentino de la
tensión, pareció barrer la mesa. Era como si subconscientemente
hubieran estado esperando algo que, después de todo, no había llegado
a ocurrir. Porque, en la otra ocasión, la vuelta de la iluminación completa
había coincidido con el descubrimiento de un cadáver echado sobre la
mesa. Era como si ahora el pasado hubiese quedado atrás
definitivamente y se hubiera sumido en el olvido. La sombra de la
tragedia ocurrida en otro tiempo se había desvanecido.
Sandra se volvió hacia Anthony muy animada. Stephen le hizo una
observación a Iris, y Ruth se inclinó hacia delante para tomar parte en la
conversación. Sólo George permaneció inmóvil en su asiento, mirando...
mirando con la vista fija en la silla vacía que tenía delante. Una silla
ante la que se había puesto un cubierto. Había champán en la copa. De
un momento a otro podría venir alguien a sentarse allí.
Un codazo de Iris le hizo volver a la realidad
—Despiértate, George. Sal a bailar. No has bailado conmigo.
Él salió de su ensimismamiento. Con una sonrisa, alzó su copa.
—Un brindis primero. Brindemos por la jovencita cuyo cumpleaños
estamos celebrando. ¡Brindo por Iris Marle!. ¡Que nunca mengüe su
sombra!.
Bebieron riendo. Luego se levantaron todos a bailar: George e Iris,
Stephen y Ruth, Anthony y Sandra.
Tocaban una alegre melodía de jazz.
Todos volvieron juntos, riendo y hablando. Se sentaron.
De pronto George se inclinó hacia delante.
—Quiero pedirles una cosa a todos. Hace cosa de un año, más o menos,
nos reunimos aquí cierta noche que terminó en tragedia. No quiero
recordar tristezas pasadas, pero no me gustaría sentir que Rosemary ha
sido olvidada por completo. Les pediré que brinden en memoria suya.
Por su recuerdo.
Alzó la copa. Todos los demás le imitaron obedientemente. Sus rostros
eran máscaras corteses.
—¡Por Rosemary! ¡Por su recuerdo! —dijo George.
Se llevaron las copas a los labios. Bebieron.
Hubo una pausa, entonces George se tambaleó, se desmoronó en su
asiento y alzó frenético las manos hacia la garganta. Luego su rostro se
amorató mientras luchaba por respirar.
Tardó en morir un minuto y medio.
84
LIBRO TERCERO
IRIS
«Porque creí que los muertos gozaban de la paz, pero no es así...»
85
CAPÍTULO PRIMERO
El coronel Race entró en New Scotland Yard. Llenó el impreso que le
entregaron y unos minutos más tarde estrechaba la mano del inspector
jefe Kemp, en el despacho de este último.
Los dos hombres se conocían bien. Kemp, por el tipo, recordaba
levemente al magnífico veterano Battle. Es más, como había trabajado a
las órdenes de Battle durante muchos años, quizás había copiado
inconscientemente muchos de los amaneramientos de su superior. Daba
la misma sensación de haber sido tallado de una sola pieza, pero así
como Battle había parecido de teca o de roble, el inspector Kemp sugería
una madera más vistosa, caoba, por ejemplo, o palo de rosa.
—Le agradecemos que nos haya telefoneado, coronel —dijo Kemp—.
Necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir en este asunto.
—Parece haber ido a parar a manos idóneas —respondió Race.
Kemp no se molestó en fingir modestia. Aceptaba con sencillez el
innegable hecho de que a sus manos sólo iban a parar asuntos muy
delicados, sensacionalistas o de máxima importancia.
—Se trata de la familia Kidderminster —declaró muy serio—. Ya puede
usted imaginarse que eso significa que hay que andar con pies de plomo.
Race asintió. Había coincidido varias veces con lady Alexandra Farraday.
Una de esas mujeres calladas, de posición intachable, a quienes parece
fantástico asociar con publicidad sensacional. Le había oído hablar en
mitines, sin elocuencia, pero en forma clara y competente, con
conocimiento de causa y excelente dicción.
La clase de mujer cuya vida pública figuraba en toda la prensa y cuya
vida privada apenas existía, salvo como suave fondo doméstico de sus
demás actividades.
No obstante, pensó, las mujeres así tienen una vida privada. Conocen la
desesperación, el amor y las angustias de los celos. Pueden perder todo
el dominio sobre sí ; mismas y arriesgar la propia vida en una jugada
apasionada.
—¿Supone que ella lo hizo, Kemp? —inquirió el coronel.
—¿Lady Alexandra?. ¿Cree usted que es la culpable, señor?.
—No tengo la menor idea. Pero supongamos que fuese ella. O su esposo,
que se cobija bajo el manto de los Kidderminster.
Los ojos verde mar del inspector jefe Kemp clavaron su clara mirada en
los ojos oscuros de Race.
—Si alguno de los dos cometió el asesinato, haremos cuanto esté en
nuestras manos para mandar a la horca al culpable. Usted sabe eso. En
este país ni se teme ni se protege a un asesino por elevado que sea su
rango. Pero tendremos que estar completamente seguros, presentar
pruebas convincentes. El fiscal insistirá en eso.
Race asintió.
—Cuénteme el caso —dijo.
—George Barton murió envenenado con cianuro, lo mismo que su esposa
hace un año. ¿Dice que se encontraba en el restaurante?.
—Sí. Barton me había pedido que formara parte del grupo. Yo me negué.
86
No me gustaba lo que estaba haciendo. Protesté contra ello y le insistí,
por si tenía dudas sobre la muerte de su esposa, en que se dirigiera a las
autoridades competentes, a ustedes.
Kemp asintió.
—Eso es lo que debiera haber hecho.
—En cambio, persistió en poner en práctica una idea que se le había
ocurrido: prepararle una trampa al asesino. No quiso decirme en qué
consistía la trampa. El asunto me inquietó hasta el punto de hacerme ir
al Luxemburgo anoche a vigilar. Mi mesa, por fuerza, se hallaba a cierta
distancia y no quería que me descubrieran con facilidad. Por desgracia,
no puedo decirle nada. No vi nada sospechoso. Las únicas personas que
se acercaron a la mesa fueron las que formaban parte del grupo y los
camareros.
—Sí —dijo Kemp—. La cosa queda reducida a un círculo limitado,
¿verdad?. Fue uno de ellos o fue el camarero Giuseppe Bolsano. Le he
hecho venir aquí otra vez esta mañana, pero no creo que tuviese nada
que ver con el asunto. Lleva en el Luxemburgo doce años, buena
reputación, casado, tres hijos, muy buenos antecedentes. Se lleva bien
con toda la clientela.
—Lo que nos deja con los invitados.
—Sí. El mismo grupo que asistió cuando Mrs. Barton... murió.
—¿Qué me dice de aquel asunto, Kemp?.
—He estado investigándolo, puesto que es evidente que ambos asuntos
están relacionados. Adams se encargó de aquel caso. No fue lo que
nosotros llamaríamos un caso claro de suicidio, pero el suicidio era la
solución más probable en ausencia de indicio alguno que sugiriera
asesinato. Hubo que darlo por suicidio. No podíamos hacer otra cosa.
Tenemos muchos casos así en nuestros archivos, ¿sabe?. Suicidio con
interrogante. El público no lo sabe, pero nosotros no lo olvidamos. A
veces continuamos bastante tiempo investigando por ahí en secreto. A
veces surge algo, otras veces, nada. Como en este caso.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora. Alguien avisó a Mr. Barton de que su mujer había sido
asesinada. Empezó a trabajar por su cuenta. Dio a entender además que
se hallaba sobre la pista. Si eso era cierto o no, no lo sé. Pero el asesino
debió de creer que sí, conque se alarmó y mató a Barton. Eso parece ser
lo ocurrido, tal como yo lo veo. Espero que estará usted de acuerdo.
—¡Oh, sí!. Esa parte parece bastante clara. Dios sabe en qué consistiría
la «trampa». Observé que había una silla vacante en la mesa. Tal vez
estuviera destinada a un testigo inesperado. Sea como fuese, consiguió
algo más de lo que esperaba. Alarmó tanto a la persona culpable, que
ésta no aguardó a que saltara la trampa.
—Bueno —dijo Kemp—, tenemos cinco sospechosos. Y contamos con el
primer caso como antecedente: el de Mrs. Barton.
—¿Abriga usted ahora el convencimiento de que no se trató de un
suicidio?.
—Este asesinato parece demostrar que no lo fue. Aunque no creo que
puedan culparnos a nosotros por haber aceptado por entonces la teoría
87
del suicidio como la más verosímil. Ciertas pruebas la apoyaban.
—¿Depresión después de una fuerte gripe?.
En el semblante inescrutable de Kemp se dibujó una sonrisa.
—Esta conclusión fue para la encuesta. Estaba de acuerdo con el
dictamen facultativo y no hería las susceptibilidades de nadie. Esas cosas
se hacen con frecuencia. Es un proceder normal. Y se encontró una carta
a medio terminar, dirigida a la hermana, en la que decía cómo deseaba
que se repartieran sus bienes. Esto bastó para demostrar que había
tenido la idea de suicidarse. No dudo de que estuviese deprimida, ¡pobre
mujer!, pero tratándose del género femenino, los suicidios obedecen, en
nueve casos de cada diez, a un asunto amoroso. En los hombres casi
siempre es por cuestiones de dinero.
—¡Así que sabía usted que Mrs. Barton tenía un asunto amoroso!.
—Sí, no tardamos en descubrirlo. Había sido discreta, pero fue fácil
averiguarlo.
—¿Stephen Farraday?.
—Sí. Acostumbraban a encontrarse en un apartamento de los
alrededores de Earl's Court. Duraba la cosa desde hacía seis meses.
Suponga que hubieran reñido... o que él se estuviera cansando de ella...
Bueno, no sería la primera mujer que se suicidase en un repentino
acceso de desesperación.
—¿Con cianuro en un restaurante? —Sí, si quería ser un poco
melodramática en presencia del amante y todo eso. A alguna gente le
gusta lo teatral. Por lo que pude averiguar, a ella le tenían por completo
sin cuidado los convencionalismos. Todas las precauciones las tomaba él.
—¿Existe alguna prueba de que su esposa supiera lo que estaba
sucediendo?.
—Que nosotros pudiéramos averiguar, ella no sabía una palabra del
asunto.
—Pudo haberlo sabido a pesar de todo, Kemp. No es una mujer que deje
traslucir sus pensamientos.
—Oh, de acuerdo, de acuerdo. Cuente a los dos como posibles. Ella, por
celos. Él, por su carrera. Un divorcio le hubiera hecho polvo el porvenir. Y
no es que un divorcio signifique tanto hoy como antaño, pero en este
caso, hubiera representado el antagonismo de los Kidderminster. —¿Y la
secretaria?.
—Es muy posible. Puede haber estado enamorada de George Barton.
Existía estrecha relación entre ellos en la oficina y se ha tenido siempre
el convencimiento allí de que la muchacha estaba colada por él. Es más,
ayer por la tarde una de las telefonistas estaba parodiando a Barton.
Hacía como si estuviera asiendo la mano de Ruth Lessing y diciendo que
no podía pasar sin ella. Miss Lessing salió en aquel instante, la
sorprendió y la despidió sin vacilar. Le dio un mes de sueldo y le dijo que
se fuese. Parece ser que es bastante susceptible por ese lado. Luego, la
hermana heredó mucho dinero, hay que recordar eso. Parece una buena
chica, pero no puede uno fiarse.
Y, además, hay que tener en cuenta al otro amiguito de Mrs. Barton.
—Tendría mucho interés en oír todo lo que sabe usted de él.
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Kemp habló muy despacio.
—Poquísimo... y aun eso no es demasiado bueno. Tiene el pasaporte en
regla. Es un ciudadano norteamericano del que nada hemos podido
averiguar, ni a favor ni en contra. Vino aquí, se alojó en el Claridge y
logró hacer amistad con lord Dewsbury.
—¿Timador?.
—Pudiera ser. Dewsbury parece haberle cobrado afecto. Le ha pedido
que se quede. Y era un momento algo crítico entonces, por cierto.
—Armamento —dijo Race—. Hubo mucho jaleo en las pruebas con los
nuevos tanques en la fábrica de Dewsbury.
—Sí. Ese Browne se mostró interesado en armamento. Fue poco después
de haber estado él allá cuando se descubrieron los actos de sabotaje
justamente a tiempo. Browne conoció a muchos amigos de Dewsbury.
Parece haber cultivado la amistad de todos los que estaban relacionados
con fábricas de armamento. Como resultado de ello, le han enseñado
muchas cosas que, en mi opinión, no debiera haber visto jamás. Y, en un
caso o dos, ha habido jaleo serio en las fábricas no mucho después de
haber estado él.
—¡Interesante personaje Mr. Browne!.
—Sí. Derrocha simpatía al parecer, y sabe sacarle todo el provecho
posible.
—¿Y cómo entró Mrs. Barton en el asunto?. George Barton no tiene nada
que ver con la venta de armas, ¿verdad?.
—No, pero parecen haber tenido bastante intimidad. Tal vez le dijese
algo a ella. Usted sabe, coronel, mejor que nadie, lo que es capaz de
sonsacarle a un hombre una mujer bonita.
Race asintió, tomando las palabras del inspector como una referencia al
Departamento de Contraespionaje, que antaño dirigiera él, y no como
alusión a alguna indiscreción personal suya.
Después de una larga pausa, Race preguntó: —¿Ha probado suerte con
las cartas que recibió George Barton?.
—Sí. Las encontré en la mesa escritorio de su casa anoche. Mejor dicho,
fue miss Marle quien me las entregó.
—Usted sabe que me interesan esas cartas, Kemp. ¿Qué opinan de ellas
los expertos?.
—Papel barato, tinta corriente... Por las huellas dactilares se ve que las
tocaron George Barton e Iris Marle, y una serie de manchones no
identificables en el sobre pueden ser las huellas del cartero y de los
empleados de Correos. Las escribían con letra de imprenta, y los peritos
opinan que las escribió alguna persona culta y de buena salud.
—¿Una persona culta...?. ¿No un criado? —Al parecer, no.
—Así resulta aún más interesante. —Significa que por lo menos alguna
otra persona también desconfiaba.
—Alguna persona que no se dirigió a la policía. Alguien que estaba
dispuesto a despertar las sospechas de George, pero que no siguió
adelante con el asunto. Hay algo raro ahí, Kemp. No las podría haber
escrito él, ¿verdad? —Sí que podría haberlo hecho. Pero, ¿por qué? —
Como preámbulo al suicidio, un suicidio que tenía la intención de que
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pareciera un asesinato.
—¿Con miras a que Stephen Farraday fuera a la horca?. Es una idea.
Pero se hubiera asegurado de que todo señalara a Farraday como
culpable. Mientras que, en realidad, no tenemos absolutamente nada
contra él. —¿Y el cianuro?. ¿No se encontró ningún envase? —Sí. Un
paquetito de papel blanco, debajo de la mesa. Contenía restos de
cianuro. Sin huellas dactilares. En una novela policíaca, claro, se trataría
de un papel especial doblado de una forma determinada. Me gustaría
darles a esos escritores de novelas policíacas un curso de investigación
práctica. ¡Pronto se enterarían de que resulta imposible descubrir la
procedencia de la mayor parte de las cosas y de que nadie se fija en
nada en ninguna parte!.
Race sonrió.
—Me parece que generaliza demasiado. ¿Nadie vio nada anoche?.
—Ésa es la tarea que me dispongo a realizar. Anoche tomé una breve
declaración a todo el mundo y regresé a Elvaston Square con miss Marle
y registré la mesa del despacho de Barton. Obtendré una declaración
más completa de todos hoy, así como declaraciones de la gente que
ocupaba las dos mesas contiguas.
Hojeó unos papeles.
—Sí... aquí están. Gerard Tollington, de la Guardia de Granaderos, y la
honorable Patricia Brice Goodworth. Una parejita de prometidos. Apuesto
a que no vieron nada. Estarían demasiado ocupados mirándose el uno al
otro. Y Mr. Pedro Morales, un mejicano de aspecto poco recomendable.
Hasta el blanco de los ojos lo tiene amarillo. Y miss Christine Shannon,
una escultural rubia sacacuartos. Apuesto a que ella tampoco vio nada.
Más idiota de lo que uno pudiera creer posible... salvo en asuntos de
sacar dinero al prójimo. Lo más probable es que ninguno de ellos viera
nada, pero tomé los nombres y direcciones por si acaso. Empezaremos
por el camarero Giuseppe. Está aquí ahora. Ordenaré que lo hagan
pasar.
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CAPÍTULO II
Giuseppe Bolsano era un hombre de edad madura, enjuto e inteligente,
aunque su rostro tenía cierto aire de simio. Estaba nervioso, pero no más
de lo natural. Hablaba el inglés con facilidad, puesto que, como explicó,
se encontraba en Inglaterra desde los dieciséis años y se había casado
con una inglesa.
Kemp se mostró muy comprensivo con él.
—Vamos, Giuseppe —le dijo—, a ver si se le ha ocurrido a usted alguna
otra cosa relacionada con el asunto.
—Es un asunto muy desagradable para mí. Fui yo quien sirvió esa cena.
Fui yo quien sirvió el vino. La gente empezará a decir que tengo
trastornado el juicio, que pongo veneno en las copas. No es cierto, pero
eso dirá la gente. El propio Mr. Goldstein me ha dicho ya que más vale
que me tome una semana de vacaciones... para que la gente no me
haga preguntas ni me señalen cuando entren en el establecimiento. Es
un hombre bueno y justo. Sabe que yo no tengo la culpa y que llevo
trabajando allí muchos años. Así que no me ha despedido, como
hubieran hecho otros dueños de restaurantes. Y Charles ha sido muy
bondadoso también. No obstante, es una desgracia para mí... y me da
miedo. ¿Tendré un enemigo, me pregunto?.
—Bueno —inquirió Kemp, con el rostro más inescrutable que nunca—, ¿lo
tiene?.
En la melancólica cara de mono apareció una sonrisa. Giuseppe abrió los
brazos.
—¿Yo?. ¡No tengo un solo enemigo en el mundo!. Muchos buenos
amigos. Pero ningún enemigo.
Kemp soltó un gruñido.
—Hablemos de anoche. Hábleme del champán.
—Era Clicquot del veintiocho, un caldo muy bueno y muy caro. Mr.
Barton era así. Le gustaba comer y beber de lo mejor.
—¿Había pedido la bebida de antemano?.
—Sí. Lo había acordado todo con Charles.
—¿Y el sitio vacante a la mesa?.
—También lo había previsto. Se lo dijo a Charles y me lo dijo a mí. Una
señorita lo ocuparía más tarde.
—¿Una señorita? —Race y Kemp se miraron—. ¿Sabe usted quién era
esa señorita?.
Giuseppe meneó la cabeza.
—No. No sé una palabra de eso. Había de llegar más tarde. Es lo único
que sé.
—Prosiga con el champán. ¿Cuántas botellas?.
—Dos. Y había de estar preparada una tercera por si hacía falta. La
primera se terminó aprisa. Descorché la segunda no mucho antes de que
empezara el espectáculo en la pista. Llené las copas y metí la botella en
el cubo de hielo...
—¿Cuándo vio usted beber a Mr. Barton por última vez?.
—Deje que piense... Cuando se terminó el espectáculo, brindaron por la
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señorita. Era su cumpleaños, según tengo entendido. Luego salieron a
bailar. Fue después de eso, al regresar, cuando bebió Mr. Barton, y,
enseguida, así, como quien sopla una vela, murió.
—¿Había usted llenado los vasos mientras bailaban?.
—No, monsieur. Estaban llenos cuando brindaron por mademoiselle, y no
bebieron mucho. Sólo unos sorbos. Quedaba mucho en las copas.
—¿Se acercó alguien, fuera quien fuese, a la mesa mientras bailaban?.
—Nadie en absoluto, señor. Estoy seguro de ello.
—¿Salieron todos a bailar al mismo tiempo?.
—Sí.
—¿Y volvieron al mismo tiempo?.
Giuseppe frunció el entrecejo en un esfuerzo para recordar.
—Mr. Barton volvió primero con la señorita. Era más grueso que los
otros, no bailó tanto rato, ¿comprende?. Luego volvieron el caballero
rubio, Mr. Farraday, y la señorita vestida de negro. Lady Alexandra
Farraday y el señor moreno fueron los últimos en sentarse.
—¿Conoce usted bien a Mr. Farraday y a lady Alexandra?.
—Sí, señor. Los he visto en el Luxemburgo con frecuencia. Son muy
distinguidos.
—Oiga, Giuseppe, si alguna de esas personas hubiese puesto algo en la
copa de Mr. Barton, ¿hubiera podido verlo usted?.
—No puedo contestar a eso. Tengo mi sector... las otras dos mesas del
reservado y dos más en la sala del restaurante. Había que servir varios
platos. No vigilé la mesa de Mr. Barton. Después del espectáculo, casi
todo el mundo se levantó a bailar, de manera que, durante aquel
intervalo, me mantuve quieto... por eso puedo estar seguro de que nadie
se acercó a la mesa entonces. Pero en cuanto se sentó todo el mundo,
volví a encontrarme muy ocupado.
Kemp asintió.
—Pero creo —prosiguió Giuseppe— que hubiera sido muy difícil acercarse
sin ser visto. Se me ocurre que sólo el propio Mr. Barton podía haberlo
hecho. Pero ustedes no lo creen, ¿verdad?.
Miró al policía.
—Así que esa es su opinión, ¿eh? —dijo Kemp.
—Como es natural, yo no sé nada... pero me he hecho esa pregunta:
hace un año, esa hermosa señora, Mrs. Barton, se suicidó. ¿No podría
ser que Mr. Barton estuviera tan apenado que decidiera poner fin a su
vida de la misma manera?. Resulta poético. Claro está que no le haría
con ello ningún bien al restaurante... pero un caballero que va a
suicidarse no pensaría en eso.
Miró con avidez a los dos hombres.
Kemp meneó la cabeza.
—Dudo mucho que sea tan sencillo.
Hizo unas cuantas preguntas más y luego despidió a Giuseppe.
—¿Me pregunto si será eso lo que debemos creer?.
—¿Un marido angustiado se suicida en el aniversario de la muerte de su
esposa?. En realidad, no era el aniversario, pero no faltaba mucho.
—Era el Día de Difuntos —anunció Race.
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—Sí. Es posible que la idea fuera ésa; pero en tal caso, quienquiera que
cometiese el crimen, no puede haber sabido que Mr. Barton conservaba
aquellas cartas, o que lo había comentado con usted, o que se las había
enseñado a Iris Marle.
Consultó el reloj.
—Me esperan en Kidderminster House a las doce y media. Tenemos
tiempo de visitar a los que ocupaban las otras dos mesas, o a alguno de
ellos, por lo menos. Acompáñeme, ¿quiere, coronel?.
93
CAPÍTULO III
Mr. Morales se hospedaba en el Ritz. No era una visión agradable a esta
hora de la mañana. Estaba sin afeitar, tenía los ojos inyectados en
sangre y sufría todas las consecuencias de una terrible resaca.
Mr. Morales era súbdito norteamericano y hablaba en spanglish. Aun
cuando aseguró que estaba dispuesto a recordar todo lo que fuera
posible, sus recuerdos de la noche anterior eran de una vaguedad
asombrosa.
—Fui con Christine, una tía de cuidado. Me dijo que era un buen sitio.
«Cariño —le dije—, iremos adonde a ti te salga de las narices.» Era un
sitio de postín... eso lo reconozco, ¡y te lo hacen pagar!. Se me llevaron
casi treinta dólares. Los músicos eran unos muertos. Nada de marcha.
Interrumpieron sus recuerdos de su propia juerga y le instaron a que se
concentrara en la mesa central. No fue de gran ayuda.
—Sí, había una mesa y estaba llena de gente. No recuerdo qué aspecto
tenían. No les hice mucho caso hasta que el tipo aquel la espichó.
Aunque al principio no parecía saber aguantar el vino. Ah, oigan, ahora
recuerdo a una de las damas. Pelo negro y estaba estupenda.
—¿Se refiere a la muchacha del vestido de terciopelo verde?.
—No, a esa no. Ésa era puro hueso. La que digo iba de negro, ¡y vaya
curvas las suyas!.
Era Ruth Lessing la que había llamado la atención de Mr. Morales. Hizo
un gesto de admiración al recordarla.
—La estuve observando bailar. ¡Y cómo bailaba la tía!. Me insinué a ella
un par de veces, pero perdí el tiempo.
No consiguieron sacar nada de valor de Mr. Morales y él confesó que su
estado de embriaguez se hallaba ya bastante avanzado antes de que
diera principio el espectáculo.
Kemp le dio las gracias y se dispuso a retirarse.
—Salgo para Nueva York mañana —anunció Mr. Morales—. ¿No le
gustaría a usted —preguntó ansioso— que me quedara unos días más?.
—Gracias, pero no creo que sea necesario su testimonio cuando se
celebre la encuesta.
—Es que me estoy divirtiendo mucho aquí, ¿sabe...?. Y si me quedara
porque me lo pidiese la policía, la empresa no podría decirme nada...
Cuando la policía le dice a uno que no se mueva, uno tiene que
obedecer. Tal vez pudiera recordar algo si pensara con más
detenimiento.
Pero Kemp se negó a morder el anzuelo y, acompañado de Race, marchó
a Brook Street, donde les recibió un caballero enfurecido, el padre de
Patricia Brice Woodworth.
El general lord Woodworth les salió al encuentro haciendo una serie de
comentarios iracundos. «¿Qué diablos significaba eso de insinuar que su
hija —¡su hija!— estaba complicada en aquel asunto?» Si una muchacha
no podía salir con su prometido a comer a un restaurante sin verse
sometida a una serie de molestias por funcionarios de Scotland Yard,
¿adonde iría a parar Inglaterra?. Ni siquiera sabía cómo se llamaba
94
aquella gente. ¿Hubbard?. ¿Barton?. ¡Un empresario!. Con lo que
quedaba demostrado que no se podía ir a todas partes, que tenía que
andarse con ojo antes de entrar en un establecimiento. Siempre había
supuesto que el Luxemburgo era un sitio de confianza. Pero, al parecer,
aquélla era la segunda vez que ocurría allí una cosa así. Muy imbécil
debía de ser Gerard para llevar a Patricia a semejante lugar. Hoy en día,
los jóvenes creían saberlo todo. Fuera como fuese, no tenía la menor
intención de permitir que se molestara, amenazara e interrogara a su
hija; no sin la autorización de su abogado. Telefonearía a Anderson a
Lincoln's Inn y le preguntaría...
Al llegar a este punto, el general calló bruscamente y miró fijamente a
Race.
—A usted lo he visto yo ya en alguna parte —afirmó—. ¿Dónde
demonios...?.
La respuesta de Race fue inmediata.
—Badderpore, 1923 —contestó con una sonrisa.
—¡Caramba! —exclamó el general—. Pero... ¡si es Johnny Race!. ¿Qué
hace usted mezclado en este asunto?.
—Estaba con el inspector jefe Kemp cuando surgió la cuestión de
interrogar a su hija. Sugerí que resultaría menos engorroso para ella si el
inspector Kemp venía aquí en lugar de ir ella a Scotland Yard, y se me
ocurrió acompañarlo.
—Oh... ah... se lo agradezco mucho. Race, muy considerado de su parte.
Pero en aquel instante la puerta se abrió y entró en la habitación miss
Patricia Brice Woodworth que se hizo cargo de la situación con la
serenidad y el distanciamiento de los muy jóvenes.
—¡Hola!. Son ustedes de Scotland Yard, ¿verdad?. ¿Por lo de anoche?.
Estaba deseando que vinieran. ¿Está papá dándoles la lata?. Vamos,
papá, no seas así. Ya sabes lo que te dijo el médico de tu presión
arterial. No comprendo por qué has de exaltarte de esa manera por
cualquier cosa. Me llevaré a los inspectores a mi habitación y te mandaré
a Walters con un whisky.
El general experimentó un colérico deseo de expresarse al mismo tiempo
de varias maneras, a cual más punzante, pero sólo logró decir:
—Un antiguo amigo mío: el coronel Race.
Al oír esto, Patricia perdió todo interés por Race y miró al inspector Kemp
con una sonrisa beatífica.
La joven se llevó al inspector y al coronel a su sala particular, encerrando
con firmeza a su padre en el despacho.
—¡Pobre papá! —observó—. Se empeña en armar jaleo. Pero en realidad
es muy fácil de manejar.
La conversación continuó entonces en tono amistoso, pero con muy poco
resultado.
—Es verdaderamente enloquecedor —aseguró Patricia—. Probablemente
la única ocasión en mi vida en que estaba presente al cometerse un
asesinato, porque se trata de un asesinato, ¿verdad?. Los periódicos se
mostraron muy cautelosos y las noticias eran un poco vagas, pero le dije
a Gerry por teléfono que debía tratarse de un asesinato. ¡Imagínese!.
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¡Un asesinato cometido ante mis narices y ni siquiera estaba mirando!.
El tono de su voz expresaba la más profunda y sincera pena.
No cabía la menor duda de que —como el inspector había pronosticado
con pesimismo— los dos jóvenes, que eran prometidos desde hacía una
semana nada más, sólo se habían visto el uno al otro y no habían tenido
tiempo para fijarse en los demás.
A pesar de su buena voluntad, Patricia Brice Woodworth no pudo decir
más que los nombres de los más conocidos.
—Sandra Farraday estaba muy elegante pero, después de todo, siempre
lo está. El vestido que llevaba era un modelo de Schiaparelli.
—¿La conoce usted? —preguntó Race.
Patricia meneó la cabeza.
—Sólo de vista. Él parece bastante aburrido. ¡Tan pomposo...!. Como la
mayoría de los políticos.
—¿Conocía usted de vista a alguno de los otros?.
Ella volvió a menear la cabeza.
—No, no había visto a ninguno de ellos antes. No lo creo. Es más,
supongo que tampoco me hubiera fijado en Sandra Farraday, de no
haber sido por el Schiaparelli.
—Y verá usted —anunció Kemp, sombrío, cuando salían de la casa—
cómo le ocurre lo propio a ese Tollington... sólo que no habrá habido un
Sahardinelli, suena a sardina, o lo que sea que le llamara la atención.
—Supongo —asintió Race— que el corte del esmoquin de Stephen
Farraday no le produjo ninguna punzada de envidia.
—Bueno —dijo el inspector—. Probaremos suerte con Christine Shannon.
Así habremos examinado todas las probabilidades.
Miss Shannon era, como había asegurado el inspector Kemp, una rubia
escultural. El cabello oxigenado, muy bien cuidado, coronaba un rostro
suave, vacuo, infantil. Miss Shannon podría ser, como había afirmado el
inspector, tonta, pero recreaba la vista, y cierto destello de perspicacia
en sus grandes ojos azules indicaba que su estupidez sólo abarcaba las
cosas intelectuales, pero que donde el sentido común y el conocimiento
de las finanzas eran necesarios, Christine Shannon era un hacha.
Recibió a los dos hombres con máxima dulzura. Los invitó a beber y,
cuando se negaron, les invitó a fumar. Su piso era pequeño y tenía
muebles de estilo moderno y barato.
—Me encantaría poder ayudarle, inspector jefe. Pregúnteme lo que
quiera, por favor.
Kemp empezó haciendo unas cuantas preguntas convencionales sobre el
aspecto y el comportamiento del grupo que ocupaba la mesa central.
Inmediatamente Christine se mostró una observadora inusitadamente
perspicaz y aguda.
—La fiesta no marchaba bien —declaró—. Eso se veía. No podían estar
todos más tensos de lo que estaban. Compadecí de veras al viejo... al
que daba la fiesta. ¡Hay que ver los esfuerzos que hacía aquel hombre
por animarlos!. Estaba tan nervioso que parecía un flan. Y por más que
lo intentaba, no conseguía nada. La mujer alta que tenía a su lado estaba
envarada como si se hubiese tragado una espingarda. Y la chica sentada
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a su izquierda rabiaba porque no la habían sentado junto al muchacho
moreno y de buen ver que ocupaba el asiento frente a ella. Eso se veía a
la legua medio ojo. En cuanto al hombre alto y rubio sentado al lado de
la joven, parecía como si tuviera mal de vientre. Comía como si creyera
que cada bocado iba a atragantársele. La mujer que se hallaba a su lado
hacía todo lo que podía para animarlo, pero se notaba que no estaba
tampoco muy tranquila.
—Parece haberse fijado usted en muchas cosas, miss Shannon —dijo el
coronel Race.
—Les voy a descubrir un secreto: tampoco yo me estaba divirtiendo
mucho. Había salido con ese amiguito mío tres noches seguidas y
empezaba a cansarme de él. Tenía la manía de ver Londres, sobre todo
lo que él llamaba los sitios de postín. Una cosa he de decir a su favor: no
era tacaño. Champán siempre. Fuimos al Compradour y al Mille Fleurs y,
por último, al Luxemburgo, y él sí que se divirtió. Hasta cierto punto
resultaba patético. Pero su conversación no era lo que pudiera llamarse
interesante. Sólo historias muy largas de los negocios que había hecho
en México, y ya me las había contado tres veces. Luego empezó a hablar
de todas las mujeres que había conocido y lo locas que habían estado
por él. Una se cansa de escuchar siempre lo mismo y reconocerán
ustedes que Pedro no es ningún Apolo. Así que me concentré en la
comida y dejé que mi vista errara por la sala.
—Lo cual resulta excelente desde nuestro punto de vista, miss Shannon
—dijo el inspector—, y confío en que haya podido ver algo que nos sirva
de ayuda para resolver nuestro problema.
Christine meneó la rubia cabeza.
—No tengo la menor idea de quién liquidó a ese hombre... ni la menor.
Tomó un trago de champán, se puso morado y cayó de bruces.
—¿Recuerda usted cuándo había bebido de la copa antes de eso?.
La muchacha reflexionó.
—Pues... sí. Fue después del espectáculo. Se encendieron las luces, tomó
la copa y dijo algo. Los otros le imitaron. Me pareció que se trataba de
un brindis.
El inspector asintió.
—Y... ¿luego?.
—Luego empezó a tocar la orquesta y todos se levantaron riendo y
salieron a bailar. Parecieron animarse un poco por fin. Es maravilloso lo
mucho que anima el champán hasta a la gente más callada.
—¿Se fueron todos a un tiempo... dejando la mesa sola?.
—Sí.
—Y nadie tocó la copa de Mr. Barton.
—Nadie —respondió ella en el acto—. Estoy bien segura.
—Y... nadie... ¿nadie en absoluto se acercó a la mesa durante su
ausencia?.
—Nadie... salvo el camarero, claro está.
—¿Un camarero?. ¿Qué camarero?.
—Uno de los auxiliares, con un mandil. Tendría unos dieciséis años. No
era el auténtico camarero. No el de aquel sector, quiero decir. El
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responsable era un hombrecillo muy amable, algo parecido a un mono,
italiano creo que era.
El inspector jefe Kemp asintió a esta descripción de Giuseppe Bolsano.
—¿Y qué hizo el auxiliar?. ¿Llenó las copas?.
Christine meneó la cabeza.
—Oh, no. No tocó nada de encima de la mesa. Se limitó a recoger del
suelo el bolso de noche que una de las muchachas había dejado caer al
levantarse.
—¿De quién era el bolso?.
Christine reflexionó unos instantes.
—Eso es —dijo—. Era el bolso de la jovencita, un bolso verde y oro. Las
otras dos mujeres llevaban bolsos negros.
—¿Qué hizo el auxiliar con el bolso?.
Christine puso cara de sorpresa.
—Se limitó a dejarlo encima de la mesa.
—¿Está usted completamente segura de que no toco ninguna de las
copas?.
—Completamente. Dejó el bolso muy aprisa y se marchó corriendo
porque uno de los camareros le estaba ordenando que fuera a no sé
dónde y trajera no sé qué, y no quería que le echaran la culpa de todo.
—¿Y ésa fue la única ocasión en que se acercó alguien a la mesa?.
—Así es.
—Pero quizás alguien se acercó a la mesa sin que usted lo viera.
Christine sacudió la cabeza muy decidida.
—No, estoy completamente segura de que no. Es que, ¿saben? a Pedro
le habían llamado al teléfono y no había regresado aún, Así que no tenía
yo nada que hacer más que mirar a mi alrededor y aburrirme. Soy
bastante observadora y, desde donde yo me hallaba sentada, no se
podía ver gran cosa aparte de la mesa vecina.
—¿Quién fue la primera persona en volver a la mesa? —le preguntó
Race.
—La muchacha de verde y el viejo. Se sentaron y entonces el rubio y la
muchacha de negro regresaron. Tras ellos, la mujer de aspecto altivo y el
muchacho moreno de buen ver, muy buen bailarín. Cuando todos
estuvieron de regreso y el camarero se apresuraba a calentar un plato en
un infiernillo, el viejo se inclinó hacia delante y soltó un discurso. Todos
volvieron a coger las copas. Y entonces ocurrió.
Christine hizo una pausa.
—Terrible, ¿verdad? —prosiguió—. Claro está, yo creí que se trataba de
un ataque de apoplejía o algo así. Mi tía tuvo uno una vez y cayó
exactamente igual. Pedro volvió en aquel momento y le dije: «Mira,
Pedro, a ese hombre le ha dado un ataque.» Y lo único que dijo Pedro
fue: «Es que no aguanta el vino... que no aguanta el vino. Nada más.»
Que era precisamente lo que le estaba ocurriendo a él. Le vigilé
estrechamente. No les gusta, en un sitio como el Luxemburgo, que
alguien se quede sin conocimiento o dormido de puro borracho. Por eso
no me gustan los hombres como Pedro. Cuando beben demasiado, dejan
de ser refinados. Una nunca sabe qué cosa desagradable va a tener que
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aguantar.
Se quedó pensativa unos momentos. Y luego, contemplando la pulsera
que llevaba colocada en la muñeca derecha, agregó:
—No obstante, he de confesar que son bastante generosos.
Al verla dispuesta a extenderse sobre las pruebas y compensaciones de
la vida de una muchacha, Kemp la desvió del tema y le hizo repetir la
historia.
—Con esto ha desaparecido nuestra última probabilidad de obtener
alguna ayuda exterior —le dijo Kemp a Race cuando salieron del piso de
miss Shannon—. Y hubiera sido una buena probabilidad, de haber salido
bien. Ésa muchacha es de las que resultan buenos testigos. Ve lo que
ocurre a su alrededor y lo recuerda con exactitud. De haber habido algo
más que ver, ella lo hubiese visto. Es increíble. ¡Es un juego de
prestidigitación!. George Barton bebe champán y se va a bailar. Vuelve,
bebe de la misma copa, que nadie ha tocado, y ¡op! está llena de
cianuro. Es absurdo... Le digo a usted que no puede haber ocurrido...
sólo que ocurrió.
Hizo una pausa.
—Ese auxiliar... el muchacho. Giuseppe no lo mencionó. Podría investigar
eso. Después de todo, ese chico fue la única persona que estuvo cerca
de la mesa mientras los demás bailaban. Pudiera significar algo eso.
Race meneó la cabeza.
—Si hubiera metido algo en la copa de Barton, esa muchacha lo hubiese
visto. Es una observadora nata. Se fija en el más mínimo detalle. No
tiene nada en qué pensar, conque usa los ojos. No, Kemp. Tiene que
haber una explicación muy sencilla, sólo que hay que encontrarla.
—Hay una: que echara él mismo el cianuro dentro.
—Empiezo a creer que fue eso lo que ocurrió. Es la única cosa que puede
haber ocurrido. Pero si así fue, Kemp, estoy convencido de que él no
sabía que era cianuro.
—¿Que se lo dio alguien, quiere decir?. ¿Que le dijeron que era para la
digestión o para la presión arterial?. ¿Algo así?.
—Podría ser.
—Entonces, ¿quién fue ese alguien?. Ninguno de los dos Farraday.
—Parece muy poco probable.
—Y yo diría que es igualmente improbable que lo hiciese Anthony
Browne. Lo que nos deja a dos personas: una afectuosa cuñada...
—Y una secretaria fiel.
Kemp miró fijamente al coronel.
—Sí... —dijo—. Ella hubiera podido planear algo así. Discúlpeme, me
esperan ahora en Kidderminster House. ¿Y usted?. ¿Va a ir a ver a miss
Marle?.
—Me parece que iré a ver a la otra mujer... a la oficina. El pésame de un
antiguo amigo. Quizá la invite a comer.
—Así que eso es lo que piensa.
—No pienso nada aún; ando a tientas, buscando una pista.
—Debiera ver a Iris Marle, de todas formas.
—Tengo la intención de ir a verla, pero prefiero ir primero a la casa
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cuando ella no esté allí. ¿Sabe usted por qué, Kemp?.
—No tengo la menor idea.
—Porque hay alguien allí que gorjea... gorjea como un pajarito... Allá en
mi infancia se decía: «Me lo ha dicho un pajarito.» Y es cierto, Kemp, la
gente que gorjea puede decirle a uno muchas cosas... si uno la deja
gorjear.
100
CAPÍTULO IV
Los dos hombres se separaron. Race paró un taxi y se hizo conducir a las
oficinas de George Barton, en la City. El inspector jefe Kemp, atento a su
cuenta de gastos, optó por el autobús que lo dejó a un tiro de piedra de
Kidderminster House.
El rostro del inspector tenía una expresión muy seria cuando subió la
escalinata y tocó el timbre. Sabía que pisaba terreno difícil. Los
Kidderminster tenían inmensa influencia política y sus ramificaciones se
extendían, como una red, por todo el país. El inspector jefe tenía una fe
absoluta en la imparcialidad de la justicia británica. Si Stephen o
Alexandra Farraday habían tenido algo que ver con la muerte de
Rosemary o con la de George Barton, no habría influencia capaz de
eximirles de pagar las consecuencias. Pero si eran inocentes, o si las
pruebas contra ellos eran demasiado débiles para justificar un fallo
condenatorio, el inspector tendría que andarse con pies de plomo o sino
recibiría una reprimenda. Teniendo todo esto en cuenta, se comprenderá
por qué no le hacía ninguna gracia a Kemp esta visita. Se le antojaba
muy probable que los Kidderminster se pusieran, como él decía,
«chulos».
Kemp no tardó en descubrir, sin embargo, que había sido un poco
ingenuo en sus suposiciones. Lord Kidderminster tenía demasiada
experiencia como diplomático para recurrir a los malos modos.
Al dar a conocer el objeto de su visita, un mayordomo que parecía un
pontífice le condujo inmediatamente a una habitación algo oscura, llena
de libros, situada en la parte de atrás de la casa, donde encontró a lord
Kidderminster, acompañado de su hija y de su yerno que le esperaban.
Lord Kidderminster le salió al encuentro, le estrecho la mano y dijo
cortésmente:
—Ha sido usted muy puntual, inspector. Permítame que le diga que
agradezco su cortesía de venir aquí en lugar de exigir que mi hija y su
esposo fueran a Scotland Yard, cosa que, naturalmente, hubiesen estado
dispuestos a hacer de haber sido necesario, claro está... aunque no por
ello agradecen menos su amabilidad.
—Así es, inspector —afirmó Sandra con voz serena.
Llevaba un vestido rojo oscuro y, sentada como se allaba con la luz de la
estrecha ventana detrás de ella, le recordó a Kemp la figura de un vitral
que había visto en una catedral extranjera. La larga cara ovalada y la
leve angulosidad de sus hombros acentuaban el efecto. Santa... (no
recordaba quién le habían dicho). Pero lady Alexandra Farraday no era
una santa, ni con mucho. Y, sin embargo, algunos de aquellos santos
antiguos habían sido individuos muy raros, desde su punto de vista.
Stephen Farraday estaba de pie junto a su esposa. Su rostro no reflejaba
la menor emoción. Se mantenía correcto y convencional. Era el legislador
elegido por el pueblo y no Stephen el hombre en aquellos momentos.
Tenía sumergida su propia personalidad, pero esa personalidad existía,
como no ignoraba el inspector.
Lord Kidderminster intervino otra vez y dirigió con mucha habilidad el
101
curso de la entrevista.
—No le oculto, inspector, que éste es un asunto muy doloroso y
desagradable para todos. Ésta es la segunda vez que mi hija y mi yerno
se ven asociados a una muerte violenta acaecida en un lugar público: el
mismo restaurante y dos miembros de la misma familia. La notoriedad
de ese género siempre es perjudicial para un hombre público. La
publicidad, claro está, no puede evitarse. Todos lo comprendemos, y
tanto mi hija como Mr. Farraday tienen verdaderos deseos de ayudarle
en todo lo que puedan, con la esperanza de que el asunto pueda
aclararse aprisa y se desvanezca el interés del público.
—Gracias, lord Kidderminster. Le agradezco mucho la actitud que ha
adoptado. Desde luego, nos hace más fácil la investigación.
—Pregunte usted lo que quiera, inspector —dijo Sandra Farraday.
—Gracias, lady Alexandra.
—Un momento, inspector —le interrumpió lord Kidderminster—. Ustedes
tienen, naturalmente, sus propias fuentes de información y deduzco, por
lo que me dice mi amigo, el jefe de policía, que la muerte de Barton se
considera como un asesinato más que un suicidio, aunque teniendo en
cuenta las apariencias, el suicidio parecería la explicación más lógica
para el público en general. Tú creíste que se trataba de un suicidio,
¿verdad, Sandra?.
La gótica figura inclinó levemente la cabeza.
—Anoche me pareció tan claro... —manifestó Sandra pensativa—. Nos
hallábamos en el mismo restaurante y ocupando exactamente la misma
mesa donde la pobre Rosemary se envenenó el año pasado. Hemos visto
alguna vez a Mr. Barton durante el verano y la verdad es que lo
encontramos muy raro, muy distinto a lo que solía ser, y todos creímos
que la muerte de su esposa se había convertido en su obsesión. La
quería mucho, ¿sabe?. No creo que se consolara nunca. Así que la teoría
de un suicidio parecía sino natural, por lo menos posible. Pero no me
imagino por qué había de querer nadie asesinar a George Barton.
—Ni yo tampoco —señaló Stephen Farraday inmediatamente—. Barton
era una excelente persona. Estoy seguro de que no tenía ni un solo
enemigo en todo el mundo. Era muy estimado.
El inspector contempló los tres rostros interrogadores y reflexionó unos
instantes antes de hablar. «Más vale que les dé el susto de una vez»,
pensó.
—Estoy seguro de que lo que usted dice es cierto, lady Alexandra. Pero
existen unos cuantas cosas que ustedes ignoran aún.
Lord Kidderminster intervino rápidamente:
—No debemos hacer presión alguna sobre el inspector. Es decisión suya
revelar los hechos que quiera.
—Gracias, pero no hay razón para que no explique las cosas con un poco
más de claridad. Haré un resumen. George Barton, antes de su muerte,
manifestó a dos personas su creencia de que su esposa, al contrario de
lo que se creía, no se había suicidado, sino que una tercera persona la
había envenenado. También creía hallarse sobre la pista de dicha tercera
persona. Y la fiesta de anoche, aunque aparentemente tenía por objeto
102
celebrar el cumpleaños de miss Marle, formaba en realidad parte de un
plan que él se había trazado para descubrir la identidad del asesino de su
esposa.
Hubo un momento de silencio y, en dicho silencio, el inspector Kemp,
que tenía una gran sensibilidad a pesar de su inescrutable aspecto, sintió
la presencia de algo que él calificó como desaliento y temor. No se
notaba en ninguno de los semblantes, pero hubiera jurado que existía a
pesar de todo.
Lord Kidderminster fue el primero en rehacerse.
—Pero... ¿no cree usted que ese convencimiento en sí mismo pudiera ser
prueba de que el pobre Barton no estaba del todo... bien?. Pensar tanto
en la muerte de su mujer quizá le trastornó un poco el juicio.
—En efecto, lord Kidderminster, pero demuestra por lo menos que no
tenía la menor intención de suicidarse.
—Sí... sí. Comprendo lo que quiere decir.
Y de nuevo reinó el silencio.
De pronto, Stephen Farraday lo rompió con brusquedad.
—Pero, ¿cómo se le metió a Barton esa idea en la cabeza?. Después de
todo, Mrs. Barton si que se suicidó.
—Mr. Barton no lo creía así —contestó el inspector con una mirada
plácida.
—Pero, la policía, ¿no estaba satisfecha? —inquirió lord Kidderminster—.
¿Acaso había algo que sugiriera otra cosa que no fuera suicidio?.
—Los hechos eran compatibles con un suicidio —declaró el inspector—.
No había pruebas de que la muerte fuera debida a ninguna otra causa.
Kemp sabía que un hombre del temperamento de lord Kidderminster
comprendería al instante el significado exacto de sus palabras. Asumió
un tono más oficial y se volvió a Sandra.
—Me gustaría hacerle algunas preguntas ahora, si me lo permite, lady
Alexandra.
—¡No faltaba más!.
Sandra volvió un poco la cabeza hacia él.
—¿No tuvo usted la menor sospecha, por entonces, de que la muerte de
Mrs. Barton pudiera ser asesinato y no suicidio?.
—Claro que no. Estaba completamente convencida de que se trataba de
un suicidio, y sigo convencida de ello.
Kemp obvió la respuesta.
—¿Ha recibido usted algún anónimo durante el año transcurrido, lady
Alexandra?.
La más viva sorpresa pareció quebrantar la calma de la mayor.
—¿Anónimos?. ¡Oh, no!.
—¿Está usted completamente segura?. Esas misivas suelen ser
desagradables y la gente prefiere olvidarlas; pero pudieran ser de
especial importancia en este caso, y por eso quiero insistir en que, si
recibió usted alguna carta de esa clase, es esencial que yo tenga
conocimiento de ello.
—Comprendo. Pero puedo asegurarle, inspector, que no he recibido
anónimo alguno.
103
—Bien. Dice usted que Mr. Barton le pareció muy raro este verano. ¿En
qué sentido?.
Ella pensó unos instantes.
—Verá... Estaba nervioso... se exaltaba con facilidad. Parecía costarle
trabajo atender a lo que se le decía.
Se volvió hacia su marido.
—¿Fue ésta la impresión que te causó a ti, Stephen?.
—Sí... se me antoja que eso describe su aspecto bastante bien. Parecía
físicamente enfermo. Había perdido peso.
—¿Observó usted variación alguna de su actitud hacia usted y hacia su
esposo?. ¿Menos cordialidad, por ejemplo?.
—No. Todo lo contrario. Había comprado una casa cerca de la nuestra y
parecía estar muy agradecido por lo que pudimos ayudarle...
presentándolo a la vecindad y todo eso, quiero decir. Claro que lo
hicimos muy a gusto... tanto por él como por Iris Marle, que es
encantadora.
—¿Era la difunta Mrs. Barton gran amiga suya, lady Alexandra?.
—No, no teníamos gran intimidad. En realidad —rió—, era más amiga de
Stephen que de mí. Se le despertó cierto interés por la política y él la
ayudó a... bueno, a educarse políticamente... cosa que estoy segura hizo
con agrado. Era una mujer encantadora y muy atractiva, ¿sabe usted?.
«Y usted es una mujer muy lista —pensó el inspector jefe con cierta
admiración—. ¿Cuánto sabrá de lo ocurrido entre los dos?. No me
extrañaría que fuese mucho más de lo que nadie se supone.»
—¿Mr. Barton nunca le dijo que no creía que su mujer se hubiera
suicidado?.
—No, inspector. Por eso me sobresalté tanto hace un momento.
—¿Y miss Marle? ¿Tampoco habló nunca de la muerte de su hermana?.
—No.
—¿Tiene usted idea de los motivos que impulsaron a George Barton a
comprar una casa en el campo?. ¿Le sugirieron usted o su esposo la
idea?.
—No. Fue una sorpresa para nosotros.
—¿Los trató siempre amistosamente?.
—Muy amistosamente en verdad.
—Y ahora... ¿qué sabe usted de Mr. Anthony Browne, lady Alexandra?.
—En realidad, no sé una palabra. Lo he visto ocasionalmente, eso es
todo.
—¿Y usted, Mr. Farraday?.
—Creo que probablemente yo sé todavía menos de Browne. Ella, por lo
menos, ha bailado con él. Parece un muchacho simpático, es
norteamericano, según parece.
—¿Diría usted, basándose en sus observaciones de entonces, que tuviera
intimidad con Mrs. Barton?.
—No sé absolutamente nada sobre ese particular, inspector.
—Me limito a preguntarle, Mr. Farraday, qué impresión tenía usted.
Stephen frunció el entrecejo.
—Eran amigos... eso es cuanto puedo decir.
104
—¿Y usted, lady Alexandra?.
—¿Simplemente mi impresión, inspector?.
—Simplemente su impresión.
—Pues, por lo que valga, ahí va. Sí que tuve la impresión de que se
conocían mucho y que existía entre ellos cierta intimidad. Sólo,
¿comprende usted?, por la forma que tenían de mirarse, ya que no tengo
prueba concreta alguna.
—Las señoras a veces tienen mucha perspicacia en esos asuntos —dijo
Kemp. La fatua sonrisa con que hizo esta observación hubiera hecho
sonreír al coronel Race de haberse hallado éste presente—. ¿Y que me
dice de miss Lessing, lady Alexandra?.
—Tengo entendido que miss Lessing era la secretaria de Mr. Barton. La vi
por primera vez la noche en que murió Mrs. Barton. Después de eso, la
vi una vez cuando me hallaba en el campo, y anoche.
—Si me es lícito hacerle otra pregunta poco convencional, ¿le dio la
impresión de que estaba enamorada de George Barton?.
—No tengo la menor idea, en realidad.
—Pasemos ahora a los sucesos de anoche.
Interrogó minuciosamente a Stephen y a su esposa sobre lo ocurrido en
el transcurso de la trágica velada. No había esperado conseguir gran
cosa con ello y lo único que obtuvo fue la confirmación de lo que ya le
habían contado. Todos los relatos estaban de acuerdo en los puntos más
importantes. Barton había propuesto un brindis por Iris y luego se habían
levantado inmediatamente para bailar. Todos habían dejado la mesa al
mismo tiempo y George e Iris habían sido los primeros en volver a ella.
Ninguno podía dar explicación alguna acerca del asiento vacante, salvo
que George Barton había dicho claramente que esperaba a un amigo
suyo, a un tal coronel Race, que lo ocuparía más tarde, declaración que
el inspector sabía que no podía ser cierta. Sandra Farraday dijo, y su
esposo lo confirmó, que, cuando las luces se encendieron después del
espectáculo, George había mirado la silla de una manera rara y, durante
unos momentos, había estado distraído hasta el punto de no oír lo que le
decían. Luego había salido de su ensimismamiento y propuso que
brindaran por Iris.
El único detalle que el inspector jefe podía contar como nuevo era el
relato que hizo Sandra de su conversación con George en Fairhaven, y la
súplica de éste de que ella y su marido colaboraran con él en la cuestión
de la fiesta para que Iris no se llevara un chasco.
«Resulta un pretexto razonablemente plausible —pensó el inspector—,
aunque no es el verdadero.» Cerró la libreta en la que había escrito dos o
tres jeroglíficos y se puso en pie.
—Le estoy muy agradecido, lord Kidderminster, así como a lady
Alexandra y a Mr. Farraday, por su colaboración.
—¿Será necesario que mi hija asista a la encuesta?.
—Los procedimientos serán de trámite en esta ocasión. Se presentarán
las pruebas de identificación y el informe forense, y después se aplazará
la encuesta una semana. Para entonces —anunció el inspector,
cambiando levemente de tono—, espero que habremos hecho progresos.
105
Se volvió hacia Stephen Farraday.
—A propósito, Mr. Farraday, hay dos o tres puntos de menor importancia
en los que creo que podría usted ayudarme. No es necesario molestar a
lady Alexandra. Si me llama a Scotland Yard, podemos quedar allí a una
hora que a usted le vaya bien. Ya sé que tiene muchas ocupaciones.
Lo dijo agradablemente, con cierto aire de indiferencia, pero para tres
pares de orejas las palabras tuvieron un significado concreto.
Stephen logró contestar con un tono de amistad y cooperación.
—No faltaría más, inspector —exclamó y, tras consultar su reloj,
murmuró—: Tengo que marchar a la Cámara.
En cuanto Stephen y el inspector se marcharon, lord Kidderminster se
volvió hacia su hija e hizo una pregunta sin ambages:
—¿Stephen tenía algún lío con esa mujer?.
Hubo una brevísima pausa antes de que la hija contestara:
—Claro que no. Me hubiera enterado. Y, sea como fuere, Stephen no es
de esos.
—Escucha, querida, es inútil taparse los oídos y enseñar los dientes. Esas
cosas se acaban sabiendo por mucho que se intente ocultarlas. Es
preciso que sepamos cuál es nuestra situación en este asunto.
—Rosemary Barton era amiga de ese hombre, Anthony Browne. Iban
juntos a todas partes.
—Bueno —dijo lord Kidderminster, muy despacio—, tú debieras saberlo.
No creía a su hija. Al salir de la habitación tenía el rostro ceniciento y
perplejo. Subió al gabinete de su esposa. Se había mostrado contrario a
que ésta acudiera a la entrevista en la biblioteca, consciente de que sus
modales altaneros podrían despertar antagonismos. Se le antojaba vital
que, en esta crisis, las relaciones con la policía fueran armoniosas.
—Bien —inquirió lady Kidderminster—. ¿Cómo fue todo?.
—Muy bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Kemp es un hombre
cortés... de modales agradables... Llevó todo el asunto con mucho tacto,
demasiado para mi gusto.
—¿Entonces es serio?.
—Sí, lo es. No debimos consentir que Sandra se casara con ese hombre,
Vicky.
—Eso fue lo que dije yo.
—Sí... sí... —reconoció él—. Tú tuviste razón y yo no. Pero ten en cuenta
que se hubiera casado con él de todas formas. No hay quien pueda con
ella cuando se le mete una idea en la cabeza. Su encuentro con Farraday
fue un verdadero desastre, un hombre de cuyos antecedentes y
antepasados no sabemos una palabra. Cuando llega una crisis, ¿cómo va
uno a saber de qué forma reaccionará un hombre así?.
—Ya... —murmuró lady Kidderminster—. ¿Tú crees que hemos admitido
a un asesino en la familia?.
—No lo sé. No quiero condenar al muchacho sin más ni más... pero eso
es lo que cree la policía, y la policía es muy perspicaz. Tuvo relaciones
amorosas con la Barton, eso está bien claro. O se suicidó ella por culpa
de él o, de lo contrario... Bueno, ocurriera lo que ocurriera, Barton acabó
averiguando la verdad y se disponía a hacer una declaración y dar un
106
escándalo mayúsculo. Supongo que Stephen no se vio capaz de hacer
frente a la situación y...
—¿Lo envenenó?.
—Sí.
Lady Kidderminster meneó la cabeza.
—No estoy de acuerdo contigo.
—Dios quiera que tengas razón. Pero alguien tiene que haberle
envenenado.
—Si quieres que te dé mi opinión —dijo la dama—, Stephen no tendría
valor para hacer una cosa así.
—Se ha tomado muy en serio su carrera. Tiene grandes dotes y
facultades para convertirse en un gran estadista. Nunca se sabe lo que
alguien es capaz de hacer cuando se ve acorralado.
La mujer siguió negando con la cabeza.
—Insisto en que carece del valor necesario. Para eso es preciso tener
temperamento de jugador, ser capaz de ser temerario. Tengo miedo,
William... un miedo horrible.
Él la miró con sorpresa.
—¿Estás sugiriendo que Sandra... Sandra...?.
—Detesto tener que insinuar siquiera semejante cosa. Pero es inútil ser
cobarde y negarse a aceptar la posibilidad. Está loca por ese hombre,
siempre lo ha estado, y Sandra tiene algo raro. Jamás la he comprendido
del todo, pero siempre le he tenido miedo. Ella arriesgaría cualquier
cosa, cualquier cosa por Stephen. Sin tener en cuenta el precio. Y si ha
sido bastante loca y lo bastante malvada para cometer el asesinato, es
necesario que se la proteja.
—¿Que se la proteja?. ¿Cómo quieres decir... que se la proteja?.
—Que la protejas tú. Tenemos que hacer algo por nuestra propia hija,
¿verdad?. Afortunadamente, tienes muchas influencias y puedes
emplearlas.
Lord Kidderminster la estaba mirando con los ojos muy abiertos. Aunque
habría creído conocer bien el carácter de su esposa, estaba asustado por
la fuerza y el valor de su realismo, por su empeño en negarse a cerrar
los ojos ante hechos tan desagradables y también por su falta de
escrúpulos.
—Si mi hija es una asesina, ¿sugieres que debo usar mi posición oficial
para salvarla de las consecuencias de sus actos?.
—Naturalmente —contestó lady Kidderminster.
—¡Mi querida Vicky!. ¡Tú no comprendes!. Uno no puede hacer una cosa
así. Sería una traición, una deshonra...
—¡Bah! —exclamó la dama.
Se miraron, tan fríos y distanciados, que ninguno de los dos era capaz de
comprender el punto de vista del otro. Igual, quizá, se hubieran mirado
Agamenón y Clitemestra con el nombre de Ifigenia en los labios 7 .
7
Agamenón, rey de Argos y de Micenas, fue arrojado de su trono por su tío Tiestes y
obligado a retirarse a Esparta donde reinaba Píndaro. Este había casado a su hija
Clitemestra con Tantalo, hijo de Tiestes, pero no estaba muy satisfecho de su alianza y
ofreció a Agamenón ayuda para conquistar su reino y quitarle la esposa a Tántalo, a
107
—Podrías conseguir que el gobierno ejerciera presión sobre la policía y le
obligara a abandonar el asunto, declarando suicidio la muerte de Barton.
No me digas que sería la primera vez que se hiciese una cosa así.
—Si se ha hecho alguna vez, sólo ha sido cuando se ha tratado de una
cuestión de política nacional, en interés del Estado. Ahora se trata de un
asunto personal y particular. Dudo mucho de que me fuera posible hacer
semejante petición.
—Puedes hacerla si tienes la suficiente determinación.
Lord Kidderminster enrojeció de ira.
—¡No lo haría aunque pudiese!. Sería abusar de mi influencia.
—Si a Sandra la detuvieran y juzgaran, ¿no emplearías el mejor abogado
y harías todo lo posible para salvarla, por culpable que fuese?.
—Naturalmente, naturalmente. Eso es completamente distinto. Vosotras,
las mujeres, nunca queréis comprender esas cosas.
Lady Kidderminster guardó silencio, sin molestarse por lo que su marido
había dicho. Sandra era, entre sus hijas, a la que menos quería. No
obstante, en aquellos momentos era una madre dispuesta a defender a
su hija por todos los medios, honrosos o deshonrosos. Lucharía con uñas
y dientes por Sandra.
—Sea como fuere —añadió lord Kidderminster—, a Sandra no la
acusarán a menos que tengan pruebas absolutamente convincentes
contra ella. Y yo, por mi parte, me niego a creer que una hija mía pueda
ser una asesina. Me sorprendes, Vicky. No sé cómo puedes pensar
semejante cosa siquiera por un momento.
Su mujer no dijo nada, y lord Kidderminster salió con gran desasosiego
del cuarto. ¡Pensar que Vicky —Vicky—, a quien durante años había
conocido
íntimamente,
resultara
tener
ideas
tan
profundas,
insospechadas y verdaderamente turbadoras...!.
condición de que se casara con ella.
Agamenón aceptó el ofrecimiento, echó a Tiestes del reino, mató a Tántalo y se casó
con Clitemestra, de la que tuvo tres hijas y un hijo: Ifigenia (o Ifianasa), Laódice (o
Electra, según los trágicos), Crisótemis y Orestes.
Nombrado generalísimo de los ejércitos griegos, los vientos contrarios le detuvieron en
Aulide y entonces ofreció a su hija Ingenia como sacrificio a Diana.
Al partir para el sitio de Troya, Agamenón había confiado el cuidado de su esposa y de
sus estados a Egisto, quien traicionó la confianza puesta en él. Se convirtió en amante
de Clitemestra y con ella tramó el asesinato de Agamenón.
El pretexto para cometer el asesinato fue precisamente la muerte de Ifigenia. (N. del
T.)
108
CAPÍTULO V
Race encontró a Ruth Lessing sentada ante una mesa de despacho, muy
ocupada con unos papeles. Vestía chaqueta negra, falda del mismo color
y blusa blanca; su actividad le impresionó. Observó las grandes ojeras
que tenía y el mohín de tristeza de su boca; pero dominaba su dolor, si
es que era dolor, tan bien como sus demás emociones.
Race explicó el objeto de su visita y ella reaccionó inmediata y
favorablemente.
—Le agradezco mucho que haya venido. Ya sé quién es usted, claro está.
Mr. Barton esperaba que se reuniera con nosotros anoche, ¿verdad?.
Recuerdo que lo dijo.
—¿Dijo eso antes de la fiesta?.
Ella reflexionó unos instantes.
—No. Fue cuando nos sentábamos a la mesa. Recuerdo que quedé un
poco sorprendida... —Hizo una pausa y se puso levemente colorada—...
no porque le hubiera invitado a usted, naturalmente. Sé que es un
antiguo amigo. Quise decir que quedé sorprendida de que, si iba usted a
venir, no hubiera invitado a otra mujer para completar las parejas. Pero
claro está, si usted iba a llegar tarde y existía la posibilidad de que no
viniera siquiera... —Se interrumpió—. ¡Qué estúpida soy!. ¿A qué hablar
de esas pequeñeces que no importan?. ¡Sí que estoy estúpida esta
mañana!.
—¡Pero... ha venido a trabajar como de costumbre!.
—Naturalmente. —Pareció sorprendida, casi escandalizada—. Es mi
trabajo. ¡Hay tantas cosas por resolver y ordenar!.
—George me habló muchas veces de lo mucho que confiaba en usted —
murmuró el coronel con dulzura.
Ella volvió la cabeza. Le vio tragar algo y parpadear. El hecho de que no
diera muestras de emoción alguna casi le convenció de su inocencia.
Casi, pero no del todo. Había conocido a más de una buena actriz,
mujeres cuyos enrojecidos párpados y grandes ojeras obedecían a
causas artificiales y no naturales.
Se reservó la opinión de momento, mientras pensaba: «Sea como fuere,
es una mujer muy serena.»
Ruth volvió la cabeza de nuevo y, en contestación a su último
comentario, dijo:
—He estado con él mucho tiempo, en abril se cumplirían los ocho años.
Conocía muy bien sus costumbres y creo que él... tenía confianza en mí.
—Estoy seguro de ello. —Tras una pausa Race prosiguió—: Falta poco
para la hora de comer. Esperaba que me haría usted el honor de
acompañarme a comer a algún sitio tranquilo. Quisiera hablarle de otras
cosas.
—Gracias. Aceptaré encantada su invitación.
La llevó a un pequeño restaurante que conocía, donde las mesitas
estaban muy separadas unas de otras y era posible hablar con
tranquilidad.
Pidió lo que deseaban y, una vez se hubo marchado el camarero, miró a
109
su acompañante. «Es una muchacha muy bien parecida», decidió. La
negra cabellera era hermosa. La boca y la barbilla indicaban voluntad.
Habló de todo un poco hasta que les sirvieron. Y ella siguió su ejemplo,
mostrándose inteligente y sensata.
Al poco rato, tras una pausa, Ruth dijo:
—¿Quiere usted hablar conmigo sobre lo de anoche?. No vacile en
hacerlo. Resulta todo tan increíble, que me gustaría hablar de ello. De no
ser porque sucedió y yo lo vi, no lo hubiera creído posible.
—Habrá usted visto al inspector Kemp, ¿verdad?.
—Sí, anoche. Parece un hombre inteligente y de mucha experiencia. —
Hizo una pausa—. ¿Ha sido de veras un asesinato, coronel Race?.
—¿Se lo dijo Kemp?.
—No me dio información alguna. Pero, por sus preguntas, comprendí
perfectamente lo que estaba pensando.
—La opinión de usted sobre si fue un suicidio o no debiera de valer tanto
como la de cualquier otra persona, miss Lessing. Conocía usted muy bien
a Barton y estuvo usted con él casi todo el día de ayer. ¿Qué estado de
ánimo tenía, en su opinión?. ¿Como de costumbre?. ¿Estaba turbado...
excitado?.
Ella vaciló.
—Es difícil contestar. Estaba disgustado, inquieto... pero, después de
todo, había motivos para ello.
Explicó la situación surgida por culpa de Víctor Drake y contó a grandes
rasgos la vida y milagros del joven en cuestión.
—¡Hum! —dijo Race—. El inevitable bala perdida. Y... ¿Barton estaba
disgustado por su culpa?.
—Es difícil de explicar —contestó Ruth muy despacio—. Yo conocía tan
bien a Barton, ¿comprende?. Estaba molesto y preocupado por el asunto,
y deduje de sus palabras que Mrs. Drake estaba disgustadísima y hecha
un mar de lágrimas, como solía sucederle siempre en ocasiones
semejantes... con que, claro, quería arreglarlo todo. Pero tuve la
impresión...
—Diga, miss Lessing. Estoy seguro de que sus impresiones resultarán
atinadas.
—Bueno, me pareció que su disgusto no era de los normales... si me es
lícito expresarlo así. Porque ya habíamos tenido que enfrentarnos con lo
mismo en otras ocasiones. El año pasado Víctor Drake estaba en este
país y en un atolladero. Y tuvimos que embarcarlo para América del Sur.
Durante el pasado junio, telegrafió pidiendo dinero. Así que, como usted
comprenderá, estaba acostumbrada a ver cómo reaccionaba Mr. Barton
en tales casos. Esta vez creí que su disgusto provenía más bien de que el
telegrama hubiese llegado en el preciso instante en que se dedicaba por
completo a ultimar los preparativos para la fiesta. Parecía tan absorto en
ella, que le molestaba que surgiera ninguna otra preocupación.
—¿Le pareció que había algo raro en la fiesta que iba a dar, miss
Lessing?.
—Sí, señor. Mr. Barton parecía muy afectado. Daba muestras de
excitación... como le hubiera ocurrido a un chiquillo.
110
—¿Se le ocurrió pensar que la fiesta en cuestión pudiera tener un fin
determinado?.
—¿Quiere usted decir porque era una reproducción exacta de la fiesta
celebrada cuando Mrs. Barton se suicidó?.
—Sí.
—Con franqueza, me pareció una idea extraordinaria.
—Pero... ¿George no le brindó explicación alguna... no le confió ningún
detalle que la justificara?.
Ella meneó con la cabeza.
—Dígame, miss Lessing, ¿ha dudado usted alguna vez de que Mrs.
Barton se suicidara?.
Ella le miró con asombro.
—¡Oh, no! —respondió.
—¿George Barton no le dijo que creía que su mujer había muerto
asesinada?.
Ruth le miró boquiabierta.
—¿George dijo eso?.
—Veo que es la primera noticia que tiene usted de ello. Sí, miss Lessing.
George había recibido unos anónimos en los que se aseguraba que su
mujer no se había suicidado, sino que había muerto asesinada.
—Así que... ¿por eso estuvo tan raro todo el verano?. No comprendía qué
podía sucederle.
—¿No sabía usted nada de los anónimos?.
—Nada. ¿Fueron muchos?.
—A mí me enseñó dos.
—¡Y yo no sabía una palabra de ellos!.
Había un dejo de amargura y de dolor en su voz.
La contempló unos instantes. Luego preguntó:
—Bien, miss Lessing, ¿qué dice usted?. ¿Es posible, en su opinión, que
George se suicidara?.
Ella meneó la cabeza.
—No... ¡oh, no!.
—Pero ¿dice usted que estaba excitado, disgustado?.
—Sí, pero llevaba así algún tiempo. Ahora comprendo por qué. Y
comprendo por qué le excitaba tanto la fiesta de anoche. Debía tener
una idea fija... la esperanza de que, si reproducía la fiesta del año
pasado, lograría averiguar algo más... ¡Pobre George!. ¡Qué confusión
reinaría en su cerebro!.
—Y... ¿qué me dice de Rosemary Barton, miss Lessing?. ¿Sigue creyendo
que se trató de un suicidio?.
Ella frunció el entrecejo.
—Jamás he creído que pudiera tratarse de otra cosa. Parecía tan natural.
—¿Depresión tras una gripe?.
—Verá, algo más que eso, en realidad. No era feliz ni mucho menos. Eso
se veía a la legua.
—Y... ¿se podía adivinar la causa?.
—Pues sí. Por lo menos yo sí. Claro está que puedo haberme equivocado.
Pero las mujeres como Mrs. Barton son muy transparentes. No se
111
molestan en ocultar sus sentimientos. Afortunadamente, no creo que Mr.
Barton supiera nada. Oh, sí, no era nada feliz. Y sé que tenía un dolor de
cabeza muy fuerte aquella noche además de estar deprimida.
—¿Cómo sabe usted que tenía dolor de cabeza?.
—Oí que se lo decía a lady Alexandra... en el guardarropa. Dijo que
sentía no tener una aspirina, pero lady Alexandra le dio un comprimido
Faivre.
El coronel Race, un poco ensimismado, detuvo su mano con el vaso en el
aire.
—Y... ¿ella lo aceptó?.
—Sí.
Dejó el vaso sin probar su contenido y miró a la muchacha. Ésta tenía el
rostro sereno y no parecía darse cuenta de que pudiera tener algún
significado especial lo que acababa de decir. Pero era importantísimo.
Significaba que Sandra, quien por su posición en la mesa le era
prácticamente imposible echar nada en la copa de Rosemary, había
tenido otra oportunidad de administrar el veneno. Podía habérselo dado
a Rosemary en un comprimido. Normalmente, un comprimido de esta
índole hubiera necesitado unos minutos para disolverse, pero aquél podía
haber sido uno especial, forrado de gelatina o de cualquier otra
sustancia. O tal vez no lo hubiese tomado Rosemary entonces sino más
tarde.
—¿Le vio usted tomarlo? —le preguntó bruscamente.
—¿Perdón?.
Comprendió por su expresión ausente que se había distraído y pensaba
en otra cosa.
—¿Vio a Rosemary tragar el comprimido?.
Ruth pareció sobresaltarse un poco.
—Yo... pues no, no lo vi. Se limitó a darle las gracias a lady Alexandra.
Así que Rosemary pudo muy bien haber guardado el comprimido en el
bolso y luego, durante el espectáculo, al acentuársele el dolor de cabeza
podía haberlo echado en la copa de champán, dejando que se disolviera.
Suposición, mera suposición, pero una posibilidad.
—¿Por qué me lo pregunta?.
Su mirada se había tornado de pronto alerta. Tenía los ojos llenos de
preguntas. Observó, o así lo creyó él, cómo funcionaba su inteligencia.
—¡Ah, comprendo! —prosiguió ella—. Ahora veo por qué compró George
aquella casa cerca de los Farraday. Y comprendo por qué no me habló de
esas cartas. Me parecía tan extraordinario que no lo hubiese hecho. Pero
claro está, si les daba crédito, ello significaba que uno de nosotros, una
de las cinco personas sentadas a la mesa, tenía que haberla matado.
Podía... ¡podía incluso haber sido yo!.
—¿Tenía usted algún motivo para matar a Rosemary Barton? —dijo Race
con voz muy suave.
Creyó, al principio, que no había oído su pregunta. Tan quieta se quedó,
con la vista baja.
Pero de pronto exhaló un suspiro y le miró a la cara.
—No es una cosa de la que me guste hablar —dijo—. No obstante, creo
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preferible que lo sepa. Yo estaba enamorada de George Barton. Estaba
enamorada de él aun antes de que conociera a Rosemary. No creo que él
se diera cuenta jamás. Desde luego, él no me quería. Me tenía afecto,
mucho afecto, pero supongo que nunca fue un cariño de esa clase. Y, sin
embargo, yo solía pensar que hubiese resultado una buena esposa para
él... que hubiese podido hacerle feliz. Amaba a Rosemary, pero no era
feliz con ella.
—Y... ¿a usted le era antipática Rosemary?.
—¡Ya lo creo que sí!. ¡Oh!. Era muy hermosa y muy atractiva, y sabía ser
encantadora. ¡Jamás se preocupó de mostrarse encantadora conmigo!.
Me era muy antipática. Me horroricé cuando murió... Me horrorizó la
forma de su muerte... pero no lo sentí, en realidad. Me temo que hasta
me alegré bastante.
Hizo una pausa.
—Por favor, ¿no podemos hablar de otra cosa?.
—Quisiera —se apresuró Race en contestar— que me contara usted
detalladamente todo lo que pueda recordar de ayer... desde la mañana
en adelante... en especial todo cuanto dijera George.
Ruth replicó enseguida, relatando lo ocurrido por la mañana. El disgusto
de George por lo inoportuno de Víctor, las llamadas que ella había hecho
a América del Sur, las medidas tomadas y el alivio de George al saber
que había quedado zanjado el asunto. Luego describió su llegada al
Luxemburgo, y lo excitado que se mostró George como anfitrión.
Continuó su narración hasta el momento final de la tragedia. Su relato
concordaba con lo ya escuchado.
Ruth, con el entrecejo fruncido, dio voz a su propia perplejidad.
—No fue un suicidio. Estoy segura de que no fue un suicidio. Pero, ¿cómo
puede haber sido un asesinato?. La contestación es que no puede
haberlo sido. ¡No puede haberlo cometido uno de nosotros, por lo
menos!. Y en tal caso, ¿pudo haber echado alguien veneno en la copa de
George mientras estábamos bailando?. Y en caso afirmativo, ¿quién?. No
parece tener sentido común eso.
—Hay pruebas de que nadie se acercó a la mesa mientras ustedes
bailaban.
—Entonces, ¡eso sí que resulta absurdo!. ¡El cianuro no puede meterse
en un vaso por sí solo!.
—¿No tiene usted la menor idea, la menor sospecha de quién pudo poner
el cianuro en la copa?. Reflexione. ¿No hay nada... ningún incidente
insignificante que despierte sus sospechas en grado alguno... por muy
pequeño que sea?.
Vio cambiar su expresión varias veces. Observó cómo aparecía en sus
ojos, durante un instante, una expresión de incertidumbre. Hubo una
pausa minúscula, casi infinitesimal, antes de que contestara:
—Nada.
Pero sí que había habido algo. Estaba seguro de ello. Algo que había
visto u oído, o tal vez observado, que, por alguna razón, había decidido
no mencionar.
No insistió. Sabía que, con una muchacha como Ruth, nada adelantaría
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insistiendo. Si por alguna razón había decidido guardar silencio, estaba
seguro de que no cambiaría de opinión.
Pero sí que había habido algo. El saberlo le animó y reforzó su seguridad.
Era la primera señal de una grieta en la sólida pared que tenía delante.
Se despidió de Ruth después de la comida y se dirigió a Elvaston Square
pensando en la mujer que acaba de dejar.
¿Era posible que Ruth Lessing fuera culpable?. En conjunto, le había
impresionado favorablemente. Había parecido completamente sincera.
¿Era capaz de cometer un asesinato?. La mayor parte de la gente lo era,
si se llegaba a profundizar. Por eso resultaba tan difícil eliminar a nadie.
Aquella joven tenía algo de despiadada. Y no le faltaba móvil, o mejor
dicho, una serie de móviles. Matando a Rosemary, tenía bastantes
probabilidades de convertirse en Mrs. Barton. Ya se tratara de casarse
con un hombre rico o con un hombre a quien amaba, la eliminación de
Rosemary era lo primero.
Race se inclinaba a creer que el casarse con un hombre rico no era
suficiente. Ruth Lessing era demasiado serena y cautelosa para arriesgar
el cuello simplemente por vivir con comodidad. ¿Amor?. Quizá. A pesar
de su porte sereno y distante, sospechaba que Ruth era una de esas
mujeres en quienes un hombre determinado puede despertar una pasión
avasalladora. Por amor a George y odio a Rosemary tal vez hubiese
decidido y llevado a cabo el asesinato de Rosemary con toda
tranquilidad. El hecho de que todo hubiese salido a pedir de boca y de
que se hubiera admitido sin protestar la teoría de un suicidio,
demostraba su inherente capacidad.
Y luego George había recibido anónimos. ¿De quién?. ¿Por qué?. Ése era
el problema que no dejaba de extrañarle, que no le permitía vivir en paz.
Y había empezado a desconfiar. Había preparado una trampa. Y Ruth le
había sellado los labios.
No, eso no era así. No sonaba a verdad. Semejante proceder hacía
suponer pánico por parte del asesino, y Ruth Lessing no era de las que
experimentaban pánico. Tenía más inteligencia que George y hubiera
podido burlar cualquier trampa que él le hubiese tendido, con la mayor
facilidad del mundo.
Parecía como si Ruth no encajara en el papel de criminal, después de
todo.
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CAPÍTULO VI
Lucilla Drake recibió encantada al coronel Race. Todas las cortinas
estaban echadas y Lucilla entró en el cuarto vestida de negro, apretando
un pañuelo contra los ojos, y explicó, al adelantar una trémula mano
para tomar la suya... que, claro estaba, le hubiera sido imposible recibir
a nadie, a nadie en absoluto, salvo a un amigo tan antiguo del pobre,
pobre George. ¡Y era terrible no tener un hombre en casa!. La verdad,
sin un hombre en casa, una no sabía cómo afrontar nada. Tan sólo ella,
una pobre viuda muy sola, e Iris, una jovencita incapaz de valerse por sí
sola... y George siempre se había encargado de todo. ¡Qué bondadoso
era el coronel Race!. Le estaba agradecidísima... No tenía la menor idea
de lo que debían hacer. Claro estaba que miss Lessing atendería a todo
lo relacionado con el negocio... Y había que arreglar lo del entierro. Pero,
¿y la encuesta?. Y era tan terrible tener a la policía dentro de la misma
casa. ¡Imagínese...!. De paisano, claro, y obrando con mucha
consideración. Pero estaba tan aturdida y era todo una tragedia tan
absoluta, y, ¿no creía el coronel Race que debía obedecer todo a la
sugestión?. Eso era lo que decían los psicoanalistas, ¿verdad? que todo
era sugestión... y la misma fiesta como quien dice... y recordando cómo
había muerto allí la pobre Rosemary. Debió de ocurrírsele la idea de
pronto. Sólo que si hubiera querido hacer caso de lo que ella, Lucilla, le
había dicho, y hubiera tomado el excelente tónico del doctor Gaskell...
Había tenido una depresión todo el verano. Si, una depresión total.
Al llegar a este punto, a Lucilla se le acabó la cuerda temporalmente, y
Race pudo meter baza.
Expresó su profunda condolencia y le aseguró a Mrs. Drake que podía
contar con él para todo.
Al oír esto, Lucilla arrancó de nuevo y dijo que era muy amable en
verdad, y que el choque había sido terrible, hoy aquí y mañana muerto,
como decía la Biblia: «Crece como la hierba y al atardecer la siegan...»,
sólo que no era exactamente así, pero el coronel Race comprendería lo
que quería decir, y era tan agradable tener a alguien en quien confiar.
Miss Lessing tenía muy buena voluntad, naturalmente, y era muy
eficiente, pero no era muy comprensiva y a veces se tomaba las cosas
demasiado por su cuenta. Y en su opinión —la de Lucilla—, George había
confiado siempre en ella demasiado. Y hubo un tiempo en que temió que
hiciese una tontería, lo que hubiera sido una gran lástima y,
probablemente, una vez se hubiesen casado, ella le hubiese tratado
siempre a estacazos. Ella hubiese llevado los pantalones en la casa. Claro
que Lucilla se había dado cuenta de la dirección en que soplaba el viento.
La pobre Iris sabía tan poco del mundo, y era buena y agradable. ¿No le
parecía bonito al coronel Race que las muchachas jóvenes fueran
sencillas e inocentes?. Iris siempre había sido muy joven para su edad y
muy callada. No se sabía la mitad del tiempo en qué estaba pensando.
Rosemary, como era tan bonita y alegre, salía con frecuencia... e Iris
había vagado, ensimismada por la casa; lo que no estaba bien para una
muchacha. Debieran de ir a clase a aprender cocina y quizá costura, lo
115
que no sólo serviría para distraer sus pensamientos, sino que bien
pudiera resultarles de utilidad algún día. Había sido una verdadera suerte
que Lucilla estuviese libre para poder ir a vivir allí después de la muerte
de la pobre Rosemary, aquella horrible gripe, una gripe de una clase
poco corriente, había dicho el doctor Gaskell. Un hombre tan listo, tan
agradable en sus modales, tan jovial.
Había querido que le Iris lo visitara aquel verano. La muchacha tenía una
cara tan pálida y parecía tan depri mida...
—Pero francamente, coronel Race, yo creo que era la situación de la
casa. Baja y húmeda, ¿sabe?. Con mucha miasma al atardecer. El pobre
George se fue allí y la compró él sólito sin pedirle su parecer a nadie...
¡Una lástima...!. Dijo que quería que fuese una sorpresa... pero hubiera
sido mucho mejor que se hubiese dejado aconsejar por una mujer de
más edad. Los hombres no entienden una palabra de casas. George
hubiera podido comprender que ella, Lucilla, hubiese estado dispuesta a
molestarse todo lo necesario. Porque, después de todo, ¿qué era su vida
ahora?. Su querido esposo, muerto hacía muchos años. Y Víctor, su
querido hijo, lejos de ella en Argentina, en Brasil, quería decir. O,
¿estaba, efectivamente, en Argentina?. Un muchacho tan guapo y tan
afectuoso...
El coronel Race confirmó que había oído decir que tenía un hijo en el
extranjero.
Durante el cuarto de hora siguiente le regaló los oídos con un relato
minucioso de las múltiples actividades de Víctor. Un muchacho tan
dinámico, tan dispuesto a probar fortuna en todo... Siguió, a
continuación, una lista completa de las variadas ocupaciones de Víctor.
Jamás se había mostrado poco bondadoso ni le había guardado rencor a
nadie.
—Ha tenido siempre mala suerte, coronel Race. Su profesor fue injusto
con él y considero que las autoridades académicas de Oxford obraron de
una manera vergonzosa. La gente no es capaz de comprender que un
muchacho listo, aficionado al dibujo, creyera que era una broma
excelente imitar la escritura de otra persona. Lo hizo por gastar una
broma y no por lucrarse con dinero.
Pero siempre había sido un buen hijo para su madre.
Y jamás dejaba de avisarla cuando se hallaba metido en un atolladero, lo
cual demostraba que confiaba en ella, ¿verdad?. Aunque sí que resultaba
curioso que los empleos que la gente le encontraba siempre le obligaban
a salir de Inglaterra, ¿no cree?. No podía por menos de creer que, si le
llegasen a dar un buen empleo, en el Banco de Inglaterra, por ejemplo,
le sería mucho más fácil instalarse en un sitio con carácter permanente.
Podría, quizá, vivir en las afueras de Londres y tener un coche.
Transcurrieron veinte minutos completos antes de que el coronel Race,
habiendo escuchado todas las perfecciones y desgracias de Víctor,
pudiera desviar a Lucilla de aquel tema y encauzarla para que hablase de
la servidumbre.
Si, era muy cierto lo que había dicho: el tipo clásico de criado había
dejado de existir. ¡Las preocupaciones que tenía la gente de hoy en
116
día...!. Aunque ella no debería quejarse, puesto que ellos habían tenido
mucha suerte. Mrs. Pound, aunque tenía la desgracia de ser muy sorda,
era una excelente mujer. A veces hacía las pastas un poco más pesadas
de lo conveniente, y echaba demasiada pimienta en la sopa, pero, en
conjunto, se podía confiar en ella... Y, además, resultaba bastante
económica. Había estado en la casa desde que se casara George y no
había protestado porque se le hiciera ir al campo aquel año... aunque el
resto de la servidumbre se había quejado por ese motivo y la doncella se
había despedido, lo que, después de todo, resultaba una ventaja; una
muchacha impertinente y respondona... que había roto media docena de
las mejores copas; no una a una y a intervalos, cosa que podía sucederle
a cualquiera, sino de golpe, lo que significaba una negligencia
imperdonable... ¿No opinaba así el coronel Race?.
—En efecto, señora, en efecto.
—Eso es lo que le dije. Y le dije que me vería obligada a mencionar lo
ocurrido cuando diera referencias de ella... porque la verdad es que yo
considero que una tiene el deber... Quiero decir, coronel Race, que una
no debe dar lugar a que nadie se llame a engaño. Deben mencionarse los
defectos, no menos que las cualidades. Pero la muchacha se mostró...
bueno... la mar de insolente y dijo que fuera como fuese, esperaba por lo
menos que la próxima casa en que sirviera no sería de esas en que se
liquida a la gente, horrible expresión aprendida en el cine, yo creo, y
absurdamente inapropiada, puesto que la pobre Rosemary se quitó ella
misma la vida... aunque nadie podía considerarla por entonces
responsable de sus actos, como hizo ver, con mucho acierto, el coronel
durante la encuesta judicial... y esa horrible expresión se refiere, según
creo, a pandilleros que se quitan mutuamente la vida con pistolas
ametralladoras. ¡Me alegro mucho de que no tengamos cosas así en
Inglaterra!. Así que, como digo, en el certificado que le di hice constar
que Elizabeth Archdale sabía cumplir muy bien su obligación como
doncella, y que era sobria y honrada, pero que mostraba una manifiesta
tendencia a romper demasiadas cosas y que no siempre era respetuosa
en sus modales. Y puedo asegurarle que yo, de haberme hallado en el
lugar de Mrs. Reestalbot, hubiera sabido leer entre líneas y no la hubiese
admitido a mi servicio. Pero, hoy en día, la gente carga con lo que se
presenta y a veces admite a una muchacha que no ha hecho más que
durar el mes justo de prueba en tres sitios seguidos.
Al detenerse Mrs. Drake a respirar, el coronel Race preguntó
apresuradamente si no se refería a la esposa de Richard Reestalbot. Si
tal era el caso, daba la casualidad que él lo había conocido en la India.
—No se lo puedo asegurar a ciencia cierta. Vive en Cadogan Square.
—Entonces, sí que se trata de mis amigos.
Lucilla dijo que el mundo era tan pequeño, ¿verdad?. Y que no había
amigos como los viejos conocidos. La amistad era una cosa maravillosa.
Siempre le había parecido tan romántico lo de Violet y Paul... Querida
Violet... había sido una muchacha preciosa y, ¡se habían enamorado de
ella tantos hombres...!. Pero, ¡oh, perdón...!, el coronel Race ni siquiera
sabría de quién estaba hablando. Era tan grande la tentación que tenía
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una de revivir el pasado...
El coronel Race le suplicó que continuase y, en recompensa a su cortesía,
le fue contada la vida de Héctor Marle, de cómo le había criado su
hermana, sus peculiaridades y sus debilidades y, por último, cuando el
coronel casi se había olvidado de ella, su matrimonio con la hermosa
Violet.
—Era huérfana, ¿sabe?. Y quedó bajo tutela judicial.
Supo que Paul Bennet, venciendo la desilusión que le produjo el haber
sido rechazado por Violet, se había trocado de aspirante a la mano de
Violet en amigo de la familia. Le habló del afecto que había profesado a
su ahijada Rosemary, de su muerte, y de su testamento.
—Que a mí siempre me ha parecido el colmo del romanticismo, ¡una
fortuna tan enorme...!. Y no es que el dinero lo sea todo... de ninguna
manera. No hay más que acordarse de la trágica muerte de la pobre
Rosemary. Y... ¡tampoco me siento muy feliz cuando pienso en la
querida Iris!.
Race la miró interrogador.
—La responsabilidad me preocupa en extremo. Es muy conocido el
hecho, claro está, de que ha heredado una fortuna. Ando alerta para
apartarla de los jóvenes indeseables. Pero ¿qué se puede hacer, coronel
Race?. Una no puede cuidar a las muchachas ahora como se hacía
antaño. Iris tiene amistades de las que sé poco menos que nada.
«Invítales a casa, querida», es lo que siempre le digo. Pero deduzco que
algunos de esos jovencitos se niegan rotundamente a dejarse caer por
aquí. El pobre George estaba preocupado también. Por culpa de un tal
Browne. Yo, personalmente, jamás lo he visto, pero parece ser que Iris y
él se veían con demasiada frecuencia. Y una tiene la impresión,
naturalmente, de que podría escoger a alguien mejor. A George le era
antipático, de esto estoy completamente segura. Y yo siempre he
opinado, coronel Race, que los hombres saben juzgar mejor a otros
hombres. Recuerdo que yo tenía al coronel Pusey, uno de los
mayordomos de nuestra iglesia, por un hombre encantador, pero mi
esposo siempre se mostraba algo distanciado en su actitud con él, y me
exigió que hiciera yo lo propio. Y, en efecto, cierto domingo, cuando
pasaba la bandeja en la iglesia, cayó redondo, completamente borracho
al parecer... y, claro, después... una siempre se entera de esas cosas
después —¡cuánto mejor sería que se hubiese enterado antes...!—,
supimos que se sacaban de su casa docenas de botellas de coñac vacías
todas las semanas. Fue muy triste en verdad, porque aquel hombre era
religioso a más no poder... aun cuando se inclinaba a ser demasiado
evangélico en sus opiniones. Mi esposo y él tuvieron una lucha terrible,
discutiendo los detalles de la función religiosa el día de Todos los Santos.
¡Oh, Día de Todos los Santos!. ¡Y pensar que ayer fue Día de Difuntos!.
Un leve ruido hizo que Race mirara por encima de la cabeza de Lucilla
hacia la puerta abierta. Había visto a Iris en otra ocasión: en el Little
Priors. No obstante, le pareció que la veía entonces por primera vez. Le
sorprendió la extraordinaria tensión que se adivinaba tras su inmovilidad,
y su mirada, cuando se encontró con la de él, tenía algo que él debía
118
haber reconocido, pero que no lo hizo.
Lucilla Drake volvió a su vez la cabeza.
—Iris, querida, no te oí entrar. ¿Conoces al coronel Race?. ¡Se está
mostrando tan bondadoso...!.
Iris se acercó y le estrechó la mano muy seria. El vestido negro que
llevaba le hacía parecer más delgada y pálida de lo que él la recordaba.
—Vine a ver si podía serles de alguna utilidad —dijo Race.
—Gracias. Es usted muy amable.
Era evidente que había sufrido un rudo golpe y que aún sentía sus
efectos. Pero... ¿había querido a George tanto como para que su muerte
pudiera afectarla tan profundamente?.
Iris volvió la mirada hacia su tía y Race se dio cuenta de que sus ojos
estaban muy alertas.
—¿De qué estabas hablando... ahora, cuando entré? —preguntó.
Lucilla se puso colorada y se aturdió. Race adivinó que deseaba evitar, a
toda cosa, tener que mencionar el nombre de Anthony Browne.
—Deja que piense... Ah, sí, del Día de Todos los Santos, y que ayer fue
Día de Difuntos. Día de Difuntos me parece a mí una cosa tan rara, una
de esas coincidencias que una nunca cree posible en la vida real.
—¿Quieres decir con eso —preguntó Iris— que Rosemary volvió anoche a
buscar a George?.
Lucilla lanzó un grito.
—¡Iris, querida, por favor!. ¡Qué pensamiento más terrible...!. Es... tan
poco cristiano...
—¿Por qué es poco cristiano?. El Día de Difuntos. En París tienen la
costumbre de ir a poner flores en los sepulcros.
—Sí, ya sé, querida, pero es que son católicos, ¿no?.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Iris.
—Creí que a lo mejor estarías hablando de Anthony... —comentó sin
rodeos—... de Anthony Browne.
—Verás. —El gorjeo de Lucilla se atipló, asemejandose más que nunca al
de un pájaro—. Si quieres que diga la verdad, sí que lo mencionamos.
Precisamente decía yo que no sabemos una palabra de él...
Iris la interrumpió.
—¿Por qué habías de saber tú ni una sola palabra de él? —manifestó con
rudeza.
—No, claro, querida, claro que no. Es decir, bueno, quiero decir... sería
mucho mejor si lo supiésemos, ¿no?.
—Tendrás toda suerte de oportunidades para averiguarlo de ahora en
adelante —dijo Iris—. Porque voy a casarme con él.
—¡Oh, Iris! —La exclamación fue una mezcla de gemido y balido—. ¡No
seas temeraria!. Quiero decir que... no puede convenirse nada de
momento.
—Está convenido ya, tía Lucilla.
—Nadie, querida, puede hablar de cosas como el matrimonio cuando el
entierro aún no ha tenido lugar. No sería decente. Y esa horrible
encuesta y todo... Y, la verdad, Iris querida, no creo que George hubiera
dado su aprobación. No le era muy simpático Mr. Browne.
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—No —dijo Iris—, a George no le hubiese gustado y Anthony le era
antipático, pero eso nada tiene que ver con el asunto. Se trata de mi
vida y no la de George. Y sea como fuere, George ha muerto...
Mrs. Drake volvió a gemir.
—¡Iris!. ¡Iris!. ¿Cómo te has vuelto?. Lo que has dicho da pruebas de
muy pocos sentimientos.
—Lo siento, tía Lucilla. —La muchacha hablaba con hastío—. Comprendo
que te sonara así, pero no lo dije con esa intención. Sólo quise decir que
George descansa, mora y que ya no tiene que preocuparse de mí ni de
mi porvenir. He de decidir las cosas por mí misma.
—No digas tonterías, querida. No se puede decir nada en momentos
como los actuales, sería muy poco adecuado. La cuestión no tiene por
qué surgir siquiera.
Iris soltó una leve carcajada. Luego quedó pensativa y declaró:
—Pero ha surgido. Anthony me pidió que me casara con él antes de que
nos fuéramos de Little Priors. Quería que marchara a Londres y me
casara con él al día siguiente sin decirle una palabra a nadie. Siento
ahora no haberlo hecho.
—¿No resultaba un poco extemporánea esa petición? —murmuró Race en
voz baja.
Ella le miró con ojos retadores.
—Nada de eso. Nos hubiera ahorrado muchos jaleos.
¿Por qué no me fiaría de él?. Me pidió que confiara en el y me negué.
Sea como fuere, ahora estoy dispuesta a casarme tan aprisa como él
quiera.
Lucilla estalló en un raudal de incoherentes protestas. El mofletudo
rostro tembló como si fuese de gelatina, los ojos se le inundaron de
lágrimas.
El coronel Race asumió el mando de la situación.
—Miss Marle, ¿me concede unos momentos antes de que me marche?.
Deseo hablar con usted.
La muchacha asintió con cierto sobresalto y se va empujada hacia la
puerta. Cuando salía, Race retrocedió un par de pasos hacia Mrs. Drake.
—No se disguste, Mrs. Drake —dijo—. Cuanto menos se hable, mejor. Ya
veremos lo que se puede hacer.
Dejándola algo consolada siguió a Iris, que cruzó el pasillo y entró en un
cuarto que daba a la parte posterior de la casa, donde un melancólico
sicómoro perdía sus últimas hojas.
—Lo único que tenía aún que decirle, miss Marle —anunció Race—, era
que el inspector jefe Kemp e íntimo amigo mío y que estoy seguro de
que lo encontrará bondadoso y dispuesto a ayudar todo lo posible, tiene
un deber muy desagradable que cumplir, pero estoy seguro de que lo
hará con toda clase de consideraciones.
Ella lo miró unos instantes sin hablar. Luego dijo con brusquedad:
—¿Por qué no se reunió anoche con nosotros como había esperado
George?.
Él meneó la cabeza.
—George no me esperaba.
120
—Él dijo que sí. Me aseguró que vendría más tarde.
—Pudo haberlo dicho, pero no era cierto. George sabía perfectamente
que yo no pensaba ir.
—Pero la silla vacante... ¿para quién era?.
—Para mí, no.
Iris entornó los ojos y palideció.
—Era para Rosemary... —dijo en un susurro—. Comprendo... Era para
Rosemary.
Race acudió rápidamente a su lado al ver que se tambaleaba. La sostuvo
y luego la obligó a sentarse.
—Tranquilícese...
—Estoy bien —respondió ella en voz baja y casi sin aliento—, pero no sé
qué hacer... No sé qué hacer.
—¿Puedo ayudarla?.
Iris alzó la mirada hacia su rostro. Era una mirada sombría, llena de
nostalgia.
—Es preciso que vea las cosas claras —contestó—. Es preciso que las vea
—hizo un gesto con la mano, como si buscara algo a tientas— en su
debido orden. En primer lugar, George creía que Rosemary no se había
suicidado sino que la habían matado. Llegó a ese convencimiento por las
cartas. Coronel Race, ¿quién cree usted que escribió esas cartas?.
—No lo sé. Nadie lo sabe. ¿Y usted, no tiene idea?.
—No puedo ni imaginarme quién habrá sido. Sea como fuere, George
creyó lo que decían y organizó la fiesta de anoche. Y dejó un sitio
vacante. Y era Día de Difuntos, el Día de los Muertos. Era un día en que
el espíritu de Rosemary podía haber vuelto a decir la verdad.
—No debe usted dar rienda suelta a su imaginación.
—Es que lo he sentido yo misma. La he sentido muy cerca a veces. Soy
su hermana y creo que está intentando decirme algo.
—Tranquilícese, Iris.
—Es preciso que hable de ello. George brindó por Rosemary y murió.
Quizás ella vino y se lo llevó.
—Los espíritus de los muertos no echan cianuro en una copa de
champán, querida.
Estas palabras parecieron devolverle el equilibrio.
—Pero... ¡es increíble! —exclamó con voz más normal—. A George lo
mataron. Sí, lo mataron. Eso es lo que cree la policía y debe de ser
verdad. Porque no es aceptable otra explicación. Pero es absurdo.
—¿Cree usted?. Si a Rosemary la hubieran matado y George empezaba a
sospechar quién...
Ella le interrumpió.
—Sí, pero a Rosemary no la mataron. Por eso resulta tan incomprensible
todo. George dio crédito a esos anónimos en parte porque la depresión
tras una gripe no resulta la explicación más convincente de un suicidio.
Pero Rosemary tenía un motivo. Verá, le voy a enseñar algo, que le
convencerá.
Salió corriendo del cuarto y volvió unos instantes despues con una carta
en la mano. Se la ofreció.
121
—Léala. Vea por sí mismo.
Race desdobló el arrugado papel.
—«Mi leopardo querido...»
Lo leyó dos veces antes de devolverlo.
La muchacha dijo con avidez:
—¿Lo ve?. Era desgraciada. Tenía el corazón partido.
No quería
continuar viviendo.
—¿Sabe usted a quién iba dirigida esta carta?.
Iris asintió.
—A Stephen Farraday. No era a Anthony. Estaba enamorada de Stephen
y él la trataba con crueldad. Así que se llevó el cianuro al restaurante y
se lo bebió allí, donde él pudiera verla morir. Quizás esperaba que se
arrepintiera.
Race asintió. Al cabo de unos momentos preguntó:
—¿Cuándo encontró esto?.
—Hace cosa de seis meses. Estaba en el bolsillo de un batín viejo.
—¿No se lo enseñó a George?.
—¿Cómo quería que lo hiciese? —exclamó Iris apasionada—. Rosemary
era mi hermana. ¿Cómo iba a delatarla a George?. Él estaba tan seguro
de que ella lo quería. ¿Cómo iba a enseñarle esto después de haber
muerte ella?. Estaba completamente equivocado, pero yo no podía
decírselo. Se la he enseñado a usted porque era amigo de George.
¿Tiene que verla el inspector Kemp?.
—Sí. Es preciso que se la dé. Se trata de una prueba, ¿comprende?.
—Pero entonces, la... ¿la leerán ante un tribunal, quizá?.
—No necesariamente. Una cosa no significa la otra. Es la muerte de
George lo que se está investigando. No se dará publicidad a cosa alguna
que no esté relacionada directa e indudablemente con el caso. Más vale
que deje que me la lleve ahora.
—Está bien.
Le acompañó hasta la puerta. Cuando la abría, dijo:
—Pero sí que demuestra que la muerte de Rosemary fue suicidio,
¿verdad?.
—Demuestra, desde luego —dijo Race—, que tenía motivos para quitarse
la vida.
Iris exhaló un profundo suspiro.
Race bajó los escalones. Volvió la cabeza una vez. Iris seguía inmóvil en
la puerta, siguiéndole con la mirada cuando cruzaba la plaza.
122
CAPÍTULO VII
Mary ReesTalbot saludó al coronel Race con un verdadero chillido de
incredulidad. —Mi querido amigo, no te he vuelto a ver desde que
desapareciste tan misteriosamente en Allahabad aquella vez. Y, ¿por qué
estás aquí ahora?. No será para verme, estoy segura. Tú nunca haces
visitas de cumplido. Vamos, confiesa la verdad, no hay necesidad de que
andes con diplomacias.
—Emplear métodos diplomáticos contigo sería una pérdida de tiempo,
Mary. Siempre he admirado tus facultades. Ves a través de uno como
con rayos X.
—Menos paja y al grano, amigo mío.
Race sonrió.
—La doncella que me abrió la puerta, ¿era Elizabeth Archdale? —
preguntó.
—¡Así que a eso vienes!. No me digas que esa muchacha, londinense
pura si las hay, es una conocida espía europea. Me negaré rotundamente
a creerte.
—No, no. No se trata de eso.
—Ni me digas tampoco que forma parte de nuestro servicio de
contraespionaje, porque tampoco lo creeré.
—Y harás muy bien. La muchacha es una doncella y nada más.
—Y, ¿desde cuándo te interesa una simple doncella?. Aunque Elizabeth
no tiene nada de simple, en realidad. Yo creo que es la astucia
personificada.
—Creo —dijo el coronel Race— que tal vez pueda decirme algo.
—¿Si se lo pidieras con mucha amabilidad...?. No me sorprendería que
tuvieses razón. Tiene muy desarrollada la técnica de encontrarse cerca
de la puerta siempre que sucede algo interesante. ¿Qué ha de hacer M.?.
—M. tendrá la amabilidad de ofrecerme algo de beber, llamar a Elizabeth
y decirle que me lo traiga.
—Y, ¿cuando lo traiga Elizabeth?.
—Para entonces, M. habrá tenido la bondad de marcharse.
—¿Para quedarse detrás de la puerta y escuchar por el ojo de la
cerradura?.
—Si quieres...
—Y habiéndolo hecho, ¿quedaré saturada de informes confidenciales
sobre la última crisis europea?.
—Me temo que no. Esto no guarda relación alguna con ninguna situación
política.
—¡Qué desilusión!. Bueno, te seguiré el juego.
Mrs. Reestalbot, que era una vivaz morena de cuarenta y nueve años,
pulsó el timbre y ordenó a su bonita doncella que sirviera al coronel Race
un whisky con soda.
Cuando regresó Elizabeth Archdale con una bandeja en la que llevaba lo
que le había pedido, Mrs. Reestalbot estaba de pie junto a la puerta que
daba a su gabinete particular.
—El coronel Race tiene que hacerle unas preguntas —dijo, y salió de la
123
habitación.
Los ojos provocadores de Elizabeth volvieron su mirada hacia el alto y
entrecano militar con cierta expresión de alarma. Él tomó la copa de la
bandeja y sonrió.
—¿Ha visto los periódicos de hoy? —preguntó.
Elizabeth lo miró y se puso en guardia.
—Sí, señor.
—¿Leyó usted que Mr. Barton murió anoche en el restaurante
Luxemburgo?.
—Oh, sí, señor. —Los ojos de Elizabeth brillaron como si aquel desastre
público fuera motivo de regocijo—. Terrible, ¿verdad?.
—Usted había servido en su casa, ¿verdad?.
—Sí, señor. La dejé el invierno pasado, poco después de morirse Mrs.
Barton.
—Ella murió en el Luxemburgo también.
Elizabeth asintió en el acto.
—Resulta bastante raro eso, ¿verdad, señor?.
—Veo —dijo Race muy serio— que tiene usted inteligencia. Sabe atar
cabos y sacar consecuencias.
Elizabeth entrelazó las manos y olvidó por completo la discreción.
—¿Le liquidaron a él también?. Los periódicos no lo dijeron con claridad.
—¿Por qué dice usted «también»?. Cuando se celebró la encuesta, el
jurado falló que Mrs. Barton se había suicidado.
La muchacha le dirigió una rápida mirada de soslayo. «Demasiado viejo
—pensó—, pero guapo. Uno de esos hombres callados. Un caballero de
verdad. Uno de esos caballeros que le hubiesen dado a una un soberano 8
en su juventud. Tiene gracia. ¡Ni siquiera sé cómo es un soberano!. ¿Qué
andará buscando?».
—Sí, señor—contestó.
—Pero... ¿tal vez usted nunca creyó que fuera un suicidio?.
—La verdad, no, señor. Yo no creí nunca que se tratara de un suicidio.
—Eso es muy interesante. Muy interesante de verdad. ¿Y por qué no lo
creyó?.
Vaciló. Empezó a hacerse pliegues en el delantal.
—Haga el favor de decírmelo. Pudiera ser importante.
¡Lo dijo tan agradablemente! Y tan serio... Le hacia a una sentirse
importante... Le entraban a una ganas de ayudarlo. Y, fuera como fuese,
sí que había sido lista en cuanto a la muerte de Rosemary Barton se
refería. ¡Ella no se había dejado engañar!.
—La mataron, ¿verdad, señor?.
—Cabe la posibilidad de que así fuera. Pero, ¿por qué llegó usted a
creerlo?.
—Por algo... —Elizabeth vaciló—... por algo que oí decir un día.
—Sí? —la animó Race.
—La puerta no estaba cerrada ni nada. Quiero decir que a mí nunca se
me ocurriría escuchar detrás de una puerta. No me gusta hacer esas
8
Una libra esterlina. El nombre se aplicaba con preferencia a las monedas de oro de
este valor. (N. del T.)
124
cosas. Pero cruzaba el pasillo, hacia el comedor, con los cubiertos en una
bandeja, y hablaban en voz muy alta. Estaba diciendo algo. Me refiero a
Mrs. Barton, algo de que Anthony Browne no era su nombre. Y entonces
se puso furioso de verdad, Mr. Browne quiero decir. Nunca le hubiera
creído capaz de eso... con lo guapo y lo bien hablado que era
normalmente. Dijo algo de cortarle la cara... ¡Oh!. Y luego dijo que si no
hacía lo que él le decía, le daría el paseo. Así, como suena. No oí más,
porque miss Iris Marle bajaba la escalera y, claro está, no le di mucha
importancia por entonces. Pero, después del jaleo que se armó por
haberse suicidado en la fiesta, y cuando supe que él estaba allí también,
bueno, me dieron escalofríos y se me pusieron los pelos de punta... ¡De
verdad!.
—¿Pero usted no dijo nada?.
La muchacha meneó la cabeza.
—No quería enredos con la policía y, además, no sabía nada... nada en
realidad. Quizá, si hubiese dicho algo, me hubiesen liquidado a mí
también. O me hubiesen dado el paseo, como dicen.
—Ya.
Race hizo una pequeña pausa. Luego, con su tono más gentil, dijo:
—Así que se limitó a mandarle un anónimo a Mr. Barton, ¿verdad?.
Ella lo miró boquiabierta, pero Race no notó en ella señal alguna de
culpabilidad, nada más que de puro asombro.
—¿Yo?. ¿Escribirle a Mr. Barton?. ¡Nunca!.
—Oh, no tenga usted miedo de decírmelo. En realidad fue una idea
magnífica. Sirvió para avisarle sin delatarse usted. Dio usted muestras
de mucha inteligencia al hacerlo.
—Pero, ¡si no lo hice, señor!. No se me ocurrió hacer semejante cosa.
¿Escribirle a Mr. Barton, quiere decir, para avisarle de que a su mujer la
habían liquidado?. ¡Ni loca!.
Tan sincera sonaba su negativa que, a pesar suyo, Race sintió vacilar su
convencimiento. Pero, ¡encajaba todo tan bien!. ¡Sería tan fácil explicarlo
todo con naturalidad si la muchacha hubiese escrito las cartas...! Ella
insistió en su negativa, no con vehemencia ni inquietud, sino
serenamente, sin demasiado énfasis. Acabó por creerle, muy a pesar
suyo.
Cambió de táctica.
—¿A quién le contó usted eso?.
—A nadie. Le digo a usted, con franqueza, que estaba asustada. Pensé
que sería mejor no abrir la boca. Procuré olvidarlo. Sólo lo recordé una
vez, cuando le dije a Mrs. Drake que me marchaba. Había sido muy
pesada desde el primer momento, mucho más de lo que una muchacha
es capaz de soportar... y ahora quería que fuera a enterrarme en el
campo, donde ni siquiera había una línea de autobuses. Cuando le dije
que me iba, se enfadó y me puso en la recomendación que le pedí que
rompía muchas cosas. Yo le dije, con sarcasmo, que por lo menos
encontraría un sitio donde a la gente no la liquidaran. Y me asusté en
cuanto lo dije, pero ella no pareció darle mucha importancia. Quizá
debiera haber hablado por entonces, pero en realidad no estaba segura.
125
La gente dice la mar de disparates en broma y realmente Mr. Browne era
muy agradable y muy amigo de bromear, por lo que no podía estar
segura. ¿Verdad, señor?.
Race contestó que, en efecto, no podía estar segura. Luego añadió:
—Mrs. Barton dijo que Browne no era su verdadero nombre... ¿Mencionó
cuál era el auténtico?.
—Sí, señor. Porque él dijo: «Olvida lo de Tony...» Tony... ¿cómo era?.
Tony algo... Lo que sí sé es que me recordó la mermelada de cerezas
que preparaba la cocinera.
—¿Tony Cheriton?. ¿Cherable... 9 ?.
Ella meneó la cabeza.
—Un nombre más raro que eso, empezaba con eme y sonaba como
extranjero.
—No se preocupe. Tal vez lo recuerde más tarde. Si así sucediera,
avíseme. Aquí tiene mi tarjeta con las señas. Si recuerda el nombre,
escríbame a esta dirección.
Le entregó la tarjeta y una propina.
—Lo haré, señor. Gracias, señor.
«Un caballero», pensó al bajar la escalera. Un billete de una libra
esterlina, no de media. Debía de resultar muy agradable cuando
circulaban los soberanos de oro.
Mary Reestalbot volvió a la habitación.
—¿Qué?. ¿Has tenido éxito?.
—Sí, pero aún queda una dificultad que vencer. ¿Puede ayudarme tu
ingenio?. ¿Se te ocurre un nombre que pudiera recordar la mermelada de
cereza?.
—¡Qué pregunta más extraordinaria!.
—Piensa, Mary. Yo no soy un hombre casero. Concentra tu atención en la
fabricación de mermelada... en la mermelada de cereza especialmente.
—No se hace mermelada de cerezas con frecuencia.
—¿Por qué no?.
—Porque tiene la tendencia de convertirse en demasiado azucarada... a
menos que se empleen cerezas para guisar: cerezas de Morella.
Race soltó una exclamación.
—Apuesto a que era esto. Adiós, Mary. No sé cómo agradecértelo.
¿Tienes inconveniente en que toque el timbre para que la muchacha me
acompañe a la puerta?.
Mrs. Reestalbot le gritó mientras él salía de la habitación casi corriendo.
—¡Si serás desagradecido!. ¿No vas a decirme de qué se trata?.
—Ya volveré a contarte toda la historia más tarde —contestó él por
encima del hombro.
—¡Eso dices tú! —murmuró Mrs. Reestalbot.
Elizabeth le aguardaba con el sombrero y el bastón.
Race le dio las gracias y se detuvo en la puerta.
—A propósito —dijo—, ¿el nombre era Morelli?.
—Exacto, señor. Tony Morelli, ése fue el nombre que él dijo que olvidara.
9
Cereza, en inglés, es cherry. Por eso sugiere Race estos nombres.
126
Y dijo que había estado en la cárcel también.
Race bajó los escalones sonriendo.
Desde el teléfono público más cercano llamó a Kemp. Hubo un
intercambio de palabras, breve, pero satisfactorio.
—Expediré un telegrama inmediatamente —dijo Kemp—. Debiéramos
tener noticias en seguida. Confieso que experimentaré un gran alivio si
tiene usted razón.
—Creo que sí la tengo. Todo parece encajar.
127
CAPITULO VIII
El inspector jefe Kemp no estaba de muy buen humor. Durante la última
media hora había estado entrevistándose con un adolescente aterrado de
dieciséis años de edad, quien, en virtud de la elevada posición de su tío
Charles, aspiraba a ser camarero de la clase que se exigía en el
Luxemburgo. Entretanto, era uno de los seis ayudantes que corrían de
un lado para otro con mandil para distinguirse de los camareros de
verdad, y cuya obligación era cargar con la culpa de todo, llevar y traer,
servir panecillos y mantequilla, y aguantar continua e incesantemente
punzantes denuestos en francés, italiano y de vez en cuando en inglés.
Charles, como correspondía a un gran hombre, lejos de demostrar
favoritismo alguno por su pariente, le reprendía, insultaba y maldecía
aún más que a todos los otros. No obstante, en el fondo de su corazón,
Pierre aspiraba a ser algún día nada menos que maitre de algún
restaurante de lujo en un futuro lejano.
De momento, sin embargo, su carrera había tropezado con un escollo y
dedujo que se le creía culpable nada menos que de asesinato.
Kemp le volvió del revés y acabó convenciéndose, con disgusto, de que
el muchacho no había hecho ni más ni menos de lo que había dicho:
recoger del suelo un bolso de señora y volverlo a dejar junto al plato.
—Ocurrió cuando yo corría con la salsa para monsieur Robert. Él estaba
impaciente, y la señorita barrió el bolso de la mesa al irse a bailar; con
que yo lo cojo y lo pongo sobre la mesa y luego vuelvo a correr, porque
ya monsieur Robert me hace señas frenéticas. Eso es todo, monsieur.
Y eso era todo. Kemp, malhumorado, lo dejó marchar, quedándose con
las ganas de agregar a la despedida: «Pero que yo no te pille haciendo
una cosa así otra vez.»
El sargento Pollock lo sacó de su ensimismamiento, diciéndole que
habían telefoneado para anunciar que una joven preguntaba por él, o
mejor dicho, por el oficial encargado del caso del Luxemburgo.
—¿Quién es?.
—Miss Chloe West.
—Que suba —dijo Kemp, con resignación—. Le puedo conceder diez
minutos. Tengo una cita con Mr. Farraday. Aunque, bueno, no se perderá
nada con hacerle esperar a él unos minutos. La espera siempre pone
nerviosa a la gente.
Cuando miss Chloe West entró en el despacho, Kemp tuvo la impresión
de que ya la conocía. Pero un minuto más tarde rechazó semejante
creencia. No, jamás había visto a aquella muchacha hasta aquel instante,
estaba seguro de ello. No obstante, la vaga sensación de que no le era
desconocida, persistió durante todo el rato.
Miss West tenía unos veinticinco años, era alta, de pelo castaño y muy
bonita. Hablaba de una manera que daba la sensación de que tenía
mucho cuidado con su dicción y parecía estar decididamente nerviosa.
—Bien, miss West, ¿qué puedo hacer por usted?.
—Leí en el periódico lo del Luxemburgo, lo del hombre que murió allí.
—¿Mr. Barton?. ¿Sí?. ¿Lo conocía usted?.
128
—¡Verá... no!. No exactamente. Quiero decir que en realidad, no lo
conocía.
Kemp la miró y rechazó su primera deducción.
Chloe West tenía un aspecto refinado y virtuoso, exageradamente.
—¿Me querría usted dar primero su nombre y su dirección, por favor —le
dijo el inspector—, para que sepamos a qué atenernos?.
—Chloe Elizabeth West, 15 Marryvale Court, Maide Vale. Soy actriz.
Kemp volvió a mirarla de soslayo y decidió que, en efecto, eso es lo que
era. De repertorio seguramente. A pesar de su belleza, era de las serias.
—Diga, miss West.
—Cuando leí la noticia de la muerte de Mr. Barton y que la policía estaba
investigando, pensé que tal vez debiera venir a decirles algo. Hablé con
una amiga del asunto, y ella opinó lo mismo. No supongo que tenga nada
que ver con ello, pero...
Chloe West hizo una pausa.
—Ya juzgaremos nosotros si tiene o no que ver —le aseguró Kemp
agradablemente—. Cuéntémelo.
—No trabajo actualmente —explicó miss West.
El inspector Kemp por poco dijo: «descansa», para demostrar que
conocía los términos teatrales, pero se contuvo.
—Pero estoy inscrita en las agencias y se ha publicado mi fotografía en
Spotlight. Tengo entendido que fue ahí donde vio mi fotografía Mr.
Barton. Se puso en contacto conmigo y me dijo lo que deseaba que
hiciese.
—¿Sí?.
—Me dijo que iba a dar una fiesta en el Luxemburgo y quería dar una
sorpresa a sus invitados. Me enseñó una fotografía en color y me dijo
que quería que me maquillase para parecerme al original, y tener el
mismo colorido.
La luz se hizo en el cerebro del inspector. El retrato de Rosemary que
había sobre la mesa en el despacho de George Barton en Elvaston
Square. A ella era a quien le había recordado la muchacha. Sí que se
parecía a Rosemary Barton, no sorprendentemente quizá, pero el tipo y
las facciones, en conjunto, eran iguales.
—También me trajo un vestido para que me lo pusiese. Lo he traído
conmigo. Un vestido de seda verde gris.
Debía peinarme tal como la mujer de la fotografía y acentuar el parecido
con el maquillaje. Luego había de ir al Luxemburgo y entrar en el
restaurante durante la primera sesión del espectáculo. Y sentarme a la
mesa de Mr. Barton, donde encontraría una silla libre. Me invitó a comer
allí y me indicó cuál iba a ser la mesa.
—Y, ¿por qué no acudió usted a la cita, miss West?.
—Porque a eso de las ocho de aquella misma noche, alguien... Mr.
Barton... telefoneó y me dijo que se había aplazado. Dijo que me avisaría
cuando fuera a celebrarse. Luego, a la mañana siguiente, leí la noticia de
su muerte en los periódicos.
—Y ha sido usted lo bastante sensata para venir a vernos —dijo el
inspector—. Bueno, pues muchísimas gracias, miss West. Ha aclarado
129
usted un misterio, el misterio del asiento vacío. A propósito, dijo usted
«alguien» y luego rectificó y dijo «Mr. Barton». ¿Por qué?.
—Porque al principio no creí que fuera Mr. Barton. La voz sonaba
distinta.
—¿Era una voz de hombre?.
—Oh, sí, creo que sí. Era un poco ronca, por lo menos... como si quien
hablaba tuviese un resfriado.
—¿Eso fue cuanto dijo?.
—Eso fue todo.
Kemp siguió interrogándola sin lograr ampliar sus informes.
Cuando se hubo marchado, le dijo sonriente al sargento:
—¡Así que ese era el famoso plan de Barton!. Comprendo ahora por qué
dicen todos que tenía la mirada fija en la silla vacía después del
espectáculo y que estaba abstraído y tenía un gesto muy raro. Le había
salido mal su plan.
—¿No cree que fuera él quien le dijera que no fuese?.
—¡Claro que no!. Y tampoco estoy tan seguro de que se tratara de una
voz de hombre. La ronquera es un buen disfraz para hablar por teléfono.
Bueno, estamos haciendo progresos, por lo menos. Haga pasar a Mr.
Farraday, si ha llegado ya.
130
CAPÍTULO IX
Aunque exteriormente estaba sereno, Stephen Farraday había entrado
en New Scotland Yard sobrecogido por dentro. Un peso intolerable
gravitaba sobre su ánimo. Aquella mañana parecía como si las cosas
marcharan bien. ¿Por qué había pedido el inspector Kemp que se
presentara allí, tan imperativamente?. ¿Qué sabía y qué sospechaba?.
Sólo podía tratarse de una sospecha vaga. Lo que hacía falta era
conservar la serenidad y no confesar nada.
Se sentía extrañamente solo y abandonado sin Sandra. Era como si,
cuando ellos dos se enfrentaban juntos a un peligro, éste perdiera la
mitad de sus horrores. Juntos tenían fuerza, valor, poder. Solo, él no era
nada; era menos que nada. ¿Y Sandra?. ¿Le sucedía a ella lo propio?.
¿Estaría sentada ahora en Kidderminster House sola, callada, reservada,
orgullosa y sintiéndose horriblemente vulnerable por dentro?.
El inspector Kemp le recibió con amabilidad, pero muy serio. Había un
policía de uniforme sentado a una mesa, con un lápiz y un bloc de papel.
Después de invitar a Stephen a que se sentara, Kemp habló con tono
oficial.
—Es mi propósito, Mr. Farraday —dijo—, tomarle declaración. Lo que
usted declare será tomado por escrito y se le pedirá luego que lo lea y lo
firme. Al propio tiempo, tengo el deber de comunicarle que goza de
completa libertad para negarse a hacer dicha declaración y que tiene
perfecto derecho a exigir que se halle presente su abogado si así lo
desea.
Aquel preámbulo desconcertó un poco a Stephen, pero no lo exteriorizó.
Sonrió forzadamente.
—Eso suena muy impresionante, inspector.
—Nos gusta que todo quede bien aclarado, que no queden puntos
oscuros, Mr. Farraday.
—Cualquier cosa que diga podrá usarse más tarde contra mí, ¿no es
eso?.
—No empleamos la palabra «contra». Cualquier cosa que usted diga
podrá ser usada luego como prueba ante un tribunal.
—Comprendo —manifestó Stephen serenamente—. Pero no logro
imaginarme por qué han de necesitar de mí una nueva declaración,
inspector. Esta mañana ya oyó todo lo que tenía que decir.
—Aquella sesión no tenía, por decirlo así, carácter oficial, aunque resultó
útil como punto de partida preliminar. Además, Mr. Farraday, había
ciertos detalles que supuse que preferiría usted discutir aquí conmigo.
Siempre que se trata de hechos que no son absolutamente vitales en un
asunto, procuramos ser tan discretos como nos permite la necesidad de
hacer justicia. Seguramente comprenderá usted lo que quiero decir.
—Me temo que no.
El inspector jefe Kemp suspiró.
—Pues quiero decir lo siguiente. Tenía usted relaciones muy íntimas con
la difunta Rosemary Barton.
Stephen le interrumpió:
131
—¿Quién lo ha dicho?.
Kemp se inclinó hacia delante y sacó un documento escrito a máquina de
su mesa.
—Ésta es copia de una carta hallada entre los objetos de la difunta Mrs.
Barton. El original está archivado aquí y nos fue entregado por miss Iris
Marle, que ha identificado la escritura como de su hermana. «Mi leopardo
querido...», leyó Stephen.
Una oleada de náuseas le invadió. La voz de Rosemary... hablando...
suplicando... ¿No moriría nunca el pasado?. ¿Nunca se dejaría enterrar?.
Se rehízo y miró a Kemp.
—Puede usted estar en lo cierto al pensar que Mrs. Barton escribió esta
carta, pero no hay nada que indique que fuera dirigida a mí.
—¿Niega usted haber pagado el alquiler del número veintiuno de Malland
Mansions en Earl's Court?.
¡Así que estaban enterados!. ¿Lo habrían sabido desde el primer
momento?.
Se encogió de hombros.
—Parece estar usted bien informado. ¿Me es lícito preguntar por qué se
sacan a relucir mis asuntos particulares?.
—No saldrán a relucir, a menos que se demuestre que no están
relacionados con la muerte de George Barton.
—Comprendo. Lo que usted sugiere es que empecé por hacerle el amor a
su esposa y que luego lo asesiné.
—Vamos, Mr. Farraday, le seré franco. Usted y Mrs. Barton eran íntimos
amigos, se separaron por deseo de usted y no de ella. Según esta carta,
ella pretendía montar un escándalo. Murió muy oportunamente.
—Se suicidó. Es posible que yo tenga algo de culpa. Puede ser que yo
mismo me lo reproche, pero no es una cuestión legal.
—Puede que fuera un suicidio, puede que no. George Barton opinaba que
no lo era. Empezó a investigar y murió. La sucesión de hechos parece
sugestiva.
—No comprendo por qué... bueno, por qué ha de relacionarse conmigo.
—¿Reconoce que la muerte de Mrs. Barton sucedió en un momento muy
oportuno para usted?. Un escándalo, Mr. Farraday, hubiera resultado
muy perjudicial para su carrera.
—No hubiese habido escándalo. Mrs. Barton hubiera entrado en razón.
—¡Quizá sea cierto!. ¿Estaba enterada su esposa de este asunto, Mr.
Farraday?.
—Claro que no.
—¿Está usted completamente seguro?.
—Desde luego. Mi esposa no sospechaba que hubiera otra cosa que no
fuera amistad entre Mrs. Barton y yo. Confío en que jamás lo sabrá.
—¿Es celosa su mujer, Mr. Farraday?.
—De ninguna manera. Es demasiado sensata para eso.
El inspector no comentó la afirmación, pero dijo:
—¿Tuvo usted en su poder cianuro en algún momento, durante el año
pasado, Mr. Farraday?.
—No.
132
—Pero, guarda usted cianuro en su finca del campo ¿no?.
—Puede que tenga el jardinero. Yo no sé una palabra de eso.
—¿Usted no ha comprado nunca cianuro en ninguna farmacia, ni para
usarlo en fotografía siquiera?.
—No entiendo de fotografía y repito que jamás he comprado cianuro.
Kemp le interrogó un poco más antes de dejarle que se fuera.
Luego le comentó pensativo a su subordinado:
—Se apresuró a negar que su mujer supiese una palabra de su devaneo
con la Barton. ¿A qué obedecería tanta precipitación?.
—Seguramente estará asustado... temiendo que algún día lo descubra.
—Es posible, pero yo hubiese creído que tenía suficiente inteligencia para
comprender que, si su mujer lo ignoraba todo y armaba jaleo al
enterarse, sería una razón más por la que le interesara matar a
Rosemary Barton. Para salvar el pellejo, debiera haber dicho que su
mujer tenía más o menos conocimiento del asunto, pero que había
preferido hacer como si no se hubiese enterado.
—No se le ocurriría eso seguramente, jefe.
Kemp sacudió la cabeza. Stephen Farraday no era tonto. Tenía un
cerebro despejado y astuto. Y había dado muestras de un empeño
exagerado en convencer al inspector de que Sandra no sabía una palabra
del asunto.
—Bueno —dijo Kemp—, el coronel Race parece satisfecho del indicio que
ha descubierto y, si tiene razón, los Farraday quedan descartados... los
dos: marido y mujer. Y me alegraré si así ocurre. Me es simpático ese
hombre. Y, personalmente, no creo que sea el asesino.
Stephen abrió la puerta de la sala.
—¿Sandra?.
Ella surgió de la oscuridad, asiéndole de pronto por los hombros.
—¿Stephen?.
—¿Por qué estabas a oscuras?.
—No podía soportar la luz. Cuéntame.
—Lo saben.
—¿Lo de Rosemary?.
—Sí.
—¿Y qué creen?.
—Ellos ven, claro está, que yo tenía motivos... ¡Oh, querida!. ¡Mira en lo
que te he metido!. Toda la culpa es mía. Si me hubiera marchado...
dejándote en libertad... para que tú, por lo menos, no te vieras envuelta
en ese terrible asunto...
—No, no... Eso no... No me dejes nunca... No me dejes nunca...
Se apretó contra él. Se colgó de su cuello. Estaba llorando y las lágrimas
le resbalaban por las mejillas. La sintió estremecerse.
—Tú eres mi vida, Stephen... toda mi vida... No me abandones nunca...
—¿Tanto me quieres, Sandra?. Nunca supe...
—No quería que lo supieses. Pero ahora...
—Sí, ahora estamos metidos juntos en esto, Sandra... Juntos nos
enfrentaremos con la situación... Venga lo que venga. ¡Juntos!.
Y allí, de pie, abrazados el uno al otro en la oscuridad, sintieron que
133
renacían sus fuerzas.
—¡Eso no destrozará nuestras vidas! —exclamó
determinación—. No lo conseguirá. ¡No lo conseguirá!.
Sandra
con
134
CAPÍTULO X
Anthony Browne contempló la cartulina que el botones le tendía. Frunció
el entrecejo y se encogió de hombros.
—Bueno, que suba —dijo al muchacho.
Cuando entró el coronel Race, Anthony estaba de pie junto a la ventana.
Los rayos del sol recortaban su silueta.
Vio a un hombre alto, de aspecto marcial, rostro bronceado y cabello
entrecano, un hombre a quien había visto antes, pero no desde hacía
años. Un hombre del que sabía muchas cosas.
Race vio a un hombre moreno y garboso, y el contorno de una cabeza
bien formada.
——¿El coronel Race? —dijo Anthony con voz agradable, indolente—. Sé
que era usted amigo de George Barton. Habló de usted aquella última
noche. ¿Un cigarrillo?.
—Gracias, sí.
Le ofreció una cerilla.
—Aquella noche usted era el invitado que no se presentó... —añadió
Anthony—. Tanto mejor para usted.
—Está usted en un error. Aquel asiento vacante no me estaba destinado.
—¿De veras? Barton dijo...
Race le interrumpió.
—Puede haberlo dicho George Barton. Sus planes, sin embargo, eran
completamente distintos. Aquel asiento, Mr. Browne, debía de haberlo
ocupado, al apagarse las luces, una actriz llamada Chloe West.
Anthony le miró boquiabierto.
—¿Chloe West?. En mi vida la oí nombrar. ¿Quién es?.
—Una joven actriz no muy conocida, pero que se parece superficialmente
a Rosemary Barton.
Anthony emitió un silbido de sorpresa.
—Empiezo a comprender.
—Le habían proporcionado una fotografía de Rosemary para que pudiera
copiar el peinado y maquillaje. Y también le proporcionaron el vestido
que llevaba Rosemary la noche de su muerte.
—¿Así que ése era el plan de George?. Se encienden las luces... Eh,
presto!. Exclamaciones de horror sobrenatural... Rosemary ha vuelto. El
culpable exclama crispado: «¡Es cierto... es cierto... Lo hice yo!».
Hizo una pausa y agregó:
—Malísimo hasta para un borrico como el pobre George Barton.
—No estoy muy seguro de haberle entendido.
—Vamos, coronel... —Anthony rió—... un criminal recalcitrante no iba a
portarse como una colegiala histérica. Si alguien había envenenado a
Rosemary Barton a sangre fría y se disponía a propinarle a George
Barton una dosis de cianuro, tal persona tendría cierto valor, cierta
serenidad por lo menos. Haría falta algo más que una actriz disfrazada
de Rosemary Barton para obligarle a confesar su culpabilidad
—No olvide que Macbeth, criminal de nervios de acero, se desquició al
ver el fantasma de Banquo en el festín.
135
—¡Ah!. ¡Pero es que lo que vio Macbeth era un fantasma de verdad!. ¡No
se trataba de un cómico de la legua engalanado con la ropa de Banquo!.
Estoy dispuesto a admitir que un fantasma pudiera traer consigo del otro
mundo una atmósfera propia. Es más, estoy dispuesto a reconocer que
creo en fantasmas... pero creo en ellos desde hace seis meses... en uno
de ellos en particular. —¿De veras?. ¿Y de quién es ese fantasma? —De
Rosemary Barton. Puede usted reírse si quiere.
No la he visto, pero he sentido su presencia. Por alguna razón que no se
me alcanza, Rosemary, pobrecilla, no puede descansar en paz.
—A mí se me ocurre una razón.
—¿El hecho de que la hubiesen asesinado?.
—O expresado de otro modo y en jerga que le debe ser familiar: porque
la liquidaron. ¿Qué me dice usted de eso, Mr. Tony Morelli?.
Hubo un momento de silencio. Anthony se sentó, tiró el cigarrillo a la
chimenea y encendió otro.
—¿Cómo lo averiguó? —dijo por fin.
—¿Reconoce que es usted Tony Morelli?.
—No se me ocurriría perder el tiempo negándolo. Es evidente que ha
telegrafiado usted a Estados Unidos y obtenido todos los detalles.
—¿Reconoce que, cuando Rosemary Barton descubrió su identidad, la
amenazó con liquidarla, a menos que supiera tener la lengua quieta?.
El coronel Race experimentó una sensación extraña. La entrevista no
estaba saliendo como debiera. Miró con fijeza al hombre arrellanado en
el sillón, y su aspecto le dio la sensación de algo conocido.
—¿Quiere que le haga un breve resumen de lo que sé de usted, Morelli?
—prosiguió.
—Pudiera resultar divertido.
—Se le condenó en Estados Unidos por intento de sabotaje a las fábricas
de aeroplanos Ericsen y fue mandado a presidio. Después de cumplir la
condena, salió en libertad y las autoridades le perdieron de vista. Cuando
volvieron a tener noticias suyas, se hallaba usted en Londres, alojado en
el Claridge, con el nombre de Anthony Browne. Allí trabó amistad con
lord Dewsbury y, por mediación suya, conoció a ciertos fabricantes de
armamentos. Se alojó en casa de lord Dewsbury y, gracias a que era
usted huésped suyo, le enseñaron cosas que jamás debía haber visto. Es
una coincidencia curiosa, Morelli, que sus visitas a varios talleres y
fábricas importantes han ido seguidas por una serie de accidentes
inexplicables y algunos incidentes que poco faltaron para que se
convirtieran en verdadero desastre.
—Las coincidencias —admitió Anthony— son cosas verdaderamente
extraordinarias.
—Finalmente, al cabo de un tiempo, reapareció usted en Londres y
renovó su amistad con Iris Marle, inventando toda suerte de excusas
para no visitar su casa y para que la familia no se diera cuenta de la
intimidad que empezaba a nacer entre ustedes. Por fin, intentó inducirla
a que se casara con usted en secreto.
—¿Sabe usted —murmuró Anthony— que es verdaderamente
extraordinario que haya logrado averiguar todas esas cosas?. No me
136
refiero a la cuestión del armamento sino más bien a mis amenazas a
Rosemary y las dulzuras que le susurré a Iris. ¿Es posible que esas cosas
caigan dentro de la jurisdicción del MI5 10 ?.
Race le miró vivamente.
—Tiene usted mucho que explicar, Morelli.
—No lo crea. Admitiendo que los hechos que usted conoce sean ciertos,
¿qué pasa?. He cumplido mi condena. He hecho algunas amistades
interesantes. Me he enamorado de una muchacha encantadora y, como
es natural, estoy impaciente por casarme con ella.
—Tan impaciente que preferiría que la boda se celebrara antes de que la
familia tuviera tiempo de investigar sus antecedentes. Iris Marle es una
joven muy rica.
Anthony asintió amablemente.
—Lo sé. Cuando hay dinero, la familia suele inclinarse a armar un jaleo
espantoso. Iris no sabe una palabra de mi tenebroso pasado,
¿comprende?. Con franqueza, preferiría que continuara ignorándolo.
—Mucho me temo que va a tener que enterarse.
—Es una lástima —dijo Anthony.
—Posiblemente usted no se da cuenta...
Anthony le interrumpió, riendo.
—¡Oh!. ¡Ya sé poner los puntos sobre las íes!. Voy a completar la
historia. Rosemary Barton estaba enterada de mi pasado criminal y por
eso la maté. George Barton empezaba a desconfiar de mí, ¡con que lo
maté también!. Ahora ando a la caza del dinero de Iris. Todo eso es muy
bonito y encaja muy bien. Pero ¡no tiene usted la menor prueba de que
sea cierto!.
Race le miró atentamente unos minutos. Luego se puso en pie con
viveza.
—Todo lo que ha dicho es cierto —aseguró—. Y todo es falso.
Anthony le observó atentamente.
—¿Qué es falso?.
—Usted —Race se paseó lentamente por el cuarto—. Todo encajaba
perfectamente hasta que le vi a usted. Pero ahora que lo he visto, no
sirve. Usted no es un criminal. Y si no es usted un criminal, es usted uno
de los nuestros. No me equivoco, ¿verdad?.
Anthony le miró en silencio. Una sonrisa expansiva apareció lentamente
en su rostro.
—Porque la esposa del coronel y Juay O'Grady son hermanas de piel para
adentro —tarareó en voz baja—. Si, es curioso cómo llega uno a conocer
a los de su propio oficio. Temí que descubriese enseguida lo que era. Por
entonces, era muy importante que nadie lo adivinara. Siguió siendo
importante hasta ayer. Ahora, gracias a Dios, ya ha acabado. Tenemos
en la red a una banda de saboteadores internacionales. Llevaba
trabajando tres años en esta misión. He frecuentado ciertas reuniones,
haciendo de agitador entre los obreros, para conseguir la mala fama
necesaria. Por último, se decidió que diera un golpe importante y
10
Servicio de Contraespionaje británico.
137
acabara en la cárcel. Era preciso que la condena fuese auténtica para
que quedase demostrada mi condición de saboteador.
«Cuando salí de la cárcel, las cosas se empezaron a mover. Poco a poco
fui llegando al corazón de todo, una gran red internacional dirigida desde
Europa central. Fue como agente de la red que vine a Londres y me alojé
en el Claridge. Tenía orden de hacerme amigo de lord Dewsbury. Ese era
mi papel: un diletante. Conocí a Rosemary Barton mientras
desempeñaba mi papel de joven acaudalado y ocioso. De pronto, y con
gran horror mío, descubrí que sabía que había estado en la cárcel en
Estados Unidos con el nombre de Tony Morelli. Quedé aterrado, por ella.
La gente con quien yo trabajaba la hubiera hecho matar sin vacilar, de
haber sospechado que lo sabía. Hice lo posible para asustarla hasta el
punto de que no se atreviera a hablar, pero no tenía grandes esperanzas
de éxito. Rosemary nació para ser indiscreta. Pensé que lo mejor sería
que me apartase de ella, y entonces vi a Iris bajar la escalera y me juré
que, después de terminar mi misión, volvería inmediatamente para
casarme con ella.
«Cuando terminé la parte activa de mi labor, reaparecí y me puse en
contacto con Iris; pero me mantuve alejado de la casa y de su familia
porque comprendí que querían saber algo más de mí y necesitaba
mantener el incógnito un poco más de tiempo. Pero el aspecto de Iris me
preocupó. Parecía enferma y asustada, y George Barton estaba obrando
de una forma muy extraña. La insté a que se fuera de casa y se casara
conmigo. Ella se negó. Tal vez hizo bien. Y a continuación me invitaron a
la fiesta. Nos sentábamos a la mesa cuando George Barton anunció que
usted iba a asistir. Me apresuré a decir que me había encontrado con un
hombre a quien conocía y que posiblemente tendría que marcharme
temprano. En realidad, sí que había visto a un hombre a quien conocí en
Estados Unidos, un tal Monkey Coleman, aunque él no me reconoció a
mí. A quien quería esquivar no era a él, sin embargo, sino a usted. Aún
no había terminado mi trabajo.» Y ya sabe lo que ocurrió a continuación.
George murió. Yo no tuve nada que ver con su muerte ni con la de
Rosemary. Sigo sin saber quién los mató.
—¿No tiene una idea siquiera?.
—Tiene que haber sido el camarero o una de esas cinco personas
sentadas a la mesa. Yo no creo que fuera el camarero. No fui yo. Y no
fue Iris. Pudo haber sido Sandra Farraday y pudo haber sido Stephen. O
pudieron haber sido los dos juntos. Pero la persona más probable en mi
opinión es Ruth Lessing.
—¿Tiene usted alguna razón para creerlo?.
—No. Ella parece ser la más probable... ¡pero no comprendo cómo pudo
haberlo hecho!. En ambas tragedias estaba colocada de tal manera en la
mesa, que le hubiera resultado poco menos que imposible tocar las
copas. Y, cuanto más pienso sobre lo sucedido aquella noche, más
imposible me parece que George fuera envenenado siquiera. Y, sin
embargo, lo fue. —Hizo una pausa—. Otra cosa me extraña: ¿Ha
descubierto usted quién escribió los anónimos que pusieron a George
sobre la pista?.
138
Race meneó la cabeza.
—No. Creí haberlo descubierto pero me equivoqué.
—Porque lo interesante es que significa que hay alguien en alguna parte
que sabe que Rosemary murió asesinada. De suerte que, sino anda usted
con cuidado, ¡esa persona será la siguiente en morir!.
139
CAPÍTULO XI
Anthony sabía, porque se lo habían avisado por teléfono, que Lucilla
Drake iba a salir a las cinco a tomar el té con una antigua amiga. En
previsión de cualquier contingencia —la posibilidad de que se olvidara el
portamonedas y tuviese que volver por él, que se decidiera a última hora
a regresar por el paraguas, o por si acaso se quedara a charlar un rato a
la puerta de su casa—, Anthony calculó su llegada a Elvaston Square
para las cinco y veinticinco. Era a Iris a quien quería ver, no a su tía. Y,
por lo que le habían dicho, como le pillara Lucilla por su cuenta, iba a
tener muy pocas probabilidades de hablar con Iris sin interrupciones.
La doncella, una muchacha menos avispada que Elizabeth Archdale, le
dijo que miss Iris Marle acababa de entrar y se hallaba en el despacho.
Lo acompañaría.
—No se moleste —dijo Anthony con una sonrisa—. Ya sé llegar yo solo.
Entró y se dirigió al despacho.
Iris se volvió sobresaltada al oírle entrar.
—¡Ah! ¡Eres tú!.
Se acercó a ella.
—¿Qué ocurre, querida?.
—Nada. —Hizo una pausa y luego agregó apresuradamente—: Nada.
Sólo que por poco me atropellan. ¡Oh!. La culpa fue mía. Supongo que
iba enfrascada en mis pensamientos y crucé la calle sin mirar. El coche
dobló la esquina a toda velocidad y no me atropello de milagro.
Él la sacudió dulcemente.
—Debes andar con cuidado. Iris. Me tienes preocupado... ¡Oh!. ¡No por lo
milagrosamente que te has librado de que te pasara por encima un auto,
sino por el motivo que te distrae hasta ese punto. ¿Qué sucede,
querida?. ¿De qué se trata?. ¿Es algo especial?.
Ella asintió. Los ojos que le miraron estaban opacos y dilatados de
miedo. Leyó el mensaje antes de que ella hubiera dicho en voz muy baja
y rápida:
—Tengo miedo.
Anthony recobró el aplomo, la serenidad y la sonrisa. Se sentó a su lado
en un sofá.
—Vamos —le persuadió—. Cuéntamelo.
—No creo que debiera decírtelo, Anthony.
—Vamos, boba, no seas como las heroínas de las novelas baratas, que
empiezan por tener en el primer capítulo algo que no pueden decir.... sin
más razón que la de enredar al héroe y conseguir que la historia se
alargue otras cincuenta mil palabras.
Ella sonrió débilmente.
—Quiero decírtelo, Anthony, pero no sé lo que pensarás. No sé si
creerás...
Anthony alzó una mano y empezó a contar con los dedos,
pausadamente:
—Uno: un hijo natural. Dos: un amante chantajista. Tres: un...
—¡Claro que no! —le interrumpió ella indignada—. ¡Nada de todo eso!.
140
—Me proporcionas un gran alivio —dijo Anthony—. Habla, no seas boba.
El rostro de Iris volvió a ensombrecerse.
—No es cosa de risa. Es... es por lo de la otra noche.
—¿Qué?.
—Estuviste en la encuesta esta mañana. Oíste...
Hizo una pausa.
—Muy poco —dijo Anthony—. Oí al forense hablar con tecnicismos de los
cianuros en general y del de potasio en particular. Del efecto del mismo
en George. Y las investigaciones previas hechas por aquel primer
inspector, no Kemp, sino el del bigotito elegante, que fue el primero en
llegar al Luxemburgo. Luego, de la identificación del cadáver de George
Barton. A continuación, la encuesta fue aplazada una semana.
—Al inspector me refiero —dijo Iris—. Describió haber hallado un
paquetito de papel debajo de la mesa, un paquetito que contenía restos
de cianuro.
Anthony dio muestras de interés.
—Sí. Es evidente que quien echó el veneno en la copa de George, tiró
luego el paquetito debajo de la mesa. Es la cosa más natural del mundo.
No podía correr el riesgo de que se lo encontraran encima.
Con gran sorpresa suya. Iris empezó a temblar violentamente.
—¡Oh, no, Anthony!. ¡Oh, no! ¡No fue así!.
—¿Qué quieres decir, querida?. ¿Qué sabes tú de ello?.
—Fui yo quien lo tiró debajo de la mesa.
Él la miró con asombro.
—Escucha, Anthony: ¿recuerdas que George bebió el champán y después
cayó?. Fue terrible... como una pesadilla. Ocurrió cuando todo peligro
parecía haber desaparecido. Quiero decir que, después del espectáculo,
cuando se encendieron las luces, ¡sentí un alivio...!. Porque fue entonces
cuando encontramos a Rosemary muerta, ¿recuerdas?. Y, sin saber por
qué, tenía el presentimiento de que iba a reproducirse la escena... Como
una sensación de que se hallaba allí muerta, en la mesa...
—Querida...
—Sí, ya lo sé. Sólo eran mis nervios. Sea como fuere, allí estábamos, y
no había ocurrido nada terrible y, de pronto, pareció como si todo el
asunto se hubiera terminado por fin, de una vez para siempre, y una
pudiera... no sé cómo explicarlo... respirar otra vez— Así que bailé con
George y empecé a divertirme de verdad por fin. Y volvimos a la mesa.
Entonces George se puso a hablar inesperadamente de Rosemary y nos
pidió que bebiéramos a su memoria. A continuación murió él, y toda la
pesadilla volvió a comenzar.
»Creo que quedé como paralizada. Al parecer, permanecí allí inmóvil
pero temblando. Tú te acercaste a mirarle, y yo me aparté un poco. Y se
acercaron los camareros, y alguien pidió un médico. Durante todo ese
tiempo, yo estaba como helada. Luego, de pronto, se me hizo un nudo
en la garganta y empezaron a resbalar las lágrimas por mis mejillas.
Entonces abrí el bolso para sacar el pañuelo. Rebusqué en el bolso,
porque las lágrimas no me dejaban ver bien, y saqué el pañuelo. Pero vi
que había algo enganchado en él, un trozo de papel blanco doblado,
141
parecido al que usan los farmacéuticos para envolver polvos medicinales.
Sólo que aquel papel no estaba en mi bolso al salir de casa,
¿comprendes, Anthony?. No había contenido nada que se le pareciese.
Yo misma había metido las cosas dentro, el bolso estaba completamente
vacío. Una polvera, una barrita de carmín, el pañuelo, un peine dentro de
su estuche, un chelín y un par de monedas de seis peniques. Alguien me
había metido aquel paquetito en el bolso. Tenía que haber sido así. Y
recordé que habían encontrado un paquetito igual en el bolso de
Rosemary después de su muerte. Y que había contenido cianuro. Me
asusté, Anthony. Me asusté una barbaridad. Los dedos se me quedaron
exangües. El paquete se escapó del pañuelo y cayó debajo de la mesa.
Lo dejé caer y no dije nada. Estaba demasiado asustada. Alguien tenía la
intención de que pareciera que había matado yo a George... Y yo no hice
tal cosa, Anthony.
Anthony emitió un prolongado silbido.
—Y... ¿nadie te vio? —quiso saber.
Iris titubeó.
—No estoy segura —contestó muy despacio—. Creo que Ruth se dio
cuenta. Pero parecía tan aturdida que aún no estoy segura de si se dio
cuenta de verdad... o si me estaba mirando sin verme.
Anthony volvió a silbar.
—En menudo jaleo te has metido.
—Ha sido un sufrimiento terrible —dijo Iris—. ¡He tenido tanto miedo de
que se enteraran...!.
—¿Por qué no se encontraron en el paquete tus huellas dactilares?. Lo
primero que harían sería buscar las huellas latentes.
—Supongo que sería porque lo debí sujetar a través del pañuelo.
Anthony asintió.
—Sí, tuviste suerte en eso.
—Pero, ¿quién pudo meterlo en mi bolso?. Lo tuve conmigo toda la
noche.
—Eso no es tan imposible como tú crees. Cuando fuiste a bailar después
del espectáculo, dejaste el bolso sobre la mesa. Alguien pudo haberlo
hecho entonces. Y hay que tener en cuenta a las mujeres. ¿Podrías
ponerte en pie y enseñarme lo que hace una mujer en el guardarropa?.
Es algo de lo que yo no sé una palabra. ¿Os reunís y charláis, o bien os
vais cada una a un espejo distinto?.
Iris reflexionó.
—Todas nos acercamos a la misma mesa, una mesa muy larga, con el
tablero de vidrio. Dejamos los bolsos y nos miramos la cara, ¿sabes?.
—No, no lo sé. Continúa.
—Ruth se empolvó la nariz y Sandra se dio unos toques al pelo y se puso
una horquilla. Y yo me quité la capa y se la di a la encargada del
guardarropa. Entonces vi que tenía sucia la mano, una salpicadura de
barro, y me acerqué a los lavabos.
—¿Dejaste el bolso sobre la mesa de cristal?.
—Sí. Y me lavé las manos. Creo que Ruth aún se estaba retocando el
maquillaje. Y Sandra vino y entregó su capa y luego regresó al espejo.
142
Ruth vino a lavarse las manos y yo volví a la mesa y me arreglé un poco
el cabello.
—Así que, ¿cualquiera de las dos hubiera podido meter algo en el bolso
sin que tú lo vieras?.
—Sí, pero no puedo creer que ni Ruth ni Sandra fuesen capaces de hacer
semejante cosa.
—Tienes un concepto muy elevado de la gente. Sandra es una de esas
mujeres que hubieran quemado a sus enemigos vivos en la Edad Media y
Ruth resultaría la envenenadora más práctica, completa e implacable que
haya jamás pisado esta tierra.
—De haber sido Ruth, ¿por qué no dijo que me había visto dejar caer el
papel?.
—Ahí me pillaste. Si Ruth hubiera escondido el paquete de cianuro en tu
bolso con toda la mala intención, hubiese tenido buen cuidado de que no
pudieras deshacerte de él. Así que parece ser que no fue Ruth. Es más,
la mejor probabilidad la constituye un camarero... ¡El camarero... el
camarero !. Si por lo menos hubiese habido un camarero extraño, un
camarero singular, un camarero alquilado para aquella noche tan sólo.
Pero, en lugar de eso, no tenemos más que a Giuseppe y Pierre. Y
ninguno de los dos encaja en este caso.
Iris exhaló un suspiro.
—Me alegro de habértelo dicho. Nadie se enterará ahora, ¿verdad?. Sólo
lo sabremos tú y yo.
Anthony la miró con cierto embarazo.
—Las cosas no van a quedar así precisamente, Iris. Es más, vas a ir
ahora mismo conmigo, en un taxi, a ver a Kemp. No podemos ocultar
eso.
—¡Oh, no, Anthony!. Creerán que yo maté a George.
—¡No cabe la menor duda de que lo creerán si descubren más adelante
que les habías ocultado eso!. Tu explicación no resultará entonces muy
convincente. Si la ofreces ahora voluntariamente, existe una probabilidad
de que te crean.
—Por favor, Anthony...
—Escucha, Iris, te encuentras en una situación difícil. Pero, aparte de
toda otra consideración, existe una cosa que se llama verdad. No puedes
preocuparte exclusivamente de tu propia seguridad cuando se trata de
administrar justicia.
—¡Oh, Anthony!. ¿Es necesario que te muestres tan grandilocuente y
abnegado?. ¿Quieres dártelas de tener un gran corazón?.
—¡Astuto golpe! —dijo Anthony—. A pesar de lo cual, vamos a ir a ver a
Kemp. ¡Ahora mismo!.
Salió con él al vestíbulo de muy mala gana. El abrigo de Iris estaba
tirado sobre una silla. El joven le ayudó a ponérselo.
En los ojos de Iris brillaba una expresión de rebeldía y de temor, pero
Anthony no dio muestras de ceder. —Tomaremos un taxi al otro lado de
la plaza —dijo. Cuando se dirigían a la puerta, alguien oprimió el timbre
y le oyeron sonar en el sótano. Iris exhaló una exclamación.
—Me había olvidado. Es Ruth. Iba a venir aquí a la salida de la oficina
143
para discutir los detalles del entierro. Se celebrará pasado mañana. Se
me ocurrió que podríamos arreglarlo todo mejor en ausencia de tía
Lucilla, porque ella complica las cosas de una manera...
Anthony se adelantó y abrió la puerta antes de que pudiera hacerlo la
doncella, que subía corriendo la escalera.
—Déjalo, Evans —dijo Iris. Y la muchacha se volvió a marchar. Ruth
parecía cansada y algo desgreñada. Llevaba un maletín bastante grande.
—Siento mucho llegar tarde, pero el metro estaba tan lleno esta noche...
y luego tuve que esperar tres autobuses y no encontré un taxi por
ninguna parte.
«Está muy poco en consonancia con el temperamento de la eficiente
Ruth el presentar excusas», pensó Anthony. Una prueba más de que la
muerte de George había logrado dar al traste con aquella eficiencia que
casi no resultaba humana.
—No puedo ir contigo ahora, Anthony —dijo Iris—. Ruth y yo tenemos
que arreglar unas cosas.
Anthony respondió con firmeza:
—Me temo que lo que hemos de hacer nosotros es mucho más
importante. Siento mucho, miss Lessing, tener que llevarme a Iris, pero
se trata de algo verdaderamente importante.
—No se preocupe, Mr. Browne. Puedo arreglarlo todo con Mrs. Drake
cuando llegue —sonrió levemente—. Soy capaz de manejarla muy bien,
¿sabe?.
—Estoy seguro de que sería usted capaz de manejar a cualquiera, miss
Lessing —dijo Anthony con admiración.
—Quizás, Iris, si pudiera usted hacerme alguna indicación especial...
—No hay ninguna. Propuse que lo arregláramos nosotras nada más
porque tía Lucilla cambia de parecer cada dos minutos y me pareció muy
duro que usted pagase las consecuencias. ¡Ha tenido usted tanto
quehacer!. Pero en realidad me tiene sin cuidado la clase de entierro que
se haga. A tía Lucilla le gustan los entierros, pero yo los odio. Hay que
enterrar a la gente, pero para eso no hace falta tanto jaleo. A los
difuntos les tiene completamente sin cuidado. Han escapado de todo eso.
Los muertos no vuelven.
Ruth no contestó, e Iris repitió con extrañeza y desafiadora insistencia:
—¡Los muertos no vuelven!.
—Vamos —dijo Anthony.
Y la sacó por la puerta de un tirón.
Un taxi libre cruzaba lentamente la plaza. Anthony lo paró y ayudó a
subir a Iris.
—Dime, hermosura —preguntó cuando hubo ordenado al conductor que
les llevara a Scotland Yard—, ¿quién sentías que estaba en el vestíbulo
cuando te pareció tan necesario afirmar que los muertos, muertos
están?. ¿George o Rosemary?.
—¡Nadie!. ¡Nadie en absoluto!. ¡Te digo que odio los entierros!.
Anthony exhaló un suspiro.
—Decididamente —murmuró—, debo de tener facultades psíquicas.
144
CAPÍTULO XII
Había tres hombres sentados alrededor de una pequeña mesa con
tablero de mármol. El coronel Race y el inspector Kemp estaban tomando
sendas tazas de té muy cargado. Anthony estaba paladeando lo que los
ingleses llaman una taza de buen café. No estaba Anthony muy de
acuerdo con esta definición, pero lo soportaba simplemente para que se
le admitiera en términos de igualdad a la conferencia de los otros dos
hombres.
El inspector Kemp, tras comprobar cuidadosamente las credenciales de
Anthony, había accedido a reconocerle como colega.
—Si quieren que les dé mi opinión —dijo el inspector que echó varios
terrones de azúcar en su té—, este caso nunca llegará a juicio. Jamás
lograremos pruebas suficientes.
—¿Usted cree que no? —inquirió Race.
Kemp meneó la cabeza y tomó un trago de té.
—La única esperanza estaba en obtener pruebas de que alguno de esos
cinco hubiera comprado o tenido en su poder cianuro. Han resultado
infructuosas todas mis pesquisas en esa dirección. Será uno de esos
casos en que se sabe quién es el culpable, pero no se puede demostrar.
—¿Usted sabe quién es el culpable? —dijo Anthony que miró con interés
a Kemp.
—En mi fuero interno estoy casi convencido: lady Alexandra Farraday.
—¡Así que esa es su opinión! —manifestó Race—. ¿Razones?.
—Las va usted a saber —declaró Kemp—. Creo que es de esas mujeres
que tienen unos celos terribles. Y es autocrática también. Como esa reina
de la historia... Leonor de no sé qué, que siguió la pista hasta el nido de
amor de la Bella Rosamunda y le dijo que escogiera entre el puñal y la
taza de veneno 11 .
—Sólo que en este caso —dijo Anthony—, a la Bella Rosemary no le
dieron a escoger.
—Alguien avisa a Mr. Barton —prosiguió Kemp—, y éste empieza a
desconfiar. Y yo creo que tendría unas sospechas bien definidas, sino no
hubiera llegado hasta el punto de comprar una casa en el campo a
menos que quisiera vigilar a los Farraday. Ella debió de comprenderlo
enseguida al oírle hablar tanto de la fiesta y ver su insistencia en que
acudieran. Ella no es de las que dice «esperemos y veamos». Siempre
autocrática, la eliminó. Eso, me dirán ustedes, no es más que una teoría
11
Se refiere a Leonor de Guienne, soberana de Aquitania esposa repudiada de Luis VII,
de Francia. Casó luego con el duque de Normandía, que ascendió al trono de
Inglaterra con el nombre de Enrique II. Este monarca se enamoró locamente de
Rosamond Clifford, llamada la Bella Rosamond o Rosamond la Hermosa, hija de
Gualterio de Clifford, barón de Hereford. Según se dice, Enrique ocultó a su amada
en su palacio de Woodstock, rodeando el edificio de un laberinto para que nadie
pudiera acercarse a ella sin guía. Cuentan que Leonor acabó descubriéndola. Logró
llegar hasta ella y la envenenó. Pero los historiadores no están de acuerdo sobre este
particular. Algunos aseguran que Rosamond murió en el convento de Goldstow, en
Oxfordshire. Rosamond dio a Enrique dos hijos: Guillermo, llamado larga—espada,
conde de Salisbury, y Geodofredo, que llegó a ser arzobispo de York (N. del T.)
145
basada en el temperamento de lady Alexandra. Pero yo digo que la única
persona que puede haber tenido ocasión de dejar caer algo en la copa de
Barton, un poco antes de que bebiera, es la dama sentada a su derecha.
—¿Y nadie le vio hacerlo? —preguntó Anthony.
—Hubiera podido verla alguien, en efecto. Pero nadie la vio. Diga si
quiere que demostró mucha destreza.
—Una verdadera prestidigitadora.
Race tosió. Sacó la pipa y empezó a cargarla.
—Un detalle de menor cuantía —dijo—. Admitamos que lady Alexandra
es autocrática, celosa y que quiere con locura a su marido, y admitamos
que no vacilaría en asesinar si fuera preciso. ¿Cree usted que es de las
que meterían pruebas condenatorias en el bolso de una muchacha?.
¿Una muchacha completamente inocente, fíjese bien, que jamás le había
hecho daño alguno?. ¿Está eso de acuerdo con la tradición de los
Kidderminster?.
El inspector Kemp se movió con desasosiego en su asiento y contempló
el interior de su taza.
—Las mujeres no juegan limpio —contestó—, si es eso lo que quiere
decir.
—Muchas de ellas, sí —dijo Race, sonriendo—; pero me alegro de ver
que no ha quedado usted muy convencido,
Kemp salió de su apuro volviéndose hacia Anthony, con aire de
condescendencia y protección.
—A propósito, Mr. Browne, seguiré llamándole así, si le es igual, quiero
decirle que le estoy muy agradecido por la rapidez con que trajo a miss
Marle aquí esta tarde para que contara lo que le había ocurrido.
—Tuve que hacerlo aprisa —respondió Anthony—. De haber esperado,
probablemente no la hubiera podido traer.
—Ella no quería venir, claro está —dijo Race.
—Estaba asustada, pobre chica. Me parece natural.
—Mucho —asintió el inspector.
Y se sirvió té. Anthony tomó un trago de café.
—Bueno —añadió Kemp—, yo creo que la hemos tranquilizado. Se fue a
casa bastante satisfecha.
—Espero —comentó Anthony— que después del entierro podrá escaparse
conmigo al campo. Creo que le sentarán bien veinticuatro horas de paz y
tranquilidad, lejos de la eterna charla de tía Lucilla.
—La incansable lengua de tía Lucilla tiene sus ventajas —dijo Race.
—Para usted. Y que le aprovechen —dijo Kemp—. Suerte que no se me
ocurrió tomar taquigráficamente lo que decía cuando le tomé la
declaración. De haberlo hecho, el desgraciado taquígrafo se encontraría a
estas horas en el hospital con una mano paralizada.
—Quizá tenga usted razón, inspector —opinó Anthony—, al asegurar que
el asunto jamás llegará a juicio. Pero ése es un final muy poco
satisfactorio... Y aún hay una cosa que no sabemos... ¿quién escribió a
George Barton los anónimos diciéndole que a su mujer la habían
asesinado?. No tenemos la menor idea de quien puede ser.
—¿Sigue con sus sospechas, Browne? —preguntó Race.
146
—¿Ruth Lessing?. Sí, sigue siendo mi candidata. Me dijo usted que le
había confesado que estaba enamorada de George. Rosemary, según
todos los indicios, la trataba con desprecio. Imagínese que vio de pronto
una buena oportunidad para deshacerse de Rosemary y que estaba
convencida de que, una vez con la mujer fuera de circulación, ella podría
casarse con George...
—Todo eso se lo concedo —respondió Race—. Reconozco que Ruth
Lessing tiene la serenidad y la eficiencia necesarias para pensar en un
asesinato y llevarlo a cabo, y que quizá carece de esa piedad que es
esencialmente producto de la imaginación. Sí, hasta le concedo que haya
cometido el primer asesinato. Pero, por mucho que me esfuerce, no me
la imagino cometiendo el segundo. ¡No concibo que le entrara pánico y
que envenenara al hombre a quien amaba y con quien esperaba
casarse!. Otro de los detalles que la excluyen: ¿por qué se calló cuando
vio a Iris tirar el paquete debajo de la mesa?.
—Quizá no lo vio —sugirió Anthony algo dubitativo.
—Casi tengo la seguridad de que lo vio —señaló Race—. Cuando la
interrogué, me dio la impresión de que ocultaba algo. Y la propia Iris
Marle cree que Ruth Lessing la vio.
—Vamos, coronel —dijo Kemp—, sepamos ahora por quién vota usted.
De alguien sospecha, ¿verdad?.
Race asintió.
—Hable. Lo que es justo, es justo. Ha escuchado ya nuestra opinión... y
hecho objeciones.
La mirada de Race se apartó pensativa del rostro de Kemp para clavarse
en el de Anthony.
Él enarcó las cejas.
—No me diga usted que sigue creyéndome el «traidor» .
Race meneó la cabeza lentamente.
—No se me ocurre motivo alguno para que quisiera usted matar a
George Barton. Creo saber quién lo mató, y también a Rosemary.
—¿Quién?.
—Es curioso que todos hayamos escogido como candidato una mujer —
musitó Race—. Yo también sospecho de una. —Hizo una pausa y luego
agregó—: Yo creo que la culpable es Iris Marle.
Anthony retiró la silla violentamente. Durante un instante se le
congestionó el rostro. Luego, con esfuerzo, volvió a dominarse. Su voz al
hablar, tenía un leve temblor, pero era tan despreocupada y burlona
como siempre.
—Discutamos esa posibilidad. No faltaría más —dijo—. ¿Por qué Iris
Marle?. Y, en tal caso, ¿por qué había ella de contarme espontáneamente
lo de haber dejado caer el paquetito de cianuro debajo de la mesa?.
—Porque —dijo Race— sabía que Ruth Lessing le había visto hacerlo.
Anthony meditó sobre la respuesta. Por fin hizo un gesto de
asentimiento.
—¡Vale! —dijo—. Prosiga. ¿Por qué sospechó de ella?.
—El móvil. A Rosemary le habían legado una fortuna en la que Iris no
había de participar. Hasta es posible que durante muchos años la
147
consumiera lo que ella consideraría una injusticia. Sabía que si Rosemary
moría sin hijos, todo aquel dinero iría a parar a sus manos. Y Rosemary
estaba deprimida, era desgraciada, acababa de pasar una gripe que la
había dejado una depresión. Se hallaba precisamente en un estado en
que fácilmente se admitiría la teoría de un suicidio sin vacilar.
—¡Adelante! —exclamó Anthony—. ¡Pinte a la muchacha como un
monstruo!.
—No como un monstruo —dijo Race—. Había otra razón para que yo
sospechara de ella... una razón que les parecerá un poco cogida por los
pelos: Víctor Drake.
—¿Víctor Drake? —exclamó Anthony boquiabierto.
—Un mal bicho. Herencia. No en balde escuché a Lucilla Drake. Conozco
la historia de la familia Marle. Víctor Drake, más que débil, es un
verdadero malvado. La madre, de intelecto débil e incapaz de
reflexionar. Héctor Marle, débil, vicioso y borracho. Rosemary, inestable
desde el punto de vista emocional. Una historia de debilidad, vicio e
inestabilidad. Causas que predisponen.
Anthony encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.
—¿No cree usted posible que de una planta débil... mala incluso, pueda
salir una flor sana?.
—Claro que es posible. Pero no estoy muy seguro de que Iris Marle sea
una flor sana.
—Y mi palabra de nada sirve —dijo Anthony muy despacio—, porque
estoy enamorado de Iris. ¿George le enseñó las cartas y ella se asustó y
lo mató?. Ésa es una idea, ¿no le parece?.
—Sí. Cabría la posibilidad del pánico en su caso.
—¿Cómo consiguió echar el veneno en la copa de George Barton?.
—Confieso que no lo sé.
—Me alegro de que haya algo que usted no sepa. —Anthony echó su silla
hacia atrás y luego hacia delante. Sus ojos lanzaban destellos de ira y
estaba de un humor peligroso—. ¡Hace falta valor para decírmelo a mí!.
—Lo sé —replicó Race serenamente—. Pero consideré que era preciso
decirlo.
Kemp observó a los dos con interés pero no habló. Revolvió el té con la
cucharilla, distraído.
—Está bien. —Anthony se irguió en su asiento—. Las cosas han
cambiado. Ya no es cuestión de permanecer sentados bebiendo estas
asquerosas infusiones y exponiendo teorías académicas. Éste caso tiene
que resolverse. Tenemos que superar todas las dificultades y descubrir la
verdad. Éste será mi trabajo, y lo haré de una manera o de otra. He de
meditar sobre las cosas que no sabemos... porque, al saberlas, quedará
todo aclarado.
«Volveré a plantear el problema. ¿Quién sabía que Rosemary había
muerto asesinada?. ¿Quién escribió a George y se lo dijo?. ¿Por qué le
escribieron?.» Y ahora los asesinatos en sí. Eliminemos el primero. Hace
demasiado tiempo que se cometió y no sabemos exactamente lo
ocurrido. Pero el segundo asesinato se cometió ante mis propios ojos. Yo
lo vi. Por consiguiente, debiera saber cómo se llevó a cabo. El momento
148
ideal para echarle cianuro en la copa a George fue durante el
espectáculo... pero no es posible que lo pusieran entonces, porque bebió
de la copa inmediatamente después. Yo le vi beber. Después de beber él,
nadie puso nada en la copa, pero estaba llena de cianuro. No es posible
que lo envenenaran, pero lo envenenaron. Había cianuro en su copa...
¡pero nadie pudo haberlo echado dentro!. ¿Hacemos progresos?.
—No —dijo Kemp.
—Sí —lo contradijo—. El asunto ha entrado ahora en el campo de la
prestidigitación. O en el terreno de una manifestación espiritista. Ahora
voy a dar un breve resumen de mi teoría psíquica. Mientras bailábamos,
el fantasma de Rosemary se cernió sobre la copa de George y dejó caer
dentro una materialización de cianuro. Cualquier espíritu es capaz de
fabricar cianuro con ectoplasma. George regresó y bebió a su salud y...
¡qué caramba!.
Los otros dos le miraron con curiosidad. Anthony se había llevado las
manos a la cabeza. Se mecía de un lado para otro, víctima, al parecer,
de una gran angustia mental.
—Eso es... eso es —decía—, el bolso... el camarero...
—¿El camarero? —Kemp aguzó las orejas.
Anthony sacudió la cabeza.
—No, no. No quiero decir lo que usted quiere decir. Sí que creí antes que
lo que necesitábamos era un camarero que no fuese camarero, sino un
prestidigitador... un camarero que hubiera sido contratado el día
anterior. En lugar de eso, tuvimos un camarero que siempre había sido
camarero, un camarero que pertenecía a la dinastía real de camareros,
un camarero seráfico, un camarero por encima de toda sospecha. Y sigue
estando por encima de toda sospecha, pero ¡desempeñó su papel!. ¡Dios
Santo, sí!. ¡Ya lo creo que desempeñó su papel...! Y un papel estelar, por
añadidura.
Les miró fijamente.
—¿No se dan cuenta?. Un camarero hubiera podido envenenar el
champán; pero el camarero no lo hizo. Nadie tocó la copa de George,
pero George murió envenenado. Un artículo indeterminado. El artículo
determinado. ¡La copa de George!. ¡George!. Dos cosas distintas. Y el
dinero... ¡dinero a espuertas!. ¿Y quién sabe...?, quizás amor también.
Me miran como si me creyeran loco. Vengan. Les enseñaré.
Echó la silla hacia atrás y se puso en pie de un brinco. Asió a Kemp de un
brazo.
—Venga conmigo.
Kemp dirigió una mirada llena de sentimiento a su taza a medio beber.
—Hay que pagar —dijo.
—No, no. Volveremos en seguida. Vamos. He de enseñarle algo ahí
fuera. ¡Vamos, Race!.
Apartó la mesa de un empujón y les llevó al vestíbulo.
—¿Ven ustedes esa cabina telefónica?.
—Sí.
Anthony se registró los bolsillos.
—Maldita sea, no tengo dos peniques sueltos. No importa. Ahora que lo
149
pienso mejor, prefiero no hacerlo así. Volvamos.
Regresaron al café. Kemp entró primero, seguido de Race, y Anthony con
la mano posada en el brazo del coronel.
Kemp tenía una expresión preocupada cuando se sentó y cogió la pipa.
Sopló por ella y empezó luego a hurgarla con una horquilla que se sacó
del bolsillo del chaleco.
Race miraba a Anthony intrigado. Tomó la taza y la apuró de un trago.
—¡Maldición! —exclamó con violencia—. ¡Tiene azúcar!.
Miró por encima de la mesa y vio aparecer en el rostro de Anthony una
sonrisa de satisfacción.
—¡Vaya! —dijo Kemp al probar el contenido de su taza—. ¿Qué diablos
es esto?.
—Café —dijo Anthony—. Y no creo que le guste. A mí no me ha gustado.
150
CAPÍTULO XIII
Anthony tuvo la satisfacción de leer en los ojos de sus dos compañeros
que ambos habían comprendido instantáneamente.
¡Le duró muy poco la satisfacción, sin embargo, porque le asaltó otro
pensamiento con la fuerza de un golpe físico.
—¡Dios Santo...! —gritó—. ¡El coche!. ¡Qué imbécil fui!. ¡Qué idiota!. Me
dijo que por poco la había atropellado un automóvil y apenas le hice
caso. —Se puso en pie de un brinco—. ¡Vamos!. ¡Aprisa!.
—Aseguró que se iba directamente a su casa cuando salió de Scotland
Yard —dijo Kemp.
—Sí. ¿Por qué no la acompañaría yo?.
—¿Quién está en la casa? —inquirió Race.
—Ruth Lessing estaba allí, aguardando a Mrs. Drake. ¡Es posible que las
dos estén discutiendo los detalles del entierro aún!.
—Y discutiendo todo lo demás también, o no conozco a Mrs. Drake —dijo
Race, y agregó bruscamente—: ¿Tiene Iris Marle algún otro pariente?.
—Que yo sepa, no.
—Creo comprender en qué dirección le llevan sus ideas y pensamientos.
Pero... ¿es físicamente posible?.
—Creo que sí. Considere usted mismo lo mucho que se ha dado por
sentado, basándose en la palabra de una sola persona.
Kemp estaba pagando la consumición. Los tres hombres salieron
apresuradamente.
—¿Usted cree que miss Marle corre peligro inmediato? —preguntó Kemp.
—Sí que lo creo.
Anthony masculló una maldición y paró un taxi. Los tres subieron al
coche y el conductor recibió la orden de dirigirse a Elvaston Square lo
más a prisa posible.
—Aún no he hecho más que formarme una idea general —dijo Kemp
lentamente—. ¿Elimina esto por completo a los Farraday?.
—Me alegro de eso por lo menos. Pero ¿es posible que haya otro
atentado tan pronto?.
—Cuanto antes mejor —manifestó Race—. Antes de que hayamos tenido
tiempo de empezar a pensar con la cabeza. A la tercera va la vencida.
Iris Marle me dijo, delante de Mrs. Drake, que se casaría con usted tan
pronto como usted quisiera.
Hablaba espasmódicamente, porque el conductor estaba siguiendo al pie
de la letra sus instrucciones y doblaba esquinas y serpenteaba por entre
el tráfico con verdadero entusiasmo.
Al llegar a Elvaston Square, se detuvo con una violenta sacudida delante
de la casa.
Jamás había parecido más apacible aquella plaza.
Anthony se esforzó por recobrar su serenidad habitual.
—Como en las películas —murmuró—. Se siente uno como si estuviera
haciendo el ridículo.
Pero se hallaba en el último escalón tocando el timbre cuando Kemp
empezaba a subir el primero y Race pagaba el taxi.
151
La doncella abrió la puerta.
—¿Ha regresado miss Marle? —le preguntó con brusquedad.
Evans pareció sorprenderse.
—Oh, sí, señor. Llegó hace cosa de media hora.
Anthony exhaló un suspiro de alivio. Había tal tranquilidad en la casa y
todo parecía tan normal, que se avergonzó de sus recientes y
melodramáticos temores.
—¿Dónde está?.
—Supongo que en la sala, con Mrs. Drake.
Anthony asintió y subió rápidamente la escalera. Race y Kemp le
siguieron.
En la placidez de la sala a media luz, Lucilla Drake registraba las gavetas
de la mesa escritorio tan absorta y esperanzada como un perro
perdiguero, sin dejar de murmurar: «¡Caramba, caramba!. ¿Dónde puse
la cartera de Mrs. Marsham?. Vamos a ver...
—¿Dónde está Iris? —preguntó Anthony bruscamente.
Lucilla se volvió y se quedó mirándolo fijamente.
—¿Iris? Ella... ¡Usted perdone! —Se irguió—. ¿Me es lícito preguntarle
quién es usted?.
Race se asomó por detrás del joven y el rostro de Lucilla se despejó. No
vio al inspector Kemp, que fue el tercero en entrar en la sala.
—¡Oh, mi querido coronel Race!. ¡Cuánto le agradezco que haya venido!.
Pero lástima que no hubiese estado aquí un poco antes. Me hubiera
gustado consultarle algunos pormenores del entierro. ¡Es tan importante
el consejo de un hombre!. Y la verdad, me sentí tan disgustada, como le
dije a miss Lessing, que ni siquiera podía pensar... y he de reconocer que
miss Lessing se mostró muy simpática y comprensiva por una vez y
ofreció hacer todo lo que le fuera posible por quitarme esa carga de
encima... Sólo que, como ella misma dijo muy razonablemente, yo era la
persona más indicada para saber cuáles eran los himnos favoritos de
George... aunque no es que lo supiera en realidad, porque me temo que
George no iba con frecuencia a la iglesia... pero, claro está, como esposa
de un clérigo... como viuda, quiero decir... sí que sé cuáles son los más
apropiados...
—¿Dónde está miss Marle?.
—¿Iris? Entró hace rato. Dijo que tenía dolor de cabeza y que se iba a su
cuarto. Los jóvenes no parecen tener mucha resistencia hoy en día...
¿sabe usted?. No comen suficientes espinacas y parece disgustarles
hablar de los detalles del entierro, aunque, después de todo, alguien ha
de cuidarse de esas cosas. A una le gusta tener la seguridad de que se
ha hecho todo lo mejor posible, y que se ha mostrado el debido respeto
a los muertos. Y no es que me hayan parecido a mí nunca
verdaderamente respetuosas las carrozas automóviles que hoy se
estilan, no es como usar caballos de cola negra larga, entiéndame
usted... pero, claro está, dije enseguida que no había inconveniente y
Ruth... la llamo Ruth y no miss Lessing... y yo lo estábamos resolviendo
todo magníficamente, con que le dijimos que podía dejarlo todo en
nuestras manos.
152
Kemp se impacientaba.
—¿Se ha ido miss Lessing?.
—Sí. Lo resolvimos todo y se fue hace cosa de diez minutos. Se llevó las
notas que ha de publicar la prensa. Nada de flores, dadas las
circunstancias, y el canónigo Westbury se encargará personalmente del
servicio...
A medida que la mujer hablaba, Anthony se fue acercando a la puerta.
Había salido ya de la sala cuando Lucilla interrumpió de pronto su
narración para preguntar:
—¿Quién era ese joven que vino con usted?. No me di cuenta al principio
de que era usted quien lo había traído. Creí que a lo mejor sería uno de
esos terribles periodistas. Nos han dado tanto que hacer ya...
Anthony subía los peldaños de la escalera de dos en dos. Oyó pasos
detrás de él, volvió la cabeza y dirigió una sonrisa al inspector Kemp.
—¿También usted ha desertado?. ¡Pobre Race!.
—El sabe hacer las cosas bien —murmuró Kemp—. Yo no soy admitido
ahí abajo.
Se hallaban en el primer piso y se disponían a subir al segundo, cuando
Anthony oyó pasos que bajaban. Tiró de Kemp y ambos se metieron en
un cuarto de baño vecino.
Los pasos continuaron escalera abajo.
Anthony volvió a salir y subió el último tramo a toda prisa. Sabía que el
cuarto de Iris era el pequeño que había en la parte de atrás. Llamó con
los nudillos en la puerta.
—¡Eh, Iris!.
No obtuvo contestación. Llamó y habló otra vez. Luego probó la puerta y
la encontró cerrada con llave.
Empezó a golpearla con verdadera urgencia.
—¡Iris...! ¡Iris...!.
Al cabo de un par de segundos se interrumpió y miró hacia abajo. Se
hallaba de pie sobre una de esas viejas esteras peludas hechas para que
encajen por la parte de fuera de las puertas y no dejen pasar corrientes
de aire. Aquélla estaba muy pegada a la puerta. La apartó de un
puntapié. El espacio de debajo de la puerta era muy grande. Dedujo que
en algún tiempo lo rebajarían para dar cabida a una alfombra que ya no
se usaba.
Se agachó pero no pudo ver nada a través del ojo de la cerradura. De
pronto alzó la cabeza y olfateó. Luego se dejó caer al suelo y acercó la
nariz al espacio de abajo.
Se puso en pie de un brinco.
—¡Kemp! —gritó.
No veía al inspector. Anthony volvió a gritar.
Fue el coronel Race, sin embargo, quien subió corriendo la escalera.
Anthony no le dio tiempo a hablar.
—¡Gas...! —exclamó—. ¡Sale a chorros!. ¡Tendremos que echar la puerta
abajo!.
Race tenía un cuerpo atlético. Entre él y Anthony no tardaron en eliminar
el obstáculo. La cerradura cedió.
153
Retrocedieron un instante.
—Está allí, junto a la chimenea —le avisó Race—. Yo entraré de una
carrera y romperé la ventana. Usted sáquela.
Iris yacía junto a la estufa de gas con la boca y la nariz pegadas a la
espita abierta.
Un minuto o dos más tarde, medio ahogados ambos, Anthony y Race
depositaron a la muchacha en el suelo del descansillo para que le diera la
corriente de aire procedente de la ventana del pasillo.
—Le aplicaré la respiración artificial —dijo Race—. Usted llame a prisa a
un médico.
Anthony empezaba a bajar la escalera cuando Race le gritó:
—No se preocupe. Creo que no será nada. Llegamos a tiempo.
En el vestíbulo, Anthony marcó un número y habló por teléfono con un
fondo de exclamaciones procedentes de Lucilla Drake.
—Le pesqué. Vive al otro lado de la plaza. Estará aquí dentro de un par
de minutos.
—... pero ¡es preciso que sepa lo que ha ocurrido!. ¿Está Iris enferma?.
Era el gemido final de Lucilla.
—Estaba en su cuarto con la puerta cerrada, la cabeza en la estufa y la
espita abierta —le explicó Anthony.
—¿Iris? —Mrs. Drake soltó un penetrante chillido—. ¿Que Iris se ha
suicidado?. No puedo creerlo. ¡No lo creo!.
En los labios de Anthony se dibujó una sombra de su sonrisa habitual.
—No es necesario que lo crea —contestó—. No es verdad.
154
CAPÍTULO XIV
Ahora, por favor. Tony, ¿me quieres contar toda la historia?. Iris yacía en
un sofá, y el sol de noviembre hacía un valeroso esfuerzo por calentar a
través de las ventanas de Little Priors.
Anthony miró al coronel Race, que estaba sentado en el alféizar de la
ventana, y le dedicó una sonrisa encantadora.
—No tengo inconveniente en confesarte, Iris, que he estado aguardando
este momento. Sino le explico pronto a alguien todo lo listo que he sido,
reventaré. No habrá falsa modestia en mi narración. Me dedicaré a
alabarme con todo el descaro del mundo, haciendo de vez en cuando una
pausa para darte tiempo a exclamar: «Oh, Anthony, ¡qué listo eres!» o
bien «¡Tony! ¡Es maravilloso!» o alguna otra frase de la misma índole.
¡Ejem! La función está a punto de empezar. ¡Allá va!.
»La cosa, en conjunto, parecía sencilla a más no poder. Quiero decir que
parecía un caso claro de causa y efecto. La muerte de Rosemary,
aceptada en el momento en que ocurrió como un caso de suicidio, no era
suicidio. George concibió sospechas, empezó a investigar, se estaba
acercando a la verdad y, antes de que pudiera desenmascarar al asesino,
fue, a su vez, asesinado. La serie, si se me permite llamarla así, parece
completa y clara.
»Pero
casi
inmediatamente
nos
encontramos
con
aparentes
contradicciones: A) a George no podían envenenarlo y B) a George lo
envenenaron. Y otras como: A) nadie tocó la copa de George y B)
alguien echó cianuro en la copa de George.» En realidad, yo estaba
haciendo caso omiso de un hecho muy significativo: el variado uso del
posesivo. La oreja de George era, sin discusión posible, la oreja de
George, porque formaba parte integrante de su cabeza y no podía
quitársela más que por medio de una operación quirúrgica. Pero al decir
el reloj de George sólo quiero decir el reloj que llevaba. Podría discutirse
si es suyo o si se lo habrá prestado otra persona. Y cuando llego a la
copa de George o la taza de té de George, empiezo a darme cuenta de
que me estoy refiriendo a algo muy nebuloso en verdad. Lo único que
quiero decir es la copa o la taza en la que ha estado bebiendo George y
no tiene nada que la distinga de varias otras tazas y copas del mismo
tipo.
»Para demostrarlo gráficamente, probé un experimento. Race estaba
bebiendo té sin azúcar; Kemp té con azúcar; y yo, café. En apariencia,
los tres líquidos eran del mismo color. Ocupábamos una mesa de mármol
entre otras varias mesas. So pretexto de una repentina idea, logré que
mis dos compañeros se levantasen de sus respectivos asientos y me
acompañasen al vestíbulo. Apartando las sillas de un empujón al
marchar, logré, al propio tiempo, cambiar la pipa de Kemp, que estaba
junto a su taza, y colocarla en la misma posición junto a la mía, pero sin
dejar que él se diera cuenta. En cuanto estuvimos fuera, di una excusa y
volvimos al café. Kemp iba delante de nosotros. Acercó una silla a la
mesa y se sentó ante la taza señalada por la pipa que había dejado en la
mesa. Race se sentó a la derecha como antes, y yo a su izquierda. Pero
155
fíjate en lo que ocurrió, ¡una nueva contradicción de A y B!: A) la taza de
Kemp contiene té azucarado y B) la taza de Kemp contiene café. Dos
afirmaciones contradictorias, ambas no pueden ser verdad. Pero las dos
son ciertas. El término engañoso es la taza de Kemp. La taza de Kemp al
abandonar él la mesa y la taza de Kemp cuando regresó, no son la
misma taza.» Y eso, Iris, es lo que ocurrió en el Luxemburgo aquella
noche. Después del espectáculo, cuando os fuisteis todos a bailar, tú
dejaste caer tu bolso. Un camarero lo recogió... no el camarero, el
camarero que servía aquella mesa y que sabía exactamente el puesto
que ocupaba cada uno de los comensales... sino un camarero, un
camarero muy ocupado, a quien todo el mundo estaba maltratando de
palabra, que corría a servir una salsa, y se agachó apresuradamente,
recogió el bolso y lo dejó junto a un plato... un plato más allá a la
izquierda de aquel ante el cual habías estado sentada. Tú y George
fuisteis los primeros en volver y tú te dirigiste, sin pensarlo, al lugar
señalado por tu bolso... lo mismo que hizo Kemp al ver su pipa. Y cuando
brindó a la memoria de Rosemary, bebió de su copa, pero que en
realidad era la tuya, la copa que podía haber sido envenenada fácilmente
sin que fuera necesario un juego de prestidigitadores para explicarlo,
porque la única persona que no bebió después del espectáculo fue
necesariamente la persona por la cual se estaba brindando.« Ahora,
repasa el asunto otra vez y la combinación es completamente distinta. Tú
eras la víctima en perspectiva, no George. Así parece que estaban
usando a George, ¿verdad?. Si las cosas no hubieran salido mal, ¿cuál
hubiese sido la historia desde el punto de vista público?. Una repetición
de la fiesta del año anterior... y una repetición del suicidio. No hay duda,
diría la gente, que hay una tendencia al suicidio en esa familia. Se
encuentra en tu bolso un paquetito que ha contenido cianuro. ¡Un caso
claro!. La pobre chica se ha dejado obsesionar por la muerte de su
hermana. Es muy triste, ¡pero esas chicas ricas son a veces tan
neuróticas...!
Iris lo interrumpió.
—Pero, ¿por qué había de querer nadie matarme a mí?. ¿Por qué?. ¿Por
qué?.
—Por tu hermosísimo dinero, angelito. ¡Dinero, dinero, dinero!.
Heredaste el dinero de Rosemary al morir ella. Ahora, suponte que te
hubieras muerto... soltera. ¿Que sería del dinero?. Lo heredaría tu
pariente más cercano... en este caso, tu tía Lucilla Drake. Pero teniendo
en cuenta todo lo que sé de la buena señora, no podía imaginarme a
Lucilla Drake como Asesino Primero. Pero, ¿hay alguna otra persona que
pudiera salir beneficiada?. Ya lo creo. Víctor Drake. Si Lucilla tiene
dinero, es exactamente igual que si lo tuviera Víctor. ¡Ya se encargaría él
de ello!. Siempre ha podido hacer lo que le ha dado la gana con su
madre. Y no cuesta ningún trabajo aceptar a Víctor como Asesino
Primero. Durante todo el tiempo, desde el principio del asunto, se han
hecho continuas referencias a Víctor. Ha estado allí, en el fondo, siempre
presente una figura confusa, insustancial, malévola.»
¿De veras?.
Llegamos ahora a lo que se ha dado en llamar trama fundamental de
156
toda novela. El encuentro de la Mujer con el Hombre. Esta novela
nuestra dio comienzo cuando Víctor conoció a Ruth Lessing. Él la dominó.
Yo creo que ella se enamoró locamente. Estas mujeres reservadas,
equilibradas, serenas y amantes de la ley, son las que con frecuencia se
enamoran de un indeseable.«
Reflexiona un momento y te darás cuenta de que las únicas pruebas que
hay de que Víctor estuviera en América del Sur se basan en las palabras
de Ruth. Nada de ello se comprobó porque jamás hubo un interés
primordial. Ruth dijo que había visto marchar a Víctor a bordo del San
Cristóbal antes de la muerte de Rosemary. Fue Ruth quien propuso
hablar por teléfono con Buenos Aires el día de la muerte de George, y
más tarde despidió a la telefonista que hubiera podido revelar, por
descuido, que no había hecho tal cosa.«
Claro está, ha sido muy fácil hacer comprobaciones ahora. Víctor Drake
llegó a Buenos Aires a bordo de un barco que salió de Inglaterra un día
después de la muerte de Rosemary, hace un año. Ogilve, en Buenos
Aires, no sostuvo conversación telefónica alguna con Ruth referente a
Víctor Drake el día de la muerte de George. Y Víctor Drake salió de
Buenos Aires para Nueva York hace unas semanas. No era cosa difícil
para él arreglar las cosas para que fuera expedido un telegrama en su
nombre un día determinado... uno de esos famosos telegramas suyos
pidiendo dinero que parecía prueba irrecusable de que se hallaba a miles
de kilómetros de distancia. En lugar de lo cual...
—¿Qué, Anthony?.
—En lugar de lo cual —dijo Anthony, que llevó a su oyente al punto
culminante con un intenso placer—, estaba a la mesa vecina a la nuestra
en el Luxemburgo con una rubia menos tonta de lo que nos habíamos
figurado.
—¿Ese hombre tan horrible?.
—Una cara amarillenta y manchada y unos ojos inyectados en sangre
son cosas fáciles de simular, y cambian mucho el aspecto de un hombre.
Además, de todos los allí reunidos, yo era la única persona, aparte de
Ruth Lessing, que había visto antes a Víctor Drake... ¡Y yo nunca le había
conocido con aquel nombre!. De todas formas, yo estaba sentado de
espaldas a él. Creí haber reconocido en la sala de fuera, cuando
entramos, a un hombre a quien había conocido en mis tiempos de
presidiario, un tal Monkey Coleman. Pero ahora llevaba yo una vida muy
respetable y no tenía el menor deseo de que me reconociera. Jamás
sospeché que Monkey Coleman pudiera tener nada que ver con el
crimen, y mucho menos que él y Víctor Drake fueran la misma persona.
—Pero... sigo sin comprender cómo pudo hacerlo.
El coronel Race continuó la narración empezada por Anthony.
—De la forma más sencilla del mundo. Durante el espectáculo salió a
telefonear, pasando junto a la mesa de ustedes. Drake había sido actor...
y había sido algo mucho más importante: camarero. El maquillarse y
representar el papel de Pedro Morales era juego de niños para un actor,
pero el dar la vuelta a la mesa, con el paso y el porte de un camarero y
llenar las copas de champán, requería el conocimiento y la técnica de un
157
hombre que hubiera sido camarero de verdad. Cualquier movimiento
torpe o fuera de su papel hubiera hecho que la atención de ustedes se
concentrara en él. Pero mientras pareciese un camarero auténtico,
ninguno de ustedes le prestaría atención... ni lo vería siquiera. Estaban
mirando hacia el espectáculo y no se fijaron en esa parte integrante del
decorado del restaurante: ¡un camarero!.
—¿Y Ruth? —preguntó Iris con voz vacilante.
—Fue Ruth, claro está, quien introdujo el paquetito de cianuro en tu
bolso... probablemente en el guardarropa a primera hora de la noche. La
misma técnica que había empleado un año antes... con Rosemary.
—Siempre me pareció raro —dijo Iris— que George no le hubiera hablado
de los anónimos a Ruth. Se lo consultaba todo.
Anthony rió.
—¡Claro que le habló de ellos!. Inmediatamente. Ella sabía que lo haría.
Por eso los escribió. Luego se encargó de organizarle ella misma todo el
plan... después de haberle ido excitando. Así tenía el escenario
preparado para el suicidio número dos. Y si a George le daba la gana de
creer que tú habías matado a Rosemary y que te habías suicidado
acosada por el remordimiento o el pánico... miel sobre hojuelas. Eso le
tenía sin cuidado a Ruth.
—¡Y pensar que yo la quería... y mucho!. Y hasta deseaba que llegara a
casarse con George.
—Probablemente hubiera sido una buena esposa para él si no se hubiera
topado con Víctor —manifestó Anthony—. Moraleja: «Toda asesina fue
una buena chica en sus tiempos.»
Iris se estremeció.
—¡Todo eso por dinero!.
—¡So ingenua!. ¡Por dinero se hacen siempre esas cosas!. Víctor,
indudablemente, lo hizo por dinero. Ruth, por dinero en parte, parte por
Víctor y parte, creo yo, porque odiaba a Rosemary. Sí. Llevaba recorrido
un camino muy largo cuando intentó atrepellarte con un automóvil, y
aún mayor cuando dejó a Lucilla en la sala, cerró la puerta de la calle de
golpe para hacer creer que se iba y subió a tu cuarto. ¿Qué aspecto
tenía?. ¿Parecía excitada siquiera?.
Iris reflexionó.
—No lo creo. Se limitó a llamar con los nudillos en la puerta, y dijo que
todo había quedado resuelto y que esperaba que me sentiría bien. Dije
que sí, que sólo estaba cansada en realidad. Y entonces cogió esa
linterna que tengo, recubierta de goma, y dijo que era una linterna muy
buena. Después de esto, no consigo poder recordar nada.
—No, querida —dijo Anthony—. Porque te dio un encantador golpecito,
no demasiado fuerte, en la nuca, con tu preciosa linterna. Luego te
colocó artísticamente delante de la estufa, cerró las ventanas, abrió el
gas, salió, cerró la puerta con llave por fuera, metió la llave por debajo
de la puerta, encajó la estera contra la puerta para que no pudiera entrar
aire y bajó tranquilamente la escalera. Kemp y yo nos escondimos en el
cuarto de baño justamente a tiempo. Yo subí corriendo. Kemp siguió a
miss Ruth Lessing, sin ser visto, hasta donde ella había dejado el
158
coche... ¿Sabes?. Se me antojó por entonces que era muy raro y poco
característico de Ruth el que intentara convencernos de que había
llegado hasta la casa en autobús y metro.
Iris se estremeció.
—Es horrible... pensar que había una persona tan decidida a matarme.
¿Me odiaba a mí también?.
—Oh, no lo creo. Pero miss Ruth Lessing es una joven muy eficiente.
Había sido ya cómplice en dos asesinatos y no le hacía ni pizca de gracia
haber arriesgado el cuello en balde. No me cabe la menor duda de que
Lucilla Drake mencionó tu decisión de casarte conmigo en cuanto yo lo
dije. Y en tal caso, no tenía tiempo que perder. Una vez que estuvieras
casada, yo sería tu heredero y no Lucilla.
—¡Pobre Lucilla!. ¡Cuánto lo siento por ella!.
—Creo que a todos nos pasa igual. Es un alma bondadosa e inofensiva.
—¿Víctor está detenido?. ¿De veras?.
Anthony miró a Race que asintió.
—Lo detuvieron esta mañana al desembarcar en Nueva York.
—¿Iba a casarse con Ruth... después?.
—Esa era la intención de ella. Y creo que lo hubiera conseguido.
—Anthony... me parece que no me gusta mucho mi dinero.
—No te preocupes, cariño, haremos algo noble con él si tú quieres. Yo
tengo suficiente dinero para vivir y para mantener a una mujer
razonablemente. Lo regalaremos todo si se te antoja, dotaremos
instituciones para niños o suministraremos tabaco gratis a los ancianos
o... ¿qué te parece si iniciáramos una campaña para que sirvan mejor
café en Inglaterra?.
—Me quedaré con un poco —dijo Iris—, por si alguna vez quisiera
hacerlo, poder permitirme el lujo de dar media vuelta y plantarte.
—Se me antoja, Iris, que no es ese el estado de ánimo más adecuado
para comenzar la vida de matrimonio. Y, a propósito, no has dicho ni una
sola vez: «¡Tony, qué maravilla!» ni «¡Anthony, qué listo eres!».
El coronel Race sonrió y al mismo tiempo se puso en pie.
—Ahora voy a casa de los Farraday a tomar el té —explicó.
Bailaba la risa en sus ojos cuando le preguntó cortesmente a Anthony:
—Supongo que usted no querrá venir conmigo, ¿verdad?.
Anthony meneó la cabeza y Race salió del cuarto. Se detuvo unos
instantes en la puerta para decir por encima del hombro:
—¡Buen trabajo!.
—Eso, entre los ingleses —afirmó Anthony, al cerrarse la puerta—,
representa la suprema aprobación británica.
—Me creía a mí culpable, ¿verdad? —preguntó Iris serenamente.
—No se lo tengas en cuenta. Es que ha conocido a tantas espías
hermosas que han robado fórmulas secretas y sonsacado secretos a
generales, que está completamente amargado y se le ha trastornado un
poco el juicio. ¡Cree que la culpable siempre ha de ser la muchacha
considerada más bonita!.
—¿Cómo sabías tú que no había sido yo, Tony?.
—Porque estaba enamorado, supongo —contestó él alegremente. Luego
159
cambió su semblante, volviéndose de pronto serio. Tocó un florero que
había junto a Iris, y en el que se veía una solitaria ramita de color
verde—grisáceo con una flor malva—. Florece a veces... alguna que otra
ramita... si el otoño es templado.
Anthony sacó la ramita del florero y la apretó un instante contra su
mejilla. Entornó los ojos y vio una abundante cabellera castaña, unos
brillantes ojos azules y unos labios rojos, apasionados. En un tono de voz
normal dijo:
—Ahora ya no anda por aquí, ¿verdad?.
—¿A quién te refieres?.
—Ya lo sabes tú... A Rosemary... Yo creo que ella sabía, Iris, que estabas
en peligro.
Acarició la ramita con los labios y luego la arrojó por la ventana.
—Adiós, Rosemary... Y gracias...
—El símbolo del recuerdo... —dijo Iris con dulzura.
Y con más dulzura aún:
—Te ruego, amor, que recuerdes...
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